Super User

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Gonzalo Aparicio  Sánchez

               SAGRARIO DE MI SEMINARIO QUE TANTAS VECES  VISITÉ

                Y DESDE DONDE CRISTO EUCARISTÍA TANTASVERDADES

                           ME ENSEÑÓ Y ME HIZO SENTIR

NECESIDAD DE LA ORACIÓN EUCARISTICA EN EL SACERDOTE

PARROQUIA DE SAN PEDRO. PLASENCIA. 1966-2018

PRÓLOGO

Estas quieren ser MEDITACIONES EUCARÍSTICAS Y SACERDOTALES, aunque valederas para todo cristiano creyente, iniciadas ante EL SAGRARIO de mi Seminario de Plasencia, el mejor Formador, Amigo y Confidente de todos sus elegidos, donde empecé mi amistad personal con Él, rematadas y completadas luego en mis cincuenta y tres años de párroco ante el Sagrario de mi Parroquia de San Pedro Cristo de las Batallas de Plasencia.

El Sagrario de todas Iglesias de la tierra es Presencia permanente de Jesucristo, Sacerdote único del Altísimo y Eucaristía Perfecta de obediencia, salvación y adoración al Padre,testigo de gozos, perdones, ayudas y abrazos de amor diarios para todos los creyentes, pan y alimento de amistad permanente de todos los hombres, ofrecida y vivida en misas y comuniones fervorosas y eucarísticas y perpetuadas, con amor extremo, hasta el final de los tiempos, en ratos de oración y visita en todos los Sagrarios de la tierra.

Por eso estas meditaciones valen para todos los creyentes, porque en el Sagrario está siempre el mismo Cristo del cielo y de Palestina, Dios Salvador y Amigo de todos los hombres; allí siempre nos está esperándonos para abrazarnos y ayudarnos a todos los hombres en el camino de la eternidad hasta el cielo. Por eso, ratos de Sagrario son ratos anticipado de cielo y eternidad. Así lo pido y espero para todos los que mediten estas páginas  ante su Presencia en todos los Sagrarios de la tierra.

1.- IMPORTANCIA ESENCIAL DE LA ORACIÓN EUCARÍSTICA PARA LA VIDA Y EL MINISTERIO SACERDOTAL

“Adoro te devote, latens Deitas...” Te adoro devotamente, oculta Divinidad... Queridos hermanos y amigos sacerdotes del arciprestazgo, de mi Diócesis y del mundo ente, nuestra primera mirada sea para el Señor, presente en medio de nosotros, bajo el signo sencillo, pero viviente del pan consagrado: “Jesús, Sacerdote y Pastor supremo, te adoramos devotamente en este pan consagrado. Toda nuestra vida y nuestro corazón ante Ti se inclinan y arrodillan, porque quien te contempla con fe, se extasía y desfallece de amor”.

Como estoy ante muy buenos latinistas, -en nuestro tiempo se estudiaba y se sabía mucho en latín,- tengo que advertir que la traducción del himno es libre, pero así expreso mejor nuestros sentimientos de admiración sacerdotal ante este misterio de amor de Jesús hacia los hombres, sus hermanos.

Jesucristo nos amó hasta el extremo del tiempo y del espacio, hasta el extremo del amor y de sus fuerzas: “Yo estaré siempre con vosotros hasta el final de los tiempos”. Ordinariamente comentamos esta promesa del Señor en la vertiente que mira hacia Él, es decir, su amor extremo y deseo de permanecer junto a nosotros. Pero me gustaría también que fuera nuestra respuesta en dirección a Él: Señor, nosotros estaremos siempre contigo en respuesta de amor ante tu presencia sacramental y permanente en la Eucaristía.

Si el Señor se queda, es de amigos corresponder a su presencia eucarística, porque el Sagrario para nosotros no es un objeto más de la iglesia ni una imagen, es Cristo en persona, vivo y resucitado, con toda su vida y hechos salvadores esperándonos en nuestras parroquias y en todos los Sagrarios de la tierra para salvarnos, para se nuestro amigo y confidente, para ayudarnos en nuestras parroquias y en nuestras vidas y apostolados, para se quedó tan cerca de nosotros en todos los Sagrarios de la tierra.

Por eso me atrevo a deciros, que todos los creyentes, pero especialmente nosotros, los sacerdotes, que además servimos de ejemplo para nuestros feligreses, tenemos que vigilar mucho nuestro comportamiento con el Sagrario, es decir, con Jesucristo vivo y en persona, con su presencia eucarística, pues nos jugamos toda nuestra vida personal y apostólica en relación con Él, porque Jesucristo Eucaristía no es una parte del evangelio, de la salvación, de la liturgia o de la teología, es todo el evangelio, toda la salvación, en el Sagrario está Cristo entero y completo, Dios y hombre verdadero, es la vid, de la cual todos nosotros tenemos que ser por la oración eucarística sarmientos.

Repito que hay que tener mucho cuidado con nuestro comportamiento con la Eucaristía. Pongamos un ejemplo: si después de la Eucaristía, hablo y me comporto en la iglesia, como si Él no estuviera allí, como si estuviera en un salón, entonces anulo y destrozo todo lo que he celebrado y predicado, porque este comportamiento lo destroza y pisotea y no soy coherente con la verdad celebrada y predicada, que es Cristo, que permanece vivo, vivo y resucitado para ayudarnos en todo.

Estas cosas que se refieren al Señor, sobre todo, a la Eucaristía, hay que decirlas con mucha humildad, porque hay que decirlas también con mucha verdad y esto no es siempre agradable.

En estos momentos estamos en su presencia y no podemos engañarle ni engañarnos, no puedo ni debo, porque os quiero y deseo deciros verdades a veces un poco desagradables, lo cual es doloroso, máxime siendo uno también pecador, necesitado de perdón y comprensión.

Queridos hermanos, es tanto lo que me gusta estar en oración con vosotros y tantísimo lo que debo a esta presencia de Jesús sacramentado, confidente y amigo, que me lanzo sin reparar mucho cómo pueda hacerlo ni a dónde llegar.

Todo quiere ir con amor, con verdad, con humildad, actitudes propias del que se siente agradecido pero a la vez, deudor, ahora y más tarde y siempre a su presencia eucarística. Deudor es traducción de limitado en cualidades y amor, finito en perfecciones, pecador en activo. Pero esto no me impide hablar de Él y de su presencia eucarística aunque sea deficitario ante ella.

Dice el Vaticano II, en el Decreto sobre el Ministerio y Vida de los Presbíteros: “Pero los demás sacramentos, al igual que todos los ministerios eclesiásticos y las obras del apostolado, están unidos con la Eucaristía y hacia ella se ordenan. Pues en la sagrada Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona, nuestra Pascua y pan vivo, que, por su carne vivificada y que vivifica por el Espíritu Santo, da la vida a los hombres, que de esta forma son invitados y estimulados a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas las cosas creadas juntamente con Él. Por lo cual, la Eucaristía aparece como fuente y cima de toda evangelización...La casa de oración en que se celebra y se guarda la sagrada Eucaristía y se reúnen los fieles, y en la que se adora para auxilio y solaz de los fieles la presencia del Hijo de Dios, nuestro Salvador, ofrecido por nosotros en el ara sacrificial, debe estar limpia y dispuesta para la oración y para las funciones sagradas. En ella son invitados los pastores y los fieles a responder con gratitud a la dádiva de quien...” (PO 5).

Ante esta doctrina espiritual, teológica y litúrgica, tan clara del Concilio, nosotros debemos preguntarnos cómo la estamos viviendo, si verdaderamente Cristo Eucaristía es el centro de nuestra vida personal y apostólica, hacia dónde está orientado nuestro apostolado, a dónde apuntamos y queremos llegar. Porque hasta dónde llegaron los mejores Apóstoles y ministros y cristianos que ha tenido la Iglesia, cómo vivieron, trabajaron y recibieron fuerzas para el camino, sí lo sabemos por sus vidas, su apostolado y sus escritos.

Ni un sólo apóstol fervoroso, ni un sólo santo que no fuera eucarístico. Ni uno sólo que no haya sentido necesidad de Eucaristía, de oración eucarística, de pasar largos ratos con el Señor,  que no lo haya vivido y amado, ni uno solo. Aquí lo aprendieron todo.              Y de aquí sacaron la luz y la fuerza necesarias para desarrollar luego su actividad o el carisma propio de cada uno, muy diversos unos de otros, pero todos bebieron en la fuente de la Eucaristía, que mana y corre siempre abundantemente, “aunque es de noche”, aunque tiene que ser por la fe, primero un poco seca, luego ya purificada, fe gozosa y ardiente de comerlo y amarlo con amor encendido y comunicante. Todos pusieron allí su tienda, el centro de sus miradas, pasando todos los días largos ratos con Él, primero en fe seca, como he dicho, a palo seco, sin sentir gran cosa, luego poco a poco pasaron a sentirlo; de acompañar al Señor a sentirse acompañados, ayudados, fortalecidos, una veces rezando, otras leyendo, otras meditando con libros o sin libros, en oración discursiva, mental, avanzando siempre en amistad personal, otras, ya más purificados de pecados e imperfecciones, pasaron a  trato de amistad, a oración afectiva, “tratando a solas”, para luego con una mirada simple de fe, con ojos contemplativos, silencio y quietud, simple mirada, recogimientos de potencias, a una etapa importante, porque se acabó la necesidad del libros y ayudas para meditar, llegaron a Tú tu,  a simple mirada de amor y de fe ya iluminada y encendida de amor contemplativo, a “noticia amorosa” de Dios, “ciencia infusa”, “contemplación de amor”.

Señor, llegado a este estado de vida contemplativa, ahora empiezo a creer de verdad en Ti, a sentir tu presencia y ayuda, ahora sí que sé que eres verdad y vives de verdad y estás aquí de verdad para mí, no solo como objeto de fe sino también de mi amor y felicidad. Hasta ahora he vivido de fe heredada, estudiada, examinada y aprobada, que era cosa buena y estaba bien, pero no me llenaba plenamente, porque muchas veces era puro contenido teórico, ideas, fe verdadera pero faltaba vivencia, fuego de amor infundido; ahora, Señor, te siento viviente, por eso me sale espontáneo el diálogo contigo, ya no digo Dios, el Señor, es decir, no te trato de Ud, sino de tú a tú, de amigo a amigo, mi fe es mía, es personal y viva y afectiva, lo que yo veo y contemplo, no puramente heredada, me sale el diálogo y la relación directa contigo. Te quiero, Señor, y te quiero tanto que deseo voluntariamente atarme a la sombra de tu santuario, para permanecer siempre junto a ti, mi mejor amigo.

Ahora empiezo a comprender este misterio eucarístico viviéndolo y sintiéndolo con Amor de Espiritu Santo, no fabricado por mí sino dado por ti en tu Amor directo de Espíritu Santo, por eso todo el evangelio, pasajes y hechos que mi entendimiento había entendido de una forma determinada hasta ahora, ya los comprendo totalmente de una forma diferente, porque tu Espíritu me lo comunica y me lo hace sentir y me lleva hasta “la verdad completa”; ahora todo el evangelio me parece distinto, es que he empezado a vivirlo y gustarlo de otra forma.

Ahora, Señor, es que te escucho perfectamente lo que me dices desde tu presencia eucarística sobre tu persona, tu manera de ser y amar, sobre tu vida, sobre el evangelio, ahora lo comprendo todo y me entusiasma porque lo veo realizado en la Eucaristía y esto me da fuerzas y me mete fuego en el alma para vivirlo y predicarlo. Realmente tu persona, tus misterios, tu evangelio no se comprenden hasta que no se viven. Y el único camino lo diré siempre es la oración-conversión.

Santa Teresa, refiriéndose a la etapa de su vida en que no se entregó totalmente a Dios, elogia sus ratos de oración, donde al estar delante de Dios, sentía cómo Dios la corregía: “...porque, puesto que siempre estamos delante de Dios, paréceme a mí es de otra manera los que tratan de oración, porque están viendo que los mira; que los demás podrá ser estén algunos días que aun no se acuerden que los ve Dios. Verdad es que, en estos años, hubo muchos meses -y creo que alguna vez año- que me guardaba de ofender al Señor y me daba mucho a la oración, y hacía algunas y hasta diligencias para no le venir a ofender”.

Este será siempre el problema de la Iglesia, de los sacerdotes, de todos los creyentes: la oración conversión, porque si no me voy vaciando de mis pecados e imperfeccines, ni Dios ni el Espíritu Santo ni Cristo Eucaristía me pueden llenar, porque no pueden habitar dentro de mi. Y este es el problema eterno de la Iglesia, especialmente de sacerdotes y consagrados, vaciarse de su defectos e imperfecciones para que Dios los pueda habitar en plenitud. Y la presencia de Dios en la oración, máxime si es tan cercana, como la presencia eucarística, no se aguanta, si uno no está dispuesto a convertirse.

Señor, qué alegría sentirte como amigo, para eso instituiste este sacramento, no quiero dejarte jamás, y unas veces me enciendo en tu amor y te prometo no apartarme jamás de la sombra de tu santuario; otras veces, me corriges y empiezas a decirme mis defectos: quita esa soberbia, ese buscarte que tienes tan dentro, y salgo decidido a ponerlo en práctica con tu ayuda; otras veces me siento de repente lleno de tus sentimientos y actitudes y quiero amar a todos, perdonarlo todo y así van pasando los días y cada vez más juntos:“Tú en mí y yo en ti, que seamos uno, como el Padre está en mí y yo en el Padre”.

Otras veces, por el contrario, todo se viene abajo y soy yo el que digo: Señor, ayúdame, he vuelto a caer otra vez en el pecado, de cualquier clase que sea, y cómo se siente el perdón y la misericordia del Señor, cómo le vemos a Cristo salir del Sagrario y acercarse y arrodillarse y lavar nuestros pies, nuestros pecados y oigo su voz: “Vete en paz, yo no te condeno”, y qué alegría siente uno, porque siente verdaderamente el abrazo y el beso de Cristo: “El padre lo besó y abrazó y dijo...”, sentir todo esto y saber que del pecado de ahora y de siempre no queda ni rastro en mi alma y menos en el corazón y la memoria de Dios.

Y entonces es cuando por amar y sentir el amor de Cristo, uno empieza a tratar de no pecar y corregirse más por no querer disgustarle y no romper el amor y la unión con Él que por otros motivos.

¡Cuánta mediocridad en nuestras vidas religiosas y sacerdotales por no luchar contra las imperfecciones o pecados veniales e !¡Cuánta soberbia a veces en nuestras tristezas por los pecados, en nuestros arrepentimientos llenos de depresión por no reconocernos débiles y pecadores, por lo que somos y de donde no podemos salir con nuestras propias fuerzas sino con la ayuda de Dios! Nos parecemos al fariseo, deseamos apoyarnos en nosotros, en una vida limpia para acercarnos a Dios mirándole como de igual a igual, sin tener necesidad siempre de la oración y petición de su gracia y ayuda, como si no le debiéramos nada y no fuéramos simples criaturas. Nuestro deseo debe ser ofrecer a Dios una vida limpia, pero si caemos, Él siempre nos sigue amando y perdonando, siempre nos lava de nuestros pecados.

Olvidamos que sólo Dios es Dios, y todos los demás estamos necesitados de su gracia y de su perdón, de la conversión permanente, en la que los pecados prácticamente no nos alejan de Dios porque no los queremos cometer, no queremos pecar, pero “el espíritu está pronto, pero la carne es débil”. ¿Hasta qué punto puede pecar uno que no quiere pecar?

Siendo humildes y verdaderos hijos, ni el mismo pecado puede separarnos de Dios, si nosotros no queremos pecar, nada ni nadie nos puede separar del amor de Cristo, si vivimos en conversión sincera y permanente, si no queremos pecar e instalarnos en el pecado, en la lejanía de Dios: “Quién podrá apartarnos del amor de Cristo? ¿la aflicción? la angustia?¿la persecución?,¿el hambre?¿la desnudez? ¿el peligro?¿la espada? En todo esto vencemos fácilmente por aquel que nos ha amado” (Rm 8, 35.37). Por el contrario, cuando uno no vive en esta dinámica de conversión permanente, se le olvidan hasta los medios sobrenaturales, que debe emplear y aconsejar para salir de su mediocridad espiritual. Y si un sacerdote no sabe dirigirse a sí mismo, no sé cómo podrá hacerlo con los demás. Y esto lo comprueba la experiencia.

Hay que decirlo claro, aunque duela: no hago oración, me aburre Cristo,  rehuyo el trato personal con Él, no puedo trabajar con entusiasmo por Él, no puedo predicarlo con entusiasmo. Lo peor es si esto se da en los que tienen misión de formar o dirigir a otros hermanos. Las consecuencias son funestas para la diócesis, sobre todo, si se mantiene durante años y años, porque, al no vivir esta experiencia de amistad con Cristo, este deseo de santidad, no vivir este camino de la oración, no lo pueden inculcar ni pueden entusiasmar con Él y a sufrir en silencio, viendo instituciones esenciales para una diócesis que no marchan bien por ignorancia de las cosas espirituales de parte de los responsables; sólo te queda el rezar para que Dios haga un milagro y supla tantas deficiencias, porque si hablas o te interesas por ello, estás “faltando a la caridad...”

No puedo producir frutos de santidad, si no permanezco unido a Cristo. Lo ha dicho bien claro Él: “Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no lleve fruto, lo cortará; y todo el que dé fruto, lo podará, para que dé más fruto... Como el sarmiento no puede dar fruto de sí mismo si no permaneciere en la vid tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid. Vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada. El que no permanece en mí es echado fuera, como el sarmiento, y se seca, y los amontonan y los arrojan al fuego para que ardan. Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que quisiereis y se os dará. En esto será glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto, y así seréis discípulos míos” (Jn 15,1-8).

Hace mucho tiempo que no me predican este evangelio. En mi seminario sí me lo predicaron muchas veces y a todos los de mi generación. El apostolado, en definitiva, consiste en que Cristo sea conocido y amado y seguido como único Salvador del mundo y de los hombres. Cómo hacerlo si yo personalmente no me siento salvado, no me siento unido y entusiasmado con Cristo, si fallo en mi oración personal con Él.

Meditemos aquí, hermanos, en la presencia del Señor, en la sinceridad de nuestro apostolado. Seamos coherentes. Mi oración personal, sobre todo, eucarística, es el sacramento de mi unión con el Señor y por eso mismo se convierte a la vez en un termómetro que mide mi unión, mi santidad, mi eficacia apostólica, mi entusiasmo por Él: “Jesús llamó a los que quiso para que estuvieran con Él y enviarlos a predicar”. Primero es “estar con Él”, lógico, luego: “enviarlos a predicar”. Antes de salir a predicar, el apóstol debe compartir la comunión de ideales y sentimientos y orientaciones con el Señor que le envía. Y todos los Apóstoles que ha habido y habrá espontáneamente vendrán a la Eucaristía para recibir orientación, fuerza, consuelo, apoyo, rectificación, nuevo envío.

El sacerdote tiene la dimensión profética y debe ser profeta de Cristo, porque ha sido llamado a hablar en lugar de Cristo. Pero además está llamado a ser su testigo y para eso debe saberlo por haberlo visto y experimentado lo que dice. Uno no puede ser testigo de Cristo, si no lo ha visto y sentido en su corazón y en su vida. Juan Bautista fue profeta,“la voz que clama en el desierto, preparar el camino del Señor” (Jn 1,24), pero también testigo en el mismo vientre de su madre, donde sintió la presencia del Mesías: “Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo para dar testimonio de la luz, para que por Él todos vinieran a la fe” (Jn 1,6-8).

El presbítero, tanto en su dimensión profética como sacerdotal, tiene que hacer presente a Cristo, es un re-presentante de Cristo en la proclamación de la Palabra y en la celebración de sus misterios, porque esto lo hace y le exige y le obliga hacerlo “in persona Christi”, a vibrar y vivir y sentir en sí mismo la vida y los mismos sentimientos de Cristo.

El profeta no tiene mensaje propio sino que debe estar siempre a la escucha del que le envía para transmitir su mensaje. Y para todo esto, para ser testigos de la Palabra y del amor y de la Salvación de Cristo, no basta saber unas cuantas ideas y convertirse en un teórico de la vida y del evangelio de Cristo.

El haber convivido con Él íntimamente durante largo tiempo, con trato diario, personal y confidente, es condición indispensable para conocerle y predicarlo. Y esta convivencia íntima con el amigo no puede interrumpirse nunca a no ser que se rompa la amistad.

Como dije antes, estar con el amigo y amarlo y seguirlo se conjugan igual y con que una de estas condiciones no se dé, me da igual cuál sea, el nudo se rompe: si no oro, no amo-me convierto-vivo como Él; si me canso de orar, me canso de amar- convertirme a Él-vivir como Él; por otra parte, si cambio el lugar de estos verbos, todo sigue igual: por ejemplo, si no amo, si no me convierto, no oro y este será el problema eterno de la Iglesia; por otra parte, si me canso de amar y convertirme a Cristo, me canso de orar, no oro y ya se acabó la vida espiritual, al menos, la fervorosa de identidad con Él.

Y en afirmativo, todo también es verdad: si oro, entonces amo y me convierto cada día más a Cristo y en Cristo; si amo a Cristo de verdad, entonces también necesito orar y estar con Él junto al Sagrario y me voy identificando-convirtiendo a Él y a lo que me dice en la oración y así por la oración diaria y continua vivo en una dinámica de amor y conversión permanente, porque oro y amo.

Por eso, y no hay que escandalizarse, es natural que a veces no estemos de acuerdo en programaciones pastorales de conjunto, en la forma de administrar los sacramentos, cuando estas no llevan hasta donde deben ir. Cada uno tiene el apostolado conforme al concepto de Cristo-Iglesia-parroquia que tiene, y cada uno tiene el concepto de Iglesia-parroquia-apostolado conforme al conocimiento y vivencia que tiene de Cristo, porque la Eclesiología es Cristología en acción, la Iglesia es el Cuerpo de Cristo en el tiempo, y cada uno, en definitiva, tiene el concepto de Cristo y de Cristología y de Eclesiología que vive, no el que aprendió en Teología, porque lo que aprendió en la Teología, si no se vive, termina olvidándose, como lo demuestra la vida y la experiencia de tantos sacerdotes y obispos en la Iglesia actual: realmente creemos lo que vivimos y vivimos lo que sentimos en la oración; por eso, entre nosotros sacerdotes y obispos, podemos tener un doctorado en Cristología y vivir sin fuego y  experiencia de Cristo, porque eso solo lo conseguimos del Espíritu Santo, Espíritu de Amor de Cristo, por “el trato de amistad” con Él todos los días.

Y teniendo a Cristo tan cerca de nosotros en todos los Sagrarios de la tierra este conocimiento de Cristo por amor se consigue principalmente en ratos de oración eucarística. De aquí la necesidad, tantas veces repetida por el Señor: “venid vosotros conmigo a un sitio aparte”, por el Magisterio de la Iglesia, por los verdaderos apóstoles de todos los tiempos de que los obispos y sacerdotes y los responsables del pastoreo de la Iglesia sean hombres de oración, aspiren a la santidad, cuyo camino principal es la oración.

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Al transcribir esta meditación en el verano del 2001, me encontré con un texto de la Clausura del Congreso Eucarístico Nacional de Santiago, que paso gustoso a copiar: “Aprender esta donación libérrima de uno mismo es imposible sin la contemplación del misterio eucarístico, que se prolonga, una vez celebrada la Eucaristía, en la adoración y en otras formas de piedad eucarística, que han sostenido y sostienen la vida cristiana de tantos seguidores de Jesús. La oración ante la Eucaristía, reservada o expuesta solemnemente, es el acto de fe más sencillo y auténtico en la presencia del Señor resucitado en medio de nosotros. Es la confesión humilde de que el Verbo se ha hecho carne, y pan, para saciar a su pueblo con la certeza de su compañía. Es la fe hecha adoración y silencio.

Una comunidad cristiana que perdiera la piedad eucarística, expresada de modo eminente en la adoración, se alejaría progresivamente de las fuentes de su propio vivir. La presencia real, substancial de Cristo en las especies consagradas es memoria viva y actual de su misterio pascual, señal de la cercanía de su amor “crucificado” y “glorioso”, de su Corazón abierto a las necesidades del hombre pobre y pecador, certeza de su compañía hasta el final de los tiempos y promesa ya cumplida de que la posesión del Reino de los cielos se inicia aquí, cuando nos sentamos a la mesa del banquete eucarístico.

Iniciar a los niños, jóvenes y adultos en el aprecio de la presencia real de Cristo en nuestros tabernáculos, en la “visita al Santísimo”, no es un elemento secundario de la fe y vida cristiana, del que se puede prescindir sin riesgo para la integridad de las mismas; es una exigencia elemental que brota del aprecio a la plena verdad de la fe que constituye el sacramento: ¡Dios está aquí, venid, adorémosle! Es el test que determina si una comunidad cristiana reconoce que la resurrección de Cristo, cúlmen de la Pascua nueva y eterna, tiene, en la Eucaristía, la concreción sacramental inmediata, como aparece en el relato de Emaús.

Recuperar la piedad eucarística no es sólo una exigencia de la fe en la presencia real de Cristo, sacerdote y víctima, en el pan consagrado, alimento de inmortalidad; es también, exigencia de una evangelización que quiera ser fecunda según el estilo de vida evangélico. ¿No sería obligado preguntarse en esta ocasión solemnísima, si la esterilidad de muchos planteamientos pastorales y la desproporción entre muchos esfuerzos, sin duda generosos, y los escasos resultados que obtenemos, no se debe en gran parte a la escasa dosis de contemplación y de adoración ante el Señor en la Eucaristía?

Es ahí donde el discípulo bebe el celo del maestro por la salvación de los hombres; donde declina sus juicios para aceptar la sabiduría de la cruz; donde desconfía de sí para someterse a la enseñanza de quien es la Verdad; donde somete al querer del Señor lo que conviene o no hacer en su Iglesia; donde examina sus fracasos; recompone sus fuerzas y aprende a morir para que otros vivan. Adorar al Señor es asegurar nuestra condición de siervos y reconocer que ni“el que planta es algo ni el que riega, sino Dios que hace crecer” (1Cor 3,7). Adorar a Cristo es garantizar a la Iglesia y a los hombres que el apostolado es, antes de obra humana, iniciativa de Dios que, al enviar a su Hijo al mundo, nos dio al Apóstol y Sacerdote de nuestra fe.”

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Queridos hermanos sacerdotes, qué claro y evangélico es este texto del Congreso Eucarístico que acabo de transcribir. Por todo esto qué necesario es que el apóstol vuelva con frecuencia a estar con Jesús para comprobar la autenticidad y la continuidad de la entrega primera. Fuera de ese trato personal e íntimo con el Señor no tienen valor ninguno ni las genialidades apostólicas ni la perfección técnica de los programas pastorales porque se hacen sin Cristo y “sin mí no podéis hacer nada”.

Si la Eucaristía es el centro y cúlmen de toda la vida apostólica de la Iglesia, ¿cómo prescindir prácticamente de ella en mi vida personal? ¿cómo podrá estar centrado mi apostolado, cómo entusiasmar a mi gente, a mi parroquia con la Eucaristía, con Jesucristo, con su mensaje, con su amor, con su entrega, con su vida, cómo hacer que la valoren y la amen, si yo personalmente no la valoro en mi vida? ¿De qué vale que la Eucaristía sea teológica y vitalmente “centro y cúlmen de toda la vida de la Iglesia”, como afirma el Vaticano II, si al no serlo para mí, impido que lo sea para mi gente? Entonces ¿qué les estoy dando, enseñando a mis feligreses? Si creyéramos de verdad lo que creemos, si mi fe estuviera “en vela y despierta”, me encontraría con Él y cenaríamos juntos la cena de la amistad eucarística y encontraría el sentido pleno a mi vida sacerdotal y apostólica.

Durante siglos, muchos cristianos no tuvieron otra escuela de teología o de formación o de agentes pastorales, como ahora decimos, no tuvieron otro camino para conocer a Cristo y su evangelio, otro fundamento de su apostolado, otra revelación que el Sagrario de su pueblo.

Allí lo aprendieron y lo siguen aprendiendo todo sobre Cristo, sobre el evangelio, sobre la vida cristiana y apostólica, allí aprendieron humildad, servicio, perdón, entusiasmo por Cristo, hasta el punto de contagiarnos a nosotros, porque la fe y el amor a Cristo se comunican por contagio, por testimonio y vivencia, porque cuando es pura enseñanza teórica, no llega a la vida, al corazón; allí lo aprendieron directamente todo y únicamente de Cristo, en sus ratos de silencio y oración ante el Sagrario. Y luego escucharemos a San Ignacio en los Ejercicios Espirituales: “Que no el mucho saber harta y satisface al ánima sino el sentir y gustar de las cosas internamente...”

Sentir a Cristo, gustar a Cristo cuesta mucho, porque hay que vaciarse de los propios defectos, hay  que dejar afectos desordenados, hay que purificar, hay que pasar noches y purificaciones del sentido y del espíritu, S. Juan de la Cruz, que nos vacían de nosotros mismos, de nuestros criterios y sentidos para llenarnos solo de Cristo.

Queridos amigos, por todo esto y por muchas más cosas, la Eucaristía es la mejor escuela de oración, santidad y apostolado, como titulé uno de mis libros, es la mejor escuela de formación permanente de los sacerdotes y de todos los cristianos.

Junto al Sagrario se van aprendiendo muchas cosas del Padre Dios, de su amor y entrega total a los hombres, de su entrega al mundo por el envío de su Hijo, de las razones últimas de la encarnación de Cristo, por qué se encarnó, por qué vino Cristo a nosotros, qué necesidad tiene de nosotros, de los hombres, si Él es Dios y lo tiene todo, es el Todo de Todo…

Junto al Sagrario aprendemos los motivos, las razones de su sacerdocio y del nuestro, de su apostolado, del amor y paciencia de Dios para con todos los hombres de todos los tiempos, de la misericordia de Dios ante el olvido de tantos y tantos...

Y cuando se vive en esta actitud de adoración permanente eucarística, aunque haya fallos, porque somos limitados y finitos, no pasa nada, absolutamente nada, si tú has descubierto el amor del Padre entregando al Hijo por ti, desde cualquier Sagrario, porque ese Dios y ese Hijo son verdaderamente Padre comprensivo y amigo del alma que te quieren de verdad, porque Él sabe bien este oficio y te pone sobre sus hombros y se atreve a cantar una canción de amor mientras te lleva al redil de su corazón o, como Padre del hijo pródigo, no te deja echar el rollo que todos nos preparamos para excusarnos de nuestros pecados y debilidades, porque solo le interesas Tú.

Una de las cosas por las que más he necesitado de Cristo Eucaristía es por la misericordia de Cristo en la santa misa, en el Sagrario y la he necesitado tanto, tanto... y la sigo necesitando, soy pecador en activo, no jubilado.

Allí, mirando al Sagrario, he vuelto a sentir su abrazo, a escuchar su palabra: “te perdono…preparad la cena, el vestido nuevo... sígueme... vete en paz, te envío como yo he sido enviado, no tengáis miedo, yo he vencido al mundo... estaré con vosotros hasta el final...”.

Él siempre me ha perdonado, siempre me ha abrazado, nunca me ha negado su misericordia. Eso sí, siempre hay que levantarse del pecado, conversión permanente, reemprender la marcha; si esto falla, no hay nada, no puede haber encuentro con Cristo Eucaristía que te dice: “Vete en paz y no peques más”; si uno deja de convertirse le sobra todo porque el pecado, aunque sea leve, es un muro que impide ver a Cristo, tener el abrazo y la gracia plena de Dios, impide la oración verdadera, los sacramentos, le sobra hasta Dios, porque para vivir así como vivimos muchas veces, nos bastamos a nosotros mismos.

Queridos hermanos, cuánta teología, cuánta liturgia, cuánto apostolado y eficacia apostólica hay en un sacerdote de rodillas o sentado junto al Sagrario media hora todos los días. Está diciendo que Cristo ha resucitado y está con nosotros; si ha resucitado, es Dios y todo lo que dijo e hizo es verdad, y es verdad todo lo que sabe y predica de Cristo y de la Iglesia, porque lo está practicando en su vida; está diciendo con su oración ante el Sagrario que es verdad toda su vida, todo su sacerdocio y su apostolado.

Junto a Cristo Eucaristía, todo su ser y actuar sacerdotal adquiere luz, fuerza, verdad y autenticidad; está diciendo que cree todo el evangelio, todo lo que dijo e hizo Cristo, que cree las partes que cuestan y las que no cuestan, sobre todo que cree en la Eucaristía y lo que permanece después de la Eucaristía, que cree y venera todo lo que hacen sus manos sacerdotales, y por eso  adora a Cristo en su presencia eucarística y todo su misterio, todo lo que ha hecho y ha dicho Cristo.

¡Qué maravilla ser sacerdote! No os sorprendáis de que almas santas, de fe muy viva, hayan sentido y vivido y expresado su emoción respecto al sacerdocio, besando incluso sus pisadas, como testimonio de su amor y devoción.

Empezó el mismo Jesús exagerando su grandeza, en la misma noche de la institución del sacerdocio y de la Eucaristía, postrándose humildemente de rodillas ante los Apóstoles y los futuros sacerdotes, para lavarles los pies y el corazón y todo su ser para poder recibir este sacramento: “les dijo: ya no os llamaré siervos, os llamo amigos, porque un siervo no sabe lo que hace su señor, a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que me ha dicho mi Padre os lo he dado a conocer...” (Jn 15,14).

Y eso se lo sigue diciendo el Señor a todos y cada uno de los sacerdotes, a los que elige y consagra por la fuerza de su Espíritu, que es Espíritu Santo, para que sean presencia y prolongación sacramental de su Persona, de su Palabra, de su Salvación y de su Misión.

Es grande ser sacerdote por la proximidad a Dios, por la identificación con la persona y el misterio de Cristo, por la continuidad de su tarea, por la eficacia de su poder: “Esto es mi cuerpo, esta es mi sangre”; por la grandeza de su misericordia: “Yo te absuelvo de tus pecados”, “yo te perdono”;por la abundancia de gracias que reparte: “yo te bautizo” “El cuerpo de Cristo”.

El sacerdote es sembrador de eternidades, cultivador de bienes eternos, recolector de las vidas eternas de los hijos de Dios, a los que introduce ya en la tierra en la amistad con el Dios Trino y Uno.

¡Qué grande es ser sacerdote! ¡Qué grande y eficaz es el sacerdote junto al Sagrario! ¡Qué apostolado más pleno y total! ¡Cómo sube de precio y de calidad su ser y existir junto al Señor! ¡Cómo se transparentan y se clarifican y se verifican las vidas, las teorías, las actitudes y sentimientos sacerdotales para con Cristo y la Iglesia y los hermanos!

Realmente Cristo Eucaristía y nuestra vida de amistad y relación con Él habla, dicen muy claro de nuestra fe y amor verdadero a Él y a su Iglesia La vida eucarística, lo afirma el Vaticano II, es centro, culmen y quicio de toda la Iglesia, es decir, centra y descentra, dice si están centradas o descentradas nuestras vidas cristiana, si estamos centrados o “desquiciados” sacerdotalmente.

Por eso, hermanos, invito, a toda la Iglesia, especialmente a los hermanos sacerdotes, a volver junto al Sagrario todos los días. Hay que recuperar la catequesis del Sagrario, de la presencia real y permanente de Cristo, hecho pan de vida permanente para los hombres. Y con el Sagrario hay que recuperar la oración reposada y el silencio, la alabanza y la acción de gracias, la petición y la súplica inmediata ante el Señor, la conversación diaria con el Amigo. Y entonces, a más horas de Sagrario, tendremos más identidad de vida y amor con Cristo, más vitalidad de nuestra fe y de nuestro amor y la de nuestros feligreses.

Es necesario revisar nuestra relación con la Eucaristía para potenciar y recobrar nuestra vida sacerdotal. Y qué pasaría, hermanos, si todas nuestras parroquias, si nuestra diócesis, si todas las diócesis del mundo se comprometiera a pasar un rato de fe y amor y oración ante el Sagrario todos los días? ¿Qué efectos personales, comunitarios y apostólicos produciría? ¿Qué movimientos sacerdotales, qué vitalidad, qué renovación se originaría? Y si estamos todos convencidos de esta verdad y de la importancia de la Eucaristía y del Sagrario para nosotros y para nuestro apostolado, ¿por qué no lo hacemos?

Dice Juan Pablo II (ahora ya S. Juan Pablo II porque cuando escribí esto hace años no estaba canonizado) : “Los sacerdotes no podrán realizarse plenamente, si la Eucaristía no es para ellos el centro de su vida. Devoción eucarística descuidada y sin amor, sacerdocio flojo, más aún, en peligro”.

Queridos hermanos sacerdotes: Si uno se pasa ratos de oración todos los días junto al Sagrario, primero va almacenando ese calor, y un día, tanto calor almacenado, se prende y se hace fuego y vivencia de Cristo.

 Lo dice mejor Santa Teresa: “Es como llegarnos al fuego, que aunque le haya muy grande, si estáis desviados y escondéis la mano, mal os podéis calentar, aunque todavía da más calor que no estar a donde no hay fuego. Mas otra cosa es querernos llegar a Él, que si el alma está dispuesta - digo con deseo de perder el frío- y si está allá un rato, queda para muchas horas en calor”[1].

El que contempla Eucaristía, se hace Eucaristía, pascua, sacrificio redentor, pasa a su parroquia de mediocre a fervorosa, se hace ofrenda y queda consagrado a la voluntad del Padre que le hará pasar por la pasión y muerte para llevarle a la resurrección, a la vida nueva. Y con él, va su parroquia. Es la pascua nueva y eterna, la nueva alianza en la sangre de Cristo.

El que contempla Eucaristía se hace Eucaristía, comunión, amor fraterno, corrección fraterna, lavatorio de los pies de los hermanos, servicio gratuito, generosidad, porque comulga a Cristo, no solamente lo come, y al comulgar con Él, comulga con sus sentimientos y siente que todos somos el mismo cuerpo de Cristo, porque comemos el mismo pan.

El que contempla el Sagrario descubre que es presencia y amistad y salvación de Cristo permanentemente ofrecidas al hombre, sin imponerse, ayudándonos siempre con humildad, en silencio ante los desprecios y olvidos, es Cristo lleno de generosidad y fidelidad, enseñándonos continuamente amor gratuito y desinteresado, total, sin encontrar a veces, muchas veces, agradecimiento y reconocimiento por parte nuestra, por parte de algunos.

El que contempla a Cristo Eucaristía se hace Eucaristía perfecta, cada día más, y encuentra la puerta de la eternidad y del cielo, porque el cielo es Dios y Dios está en Jesucristo dentro del pan consagrado. En la Eucaristía se hacen presentes los bienes escatológicos: Cristo vivo, vivo y resucitado y celeste, “cordero degollado ante el trono de Dios”, “sentado a su derecha” “que intercede por todos ante el Padre” “llega el último día” “el día del Señor”: “anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús” “et futurae gloriae pignus datur” y la escatología y los bienes últimos ya han empezado por Jesucristo Eucaristía.

En el Sagrario, por la Eucaristía, «Cristo ha resucitado y vive con nosotros», como puse después del Concilio en un letrero de hierro forjado en el Cenáculo de San Pedro, donde durante algún tiempo celebramos la santa misa. Y luego en la misma puerta del Cenáculo, del mismo Consilio: “Ninguna comunidad cristiana se construye si no tiene como raíz y quicio la celebración de la santísima Eucaristía”.

Esta presencia del Señor se siente a veces tan cercana, que notas su mano sobre ti, como si la sacara del Sagrario para decirte palabras de amor y de misericordia y de ternura... y uno cae emocionado de rodillas: Oye, sacerdote mío, un poco de calma, tienes tiempo para todos y para tus cosas, pero no para mí, yo me he quedado aquí para ser tu amigo, para ayudarte en tu vida y apostolado, sin mí no puedes hacer nada; mira, estoy aquí, porque yo no me olvido de ti, te lo estoy diciendo con mi presencia, pero te lo diría mejor aún, si tuvieras un poco de tiempo para escucharme; ten un poco de tiempo para mí, créeme, lo necesito porque necesito decirte que te amo como tu no comprendes; me gustaría dialogar contigo todos los días desde el Sagrario para decirte tantas cosas...

Y como la Eucaristía, el Sagrario no es solo palabra de Cristo, sino evangelio puesto en acción y vivo y viviente y visualizado ante la mirada de todos los creyentes, lleno de humildad y entrega y amor, uno, al contemplarlo, al contemplar a Cristo tan humilde, tan pobre y sencillo, hecho un poco de pan por ti, por mí, por todos, uno se ve egoísta, envidioso, soberbio...

Porque allí vemos a Cristo perdonando en silencio, lavando todavía los pies sucios de sus discípulos, dando la vida por todos, enseñándonos y viviendo amor total y gratuito, en humildad y perdón permanente de olvidos y desprecios.

Se queda solo en el Sagrario buscando sólo nuestro bien, sólo con su presencia nos está diciendo os amo, os amo, te busco, quiero encontrarme contigo, para eso estoy aquí, en todos los Sagrarios de la tierra... por eso, quien lo mire y lo vea y se pare y hable con Él terminará aprendiendo y viviendo y practicando todas estas virtudes suyas y las aprenderá visitándole en el Sagrario. La experiencia de los santos y de los menos santos, de todos sus amigos de la Iglesia y del mundo entero lo demuestra.

Queridos hermanos: Hay que volver al Sagrario, hay que potenciar y dirigir esta marcha de toda la Iglesia, de todos los Católicos y creyenes, de  todas las parroquias, con el sacerdote al frente, hacia la mayor y más abundante fuente de vida y gracia cristiana que existe: “Qué bien sé yo la fonte que mana y corre, aunque es de noche. Aquesta eterna fonte está escondida, en este pan por darnos vida, aunque es de noche. Aquí se está llamando a las criaturas, y de este agua se hartan, aunque a oscuras, porque es de noche. Aquesta eterna fonte que deseo, en este pan de vida yo la veo, aunque es de noche” (San Juan de la Cruz).

                LA SAMARITANA

                Cuando iba al pozo por agua,

                a la vera del brocal,

                hallé a mi dicha sentada.

                - ¡Ay, samaritana mía,

                si tú me dieras del agua,

                que bebiste aquel día!              

                - Toma el cántaro y ve al pozo,

                no me pidas a mí el agua,

                que a la vera del brocal,

                la Dicha sigue sentada.

                              (José María Pemán).

“Sacaréis agua con gozo de la fuente de la salvación...”dijo el profeta. Que así sea para todos nosotros y para todos los creyentes. Que todos vayamos al Sagrario, fuente de la Salvación. La fuente es Cristo; el camino, hasta la fuente, es la oración, y la luz que nos debe guiar es la fe, el amor y la esperanza, virtudes que nos unen directamente con Dios. ¡ES EL SEÑOR!

JESUCRITO, EUCARISTÍA DIVINA, presente en el pan consagrado de todos los Sagrarios de la tierra ¡Cómo te deseo! ¡Cómo te busco! ¡Con qué hambre de tí camino por la vida! ¡ Qué nostalgia de mi Dios todo el día!

JESUCRISTO EUCARISTÍA, Te añoro más cada día, me gustaría morirme de amor por Ti  con estos deseos que siento de verte y estar eternamente contigo y no son míos, porque yo no los sé fabricar ni todo esto que siento.

¡Qué nostalgia de mi Dios todo el día! ¡Necesito verte para tener la luz del “Camino, la Verdad y la Vida”. Necesito comerte, para tener tu misma vida, tus mismos sentimientos, tu mismo amor, que eres Tú.

Y en tu entrega eucarística en la santa misa quiero hacerme contigo una ofrenda agradable al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida.

JESUCRISTO EUCARISTÍA, quiero comerte para ser asimilado por Ti, y así, totalmente identificado contigo por comunión de Amor Total, entrar contigo,  el Hijo Amado del Padre Eterno, en la misma Vida y Amor y Felicidad divina de mis Tres, por la potencia de su mismo Amor Personal, que es Espíritu Santo. AMÉN.

2.- LA “VERDAD COMPLETA” DE LA EUCARISTÍA:

     ESPIRITUALIDAD Y VIVENCIA ORACIONAL

POR LA ORACIÓN DE ADORACIÓN EUCARÍSTICA APRENDEMOS Y ASIMILAMOS LOS SENTIMIENTOS DE CRISTO OFRECIDOS EN LA SANTA MISA

        Pues bien, amigos Adoradores Nocturnos-Diurnos, esta adoración de Cristo al Padre hasta la muerte es la base de la espiritualidad propia de la Adoración Nocturna que practicáis y que debe transformarnos a nosotros en una adoración perpetua al Padre, como Cristo, adorándole en nosotros y en nuestra vida en obediencia total  con amor extremo hasta dar la vida y consumar el sacrificio perfectos de toda nuestra vida.

Esta es la actitud, con la que tenemos que celebrar y  comulgar y adorar a Cristo Eucaristía, por aquí tiene que ir la adoración de la presencia del Señor y asimilación de sus actitudes victimales por la salvación de los hombres, sometiéndonos en todo al Padre, que nos hará pasar por la muerte de nuestro yo de pecado, para llevarnos a la resurrección de la vida nueva en Cristo Resucitado a quien amamos y adoramos en el Pan Consagrado.

        Porque sin muerte no hay pascua de resurrección espiritual personal, no hay vida nueva, no hay amistad con Cristo. Esto lo podemos observar y comprobar en la vida de todos los santos, más o menos sabios o ignorantes, activos o pasivos, teólogos o gente sencilla, que han seguido al Señor. Y esto es celebrar y vivir la Eucaristía, participar verdaderamente en la Eucaristía, adorar la Eucaristía.

        Todos nosotros, como ellos, tenemos que empezar preguntándonos quién está ahí en el Sagrario,  en la Hostia Santa para que una vez encontrado y creído Jesucristo inicialmente en su presencia eucarística: “El Señor está ahí y nos llama”, ir luego avanzando en este diálogo, preguntándonos por quién, cómo y por qué está ahí para terminar  amándolo y adorándolo con el mismo amor que Él nos tiene por la Comunión y la Adoración Eucarística.

        Y todo esto le lleva tiempo al Señor explicárnoslo y a nosotros realizarlo; primero, porque tenemos que hacer silencio de las demás voces, intereses, egoísmos, pasiones y pecados que hay en nosotros y ocultan su presencia y nos impiden verlo y escucharlo –“los limpios de corazón verán a Dios”- y segundo, porque se tarda tiempo en aprender este lenguaje de purificación y conversión personal, que es más existencial que de palabras, es decir, de purificación y adecuación y disponibilidad y de entrega total de nuestras vidas para que Cristo Eucaristía vaya entrando por amor y asimilación en nuestras vidas, en nuestro ser y existir cristiano y sacerdotal, no por puro conocimiento o teología o liturgia ritual sin sentir la irrupción del Señor y de su vida y sentimientos en nosotro.

        No olvidemos que la Eucaristía no se comprende hasta que no se vive, y se comprende en la medida en que se vive. Quitar el yo personal y los propios ídolos, que nuestro yo ha entronizado en el corazón, es lo que nos exige la adoración del único y verdadero Dios, destronando nuestros ídolos, el yo personal, imitando a un Cristo, que se sometió a la voluntad del Padre, en obediencia y adoración total, sacrificando y entregando su vida por cumplirla, aunque desde su humanidad  le costó y no lo comprendía: “Padre, si es posible pase de mí este cáliz.”

        Desde su presencia eucarística, Cristo, con su testimonio, nos grita: “Amarás al Señor, tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser...”  y realiza su sacrificio, en el que prefiere la obediencia al Padre sobre su propia vida: “Padre  si es posible... pero no se haga mi voluntad sino la tuya...”

         Y éste ha sido más o menos siempre el espíritu de las visitas al Señor, en los años de nuestra infancia y juventud, donde sólo había una Eucaristía por la mañana en latín y el resto del día, las iglesias permanecías abiertas todo el día para la oración y la visita.

Siempre había gente a todas horas. ¡Qué maravilla! Niños, jóvenes, mayores, novios, nuestras madres... que no sabían mucho de teología o liturgia, pero lo aprendieron todo de Jesús Eucaristía, a ser íntegras, servidoras, humildes, ilusionadas con que un hijo suyo se consagrara al Señor.

        Ahora las iglesias están cerradas y no sólo por los robos. Aquel pueblo tenía fe, hoy estamos en la oscuridad y en la noche de la fe. Hay que rezar mucho para que pase pronto. Cristo vencerá e iluminará la historia. Su presencia eucarística   no es estática sino dinámica en dos sentidos: que Cristo sigue ofreciéndose y que Cristo nos pide nuestra identificación con su ofrenda.

        La adoración eucarística debe convertirse en  mistagogia, en una catequesis y vivencia permanente del misterio pascual. Aquí radica lo específico de la Adoración Eucarística, sea Nocturna o Diurna, de la Visita al Santísimo o de cualquier otro tipo de oración eucarística, buscada y querida ante el Santísimo, como expresión de amor y unión total con Él.

        La adoración eucarística nos une a los sentimientos litúrgicos y sacramentales de la Eucaristía celebrada por Cristo para renovar su entrega, su sacrificio y su presencia, ofrecida totalmente a Dios y a los hombres, que continuamos visitando y adorando para que el Señor nos ayude a ofrecernos y a adorar al Padre como Él.

Ésta es claramente la finalidad por la que la Iglesia, “apelando a sus derechos de esposa” ha decidido conservar el Cuerpo de su Señor junto a ella en todas las iglesias, incluso fuera de la celebración de la Eucaristía, en los Sagrarios, para prolongar la comunión de vida y amor con Él.

Y nosotros, los cristianos y adoradores, le buscamos, como María Magdalena la mañana de Pascua no para embalsamarle sino para honrarle, adorar su Persona y agradecerle toda su vida y amor hecho presente en la santa misa, sacrificio y pascua permanente entre nosotro.

        Por esta causa, una vez celebrada la Eucaristía, nosotros seguimos orando con estas actitudes ofrecidas por Cristo en el santo sacrificio. Brevemente voy a exponer aquí algunas rampas de lanzamiento para la oración personal eucarística; lo hago, para poner mojones de este camino de diálogo personal, de oración, contemplación y encuentro personal con Cristo presente en la Custodia Santa o en cualquier Sagrario de la tierra.

3.- LA PRESENCIA EUCARÍSTICA DE CRISTO NOS ENSEÑA A RECORDAR Y VIVIR SU VIDA,   HACIÉNDOLA PRESENTE: “Y CUANTAS VECES HAGÁIS ESTO, ACORDAOS DE MI”.

La presencia eucarística de Jesucristo en la Hostia ofrecida e inmolada, nos recuerda, como prolongación del sacrificio eucarístico, que Cristo se ha hecho presente y obediente hasta la muerte y muerte en cruz, adorando al Padre con toda su humanidad, como dice San Pablo: “Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús: El cual, siendo de condición divina, no consideró como botín codiciado el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo, tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y apareciendo externamente como un hombre normal, se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios lo ensalzó y le dio el nombre, que está sobre todo nombre, a fín de que ante el nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos y en los abismos, y toda lengua proclame que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil 2,5-11).

3.1. UN PRIMER SENTIMIENTO: YO TAMBIÉN COMO CRISTO QUIERO OBEDECER AL PADRE HASTA LA MUERTE

        Nuestro diálogo podría ir por esta línea: Cristo Eucaristía, también yo quiero obedecer al Padre, como Tú, aunque eso me lleve a la muerte de mi yo, quiero renunciar cada día a mi voluntad, a mis proyectos y preferencias, a mis deseos de poder, de seguridades, dinero, placer... Tengo que morir más a mí mismo, a mi yo, que me lleva al egoísmo, a mi amor propio, a mis planes, quiero tener más presente siempre el proyecto de Dios sobre mi vida y esto lleva consigo morir a mis gustos, ambiciones, sacrificando todo por Él, obedeciendo hasta la muerte como Tú lo hiciste, para que el Padre disponga de mi vida, según su voluntad.

        Señor, esta obediencia te hizo pasar por la pasión y la muerte para llegar a la resurrección. También  yo quiero estar dispuesto a poner la cruz en mi cuerpo, en mis sentidos y hacer actual en mi vida tu pasión y muerte para pasar a la vida nueva, de hijo de Dios; pero Tú sabes que yo solo no puedo, lo intento cada día y vuelvo a caer; hoy lo intentaré de nuevo y me entrego  a Ti en adoración total; Señor, ayúdame, lo  espero confiadamente de Ti, para eso he venido, yo no sé adorar con todo mi ser, me cuesta poner de rodillas mi vida ante ti, y mira que lo pretendo, pero vuelvo a adorarme, yo quiero adorarte sólo a ti, porque tú eres Dios, yo soy pura criatura, pero yo no puedo si Tú no me enseñas y me das fuerzas... por eso he vuelto esta noche, esta mañana… para estar contigo y que me ayudes.

Y aquí, en la presencia del Señor, uno analiza su vida, sus fallos, sus aciertos, cómo va la vivencia de la Eucaristía, como misa, comunión, presencia, qué ratos pasa junto al Sagrario...Y pide y llora y reza y le cuenta sus penas y alegrías y las de los suyos y de su parroquia y la catequesis...etc.

3.2. UN SEGUNDO SENTIMIENTO: SEÑOR, QUIERO HACERME CONTIGO OFRENDA AL PADRE                                                                                                             

Lo expresa así el Vaticano II:«Los fieles… participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida de la Iglesia, ofrecen la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella» (LG.5).

        La presencia eucarística es la prolongación de esa ofrenda de la misa. El diálogo podía escoger esta vereda: Señor, quiero hacer de mi vida una ofrenda agradable al Padre, quiero vivir sólo para agradarle, darle gloria, quiero ser alabanza de  gloria de la Santísima Trinidad, in laudem gloriae Ejus.

        Quiero hacerme contigo una ofrenda: mira en el ofertorio del pan y del vino me ofreceré, ofreceré mi cuerpo y mi alma como materia del sacrificio contigo, luego en la consagración quedaré  consagrado, ya no me pertenezco, ya soy una cosa contigo, seré sacerdote y víctima de mi ofrenda, y cuando salga a la calle, como ya no me pertenezco sino que he quedado consagrado contigo,  quiero vivir sólo contigo para los intereses del Padre, con tu mismo amor, con tu mismo fuego, con tu mismo Espíritu, que he comulgado en la Eucaristía: San Pablo: “ …ya no soy yo, es Cristo quien vive en mí...”

        Quiero prestarte mi humanidad, mi cuerpo, mi espíritu, mi persona entera, quiero ser como una humanidad supletoria tuya. Tú destrozaste tu humanidad por cumplir la voluntad del Padre y salvarnos, aquí tienes ahora la mía... trátame con cuidado, Señor, que soy muy débil, tú lo sabes, me echo enseguida para atrás, me da horror sufrir, ser humillado, ocupar el segundo puesto, soportar la envidia, las críticas injustas... “Estoy crucificado con Cristo, vivo yo pero no soy yo...”.

        Tu humanidad ya no es temporal; pero conservas totalmente el fuego del amor al Padre y a los hombres y tienes los mismos deseos y sentimientos, pero ya no tienes un cuerpo capaz de sufrir, aquí tienes el mío, pero ya sabes que soy débil,  necesito una y otra vez tu presencia, tu amor, tu Eucaristía, que me enseñe, me fortalezca, por eso estoy aquí, por eso he venido a orar ante su presencia, y vendré muchas veces, enséñame y ayúdame adorar como Tú al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida.

        Quisiera, Señor, rezarte con el salmista: “Por ti he aguantado afrentas y la vergüenza cubrió mi rostro. He venido a ser extraño para mis hermanos, y extranjero para los hijos de mi madre. Porque me consume el celo de tu casa; los denuestos de los que te vituperan caen sobre mí. Cuando lloro y ayuno, toman pretexto contra mí... Pero mi oración se dirige a tí.... Que me escuche tu gran bondad, que tu fidelidad me ayude... Miradlo los humildes y alegraos; buscad al Señor y vivirá vuestro corazón. Porque el Señor escucha a sus pobres” (Sal 69).

3.4. OTRO  SENTIMIENTO: “ACORDAOS DE MI”: SEÑOR, QUIERO ACORDARME...

Otro sentimiento que no puede faltar al adorarlo en su presencia eucarística está motivado por las palabras de Cristo: “Cuando hagáis esto, acordaos de mí...” Señor, de cuántas cosas me tenía que acordar ahora, que estoy ante tu presencia eucarística, me quiero acordar de toda tu vida, de tu Encarnación hasta  tu Ascensión, de toda tu Palabra, de todo el evangelio, pero quiero acordarme especialmente de tu amor por mí, de tu cariño a todos, de tu entrega. Señor, yo no quiero olvidarte nunca, y menos de aquellos momentos en que te entregaste tu pasión y muerte por mí, por todos tus hermanos los hombres... cuánto me amas, cuánto nos deseas, cómo nos regalas...“Éste es mi cuerpo, Ésta mi sangre derramada por vosotros...”

        Con qué fervor quiero celebrar la Eucaristía, comulgar con tus sentimientos, imitarlos y vivirlos ahora por la oración ante tu presencia; Señor, por qué me amas tanto, por qué te rebajas tanto, por qué me buscas tanto, porqué el Padre me ama hasta ese extremo de preferirme y traicionar a su propio Hijo, por qué te entregas hasta el extremo de tus fuerzas, de tu vida, por qué una muerte tan dolorosa... cómo me amas... cuánto me quieres; Cristo bendito… es que yo valgo mucho para Ti, yo valgo mucho para el Padre y los dos me queréis con el mismo amor vuestro de Espíritu Santo: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo...”, ellos me valoran más que todos los hombres de la tierra: valgo infinito para Dios Padre que programó así mi salvación y unión de eternidad con Él, valgo infinito para Dios-hijo que se hizo hombre para realizarlo, cómo me amas así, pero qué buscas en mí... qué puede darte el hombre que Tú no tengas: Cristo mío, te amo, te amo, te amo con el mismo Amor de Espíritu Santo que te llevó hasta la muerte para que todos tuviéramos vida eterna de Amor con Padre y el Hijo... Señor, Tu amor me basta.

        Termino: Cristo mío, confidente y amigo, Tú tan emocionado, tan delicado, tan entregado,  yo, tan rutinario, tan limitado, siempre  tan egoísta, soy pura criatura, y Tú eres Dios, no comprendo cómo puedes quererme tanto y tener tanto interés por mí, siendo Tú el Todo y  yo la nada.

No lo comprendo, Señor, al verte ahí tan solo y abandonado a veces en los Sagrarios de la tierra, pero si es mi  amor y cariño, lo que te falta y me pides, yo quiero dártelo todo, qué honor para mí pensar que me amas así, que estás en todos los Sagrariosde la tierra para quererme y salvarme, para abrazarme y ser mi amigo y confidnete, yo, una simple criatura y que el Dios infinito me busque así hasta hacerse un poco de pan y permanecer con los brazos abiertos hasta el fin de los tiempos y de su amor. Señor, si es mi amor lo que me pides y buscas en tu Presencia Eucarística, tómalo, quiero ser tuyo, totalmente tuyo, te quiero….

3.5.-  EN EL “ACORDAOS DE MÍ”..., ENTRA EL AMOR DE CRISTO A LOS HERMANOS

Debe entrar también el amor a los hermanos, -no olvidar jamás en la vida que el amor a Dios siempre pasa por el amor a los hermanos-, porque así lo dijo, lo quiso y lo hizo Jesús: en cada Eucaristía Cristo me enseña y me invita a amar hasta el extremo a Dios y a los hijos de Dios, que son todos los hombres.

        Sí, Cristo, quiero acordarme  ahora de tus sentimientos, de tu entrega total sin reservas, sin límites al Padre y a los hombres, quiero acordarme de tu emoción en darte en comida y bebida; estoy tan lejos de este amor, cómo necesito que me enseñes, que me ayudes, que me perdones, sí, quiero amarte, necesito amar a los hermanos, sin límites, sin muros ni separaciones de ningún tipo, como pan que se reparte, que se da para ser comido por todos.

        “Acordaos de mí…”: Contemplándote ahora en el pan consagrado me acuerdo de Tí y de lo que hiciste por mí y por todos y puedo decir: he ahí a mi Cristo amando hasta el extremo, redimiendo, perdonando a todos, entregándose por salvar al hermano. Tengo que amar también yo así, arrodillándome, lavando los pies de mis hermanos, dándome en comida de amor como Tú, pisando luego tus mismas huellas hasta la muerte en cruz...

        Señor, no puedo sentarme a tu mesa, adorarte, si no hay en mí esos sentimientos de acogida, de amor, de perdón a los hermanos, a todos los hombres. Si no lo practico, no será porque no lo sepa, ya que me acuerdo de Tí y de tu entrega en cada Eucaristía, en cada Sagrario, en cada comunión; desde el seminario, comprendí que el amor a Tí pasa por el amor a los hermanos y cuánto me ha costado toda la vida.

        Cuánto me exiges, qué duro a veces perdonar, olvidar las ofensas, las palabras envidiosas, las mentiras, la malicia de lo otros, pero dándome Tú tan buen ejemplo, quiero acordarme de Ti, ayúdame, que yo no puedo, yo soy pobre de amor e indigente de tu gracia, necesitado siempre de tu amor.

        Cómo me cuesta olvidar las ofensas, reaccionar amando ante las envidias, las críticas injustas, ver que te excluyen y Tú... siempre olvidar y perdonar,  olvidar y amar, yo solo no puedo, Señor, porque sé muy bien por tu Eucaristía y comunión, que no puede  haber jamás entre los miembros de tu cuerpo, separaciones, olvidos, rencores, pero me cuesta reaccionar, como Tú, amando, perdonando, olvidando...“Esto no es comer la cena del Señor...”, por eso  estoy aquí,  comulgando contigo, porque Tú has dicho: “el que me coma vivirá por mí” y yo quiero vivir como Tú, quiero vivir tu misma vida, tus mismos sentimientos y entrega.

        “Acordaos de mí...”El Espíritu Santo, invocado en la epíclesis de la santa Eucaristía, es el que realiza la presencia sacramental de Cristo en el pan consagrado, como una continuación de la Encarnación del Verbo en el seno de María. Toda la vida de la Iglesia, todos los sacramentos se realizan por la potencia del Espíritu Santo. 

        Y ese mismo Espíritu, Memoria de la Iglesia, cuando estamos en la presencia del Pan que ha consagrado y sabe que el Padre soñó para morada y amistad con los hombres, como tienda de su presencia, de la santa y una Trinidad, ese mismo Espíritu que es la Vida y Amor de mi Dios Trino y Uno, cuando decidieron en consejo trinitario esta presencia tan total y real de la Eucaristía, es el mismo que nos lo recuerda ahora y abre nuestro entendimiento y, sobre todo, nuestro corazón, para que comprendamos las Escrituras y comprendamos a un Dios Padre, que nos soñó y nos creó para una eternidad de gozo con Él, a un Hijo que vino en nuestra búsqueda y nos salvó y no abrió las puertas del cielo, al Espíritu de amor que les une y nos une con Él en su mismo Fuego y Potencia de Amor Personal con que lo ideó y lo llevó y sigue llevando a efecto en un hombre divino, Jesús de Nazaret: “Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio Hijo”.

        ¡Jesús, qué grande eres, qué tesoros encierras dentro de la Hostia santa, cómo te quiero! Ahora comprendo un poco por qué dijiste, después de realizar el misterio eucarístico: “Acordaos de mí...”, me acuerdo, me acuerdo de ti, te adoro y te amo aquí presente.

        ¡Cristo bendito! no sé cómo puede uno correr en la celebración de la Eucaristía o aburrirse en la Adoración Eucarística cuando hay tanto que recordar y pensar y vivir y amar y quemarse y adorar y descubrir y vivir tantas y tantas cosas, tantos y tantos misterios y misterios... galerías y galerías de minas y cavernas de la infinita esencia de Dios, como dice San Juan de la Cruz: “Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el Amado, cesó todo y dejéme dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado”.

3. 6.  YO TAMBIÉN, COMO JUAN, QUIERO RECLINAR MI CABEZA SOBRE TU CORAZÓN EUCARÍSTICO…

Quiero aprenderlo todo de Cristo en la Eucaristía,  reclinando mi cabeza en el corazón del  Amado, de mi Cristo,  sintiendo los latidos de su corazón, escuchando directamente de Él palabras de amor, las mismas de entonces y de ahora, que sigue hablándome en cada Eucaristía. En definitiva, ¿no es la Eucaristía también oración y Plegaria Eucarística? ¿No es la Plegaria Eucarística  lo más importante de la Eucaristía, la que realiza el misterio?

        Para comprender un poco todo lo que encierra el “acordaos de mí” necesitamos una eternidad, y sólo para empezar a comprenderlo, porque el amor de Dios no tiene límite. Por eso, y lo tengo bien estudiado, en la oración sanjuanista, cuanto más elevada es, menos se habla y más se ama, y al final, sólo se ama y se siente uno amado por el mismo Dios infinito y trinitario.

        Por eso el alma enamorada dirá: “Ya no guardo ganado ni ya tengo otro oficio, que solo en amar es mi ejercicio...” Se acabaron los signos de las apariencias del pan y los trabajos de los ritos porque hemos llegado al corazón de la liturgia que es Cristo en persona que viene a nosotros, hemos llegado al corazón mismo de lo celebrado y significado, todo lo demás fueron medios para el encuentro de salvación directa con Él; ¡qué infinita, qué hermosa, qué rica, qué profunda es la liturgia católica, siempre que trascendamos a los ritos y descubramos lo que contienen, siempre que se rasgue el velo del templo, el  velo de los signos y veamos la realidad significada! ¡Cuántas cavernas, descubrimientos y sorpresas infinitas y continuas nos reserva la liturgia sagrada!

        Para mí, liturgia y  vida y  oración todo es lo mismo en el fondo; la liturgia es oración y vida, y la vida y la oración es liturgia.  Parece que las ceremonias son normas, ritos, gestos externos de la Eucaristía, pero la verdad es que todo va preñado de presencia, amor y vida de Cristo y de Trinidad. Hasta aquí quiere mi madre la Iglesia que llegue cuando celebro la Eucaristía; por la liturgia sagrada Dios irrumpe en el tiempo para encontrarse con el hombre y llenarlo de su amor y salvación.

        Yo quisiera ayudarme de las mediaciones y amar la liturgia, como Teresa de Jesús, porque en el corazón del rito me encuentro con el cordero degollado delante del trono de Dios, pero no quedar atrapado por los signos y las mediaciones o convertirlas en fin y andar de acá para allá con más movimientos.

Yo sólo las hago para encontrarme con el Amado, con su vida y salvación, con la gloria de mi Dios, sin quedarme en ellas, porque la Liturgia de la Iglesia solo es camino para llegar a Cristo Eucaristia, a la Trinidad que irrumpe en el tiempo para encontrarse con el hombre.

Y cuando por el rito llego al corazón de la liturgia: «Entréme donde no supe y quedéme no sabiendo, toda sciencia trascendiendo. Yo no supe dónde entraba, pero, cuando allí me vi, sin saber dónde me estaba, grandes cosas entendí; no diré lo que sentí, que me quedé no sabiendo, toda sciencia trascendiendo».

        En cada Eucaristía, en cada comunión, en cada Sagrario Cristo sigue diciéndonos:“Acordaos de mí...,” de las ilusiones que el Padre puso en mí, soy su Hijo amado, el predilecto, no sabéis lo que me ama y las cosas y palabras que me dice con amor, en canción de Amor Personal y Eterno, me lo ha dicho todo y totalmente lo que es y me ama con una Palabra llena de Amor Personal al darme su paternidad y aceptar yo con el mismo Amor Personal ser su Hijo y el Padre te quiere a ti querido hombre, te quiere hijo en mí, en el Hijo con esa misma potencia infinita de amor de Espíritu Santo que me comunica y engendra; con qué pasión de Padre te la entrega y con qué pasión de amor de Hijo tú la recibes en Mí, no sabéis todo lo  que me dice en canciones y éxtasis de amores eternos, lo que esto significa para mí y y para ti que yo quiero comunicároslo y compartirlo como hermano con vosotros, todos los hombres, a los que el Padre quiere haceros hijos suyos en mí; acordaos del Fuego del Espíritu de Amor que el Padre por el Hijo-hijo ha depositado en mi corazón para vosotros, su mismo Fuego y Gozo y Espíritu. La Eucaristía es el cielo en la tierra, la morada de la Trinidad para los que han llegado a estas alturas, a esta unión de oración mística, unitiva, contemplativa, transformativa.      

 “Acordaos de mí”, de mi emoción, de mi ternura personal por vosotros, de mi amor vivo, vivo y real y verdadero que ahora siento por vosotros en este pan, por fuera pan, por dentro mi persona amándoos hasta el extremo, en espera silenciosa, humilde, pero quemante por vosotros, deseándoos a todos para el abrazo de amistad, para el beso personal para el que fuisteis creados y el Padre me ha dado para vosotros… tantas y tantas cosas que uno va aprendiendo luego en la Eucaristía y ante el Sagrario, porque si el Espíritu Santo es la memoria del Padre y de la Iglesia, el Sagrario es la memoria de Jesucristo entero y completo, desde el seno del Padre hasta Pentecostés.

        “Acordaos de mí”, digo yo que si esta memoria del Espíritu Santo, este recuerdo, no será la causa de que todos los santos de todos los tiempos y tantas y tantas personas, verdaderamente celebrantes de la Eucaristía, de la santa misa, ahora mismo, hayan celebrado  y sigan haciéndolo despacio, recogidos, contemplando, como si ya estuvieran en la eternidad, “recordando” por el Espíritu de Cristo lo que hay dentro del pan y de la Eucaristía y de las acciones litúrgicas tan preñadas como están de recuerdos y realidades   tan hermosas del Señor, viviendo más de lo que hay dentro de las misma que de su exterioridad, cosa que nunca debe preocupar más a algunos, aunque sean maestros de ceremonias, que el contenido, que es en definitiva el fín y la razón de las mismas.

        “Acordaos de mí”; recordando a Jesucristo, lo que dijo, lo que hace presente en cada misa, lo que Él deseó ardientemente, lo que soñó de amistad con nosotros y ahora ya gozoso y consumado y resucitado, puede realizarlo en cada Eucaristía con cada uno de los participantes... el abrazo y el pacto de alianza nueva y eterna de amistad que firma en cada Eucaristía, aunque le haya ofendido y olvidado hasta lo indecible, lo que te sientes amado, querido, perdonado por Él en cada Eucaristía, en cada comunión, digo yo... pregunto si esto no necesita otro ritmo o deba tenerse más en cuenta.... como canta San Juan de la Cruz:

«Qué bien se yo la fuente que mana y corre,

aunque es de noche. (por la fe, a oscuras de los sentidos)

Aquesta eterna fonte está escondida,

en este vivo pan por darnos vida,

aunque es de noche.

Aquí se está llamando a las criaturas

Y de esta agua se hartan, aunque oscuras,

Porque es de noche.

Aquesta viva fuente que deseo,

En este pan de vida yo la veo,

Aunque es de noche»

        Quiero terminar esta reflexión invitándoos a todos a dirigir una mirada llena de amor y agradecimiento a Cristo esperando nuestra presencia y amistad en todos los Sagrarios de la tierra y por el cual nos vienen todas las gracias de la salvación:

        Jesucristo, Eucaristía perfecta de obediencia, adoración y alabanza al Padre y sacerdote único del Altísimo: Tú lo has dado todo por nosotros con amor extremo hasta dar la vida y quedarte siempre en el Sagrario; también nosotros queremos darlo todo por Ti y ser siempre tuyos, porque para nosotros Tú lo eres todo, queremos que lo seas todo.

¡JESUCRISTO EUCARISTÍA, NOSOTROS CREEMOS EN TI!

¡JESUCRISTO EUCARISTÍA, NOSOTROS CONFIAMOS EN TI!

¡TÚ ERES EL HIJO DE DIOS, EL ÚNICO SALVADOR DEL MUNDO!


[1] Santa Teresa, Camino, cap 35

GONZALO APARICIO SÁNCHEZ

Altar de mi parroquia de Jaraiz de la Vera, donde hice mi primera comunión, ayudé como monaguillo y celebré mi primera misa solemne y Sagrario, donde hice mis primeras visitas a Jesús Eucaristía y nació y se alimentó mi vocación sacerdotal.

¿POR QUÉ LOS CATÓLICOS ADORAMOS A JESÚS EN EL SAGRARIO?

PARA ORAR ANTE EL SAGRARIO

PARROQUIA DE SAN PEDRO.- PLASENCIA.- 1966-2018

GONZALO APARICIO SÁNCHEZ

¿POR QUÉ LOS CATÓLICOS ADORAMOS A JESÚS EN EL SAGRARIO?

PARA ORAR ANTE EL SAGRARIO

PARROQUIA DE SAN PEDRO.- PLASENCIA.- 1966-2018

PRÓLOGO

AYUDAS PARA LA ORACIÓN EUCARÍSTICA

            Esto es lo que pretende ser este libro. Quiere ser una ayuda sencilla y popular para pasar ratos de amistad junto a Jesucristo Eucaristía en el Sagrario. Ayuda fácil y asequible en el fondo y en la forma, que en todos nosotros siguieron un camino más o menos como este:primero mediante el rezo del Padre nuestro y Avemaría en la Estación al Santísimo Sacramento; luego pasando el tiempo, con la lectura meditativa,  reflexionando y meditando ante su Presencia Eucarística en el Sagrario hasta llegar con los años y purificación de nuestros fallos y pecados a una mayor intimidad y experiencia de Jesús en el Sagrario, para llegar finalmente a no rezar ni siquiera meditar nosotros sino que Cristo presonalmente por la oración-conversión  realizada, al estar nosotros vacios de nosotros mismos y de nuestras imperfecciones Él nos llena y nosotros lo sentimos con la simple mirada o contemplación de amor a Jesús Eucaristía. Me gustaría ver así a Jesús acompañado en todos los Sagrarios de nuestras parroquias e iglesias, principalmente por sus sacerdotes.

            Por eso, empieza con oraciones y cantos sencillos. Este libro está concebido para personas que llegan a la iglesia, están ante el Señor, y, al principio, no se les ocurren muchas ideas y formas para meditar o hablar con el Señor. Son almas sencillas y buenas cristianas, pero que necesitan ayuda.

            Lo he podido comprobar en mi larga vida pastoral. En concreto, en mi parroquia, desde hace cuarenta años, en una mesa, ponía folios, revistas, homilías y meditaciones, artículos interesantes de Revistas.   

Desde hace diez años, en los bancos, ahora en una estantería colocada y «enclavada» en la pared, he puesto los evangelios y diversos libros con esta inscripción: AYUDAS PARA LA ORACION.

La gente llega, y si tiene tiempo y le apetece o lo necesita, coge el evangelio o el libro que le gusta y a leer, meditando, reflexionando. Luego, una vez terminada su oración, vuelven a colocarlo en la estantería; o lo dejan en el banco y sirve para que otros lo cojan, sin moverse. Así seguimos durante muchos años.

            Por lo tanto, tú has llegado a la iglesia, has cogido este libro o lo traes de casa, haces la señal de la cruz, y empiezas ya a meditar CON la invocación que haces al Espíritu Santo; a continuación puedes meditar o cantar mentalmente  el canto que te guste, para esto pongo varios, y empiezas a leer, meditando, paras un poco, mirando al Sagrario, hablando y pidiendo luz al Señor y fuerzas para realizar en tu vida lo que meditas, vuelves a leer despacio, le hablas de tus cosas y problemas, le das gracias, miras otra vez al Sagrario, hablas con tu Amigo que siempre está en casa, con los brazos abiertos, en amistad permanente, revisas tu vida, pides perdón, prometes... y así hasta cumplir el tiempo que te tienes asignado.

Eso sí, para hacer oración diaria, como camino de vida, es necesario y obligado tener un tiempo y una hora fija, de la mañana o de la tarde, y no dejarlo para cuando tengas tiempo. Porque entonces no tendrás tiempo muchas veces, te olvidarás y terminarás dejándola. Testigo, la experiencia personal y de mi vida pastoral, mis feligreses. Y antes de terminar esta introducción, quisiera decirte dos cosas sobre la adoración eucarística.

Mi experiencia personal y pastoral, lo que he visto en mí mismo y en las personas a las que he acompañado en este camino de la oración, es que este camino es muy personal; hay tantos caminos como caminantes, porque «se hace camino al andar, que diría el poeta; no hay reglas fijas para recorrer el camino.

Ahora bien, así como no impongo ningún método especial para hacer oración, sin embargo, desde el primer kilómetro, hay tres verbos que deben estar siempre juntos porque se conjugan igual y no pueden separarse jamás: amar, orar y convertirse. En el momento que cualquiera de estos tres verbos falle, fallan los otros, y se acabó la oración personal verdadera; se convertirá en una práctica rutinaria, en el caso de que continúe haciéndose. Lo repetiré mil veces y siempre,  estos tres verbos amar, orar y convertirse se conjugan igual: quiero o estoy decidido a amar a Dios, en el mismo momento quiero orar y quiero convertirme a Dios, vivir para Él; quiero  orar, quiero convertirme; me canso de convertirme, me he cansado de orar y amar más a Dios.

            Para empezar, para iniciarse en este camino de la oración, de «encuentro de amistad» con Cristo, lo ordinario es necesitar de la lectura para provocar el diálogo; si a uno le sale espontáneo, lleva mucho adelantado en amor y en oración, pero no es lo ordinario: hay que leer meditando, orando, o meditar leyendo: es la tradición: «lectio, meditatio, oratio et contemplatio».

Necesitamos la lectura, principalmente de los evangelios, de textos litúrgicos o de libros santos, escritos por hombres de oración; lógicamente el Oficio de Lectura es un camino estupendo, pero también pueden ayudar para empezar libros sencillos y comprensibles, siempre llenos de amor, sobre todo a Jesucristo Eucaristía.

Y es que la oración puede hacerse en muchos sitios, pero teniendo al Señor, deseoso de nuestra amistad, en cualquier Sagrario de la tierra, para eso se quedó con nosotros hasta el final de los tiempos, con solo mirar y ver que te está mirando, ya te sale o provoca el diálogo.

Esta ha sido mi intención al escribir el presente libro, porque sólo he pretendido que Jesús sea más amado, conocido y seguido, y, para esto, la oración ante el Sagrario es el mejor camino. Es necesario que el creyente aprenda a situarse ante Jesús Eucaristía, y si no le sale nada, que lea  libros que ayuden a la lectura espiritual meditada, que aprenda a situarte al alcance de la Palabra de Dios, a darle vueltas en el corazón, a dejarse interpelar y poseer por ella, a levantar la mirada y mirar al Sagrario y consultar con el Jefe lo que estás meditando y preguntarle y pedirle luz y fuerza y lo que se te ocurra en relación con Él; y Cristo Eucaristía, que siempre nos está esperando en amistad permanente con los brazos abiertos, con solo su presencia, “en espíritu y verdad” te dirá e irá sugiriendo  muchas cosas con deseos de mayor amor y amistad.

Y te digo que procures hacer la oración particular o personal junto al Sagrario, porque toda mi vida, desde que empecé, lo hice así. No entendí nunca la oración en la habitación teniendo al Señor tan cerca y tan deseoso de amistad, la oración siempre es más fácil y directa, basta mirar; y esto, estando alegre o triste, con problemas y sin ellos, la oración sale infinitamente mejor y más cercana y amorosa y vital en su presencia eucarística; es lógico, estás junto al Amigo, junto a Cristo, junto al Hijo Amado y Predilecto, junto a la Canción de Amor en la que el Padre nos canta su proyecto de Amor para el hombre, con Amor de Espíritu Santo. Estamos junto a «la fuente que mana y corre, aunque es de noche» esto es, por la fe.  

            No lo olvides: lo importante de la oración es querer amar más a Dios; y para eso, automáticamente, necesitas orar, hablar con Él todos los días, tener el encuentro diario de amistad, como pasa en todas las amistades humanas; y finalmente, al hablar con Él “en espíritu y verdad”, irás convirtiéndote, moderando la lengua, cambiando de formas de  comportamiento, de genio, de soberbia y de todo lo que impide la amistad con Cristo: y “todo lo demás se os dará por añadidura”.

ORACIONES EUCARÍSTICAS

I

¡JESUCRISTO, EUCARISTIA DIVINA, CANCIÓN DE AMOR DEL PADRE, REVELADA EN SU PALABRA HECHA CARNE Y PAN DE EUCARISTÍA, CON AMOR DE ESPÍRITU SANTO!

¡JESUCRISTO, TEMPLO, SAGRARIO Y SACRAMENTO DE MI DIOS TRINO Y UNO!

¡CUÁNTO TE DESEO, CÓMO TE BUSCO, CON QUÉ HAMBRE DE TI CAMINO POR LA VIDA, QUÉ NOSTALGIA DE MI DIOS TODO EL DÍA!

¡JESUCRISTO EUCARISTÍA, QUIERO VERTE PARA TENER LA LUZ DEL CAMINO, DE LA VERDAD Y LA VIDA.

¡JESUCRISTO EUCARISTÍA, QUIERO ADORARTE, PARA CUMPLIR LA VOLUNTAD DEL PADRE CON AMOR EXTREMO!

¡JESUCRISTO EUCARISTÍA, QUIERO COMULGARTE, PARA TENER TU MISMA VIDA, TUS MISMOS SENTIMIENTOS, TU MISMO AMOR!

Y EN TU ENTREGA EUCARÍSTICA, QUIERO HACERME CONTIGO SACERDOTE Y VÍCTIMA AGRADABLE AL PADRE, CUMPLIENDO SU VOLUNTAD, CON AMOR EXTREMO, HASTA DAR LA VIDA.

QUIERO ENTRAR ASÍ EN EL MISTERIO DE MI DIOS TRINO Y UNO, POR LA POTENCIA DE AMOR DEL ESPÍRITU SANTO.

II

            ¡JESUCRISTO EUCARISTÍA, HIJO DE DIOS ENCARNADO, SACERDOTE ÚNICO DEL ALTÍSIMO Y EUCARISTÍA PERFECTA DE OBEDIENCIA, ADORACIÓN Y ALABANZA AL PADRE. TÚ LO HAS DADO TODO POR NOSOTROS CON AMOR EXTREMO HASTA DAR LA VIDA Y QUEDARTE SIEMPRE CONMIGO EN EL SAGRARIO EN INTERCESION Y OBLACIÓN PERENNE AL PADRE POR LA SALVACIÓN DE LOS HOMBRES!

¡TAMBIÉN YO QUIERO DARLO TODO POR TI Y PERMANECER JUNTO A TI EN EL SAGRARIO INTERCEDIENDO POR LA  SALVACIÓN DE LA IGLESIA Y DEL MUNDO ENTERO!

¡YO QUIERO SER Y VIVIR SIEMPRE EN TI; QUIERO SER TOTALMENTE TUYO, PORQUE PARA MI TU LO ERES TODO, YO QUIERO QUE LO SEAS TODO!

 

¡JESUCRISTO, EUCARISTÍA PERFECTA, YO CREO EN TI!

JESUCRISTO, SACERDOTE ÚNICO DEL ALTÍSIMO, YO CONFÍO EN TI!

¡TÚ ERES EL HIJO DE DIOS!

 

****

INVOCACIONES AL ESPÍRITU SANTO

 

PARA EMPEZAR LA ORACIÓN:

1.- Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles, y enciende en ellos el fuego de tu amor.

Envía tu Espíritu y serán creados.

Y renovarás la faz de la tierra.

Oremos: Oh Dios que has iluminado los corazones de tus fieles con la luz del Espíritu Santo, danos a gustar (sapere-saborear) lo que es recto según el mismo Espíritu, y gozar siempre de su consuelo. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.

2. ORACIÓN AL ESPÍRITU SANTO

(Secuencia de la misa de Pentecostés)

Ven Espíritu Divino,

manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre,

Don, en tus dones espléndido.
Luz que penetra las almas,

fuente del mayor consuelo.

Ven, Dulce Huésped del alma,

descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,

brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas

y reconforta en los duelos.

Entra hasta el fondo del alma,

Divina Luz y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre

si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado,

si no envías tu aliento.

Riega la tierra en sequía,

sana el corazón enfermo.
Lava las manchas,

infunde calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,

guía al que tuerce el sendero.

Reparte tus siete dones

según la fe de tus siervos.

por tu bondad y tu gracia

dale al esfuerzo su mérito;

salva al que busca salvarse

y danos tu gozo eterno .Amén.

 CANTOS E HIMNOS EUCARÍSTICOS

(Para empezar la visita a Jesucristo Eucaristía. Si estás en la iglesia y hay gente, lo puedes rezar como salmos en voz baja o cantar mentalmente. Son como las escaleras diarias para llegar a la oración personal)

1. CANTEMOS AL AMOR DE LOS AMORES

Cantemos al Amor de los amores,
cantemos al Señor.
¡Dios está aquí! Venid, adoradores;
adoremos a Cristo Redentor.

¡Gloria a Cristo Jesús! Cielos y tierra,
bendecid al Señor.
¡Honor y gloria a ti, Rey de la gloria;
amor por siempre a ti, Dios del amor!

¡A ti, Señor cantamos,
oh Dios de nuestras glorias;
tu nombre bendecimos,
oh Cristo Redentor!

2. DE RODILLAS, SEÑOR, ANTE EL SAGRARIO

De rodillas, Señor, ante el Sagrario,

que guarda cuanto queda de amor y de unidad,

Venimos con las flores de un deseo, para que nos las cambies en frutos de verdad.

Cristo en todas las almas

En el mundo la paz.(bis)

Como estás, mi Señor, en la Custodia

Igual que la palmera que alegra el arenal,

Queremos que en centro de la vida

Reine sobre las cosas tu ardiente caridad.

Cristo en todas las almas

En el mundo la paz;

Cristo en todas las almas

En el mundo la paz.

3. OH BUEN JESÚS YO CREO FIRMEMENTE

Acto de fe

¡Oh, buen Jesús! Yo creo firmemente

que por mi bien estás en el altar,

que das tu cuerpo y sangre juntamente

al alma fiel en celestial manjar,

al alma fiel en celestial manjar.

Acto de humildad

Indigno soy, confieso avergonzado,

de recibir la santa Comunión;

Jesús que ves mi nada y mi pecado,

prepara Tú mi pobre corazón. (bis)

Acto de dolor

Pequé Señor, ingrato te he ofendido;

infiel te fui, confieso mi maldad;

me pesa ya; perdón, Señor, te pido,

eres mi Dios, apelo a tu bondad. (bis)

Acto de esperanza

Espero en Ti, piadoso Jesús mío;

oigo tu voz que dice “ven a mí”,

porque eres fiel, por eso en Ti confío;

todo Señor, espérolo de Ti. (bis)

Acto de amor

¡Oh, buen pastor, amable y fino amante!

Mi corazón se abraza en santo ardor;

si te olvidé, hoy juro que constante

he de vivir tan sólo de tu amor. (bis)

Acto de deseo

Dulce maná y celestial comida,

gozo y salud de quien te come bien;

ven sin tardar, mi Dios, mi luz, mi vida,

desciende a mí, hasta mi pecho ven. (bis)

  4. HIMNO EUCARÍSTICO

(Del Congreso Eucarístico de GUADALAJARA, Méjico, 2004, que cantamos todos los día, en el Cristo de la Batallas, en la Exposición del Santísimo, iniciada en esa misma fecha,  para la Adoración Eucarística, de 8 a 12,30 de la mañana, con el rezo de Laudes, y terminar a las 12,30 con la Hora intermedia, Bendición del Santísimo y reserva, antes de la santa misa)

Gloria a Ti, Hostia santa y bendita,
sacramento, misterio de amor;
luz y vida del nuevo milenio,
esperanza y camino hacia Dios. (2)

Es memoria Jesús y presencia,

es manjar y convite divino,
es la Pascua que aquí celebramos,

mientras llega el festín prometido.

¡Oh Jesús, alianza de amor,

que has querido quedarte escondido

te adoramos, Señor de la Gloria,

corazones y voces unidos!

Gloria a Ti, Hostia santa y bendita,
sacramento, misterio de amor;
luz y vida del nuevo milenio,
esperanza y camino hacia Dios. (2)

5. CERCA DE TI, SEÑOR

Cerca de Ti Señor, quiero morar,

tu grande y tierno Amor 
quiero gozar.

Llena mi pobre ser, 
limpia mi corazón,
hazme tu rostro ver 
en la aflicción.

Pasos inciertos doy,

el sol se va,
mas si contigo estoy,

no temo ya.

Himnos de gratitud 
ferviente cantaré,
y fiel a Ti Jesús, siempre seré.

Mi pobre corazón inquieto está,
por esta vida voy, buscando la paz.

Mas sólo Tú Señor, 
la paz me puedes dar,

cerca de Ti Señor,
yo quiero estar.

Yo creo en Ti Señor, yo creo en Ti,Dios vive en el altar
Si ciegos al mirar 
mis ojos no te ven
yo creo en Ti Señor, 
sostén mi fe. 

Espero en Ti, Señor, Dios de bondad,
mi roca en el dolor, puerto de paz.

Porque eres fiel Señor, 
porque eres la verdad,
espero en Ti Señor, 
Dios de bondad. 

presente en mí.

6. VÉANTE MIS OJOS

    Véante mis ojos,
    dulce Jesús bueno;

    véante mis ojos,
    muérame yo luego.

Vea quién quisiere
rosas y jazmines,
que si yo te viere,
veré mil jardines,
flor de serafines;
Jesús Nazareno,
véante mis ojos,
muérame yo luego.

No quiero contento,
mi Jesús ausente,
que todo es tormento
a quien esto siente;
sólo me sustente
su amor y deseo;

Véante mis ojos,
 muérame yo luego.

7. ORACIÓN EUCARÍSTICA 

Sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida; se celebra el memorial de su pasión el alma se llena de gracia,y se nos da la prenda de la gloria futura.

V/Le diste el pan del cielo, aleluya

R/Que contiene en sí todo deleite, aleluya.

Oremos: Oh Dios que en este sacramento admirable nos dejaste el memorial de tu Pasión; te pedimos nos concedas (celebrar, participar y) venerar de tal modo los sagrados misterios de tu cuerpo y de tu sangre, que experimentemos constantemente en nosotros el fruto de tu redención; Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amen.

8. HIMNO DE VÍSPERAS

e, Señor, conmigo

siempre, sin jamás partirte,

y, cuando decidas irte,

llévame, Señor, contigo,

porque el pensar que te irás

me causa un terrible miedo

de si yo sin Ti me quedo,

de si Tú sin mí te vas

Llévame en tu compañía,

donde tu vayas, Jesús,

pues bien sé que eres Tú

la vida del alma mía;

si Tú vida no me das,

yo sé que vivir no puedo,

ni si yo sin Ti me quedo,

ni si Tú sin mí te vas

cuando Tú sin mi te vas.

Por eso más que la muerte,

temo, Señor, tu partida,

y prefiero perder la vida,

mil veces más que perderte,

pues la inmortal que tu das

sé que alcanzarla no puedo

cuando yo sin Ti me quedo

9. HIMNO EUCARÍSTICO: Adorote, devote...

Te adoro con devoción, Divinidad oculta,
verdaderamente escondido bajo estas apariencias.
A ti se somete mi corazón por completo,
y se rinde totalmente al contemplarte.

La vista, el tacto, el gusto, se equivocan sobre ti,
pero basta con el oído para creer con firmeza.
Creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios:
nada es más cierto que esta palabra de Verdad.

En la Cruz se escondía sólo la divinidad,
pero aquí también se esconde la humanidad;
Creo y confieso ambas cosas,
pido lo que pidió el ladrón arrepentido.

No veo las llagas como las vio Tomás,
pero confieso que eres mi Dios;

haz que yo crea más y más en Ti,
que en Ti espere; que te ame.

¡Oh, memorial de la Muerte del Señor!
Pan vivo que da la vida al hombre:
Concédele a mi alma que de ti viva,
y que siempre saboree tu dulzura.

Señor Jesús, bondadoso pelícano,
límpiame, a mí inmundo, con tu sangre,
de la que una sola gota puede liberar
de todos los crímenes al mundo entero.

Jesús, a quien ahora veo oculto,

te ruego que se cumpla lo que tanto ansío:
Que al mirar tu rostro ya no oculto
sea yo feliz viendo tu gloria. Amén.

10. CANTO EUCARÍSTICO: Pange, lingua..Tantum ergo..

Canta, lengua, el misterio del cuerpo glorioso y de la sangre preciosa que el Rey de las naciones, fruto de un vientre generoso, derramó como rescate del mundo.

Nos fue dado, nos nació de una Virgen sin mancilla; y después de pasar su vida en el mundo, una vez esparcida la semilla de su palabra, terminó el tiempo de su destierro dando una admirable disposición.

En la noche de la última cena, recostado a la mesa con los hermanos, después de observar plenamente la ley sobre la comida legal, se da con sus propias manos como alimento para los Doce.

El Verbo hecho carne convierte con su palabra el pan verdadero con su carne, y el vino puro se convierte en la sangre de Cristo. Y aunque fallan los sentidos, basta la sola fe para confirmar al corazón recto en esa verdad.

Veneremos, pues, inclinados tan gran Sacramento; y la antigua figura ceda el puesto al nuevo rito; la fe supla la incapacidad de los sentidos.

Al Padre y al Hijo sean dadas alabanza y júbilo, salud, honor, poder y bendición; una gloria igual sea dada al que de uno y de otro procede. Amén.

1. ¿POR QUÉ LOS CATÓLICOS ADORAMOS A JESÚS EUCARISTÍA EN EL SAGRARIO?

 “Yo soy el pan de vida”

(Custodia de mi Seminario de Plasencia donde yo adoré al Señor todos los jueves en la Hora Santa Eucarística)

  1.1. PORQUE ES CRISTO VIVO Y RESUCITADO, EL QUE ESTUVO EN PALESTINA Y AHORA ESTÁ EN EL CIELO

Lo dice el Señor: “Yo soy el pan de vida, quien come de este pan vivirá eternamente“; luego podemos empezar ya aquí abajo la vida eterna; el cielo empieza en el Sagrario,  porque el cielo es Dios, y Dios está en el Sagrario ¡Con qué respeto y adoración hay que mirarlo, hacer la genuflexión si uno puede; es Dios, el Hijo de Dios,  el Hijo amado del Padre, nuestro cielo y el de la Santísima Trinidad, la felicidad del Padre bueno de todos los hombres, que me soñó para una Eternidad de felicidad con Él, y, roto este primer proyecto por el pecado de Adán,  nos envió al Hijo Amado, para empezar ya el cielo en la tierra: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio hijo para que no perezca ninguno de los que creen en él sino que tengan vida eterna... porque Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo sino para salvar...”.

Con el mismo Amor de Espíritu Santo fue también el Hijo, el que, viéndole entristecido al Padre, porque el hombre había roto este sueño de amor eterno con la Beatífica Trinidad, le dijo: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad”, y vino para recuperarlo y abrirnos las puertas de la felicidad eterna, de la esencia trinitaria, en familia divina de Amor, Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, por el Beso y Abrazo de Amor de Espíritu Santo, en que somos sumergidos por la adoración eucarística: “El Padre está en mí... yo en vosotros y vosotros en mí... el Padre y yo somos uno... el que me come vivirá por mí...si alguno me ama, mi padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él”, vivirá vida personal y trinitaria.

             En el Sagrario, el pan de vida es templo, sacramento y misterio de la Santísima Trinidad, porque en él está el Padre cantando su Canción y Proyecto de Amor a los hombres en su Hijo Amado presente desde la consagración del pan por obra del Espíritu Santo, como lo hizo en el seno de María, y lo sigue haciendo presente en todos los sacramentos, porque todos son participación en la vida divina y esta vida divina siempre es trinitaria y siempre es el Amor, el Espíritu Santo quien la comunica, quien nos santifica, quien nos une a Dios Trino y Uno, y, por tanto, quien nos introduce o nos hace partícipes de la experiencia de Amor Trinitario, del Amor de Dios a los hombres, siempre por el Espíritu Santo, tanto en la acción y oración litúrgica como en la personal, que siempre están unidas o deben estarlo para ser una participación «digna, santa y consciente».

            La oración eucarística es y debe ser esencialmente adoración (orare ad) de amor a la Santísima Trinidad presente por el Hijo, Pan de Vida, en el Sagrario, y por ella somos introducidos en el misterio de Amor y Felicidad eterna, en la vida eterna y trinitaria de nuestro Dios por su Palabra hecha primero carne, y luego pan de vida siempre por la potencia de Amor del Espíritu Santo: “Yo soy el pan de la Vida... el que come de este pan vivirá eternamente... tiene ya la vida eterna...” No como el pan de este mundo que comemos y morimos.

El Pan de Vida es Jesucristo, vida divina y trinitaria encarnada en carne humana, triturada en la cruz en el sacrificio de amor por nosotros y hecha pan de Eucaristía: “Yo soy el pan de Vida”, Canción de Amor en la que el Padre nos canta todo su proyecto de Amor Infinito con Fuego de Espíritu Santo; y si en el primer proyecto entraba el que Dios bajara todas las tardes a hablar con nuestros primeros padres, este proyecto ha sido superado por la venida del Hijo, que se ha quedado con nosotros con los brazos abiertos en todos los Sagrarios de la tierra, en amistad permanente: “Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”.

Cuando entres en una iglesia, ya sabes que Él te está esperando desde siempre; por eso, tu primera mirada, tu primer saludo, tu primer beso debe ser para el Sagrario, para Jesús Eucaristía. No lo olvides. Y hazlo ahora mismo, si no lo hiciste. Porque Él te está mirando.

1.2. PORQUE ES EL HIJO DE DIOS QUE SE HIZO CARNE HUMANA Y PAN DE EUCARISTÍA PARA ABRIRNOS LAS PUERTAS DE LA ETERNIDAD

Primero se hizo carne y luego pan de Eucaristía para abrirnos las puertas de la eternidad, que fueron cerradas por nuestros primeros padres. Él se hizo carne por mí, para revelarme y realizar este segundo proyecto del Padre, tan maravilloso que la Liturgia Pascual casi blasfema, como si se alegrase de que el primero fuera destruido por el pecado de los hombres: «¡Oh feliz culpa, que nos mereció un tan grande Salvador!». Yo creo que la Liturgia se pasa llamando feliz a la culpa, al pecado.

Ciertamente que Jesucristo y el misterio eucarístico han superado totalmente el primer proyecto; descúbrelo, medítalo, agradéceselo, ámalo, adóralo. Pide fe y amor. Adora, adora y ponte de rodillas, pon de rodillas toda tu vida, en adoración permanente, que Dios Eucaristía sea el único Dios de tu vida, abajo todos los ídolos, que impiden su presencia en tu corazón.

Si no te vacías de ti mismo, de tus posesiones de soberbia, avaricia, lujuria, ira, faltas de amor, de perdón, Dios no puede entrar dentro de ti, porque estás lleno de ti mismo y no cave Dios.

Ayúdame, Señor, a vaciarme de todo para poder poseerte a Ti, sólo a Ti, Tu eres Dios, y tengo hambre de Ti, porque tengo hambre de lo infinito, y no me sacian las migajas de las criaturas...lo tengo todo, y me falta el Todo, porque el Todo es Cristo, mi Cristo Eucaristía.

1. 3. PORQUE EN EL SAGRARIO ESTÁ CRISTO VIVO, VIVO Y RESUCITADO, que antes de marcharse al cielo... “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. Y en la noche de la Última Cena, temblando de emoción, cogió un poco de pan y dijo: “Esto es mi cuerpo, esta es mi sangre que se derrama por vosotros” y como Él es Dios, así se hizo y así permanece por los siglos, como pan que se reparte con amor, como sangre que se derrama en sacrificio para el perdón de nuestros pecados.

Todos recordáis aquella escena. La acabamos de evocar en la lectura del evangelio. Fue hace veinte siglos, aproximadamente sobre estas horas, en la paz del atardecer más luminoso de la historia, Cristo nos amó hasta el extremo, hasta el extremo de su amor y del tiempo y de sus fuerzas, e instituyó el sacramento de su Amor extremo. Aquel primer Jueves Santo Jesús estaba emocionado, no lo podía disimular, le temblaba el pan en las manos, sus palabras eran profundas, efluvios de su corazón: “Tomad y Comed, esto es mi cuerpo...”, “Bebed todos de la copa, esta es mi sangre que se derrama por vosotros...” Y como Él es Dios, así se hizo. Para Él esto no es nada, Él que hace los claveles tan rojos, unas mañanas tan limpias, unos paisajes tan bellos.

Y así amasó Jesús el primer pan de Eucaristía. Porque nos amó hasta el extremo, porque quiso permanecer siempre entre nosotros, porque Dios quiso ser nuestro amigo más íntimo, porque deseaba ser comido de amor por los que creyesen y le amasen en los siglos venideros, porque “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”, como nos dice el Apóstol Juan, que lo sabía muy bien por estar reclinado sobre su pecho aquella noche. Por eso, queridos hermanos, antes de seguir adelante, hagamos un acto de fe total y confiada en la presencia real y verdadera de Cristo en la Eucaristía. Porque Él está aquí. Siempre está ahí, en el pan consagrado, pero hoy casi barruntamos más vivamente su presencia, que quisiera como saltar de nuestros sagrarios para hacer presente otra vez la liturgia de aquel Jueves Santo, sin mediaciones sacerdotales.

            Queridos hermanos, esta entrega en sacrificio, esta presencia por amor debiera revolucionar toda nuestra vida, si tuviéramos una fe viva y despierta. Descubriríamos entonces sus negros ojos judíos llenos de luz y de fuego por nosotros, expresando sentimientos y palabras que sus labios no podían expresar; esos ojos tan encendidos podrían despertar a tantos cristianos dormidos para estas realidades tan maravillosas, donde Dios habla de amor incomprensible para los humanos. Este Cristo eucaristizado nos está diciendo: Hombres, yo sé de otros cielos, de otras realidades insospechadas para vosotros, porque son propias de un Dios infinito, que os amó primero y os dio la existencia para compartir una eternidad con todos y cada uno de vosotros. Yo he venido a la tierra y he predicado este amor y os he amado hasta dar la vida para deciros y demostraros que son verdad, que el Padre existe y os ama,  y que el Padre las tiene preparadas para vosotros; yo soy“el testigo fiel”, que, por afirmarlas y estar convencido de ellas, he dado mi vida como prueba de su amor y de mi amor, de su Verdad, que soy Yo, que me hizo Hijo aceptándola: “En el principio ya existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios, la Palabra era Dios”; “Tanto amó Dios al mundo que  entregó  a su propio hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él sino que tengan vida eterna”.

“Y cuantas veces hagáis esto, acordaos de mí…”dice el Señor. Qué profundo significado encierran estas palabras para todos, especialmente para nosotros, los sacerdotes. Todos debiéramos recordarlas cuando celebramos la santa Eucaristía: “acordaos de mí...”  acordaos de mis sentimientos y deseos de redención por todos, acordaos de mi emoción y amor por vosotros, acordaos de mis ansias de alimentar en vosotros la misma vida de Dios, acordaos... y nosotros, muchas veces, estamos distraídos sin saber lo que hacemos o recibimos; bien estuvo que nos lo recordases, Señor, porque Tú verías muchas distracciones, mucha rutina, muchos olvidos y desprecios, en nuestras Eucaristías, en nuestras comuniones, distraídos sin darte importancia en los sagrarios olvidados como trastos de la iglesia, sin presencia de amigos agradecidos. Vosotros, los sacerdotes, cuando consagréis este pan y vosotros, los  comulgantes, cuando comulguéis este pan, acordaos de toda esta ternura verdadera que ahora y siempre siento por vosotros, de este cariño que me está traicionando y me obliga a quedarme para siempre tan cerca de vosotros en el pan consagrado, en la confianza de vuestra respuesta de amor... Acordaos... Nosotros, esta tarde de Jueves Santo, NO TE OLVIDAMOS, SEÑOR. Quisiéramos celebrar esta Eucaristía y comulgar tu Cuerpo con toda la ternura de nuestro corazón, que te haga olvidar todas las  distracciones e indiferencias nuestras y ajenas;  nos acordamos agradecidos ahora de todo lo que nos dijiste e hiciste y sentiste y sigues sintiendo por nosotros y te recodamos y recordaremos siempre agradecidos, desde lo más hondo de nuestro corazón.

1. 4. PORQUE EN EL SAGRARIO ESTÁ LA CARNE TRITURADA Y RESUCITADA PARA NUESTRA SALVACIÓN, el precio de la redención, lo que yo valgo, el sacrificio permanente de amor que Cristo ha realizado para rescatarme; y ahí está la persona que lo ha hecho, que más me ha querido, que más me ha valorado, que más ha sufrido por mí, el que más ha amado a los hombres, el único que sabe lo que valemos cada uno de nosotros, porque ha pagado el precio por cada uno.

            Cristo es el único que sabe de verdad lo que vale el hombre; la mayoría de los políticos, de los filósofos, de tantos pseudo-salvadores, científicos y cantamañanas televisivos no valoran al hombre, porque no lo saben ni han pagado nada por él, ni se han jugado nada por él; si es mujer, sólo valoran su físico y poco más, puedes verlo todos los días en la tele; y si es hombre, lo que valga su poder, su cartilla, su dinero, pero ninguno de esos da la vida por mí.

            El hombre es más que hombre, más que esta historia y este espacio, el hombre es eternidad. Sólo Dios sabe lo que vale el hombre. Porque Dios pensó e hizo al hombre, y porque lo sabe, por eso le ama y entregó a su propio Hijo para rescatarlo. ¡Cuánto valemos! Valemos el Hijo de Dios muerto y resucitado, valemos la Eucaristía.

            Cuando en los días de la Semana Santa, medito la Pasión de Cristo o la contemplo en las procesiones, que son una catequesis puesta en acción, me conmueve ver a Cristo pasar junto a mí, escupido, abofeteado, triturado, crucificado... Y siempre me hago la misma pregunta: ¿por qué,  Señor, por qué fue necesario tanto dolor, tanto sufrimiento, tanto escarnio..., hasta la misma muerte?; ¿no podía haber escogido el Padre otro camino menos duro para nuestra salvación? Y ésta es la respuesta que Juan, testigo presencial del misterio, nos da a todos: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en el, sino que tengan vida eterna” (Jn 3,16). No le entra en la cabeza que Dios ame así al hombre hasta ese extremo, porque este “entregó” tiene cierto sabor de “traicionó o abandonó”.    

            S. Pablo, que no fue testigo histórico del sufrimiento de Cristo, pero lo vivió y sintió en su oración personal de contemplación del misterio de Cristo,  admirado, llegará a decir: “No quiero saber más que de mi Cristo y éste crucificado...” Y es, para Pablo como para Juan, el misterio de Cristo, enviado por el Padre para abrirnos las puertas de la eternidad,  es un misterio que le habla tan claramente de la predilección de amor de Dios por el hombre, de este misterio escondido por los siglos en el corazón de Dios Trinidad y revelado en la plenitud de los tiempos por la Palabra hecha carne y triturada, especialmente en su pasión y muerte, que le hace exclamar: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi; y mientras vivo en esta carne, vivo de la fe del Hijo de Dios, que me amó hasta  entregarse por mí" (Gal 2, 19-20). 

Realmente, en el momento cumbre de la vida de Cristo, esta realidad de crudeza impresionante es percibida por Pablo como plenitud de amor y obediencia de adoración al Padre, en entrega total, con amor extremo, hasta dar la vida.  Al contemplar así a Cristo abandonado, doliente y torturado,  no puede menos de exclamar: “Me amó y se entregó por mí”.

Queridos hermanos, qué será el hombre, qué encerrará  en su realidad para el mismo Dios que lo crea... qué seré yo, qué serás tú, y todos los hombres, pero qué será el hombre para Dios, que no le abandona ni caído y no le deja postrado en su muerte y separación y voluntad pecadora, sino que entrega la persona del Hijo en su humanidad finita “para que no perezca ninguno de los que creen el Él”. Yo creo que Dios se ha pasado de amor con los hombres: “Mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nuestros pecados” (Rom 5,8). 

Porque  ¿donde está la justicia? No me digáis que Dios fue justo. Los ángeles se pueden quejar, si pudieran, de injusticia ante Dios. Bueno, no sabemos todo lo que Dios  Padre hizo por salvarlos, porque sabemos que Dios es Amor, nos dice san Juan, su esencia es amar y si dejara de amar, dejaría de existir; y con su criatura, el hombre, esencialmente finito y deficitario,  Dios es siempre Amor misericordioso, por ser amor siempre gratuito, ya que el hombre no puede darle nada que Él no tenga, sólo podemos darle nuestro amor y confianza total. Hermanos, confiemos siempre y por encima de todo en el amor misericordioso de Dios Padre por el Hijo, el Cristo de la misericordia: Santa Faustina Kowalska.

Porque este Dios tiene y ha manifestado una predilección especial por su criatura el hombre. Cayó el ángel, cayó el hombre. Para el hombre hubo un redentor, su propio Hijo, hecho hombre; para el ángel no hubo Hijo redentor, Hijo hecho ángel. ¿Por qué para nosotros sí y para ellos no? ¿Dónde está la igualdad, qué ocurre aquí...? es el misterio de predilección de amor de Dios por el hombre. “Tanto amó Dios al mundo...¡Qué gran Padre tenemos, Abba, cómo te quiere tu Padre Dios, querido hermano!

 Por esto, Cristo crucificado es la máxima expresión del Amor del Padre a los hombres en el Hijo, y del  Amor del Hijo al Padre por los hombres en el mismo Amor de Espíritu Santo: “nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos”; y  el Padre la dio en la humanidad del Hijo, con la potencia de su mismo Espíritu, Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre por todos nosotros,  en la soledad y muerte de la humanidad asumida por el Hijo, Palabra y Canción de Amor revelada por el Padre en la que nos ha cantado todo su proyecto de Amor, en su humanidad triturada en la cruz y hecha pan de Eucaristía con Amor de Espíritu Santo, por la que somos introducidos en la esencia y Felicidad de Dios Trino y Uno, ya en la tierra.

Queridos hermanos, qué maravilloso es nuestro Dios. Creamos en Dios, amemos a Dios, confiemos en Él, es nuestro Padre, principio y fin de todo.  Dios existe, Dios existe y nos ama; Padre Dios, me alegro de que existas y seas tan grande, es la alegría más grande que tengo y que nos has revelado en tu Palabra hecha carne primero y luego pan de Eucaristía por la potencia de Amor de tu mismo Espíritu.

Este Dios  infinito, lleno de compasión y ternura por el hombre,  soñado en éxtasis eterno de amor y felicidad... Hermano, si tú existes, es que Dios te ama; si tú existes, es que Dios te ha soñado para una eternidad de gozo con Él, si tú existes es que has sido preferido entre millones y millones de seres posibles que no existirán, y se ha fijado en ti y ha pronunciado tu nombre para una eternidad de gozo hasta el punto que roto este primer proyecto de amor, nos ha recreado en el Hijo:“tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que  tengan vida eterna Él”,

¡Cristo Jesús, nosotros te queremos, nosotros creemos en Ti; Cristo Jesús, nosotros confiamos en Ti, Tú eres el Hijo de Dios encarnado, el único que puede salvarnos del tiempo, de la muerte y del pecado. Tú eres el único Salvador del mundo!

1.5. PORQUE «…EN LA SANTÍSIMA EUCARISTÍA SE CONTIENE TODO EL BIEN ESPIRITUAL DE LA IGLESIA, A SABER, CRISTO MISMO, nuestra pascua y pan vivo que da la vida a los hombres, vivificada y vivificante por el Espíritu Santo» (PO 6).

            «...los otros sacramentos, así como todos los ministerios eclesiásticos y obras de apostolado, están íntimamente unidos a la Sagrada Eucaristía y a ella se ordenan». «Ninguna Comunidad cristiana se construye si no tiene su raíz y quicio en la celebración de la santísima Eucaristía, por la que debe, consiguientemente, comenzar toda educación en el espíritu de comunidad» (PO 5 y 6).

            Por todo ello y mil razones más, que no caben en libros sino sólo en el corazón de Dios, los católicos verdaderos, los que creen de verdad y viven su fe, adoramos, visitamos y celebramos los misterios de nuestra fe y salvación y nos encontramos con el mismo Cristo Jesús en la Eucaristía.

            Voy a poner algunos documentos más del Vaticano II para que nos demos cuenta que es centro y fundamento y fuente de toda la vida de la Iglesia y sin misa de Domingo no hay cristianismo, porque no hay Cristo:

Rv 26: [...] la vida de la Iglesia se desarrolla por la participación asidua del misterio eucarístico...

M 6 c: [... la Iglesia,] como cuerpo del Verbo encarnado cI1.Ie es, se alimenta y vive de la Palabra de Dios y del Pan eucarístico.

M 39 a: [... presbíteros], por su propio ministerio—que consiste sobre todo en la Eucaristía, la cual perfecciona a la Iglesia—, comulgan con Cristo Cabeza y llevan a otros a la misma comunión...

Rv 21: La Iglesia siempre ha venerado la Sagrada Escritura, como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo, pues sobre todo en la sagrada liturgia nunca ha cesado de tomar y repartir a sus fieles el pan de vida que ofrece la mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo.

VR 15 a: La vida común, a ejemplo de la Iglesia primitiva, [.1, nutrida por la doctrina evangélica, la sagrada liturgia y, señaladamente, por la Eucaristía, debe perseverar en la oración y en la comunión del mismo espíritu (cf. Act 2,42).

La Eucaristía, centro de los sacramentos y ministerios

P 5 b: [...] los otros sacramentos, así como todos los ministerios eclesiásticos y obras de apostolado, están íntimamente trabados con la sagrada Eucaristía y a ella se ordenan.

M 9 b: Por la palabra de la predicación y por la celebración de los sacramentos, cuyo centro y cima es la santísima Eucaristía, la actividad misionera hace presente a Cristo, autor de la salvación.

L 10 a: [...] los trabajos apostólicos se ordenan a que, una vez hechos hijos de Dios por la fe y el bautismo, todos se reúnan, alaben a Dios en medio de la Iglesia, participen en el sacrificio y coman la cena del Señor.

P 5b: [...] la Eucaristía aparece como la fuente y la culminación de toda la predicación evangélica, como quiera que los catecúmenos son poco a poco introducidos a la participación de la Eucaristía, y los fieles, sellados ya por el sagrado bautismo y la confirmación, se insertan por la recepción de la Eucaristía plenamente en el Cuerpo de Cristo.

Presencia de Cristo en la Eucaristía

L 7 a: [...] Cristo está siempre presente a su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Está presente en el sacrificio dé la

Misa, sea en la persona del ministro, “ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz”, sea sobre todo bajo las especies eucarísticas.

P 5 e: La casa de oración en que se celebra y se guarda la santísima Eucaristía y se consagran los fieles y en que se adora, para auxilio y consuelo de los fieles, la presencia del Hijo de Dios, salvador nuestro, ofrecido por nosotros en el ara del sacrificio, debe estar nítida, dispuesta para la oración y las sagradas solemnidades.

FS 8 a: Enséñeseles [a los seminaristas] a buscar a Cristo [...] sobre todo en la Eucaristía y el Oficio divino.

La celebración eucarística, centro de la comunidad cristiana

P 6 e: [...] ninguna comunidad cristiana se edifica si no tiene su raíz y quicio en la celebración de la santísima Eucaristía, por la que debe, consiguientemente, comenzarse toda educación en el espíritu de comunidad.

O 30 f: En el cumplimiento de la obra de santificación, procuren los párrocos que la celebración del sacrificio eucarístico sea centro y culminación de toda la vida de la comunidad cristiana...

P 5 c: Es, [...J, la sinaxis eucarística el centro de toda la asamblea de los fieles, que preside el presbítero.

I 26 a: En ellas [las comunidades locales] se congregan los fieles por la predicación del Evangelio de Cristo y se celebra el misterio de la Cena del Señor “para que por medio del cuerpo y de la sangre del Señor quede unida toda la fraternidad”.

Toda Misa, acto de Cristo y de la Iglesia

P 13 c: [... la Misa], aunque no pueda haber en ella presencia de fieles, es ciertamente acto de Cristo y de la Iglesia.

L 27 b: Esto [la preeminencia de la celebración comunitarial vale sobre todo para la celebración de la Misa, quedando siempre a salvo la naturaleza pública y social de toda Misa, y para la administración de los sacramentos.

I 50 d: [.. .1 al celebrar el sacrificio eucarístico es cuando mejor nos unimos al culto de la Iglesia celestial...

El sacrificio eucarístico, realización redentora

P 13 c: En el misterio del sacrificio eucarístico, en que los sacerdotes cumplen su principal ministerio, se realiza continuamente la obra de nuestra redención, y, por ende, encarecidamente se les recomienda su celebración cotidiana...

L 2: [.1 la liturgia, por cuyo medio “se ejerce la obra de nuestra redención”, sobre todo en el divino sacrificio de la Eucaristía, contribuye en sumo grado a que los fieles expresen en su vida y manifiesten a los demás el misterio de Cristo y la naturaleza auténtica de la verdadera Iglesia.

FS 4 a: [Los seminaristas] deben prepararse para el ministerio del culto y de la santificación, a fin de que, orando y realizando las sagradas celebraciones litúrgicas, ejerzan la obra de salvación por medio del sacrificio eucarístico y los sacramentos.

La oblación personal en el sacrificio eucarístico

Iii a: [Los fieles,] participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella.

P 5 c: Los presbíteros, [...], enseñan a fondo a los fieles a ofrecer a Dios Padre la Víctima divina en el sacrificio de la Misa y a hacer juntamente con ella oblación de su propia vida.

34 b: [...] las mismas pruebas de la vida, si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo (cf. 1 Petr 2,5), que en la celebración de la Eucaristía se ofrecen piadosísimamente al Padre junto con la oblación del cuerpo del Señor.

1.6. PORQUE EN EL SAGRARIO ESTÁ CRISTO CON LOS BRAZOS ABIERTOS EN ETERNA AMISTAD

            La presencia Eucarística es la presencia de Cristo en amistad permanente ofrecida con amor extremo a todos los hombres, hasta el final de su vida, de sus fuerzas y del tiempo.

            Sólo la fe viva y despierta por el amor nos lleva poco a poco a reconocerla y descubrirla y gozar al Señor, al Amado, bajo las especies del pan y del vino: «visus, tactus, gustus in te fallitur, sed auditu solo tuto creditur: no se puede experimentar y vivir con gozo desde los sentidos», es la fe la que descubre su presencia, hasta poder decir con san Juan de la Cruz: «y máteme tu rostro y hermosura, mira que la dolencia de amor no se cura, sino con la presencia y la figura».

            “¡Es el Señor!”exclamó el apóstol Juan en medio de la penumbra y niebla del lago de Genesaret después de la resurrección, mientras los otros discípulos, menos despiertos en la fe y en el amor, no lo habían descubierto.

Él había reclinado su cabeza sobre su corazón en la Última Cena y sintió y consistió, sentir con, todos los latidos de su corazón. Si no se descubre su presencia y se experimenta, para lo cual no basta una fe heredada y seca sino que hay que pasar, por la oración personal, por la adoración eucarística, a la fe personal e iluminada por el fuego del amor, el sagrario se convierte en un trasto más de la iglesia; una vida eucarística pobre indica una vida cristiana pobre y un apostolado pobre, incluso nulo.

Qué vida tan distinta en un seglar, sobre todo en un sacerdote, qué apostolado tan diferente entre una catequista, una madre, una novia eucarística y otra que no ha encontrado todavía este tesoro y esta perla preciosa, precisamente por no haber vendido nada o poco de su tiempo y de su dedicación a comprar este tesoro; no tiene intimidad con el Señor, porque para esto hay vender mucho de nuestro tiempo, soberbia, avaricia y pecados: “El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo. El reino de los cielos se parece también a un comerciante en perlas finas que, al encontrar una de gran valor, se va a vender todo lo que tiene y la compra.

            Conversar y pasar largos ratos con Jesús Eucaristía es vital y esencial para mi vida cristiana, sacerdotal, apostólica, familiar, profesional, para ser buen hijo, buen padre, buena madre cristiana. A los pies del Santísimo, a solas con Él, con la luz de la lamparilla de la fe y del amor encendidos, aprendemos las lecciones de amor y de entrega, de humildad y paciencia que necesitamos para amar y tratar a todos y también poco a poco nos vamos encontrando con el Cristo del Tabor en el que el Padre tiene sus complacencias y nosotros, como Pedro, Santiago y Juan, algún día luminoso de nuestra fe, cuando el Padre quiera, oiremos su voz desde el cielo de nuestra alma habitada por los TRES que nos dice: “Éste es mi Hijo, el amado, escuchadle.”

 1.7. PORQUE El SAGRARIO ES TEMPLO Y  MORADA DE LA TRINIDAD EN LA TIERRA.

            El sagrario es morada de Dios Trino y Uno en la tierra porque el Pan consagrado, Cristo Eucaristía, es la Palabra que me revela el proyecto del Amor Personal de Dios Padre, por la potencia de Amor del Espíritu Santo, Amor Personal del Padre al Hijo y del Hijo al Padre que lo acepta todo de Él y le hace Padre, aceptándolo, y es Hijo obediente hasta la muerte en el que se complace en el mismo Amor de Espíritu Santo; “el pan de vida” es Cristo Eucaristía, Palabra y Música y pentagrama de Amor en la que el Padre me canta y pronuncia su Palabra con de Amor de Espíritu Santo, por la que todo ha sido pensado y realizado: “Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios…Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe. En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres”.

            Venerando y amando a Jesucristo Eucaristía, no solo me encuentro con Él, sino que me voy encontrando poco a poco también con el Padre que le está enviando para cumplir su proyecto de Salvación, por la fuerza y potencia amorosa del Espíritu Santo, que lo forma en el seno de María y en el pan y en el vino, como Verbo que nos revela el proyecto de amor del Padre. Venerándole, yo doy gloria al Padre, adoro su proyecto de Salvación, que le ha llevado a manifestarme su amor hasta el extremo en el Hijo muy amado, Su Palabra pronunciada y velada y revelada para mí en el sagrario por su Amor personal que es el Espíritu Santo y al contemplarle en esos momentos de soledad y de Tabor, iluminado e identificado yo con esa Palabra por la adoración contemplativa, identificado con Él, el Padre no ve en mí sino al Amado en quien ha puesto todas sus complacencias.

1.8. PORQUE EN EL PAN CONSAGRADO ENCUENTRO A   JESUCRISTO, ALEGRÍA Y DULZURA DE MI FE Y AMOR.

            ¡Qué gozo ser católico, tener fe, poder celebrar el Corpus Christi, creer en Jesucristo Eucaristía! ¡Qué gozo haberme encontrado con Él, saber que no estoy solo, que Él me acompaña, que mi vida tiene sentido! ¡Qué gozo saber que Alguien me ama, que si existo, es que Dios me ama, y en el Hijo Eucaristía, me ama hasta ese extremo; hasta el extremo del tiempo, hasta el extremo del amor y de sus fuerzas, hasta el extremo de dar la vida por mí, hasta el extremo de ser Dios y, por amor, hacerse hombre, y venir en mi búsqueda, para abrirme las puertas de la amistad y amor de mi Dios Trino y Uno! ¡Qué gozo saber que se ha quedado para siempre conmigo en el pan consagrado, en cada Sagrario de la tierra, con los brazos abiertos, en amistad permanentemente ofrecida!

            ¡Cómo no amarlo, adorarlo y comerlo! ¡ cómo no besarlo y abrazarlo y llevarlo sobre los hombros por calles y plazas, gritando y cantando, proclamando que Dios existe y nos ama, que la vida tiene sentido y es un privilegio existir, porque ya no moriremos nunca, que nuestra vida es más que esta vida y que este tiempo y este espacio, que soy eternidad, porque el Hijo de Dios Eterno me lo ha revelado y lo ha demostrado con su muerte y resurrección, que hace presente en la Eucaristía, donde me dice: “¡ yo soy el pan de la vida, el que coma de este pan, tiene la vida eterna”!

            ¡Cómo no proclamarlo y gritarlo cuando todo esto se cree, pero, sobre todo, se puede vivir, gustar y saborear ya aquí abajo, y empieza el cielo en la tierra, y se viven ratos de eternidad, en encuentros de amistad y de oración junto al Sagrario, donde el Padre me está diciendo su Palabra de

Amor en el Hijo, encarnado primero en carne, luego, en el pan consagrado, por la potencia de su Amor, que es Espíritu Santo!

            Jesucristo Eucaristía, desde su presencia eucarística y trinitaria, en «música callada» me está cantando, “revelando” la canción de Amor “extremo”, infinito del Padre al hombre por la potencia de Amor, Espíritu Santo: “La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros”, donde el Resucitado, en Eucaristía permanente, en oblación e intercesión perenne al Padre, con Amor de Espíritu nos está diciendo: no te olvido, te amo, ofrezco mi vida y amistad por ti y quiero hacerte partícipe de mi misma vida y sentimientos y gozo eterno: “a vosotros no os llamo siervos... a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que me ha revelado el Padre, os lo he dado a conocer”.

            Cristo Eucaristía ¡qué gozo haberte conocido por la fe, sobre todo, por la fe viva y experimentada en la oración personal o litúrgica, no meramente creída o celebrada! ¡Qué gozo haberme encontrado contigo por la oración personal y eucarística: «que no es otra cosa oración... sino trato de amistad estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama». Parece como si la santa hubiera hecho esta definición mirando al sagrario.

            Por eso, qué necesidad absoluta tiene la Iglesia de todos los tiempos de tener, especialmente en los seminarios y noviciados y casas de formación, montañeros que hayan subido hasta la cumbre del Tabor eucarístico, y puedan enseñar, no sólo teórica, sino vivencialmente, este camino; necesitamos exploradores, como los de Moisés, que hayan llegado a la tierra prometida de la vivencia eucarística y puedan volver cargados de frutos, para enseñar la ruta, dejando otros caminos que nos llegan hasta el corazón del pan o de los ritos sagrados, hasta las personas divinas.

            El camino es fácil de saber, pero exige oración permanente que nos lleva a la conversión permanente para llegar al amor total y permanente; hay que dejarlo todo, para llenarnos del Todo, y estamos muy llenos de nosotros mismo; tanto que no cabe Dios, el Todo; tenemos que dejar que Dios sea Dios: “amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con todas tus fuerzas, con todo tu amor”. El Cuerpo de Cristo, el Corpus Christi es el único alimento, pero sabiendo que una cosa es comer, y otro comulgar con los sentimientos y la vida de Cristo: “sin mí no podéis hacer nada...  el que me coma, vivirá por mí”.

2.- PORQUE EN EL SAGRARIO ME ENCUENTRO CON EL MISMO CRISTO MISERICORDIOSO QUE CURÓ A  LA HEMORROÍSA

           Es el mismo Cristo, ya pleno de luz y de gloria, intercediendo por todos nosotros ante el Padre, el mismo de Palestina, el Cristo de la Hemorroísa, dispuesto a curarnos nuestras enfermedades, de cuerpo y de alma, si le tocamos, como ella, con fe y amor y esperanza convencida.

            Está ahí, esperándonos, siempre que nos acerquemos a él por la oración y se lo pidamos, aún sin pedírselo, sólo con desearlo, como la samaritana; está ahí, con los brazos abiertos, en amistad permanente para que le toquemos con fe y seamos curados de las heridas de nuestros pecados que nos

desangran y vacían de la vida de la gracia y nos debilitan y nos llevan a la muerte y el pecado.

 ¡Hemorroísa divina, creyente, decidida, enséñame a tocar a Cristo con fe y esperanza!

 “Mientras les hablaba, llegó un jefe y acercándosele se postró ante Él, diciendo: Mi hija acaba de morir; pero ven, pon tu mano sobre ella y vivirá. Y levantándose Jesús, le siguió con sus discípulos. Entonces una mujer que padecía flujo de sangre hacía doce años se le acercó por detrás y le tocó la orla del vestido, diciendo para sí misma: con sólo que toque su vestido seré sana. Jesús se volvió, y, viéndola, dijo: Hija, ten confianza; tu fe te ha sanado. Y quedó sana la mujer desde aquel momento”(Mt 9, 20-26) .

            Seguramente todos recordaréis este pasaje evangélico, en el que se nos narra la curación de la hemorroísa. Esta pobre mujer, que padecía flujo incurable de sangre desde hacía doce años, se deslizó entre la multitud, hasta lograr tocar al Señor: “Si logro tocar la orla de su vestido, quedaré curada, se dijo. Y al instante cesó el flujo de sangre. Y Jesús... preguntó: ¿Quién me ha tocado?”

            No era el hecho material lo que le importaba a Jesús. Pedro, lleno de sentido común, le dijo: Señor, te rodea una muchedumbre inmensa y te oprime por todos lados y ahora tú preguntas, ¿quién me ha tocado? Pues todos.            Pero Jesús lo dijo, porque sabía muy bien, que alguien le había tocado de una forma totalmente distinta a los demás, alguien le había tocado con fe y una virtud especial había salido de Él. No era la materialidad del acto lo que le importaba a Jesús en aquella ocasión; cuántos ciertamente de aquellos galileos habían tenido esta suerte de tocarlo y, sin embargo, no habían conseguido nada. Sólo una persona, entre aquella multitud inmensa, había tocado con fe a Jesús. Esto era lo que estaba buscando el Señor.

            Queridos hermanos: Este hecho evangélico, este camino de la hemorroísa, debe ser siempre imagen e icono de nuestro acercamiento al Señor, y una imagen real y a la vez desoladora de lo que sigue aconteciendo hoy día.

            Otra multitud de gente nos hemos reunido esta tarde en su presencia y nos reunimos en otras muchas ocasiones y, sin embargo, no salimos todos curados de su encuentro, porque nos falta fe. El sacerdote que celebra la Eucaristía, los fieles que la reciben y la adoran, todos los que vengan a la presencia del Señor, deben tocarlo con fe y amor para salir curados.

            Y si el sacerdote como Pedro le dice: Señor, todos estos son creyentes, han venido por Tí, incluso han comido contigo, te han comulgado; el Señor podría tal vez responder: pero no todos me han tocado. Tanto al sacerdote como a los fieles nos puede faltar esa fe necesaria para un encuentro personal, podemos estar distraídos de su amor y presencia amorosa; es más, nos puede parecer el Sagrario un objeto de iglesia, venerado, pero simple objeto, no la presencia plena y verdadera y realísima de Cristo.

            Sin fe viva, la presencia de Cristo no es la del amigo que siempre está en casa, esperándonos, lleno de amor, lleno de esas gracias, que tanto necesitamos, para glorificar al Padre y salvar a los hombres; y por esto, sin encuentro de amistad, no podemos contagiarnos de sus deseos, sentimientos y actitudes.

            En la oración eucarística, como en su presencia en el Sagrario en Eucaristía continuada y permanente el Señor se sigue ofreciendo por nosotros al Padre y como alimento de vida a todos, es el “pan de vida que ha bajado de los cielos” y nos dice: “Tomad y comed... Tomad y bebed”; y lo dice para que comulguemos, nos unamos a Él por la oración, por la adoración, comunión espiritual.

            En la oración eucarística, más que abrir yo la boca para decir cosas a Cristo, la abro para acoger su don, que es el mismo Cristo pascual, vivo y resucitado por mí y para mí. El don y la gracia ya están allí, es Jesucristo resucitado para darme vida, sólo tengo que abrir los ojos, la inteligencia, el corazón para comulgarlo con el amor y el deseo y la comunicación-comunión y así la oración eucarística se convierte en una permanente comunión eucarística. Sin fe viva, callada, silenciosa y alimentada de horas de Sagrario, Cristo no puede actuar aquí y ahora en nosotros, ni curarnos como a la hemorroísa. No puede decirnos, como dijo tantas veces en su vida terrena “Vete, tu fe te ha salvado”.

            Y no os escandalicéis, pero es posible que yo celebre la eucaristía y no le toque, y tú también puedes comulgar y no tocarle, a pesar de comerlo. No basta, pues, tocar materialmente la sagrada forma y comerla, hay que comulgarla, hay que tocarla con fe y recibirla con amor.

            Y ¿cómo sé yo si le toco con fe al Señor? Muy sencillo: si quedo curado, si voy poco a poco comulgando con los sentimientos de amor, servicio, perdón, castidad, humildad de Cristo, si me voy convirtiendo en Él y viviendo poco a poco su vida. Tocar, comulgar a Cristo es tener sus mismos sentimientos, sus mismos criterios, su misma vida. Y esto supone renunciar a los míos, para vivir los suyos: “El que me coma, vivirá por mí”, nos dice el Señor en el largo y maravilloso capítulo sexto de San Juan. Y Pablo constatará esta verdad, asegurándonos: “vivo yo pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”.

            Hermanos, de hoy en adelante vamos a tener más cuidado con nuestras misas y nuestras comuniones, con nuestros ratos de iglesia, de Sagrario. Vamos a tratar de tocar verdaderamente a Cristo. Creo que un momento muy importante de la fe eucarística es cuando llega ese momento, en que iluminado por la fe, uno se da cuenta de que Él está realmente allí, que está vivo, vivo y resucitado, que quiere comunicarnos todos los tesoros que guarda para nosotros, puesto que para esto vino y este fue y sigue siendo el sentido de su encarnación continuada en la Eucaristía. Pero todo esto es por las virtudes teologales de la fe, esperanza y caridad, que nos llevan y nos unen directamente con Dios.

            Hemorroisa divina, creyente, decidida y valiente, enséñame a mirar y admirar a Cristo como tú lo hiciste, quisiera tener la capacidad de provocación que tú tuviste con esos deseos de tocarle, de rozar tu cuerpo y tu vida con la suya, esa seguridad de quedar curado si le toco con fe, de presencia y de palabra, enséñame a dialogar con Cristo, a comulgarlo y recibirlo; reza por mí al Cristo que te curó de tu enfermedad, que le toquemos siempre con esa fe y deseos tuyos en nuestras misas, comuniones y visitas, para que quedemos curados, llenos de vida, de fe y de esperanza.

3.-  PORQUE EN EL SAGRARIO CRISTO NOS ESPERA “PARA ESTAR CON ÉL Y ENVIARNOS A PREDICAR”.

             «EUCARÍSTICAS» es el título que puse, hace más de cuarenta años, a un cuaderno de pactas grises y páginas a cuadritos, que me llevaba a la iglesia en los primeros tiempos de mi sacerdocio. Allí anotaba todo lo que el Señor desde el Sagrario me iba inspirando. Eran sentimientos, emociones, vivencias, que yo luego traducía en ideas para mi predicación. Recuerdo, como si fuera hoy mismo, la primera «Eucarística» (vivencia), que escribí como ecónomo junto al Sagrario de mi primera parroquia de la bella Vera extremeña, Robledillo de la Vera:

            «Señor, Tú sabías que serían muchos los que no creerían en Ti, Tú sabías que muchos no te seguirían ni te amarían en este sacramento, Tú sabías que muchos no tendrían hambre de tu pan ni de tu amor ni de tu presencia eucarística, Tú sabías que el Sagrario sería un trasto más de la Iglesia, al que se le ponen flores y se le adorna algunos días de fiesta... Tú lo sabías todo... y, sin embargo, te quedaste; te quedaste para siempre en el pan consagrado, como amor inmolado por todos, como comida de amor para todos, como presencia de amistad ofrecida a tus sacerdotes, a tus seguidores, a todos los hombres... Gracias, Señor, qué bueno eres, cuánto nos amas... verdaderamente nos amaste hasta el extremo, hasta el extremo de tus fuerzas y amor, hasta el extremo del tiempo, del olvido y de todo.

            Muchas veces te digo: Señor, si Tú sabías de nuestras rutinas y faltas de amor, de nuestros abandonos y faltas de correspondencia y, a pesar de todo, te quedaste, entonces, Señor, no mereces compasión..., porque Tú lo sabías, Tú lo sabías todo....y, sin embargo, te quedaste... Qué emoción siento, Señor, al contemplarte en cada Sagrario, siempre con el mismo amor, la misma entrega....eso sí que es amar hasta el extremo de todo y del todo. Qué bueno eres, cuánto nos quieres, Tú sí que amas de verdad, nosotros no entendemos de las locuras de tu amor, nosotros somos más calculadores; nosotros somos limitados en todo.

            Señor, por qué me amas tanto, por qué me buscas tanto, por qué te humillas tanto, por qué te rebajas tanto... hasta hacerte no solo hombre sino una cosa, un poco de pan por mí.... Señor, pero qué puedo darte yo que Tú no tengas....qué puede darte el hombre.... Si Tú eres Dios, si Tú lo tienes todo... no me entra en la cabeza, no encuentro respuesta, no lo comprendo, Señor, sólo hay una explicación: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”.

            Nos amaste hasta el extremo, cuando en el seno de la Santísima Trinidad te ofreciste al Padre por nosotros:“Padre,

no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad”y la cumpliste  en la Ultima Cena, anticipando tu pasión y muerte por nosotros, cuando temblando de emoción, con el pan en las manos, te entregaste en sacrificio y comida y presencia permanente por todos: “Tomad y comed, esto es mi cuerpo... Tomad y bebed, esta es mi sangre...”.

            En tu corazón eucarístico está vivo ahora y presente todo este amor, toda esta entrega, toda esta emoción, la he sentido muchas veces, la ofrenda de tu vida al Padre y a los hombres, que te llevó a la Encarnación, a la pasión, muerte y resurrección, para que todos tuviéramos la vida nueva del Resucitado y entrar así con Él en el círculo del Amor trinitario;  y también para que nunca dudásemos de la verdad de tu amor y de tu entrega. Gracias, gracias, Señor... Átame, átanos para siempre a tu amor, a tu Eucaristía, a la sombra de tu Sagrario y correspondamos a la locura de tu amor.

4. PORQUE EL SAGRARIO ES EL BROCAL DEL POZO DE JACOB, DONDE CRISTO NOS ESPERA PARA EL ENCUENTRO DE AMISTAD

Me está esperando siempre, como a la Samaritana, para un diálogo  de amistad y salvación  ¡Samaritana mía, enséñame a dialogar con Cristo y pedirle    el agua de la fe y del amor!

   “Tenía que pasar por Samaria. Llega, pues, a una ciudad de Samaria llamada Sicar, próxima a la heredad que dio Jacob a José, su hijo, donde estaba la fuente de Jacob. Jesús fatigado del camino, se sentó sin más junto a la fuente; era como la hora de sexta. Llega una mujer de Samaria a sacar agua, y Jesús le dice: dame de beber, pues los discípulos habían ido a la ciudad a comprar provisiones.

Dícele la mujer samaritana: ¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, mujer samaritana? Porque no se tratan judíos y samaritanos. Respondió Jesús y dijo: Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: dame de beber, tú le pedirías a Él, y Él te daría a ti agua viva. Ella le dijo: Señor, no tienes con qué sacar el agua y el pozo es hondo; ¿de dónde, pues, te viene esa agua viva?¿Acaso eres tú más grande que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo y de él bebió él mismo, sus hijos y sus rebaños? Respondió Jesús y le dijo: Quien bebe de esta agua volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le diere no tendrá jamás sed, que el agua que yo le dé se hará en él una fuente que salte hasta la vida eterna.

  Díjole la mujer: Señor, dame de esa agua para que no sienta más sed ni tenga que venir aquí a sacarla. Él le dijo: Vete, llama a tu marido y ven acá. Respondió la mujer y le dijo: no tengo marido. Díjole Jesús: bien dices: no tengo marido porque tuviste cinco, y el que tienes ahora no es tu marido; en esto has dicho verdad. Díjole la mujer: Señor, veo que eres profeta.

Nuestros padres adoraron en este monte, y vosotros decís que es Jerusalén el sitio donde hay que adorar. Jesús le dijo: Créeme, mujer, que es llegada la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre... Díjole la mujer: Yo sé que el Mesías, el que se llama Cristo, está para venir, y que cuando venga nos hará saber todas las cosas. Díjole Jesús: Soy yo, el que contigo habla.

Muchos samaritanos de aquella ciudad creyeron en Él por la palabra de la mujer, que atestiguaba: Me ha dicho todo cuanto he hecho. Así que vinieron a Él y le rogaron que se quedase con ellos. Permaneció allí dos días y muchos más creyeron al oírle. Decían a la mujer: ya no creemos por tu palabra, pues nosotros mismos hemos oído y conocido que éste es verdaderamente el Salvador del mundo”(Juan 4, 4-26).

            Polvoriento, sudoroso y fatigado el Señor se ha sentado en el brocal del pozo. Está esperando a una persona muy singular. Ella no lo sabe. Por eso, al llegar y verlo, la samaritana se ha quedado sorprendida de ver a un judío sentado en el pozo, sobre todo, porque le ha pedido agua. Este encuentro ha sido cuidadosamente preparado por Jesús. Por eso, Cristo no se ha recatado en manifestar su sed material, aunque le ha empujado hasta allí, más su sed de almas, su ardor apostólico: “si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber...”.

            Queridos hermanos: el mismo Cristo, exactamente el mismo, con la misma sed de almas, está sentado a la puerta de nuestros Sagrarios, del Sagrario de tu pueblo. Lleva largos años esperando el encuentro de fe contigo para entablar el deseado diálogo, pero tú tal vez no has sido fiel a la cita y no has ido a este pozo divino para sacar el agua de la vida. Él ha

estado siempre aquí, esperándote, como a la samaritana. Dos mil años lleva esperándote.

            Por fin hoy estás aquí, junto a Él, que te mira con sus ojos negros de judío, imponentes, pregúntaselo a la adúltera, a la Magdalena, a las multitudes de niños, jóvenes y adultos de Palestina, que le seguían magnetizados; ¡qué vieron en esos ojos, lagos transparentes en los que se reflejaba su alma pura, su ternura por niños, jóvenes, enfermos, pecadores, su amor por todos nosotros y se purificaban con su bondad las miserias de los hombres!

            Todos sentimos esta tarde una emoción muy grande, porque hemos caído en la cuenta de que Él estaba esperándonos. Y, sentado en el brocal del Sagrario, Cristo te provoca y te pide agua, porque tiene sed de tu alma, como aquel día tenía más sed del alma de esta mujer que del agua del pozo. Cristo Eucaristía se muere en nuestros Sagrarios de sed de amor, comprensión, correspondencia, de encontrar almas corredentoras del mundo, adoradoras del Padre, enamoradas y fervientes, sobre las que pueda volcarse y transformarlas en eucaristías perfectas.

            «He aquí el corazón que tanto ha amado a los hombres, diría a Santa Margarita y, a cambio de tanto amor, solo recibe desprecios...». Tú, al menos, que has conocido mi amor, ámame, nos dice el Señor a los creyentes desde cada Sagrario. “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber...tú le pedirías y el te daría agua que salta hasta la vida eterna...”.

             El don de Dios a los hombres es Jesucristo, es el mayor don que existe y que es entregado a los que le aman. Para eso vino y para eso se quedó en el Sacramento. Si supiéramos, si descubriéramos quién es el que nos pide de beber... es el Hijo de Dios, la Palabra pronunciada y cantada eternamente con Amor de Espíritu Santo por el Padre: “Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios... Todas las cosas fueron hechas por Él, y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho. En Él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres... Vino a los suyos y los suyos no le recibieron” (Jn 1, 1-3,11). Pues bien, esa Palabra Eterna de Salvación y Felicidad, pronunciada con amor de Espíritu Santo por el Padre para los hombres, es el Señor, presente en todos los Sagrarios de la tierra.

            No debemos olvidar nunca que la religión cristiana, esencialmente, no son mandamientos ni sacramentos ni ritos ni ceremonias ni el mismo sacerdocio ni nada, esencialmente es una persona, es Jesucristo. Quien se encuentra con Él, puede ser cristiano, porque ha encontrado al Hijo Único, que conoce y puede llevarnos al Padre y a la salvación; quien no se encuentra con Él, aunque tenga un doctorado en teología o haga todas las acciones y organigramas pastorales, no sabe lo que es auténtico cristianismo, ni ha encontrado el gozo eterno comenzado en el tiempo.

            Es que Dios nos ha llamado a la existencia por amor, tanto en la creación primera como en la segunda, y siempre en su Hijo, primero, Palabra Eterna pronunciada en silencio, lleno de amor de Espíritu Santo en su esencia divina, luego, pronunciada por nosotros en el tiempo y en este mundo en carne humana, para que vivamos su misma vida y seamos felices con su misma felicidad trinitaria, que empieza aquí abajo; las puertas del Sagrario son las puertas de la eternidad:

  “Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en Cristo nos bendijo con toda bendición espiritual en los cielos; por cuanto que en Él nos eligió antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e inmaculados ante Él en caridad, y nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para la alabanza del esplendor de su gracia, que nos otorgó gratuitamente en el amado, en quien tenemos la redención por su sangre, la remisión de los pecados...” (Ef 1,3-7).

            La religión, en definitiva, es todo un invento de Dios para amar y ser amado por el hombre, y aquí está la clave del éxtasis de amor de los místicos, al descubrir y sentir y experimentar que esto es verdad, que de verdad Dios ama al hombre desde y hasta la hondura de su ser trinitario, y el hombre, al sentirse amado así, desfallece de amor, se transciende, sale de sí por este amor divino que Dios le regala y se adentra en la esencia de Dios, que es Amor, Amor que no puede dejar de amar, porque si dejara de amar, dejaría de existir. Esto es lo que busca el Padre por su Hijo Jesucristo, hecho carne de pan por y para nosotros.

            “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó...” (1J 4, 8-10).

            “Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y lo seamos. Carísimos, ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado

lo que hemos de ser. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es”(1Jn 3, 1-3).

             Por eso, ya puede crear otros mundos más dilatados y varios, otros cielos más infinitos y azules, pero nunca podrá existir nada más grande, más bello, más profundo, más lleno de vida y amor y de cariño y de ternuras infinitas que Jesucristo, su Verbo Encarnado. “Y hemos visto, y damos de ello testimonio, que el Padre envió a su Hijo por Salvador del mundo. Quien confesare que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios Y nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene. Dios es amor, y el que vive en amor, permanece en Dios y Dios en él” (1Jn 4, 14-16).

            Y a este Jesús es a quien yo confieso como Hijo de Dios arrodillándome ante el Sagrario, y a éste es al que yo veo cuando miro, beso, hablo o me arrodillo ante el Sagrario, yo no veo ni pan ni copón ni caja de metal o madera que lo contiene, yo sólo veo a mi Cristo, a nuestro Cristo y ese es el que me pide de beber... y si yo tengo dos gotas de fe, tengo que comulgarle, comunicarme con Él, entregarme a Él, encontrarle, amarle: “Si tú supieras quién es el que te pide de beber...”

            Dímelo tú, Señor. Descúbremelo Tú personalmente. En definitiva, el único velo que me impide verte es el pecado, de cualquier clase que sea, siempre será un muro que me oculta tu rostro, me separa de Tí; por eso quiero con todas mis fuerzas destruirlo, arrancarlo de mí, aunque me cueste sangre, porque me impide el encuentro, la comunión total. “Si dijéramos que vivimos en comunión con Él y andamos en tinieblas, mentiríamos y no obraríamos según verdad”. “Y todo el que tiene en él esta esperanza, se purifica, como puro es Él. Todo el que permanece en Él no peca, y todo el que peca no le ha visto ni le ha conocido” (1Jn 1,6; 3, 3,6).

            Por eso, la samaritana, al encontrarse con Cristo, reconoció prontamente sus muchos maridos, es decir, sus pecados; los afectos y apegos desordenados impiden ver a Cristo, creer en Cristo Eucaristía, sentir su presencia y amor; Cristo se lo insinuó, ella lo intuyó y lo comprendió y ya no tuvo maridos ni más amor que Cristo, el mejor amigo.

            Señor, lucharé con todas mis fuerzas por quitar el pecado de mi vida, de cualquier clase que sea. “Los limpios de corazón verán a Dios”. Quiero estar limpio de pecado, para verte y sentirte como amigo. Quiero decir con la samaritana: “Dáme, Señor, de ese agua, que sacia hasta la vida eterna…” para que no tenga necesidad de venir todos los días a otros pozos de aguas que no sacian plenamente; todo lo de este mundo es agua de criaturas que no sacia, yo quiero hartarme de la hartura de la divinidad, de este agua que eres Tú mismo, el único que puedes saciarme plenamente. Porque llevo años y años sacando agua de estos pozos del mundo y como mis amigos y antepasados tengo que venir cada día en busca de la felicidad, que no encuentro en ellos y que eres Tú mismo.

            Señor, tengo hambre del Dios vivo que eres Tú, del agua viva, que salta hasta la vida eterna, que eres Tú, porque ya he probado el mundo y la felicidad que da. Déjame, Señor, que esta tarde, cansado del camino de la vida, lleno de sed y hambriento de eternidad y sentado junto al brocal del Sagrario, donde Tú estás, te diga: Jesús, te deseo a Tí, deseo llenarme y saciarme solo de Tí, estoy cansado de las migajas de las criaturas, sólo busco la hartura de tu Divinidad. Quien se ha encontrado contigo, ha perdido la capacidad de hambrear nada fuera de Tí. Tú eres la Vida de mi vida, lléname de Tí. Sólo Dios, sólo Dios, sólo Dios, sólo Dios.

5. PORQUE EL SAGRARIO ES LA MEJOR ESCUELA PARA APRENDER A CONOCER Y AMAR A CRISTO

            Ahora tenemos muchas escuelas y universidades; incluso en las parroquias tenemos muchas clases de Biblia, de teología, de liturgia... nuestras madres y nuestros padres no tuvieron más escuela que el Sagrario y punto. Allí lo aprendieron todo para ser buenos cristianos. Allí escucharon y seguimos nosotros escuchando a Jesús que nos dice: “sígueme”, “amaos los unos a los otros como yo os he amado”,“no podéis servir a dos señores, no podéis servir a Dios y al dinero” “.venid y os haré pescadores de hombres”,“vosotros sois mis amigos”, “no tengáis miedo, yo he vencido al mundo”, “ sin mí no podéis hacer nada, yo soy la vid, vosotros , los sarmientos, el sarmiento no puede llevar fruto si no está unido a la vid...”

            ¿Y qué pasa cuando yo escucho del Señor estas palabras? Pues que si no aguanto estas enseñanzas, estas exigencias, este diálogo personal con Él, porque me cuesta, porque no quiero convertirme, porque no quiero renunciar a mis bienes, me marcho para que no pueda echarme en cara mi falta de fe en Él, mi falta de generosidad en seguirle, para que no me señale con el dedo mis defectos.... y así estaré distanciado respecto a su presencia eucarística durante toda mi vida, con las consiguientes consecuencias negativas que esta postura llevará consigo. Podré incluso, tratar de legitimar mi postura, diciendo que Cristo está en muchos sitios, está en la Palabra, en los hermanos...que es muy cómodo quedarse en la iglesia, que más apostolado y menos quedarse de brazos cruzados, pero en el fondo es que no aguanto su presencia eucarística que me señala mis defectos

y me invita a seguirle: “Si alguno quiere ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga”.

MEDIOCRIDAD, NO.

            Y me pregunto cómo podré yo luego entusiasmar a la gente con Cristo, predicar que el Señor es Dios, el bien absoluto y primero de la vida, por el cual hay que venderlo todo...si yo no lo practico ni sé cómo se hace. Creo que esta es la causa principal de la pobreza espiritual de los cristianos y de que muchas partes importantes del evangelio no se prediquen, porque no se viven y se conocen por la propia experiencia. Si el Señor empieza a exigirme en la oración, en el diálogo personal con Él, y yo no quiero convertirme, poco a poco me iré alejando de este trato de amistad para no escucharlo, aunque las formas externas las guardaré toda la vida, es decir, seguiré comulgando, rezando, haciendo otras cosas, incluso más llamativas, también en mi apostolado, pero he firmado mi mediocridad cristiana, sacerdotal, apostólica...

            Al alejarme cada día más del Sagrario, me alejo a la vez de la oración , y, aunque Jesús a voces me esté llamando todos los días, porque me quiere ayudar, terminaré por no oírle y todo se convertirá en pura rutina y así será toda mi vida espiritual y religiosa. Y esto es más claro que el agua: si Cristo en persona me aburre en la oración, cómo podré entusiasmar a los demás con Él, no se qué apostolado pueda hacer por Él, cómo contagiaré deseos de Él, ni sé como podré enseñar a los demás el camino de la oración, cómo podré ser guía de los hermanos en este camino de encuentro con Él. Naturalmente hablaré de oración y de amistad con Cristo, de organigramas y apostolado, pero teóricamente, como lo hacen otros muchos en la Iglesia de Dios.

             Esta es la causa de que no toda actividad ni todo apostolado, tanto de seglares como de los sacerdotes, sea verdadero apostolado, para el cual, según Cristo, hay que estar unidos a Él, como los sarmientos a la vid única y verdadera, para poder dar fruto. Y a veces este canal, que tiene que llevar al cuerpo de la Iglesia el agua que salta hasta la vida eterna o la vena que debe llevar la sangre desde el corazón salvador de Cristo hasta las partes más necesitadas del cuerpo místico, esta vena y este canal, que soy yo y cada cristiano, está tan obstruido por las imperfecciones que apenas llevamos unas gotas o casi nada de sangre para poder vitalizar y regar las partes del cuerpo afectadas por parálisis espiritual. Así que zonas importantes de la Iglesia, de arriba y de abajo, siguen negras e infartadas, sin vida espiritual ni amor y servicio verdaderos a Dios y a los hermanos.  

Porque mal es que este canal obstruido sea un seglar, un catequista, un miembro de nuestros grupos o una madre, con la necesidad que tenemos de madres cristianas, porque con ellas casi no necesitamos ni curas; lo más grave y dañino es si somos sacerdotes. Menos mal que la gran mayoría de la Iglesia está conectada a la vid, que es Cristo Eucaristía. Aquí es donde está la fuente que mana y corre, aunque es de noche, es decir, por la fe, como nos dice San Juan de la Cruz. Por favor, no pongamos la eficacia apostólica, la fuerza de la acción evangelizadora y misionera en los organigramas o programaciones, donde, como nos ha dicho el Papa en la Carta Apostólica NMI ya está todo dicho, sino en la raíz de todo apostolado y vida cristiana: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos... todo sarmiento que no está unido a la vid, no puede dar fruto”.

6.- CARA A CARA CON CRISTO.

            Por eso, este encuentro eucarístico, la oración personal, este cara a cara personal y directo con Cristo es fundamental para nuestra vida espiritual. Añadiría que, aunque todos sabemos que la eucaristía como sacrificio es el fundamento, sin embargo la eucaristía como presencia tiene unos matices que nos descubre y pone más en evidencia la realidad de nuestra relación con Cristo. Porque en las eucaristías tenemos la asamblea, los cantos, las lecturas, respondemos y nos damos la paz, nos saludamos, escuchamos al sacerdote; pero con tanto movimiento a lo mejor salimos de la iglesia, sin haber escuchado a Cristo, es más, sin haberle incluso saludado personalmente.

            Sin embargo, en la oración personal, ante el Sagrario, no hay intermediarios ni distracciones, es un diálogo a pecho descubierto, de tú a tú con Jesús, que me habla, me enfervoriza o tal vez, si Él lo cree necesario, me echa en cara mi mediocridad, mi falta de entrega, que me dice: no estoy de acuerdo en esto y esto, corrige esta forma de ser o actuar.... y claro, allí, solos ante Él en el Sagrario, no hay escapatoria de cantos o respuestas de la misa, allí es uno el que tiene que dar la respuesta, y no las hay litúrgicas oficiales; por eso, si no estoy dispuesto a cambiar, no aguanto este trato directo con Cristo Eucaristía y dejo la visita diaria. ¿Cómo buscarle en otras presencias cuando allí es donde está más plena y realmente presente?

            Si aguanto el cara a cara, cayendo y levantándome todos los días, aunque tarde años, encontraré en su presencia eucarística luz, consuelo, gozo, que nada ni nadie podrán quitarme y me comeré a los niños, a los jóvenes, a los enfermos, quemaré de amor verdadero y seguimiento de

Cristo allí donde trabaje y me encuentre, lo contagiaré todo de amor y seguimiento de Él, llegaré a la unión afectiva y efectiva, oracional y apostólica con Él. Y esto se llama santidad y para esto es la oración eucarística, porque la oración es el  alma de todo apostolado, como se titulaba un libro de mi juventud. Y a esto nos invita el Señor desde su presencia eucarística y para esto se ha quedado tan cerca de nosotros.

7. PORQUE EN EL SAGRARIO NOS ESPERA EL CRISTO QUE CALMA LAS TEMPESTADES Y  SALVA A LOS APÓSTOLES DE NAUFRAGAR.

            Me consuela saber, que, en medio de los peligros por los que todos tenemos que pasar, unas veces porque nos meten, otras porque nos metemos nosotros, Cristo, desde el sagrario, está siempre  pendiente de nosotros para salvarnos para decirnos: “Animo, soy yo, no tengáis miedo”.

Con su presencia en el Sagrario Jesús siempre nos está ofreciendo su ayuda y amistad y si tenemos fe y venimos a su presencia, como estamos ahora, y le decimos como Pedro: “Sálvanos, Señor, que  perecemos”, Él, que es infinitamente bueno y poderoso y  nos ama y se ha quedado para eso tan cerca de nosotros “hasta el final de los tiempos”, hará que sintamos su presencia eucarística, nos quitará la soledad y el desaliento que otros tienen por no visitarlo en el Sagrario, y venceremos en todas las luchas y tempestades de la vida, tanto corporal y humana como espiritual, en las crisis de fe , de esperanza y amor, en las noches de fe en la oración y en la experiencia de Dios en nuestra vida espiritual. 

            Como Cristo desde la montaña, donde había subido a orar, contemplaba a sus pies el mar de Tiberíades y en él la barca con los doce Apóstoles, sobre todo, cuando se embraveció y surgieron las olas por el viento fuerte, así también ahora, Jesucristo, nuestro amigo Dios, nos ve, desde el Sagrario,  a nosotros en el mar de la vida y vive pendiente de nosotros. Qué consuelo cuando uno sabe y vive todo esto. Qué tranquilidad en la misma enfermedad, persecución, críticas, envidias... no estoy solo, Cristo, desde el Sagrario me ve y me acompaña y se interesa por mí.

            San Mateo  lo describe así en su evangelio: “En seguida, obligó a los discípulos que subieran a la barca y pasaran antes que él a la otra orilla, mientras él despedía a la multitud. Después, subió a la montaña para orar a solas. Y al atardecer, todavía estaba allí, solo. La barca ya estaba muy lejos de la costa, sacudida por las olas, porque tenían viento en contra. A la madrugada, Jesús fue hacia ellos, caminando sobre el mar. Los discípulos, al verlo caminar sobre el mar, se asustaron. "Es un fantasma", dijeron, y llenos de temor se pusieron a gritar. Pero Jesús les dijo: "Tened calma, soy yo; no temáis". Entonces Pedro le respondió: "Señor, si eres tú, mándame ir a tu encuentro sobre el agua". "Ven", le dijo Jesús. Y Pedro, bajando de la barca, comenzó a caminar sobre el agua en dirección a él. Pero, al ver la violencia del viento, tuvo miedo, y como empezaba a hundirse, gritó: "Señor, sálvame". En seguida, Jesús le tendió la mano y lo sostuvo, mientras le decía: "Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?". En cuanto subieron a la barca, el viento se calmó. Los que estaban en ella se postraron ante él, diciendo: "Verdaderamente, tú eres el Hijo de Dios". Al llegar a la otra orilla, fueron a Genesaret. Cuando la gente del lugar lo reconoció, difundió la noticia por los alrededores, y le llevaban a todos los enfermos, rogándole que los dejara tocar tan sólo los flecos de su manto, y todos los que lo tocaron quedaron curados”.     

            1). Hemos de tener en cuenta que este hecho acaeció a continuación de la primera multiplicación de los panes: cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños, fueron milagrosamente alimentados por Jesús: “Visto el milagro que  Jesús había hecho, decían aquellos hombres: Este, sin duda, es el Profeta que ha de venir al mundo. Por lo cual, conociendo Jesús que habían de venir para llevárselo por fuerza para hacerlo rey, huyó Él solo otra vez al monte”. (Jo 6, 14-15).

            ¡Cómo huye el Señor de ser honrado y cómo nos enseña con las obras lo que nos predica de palabra! Los discípulos, halagados quizá por el clamor popular, soñaron en puestos y honras temporales; y el Señor les hizo embarcar y salir a la mar, y se quedó Él en tierra.

            Preveía el Señor la tempestad que muy pronto se iba a desatar, y les hizo embarcar para que lucharan con ella y no pensaran que en el seguimiento del Señor tan poderoso iba a ser todo felicidad, sino que vivieran dispuestos al sacrificio. Iba además a hacerles sentir que siempre velaba por ellos, sin que fuera necesaria su presencia corporal para tener muy presentes a los suyos y librarles de todo mal.

            Él, mientras tanto, subió al monte a orar. ¡Qué modelo para nosotros!  Cuántas veces en el sagrado Evangelio se nos inculca la frecuencia con que el Señor oraba. Quiere desarrollar prácticamente la lección que después ha de exponernos teóricamente: la necesidad de la oración, sobre todo durante el ejercicio del apostolado, y al mismo tiempo el modo más perfecto de hacerla; se aparta de las gentes, sube al monte, ora de noche.

            Todo hombre, y en especial todo apóstol, debe tener continuo recurso a la oración y buscar en ella la solución de sus dudas, el remedio de sus necesidades, el esfuerzo para el trabajo, la fecundidad de sus labores.

            2). Se apartaron los Apóstoles de Jesús quizá de mala gana, pues que San Marcos (Mc., 6, 45) dice que “forzó a los discípulos a subir a la barca”; temían que sin Él pudiera sucederles cualquier contratiempo. Jesús los amaba muy de veras y, sin embargo, y aun por eso mismo permitió que fueran probados.

La tempestad significa cierta ausencia de Jesús, al menos en cuanto al socorro sensible; pero no significa abandono. Bien veía el Señor desde el monte, como ahora desde el Sagrario,  lo que a sus Apóstoles sucedía, y velaba para que no naufragaran, y les daba vigor y fuerza para que perseveraran en su trabajo remando y no cedieran vencidos al furor del viento y la mar contrarios.

¿Por qué causas permite el Señor la tempestad? Cuando no somos nosotros los que en ella nos metemos, como no fueron en esta ocasión los Apóstoles quienes se metieron por propia voluntad en el mar, para hacernos ejercitar nuestro valor y fidelidad y al mismo tiempo para hacernos sentir la necesidad de su ayuda.

            Si se trata del camino de la fe, de la oración, de nuestra unión plena y más perfecta con Él, estas crisis o noches, no sentir nada en la oración, tener pruebas de fe, sentirse solo y no poder meditar... etc. son las noche del sentido y del espíritu que san Juan de la Cruz explica muy bien y este tema lo tengo tratado en algunos de mis libros. Esta purificaciones, debido a que debo vaciarme de mí mismo en pensamientos y obras, de mis proyectos y sentimientos, para llenarme sólo de Dios, esto supone mortificación y sufrimiento, porque estoy tan lleno de mí mismo que no cabe Dios.

            Si se trata de la vida ordinaria, mi matrimonio, sacerdocio, hijos, negocios, apostolado, mientras todo va bien es fácil cumplir la obligación y es fácil también olvidarse de acudir en demanda del socorro de lo alto; pero si esto cambia y se complica, es difícil perdonar, seguir en vida familiar o de amistad, sentimos la tentación de cambiar o dejarlo todo, y lo mejor es lo que san Ignacio nos recomienda en los Ejercicios: «en momentos de turbación y tentación no hacer mudanzas, es decir: permanecer fiel en el cumplimiento de lo prometido;  esto es: crecer en la práctica de todo bien y esforzarse en cumplir lo prometido. Es lo que hicieron los Apóstoles: “remaban muy penosamente” (Mc., 6, 48); remando con trabajo merecieron el pronto socorro de Jesús, como dice el refrán: a Dios rogando y con el mazo, dando.

            3). Jesús, aunque ausente con el cuerpo, estaba muy presente con su pensamiento y amor, y seguía compasivo las vicisitudes de sus discípulos. Al ver que la tempestad arreciaba, lleno de solicitud,  acudió a su socorro: “A la madrugada, Jesús fue hacia ellos, caminando sobre el mar” (Mt., 14, 25). Confiemos siempre en el Señor, en el Cristo amigo de nuestros sagrarios, por mucho que la tempestad arrecie; si nosotros somos fieles, si le visitamos, si le comulgamos, Él está con nosotros y no nos abandonará. ¡Bien seguros podernos estar de ello! En el mundo y en la Iglesia necesitamos almas de Sagrario, de fe y amistad permanente con Cristo Eucaristía. ¡Es tan bueno y compasivo, tan bello y hermoso!

            “Los discípulos, al verlo caminar sobre el mar, se asustaron. "Es un fantasma", dijeron, y llenos de temor se pusieron a gritar”. Lo tomaron por fantasma y era realidad. Cuántas veces la pasión, el miedo o el pecado grave, nos hacen temer o despreciar como fantasmas a Jesús y su evangelio, sus enseñanzas, como si fueran para otro mundo, otra civilización. Y en esto de apariciones y visiones hemos de ser cautos y proceder con prudencia y con piedad, aplicando los criterios que la ascética y la mística nos enseñan para discernimiento de espíritus, y siendo siempre dóciles a las direcciones de los maestros de espíritu y de la santa Iglesia. a los y  mandatos de la Iglesia y  de la jerarquía católica.

            4) “Pero Jesús les dijo: "Tened calma, soy yo; no temáis" (Ib., 27). No soy un fantasma, sino realidad dulcísima; soy Jesús, a quien conocéis y os ama y no os deja abandonados  ¿por qué teméis teniéndome a Mí? ¡Cuán grata sonó a los oídos de los amedrentados Apóstoles la voz conocida del Maestro en aquella hora angustiosa! Pues es el mismo, y, como entonces, si a Él venimos en su presencia permanente en el Sagrario, cosa fácil teniéndolo tan cerca, si a Él recurrimos en las horas de tempestad, en medio del fragor de la tormenta de la vida, sonará en el fondo de nuestra alma su voz tranquilizadora: “¡ No temas, soy Yo!” Y estando Jesús con nosotros, ¿a quién hemos de temer?

            Pensemos que siempre, cualquiera que sea nuestra tribulación, por grande que sea nuestra angustia, Él nos ve, se interesa por nosotros, sabe el tiempo que debe durar para nuestro bien y el momento más oportuno para socorrernos; ¡confianza! ¡Confianza! Nada puede hacernos más daño en las luchas de la vida que la desconfianza en Dios.

            Jesús, visto de lejos, para los que no creen es un fantasma que da miedo; su ley austera horroriza a la sensualidad; de cerca, cuando se tiene fe y amor y esperanza, se le gusta, nos hechiza y enamora, nos atamos a la sombra del Sagrario, y cómo nos gusta oír su voz en las pruebas de todo tipo: “Yo soy, no temáis”.

            "Entonces Pedro le respondió: "Señor, si eres tú, mándame ir a tu encuentro sobre el agua". "Ven", le dijo Jesús. Y Pedro, bajando de la barca, comenzó a caminar sobre el agua en dirección a él”.  Pedro, lleno de confianza y fervoroso amor, se ofrece para la ardua tarea de pisar sobre el mar alborotado; quiere ir a Jesús sobre las aguas. Ir a Jesús por encima de las ondas alborotadas del mar. Ir a Jesús por encima de las ondas alborotadas del mar es trabajar por vencer en la lucha contra la tentación. El trabajo del propio vencimiento, la ruda labor de resistir las hondas continuas de tentaciones de todo tipo, en el carácter, la lengua, los sentidos.

            Pensemos que Jesús, al ver nuestros buenos deseos y oír nuestras ardientes súplicas, nos dice: «¡Ven!», y nos da su luz y su gracia, y con ella lo podemos todo. Pedro, al oír el “ven” de Jesús se lanza, valiente, al mar y avanza sin hundirse, ¡gran milagro! que un miserable pescador pise en el mar como en tierra firme, que un pobrecillo pecador, triunfe, esforzado, de los más fuertes enemigos y avance hacia Jesús en medio de furiosos ataques.

            “Pero, al ver la violencia del viento, tuvo miedo, y como empezaba a hundirse, gritó: "Señor, sálvame". Apartó Pedro sus ojos de Jesús para fijarlos en las encrespadas ondas del mar, y sintió el rugir del viento y se vio envuelto en espuma, salpicado por las aguas, ¡y temió; su confianza no se apoyaba únicamente en la palabra divina...; se dejó dominar del temor humano y comenzó a hundirse. Cuando esforzados por el divino llamamiento y pisando sobre dificultades marchamos hacia Dios, lo único temible es el acordarnos demasiado de nosotros mismos, y apartando los ojos de Dios, fijarlos en los trabajos que nos oprimen. Afortunadamente, Pedro, en el peligro, clamó, con angustiosa esperanza, a Jesús: “Señor, sálvame!”, y “En seguida, Jesús le tendió la mano y lo sostuvo, mientras le decía: "Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?". Aprendamos la lección; besemos la mano amorosa que nos sostiene para que no nos ahoguemos, y trabajemos por confiar siempre en Jesús, seguros de que quien en Él confía no será confundido.

            “En cuanto subieron a la barca, el viento se calmó”. ¡Qué gozo más grande tener al Señor junto a nosotros, sentir su mano, su aliento, su protección, reclinar sobre el sagrario nuestra cabeza para sentir los latidos de su corazón.¡Y cuál la admiración de Pedro al ver que los vientos y el mar se le sometieron y le obedecieron. Y con qué reverencia “Los que estaban en ella se postraron ante él, diciendo: "Verdaderamente, tú eres el Hijo de Dios".

            Hagámoslo nosotros ahora y quedemos en contemplación de amor ante Cristo Eucaristía: «Quedeme y olvideme, el rostro recliné sobre el amado, cesó todo, y dejéme dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado»

8. PORQUE EN EL SAGRARIO NOS ESPERA EL AMIGO DE MARTA Y MARÍA, QUE RESUCITÓ A SU HERMANO LÁZARO, PARA LIBRARNOS DE LA MUERTE ETERNA

Vamos a profundizar en el misterio de nuestra resurrección y eternidad, porque es la razón fundamental de su misión en el mundo, la razón de su venida en nuestra búsqueda para abrirnos las puertas del cielo. Para esto nos soñó el Padre y roto este proyecto del Padre, envió a su Hijo para recrearlo: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en él sino que tengan vida eterna”.

            Qué gozo y garantía de salvación y felicidad eterna tenerte aquí tan cerca en el Sagrario con amor extremo hasta dar la vida por cada uno de nosotros; tenemos aquí tan cerca ya, amándonos y perdonándonos, al mismo Cristo que nos va a juzgar en el día en que pasamos de la casa de los hombres a la casa de Dios, en el día de nuestra entrada en gozo soñado y realizado por el Hijo.

            Y lo hacemos precisamente ante Cristo Eucaristía, Pan de vida eterna. Y este Cristo que tanto me quiere y me ama, al que yo tantas veces beso y comulgo y visito en el Sagrario, ¿Este Cristo me va a condenar? Jamás lo hará... jamás...

            1) Enfermó de gravedad Lázaro, y sus hermanas enviaron a Jesús un aviso diciéndole únicamente: “Señor, al que tú amas está enfermo” (Jo., 11, 4). Qué súplica tan hermosa y llena de sentido: “Señor, está enfermo el que amas, tu amigo!” Luego Jesús tiene amigos y predilectos. ¿Lo es tuyo? Claro que sí. Por su parte no quedará...ni por la tuya, por eso estás aquí en su presencia ¿Cómo tratamos a Jesús? ¿Cómo le correspondemos? Modelo de oración el de estas hermanas, exponen con brevedad y con llaneza al Señor la necesidad; saben que les ama y juzgan que la sola exposición de la necesidad es una súplica instante. Aprendamos a repetir: “Señor, tu amigo está enfermo”.

            Y Jesús parece que no hace caso, y responde: “Esa enfermedad no es para muerte, sino para gloria de Dios, para que por medio de ella sea el Hijo de Dios glorificado” ¿Era que no le amaba? El Evangelio, en el versículo siguiente, dice: “Jesús amaba a Marta, y a su hermana María, y a Lázaro”. No lo olvidemos, que veces hay en que a pesar de nuestras súplicas las cosas parece que se tuercen y no vienen a medida de nuestros deseos; confiemos y recordemos que lo primero es la gloria de Dios, el «sea lo que sea, te doy gracias, porque Tú ere mi Padre», porque Tú me amas más yo mismo que me busco por caminos egoístas prefiriendo mi voluntad a la tuya.

            2) Dos días después dice Jesús a sus discípulos: “Vamos otra vez a la Judea... Maestro, hace poco que los judíos querían apedrearte, y ¿quieres volver allí?” le dicen admirados los Apóstoles. Y Jesús les respondió: “Pues qué, ¿no son doce las horas del día? El que anda de día no tropieza, porque ve la luz de este mundo; al contrario, quien anda de noche tropieza, porque no tiene luz” (Ib., 9-10). Es idea por Jesús varias veces repetida casi en la misma forma (Jn 9, 4 y 12, 35-36). Tratándose de trabajar por la gloria de Dios, mientras nos cobija su protección y caminamos a su luz, podemos marchar sin miedo a tropezar, y nuestro trabajo será fecundo; en cambio, quien anda de noche y en tinieblas, sin la luz de la fe y de la gracia, cae fácilmente; ahora marcho a esa luz; pronto llegará la ocasión en que diga: “Esta es vuestra hora” y el “poder de las tinieblas” (Lc., 22, 53).

            3) Después el Señor anunció la muerte de Lázaro y les añadió: “Y me alegro por Vosotros de no haberme hallado allí, a fin de que creáis. Y ahora vamos a él” (Jo., 11, 15). No quiso sanarle, como lo hubiera hecho de estar presente, para poder resucitarle; y aguardó al cuarto día para que la muerte fuese más evidente y el milagro más patente. Y les dice que se alegra por ellos, porque iba a ser causa aquel retraso de aumento de fe y de caridad en los discípulos, resultando así de la prueba dolorosa a que sometió a sus amigos de Betania gran bien para sus discípulos. Tengamos también nosotros en cuenta este comportamiento en nuestras peticiones al Señor. Hay que tener paciencia y confianza. No hace Jesús sufrir a los que ama por sólo el gusto de verlos padecer, sino por otros fines muy levantados de la gloria de Dios y la salvación de las almas. ¡No lo olvidemos!

            4) Y esto es lo que pretendía conseguir de Marta y María: antes que resucite a su hermano Lázaro pide a la una y a otra que crean, cuando les diga: “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí aunque haya muerto, vivirá”. Se pone, pues, en camino, y cuando llegó a Betania “halló que hacía ya cuatro días que Lázaro estaba »sepultado” (Jn 17).

  “Marta, luego que oyó que Jesús venía., le salió a recibir, y María se quedó en casa”. Nosotros también hemos venido a la Iglesia para hablar con Jesús. Unámonos en espíritu a Marta y a la comitiva de Jesús y escuchemos con devoto recogimiento el expresivo diálogo que Tú, Jesús Eucaristía, tuviste lleno de amor con Marta, y reflexionemos para sacar el mayor provecho de esta conversación: “Dijo, pues, Marta a Jesús; Señor, si hubieses estado aquí no hubiera muerto mi hermano”. Fe imperfecta, sin duda, pues que juzgaba necesaria la presencia de Jesús para que hiciera un milagro; cuánto más perfecta era, la del centurión (Mt., 8); miremos, sin embargo, dentro de nosotros mismos por si hemos tenido esta misma duda alguna vez; aunque es expresión real de confianza en la amistad de Jesús.

            La frase del Señor: “me alegro de no haberme hallado allí”, parece significar que de haber estado en Betania Jesús, no hubiese muerto Lázaro. Y continuó Marta: “Bien que estoy persuadida de que ahora mismo te concederá Dios cualquier cosa que le pidieres” (ib., 22).

La queja amorosa de Marta es cierto que no contiene reproche para Jesús y que muestra que la prueba por que ha pasado no la ha hecho perder el amor y la confianza para con el Maestro; pero aunque su estima de Jesús es grande, su fe en la divinidad de Cristo, muy corta, y quiere el Señor, antes de hacer el milagro, excitar y perfeccionar la fe de aquellas buenas hermanas: “Jesús le dijo: Tu hermano resucitará. Marta respondió: Sé que resucitará en la resurrección, en el último día. Jesús le dijo: Yo soy resurrección y vida; el que cree en Mí, aunque muera, vivirá, y cualquiera que vive y cree en Mí, no morirá para siempre” (23-26).

Tienden las palabras de Jesús a corregir la imperfecta fe de Marta acerca de su persona: “Yo soy resurrección” y no necesito impetrar de otro el poder de resucitar; Yo soy la vida, autor y fuente de toda vida sobrenatural; quien en Mí cree, aunque corporalmente muera, vive espiritualmente y alcanzará a su tiempo la resurrección de su cuerpo; y cualquiera que vive aun en el cuerpo y “cree en Mí, no morirá para siempre”, es decir, no morirá de muerte espiritual y eterna, sino que vivirá siempre en el alma y en su cuerpo resucitado en el último día, que es el día de su muerte.

¿De qué resurrección y de qué vida se trata aquí? Es cuestión no clara de decidir. Lo más conforme al contexto y al movimiento de ideas de todo el cuarto Evangelio parece entender las palabras de Jesucristo a la vez de la vida corporal y de la vida espiritual, pero con la subordinación de la vida eterna de las almas, esto es, que si en el día de nuestra muerte ciertamente nuestra alma no muere, quiere decir que todo mi yo, lo que pienso y amor, lo que soy y seré, está con el Señor.

Y al preguntar Jesús a Marta: “¿Crees tú esto?”, no se refería principalmente a la resurrección, sino a su prerrogativa propia y personal de dar la vida a los muertos y conservarla a los vivos, “Respondió Marta: ¡Oh Señor, yo creo que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo, el que tenía que venir a este mundo!”.

 Magnífica profesión de fe que nos recuerda la que brotara de labios del Apóstol San Pedro; da Marta a Jesús sus dos nombres mesiánicos, el Cristo y el que tenía que venir. Digamos también nosotros, llenos de fe y amor, mirando a Cristo Eucaristía: ¡Creo que eres el Hijo de Dios, Dios como el Padre, que todo lo puedes, la resurrección y vida, por la potencia de tu Amor, Espíritu Santo! Pan de vida, Eucaristía divina, Tú lo puedes todo, y en Ti confío mi eternidad que Tú viniste a conseguirnos mediante tu muerte y resurrección que se hace presente en cada misa, eso es la misa, la eucaristía, y “el que come de este pan, vivirá eternamente”.

            5) “Dicho esto, Marta fue a llamar a su hermana María, diciéndole en voz baja: «el Maestro está aquí y te llama»”. Consideremos la caridad de Jesús y su fina amistad con aquellas hermanas; decidido, por el amor que las tenía, a resucitar a su hermano, quiere que esté presente también María, y la manda llamar. María, que tan apasionadamente amaba al Señor, “apenas lo oyó, se levantó y fue donde estaba Jesús, y en viéndole se postró a sus pies y le dijo: «Señor, si estuvieras aquí no hubiera muerto mi hermano»” (ib., 23).

Considera el padre La Puente que ejercitó María tres virtudes muy excelentes: «La primera, obediencia presta, puntual y amorosa, nacida de la grande estima que tenía de Cristo Nuestro Señor..., enseñándonos, la puntualidad con que hemos de acudir al llamamiento de Dios, sin hacer caso de todo lo que es carne y sangre. La segunda virtud fue el gran respeto y reverencia al Señor, porque “viéndole se echó a sus pies”; a los pies de Jesús había pasado María, en silencio, horas suavísimas de consolaciones inefables; a los pies de Jesús, en la hora de la tribulación, abre sus labios con frase delicada, de amorosa queja: “Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano”. Y Jesús no la responde; pero lo que más es, se conmueve, se compadece.

A esta plegaria de María atribuye la Iglesia la resurrección de Lázaro, como rezamos en la oración de la misa del día de su fiesta el 22 de julio: «... por cuyos ruegos (Cristo) resucitaste a su hermano Lázaro».

 Cuántas resurrecciones de almas se deben a la oración de las almas buenas, fieles amantes de Jesús Eucaristía, cuantos que han vuelto a la vida después de la muerte de los pecados, cuantos hijos y amigos que han vuelto a la vida cristiana para la que estaban muerto.

Oremos nosotros ahora ante Jesús Eucaristía. Es el mismo Cristo con el mismo amor, poder, misericordia. Él resucitó a Lázaro después que sus hermanas se lo pidieran.

            6) Jesús resucita a Lázaro después de haber llorado y orado: “Jesús, al verla llorar y cómo lloraban los judíos que habían venido con ella, se conturbó lleno de emoción y dijo: «Dónde lo habéis puesto? ¡Ven a verlo, Señor!, le dijeron. Jesús lloró, y los judíos decían: ¡Mirad cuánto le amaba! Mas algunos de ellos dijeron: Y uno, que ha abierto los ojos de un ciego, ¿no podía haber impedido que este muriera” (ib., 33-37). Veamos de qué diversa manera se juzga de una misma acción. Aprendamos a no estimar en más de lo que valen los juicios de los hombres; ¡jamás podremos complacerlos a todos, pero siempre a Dios!

            Todavía emocionado, acercóse Jesús al sepulcro, que era una cueva cerrada con una losa, y mandó quitarla; Marta quiso estorbarlo, y le dijo: “«Señor, que ya huele mal porque lleva cuatro días»: Jesús le replicó «No te he dicho que, si crees, verás la gloria de Dios?»”.

No se asusta Jesús del hedor de nuestra corrupción, que para remediarlo viene a nosotros; pero quiere que lo pongamos al descubierto quitando la losa de la hipocresía y reconociendo ante el ministro de Dios, nuestra miseria. A la objeción de Marta responde el Señor con un anunció casi manifiesto de lo que va a hacer, y una invitación a prepararse al milagro por la fe.

“Entonces quitaron la losa. Jesús, levantando los ojos a lo alto, dijo: «Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado”.

            Levantó sus ojos al cielo para indicarnos que de allí ha de venir nuestro remedio si, descubriendo nuestras miserias, sintiendo la hediondez de nuestros pecados, lo pedimos con humildad a Dios.

El Señor nos enseña también en la corta oración jaculatoria que hizo, que si deseamos recibir nuevas mercedes de Dios, hemos de comenzar por agradecer las ya recibidas. Además, todas sus obras las dirige a gloria de Dios para aumento de fe en los presentes, para salvación de todos. ¿Somos delicados con nuestro Padre Dios, principio de todo bien que tenemos, lo hacemos así nosotros, o nos mueven otros fines mas egoístas e interesados?.

            “«Y dicho esto, clamó con voz potente: Lázaro, sal fuera. El muerto salió, los pies y las manos atados con vendas, y la cara envuelta en un sudario. Jesús les dijo: Desatadlo y dejadlo andar”. ¡Qué grande eres, Señor! Tú eres Dios, Eternidad, Todo ¡Qué gran Amigo tenemos! ¡Que gozo creer en Ti y haberte sentido tan cerca tantas veces y haber resucitado del pecado y de la misma muerte!

            Cristo Eucaristía, presente aquí ahora en el Sagrario, me maravilla ver la eficacia de la oración de los justos, de tus amigos para alcanzar del Señor la  resurrección del pecado a la vida de la gracia y animarnos así a orar sin descanso, ante su presencia en el Sagrario, en oración permanente, por la conversión del mundo. ¿Y qué efecto produjo en los circunstantes maravilla tan extraordinaria? El evangelista solamente nos dice: “Y muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él: pero algunos acudieron a los fariseos y les contaron lo que había hecho Jesús”.

            No es difícil de entender el gozo purísimo que inundó las almas de aquellas dos santas hermanas, y cómo crecería, si posible era en ellas, el amor a Jesús, y cómo se le ofrecerían otra vez y le rogarían que tuviese por suya la casa de ellas y siguiese amándolas como las había amado, y entendería plenamente Marta las palabras que Jesús le dijo al prepararla para el milagro.

En los Apóstoles se lograría la predicción de Jesús, “me alegro por vosotros, a fin de que creáis”, y su fe se robustecería y con ella su estima y amor al Maestro. Creyeron también en Él muchos de los judíos que habían venido de Jerusalén a visitar a María y a Marta; pero “algunos de ellos fueron a los fariseos y les contaron las cosas que Jesús había hecho” (ib., 46). ¡Nunca faltan corazones mezquinos que convierten la verdad y el amor verdadero de Cristo y de los hombres en envidias de crítica y destrucción: Consecuencia de este milagro el decretar el sanedrín la muerte de Jesús! (ib., 47-53).

            Y lo mismo pasó con su amigo Lázaro. En aquella ocasión dicen los evangelios que se emocionó y lloró. Es que siente de verdad nuestros problemas y angustias. Le dio pena de sus amigas Marta y María, que se habían quedado solas, sin su hermano. Fueron a la tumba y allí lloró lágrimas de amor verdadero. Nos lo dicen testigos que lo vieron.

Y Lázaro resucitó por su palabra todopoderosa. Y luego todos lloraron de alegría. Y nosotros también lloramos de emoción, de saber que es el mismo, que está aquí con nosotros, que nos ama así, como nadie puede amar, porque así lo ha querido Él, que es Dios y todo lo puede, y le hace feliz amarnos así.

Y éste es el camino de amor, misericordia y perdón que Él ha escogido para encontrarse con nosotros, para relacionarse con el hombre. Y Él es Dios, es decir, no nos necesita. Todo lo hace gratuitamente. Su corazón es así. No lo puede remediar. Así es el corazón eucarístico de Jesús.

Y tenía razón Marta, cuando el Señor le preguntó: “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto? Le dice ella: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo»” (Jn 11,25-27). Y nosotros ante su presencia en el Sagrario decimos lo mismo: Yo no sé cómo puede ser o hacerse esto… Yo sólo sé que Tú eres el Hijo de Dios y Tú lo puedes todo y estás aquí.

9. PORQUE EN EL SAGRARIO ESTÁ ESPERÁNDONOS EL MISMO CRISTO QUE SALVÓ A LA ADÚLTERA Y PERDONÓ SUS PECADOS

            Ahora la escena se desarrolla en el pórtico de Salomón. Es una multitud de hombres muy selectos, doctores y peritos de la Ley. Quieren meterle en apuros al Señor, quedarle en ridículo y condenarle: “Esta mujer ha sido sorprendida en adulterio. La ley de Moisés manda apedrearla, ¿tú qué dices?” No tiene escapatoria: o deja que apedreen a la mujer y dejará de ser misericordioso y la gente se alejará de Él, porque no cumple su doctrina de perdón a los pecadores, o le apedrean a Él los fariseos, por no cumplir la ley “¿Tú qué dices?”.

            Y si nos lo hubieran preguntado a nosotros sabiendo que, como consecuencia de ello, íbamos a perder nuestro dinero, nuestra salud o la misma vida, ¿qué hubiéramos respondido? Pero como dijo el filósofo: El corazón tiene razones que la razón no entiende ni se le ocurren. Jesús empieza a escribir en el suelo. “¿Tú qué dices?” y Jesús ha empezado a escribir, a decirles algo por escrito, no sabemos qué fue. Quizás escribió sus pecados o hechos ocultos de los presentes... No lo sabemos, pero ellos se largaron. Y el Corazón de Jesús, el mismo que está aquí en el Sagrario, les habló alto y claro a todos los presentes, para que nosotros también le oigamos: “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. Y nadie tiró la primera ni la segunda ni ninguna. Y la mujer quedó sin acusadores. ¡Dios quiera que nosotros tampoco tiremos nunca piedras a los pecadores, que tratemos de conquistarlos para el perdón de Dios, que nunca los lancemos pedradas de condena a los hermanos caídos en el pecado! Que aprendamos esta lección de perdón y misericordia que nos da el Corazón de nuestro Cristo, el Corazón de Jesús Sacramentado.

            Quiero recordar ahora para vosotros un hecho, que me impresionó tanto que todavía lo recuerdo. Fue en Roma, en mis años de estudio. Con los obispos españoles del Vaticano II vimos una película: EL EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO, de Pasolini y nunca olvidaré los ojos de Cristo a la mujer adúltera y de la mujer adúltera a Cristo. Fue de las cosas que más me impresionaron de la película y en mis predicaciones lo saco algunas veces ¿Qué vio aquella mujer en los ojos de Cristo, que no había visto antes jamás, ni siquiera en los que la habían explotado sexualmente durante su vida y menos en los hipócritas, que la querían apedrear? ¡Qué ternura, qué perdón, qué amor, qué ojos de misericordia los de Jesús para que saliera de aquella vida de esclava! Aquella mujer no volvió a pecar.

            ¡Santa adúltera! Ruega por mí al Señor, que yo también sienta su mirada de amor, que me enamore de Él y me libere de todos lo pecados de la carne, de los sentidos, que ya no vuelva a pecar. Santa adúltera, que le mire agradecido como tú y nunca me aparte de Él.

            Los ojos de Cristo son lagos transparentes en los que se reflejan todas las miserias nuestras y quedan purificadas por su amor, por su compasión, por su perdón. Nunca miró con odio, envidia, venganza. “¿Nadie te ha condenado? Yo tampoco, vete en paz y no peques más”. Y la mujer quedó liberada de morir apedreada y fue perdonada de su pecado.

            Sin embargo, ante aquellos cumplidores de la ley, Jesús quedó ya condenado como todos los que se atreven a oponerse a los poderosos. Quedó condenado a muerte en el mismo momento que perdonó a la mujer. Pero el Corazón de Jesús es así, no lo puede remediar, es todo corazón. Y murió en la cruz por todos nuestros pecados, por los pecados del mundo y por los pecados de los que le condenaron injustamente, siempre perdonando, siempre olvidándose de sí mismo por darse a los demás.

            Y ese corazón está aquí, y lo estamos adorando y lo vamos a comulgar. Hoy ya no estamos en Palestina, pero los pecadores existen y Cristo sigue siendo el mismo. Debemos procurar acercarnos mediante la oración y la penitencia a Cristo para que nos perdone y procurar también acercar con nuestra oración a los que no quieren reconocer su pecado o acercarse directamente a Él. Cristo siempre perdona. 

            En nuestras visitas y oraciones tenemos que pedir mucho por los pecadores, para que reconozcan su pecado y se acerquen a Cristo, que no les condena, sino que quiere decirles lo mismo: “Vete en paz y no peques más”. El mundo actual necesita estas oraciones, penitencias, comuniones por los pecadores. Para ser perdonados, todos necesitamos la mirada misericordiosa del Corazón de Cristo, que nos ama hasta el extremo y en cada misa nos dice: Os amo, os amo y doy mi vida por vosotros y os perdono con mi sangre derramada por vuestros pecados.

            Esta actitud de amigo -“Nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos”- la mantiene el Señor, después de la misa, en el Sagrario, desde donde nos sigue diciendo lo mismo. Sólo hace falta acercarse a Él y convertirse a Él un poco más cada día, para que Él vaya haciendo nuestro corazón semejante al suyo, y al contemplarle todos los días, vayamos teniendo un corazón misericordioso como el suyo.

            Querida hermana, querido hermano, déjate purificar y transformar por Él. Para eso se queda en el Sagrario, para animarnos, ayudarnos, revisarnos y purificarnos. ¡Corazón limpio y misericordioso de Jesús, haced mi corazón semejante al tuyo!

10. PORQUE EN EL SAGRARIO NOS ESPERA CRISTO RESUCITADO, PARA CURARNOS, COMO A TOMÁS,  DE NUESTRA FALTA DE FE  

            Este mismo Cristo de nuestro Sagrario dijo a Tomás:Dichosos los que crean  sin haber visto”. Jesucristo Eucaristía, nosotros creemos en Ti; Jesucristo Eucaristía, nosotros confiamos en Ti; Tú eres el Hijo de Dios, el único Salvador del mundo.

            Los ojos de la fe son más penetrantes que lo ojos de la carne. De niños no dudamos de lo que nos dicen nuestros padres y acertamos siempre con lo mejor para nosotros y nuestras vidas. Una madre no ha estudiado psicología o medicina y con sólo mirar al hijo sabe si sufre o si está enfermo o no. Todo por el amor. Pero vayamos al evangelio.

            La historia está motivada porque  Tomás no estaba con los discípulos cuando se les apareció el Señor, y cuando llegó se lo contaron; mas él no creyó y decía: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré."Y, obstinado, no quería creer. Ocho días después estando todos reunidos, se les volvió a aparecer Jesús, diciéndoles: “¡Paz a vosotros!”. Y dirigiéndose a Tomás, le dijo: "Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente." Tomás, echándose a sus pies, le dijo: “!Señor mío y Dios mío!” Y Jesús le dijo: "Porque me has visto has creído.

            1). Empecemos preguntándonos por qué Tomás no ha visto al Señor cuando se apareció a los discípulos.  De cuántos bienes nos privamos al dejar la comunidad de nuestros hermanos: sea la parroquia, la familia cristiana o la comunidad o grupo apostólico o de oración al que pertenecemos, no digamos la misa parroquial donde el Señor se hace presente para decirnos: os amo y doy mi vida por vosotros y rezamos juntos y nos perdonamos y nos damos la paz. En cada misa Cristo hace presente todo su misterio de amor y salvación a los hombres.

            Dios mira especialmente complacido toda comunidad cristiana. ¿Cómo no, si en medio de ella está Cristo? El lo dijo: “Donde están dos o más reunidos en mi nombre, allí estoy en medio de ellos” (Mt., 18, 20). Y Cristo en la Eucaristía no viene con las manos vacías, sino que ahora, como cuando vivía en el mundo, de Él brota una virtud maravillosa y pasa haciendo bien.

Cuántas gracias debemos a la Comunidad, que no hubiéramos recibido aislados de ella, y cómo debemos amarla y vivir a ella unidos y no dejarla afectivamente por problemas que puedan surgir en la convivencia, sino sólo con el cuerpo, cuando la necesidad o la obediencia nos lo imponga; dejando siempre nuestro corazón en ella para reintegrarnos gozosos a ella en cuanto nos sea posible.

            Si Santo Tomás hubiera estado con los suyos, hubiera gozado, como ellos, de la alegría suavísima de la visita de Jesús. Se ausentó y perdió tal dicha.

            Mirad cómo lo dice san Juan que fue testigo del hecho: “Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le decían: "Hemos visto al Señor."  Pero él les contestó: "Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré."

            Consideremos la poca confianza y estima de Tomás respecto a los doce. Primero, en negar crédito a tantos y tan graves testigos de vista. Después, en poner condiciones tan atrevidas y aun humillantes para el Señor, para creer. ¡Presunción incalificable la que supone el exigir que se le permita meter sus dedos y su mano en las llagas abiertas por los clavos y la lanza! Como pasa hoy con tantos y tantos, incluso bautizados, que no creen y dudan de Cristo y su evangelio, no digamos de su presencia en el Sagrario. Y aunque no digan estas palabras, con su conducta, no visitando y orando ante el Señor en el Sagrario, están demostrando que no creen. Lo peor es si son catequistas o sacerdotes y luego tienen que hablar de Él.

            A juicio de Tomás, sus compañeros eran demasiado  crédulos y habían tomado por realidad lo que no era más que un fantasma de su imaginación exaltada y deseosa. Cuántos imitadores ha tenido en la sucesión de los siglos que han venido repitiendo: si no veo, no creo. Conducta no aplicable a la vida sobrenatural, a la relación con un Dios que es Espíritu Infinito. Incluso en la vida natural es absurdo y no lo estamos cumpliendo. Porque con la vida de familia, de sociedad, de comercio, de mutuas relaciones de amistad sería imposible. Temamos no se nos infiltre este espíritu soberbio de hipercrítica, que nos empuje a pedir razón y demostración palpable de todo; y procuremos, por el contrario, gran docilidad de juicio a las enseñanzas de los que Dios ha puesto en su vida y en el evangelio para guiaros y establecer relaciones de amistad con nosotros, especialmente en la Eucaristía.

            Fue esta conducta de Tomás escandalosa para sus compañeros, como puede serlo la nuestra y causar no poco daño en almas tiernas aun en la virtud; y le expuso a daño grandísimo. Porque, claro está que no tenía Jesús obligación ninguna de acceder a la atrevida demanda del Apóstol incrédulo. Y era, por el contrario, de temer que prescindiese de él, pues que tan poco asequible se mostraba a entregársele. Sólo la benignidad inagotable de Jesús pudo remediar daño tan grande como el que a Tomás amenazaba.

            2). “Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Se presentó Jesús en medio estando las puertas cerradas, y dijo: "La paz con vosotros." Luego dice a Tomás: "Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente."

             Ocho días difirió el Señor la visita, tal vez para castigar la terca obstinación de Tomás. Y claro que por él sufrieron también sus compañeros; en la comunidad, las faltas de los tibios causan daños muy sensibles, y deja a veces el Señor, por ellos, de favorecer a todos con gracias extraordinarias. Hemos de temer ser por nuestra mala correspondencia y frialdad en el servicio del Señor causa de que se vea privada la familia o comunidad en que vivimos de los regalos de Jesús. Y, al contrario, las buenas obras de los fervorosos, ¡cuántas bendiciones atraen de lo alto! ¡No lo olvidemos y procuremos con todo empeño ser para todos fuente de bendición y dicha! La intercesión de María y la compañía de su comunidad apostólica le valieron a Tomás la visita de Jesús.

            Estaban reunidos los Apóstoles cuando se les apareció el Señor; no quiso hacerlo sólo a Tomás por dos causas principales: primera, para que habiendo sido público el pecado, lo reparase el Apóstol incrédulo ante sus compañeros, y como los había escandalizado con su obstinada incredulidad, los edificase con su humilde y fervorosa profesión de fe, y trocase así en legítimo gozo la pena que les había ocasionado con su pecado. Además, quiso dar a entender a Tomás que a sus compañeros debía en no pequeña parte la dicha de que se le apareciese el Señor; cosa que no hubiera logrado si, como lo hiciera antes, se apartara de ellos. Estimemos la vida de comunidad y agradezcamos al Señor mil gracias que se nos otorgan por ella.

            El Señor, al entrar en el cenáculo, ante todo se dirigió a la comunidad y la saludó con su acostumbrado: “¡Paz a vosotros!” ¡Cuál no sería el gozo de los Apóstoles al oír aquella voz tan conocida y amada, y cómo surtiría el saludo de Jesús efectos admirables en aquellos corazones! ¡ El Señor les perdonó a todos, no tuvo en cuenta la traición de Pedro y el abandono de todos, no empezó riñéndolos  en su primera visita, sino que como los amaba y nos ama de verdad, sus primeras palabras fueron para ellos y para todos los que le ofendemos a veces: Paz a vosotros.

            Pidámosle que nos dé su paz. Después se dirigió a Tomás, como el buen pastor que corre tras la oveja descarriada. Él salió a buscar al incrédulo para reducirlo al redil. ¡Y con qué caridad y suavidad lo hizo! “Luego dice a Tomás: "Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente. La terca obstinación de Tomás bien merecía siquiera unas palabras de dura reprensión; pero el bondadosísimo Jesús sólo le hace un reproche lleno de caridad: “¡No seas incrédulo!” Y en cambio, como accediendo a su pretensión, le invita a que realice la prueba que exigía para quedar plenamente convencido de la verdad de la resurrección. Lección en verdad práctica para los que tienen oficio de corregir, formar y predicar y educar. El perdón y la suavidad es la mejor manera de lograr magníficos efectos entre los hermanos en la fe con la tranquila exposición y la suave admonición templada por el cariño, que hace al defectuoso o pecador ver su falta y, al mismo tiempo, el modo de enmendarla y cambiar de vida y actitudes! Así se logra que el reprendido, en vez de airarse y rebotar y rechazar, salga agradecido y acepte la reprensión con estos motivos de amor y suavidad.

            3)Grande fue la falta de Tomás, pero hay que reconocer su magnífica  reparación: “Tomás le contestó: "Señor mío y Dios mío”. ¿Tocó las llagas Tomás y metió su mano por el costado abierto de Jesús? No lo dice el texto sagrado; cierto que ya no lo necesitaba, pues estaba convencido; acaso Jesús, con dulce violencia le forzó a hacerlo para mayor comprobación del hecho de su gloriosa resurrección y provecho nuestro. Y dice san Gregorio en una de su homilías: «Más nos aprovechó a nosotros para la fe la infidelidad de Tomás que la fe de los discípulos creyentes; porque al ser reducido él a la fe tocando, nuestra mente, echada fuera toda duda, se afirma en la fe».

             Lleno de fe, de amor y de pena, se arrojó el Apóstol a los pies del Maestro, y del fondo del alma, ilustrada por el Espíritu Santo, lanzó aquel grito sublime que repetimos sin cansarnos los adoradores del Dios escondido en la Hostia santa: “¡Señor mío y Dios mío!”: Esta era la  santa costumbre que había en nuestros pueblos cristianos y que ya se ha perdido, al consagrar el sacerdote el pan y el vino.

            ¡Perdóname, Señor! ¡Quiero en adelante ser todo tuyo, reparar mi pecado con una fe doblemente fervorosa y activa. «Este es el <Toma de mí y haz lo que quieras> de un corazón fuerte, de un corazón extraviado, pero vuelto a recobrarse enteramente, que en lo sucesivo responderá con entera satisfacción a todas los pruebas, dispuesto a toda clase de luchas y sacrificios. Tomás es ya todo del Señor; será uno de los más fervorosos Apóstoles del mundo, »que extenderá el Evangelio como Pablo. Aquel “vayamos y muramos con él” que dijo con lo demás apóstoles en un momento de persecución a Jesús, tendrá en él mismo su perfecto cumplimiento. Como «la caída de Pedro, así también la incredulidad de Tomás se ha trocado en copiosa bendición, gracias a la caridad del Maestro, que aquí también ha dado maravillosa muestra de lo que debe ser la prudencia, la moderación, la bondad y el conocimiento del corazón humano de un verdadero padre espiritual.»

            Nadie hasta entonces había llamado a Jesús:
“¡Señor mío y Dios mío!”. Ciertamente puede decirse a Tomás, en esta ocasión, lo que a Pedro dijera Jesús en Cafarnaún: Bienaventurado eres, porque esto que has dicho “no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en los cielos”. Es un desahogo del corazón inflamado súbitamente de amor y ansioso de mostrar su reconocimiento a quien tanto debe. «Es una declaración de la íntima experiencia sobrenatural. La resurrección causó a Tomás el efecto más principal, que es llegar al contacto con la divinidad. Experimentó íntimamente este contacto y el alma se encendió, como si le acercaran una brasa de fuego, y se exhaló toda en un acto de amor. Las palabras declararon lo que el alma sentía con más perfección. Cuando los afectos interiores son muy poderosos, las palabras siempre son cortas: ¡Señor mío!, acto de entrega total de sí mismo, reparación de tantas negaciones y resistencias pasadas. ¡Dios mío!, acto de unión con la fuente de la vida sobrenatural. Tomás es ya un hombre nuevo en Cristo, Señor y Dios»

            “Dícele Jesús: "Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído.”  El Señor no alaba la confesión de Tomás como alabara un día la de Pedro, y lo hace porque había sido tardo en creer y porque no tomasen otros ocasión de este ejemplo para pedir otro tanto, queriendo prueba de sentir y ver con los ojos de la carne para creer los misterios de Dios. Dos caminos hay para llegar a la fe: Uno, viendo, y otro, sin ver. ¿Puede llamarse cosa de fe lo que se ha visto? San Agustín, que dijo: «Fides est credere quod non vides» : la fe es creer lo que no ves, da la solución con estas palabras: «Una cosa vio y palpó con el cuerpo Tomás, y otra »creyó con el corazón... Porque vio y tocó al Hombre o la Humanidad, y creyó en Dios o en la Divinidad  (que al presente no se puede ver). Pues diciendo ¡Señor mío! confesó la naturaleza humana, a la que se ha dado el dominio de toda criatura, y diciendo ¡Dios mío!, la divina, que todo lo creó y a uno mismo por Dios y Señor» (Tract. 121 in Joan). 
             Finalmente, notemos la alabanza que nos tributa a los que sin necesidad de ver hemos, por la misericordia de Dios, creído. Nos gustaría, claro está, verle, tocarle, adorarle, besarle en el Sagrario; y así lo hacen muchas personas, incluso corporalmente; mis niños de catequesis todos pasan por el Sagrario para besar al Señor; pero mayor mérito es creer en Él firmemente y adorarlo con fe y amor. Seremos, en verdad, bienaventurados ya en la tierra.

4. PORQUE EN EL SAGRARIO ESTÁ CRISTO CON SU CUERPO RESUCITADO Y LLAGADO POR TI.

 Quiso nuestro Cristo y amorosísimo Redentor conservar, después de su resurrección, las llagas de los pies, de las manos y del costado. ¿Para qué? Podemos considerar algunas razones.

            A) Como señales visibles y testimonio fehaciente e irrecusable de lo terrible del combate que hubo de sostener para llevar a cabo el proyecto del Padre y la empresa que tomara a su cargo. Mucho le costó nuestra redención, mucho hubo de sufrir para darla cima... Pues que tanto le costó, mucho debe de valer y en mucho la hemos de estimar.

           B) Como perpetua señal del amor que nos tiene y excitador continuo de su misericordia para con nosotros. Si obras son amores, mucho nos amó quien por nuestro bien tanto sufrió. Y cierto que entrañas de misericordia son las que así se compadecieron de nuestra miseria: “Llagado por nuestros delitos (Is., 53 5).

            C) Como trofeos de su victoria, pues resplandecerán trocadas de fealdad en hermosura, como estrellas luminosas por toda la eternidad y será su vista para los bienaventurados objeto de regalada visión, que les hará clamar, llenos de agradecimiento y amor: “Digno es el cordero que ha sido sacrificado de recibir el poder, y la divinidad, y la sabiduría, y la fortaleza, y el honor y la gloria, y la bendición”. (Ap 5, 12). Con qué legítimo orgullo muestran los soldados las cicatrices del combate y las heridas sufridas por la patria! En el Concilio de Nicea, el emperador Constantino besaba, lleno de respetuosa admiración, las cicatrices que ostentaban los obispos que habían sufrido martirio por la fe. Para utilidad nuestra, pues Jesucristo las muestra al Padre para aplacar su indignación y lograrnos gracias sin cuento:   “siempre vivo para interceder por nosotros” (Heb., 7, 25),  y son sus llagas otras tantas bocas que claman “ofreciendo plegarias y súplicas con grande clamor y lágrimas fue oído por su reverencia o dignidad”. Y podrá decir al mostrar sus llagas: «tanto sufrimiento no fue inútil». Podemos, además, dentro de ellas, descansar de los trabajos de nuestro prolongado destierro; pues que son un oasis en este desierto y un faro en la noche de esta vida terrena. Por fin, y ya inútilmente, los condenados “verán al que traspasaron” (Jn., 19, 37).

            D) Podemos seguir preguntándonos: Y ¿para qué mostró el Señor sus llagas a los Apóstoles? Pretendió con ello Jesús:

            a) Robustecer la fe de sus discípulos, quitándoles toda duda y dejándoles bien probado que había resucitado con la misma carne que antes tenía “Soy yo”: Quiso también patentizar “Nolite timere”; “no tengáis miedo” que recordando vuestra cobardía que os hizo abandonarme, haya dejado de amaros. ¡No! Mirad estas llagas testigo de mi amor, y al verlas llenaos de confianza.

            b) Para alentarlos al sacrificio. Bien merecía que hicieran algo por Él, que tanto había hecho por ellos; y así se animaran a corresponder con sacrificio a tan doloroso sacrificio. A gran precio les había comprado aquella paz y salvación que les brindaba como supremo don; justo era que la estimasen y guardasen a costa de cualquier trabajo, Y les anunció que habían de ser perseguidos, maltratados, muertos... por aquel mundo que primero le odió y persiguió a Él, pero al que había vencido: “confiad, yo he vencido al mundo” (Jn. 10, 33).

            F) ¿Qué otro provecho debemos sacar de contemplar las  llagas de Jesucristo?

            a) Primero, dolor sincero al considerar que nuestros pecados fueron los que las abrieron; y son también los que las renuevan, renovando en cierto modo la Pasión.

            b) Después, grande amor y gratitud para con quien asi nos amó; lo contrario sería ingratitud incalificable.

            c) Confianza sin límites: esas llagas son fiadoras de nuestra salvación; voces que sin tregua claman por nosotros, asilo donde acogernos, refugio seguro en vida y en muerte: «no encontré mayor remedio a mis males que las llagas de Cristo». (San Agustín)

            d) Aliento y estímulo para la imitación generosa de Jesucristo y para sufrir algo por Él y con Él. Se lamentaba San Pedro de Verona por haber sido injustamente acusado y castigado; se le apareció Jesús, y mostrándole sus llagas, le dijo: «¡No era Yo inocente? Y, sin embargo, por ti... »

            Con Cristo que tanto nos quiso y sufrió por nosotros, el mismo Cristo que está aquí ahora presente en el Sagrario, y que tanto nos ama y espera nuestro diálogo de amor, oremos y dialoguemos y discutamos con Él esta emoción que hemos sentido y sentimos al meditar este pasaje evangélico; digámosle con santo Tomás de Aquino en el himno «Adorote devote...»: 

            « No veo las llagas como las vio Tomás,
            pero confieso que eres mi Dios;

            haz que yo crea más y más en Ti,
            que en Ti espere; que te ame».

            Digamos todos con san Pablo: “ Llevo en mi cuerpo las llagas de Cristo... no quiero saber más que de mi Cristo, y éste, crucificado... vivo yo pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi y, mientras vivo en esta carne, vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí...”

11. PORQUE EN EL SAGRARIO ESTÁ EL CORAZÓN QUE MÁS AMA A LOS HOMBRES

QUERIDOS HERMANOS: Todo cuerpo tiene un corazón. Es el órgano principal. Si el corazón se para, el hombre muere. «Te amo con todo mi corazón», «te lo digo de corazón...» son expresiones que indican que lo que hacemos o decimos es desde lo más profundo y sincero de nuestro ser, con todas nuestras fuerzas, que no nos reservamos nada, que nos entregamos totalmente. Pues bien, este cuerpo de Cristo Eucaristía, que hoy veneramos y comulgamos, tiene un corazón que es el corazón del Verbo Encarnado. El corazón eucarístico de Cristo es el que realizó este milagro de amor y sabiduría y poder de la Eucaristía. Este corazón, que está con nosotros en el Sagrario y que recibimos en la Comunión, es aquel corazón, que viendo la miseria de la humanidad, sin posibilidad de Dios por el pecado y viendo que los hombres habíamos quedado impedidos de subir al cielo, se compromete a bajar a la tierra para buscarnos y salvarnos: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad”.

             Este corazón, centrado en el amor al Padre y al hombre, con una entrega total y victimal hasta la muerte, es el corazón de Cristo que “me amó y se entregó por mí”, en adoración y obediencia perfecta al Padre, hasta el sacrificio de su vida. Y este corazón está aquí y en cada Sagrario de la tierra y este corazón quiero ponerlo hoy, como modelo del nuestro, como ideal de vida que agrada a Dios y salva a los hermanos:Más la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros… Si cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos salvos por su vida!” (Rom 5,9-11).

             Este corazón eucarístico de Cristo, puesto en contacto con las miserias de su tiempo: ignorancia de lo divino, odios fratricidas, miserias de todo tipo, incluso enfermedades físicas, morales, psíquicas... Fue todo compasión, verdad y vida.

             Por eso, sabiendo que está aquí con nosotros, en el pan consagrado, ese mismo corazón de Cristo, porque no tiene otro, debemos ahora meditar en este corazón que nos amó hasta el extremo en su Encarnación y en el Gólgota, que nos amó y sigue amándonos hasta el extremo en la Eucaristía. Hoy vamos a fijarnos en los rasgos de su corazón amantísimo, reflejados en sus palabras, que escuchamos esta mañana desde su presencia eucarística y que le siguen saliendo de lo más íntimo de su corazón. A través de la lengua, habla el corazón de los hombres.

             Jesús, el predicador fascinante que arrastraba las multitudes, haciendo que se olvidaran hasta de comer, el que se sentía bien entre los sencillos y plantaba cara a los soberbios, el que jugaba con los niños y miraba con amor a los jóvenes y con misericordia a los pecadores, tenía el corazón más compasivo y fuerte de la humanidad. Vamos a fijarnos hoy en algunas de sus palabras, que así lo reflejan y que hoy nos las dice desde el Sagrario, haciéndonos una imagen bellísima de sus ojos y corazón misericordiosos, llenos de ternura, con su corazón compasivo, lleno de perdones, con sus manos que nunca se cansaron de hacer el bien:

 - “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo” para estar cerca de los hombres y alimentar y fortalecer, con mi energía divina de amor, vuestra debilidad y  cansancio en amar y perdonar, de entrega, de entusiasmo, servicio.

 - “Yo soy la luz del mundo”, nos repite todos los días desde el Sagrario, para iluminar vuestra oscuridad de sentido de la vida: por qué existimos, para qué vivimos, a donde vamos.... Yo soy la luz, la verdad y la vida sobre el hombre y su trascendencia.

 - “Yo soy el pastor bueno”, “yo soy la puerta” para que el hombre acierte en el camino que lleva a la eternidad. Yo soy la puerta del amor verdadero a Dios, yo soy la puerta de la vida personal o familiar plena, yo soy la puerta de los matrimonios verdaderos para toda la vida, de las familias unidas, que superan todas las dificultades. Yo soy el fundamento de unión y la paz entre los hombres, entre los vecinos. Yo soy la fuente del amor fraterno, del servicio humano y compasivo.

 - “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”, todo está en mí para vosotros, para que no caigáis en las cunetas del error, de la muerte, de los vicios y pecados, que quitan al hombre la libertad, la alegría y lo reducen a las esclavitudes de los vicios, del consumismo que lleva al vacio existencial.

 - “Yo he venido a salvar lo que estaba perdido”; “Yo he venido para que tengáis vida y la tengáis abundante”. Os he pensado y creado con el Padre desde el Amor del Espíritu Santo. Os he recreado por amor como Hijo desde la Encarnación. Os he redimido y he sufrido la muerte para que tengáis vida eterna, y por la potencia de mi Espíritu, consagro el pan en mi cuerpo y sangre para la salvación del mundo.

 - “Yo he venido a traer fuego a la tierra y sólo quiero que arda”: que ardan de amor cristiano los matrimonios, que ardan de amor y perdón los padres y los hijos, que los esposos ardan de mi amor y superen todos los egoísmos, incomprensiones, que ardan de amor verdadero los jóvenes, los novios, sin consumismos, sin reducirlo sólo a cuerpo. El amor de los míos tiene que ser humilde y sin orgullo, sincero y generoso como el mío, dador de gracias y dones, sin cansancio, sin egoísmos, con ardor y fuego humano y divino.

 - “Si alguien tiene sed que venga a mi y beba... un agua que salta hasta la vida eterna…” Jesús es el agua de la vida de gracia, de la vida eterna. Jesús es la misma vida de Dios que viene hasta nosotros y es su felicidad eterna, la que quiere compartir con cada uno de nosotros.

             Queridos hermanos: repito e insisto: ese corazón lo tenéis muy cerca, late muy cerca de nosotros en la Eucaristía, en la comunión, en el Sagrario, está aquí. Pidamos la fe necesaria para encontrarlo en este pan consagrado, pidámosle con insistencia: “Señor, yo creo, pero aumenta mi fe”. Vivir en sintonía con este corazón de Cristo significa amar y pensar como Él, entregarse en servicio al Padre y a los hombres como Él, especialmente a los más necesitados. Es aceptar su amistad ofrecida aquí y ahora. Esto es lo que pretende y desea con su presencia eucarística. Para esto se quedó en el Sagrario. 

            ¡Eucaristía divina! Tú lo has dado todo por mí, con amor extremo, hasta dar la vida. También yo quiero darlo todo por ti, porque para mí, Tú lo eres todo, yo quiero que lo seas todo.

12. PORQUE EN EL SAGRARIO ESTÁ CRISTO EN EUCARISTÍA PERFECTA DE INTERCESIÓN PERENNE POR SUS HERMANOS, LOS HOMBRES

            Queridos hermanos y hermanas: Jesús lo había prometido: “Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”. Y San Juan nos dice en su evangelio que Jesús “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”;  hasta el extremo de su amor y fuerzas, dando su vida por nosotros, y hasta el extremo de los tiempos, permaneciendo con nosotros para siempre en el pan consagrado de todos los Sagrarios de la tierra.

            Sinceramente es tanto lo que debo a esta presencia eucarística del Señor, a Jesús, confidente y amigo, en esta presencia tan maravillosa, que se ofrece, pero no se impone, tratándose de todo un Dios, que, cuando lo pienso un poco, me emociono, «me recrea y enamora», y le amo con todo mi cariño, y quiero compartir con vosotros este gozo desde la humildad, desde el reconocimiento de quien se siente agradecido, pero a la vez deudor, necesitado de su fuerza y amor.

            Santa Teresa estuvo siempre muy unida a la humanidad de Cristo, en contra, incluso, de los que defendían, que en camino de la oración, a medida que se ascendía en la contemplación, había que abandonarla. Para ella era todo lo contrario: ella insistía en que el camino para la verdadera experiencia de Dios era la humanidad de Cristo: «Muchas veces lo he visto por experiencia, hámelo dicho el Señor, he visto claro que por esa puerta hemos de entrar» (Vida 22,6). En relación con la presencia de Jesús en el Sagrario, exclama: «¡Oh eterno Padre, ¿cómo aceptaste que tu Hijo quedase en manos tan pecadoras como las nuestras?... no permitas, Señor, que sea tan mal tratado en este sacramento. Él se quedó entre nosotros de un modo tan admirable».

            Ella se extasiaba ante Cristo Eucaristía. Y lo mismo todos los santos, que en medio de las ocupaciones de la vida, tenían su mirada en el Sagrario, siempre pensaban y estaban unidos a Jesús Eucaristía. Y la madre Teresa de Calcuta, tan amante de los pobres, que parece que no tiene tiempo para otra cosa, lo primero que hace y nos dice que hagamos, para ver y socorrer a los pobres, es pasar ratos largos con Jesucristo Eucaristía.

            En la congregación de religiosas, fundada por ella para atender a los pobres, todas han de pasar todos los días largo rato ante el Santísimo. Debe ser porque hoy Jesucristo en el Sagrario es para ella el más pobre de los pobres, y desde luego, porque para ella, para poder verlo en los pobres, primero hay que verlo donde está verdadera, real y sustancialmente presente, todo entero: en la Eucaristía. Y así ha sido y seguirá siendo en todos los santos. Ni uno sólo que no sea eucarístico, que no haya tenido hambre de esta presencia, de este pan, de este tesoro escondido, ni uno sólo que no haya sentido necesidad de oración eucarística, primero en fe seca y oscura, sin grandes sentimientos, para luego, avanzando poco a poco, llegar a tener una fe luminosa y ardiente, pasando por etapas de purificación de cuerpo y alma, hasta llegar al encuentro total con Cristo vivo, vivo y resucitado, compañero de viaje por el sacramento.

13. PORQUE EN EL SAGRARIO TENEMOS AL MEJOR MAESTRO Y MODELO DE ORACIÓN, SANTIDAD Y APOSTOLADO

Queridos hermanos: me gustaría describiros un poco el camino ordinario que hay que seguir para conocer y amar a Jesucristo Eucaristía. Es la oración eucarística o sencillamente la oración en general, de la que Santa Teresa nos dice, «que no es otra cosa oración, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama». Como os dije ya anteriormente, al «tratar muchas veces a solas con quien sabemos que nos ama», poco a poco nos vamos encontrando con Él en la Eucaristía, que es donde está más presente «el que nos ama», y esto es en concreto la oración, la oración en general, o si queréis, la oración eucarística, que será hablar, encontrarnos, tratar de amistad con Jesucristo Eucaristía.

            Este es el mejor camino que yo conozco y he seguido para descubrirlo vivo, vivo y resucitado, y no como un tesoro escondido, sino como un tesoro mostrado, manifestado y predicado abiertamente, permanentemente ofrecido y ofreciéndose como evangelio vivo, como amistad, como pan de vida, como confidente y amigo para todos los hombres, en todos los Sagrarios de la tierra.

            El Sagrario es el nuevo templo de la nueva alianza para encontrarnos y alabarle a Dios en la tierra, hasta que lleguemos al templo celeste y podamos contemplarlo glorioso. No es que haya dos Cristos. Siempre es el mismo ayer, hoy y siempre, pero manifestado de forma diferente. “Destruid este templo y yo lo reedificaré en tres días. Él hablaba del templo de su cuerpo” (Jn 2,19). Cristo Eucaristía es el nuevo sacrificio, la nueva pascua, la nueva alianza, el nuevo culto, el nuevo templo, la nueva tienda de la presencia de Dios y del encuentro, en la que deben reunirse los peregrinos del desierto de la vida, hasta llegar a la tierra prometida, hasta la celebración de la pascua celeste.

  Por eso, “la Iglesia, apelando a su derecho de esposa” se considera propietaria y depositaria de este tesoro, por el cual merece la pena venderlo todo para adquirirlo; y lo guarda con esmero y cuidado extremo y le enciende permanentemente la llama de su fe y amor más ardiente, y se arrodilla y lo adora y se lo come de amor: “No es el marido dueño de su cuerpo sino la esposa” (1Cor 7,4). 

            El Sagrario es Jesucristo vivo y resucitado en salvación y amistad permanentemente ofrecidas a los hombres, sus hermanos. Quiero decir con esto que no se trata de un privilegio, de un descubrimiento, que algunos cristianos encuentran por suerte o casualidad o porque están muy subidos en la oración, sino que es el encuentro natural de todo creyente, que se tome en serio la fe cristiana y crea lo que tiene que creer y quiera ponerse en camino para recorrer de verdad las etapas necesarias de este Camino, de esta Verdad y de esta Vida de amistad, que es Jesucristo Eucaristía y que Él mismo expresó bien claro: “Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”. “Tomad y comed, esto es mi cuerpo...” “El que me coma, vivirá por mí...” “...El agua, que yo le daré, se hará en él una fuente que salte hasta la vida eterna”. “Yo soy el camino...”

            La puerta para entrar en este Camino y en esta Vida y Verdad que nos conducen hasta Dios mismo, es Cristo, por medio de la oración personal, hecha liturgia y vida, o la oración litúrgica y la vida, hecha oración personal, que para mí todo está unido, pero siempre oración, al menos «a mi parecer».

            Y para encontrar en la tierra a Cristo vivo, vivo y resucitado, el mejor Camino, Verdad y Vida es el Sagrario, porque es el mismo Cristo, porque es «la fonte que mana y corre, aunque es de noche», es decir, es sólo por la fe, que es noche y oscuridad para la razón y los sentidos, al principio, porque uno no ve nada, hasta que uno se va adecuando y acostumbrando a hablar con una persona, que no ven los ojos de la carne, por los cuales antes veía y quería ver hasta lo que le decía la fe, y ahora poco a poco es la fe la que va dominando hasta en los sentidos, cosa inaudita para ellos; y poco a poco viene el amanecer de la amistad con Cristo, por la fe, desde la fe y en la fe, que es luz del mismo Dios, más clara, luminosa y evidente que todo lo que aportan la razón y los sentidos.

            Sólo por la fe, que es participación de la verdad y del conocimiento que Dios tiene de sí mismo y que por tanto no podemos comprenderlo ni abarcarlo, hay que ir fiándose de su amor, podemos acercarnos a esta fuente del Amor y de la Vida y de la Salvación, que mana del Espíritu de Cristo, que es Espíritu Santo: Amor, Alma y Vida de mi Dios Trino y Uno: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Ahí, en el Sagrario, está esta fuente divina y hasta ahí nos lleva este agua de la oración y del amor que “salta hasta la vida eterna”.

            El primer paso, para tocar a Jesucristo, escondido en este pan por darnos vida, llamando a las criaturas, manando hasta la vida eterna, es la fe, llena de amor y de esperanza, virtudes sobrenaturales, que nos unen directamente con Dios. Y la fe es fe, es un don de Dios, no la fabricamos nosotros, no se aprende en los libros ni en la Teología; hay que pedirla, pedirla intensamente y muchas veces, durante años, en la sequedad y aparente falta de respuesta, en noche de luz humana y en la oscuridad de nuestros saberes, con esfuerzo y conversión permanente.

            La fe es el conocimiento, que Dios tiene de sí mismo y de su vida y amor y de su proyecto de salvación, que se convierten en misterios para el hombre, cuando Él, por ese mismo amor que nos tiene, desea comunicárnoslos.

  Dios y su vida son misterios para nosotros, porque nos desbordan y no podemos abarcarlos; hay que aceptarlos sólo por la confianza puesta en su palabra y su persona, en la seguridad que nos ofrece su amor, a oscuras del entendimiento que no puede comprender cómo un Dios pueda amar así a sus criaturas y abajarse de esta forma.

            Para subir tan alto, tan alto, hasta el corazón del Verbo de Dios, hecho pan de Eucaristía, hay que subir «toda ciencia trascendiendo». Podíamos aplicarle los versos de San Juan de la Cruz: «Tras un amoroso lance, Y no de esperanza falto, Volé tan alto tan alto, que le di a la caza alcance».

            La fe, el diálogo de fe con Cristo Eucaristía, la oración en general, pero sobre todo la eucarística, siempre será un misterio, nunca podemos abarcarla perfectamente; sino que será ella la que nos abarque a nosotros y nos desborda. Y nosotros tenemos que dejarnos dirigir y dominar por ella, porque la fe va delante, y luego sigue la razón. Nosotros pensamos sobre estos misterios, siguiendo a la fe, nunca poniéndonos delante, porque ella es la señora, es la luz de Dios y nosotros somos criaturas, tenemos que seguirla; aunque no la comprendamos, porque la fe y la oración de fe es siempre un encuentro con el Dios vivo e infinito.

            Será siempre transcendiendo lo creado, en una unión con Dios sentida; pero no poseída, aunque deseando, siempre deseando más del Amado, en densa oscuridad de fe, llena de amor y de esperanza del encuentro pleno, de la unión total con Dios, si uno es capaz de seguir hasta las cumbres de la contemplación a la que Dios nos llama, para lo cual hay que purificarse mucho, como luego diremos.

            Y así, envuelta en esta profunda oscuridad de la fe, más cierta y segura que todos los razonamientos humanos, la criatura, siempre transcendida y «extasiada», salida de sí misma, de sus juicios, ideas, pensamientos y razones puramente humanas que no pueden comprender a Dios, tiene que ir no viendo ni sintiendo ni apoyándose nada en lo que le dicen sus criterios humanos y los sentidos: ¿Cómo puede estar el Dios infinito en un trozo de pan? ¿Un Dios tan grande, y no salen luces especiales ni resplandores del Sagrario? ¿Por qué renunciar a lo que veo y tengo por algo que no veo? ¿Cómo recorrer este camino sólo en fe? ¿Quién me lo asegura? ¿Llevo años y no siento con fuerza su presencia? ¿Cómo encontrarme con Cristo en el Sagrario, si no lo veo, no oigo, no siento?

            Estas y otras muchas cosas se nos vienen a la cabeza y San Juan de la Cruz dice que todas esas dudas y noches de fe y de amor son necesarias para purificarnos y llegar a la unión total con el Amado sólo desde la fe y por la fe, porque es la misma luz de Dios y la única que nos puede llevar hasta Él: «Oh noche que guiaste, oh noche amable más que la alborada, oh noche que juntaste Amado con amada, amada en el Amado transformada».

            Sólo por la fe tocamos y nos unimos a Dios y a sus misterios. Como haga caso a la razón y a lo que me dicen los sentidos que no ven nada de esto, no podré dar ni el primer paso en serio: “El evangelio es la salvación de Dios para todo el que cree. Porque en él se revela la justicia salvadora de Dios para los que creen, en virtud de su fe, como dice la Escritura: El justo vivirá por su fe” (Rom 1,16)

            A Jesucristo se llega mejor por el evangelio y cogido de la mano de los verdaderos creyentes: los santos, nuestros padres, nuestros sacerdotes, y todos los amigos de Jesús, que han vivido el evangelio y han recorrido este camino de oración, del encuentro eucarístico, y nos indican perfectamente cómo se llega hasta Él, cuáles son las dificultades, cómo se superan.

            Este camino hay que recorrerlo siempre, sobre todo al principio, con la certeza confiada de la fe de la Iglesia, de nuestros padres y catequistas. “Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá” (Lc 1,45). María, modelo de fe y madre por la fe, llegó a concebir y a conocer a su Hijo y a vivir todos sus misterios más y mejor por la fe, “meditándolos en su corazón”, que por lo que veía con los ojos de la carne, que más le podían hacer dudar. Por ejemplo, cuando lo tenía naciendo en su seno.

            Y éste que nace en mí ha creado los cielos y la tierra, y este es Dios, y ahora nace pobre y nadie lo reconoce como Dios y todos me dirán que estoy loca si digo lo que creo, y nadie creerá que sea Dios el que nace dentro de mí y yo soy la única, pero ella creyó contra toda evidencia puramente humana; igual que en la cruz, estando allí, junto a la cruz de su Hijo, vinieron sobre su mente los pensamientos que hicieron que otros le abandonaran y le dejaran sólo a Jesús en ese momento tan importante de su vida, cuando Él más lo necesitaba, porque era también su noche de fe, porque su Divinidad no la sentía, había dejado sola a la humanidad para que pudiera sufrir y salvar a los hombres, porque así lo quería el Padre.

            María, junto a la cruz de su hijo, tuvo que hacer el mayor acto de fe de la Historia después del de Cristo: creer que era el Salvador del mundo el que moría como un fracasado, solo y abandonado, viendo morir así al que decía que era el Hijo de Dios.

            Ella no comprendía ni entendía nada. Lógico que todos le dejaran. Pero ella permaneció fiel junto a su hijo, junto a la cruz y la muerte, muriendo a toda razón, a todos los razonamientos y pensamientos puramente humanos, que vendrían a su mente en esa y otras ocasiones de la vida de Cristo y se hizo esclava total de la palabra, de la fe en Dios, creyendo contra toda evidencia humana.

            Esa fe la llevó a descubrir todo el misterio de su Hijo y permaneció fiel hasta la cima del calvario, creyendo, contra toda apariencia humana, que era el Redentor del mundo e Hijo de Dios el que moría solo y abandonado de todos, sin reflejos de gloria ni de cielo, en la cruz.

            Y así tienen que permanecer junto al Sagrario, días y noches, horas y horas, un día y otro, las almas eucarísticas, aunque el resto le abandonen y dejen al Señor. Y así años y años… aunque el Señor ayuda y da fogonazos tan fuertes, que es una maravilla y así se va descubriendo el misterio y el tesoro del cielo en la tierra. San Agustín llega a decir que María fue más dichosa y más madre de Jesús por la fe, esto es, por haber creído y haberse hecho esclava de su Palabra que por haberle concebido corporalmente.

            Por la fe nosotros sabemos que Jesucristo está en el sacramento, en la Eucaristía, realizando lo que hizo y dijo. Podemos luego tratar de explicarlo según la razón y para eso es la teología, pero hasta ahora no podemos explicarlo plenamente. Y esto es lo más importante. La fe lo ve, porque la fe es participación del conocimiento, de la misma luz con que Dios ve todas las cosas, aunque yo, que tengo esa fe, al hacerme Dios partícipe de su mismo conocimiento, no lo pueda ver y comprender, como he dicho antes, porque me excede y yo no puedo ver con la luz y profundidad de Dios. Sólo por el amor, por la ciencia de amor, por la noticia amor, por el conocimiento místico el hombre se funde con la realidad amada y se hace una sola llama de amor y así la conoce.

            Los místicos son los exploradores que Moisés mandó por delante a la tierra prometida, y que, al regresar cargados de vivencias y frutos, nos hablan de las maravillas de la tierra prometida a todos, para animarnos a seguir caminado hasta contemplarla y poseerla.

            La fe no humilla a la razón; sino que la salva de sus estrecheces, haciéndola, humilde, capaz de Dios, como María que acoge la Palabra de Dios sin comprenderla. Luego, al vivir desde la fe los misterios de Cristo, lo comprende todo. Toda la Noche del espíritu, para San Juan de la Cruz, está originada por este deseo de Dios, de comunicarse con la criatura. El alma queda cegada por el rayo del sol de la luz divina que para ella se convierte en oscuridad y en ceguedad por excesiva luz y sufre por sus limitaciones en ver y comprender como Dios ve su propio misterio. Por eso a este conocimiento profundo de Dios se llega mejor amando que entendiendo, por vía de amor que por vía de inteligencia, convirtiéndose el alma en «llama de amor viva».

            Aquel que es para siempre la Palabra del Padre, la biblioteca inagotable de la Iglesia, condensó toda su vida en los signos y palabras de la Eucaristía: es su suma teológica. Para leer este libro eucarístico que es único, no basta la razón, hace falta la fe y el amor que hagan comunión de sentimientos con el que dijo “acordaos de mí”, de lo que yo soy, de lo que hago, de mi emoción por todos vosotros, de mis deseos de entrega, de mis ansias de salvación, de mis manos temblorosas, de mi amor hasta el extremo...

             San Juan de la Cruz nos dirá que para conocer a Dios y sus misterios es mejor el amor que la razón, porque ésta no puede abarcarle, pero por el amor me uno al objeto amado y me fundo con Él en una sola realidad en llamas. Son los místicos, los que viven y experimentan los misterios que nosotros celebramos.

            Para San Juan de la Cruz, la teología, el conocimiento de Dios debe ser «noticia amorosa, sabiduría de amor, llama de amor viva que hiere de mi alma en el más profundo centro...» No conocimiento frío, teórico, sin vida. El que quiere conocer a Dios ha de arrodillarse; el sacerdote, el teólogo debe trabajar en estado permanente de oración, debe hacer teología arrodillado. Sin esta comunión personal de amor y sentimientos con Cristo, el libro eucarístico llega muy empobrecido al lector. Este libro hay que comerlo para comprenderlo, como Ezequiel: “Hijo de hombre, come lo que se te ofrece; come este rollo y ve luego a hablar a la casa de Israel. Yo abrí mi boca y él me hizo comer el rollo y me dijo”: “Hijo de hombre aliméntate y sáciate de este rollo que yo te doy. Lo comí y fue en mi boca dulce como miel” (Ez.3, 1-3).

14. PORQUE JESUCRISTO EN EL SAGRARIO ES EL MEJOR PROFESOR Y LA BIBLIOTECA ENTERA Y COMPLETA DE SU PERSONA Y MISIÓN

            Pues bien, amigos, esta adoración de Cristo al Padre hasta la muerte es la base de la espiritualidad propia de la Adoración Nocturna. Esta es la actitud, con la que tenemos que celebrar y comulgar y adorar la Eucaristía, por aquí tiene que ir la adoración de la presencia del Señor y asimilación de sus actitudes victimales por la salvación de los hombres, sometiéndonos en todo al Padre, que nos hará pasar por la muerte de nuestro yo, para llevarnos a la resurrección de la vida nueva. Y sin muerte no hay pascua, no hay vida nueva, no hay amistad con Cristo. Esto lo podemos observar y comprobar en la vida de todos los santos, más o menos místicos, sabios o ignorantes, activos o pasivos, teólogos o gente sencilla, que han seguido al Señor. Y esto es celebrar y vivir la eucaristía, participar en la eucaristía, adorar la eucaristía.

            Todos ellos, como nosotros, tenemos que empezar preguntándonos quién está ahí en el Sagrario, para que una vez creída su presencia inicialmente: "el Señor está ahí y nos llama", ir luego avanzando en este diálogo, preguntándonos en profundidad: por quién, cómo y por qué está ahí. Y todo esto le lleva tiempo al Señor explicárnoslo y realizarlo; primero, porque tenemos que hacer silencio de las demás voces, intereses, egoísmos, pasiones y pecados que hay en nosotros y ocultan su presencia y nos impiden verlo y escucharlo --los limpios de corazón verán a Dios--, y segundo, porque se tarda tiempo en aprender este lenguaje, que es más existencial que de palabras, es decir, de purificación y adecuación y disponibilidad y de entrega total del alma y de la vida, para que la eucaristía vaya entrando por amor y asimilación en nuestra vida y no por puro conocimiento.

            No olvidemos que la Eucaristía se comprende en la medida en que se vive. Quitar el yo personal y los propios ídolos, que nuestro yo ha entronizado en el corazón, es lo que nos exige la celebración de la santísima Eucaristía por un Cristo, que se sometió a la voluntad del Padre, sacrificando y entregando su vida por cumplirla, aunque desde su humanidad le costó y no lo comprendía. En cada misa, Cristo, con su testimonio, nos grita: “Amarás al Señor, tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser...” y realiza su sacrificio, en el que prefiere la obediencia al Padre sobre su propia vida: “Padre, si es posible... pero no se haga mi voluntad sino la tuya...”. La meta de la presencia real y de la consiguiente adoración es siempre la participación en sus actitudes de obediencia y adoración al Padre, movidos por su Espíritu de Amor; sólo el Amor puede realizar esta conversión y esta adoración-muerte para la vida nueva.

            Por esto, la oración y la adoración y todo culto eucarístico fuera de la misa hay que vivirlos como prolongación de la santa misa y de este modo nunca son actos distintos y separados sino siempre en conexión con lo que se ha celebrado. Y este ha sido más o menos siempre el espíritu de las visitas al Señor, en los años de nuestra infancia y juventud, donde sólo había una misa por la mañana en latín y el resto del día, las iglesias permanecías abiertas todo el día para la oración y la visita. Siempre había gente a todas horas.

            ¡Qué maravilla! Niños, jóvenes, mayores, novios, nuestras madres... que no sabían mucho de teología o liturgia, pero lo aprendieron todo de Jesús Eucaristía, a ser íntegras, servidoras, humildes, ilusionadas con que un hijo suyo se consagrara al Señor.

            Ahora las iglesias están cerradas y no sólo por los robos. Aquel pueblo tenía fe, hoy estamos en la oscuridad y en la noche de la fe. Hay que rezar mucho para que pase pronto. Cristo vencerá e iluminará la historia. Su presencia eucarística  no es estática sino dinámica en dos sentidos: que Cristo sigue ofreciéndose y que Cristo nos pide nuestra identificación con su ofrenda.

            La adoración eucarística debe convertirse en mistagogia del misterio pascual. Aquí radica lo específico de la Adoración Eucarística, sea Nocturna o Diurna, de la Visita al Santísimo o de cualquier otro tipo de oración eucarística, buscada y querida ante el Santísimo, como expresión de amor y unión total con Él. La adoración eucarística nos une a los sentimientos litúrgicos-sacramentales de la misa celebrada por Cristo para renovar su entrega, su sacrificio y su presencia, ofrecida totalmente a Dios y a los hombres, que continuamos visitando y adorando para que el Señor nos ayude a ofrecernos y a adorar al Padre como Él.

            Es claramente ésta la finalidad por la que la Iglesia, apelando a sus derechos de esposa, ha decidido conservar el cuerpo de su Señor junto a ella, incluso fuera de la misa, para prolongar la comunión de vida y amor con Él. Nosotros le buscamos, como María Magdalena la mañana de Pascua, para embalsamarle con el aroma de nuestras oraciones y agradecimiento por todo lo que ha sufrido y conseguido en la pascua realizada por nosotros y para nosotros. Por esta causa, una vez celebrada la misa, nosotros seguimos orando con estas actitudes de Cristo en el santo sacrificio. Brevemente voy a exponer aquí algunas rampas para ayudaros un poco a los adoradores nocturnos en vuestro diálogo personal con Jesucristo presente en la Custodia Santa.

15 PORQUE EN EL SAGRARIO ESTÁ CRISTO OFRECIENDO SIEMPRE SU VIDA POR SALVACIÓN DE LOS HOMBRES.

La presencia eucarística de Jesucristo en la Hostia ofrecida e inmolada, nos recuerda, como prolongación del sacrificio eucarístico, que Cristo se ha hecho presente y obediente hasta la muerte y muerte en cruz, adorando al Padre con toda su humanidad, como dice San Pablo: “Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús: El cual, siendo de condición divina, no consideró como botín codiciado el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo, tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y apareciendo externamente como un hombre normal, se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios lo ensalzó y le dio el nombre, que está sobre todo nombre, a fin de que ante el nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos y en los abismos, y toda lengua proclame que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil 2, 5-11).

            A). Nuestro diálogo podría ir por esta línea: Cristo, también yo quiero obedecer al Padre, aunque eso me lleve a la muerte de mi yo, quiero renunciar cada día a mi voluntad, a mis proyectos y preferencias, a mis deseos de poder, de seguridades, dinero, placer... Tengo que morir más a mí mismo, a mi yo, que me lleva al egoísmo, a mi amor propio, a mis planes, quiero tener más presente siempre el proyecto de Dios sobre mi vida y esto lleva consigo morir a mis gustos, ambiciones, sacrificando todo por Él, obedeciendo hasta la muerte como Tú lo hiciste, para que disponga de mi vida, según su voluntad.

            Señor, esta obediencia te hizo pasar por la pasión y la muerte para llegar a la resurrección. También yo quiero estar dispuesto a poner la cruz en mi cuerpo, en mis sentidos y hacer actual en mi vida tu pasión y muerte para pasar a la vida nueva, de hijo de Dios; pero Tú sabes que yo solo no puedo, lo intento cada día y vuelvo a caer; hoy lo intentaré de nuevo y me entrego a Ti, Tú puedes hacerlo, Señor, ayúdame, te lo pido, lo espero confiadamente de Ti, para eso he venido, yo no sé adorar con todo mi ser, si Tú no me enseñas y me das fuerzas...

            B). Un segundo sentimiento lo expresa así la LG 5: «los fieles... participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida de la Iglesia, ofrecen la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella».

            La presencia eucarística es la prolongación de esa ofrenda. El diálogo podía escoger estas tonalidades: Señor, quiero hacer de mi vida una ofrenda agradable al Padre, quiero vivir solo para agradarle, darle gloria, quiero ser alabanza de gloria de la Santísima Trinidad. Quiero hacerme contigo una ofrenda: mira en el ofertorio del pan y del vino me ofreceré, ofreceré mi cuerpo y mi alma como materia del sacrificio contigo, luego en la consagración quedaré consagrado, ya no me pertenezco, soy una cosa contigo, y cuando salga a la calle, como ya no pertenezco sino que he quedado consagrado contigo, quiero vivir sólo para Ti, con tu mismo amor, con tu mismo fuego, con tu mismo Espíritu, que he comulgado en la misa.

  Quiero prestarte mi humanidad, mi cuerpo, mi espíritu, mi persona entera, quiero ser como una humanidad supletoria tuya. Tú destrozaste tu humanidad por cumplir la voluntad del Padre, aquí tiene ahora la mía... trátame con cuidado, Señor, que soy muy débil, tú lo sabes, me echo enseguida para atrás, me da horror sufrir, ser humillado... conservas ciertamente el fuego del amor al Padre y a los hombres y tienes los mismos deseos y sentimientos de siempre, pero ya no tienes un cuerpo capaz de sufrir, aquí tienes el mío... pero ya sabes que soy débil... necesito una y otra vez tu presencia, tu amor, tu eucaristía, que me enseñe, me fortalezca, por eso estoy aquí, por eso he venido a orar ante su presencia, y vendré muchas veces, enséñame y ayúdame a adorar como Tú al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida.

            Quisiera, Señor, rezarte con el salmista: “Por ti he aguantado afrentas y la vergüenza cubrió mi rostro. He venido a ser extraño para mis hermanos, y extranjero para los hijos de mi madre. Porque me consume el celo de tu casa; los denuestos de los que te vituperan caen sobre mi. Cuando lloro y ayuno, toman pretexto contra mi... Pero mi oración se dirige a tí.... Que me escuche tu gran bondad, que tu fidelidad me ayude... Miradlo los humildes y alegraos; buscad al Señor y vivirá vuestro corazón, porque el Señor escucha a sus pobres” (Sal 69).

            C). Otro sentimiento que no puede faltar está motivado por las palabras de Cristo: "Cuando hagáis esto, acordaos de mí”. Señor, de cuántas cosas me tenía que acordar ahora, que estoy ante tu presencia eucarística,  pero quiero acordarme especialmente de tu amor por mí, de tu cariño a todos, de tu entrega. Señor, yo no quiero olvidarte nunca, y menos de aquellos momentos en que te entregaste por mí, por todos...cuánto me amas, cuánto me entregas, me regalas... “este es mi cuerpo, esta mi sangre derramada por vosotros...”.

            Con qué fervor quiero celebrar la misa, comulgar con tus sentimientos, vivirlos ahora por la oración ante tu presencia y practicarlos luego en mi vida; Señor, por qué me amas tanto, por qué el Padre me ama hasta ese extremo de preferirme y traicionar a su propio Hijo, por qué te entregas hasta el extremo de tus fuerzas, de tu vida, por qué una muerte tan dolorosa... cómo me amas... cuánto me quieres; es que yo valgo mucho para Cristo, yo valgo mucho para el Padre, ellos me valoran más que todos los hombres , valgo infinito, Padre Dios, cómo me amas así, pero qué buscas en mí....Cristo mío, confidente y amigo, Tú tan emocionado, tan delicado, tan entregado; yo, tan rutinario, tan limitado, siempre tan egoísta, soy pura criatura, y Tu eres Dios, no comprendo cómo puedes quererme tanto y tener tanto interés por mí, siendo Tu el Todo y yo la nada. Si es mi amor y cariño, lo que te falta y me pides, yo quiero dártelo todo, Señor, tómalo, quiero ser tuyo, totalmente tuyo, te quiero. 

16. PORQUE EN EL SAGRARIO ESTÁ EL SEÑOR DICIÉNDONOS A TODOS: “ACORDAOS DE MI”

             En el "acordaos de mí", debe entrar también el amor a los hermanos,- no olvidar jamás en la vida que el amor a Dios siempre pasa por el amor a los hermanos-, porque así lo dijo, lo quiso y lo hizo Jesús: en cada Eucaristía Cristo me enseña y me invita a amar hasta el extremo a Dios y a los hijos de Dios, que son todos los hombres.

            Sí, Cristo, quiero acordarme ahora de tus deseos y sentimientos, de tu entrega total sin reservas, sin límites al Padre y a los hombres, quiero acordarme de tu emoción en darte en comida y bebida; estoy tan lejos de este amor, cómo necesito que me enseñes, que me ayudes, que me perdones, sí, quiero amarte, necesito amar a los hermanos, sin límites, sin muros ni separaciones de ningún tipo, como pan que se reparte, que se da para ser comido por todos.

            “Acordaos de mí”. Contemplándote ahora en el pan consagrado me acuerdo de ti y de lo que hiciste por mí y por todos y puedo decir: he ahí a mi Cristo amando hasta el extremo, redimiendo, perdonando a todos, entregándose por salvar al hermano. Tengo que amar también yo así.

            Señor, no puedo sentarme a tu mesa, adorarte, si no hay en mí esos sentimientos de acogida, de amor, de perdón a los hermanos, a todos los hombres. Si no lo practico, no será porque no lo sepa, ya que me acuerdo de Ti y de tu entrega en cada Eucaristía, en cada Sagrario, en cada comunión; desde el seminario, comprendí que el amor a Ti pasa por el amor a los hermanos y cuánto me ha costado toda la vida. Cuánto me exiges, qué duro a veces perdonar, olvidar las ofensas, las palabras envidiosas, las mentiras, la malicia de los otros... pero dándome Tú tan buen ejemplo, quiero acordarme de Ti, ayúdame, que yo no puedo, yo soy pobre de amor e indigente de tu gracia, necesitado siempre de tu amor, cómo me cuesta olvidar las ofensas, reaccionar amando ante las envidias, las críticas injustas, ver que te excluyen y tú... siempre olvidar y perdonar, olvidar y amar; yo solo no puedo, Señor, porque sé muy bien por tu Eucaristía y comunión, que no puede haber jamás entre los miembros de tu cuerpo, separaciones, olvidos, rencores, pero me cuesta reaccionar, como tú, amando, perdonando, olvidando... “Esto no es comer la cena del Señor...”, por eso estoy aquí, comulgando contigo, porque Tú has dicho: “el que me coma vivirá por mí” y yo quiero vivir como Tú, quiero vivir tu misma vida, tus mismos sentimientos y entrega.

            No tengo tiempo para indicar todos los posibles caminos de dialogo, de oración, de santidad que nacen de la Eucaristía porque son innumerables: adoración, alabanza, glorificación del Padre, acción de gracias, peticiones, ofrenda...pero no puede faltar el sentimiento de intercesión que Jesús continúa con su presencia eucarística.

            Jesús se ofreció por todos y por todas nuestras necesidades y problemas y yo tengo que aprender a interceder por los hermanos en mi vida, debo pedir y ofrecer el sacrificio de Cristo y el de mi vida por todos, vivos y difuntos, por la Iglesia santa, por el Papa, los Obispos y por todas las cosas necesarias para la fe y el amor cristianos...por las necesidades de los hermanos: hambre, justicia, explotación...

            Ya he repetido que la Eucaristía es inagotable en su riqueza, porque es sencillamente Cristo entero y completo,  viviendo y ofreciéndose por todos; por eso mismo, es la mejor ocasión que tenemos nosotros para pedir e interceder por todos y para todos, vivos y difuntos ante el Padre, que ha aceptado la entrega del Hijo Amado en el sacrificio eucarístico.

            El adorador no se encierra en su intimismo individualista sino que, identificándose con Cristo, se abre a toda la Iglesia y al mundo entero: adora y da gracias como Él, intercede y repara como Él. La adoración nocturna es más que la simple devoción eucarística o simple visita u oración hecha ante el Sagrario. Es un apostolado que os ha sido confiado para que oréis por toda la Iglesia y por todos los hombres, con Cristo y en Cristo, ofreciendo adoración y acción de gracias, reparando y suplicando por todos los hermanos prolongáis las actitudes de Cristo en la misa y en el Sagrario.

            Un adorador eucarístico, por tanto, tiene que tener muy presentes su parroquia, los niños de primera comunión, todos los jóvenes, los matrimonios, las familias, los que sufren, los pobres de todo tipo, los deprimidos, las misiones, los enfermos, la escuela, la televisión y la prensa que tanto daño están haciendo en el pueblo cristiano, todos los medios de comunicación. Sobre todo, debemos pedir por la santidad de la Iglesia, especialmente de los sacerdotes y seminaristas, los seminarios, las vocaciones, los religiosos y religiosas, los monjes y monjas.

            Mientras un adorador está orando, los frutos de su oración tienen que extenderse al mundo entero. Y así a la vez que evita todo individualismo y egoísmo, evita también toda dicotomía entre oración y vida, porque vivirá la oración con las actitudes de Cristo, con las finalidades de su pasión y muerte, de su Encarnación: glorificación del Padre y salvación de los hombres. Y así adoración e intercesión y vida se complementan.

            Y esto hay que decirlo alto y claro a la gente, a los creyentes, cuando tratéis de hacer propaganda en la parroquia y fuera de ella y conseguir nuevos miembros. Cuando voy a la Adoración Nocturna no pienso ni pido sólo por mí, mis intereses o familia. Por la noche, en los turnos de vela ante el Señor, pienso y pido por todo el pueblo, por la parroquia, por la diócesis, por los niños, jóvenes, misiones, los enfermos.

            Y así surgirán nuevos adoradores y será más estimada vuestra obra, más valoradas vuestras vigilias. Y así no soy yo solo el que oro, el que me santifico, es Cristo quien ora por mí y en mí y yo le ayudo con mi oración a la santificación de mi parroquia y mis hermanos, los hombres. Soy ciudadano del mundo entero aunque esté sólo ante el Señor.

            Y el Seminario dirá que recéis, y las parroquias dirán que tengáis presente a los niños y jóvenes, y todos, al conoceros mejor y realizar vosotros mejor vuestra misión litúrgico-sacramental, os encomendarán sus necesidades espirituales y materiales.

            Hay unos textos de San Juan de Ávila, que, aunque referidos directamente a la oración de intercesión, que tienen que hacer los sacerdotes por sus ovejas, las motivaciones que expresan, valen para todos los cristianos, bautizados u ordenados, activos o contemplativos, puesto que todos debemos orar por los hermanos, máxime los adoradores nocturnos:            «¡Válgame Dios, y qué gran negocio es oración santa y consagrar y ofrecer el cuerpo de Jesucristo! Juntas las pone la santa Iglesia, porque, para hacerse bien hechas y ser de grande valor, juntas han de andar.

            Conviénele orar al sacerdote, porque es medianero entre Dios y los hombres; y para que la oración no sea seca, ofrece el don que amansa la ira de Dios, que es Jesucristo Nuestro Señor, del cual se entiende “munus absconditus extinguit iras”. Y porque esta obligación que el sacerdote tiene de orar, y no como quiera, sino con mucha suavidad y olor bueno que deleite a Dios, como el incienso corporal a los hombres, está tan olvidada y no conocida, como si no fuese, convendrá hablar de ella un poco largo, para que así, con la lumbre de la verdad sacada de la palabra de Dios y dichos de sus santos, reciba nuestra ceguedad alguna lumbre para conocer nuestra obligación y nos provoquemos a pedir al Señor fuerzas para cumplirla» [1].

            «Tal fue la oración de Moisés, cuando alcanzó perdón para el pueblo, y la de otros muchos; y tal conviene que sea la del sacerdote, pues es oficial de este oficio, y constituido de Dios en él»[2].

            «...mediante su oración, alcanzan que la misma predicación y buenos ejercicios se hagan con fruto, y también les alcanzan bienes y evitan males por el medio de la sola oración....la cual no es tibia sino con gemidos tan entrañables, causados del Espíritu Santo tan imposibles de ser entendidos de quien no tiene experiencia de ellos, que aun los que los tienen no lo saben contar; por eso se dice que pide Él, pues tan poderosamente nos hace pedir»[3].

            «Y si a todo cristiano está encomendado el ejercicio de oración, y que sea con instancia y compasión, llorando con los que lloran, con cuánta más razón debe hacer esto el que tiene por propio oficio pedir limosna para los pobres, salud para los enfermos, rescate para los encarcelados, perdón para los culpados, vida para los muertos, conservación de ella para los vivos, conversión para los infieles y , en fin, que, mediante su oración y sacrificio, se aplique a los hombres el mucho bien que el Señor en la cruz les ganó»[4] .

  «Padres, ¿hales acaecido esto algunas veces? ¿Han peleado tan fuertemente con Dios, con la fuerza de la oración, queriendo él castigar y suplicándole que no lo hiciese, que ha dicho Dios: ¡Déjame que ejercite mi enojo! Y no querer nosotros dejarlo, y, en fin, vencerlo ¡Ay de nos, que ni tenemos don de oración ni santidad de vida para ponernos en contrario de Dios, estorbándole que no derrame su ira![5].

17. PORQUE EN EL SAGRARIO ESTÁ CRISTO CUMPLIENDO LA VOLUNTAD DEL PADRE HASTA DAR LA VIDA CON AMOR EXTREMO

            Queridas hermanas: Estos días quiero hablaros de Jesucristo Eucaristía; de Jesucristo, sacramentado por amor en el Sagrario. Este amor de Jesucristo a los hombres existió ya antes de encarnarse en el seno purísimo de la Hermosa Nazarena, de la Virgen bella, de nuestra Madre del alma: María.

            Porque Jesucristo es el Hijo de Dios y el amor de Jesucristo aquí presente y hecho sacramento de Amor es el amor que como Dios y como hombre nos tiene, o si queréis, es el amor que nos tiene desde el Seno de la Santísima Trinidad.

            Fue ese amor divino de Espíritu Santo el que le llevó a encarnarse en carne humana para salvarnos y llevarlos a la amistad total con su Padre Dios. El Hijo de Dios vio entristecido al Padre, porque el hombre había roto por el pecado de Adán el proyecto de eternidad dichosa y feliz con Dios, y por amor a su Padre y por amor a los hombres le dijo: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad…” Y la voluntad del Padre es la que nos expresa muchas veces Él en el Evangelio: “Yo he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad sino la voluntad del que me ha enviado. Esta es la voluntad del que me ha enviado, que no pierda nada de lo que me dio sino que lo resucite en el último día; Esta es la voluntad de mi Padre, que está en el cielo, que todo el que ve al Hijo y cree en Él tenga vida eterna y yo lo resucitaré en el último día.” “Yo he bajado del cielo no para hacer mi voluntad sino la voluntad del que me ha enviado…”

            Él sabía muy bien cuál era esta voluntad del Padre, para eso había venido a la tierra, y por eso fijaos bien, cuando Pedro quiere apartarle de esta voluntad del Padre, Cristo llama “Satanás” a Pedro por quererle alejar del proyecto del Padre, que le lleva a pasar por la pasión y la muerte para llevarnos a todos a la resurrección y la vida eterna. Son los evangelios de estos domingos 21 y 22 del ciclo A:

            “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Tomando la palabra Simón Pedro, dijo: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Y Jesús, respondiendo, dijo: Bienaventurado tú, Simón Bar Jona, porque no es la carne ni la sangre quien esto te lo ha revelado, sino mi Padre, que está en los cielos. Y yo te digo a ti que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia...”

            Segunda parte: Jesús comienza a explicar a sus discípulos en qué consiste ser el Mesías liberador y salvador de los hombres, que ellos, como todo el pueblo judío, concebían un Mesías político y puramente terreno: “Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén para sufrir mucho de parte de los ancianos, de los príncipes de los sacerdotes y de los escribas, y ser muerto, y al tercer día resucitar. Pedro, tomándole aparte, se puso a amonestarle, diciendo: No quiera Dios que esto suceda. Pero Él, volviéndose, dijo a Pedro: Retírate de mí, Satanás; tú me sirves de escándalo, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres. Entonces dijo Jesús a sus discípulos: El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la hallará” (Mt 16,16-25).

            En el Evangelio que acabamos de leer está muy clara la intención de Mateo: demostrar que Jesús es el Mesías que

cumple la voluntad del Padre. Pero su mesianismo no es de poder político, religioso, económico, es una mesianismo de amor y paz y amor entre Dios y los hombres; el reino de Dios que Él ha venido a predicar y realizar es un reino donde Dios debe ser el único Dios de nuestra vida, a quien debemos adorar y someternos con humildad a su voluntad, aunque ésta nos lleva a la muerte del «yo».

            El proyecto del Padre, la voluntad del Padre que Jesús ha venido a realizar es “tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él sino que tengan vida eterna… porque Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo sino para salvar al mundo, a todos los que crean en Él.”

            Por eso, en el Sagrario, en la Eucaristía, está también el amor del Padre que nos envía al Hijo, todo el amor del Hijo que realizó su voluntad y proyecto de amor, y ese amor en mayúscula es Amor de Espíritu Santo, es el Espíritu Santo; está, por tanto, toda la Trinidad, que es Amor. Y esto no es devoción personal, esto es teológico, litúrgico y evangelio verdadero.

            Y por eso y para esto vino Cristo, y por esto se encarnó, y vivió, predicó y murió y resucitó y por eso permanece aquí en el Sagrario y en la Eucaristía como misa y comunión, para cumplir la voluntad del Padre, que es nuestra salvación y felicidad eterna.

            En la Eucaristía está Cristo entero y completo, desde que en el seno de la Trinidad con amor de Espíritu Santo le dijo al Padre que vendría a la tierra para salvar a los hombres hasta que conseguido este objetivo, que es como una nueva creación, una recreación del proyecto primero de amistad total con Dios, subió a los cielos y está sentado a la derecha del Padre como Cordero inmolado y degollado por amor a Dios y a los hombres, lleno de gloria y adoración, por este amor extremo. Todo lo que Cristo dijo e hizo y amó, todo Cristo entero y completo, Dios y hombre, tiempo y eternidad, está aquí en el pan consagrado. Está el Cristo glorioso y triunfante del cielo, el Cristo sentado a la derecha del Padre, esto es, igual al Padre, está con su humanidad totalmente Verbalizada, identificada con el Verbo de Dios, y esa divinidad y esa humanidad es la que está ahora mismo aquí presente, en el pan bendito.

            No olvidar nunca que Jesucristo es Dios y que me amó primero como Dios que como hombre, porque se hizo hombre y predicó y murió precisamente porque me amó como Dios y como hombre.

            Jesucristo aquí sacramentado por amor es el Hijo de Dios, es Dios mismo, el Dios Creador y Salvador, el Dios único, principio y fin de todo lo que existe. Y San Juan nos dice de este Dios, principio y fin de todo: “Dios es amor” es decir, Dios es amor, su esencia es amar y si dejara de amar dejaría de existir…por eso si alguien me pregunta, os pregunta: ¿por qué el hombre tiene que amar a Dios, por qué tengo que amar, adorarle y amar a a Jesús Eucaristía en el Sagrario, en la misa, en la comunión? la respuesta es fácil: porque Dios, nuestro Cristo Eucaristía, nos amó primero y dio la vida para que todos la tuviéramos eterna: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados” (1Jn 4,10).

18. PORQUE CRISTO  EUCARISTIA LE DICE AL PADRE: “NO QUIERES OFRENDAS Y SACRIFICIOS, AQUÍ ESTOY PARA HACER TU VOLUNTAD”

“En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que él nos amó ...”-- primero--, añade la lógica de sentido. Expresa este versículo el amor de Dios Trino y Uno manifestado en la primera creación. En la segunda parte “y envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados” nos revela que, una vez creados y caídos, Dios nos amó en la segunda creación, en la recreación, enviando a su propio Hijo, que muere en la cruz para salvarnos.   

            El sacrificio de la cruz, sacrificio de la Nueva y Eterna Alianza y Amistad con Dios, que Cristo anticipó instituyéndolo proféticamente en la Última Cena y que se hace presente en cada Eucaristía y permanece en oblación perenne en la Presencia Eucarística, es la señal manifiesta del amor extremo del Padre, que lo entrega hasta la muerte por nosotros, y del Hijo, que libremente acepta esta voluntad del Padre. Es el misterio pascual, programado en el mismo consejo trinitario, para manifestar más aún la predilección de Dios para con el hombre. Ese proyecto, realizado luego por el Hijo Amado, es tan maravilloso e incomprensible en su misma concepción y realización, que la liturgia de la Iglesia se ve obligada a «blasfemar» en los días de la Semana Santa, exclamando: «Oh felix culpa...», oh feliz culpa, oh feliz pecado del hombre, que nos mereció un tal salvador y una salvación tan maravillosa. 

            Y el mismo S. Juan vuelve a repetirnos esta misma idea del amor trinitario, al manifestarnos que el Padre nos envió a su Hijo, para que tengamos la misma vida, el mismo amor, las mismas vivencias, por participación, de la Santísima Trinidad: “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de él” (1 Jn 4,10). Simplemente añade que no sólo nos lo envía como salvador, sino para que vivamos como el Hijo vive y amemos como el Hijo ama y es amado por el Padre, para que de tal manera nos identifiquemos con el Amado, que tengamos sus mismos conocimientos y amor y vida, hasta el punto de que el Padre no note diferencia entre Él y nosotros y vea en nosotros al Amado, al Unigénito, en el que tiene puestas todas sus complacencias.

            Sigue S. Juan: “Y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios...” (1Jn 4,7). (Qué maravilla! El amor viene de Dios y, al venir de Dios, nos engendra como hijos suyos, para vivir su misma vida trinitaria, y con ese mismo amor que Él nos ama, le amamos nosotros también a Él, porque nosotros no podemos amarle a Él, si Él no nos ama primero; y es entonces cuando nosotros podemos amarle con el mismo amor que Él nos ama, devolviéndole y reflectando hacia Él ese mismo amor con que Él nos ama y ama a todos los hombres; y con este amor también podemos amar a los hermanos, como Él los ama y así amamos al Padre y al Hijo como ellos se aman y aman a los hombre. Y ese amor es su Amor personal infinito, que es el Espíritu Santo que nos hace hijos en el Hijo, y en la medida que nos hacemos Hijo y Palabra y Verbo, hacemos la paternidad del Padre por la aceptación de filiación en el Verbo: “Queridos hermanos: Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros. A Dios nadie lo ha visto nunca. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud. En esto conocemos que permanecemos en él y él en nosotros. En que nos ha dado de su Espíritu” (1Jn 4,11-14).

            ¡Vaya párrafo! Como para ponerlo en un cuadro de mi habitación. Viene a decirnos que todo es posible, porque nos ha dado su mismo Espíritu Santo, su Amor Personal, que es tan infinito en su ser y existir, que es una persona divina, tan esencial que sin ella no pueden vivir y existir el Padre y el Hijo, porque es su vida-amor-felicidad que funde a los tres en la Unidad, en la que entra el alma, cada uno de los seres creados, por ese mismo Espíritu, comunicado al hombre por gracia, para que pueda comunicarse con el Padre y el Hijo por el Amor participado, que es la misma vida y alma de Dios Uno y Trino.

            Dice S. Juan de la Cruz: «Porque no sería verdadera y total transformación si no se transformase el alma en las Tres Personas de la Santísima Trinidad en revelado y manifiesto grado... Y esta tal aspiración del Espíritu Santo en el alma, con que Dios la transforma en sí le es a ella de tan subido y delicado y profundo deleite, que no hay que decirlo por lengua mortal...; porque el alma unida y transformada en Dios aspira en Dios a Dios las misma aspiración divina que Dios, estando ella en Él transformada, aspira en si mismo a ella... Y no hay que tener por imposible que el alma pueda una cosa tan alta, que el alma aspire en Dios como Dios aspira en ella por modo participado. Porque dado que Dios la haga la merced de unirla en la Santísima Trinidad, en que el alma se hace deiforme y Dios por participación, qué increíble cosa es que obre ella también su obra de entendimiento, noticia y amor, o, por mejor decir, la tenga obrada en la Trinidad juntamente con ella como la misma Trinidad? Pero por modo comunicado y participado, obrándolo como Dios en la misma alma; porque es estar transformada en las Tres Divinas Personas en potencia, sabiduría y amor, y en esto es semejante el alma a Dios; y para que pudiese venir a esto la creó a su imagen y semejanza» (Can B 39, 4).

            Y todo esto y lo anterior y lo posterior que se pueda decir, dentro y fuera de la Trinidad, todo es “Porque Dios es Amor”.

            A mi me alegra pensar que hubo un tiempo en que no existía nada, solo Dios, Dios infinito al margen del tiempo, de ese tiempo, que nos mide a todo lo creado en un antes y después, porque Él existe desde siempre. Por eso, en esto del ser y existir como en el amor, la iniciativa siempre es de Dios. El hombre, cualquier criatura, cuando mira hacia Dios, se encuentra con una mirada que le ha estado mirando con amor desde siempre, desde toda la eternidad. Todo amor en el hombre es reflejo. No existía nada, solo Dios.

            Y este Dios, que por su mismo ser infinito es inteligencia, fuerza, poder..., cuando S. Juan quiere definirlo en una sola palabra, nos dice: “Dios es amor”. Su esencia es amar, si dejara de amar, dejaría de existir. Podía decir S. Juan también que Dios es fuerza infinita, inteligencia infinita, porque lo es, pero él prefiere definirlo así para nosotros, porque así nos lo ha revelado su Hijo, Verbo y Palabra Amada, en quien el Padre se complace eternamente.

            Por eso nos lo envió, porque era toda su Verdad, toda su Sabiduría, todo lo que Él se sabe y quiere que sepamos de Él por Sí mismo y a la vez es el Amado, lo que más quería. Y también nos lo entregó: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su propia Hijo” porque quiere que vivamos su misma vida trinitaria de Padre y así gozarse también en nosotros y nosotros en Él, al estar nosotros identificados con

su Unigénito, en el que eternamente se goza de estar engendrando como Padre con Amor Personal de Espíritu Santo. Y así es como entramos nosotros en el círculo del Amor o triángulo de la Vida Trinitaria.

            Y este Dios tan infinitamente feliz en sí y por sí mismo, entrando dentro de su mismo ser infinito, viéndose tan lleno de amor, de hermosura, de belleza, de felicidad, de eternidad, de gozo, piensa en otros posibles seres para hacerles partícipes de su mismo ser, amor, para hacerles partícipes de su misma felicidad. Se vio tan infinito en su ser y amor, tan lleno de luz y resplandores eternos de gloria, que a impulsos de ese amor en el que se es y subsiste, piensa desde toda la eternidad en crear al hombre con capacidad de amar y ser feliz con Él, en Él y por Él y como Él.

            El hombre ha sido soñado por el amor de Dios. Es un proyecto amado de Dios: “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuéramos santos e irreprochables ante Él por el amor. Él nos ha destinado en la persona de Cristo por pura iniciativa suya a ser sus hijos para que la gloria de su gracia que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo redunde en alabanza suya... El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia ha sido un derroche de su voluntad. Este es el plan que había proyectado realizar por Cristo, cuando llegase el momento culminante, recapitulando en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra” (Ef 1,3.10).

            SI EXISTO, ES QUE DIOS ME AMA. Ha pensado en mí. Ha sido una mirada de su amor divino, la que contemplándome en su esencia infinita, llena de luz y de amor, me ha dado la existencia como un cheque firmado ya y avalado para vivir y estar siempre con Él, en una eternidad dichosa, que ya no se acabará nunca y que ya nadie puede arrebatarme porque ya existo, porque me ha creado primero en su Palabra creadora y luego recreado en su Palabra salvadora. “Nada se hizo sin ella... todo se hizo por ella” (Jn 1,3). Con un beso de su amor, por su mismo Espíritu, me da la existencia, esta posibilidad de ser eternamente feliz en su ser amor dado y recibido, que mora en mí.

            SI EXISTO, ES QUE DIOS ME HA PREFERIDO a millones y millones de seres que no existirán nunca, que permanecerán en la no existencia, porque la mirada amorosa del ser infinito me ha mirado a mí y me ha preferido...Yo he sido preferido, tú has sido preferido; hermano, estímate, autovalórate, apréciate; Dios te ha elegido entre millones y millones que no existirán. Qué bien lo expresa S. Pablo: “Hermanos, sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien: a los que ha llamado conforme a su designio. A los que había escogido, Dios los predestinó a ser imagen de su Hijo para que Él fuera el primogénito de muchos hermanos. A los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó” (Rom 8, 28.3). Es un privilegio el existir. Expresa, indica que Dios te ama, piensa en ti, te ha preferido. Ha sido una mirada amorosa del Dios infinito, la que contemplando la posibilidad de existencia de millones y millones de seres posibles, ha pronunciado mi nombre con ternura y me ha dado el ser humano. !Qué grande es ser, existir, ser hombre, mujer! Dice un autor de nuestros días: «No debo, pues, mirar hacia fuera para tener la prueba de que Dios me ama; yo mismo soy la prueba. Existo, luego soy amado».(G. Marcel). Para nosotros, creyentes, ser, existir es ser amados.

            SI EXISTO, YO VALGO MUCHO, porque todo un Dios me ha valorado y amado y señalado con su dedo creador ¡Qué bien lo expresó Miguel Ángel en la capilla Sixtina! ¡Qué grande eres, hombre! Valórate. Y valora a todos los vivientes, negros o amarillos, altos o bajos. Todos han sido singularmente amados por Dios. No desprecies a nadie. Dios los ama y los ama por puro amor, por puro placer de que existan para hacerlos felices eternamente, porque Dios no tiene necesidad de ninguno de nosotros. Dios no nos crea porque nos necesite. Dios crea por amor, por pura gratuidad, Dios crea para llenarnos de su vida.

            Con qué respeto, con qué cariño nos tenemos que mirar unos a otros, porque fíjate bien: una vez que existimos, ya no moriremos nunca, nunca... somos eternos. Aquí nadie muere. Los muertos están todos vivos. Si existo, yo soy un proyecto de Dios, pero un proyecto eterno. Ya no caeré en la nada, en el vacío ¡Qué alegría existir, qué gozo ser viviente! Mueve tus dedos, tus manos; si existes, no morirás nunca. Mira bien a los que te rodean. Vivirán siempre. Somos semejantes a Dios, por ser amados por Dios.

            Desde aquí debemos echar una mirada a lo esencial de todo apostolado auténtico y cristiano, a la misión trascendente y llena de responsabilidad que Cristo ha confiado a la Iglesia: todo hombre es una eternidad en Dios, aquí nadie muere, todos vivirán eternamente, o con Dios o sin Dios. Por eso, qué terrible responsabilidad tenemos cada uno de nosotros con nuestra vida. Desde aquí se comprende mejor lo que valemos: la pasión, muerte, sufrimientos y resurrección de Cristo.

El que se equivoque, se equivocará para siempre, para siempre, para siempre, terrible responsabilidad para cada hombre y terrible sentido y profundidad de la misión confiada a todo sacerdote, a todos los apóstoles de Jesucristo, por encima de todos los bienes creados y efímeros de este mundo. Si se tiene fe, si se cree en el Viviente, en la eternidad, hay que trabajar sin descanso y con conceptos claros de apostolado y eternidad por la salvación de todos y cada uno de los hombres. No estoy solo en el mundo, alguien ha pensado en mí, alguien me mira con ternura y cuidado; aunque todos me dejen; aunque nadie pensara en mí; aunque mi vida no sea brillante para el mundo o para muchos, Dios me ama, me ama, me ama, y siempre me amará. Por el hecho de existir, ya nadie podrá quitarme esta gracia y este don.

            SI EXISTO, ES QUE ESTOY LLAMADO A SER FELIZ ETERNAMENTE, a amar y ser amado por el Dios Trino y Uno. Éste es el fín del hombre. Y por eso su gracia es ya vida eterna, que empieza aquí abajo y los santos y los místicos la desarrollan tanto, que no se queda en semilla como en mí, sino que florece en eternidad anticipada, como los cerezos de mi tierra en primavera. “En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, os lo diría, porque voy a prepararos el lugar. Cuando yo me haya ido y os haya preparado el lugar, de nuevo volveré y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy estéis también vosotros” (Jn 14,2-4). “Padre, los que tú me has dado, quiero que donde esté yo estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria, que tú me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo” (Jn 17, 24).

            Y todo esto que estoy diciendo de mi propia existencia, tengo que ponerlo también en la existencia de mis

hermanos. Y esto da hondura y seriedad y responsabilidad eterna a mi sacerdocio y me anima a trabajar sin descanso por la salvación eterna de mis hermanos los hombres. ¡Qué grande es el misterio de Cristo, de la Iglesia! No quiero ahora ni tocarlo. Somos sembradores, cultivadores y recolectores de eternidades. ¡Que ninguna se pierda, Señor! Si existen, es que son un proyecto eterno de tu amor. Si existen, es que Dios los ha llamado a su misma felicidad esencial.

            Y como Dios tiene un proyecto de amor sobre mí y me ha llamado a ser feliz en Él y por Él, quiero serle totalmente fiel, y pido perdón de mis fallos y quiero no defraudarle en la esperanza que ha depositado en mí, en mi vida, en mi proyecto y realización. Quiero estar siempre en contacto con Él para descubrirlo. Y qué gozo, saber que, cuando yo me vuelvo a Él para mirarle, resulta que me encuentro con Él, con su mirada, porque Él siempre me está mirando, amando, gozándose con mi existir. Ante este hecho de mi existencia, se me ocurren tres cosas principalmente, que paso a describir a continuación.

            Por eso los místicos de todos los tiempos son los adelantados que entran, por la oración contemplativa o contemplación amorosa, en la intimidad con Dios, tierra sagrada prometida a todos los hombres y, por el amor contemplativo, por «llama de amor viva», conocen estas cosas y vienen cargados con frutos de eternidad de la esencia divina hasta nosotros, que peregrinamos en la fe y esperanza.

            Son los profetas que Dios envía a su Iglesia en todos los tiempos. Son los que por experiencia viva se adentran por unión y transformación de amor en el mismo volcán siempre en erupción de ser y felicidad y misterios y verdades del amor de Dios, y nos explican y revelan estas realidades de ternura para con el hombre encerradas en la esencia de Dios, que se revela en la creación y recreación gozosa y contemplativa por Cristo, por su Palabra hecha carne y pan de Eucaristía.

            Nadie sabría convencernos del hecho de que hemos sido creados por Dios para ser felices mejor que lo hace S. Catalina de Siena con esta plegaria inflamada de amor a Dios Trinidad: «Cómo creaste, pues, oh Padre eterno, a esta criatura tuya? Me deja fuertemente asombrada esto: veo, en efecto, cómo Tú me muestras, que no la creaste por otra razón que ésta: con tu luz te viste obligado por el fuego de tu amor a darnos el ser, no obstante las iniquidades que íbamos a cometer contra ti. El fuego de tu amor te empujó. ¡Oh Amor inefable! aún viendo con tu luz infinita todas las iniquidades que tu criatura iba a cometer contra tu infinita bondad, Tú hiciste como quien no quiere ver, pero detuviste tu mirada en la belleza de tu criatura, de la cual, como loco y ebrio de amor, te enamoraste y por amor la atrajiste hacia tí dándole EXISTENCIA A IMAGEN Y SEMEJANZA TUYA. Tu verdad eterna me ha declarado tu verdad: que el amor te empujó a crearla (Oración V).

            Concluyamos creyendo y viviendo: "En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que el nos amo primero…” (1Jn.4,9-10).

19. PORQUE EL SAGRARIO NOS REVELA QUE “TANTO AMÓ DIOS AL MUNDO QUE ENTREGÓ A SU PROPIO HIJO PARA QUE NO PEREZCA NINGUNO DE LOS QUE CREEN EN ÉL SINO QUE TENGAN VIDA ETERNA”.

            En el Sagrario está “El pan de vida…de vida eterna”, es Jesucristo, Hijo de Dios, Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, Espíritu Santo, cumpliendo su voluntad con extremo, hasta dar la vida, hasta el final de los tiempos.

Ahí nos espera Jesucristo para enseñarnos a obedecer al Padre como Él hasta dar la vida:“a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que obedecen en autor de salvación eterna” (cf Hb 5,7-9). Por tanto, teniendo un gran Pontífice, que penetró los cielos, Jesús el Hijo de Dios, retengamos nuestra profesión. Porque no tenemos un Pontífice que no se pueda compadecer de nuestras flaquezas; mas tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado. Lleguémonos pues confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia, y hallar gracia para el oportuno socorro”(Hb 4, 14-16).

San Juan, que estuvo junto a Cristo en la cruz, resumió todo este misterio de dolor y de entrega en estas palabras: “Tanto amó Dios al hombre, que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los creen en él” (Jn 3,16). No le entra en la cabeza que Dios ame así al hombre, hasta este extremo, por eso, el entregó tiene sabor de «traicionó».

            Y realmente, en el momento cumbre de la vida de Cristo, que es su pasión y muerte, esta realidad de crudeza impresionante es percibida por S. Pablo como plenitud de amor y totalidad de entrega dolorosa y extrema. Al contemplar a Cristo doliente y torturado, no puede menos de exclamar: “Me amó y se entregó por mí”. Por eso, S. Pablo, que lo considera “todo basura y estiércol, comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo,” llegará a decir: “No quiero saber más que de mi Cristo y éste crucificado”.

            Queridos hermanos, ¿Qué será el hombre? ¿qué encerrará en su realidad para el mismo Dios que lo crea? ¿qué seré yo? ¿Qué serás tú y todos los hombres? Pero ¿Qué será el hombre para Dios, que no le abandona ni caído y no le deja postrado en su muerte pecadora? Yo creo que Dios se ha pasado con nosotros. “Tanto amó Dios al hombre que entregó (traicionó) a su propio Hijo”. Porque no hay justicia. No me digáis que Dios fue justo. Los ángeles se pueden quejar, si pudieran, de injusticia ante Dios. Bueno, no sabemos todo lo que Dios ha hecho por levantarlos. Cayó el ángel, cayó el hombre. Para el hombre hubo redentor, su propio Hijo, para el ángel no hubo redentor. ¿Por qué para nosotros sí y para ellos no? ¿Dónde está la igualdad? ¿Qué ocurre aquí? Es el misterio de predilección de amor de Dios por el hombre: “Tanto amó Dios al hombre, que...(traicionó) Por esto, Cristo crucificado es la máxima expresión del amor del Padre y del Hijo: “Nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos”. Y Cristo la dio por todos nosotros.

            Este Dios infinito, lleno de compasión y ternura por el hombre, viéndole caído y alejado para siempre de su proyecto de felicidad, entra dentro de sí mismo, y mirando todo su amor y toda su sabiduría y todo su poder, descubre un nuevo proyecto de salvación, que a nosotros nos escandaliza, porque en él abandona a su propio Hijo, prefiere en ese momento el amor a los hombres al de su Hijo.

            Cuando S. Pablo lo describe, parece que estuviera en esos momentos dentro del consejo Trinitario. En la plenitud de los tiempos, dice S. Pablo, no pudiendo Dios contener ya más tiempo este misterio de amor en su corazón, explota y lo pronuncia y nos lo revela a nosotros. Y este pensamiento y este proyecto de salvación es su propio Hijo, pronunciado en Palabra y Revelación llena de Amor de su mismo Espíritu, es Palabra ungida de Espíritu Santo, es Jesucristo, la explosión del amor de Dios a los hombres. En Él nos dice: Os amo, os amo hasta la locura, hasta el extremo, hasta perder la cabeza.

            Y esto es lo que descubre San Pablo en Cristo Crucificado: “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley” (Gal 4,4). “Y nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para la alabanza del esplendor de su gracia, que nos otorgó gratuitamente en el amado, en quien tenemos la redención por su sangre...” (Ef 1,3-7).

            Para S. Juan de la Cruz, Cristo crucificado tiene el pecho lastimado por el amor, cuyos tesoros nos abrió desde el árbol de la cruz: «Y al cabo de un gran rato se ha encumbrado/ sobre un árbol do abrió sus brazos bellos,/ y muerto se ha quedado, asido de ellos,/ el pecho del amor muy lastimado».

            Cuando en los días de la Semana Santa, leo la Pasión o la contemplo en las procesiones, que son como una catequesis puesta en acción, me conmueve ver pasar a Cristo junto a mí, escupido, abofeteado, triturado... Y siempre me pregunto lo mismo: ¿por qué, Señor, por qué fue necesario tanto sufrimiento, tanto dolor, tanto escarnio...? Fue necesario para que el hombre nunca pueda dudar de la verdad del amor de Dios. No los ha dicho antes S. Juan: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo”.

            Por todo esto, cuando miro al Sagrario y el Señor me explica todo lo que sufrió por mí y por todos, desde la Encarnación hasta su Resurrección, yo sólo veo una cosa: amor, amor loco de Dios al hombre. Jesucristo, la Eucaristía, Jesucristo Eucaristía es Dios amando locamente a los hombres. Este es el único sentido de su vida, desde la Encarnación hasta la muerte y la resurrección. Y en su nacimiento y en su cuna no veo ni mula ni buey ni pastores...; solamente amor, infinito amor que se hace tiempo y espacio y criatura por nosotros: “Siendo Dios... se hizo semejante a nosotros en todo menos en el pecado…” En el Cristo polvoriento y jadeante de los caminos de Palestina, que no tiene tiempo a veces ni para comer ni descansar, en el Cristo de la Samaritana a la que va a buscar y se sienta agotado junto al pozo porque tiene sed de su alma, en el Cristo de la adúltera, de Zaqueo...etc, sólo veo amor; y como aquel es el mismo Cristo del Sagrario, en el Sagrario sólo veo amor, amor extremo, apasionado, ofreciéndose sin imponerse, hasta dar la vida en silencio y olvidos, solo amor.

            Y todavía este corazón mío, tan sensible para otros amores y otros afectos y otras personas, tan sentido en las penas propias y ajenas ¿No se va a conmover ante el amor tan apasionado de mi Padre Dios, hasta el punto de que le «traiciona», le engaña a todo un Dios infinitamente moderado y prudente? ¿No voy a sentir ternura de amor ante el amor tan «lastimado» de mi Cristo en la cruz? ¿Tan duro va a ser para su Dios Señor y tan sensible para los amores humanos?

            Dios mío, pero ¿Quién y qué soy yo? ¿Qué es el hombre, para que le busques de esta manera? ¿Qué puede darte el hombre que Tú no tengas?¿Qué buscas en mí? ¿Qué ves en nosotros para buscarnos así? No lo comprendo, no me entra en la cabeza. Padre, “abba”, papá Dios, quiero amarte como Tú me amas; Cristo mío, quiero amarte, amarte de verdad, ser todo y sólo tuyo, porque nadie me ha amado como Tú. Ayúdame. Aumenta mi fe, mi amor, mi deseo de Tí. Señor, “Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo.”

            Hay un momento de la pasión de Cristo, que me impresiona fuertemente, siempre que viene a mi mente, porque es donde yo veo reflejada también esta predilección del Padre por el hombre y que S. Juan expresa maravillosamente en las palabras antes citadas: "Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó)a su propio Hijo."

            Es en Getsemaní. Cristo está solo, en la soledad más terrible que haya podido experimentar persona alguna, solo de Dios y solo de los hombres. La Divinidad le ha abandonado, siente sólo su humanidad en “la hora” elegida por el proyecto del Padre según dice S. Juan. No siente ni barrunta su ser divino, es un misterio. Y en aquella hora de angustia, el Hijo clama al Padre: “Padre, si es posible, pase de mi este cáliz...” Y allí nadie le escucha ni le atiende, nadie le da una palabra por respuesta. No hay ni una palabra de ayuda, de consuelo, una explicación para Él.... Cristo ¡Qué pasa aquí? Cristo ¿Dónde está tu Padre? ¿No era tu Padre Dios, un Dios bueno y misericordioso que se compadece de todos? ¿No decías Tú que te quería? ¿No dijo Él que Tú eres su Hijo amado? ¿Dónde está su amor al Hijo? No te fiabas totalmente de Él... ¿Qué ha ocurrido? ¿Es que ya no eres su Hijo? ¿Es que se avergüenza de Ti? Padre Dios, eres injusto con tu Hijo ¿Es que ya no le quieres como a Hijo, no ha sido un hijo fiel, no ha defendido tu gloria, no era el hijo bueno cuya comida era hacer la voluntad de su Padre, no era tu hijo amado en el que tenías todas tus complacencias....?

            ¿Qué pasa, hermanos? ¿Cómo explicar este misterio? El Padre Dios, en ese momento, tan esperado por Él desde toda la eternidad, está tan pendiente de la salvación de los nuevos hijos que por la muerte tan dolorosa del Hijo va a conseguir, que no oye ni atiende a sus gemidos de dolor, sino que tiene ya los brazos abiertos para abrazar a los nuevos hijos que van a ser salvados y redimidos por el Hijo y por ellos se ha olvidado hasta del Hijo de sus complacencias, del Hijo Amado: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio hijo”.

            Por eso, mirando a este mismo Cristo, esta tarde en el Sagrario, quiero decir con S. Pablo desde lo más profundo de mi corazón: "Me amó y entregó por mi"; " No quiero saber más que de mi Cristo y éste, crucificado."

            DIOS ME AMA, ME AMA, ME AMA Y vuelven nuevamente a mi mente los interrogantes: pero ¿qué es el hombre? ¿Qué será el hombre para Dios? ¿Qué seremos tú y yo para el Dios infinito, que proyecta este camino de Salvación tan duro y cruel para su propio Hijo, tan cómodo y espléndido para el hombre? ¡Qué grande debe ser el hombre, cuando Dios se rebaja y le busca y le pide su amor...! ¡Qué será el hombre para este Dios, cuando este Dios tan grande se rebaja tanto, se humilla tanto y busca tan extremadamente el amor de este hombre! ¡Qué será el hombre para Cristo, que se rebajó hasta este extremo para buscar el amor del hombre!

             ¡Dios mío, no te comprendo, no te abarco y sólo me queda una respuesta: es una revelación de tu amor que contradice toda la teología que estudié, pero que el conocimiento de tu amor me lleva a insinuarla, a exponerla con duda para que no me condenen como hereje! Te pregunto, Señor, ¿Me pides de esta forma tan extrema mi amor porque lo necesitas? ¿Es que sin él no serías infinitamente feliz? ¿Es que necesitas sentir mi amor, meterme en tu misma esencia divina, en tu amor trinitario y esencial, para ser totalmente feliz de haber realizado tu proyecto infinito? ¿Es que me quieres de tal forma que sin mí no quieres ser totalmente feliz? Padre bueno, que hayáis decidido en consejo Trinitario no querer ser feliz eternamente sin el hombre, ya me cuesta trabajo comprenderlo, porque el hombre no puede darte nada que tú no tengas, que no lo haya recibido y lo siga recibiendo de Ti. Comprendo también que te llene tan infinitamente tu Hijo en reciprocidad de amor que hayas querido hacernos a todos semejantes a Él, tener y hacer de todos los hombres tu Hijo, esto es, hacernos tus hijos en el Hijo. Lo comprendo por la pasión de amor Personal de Espíritu Santo, volcán en infinita y eterna erupción de amor, que sientes por Él, pero no comprendo, no me entra en la cabeza lo que has hecho por el hombre, porque es como decirnos que el Dios infinito Trino y Uno no puede ser feliz sin el hombre. Es como cambiar toda la teología desde donde Dios no necesita del hombre para nada.

            Dios mío, quiero amarte. Quiero corresponder a tanto amor y quiero que me vayas explicando desde tu presencia en el Sagrario, por qué tanto amor del Padre, porque Tú eres el único que puedes explicármelo, el único que lo comprendes, porque ese amor te ha herido y llagado, lo has sentido. Tú eres ese amor hecho carne y hecho pan. Tú eres el único que lo sabes, porque te entregaste totalmente a él y lo abrazaste y te empujó hasta dar la vida y yo necesito saberlo, para corresponder y no decepcionar a un Dios tan generoso y tan bueno, al Dios más grande, al Dios revelado por Jesucristo, en su persona, palabras y obras, un Dios que me quiere de esta forma tan extremada.

            Señor, si tú me predicas y me pides tan dramáticamente, con tu vida y tu muerte y tu palabra, mi amor para el Padre, si el Padre lo necesita y lo quiere tanto, como me lo ha demostrado, no quiero fallarle, no quiero faltar a un Dios tan bueno, tan generoso. Y, si para eso tengo que mortificar mi cuerpo, mi inteligencia, mi voluntad, para adecuarlas a su verdad y su amor, purifica cuanto quieras y como quieras, que venga abajo mi vida, mis ideales egoístas, mi salud, mis cargos y honores, sólo quiero ser de un Dios que ama así. Toma mi corazón, purifícalo de tanto egoísmo, de tanta suciedad, de tanto yo, de tanta carne pecadora, de tanto afecto desordenado; pero de verdad, límpialo y no me hagas caso. Y cuando llegue mi Getsemaní personal y me encuentre solo y sin testigos de mi entrega, de mi sufrimiento, de mi postración y hundimiento a solas, ahora te lo digo por si entonces fuera cobarde: no me hagas caso,  hágase tu voluntad y adquiera yo esa unión con los Tres que más me quieren y que yo tanto deseo. Sólo Dios, sólo Dios, sólo Dios en el sí de mi ser y amar y existir.

            Dios me ama, me ama, me ama... y ¿qué me importan entonces todos los demás amores, riquezas, tesoros? ¿Qué importa incluso que yo no sea importante para nadie, si lo soy para Dios? ¿Qué importa la misma muerte, si no existe? Voy por todo esto a amarle y a dedicarme más a Él, a entregarme totalmente a Él, máxime cuando quedándome en nada de nada, me encuentro con el TODO de TODO, que es Él.

            Me gustaría terminar con unas palabras de S. Juan de la Cruz, extasiado ante el misterio del amor divino: «Y cómo esto sea no hay más saber ni poder para decirlo, sino dar a entender cómo el Hijo de Dios nos alcanzó este alto estado y nos mereció este subido puesto de poder ser hijos de Dios, como dice San Juan diciendo: Padre, quiero que los que me has dado, que donde yo estoy también ellos estén conmigo, para que vean la claridad que me diste, es a saber que tengan por participación en nosotros la misma obra que yo por naturaleza, que es aspirar el Espíritu Santo. Y dice más: no ruego, Padre, solamente por estos presentes, sino también por aquellos que han de creer por su doctrina en Mí. Que todos ellos sean una misma cosa de la manera que Tú, Padre, estás en Mí, y yo en ti; así ellos en nosotros sean una misma cosa. Y yo la claridad que me has dado he dado a ellos, para que sean una misma cosa, como nosotros somos una misma cosa, yo en ellos y Tú en mi porque sean perfectos en uno; porque conozca el mundo que Tú me enviaste y los amaste como me amaste a mí, que es comunicándoles el mismo amor que al Hijo, aunque no naturalmente como al Hijo...» (Can B 39,5).

            «Oh almas criadas para estas grandezas y para ellas llamadas! ¿qué hacéis?, ¿en qué os entretenéis?. Vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias. ¿Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tanta luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos, no viendo que, en tanto que buscáis grandezas y glorias, os quedáis miserables, y bajos, de tantos bienes hechos ignorantes e indignos!» (Can B, 39.7). Concluyo con S. Juan: “Dios es amor”. Todavía más simple, con palabras de Jesús: “El Padre os ama”. Repetidlas muchas veces. Creed y confiad plenamente en ellas. El Padre me ama, Dios me ama y nadie podrá quitarme esta verdad de mi vida.

            Perdámonos ahora unos momentos en el amor de Dios. Aquí, en ese trozo de pan, por fuera pan, por dentro Cristo, está encerrado todo este misterio del amor de Dios Uno y Trino a los hombres. Que Él nos lo explique. Está aquí con nosotros la Revelación del Amor del Padre, vivo, vivo y resucitado, confidente y amigo. Para Ti, Señor, mi abrazo y mi beso más fuerte y desde aquí, desde tu amor sacramentado, un beso y abrazo a todos mis hermanos, llamados a compartir este gozo en nuestro Dios Trino y Uno.

20. PORQUE EL SAGRARIO ES LA MEJOR ESCUELA PARA SEGUIR  Y AMAR A CRISTO PISANDO SUS MISMAS HUELLAS

  -- Aquí, en el Sagrario, se encuentra la mejor escuela de oración, de santidad, de apostolado, de hacer parroquia y comunidad, porque se encuentra el mejor maestro y la fuente de toda gracia: Jesucristo. Aquí se aprenden todas las virtudes, que practica Cristo en la Eucaristía: entrega silenciosa, sin ruido, sin nimbos de gloria, constancia, amor gratuito, humildad a toda prueba, perdón de todo olvido y ofensa. Como he dicho alguna vez, el Sagrario es la Biblia donde nuestra madres y padres, cuando no había tantas reuniones ni grupos de parroquia, aprendieron todo sobre Dios y sobre Cristo, sobre el evangelio y la vida cristiana, sobre su vida y salvación. Nuestras madres, los hombres y las mujeres sencillas de nuestros pueblos, muchas veces no han tenido más Biblia que el Sagrario.

  -- Necesitamos el pan de vida, como el pueblo de Dios por el desierto, para caminar, para no morir de hambre sin comer el maná bajado del cielo, anticipo de la Eucaristía. Necesitamos ese pan para superar las dificultades del camino, superar las esclavitudes de Egipto- nuestros pecados-, para superar las tentaciones del consumismo- ollas de Egipto-, para no adorar los ídolos de barro, los becerros de oro, que nos fabricamos y nos impiden el culto al Dios verdadero, en la travesía por el desierto.

-- Necesitamos el pan de vida como Eliseo, ante el peso y la fatiga de la misión evangelizadora. Necesitamos escuchar al

Señor que nos dice: “Levántate y come, porque el camino es demasiado largo para ti”. En la Eucaristía recuperamos las fuerzas del cansancio diario.

  -- Necesitamos del pan de vida, como los discípulos de Emaús cuando atardece y se oscurece la fe. Es en la Eucaristía donde Jesús nos abre los ojos del corazón y le reconocemos al partir el pan. Y allí volvemos a encontrar la comunidad que nos ayuda en el camino y de la que nos habíamos alejado.

  --Necesitamos de la Eucaristía, para seguir caminando en la vida cristiana. Sin Cristo no podemos y Cristo es ahora pan consagrado; por eso, le decimos: “Señor, danos siempre de ese pan”.

  Quien ama la eucaristía termina haciéndose eucaristía perfecta, se transforma en el Cristo que comulga y come y contempla: «Qué bien sé yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche». 

21. PORQUE «NADIE PUEDE COMER ESTA CARNE SIN ANTES ADORARLA... PECARÍAMOS SI NO LA ADORAMOS» (S. AGUSTÍN, Enarrationes en Psalmos 98, 8).

            Nuestra adoración a Dios es la que garantiza la pureza de nuestro encuentro con Él y la verdad del culto que le tributamos. Mientras el hombre adore a Dios, se incline ante Él, como ante el ser que «es digno de recibir la potencia, el honor y la soberanía» el hombre vive en la verdad y queda libre de toda sospecha y mentira, porque la vida es el supremo valor que tenemos y entregarla sólo se puede hacer por amor supremo.

            Este sentido, esta actitud de adoración ante el Dios Grande hace verdadero al hombre, y lo centra y da sentido pleno a su ser y existir: por qué vivo, para qué vivo... reconoce que sólo Dios es Dios y el hombre es criatura. Se libera así de la soberbia de la vida, adoradora del propio <yo>, a quien damos culto idolátrico de la mañana a la noche: “Mortificad vuestros miembros terrenos, la fornicación, la impureza, la liviandad, la concupiscencia y la avaricia, que es una especie de idolatría, por la cual viene la cólera de Dios sobre los hijos de la rebeldía” (Col 3, 5-6).

            Frente al precepto bíblico “Al Señor tu Dios adorarás y a él solo darás culto”, el hombre de todos los tiempos lleva dentro de sí mismo el instinto de adorarse a sí mismo y preferirse a Dios. Es la tendencia natural del pecado original. Todos, por el mero hecho de nacer, venimos al mundo con esa tendencia. Podemos decir que cada uno, dentro de sí mismo, lleva un ateo, unas raíces de rebelión contra Dios, que se manifiesta en preferirnos a Dios y darnos culto sobre el culto debido a Dios, que debe ser primero y absoluto.

            Mientras las cosas nos van bien, no se rebela, aunque siempre está actuando y no somos muchas veces conscientes. Pero cuando tenemos sufrimientos y cruces, cuando nos visita la enfermedad o el fracaso, nos rebelamos contra Dios: ¿Dónde está Dios? ¿Por qué a mí? En el fondo siempre nos estamos buscando a nosotros mismos. Por eso, cuando estoy dispuesto a ofrecer el sacrificio de mí mismo en el dolor y sufrimiento, en silencio y sin reflejos de gloria, prefiero a Dios sobre todo, y Él es el bien absoluto y primero. Y esta actitud prueba la verdad de mi fe y amor a Dios sobre todas las cosas.

            Jesús había dicho: “Nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos” (Jn 15,13). El sacrificio es una exigencia del amor. El supremo amor es el don de sí mismo, de la propia vida por el amado. El amor que pretendiese sólo la posesión del amado no sería verdadero. Por eso, la culminación del amor se encuentra en el sacrificio de la vida y el sufrimiento moral, que producen las renuncias más íntimas, forman parte del amor auténtico. Dios es el único que puede solicitar un amor hasta dar la vida.

            Cuando se ofrece una cosa, hay que renunciar a la posesión de la misma. Cuando se ofrece la propia vida hay que renunciar a la soberanía sobre la propia existencia. Y este desprendimiento se expresa principalmente mediante el gesto cultual del sacrificio. Es la expresión material, visible, de una actitud del alma, por la cual el hombre se ofrece a sí mismo mediante la ofrenda de otra cosa. Para que sea verdadero tiene que partir del amor, hacerlo desde dentro.

            Y esto es lo que nos pide la celebración de la Eucaristía, unirnos al sacrificio de Cristo y hacernos con Él víctimas y ofrendas de suave olor a Dios con los sacrificios que comporta cumplir su voluntad en la relación con Él y con los hermanos.

            El cristiano, que asiste a la Eucaristía, tiene la alegría de saber que el sacrificio ofrecido sobre el altar, llega hasta Dios infaliblemente y obtiene la gracia por medio de Cristo. El Padre quiso que este sacrificio ofrecido una vez sobre el Gólgota mereciese toda la gracia para el hombre y quiere que siga renovándose todos los días sobre el altar bajo la forma ritual y sacramental de la Eucaristía. Gracias a la Eucaristía, la humanidad puede asociarse cada vez más voluntariamente al sacrificio del Salvador ratificando así su compromiso con el sacrifico de Cristo, en nombre de todos, en la cruz y sabiendo que su sacrificio en el de Cristo será siempre aceptado por el Padre.

            En la economía de la Nueva Alianza la adoración de Dios tiene como centro, origen y modelo el misterio pascual de Cristo, “coronado de gloria y honor por haber padecido la muerte, para que por gracia de Dios gustase la muerte por todos” (Hbr 2,9b), que constituye a su vez el centro del culto y de la vida cristiana.

            La adoración del Padre, el reconocimiento de su santidad, de su señorío absoluto sobre la propia vida y sobre el mundo, ha sido ciertamente el móvil, la razón propulsora de toda la existencia de Cristo Jesús. Por eso la Eucaristía se convierte en el supremo acto de adoración al Padre por el Espíritu, en la adoración más perfecta, única. En la Eucaristía está el “todo honor y toda gloria” que la Iglesia puede tributar a Dios, y que necesariamente tiene que pasar «por Cristo, con Él y en Él».

            La carta a los hebreos pone en boca del Hijo de Dios, “al entrar en este mundo” las palabras del salmo 40,7-9, en las que Cristo expresa su voluntad de adhesión plena y radical al proyecto del Padre: “No has querido sacrificios ni ofrendas, pero en su lugar me has formado un cuerpo... No te han agradado los holocaustos ni los sacrificios por el pecado. Entonces dije: Aquí estoy yo para hacer tu voluntad, como en el libro está escrito de mí” (Hebr.10, 5-7).  

            Y esta actitud la vivió ya desde el comienzo de su vida apostólica, cuando se retira a la oración y a la soledad del desierto para prepararse a la misión que el Padre le ha confiado; ante el tentador, proclama sin ambages, que sólo Dios es digno de adoración verdadera: “Retírate, Satanás, porque está escrito: Al Señor tu Dios adorarás y a él sólo darás culto” (Mt.4, 10). Sólo Dios merece adoración[6].

La obediencia al Padre

            Hemos subrayado que el valor del sacrificio de Cristo no reside en la materialidad de derramar sangre, sino en la obediencia al Padre, en adoración total, hasta dar la vida, como el Padre ha dispuesto. En el evangelio de Juan encontramos una declaración de Jesús que arroja mucha luz sobre esta actitud de sumisión a la voluntad del Padre, que inspira toda la Pasión: “Por eso me ama el Padre, porque yo doy mi vida para volverla a tomar. Nadie me la quita sino que yo mismo la doy. Tengo poder para darla y poder tengo para tomarla otra vez; éste es el mandato que he recibido del Padre” (Jn 10, 17-18). En esta adoración obedencial se realiza el sacrificio del Salvador.

            San Pablo ha expuesto muy concretamente en el himno cristológico de su Carta a los Filipenses, que ya hemos mencionado varias veces, el papel de la obediencia de Cristo Jesús en la Encarnación y Pasión: “Tened en vosotros estos sentimientos de Cristo Jesús...” Este Cristo humillado, despreciado, angustiado hasta la muerte en el Huerto de los Olivos: “sentaos aquí, mientras yo voy a orar... triste está mi alma hasta la muerte; quedaos aquí mientras yo voy a orar”,  invocando al Padre, para que le libre de ese cáliz que está a punto de beber: “Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz, pero que no se haga como yo quiero sino como tú quieres...”, por la fuerza de la oración se ha levantado decidido, dispuesto a obedecer y someterse totalmente al proyecto del Padre: “Levantaos, vamos; ya llega el que va a entregarme” (Mt 26,36-40). Cuando se levantó de su postración en el Huerto de los Olivos, el Salvador había renovado su sacrificio al Padre, ofrecido ya en la Cena. En su pasión y muerte no hizo más que cumplir lo que en esta obediencia había prometido y aceptado.

            En la santa Eucaristía se hacen presentes todos estos sentimientos de Cristo, en los que nosotros podemos y debemos participar haciéndonos una ofrenda con Él. Los que asisten a Eucaristía no hacen suyo el sacrificio de Cristo si no aceptan esta actitud fundamental de obediencia y ofrenda.   Penetrar en el misterio de la Eucaristía es identificarse totalmente con el misterio de Cristo y someterse sin condiciones y sin reservas a una voluntad que puede conducirnos a la cruz; es aceptar obedecer a Dios hasta el heroísmo, ayudados por su gracia y su fuerza, que nos puede hacer sentir como a Pablo y a tantos santos de la Iglesia: “Me alegro con gozo en mis debilidades, para que así habite en mí la fuerza de Cristo” “cuando soy más débil, entonces hago vivir en mí la fuerza de Dios” “Estoy crucificado con Cristo; vivo yo pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí y mientras vivo en esta carne, vivo en la fe del Hijo de Dios que amó y se entregó por mí”.

            Unidos a Cristo ponemos en las manos de nuestro Padre del cielo el tesoro de nuestra vida y libertad y así hacemos el don más completo de nosotros mismos en un verdadero señorío sobre todo nuestro ser y existir. De esta forma, en medio de nuestros sufrimientos y debilidades, terminaremos confiándonos totalmente al Padre: “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo...”; “Lo que es a mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual yo estoy crucificado para el mundo y el mundo para mí” (Gal 6,14)... “Porque los judíos piden señales, los griegos buscan sabiduría, mientras que nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, locura para los gentiles, mas poder y sabiduría de Dios para los llamados...” (1Cor 1,23-24).

            La “hora” de Cristo: fidelidad al Padre, hasta la muerte. La fidelidad de toda la vida de Jesús al Padre y a la misión que le ha confiado (cf. Jn.17, 4) tiene su momento culminante en la aceptación voluntaria de su pasión y muerte: “para que el mundo conozca que yo amo al Padre y que hago lo que el Padre me ha ordenado” (Jn.14,30.31).

            En efecto, Cristo no aceptó la muerte de forma pasiva, sino que consintió en ella con plena libertad (cfr Jn.10,17). La muerte para Cristo es la coronación de una vida de fidelidad plena a Dios y de solidaridad con el hombre. Él tiene conciencia de que el Padre le pide que persevere hasta el extremo en la misión que le ha confiado. Y, como Hijo, se adhiere con amor al proyecto del Padre y acepta la muerte como el camino de la fidelidad radical.

            En este proyecto entraba el que Cristo, a través del sufrimiento, conociese el valor de la obediencia al Padre. Jesús aprende, pues, la obediencia filial mediante una educación dolorosa: la experiencia de la sumisión al Padre. Con su obediencia, Cristo se opuso a la desobediencia del primer hombre. (Cfr.Rom.5, 19) y a la de los israelitas (3,4-7). “Habiendo ofrecido en los días de su vida mortal oraciones y súplicas con poderosos clamores y lágrimas al que era poderoso para salvarle de la muerte, fue escuchado por su reverencial temor” (Hbr 5,7-8).

            La pasión de Cristo es presentada como una petición, como una ofrenda y como un sacrificio. Estos versículos evocan una ofrenda dramática y nos enseñan que cuando pedimos algo a Dios, si es de verdad, debe ir acompañada de nuestra ofrenda total como en el Cristo de la Pasión: “Padre mío, si no es posible que pase sin que yo lo beba, hágase tu voluntad” (Mt 26,42). Es la misma actitud que, cuando al final de su actividad pública, comprende que ha llegado “su hora”: “Ahora mi alma se siente turbada. ¿Y qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora? ¡Mas para esto he venido yo a esta hora! Padre, glorifica tu nombre” (Jn 12,26-27). El deseo más grande de Cristo es la gloria del Padre. Y la gloria del Padre le hace pasar por la pasión y la muerte.

            “Y aunque era Hijo, aprendió por sus padecimientos la obediencia...”(Hbr 5,7-8). Estas palabras encierran el misterio más profundo de nuestra redención: Cristo fue escuchado porque aprendió sufriendo lo que cuesta obedecer. “el amor de Dios -escribe Juan- consiste en cumplir sus mandamientos” (1Jn 5,3; cfr. Jn 14,5.21). Aquí podemos captar mejor el significado de la Encarnación y la Redención, realizadas por obediencia al proyecto del Padre.

            Cristo, que es Hijo de Dios, no es celoso de su condición filial, al contrario, por amor a nosotros, se pone a nuestra altura humana, para hacerse verdaderamente solidario con nosotros en las pruebas. Vive una situación dramática, que le hace rezar y suplicar con “grandes gritos y lágrimas”. Aquí el autor se refiere a toda la pasión de Cristo, pero especialmente cuando en su agonía reza a su Padre: “Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz; sin embargo, no se haga como yo quiero, sino como quieres tú” (Mt 26 36-47). Esta fidelidad al proyecto del Padre no le resultó fácil a Cristo sino costosa. En el Huerto de los Olivos confiesa el deseo más profundo de toda naturaleza humana: el deseo de no morir y menos de muerte cruel y violenta. En la narración de los Sinópticos: Mt.26, 36-47; Mc.14,32-42 y Lc.22,40-45 aparece el profundo conflicto y la profunda lucha que se produce en Jesús entre el instinto natural de vivir y la obediencia al Padre que le hace pasar por la muerte: “Aunque era hijo, en el sufrimiento aprendió a obedecer” (Heb.5,8).

            Humanamente, Jesús no puede comprender su muerte, que parece la negación misma de su obra de instauración del reino de Dios. El rechazo por parte de los hombres, el comportamiento de los mismos discípulos ante su agonía y pasión, sumergen a Cristo en una espantosa soledad; toca con sus propias manos la profundidad del fracaso más absurdo. Sin embargo, incluso ante la oscuridad más desoladora, Jesús sigue repitiendo la oración dirigida al Padre con inmensa angustia: “Padre si es posible... pero no se haga mi voluntad sino la tuya.” El himno cristológico de Filipenses de 2,6-11 evidencia esta obediencia radical: “Se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz”.

22. PORQUE EN EL PAN EUCARÍSTICO ESTÁ EL AMOR DEL PADRE AL HIJO Y DEL HIJO AL PADRE ABRAZÁNDONOS EN AMOR TRINITARIO.

            ESTÁ EL ESPÍRITU DE AMOR que le formó, como hombre, en el seno de María, y, en la Eucaristía, trasforma el pan en Cristo; es el que transforma el pan por la potencia de su Amor, Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre que tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él; El Espíritu del Padre es su Vida y Amor, Amor de Espíritu Santo del Padre, por cuyo amor, por cuya potencia de amor el pan se convierte en Cristo y Cristo se encarna en un trozo de pan para seguir amando y salvando a los hombres.

            La Eucaristía es una Encarnación continuada, que prolonga no sólo la presencia sino todo el misterio vivido y realizado por Cristo, el Hijo de Dios, enviado por el Padre, por obra del Espíritu Santo. La Eucaristía, como la Encarnación tienen diversas etapas y aspectos semejantes que deben ser meditados.

            En primer lugar, ambas son un don de Dios a los hombres, porque ambas son obra del Espíritu Santo, Supremo Don Divino, y son dones para la salvación de los hombres, por medio del Hijo, encarnado en naturaleza humana en una primera etapa y, luego, en un poco de pan y vino en la segunda; ambas también son una manifestación palpable del amor de Dios Padre al hombre. Si San Juan, refiriéndose a Cristo, nos dice que “tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo Unigénito”, esta entrega podemos interpretarla tanto en sentido de encarnación como de entrega eucarística; en ambas nos deja la presencia real del Hijo, aunque de diverso modo, obedeciendo al Padre en su proyecto de amor sobre el hombre.

            Desde la Encarnación, pasando por Resurrección, hasta la Ascensión, todo se hace con amor del Espíritu de Dios, del Espíritu Divino, del Espíritu Santo, del amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre que le hace Padre aceptando todo su amor y vida en el que Él se hace Hijo. Bien claro lo dijo el Señor, antes de partir al cielo aunque los Apóstoles no

lo entendieron hasta vino el Espíritu, el mismo Cristo hecho Espíritu de Amor, hecho fuego de Espíritu Santo. El Espíritu Santo es el gran desconocido. “Ni siquiera hemos oído hablar del Espíritu Santo” dijeron a San Pablo algunos creyentes. Y sin embargo, para Cristo, es el único que puede llevamos “a la verdad completa,” a la vivencia total del cristianismo: “Porque os he dicho estas cosas, os habéis puesto tristes, pero os digo la verdad, si yo no me voy, no vendrá a vosotros el Espíritu Santo…cuando Él venga, os llevará hasta la verdad completa”. Vamos a ver, con todo respeto, Cristo, es que Tú no sabes llevarnos “a la verdad completa,” ¿es que no puedes? “Me voy y volveré”: Pentecostés. Y vino Cristo, pero esta vez hecho fuego, llama de amor vida, y se acabaron los miedos y se abrieron los cerrojos de las puertas y predicaron abiertamente a Cristo, cosa que no habían hecho, aún habiendo visto a Cristo Resucitado. Y es que la presencia y acción y los dones del Espíritu Santo nos son absolutamente necesarios para vivir y experimentar a Cristo, al Evangelio, a la Eucaristía.

            Lo repetiré muchas veces: Los misterios cristianos no se comprenden si no se viven. Y sólo se viven por el fuego del Espíritu Santo. Pregúntenselo a los santos, a los místicos, a los evangelizadores, a todos los que han trabajado y comprometido en serio con Cristo y con su Iglesia, a los que han hecho obras importantes de amor por los hombres. Los Apóstoles, como muchos de nosotros, se habían quedado con lo exterior de los hechos y dichos de Cristo. Pero esto no es lo grande y lo verdadero, “la verdad completa” de Cristo, de todos sus dichos y hechos están en su ser y existir interior e invisible, en su Espíritu, en su Amor, con los que fueron dichos o realizados. Por eso, para conocer a Cristo, para saber de Eucaristía “en espíritu y verdad” necesitamos su Espíritu, el Espíritu Santo. Y ese Espíritu realiza el misterio del Pan consagrado y por lo tanto permanece en él porque si desaparece, se destruye: “El que me come vivirá por mí”. Esa vida es la vida de su amor, del Espíritu Santo. En el Pan consagrado está todo el amor de Cristo, desde que nace por obra del Espíritu Santo hasta que resucita y sube y nos envía su mismo Espíritu.

23. PORQUE EN EL SAGRARIO ESTÁ JESUCRISTO, PAN DE VIDA ETERNA, PARA  SER COMIDO EN COMUNIÓN DE FE, ESPERANZA Y AMOR

            El Espíritu Santo es el fuego y potencia creadora de la Eucaristía. Sólo la potencia y la fuerza del Espíritu Santo, invocado en la epíclesis de la Eucaristía, puede transformar el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo; sólo la potencia y el fuego de su Amor Personal Trinitario puede transformar por dentro a los que comen este Cuerpo y esta Sangre; sólo Él puede hacer que nuestra participación sea verdadera y espiritual, según la fuerza y potencia de amor comunicada por Él, la misma que llevó a Cristo a la obediencia y a la ofrenda total de su vida al Padre por este Amor Personal de Espíritu Santo del Hijo al Padre y del Padre al Hijo, aceptando su ofrenda mediante la resurrección.

  Nosotros aquí y en el cielo no podemos entrar en este amarse infinitamente del Dios Uno y Trino, si no es por la comunicación de su mismo Espíritu.

            Si el Espíritu Santo es el alma y vida y espíritu de Cristo, que realizó el misterio de la Encarnación, formándolo en el seno de la Virgen Madre, no queda lugar a dudas de que ese mismo amor le lleva a Cristo a ofrecerse al Padre en su pasión y muerte, y el mismo Espíritu Santo hace el misterio de la consagración del pan y del vino, y de la transformación en Cristo por ese mismo Espíritu de todos los que comen ese pan y ese vino. Es el Espíritu Santo el que inspira el proyecto del Padre, es el Espíritu Santo el que mueve a Cristo a ofrecerse en el Consejo Trinitario ante el Padre: “Padre no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad”, es el Espíritu Santo el que está presente en su bautismo de iniciación en el ministerio evangélico y le lleva lleno de fuego apostólico, sudoroso y polvoriento, por los caminos de Palestina, el que le movió a Cristo, “habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo,” a instituir la Eucaristía, llevándole a cumplir la voluntad del Padre, en adoración obedencial total hasta pasar por la pasión y la muerte en cruz, donde le entregó su espíritu al Padre en confianza y seguridad total de que aceptaría su sacrificio por el mismo Espíritu-Amor del Hijo al Padre y del Padre al Hijo resucitándolo de entre los muertos, para que todos tuviéramos vida eterna y fuéramos perdonados por el mismo Espíritu Misericordioso del Padre y del Hijo, que enviaría porque Él se lo había pedido al Padre, que aceptó su ruego enviándolo en fuego y “verdad completa” en Pentecostés sobre los Apóstoles y la Iglesia, para llevarnos a todos hasta la verdad completa de la fe.   

            En el proyecto del Padre no todo estaba completo con la Encarnación y la pasión, muerte y resurrección del Señor, de hecho, incluso resucitado y viéndolo, los Apóstoles siguieron teniendo miedo; cuando vino el Espíritu Santo se acabaron los miedos y se abrieron todas las puertas y cerrojos y estaban tan convencidos que tenían gozo en dar la vida por Cristo. Sin el Espíritu de Cristo no hay Cristo, no hay Encarnación, no hay Iglesia; sin Espíritu Santo no hay santidad, no hay fuego, no hay “verdad completa”, no hay vivencia ni experiencia de lo que creemos o celebramos; sin Espíritu Santo, sin epíclesis, no hay Eucaristía.

            La Carta a los Hebreos, cuando describe este sacrificio, precisa que Cristo “por un Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo inmaculado a Dios” (Hbr 9, 14). A este Espíritu Eterno le pertenece hacer llegar al Padre la ofrenda del Hijo. Inspira la ofrenda, la hace nacer en el cuerpo y en el corazón de la Virgen, nuestra Madre del alma, y ahora en la santa Eucaristía la hace llegar hasta el Padre, porque es el Don y el Amor de Dios en acción permanente. Ciertamente que es Cristo quien se ofrece, quien desea agradar al Padre, quien le obedece y se abandona a su voluntad paterna; es Él quien da la vida por los hombres pero todo esto lo hace por el Espíritu Santo, por Amor Personal del Padre al Hijo, inspirándole el proyecto salvador, y del Hijo al Padre, aceptándolo y llevándolo a efecto en obediencia total, con amor extremo, hasta dar la vida por Dios y por los hermanos.

            Por todo esto el Espíritu Santo desempeña un papel principal en la ofrenda eucarística; sin la invocación y la potencia del Espíritu Santo no hay Eucaristía. Cristo se ofrece ahora de nuevo al Padre, de la misma manera que se ofreció entonces por el mismo Espíritu Santo.

            Es el Espíritu Santo el que presenta al Padre la ofrenda de amor del Hijo. Por Él, invocado en la epíclesis sobre la materia del sacrificio, se consagra el pan y el vino. El Espíritu Santo es también quien inspira en el corazón de los participantes a Eucaristía las disposiciones de obediencia y amor esenciales para el sacrificio.

            Es Él quien suscita en los fieles la identificación con los sentimientos victimales de la oblación de Cristo, porque todo don, como todo amor, se realiza bajo la influencia del Supremo Amor y Supremo Don. Si San Pablo pudo decir que el Espíritu grita en nuestros corazones: “Abba, Padre” (Rom 8,15), también podemos decir que este Espíritu es quien en la Eucaristía renueva nuestro corazón de hijo y nos hace levantar los ojos y llamar al Padre cuando le ofrecemos nuestra ofrenda, porque sin el Espíritu de Cristo no podemos hacer las acciones de Cristo.

            Por medio del Espíritu Santo, la ofrenda de la Eucaristía entra plenamente en el intercambio de amor con la Santísima Trinidad. Por su medio la Eucaristía introduce a los cristianos en la unidad del Hijo y del Padre. Él es quien arrastra a las almas de los fieles hasta el impulso de la generosidad de Cristo para hacerlas ofrenda agradable al Padre al estar tan identificadas con el Amado por su mismo Amor Personal, que el Padre no ve diferencia entre el Hijo y los hijos en el Hijo.

            Por tanto, el Espíritu Santo es quien diviniza el sacrifico. Él es quien lo <espiritualiza>, quien tiene que espiritualizar a toda la Iglesia, a los sacerdotes, a los fieles, al pan y al vino, llenándolos de su mismo Amor, comunicando más y más a la comunidad cristiana reunida para celebrar la Eucaristía, los mismos sentimientos y actitudes de Cristo Jesús: “Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús...” (Fil 2,5-11).

24. PORQUE JESUCRISTO EN EL SAGRARIO ES FUERZA Y SABIDURÍA DE DIOS EN LA DEBILIDAD DE LA CARNE.

            El segundo paso, que sigue a la contemplación del sacrificio de Cristo, es la vivencia en nosotros de esas actitudes y sentimientos del Señor, que son injertados en nuestra carne y existencia por la gracia sacramental de la celebración eucarística, especialmente, por la sagrada comunión.

            Al contemplar la obediencia y los sufrimientos de Cristo, todos decimos: así tenemos nosotros que obedecer y amar y adorar al Padre, para cumplir y llevar a cabo el proyecto de amor que tiene sobre cada uno de nosotros. Pero para esto necesitamos vivir y sufrir como Cristo. Y nosotros no podemos si Dios no nos da esa fuerza. Y esta fuerza y potencia nos la da Cristo por su carne llena de Espíritu Santo, que nos lleva a sentir y vivir con Él y como Él.  

            Este segundo aspecto de identificación y vivencia de los mismos sentimientos y actitudes de Cristo crucificado lo refleja muy bien la segunda parte del STABAT MATER, en relación con la Virgen, que debe ser nuestro:

Oh Madre, fuente de amor
hazme sentir tu dolor
para que llore contigo.
Y que por mi Cristo amado
mi corazón abrasado
más viva en Él que conmigo.

Y porque a amarte me anime
en mi corazón imprime
las llagas que tuvo en sí;
y de tu Hijo, Señora,
divide conmigo ahora
las que padeció por mí.

Hazme contigo llorar,
y de veras lastimar
de sus penas mientras vivo:
porque acompañar deseo
en la cruz, donde le veo,
tu Corazón compasivo.

Virgen de vírgenes santas,
llore yo con ansias tantas,
que el llanto dulce me sea;
porque su Pasión y Muerte
tenga mi alma de suerte
que siempre sus penas vea.

Haz que su cruz me enamore,
Y que en ella viva y more,
De mi fe y amor indicio;
porque me inflame y me encienda

y contigo me defienda

en el día del juicio.

Haz que me ampare la muerte
de Cristo, cuando en tan fuerte
trance vida y alma estén;
para que cuando quede en calma

el cuerpo, vaya mi alma
a su eterna gloria.

Amén.

La adoración es la suprema manifestación de la reverencia, del amor y del culto debidos al Dios Supremo. Al ser lo último y más elevado de nuestro culto a Dios, la adoración unifica todos los caminos y todas las miradas y todas las expresiones, comunitarias o personales, que llevan a Dios. La adoración es el último tramo de todos los caminos que conducen hasta Él, sean la Eucaristía, la oración personal o comunitaria, tanto de petición como de alabanza, las mortificaciones, sufrimientos, gozos, los trabajos. La nueva vida de amor y servicio inaugurada por Cristo y presencializada en cada Eucaristía me ayuda, me mete esta vida y este amor dentro de mí, aunque a veces sea con lágrimas y dolor.

            Por eso, toda nuestra vida debe ser un cuerpo y un espíritu, una vida y una sangre que están dispuestas a derramarse por hacer la voluntad del Padre, salvándonos y salvando así a los hermanos, los hombres. Cada Eucaristía me inyecta obediencia al Padre hasta la muerte, hasta la victimación del yo personal, de la soberbia, avaricia, egoísmo...dando muerte al hombre viejo que me empuja a preferirnos a Dios, a preferir nuestra voluntad a la suya:  “así completaré en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo”.

            Jesús había declarado que la prueba principal de su amor consiste en dar la vida por los que ama: “Nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos.” Éste es el espíritu de caridad que animó el sacrificio de Cristo y se hace ahora presente en cada Eucaristía. Este amor animó toda la vida de Cristo, pero especialmente su pasión, muerte y resurrección y este amor viene a nosotros por la celebración eucarística: “El que me coma vivirá por mí”(Jn 6,23).

            Esta Salvación por amor es permanente, porque su sacerdocio es eterno en contraposición al del AT Jesús posee un sacerdocio perpetuo y ejerce continuamente su ministerio sacerdotal: “estando siempre vivo para interceder en favor de aquellos que por él se acercan a Dios”. (Hbr 7,25) “Se ofreció de una vez para siempre” ( Hbr 7,8). Y de esta actitud de adoración al Padre nos hace Cristo partícipes en cada Eucaristía. Por ella nosotros también miramos al Padre en total sumisión a su voluntad y esta adoración la vivimos con Cristo sacramentalmente en la Eucaristía y luego existencialmente en nuestra vida. Esta actitud de adoración es fundamental en todo hombre que busca a Dios y Cristo es el mejor camino para llegar hasta el Padre.

            Al decir “haced esto en memoria mía” el Señor nos quiere indicar a cada participante: acordaos de mi vida entregada al Padre por vosotros desde mi encarnación hasta lo último que ahora hago presente, de mi amor loco y apasionado al Padre y a todos los hombres, mis hermanos, hasta el fin de mis fuerzas y de los tiempos... de mi voz y mis manos emocionadas por el deseo de ser comido y vivir la misma vida:“Cuantas veces hagáis esto, acordaos de mí...”   Sí, Cristo, quiero acordarme ahora y vivir en cada Eucaristía tus mismos sentimientos, amores, emociones y entrega total sin reservas.

25. PORQUE EN EL SAGRARIO ESTÁ CRISTO VIVO Y RESUCITADO, ÚNICO SACERDOTE Y VÍCTIMA DE SALVACIÓN.

            La carta a los Hebreos nos enseña que el sacrificio de Cristo en la cruz es único y definitivo sacrificio de expiación por los pecados. No hay otro. El problema está, como hemos dicho, en mostrar cómo un sacrificio que tuvo lugar hace dos mil años se hace presente aquí y ahora. Creo que la respuesta está en la misma carta. El sacrificio de Cristo ha sido ofrecido “de una vez para siempre” (Hbr.10, 11-14), y en esa única vez ha sido aceptado por el Padre y mantiene esa presencia única, definitiva y escatológica, que perdura de forma gloriosa en el cielo y se hace presente por la consagración en la tierra.

            El sacrificio, ya aceptado por el Padre, mediante la resurrección y ascensión y colocación a su derecha, en sacrificio celeste que perdura eternamente presentado por Cristo ante el Padre, hecho intercesión y ofrenda agradable, con las llagas ya gloriosas, es el que se hace presente sacramentalmente -<in misterio>-, sobre el altar, -no otro ni una representación del mismo- velado sí por el pan y el vino y las leyes intramundanas, pero el mismo y único. Y es así cómo Jesús se presenta a nosotros y resucita para nosotros en la visibilidad de este sacramento. La Eucaristía es una forma permanente de aparición pascual, signo visible de las realidades invisibles, como lo ha expresado muy bien JUAN PABLO II en la Carta Apostólica DIES DOMINI nº 75.

            El sacerdote no hace presente el sacrificio de Cristo sino que hace presente a Cristo que ofrece su único y definitivo sacrificio que fue toda su vida, desde la Encarnación hasta la resurrección, pero que significó y realizó singularmente con pasión y muerte <gloriosa>, por estar dirigida a la resurrección. Al ser Cristo glorioso el que hace presente su resurrección, se hace presente el Cristo doloroso que ofrece su sacrificio ya celeste al Padre del cielo y en la tierra a su Iglesia por el pan y el vino consagrados.

            El sacerdote no hace presente el sacrificio de Cristo sino que hace presente a Cristo que ofrece su único y definitivo sacrificio que fue toda su vida, desde la Encarnación hasta la resurrección, pero que significó y realizó singularmente con pasión y muerte <gloriosa>, por estar dirigida a la resurrección. Al ser Cristo glorioso el que hace presente su resurrección, se hace presente el Cristo doloroso que ofrece su sacrificio ya celeste al Padre del cielo y en la tierra a su Iglesia por el pan y el vino consagrados.  Al hacerse presente todo el misterio de Cristo, cada celebrante o participante puede decir en la Eucaristía, con Santa Gertrudis, este texto que leí, cuando preparaba la charla, en la Liturgia de las Horas en el día de su memoria:

            «Por todo ello, te ofrezco en reparación, Padre amantísimo, todo lo que sufrió tu Hijo amado, desde el momento en que, reclinado sobre paja en el pesebre, comenzó a llorar, pasando luego por las necesidades de la infancia, las limitaciones de la edad pueril, las dificultades de la adolescencia, los ímpetus juveniles, hasta la hora en que, inclinando la cabeza, entregó su espíritu en la cruz, dando un fuerte grito. También te ofrezco, Padre amantísimo, para suplir todas mis negligencias, la santidad y perfección absoluta con que pensó, habló y obró siempre tu Unigénito, desde el momento en que, enviado desde el trono celestial, hizo su entrada en este mundo hasta el momento en que presentó, ante tu mirada paternal, la gloria de su humanidad vencedora...»[7].

            Y también, en clave de memorial, se puede rezar este texto de santa Brígida, tomado de la Liturgia de las Horas, en su recuerdo: «Bendito seas tú, mi Señor Jesucristo, que anunciaste por adelantado tu muerte y, en la Última Cena, consagraste el pan material, convirtiéndolo en tu cuerpo glorioso y por amor lo diste a los apóstoles como memorial de tu dignísima pasión... Honor a Ti, mi Señor Jesucristo, porque el temor de la pasión y muerte hizo que tu cuerpo inocente sudara sangre... Bendito seas tú, mi Señor Jesucristo, que fuiste llevado ante Caifás... Gloria a Ti por las burlas que soportaste cuando fuiste revestido de púrpura y coronado de punzantes espinas... Alabanza a Ti, mi Señor Jesucristo, que te dejaste ligar a la columna para ser cruelmente flagelado... Bendito seas Tú, glorificado y alabado por los siglos, mi Señor Jesucristo, que estás sentado sobre el trono en tu reino de los cielos, en la gloria de la divinidad, viviendo corporalmente con todos tus miembros santísimos, que tomaste de la Virgen…»[8].

26. PORQUE DESDE EL SAGRARIO CRISTO SIGUE PREDICANDO EL EVANGELIO “DE UNA VEZ PARA SIEMPRE”

            La Eucaristía nos enseña y empuja al perdón de nuestros enemigos. S. Juan ha puesto de manifiesto hasta qué punto el amor del Padre se ha manifestado en la cruz del Cristo: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él sino que tengan vida eterna”. Y Pablo nos dice igualmente que Dios nos revela su Amor Personal, Amor de Espíritu Santo, a través de la muerte en cruz del Hijo Amado, que nos manifiesta su amor, muriendo por nosotros, que no éramos gratos a Él, sino pecadores: “Y la esperanza no quedará confundida, pues el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado. Pues Cristo, siendo todavía nosotros pecadores, a su tiempo murió por unos impíos. Porque a duras penas morirá uno por un justo, pues por el bueno uno se anime a morir. Más acredita Dios su amor para con nosotros, en que siendo todavía pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rom 5,6-8).El Padre nos muestra su amor entregando su Hijo a la muerte por nosotros y el Hijo nos revela su amor total y apasionado, dando su vida por nosotros, con amor extremo.

            Jesús ha sido el primero en poner en práctica este amor a los enemigos, impuesto a sus discípulos como mandamiento. En el Calvario manifiesta los sentimientos de indulgencia y perdón que quería tener para con sus adversarios. Pide al Padre misericordia para ellos e incluso fue la última petición que hizo a su Padre: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Bajo este perdón expresamente declarado en favor de los que le daban muerte, había un amor más fundamental por todos a los que el pecado les convertía en enemigos de Dios, y que ahora recibían el abrazo del Padre por la Nueva Alianza sellada en su sangre: “Bebed de él todos, que ésta es mi sangre de la alianza, que será derramada por muchos para remisión de los pecados” (Mt 26,28).

            Desde entonces, la Eucaristía, al hacer presente todos los hechos y dichos salvadores de Cristo, se presenta ante todos los participantes como un ejemplo de amor y perdón de los enemigos que nos invita a todos los cristianos a conformarnos y unirnos a los sentimientos de Cristo. La ofrenda de Cristo sobre el altar es la expresión de un amor al prójimo que supera todas laS barreras y diferencias, que sobrepasa cualquier hostilidad, que substituye la venganza por la piedad y que responde a las ofensas con una bondad mayor. Muestra que la caridad divina perdona siempre y exige del cristiano una caridad semejante: que reaccione ante las ofensas no odiando sino perdonando y amando siempre, llegando así hasta el amor a los enemigos con la fuerza de Cristo que ayuda nuestra debilidad.

            El maestro había ya formulado la exigencia de caridad contenida en toda ofrenda: “Si cuando presentas tu ofrenda junto al altar, te acuerdas allí de que tu hermano tiene algo contra tí, deja tu ofrenda delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano y vuelve luego a presentar tu ofrenda” Mt 5,23-24). Estas palabras nos muestran las disposiciones que debe tener un cristiano cuando asiste consciente a Eucaristía. La disposición de caridad es por tanto condición impuesta por Dios para que la ofrenda le sea grata. En este ambiente de caridad fue instituida la Eucaristía y en este ambiente debe ser celebrada siempre y continuada con nuestra vida y testimonio en la calle y en la relación con los hombres “para que den gloria a vuestro Padre del cielo...”, “en esto conocerán que sois discípulos míos en que os amáis los unos a los otros como yo os he amado”. San Juan no narra la institución de la Eucaristía, según algunos autores, porque el lavatorio de los pies y el precepto del amor mutuo expresan los efectos de la misma: “Si yo, pues, os he lavado los pies, siendo vuestro Señor y Maestro, también habéis de lavaros vosotros los pies unos a otros. Porque yo os he dado ejemplo para que vosotros también hagáis como yo he hecho... Si esto aprendéis, seréis dichosos si lo practicáis” (Jn 13, 12-14; 17).

  La Eucaristía renueva esta dimensión del amor y tiende a ensanchar el corazón de los cristianos según las dimensiones del corazón del Padre y del Hijo. Así la Eucaristía es el lugar del amor a los pecadores, a los que nos odian, a los que nos hacen mal, porque el Padre y el Hijo lo hicieron por el amor del Espíritu Santo y lo renuevan en cada Eucaristía en la ofrenda sacrificial del Hijo aceptada por el Padre.

27. PORQUE  EN EL SAGRARIO CRISTO NOS ESTÁ DICIENDO: “AMAOS LOS UNO A LOS OTROS COMO YO OS HE AMADO”

La Eucaristía, fuente del amor fraterno y cristiano. La celebración de la Eucaristía es la celebración de la Nueva Alianza, que tiene dos dimensiones esenciales: una vertical, hacia Dios, y otra, horizontal, de unión con los hombres. La Eucaristía lleva por tanto amor a Dios y a los hermanos. El amor de Cristo llega a todos los hombres en la Eucaristía; participar, por tanto, en verdad de la Eucaristía me lleva a amar a todos como Cristo los ha amado, hasta dar la vida.

            El culto cristiano consiste en transformar la propia vida por la caridad que viene de Dios y que siempre tiene el signo de la cruz de Cristo, esto es, la verticalidad del amor obedencial al Padre y la horizontalidad del amor gratuito a los hombres. “Os exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios, a ofrecer vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, como culto espiritual vuestro” (Rom 12,1).

            Es paradójico que el evangelio de Juan que nos habla largamente de la Última Cena no relata la institución de la Eucaristía mientras que todos los sinópticos la describen con detalle. El cuarto evangelio, sin embargo, nos trae ampliamente desarrollada la escena del lavatorio de los pies de los discípulos por parte de Jesús, cosa que no hacen los otros evangelistas. Lógicamente S. Juan no pretende con esto negar la institución de la Eucaristía, porque era cosa bien conocida ya por la tradición primitiva y por el mismo S. Pablo, pero el cuarto evangelio no tiene la costumbre de repetir aquellos hechos y dichos, que ya son suficientemente conocidos por los otros Evangelios, porque los supone conocidos.

            San Juan había ya hablado largamente de la Eucaristía en el discurso sobre el pan de vida en el capítulo sexto: “El pan que yo os daré es mi carne para la vida del mundo” (v 51). Por eso no insiste en este argumento en la Ultima Cena y nos narra, sin embargo, el lavatorio de los pies a los discípulos en el lugar que corresponde a la institución del sacramento eucarístico; en el lugar donde todos esperamos leer el relato de su institución, cuando hacemos referencia a la Última Cena, S. Juan nos narra el lavatorio de los pies y el mandato del amor fraterno. No cabe duda de que el evangelista Juan lo hizo conscientemente, porque ha tenido un motivo y pretende un fin determinado.

            La opinión de varios comentaristas modernos, desde el protestante francés Cullmann, hasta el anglicano Dodd, pasando por el católico P. Tillar y otros actuales es que el cuarto evangelio supone la institución de la Eucaristía y pasa a describirnos más específica y concretamente el fruto y finalidad y espíritu de la Eucaristía: la caridad fraterna. La hipótesis es interesante.

            Todos sabemos que S. Juan es el evangelista místico, que, junto con S. Pablo, tiene experiencia y vivencia de los misterios de Cristo y más que los hechos y dichos externos nos quiere transmitir el espíritu y la interioridad de Cristo y la vivencia de sus misterios.

            Dios es amor y al amor se llega mejor y más profundamente por el fuego que por el conocimiento teórico y frío, porque éste se queda en el exterior pero el otro entra dentro y lo vive. A Cristo como a su evangelio no se les comprende hasta que no se viven. Y esto es lo que hace el evangelista Juan: vive la Eucaristía y descubre que es amor extremo a Dios y a los hermanos. A través del lavatorio de los pies, podemos descubrir que para Juan, el efecto verdadero y propio de la Eucaristía, aunque no explícitamente expresado por él, pero que podemos intuir en la narración de este hecho, es hacer ver y comprender la actitud de humildad y humillación de Jesús, su entrega total de amor y caridad y servicio, realizados en la Eucaristía y que son también simbolizados y repetidos en el lavatorio de los pies a los discípulos.

            Por lo tanto, las palabras referidas por los sinópticos: “Este es mi cuerpo entregado por vosotros; haced esto en memoria de mí”, vendrían interpretadas y comentadas por estas otras palabras de Juan: “Os he dado ejemplo; haced lo que yo he hecho”. El amor fraterno es la gracia que la Eucaristía, memorial de la inmolación de Cristo por amor extremo a nosotros, debe dar y producir en nosotros. Y por eso el sentido de este ejemplo que Cristo ha querido dar a sus discípulos en la escena del lavatorio de los pies encuentra el comentario explícito y concreto a seguidas del hecho, donde nos da el mandamiento nuevo del amor como Él nos ha amado: “Un precepto nuevo os doy: que os améis unos a otros como yo os he amado, así también amaos mutuamente. En esto conocerán todos que sois mis discípulos: si tenéis amor unos para con otros” (Jn 13,34-35); “Esto os mando: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 1413).

            ¿Por qué llama Jesús nuevo a este mandamiento? ¿No estaba ya mandado y era un deber el amor fraterno en el seno del judaísmo? En verdad la clave de la explicación, el elemento específico que hace del amor un precepto nuevo, se encuentra en las palabras “como yo os he amado”, en clara e implícita referencia a la institución de la Eucaristía.

            Todo el capítulo trece de S. Juan pone explícitamente la vida y la muerte de Jesús bajo el signo de su amor extremo a los hombres cumpliendo el proyecto del Padre. Y así es como comienza el capítulo: “Antes de la fiesta de Pascua, viendo Jesús que llegaba su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”.

            Como Jesús, también nosotros, debemos mantener siempre unidas estas dos dimensiones del amor, si queremos vivir de verdad la Nueva Alianza. Celebrar la Eucaristía es tener los mismos sentimientos y actitudes de amor y de entrega de Cristo a Dios y a los hombres, que Él hace presentes y vive en cada celebración eucarística, porque se ofreció “de una vez para siempre” (Hbr 7,8) en este misterio. Jesús quiere meterlos dentro de nuestro espíritu por su mismo Espíritu, invocado en la epíclesis sobre el pan y sobre la Iglesia y la asamblea, para que «fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu» (Plegaria III).

            Esta misma doctrina, con diversos matices, vuelve Juan a proponernos en su primera Carta, bella y profunda. En algunos puntos completa su evangelio. En efecto, ella invita al cristiano a quitar de sí todo pecado, especialmente contra el amor fraterno, y vivir en conformidad con la voluntad de Dios a ejemplo del Maestro: a hacer lo que Él y como Él lo ha hecho: hay que dar la vida por los hermanos: “en esto hemos conocido el amor: en que Él dio su vida por nosotros; también nosotros tenemos que dar la vida por los hermanos” (1Jn 3,13). Aunque la carta no trata aquí directamente de un amor martirial, nos pide una entrega de amor que tiende de suyo a la entrega total de sí mismo. Y en este mismo sentido

el texto más explícito y significativo es el siguiente: “Pero el que guarda su palabra, en ése la caridad de Dios es verdaderamente perfecta. En esto conocemos que estamos en Él. Quien dice que permanece en Él, debe andar como Él anduvo” (1Jn 2,5-6).

            Por la Eucaristía Cristo viene a nosotros, nos une a Él a sus sentimientos y actitudes, entre los cuales la caridad perfecta a Dios y a los hermanos es el principal y motor de toda su vida: “Éste es mi mandamiento, que os améis unos a otros como yo os he amado”, “Os he dado ejemplo, haced vosotros lo mismo”; Ahora bien, “quien permanece en él..,” quien está unido a Él, quien celebra la Eucaristía con Él, quien come su Cuerpo, come también su corazón, su amor, su entrega, sus mismos sentimientos de misericordia y perdón, su reaccionar siempre amando ante las ofensas... debe andar como Él anduvo, pisando sus mismas huellas de amor y perdón.

            La primera dimensión es esencial: recibimos el amor que procede del Padre a través del corazón de Cristo, y, como dice S Juan, no podemos amar a Dios y a los hermanos si Dios no nos hace partícipe de su Amor Personal, Espíritu Santo: no podemos amar si primero Dios no nos ama: “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que Él nos amó a nosotros y envió a su Hijo para librarnos de nuestros pecados...” (1Jn 4,10)). Y así lo afirma en su evangelio: “Como el Padre me ama a mí, así os amo yo a vosotros. Permaneced en mi amor” (Jn 15,9).De aquí deriva el amor a los hermanos, el don y el servicio total de uno mismo a los hermanos, sin buscar recompensas, amando gratuitamente, como sólo Dios puede amar y nos ama y nosotros tenemos que aprender a amar en y por la Eucaristía.

            En la Eucaristía se hace presente la cruz de Cristo con ambas dimensiones, vertical y horizontal, en que fue clavado y por la que fuimos salvados. La vertical la vivió Cristo en una docilidad filial y total al Padre; la horizontal, en apertura completa a todos los hombres, aunque sean pecadores o indignos. En el centro de la cruz, para unir estas dos dimensiones está el corazón de Jesús traspasado por la lanza del amor crucificado. El fuego divino, que transformó esta muerte en sacrificio de alianza no ha sido otra cosa que el fuego de la caridad, el fuego del Espíritu Santo. Lo afirma S. Pablo en su carta a los Efesios: “Cristo nos ha amado (con amor de Espíritu Santo) y se entregó a sí mismo por nosotros como ofrenda y sacrificio de suave olor a Dios” (Ef 5,2). Y lo recalca la Carta a los Hebreos: “Porque si la sangre de los machos cabríos y de los toros...santifica a los inmundos...¡cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo como víctima sin defecto limpiará nuestra conciencia de las obras muertas para dar culto al Dios vivo!” (Hbr 9, 13-14).

            Dice S. Agustín que el sacrificio sobre el altar de piedra va acompañado del sacrificio sobre el altar del corazón. La participación viva en la Eucaristía demuestra su fecundidad en toda obra de misericordia, en toda obra buena, en todo consejo bueno, en todos los esfuerzos por amar al hermano como Cristo; así es cómo la Eucaristía es alimento de mi vida personal, así es como Cristo quiere que el amor a Él y a los hermanos, la Eucaristía y la vida, el culto y servicio a Dios y el servicio a los hombres estén estrechamente unidos.

            La Eucaristía acabará como signo cuando retorne Cristo para consumar la Pascua Gloriosa en un encuentro ya consumado y definitivo y bienaventurado de Dios con los hombres, que ha de progresar en profundidad y anchura toda la eternidad. Por eso en la Eucaristía la Iglesia mira siempre al futuro consumado, a la escatología, al final bienaventurado de todo y de todos en el Amor de Dios Uno y Trino que nos llega en cada Eucaristía por el Hijo, Cristo Glorioso, que se hace presente bajo los velos de los signos.

            Quisiera terminar este tema con el pasaje conclusivo de la carta a los Hebreos, que abundantemente venimos comentando: “El Dios de la paz, que sacó de entre los muertos, por la sangre de la alianza eterna, al gran Pastor de las ovejas, nuestro Señor Jesús, os haga perfectos en todo bien, para hacer su voluntad, cumpliendo en vosotros lo que es grato en su presencia, por Jesucristo, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén” (Hbr 13,20-21).

            El autor pide que el Dios de la paz, el Dios de la alianza realice en nosotros lo que le agrada, lo que nos hace perfectos en el amor, que nos ha de venir necesariamente de Él. En la antigua alianza Dios prescribía lo que había que hacer mediante una ley externa. Pero eso fracasó. Ahora quiere inscribirla en el corazón de los hombres mediante su Espíritu: “Yo pondré mi ley en su interior y la escribiré en su corazón...” (Jer 31,31-33). Y esto lo hace por Jesucristo Eucaristía, por su cuerpo comido y su sangre derramada en amor de Espíritu Santo.

            Sin el Espíritu de Cristo, si el Amor de Cristo no se pueden hacer las acciones de Cristo, no podemos amar a los hermanos como Cristo, no podemos perdonar, no podemos cooperar a la salvación y la redención de los hombres: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, tampoco vosotros si no permanecéis en mí” (Jn 15,4-5).

            Acojamos esta acción de Dios en nosotros por Jesucristo con amor y gratitud. Nosotros terminamos con el himno de alabanza dirigido a Dios por el autor de la carta a los Hebreos: “Por Él ofrezcamos de continuo a Dios un sacrificio de alabanza, esto es, el fruto de los labios que bendicen su nombre....” “por Jesucristo, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén” (Hbr 13,15.21).      Hagamos también nosotros nuestra ofrenda de alabanza al Padre por la Eucaristía, por medio de Cristo, para gloria de Dios y salvación de los hombres nuestros hermanos.

28. PORQUE CRISTO EN EL SAGRARIO NOS INVITA A VIVIR SU MISMA VIDA CON SU MISMO AMOR Y SENTIMIENTOS

            Comulgar con Cristo no es meramente comer su Cuerpo, es común-unión con su vida y sentimientos y entrega a Dios y a los hombres; esforzarse por ir identificándonos con su ser y existir divino y humano, con su evangelio, espíritu apostólico, humilde, servicial, entregado... con su presencia eucarística nos está  invitando a comer su carne como alimento de nuestras vidas.

            Queridos hermanos: en el Sagrario permanece el Señor invitándonos a comer y vivir sus mismos ideales, con

sus mismos sentimientos y actitudes, a realizar en el mundo y en nosotros su mismo proyecto, el del Padre. Las mismas palabras de la institución de la Eucaristía, así como el discurso sobre el pan de vida, en el capítulo sexto de San Juan, lo expresan claramente, versan sobre la Eucaristía como alimento, como comida.

            Lógicamente no es comida antropófica, sino espiritual, asimilar y comulgar su Espíritu y su Persona, sus pensamientos y sus afectos. Esto es posible porque el Señor está en el pan consagrado, por la comunión eucarística. Pero su intención primera, sus primeras palabras, al consagrar el pan y el vino, es para que sean nuestro alimento: “Tomad y comed... tomad y bebed...” “Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida... El que no come mi carne... Si no coméis mi carne no tendréis vida en vosotros...” Por eso, vamos a hablar de este deseo de Cristo de ser comido por amor y con fe por todos nosotros.

La Eucaristíacomo comunión.

            La plenitud del fruto de la Eucaristía viene a nosotros sacramentalmente por la Comunión eucarística. La Eucaristía como Comunión es el momento de mayor unión sacramental con el Señor, es el sacramento más lleno de Cristo que recibimos en la tierra, porque no recibimos una gracia; sino al autor de todas las gracias y dones. No recibimos agua abundante sino la misma fuente de agua viva que salta hasta la vida eterna.

            Por eso, volvería a repetir aquí todas las mismas exhortaciones que dije en relación con no dejar la santa Eucaristía del domingo. Comulgad, comulgad, sintáis o no sintáis, porque el Señor está ahí, y hay que pasar por esas

etapas de sequedad, que entran dentro de su planes, para que nos acostumbremos a recibir su amistad, no por egoísmo, no porque siento más o menos, no porque me lo paso mejor o peor, sino principalmente por Él, porque Él me los ha dicho y lo creo y lo quiere, porque viene para eso, porque es el Señor y yo soy una simple criatura, y tengo necesidad de alimentarme de Él, de tener sus mismos criterios y opciones fundamentales, de obedecer y buscar su voluntad y sus deseos más que los míos; porque si no, nunca entraré en el camino de la unión y de la identificación y de la amistad sincera con Él. A Dios tengo que buscarlo siempre porque Él es lo absoluto, lo primero. Yo soy simple criatura, invitada a este don tan grande de su amistad esencial y trinitaria, criatura infinitamente elevada hasta Él, hasta su ser y existir trinitario por pura gratuidad, por pura benevolencia.

            Dios es siempre Dios. Yo debo recibirlo con suma humildad y devoción, porque esto es reconocerlo como mi Salvador y Señor, esto es creer en Él, esperar de Él. Luego vendrán otros sentimientos. Es que no me dice nada la comunión, es que lo hago por rutina. Tú comulga con las debidas condiciones y ya pasará toda esa sequedad; ya verás cómo algún día notarás su presencia, su cercanía, su amor, su dulzura.

            Y te lo digo bien claro: la causa ordinaria de todas estas sequedades son nuestros pecados, pero no necesariamente graves, sino veniales, en los que nos instalamos y nos impiden la unión total con Él, el sentir vivencialmente su amor en nosotros, porque seguimos amándonos más a nosotros mismos; por eso seguimos sintiéndonos más que a Dios mismo.

            La comunión es para eso, para coger el pico y la pala y empezar a quitar pieza a pieza el ídolo que nos hemos construido dentro de nosotros mismos, cambiándolo por Jesús, nuestro ser y existir por el suyo. Esta es la razón de la comunión eucarística instituida por Jesucristo y esta es su finalidad y debe ser la nuestra. Si no vamos por aquí, no llegaremos a vivir su misma vida, y por tanto, a sentir su vida y persona dentro de nosotros.  

            Los santos, todos los verdaderamente santos, pasaron a veces años y años en noche oscura de entendimiento, memoria y voluntad, sin sentir nada, en purificación de la fe, esperanza y caridad, hasta que el Señor los vació de tanto yo y pasiones personales que tenían dentro y que le impedían entrar a Él. Y esto es lo que tenemos que hacer nosotros: si no siento, si sólo siento lo mío, es que estoy tan lleno de mí mismo que no cabe Dios. Tengo que vaciarme, tengo que matar mi amor propio poco a poco, tengo que hacer la voluntad de Dios para que poco a poco vaya entrando en mi corazón, en mi vida, en mis sentimientos y actitudes.

            Lo importante de la religión, de mi relación con Dios, no es sentir o no sentir, sino vivir y esforzarse por cumplir la voluntad de Dios en todo. Y para eso comulgo, para recibir fuerzas y estímulos. La comunión te ayudará a superar todas las pruebas, todos los pecados, todas las sequedades. La sequedad, el cansancio, si no es debido a mis pecados, no pasa nada. El Señor viene para ayudarnos en la luchas contra los pecados veniales consentidos, que son la causa principal de nuestras sequedades.

            Sin conversión de nuestros pecados, no hay posibilidad de amistad con el Dios de la pureza, de la humildad, del amor extremo a Dios por ser Dios y a los hombres por ser hijos suyos. Por eso, la noche, la cruz y la pasión, la muerte total del yo, del pecado, que se esconde en los mil repliegues de nuestra existencia, hay que pasarlas antes de llegar a la transformación y la unión perfecta con Dios.

            Cuando comulgamos, hacemos el mayor acto de fe en Jesucristo y en todo su misterio, en su doctrina, en el evangelio entero y completo; manifestamos y demostramos que creemos todo el evangelio, todo el misterio de Cristo, todo lo que Él ha dicho y ha hecho, creemos que Él es Dios, que hace y realiza lo que dice y promete, que se encarnó por nosotros, que estuvo en Palestina, que murió y resucitó y está en el pan consagrado. Y por eso, comulgo.

            Cuando comulgamos, hacemos el mayor acto de amor a quien dijo: “Tomad y Comed, esto es mi Cuerpo”, porque acogemos su entrega y su amistad, damos adoración y alabanza a su cuerpo entregado como don, y esperamos en Él como prenda de la gloria futura. Creemos y recibimos su misterio de fe y de amor: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida... Si no coméis mi carne no tendréis vida en vosotros...” Le ofrecemos nuestra fe y comulgamos por amor con sus palabras y nos alimentamos de Él.

            Cuando comulgamos, hacemos el mayor acto de esperanza, porque deseamos que se cumplan en nosotros sus promesas y, por eso, comulgamos, creemos y esperamos en sus palabras y en su persona: “Yo soy el pan de vida, el que coma de este pan, vivirá eternamente... Si no coméis mi carne, no tenéis vida en vosotros...”

            Señor, nosotros queremos tener tu vida, tu misma vida, tus mismos deseos y actitudes, tu mismo amor al Padre y a los hombres, tu misma entrega al proyecto del Padre; queremos ser humildes y sencillos como Tú, queremos compadecernos de los hambrientos y necesitados como Tú, queremos acariciar y querer a los niños como Tú, queremos tener amigos como Tú, queremos imitarte en todo y vivir tu misma vida; pero yo solo no puedo, necesito de tu ayuda, de tu gracia, de tu pan de cada día, que alimenta esta vida y estos sentimientos.

            Para los que no comulgan o no lo hacen con las debidas disposiciones, sería bueno meditasen este soneto de

Lope de Vega, donde Cristo llama insistentemente a la puerta de nuestro corazón, a veces sin recibir respuesta:

¿Qué tengo yo que mi amistad procuras,

qué interés se te sigue, Jesús mío,

que a mi puerta cubierto de rocío

pasas las noches del invierno oscuras?

¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,

pues no te abrí! ¡que extraño desvarío,

si de mi ingratitud el hielo frío

secó las llagas de tus plantas puras!

¡Cuántas veces el ángel me decía!:

“Alma, asómate ahora a la ventana

verás con cuánto amor llamar porfía”.

¡Y cuántas, hermosura soberana!,

“mañana le abriremos”, respondía,

para lo mismo responder mañana.

            ¿Habrá alguno de vosotros que responda así a Jesús? ¿Habrá corazones tan duros entre vosotros, hermanos creyentes de esta parroquia? Que todos abramos las puertas de nuestro corazón a Cristo, que no le hagamos esperar más.

            Todos llenos del mismo deseo, del mismo amor de Cristo. Así hay que hacer Iglesia, parroquia, familia. Cómo cambiarían los pueblos, la juventud, los matrimonios, los hijos, si todos comulgáramos al mismo Cristo, el mismo evangelio, la misma fe.

            Cuando comulguéis, podéis decirle: Señor, acabo de recibirte, te tengo en mi persona y quiero que tu presencia salvadora llegue a todos los rincones de mi ser, de mi alma, de mi vida, de mi corazón; que tu comunión llegue a todos los rincones de mi carácter, de mi cuerpo, de mi lengua y sentidos. Que todo mi ser y existir viva unido a Tí. Que no se rompa por nada esta unión. ¡Qué alegría tenerte conmigo! Tengo el cielo en la tierra, porque el mismo Jesucristo vivo y resucitado, que sacia a los bienaventurados en el cielo, ha venido a mí ahora; porque el cielo es Dios; eres Tú, Dios mío, y Tú estás dentro de mí. Tráeme del cielo tu resurrección; que al encuentro contigo todo en mí resucite, sea vida nueva, no la mía, sino la tuya: la vida nueva de gracia que me has conseguido en la misa.             ¡Señor! que esté bien despierto en mi fe, en mi amor, en mi esperanza; cúrame, fortaléceme, ayúdame. Y si he de sufrir y purificarme de mis defectos, que sienta que tú estás conmigo.

            ¡Eucaristía divina! ¡Cómo te deseo, cómo te necesito, cómo te busco! ¡Con qué hambre de Ti camino por la vida! Te añoro más cada día, me gustaría morirme de estos deseos que siento y que no son míos, porque yo no los sé fabricar ni todo esto que siento. Qué nostalgia de mi Dios todo el día. Tengo hambre de Ti, necesito comerte ya, porque si no moriré de ansias del pan de vida. Quiero vivir mi vida siempre en comunión contigo.

29. PORQUE EL CUERPO EUCARÍSTICO DE JESÚS  TIENE PRESENCIA Y PERFUME DE LA SANGRE Y EL CUERPO DE MARÍA CONCIBIDO EN SU SENO

            El Único y Supremo Sacerdote es Jesucristo, Hijo de Dios, que para ser el Único Sacerdote del Altísimo en la Nueva Alianza tomó la naturaleza humana y unió las dos orillas; se hizo puente único y oficial, por donde Dios vino a nosotros para salvarnos y por donde nosotros pasamos a Dios para vivir esa salvación.

María es madre sacerdote y sacerdotal de Cristo, porque María “concibió por obra del Espíritu Santo” al Sacerdote o Sacerdocio, del cual todos los sacerdotes participamos en nuestro ser y existir, por la Unción y la Consagración del Espíritu Santo; pero más plenamente María, ya que Ella lo fue en su ser y existir, por una Unción y Consagración especial de Maternidad-Sacerdotal divina, quedando configurada más totalmente a Cristo, porque lo encarnó en su mismo ser y existir: “concibió” al Hijo cooperando a su ser y existir Sacerdotal, más concretamente, dio los materiales: su cuerpo y carne, voluntad, amor, disponibilidad... “fiat”, para que el Espíritu Santo pusiera la divinidad e hiciera el puente, al pontífice-sacerdote Cristo, unión de la naturaleza divina con la humana.

Desde entonces, los hombres podemos pasar a Dios y Dios nos envía por Él los dones de la Salvación. Esto es ser sacerdote. Luego María lo fue más y mejor que nosotros; María es sacerdote de Cristo, por la Unción y Consagración del Espíritu Santo, y es Madre sacerdotal  de Cristo y de todos los sacerdotes porque el Espíritu Santo consagró en su seno al Único y Eterno Sacerdote, del cual todos participamos.

María, por esta Unción y Consagración especial y única de Maternidad-Sacerdotal,  toda Ella fue configurada a Cristo, Sacerdote y Víctima, y así empezó a preparar el sacrifico de Cristo, que todo entero y completo, desde la Anunciación y Encarnación del Misterio, pasando por la pasión, muerte y resurrección, hasta la consumación por la Ascensión del “Cordero degollado sentado ante el trono de Dios”,  ya completo, se hace presente en «memorial» en cada Eucaristía, por el ministerio de los sacerdotes: “haced esto en  memoria mía”.

El sacerdote, por el carácter sacerdotal, hace presente a Cristo, que actualiza todo su ser y existir sacerdotal y victimal en los ungidos y consagrados por el Espíritu Santo, en el sacramento del Orden, para la misión presbiteral, que se actualiza en la Palabra y Guía y Sacramentos, especialmente de la Eucaristía.

Cristo, al hacerse presente en la liturgia, que es una irrupción de lo divino en el tiempo, por el ministerio sacerdotal,  hace presente  su único ser y existir de “cordero degollado” ante el trono de Dios, eternamente ya  en el cielo, y aquí en la tierra, sacramentalmente presencializado por la potencia de Amor del Espíritu Santo en la liturgia divina realizada por los prolongadores de su misión en la tierra, sus presencias sacramentales, que son los sacerdotes.

Y al hacerlo presente por el ministerio de los sacerdotes, sacramental y espiritualmente nos encontramos, si entramos dentro del corazón de los ritos, con María,  “concibiendo y dando a luz”, porque Ella inició el sacerdocio de Cristo, su Hijo, en su seno, consagrándose como Madre sacerdote en su ser y existir, e iniciando su misión oyendo y obedeciendo la Revelación del Padre por el ángel Gabriel, su Palabra, su Hijo encarnándose, en la que nos revela su amor.

Como en la misa se hace presente Cristo entero y completo, todo su misterio, si estoy atento y entro dentro del corazón de la liturgia, de los ritos, si no me quedo en el exterior y entro en el corazón del Misterio de Cristo que se hace presente, todo entero, en la misa sorprendemos a la Virgen, meditando la Palabra y encarnándola en su corazón y su seno: “...concebirás y darás a luz... He aquí la esclava...María meditaba todas estas cosas en su corazón... encontraron al niño con María, su madre...”, porque Ella es sacramento, primer sagrario de Cristo en la tierra, Arca de la Alianza Nueva y Eterna, presencia sacramental de Cristo, en y por su mismo ser y existir, concibiendo, dando a luz y llevando al Hijo en su caminar a Belén, en la huída a Egipto...

Y es así porque María, desde la Encarnación, ha quedado configurada, ungida y consagrada en su ser y existir por el ser y existir de Cristo, toda ella entera es Virgen, toda para Cristo, que en esto consiste también el celibato sacerdotal, cuestión de amor total a Dios, y gratuito a los hermanos, sin compensaciones de carne, de egoísmo. Y siempre y en todos, en Ella y nosotros, sacramentalmente, por la potencia de Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre.

Por eso, y os lo digo con toda sinceridad,  por eso os lo comunico, siempre que celebro la Eucaristía,  la siento a Ella junto al Hijo, siento su presencia, su aroma, su perfume,: “junto a la cruz estaban su madre...”, y como la Eucaristía no es un mero recuerdo de la vida y sacrificio de Cristo, sino un «memorial» que hace presente todo el misterio de Cristo completo, resulta entonces que, en cada misa, de una forma sacramental y metahistórica, más allá del tiempo y espacio, junto “Cordero degollado ante el trono de Dios”, se hace también presente María,  como madre-sacerdote del Hijo y víctima oferente  con Él.

Jesucristo es el Único y Sumo sacerdote, que hace partícipe de su ser y existir sacerdotal, especialmente a los Obispos y presbíteros  por la Unción y Consagración del Espíritu Santo, el Mismo que “cubrió con su sombra” a María y engendró en Ella este ser y existir sacerdotal de Cristo en su naturaleza humana.

En cada Eucaristía siento también su gozo de Madre Única de Cristo Sacerdote Único, su gozo de madre sacerdote y sacerdotal de todos los sacerdotes; siento cómo está junto a mi, como Madre sacerdote y sacerdotal, ofreciendo conmigo a su Hijo, ya triunfante y glorioso, entre los Esplendores de Alabanza y Gloria del Padre, agradecido a la «recreación» de su proyecto de Salvación por el Hijo, después de las grandes tribulaciones que ha tenido que sufrir, en las que el Hijo quiso tener junto a Él, como madre sacerdote, a su Madre.

Todo sacerdote, al ofrecer el sacrificio del Hijo, tiene también, junto a Él,  a la Madre, porque esa fue  su voluntad y deseo; en estos tiempos de persecuciones a su Hijo, a la Iglesia y a los que son presencia sacramental del Hijo y prolongadores de su ser y misión sacerdotal, necesitamos esta ayuda que el Sumo Sacerdote nos ofrece y quiso tener junto a Sí como consuelo en su victimación. Esta presencia de la Madre por el Hijo que presencializa todo su misterio de salvación en la Eucaristía, nos ayudaría también a nosotros en medio de nuestras luchas y sufrimientos actuales. Porque en todas nuestras Eucaristías además de sacerdotes, tiene que haber una víctima; y ésa somos nosotros con nuestra entrega y ofrenda.

Cristo vencerá por medio de su Madre como lo ha hecho ya en innumerables etapas de la historia de la Iglesia, anunciadas ya por el Apocalipsis: “Cantaron un cántico nuevo, que decía: Digno eres de tomar el libro y abrir sus sellos, porque fuiste degollado y con tu sangre has comprado para Dios hombres de toda tribu, lengua, pueblo y nación,  y los hiciste para nuestro Dios reino y sacerdotes, y reinan sobre la tierra. Vi y oí  la voz de muchos ángeles en rededor del trono, y de los vivientes, y de los ancianos; y era su número de miríadas de miríadas y de millares de millares, que decían a grandes voces: Digno es el Cordero, que ha sido degollado, de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fortaleza, el honor, la gloria y la bendición. Y todas las criaturas que existen en el cielo, y sobre la tierra, y debajo de la tierra, y en el mar, y todo cuanto hay en ellos oí que decían: Al que está sentado en el trono y al Cordero, la bendición, el honor, la gloria y el imperio por los siglos de los siglos.  Y los cuatro vivientes respondieron: Amén. Y los ancianos cayeron de hinojos y adoraron”.

No lo dudemos. Cristo vencerá. Hace muy pocos años creía el mundo entero que el comunismo acabaría con Cristo y los cristianos. Y qué paradoja: ahora resulta que Rusia está más convertida  que Europa y su presidente va a la misa ortodoxa, mientras en la católica España, no sólo el presidente, sino los políticos, que se llaman, pero no son católicos, se avergüenzan de confesar a Cristo y sus mandamientos públicamente, no obedecen a Dios antes que a los hombres, siendo incongruentes e incumplidores de fe que dicen tener, pero no practican. 

¡Qué grande eres Cristo Sacerdote! ¡Qué cavernas y maravillas de misterios y misterios encierras para los que inclinan su cabeza sobre tu corazón como Juan en el día de su ordenación! ¡Qué grande es ser sacerdote! ¡Hacer presente todo misterio del proyecto y amor trinitario en la Eucaristía por el Hijo de Dios y de María, oferente también y sacerdote de su Hijo! ¡Qué certeza y seguridad saber que Ella está a mi lado para enseñarme a celebrar el misterio que Ella vivió y que se hace presente en cada misa, “de una vez para siempre”, por el Hijo: “he ahí a tu madre, he ahí a tu hijo”;la siento en su respirar de angustia y dolor “junto a la cruz”, porque es un memorial, no representación, es la presencia primera y única de  Cristo entero y completo, toda su vida, pasión, muerte y resurrección,  Sacerdote y Víctima de obediencia, adoración y alabanza al Padre, con María Madre de la Víctima sagrada y sacerdote oferente del Hijo. 

Es Ella; la siento y oigo en respirar doloroso de Madre en el Hijo, en las fatigas del Hijo en la Madre y de la Madre en el Hijo, que quiso -- «no sin designio divino» (Vaticano II, LG), que su Madre, sacerdote, ofrenda y víctima con Él agradable al Padre, estuviera allí obedeciendo, adorando, cumpliendo la voluntad del Padre, con amor sacerdotal y victimal extremo, hasta dar la vida, aceptada por el Padre en el Hijo, porque murió no muriendo en aquella “hora” del Hijo, “hora” suya también.

Es Ella; nadie más que Ella junto al Hijo, la que siento ya gloriosa y triunfante junto “al Cordero degollado ante el trono de Dios” rodeada del coro de  los ángeles y patriarcas y potestades y redimidos llenos de esplendor y gozo por la Victoria del Cordero... 

Es Ella, la que puede decir con más verdad y propiedad que ningún sacerdote fuera del Hijo: «ESTE ES MI CUERPO QUE SE ENTREGA POR VOSOTROS... ESTA ES MI SANGRE DERRAMADA PARA EL PERDÓN DE LOS PECADOS»;

En la consagración y después de ella, siento su aliento y cercanía  de madre y hermana sacerdotal, y observo su mirada llena de luz y belleza, que me mira con amor de Madre y Hermana sacerdote y me dice sin palabras, solo con su mirada: «ESTE ES MI CUERPO...», es mi cuerpo, el cuerpo engendrado y encarnado en mi seno, hecho carne en  mi carne, en el ser y  existir de la Madre; «ESTA ES MI SANGRE...», es la  sangre  de María, la que corrió por sus venas, la que el Único Sacerdote y Víctima de propiciación por nuestros pecados, recibió de su Madre Sacerdotal  que le ofreció a Él y se ofreció juntamente con Él, para hacer la voluntad del Padre, ese inconcebible y maravilloso  proyecto de Amor del Padre en el Hijo por la potencia de Amor del Espíritu Santo, del Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre iniciado en María y en el que nos sumergen a toda la humanidad, iniciado en el seno de aquella Virgen, toda entera para Dios, como debe ser y existir todo sacerdote, a ejemplo del Sacerdote y de su  Madre sacerdotal, que eso es el celibato, más que egoísmo y carne, es amor de Espíritu Santo, amor gratuito y total, sin buscarse a sí mismo en nada.

¡María, Madre Sacerdotal, enséñame a ofrecer y a ofrecerme como tú con tu Hijo Sacerdote y Víctima al Padre, adorándole, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida; enséñame, como enseñaste a Jesús, a ser sacerdote y ofrenda y altar de propiciación por mis pecados y los pecados del mundo.

En este año sacerdotal haz que todos tus hijos sacerdotes tengamos en ti, madre sacerdotal del Hijo, el icono y modelo perfecto de imitación y seguimiento de tu Hijo único sacerdote, a quien tenemos que hacer presente y prolongar en su ser y existir todos los sacerdotes, por la Unción y Consagración sacerdotal en el sacramento del Orden por la potencia de Amor del Espíritu Santo.

Tú sabes bien con qué seguridad te lo digo, porque el decírtelo, es ya haberlo conseguido, ya que eres Verdad y Vida  de Amor en y por tu Hijo Sacerdote que todo lo puede, Esplendor de la Belleza del Padre, Palabra encarnada en tu seno y revelada en Canción de Amor, canturreada, desde toda la eternidad, para todos los hombres, por el Padre, primero en tu seno, con Amor de Espíritu Santo, Amor del Padre y del Hijo.

Esta canción, canturreada en «música callada» de eternidad por el Padre, en Única Palabra de Amor de Espíritu Santo en el seno de la Trinidad, y luego cantada en el seno de María, me dice, en  revelación encarnada del Hijo en María, que yo y tú y todos los hombres hemos sido soñados con Amor de Padre por el Padre que nos creó en el sí de amor de nuestros padres, que, perdidos por el pecado de Adán, el hijo entristecido y sacerdote de intercesión se ofreció por nosotros al Padre: “no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad”, y  vino en mi búsqueda y me abrió las puertas de la eternidad, haciéndose sacerdote y víctima en el seno de María, que encarnó a Cristo en su ser y existir sacerdotal.

¡Cristo, Sacerdote Único del Altísimo! quiero darte gracias por haberme elegido como presencia sacramental de tu ser y existir y como prolongación de tu misión salvadora en el mundo. Quiero decirlo muy alto. Me sedujiste y me dejé seducir.

Me duelen tantas ofensas e ingratitudes hacia tu persona y sacerdotes, y me gustaría que todos te alabaran y te dijeran cosas bellas, por habernos hechos sacerdotes y habernos dado una madre tan cercana, sacerdote y  víctima y oferente contigo del único y sobreabundante sacrificio que puede salvar al mundo y a los hombres.

En este año sacerdotal, ante tanto secularismo y persecuciones a tus sacerdotes, yo veo y creo lo que nos dices: “...y vuelto, vi siete candeleros de oro, y en medio de los candeleros a uno semejante a un hijo de hombre, vestido de una túnica talar y ceñidos los pechos con un cinturón de oro. Así que le vi, caí a sus pies como muerto; pero él puso su diestra sobre mí, diciendo:

No temas nada, yo soy el primero y el último, el viviente, que fui muerto y ahora vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del infierno”.

¡Jesucristo sacerdote, nosotros creemos en ti!

¡Jesucristo sacerdote, nosotros confiamos en ti!

¡Tú eres el único sacerdote salvador del mundo!

            ¡María: Mujer, Virgen y Madre Sacerdotal de Cristo y de todos los sacerdotes, acéptanos como hijos sacerdotes, como aceptaste a Juan! Es mandato de tu Hijo: “he ahí a tu hijo”. Enséñanos a ser sacerdotes y víctimas con tu Hijo, para la salvación del mundo, como lo hiciste con tu hijo Juan, recién ordenado sacerdote por tu Hijo y encomendado a tu cuidado ¡Hermosa Nazarena, Virgen bella, Madre del alma, en Ti confiamos!

30.- PORQUE EL CUERPO MUERTO Y RESUCITADO DE CRISTO TIENE AROMA DE MARÍA, “QUE ESTUVO JUNTO A LA CRUZ”, Y JUNTO AL SAGRARIO SIENTO SU ALIENTO DE MADRE: “HE AHÍ A TU HIJO… HE AHÍ A TUMADRE”.

            El pan de vida del sagrario es el pan de la misa, es el pan eucarístico, Cristo entero y completo, el cuerpo de Cristo nacido de María, que se ofreció, juntamente con ella: “Estaba allí la madre de Jesús”, al Padre por nosotros; la sangre derramada era sangre de María, recibida de la madre.

            Ya la piedad cristiana unió siempre a María con este misterio. Por eso, tanto en las grandes catedrales como en las chozas de los países de misión, la intuición religiosa de los fieles, al lado de la Eucaristía, puso siempre la imagen y la piedad de la Virgen. Porque la Eucaristía es el alma de la Iglesia, «centro y culmen» de toda su vida. Y María fue asociada por Dios a todo el misterio del Hijo, desde su maternidad hasta la cruz. Es lógico que así sea vista también por la Iglesia. Ella es madre de la Iglesia. Y la Iglesia se construye por la Eucaristía. 

            En el Nuevo Testamento, Juan da una aportación decisiva a la dimensión eucarística de la figura de María, no sólo en el relato del primer signo mesiánico, sino también en el de la pasión, donde Jesús confía al discípulo amado a su madre y viceversa, esto es, a Juan el cuidado de su madre (cf. Jn 19,25-27). Y en ambos casos nuevamente María es designada como «mujer» por su Hijo.

            Es claro que al ser su propio Hijo el que la designa así, cuando lo natural hubiera sido el término «madre», demuestra que no se trata sólo de un gesto de piedad filial por parte de Jesús, sino sobre todo de un episodio de revelación decisiva. También aquí ella es llamada mujer otra vez, como nueva Eva, para subrayar el inicio en ella de una nueva generación, la de la Iglesia, que brota del costado abierto de Cristo, nuevo Adán, del que manaron la sangre y el agua, símbolos de los sacramentos de la Iglesia. María es constituida por Cristo en Madre de los nuevos hijos nacidos de la fe y del bautismo.

            En San Juan, María permanece siendo la madre. Si primero era sólo la madre del Hijo, ahora es también la madre de la Iglesia. Si primero su maternidad era física, ahora es también espiritual. En el Calvario la madre de Jesús es elegida y designada la madre de los discípulos de Jesús en la figura del discípulo amado.

            Por eso la Iglesia, sacramento salvífico, además de ser esencialmente eucarística, tiene también una connotación existencial mariana. María tiene, pues, una presencia y un papel decisivo tanto en la Encarnación como en la economía salvífica-sacramentaria de la Iglesia: en las dos, ella ha dicho su «fiat» en la fe, en la esperanza y en la caridad.

            En ambas ella es cabeza-estirpe de una nueva generación querida por Dios: en la primera, por la generación del Hijo de Dios hecho carne en su seno; en la segunda, por la generación de la comunidad eclesial que brota del costado de Cristo, que se nutre con el cuerpo y la sangre de Cristo, engendrados por María.

            La Iglesia, por eso, no celebra nunca la Eucaristía sin invocar la intercesión de la Madre del Señor. En cada Eucaristía, «María ofrece como miembro eminente de la Iglesia no sólo su consentimiento pasado en la Encarnación y en la cruz, sino también sus méritos y la presente intercesión materna y gloriosa» (Marialis cultus 20).

            La encíclica Redemptoris Mater de Juan Pablo II afirma que la maternidad espiritual de María «ha sido comprendida y vivida particularmente por el pueblo cristiano en el sagrado banquete, celebración litúrgica del misterio de la Redención, en el cual Cristo, su verdadero cuerpo nacido de María Virgen, se hace presente» (RMa 44).  Y continúa el Papa: «Con razón la piedad del pueblo cristiano ha visto siempre un profundo vínculo entre la devoción a la Santísima Virgen y el culto a la Eucaristía; es un hecho de relieve en la liturgia tanto occidental como oriental, en la tradición de las Familias religiosas, en la espiritualidad de los movimientos contemporáneos, incluso los juveniles, en la pastoral de los santuarios marianos. María guía a los fieles a la Eucaristía» (RMa 44).

            La Iglesia así lo comprende y lo canta agradecida en la antífona del Corpus Christi: «Ave, verum corpus natum de María Virgine, vere passum, inmolatum in cruce pro homine». Últimamente el Papa Juan Pablo II se ha referido a esta relación de la Eucaristía con María en dos documentos. En la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae, nos dice: «Misterio de luz es, por fin, la institución de la Eucaristía, en la cual Cristo se hace alimento con su cuerpo y su sangre bajo las especies del pan y del vino, dando testimonio de su amor por la humanidad “hasta el extremo” (Jn 13,1) y por cuya salvación se ofrecerá en sacrificio. Excepto en el de Caná, en estos misterios la presencia de María queda en el trasfondo. Los evangelios apenas insinúan su eventual presencia en algún que otro momento de la predicación de Jesús (cf Mc 3,31-35; Jn 2,12) y nada dicen sobre su presencia en el Cenáculo en el momento de la institución de la Eucaristía. Pero, de algún modo, el cometido que desempeña en Caná acompaña toda la misión de Cristo.

            La revelación, que en el bautismo en el Jordán proviene directamente del Padre y ha resonado en el Bautista, aparece también en labios de María en Caná y se convierte en su gran invitación materna dirigida a la Iglesia de todos los tiempos: “Haced lo que él os diga” (Jn 2,5). Es una exhortación que introduce muy bien las palabras y signos de Cristo durante su vida pública, siendo como el telón de fondo mariano de todos los misterios de luz» (Rosarium Virginis Mariae 1).

            En otro pasaje de esta misma Carta del Rosario de la Virgen nos propone el Papa a María como modelo de contemplación cristológica, que recorre y nos ayuda a vivir la espiritualidad eucarística. Lo titula el Papa: María modelo de contemplación, y nos dice en el número 10: «La contemplación de Cristo tiene en María su modelo insuperable. El rostro del Hijo le pertenece de un modo especial. Ha sido en su vientre donde se ha formado, tomando también de Ella una semejanza humana que evoca una intimidad espiritual ciertamente más grande aún. Nadie se ha dedicado con la asiduidad de María a la contemplación del rostro de Cristo. Los ojos de su corazón se concentran de algún modo en Él ya en la anunciación, cuando lo concibe por obra del Espíritu Santo; en los meses sucesivos empieza a sentir su presencia y a imaginar sus rasgos. Cuando por fin lo da a luz en Belén, sus ojos se vuelven también tiernamente sobre el rostro del Hijo, cuando lo “envolvió en pañales y le acostó en un pesebre”» (Lc2,7).

            Desde entonces su mirada, siempre llena de adoración y asombro, no se apartará jamás de Él. Será a veces una mirada interrogadora, como en el episodio de su extravío en el templo: “Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?” (Lc 2,48); será en todo caso una mirada penetrante, capaz de leer en lo íntimo de Jesús, hasta percibir sus sentimientos escondidos y presentir sus decisiones, como en Caná (cf Jn 2,5); otras veces será una mirada dolorida, sobre todo bajo la cruz, donde todavía será, en cierto sentido, la mirada de la <parturienta>, ya que María no se limitará a compartir la pasión y la muerte del Unigénito, sino que acogerá al nuevo hijo en el discípulo predilecto confiado a Ella (cf Jn 19,26-27); en la mañana de Pascua será una mirada radiante por la alegría de la resurrección y, por fín, una mirada ardorosa por la efusión del Espíritu en el día de Pentecostés (cf He 1,14).

Los recuerdos de María

11. María vive mirando a Cristo y tiene en cuenta cada una de sus palabras: “Guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón” (Lc 2,19; cf 2,51). Los recuerdos de Jesús, impresos en su alma, la han acompañado en todo momento, llevándola a recorrer con el pensamiento los distintos episodios de su vida junto al Hijo. Han sido aquellos recuerdos los que han constituido, en cierto sentido, el <rosario> que Ella ha recitado constantemente en los días de su vida terrenal.

            Y también ahora, entre los cantos de alegría de la Jerusalén celestial, permanecen intactos los motivos de su acción de gracias y su alabanza. Ellos inspiran su materna solicitud hacia la Iglesia peregrina, en la que sigue desarrollando la trama de su <papel> de evangelizadora. María propone continuamente a los creyentes los “misterios” de su Hijo, con el deseo de que sean contemplados, para que puedan derramar toda su fuerza salvadora. Cuando recita el rosario, la comunidad cristiana está en sintonía con el recuerdo y con la mirada de María (RVM 10 y 11).

7. 2. María, «mujer  eucarística»

  Así llama el Papa Juan Pablo II a María en la última Carta Encíclica Ecclesia de eucharistía. El capítulo sexto y último lo titulo al Papa: EN LA ESCUELA DE MARÍA, MUJER EUCARÍSTICA. En este capítulo recoge el Papa la doctrina actual de la Iglesia, especialmente de los Mariólogos, elaborando una síntesis perfecta. Ya el Vaticano II había dado una amplia visión del lugar y papel obrado por María en la obra de la salvación, cuyo «centro y culmen» siempre será la Eucaristía: «(María) al abrazar de todo corazón y sin entorpecimiento de pecado alguno la voluntad salvífica de Dios, se consagró totalmente como esclava del Señor a la persona y la obra de su Hijo, sirviendo con diligencia al misterio de la redención con Él y bajo Él, con la gracia de Dios omnipotente« (LG 56).

             «María, concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, padeciendo con su Hijo cuando moría en la cruz, cooperó de forma enteramente impar a la obra del Salvador con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad, con el fin de restaurar la vida sobrenatural de las almas” (LG 61). 

«María mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo erguida (cf. Jo 19,25), sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la víctima que ella misma había engendrado» (LG 58).

            Sin el cuerpo de Cristo que «ella misma había engendrado» no hubiera sido posible ni la salvación ni la Eucaristía. Por eso María es Madre de la Eucaristía, por ser la madre de Cristo, materia y forma del Misterio eucarístico; María es arca y tienda de la Nueva Alianza, por engendrar por la potencia del Amor del Espíritu Santo la carne y la sangre de Cristo, derramada para la Nueva y Eterna Alianza de Dios con los hombres; María fue el primer sagrario de Cristo en la tierra; María fue asociada expresamente por su Hijo en el sacrificio cruento de la Eucaristía, ofreciendo su vida con Él al Padre para la salvación de los hombres, consintiendo en su ofrenda y creyendo contra toda esperanza en la Palabra de Dios, creyendo que era el redentor de los hombres el que moría en la cruz.

            Por eso y por más razones, no he querido terminar este libro sobre la Eucaristía, sin dedicarle a María el último capítulo, como he hecho hasta ahora en mis libros publicados. Es mucho lo que Cristo confió en y a su madre y mucho lo que ella hace en la Iglesia actualmente, siempre asociada y unida totalmente a su Hijo, su mayor tesoro y fundamento de todas sus grandezas y misiones, y es mucho también lo que todos debemos a María «mujer eucarística».

  Esta actitud eucarística de María ya había sido resumida por el mismo Pontífice en otro documento con estas palabras:  «Y hacia la Virgen María miran los fieles que escuchan la Palabra proclamada en la asamblea dominical, aprendiendo de ella a conservarla y meditarla en el propio corazón (cf Lc 2,19). Con María los fieles aprenden a estar a los pies de la cruz para ofrecer al Padre el sacrificio de Cristo y unir al mismo el ofrecimiento de la propia vida. Con María viven el gozo de la resurrección, haciendo propias las palabras del Magníficat que canta el don inagotable de la divina misericordia en la inexorable sucesión del tiempo: “Su misericordia alcanza de generación en generación a los que lo temen” (Lc 1,50). De domingo en domingo, el pueblo peregrino sigue las huellas de María, y su intercesión materna hace particularmente intensa y eficaz la oración que la Iglesia eleva a la Santísima Trinidad» (Dies Domini 86).

            Y ahora paso ya a transcribir literalmente el capítulo sexto y último de la Encíclica Ecclesia de eucharistia, donde el Papa Juan Pablo II recoge de modo insuperable, al menos por mí, la doctrina eucarístico-mariana actual. Uno disfruta leyendo y meditando estas verdades.

CAPÍTULO VI

EN LA ESCUELA DE MARÍA, «MUJER EUCARÍSTICA»

53. Si queremos descubrir en toda su riqueza la relación íntima que une Iglesia y Eucaristía, no podemos olvidar a María, Madre y modelo de la Iglesia. En la Carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, presentando a la Santísima Virgen como Maestra en la contemplación del rostro de Cristo, he incluido entre los misterios de la luz también la institución de la Eucaristía (20). Efectivamente, María puede guiarnos hacia este Santísimo Sacramento porque tiene una relación profunda con Él.

  A primera vista, el Evangelio no habla de este tema. En el relato de la institución, la tarde del Jueves Santo, no se menciona a María. Se sabe, sin embargo, que estaba junto con los Apóstoles, “concordes en la oración” (cf. Hch 1, 14), en la primera comunidad reunida después de la Ascensión en espera de Pentecostés. Esta presencia suya no pudo faltar

Ciertamente en las celebraciones eucarísticas de los fieles de la primera generación cristiana, asiduos “en la fracción del pan” (Hch 2, 42).

            Pero, más allá de su participación en el Banquete eucarístico, la relación de María con la Eucaristía se puede delinear indirectamente a partir de su actitud interior. María es mujer “eucarística” con toda su vida. La Iglesia, tomando a María como modelo, ha de imitarla también en su relación con este santísimo Misterio.

54. «Mysterium fidei». Puesto que la Eucaristía es misterio de fe, que supera de tal manera nuestro entendimiento que nos obliga al más puro abandono a la palabra de Dios, nadie como María puede ser apoyo y guía en una actitud como ésta. Repetir el gesto de Cristo en la Ultima Cena, en cumplimiento de su mandato: “¡Haced esto en conmemoración mía!”, se convierte al mismo tiempo en aceptación de la invitación de María a obedecerle sin titubeos: “Haced lo que él os diga” (Jn 2, 5). Con la solicitud materna que muestra en las bodas de Caná, María parece decirnos: «no dudéis, fiaros de la Palabra de mi Hijo. Él, que

fue capaz de transformar el agua en vino, es igualmente capaz de hacer del pan y del vino su cuerpo y su sangre, entregando a los creyentes en este misterio la memoria viva de su Pascua, para hacerse así “pan de vida”.

55. En cierto sentido, María ha practicado su fe eucarística antes incluso de que ésta fuera instituida, por el hecho mismo de haber ofrecido su seno virginal para la encarnación del Verbo de Dios. La Eucaristía, mientras remite a la pasión y la resurrección, está al mismo tiempo en continuidad con la Encarnación. María concibió en la anunciación al Hijo divino, incluso en la realidad física de su cuerpo y su sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor.

            Hay, pues, una analogía profunda entre el fiat pronunciado por María a las palabras del Ángel y el amén que cada fiel pronuncia cuando recibe el cuerpo del Señor. A María se le pidió creer que quien concibió “por obra del Espíritu Santo era el Hijo de Dios” (cf. Lc 1, 30.35). En continuidad con la fe de la Virgen, en el Misterio eucarístico se nos pide creer que el mismo Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, se hace presente con todo su ser humano-divino en las especies del pan y del vino.

            “Feliz la que ha creído”(L 1, 45): María ha anticipado también en el misterio de la Encarnación la fe eucarística de la Iglesia. Cuando, en la Visitación, lleva en su seno el Verbo hecho carne, se convierte de algún modo en «el primer tabernáculo de la historia» donde el Hijo de Dios, todavía invisible a los ojos de los hombres, se ofrece a la adoración de Isabel, como «irradiando» su luz a través de los ojos y la voz de María. Y la mirada embelesada de María al contemplar el rostro de Cristo recién nacido y al estrecharlo en sus brazos, ¿no es acaso el inigualable modelo de amor en el que ha de inspirarse cada comunión eucarística?

            María, con toda su vida junto a Cristo y no solamente en el Calvario, hizo suya la dimensión sacrificial de la Eucaristía. Cuando llevó al niño Jesús al templo de Jerusalén “para presentarle al Señor” (Lc 2, 22), oyó anunciar al anciano Simeón que aquel niño sería “señal de contradicción” y también que una “espada” traspasaría su propia alma (cf. Lc 2, 34.35). Se preanunciaba así el drama del Hijo crucificado y, en cierto modo, se prefiguraba el «stabat Mater» de la Virgen al pie de la Cruz. Preparándose día a día para el Calvario, María vive una especie de <Eucaristía anticipada> se podría decir, una <comunión espiritual> de deseo y ofrecimiento, que culminará en la unión con el Hijo en la pasión y se manifestará después, en el período postpascual, en su participación en la celebración eucarística, presidida por los Apóstoles como “memorial” de la pasión.

  ¿Cómo imaginar los sentimientos de María al escuchar de la boca de Pedro, Juan, Santiago y los otros Apóstoles, las palabras de la Última Cena: “Éste es mi cuerpo que es entregado por nosotros”? (Lc 22, 19) Aquel cuerpo entregado como sacrificio y presente en los signos sacramentales, ¡era el mismo cuerpo concebido en su seno! Recibir la Eucaristía debía significar para María como si acogiera de nuevo en su seno el corazón que había latido al unísono con el suyo y revivir lo que había experimentado en primera persona al pie de la Cruz.

57. “Haced esto en recuerdo mío” (Lc 22, 19). En el “memorial” del Calvario está presente todo lo que Cristo ha llevado a cabo en su pasión y muerte. Por tanto, no falta lo que Cristo ha realizado también con su Madre para beneficio nuestro. En efecto, le confía al discípulo predilecto y, en él, le entrega a cada uno de nosotros: “¡He aquí a tu hijo!”. Igualmente dice también a todos nosotros: “¡He aquí a tu madre!” (cf. Jn19 ,26.27). 

            Vivir en la Eucaristía el memorial de la muerte de Cristo implica también recibir continuamente este don. Significa tomar con nosotros a ejemplo de Juan a quien una vez nos fue entregada como Madre. Significa asumir, al mismo tiempo, el compromiso de conformarnos a Cristo, aprendiendo de su Madre y dejándonos acompañar por ella. María está presente con la Iglesia, y como Madre de la Iglesia, en todas nuestras celebraciones eucarísticas. Así como Iglesia y Eucaristía son un binomio inseparable, lo mismo se puede decir del binomio María y Eucaristía. Por eso, el recuerdo de María en el celebración eucarística es unánime, ya desde la antigüedad, en las Iglesias de Oriente y Occidente.

58. En la Eucaristía, la Iglesia se une plenamente a Cristo y a su sacrificio, haciendo suyo el espíritu de María. Es una verdad que se puede profundizar releyendo el Magnificat en perspectiva eucarística. La Eucaristía, en efecto, como el canto de María, es ante todo alabanza y acción de gracias. Cuando María exclama “mi alma engrandece al Señor, mi espíritu exulta en Dios, mi salvador” lleva a Jesús en su seno. Alaba al Padre “por” Jesús, pero también lo alaba “en” Jesús y “con” Jesús. Esto es precisamente la verdadera “actitud eucarística”.

            Al mismo tiempo, María rememora las maravillas que Dios ha hecho en la historia de la salvación, según la promesa hecha a nuestros padres (cf. Lc 1, 55), anunciando la que supera a todas ellas, la encarnación redentora. En el magníficat en fin, está presente la tensión escatológica de la Eucaristía. María canta el “cielo nuevo” y la “tierra nueva” que se anticipan en la Eucaristía y, en cierto sentido, deja entrever su “diseño” programático. Puesto que el Magnificat expresa la espiritualidad de María, nada nos ayuda a vivir mejor el Misterio eucarístico que esta espiritualidad. ¡La Eucaristía se nos ha dado para que nuestra vida sea, como María, toda ella un magnificat!

31. PORQUE MARÍA FUE EL PRIMER SAGRARIO DE CRISTO EN LA TIERRA, MADRE DE LA EUCARISTÍA Y ARCA DE LA ALIANZA NUEVA Y ETERNA 

            No quisiera terminar esta reflexión eucarístico-mariana sobre la oración ante el Cristo de nuestros Sagrarios, sin tener una mención especial para la que fue su primer Sagrario en la tierra y Madre de la Eucaristía: María. Fue Ella la que en mi vida personal me llevó hasta el encuentro personal con su Hijo y todavía lo recuerdo. Me gusta ser agradecido y todavía sigue ocupando un lugar central en mi vida. En una visita a un santuario suyo muy querido, después de un largo tiempo en oración con ella, al despedirme, sentí que me decía con toda claridad en mi interior: pasa a mi hijo, es que hasta ahora te fijas principalmente en mí y no te has dado cuenta de que le llevo aquí en mis brazos para dártelo. Y yo repetía: Pero si contigo me va bien, pero si yo amo a tu hijo… Pero ella sabía mejor que yo que había llegado el momento de ser «cristiano», después de largo aprendizaje y encanto “mariano”.

            Ya la piedad cristiana de todos los tiempos unió siempre a María con este misterio. Por eso, tanto en las grandes catedrales como en las chozas de los países de misión, la intuición religiosa de los fieles, al lado de la Eucaristía, puso siempre la imagen y la piedad de la Virgen.

            Por eso, siempre que tengo problemas de cualquier tipo que sea, recurro a Maria en mi súplica, y, teniendo presente su comportamiento y eficacia en las bodas de Caná, yo sólo insisto con fuerza ante ella: «Pero díselo, díselo, díselo a tu Hijo, como lo hiciste en las bodas de Caná».

            La Encíclica «Redemptoris Mater» de Juan Pablo II afirma que la maternidad espiritual de María «ha sido vivida y comprendida particularmente por el pueblo cristiano en el sagrado banquete, celebración litúrgica del misterio de la Redención, en el cual Cristo, su verdadero cuerpo nacido de María Virgen, se hace presente» (RMa 44). 

            Y continúa el Papa: «Con razón la piedad del pueblo cristiano ha visto siempre un profundo vínculo entre la devoción a la Santísima Virgen y el culto a la Eucaristía. Es un hecho de relieve en la liturgia tanto occidental como oriental, en la tradición de las Familias religiosas, en la espiritualidad de los movimientos contemporáneos, incluso los juveniles, en la pastoral de los santuarios marianos. María guía a los fieles a la Eucaristía» (RMa 44).

            Me permito la confidencia de mostrar cómo me gusta dirigirme a María como Madre sacerdotal en mi ratos de conversación con Ella, es que le pida cosas o le dé gracias por las recibidas o le diga cosas bellas, porque es linda y hermosa, y todos sus hijos, especialmente los sacerdotes, se lo expresemos llenos de amor con palabras propias o con oraciones ya hechas.

            Y mientras redactaba estas líneas en mi oración matinal, no le he dicho lo que nosotros, los sacerdotes, pensamos de ella, sino que he sido un poco curioso y atrevido, y he querido saber lo que Ella piensa de nosotros.

            Teniendo presente mis también recientes bodas de
oro sacerdotales, la canté como tantas veces: Virgen sacerdotal, Madre querida, tú que diste a mi vida tan dulce ideal, alárgame tus brazos maternales, ellos serán mi blancos corporales, tu corazón, mi altar sacrificial; luego me atreví a preguntarle ¿qué somos nosotros, sacerdotes, para Ti, María, hermosa nazarena, Virgen bella, Madre sacerdotal, Madre del alma?

            Y Ella nos dice a todos:

-- Soy tu madre sacerdotal, por mandato de Cristo en la persona de Juan; ven, te alargo mis brazos y estréchame, abrázame y siente el aliento de mi vida y de mis pechos maternales de Virgen, Mujer y Madre Sacerdotal, con toda confianza, con la misma confianza y ternura del Hijo, porque eres hijo en el Hijo por proyecto del Padre y por voluntad y deseo testamentario y lleno de amor extremo del Hijo en la cruz;

—Tú eres el encargo más gozoso y profundo y eterno que he recibido del Hijo, eres su testamento, su última voluntad, que cumplo con todo amor hasta dar la vida por ti si fuera necesario, si tú lo necesitas, como lo hice entonces, porque morí no muriendo, no pudiendo morir por ayudar a los sacerdotes recién ordenados, muriendo y viéndolo y sufriéndolo todo en el Hijo Sacerdote y Víctima por toda la Iglesia, especialmente por los nuevos sacerdotes de todos los tiempos.

—Sacerdotes de mi hijo Jesús, soy eternamente madre vuestra sacerdotal por voluntad de mi Hijo os quiero y me preocupo eternamente como madre sacerdotal de cada uno, y os espero a todos en el cielo, porque el “hijo de la perdición” no existe más entre los llamados, ya que fue único para siempre».«Por encargo del Hijo desde la cruz: “he ahí a tu madre, he ahí a tu Hijo”, vosotros sois testamento de entrega y de amor y de sangre de mi Hijo;

—Vosotros, sacerdotes, en Juan y por voluntad expresado de mi Hijo, sois mis hijos predilectos de amor y sangre y lágrimas y entrega de vida de madre por todos en el Hijo;

—Yo soy vuestra madre y vosotros sois mis hijos predilectos, tú eres mi hijo predilecto “no sin designio divino” (Concilio Vaticano 11) por voluntad del Padre en el Hiijo;

—Tú eres mi Hijo sacerdote, tú eres mi hijo del alma, porque te identificas con mi Hijo en su ser y existir sacerdotal; no veo diferencia sacerdotal entre ti y El, sois idénticos sacerdotalmente; Él eres tú, tú eres Él, por eso te amo igual que a Él porque Él es el Hijo de Dios encarnado y tú eres el hijo en el Hijo hasta tal punto identificado sacerdotalmente ante el Padre y ante mí su madre, que no veo diferencias, sois idénticos sacerdotalmente, porque le amo a Él en ti y a ti en Él;

—Tú eres mi Hijo Jesús sacerdote, te quiero, te quiero, bésame, ven a mis brazos y amor y pechos maternales. Esto es lo que me dijo la Virgen. Gracias, María, Madre Sacerdotal.

¡SALVE, MARÍA,

HERMOSA NAZARENA,

VIRGEN BELLA,

MADRE SACERDOTAL,

MADRE DEL ALMA,

CUÁNTO TE QUIERO,

CUÁNTO ME QUIERES!

¡GRACIAS POR HABERME DADO A TU HIJO,  HIJO DE DIOS ENCARNADO Y SACERDOTE ÚNICO DEL ALTÍSIMO!

¡GRACIAS POR HABERME AYUDADO A SER Y EXISTIR SACERDOTAL Y VICTIMALMENTE EN ÉL!

¡Y GRACIAS TAMBIÉN, POR QUERER SER MI MADRE SACERDOTAL!

¡MI MADRE  Y MI MODELO!

¡GRACIAS!

                  (Sagrario de mi Seminario Mayor de Plasencia)

Sagrario de mi Seminario, presencia permanente de Cristo, donde empecé mi amistad con Cristo, Sacerdote único del Altísimo y Eucaristía Perfecta; el mejor Amigo y Confidente y Formador de vida cristiana; testigo de gozos, perdones, ayudas y abrazos de amor diarios; pan y alimento de amistad, permanentemente ofrecida a todos los hombres, con amor extremo, hasta el final de los tiempos

32. PORQUE LA PRESENCIA EUCARÍSTICA ES LA  PRESENCIA DE CRISTO ENTERO Y COMPLETO EN LA TIERRA

            QUERIDOS HERMANOS: Hoy es Jueves Santo y en este día tan lleno de vida y misterios entrañables para la comunidad cristiana, nosotros, seguidores y discípulos de Cristo, hacemos memoria de sus palabras y gestos en la Ultima Cena. San Juan de Ávila, uno de los santos eucarísticos y sacerdotales más grandes de España y de la Iglesia Católica, que tuvo relación con Santa Teresa, S. Ignacio de Loyola, S. Pedro de Alcántara y otros muchos, comentando esta frase en uno de sus sermones del Jueves Santo, se dirige al Señor con estas palabras:

            «¡Qué caminos, qué sendas llevaste, Señor, desde que en este mundo entraste, tan llenos de luz, que dan sabiduría a los ignorantes y calor a los tibios! ¡Con cuánta verdad dijiste: Yo soy la luz del mundo. Luz fue tu nacimiento, luz tu circuncisión, tu huir a Egipto, tu desechar honras, y esta luz crece hasta hacerse perfecto día. El día perfecto es hoy y mañana en los cuales obras cosas tan admirables, que parezcan olvidar las pasadas; tan llenas de luz, que parezcan oscurecer las que son muy lúcidas! ¡Qué denodado estáis hoy para hacer hazañas nunca oídas ni vistas en el mundo y nunca de nadie pensadas! ¿Quién vio, quién oyó que Dios se diese en manjar a los hombres y que el Criador sea manjar de sus criaturas? ¿Quién oyó que Dios se ofreciese a ser deshonrado y atormentado hasta morir por amor de los hombres, ofensores de Él?

            Estas, Señor, son invenciones de tu amor, que hace día perfecto, pues no puede más subir el amor de lo que tú lo encumbraste hoy y mañana, dándote a comer hoy a los que con amor tienen hambre de ti y mañana padeciendo hasta hartar el hambre de la malquerencia que tienen tus enemigos de hacerte mal. Día perfecto en amar, día perfecto en padecer... de manera que no hay más que subir al amor que adonde tú los has subido. «In finem dilexit eos...» has amado a los tuyos hasta el fin, pues amaste hasta donde nadie llegó ni puede llegar».

            Queridos hermanos: no tiene nada de particular que los santos se llenen de admiración y veneración ante estos misterios del amor divino, pues hasta nosotros, que tenemos fe tan flaca y débil, barruntamos en estos días el paso encendido del Señor, al sentir y experimentar un poco estos misterios, que a ellos les hacía enloquecer de ternura y correspondencia.

            ¡Qué bueno eres, Jesús! Tú sí que me amas de verdad. Tú sí que eres sincero en tus palabras y en tu entrega hasta el fin de tus fuerzas, hasta la muerte, hasta el fin de los tiempos. Quien te encuentra ha encontrado la vida, el tesoro más grande del mundo y de la existencia humana, el mejor amigo sobre la tierra y la eternidad. Jesús, tú estás vivo para las almas en fe ardiente y en amor verdadero. Admíteme entre tus íntimos y amigos. Tú eres el amigo, el mejor amigo para las alegrías y las penas, que quieres incomprensiblemente ser amigos de todos los hombres, especialmente de los más pobres, desarrapados, miserables, pecadores, desagradecidos.

Mi Señor Jesucristo Eucaristía, amigo del alma y de la eternidad, que siendo Dios infinito y sin necesitar nada de nadie -¿qué te puede dar el hombre que Tú no tengas?- te abajaste y te hiciste siervo, siendo el Señor del Universo para ganarnos a todos a tu cielo y a tu misma felicidad.

            Viniste y ya no quisiste dejarnos solos, viniste y ya no te fuiste, porque viniste lleno de amor, no por puro compromiso, como quien cumple una tarea y se marcha, porque su corazón está en otro sitio. Tu Padre te mandó la tarea de salvar a los hombres, pero en el modo y la forma y la verdad te diferencias totalmente de nosotros; porque a nosotros, nuestros padres nos mandan hacer algo, y lo hacemos por compromiso y una vez terminado, nosotros volvemos a lo nuestro, si estamos en el campo, volvemos a casa. Tú, en cambio, no lo hiciste por compromiso, no te fuiste una vez terminada la obra, sino que porque nos amabas de verdad, quisiste por amor loco y apasionado, y sólo por amor, permanecer siempre entre nosotros.

            Yo creo, Señor, en tu amor verdadero, en que me amas de verdad y me buscas y te arrodillas por encontrarme como amigo, aunque yo no comprendo a veces tu amor y tu comportamiento, no lo comprendo, no lo comprendo, cuando te veo buscarme con tal pasión y empeño como si de ello dependiese tu felicidad; no comprendo cómo nos amaste hasta ese extremo, podías haber inventado otras formas menos dolorosas para ti, y nos hubieras salvado lo mismo, pero no, sino que “tanto amó Dios al mundo, que entregó (traicionó) a su propio Hijo”. Y todo esto es verdad, sí, es verdad que existes y me amas y me buscas así.

            Con verdadera pasión de amor te pregunto: ¿No eres Dios? ¿Pues no eres infinito? Tú en el sagrario siempre te estás ofreciendo en amistad permanente y verdadera... Tú no te cansas, Tú no te arrepientes de esperar, Tú no te aburres, porque estás siempre esperando, siempre amando, siempre perdonando a los hombres, siempre soñando con los hombres. Aquel cuya delicia es estar con los hijos de los hombres, lleva dos mil años esperándonos, poniendo de manifiesto que lo que dijo: “me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos” ; es verdad que nos quieres y buscas mi cercanía y la amistad con los hombres y no solo para salvarlos sino porque eres feliz amando así y quieres que seamos felices en tu amistad, eternamente felices e iguales a Tí en eternidad, en cielo, en Trinidad, nos quieres hacer iguales a Ti, para que vivamos tu misma vida, felicidad, amor haciéndonos hijos en el Hijo, en amados y predilectos del Padre como el Amado, para que el Padre no vea diferencia entre Tú y nosotros y ponga en nosotros todas sus complacencias como las puso en Ti. 

Esta presencia permanente de Jesús en el sagrario hacia exclamar a Santa Teresa: «Héle aquí compañero nuestro en el Santísimo Sacramento, que no parece fue en su mano apartarse un momento de nosotros».

            Queridos hermanos, muchas veces pienso que, aunque no se hubiera quedado con nosotros en el sagrario, bastaría con lo que hizo por todos nosotros para demostrarnos un amor extremo, para que nosotros estuviéramos para siempre agradecidos a su amor, a su proyecto, a su entrega... Así que no tiene nada de extraño que, cuando las almas llegan a tener experiencia de esto, ya no quieran separarse jamás del amor y la amistad del Señor. Jamás ha existido un santo que no fuera eucarístico, que no pasara largos ratos todos los días ante Jesús sacramentado, en oración silenciosa, adorante, transformante...

            La Eucaristía, hermanos, es también el pan que sostiene a cuantos peregrinamos en este mundo, como lo fue también para Elías en el camino hacia el monte Orbe (Cfr.1Re 19, 4-8). “Tomad y comed...” Esta verdad hace exclamar a la liturgia de la Iglesia: «Oh sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida, se celebra el memorial de su pasión, el alma se llena de gracias y se nos da la prenda de la gloria futura». Los mismos signos elegidos por el Señor, el pan y el vino, denotan el carácter de la Eucaristía como alimento estrechamente unido a nuestra vida cristiana, a nuestro desarrollo espiritual, como son la comida y la bebida naturales.

  Ya lo había anunciado el mismo Cristo anticipadamente en la multiplicación de los panes y peces: “Si no coméis mi carne y no bebéis mi sangre no tendréis vida en vosotros; el que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna” (Jn6,54-55). La Eucaristía es el alimento que necesitan para vivir en cristiano tanto los niños como los jóvenes y los adultos y cuando no se come, la debilidad de la vida cristiana, de la vida moral y religiosa se nota y llega a veces a ser extrema.  

            Uno puede estar débil, flaco, pero cuando se come con hambre el pan de la vida, crece y aumenta la fe, el amor, la esperanza, los deseos de amar a Dios y a los hombres, porque produce tal grado de unión con el corazón y los sentimientos de Cristo que nos contagiamos de Él, que vivimos como Él, como dice San Pablo: “vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí y mientras vivo en esta carne vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mi” (Gal2,20).

            “La Sabiduría”, dice la Escritura, “ha preparado el banquete, mezclado el vino y puesto la mesa; ha despachado a sus criados para que anuncien en los puntos que dominan la ciudad: Venid a comer mi pan y a beber el vino que he mezclado” (Prov.9,2-5).

            Queridos hermanos, por amor a Cristo, no le defraudemos. Comulguemos con todo fervor. Él nos está esperando, siempre nos está esperando.

33. PORQUE EN EL SAGRARIO ESTÁ EL MEJOR AMIGO Y ÚNICO SALVADOR DE LOS HOMBRES.

            QUERIDOS HERMANOS: Con gozo y emoción estamos celebrando la festividad del Corpus Christi, del Cuerpo y Sangre del Señor. La primera fiesta del Corpus se celebró en la diócesis de Lieja, en el año 1246, por petición reiterada de Juliana de Cornillon. Algunos años más tarde, en el 1264, el Papa Urbano IV hizo de esta fiesta del Cuerpo de Cristo una festividad de precepto para toda la Iglesia Universal, manifestando así la importancia que tiene para la vida cristiana y para la Iglesia la veneración y adoración del Cuerpo Eucarístico de nuestro Señor Jesucristo.

            Jesucristo, el Hijo de Dios y el Salvador del mundo, quiso quedarse con nosotros hasta el final de los tiempos en el pan consagrado, como lo había prometido después de la multiplicación de los panes y de los peces y realizó esta promesa en la noche del Jueves Santo.

            En la Eucaristía y en todos los sagrarios de la tierra está presente el mismo Cristo venido del seno del Padre, nacido de María Virgen, muerto y resucitado por nosotros. No está como en Palestina, con presencia temporal y mortal sino que está ya glorioso y resucitado, como está desde la resurrección, triunfante y celeste, sentado a la derecha del Padre, intercediendo por nosotros desde el sagrario y en el cielo.

            El mismo Cristo que contemplan los bienaventurados en el cielo, es el que nosotros adoramos y contemplamos por la fe en el pan consagrado. Permanece así entre los hombres cumpliendo su promesa: “Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”.

            En este día del Cuerpo y de la Sangre del Señor nos fijamos y veneramos especialmente la Eucaristía como presencia de Cristo en el pan consagrado, como sacramento permanente en el sagrario. «No veas --exhorta San Cirilo de Jerusalén-- en el pan y en el vino meros y naturales elementos, porque el Señor ha dicho expresamente que son su cuerpo y su sangre: la fe te lo asegura, aunque los sentidos te sugieran otra cosa» (Catequesis mistagogicas, IV,6:SCh 126, 138).

             «Adoro te devote, latens Deitas, seguiremos cantando con el Doctor Angélico. Ante este misterio de amor, la razón humana experimenta toda su limitación. Se comprende cómo, a lo largo de los siglos, esta verdad haya obligado a la teología a hacer arduos esfuerzos para entenderla. Son esfuerzo loables, tanto más útiles y penetrantes cuanto mejor consiguen conjugar el ejercicio crítico del pensamiento con la fe viva de la Iglesia, percibida especialmente en el carisma de la verdad del Magisterio y en la comprensión interna de los misterios, a la que llegan todos sobre todo los santos» (Ecclesia de Eucharistia 15c)

            Esta Presencia de Jesús Sacramentado junto a nosotros, en nuestras iglesias, junto a nuestras casas y nuestras vidas, debe convertirse en el centro espiritual de toda la comunidad cristiana, de toda la parroquia y de todo cristiano. Cuando estamos junto al Sagrario estamos con la misma intimidad que si estuviéramos en el cielo en su presencia.  

             Me parecen muy oportunas en este sentido la doctrina y enseñanzas del Directorio:

La adoración eucarística

             «La adoración del Santísimo Sacramento es una expresión particularmente extendida del culto a la Eucaristía, al cual la Iglesia exhorta a los Pastores y fieles. Su forma primigenia se puede remontar a la adoración que el Jueves Santo sigue a la celebración de la misa en la cena del Señor y a la reserva de las Sagradas Especies. Esta resulta muy significativa del vínculo que existe entre la celebración del memorial del sacrificio del Señor y su presencia permanente en las Especies consagradas.

            La reserva de las Especies Sagradas, motivada sobre todo por la necesidad de poder disponer de las mismas en cualquier momento, para administrar el Viático a los enfermos, hizo nacer en los fieles la loable costumbre de recogerse en oración ante el sagrario, para adorar a Cristo presente en el Sacramento.

            La piedad que mueve a los fieles a postrarse ante la santa Eucaristía, les atrae para participar de una manera más profunda en el misterio pascual y a responder con gratitud al don de aquel que mediante su humanidad infunde incesantemente la vida divina en los miembros de su Cuerpo.   Al detenerse junto a Cristo Señor, disfrutan su íntima familiaridad, y ante Él abren su corazón rogando por ellos y por sus seres queridos y rezan por la paz y la salvación del mundo. Al ofrecer toda su vida con Cristo al Padre en el Espíritu Santo, alcanzan de este maravilloso intercambio un aumento de fe, de esperanza y de caridad. De esta manera cultivan las disposiciones adecuadas para celebrar, con la devoción que es conveniente, el memorial del Señor y recibir frecuentemente el Pan que nos ha dado el Padre.

            La adoración del Santísimo Sacramento, en la que confluyen formas litúrgicas y expresiones de piedad popular

entre las que no es fácil establecer claramente los límites, puede realizarse de diversas maneras:

  -la simple visita al Santísimo Sacramento reservado en el sagrario: breve encuentro con Cristo, motivado por la fe en su presencia y caracterizado por la oración silenciosa.

  -adoración ante el santísimo Sacramento expuesto, según las normas litúrgicas, en la custodia o en la píxide, de forma prolongada o breve;

  -la denominada Adoración perpetua o la de las Cuarenta Horas, que comprometen a toda una comunidad religiosa, a una asociación eucarística o a una comunidad parroquial, y dan ocasión a numerosas expresiones de piedad eucarística.

            En estos momentos de adoración se debe ayudar a los fieles para que empleen la Sagrada Escritura como incomparable libro de oración, para que empleen cantos y oraciones adecuadas, para que se familiaricen con algunos modelos sencillos de la Liturgia de las Horas, para que sigan el ritmo del año litúrgico, para que permanezcan en oración silenciosa. De este modo comprenderán progresivamente que durante la adoración del Santísimo Sacramento no se deben realizar otras prácticas devocionales en honor de la Virgen María y de los santos. Sin embargo, dado el estrecho vínculo

que une a María con Cristo, el rezo del Rosario podría ayudar a dar a la oración una profunda orientación cristológica, meditando en él los misterios de la Encarnación y de la Redención». (Directorio, nn. 164-165).

            Queridos hermanos: Iniciado este diálogo con el Señor en el sagrario, pronto empezamos a escuchar a Cristo, que en el silencio del templo, sentados delante de Él, nos señala con el dedo y nos dice con lo que está y no está de acuerdo de nuestra vida: “el que quiera ser discípulo mío, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga” y aquí está el momento decisivo y trascendental: si empiezo a convertirme, si comprendo que amar a Dios es hacer lo que Él quiere: “Amarás al Señor, tu Dios con todo tu corazón, con todas tus fuerzas, con todo tu ser”, si escucho a Cristo que me dice y me pide: “mi comida es hacer la voluntad del que me ha enviado” y empiezo a alimentarme de la humildad, paciencia, generosidad, amor evangélico, del que Él me da ejemplo y practica en el sagrario, si empiezo a comprender que mi vida tiene que ser una conversión permanente a su misma vida, para hacer de mi vida una ofrenda agradable al Padre como la suya, necesitando a cada paso de Cristo, de oírle y escucharle, de recibir orientaciones y fuerza, ayudas, porque yo estaré siempre pobre y necesitado de su gracia, de su oración, de sus sentimientos y actitudes, si comprendo y me comprometo en mi conversión, entonces llegaré a cimas insospechadas, al Tabor en la tierra. Podrá haber caídas pero ya no serán graves, luego serán más leves y luego quedarán para siempre las imperfecciones propias de la materia heredada con un genoma determinado, que más que imperfecciones son estilos diferentes de vivir. Siempre seremos criaturas, simples criaturas elevadas sólo por la misericordia y el poder y el amor de Dios infinito.

            Y el camino siempre será personal, trato íntimo entre Cristo   y el alma, guiada por su Espíritu, que es amor y luz y fuerza, pero que actúa como y cuando quiere. Queridos hermanos, termino esta homilía repitiendo esta idea: me gustaría que todos los feligreses, desde el párroco hasta el niño de primera comunión, cada uno tuviera su tienda junto al sagrario para desde allí escuchar, contemplar, aprender, imitar, y adorar tanto amor, tanta amistad, tanto cielo anticipado pero visto y aprendido directamente del mismo Cristo. Me gustaría introducir a todos, pero especialmente a los niños y a los jóvenes, sin excluir a nadie, en el sagrario, en este trato diario, íntimo, amoroso, gratificante con Jesucristo Eucaristía. A Él sean dados todo honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén

34. PORQUE LA PRESENCIA EUCARÍSTICA ES UNA ENCARNACIÓN CONTINUADA QUE PROLONGA EL MISTERIO COMPLETO Y TOTAL DE CRISTO

            QUERIDOS HERMANOS Y AMIGOS: La Eucaristía es una Encarnación continuada, que prolonga no sólo la presencia sino todo el misterio vivido y realizado por Cristo, el Hijo de Dios, enviado por el Padre, por obra del Espíritu Santo. La Eucaristía, como la Encarnación, tienen diversas etapas y aspectos semejantes que deben ser meditados.

            En primer lugar, ambas son un don de Dios a los hombres, porque ambas son obra del Espíritu Santo, Supremo Don Divino, y son dones para la salvación de los hombres, por medio del Hijo, encarnado en naturaleza humana en una primera etapa y, luego, en un poco de pan y vino en la segunda; ambas también son una manifestación palpable del amor de Dios al hombre. Si San Juan, refiriéndose a Cristo, nos dice que “tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo Unigénito”, esta entrega podemos interpretarla tanto en sentido de encarnación como de entrega eucarística; en ambas nos deja la presencia real del Hijo, aunque de diverso modo. De Ana de Gonzaga, princesa del Palatinado, Bossuet cita estas notas íntimas: «Si Dios llevó a cabo cosas tan maravillosas para manifestar su amor en la Encarnación, qué no habrá hecho para consumarlo en la Eucaristía, para darse no en general sino en particular a cada cristiano».

            Por parte de Jesucristo, el Hijo de Dios, el motivo esencial en ambas etapas fue siempre el amor extremo. Lo dijo muy claro él: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad”. Y se encarnó. Y antes de la Última Cena nos dice a todos: “Ardientemente he deseado comer esta cena pascual con vosotros”; “Esto es mi Cuerpo, esta es mi sangre, que se entrega por vosotros”; “Permaneceré con vosotros hasta el final de los tiempos”; “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”.

            Lo maravilloso de todo esto no es que yo ame a Cristo sino que “El me amó primero” y en esto consiste el amor verdadero y misterioso, como dice San Juan, no en que yo quiera ser amigo de Cristo, de Dios, esto es lógico para el que tenga fe, porque Dios es Dios, lo extraordinario es que Él, que es infinitamente feliz y lo tiene todo, me ame a mí que soy pura criatura, que no le puedo dar nada que Él no tenga.

            Por eso, queridos hermanos, tanto la Encarnación como la Eucaristía son iniciativas divinas. Creer esto, vivirlo, experimentarlo y sentirlo realmente... eso es la mayor felicidad que existe. Resumiendo: La Encarnación y la Eucaristía son obra del amor del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, que se realizan por Cristo; el mismo amor que le movió a bajar a la tierra le movió también a entregarse por nosotros en la cruz y en el pan consagrado y a buscarnos

ahora en cada rincón del mundo, para llenarnos de su amor y felicidad.

            La Encarnación y la Eucaristía coinciden también en el sujeto que las realiza: la presencia corporal de Cristo, aunque en diversidad de situación. Y coinciden en su finalidad: la glorificación de la Santísima Trinidad y la salvación de los hombres. Si para que haya Eucaristía se requiere la presencia sacramental de Jesucristo, para que hubiera Encarnación ésta fue esencial. Y si para realizar el sacrificio de Cristo en la cruz, para salvar a los hombres ésta fue necesaria, ahora también es necesaria su presencia para el sacrificio de la Eucaristía, para proclamar su muerte salvadora y el perdón de los pecados. Dice S. Ambrosio: «Si anunciamos la muerte del Señor, anunciamos la redención de los pecados. Si por la Eucaristía en todo tiempo su sangre es derramada, es derramada para perdón de los pecados».

            La Encarnación hizo que el Hijo de Dios viniera y habitara en la tierra, la Eucaristía hace que el Hijo de Dios viva y habite hasta el final de los tiempos en el mundo, allí históricamente, en espacio y tiempo, aquí más allá del espacio y del tiempo, metahistóricamente. Pero siempre el mismo Cristo. Las almas eucarísticas no distinguen en la realidad ambas presencias, quiero decir, cuando dialogan con el Señor, lo pasado lo ven como presente, como si lo estuviera realizando ahora y predicando ahora y perdonado ahora y lo viven con el Cristo del evangelio y del cielo y ahora presente en el presente del tiempo y del espacio y de siempre.

             Quiero deciros unas palabras de S. Francisco de Asís en su testamento: «El Señor me daba una fe tan profunda en las iglesias, que oraba simplemente de esta manera: Te adoro, oh Señor Jesucristo, en todas las iglesias del mundo y te bendigo, porque has redimido al mundo entero por tu cruz. Una iglesia es la casa de Dios, más aún que la casa del pueblo cristiano».

            Por eso, incluso el templo católico más pobre está lleno de un misterio, de una presencia, que la habita, y nosotros debemos percibirla por la fe y mejor, por el amor. Toda iglesia está habitada. Posee la presencia real, corporal de Cristo; el sagrario de cada iglesia es la morada de Dios entre los hombres.

            El pan consagrado es Cristo encarnado no en carne sino en una cosa por su amor extremo al hombre, a cada hombre, también a mí. Debiera pensar cómo correspondo yo a tanto amor y generosidad de Cristo. Esta presencia de Cristo es o puede ser un reproche vivo a mi falta de fe, de amistad, de delicadeza para con Él. Cristo se ha quedado en la Eucaristía para que todo hombre, toda mujer, todo niño puedan entrar y encontrarse continuamente con Él, con el Jesús del evangelio. Todos, por grandes que sean nuestros pecados o abismal nuestra torpeza, podemos acercarnos a Él, como lo hicieron todos los hombres de su tiempo, los limpios y los pecadores, los leprosos, los tullidos, los necesitados, los ricos y los pobres.

            Cuando un cristiano sincero te pregunte qué tiene que hacer para buscar y encontrar al Señor, díle que vaya junto al sagrario, rece alguna oración, o le hable de sus cosas y problemas... o abra el evangelio y medite, o simplemente mire al sagrario, sin hacer nada más que mirar, porque eso es oración: mirar al Señor. La fiesta del Corpus Christi nos recuerda cada año esta presencia maravillosa de Cristo en amistad siempre ofrecida a todos los hombres; seamos agradecidos y visitémosle con frecuencia, todos los días; El se quedó para eso.

            El Cristo de las Batallas es un templo que siempre está abierto; qué trabajo cuesta cuando pasas por ahí, decir: el Señor está dentro, voy a entrar a visitarle, a estar un rato con Él. Qué gracias y dones recibirás. Hagamos todos la prueba.

35. PORQUE LA PRESENCIA DE CRISTO EN EL SAGRARIO ES SU AMOR A TODOS LOS HOMBRES “HASTA EL EXTREMO”

            QUERIDOS AMIGOS: La Eucaristía, como todos sabemos, tiene tres aspectos principales, que son Eucaristía como Sacrificio, como Comunión y como Presencia eucarística. En esta festividad del Corpus Christi, que estamos celebrando, la liturgia de la Iglesia quiere que veneremos, adoremos y celebremos especialmente su Presencia Eucarística.

            Ya en la Iglesia primitiva había la costumbre de llevarse a Cristo a las casas, en el pan que sobraba de las celebraciones eucarísticas, primeramente, porque no había todavía templos, y segundo, para poder comulgar durante la semana, sobre todo en tiempos de persecución o tratándose de monjes anacoretas. Por Orígenes, autor del siglo II, nos consta que era tal el respeto hacia el sacramento que llevaban a sus casas, que creían pecar si algún fragmento caía por negligencia. Y Novaciano reprueba a los que «saliendo de la celebración dominical y llevando consigo, como se acostumbraba, la Eucaristía, llevan el cuerpo santo del Señor de aquí para allá sin valorarlo». Y todo esto era fruto de la fe,

de la convicción profunda que tenía la Iglesia primitiva de que en el pan eucarístico permanecía el Señor. La Iglesia siempre ha defendido y venerado la presencia de Cristo en el pan consagrado.

            Cuando entramos en una iglesia, encontramos una luz encendida junto al sagrario: esto nos recuerda que allí está presente Cristo en persona, el que vino del Padre, el que murió en la cruz por nosotros, el que vive en el cielo. Por esto, los cristianos serios y verdaderos no pueden olvidar esta presencia y se lo agradecen y corresponden con su visita y oración eucarística. Sin piedad eucarística no hay vida cristiana fervorosa, coherente y apostólica.

            Por eso, cuánto deben a esta presencia los santos y las santas de todos los tiempos, nuestros padres y madres cristianas que no tuvieron otra Biblia que el sagrario, y aquí lo aprendieron todo para ser buenos cristianos, para amarse como buenos esposos para toda la vida, para sacrificarse por sus hijos y ser buenos vecinos, para amar y perdonar a todos, aquí se formaron los sacerdotes apostólicos, encendidos del fuego del amor a Dios y a los hombres, trabajando en obras de caridad y de apostolado o dedicando toda su vida a orar por los hermanos en un claustro, según los designios de Dios.

            Yo pienso, tengo la impresión a veces de que la diferencia entre una vida cristiana y otra, entre unos matrimonios y otros, entre una parroquia y otra, hasta entre un sacerdote y otro, está en esto, en su relación con Jesucristo Eucaristía, en la vivencia de este misterio. Si la Eucaristía, como dice el Concilio Vaticano II, es el centro y culmen de la vida cristiana y de la evangelización, necesariamente tiene que haber diferencia entre los que la veneran y la viven como centro y fuente de su vida y los que la tienen como una práctica más, rutinaria y sin vida; unos han encontrado al Señor, dialogan, revisan, programan y se alimentan sus sentimientos y sus actitudes comiendo a Cristo en el pan consagrado y en la oración y trato diario, recibiendo allí fuerza, vitalidad y alegría; otros no se han encontrado todavía con Él y, por tanto, no tienen ese diálogo y esa fuerza y ese aliento, que se reciben solo de Cristo Eucaristía.

            Y la razón es clara: el cristianismo esencialmente no son ritos ni palabras ni cosas, es una persona, es Jesucristo; si me encuentro con Él, puedo ser cristiano, puedo comprenderlo viviendo su misma vida, cumplir su evangelio, tratar de que otros lo conozcan y le amen y así hacerlos buenos y honrados; si no quiero visitarlo, encontrarme con Él, no puedo comprenderle ni entender su vida, porque Cristo, su evangelio, su amor y a su salvación, no se comprenden hasta que no se viven, hasta que no se experimentan.

            Por eso es absolutamente imprescindible el encuentro eucarístico con Él para llegar a la verdad completa de la Eucaristía, sólo se puede llegar por su amor, por ese mismo amor que Jesús tuvo al instituirla, que es su Espíritu Santo: “Muchas cosas me quedan por deciros ahora, pero no podéis cargar con ellas por ahora, cuando venga el Espíritu Santo, os llevará hasta la verdad completa”.

            Por eso, los que hemos estudiado teología tenemos que tener mucho cuidado de pensar que ya hemos llegado a la verdad completa de la Eucaristía, allí no se llega por ideas o inteligencia, porque entonces sería sólo patrimonio de los teólogos, sino por el Espíritu Santo, por el mismo amor divino que lo programó y lo realizó y lo realiza cada día por la epíclesis, por la invocación al Espíritu-Amor Personal de la Trinidad que nos ama.

             Dios sólo se manifiesta y se abre a los puros y sencillos de corazón: “Gracias te doy, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla”. De ahí la necesidad para todos, seglares y sacerdotes, de orar mucho ante ella para poder vivirla, para conocerla y amarla y vivirla en plenitud y para sentir su salvación y para salvar a los otros.

            Pablo VI confirma esta realidad: «Durante el día, los fieles no omitan el hacer la Visita al Santísimo Sacramento, que debe estar reservado en un sitio dignísimo, con el máximo honor en las Iglesias, conforme a la leyes litúrgicas, puesto que la visita es prueba de gratitud, signo de amor y deber de adoración a Cristo, nuestro Señor allí presente... no hay cosa más suave que esta, nada más eficaz para recorrer el camino de la santidad» (Mysterium fidei).

            Visitemos al Señor Eucaristía todos los días, pasemos un rato contándole nuestras alegrías y nuestras penas, comunicándonos con Él, y veremos cómo poco a poco vamos encontrando al amigo, al confidente, al salvador, a Dios.            Contemplar a Cristo, llegar a escuchar su voz, descubrirle en el pan que lo vela a la vez que nos lo revela, se va aprendiendo poco a poco y hay que recorrer previamente un largo camino de conversión por amor, de purificación y vacío, especialmente aquellos que quieran luego dirigir o tengan que dirigir a otros en este camino de encuentro con Jesucristo Eucaristía. Digo yo que mal lo harán si ellos no lo han recorrido y digo también si no será éste uno de lo mayores males de la Iglesia actual, sin guías expertos en oración eucarística, con indicaciones puramente teóricas y generales, poco atractivas y liberadoras de nuestros pecados y miserias DE cuerpo y alma.          

             En este camino, según los expertos y mapas de ruta de los santos que lo han recorrido, lo primero, más o menos, son visitas breves, rutinarias, rezando oraciones... pero sin posibilidad de diálogo porque no se ha descubierto realmente el misterio, la presencia, solo hay fe, fe teórica y heredada, todavía no personal y así no hay todavía encuentro y no sale el diálogo... Luego vienen pequeños movimientos del corazón, como frases evangélicas que resuenan en tu corazón dichas por Cristo desde el sagrario, o leyéndolas y meditándolas en su presencia y, al oírlas en tu interior, empiezas a levantar la vista, mirar y dialogar y darte cuenta de que el sagrario está habitado, es El y así Cristo ha empezado a hacerse presente en nuestra vida, pero de forma directa y personal y así empieza un camino de sorpresas, sufrimientos porque hay que purificar mucho y esto duele: “Con un bautismo tengo que ser bautizado... y cuánto sufro hasta que se complete”.

            Iniciado este diálogo, automáticamente empezamos a escuchar a Cristo que en el silencio nos dice con lo que está y no está de acuerdo de nuestra vida: “el que quiera ser discípulo mío, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga” y aquí está el momento decisivo y trascendental: si empiezo a convertirme, si comprendo que amar a Dios es hacer lo que El quiere, si “mi comida es hace la voluntad de mi Padre” y

empiezo a alimentarme de la humildad, paciencia, generosidad, amor evangélico del que Él me da ejemplo y practica en el sagrario; si empiezo a comprender que mi vida tiene que ser una conversión permanente, permanente, permanente, toda la vida, convirtiéndome y por tanto necesitando de Cristo, de oírle y escucharle, de ofrecerme con él en la Eucaristía, siempre indigente y pobre de su gracia, de su oración, de sus sentimientos y actitudes, si comprendo y me comprometo en mi conversión, entonces llegaré a cimas insospechadas, al Tabor en la tierra. Podrá haber caídas pero ya no serán graves, luego serán más leves y luego quedarán para siempre las imperfecciones propias de la materia heredada con un genoma determinado, que más que imperfecciones son estilos diferentes de vivir. Siempre seremos criaturas, simples criaturas elevadas sólo por la misericordia y el poder y el amor de Dios infinito.

            Y el camino siempre será personal, trato íntimo entre Cristo   y el alma, guiada por su Espíritu, que es amor y luz.

36. PORQUE CRISTO EUCARISTÍA ES EL TESORO Y «MONTE DE PIEDAD»DE LOS CATÓLICOS

            QUERIDOS HERMANOS: Estamos celebrando la fiesta del Cuerpo y la Sangre del Señor. Desde la Cena del Señor, la Iglesia siempre creyó en la presencia de Cristo en el pan y en el vino consagrado, pero hasta llegar a esta fiesta

universal de la Iglesia Católica, hay que reconocer que la Iglesia ha recorrido un largo camino para llegar a esta comprensión del misterio. A través de los siglos ha ido adquiriendo luz sobre el modo de cultivar la piedad eucarística y ha ido incorporando a su liturgia y a su vida esta liturgia, teología y vivencias.

            En la Iglesia primitiva la Eucaristía fue reconocida, siempre amada y públicamente venerada, pero especialmente en el marco de la Eucaristía y de la comunión. Fue ya en el siglo XII cuando se introdujo en Occidente la devoción a la Hostia santa en el momento de la consagración; en el siglo XIII se extendió la práctica de la adoración fuera de la Eucaristía, sobre todo, a partir de la instauración de la fiesta del Corpus Xti por Urbano IV.

            Ya en el siglo XIV surgió la costumbre de la Exposición Sacramental, y en el Renacimiento se erigió el Tabernáculo sobe el altar. Desde entonces han sido muy variadas las formas con las que la Iglesia ha cultivado la piedad a Jesús Sacramentado: Plegarias eucarísticas comunitarias o personales ante el Santísimo; Exposiciones breves o prolongadas, Adoración Diurna o Nocturna por turnos, Bendiciones Eucarísticas, Congresos Eucarísticos, las Cuarenta Horas, Procesiones, especialmente, la del Corpus en España e Hispanoamérica, con artísticas Custodias, tronos, altares para la adoración pública a Cristo presente en el pan consagrado.

            Fue en este Cuerpo, donde el Hijo de Dios vivió en la tierra, se hizo Salvación para el mundo entero y nos reveló y manifestó el amor extremo de la Santísima Trinidad: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo Unigénito...”. En este cuerpo y en todas sus manifestaciones se nos ha revelado el amor total del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo: es Cuerpo de la Trinidad, manifestación del amor trinitario, visibilidad del Hijo, revelación del proyecto de Salvación del Padre, obra del Amor del Espíritu Santo. Este cuerpo nos pertenece totalmente: “Tanto amó Dios al mundo...” Es un cuerpo al que nos está permitido besar, adorar, tocar porque está todo lleno de vida, de paz, de entrega, de castidad, de misericordia a los pecadores, de ternura por los pobres y los desheredados, de revelación de los misterios divinos.

            Es lo que afirma San Juan en una de sus cartas: “Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos, al Verbo de la Vida... eso es lo que os anunciamos...”. Y todo esto que contempló y palpó el apóstol Juan está ahora en la Eucaristía, ésta es la nueva encarnación de Dios, éste es el Pensamiento y la Palabra de Dios hecha visible ahora en el pan consagrado, tocada y palpada por los nosotros, que seguimos recibiendo gracias tras gracias por su mediación.

            Para esto necesitamos primeramente la fe, creer, don de Dios parar ver como Él ve y reconocerle aquí presente en el pan. Esto es precisamente lo que pedimos en la oración de este día: “Concédenos, Señor, participar con fe en el misterio de tu Cuerpo y Sangre…”. De la fe que se va haciendo vida, nacerá la necesidad de Él, de su gracia, de su ayuda, de su amistad y finalmente la necesidad de no poder vivir sin Él.

            Esta celebración litúrgica no debe ser tan sólo el recuerdo del Misterio sino recobrar para nuestra vida cristiana lo que Cristo quiso que fuera su Presencia en la Eucaristía, que no es meramente estática sino dinámica en los tres aspectos de Eucaristía, comunión y presencia. La Eucaristía fue instituida para ser pascua de salvación y liberación de los pecados del mundo, fue elaborada para ser alimento de la vida cristiana y permanece como intercesión ante el Padre y como salvación siempre ofrecida a los hombres.

            Queridos hermanos: si no adoramos la Eucaristía, es que en realidad no creemos en Cristo presente en la Hostia santa, no creemos que nos esté salvando y llamando a la amistad con Él, porque si creemos, la fe eucarística debe provocar espontáneamente sentimientos de gratitud y correspondencia, de aproximación y adoración. Si no adoramos, es que sólo creemos en un Cristo lejano, que cumplió su tarea y se marchó y ahora sólo nos quedan recuerdos, palabras, imágenes o representaciones muertas pero Él ya no permanece vivo y resucitado entre nosotros. Si creemos de verdad en su presencia eucarística, en un Dios tan cercano, tan extremado en su amor, Esto debe provocar en nosotros una respuesta de amor y correspondencia.

            La fe y el amor a Cristo Eucaristía es el termómetro de nuestra fe en Jesucristo, y, a la vez, «la fuente que mana y corre, aunque es de noche» (por la fe) de nuestra unión con Dios, de nuestro amor y esperanza sobrenatural, de nuestra generosidad y vida cristiana, de nuestro compromiso apostólico, de nuestros deseos de redención y salvación del mundo, porque todo esto solo lo tiene Cristo, Él es la fuente y fuera de Él nada ni nadie puede darlo.

            A la luz de esta verdad examino yo todos los apostolados de la Iglesia, seglares o sacerdotales. Ponerse de rodillas ante Jesucristo y pasar largos ratos junto a Él, es la verdad que salva o critica, que evidencia la sinceridad de nuestras vidas o la condena, que testifica la sinceridad de nuestro dolor por el pecado del mundo, de nuestros hijos, de nuestra sociedad y nuestra intercesión constante ante el Señor o la superficialidad de nuestros sentimientos; aquí se mide la hondura evangélica de nuestros grupos parroquiales, de nuestras catequesis y actividades y compromisos por Cristo en el mundo, en la familia, en la profesión.

            Este día del Corpus es <cairós>, el momento y la liturgia oportuna para renovar nuestra devoción a la Eucaristía como sacrificio, como comunión y como visita. Recobremos estas prácticas, si las hubiéramos perdido y potenciemos la visitas, los jueves eucarísticos, la Adoración Nocturna... todas las instituciones que nos ayuden a encontrarnos con Jesucristo Eucaristía, fuente de toda vida cristiana y Único Salvador del mundo.

            «El culto que se da a la Eucaristía fuera de la Misa es de un valor inestimable en la vida de la Iglesia. Dicho culto está estrechamente unido a la celebración del Sacrificio eucarístico. La presencia de Cristo bajo las sagradas especies que se conservan después de la Misa –presencia que dura mientras subsistan las especies del pan y del vino-, deriva de la celebración del Sacrificio y tiende a la comunión sacramental y espiritual. Corresponde a los Pastores animar, incluso con el testimonio personal, el culto eucarístico, particularmente la exposición del Santísimo Sacramento y la adoración de Cristo presente bajo las especies eucarísticas.

            Es hermoso estar con Él y, reclinados sobre su pecho como el discípulo predilecto (cf Jn 13,25), palpar el amor infinito de su corazón. Si el cristianismo ha distinguirse en nuestro tiempo sobre todo por el «arte de la oración», ¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento? ¡Cuántas veces, mis queridos hermanos y hermanas, he hecho esta experiencia y en ella he encontrado fuerza, consuelo y apoyo!» (Ecclesia de Eucharistia 25).

            Quiero terminar con una estrofa del himno «adoro te devote...» «Señor, en la Eucaristía no veo tus llagas como las vio el Apóstol santo Tomás, pero, sin embargo, aún si verlas, yo hago la misma profesión de fe que hizo él: Señor mío y Dios mío. Haz, Señor, que crea cada día más y te ame más y ponga en Ti mi única esperanza... Oh Jesús, a quien ahora veo velado por el pan, ¿cuándo se realizará esto que tanto deseo en mi corazón? Verte ya cara a cara a rostro descubierto, para ser eternamente feliz contigo en tu presencia…” Amén.

37. PORQUE EN EL SAGRARIO ESTÁ JESUCRISTO  SACERDOTE ÚNICO Y EUCARISTÍA PERFECTA

  QUERIDOS HERMANOS: Quiero empezar esta mañana del Corpus con esa estrofa del <Pange lengua> que cantamos hoy y muchas veces en latín en nuestras Exposiciones del Santísimo, y que quiero traducirla para vosotros: “Pange lingua gloriosi corporis mysterium...”: «Que la lengua humana cante este misterio: la preciosa sangre y el precioso cuerpo». Vamos a cantar, hermanos, a este Cuerpo glorioso que nos amó y se entregó por nosotros, que nació de la Virgen María, que trabajó y se cansó como nosotros, que padeció muy joven la muerte por nosotros y que resucitó y permanece vivo y glorioso en el cielo y aquí en el pan consagrado, en el silencio de los sagrarios de nuestras iglesias; y a esta sangre que se derramó por amor al Padre y a nosotros, para hacer la Nueva y Eterna Alianza de Dios con los hombres en su sangre, el pacto de salvación que ya no se romperá nunca por parte de Dios.

            Vamos a cantar y dar gracias al Cuerpo de Cristo, del Hijo Amado del Padre, que ha sido vehículo y causa de nuestra redención. Vamos a adorarlo: “Tantum, ergo, sacramentum, veneremur cernui...” «Adoremos postrados tan grande sacramento», es el tesoro más grande y precioso que tiene la Iglesia y lo guardan en todos sus templos, porque la Iglesia es la esposa, y dice San Pablo, que “esposa es la dueña del cuerpo del esposo”, que es Jesucristo, eternamente presente y haciendo presente su amor y salvación, su entrega y su deseo de estar con los hijos de los hombres, de anticipar el cielo en la tierra para los que lo deseen, porque el cielo es Dios y Dios vivo y resucitado está en el pan consagrado.

            Fijaos bien, hermanos, en ese signo tan sencillo, en ese trozo de pan ha querido quedarse verdaderamente con todo su cuerpo, sangre, alma y divinidad el Hijo de Dios, la segunda persona de la Santísima Trinidad, el Verbo y la Palabra eternamente pronunciada y pronunciándose por el Padre en amor de Espíritu Santo para los hombres, en un silabeo amoroso y canto eterno y eternizado de gozo y entrega total en el Hijo... Por eso dice la Biblia: “Realmente ninguna nación ha tenido a Dios tan cercano como nosotros...”.

            El Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica dice: “El primer anuncio de la Eucaristía dividió a los discípulos, igual que el anuncio de la pasión los escandalizó”: “Es duro este lenguaje, ¿quién podrá escucharlo?” La Eucaristía y la cruz siempre serán piedras de tropiezo para los discípulos de todos los tiempos. Sacrificio de la cruz y Eucaristía son el mismo misterio y no cesan de ser ocasión de división; ¿también vosotros queréis marcharos? Estas palabras de Jesús resuenan a través de todos los tiempos para provocar en nosotros la respuesta de los Apóstoles: “a quién vamos a ir, solo tú tienes palabras de vida eterna”.

            Nosotros, como los Apóstoles, le decimos hoy: Señor, nos fiamos de Ti y confiamos en Ti, queremos acoger en la fe y en el amor este don de Ti mismo en la Eucaristía, especialmente en este día del Corpus Christi. En primer lugar, como sacramento de la cruz, como sacrificio permanente de tu amor, perpetuado a través de los signos y palabras de la Última Cena. Dice el Vaticano II: «Nuestro Salvador en la Última Cena, la noche en que fue entregado, instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y su sangre para perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz y confiar así a su Esposa amada, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección...».

            Jesús dio la vida por nosotros cruentamente el Viernes Santo, pero anticipó, con su poder, esa realidad salvadora, en la Eucaristía del Jueves Santo, mediante el sacrificio eucarístico, consagrando el pan y el vino, convirtiéndolos en su cuerpo y sangre y que ahora renovamos sobre nuestros altares, para hacer presente todos los bienes de la Redención. Ante este misterio, nuestros sentimientos tienen que ser ofrecernos con Él al Padre en el ofertorio de la Eucaristía, para quedar consagrados con el pan y el vino en la Eucaristía por la invocación al Espíritu Santo en la epíclesis, y después, al salir de la iglesia, como hemos sido consagrados y ya no nos pertenecemos, vivir esa consagración a Dios, cumpliendo su voluntad en adoración y amor extremo y total hasta dar la vida por los hermanos.

            Este debe ser con Él nuestro sacrificio agradable a Dios. Esta es en síntesis la espiritualidad de la Eucaristía, lo que la Eucaristía exige y nos da al ser celebrada y comulgada; esto es participar de la Eucaristía “en espíritu y verdad”, no abrir simplemente la boca y comer pero sin comulgar con los sentimientos de Cristo. Y así es cómo el que comulga o el que contempla o celebra la Eucaristía se va haciendo Eucaristía perfecta y consumada; así es cómo la Eucaristía se convierte para nosotros, según el Vaticano II, «en fuente y cumbre de toda la vida de la Iglesia», «es la cumbre y, al mismo tiempo, la fuente de donde arranca toda su fuerza…»; «es todo el bien espiritual de la Iglesia, Cristo mismo, en persona». La Eucaristía es la presencia viva de Cristo, el Corazón de Cristo en el corazón de la Iglesia Universal, en el corazón de sus templos católicos y en el corazón de todos creyentes.

            Una vez hecho presente el sacrificio de Cristo en el altar, la Iglesia lo hace suyo para ofrecerlo y ofrecerse a sí misma con Cristo al Padre, para ganar para sí y para el mundo entero las gracias de las Salvación, que encierra este misterio. Por eso, sin Eucaristía, no hay ni puede haber cristianismo ni seguidores ni discípulos de Jesús, ni santidad, ni vida ni nada verdaderamente cristiano.

            Un segundo aspecto de la Eucaristía, absolutamente importante y querido por Cristo y consiguientemente necesario para la Iglesia, es la comunión. En la intención de Cristo, al instituir la Eucaristía como alimento y en una cena, esto era directamente pretendido por el signo y por la intención: reunir a todos los suyos en torno a la mesa, para que coman el pan de vida eterna, el pan de la vida nueva de gracia, el pan del cielo.

  La comunión eucarística nos introduce en la participación de los bienes últimos y escatológicos: «La aclamación que el pueblo pronuncia después de la consagración se concluye oportunamente manifestando la proyección escatológica que distingue la celebración eucarística (cf 1 Cor 11,26): «…hasta que vuelvas». La Eucaristía es tensión hacia la meta, pregustar el gozo pleno prometido por Cristo (cf Jn 15,11); es, en cierto sentido, anticipación del Paraíso y «prenda de la gloria futura». En la Eucaristía, todo expresa la confiada espera: «mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo». Quien se alimenta de Cristo en la Eucaristía no tiene que esperar el más allá para recibir la vida eterna: la posee ya en la tierra como primicia de la plenitud futura, que abarcará al hombre en su totalidad.

            En efecto, en la Eucaristía recibimos también la garantía de la resurrección corporal al final del mundo: “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día” (Jn 6,54). Esta garantía de la resurrección futura proviene de que la carne del Hijo del hombre, entregada como comida, es su cuerpo en el estado glorioso del resucitado. Con la Eucaristía se asimila, por decirlo así, el «secreto» de la resurrección. Por eso san Ignacio de Antioquia definía con acierto el Pan eucarístico «fármaco de inmortalidad, antídoto contra la muerte» (Carta a los Efesios, 20: PG 5, 661).

            Junto a las palabras de Cristo sobre la necesidad de comulgar para vivir su vida: “en verdad, en verdad os digo si no coméis la carne del Hijo de Hombre no tendréis vida en vosotros”, tenemos que poner la advertencia de Pablo: “Así, pues, quien come el pan y bebe el cáliz indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor. Examínese, pues, el hombre a sí mismo, y entonces coma del pan y beba del cáliz; pues el que come y bebe sin discernimiento, come y bebe su propia condenación. Por esto hay entre vosotros muchos flacos y débiles y muchos dormidos”.

              Qué valentía la de Pablo, qué claridad... Hay flacos y débiles entre los que comulgan porque realmente no comulgan con la vida de Cristo, sino que comen tan solo su cuerpo sin querer asimilar su vida, su evangelio, sus actitudes. Tendríamos que revisar nuestras Eucaristías, nuestras comuniones a la luz de estas palabras de Pablo y examinarnos para no comer indignamente el Cuerpo de Cristo. No basta comer el cuerpo de Cristo, hay que comulgar más y mejor con su amor, con sus sentimientos y actitudes.  

            Y ya para terminar, quiero citar unas palabras de Juan Pablo II, refiriéndose a la Eucaristía como presencia: «La Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico. Jesús nos espera en este sacramento de amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a reparar las faltas graves y delitos del mundo. No cese nunca nuestra adoración».

            Queridos hermanos: Jesús es la Salvación y el Camino, todos los días debemos revisar nuestra vida a la luz de la suya, todos los días debemos pasar a dialogar, consultar, orar y pedir ayuda, fortaleza, perdón de nuestros pecados. No concibo creer en Jesucristo y no visitarle con amor. Amor a Cristo y visita al Señor es lo mismo. En otra ocasión dirá el Papa Juan Pablo II: Poca vida eucarística equivale a poca vida cristiana, poca vida apostólica y sacerdotal, es más, vida en peligro. Lógicamente, vida eucarística abundante será vida rica en todo. Mucha vida eucarística es mucha vida cristiana, apostólica, sacerdotal. Es la que deseo y pido para vosotros y para mí. Amén.

38. PORQUE JUNTO AL SAGRARIO NOS HACEMOS CONTEMPORÁNEOS DE  CRISTO EN PALESTINA

            En el Sagrario está el mismo Cristo de Palestina y del Evangelio, ya resucitado. Es siempre el mismo y eternizado Cristo, salido del Padre, encarnado en el seno de la dulce Nazarena, de la madre fiel y creyente, María; el mismo que curó y predicó y murió y está sentado a la derecha del Padre, que está cumpliendo su promesa de estar con nosotros, hasta el final de los tiempos.

            Nosotros, a veinte siglos de distancia, estamos ahora presentes y somos contemporáneos del mismo Cristo y podemos hablarle y tocarle como las turbas entusiasmadas de entonces, como la hemorroísa, para que nos cure; como la Magdalena, para que nos perdone; como el padre del aquel lunático, para que nos aumente la fe; como Zaqueo, para hospedarle en nuestra casa y sentir su amistad; como los niños y niñas de su tiempo, a los que tanto quería y abrazaba, como símbolos de la sencillez de espíritu, que debemos imitar sus seguidores, y recordando tal vez su propia infancia, tan llena de amor y ternura de José y María. Aquí está el mismo Cristo, no ha cambiado, a pesar de tanto desprecio y olvido por parte de los hombres. Es que son muchos los olvidos y abandonos que recibe de los hombres, es poca la reverencia y estima hacia su persona sacramentada de los mismos creyentes, incluso de los sacerdotes, como si el Sagrario fuera un trasto más de la iglesia, sin una mirada de amor y cariño, de agradecimiento. Y así años y años como ni no tuvieran fe en lo que celebran. Menos mal que es solo a veces. Menos mal que ya no puede sufrir porque lo sufrió todo antes. Menos mal que hoy sigue teniendo también como siempre amigos que lo miran, almas verdaderamente eucarísticas, sencillas o cultas, pobres o ricos, sacerdotes o laicos, siempre fieles cristianos, que lo adoran y se atan para siempre a la sombra de su Sagrario.

            Siento sinceramente estos desprecios al Señor en el Sagrario, porque Él está vivo, vivo y no ha perdido el amor ni la capacidad ni los deseos de transfigurarse ante nosotros, como lo hizo en el Tabor ante Pedro, Santiago y Juan, y convertirse así en cielo anticipado para los que le contemplan con fe y amor.

            Cristo en el Sagrario se entrega por nada. Basta un poquito de fe, de fijarse y pararse ante Él, porque está tan deseoso de trabar amistad con cualquiera, que se vende por nada, por una simple mirada de amor, por un poco de comprensión y afecto.

            Mi primer saludo, cada mañana, cuando vaya a una iglesia o a la oración, debe ser mirarle fijamente en el Sagrario y decirle: Jesús Eucaristía, yo creo en Tí; Jesucristo Eucaristía, yo confío en Ti; Jesucristo Eucaristía, Tú eres el Hijo de Dios; Oh Señor, nosotros creemos en Ti, te adoramos en el pan consagrado y nos alegramos de tenerte tan cerca de nosotros. Auméntanos la fe, el amor y la esperanza, que son los únicos caminos para llegar hasta Ti y unirnos por amor directamente contigo: “Señor, yo creo, pero aumenta mi fe”. “Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo”.

            Y cuando lleguen las noches de fe, las terribles purificaciones de nuestra fe, esperanza y caridad, cuando el entendimiento quiere ver y razonar por su cuenta porque en el fondo no se fía de tu palabra, y quiere probarlo todo y razonar todo: tu persona, tu presencia, tu evangelio, tus palabras y exigencias, incluso echar mano de exégesis y de teologías, la última palabra, el último apoyo es tu presencia eucarística, creer sin apoyos y lanzarse en pura fe, lanzarse a tus brazos sin sentirlos, porque no se ven ni se tocan ni sentimos tu aliento y cercanía, aunque Tú siempre está ahí esperándonos y nos das tu mano, porque quieres ayudarnos, porque para eso te quedaste en el Sagrario; pero en estos momentos no la sentimos, porque en esas purificaciones Tú quieres que me fíe totalmente de tu palabra, que me fíe solo de Ti: ¿Cómo Dios en un trozo de pan? ¿Y ahí el Dios creador de cielo y tierra? ¿Es razonable esto? Y Tú lo único que buscas es que me fíe solo de Ti, hasta el olvido y negación de todo lo mío y adquirido en teologías y exégesis, de todo apoyo humano y posible, de todo lo que yo vea y sienta, sin arrimos ni apoyo ni seguridades de nada ni de nadie.

            Hasta los evangelios, en esas noches de fe, no dan luz ni consuelo ni certeza ni seguridad sensible; ¿Quién me asegura que sean verdad? ¿Dónde está la inspiración? ¿Son puros escritos humanos? ¿No tienen incluso equivocaciones humanas? ¿Cristo en un trozo de pan? Es la noche de la fe y no sentimos tu presencia eucarística, como si no hubiera nada, solamente pan, y el Sagrario, más que la morada del amigo, parece su tumba y sepulcro. Estas crisis son inevitables y no son al principio; sino cuando el Señor quiere limpiar más nuestro corazón, cuando quiere de verdad entregarse y nosotros debemos prepararnos a su amistad. Y entonces uno que ya vivía y quería vivir para Ti, se encuentra de golpe aparentemente sin fe, esto es lo que le parece al alma. Y pierde el sentido de su vida critiana y se encuentra perdido, como si hubiera perdido el tiempo viviendo la fe, como si te hubiera perdido a Ti, como si Tú no existieras. No te digo nada si esto te ocurre en un seminario o en un noviciado: ¿qué hago yo aquí?

             Por si esto no fuera suficiente, y aquí está otra causa de la tiniebla, esta noche, estos interrogantes se plantean porque ha llegado el momento de la verdad, la hora del éxodo, de la conversión, de dejar la tierra, las posesiones, la parentela, los consumismos, los propios criterios, los afectos desordenados, los pecados, y esto cuesta sangre, porque ahora el Señor lo exige todo y lo exige de verdad, para ser sus amigos. “Si alguno quiere ser discípulo mío, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga” (Mt 16,24). Hasta ahora todo había sido más o menos meditado, teórico, renuncias que debían hacerse, incluso predicadas a otros; pero ahora Cristo me exige la vida, y claro, como me amo tanto y esto me cuesta de verdad, antes de entregarme de verdad, exijo garantías: ¿Será verdad todo esto? ¿Jesucristo es Dios? ¿Dónde está Cristo ahora? ¿Llenará de verdad su evangelio y su persona? Y todo esto es sencillamente porque el Señor ha tomado parte en el asunto, quiere purificarme; pero de verdad. No como yo lo estaba haciendo hasta ahora, a temporadas y muy suavemente, sin echar sangre. Y ahora hay que derramarla como Cristo, para gloria del Padre y salvación de los hermanos. Y entonces es cuando los dogmas teológicos se plantean de verdad, no para enseñar a otros, discurtirlos, no; sino para vivirlos, para derramar mi sangre o no, para dar la vida o no por ellos, porque los creo ¿Estoy dispuesto a renunciar a la vida presente para ganar la futura? ¿Pero existe la futura? ¿Existe Dios? Porque mientras todo esto era en teoría, para enseñar, sacar títulos o predicar, no pasaba nada, pero en cuanto toca mi vida, igual que si toca mi dinero, entonces la cosa va en serio. Es mi vida, mi existencia. Y por aquí hace caminar el Señor a los que verdaderamente quieren unirse a Él, quieren ser santos, quieren vivir en plenitud el evangelio, y el camino siempre es la oración, podía decir que era la Eucaristía, pero no, es la oración o si quieres la oración eucarística. Y así cómo se pasa también y a la vez de una fe heredada o puramente teórica o apoyada en razonamientos nuestros o humanos a una fe personal y viva y experimentada.

             Esta situación ya durísima, se hace imposible, cuando además de la oscuridad de la fe, el amor y la esperanza, Dios permite que venga también la noche de la vida y nos visita el dolor moral, familiar o físico, la persecución injusta y envidiosa, la calumnia, por envidia, los últimos puestos, los desprecios sin fundamento alguno. Y uno se pregunta: ¿dónde estás, Señor? ¿Cómo es posible que Tú quieras o permitas esto? ¿Por qué todo esto, Señor...? Sal fiador de mí. Pero Tú no respondes ni das señales de estar vivo, aunque estás ahí trabajando y purificándonos, totalmente entregado a tu tarea de podar todo lo que impida la amistad y el gozo pleno contigo, porque nos has amado y nos amas hasta el extremo de tus fuerzas, del amor y de la amistad; pero nosotros no comprendemos ni sabemos que tengamos que purificarnos tanto, ni por qué ni cómo ni cuánto tiempo, porque no nos conocemos.

            Y es precisamente entonces, cuando los sentidos y las criaturas se sienten más y vuelven a darnos la lata los afectos, la carne, las pasiones personales, porque ahora les ha tocado el hacha, en su raíz; pero de verdad. Y por eso echan sangre, porque antes los teníamos, pero no nos habíamos metido en serio con ellos. Ahora lo hace el Señor directamente y sin contemplaciones, lo quiere el Padre para hacernos totalmente hijos en el Hijo y dárnoslo todo con Él; pero antes de llegar a la resurrección y a la vida nueva de amistad con Él, hay que morir, pero de verdad, nada de romanticismo y literatura. Es el Getsemaní personal, tan verdad, tan verdad y tan duro, que muchos se despistan, les parece imposible que Dios quiera esto, y se echar para atrás, y por no encontrar a veces personas con esta experiencia, se alejan del camino que Dios les marcaba y serán buenas personas; pero no llegarán hasta estas altura que Dios les había preparado. Llegarán en el cielo, después del Purgatorio, como todos.

            Señor, échanos una mano, que nosotros no somos tan fuertes como Tú en Getsemaní, que te veamos salir del Sagrario para ayudarnos y sostenernos, porque somos débiles y pobres, necesitados siempre de tu ayuda. ¡No nos dejes, Madre mía! Señor, que la lucha es dura y larga la noche, es morir sin comprensión ni testigos de tu muerte, como tú, Señor, sin que nadie sepa que estás muriendo. Tú lo sabes bien, sin compañía sensible de Dios ni de los hombres, sin testigos del dolor y el esfuerzo; sino por el contrario, la mentira, la envidia, la persecución injustificada y sin motivos. Señor, que entonces te veamos salir del Sagrario, para acompañarnos en nuestro calvario hasta la muerte del yo, para resucitar contigo a una fe purificada, limpia de pecados y empecemos ya la vida nueva de amistad y experiencia gozosa y resucitada contigo.

  Queridos amigos, es mucho lo que el Señor tiene que limpiar y purificar en nosotros, si queremos llegar a la amistad total con Él, a la unión e identificación de amor con Él. Lo único que nos pide es que nos dejemos limpiar por Él para poder tener sus mismos sentimientos y actitudes y gozo y verdad y vida. Y lo haremos, con su ayuda; aunque nos cueste, porque “los sufrimientos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá” (Rom 8,18). En estas noches y purificaciones hay que “esperar contra toda esperanza”. Y es que hay que destruir en nosotros la ley del pecado que todos sentimos: “Así experimento esta ley: Cuando quiero hacer el bien, el mal es el que me atrae. Porque me complazco ante Dios según el hombre interior, pero experimento en mis miembros otra ley que lucha contra la ley de mi razón y me encadena a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que lleva a la muerte? Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor” (Rom 7,23-25).

            Por todo esto, la necesidad de las noches del alma y de las purificaciones del entendimiento, de sus criterios puramente humanos; de la voluntad con sus afectos radicalmente desordenados, porque se pone a sí misma como centro en lugar de Dios; de la memoria, que solo sueña con el consumismo, con vivir y darse gusto al margen de la voluntad de Dios e incluso contra su voluntad. Es necesaria la noche y la cruz y crucificarse con Cristo para resucitar con Cristo a su vida nueva, para celebrar la pascua del Señor, la nueva alianza en su sangre y en la nuestra, el paso definitivo desde mi yo hasta Cristo, para vivir la vida nueva de amar a Dios sobre todas las cosas, de entrega a los hermanos sobre nosotros mismos, de no buscar el placer, el dinero, la soberbia, los honores y primeros puestos como razón de la propia existencia.

            Queridos hermanos, hay que purificarse mucho, Dios dirá, para llegar a la unión plena con Él, a la transformación total de nuestro ser y existir en Cristo, para que no sea yo sino Cristo el que viva en mí, para ser santos, para sentir a Cristo, para experimentarle vivo, vivo y resucitado: “Os ruego, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva, santa, grata a Dios. Este es vuestro culto razonable. Que no os conforméis a este siglo sino que os transforméis por la renovación de la mente, para que sepáis discernir la voluntad de Dios, buena, grata y perfecta” (Rom 12,1-2).

            Cristo, por la Eucaristía, nos llama a identificarnos con Él, a tener su misma vida y hacernos con Él una ofrenda agradable a la Santísima Trinidad, en adoración perfecta, hasta dar la vida, con amor extremo. Esto es cristianismo, vivir por Cristo, con Él y en Él, hacerse uno con Él, vivir su misma vida, con sus mismos afectos y actitudes, y esto exige cambios y conversión radical de nuestro ser y vivir. “Los que viven según la carne, no pueden agradar a Dios... Quien no posee el Espíritu de Cristo, no le pertenece” (Rom 8,8-10). «Para llegar a tenerlo todo, no quieras tener nada, para llegar a poseer todo, no quieras poseer nada«. Las nadas de San Juan de la Cruz no son teorías pasadas de moda. Es la actualidad de toda alma que quiera llegar a la unión perfecta y total con Cristo: «Por tanto, es suma ignorancia del alma pensar podrá pasar a este alto estado de unión con Dios si primero no vacía el apetito de todas las cosas naturales y sobrenaturales que le puedan impedir, según mas adelante declararemos» (1S 5,2). «En este camino siempre se ha de caminar para llegar, lo cual es ir siempre quitando quereres, no sustentándolos; y si no se acaban todos de quitar, no se acaba de llegar» (1S 11,6).

  He leído muchas veces la primera carta de San Juan y me impresiona las repetidas y clarísimas veces que insiste en esto: donde hay pecado, no está ni puede estar ni vivir Dios. Por eso, la necesidad de quitar hasta las mismas raíces del pecado, para que nos llene la luz de Dios, que es vida amor:   “Todo el que permanece en Él, no peca, y todo el que peca no le ha visto ni le ha conocido” (1Jn 3,6). Y en su evangelio Cristo nos asegura: “Yo soy la Luz” “Porque todo el que obra mal, aborrece la luz, y no viene a la luz, por que sus obras no sean reprendidas. Pero el que obra la verdad viene a lu luz para que sus obras sean manifestadas, pues están hechas según Dios” (Jn 3 20-21).

            Ya dije anteriormente, que toda la devoción eucarística o la vida cristiana o la amistad con Cristo nos la jugamos a esta baza: la de la conversión permanente. Con otras palabras, las «noches» de San Juan de la Cruz. En cuanto yo empiezo a orar ante el Sagrario y quiero iniciar mi amistad con Jesucristo, a los pocos meses el Señor empieza a decirme lo que impide mi amistad con Él: el pecado. Tengo que mortificarlo, darle muerte en mí, se llame soberbia, envidia, genio, consumismo, castidad; si no quiero luchar o me canso, se acabó la oración, la amistad con Cristo, la vivencia eucarística, la santidad, la verdadera eficacia de mi sacerdocio o vida cristiana. Sí, sí, si llegaré a sacerdote, tal vez más alto, pero es muy distinto todo. Cuanto más alto esté en la Iglesia, mayor será mi responsabilidad. Es muy distinto todo: su vida, su palabra, su convencimiento, su misma eficacia apostólica cuando una persona ha llegado a esta unión. Y es muy triste no ver esto en las alturas de la Iglesia ni con la debida frecuencia. No son estos los cánones de selección. En el fondo, no nos fiamos de las Palabras de Cristo. Sin embargo, el Señor lo dice muy claro: “Yo soy la vid verdadera... mi padre el viñador; a todo sarmiento que en mí no lleve fruto, lo cortará; y todo el que dé fruto, lo podará, para que dé más fruto... permaneced en mí y yo en vosotros…sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,1-4).

  Es el Espíritu Santo el que iluminará purificando, unas veces más, otras menos, durante años, apretando según sus planes, que nosotros ni entendemos ni comprendemos perfectamente, sobre todo cuando nos está pasando, sólo después de pasado y en general, porque en cada uno es distinto, según los proyectos de Dios y la generosidad de las almas. Pero lo que está claro en los evangelio es que para conocer, para llegar a un conocimiento más pleno de Dios hay que ir limpiando el alma de todo pecado: “En esto sabemos que conocemos a Cristo: en que guardamos sus mandamientos”  (1Jn 2,3-6).

39.-ESPIRITUALIDAD DE LA PRESENCIA EUCARÍSTICA

1. LA ESPIRITUALIDAD Y PASTORAL DE LA  ADORACIÓN EUCARÍSTICA.

(Meditación dirigida a los Adoradores Nocturnos)

La Iglesia Católicasiempre ha tenido, como fundamento de su fe y vida cristiana, la certeza de la presencia real de Nuestro Señor Jesucristo bajo los signos sacramentales del pan y del vino eucarísticos. Esta fe la ha vivido especialmente durante siglos en la adoración de este misterio, objeto primordial del culto y de la espiritualidad de la Adoración Nocturna.

            Para legitimar esta adoración ante el Santísimo Sacramento y afirmar a la vez, que la oración ante Jesús Sacramentado, es el modo supremo y cumbre de toda oración personal y comunitaria fuera de la Eucaristía,  quiero, en primer lugar, explicar un poco desde la teología bíblica y litúrgica este misterio, para que la Presencia Eucarística del Señor sea más valorada y vivida por los Adoradores Nocturnos, que nos sentimos verdaderamente privilegiados, necesitados y agradecidos a Jesucristo, el Señor, confidente y amigo en todos los sagrarios de la tierra.

            «¡Oh eterno Padre, exclama S. Teresa, cómo aceptaste que tu Hijo quedase en manos tan pecadoras como las nuestras! ¡Es posible que tu ternura permita que esté expuesto cada día a tan malos tratos! ¿Por qué ha de ser todo nuestro bien a su costa? ¿No ha de haber quien hable por este amantísimo cordero? Si tu Hijo no dejó nada de hacer para darnos a nosotros, pobres pecadores, un don tan grande como el de la Eucaristía, no permitas, oh Señor, que sea tan mal tratado. Él se quedó entre nosotros de un modo tan admirable...»

            Y aquí el alma de Teresa se extasía... Ya sabéis que la mayor parte de sus revelaciones o visiones: «me dijo el Señor, vi al Señor...» las tuvo Teresa después de haber comulgado o en ratos de oración ante Cristo Eucaristía. 

            Por esto, cuando Teresa define la oración mental, parece que lo hace como oración hecha ante el sagrario, como si estuviera mirando al Señor Sacramentado: «Que no es otra cosa, a mi parecer, oración, sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas, con quien sabemos que nos ama». Y ya la oímos decir anteriormente: «¿Es posible que tu ternura permita que esté expuesto cada día a tan malos tratos...? ¿Por qué ha de ser todo nuestro bien a su costa...? No permitas, oh Señor, que sea tan mal tratado... Él se quedó entre nosotros de un modo tan admirable…».      

            Los adoradores, igual que los sacerdotes o cualquier cristiano, tenemos que tener mucho cuidado con nuestro comportamiento y con todo lo relacionado con la Eucaristía, que es siempre el Señor vivo, vivo y resucitado, porque se trata, no de un cuadro o una imagen suya, sino de Él mismo en persona y si a su persona no la respetamos, no la valoramos, poco podemos valorar todo lo demás referente a Él, todo lo que Él nos ha dado, su evangelio, su gracia, sus sacramentos, porque la Eucaristía es Cristo todo entero y completo, todo el evangelio entero y completo, toda la salvación entera y completa. 

            Observando a veces nuestro comportamiento con Jesús Eucaristía, pienso que muchos cristianos no aumentarán su fe en ella ni les invitará a creer o a mirarle con más amor o entablar amistad con Él, porque nosotros <pasamos> del sagrario y muchas veces pasamos ante el sagrario, como si fuera un trasto más de la Iglesia, hablamos antes o después de la Eucaristía como si el templo no estuviera habitado por Él, y la genuflexión, exceptúo imposibilidad física, ya no hace falta.

            Sin embargo, todos sabemos que el cristianismo es una persona fundamentalmente  es Cristo. Por eso, nuestro comportamiento interior y exterior con Cristo Eucaristía es el termómetro de nuestra vida espiritual. Es muy difícil, porque sería una contradicción,  que Cristo en persona no nos interese ni seamos delicados personalmente con Él en su presencia real y verdadera en la Eucaristía y luego nos interesemos por sus cosas, por su evangelio, por su liturgia, por los sacramentos, por sus diversas encarnaciones en la Palabra, en los hermanos, en los pobres, porque Él sea  más conocido y amado.

            Cuidar el altar, el sagrario, mantener los manteles limpios, los corporales bien planchados ¡cuánta fe personal, cuánto amor y apostolado y eficacia y salvación de los hermanos y amistad personal con Cristo  encierran! Y ¡cuánta ternura, vivencia y amistad verdadera hay en los silencios  guardados dentro del templo, porque uno sabe que está Él, y lo respetamos, amamos y adoramos, aunque otros estén hablando,  después de la celebración eucarística, como si Él ya no estuviera presente!

            Repito porque esto conviene repetirlo muchas veces, qué buen testimonio, cuánta teología y fe verdaderas hay en un silencio guardado porque Él está ahí, cuánta teología vivida en  una genuflexión bien hecha, en unos gestos conscientemente realizados en la Eucaristía; indican que hay verdadera vivencia y amistad con Jesucristo, el Viviente y Resucitado.

            Ésta es una forma muy importante de ser «testigos del Viviente», para muchos que no creen en su presencia eucarística o se olvidan de ella, dando así  pruebas con nuestra adoración personal del Señor, de que Él está allí presente, aunque no lo veamos físicamente o en una imagen.

            Es que si he celebrado y predicado la mejor homilía, aunque sea  sobre la misma Eucaristía, pero nada más terminar, hablo en la Iglesia y me comporto como si Él no estuviera presente, me he cargado todo lo que he predicado y celebrado, porque no creo o no respeto su permanencia sacramental en la presencia eucarística, es decir, todo el misterio eucarístico completo: Eucaristía, comunión y presencia.

            Cómo educamos con nuestro silencio religioso en el templo o con la exigencia del mismo en Eucaristías y funerales o bodas... De esta forma, al no exigirse el silencio debido en el templo de Dios, no catequizamos ni educamos en la piedad eucarística y será más difícil ver a niños y mayores junto al sagrario porque actuando así lo convertimos en un trasto más de la iglesia. Así resulta que algunos sagrarios están llenos de polvo, descuido y olvido.

            Qué Eucaristías, qué evangelio, qué Cristo se habrá predicado en esas iglesias. Queridos amigos, el Señor no es una momia, está vivo, vivo y resucitado, así lo quiso Él mismo, no lo asegura la fe de la Iglesia, la experiencia de los santos y nosotros lo creemos.

            El Vaticano II insiste repetidas veces sobre esta verdad fundamental de nuestra fe católica: «La casa de oración en que se celebra y se guarda la santísima Eucaristía y ...en que se adora, para auxilio y consuelo de los fieles, la presencia del Hijo de Dios, salvador nuestro... debe ser nítida, dispuesta para la oración y las sagradas solemnidades» (PO.5).

 (Nota: Para sacerdotes este tema se trata repetidas veces en la EXHORTACIÓN APOSTÓLICA PASTORES DABO VOBIS DE  JUAN PABLO II, EL DIRECTORIO PARA EL MINISTERIO Y LA VIDA DE LOS PRESBÍTEROS, de la CONGREGACIÓN DEL CLERO, ALGUNAS CARTAS  del Papa Juan Pablo II  a los sacerdotes en el JUEVES SANTO y en la última Encíclica del Papa Juan Pablo II sobre la Eucaristía, que acaba de salir ECCLESIA DE EUCHARISTÍA).     

            En los últimos siglos, la adoración eucarística ha constituido una de las formas de oración más queridas y practicadas por los cristianos en la Iglesia Católica. Iniciativas como la promoción de la Visita al Santísimo, la Adoración Nocturna, la Adoración Perpetua, las Cuarenta Horas... etc. se han multiplicado y han constituido una especie de constelación de prácticas devocionales, que tienen su centro en la celebración del Jueves Santo y del Corpus Christi.

            Junto a estas prácticas del pueblo cristiano, otra serie de iniciativas ha surgido con fuerza: las congregaciones religiosas que, como elemento fundacional y fundamental de su forma de vida y carisma religioso, dedican una gran parte de su tiempo a la Adoración del Santísimo Sacramento. Por todo esto, quiero deciros que vuestra Adoración Nocturna está dentro del corazón de la liturgia y de la vida de la Iglesia. Sois eternamente actuales, porque esto mismo, sólo que iluminados por la luz y los resplandores celestes del amor trinitario, constituye la gloria y felicidad del cielo. Sólo quien tenga un poco de experiencia, quien tenga algunos “fogonazos” dados gratuitamente por el Señor, después de alguna purificación y limpieza de pecados, podrá barruntar y comprobar que todo esto es verdad gozosa y consoladora.

            La renovación litúrgica, iniciada por el Concilio Vaticano II, ha llegado también tanto a la teología como a la liturgia de la Adoración Nocturna y ha puesto en su lugar correcto la adoración del Señor. Ya no se da aquel desfase,  que todos hemos conocido y practicado en los años sesenta, en los que celebrábamos la Eucaristía al final de la Vigilia, al despedirnos, con la llegada del día. Recuerdo perfectamente que empezábamos directamente con la Exposición del Señor en la Custodia y luego venían los turnos de vela. La forma actual, fruto de la teología y liturgia del Concilio Vaticano II es correcta en todos los aspectos.       

            Al principio, este reajuste ha podido parecerle a alguno, que era una pérdida para la Eucaristía como presencia y como adoración, como si la Presencia eucarística no fuese suficientemente valorada. Es evidente que tal impresión no tiene ningún fundamento teológico ni pastoral, y, para que nos convenzamos de esto, conviene dar unas pequeñas nociones de los tres momentos de la Eucaristía para que cada uno tenga su estimación y su sitio en la piedad cristiana.

            Veremos así que la celebración de la Eucaristía es el aspecto fundante y principal de este misterio, «centro y culmen de toda la vida de la Iglesia»; veremos que para que haya pascua, es decir, pasión, muerte y resurrección de Cristo presencializadas, tiene que estar lógicamente presente el Señor, y que, si el Señor se hace presente, es para ofrecer su vida al Padre y a los hombres como salvación, que conseguimos especialmente por la comunión eucarística.Después de la Eucaristía,  el cuerpo, ofrecido en sacrificio y en comunión,  se guarda para que puedan comulgarlo los que no pueden venir a la iglesia; también para que todos los creyentes, mediante la adoración y las visitas al sagrario, podamos seguir participando en su pascua, comulgando con los mismos sentimientos y actitudes de Cristo, presente en la Hostia santa.

            Adorándole en  la oración eucarística, nos identificamos  con los sentimientos de Cristo Eucaristía, que sigue ofreciéndose  al Padre y dándose en comida  y en amistad a los hombres. Si alguien nos pregunta qué hacemos allí parados mirando la Hostia Santa, diremos solamente: ¡ES EL SEÑOR! He aquí en síntesis la espiritualidad de la Presencia Eucarística, de la que debe vivir todo cristiano, pero especialmente todo Adorador Nocturno.

            Esta espiritualidad, orada y vivida en oración personal, podría expresarse así: Señor, te adoro aquí presente en el pan consagrado, creo que estás ahí amándome, ofreciéndote e intercediendo por todos  ante el Padre. Qué maravilla que me quieras hasta este extremo, te amo, te amo y quiero inmolarme contigo al Padre y  por los hermanos; quiero comulgar con tus sentimientos de caridad, humildad, servicio y entrega en este sacramento... quiero contemplarte para imitarte y recordarte, para aprender y recibir de Ti las fuerzas necesarias para vivir como Tú quieres, como un discípulo fiel e identificado con su maestro. Por aquí tiene que ir la espiritualidad del Adorador Nocturno o Diurno. Si  nuestros adoradores viven con estas actitudes sus turnos de Vela, sus Vigilias, nos encontraremos con Cristo presente, camino, verdad y vida y nos sentiremos más animados para recorrer el camino de la santidad con su ayuda y presencia y alimento eucarístico.

 2. LA ESPIRITUALIDAD Y VIVENCIA DE LA PRESENCIA EUCARÍSTICA: SENTIMIENTOS Y ACTITUDES QUE SUSCITA Y ALIMENTA.

Pues bien, amigos, esta adoración de Cristo al Padre hasta la muerte es la base de la espiritualidad propia de la Adoración Nocturna. Esta es la actitud, con la que tenemos que celebrar y  comulgar y adorar la Eucaristía, por aquí tiene que ir la adoración de la presencia del Señor y asimilación de sus actitudes victimales por la salvación de los hombres, sometiéndonos en todo al Padre, que nos hará pasar por la muerte de nuestro yo, para llevarnos a la resurrección de la vida nueva.

            Y sin muerte no hay pascua, no hay vida nueva, no hay amistad con Cristo. Esto lo podemos observar y comprobar en la vida de todos los santos, más o menos místicos, sabios o ignorantes, activos o pasivos, teólogos o gente sencilla, que han seguido al Señor. Y esto es celebrar y vivir la Eucaristía, participar en la Eucaristía, adorar la Eucaristía.

            Todos ellos, como nosotros, tenemos que empezar preguntándonos quién está ahí en el sagrario,  para que una vez creída su presencia inicialmente: “El Señor está ahí y nos llama”, ir luego avanzando en este diálogo, preguntándonos en profundidad : por quién, cómo y por qué está ahí.

            Y todo esto le lleva tiempo al Señor explicárnoslo y realizarlo; primero, porque tenemos que hacer silencio de las demás voces, intereses, egoísmos, pasiones y pecados que hay en nosotros y ocultan su presencia y nos impiden verlo y escucharlo –“los limpios de corazón verán a Dios”- y segundo, porque se tarda tiempo en aprender este lenguaje, que es más existencial que de palabras, es decir, de purificación y adecuación y disponibilidad y de entrega total del alma y de la vida, para que la Eucaristía vaya entrando por amor y asimilación en nuestra vida y no por puro conocimiento.

            No olvidemos que la Eucaristía se comprende en la medida en que se vive. Quitar el yo personal y los propios ídolos, que nuestro yo ha entronizado en el corazón, es lo que nos exige la celebración de la santísima Eucaristía por un Cristo, que se sometió a la voluntad del Padre, sacrificando y entregando su vida por cumplirla, aunque desde su humanidad,  le costó y no lo comprendía.

            En cada Eucaristía, Cristo, con su testimonio, nos grita: “Amarás al Señor, tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser...”  y realiza su sacrificio, en el que prefiere la obediencia al Padre sobre su propia vida: “Padre  si es posible... pero no se haga mi voluntad sino la tuya...”

            La meta de la presencia real y de la consiguiente adoración es siempre la participación en sus actitudes de obediencia y adoración al Padre, movidos por su Espíritu de Amor; sólo el Amor puede realizar esta conversión y esta adoración-muerte para la vida nueva. Por esto, la oración y la adoración y todo culto eucarístico fuera de la Eucaristía hay que vivirlos como prolongación de la santa Eucaristía y  de este modo nunca son actos distintos y separados sino siempre en conexión con lo que se ha celebrado.

            Y éste ha sido más o menos siempre el espíritu de las visitas al Señor, en los años de nuestra infancia y juventud, donde sólo había una Eucaristía por la mañana en latín y el resto del día, las iglesias permanecías abiertas todo el día para la oración y la visita. Siempre había gente a todas horas. ¡Qué maravilla! Niños, jóvenes, mayores, novios, nuestras madres... que no sabían mucho de teología o liturgia, pero lo aprendieron todo de Jesús Eucaristía, a ser íntegras, servidoras, humildes, ilusionadas con que un hijo suyo se consagrara al Señor.

            Ahora las iglesias están cerradas y no sólo por los robos. Aquel pueblo tenía fe, hoy estamos en la oscuridad y en la noche de la fe. Hay que rezar mucho para que pase pronto. Cristo vencerá e iluminará la historia. Su presencia eucarística   no es estática sino dinámica en dos sentidos: que Cristo sigue ofreciéndose y que Cristo nos pide nuestra identificación con su ofrenda. La adoración eucarística debe convertirse en  mistagogia del misterio pascual. Aquí radica lo específico de la Adoración Eucarística, sea Nocturna o Diurna, de la Visita al Santísimo o de cualquier otro tipo de oración eucarística, buscada y querida ante el Santísimo, como expresión de amor y unión total con Él. La adoración eucarística nos une a los sentimientos litúrgicos y sacramentales de la Eucaristía celebrada por Cristo para renovar su entrega, su sacrificio y su presencia, ofrecida totalmente a Dios y a los hombres, que continuamos visitando y adorando para que el Señor nos ayude a ofrecernos y a adorar al Padre como Él.

            Es claramente ésta la finalidad por la que la Iglesia, “apelando a sus derechos de esposa” ha decidido conservar el cuerpo de su Señor junto a ella, incluso fuera de la Eucaristía, para prolongar la comunión de vida y amor con Él. Nosotros le buscamos, como María Magdalena la mañana de Pascua, no para embalsamarle, sino para honrarle y agradecerle toda la pascua realizada por nosotros y para nosotros.

            Por esta causa, una vez celebrada la Eucaristía, nosotros seguimos orando con estas actitudes ofrecidas por Cristo en el santo sacrificio. Brevemente voy a exponer aquí algunas rampas de lanzamiento para la oración personal eucarística; lo hago, para ayudaros un poco a los adoradores en vuestro diálogo personal con Jesucristo presente en la Custodia Santa.

 3.  La presencia eucarística de Cristo nos enseña muchas cosas recordando:“y cuantas veces hagais esto, acordaos de mi”.

La presencia eucarística de Jesucristo en la Hostia ofrecida e inmolada, nos recuerda, como prolongación del sacrificio eucarístico, que Cristo se ha hecho presente y obediente hasta la muerte y muerte en cruz, adorando al Padre con toda su humanidad, como dice San Pablo: “Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús: El cual, siendo de condición divina, no consideró como botín codiciado el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo, tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y apareciendo externamente como un hombre normal, se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios lo ensalzó y le dio el nombre, que está sobre todo nombre, a fín de que ante el nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos y en los abismos, y toda lengua proclame que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil 2,5-11).

            Nuestro diálogo podría ir por esta línea: Cristo, también yo quiero obedecer al Padre, aunque eso me lleve a la muerte de mi yo, quiero renunciar cada día a mi voluntad, a mis proyectos y preferencias, a mis deseos de poder, de seguridades, dinero, placer... Tengo que morir más a mí mismo, a mi yo, que me lleva al egoísmo, a mi amor propio, a mis planes, quiero tener más presente siempre el proyecto de Dios sobre mi vida y esto lleva consigo morir a mis gustos, ambiciones, sacrificando todo por Él, obedeciendo hasta la muerte como Tú lo hiciste, para que disponga de mi vida, según su voluntad.

            Señor, esta obediencia te hizo pasar por la pasión y la muerte para llegar a la resurrección. También  yo quiero estar dispuesto a poner la cruz en mi cuerpo, en mis sentidos y hacer actual en mi vida tu pasión y muerte para pasar a la vida nueva, de hijo de Dios; pero Tú sabes que yo solo no puedo, lo intento cada día y vuelvo a caer; hoy lo intentaré de nuevo y me entrego  a Ti; Señor, ayúdame, lo  espero confiadamente de Ti, para eso he venido, yo no sé adorar con todo mi ser, si Tú no me enseñas y me das fuerzas...

 3. 1. LA PRESENCIA EUCARÍSTICA DE CRISTO NOS ENSEÑA MUCHAS COSAS RECORDANDO:“Y CUANTAS VECES HAGAIS ESTO, ACORDAOS DE MI”.

La presencia eucarística de Jesucristo en la Hostia ofrecida e inmolada, nos recuerda, como prolongación del sacrificio eucarístico, que Cristo se ha hecho presente y obediente hasta la muerte y muerte en cruz, adorando al Padre con toda su humanidad, como dice San Pablo: “Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús: El cual, siendo de condición divina, no consideró como botín codiciado el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo, tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y apareciendo externamente como un hombre normal, se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios lo ensalzó y le dio el nombre, que está sobre todo nombre, a fín de que ante el nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos y en los abismos, y toda lengua proclame que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil 2,5-11).

            Nuestro diálogo podría ir por esta línea: Cristo, también yo quiero obedecer al Padre, aunque eso me lleve a la muerte de mi yo, quiero renunciar cada día a mi voluntad, a mis proyectos y preferencias, a mis deseos de poder, de seguridades, dinero, placer... Tengo que morir más a mí mismo, a mi yo, que me lleva al egoísmo, a mi amor propio, a mis planes, quiero tener más presente siempre el proyecto de Dios sobre mi vida y esto lleva consigo morir a mis gustos, ambiciones, sacrificando todo por Él, obedeciendo hasta la muerte como Tú lo hiciste, para que disponga de mi vida, según su voluntad.

            Señor, esta obediencia te hizo pasar por la pasión y la muerte para llegar a la resurrección. También  yo quiero estar dispuesto a poner la cruz en mi cuerpo, en mis sentidos y hacer actual en mi vida tu pasión y muerte para pasar a la vida nueva, de hijo de Dios; pero Tú sabes que yo solo no puedo, lo intento cada día y vuelvo a caer; hoy lo intentaré de nuevo y me entrego  a Ti; Señor, ayúdame, lo  espero confiadamente de Ti, para eso he venido, yo no sé adorar con todo mi ser, si Tú no me enseñas y me das fuerzas...

3.2. UN SEGUNDO SENTIMIENTO

Lo expresa así el Vaticano II: «Los fieles... participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida de la Iglesia, ofrecen la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella» (la LG.5). 

La presencia eucarística es la prolongación de esa ofrenda. El diálogo podía escoger esta vereda: Señor, quiero hacer de mi vida una ofrenda agradable al Padre, quiero vivir sólo para agradarle, darle gloria, quiero ser alabanza de  gloria de la Santísima Trinidad.

            Quiero hacerme contigo una ofrenda: mira en el ofertorio del pan y del vino me ofreceré, ofreceré mi cuerpo y mi alma como materia del sacrificio contigo, luego en la consagración quedaré  consagrado, ya no me pertenezco, soy una cosa contigo, y cuando salga a la calle, como ya no me pertenezco sino que he quedado consagrado contigo,  quiero vivir sólo para Ti, con tu mismo amor, con tu mismo fuego, con tu mismo Espíritu, que he comulgado en la Eucaristía.

            Quiero prestarte mi humanidad, mi cuerpo, mi espíritu, mi persona entera, quiero ser como una humanidad supletoria tuya. Tú destrozaste tu humanidad por cumplir la voluntad del Padre, aquí tienes ahora la mía... trátame con cuidado, Señor, que soy muy débil, tú lo sabes, me echo enseguida para atrás, me da horror sufrir, ser humillado.

            Tu humanidad ya no es temporal; conservas ahora ciertamente el fuego del amor al Padre y a los hombres y tienes los mismos deseos y sentimientos, pero ya no tienes un cuerpo capaz de sufrir, aquí tienes el mío, pero ya sabes que soy débil,  necesito una y otra vez tu presencia, tu amor, tu Eucaristía, que me enseñe, me fortalezca, por eso estoy aquí, por eso he venido a orar ante su presencia, y vendré muchas veces, enséñame y ayúdame adorar como Tú al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida.

            Quisiera, Señor, rezarte con el salmista: “Por ti he aguantado afrentas y la vergüenza cubrió mi rostro. He venido a ser extraño para mis hermanos, y extranjero para los hijos de mi madre. Porque me consume el celo de tu casa; los denuestos de los que te vituperan caen sobre mí. Cuando lloro y ayuno, toman pretexto contra mí... Pero mi oración se dirige a tí.... Que me escuche tu gran bondad, que tu fidelidad me ayude. Miradlo los humildes y alegráos; buscad al Señor y vivirá vuestro corazón. Porque el Señor escucha a sus pobres”(69).

 3.  3. OTRO  SENTIMIENTO

Que no puede faltar está motivado por las palabras de Cristo: “Cuando hagáis esto, acordaos de mí...” Señor, de cuántas cosas me tenía que acordar ahora, que estoy ante tu presencia eucarística, pero quiero acordarme especialmente de tu amor por mí, de tu cariño a todos, de tu entrega. Señor, yo no quiero olvidarte nunca, y menos de aquellos momentos en que te entregaste por mí, por todos... cuánto me amas, cuánto me entregas, me regalas...“Éste es mi cuerpo, Ésta mi sangre derramada por vosotros...”

            Con qué fervor quiero celebrar la Eucaristía, comulgar con tus sentimientos, imitarlos y vivirlos ahora por la oración ante tu presencia; Señor, por qué me amas tanto, por qué el Padre me ama hasta ese extremo de preferirme y traicionar a su propio Hijo, por qué te entregas hasta el extremo de tus fuerzas, de tu vida, por qué una muerte tan dolorosa... cómo me amas... cuánto me quieres; es que yo valgo mucho para Cristo, yo valgo mucho para el Padre, ellos me valoran más que todos los hombres, valgo infinito, Padre Dios, cómo me amas así, pero qué buscas en mí...

            Cristo mío, confidente y amigo, Tú tan emocionado, tan delicado, tan entregado,  yo, tan rutinario, tan limitado, siempre  tan egoísta, soy pura criatura, y Tú eres Dios, no comprendo cómo puedes quererme tanto y tener tanto interés por mí, siendo Tú el Todo y  yo la nada. Si es mi  amor y cariño, lo que te falta y me pides, yo quiero dártelo todo, Señor, tómalo, quiero ser tuyo, totalmente tuyo, te quiero.        

3. 4. EN EL “ACORDAOS DE MÍ”...,

Debe entrar también el amor a los hermanos, -no olvidar jamás en la vida que el amor a Dios siempre pasa por el amor a los hermanos-, porque así lo dijo, lo quiso y lo hizo Jesús: en cada Eucaristía Cristo me enseña y me invita a amar hasta el extremo a Dios y a los hijos de Dios, que son todos los hombres.

            Sí, Cristo, quiero acordarme  ahora de tus sentimientos, de tu entrega total sin reservas, sin límites al Padre y a los hombres, quiero acordarme de tu emoción en darte en comida y bebida; estoy tan lejos de este amor, cómo necesito que me enseñes, que me ayudes, que me perdones, sí, quiero amarte, necesito amar a los hermanos, sin límites, sin muros ni separaciones de ningún tipo, como pan que se reparte, que se da para ser comido por todos.

            “Acordaos de mí…”: Contemplándote ahora en el pan consagrado me acuerdo de Tí y de lo que hiciste por mí y por todos y puedo decir: he ahí a mi Cristo amando hasta el extremo, redimiendo, perdonando a todos, entregándose por salvar al hermano. Tengo que amar también yo así.

            Señor, no puedo sentarme a tu mesa, adorarte, si no hay en mí esos sentimientos de acogida, de amor, de perdón a los hermanos, a todos los hombres. Si no lo practico, no será porque no lo sepa, ya que me acuerdo de Tí y de tu entrega en cada Eucaristía, en cada sagrario, en cada comunión; desde el seminario, comprendí que el amor a Tí pasa por el amor a los hermanos y cuánto me ha costado toda la vida.

            Cuánto me exiges, qué duro a veces perdonar, olvidar las ofensas, las palabras envidiosas, las mentiras, la malicia de lo otros, pero dándome Tú tan buen ejemplo, quiero acordarme de Ti, ayúdame, que yo no puedo, yo soy pobre de amor e indigente de tu gracia, necesitado siempre de tu amor.

            Cómo me cuesta olvidar las ofensas, reaccionar amando ante las envidias, las críticas injustas, ver que te excluyen y Tú... siempre olvidar y perdonar,  olvidar y amar, yo solo no puedo, Señor, porque sé muy bien por tu Eucaristía y comunión, que no puede  haber jamás entre los miembros de tu cuerpo, separaciones, olvidos, rencores, pero me cuesta reaccionar, como Tú, amando, perdonando, olvidando...“Esto no es comer la cena del Señor...”, por eso  estoy aquí,  comulgando contigo, porque Tú has dicho: “el que me coma vivirá por mí” y yo quiero vivir como Tú, quiero vivir tu misma vida, tus mismos sentimientos y entrega.

            “Acordaos de mí...”El Espíritu Santo, invocado en la epíclesis de la santa Eucaristía, es el que realiza la presencia sacramental de Cristo en el pan y en el vino consagrados, como una continuación de la Encarnación del Verbo en el seno de María.

            Y ese mismo Espíritu, Memoria de la Iglesia, cuando estamos en la presencia del Pan que ha consagrado y sabe que el Padre soñó para morada y amistad con los hombres, como tienda de su presencia, ese mismo Espíritu que es la Intimidad del Consejo y del Amor de los Tres cuando decidieron esta presencia tan total y real en consejo trinitario, es el mismo que nos lo recuerda ahora y abre nuestro entendimiento y, sobre todo, nuestro corazón, para que comprendamos las Escrituras y sus misterios, a Dios Padre y su proyecto de amor y salvación,  al Fuego y Pasión y Potencia de Amor Personal con que lo ideó y lo llevó y sigue llevando a efecto en un hombre divino, Jesús de Nazaret: “Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio Hijo”.

            ¡Jesús, qué grande eres, qué tesoros encierras dentro de la Hostia santa, cómo te quiero! Ahora comprendo un poco por qué dijiste, después de realizar el misterio eucarístico:  “Acordaos de mí...”,

            ¡Cristo bendito! no sé cómo puede uno correr en la celebración de la Eucaristía o aburrirse cuando hay tanto que recordar y pensar y vivir y amar y quemarse y adorar y descubrir tantas y tantas cosas, tantos y tantos misterios y misterios... galerías y galerías de minas y cavernas de la infinita esencia de Dios, como dice San Juan de la Cruz del alma que ha llegado a la oración de contemplación, en la que todo es contemplar y amar más que reflexionar o decir palabras.

            Todos sabéis, porque así lo hemos practicado muchas veces, que en la oración se empieza por rezar oraciones, reflexionar, meditar verdades y luego, avanzando, pasamos de la oración discursiva a la afectiva, en la que uno empieza más a dialogar de amor y con amor que a dialogar con razones, empieza a sentir y a vivir más del amor que de ideas y reflexiones para finalizar en las últimas etapas, sólo amando:  oración de quietud, de silencio de las potencias, de transformación en Dios: “Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el Amado, cesó todo y dejéme dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado”.

3. 5. YO TAMBIÉN, COMO JUAN…

Quiero aprenderlo todo en la Eucaristía, en la Eucaristía  reclinando mi cabeza en el corazón del  Amado, de mi Cristo,  sintiendo los latidos de su corazón, escuchando directamente de Él palabras de amor, las mismas de entonces y de ahora, que sigue hablándome en cada Eucaristía.           

            Para mí liturgia y  vida y  oración todo es lo mismo en el fondo, la liturgia es oración y vida, y la oración es liturgia.  En definitiva, ¿no es la Eucaristía también oración y plegaria eucarística? ¿No es la plegaria eucarística  lo más importante de la Eucaristía, la que realiza el misterio?

            Para comprender un poco todo lo que encierra el “acordaos de mí” necesitamos una eternidad, y sólo para empezar a comprenderlo, porque el amor de Dios no tiene fín. Por eso, y lo tengo bien estudiado, en la oración sanjuanista, cuanto más elevada es, menos se habla y más se ama, y al final, sólo se ama y se siente uno amado por el mismo Dios infinito y trinitario.

            Por eso el alma enamorada dirá: “Ya no guardo ganado ni ya tengo otro oficio, que solo en amar es mi ejercicio...” Se acabaron los signos y los trabajos de ritos y las apariencias del pan porque hemos llegado al corazón de la liturgia que es Cristo, que viene a nosotros, hemos llegado al corazón mismo de lo celebrado y significado, todo lo demás fueron medios para el encuentro de salvación; ¡qué infinita, qué hermosa, qué rica, qué profunda es la liturgia católica, siempre que trascendamos el rito, siempre que se rasgue el velo del templo, el  velo de los signos! ¡cuántas cavernas, descubrimientos y sorpresas infinitas y continuas nos reserva!

            Parece que las ceremonias son normas, ritos, gestos externos, pero la verdad es que todo va preñado de presencia, amor y vida de Cristo y de Trinidad. Hasta aquí quiere mi madre la Iglesia que llegue cuando celebro los sacramentos, su liturgia, esta es la meta.

            Yo quisiera ayudarme de las mediaciones y amar la liturgia, como Teresa de Jesús, porque en ellas me va la vida, pero no quedar atrapado por los signos y las mediaciones o convertirlas en fin. Yo las necesito y las quiero para encontrar al Amado, su vida y salvación, la gloria de mi Dios, sin ellas sean lo único que descubra o lo más importante, sino que las estudio y las ejecuto sin que me esclavicen, para que me lleven a lo celebrado, al misterio: “y quedéme no sabiendo, toda ciencia trascendiendo”.

            En cada Eucaristía, en cada comunión, en cada sagrario Cristo sigue diciéndonos:“Acordaos de mí...,” de las ilusiones que el Padre puso en mí, soy su Hijo amado, el predilecto, no sabéis lo que me ama y las cosas y palabras que me dice con amor, en canción de Amor Personal y Eterno, me lo ha dicho todo y totalmente lo que es y me ama con una Palabra llena de Amor Personal al darme su paternidad y aceptar yo con el mismo Amor Personal ser su Hijo: la Filiación que con  potencia infinita de amor de Espíritu Santo me comunica y engendra; con qué pasión de Padre me la entrega y con qué pasión de amor de Hijo yo la recibo, no sabéis todo lo  que me dice en canciones y éxtasis de amores eternos, lo que esto significa para mí y que yo quiero comunicároslo y compartirlo como amigo con vosotros; acordaos del Fuego de mi Dios, que ha depositado en mi corazón para vosotros, su mismo Fuego y Gozo y Espíritu.

             “Acordaos de mí”, de mi emoción, de mi ternura personal por vosotros, de mi amor vivo, vivo y real y verdadero que ahora siento por vosotros en este pan, por fuera pan, por dentro mi persona amándoos hasta el extremo, en espera silenciosa, humilde, pero quemante por vosotros, deseándoos a todos para el abrazo de amistad, para el beso personal para el que fuisteis creados y el Padre me ha dado para vosotros, tantas y tantas cosas que uno va aprendiendo luego en la Eucaristía y ante el sagrario, porque si el Espíritu Santo es la memoria del Padre y de la Iglesia, el sagrario es la memoria de Jesucristo entero y completo, desde el seno del Padre hasta Pentecostés.

            “Acordaos de mí”, digo yo que si esta memoria del Espíritu Santo, este recuerdo, no será la causa de que todos los santos de todos los tiempos y tantas y tantas personas, verdaderamente celebrantes de ahora mismo, hayan celebrado  y sigan haciéndolo despacio, recogidos, contemplando, como si ya estuvieran en la eternidad, “recordando” por el Espíritu de Cristo lo que hay dentro del pan y de la Eucaristía y de la Eucaristía y de las acciones litúrgicas tan preñadas como están de recuerdos y realidades  presentes y tan hermosas del Señor, viviendo más de lo que hay dentro que de su exterioridad, cosa que nunca debe preocupar a algunos más que el contenido, que es, en definitiva, el fín y la razón de ser de las mismas.

            “Acordaos de mí”; recordando a Jesucristo, lo que dijo, lo que hace presente, lo que Él deseó ardientemente, lo que soñó de amistad con nosotros y ahora ya gozoso y consumado y resucitado, puede realizarlo con cada uno de los participantes... el abrazo y el pacto de alianza nueva y eterna de amistad que firma en cada Eucaristía, aunque le haya ofendido y olvidado hasta lo indecible, lo que te sientes amado, querido, perdonado por Él en cada Eucaristía, en cada comunión, digo yo... pregunto si esto no necesita otro ritmo o deba tenerse más en cuenta... digo yo... que si no aprovecharía más a la Iglesia y a los hombres algunos despistes de estos...

            Para Teresa de Jesús la liturgia era Cristo, amarla era amar a Cristo, por eso valoraba tanto los canales de su amor, que son los signos externos, que siempre, bien hechos y entendidos, ayudan, pero sin quedarnos en ellos, sino llegando hasta el “centro y culmen”, la fuente que mana y corre, Cristo. 

 3. 6. LA EUCARISTÍA COMO APOSTOLADO DE ORACIÓN Y OFRENDA DE INTERCESIÓN.

No tengo tiempo para indicar todos los posibles caminos de dialogo, de oración, de santidad que nacen de la Eucaristía porque son innumerables: adoración, alabanza, glorificación del Padre, acción de gracias, pero no puede faltar el sentimiento de intercesión que Jesús continúa con su presencia eucarística.

            Jesús se ofreció por todos y por todas nuestras necesidades y problemas y yo tengo que aprender a interceder por los hermanos en mi vida, debo pedir y ofrecer el sacrificio de Cristo y el de mi vida por todos, vivos y difuntos, por la Iglesia santa, por el Papa, los Obispos y por todas las cosas necesarias para la fe y el amor cristianos... por las necesidades de los hermanos: hambre, justicia, explotación...

            Ya he repetido que la Eucaristía es inagotable en su riqueza, porque es sencillamente Cristo entero y completo, viviendo y ofreciéndose por todos; por eso mismo, es la mejor ocasión que tenemos nosotros para pedir e interceder por todos y para todos, vivos y difuntos ante el Padre, que ha aceptado la entrega del Hijo Amado en el sacrificio eucarístico.

            El adorador no se encierra en su individualismo intimista, sino que, identificándose con Cristo, se abre a toda la Iglesia y al mundo entero: adora y da gracias como Él, intercede y repara como Él. La adoración nocturna es más que la simple devoción eucarística o simple visita u oración hecha ante el sagrario. Es un apostolado que os ha sido confiado para que oréis por toda la iglesia y por todos los hombres, con Cristo y en Cristo, ofreciendo adoración y acción de gracias, reparando y suplicando por todos los hermanos, prolongáis las actitudes de Cristo en la Eucaristía y en el sagrario.

            Un adorador eucarístico, por tanto, tiene que tener muy presentes su parroquia, los niños de primera comunión, todos los jóvenes, los matrimonios, las familias, los que sufren, los pobres de todo tipo, los deprimidos, las misiones, los enfermos, la escuela, la televisión y la prensa que tanto daño están haciendo en el pueblo cristiano, todos los medios de comunicación. Sobre todo, debemos pedir por la santidad de la Iglesia, especialmente de los sacerdotes y seminaristas, los seminarios, las vocaciones, los religiosos y religiosas, los monjes y monjas.

            Mientras un adorador está orando, los frutos de su oración tienen que extenderse al mundo entero. Y así a la vez que evita todo individualismo y egoísmo, evita también toda dicotomía entre oración y vida, porque  vivirá la oración con las actitudes de Cristo, con las finalidades de su pasión y muerte, de su Encarnación: glorificación del Padre y salvación de los hombres. Y así, adoración e intercesión y vida se complementan.

Hay unos textos de S. Juan de Avila, que, aunque referidos directamente a la oración de intercesión que tienen que hacer los sacerdotes por sus ovejas, las motivaciones, que expresan, valen para todos los cristianos, bautizados u ordenados, activos o contemplativos, puesto que todos debemos orar por los hermanos, máxime los adoradores nocturnos: «...¡Válgame Dios, y qué gran negocio es oración santa y consagrar y ofrecer el cuerpo de Jesucristo! Juntas las pone la santa Iglesia, porque, para hacerse bien hechas y ser de grande valor, juntas han de andar. Conviénele orar al sacerdote, porque es medianero entre Dios y los hombres; y para que la oración no sea seca, ofrece el don que amansa la ira de Dios, que es Jesucristo Nuestro Señor, del cual se entiende “munus absconditus extinguit iras”. Y porque esta obligación que el sacerdote tiene de orar, y no como quiera, sino con mucha suavidad y olor bueno que deleite a Dios, como el incienso corporal a los hombres, está tan olvidada, immo no conocida, como si no fuese, convendrá hablar de ella un poco largo, para que así, con la lumbre de la verdad sacada de la palabra de Dios y dichos de sus santos, reciba nuestra ceguedad alguna lumbre para conocer nuestra obligación y nos provoquemos a pedir al Señor fuerzas para cumplirla» (Cfr ESQUERDA BIFET, San Juan de Ávila. pgs. 143-44 del libro, Escritos Sacerdotales, de BAC minor, Madrid 1969).

«Tal fue la oración de Moisés, cuando alcanzó perdón para el pueblo, y la de otros muchos; y tal conviene que sea la del sacerdote, pues es oficial de este oficio, y  constituido de Dios en él» (pag. 145).

«...mediante su oración, alcanzan que la misma predicación y buenos ejercicios se hagan con fruto, y también les alcanzan bienes y evitan males por el medio de la sola oración... la cual no es tibia sino con gemidos tan entrañables, causados del Espíritu Santo tan imposibles de ser entendidos de quien no tiene experiencia de ellos, que aun los que los tienen no lo saben contar; por eso se dice que pide Él, pues tan poderosamente nos hace pedir» (Pag.147).

«Y si a todo cristiano está encomendado el ejercicio de oración, y que sea con instancia y compasión, llorando con los que lloran, ¡con cuánta más razón debe hacer esto el que tiene por propio oficio pedir limosna para los pobres, salud para los enfermos, rescate para los encarcelados, perdón para los culpados» (Pag. 149).

ÍNDICE

PRÓLOGO……………………………………………………………………………………………………. 5

ORACIONES EUCARÍSTICA……………………………………………………………………………....  9

1. ¿POR QUÉ LOS CATÓLICOS ADORAMOS A JESÚS EUCARISTÍA EN EL SAGRARIO?

 1.1. PORQUE ES CRISTO VIVO Y RESUCITADO, EL QUE ESTÁ EN EL CIELO…………………….19

1.2. PORQUE ES EL HIJO DE DIOS QUE SE HIZO CARNE Y PAN DE EUCARISTÍA……………..…21

1. 3. PORQUE EN EL SAGRARIO ESTÁ CRISTO VIVO Y RESUCITADO…………………………… 22

1. 4. PORQUE EN EL SAGRARIO ESTÁ LA CARNE TRITURADA Y RESUCITADA

    PARA NUESTRA SALVACIÓN……………………………………………………………………….   24

1.5. PORQUE «EN LA SANTÍSIMA EUCARISTÍA SE CONTIENE TODO EL BIEN DE LA IGLESIA.27

1.6. PORQUE EN EL SAGRARIO ESTÁ CRISTO CON LOS BRAZOS ABIERTOS…………………….31

1.7. PORQUE EL SAGRARIO ES TEMPLO Y  MORADA DE LA TRINIDAD EN LA TIERRA…..…. 32

1.8. PORQUE EN EL PAN CONSAGRADO ENCUENTRO A   JESUCRISTO, DULZURA DE MI FE...33

2.- PORQUE EN EL SAGRARIO ME ENCUENTRO CON EL CRISTO DE  LA HEMORROÍSA………35

3.-  PORQUE EN EL SAGRARIO CRISTO NOS ESPERA “PARA ESTAR CON ÉL Y ENVIARNOS…”...39

4. PORQUE EL SAGRARIO CRISTO NOS ESPERA PARA EL ENCUENTRO DE AMISTAD……..…41

5. PORQUE EL SAGRARIO ES LA MEJOR ESCUELA PARA CONOCER Y AMAR A CRISTO……..46

6.- CARA A CARA CON CRISTO………………………………………………………………………….48

7. PORQUE EN EL SAGRARIO NOS ESPERA EL CRISTO QUE CALMA LAS TEMPESTADES…….50

8. PORQUE EN EL SAGRARIO NOS ESPERA EL AMIGO DE MARTA Y MARÍA, QUE RESUCITÓ

   A SU HERMANO LÁZARO, PARA LIBRARNOS DE LA MUERTE ETERNA....……………………56

9. PORQUE EN EL SAGRARIO ESTÁ EL MISMO CRISTO QUE SALVÓ A LA ADÚLTERA……….66

10. PORQUE EN EL SAGRARIO NOS ESPERA CRISTO PARA CURARNOS  DE NUESTRAS

     FALTA DE FE COMO A TOMÁS ……………………………………………………………….……..65

11. PORQUE EN EL SAGRARIO ESTÁ EL CORAZÓN QUE MÁS AMA A LOS HOMBRES…..……74

12. PORQUE EN EL SAGRARIO ESTÁ CRISTO EN INTERCESIÓN PERENNE

     POR SUS     HERMANOS, LOS HOMBRES…………………………………………………………..77

13. PORQUE EN EL SAGRARIO TENEMOS AL MEJOR MAESTRO Y MODELO

     DE ORACIÓN,     SANTIDAD Y APOSTOLADO……………………………………………………79

14. PORQUE JESUCRISTO EN EL SAGRARIO ES EL MEJOR PROFESOR

    DE SU PERSONA Y MISIÓN……………………………………………………………………………86

15 PORQUE EN EL SAGRARIO ESTÁ CRISTO OFRECIENDO SIEMPRE SU VIDA

   POR SALVACIÓN DE SUS HERMANOS LOS HOMBRES……………………………………………88

16. PORQUE EN EL SAGRARIO ESTÁ EL SEÑOR DICIÉNDONOS: “ACORDAOS DE MI”………   91

17. PORQUE EN EL SAGRARIO ESTÁ CRISTO CUMPLIENDO SU MISIÓN DE SALVACIÓN

     HASTA DAR LA VIDA CON AMOR EXTREMO……………………………………………………..96

18. PORQUE CRISTO EN EL SAGRARIO LE DICE AL PADRE: “AQUÍ ESTOY PARA HACER

     TU VOLUNTAD”………………………………………………………………………………………..99

19. PORQUE EL SAGRARIO NOS REVELA: “TANTO AMÓ DIOS AL MUNDO QUE ENTREGÓ

     A SU PROPIO HIJO……………………………………………………………………………………106

20. PORQUE EL SAGRARIO ES LA MEJOR ESCUELA PARA SEGUIR  Y AMAR A CRISTO……..114

 21. PORQUE «NADIE PUEDE COMER ESTA CARNE SIN ANTES ADORARLA..............…..115

22. PORQUE EN EL PAN EUCARÍSTICO ESTÁ EL AMOR DEL PADRE AL HIJO Y DEL HIJO

     AL PADRE ABRAZÁNDONOS EN AMOR TRINITARIO…………………………………….……..121

23. PORQUE EN EL SAGRARIO ESTÁ JESUCRISTO, PAN DE VIDA ETERNA……………………..123

24. PORQUE JESUCRISTO EN EL SAGRARIO ES FUERZA Y SABIDURÍA DE DIOS……………...126

25. PORQUE EN EL SAGRARIO ESTÁ CRISTO VIVO Y RESUCITADO, ÚNICO SACERDOTE

      Y   VÍCTIMA DE SALVACIÓN……………………………………………………………………….129

 26. PORQUE EL SAGRARIO PREDICA A CRISTO “DE UNA VEZ PARA SIEMPRE” ……..….131

27. PORQUE  DESDE EL SAGRARIO CRISTO NOS ESTÁ DICIENDO: “AMAOS LOS UNO

      A LOS OTROS COMO YO OS HE AMADO”……………………………………………………..…133

28. PORQUE CRISTO DESDE EL SAGRARIO NOS INVITA A VIVIR SU MISMA VIDA…………..139

29. PORQUE EL CUERPO EUCARÍSTICO DE JESÚS  TIENE SANGRE DE MARÍA MADRE  ……144

30.- PORQUE EL CUERPO MUERTO Y RESUCITADO DE CRISTO TIENE AROMA DE MARÍA, “QUE ESTUVO JUNTO A LA CRUZ”, Y JUNTO AL SAGRARIO SIENTO SU ALIENTO DE MADRE: “HE AHÍ A TU HIJO… HE AHÍ A TUMADRE”. ……………………………………………….152

31. PORQUE MARÍA FUE EL PRIMER SAGRARIO DE CRISTO EN LA TIERRA, MADRE DE

      LA EUCARISTÍA Y ARCA DE LA ALIANZA NUEVA Y ETERNA………………………………  162

32. PORQUE LA PRESENCIA EUCARÍSTICA ES LA  PRESENCIA DE CRISTO ENTERO

      Y COMPLETO EN LA TIERRA  …………………………………………………….………………. 167

33. PORQUE EN EL SAGRARIO ESTÁ EL MEJOR AMIGO Y  SALVADOR DE LOS HOMBRES….171

34. PORQUE LA PRESENCIA EUCARÍSTICA ES UNA ENCARNACIÓN PERPETUA

     QUE PROLONGA EL MISTERIO COMPLETO Y TOTAL DE CRISTO…………………………… 175

35. PORQUE EL SAGRARIO ES PRESENCIA AMOR DE CRISTO“HASTA EL EXTREMO” ………..178

36. PORQUE CRISTO EUCARISTÍA ES EL «MONTE DE PIEDAD»DE LOS CATÓLICOS……….…182

37. PORQUE JESUCRISTO EN EL SAGRARIO ES  SACERDOTE ÚNICO Y EUCARISTÍA PERFECTA….…186

38. PORQUE JUNTO AL SAGRARIO NOS HACEMOS CONTEMPORÁNEOS DE  CRISTO

      EN PALESTINA……………………………………………………………………………………...…191

39.-ESPIRITUALIDAD DE LA PRESENCIA EUCARÍSTICA:

1. LA ESPIRITUALIDAD Y PASTORAL DE LA  ADORACIÓN EUCARÍSTICA…………………….199

2. LA ESPIRITUALIDAD Y VIVENCIA DE LA PRESENCIA EUCARÍSTICA:

      SENTIMIENTOS Y ACTITUDES QUE SUSCITA Y ALIMENTA…………………………………..204

3.1  LA PRESENCIA EUCARÍSTICA DE CRISTO NOS ENSEÑA MUCHAS COSAS:

    “Y CUANTAS VECES HAGAIS ESTO, ACORDAOS DE MI”…………………………….…………….207

3.2. UN SEGUNDO SENTIMIENTO……………………………………………………………………...109

3.  3. OTRO  SENTIMIENTO…………………………………………………………………………..….210

3. 4. EN EL “ACORDAOS DE MÍ”…………………………………………………………………………………211

3. 5. YO TAMBIÉN, COMO JUAN…………………………………………………………………….…213

3. 6. LA EUCARISTÍA COMO APOSTOLADO DE ORACIÓN Y OFRENDA DE INTERCESIÓN…..216

[1]J. ESQUERDA BIFET, San Juan de Ávila, Escritos Sacerdotales, BAC minor Madrid 1969, pgs. 143-44.

2Ibid. pag. 145.

3Ibid. pag.147.[1]

4 Ibid. pag. 149).

5Ibid. pag 193

[5]

[6] Cfr. CONCEPCIÓN GONZÁLEZ, La adoración eucarística, Madrid, 1990

[7] Liturgia de la Horas, IV, pags. 1370-1373 (Libro 2,23,1.3.5.8.10: SCh 139,330-340).

[8]Liturgia de la Horas, IV, pp.408-410 (Oración 2: Revelationum S. Birgittae libri, 2, Roma 1628).

PARROQUIA DE SAN PEDRO. PLASENCIA. 1966-2018

A  JESUCRISTO EUCARISTÍA, SUMO Y ETERNO SACERDOTE, PAN DE VIDA ETERNA Y PRESENCIA DE AMISTAD permanentemente ofrecida a los hombres en todos los Sagrarios de la  Iglesia Y A TODOS MIS HERMANOS SACERDOTES, presencias sacramentales de Cristo con su misma entrega total al Padre y a los hombres, sus hermanos.

 Fotografía de portada: Juan Pablo II, en la ordenación sacerdotal que  presidió en Valencia, el 8 de noviembre de 1982

GONZALO APARICIO SÁNCHEZ

SACERDOS/2

APUNTES DE ESPIRITUALIDAD SACERDOTAL

ORACIÓN, ESPIRITUALIDAD Y VOCACIONES  SACERDOTALES

2ª EDICIÓN

AÑO SACERDOTAL 2009-2010

 

©   EDIBESA

      Madre de Dios, 35 bis – 28016 Madrid

      Tel. 91 345 19 92 – Fax: 91 350 50 99

      http://www.edibesa.com

      E–mail: Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.

      ISBN: 84-8407-605-9

      Depósito Legal: CC-33-2006

      Impreso en España por Gráficas Romero, S.L.

      Jaraíz de la Vera (Cáceres)

PRÓLOGO

A principios del siglo XX, el Cardenal Mercier, entonces recién nombrado Arzobispo de Malinas (1908), sorprendió a toda la Diócesis invitando a los presbíteros a unos prolongados ejercicios espirituales dirigidos por él mismo. Más de cuatrocientos sacerdotes se congregaron durante cinco semanas para escuchar la voz de su Pastor y disponerse enardecidos a trabajar en su misión pastoral.

Se repitió esta experiencia varias veces a lo largo de su ministerio episcopal en aquella señera Iglesia de Bélgica, incluso en el verano de 1917, en plena guerra mundial. Rodeados por la miseria de todo tipo, el Pastor congregó a sus sacerdotes para infundir en ellos el aliento evangélico que los pudiera confortar, después de tantos dolores y angustias, y poder reconstruir en ellos a las comunidades de fieles destruidas por el horror, el caos y la muerte. Bien sabía él que para renovar al pueblo de Dios debía comenzar por sus pastores. Así lo manifiesta él en el hermoso libro La vida interior. Llamamiento a las almas sacerdotales. El Cardenal Mercier, como voz del Espíritu, ofrecía su gesto paterno y su palabra esperanzadora para revitalizar el corazón espiritual de sus hijos sacerdotes, y en ellos, el corazón espiritual de todos sus fieles.

A principios del siglo XXI, aparece la voz de otro pastor, —con minúsculas—, pero no por eso menos importante y audaz. Me refiero al sacerdote y amigo Gonzalo Aparicio Sánchez, que desde la cátedra de su ministerio parroquial en Plasencia y la prolífica publicación de sus libros retoma el testigo de los grandes padres sacerdotales para reavivar las ascuas espirituales de los actuales presbíteros. Quien le conoce sabe que su mirada y deseo están fijos en el Señor; su pensamiento y palabra en los sacerdotes. Continúa, por tanto, con su tesón la corriente multisecular de la Iglesia que llama a la conciencia de los sacerdotes para no olvidar nunca la gracia recibida en la ordenación; cuidar paternalmente de su ministerio afectado, claro está, por el caminar histórico y la entrega encarnada; e insiste, una vez más, en la necesidad de no olvidar nunca que el centro y la clave de la vida sacerdotal es la identificación a Jesucristo, Siervo y Maestro, Sacerdote y Ofrenda, Palabra y Profeta, Cordero pascual y Buen Pastor. Bien sabe él, como el Cardenal Mercier, que para revitalizar espiritualmente a la Iglesia de hoy es necesario comenzar también sanando el corazón espiritual de los presbíteros.

Quien se adentre en las páginas de estos escritos espirituales, máxime si es sacerdote, descubrirá el fuego apostólico de los verdaderos discípulos del Señor.

Muchas gracias, Gonzalo.

Disfruta, querido lector.

                       Aurelio García Macías

Rector del Seminario Mayor de Valladolid

Actualmente  Secretario de la S.C. de Liturgia.-  Roma

ADVERTENCIA

He titulado esta colección y a estos dos libros “SACERDOS”, porque mi sacerdocio y a mis hermanos, los sacerdotes, los tengo siempre presentes en mi mente y en mi corazón, en toda mi vida litúrgica, oracional y apostólica, ya que todo sacerdote es presencia sacramental de Cristo, y Cristo quiero que sea el centro y la razón de mi ser y existir.

En este sentido, puedo decir que escritos sacerdotales son todos los que he escrito, aunque no trate directamente temas sacerdotales.

Añado “APUNTES DE ESPIRITUALIDAD SACERDOTAL”, porque ESPIRITUALIDAD es vida “según el Espíritu”, y ésta es mi forma de pensar, hablar y escribir; siempre lo hago o intento hacerlo para potenciar “la vida según el Espíritu de Dios”; por eso, escriba temas bíblicos, teológicos, morales…, lo hago mirando más al espíritu y al corazón que a lo puramente científico o racional.

Y son apuntes, porque quieren ser unas notas sencillas para vivir según el Espíritu. Pero el Santo, el Espíritu que nos ungió con su fuego, nos santifica con su gracia y busca nuestra mayor unión de amor con el Dios Uno y Trino.

El orden intencional es el mismo en este libro: trate lo que trate o hable o escriba, Cristo Sacerdote está en el horizonte, e identificados con Él, todos los sacerdotes del mundo; por esta razón, sea el tema que sea, intencionalmente siempre será sacerdotal, aunque no lo sea temáticamente; en segundo lugar, como todos los temas que trato son para vivir “la vida según su Espíritu”, resulta que todos estos escritos son espirituales y sacerdotales.

Y los he escrito por si pueden ayudar en su vida espiritual a los que los lean, sean sacerdotes o seglares.

PRIMERA PARTE

LA SACRAMENTALIDAD DEL ORDEN SACERDOTAL

INTRODUCCIÓN

            En los años posteriores al Concilio Vaticano II, se ha escrito abundantemente sobre la crisis de identidad del sacerdote. Es fácil consultar la reseña de los diversos factores que la han motivado y de las variadas manifestaciones en las que se ha expresado[i]. Al respecto considero suficiente lo expuesto por el teólogo calvinista M. Thurian: “hace ya varios decenios que se plantea con más o menos insistencia la pregunta: el sacerdote, ¿quién es?, ¿qué es lo que le distingue básicamente del laico o de los otros ministros de la Iglesia ¿cuáles son sus funciones esenciales? ¿de dónde viene?”[ii].

            Aquí se enumeran en síntesis algunos puntos clave, que explicito. Primero, el Vaticano II ha mantenido el equilibrio entre las tres funciones del ministerio: la misión profética de proclamar y enseñar la palabra de Dios, el poder sacerdotal de celebrar los sacramentos, en especial de consagrar y ofrecer el sacrificio eucarístico, y la responsabilidad pastoral de dirigir el pueblo de Dios. Por consiguiente, según el concilio no se puede ni infravalorar ni privilegiar ninguno de los tres cometidos del ministerio (PO 4-6). Sin embargo, en algunos planteamientos teóricos y prácticos se ha subrayado más la función que la condición sacerdotal (en determinados proyectos la acentuación ha sido unilateral).

En ellos se detecta una innegable influencia de la teología protestante. Lutero escribió: “ministerium verbi facit sacerdotem et episcopum” (WA.VI 566,9).

La reforma mantiene solo el munus profético y la responsabilidad pastoral, dejando absolutamente al margen el poder sacerdotal. El ministerio es concebido sobre todo, como una función eclesial, sin que exista en él ningún tipo de fundamentación ontológica de origen sacramental.

            Y esto remite a un segundo elemento: el énfasis puesto en el sacerdocio común de los bautizados -que es un dato sustantivamente definitorio y exclusivo en la comprensión reformada- sin armonizarlo con el sacerdocio ordenado. La consecuencia ha sido, escribe el cardenal Kasper, que “el sacerdocio común  ha llegado a entenderse erróneamente como un cuestionamiento del sacerdocio ordenado. Pero el sacerdocio común no ha revalorizado a los laicos para devaluar al sacerdote”[1].

            De la convergencia de los elementos referidos ha derivado que en determinados ambientes y escritos teológico-pastorales se rechaza que el  ministerio sea ordenación (sacramento que implica consagración); es decir, se deja entre paréntesis, el tema de la sacramentalidad. El mismo M. Thurian constata “que se ha ido desdibujando poco a poco la dimensión sacerdotal del ministerio, su vertiente sacramental, eucarística y contemplativa”[2].

            Estos proyectos han suscitado la intervención del Magisterio de la Iglesia con documentos numerosos y muy ricos de contenido. Ya en 1992 sobresale la  Exhortación Pastores dabo vobis (PDV), que indica: “el conocimiento recto y profundo de la naturaleza y misión del sacerdocio ministerial es el camino a seguir…. para salir de la crisis sobre la identidad sacerdotal” (n. 11). La Exhortación plantea esta identidad desde la sacramentalidad que es referida no solo al ministerio, sino fundamentalmente a la persona ordenada. En la misma línea la Congregación para el Clero publica en 1994 el “Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros”; su primer capítulo se titula “Identidad del presbítero”; Y en el reafirma que esta identidad se reconoce desde el sacramento que la fundamenta.

            Estos textos son netos, si bien con frecuencia se señala aún que reforzar esta identidad es una de las tareas más necesarias. Por ejemplo, en el Mensaje final del “Simposio internacional conmemorativo del XXX aniversario del decreto conciliar  Presbyterorum ordinis” (1995) se dice: “Con el fin de que el sacerdote pueda ser sal y levadura en las actuales circunstancias sociales y culturales, se considera oportuno recomendar una profundización de la identidad presbiteral.  Es la claridad y la constante conciencia de la propia identidad las que determinan el equilibrio de la vida sacerdotal y la fecundidad del ministerio pastoral”[3].

            Este es el objeto de la presente exposición: mostrar que “la sacramentalidad del ministerio es el rasgo más especifico de la identidad del (presbítero) sacerdote” (A. Vanhoye). Sacramentalidad que implica la síntesis armoniosa entre misión y consagración, sacerdocio y vivencia concreta del ministerio.

            En cuanto al vocabulario conviene indicar: al hilo de la renovación teológica del Vaticano II se estimó necesario superar la terminología sacerdotal, pues ésta prejuzgaría la comprensión del ministerio en una perspectiva prevalentemente cultual. Para evitar esta supuesta sacerdotalización se propuso usar el término presbítero (ya presente en el  N.T. y en la literatura posterior). Pero el mismo Vaticano II mantiene la simultaneidad de ambos vocablos, pues dedica un Decreto al ministerio y vida de los presbíteros (PO) y otro Decreto a la formación sacerdotal (OT) –notar que en PO se alternan los términos sacerdote y presbítero, aunque éste prevalece numéricamente-. De aquí la fluctuación de la terminología conciliar.

            En general hoy se mantiene la simultaneidad, aunque en documentos posconciliares del Magisterio se percibe un retorno creciente del lenguaje sacerdotal (Cf. Sínodo de 1971 y los textos de Juan Pablo II). Detrás de estas oscilaciones están las divergencias entre una orientación más marcadamente eclesiológica o cristológica del ministerio ordenado, así como el deseo de no reducirlo a su función cultual, o positivamente de integrar el conjunto de las funciones sacerdotales (los tria munera que el sacramento confiere). En suma, la expresión “ministerio ordenado” corresponde más a la dimensión de la Iglesia como realidad sacramental (institucional), mientras que la de “sacerdocio ministerial” corresponde más a la dimensión de la Iglesia en cuanto misterio de comunión. Dado que los dos aspectos son complementarios, aceptar el doble lenguaje parece la solución más adecuada. Con todo, recordar que el término sacerdote engloba tanto al obispo como al presbítero, a los ministros ordenados del clero secular y a los pertenecientes a congregaciones religiosas.

1.-.INSERCIÓN TRINITARIA DEL MINISTERIO ORDENADO

            La teología más reciente vincula el ministerio ordenado con el horizonte trinitario que caracteriza toda la reflexión cristiana actual (cf. CEC 234). PDV recoge de manera explicita esta perspectiva. Afirma: “la identidad sacerdotal, como toda identidad cristiana, tiene su fuente en la Santísima Trinidad” (n.12). En esta línea son netos los asertos del Directorio, ya citado: “la identidad, el ministerio y la existencia del presbítero están relacionados esencialmente con las tres Personas Divinas” (I, 3). Y aún: “a causa de la consagración recibida con el Sacramento del Orden, el sacerdote es constituido en una relación particular y específica con el Padre, con el Hijo, y con el Espíritu Santo”. (Ibíd.).

            Este origen trinitario del ministerio está en coherencia con la Iglesia, que es “misterio de comunión trinitaria en tensión misionera” (PDV, 12). La eclesiología trinitaria (LG 2-4; AG 2-4) plasma una visión trinitaria del ministerio: éste está radicado sacramentalmente en la Iglesia, misterio de comunión y de misión con Dios Padre por Jesucristo en el Espíritu Santo.

  1. 1.  DIMENSIÓN CRISTOLÓGICA

            La primera referencia para situar y comprender el sacerdocio es la cristología. Según PDV, “la referencia a Cristo es la clave absolutamente necesaria para la comprensión de la realidad sacerdotal” (12). Porque, “el sacerdote tiene como relación fundamental la que le une con Jesucristo Cabeza y Pastor” (Ibid., 16).

            Como es sabido, solo la Carta a los Hebreos aplica el titulo de sacerdote a Cristo, pero en un sentido enteramente nuevo respecto del sacerdocio judío: mediante un procedimiento paradójico (empleo de terminología tradicional llena de contenidos nuevos) presenta una inteligencia radicalmente novedosa del sacerdocio y del sacrificio[4]. Contemplando la vida entera de Jesús, se percibe cómo su pasión y muerte representan el momento culminante de una historia iniciada en la Encarnación. La novedad de su sacerdocio y de su entrega sacrificial alcanza su manifestación máxima en la muerte, pero impregna de hecho el conjunto de su existencia histórica, en cuanto itinerario progresivo hasta la entrega definitiva. Por esto la existencia histórica de Jesús puede calificarse como una  “pro-existencia” ministerial-salvífica a favor de los demás.

            El sacerdocio de Jesús culmina ciertamente en la ofrenda de la propia vida; ésta es su sacrificio de consagración sacerdotal. Y como la ofrenda de su sacrificio es una y única para siempre, su sacerdocio es eterno. De este modo Jesús ha quedado constituido en mediador único, y en Sacerdote perfecto, en cuanto hermano de los hombres e Hijo de Dios. Por tanto, no hay más que un sacrificio y un sacerdocio y ambos se realizan en Jesucristo, Victima y Sacerdote en íntima e indisoluble unión. Pero Cristo ha comunicado a los creyentes en Él su consagración sacerdotal.

            La primera participación en la ofrenda sacrificial de Jesucristo acontece en el bautismo (Rm 6,3). De la fuente bautismal surge el pueblo sacerdotal (1 Pe 2,5). Unido a la ofrenda del Sumo y Eterno Sacerdote, el pueblo cristiano ofrece su vida y se  convierte en sacrificio espiritual agradable a Dios; esta ofrenda se actualiza en la liturgia. Pues, como indica el Concilio, “los fieles, incorporados a la Iglesia por el bautismo, quedan destinados por el carácter al culto de la religión cristiana” (LG 11).

            El sacerdote cristiano es elegido entre este pueblo sacerdotal (PO 2.3). ¿En qué consiste este nuevo sacerdocio, pues quién lo recibe ya posee en sí la impronta sacerdotal por el bautismo? Puesto que “toda la comunidad de los creyentes es, como tal, sacerdotal” (CEC 1546), entonces el sacerdocio ministerial implicará una configuración particular con Cristo Sacerdote y, por ello, un ejercicio asimismo particular de su sacerdocio. De aquí que la doctrina conciliar distinga netamente entre el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial, que “difieren esencialmente y no sólo en grado”, aunque “se ordenan el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo” (LG 10). Por tanto, la diversidad depende del modo de participación del sacerdocio de Cristo, y es esencial en el sentido que, “mientras el sacerdocio común de los fieles se realiza en el desarrollo de la gracia bautismal…el sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio común” (CEC 1547). A este fin, el Concilio precisa que el sacerdocio ministerial “se confiere por aquel especial sacramento con el que los presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, quedan sellados con un carácter particular, y así se configuran a Cristo Sacerdote, de suerte que puedan obrar como en persona de Cristo Cabeza” (PO 2).Por consiguiente hay un sacramento especial que confiere un carácter particular, en relación con el bautismo, que configura y asimila a Cristo, que habilita y capacita para la “representación” del mismo Cristo Sacerdote. Este sacerdocio de Cristo se realiza en el ordenado a través de la triple misión que se le confía: “los presbíteros….han sido consagrados como verdaderos sacerdotes del N.T., a imagen de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote para predicar el evangelio y apacentar a los fieles y para celebrar el culto divino” (LG 28. cf. LG 10). Representar sacramentalmente la triple función de Cristo, profeta, pastor y sacerdote, en su unidad indisoluble, es la identidad específica del ministerio ordenado (cf. PO 1).

            Esta doctrina ha sido reiterada continuamente. Por ejemplo, en la Instrucción vaticana “Sobre algunas cuestiones acerca de la colaboración de los fieles laicos en el sagrado ministerio de los sacerdotes” (1997).  Se afirma en ella que la diferencia entre sacerdocio común y sacerdocio ministerial no se encuentra en el sacerdocio de Cristo (el cuál permanece siempre único e indivisible) ni tampoco en la santidad (a la cual están llamados todos los fieles), sino en el “modo esencial de participación en el mismo y único sacerdocio de Cristo”.

            Asumir vitalmente esta condición de instrumentalidad salvífica es de suma importancia para los sacerdotes. La capacidad recibida para actuar sacramentalmente  “in persona Christi” no tiene por finalidad exaltar indebidamente la persona del ministro, ni sugerir la idea de una representación sustitutoria de Cristo. Garantiza más bien la precedencia divina y la centralidad de Cristo, poniendo de relieve que la eficacia de las actuaciones ministeriales radica últimamente en Cristo mismo.                                                                           

  1. DIMENSIÓN PNEUMATOLÓGICA

            Otra referencia esencial que ilumina la identidad del sacerdote es el Espíritu Santo. Es significativo que PDV exponga todo el capítulo II,  dedicado a la naturaleza y misión del sacerdocio ministerial, bajo la guía de Lc 4, 18-21, en que Jesús aparece como ungido y enviado por el Espíritu para el cumplimiento de su misión. Por eso presenta también al Espíritu como el protagonista de la configuración con Cristo, del ejercicio ministerial y de la vida del sacerdote (PDV 15).

            Explicito esta perspectiva. Ya en el bautismo, mediante el santo crisma, el Espíritu nos une a Cristo y nos hace partícipes de su sacerdocio: “Dios….te consagre con el crisma de la salvación para que entres a formar parte de su pueblo y seas para siempre miembro de Cristo, Sacerdote, Profeta y Rey” (RBN 154). En la ordenación sacerdotal el mismo signo del Espíritu nos configura a Cristo Sacerdote de un modo particular para poder obrar como en persona de Cristo Cabeza (PO 2).

            Por tanto, la acción del Espíritu en el ministro ordenado se concreta en dos dimensiones fundamentales. Según el  Catecismo, el Sacramento del Orden,  “configura con Cristo mediante una gracia especial del Espíritu Santo a fin de servir de instrumento a Cristo a favor de su Iglesia” (n. 1581). Con otra formulación expone: “la gracia del Espíritu Santo propia de este sacramento es la de ser configurado con Cristo Sacerdote, maestro y pastor, de quien el ordenado es constituido ministro” (n. 1585). Es la doctrina de la “Unción del Espíritu” o “carácter particular” que imprime en el ordenado no como una realidad estática, sino como una fuerza que le impulsa constantemente a la semejanza con Cristo Sacerdote; y esto para que su  “representación” sea efectivamente sacramental.

            Junto a esta acción configuradora del ser del sacerdote a imagen de Cristo, el Espíritu posibilita también su actuar como sacerdote. El Espíritu hace posible tanto el ejercicio del sacerdocio de Cristo participado por todos los bautizados, como el específico del ministerio ordenado. Si por el poder del Espíritu las palabras del Señor actualizan en cada celebración eucarística su entrega sacrificial en los dones consagrados, la misma energía divina hace actual la acción sacerdotal de Cristo en la persona del ministro. El Espíritu vitaliza todos los miembros de la Iglesia. Por esto también el sacerdote está radicado en la relación con el Espíritu. Es sacerdote de Cristo en la Iglesia y para la Iglesia, que es el ámbito de presencia sacramental del Espíritu. “El sacerdocio ministerial no tiene solamente por tarea representar a Cristo…ante la asamblea de los fieles, actúa también en nombre de toda la Iglesia…” (CEC 1552).

            La persona que ha recibido la ordenación es alguien de quien el Espíritu se ha posesionado para ponerla totalmente al servicio de la misión de Cristo, que la Iglesia prolonga. Por eso la dimensión pneumatológica ayuda a comprender el ministerio en la perspectiva de la misión: la misión, que es originariamente un concepto trinitario (Dios Padre que envía a su Hijo y al Espíritu para la salvación, para realizar su filantropía) es también un concepto eclesiológico: la Iglesia existe para evangelizar. Pues bien, el ministerio está ordenado precisamente al servicio de la misión. Más allá de falsas alternativas entre misión y culto, sacramentalización y evangelización, el servicio a la misión puede considerarse como criterio de configuración concreta del ministerio[5].

            En cuanto a la vivencia personal, recordar que en la liturgia de ordenación la referencia al Espíritu es insistente (a propósito del obispo, del presbítero y del diácono): el don del Espíritu a los ordenados los capacita para ejercer el ministerio eclesial, de suerte que el hecho de ser ordenados equivale a ser investidos del Espíritu Santo y el ministerio ordenado puede en verdad considerarse como un don suyo, como un carisma  (cf. 1 Tim 4,14). El ministerio nos reenvía así al ámbito de lo recibido, de lo gratuito. No se trata de una delegación comunitaria; no hay tampoco ningún derecho personal al ministerio que pudiera reclamarse exigitivamente. Siempre se trata de un don personalmente inmerecido, pero que la Iglesia necesita y que debe acogerse con agradecimiento.

            Brevemente, la vinculación con el Espíritu es imprescindible no sólo para comprender la naturaleza teológica del ministerio, sino también para la espiritualidad de los sacerdotes, que son “instrumentos vivos del Espíritu”. Este ministerio implica ciertamente una configuración (ontológica) con Cristo en cuanto participación específica de su único sacerdocio, pero a la vez conlleva un proceso (espiritual) de asimilación en el que la fuerza del Espíritu convertirá en existencialmente sacerdote a aquel que ya lo es sacramentalmente por la ordenación.

  1. 3.-EN REFERENCIA A DIOS PADRE: LA “CARIDAD PASTORAL”

            Se vincula el ministerio con Dios Padre para indicar el sentido de una paternidad vivida y expresada en la “caridad pastoral”. Esta constituye una clave de lectura decisiva de PDV. En  este documento se usa para resumir el comportamiento propio de Cristo como Cabeza y Pastor de la Iglesia (n. 21); es el principio interior que anima y guía la vida espiritual del presbitero (n.23); es capaz de unificar dinámicamente sus múltiples actividades y la relación entre vida espiritual y ejercicio del ministerio (n. 24); constituye por eso como el alma del mismo (n. 48); y ha de conformar tanto la etapa previa al presbiterado como su desarrollo posterior (ns. 51, 57, 70).  Ya el Concilio había usado el concepto para referirse a las tareas episcopales  (LG 41), y para concretar aquello que es vínculo de perfección y de unidad en la vida y acción del presbítero (PO 14). Destaco esta afirmación. “Los presbiteros conseguirán la unidad de su vida asimilándose a Cristo en el conocimiento de la voluntad del Padre, y en el don de sí mismos por el rebaño que les ha sido confiado”.

            La caridad pastoral traducirá en la práctica lo que significa la sacramentalidad del ministerio, caracterizándolo al estilo de Dios, Padre y Pastor ya en el A.T., y de Jesucristo, el Buen Pastor del N.T. El ejercicio pastoral será así un “offitium amoris”, según la afirmación de S. Agustín: “que sea tarea de amor apacentar el rebaño del Señor”. De este modo habrá un nexo intrínseco entre la misión recibida  (apacentar el rebaño del Señor) y el amor como principio animador del ministerio pastoral. Por eso remitir a Dios Padre como origen fontal de toda la historia salvífica equivale a afirmar la precedencia de Dios en toda iniciativa ministerial.

            La referencia a Dios Padre ayuda además a superar las denominadas “eclesiologías de orfandad” en las que la Iglesia se hace a sí misma como resultado de los esfuerzos y planificaciones humanos y en las que se pretende fundamentar o, al menos, justificar el ministerio en factores sociológicos[6]. Pero se olvida que el arjé de la Iglesia es el “libérrimo y misterioso designio de la sabiduría y bondad del Padre eterno” (LG 2). De este designio derivan las misiones del Hijo y del Espíritu (LG 3-4) que realizan ese principio. Con estas misiones se conecta el ministerio apostólico. Por eso la plegaria de ordenación de los presbíteros del Pontifical romano comienza afirmando que Dios Padre, en su designio salvífico, dispuso diversos ministerios para edificar y cuidar a su pueblo a lo largo de la Historia de la Salvación[7]. De aquí que la estructura ministerial no surge como una estrategia humana, sino que deriva de la disposición divina y es necesaria para la Iglesia y constitutiva de ella.

            En resumen: la obra de la redención es una acción eminentemente trinitaria, pues en ella están implicadas las tres Divinas Personas. Puesto que el sacerdocio de Cristo consiste en la realización de esta obra, este sacerdocio nuevo está en su totalidad impregnado trinitariamente. Esto significa que la identidad y el ejercicio del sacerdocio ministerial, a semejanza del de Cristo, no puede entenderse sino desde el Padre que, en su voluntad salvífica, quiere que todos los hombres se salven (1 Tim 2,4), desde el Hijo que la realizó y desde el Espíritu Santo que la actualiza en la Iglesia mediante el ministerio apostólico.

2.- EL PREBÍTERIO: COMUNIÓN DE LOS PRESBÍTEROS

En el decreto PO aparece el término presbyteri en plural y muy poco en singular. Este es un dato preciso: se pretende liberar al presbiterado del individualismo y recuperar su dimensión comunitaria. LG 28 y PO establecen el fundamento de esta visión comunitaria en el sacramento del Orden. Esto se efectúa en dos etapas (más lógicas que cronológicas) primero, se resalta el vínculo de consagración – misión entre todos los presbíteros y de éstos con los obispos; después se destaca con la recuperación del concepto de presbiterio, una particular consistencia de la comunión entre los presbíteros de una misma iglesia local y de éstos con su obispo.

Sobresalen estas afirmaciones:

  • “En virtud de la común sagrada ordenación y de la misión, todos los presbíteros están ligados entre sí por una íntima fraternidad” (LG 28).
  • “Todos los presbíteros, junto con los obispos, participan en tal grado del mismo y único sacerdocio y ministerio de Cristo, que la misma unidad de consagración y de misión exige la comunión jerárquica de los presbíteros con el orden de los obispos” (PO 7).
  •  PO 8 retoma la misma perspectiva, pero limitándose a los presbíteros que “constituidos en el orden del presbiterado mediante la ordenación, todos están unidos entre sí por una íntima fraternidad sacramental”.

En este contexto el concilio rehabilita la noción de presbiterio, que había caído teológicamente en desuso. Durante la elaboración de los textos algunos Padres propusieron insertar en los Documentos la mención explícita del presbiterio en el sentido (ya referido por San Ignacio de Antioquía, siglo II) de “senado” del obispo, su Consejo asesor.

Los textos promulgados recogen esa petición. LG 28 expone que los presbíteros “próvidos cooperadores del orden episcopal y ayuda e instrumento suyo, llamados al servicio del Pueblo de Dios, constituyen con su obispo un único presbiterio, si bien destinado a oficios diversos. En cada una de las comunidades locales de fieles ellos hacen, por así decir (quodam modo), presente al obispo al que están unidos confiada y animosamente, condividen en parten sus funciones y su solicitud y la ejercitan con entrega diaria”. El concilio, pues, habla del presbiterio como vínculo no sólo operativo o afectivo, sino propiamente sacramental.

La misma doctrina es propuesta sustancialmente en PO 7 (relaciones entre obispo y presbítero) y 8 (relaciones de los presbíteros entre sí). Aquí se expone que los presbíteros, “constituidos en el orden del presbiterado mediante la ordenación, están todos unidos entre sí por íntima fraternidad sacramental; pero de modo especial forman un único presbiterio en la diócesis a cuyo servicio son asignados bajo el propio obispo”.

            Esta es la aportación del concilio. Sin embargo, los textos conciliares no precisan en que consiste la específica comunión entre los miembros de un mismo presbiterio respecto a la comunión entre todos los pertenecientes al orden del presbiterado. Para captar esta nota peculiar es preciso recurrir a la teología de la iglesia local.

            La doctrina del Vaticano II ha superado la idea que la referencia a la Iglesia afecte sólo al hacer del ministro ordenado, mientras que el ser sería absorbido por la relación con Cristo. Manteniendo la relación cristológico – trinitaria como fundante la eclesial, aunque subordinada, permanece esencial al ministerio. Porque la ordenación sacramental es para el ministerio en la Iglesia. El ser para la Iglesia, pueblo sacerdotal, es constitutivo del ministro ordenado hasta el punto que representa la forma de su misma santidad. Y aquí se impone la conexión ejercicio ministerial – iglesia local. Dado que el sacerdocio del presbítero conlleva una sustantiva referencia al sacerdocio pleno del obispo y éste, a su vez, a una concreta comunidad eucarística que es en plenitud la Iglesia de Dios (SC 41; LG 23 y 26; CD 11), aquel sacerdocio no se comprende sólo en referencia a la Iglesia universal, sino también a la iglesia local. Si el presbiterado está esencialmente al ministerio, entonces tiene una esencial referencia a una concreta iglesia local con su obispo y su presbiterio.

            Por tanto, la razón última de la comunión específica en el interior de un mismo presbiterio estriba en la entidad teológica de la iglesia local; entidad que constituye la Iglesia de Cristo en ese determinado lugar y tiempo. Y esto significa para el ministerio presbiteral que la pertenencia a una iglesia concreta entra en la definición del sacramento del Orden. Un presbítero no es ordenado y después insertado en una iglesia local con su presbiterio, sino que es ordenado en la iglesia local y dentro de su presbiterio[8] la connotación necesariamente “local” de su ministerio sella consecuentemente también la espiritualidad del presbítero.

3.- CONCLUSIÓN

            La sacramentalidad del ministerio expresa la precedencia de Dios Padre, de su designio salvador, en algo que nos viene dado, que es gratuito. Implica una vinculación originaria y fundante, histórica y teológica con Jesucristo, verdadero sacramento de Dios, el único mediador en la realidad de su condición divina y humana. Significa que este ministerio constituye un don del Espíritu Santo. Así aparece en conexión con el Dios trinitario, pues desconectado del mismo queda vacío de contenido teológico –tendría su explicación sólo en las necesidades comunitarias-

            El ministerio ordenado no es algo periférico: la especial unción del Espíritu, el carácter sacramental significa que el sacramento del Orden consiste en un carisma que afecta a la dimensión profunda de la persona ordenada, que Dios jamás retira, y que caracteriza su existencia. Es el inicio determinante de toda una historia vital. Por eso, en algunas teologías del ministerio se distingue entre la “sacramentalidad de la ordenación” o “consagración” y la “sacramentalidad de la existencia ordenada” (v.g. A. Ganoczy); esto es, el origen sacramental del ministerio y la índole sacramental de la persona y de la actividad ministerial. De este modo la espiritualidad resulta fundada radicalmente en la propia identidad sacerdotal y en la sucesiva vivencia concreta del ministerio.

                 El sacerdote es sacramento (signo e instrumento) de la mediación de Jesucristo en la comunidad eclesial. El don del Espíritu le ha configurado a Cristo y consecuentemente le ha capacitado para actuar “in persona Christi et in nomine Ecclesiae”. El sacerdote visibiliza sacramentalmente la actuación salvífica de Cristo, Cabeza de la comunidad, y actúa sacramentalmente también en representación de la Iglesia. Su ministerio será un signo sacramental vivo de la pro-existencia de Cristo. Pero no actúa aislado sino unido a la comunidad eclesial y para su edificación; su “caridad pastoral” exige que esté pendiente del cuidado y guía del pueblo de Dios a él encomendado. Esta es u razón de ser: porque “existe el sacerdocio ministerial únicamente para posibilitar el ejercicio del sacerdocio común” (A. Vanhoye; cf CEC 1552).

Estas son afirmaciones de validez permanente (aunque se vivan en una realización histórica muy determinada). El sacerdote necesita forjar fuertes convicciones acerca de su identidad y misión, de la bondad y grandeza del ministerio confiado. Ha de percibir con nitidez que el sacramento recibido es el origen fontal que posibilita, exige y especifica su espiritualidad. Ha de recordar que en los ritos explicativos de la ordenación el obispo dice al neopresbítero: “Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y configura tu vida con el misterio de la cruz del Señor”. Se subraya así la inseparabilidad entre la objetividad sacramental de su ministerio y la subjetividad existencial; dos dimensiones que no deben oponerse en la persona y actuación del sacerdote.

            Hay una hermosa expresión de la teología oriental (recogida en el Catecismo, 1142) que define al ministro como un “icono de Cristo Sacerdote”. En la compresión teológica del icono, la imagen se convierte en presencia sacramental de aquello que representa. Esta es una clave espiritual para ahondar en la inteligencia y la vivencia del ministerio ordenado. Si el sacerdote “representa” a Cristo se ha de esforzar por asemejarse a su modelo y manifestarse como tal ante la comunidad eclesial confiada.El concilio ha establecido que la caridad es el camino de perfección común a todo bautizado; todo cristiano está llamado a santificarse (LG cap. V) y su santificación se realiza en la caridad. El ministerio ordenado tiene un modo suyo específico de vivir la caridad, pues se santifica viviendo la caridad en la forma pastoral: “representando al Buen Pastor en el ejercicio mismo de la caridad pastoral los presbíteros encontraran el vínculo de la perfección sacerdotal que realizará la unidad en su vida y actividad” (PO 14. Cf. PDV 21-23). La caridad pastoral unifica el ejercicio del ministerio y la vida espiritual del ministro (ante las frecuentes tensiones entre apostolado y oración, actividad y contemplación), calificando esta espiritualidad como entrega estable y generosa a la iglesia local y favoreciendo la armonía entre los varios munera derivados del sacramento del Orden.

3.-LA ESPIRITUALIDAD SACERDOTAL EN LA ORACIÓN DE ORDENACIÓN DE LOS PRESBÍTEROS

I

3.1.-LA ESPIRITUALIDAD SACERDOTAL EN LA ORACIÓN DE ORDENACIÓN DE LOS PRESBÍTEROS

¡No todo vale! Necesitamos claridad[9]

Nos hacemos eco de una necesidad que se nos impone imperiosamente a los sacerdotes: la de buscar la claridad y vivir en ella. Los parones en la vida están relacionados con la pérdida de visión sobre metas, caminos y pasos que dar. ¿Quién se arriesga a dar un paso en total oscuridad? A los sacerdotes esta situación nos afecta desde una doble perspectiva: como personas y como presbíteros. Somos personas de la luz y necesitamos la claridad.

En el mismo momento en el que falta la claridad, se hace presente sin más la confusión, que, en nuestro caso, se manifiesta en el lenguaje, pasando a la mente hasta llegar a la misma vida; y es entonces cuando empieza a regir el “todo vale”. Salta a la vista la correlación que existe entre la confusión de lenguaje, la confusión de mente y la confusión de vida. El sacerdote debe salir de la confusión; nos corresponde vivir y actuar desde la claridad.

Pero podemos decir algo más. Tenemos que reconocer que no resulta tan fácil buscar la claridad, y actuar y vivir en ella; y cabe la posibilidad de situarse en la confusión, o porque, permaneciendo mucho tiempo en la oscuridad, se habitúe uno a ella y pierda la capacidad de vivir en la luz, o también porque interese en momentos concretos utilizar la confusión. De hecho, practicar la confusión es la forma más eficaz de asegurar la paralización de la vida personal y social. La utilización del “todo vale” lleva a la pérdida de definición y, consecuentemente, incapacita para la respuesta. La aplicación de lo que acabamos de decir podemos verla sin alejarnos de nuestro contexto.

“No todo vale” en la espiritualidad del sacerdote. No basta la referencia al Evangelio, ni el seguimiento a Jesucristo: se necesita seguirle como presbítero; no basta la referencia a la Iglesia, viviéndose miembro del Pueblo de Dios: se necesita vivirse presbítero en la comunidad eclesial; tampoco basta con que cada uno se acomode la espiritualidad que más le agrade, sino la que se deriva de la misma ordenación de presbítero.

“No todo vale” en la presentación que podemos hacer de la vida cristiana y de la comunidad en su relación con la Eucaristía. No basta la referencia optativa del cristiano, como si pudiera darse vida cristiana al margen de la Eucaristía, y que la participación en ella respondiera a una actitud devocional: tanto la vida cristiana como la comunidad necesitan la Eucaristía constitutivamente.

“No todo vale” en el momento de potenciar el laicado dentro de nuestras iglesias. No basta con fundamentar los ministerios laicales, abrirles a nuevos horizontes y motivar a los laicos a su corresponsabilidad eclesial —tarea que debe hacerse—; se necesita situarlos en su relación con el ministerio ordenado, del que no se puede dudar. La potenciación del laicado está presuponiendo hoy la promoción del sacerdocio ministerial. No existe garantía de la promoción del laicado si no incluye la relación adecuada con el sacerdocio ministerial.

“No todo vale” en la vida social. No basta con marcar los objetivos y no tener en cuenta los medios; se necesita que la verdad y los derechos más elementales del otro aparezcan como valores que se respetan. El “todo vale” para conseguir los propios objetivos está convirtiéndose en ley en nuestra sociedad.

“No todo vale”. Necesitamos claridad. ¿Dónde buscamos la luz?

3.2. EN LA ORACIÓN DE LA ORDENACIÓN SACERDOTAL.

¿Queréis uniros más fuertemente a Cristo y configuraros con Él, renunciando a vosotros mismos y reafirmando la promesa de cumplir los sagrados deberes que, por amor a Cristo, aceptasteis gozosos el día de vuestra ordenación para el servicio de la Iglesia?

Sí, quiero.

(Misa Crismal. Renovación de las promesas sacerdotales)

Queridos amigos: La reflexión teológica del Concilio Vaticano II sobre el sacramento del Orden suscitó un gran interés por descubrir y clarificar la identidad y misión específicas de cada uno de los ministros ordenados de la Iglesia, especialmente de los presbíteros.

Este interés se ha visto potenciado en los últimos años, por la publicación de importantes estudios teológicos, sobre el ministerio sacerdotal.

Solamente ateniéndonos a los más importantes documentos magisteriales nos encontraríamos con la Exhortación Apostólica Postsinodal de Juan Pablo II: “Pastores dabo vobis”, fruto del Sínodo de los Obispos de 1991; el Catecismo de la Iglesia Católica, 1992; las Catequesis de los miércoles del mismo Juan Pablo II sobre el Presbiterado y los Presbíteros del año 1993; el Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, de la Congregación del Clero del 1994; las cartas del Papa todos los Jueves Santos, el Nuevo Código de Derecho Canónico, etc.

Entre todos estos documentos merece un lugar privilegiado la Nueva Oración de Ordenación del Presbítero del Pontifical Romano, cuya exposición voy a desarrollar en este artículo. En ella descubrimos el modelo de presbítero que la Iglesia nos propone en este texto de consagración sacerdotal, laboriosamente trabajado durante veinte años, que ahonda en la identidad y misión del presbítero.

Y desde el principio quiero dejar claro que para la parte litúrgica de este artículo me he servido abiertamente del trabajo de mi amigo D. Aurelio García, en su libro «El modelo de presbítero según la “prex ordinationis presbyterorum»[10].

Son varios los motivos que me han movido a escoger esta Oración. En primer lugar, porque es la forma del sacramento, son las palabras que realizan lo que significan; son, pues, las más autorizadas. Estoy seguro de que después de este breve estudio sobre la Oración de Ordenación comprenderemos y viviremos mejor nuestro propio ser sacerdotal, así como la Liturgia de las Órdenes Sagradas, en la que tantas veces participamos y de la que todo nuestro ser y actuar sacerdotal sale rejuvenecido y renovado.

Me ha movido también nuestra deficiente formación litúrgica, al menos, en los sacerdotes de mi generación. Sirva esta lección litúrgica como estímulo para nuestro estudio personal de la Liturgia, cumbre y meta de toda la vida de la Iglesia, en expresión del Vaticano II. La Liturgia es la mejor cátedra de enseñanza teológica para sentir “cum Ecclesia”. En el “depositum euchologicum” se recoge la doctrina de la Iglesia para la vida de los fieles porque contiene el “depositum fidei” reflexionado en la teología. De tal forma que vincula entre sí la liturgia y la teología.

La liturgia es ciertamente un “locus theologicus”, privilegiado, pero, sobre todo, es la fe creída, celebrada y vivida. La fuente litúrgica es el testimonio con el que una determinada Iglesia se autocomprende, vive y celebra su fe. Intencionadamente, pues, quiero hacer un estudio teológico-litúrgico sobre la espiritualidad sacerdotal, basándome en la ORACIÓN DE ORDENACIÓN DE LOS PRESBÍTEROS, porque la teología litúrgica es teología profesada, rezada, celebrada y vivida en el corazón del misterio eclesial.

Lo hago también, porque en estos últimos años, los estudios relacionados con esta temática se han fijado más bien en la actividad apostólica para descubrir la espiritualidad propia del presbítero. Espiritualidad desde los ministerios. Y esto es verdad, pero antes del actuar sacerdotal está el ser sacerdotal. Por eso es necesaria la referencia a su raíz sacramental, al momento celebrativo y a la riqueza de la teología litúrgica contenida en los gestos y palabras de la celebración de este sacramento, cuando precisamente somos constituidos sacerdotes.

El presbítero debe vivir de cuanto proviene del sacramento del Orden, por el que es revestido de una realidad ontológico-existencial nueva. En este sentido el sacramento del Orden configura la vida del ministro ordenado. Así lo expresa la celebración del sacramento en su ritualidad y eucología, como veremos más adelante. La liturgia, (lex orandi), expresa los contenidos perennes de la revelatio, que se convierte en traditio (lex credendi) para vida de los fieles (lex vivendi).

“El Espíritu Santo, mediante la unción sacramental del Orden, los configura con un título nuevo y específico a Jesucristo Cabeza y Pastor... Gracias a esta consagración obrada por el Espíritu Santo en la efusión sacramental del Orden, la vida espiritual del sacerdote queda caracterizada, plasmada y definida por aquellas actitudes y comportamientos que son propios de Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia, y que se compendian en su caridad pastoral”[11].

Basten estos textos de la Exhortación “Pastores dabo vobis” para descubrir, ya en la misma celebración litúrgica del sacramento, la fuente primera de su espiritualidad sacerdotal y confirmar la importancia del acontecimiento litúrgico-celebrativo para definir su espiritualidad.

En la nueva Oración de Ordenación, el presbítero es consagrado por el Espíritu para ser enviado. Aquí, como “in nuce”, está contenida toda su espiritualidad. Estos dos polos, ordenación y misión, sostienen todo su ser y actuar sacerdotal. El Padre, por el Espíritu, consagra y envía al Mesías y en Él y por Él, a los ministros de la Salvación[12]. Desde esta perspectiva vamos a analizar el momento celebrativo de la Ordenación de los Presbíteros. Al descubrir las notas esenciales de su “consagración” comprenderemos mejor su misión y ambas serán la fuente inagotable de vida según el Espíritu para los ministros ordenados.

Esta teología expresada en la nueva Oración evita así algunos términos de la tradición litúrgica anterior donde se concebía al presbiterado como poder y dignidad; ahora, al expresarlo en términos más bíblicos y apostólicos, los traduce en servicio y diaconía. Mientras en la Oración anterior las figuras eran todas del Antiguo Testamento, ahora el texto actual se centra más en las figuras del Nuevo Testamento, vinculándolas a Cristo. Tengo que advertir, sin embargo, que el texto de la Oración actual está más inspirado en Juan y en la Carta a los Hebreos que en la Tradición sinóptica y paulina.

Una de las grandes novedades, al concebir el ministerio presbiteral, es la unión entre culto y evangelización, sacerdocio y misión, expresada en el término único y nuevo de “sacerdocio apostólico”, que trata de zanjar la eterna polémica que pretendía reducir el ministerio presbiteral bien sólo a culto o bien sólo a evangelización. Es la primera vez que esta expresión aparece en un texto litúrgico. Aunque literalmente se refiera al sacerdocio de los Apóstoles, continuado en sus sucesores, los Obispos, y en el que participan los presbíteros, señala no sólo la dimensión sacerdotal del apostolado, sino también la dimensión apostólica del sacerdocio.

En la espiritualidad sacerdotal, si es vivida según el espíritu sacerdotal de Cristo, prolongado en nosotros los presbíteros, deben estar siempre unidas consagración y misión, liturgia y vida, apostolado y culto, ser y actuar sacerdotal.

Otra novedad importante es que, por vez primera en la tradición litúrgica del Rito Romano, se mencionan las funciones propias del ministerio presbiteral. Se habla del “ministerium verbi”, para designar el anuncio del Evangelio y la enseñanza de la fe católica; del “ministerium sacramentorum”, por el cual el presbítero recibe el encargo de administrar los sacramentos de la Iglesia y enumera el Bautismo, la Eucaristía, la Reconciliación y la Unción de los enfermos.

Sin embargo, para mí personalmente y por determinadas causas, que ahora no puedo detallar, una novedad que acojo y aplaudo plenamente, porque no había sido asumida en la primera reforma, aunque ya constaba en los documentos del Vaticano II y está presente en la tradición bíblica y litúrgica, es el “ministerium orationis”, “deprecator misericordiae Dei”, por el cual los sacerdotes ofrecen el “sacrificium laudis” y deben orar por la grey que se les ha confiado, a ejemplo de Cristo.

Nunca se ha hablado tan claro por parte de la Iglesia de este ministerio. Pero es que ahora se pone como fundamento de toda la liturgia y vida apostólica de la Iglesia, no solo de los sacerdotes sino de los mismos fieles. Por eso, qué razón tiene el Papa Juan Pablo II, en la Carta Apostólica NOVO MILLENNIO INEUNTE, cuando invitando a la Iglesia a que se renueve pastoralmente para cumplir mejor así la misión encomendada por Cristo, nos hace todo un tratado de vida apostólica, pero no de métodos y organigramas, donde expresamente nos dice “no hay una fórmula mágica que nos salva”, “el programa ya existe, no se trata de inventar uno nuevo”, sino porque nos habla de la base y el alma y el fundamento de todo apostolado cristiano, que hay que hacerlo desde Cristo, unidos a El por la santidad de vida, esencialmente fundada en la oración, en la Eucaristía.

Al final de la Oración se hace mención, también nueva en la tradición litúrgica, a la realidad escatológica del Reino de Dios. La misión del sacerdote se integra dentro de la tensión escatológica que dirige a todos los pueblos, congregados en Cristo, hacia la consumación del Reino. La oración, como he dicho, es un precioso himno al ministerio presbiteral, conciliando lo más genuino de la tradición litúrgica y la doctrina teológica actual. Es una auténtica síntesis de la teología del presbiterado en el corazón del sacramento, que celebra a Cristo Maestro y Pastor, Apóstol y Sumo Sacerdote, Señor Muerto y Resucitado.

Pasemos ya a examinar esta Oración de Ordenación del Presbítero, que nos presenta al sacerdote como presencia mistérica de Cristo, prolongación sacramental de su Misión en la Palabra, Sacramento, Oración y Pastoreo en la Caridad Apostólica.

Antes de pasar a analizar la Oración, quiero todavía dar algunos detalles más de carácter litúrgico. La primera Constitución que aprobó el Vaticano II fue la “Sacrosanctum Concilium” sobre la Sagrada Liturgia el 4 de diciembre de 1963. Fui testigo en Roma en razón de mis estudios universitarios. Y el primer libro publicado como fruto de la reforma fue el libro “De ordinatione diaconi, presbyteri et episcopi”[13]. Esta mención al título no es superflua. El hecho de que al poco tiempo de su publicación se inicie una revisión que culminó veintidós años después en una “editio typica altera”, 29 de junio de 1990, que es la que estamos estudiando, manifiesta el interés de la Iglesia por reflejar más adecuadamente en los libros litúrgicos su reflexión teológica sobre el sacramento del Orden.

Ya el mismo título de ambas refleja este avance teológico. Mientras el título en 1969 fue “De ordinatione diaconi, presbyteri et episcopi”, reflejando el modo de acceso a las Ordenes en la praxis habitual y tradicional de la Iglesia, ascendente y empleando el singular para las tres ordenaciones, la editio typica de 1990 se titula “De ordinatione episcopi, presbyterorum et diaconorum”, expresando un orden descendente y reflejando así las fuentes litúrgicas más antiguas de Oriente y Occidente y la Eclesiología expuesta en la Constitución Dogmática Lumen Gentium, en la que se parte del Episcopado para comprender mejor el sacramento del Orden. Se emplea el singular para el Obispo y el plural para los presbíteros y diáconos, porque el nuevo libro de Ordinatione quiere situarse en medio de las Iglesias locales en las que la ordenación de presbíteros y diáconos suele ser plural, mientras que la ordenación episcopal, si la hay, suele ser individual.

4.- ESPIRITUALIDAD DEL PRESBÍTERO EMANANTE DE LA ORACIÓN DE ORDENACIÓN

II

Hemos analizado la Oración en su composición externa; conviene ahora abordar el análisis de ciertos términos, que expresan los contenidos teológicos de la tradición litúrgica y de la reflexión teológica. El texto actual de la Oración de Ordenación mantiene gran parte de la antigua oración del Veronense, pero ha cambiado o asumido nueva terminología bíblica y litúrgica, que expresan aspectos nuevos de la espiritualidad presbiteral. Vamos a estudiar algunos de ellos.

4.1-. LOS TÉRMINOS MINISTER YMINISTERIO DE LA ORACIÓN, CONFIGURADORES DE LA ESPIRITUALIDAD PRESBITERAL

“... qui ad efformandum populum sacerdotalem... ministros Christi filii tui... disponis”.

La expresión “ministros de Cristo” es la primera nota de espiritualidad presbiteral que vamos a estudiar. “Minister” es un vocablo latino muy usado en la tradición litúrgica. Hoy día, ministro y ministerio evocan idea de grandeza. Sin embargo, en su origen no es así. Etimológicamente significa el que procura o da algo. Se opone a magister. El magister, del adverbio magis, es el superior que ejerce el magisterium ligado a la enseñanza y el minister, del adverbio minus, es el inferior que ejerce un servicio, un ministerium: es un servidor. El ministro es un subordinado, un ejecutor. Evoca la idea de subordinación al servicio de alguien. Su significado más preciso es el de servidor. El mismo Pablo se da a sí mismo este título de ministro de Dios (Rom 15,16), ministro de Cristo (Ef 3,7) y da este nombre a sus colaboradores en el ministerio.

A mediados del siglo III, en Roma y África, minister es sustituido en el vocabulario cristiano por diaconus, del griego diakonein: servir. Ya en la carta de Clemente aparece un giro que da la impresión de ser muy antiguo: epískopoi kai diákonoi que es traducido por episcopi et ministri, en latín. Y desde entonces empieza a usarse habitualmente diaconus como término técnico que sustituye a minister. Al ponerlo en la oración actual quiere renovar el sentido servicial del presbiterado huyendo un poco del extremo de poder o dignidad a que había llegado.

El presbítero debe ser considerado, pues, como un ministro elegido para un ministerio. Es un “servidor” elegido para un “servicio” que no puede transformarse en privilegio, honor o dignidad, sino un don y en una gracia. En el conjunto de todo el Ritual, el presbiterado sólo puede ser comprendido desde la clave del servicio. Se nos recuerda constantemente, en los versículos bíblicos tomados para las lecturas y antífonas, aquel claro mensaje de Cristo: “No he venido a ser servido sino a servir y dar la vida por todos” (Mc 10,45).

Los ministros de Cristo deben seguir los pasos del Maestro y vivir en esta dinámica constante del servicio; de tal forma que puedan presentarse ante el pueblo y exclamar como el Apóstol Pablo a los Corintios: “Somos siervos vuestros por Jesús” (2Cor 4,5). Esta es su misión y así se lo recuerda el Obispo cuando al final de la ordenación bendice a los nuevos presbíteros diciendo: «Que Dios os haga servidores y testigos en el mundo». Así lo testimonian las fuentes litúrgicas antiguas de la Iglesia y recientemente la reflexión teológica-litúrgica del Vaticano II acentuando la concepción y la misión del presbiterado desde la perspectiva servicial y no desde la de poder o privilegio.

4..2.- LOS TÉRMINOS “SACERDOTE Y APÓSTOL”.

El presbítero es un servidor de Cristo. Pero el texto de la Oración denomina a Cristo “Apostolus y Pontifex.” El título de apóstol referido a Cristo aparece una sola vez en el Nuevo Testamento, concretamente en la Carta a los Hebreos 3,1. En esta misma carta también es llamado Sumo Sacerdote: Hb. 1,1-4. Los evangelios y las cartas paulinas no aplican jamás el término sacerdote a Jesús ni a los discípulos. Jesús no pertenecía a una familia sacerdotal, ni siquiera era de la tribu de Leví, lo cual impedía que pudiera ser sacerdote. Sólo el autor de la Carta a los Hebreos aplica a Jesús estos títulos: siete veces el término sacerdote y diez veces el de Sumo Sacerdote.

La razón está en que la Carta se dirige a cristianos convertidos del Judaísmo, bien formados en la Antigua Alianza, tal vez sacerdotes. Ante la nueva situación que viven, añoran sus tradiciones y el esplendor del culto levítico del que eran ministros. Desengañados de la nueva fe, a la que todavía no comprenden del todo y desconcertados por las dificultades e incluso persecuciones, sienten la tentación de abandonarla. La Carta les anima a perseverar. Para ello contrapone la Antigua Alianza a la Nueva, subrayando la superioridad de esta última: contrapone el antiguo culto levítico a la figura de Cristo, Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec, superior al de Aarón, y su sacrificio único, que sustituye a todos los sacrificios ineficaces de la Antigua Alianza.

El autor necesita presentar a Cristo como sacerdote superior a todos los sacerdotes anteriormente existentes, no sólo como Sumo Sacerdote, sino único y Eterno Sacerdote.

El concepto sacerdote aplicado a Cristo está estrechamente vinculado al de Hijo. La oración nos recuerda que Cristo —el Hijo— ha sido enviado, es Apóstol del Padre: “Filium tuum in mundum misisti”.

La expresión Apostolus et Pontifex aplicada a Jesús es exclusiva de la Carta a los Hebreos y es la primera vez que aparece en un texto litúrgico de tal forma que su incorporación al texto de esta Prex Ordinationis constituye no sólo una novedad en la eucología de las ordenaciones, sino de la liturgia en general. Tan sólo se encuentran algunos testimonios de la tradición litúrgica que aplican a Jesucristo el término Pontífice o Sacerdote. El hecho de que haya un solo artículo para introducir estas dos palabras indica que esta expresión está concebida como un todo único en la que Apóstol va íntimamente relacionado con Sumo Sacerdote.

Cristo (Apóstol: anunciador del Padre; Sacerdote: santificador) hace partícipe de su misión a los Apóstoles y colaboradores, convirtiéndolos así en continuadores de su doble tarea de anuncio y santificación. Ambos aspectos son unificados en la original y novedosa expresión “apostolicum sacerdotium”, que ha sabido sintetizar magistralmente un denso contenido teológico. Este sacerdocio apostólico aparece como la misión de los obispos, sucesores de los Apóstoles, los cuales piden a Dios que les conceda unos ayudantes (adjutores) para realizarlo, como Dios concedió cooperadores (comites) a los Apóstoles. El presbítero, por tanto, es “apóstol” y “sacerdote”, que participa, por el sacramento del Orden y como cooperador necesario, en el sacerdocio apostólico encomendado a los obispos.

4.3.- .EL PRESBÍTERO COMO “COOPERADOR DEL OBISPO”.

Una de las afirmaciones más claras y precisas que acentúa la oración actual, a través de su terminología, tipología y estructura, es la concepción del presbítero como cooperador del Obispo. La gran novedad tipológica introducida es la referencia a los colaboradores de los Apóstoles, los cuales son presentados como tipo de los presbíteros respecto de los obispos. Esta tipología neotestamentaria es más adecuada que la veterotestamentaria para referirse a la cooperación que ejerce el ministerio presbiteral respecto al episcopal. La cooperación con el obispo supone una misión compartida y una ayuda necesaria. No es una cooperación entendida como mera delegación jurídica o una colaboración moral o una simple relación obedencial, sino que es una cooperación que se hace unión sacramental entre ambos.

Por el sacramento del Orden, los presbíteros están unidos a su obispo en íntima comunión sacramental, en un mismo sacerdocio, diversamente participado (PO 5,7),que hace de los presbíteros verdaderos hermanos y amigos de los obispos (LG 28). Esta particular relación de unión y dependencia entre ambos se manifiesta en el mismo diálogo entre obispo y ordenando durante la celebración del sacramento:

“¿Estáis dispuestos a desempeñar siempre el ministerio sacerdotal en el grado de presbíteros, como buenos colaboradores del orden episcopal, apacentando el rebaño del Señor y dejándoos guiar por el Espíritu Santo?”.

El interrogatorio insiste en el hecho de que el presbítero es colaborador del ministerio episcopal y signo de esta aceptación es el gesto ritual, con que termina todo el rito de ordenación: El obispo da el ósculo de la paz al neopresbítero, significando con ello la aceptación del nuevo cooperador en su ministerio episcopal, como así se expresa también en las Observaciones Previas:

“El Obispo con el beso de paz pone en cierto modo el sello a la acogida de sus nuevos colaboradores en su ministerio; los presbíteros saludan con el beso de paz a los ordenados para el común ministerio en su Orden” (n° 113).

Sólo desde esta cooperación y unión sacramental puede comprenderse el contenido de la expresión “secundi meriti munus”, pésimamente traducida en castellano, no así en otras lenguas, por “sacerdocio de segundo grado”. Con ella no se quiere reducir al presbítero a un simple grado eclesiástico o a un “secundario” y ocasional ministerio sino que su servicio consiste en su ser sacerdotal, que sólo puede ser realizado cooperando con el ministerio episcopal. Subyace en esta expresión un aspecto de gran importancia teológica en nuestro días: el ministerio presbiteral se comprende en cooperación y unión al ministerio episcopal y, por tanto, vinculado al servicio de una Iglesia local.

5.- Realizando el sacerdocio apostólico (in apostolico sacerdotio fungendo...)

La participación del presbítero en el sacerdocio y misión de Cristo mediante el ministerio apostólico, se orienta a la formación y santificación del Pueblo de Dios. La oración actual ha querido responder a las insistentes peticiones que durante años manifestaban el deseo de explicitar más claramente en qué consistía esta cooperación, en el ejercicio de la cual el presbítero debe conseguir su santificación especial.

5.1º.- PREDICAR EL EVANGELIO (PRAEDICATOR EVANGELII).

La primera función del presbítero es el anuncio del Evangelio, por eso es considerado como ministro de la Palabra. Para comprender mejor esta función hay que relacionarla con la segunda pregunta hecha por el obispo a los ordenandos en la Promesa de los elegidos:

“¿Realizaréis el ministerio de la Palabra, preparando la predicación y la exposición de la fe católica con dedicación y sabiduría?”.

Se especifica que el ministerium verbi del presbítero se concreta en la predicación del Evangelio y en la enseñanza de la fe católica. La predicación de la Palabra pertenece a la misma esencia del ministerio apostólico, porque fue un encargo confiado por el mismo Jesucristo a los Apóstoles y en ellos a toda la Iglesia: “Id por todo el mundo y proclamad el Evangelio a toda la creación” (Mc 16,15; Mt 28,19). Los presbíteros, como ministros de Jesucristo y partícipes de la misión apostólica, son heraldos, voceros y pregoneros del Evangelio, al servicio de los hombres (P.O. 2). La oración actual, apoyada en esta tradición bíblica y litúrgica, indica como deber primero del presbítero el anuncio del Evangelio a todos los hombres. Hay una referencia explícita al Espíritu Santo como autor de santificación para que se vea que esta tarea no es meramente humana.

En la homilía que el Obispo dirige a los candidatos al presbiterado, establece una conexión entre el ministerio de la Palabra y la vida del presbítero, parafraseando aquellas palabras de la oración “Deus sanctificationum omnium” de la antigua liturgia galicana: “Convierte en fe viva lo que lees, y lo que has hecho fe viva enséñalo, y cumple aquello que has enseñado”.

Dice así el Obispo: “Y vosotros, queridos hijos, que vais a ser ordenados presbíteros, debéis realizar, en la parte que os corresponde, la función de enseñar en nombre de Cristo, el Maestro. Transmitid a todos la Palabra de Dios que habéis recibido con alegría. Y al meditar en la ley del Señor procurad creer lo que leéis, enseñar lo que creéis y practicar lo que enseñáis”

Estas palabras son usadas también en la oración que acompaña a la entrega del Evangeliario en los ritos explicativos de la ordenación diaconal, cuando se dice: “Recibe el Evangelio de Cristo, del cual has sido constituido mensajero; convierte en fe viva lo que lees, y lo que has hecho fe viva enséñalo, y cumple aquello que has enseñado” (210).

a) El presbítero debe ser, por tanto, el primer creyente que lee, estudia y escucha esta Palabra6, para, viviéndola, poder testimoniarla con la propia vida. El presbítero es discípulo que escucha y cumple la Palabra. El presbítero corre el peligro de perder la condición de discípulo por la de maestro, al tener que presidir la asamblea. Su condición de discípulo y seguidor de la Palabra no es un requisito previo, como un título académico para ejercer una profesión. Es un elemento constitutivo del hombre de la Palabra. Ser transmisor de la Palabra incluye ser oyente. “Tamquam vobis ex hoc loco doctores sumus; sed sub illo uno magistro vobiscum condiscipuli sumus” (San Agustín, PL 47, 1669).

Me vienen ahora a la mente unos textos eucológicos de la misa de Santa María, discípula del Señor, en los que resuena en cierto modo la voz de Cristo, que, a la alabanza de aquella mujer anónima: “Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron”, respondió: “Mejor, dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen” (Lc 11,27-28). Dice así el prefacio:

“Cuya Madre, la gloriosa Virgen María, con razón es proclamada bienaventurada, porque mereció engendrar a tu Hijo en sus entrañas purísimas. Pero con mayor razón es proclamada aún más dichosa, porque, como discípula de la Palabra encarnada, buscó solícita tu voluntad y supo cumplirla fielmente”. Este prefacio es también como un eco de la frase de San Agustín al comentar aquel lugar del evangelio: “¿Quiénes son mis hermanos y mi madre…?” (Mc 3,33) «Ciertamente, cumplió Santa María, con toda perfección, la voluntad del Padre, y, por esto, es más importante su condición de discípula de Cristo que la de madre de Cristo, es más dichosa por ser discípula de Cristo que por ser madre de Cristo» (Sermo 25,7: PL 46,937).

b) Como hombre de la Palabra el presbítero tiene como antecesor al profeta: la Palabra de Dios le estremece, le puede y le agarra por dentro, le doblega y le pone a su servicio (Jer 15, 16; 20,7-9).

c) El presbítero es un testigo traspasado por la experiencia del acontecimiento de una palabra que se ha dirigido a él con tal instancia que no puede sino transmitirla con su voz y con su vida. El presbítero profundiza y contempla la Palabra de Dios. El estudio asiduo de la Escritura pertenece a su espiritualidad, puesto que de allí le ha de venir la fuerza vital que alimenta su fe y la de los suyos.

d) No es dueño sino servidor de la Palabra. Ello requiere ofrecerla íntegra y fielmente, sin ponerla al servicio de ninguna ideología ni plataforma de las propias ideas. Esto conlleva no pocas veces e inevitablemente la cruz del predicador, porque le hace tomar dolorida conciencia de su propia incoherencia, despierta frecuentemente agresividad en los destinatarios y es otras veces acogida con indiferencia.

El presbítero debe ser discípulo permanente a los pies del Maestro: lectio divina, meditatio, oratio et contemplatio, para poder ser profeta de su Espíritu y Palabra, testigo traspasado por la experiencia de Dios y del ministerium Verbi.

5.2º.- DISPENSADOR DE LOS MISTERIOS DE DIOS

      (DISPENSATOR MYSTERIORUM DEI).       

El obispo prosigue, en segundo lugar, pidiendo al Padre que los ordenandos sean fieles administradores de los misterios de Dios. La finalidad de este servicio está dirigida a la santificación del pueblo de Dios. Así lo recuerda el obispo cuando en la Promesa de los elegidos les pregunta a los candidatos:

“¿Estáis dispuestos a presidir con piedad y fielmente la celebración de los misterios, especialmente el sacrificio de la Eucaristía y el sacramento de la reconciliación, para alabanza de Dios y santificación del pueblo cristiano, según la tradición de la Iglesia?”

Aunque en esta pregunta sólo se indican dos de los sacramentos del ministerio presbiteral, la oración de ordenación amplía el número de ellos y menciona el bautismo, eucaristía, reconciliación y unción de los enfermos.

No podemos negar que el estudio de las fuentes litúrgicas revela que los ritos de la ordenación privilegian la misión litúrgico-sacramental y, en especial, la Eucaristía. Ello ha llevado consigo el inclinar hacia lo sacramental la misión presbiteral, prevaleciendo la dimensión sacerdotal y cultual sobre los demás ministerios. Así lo demuestra la tradición litúrgica oriental y occidental. El rito actual sigue concediendo un lugar privilegiado a la eucaristía, no sólo al mencionarla en la oración de ordenación, sino también en los ritos explicativos. Tanto la unción de las manos como la entrega del pan y del vino están relacionados con el sacrificio eucarístico. La oración que se dice al ungir las manos especifica que el presbítero es ungido para santificar al pueblo cristiano y ofrecer el sacrificio a Dios.

Mucho más explícita es la relación de la Eucaristía con el presbítero en la entrega del pan y del vino. Hay una clara alusión a la función de santificación y al sacrificio eucarístico en la oración que acompaña a esta entrega: “Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios. Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor”.

Es el único signo que se le entrega. Subyace en este rito la teología antigua, particularmente medieval, en la que se concedía con el presbiterado el poder de consagrar, acentuando casi exclusivamente el aspecto sacerdotal de su ministerio, aspecto significado también en las vestiduras sacerdotales con las que es revestido el nuevo presbítero. Y en las Observaciones Previas del Ritual, refiriéndose a la relación de este gesto con la eucaristía, se dice: “Este ministerio se declara más ampliamente por medio de otro signo... por la entrega del pan y del vino en sus manos, se indica el deber de presidir la celebración eucarística y de seguir a Cristo crucificado” (113).

La eucaristía es el “centro y culmen de toda la vida de la Iglesia”, “raíz y quicio de la comunidad cristiana”, “meta y culmen de todo apostolado”, en palabras del Vaticano II. La espiritualidad de la Eucaristía debe llenar toda la vida del presbítero, haciendo de su vida una ofrenda con Cristo agradable al Padre. En el ofertorio se ofrece al Padre con los signos del pan y del vino; en la consagración queda consagrado, queda expropiado, y, al salir al mundo, debe vivir esa consagración eucarística; ya no se pertenece.

Toda esta espiritualidad eucarístico-sacerdotal de víctima y ofrenda con Cristo al Padre está maravillosamente expresada en la última promesa que el Obispo pide al ordenando:

“¿Queréis uniros cada día más a Cristo, sumo Sacerdote, que por nosotros se ofreció al Padre como víctima santa, y con Él consagraros para la salvación de los hombres?”

Los elegidos responden: Sí, quiero, con la gracia de Dios.

La acción de gracias al Padre y la epíclesis del Espíritu Santo se centran en las palabras de Cristo que instituyen la Eucaristía. Todo lo que el Señor ha hecho en favor de los hombres, en la creación y en la historia de la salvación, está ahí significado y actualizado en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo, tras haber sido escuchadas las palabras de la institución. La invocación al Espíritu Santo para que realice las maravillas del Señor en la consagración del pan y del vino es escuchada con las palabras de la institución, que son promesa cierta que realizan los que significan, la presencia del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, la presencia real de la persona del Hijo crucificado y resucitado.

La presencia sacramental de Cristo es para la Iglesia el resumen de todas las maravillas de la creación y de la historia de la salvación; no se puede recibir en este mundo nada más grande y fuerte que el Cuerpo sacramental de Cristo, su presencia real con todas las riquezas de su Reino. Y como sólo se reciben estas realidades mistérica y sacramentalmente en la Misa, nosotros vivimos su esperanza y su espera con tensión y estímulo en la vida hacia la manifestación de Cristo y de su Reino en la gloria.

Pero la Iglesia peregrina ya reconoce en el misterio la presencia íntima de Cristo en el sacramento de su cuerpo y de su sangre, ya vive con alegría el reino que se esconde en ella, y puede, por tanto, aclamar a Cristo diciendo: “Este es el Misterio de la fe. Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!”[14].7

En tercer lugar, la Oración de Ordenación menciona el sacramento de la Reconciliación, que recibe toda la importancia en el rito actual de la liturgia romana, ya que antes no era mencionado y ahora se le recuerda tres veces. La primera, en el interrogatorio inicial; la segunda, en la plegaria de Ordenación; y la tercera, en la bendición final.

Al terminar con la expresión “aliviar a los enfermos” se menciona el sacramento de la Unción de Enfermos. La tradición litúrgica apenas habla de este sacramento en los textos eucológicos de la ordenación presbiteral, tan sólo es mencionado en el rito sirio-oriental.

El ministerio de los Sacramentos exige, pues, espiritualidad profunda en el que los administra, porque es Cristo quien bautiza, quien reconcilia, quien ofrece la Eucaristía..., por lo tanto debe ser signo claro y transparente de Cristo. Presta visibilidad y corporeidad a los gestos salvadores del Señor. Una prestación puramente externa, sin identificación e implicación interior, no recoge el alma de los gestos de Jesús. No se pueden hacer los gestos de Cristo sin el espíritu de Cristo. Ser símbolo de Cristo, especialmente en la Eucaristía, lleva a convertir la propia vida en “Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros...”. Simbolizar a Cristo en la Reconciliación comporta identificarse con la misericordia de Jesús y encarnarla en las actitudes propias. Representarlo en el Bautismo entraña comprometerse en ese gesto de Jesús de engendrar y reengendrar a la comunidad. En la dinámica de los sacramentos el sacerdote queda implicado hasta su misma raíz. Esta identificación con Cristo en la celebración sacramental hace del presbítero un buscador infatigable de Jesús en la oración y el seguimiento... Sólo un profundo hábito de meditar los misterios de Cristo, el esfuerzo por imitarle y la oración incesante permitirán al sacerdote ser símbolo viviente de Jesús.

5. 3º.- DEPRECATOR MISERICORDIAE DEI: IMPLORANTE DE LA MISERICORDIA DE DIOS.

La Oración de Ordenación pide en tercer lugar que los presbíteros imploren la misericordia de Dios por el pueblo a ellos encomendado y por todo el mundo[15]. Para comprender mejor su contenido hay que relacionarlo con la nueva pregunta que se ha añadido en la actual edición:

“¿Estáis dispuestos a invocar la misericordia divina con nosotros, en favor del pueblo que os sea encomendado, perseverando en el mandato de orar sin desfallecer?”

La tercera función necesaria del presbítero es ser orante. Al igual que los Apóstoles, a imitación del Maestro, el presbítero debe dedicarse asiduamente a la oración, tal como mandó el Señor (Hech 6,4). La oración del presbítero es una oración apostólica, porque es una misión encomendada sacramentalmente.

No se refiere exclusivamente al rezo de la Liturgia de las Horas, como aparece en la Homilía, sino que se trata de un principio amplio de la espiritualidad sacerdotal desarrollado por el Vaticano II: los presbíteros son hombres y maestros de oración[16].

Al ser constituidos sacramentalmente en pastores del Pueblo de Dios, oran al Padre por el pueblo a ellos encomendado y por todos los hombres. Es una función intercesora y pastoral, además de una misión encomendada por la Iglesia, que manifiesta su naturaleza orante. El presbítero ora en nombre de la Iglesia, por la Iglesia, con la Iglesia y en la Iglesia, haciendo de su oración una ofrenda de alabanza y acción de gracias a Dios Padre.

Es verdad que el sacerdote está al servicio de la Palabra y de la comunidad, pero es también, y sobre todo, hombre de oración y de contemplación, en comunión con Cristo sacerdote al que reproduce en su ofrenda y en su intercesión incesante por los hombres. Esta dimensión oracional del ministerio es esencial para vivir su identidad y espiritualidad sacerdotal.

No se puede afirmar más rotunda y claramente esta dimensión esencial en todo sacerdote mejor que lo hace Juan Pablo II en la NMI, dirigiéndose a toda la Iglesia[17].

N° 32.- Para esta pedagogía de la santidad es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración... Es preciso aprender a orar, como aprendiendo de nuevo este arte de los labios mismos del divino Maestro, como los primeros discípulos: “Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). En la plegaria se desarrolla ese diálogo con Cristo que nos convierte en sus íntimos: “Permaneced en mí como yo en vosotros” (Jn 15,4). Esta reciprocidad es el fundamento mismo, el alma de la vida cristiana y una condición para toda vida pastoral auténtica. Realizada en nosotros por el Espíritu Santo, nos abre, por Cristo y en Cristo, a la contemplación del rostro del Padre. Aprender esta lógica trinitaria de la oración cristiana, viviéndola plenamente ante todo en la liturgia, cumbre y fuente de la vida eclesial (cf Sacrosanctum Concilium 10), pero también de la experiencia personal, es el secreto de un cristianismo realmente vital, que no tiene motivos para temer el futuro, porque vuelve continuamente a las fuentes y se regenera en ellas.

Nº 33.- Sí, queridos hermanos y hermanas, nuestras comunidades cristianas tiene que llegar a ser auténticas “escuelas de oración”, donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el “arrebato del corazón”. Una oración intensa, pues, que sin embargo no aparte del compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de Dios, lo abre también al amor de los hermanos, y nos hace capaces de construir la historia según el designio de Dios.

Pero se equivoca quien piense que el común de los cristianos se puede conformar con una oración superficial, incapaz de llenar su vida. Especialmente ante tantos modos en que el mundo de hoy pone a prueba la fe, no sólo serían cristianos mediocres, sino “cristianos con riesgo”. En efecto, correrían el riesgo insidioso de que su fe se debilitara progresivamente, y quizás acabarían por ceder a la seducción de los sucedáneos, acogiendo propuestas religiosas alternativas y transigiendo incluso con formas extravagantes de superstición. Hace falta, pues, que la educación en la oración se convierta de alguna manera en un punto determinante de toda programación pastoral. Cuánto ayudaría que no sólo en las comunidades religiosas, sino también en las parroquiales, nos esforzáramos más, para que todo el ambiente espiritual estuviera marcado por la oración”.

Sería interesante hablar largamente del sacerdote como gran intercesor. Es un motivo que da inmenso valor a toda la liturgia que vivimos y la sostiene en su fatiga. Muchas veces me pregunto: ¿cómo puede un sacerdote o un obispo ser verdaderamente intercesor por las muchísimas personas que le confían sus intenciones, por las muchísimas causas ante las cuales debería estar como Moisés orando en la cima del monte? (cfr. Ex 32,11).

Como sacerdote, quisiera recordar en mi oración, al Papa, a todos los obispos, a los diáconos, a los consagrados y consagradas, uno a uno, a todos los seminaristas, a todos los fieles, a todos los que se encomiendan a mis oraciones, a todas las comunidades parroquiales, a los pecadores, a las personas que sufren, a las personas que están buscando, al mundo entero; ¿cómo hacerlo? Me consuela entonces el espléndido texto de San Pablo: “Asimismo el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, pues nosotros no sabemos orar como es debido, y es el mismo Espíritu el que intercede por nosotros con gemidos inefables. Por su parte, Dios, que examina los corazones, conoce el sentir de ese Espíritu, que intercede por los creyentes según su voluntad” (Rom 8,26-27).

Confiándome al Espíritu, me abandono al ritmo de la Liturgia de las Horas, así como al dinamismo poderoso de la liturgia eucarística, pensando en tantas personas por las que quisiera orar, porque sé que el Espíritu está activo en cada una de ellas y sé que Cristo resucitado pronuncia sus nombres dentro de mí y así intercedo por mi pueblo según los designios de Dios.

Los santos vivieron con singular intensidad esta mediación intercesora, identificándose totalmente con los sentimientos de Cristo. Valga como ejemplo este maravilloso texto de San Juan de Ávila:

“El sacerdote en el altar representa, en la misa, a Jesucristo Nuestro Señor, principal sacerdote y fuente de nuestro sacerdocio; y es mucha razón que quien le imita en el oficio lo imite en los gemidos, oración y lágrimas, que en la misma que celebró el Viernes Santo en la cruz, en el monte Calvario, derramó por los pecados del mundo: “Et exauditus est pro sua reverentia”, como dice San Pablo. En este espejo sacerdotal se ha de mirar el sacerdote, para conformarse en los deseos y oración con Él; y, ofreciéndolo delante del acatamiento del Padre por los pecados y remedio del mundo, ofrecerse también a sí mismo, hacienda, honra y la misma vida, por sí y por todo el mundo; y de esta manera será oído, según su medida y semejanza con Él, en la oración y gemidos” (Tratado del Sacerdocio).

La identidad fundamental del sacerdote católico radica básicamente en haber sido elegido por Dios y por la Iglesia para entregar su vida a la comunión con Cristo, sacerdote e intercesor, primero, mediante el sacrificio eucarístico; luego, con la liturgia de las Horas y la oración contemplativa; para servir a Cristo profeta proclamando y enseñando la palabra de Dios; para reunir la comunidad eclesial en nombre de Cristo Pastor por la fuerza del Espíritu Santo. Cuando el carácter sacerdotal del presbítero mantiene el equilibrio de las tres funciones esenciales de su ministerio, su espiritualidad lo define y marca específicamente como hombre del sacrificio eucarístico, de la oración litúrgica y contemplativa.

En el memorial del sacrificio, el sacerdote recuerda la pasión y la resurrección del Señor, presenta al Padre el único sacrificio del Hijo como oración por excelencia; tan es así, que la Iglesia no puede dar verdaderamente gracias ni interceder si no es por medio de Jesucristo crucificado y resucitado, Único y Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza. Por eso la santa Misa es fundamentalmente PLEGARIA EUCARÍSTICA.

“El sacerdocio perfecto y definitivo de Cristo se consuma, pues, en dos momentos: en el sacrificio de la cruz, ofrenda total de sí mismo, y en la intercesión en el cielo, memorial perpetuo de su sacrificio por la salvación y santificación de los hombres; el sacerdocio cristiano, en comunión con Cristo, es un compromiso a sacrificar toda la vida y a interceder fervientemente por los hombres. Tanto en la oración como en la vida el cristiano ofrece su cuerpo en sacrificio vivo y santo. Los sacerdotes son signos e instrumentos del sacerdocio único y perfecto de Cristo al servicio de sus hermanos, que llega hasta el sacrificio generoso de toda su vida, y también en su oración de intercesión, que pone ante Dios a todos los que le han sido confiados para que se salven y santifiquen.

Juan atribuye a cada uno de los episodios de la crucifixión un profundo significado teológico. Para él, Cristo consuma en la cruz el sacrificio del cordero pascual, con cuya sangre había marcado las puertas de las casas de los israelitas para liberarlos. Cristo es el nuevo y definitivo Cordero Pascual, cuya sangre liberará a los hombres. Juan dice que fue crucificado el día de la preparación de la Pascua, es decir, el día en que se prepara la cena pascual, que debe celebrarse tras la puesta del sol. Jesús se inmolará en la cruz en el preciso momento en que el cordero pascual era inmolado en el templo para la cena litúrgica de la Pascua. Cristo ejerce su ministerio de pastor entregándose al sacrificio, como el cordero pascual que quita el pecado del mundo. Su ministerio es esencialmente sacrificio y servicio.

Pilatos hace que se ponga un letrero en la cruz: “Jesús de Nazaret, el rey de los judíos” (Jn 19,19). Sin saberlo se convierte en instrumento de la palabra divina. A quien ya ha presentado como “hombre” y luego como “rey” lo presenta ahora en el letrero en su humanidad y en su realeza.

El ministerio real de Cristo solo puede fundarse en la humillación, en el sufrimiento, en el sacrificio de la pasión y de la cruz. Es el Mesías-Rey sólo porque es Siervo sufriente; sólo es Pastor porque se inmola como Cordero Pascual.

En otro episodio de su crucifixión (Jn 19,23), se presenta a Jesús en su ministerio sacerdotal. La alusión a la túnica sin costura, que los soldados sortean, sugiere la túnica del sumo sacerdote judío, que no debía tener costura. Con este detalle de vestuario, el evangelista presenta a Cristo como el verdadero y definitivo sumo Sacerdote del pueblo, que realiza la expiación perfecta y perenne. En la cruz, Cristo es el Sumo Sacerdote eterno que se ofrece como Cordero Pascual. Sacerdocio y sacrificio son una sola y única realidad.

Cristo cumple así las profecías; es a la vez Cordero, Rey y Sumo Sacerdote. En el sacrificio de la cruz reúne su ministerio profético, su ministerio sacerdotal y su ministerio real. Como profeta perfecto consuma la palabra divina inmolándose en un sacrificio definitivo, siendo a la vez sacerdote eterno y víctima redentora; entregando su vida como Cordero Pascual, basa su autoridad real de Pastor. En la cruz Cristo es al mismo tiempo Profeta fiel, sacerdote sacrificado y Rey obediente. El ministerio de la Iglesia sólo es auténtico cuando es signo e instrumento de este Profeta, de este Sacerdote y de este Rey crucificado y resucitado[18]. La doctrina de la participación del ministerio eclesial en el de Cristo Profeta, Sacerdote y Rey, crucificado y resucitado, la ha manifestado con claridad el Concilio Vaticano II: “Mas como Jesús, después de haber padecido muerte de cruz por los hombres, resucitó, se presentó por ello constituido en Señor, Cristo y Sacerdote para siempre (cf. Hch 2,36; Heb 5,6; 7,17-21) y derramó sobre sus discípulos el espíritu prometido por el Padre” (cf. Hch 2, 33)[19]. “Porque los presbíteros, por la sagrada ordenación y misión que reciben de los obispos, son promovidos para servir a Cristo, Maestro, Sacerdote y Rey, de cuyo ministerio participan, por el que la Iglesia se edifica incesantemente aquí en la tierra, como pueblo de Dios, cuerpo de Cristo y templo del Espíritu Santo”[20].

5 .4º.- LA ORACIÓN SACERDOTAL DE JESÚS EN LA ÚLTIMA CENA.

El Evangelio de Juan nos transmite la extensa oración de Jesús llamada con acierto “oración sacerdotal.” En ella Jesús aparece como el Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza, en la función propia del gran sacerdote de la Antigua Alianza. Este entraba en el “Santo de los Santos” del templo, lugar de la presencia misteriosa del Señor, hacía la aspersión con la sangre del sacrificio por los pecados, orando por él mismo, por los sacerdotes y por todo el pueblo, y una sola vez al año pronunciaba el nombre impronunciable del “Yo soy el que soy”.

En la plegaria sacerdotal, Cristo se pone en presencia del Padre y le pide que le glorifique “con la gloria que ya compartía contigo antes de que el mundo existiera” (Jn 17,5). En efecto, “la hora” ha llegado, la hora de la cruz, de la resurrección y del retorno a la gloria del Padre, la hora de la entrada en el “Santo de los Santos”, lugar de la gloria por la intercesión del Sumo Sacerdote (cfr Jn 17,1-5).

Después de haber orado por Él, Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza, Jesús ora por los que el Padre ha elegido y le ha confiado, los discípulos del primer momento, los apóstoles, sacerdotes de la Nueva Alianza, a quienes les ha revelado el Nombre de Dios, el misterio de la vida trinitaria. Y esta revelación le ha llevado a reconocer de verdad que Cristo Jesús ha salido de Dios y han creído que Dios lo ha enviado (Jn 17,8). Jesús ora por los apóstoles, no por el mundo; su oración sacerdotal se centra en los que son sacerdotes con Él, porque el Padre se los ha confiado; esos sacerdotes son de Dios y se le han dado a Cristo porque el Padre y el Hijo tienen todo en común. Y Jesús, el Cristo, es glorificado en los Apóstoles, que continúan su misión en el mundo (Jn 17,9ss). El Hijo vuelve al Padre y deja en el mundo a los suyos; y pide que el Padre les mantenga en su nombre, en comunión con Él, en la verdad de su Palabra, para que sean una sola cosa como la Trinidad. (Jn 17,11) Ahora el Hijo se va al Padre, pero estando todavía en el mundo comienza ya su ministerio de intercesión: ora largamente en la Última Cena para que los apóstoles “tengan la plenitud de mi alegría.” (Jn 17,13).

La oración se vuelve luego invocación para que el Padre consagre a los apóstoles: “Conságralos en la verdad. Tu Palabra es la verdad. Yo los he enviado al mundo como tú me enviaste a mí. Por ellos yo me consagro enteramente a tí para que ellos se consagren enteramente a ti por medios de la verdad” (Jn l7,l7-19). El verbo “consagrar”: «Hagiazein», que aquí se repite tres veces, tiene otros significados complementarios: separar para Dios, consagrar a Dios, ofrecer en sacrificio a Dios, santificar.

Jesús pide al Padre que consagre a los apóstoles por la Palabra de la Verdad: que pronuncie sobre ellos su nombre para consagrarlos al servicio, al ministerio de la Palabra, al sacerdocio de la Nueva Alianza. Cristo ya los ha enviado como misioneros al mundo para que continúen su misión de enviado del Padre. Y Jesús se ofrece en sacrificio por ellos, los ofrece al Padre como un bien adquirido en su ministerio, para que sean santificados por la verdad de la palabra de Dios, para que sean una ofrenda santificada por el Espíritu Santo (Rom 15,16).

Igual que en el día de la expiación el sumo sacerdote oraba por la santificación de los sacerdotes asociados a su ministerio, también Cristo intercede por los sacerdotes de la Nueva Alianza y pide al Padre que los consagre para que, como Él, sean enviados a llevar al mundo la palabra de la verdad: “Pero no te ruego solamente por ellos, sino también por todos los que creerán en mí por medio de su palabra” (Jn 17,20-26). Después de haber orado por Él, y por su vuelta al Padre y de haber pedido para los apóstoles, sacerdotes de la Nueva Alianza, su consagración en la Palabra de la verdad (Jn l7,6-19), Jesús, como gran sacerdote, ora por todo el pueblo de Dios. Y lo que pide fundamentalmente es la unidad de todos los miembros del pueblo de Dios, la unidad de la Iglesia, para que sea signo de la comunión trinitaria en el mundo y de este modo el mundo crea en la encarnación y en el amor de Dios a todos los hombres (Jn  17,23).

Ésta es la misma idea que contiene la Carta a los Hebreos. A quienes tienen nostalgia del antiguo culto levítico, que quizás fueron sacerdotes judíos, buenos conocedores de la liturgia, el apóstol Pablo quiere consolarlos con la certeza de que el nuevo sacerdocio de Cristo, Apóstol y Sumo Sacerdote de la fe que profesamos (Hb 3,l) es superior al antiguo y es definitivo[21]. “Nadie puede arrogarse esta dignidad del sacerdocio sino aquel al que Dios llama, como ocurrió en el caso de Aarón. Así también Cristo no se apropió de la gloria de ser sacerdote, sino que Dios mismo le había dicho: “Tu eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec” (Hb 5,4ss).El sacerdocio según el orden de Melquisedec es superior al sacerdocio levítico porque viene directamente de Dios. Cristo ofreció en la cruz el sacrificio de su sufrimiento por la salvación de los que creen y hace memoria de ellos ante el Padre, en el “Santo de los Santos celeste”, donde intercede para siempre por nosotros (Cfr. Hb 9,12.24). Como el sumo sacerdote el día de la expiación, Él también traspasó el velo del templo para llevar allí la memoria de su sacrificio como intercesión perpetua, fundada en la redención eterna que nos ha conseguido (Hb 9,11ss).

El sacerdocio de Cristo es, pues, único e inmutable. Él es el “ministro” (leitourgós) del santuario y de la verdadera tienda de la presencia erigida por el Señor, y no por el hombre (Hb 8,2). Él ofreció un único sacrifico entregando su sangre de una vez por todas para salvar a los que creen en Él. Ya no es preciso, pues, ofrecer los sacrificios de la Antigua Alianza, porque han sido asumidos y consumados en el único sacrificio de la cruz. Solo queda, por tanto, el memorial perpetuo del único sacrificio que Cristo ofrece al Padre por nosotros (Hb 9,24).

Por consiguiente, es imposible que haya un sacerdocio que no sea participación del único sacerdocio de Cristo. Sólo cabe la ofrenda cuando se participa en el único sacrificio de Cristo. No hay más mediación que el memorial de esta única ofrenda consumada ante el rostro del Padre por la intercesión de Cristo. Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía se une a Cristo, su Sumo Sacerdote; realiza el memorial de la cruz y está en comunión con el memorial que ofrece el Resucitado, siempre vivo para interceder por nosotros.

El sacerdote de la Nueva Alianza, pues, ministro del único sacerdocio de Cristo, realiza el memorial de su único sacrificio e intercede junto con nuestro Sumo Sacerdote, que presenta al Padre el memorial perpetuo de la cruz para nuestra salvación eterna”[22].

“Este vínculo entre sacerdocio ministerial y sacerdocio eucarístico es un elemento permanente de la tradición de la Iglesia. La Reforma protestante lo minimizó o contestó fundándose en una peculiar interpretación del Nuevo Testamento. Quizá el diálogo ecuménico se ha puesto de parte de esta contestación. De hecho algunos exegetas modernos, que reducen su interpretación a los textos del Nuevo Testamento parecen apoyar una concepción no sacerdotal del ministerio cristiano”[23]. “El sacerdote y el laico se distinguen no porque el primero sea espiritual o moralmente superior al segundo, sino por la llamada que Dios les ha hecho, por los carismas de Espíritu Santo que los ha configurado a Cristo y preparado para sus funciones específicas en la Iglesia: unos como profetas de la Palabra, sacerdotes de la Eucaristía y pastores de la Iglesia; los otros, como testigos del Evangelio en el mundo, como “piedras vivas vais construyendo un templo espiritual dedicado a un sacerdocio santo, para ofrecer por medio de Jesucristo sacrificios espirituales agradables a Dios”, como sacerdocio real” (lPe 2,5,9).

La diferencia entre el sacerdocio ministerial de los sacerdotes y el sacerdocio real de los fieles no es sólo una diferencia de grado en la estructura de la Iglesia, sino una diferencia esencial en relación con Dios, una diferencia en su configuración con Cristo, una diferencia en los carismas del Espíritu Santo para el servicio en la Iglesia. A esta diferencia la tradición la ha llamado “carácter”, sello indeleble que marca profundamente y que lleva consigo los frutos del Espíritu.

Hay un carácter bautismal que tiene todo cristiano por el bautismo y la confirmación y que le convierte en fiel testigo de Cristo hasta el sacrificio, en un fiel adorador del Dios vivo, en un miembro activo de la Iglesia; y hay también un carácter sacerdotal que recibe el sacerdote al ser ordenado por el obispo, que le configura con Cristo Profeta, Sacerdote y Pastor, para llevar a cabo una misión y prestar un servicio en la Iglesia y que le otorga una espiritualidad específica en su comunión con Cristo.

El sacramento del orden configura al sacerdote con la persona de Cristo Profeta, Sacerdote y Pastor. La ordenación sacerdotal, mediante la imposición de las manos del obispo, crea una “ligazón ontológica específica que une al sacerdote con Cristo, Sumo Sacerdote y Buen Pastor” (PDV 11).

Esta configuración ontológica es de naturaleza trinitaria: “es en el misterio de la Iglesia, como misterio de comunión cristiana en tensión misionera, donde se manifiesta toda la identidad cristiana, y por tanto, también, la identidad específica del sacerdote y de su ministerio. En efecto, el presbítero, en virtud de la consagración que recibe con el sacramento del orden, es enviado por el Padre, por medio de Jesucristo, con el cual, como Cabeza y Pastor de su pueblo se configura de un modo especial para vivir y actuar con la fuerza del Espíritu Santo al servicio de la Iglesia y por la salvación del mundo”(PDV 12).

La verdadera identidad del sacerdote reside en que participa específicamente del sacerdocio de Cristo, en que es una prolongación del mismo Cristo, Sumo y Único Sacerdote de la Nueva y Eterna Alianza: el sacerdote es una imagen viva y nítida de Cristo sacerdote, “una representación sacramental de Jesucristo, Cabeza y Pastor” (PDV 12-15).

Por tanto los ministros son embajadores de Cristo, como si Dios nos exhortase por medio de ellos: “En nombre de Cristo os suplicamos: reconciliaos con Dios” (2Cor 5,18-20). El ministerio tiene por tanto carácter sacramental; no es la palabra de alguien que llama a reconciliarse, sino que es Dios mismo el que, en Cristo y por la palabra del ministro, reconcilia a los hombres con Él: “Mediante la consagración sacramental, el sacerdote se configura con Jesucristo, en cuanto Cabeza y Pastor de la Iglesia, y recibe como don una “potestad espiritual” que es participación de la autoridad por la cual Jesucristo, mediante su Espíritu, guía la Iglesia”(PDV 21).

El sacerdote, pues, representa a Cristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia; se sitúa, por tanto, en la Iglesia y antela Iglesia. Es un signo de trascendencia y libertad de la Palabra ante la comunidad eclesial. Proclama la Palabra de Dios en la Iglesia y ante la Iglesia y representa la libertad de Cristo, no la personal. Así pues, por su naturaleza y por su misión sacramental, el sacerdote es signo del primado absoluto y de la total gratuidad de la gracia que el resucitado dona a la Iglesia. A través del sacerdocio ministerial, la Iglesia es consciente de que no es sino fruto de la gracia de Cristo en el Espíritu Santo.

“Los apóstoles y sus sucesores, revestidos de una autoridad que reciben de Cristo Cabeza y Pastor, han sido puestos, con su ministerio, al frente de la Iglesia, como prolongación visible y signo sacramental de Cristo que también está al frente de la Iglesia y del mundo, como origen permanente y siempre nuevo de la salvación, Él, que es “el Salvador del Cuerpo” (Ef 5, 23).

“El profesor A. Gounelle ha afirmado que, para la Reforma, la tarea principal del ministerio es anunciar el Evangelio, predicarlo y explicarlo, sin ninguna connotación sacrificial. Este es un punto muy importante en la diferencia entre católicos y protestantes sobre la doctrina del ministerio. Para la Iglesia católica, el sacerdote (obispo o presbítero) tiene un carácter sacerdotal que se ejerce principalmente en la Eucaristía, mientras que para las tradiciones protestantes el ministro ordenado no tiene en absoluto esta propiedad ni esta función sacerdotal, participando solamente en el munus profético y pastoral de Cristo mediante la proclamación de la Palabra y la dirección de la comunidad eclesial...”[24]

“En su función sacerdotal de oración, el sacerdote en la comunidad es un signo de Cristo, Sumo sacerdote e intercesor. Lleva ante el Padre, por medio del Hijo y en comunión con los santos reunidos por el Espíritu, la alabanza y la súplica por las personas de que es responsable, sean o no cristianas.

La figura del sumo sacerdote de la Antigua Alianza puede iluminar la función sacerdotal de la oración: “Cada vez que entre en el santuario, Aarón llevará sobre su pecho, en el hosen de la decisión, el nombre de los hijos de Israel, como memorial eterno ante el Señor” (Ex 28,29).

El hosen (pectoral) estaba adornado con doce piedras esculpidas a modo de sellos, y cada una tenía el nombre de una de las doce tribus del pueblo de Israel. Así, cuando el sumo sacerdote entraba en el santuario, llevaba en su corazón una piedra por cada tribu, que ponía ante el Señor esperando su bendición. He aquí un precioso símbolo de la intercesión sacerdotal. Es verdad que sólo Cristo ha realizado la acción del sumo sacerdote de entrar en el santuario del cielo para presentar al Padre la intercesión perpetua que es su sacrificio único; pero en la Iglesia los sacerdotes son los signos de Cristo intercesor, y unidos a su sacerdocio participan de este sacerdocio de oración y de intercesión por los miembros del pueblo de Dios y por los hombres que les han sido confiados.

Por lo tanto se les puede aplicar indirectamente por medio de Cristo la imagen del sumo sacerdote que lleva sobre sus hombros las pesadas piedras esculpidas con el nombre de los hijos de Israel como memorial ante el Señor, una oración que pide al Señor que se acuerde de sus fieles.

Cuando reza el oficio litúrgico, el ministro jamás está solo. Si le es imposible celebrarlo en comunidad, su alabanza, su intercesión y su meditación se hacen en nombre de todos y por todos; y aquí reside el cometido más alto de su ministerio, que es dar voz y corazón a la aspiración consciente de la Iglesia ante su Señor, a la aspiración consciente de la creación ante su Creador. Los salmos son una parte importante de este oficio. En comunión con Cristo, que también los rezó, el ministro expresa la alabanza de las criaturas y de la Iglesia; se pone en lugar de los que sufren en su cuerpo o en su alma para expresar con ellos su súplica.

La gran diversidad espiritual de los salmos logra que el ministro pueda hacerse todo para todos en su oración sacerdotal. Siempre han sido una parte esencial del oficio, porque permiten rezar como nadie sabría hacerlo. Sin ellos, la oración sería demasiado individualista e interesada; con ellos el corazón se ensancha para que quepa en él todo el mundo, todas las necesidades de los hombres y sobre todo el amor de Cristo, que rezó por ellos y les dio sentido definitivo con su muerte y resurrección.

En una época en que el sacerdocio ministerial tiene que renovarse en lo que tiene de específico y tiene que adaptarse santamente a las circunstancias del mundo moderno, el oficio supone para los sacerdotes un refrigerio para su vida interior que les ayuda a profundizar en su acción ministerial”[25].

La celebración eucarística es, pues, el compendio de todo el ministerio del sacerdote: servicio de la Palabra, servicio de la presencia de Cristo, servicio de la autoridad del Espíritu. En su preparación diaria para celebrar la Eucaristía, el sacerdote puede decir con el salmista:

“Tú, Señor, eres mi copa y el lote de mi heredad,

mi destino está en tus manos.

Me ha tocado un lote delicioso,

¡qué hermosa es mi heredad!..

Me enseñarás la senda de la vida

me llenará de gozo en tu presencia,

de felicidad eterna a tu derecha” (Salmo 5,5ss).

5.5º.- TODA LA VIDA DE ORACIÓN DEL SACERDOTE TIENE SU FUENTE, SU LUZ Y SU FUERZA EN LA OFRENDA DE LA EUCARISTÍA[26].

Todos estos aspectos de la oración como apostolado, entrega, amor... están espléndidamente expresados en el Responsorio breve de las II Vísperas del Común de Pastores, que reza así: “Éste es el que ama a sus hermanos: el que ora mucho por su pueblo: el que entregó su vida por sus hermanos... el que ora mucho por su pueblo”.

AUSENCIA: Causa cierta sorpresa, al analizar la actual Oración de Ordenación presbiteral no encontrar una clara referencia al ministerio de gobierno, al pastoreo, a la guía del pueblo de Dios como manifestación más explícita del triple munus propio del ministerio episcopal, del cual, en obediencia al Obispo, participa el presbítero, tal como aparece en la tradición litúrgica y la teología actual de la Iglesia, expresada con claridad por el Vaticano II.

Aunque se perciben algunas referencias indirectas en la tipología que se presenta, no se menciona expresamente al especificar las funciones propias del ministerio presbiteral como sí lo hacen las Observaciones Generales Previas, en la homilía o en la Promesa de los elegidos, cuando el Obispo pregunta al candidato si está dispuesto a cooperar con el obispo “apacentando el rebaño del Señor”.

6.-  “AD EFFORMANDUM POPULUM SACERDOTALEM”

En el texto de la oración de ordenación de los presbíteros, el ministerium verbi y el ministerium sacramentorum unido al ministerium orationis, propios del ministerio presbiteral, tienen como finalidad la formación del Pueblo de Dios.

Una vez que hemos visto la dimensión constitutivo- existencial del presbítero y las funciones por las que se realiza ministerialmente, vamos a ver ahora la finalidad que Dios pretende conseguir mediante la colaboración de sus presbíteros: la formación de un pueblo sacerdotal.

6.1º.- UN PUEBLO SACERDOTAL.

La Iglesia es concebida como pueblo de Dios (LG 9). Todo este pueblo único de Dios es un pueblo sacerdotal (1Pe 2,9). Cristo, Señor y Pontífice, tomado de entre los hombres, hizo de su pueblo un reino de sacerdotes para Dios Padre (Hb 5,1-3; Ap 1,6; 5,10). Es un pueblo sacerdotal porque todos sus miembros participan del sacerdocio de Cristo por el Bautismo, formando un pueblo sacerdotal y una nación santa.

El Espíritu Santo suscita en su Iglesia diversidad de carismas y ministerios dirigidos al servicio de Dios y del pueblo sacerdotal. Entre éstos está el sacerdocio apostólico o ministerial que es un servicio para formar, dirigir, animar y unificar el pueblo sacerdotal. Este sacerdocio, por el Sacramento del Orden, participa del triple munus de Cristo para animar el sacerdocio común o bautismal. Este sacerdocio apostólico es propio de los presbíteros en colaboración con el Obispo.

El sacerdocio ministerial sólo tiene sentido en relación al sacerdocio común de los fieles y ambos son esenciales en la Iglesia. El presbítero surge y nace en un contexto eclesial creando un vínculo sacramental entre el presbítero y la Iglesia, concretada en su Iglesia Local. No sólo nace sino que se realiza en y para edificar la Iglesia, pueblo sacerdotal. En el rito de Ordenación es la Iglesia local la que hace la petición al Obispo local para que le ordene sacerdote; el candidato es un miembro de la Iglesia local y se le ordena un servicio en esa Iglesia. Es presbítero en la Iglesia, pertenece a ella.

“Es necesario que el sacerdote tenga la conciencia de que su «estar en una Iglesia particular» constituye, por su propia naturaleza, un elemento calificativo para vivir una espiritualidad cristiana. Por ello, el presbítero encuentra precisamente en su pertenencia y dedicación a la Iglesia particular una fuente de significados, de criterios de discernimiento y de acción, que configuran tanto su misión pastoral como su vida espiritual” (PDV 31).

6. 2º.- FORTALECIDO POR EL ESPÍRITU DE SANTIDAD.

El Espíritu de Cristo es la fuerza dinamizadora que fortalece al presbítero con su presencia para realizar su ministerio. El nuevo Ritual de Órdenes concede una importancia especial al Espíritu Santo. Así lo atestiguan las referencias teológicas, tanto en las Observaciones Generales Previas como en los gestos y eucología de la celebración litúrgica de este sacramento, especialmente en el gesto de la imposición de las manos y la oración de ordenación.

La ordenación sagrada se confiere por la imposición de las manos del Obispo y la Plegaria con la que bendice a Dios e invoca el don del Espíritu Santo, para el cumplimiento del ministerio. Pues, por la tradición, principalmente expresada en los ritos litúrgicos y en la práctica de la Iglesia tanto de Oriente como de Occidente, está claro que, por la imposición de las manos y la Plegaria de la Ordenación, se confiere el don del Espíritu Santo y se imprime el carácter sagrado, de tal manera que los Obispos, presbíteros y los diáconos, cada uno a su modo, quedan configurados con Cristo(OGP 6).

Por el sacramento del Orden, Dios renueva en el presbítero el Espíritu de Santidad, que hace santa su vida, garantiza la Comunión con Dios, renueva su interior y le fortalece para santificarse y poder santificar, formando a Cristo Cabeza y Pastor en su ser y existir como lo hizo en el seno de María. El Espíritu Santo es el principio dinámico y vitalizador del ministerio presbiteral y sólo con su gracia fructifica el anuncio del Evangelio en el corazón de los hombres. Los sacramentos manifiestan, en sus gestos y palabras, la presencia y la acción salvadora de Cristo por el Espíritu Santo.

El Espíritu Santo, que actúa y se da en el Sacramento del Orden, es origen configurador, fuente y llamada que capacita, dinamiza la santidad presbiteral y apostólica, que nace y se desarrolla por el Sacramento del Orden. Por eso, el sacerdote es y debe ser “hombre de Espíritu”, recibido por la imposición de las manos y llamado a santificar y santificarse.

6. 3º.- HACIA LA CONSUMACIÓN DEL REINO.

La finalidad del ministerio presbiteral es formar un pueblo sacerdotal, que se transformará en un único pueblo que llegará a la plenitud en el Reino de Dios. La Iglesia tiene como fin dilatar y extender el Reino Dios aquí en la tierra hasta el final de los tiempos. Este Reino de Dios es el punto final de toda la Historia de la Salvación. Cristo, después de congregar todas las naciones, sometida la creación entera y recapituladas todas las cosas en Él, entregará a Dios Padre “un reino eterno y universal”, como proclama el Prefacio propio de la Solemnidad de Jesucristo Rey del Universo: “Porque consagraste Sacerdote eterno y Rey del Universo a tu único Hijo, nuestro Señor Jesucristo.., para que consumara el misterio de la redención humana; y, sometiendo a su poder la creación entera, entregara a tu majestad infinita un reino eterno y universal: el reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz”. El ministerio presbiteral es un ministerio esencialmente escatológico dirigido hacia el “éschaton “final, un servicio presente del Reino Futuro.

CONCLUSIÓN: IMITA LO QUE CONMEMORAS...

La liturgia de la ordenación de los presbíteros contiene una antigua oración que acompaña la entrega del cáliz y la patena al neopresbítero y que termina con estas hermosas palabras, ya mencionadas anteriormente, que resumen toda la espiritualidad sacerdotal:

“Considera lo que realizas

e imita lo que conmemoras,

y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor”.

Dios quiera que estas palabras resuenen siempre en la vida de sus presbíteros como eco de la liturgia de la ordenación. La Iglesia nos pide en esta oración que seamos conscientes de lo que celebramos en ese momento para vivirlo luego durante toda la vida. Vive durante toda la vida lo que un día celebraste en tu ordenación. El momento celebrativo de la ordenación se convierte para los presbíteros en el momento fontal de su espiritualidad y de su ministerio por la unción del Espíritu Santo, que les configura a Cristo y a su misión salvadora, para construir el Pueblo santo de Dios para la consumación de la Historia de la Salvación.

La ordenación es ya el inicio de la misión; y la misión no es más que prolongar durante toda la vida la unión gozosa que el Señor dispuso, por manos del Obispo, en la ordenación presbiteral. El nuevo Ritual de Ordenación es un precioso instrumento que la Iglesia pone en nuestras manos no sólo para celebrar dignamente este sacramento sino también para meditar y aclamar el insondable misterio de amor que Dios realizó en nuestra vida por la ordenación presbiteral.

Aquí se fundamenta su espiritualidad, su grandeza y a la vez pequeñez, el todo y la nada del ser y existir sacerdotal, condensado magistralmente en aquellas preciosas palabras, atribuidas a San Agustín, que yo vi y leí muchas veces, sin entenderlas, en un cuadro de la sacristía de mi pueblo, Jaraíz de la Vera, cuando aún era monaguillo, y que más tarde pude traducirlas siendo seminarista:

“O sacerdos, tu qui es?

Non es a te, quia de nihilo.

Non es ad te, quia mediator ad Deum.

Non es tibi, quia sponsus Ecclesiae.

Non es tuus, quia servus omnium.

Non es tu, quia Deus es.

Quid ergo es?

Nihil et omnia, o sacerdos”.

SEGUNDA  PARTE

 

EL SACERDOTE, DISCÍPULO Y MAESTRO DE ORACIÓN

1.-NECESIDAD  DE  LA ORACIÓN EN EL SACERDOTE PARA SER Y EXISTIR EN CRISTO

 

Queridos hermanos sacerdotes, todos necesitamos de la oración diaria ante Jesús en el Sagrario de tu parroquia, esperándote siempre, lleno de amor a los hombres, necesitamos del desierto diario de silencio y oración en nuestras vidas. Hasta el mismo Cristo lo necesitó y no lo hizo para darnos ejemplo. Los evangelios nos aseguran que Cristo se retiraba por las noches a orar: “Y después de despedir a la gente subió al monte a solas para orar. Llegada la noche estaba allí solo” (Mt 14,23); también nos dicen cómo se retiró a orar al comienzo de su vida pública para descubrir y poder vencer las falsas concepciones del Reino de Dios, que sus contemporáneos tenían en relación con el Mesías prometido y con su mensaje; necesitó la soledad y el silencio de las criaturas para orar y predicar el Reino de Dios, para no retroceder y acobardarse ante las dificultades, para no desviarse por la tentación de mesianismos puramente terrenos, consumistas y temporalistas, a los que el mundo quiere siempre reducirlo todo, hasta el mismo evangelio y el Reino de Dios sobre la tierra.

La Iglesia y los cristianos tendremos siempre esa tentación. Por eso necesitamos rezar bien el tercero de los misterios luminosos del santo Rosario: La predicación del reino de Dios por la conversión.

Nosotros y todos los seguidores de Cristo siempre necesitaremos de la soledad y del desierto para encontrarnos con Dios y con nosotros mismos, y de esta forma, lejos de influencias mundanas de criterios y concepciones falsas, poder descubrir las verdaderas razones de nuestro vivir cristiano y tener el gozo de encontrarnos a solas con Él, con el Eterno, el Infinito, el Trascendente y perdernos por algún tiempo en la inmensidad del Absoluto.

Para la mentalidad bíblica el desierto nunca es un término, sino un lugar de paso, como en el caso de Elías: “Y levantándose, comió y bebió; y con la fuerza de aquel manjar caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios, el Orbe” (1Re 19,8).

El desierto fue el camino del éxodo del pueblo judío desde la esclavitud hasta la libertad de la tierra prometida: “Acuérdate, Israel, del camino que Yavéh te ha hecho andar durante cuarenta años a través del desierto con el fin de humillarte, probarte y conocer los sentimientos de tu corazón y ver si guardabas o no sus mandamientos. Te ha humillado y te ha hecho sentir hambre para alimentarte luego con el maná, desconocido de tus mayores, para que aprendieras que no sólo de pan vive el hombre, sino de cuanto procede de la boca de Yavéh. Tus vestidos no se gastaron sobre ti, ni se hincharon tus pies durante esos cuarenta años. Reconoce, pues, en tu corazón que Yavéh, tu Dios, te corrige a la manera como un padre lo hace con su hijo. Guarda los mandamientos de Yavéh, tu Dios, sigue sus caminos y profésale temor” (Ex 18,2-6).

En la vida de Jesús el desierto es un período de preparación inmediata a su ministerio público: “Al punto el Espíritu lo empujó hacia el desierto. Y estuvo en él durante cuarenta días, siendo tentado por Satanás, y vivía entre las fieras, pero los ángeles le servían” (Mc 1,12).

Es también una evasión frente al acoso de las turbas: “Y Él les dijo: “Venid también vosotros a un lugar apartado en el desierto, y descansad un poco” (Mc 6,31). Es un ambiente propicio para la oración: “Una vez que despidió al pueblo, subió al monte a solas para orar” (Mt 14,23); y para la meditación prolongada: “Por aquellos días fue Jesús a la montaña para orar, y pasó la noche orando a Dios. Cuando llegó el día, llamó a sus discípulos y eligió doce de entre ellos, a los que llamó también apóstoles” (Lc 6,12).

El desierto, en fin, es un manantial donde saciar la sed de verse a solas con el Padre: “Quedaos aquí mientras voy a orar... Y adelantándose El un poco, cayó en tierra y rogaba: ¡Abba, Padre!” (Mc 14,32-35). Si Jesús y los profetas y los hombres de Dios se retiraron con frecuencia al desierto para descubrir y seguir su voluntad, es lógico que nosotros también lo hagamos.

Retirarse al desierto no es sólo ir allí materialmente. Para muchos podría ser un lujo. Se trata de hacer un poco de desierto en la propia vida. Hacer el desiertointerior significa retirarse a solas con Dios en la oración personal, habituarse a la autonomía personal, a encerrarse con los propios pensamientos y sentimientos, sin testigos ajenos, para meditar, reflexionar, discernir, potenciar y seguir al Señor.

Hacer el desierto significa dedicar periódicamente tiempo largo a la oración; significa subir a una montaña solitaria; significa levantarse de noche (en noches sanjuanistas purificatorias de fe y amor) para orar. En fin, hacer el desierto no significa otra cosa que obedecer a Dios. Porque existe un mandamiento —sin duda el más olvidado, especialmente por quienes se dicen «comprometidos», por los militantes, los sacerdotes y también los obispos…— que nos manda interrumpir el trabajo, desprendernos de nuestros compromisos y aceptar cierta inactividad en beneficio de la contemplación, que es mejor trabajo y apostolado.

No temáis que la comunidad sufra algún daño a causa de vuestro aislamiento momentáneo. No temáis que disminuya vuestro amor por el prójimo; sino todo lo contrario, al aumentar vuestra relación y amor personal con Dios, como todo amor verdadero a Dios pasa por el amor a los hermanos, ya se encargará Dios mismo de que revisemos y potenciemos nuestro amor a los hermanos y todo nuestro apostolado. Sólo un amor intenso y personal a Dios puede sostener y conservar la caridad a los hermanos en toda su frescura y lozanía divinas.

Por eso negar el desierto implica negar la dimensión espiritual, el contacto con Dios, la necesidad de la oración personal prolongada, el trato cara a cara con Dios y con nosotros mismos sin otras mediaciones, la dimensión vertical de la existencia propiamente cristiana.

La gran conquista hecha en nuestros días por la comunidad y el cristianismo comunitario en la vida cristiana, a saber, la superación del individualismo litúrgico y oracional precedente, el gozo de orar en común en el marco de una liturgia renovada, no puede ser en detrimento de la oración personal que debe ser fuente, marco y jugo transformador de toda gracia y experiencia y celebración litúrgica y comunitaria.

La oración y la experiencia personal de Dios es la única que puede llevarnos a la plena madurez de la unión con Dios, a la santidad, la vivencia de lo que celebramos y vivimos en la liturgia, a la contemplación de los misterios celebrados. No quisiera, por último, que la obediencia a esta palabra de Jesús “Donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos” (Mt18,20), nos hiciese olvidar esta otra palabra también suya: “Cuando ores entra en tu habitación y, habiendo cerrado la puerta, ora a tu Padre que está presente en el secreto” (Mi 6,6), potenciadas con su mismo comportamiento, especialmente en aquellos momentos de su vida, en que, para realizar mejor las obras del Padre y amar más y mejor a los hermanos, se retira por las noches o en medio de la multitud, al desierto de la oración.

La oración es el único camino que nos puede llevar por la purificación de las virtudes sobrenaturales de la fe, el amor y la esperanza hasta la experiencia de Dios que tanto necesita la Iglesia de siempre y el mundo. La Iglesia necesita testigos actuales de lo que cree y predica y celebra: la Eucaristía, Cristo viviendo  y actuando ahora en nosotros. Y el único camino, el mejor es Cristo conocido y amado en diálogo-oración de amor y si es ante el Sagrario, mejor, es cielo anticipado en la tierra.

2.- NECESIDAD DE LA ORACIÓN EN EL SACERDOTE PARA SEGUIR A CRISTO EN SU VIDA Y APOSTOLADO

          Si queremos ser y existir en Cristo tenemos que orar dia y noche como Él lo hacía para poder predicar y actuar como Él, como sacerdotes continuadore de su ser y existir sacerdotal.

He formulado así este apartado, porque seguimos con un concepto anticuado y parcial de apostolado, que hace que sea inútil tanto trabajo y acciones llamadas apostólicas, porque el “sin mí no podéis hacer nada”, “yo soy la vid, vosotros los sarmientos, o “venid vosotros a un sitio aparte”, no cuenta para nada o casi nada, y sólo programamos acciones y más acciones, sin mirar el espíritu con el que tenemos que hacerlas, que es el mismo espíritu de Cristo, del cual yo soy sacramento y transparencia.

Para hacer las acciones verdaderamente apostólicas, que son acciones de Cristo, necesitamos a Cristo, el espíritu de Cristo, los sentimientos de Cristo, de los cuales yo sacerdote tengo que ser humanidad supletoria, pero el fuego y los sentimientos son los suyos; la humanidad es mía y el espíritu es el de Cristo, el Espíritu Santo; y la fuente principal para tener su misma vida y su mismo Espíritu Santo es la oración y la Eucaristía, la oración eucarística; beber de este espíritu, de esta fuente, es la oración; lo ha dicho y realizado en su vida Cristo; lo ha dicho infinidad de veces el Papa Juan Pablo II; lo han dicho y testimoniado todos los santos, todos los verdaderos apóstoles que han existido y existirán y nada… seguimos con un concepto rancio y anticuado de apostolado de pensar que apostolados son principalmente acciones y de esto es de lo que se habla únicamente en las reuniones y programaciones, en los grupos, entre los sacerdotes; pocos se atreven a insistir en el alma, corazón y espíritu de todo apostolado que es la oración.

El cristiano, sobre todo si es sacerdote, debe ser, como el mismo Cristo, hombre de oración, discípulo y maestro de oración. Esta es su verdadera identidad. Lo ha dicho muy claro el Papa Juan Pablo II en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte, que cito repetidas veces en este libro. Por otra parte, basta abrir el evangelio para ver y convencerse de que Jesús es un hombre de oración: comienza su vida pública con cuarenta días en el desierto; se levanta muy de madrugada cuando todavía no ha salido el sol, para orar en descampado; pasa la noche en oración antes de elegir a los Doce; ora después del milagro de los panes y los peces, retirándose solo, al monte; ora antes de enseñar a sus discípulos a orar; ora antes de la Transfiguración; ora antes de realizar cualquier milagro; ora en la Última Cena para confiar al Padre su futuro y el de su Iglesia. En la oración de Getsemaní se entrega por completo a la voluntad del Padre. En la cruz le dirige las últimas invocaciones, llenas de angustia y de confianza.

Por todo lo cual, para ayudarnos en este camino de oración y conversión permanente, ningún maestro mejor, ninguna ayuda mejor que Jesús. Por la oración, que nos hace encontrarnos con Él y con su palabra y Evangelio, vamos cambiando nuestra mente y nuestro espíritu por el suyo:“Pues el hombre natural no comprende las realidades que vienen del Espíritu de Dios; son necedad para él y no puede comprenderlas porque deben juzgarse espiritualmente. Por el contrario, el hombre espiritual lo comprende, sin que él pueda ser comprendido por nadie. Porque “¿quién conoció la mente del Señor de manera que pueda instruirle?” (Is 40,3). “Sin embargo, nosotros poseemos la mente de Cristo” (1Cor 2,16-18).

Es aquí, en la oración de conversión, donde nos jugamos toda nuestra vida espiritual, sacerdotal, cristiana, el apostolado... todo nuestro ser y existir, desde el Papa hasta el último creyente, todos los bautizados en Cristo: o descubres al Señor en la Eucaristía y empiezas a amarle, es decir, a convertirte a Él o no quieres convertirte a Él y pronto empezarás a dejar la oración porque te resulta duro estar delante de Él sin querer corregirte de tus defectos; además, no tendría sentido contemplarle, escucharle, para hacer luego lo contrario de lo que Él te pide o enseña desde la oración y desde su misma presencia eucarística; igualmente la santa Misa no tendrá vida y sentido espiritual para nosotros, si no queremos ofrecernos con Él en adoración a la voluntad del Padre, que es nuestra santificación y menos sentido tendrá la comunión, donde Cristo viene para vivir su vida en nosotros y salvar así actualmente a sus hermanos los hombres, por medio de nuestra humanidad prestada.

Queridos hermanos, no podemos hacer las obras de Cristo sin el amor y el espíritu de Cristo. Si no nos convertimos, si no estamos unidos a Cristo como el sarmiento a la vid, la savia irá por un sarmiento lleno de obstáculos, por una vena sanguínea tan obstruida por nuestros defectos y pecados, que apenas puede llevar sangre y salvación de Cristo al cuerpo de tu parroquia, de tu familia, de tu grupo, de tu apostolado. Sin unión vital y fuerte con Cristo, poco a poco tu cuerpo apenas recibirá la vida de Cristo e irá debilitándose tu fuego y santidad evangélica. No podemos hacer las obras de Cristo sin el espíritu de Cristo. Y para llenarnos de su Espíritu, Espíritu Santo, antes hay que vaciarse. Es lógico. No hay otra posibilidad ni nunca ha existido ni existirá, sin unión con Dios. En esto están de acuerdo todos los santos.

Ahora bien, a nadie le gusta que le señalen con el dedo, que le descubran sus pecados y ésta es la razón de la dificultad de toda oración, especialmente de la oración eucarística ante el Señor, que nos quiere totalmente llenar de su amor, y nosotros preferimos seguir llenos de nuestros defectos, de nuestro amor propio, del total e inmenso amor que nos tenemos y por eso no la aguantamos. Y así nos va. Y así le va a la Iglesia. Y así también a los organigramas y acciones, que llamamos apostolado, pero que son puras acciones nuestras, muchas veces acciones puramente humanas, vacías del Espíritu de Cristo: “Si el sarmiento no está unido a la vid, no puede dar fruto”.

El primer apostolado es cumplir la voluntad del Padre, como Cristo:“Mi comida es hacer la voluntad del que me envió y acabar su obra” (Jn 4,34), o con San Pablo: “Porque la voluntad de Dios es vuestra santificación” (1Tes 4,3). El apostolado primero y más esencial de todos es ser santos, es estar y vivir unidos a Dios, y para ese apostolado, la oración es lo primero y esencial. Lo ha dicho muy claro el Papa Juan Pablo II en la Carta Apostólica NMI.

Y lamento enormemente cómo esto se sigue ignorando en Sínodos diocesanos y reuniones arciprestales y pastorales, donde seguimos con un concepto rancio de apostolado, anticuado, identificado con actividades con los hermanos más que en la actividad primera y esencial con Dios, para recibir su Espíritu, la fuerza y la vida de todo lo que hagamos; y esta actividad primera con Dios se llama oración, encuentro con Él, “contemplata aliis tradere” (predicar lo que habéis contemplado), “venid vosotros a un sitio aparte, “para hablar a los hombres de Dios, primero es hablar con Dios”, que debe ser el fundamento de todos los apostolados cristianos, porque nos une directamente con la fuente de todo apostolado, que es Cristo. Hacia Él tienen que ir dirigidos todos nuestros pasos, cosa imposible si no oramos nosotros. Y por esta razón, la oración ha de ser siempre el corazón y el alma de todo apostolado.

Hay muchos apostolados sin Cristo, aunque se guarden las formas; y para empezar bien, para orar, es absolutamente necesario vivir en conversión continua. Ya he repetido que para mí estos tres verbos: amar, orar y convertirse se conjugan exactamente igual; sin conversión, no podemos llegar al amor personal de Cristo y sin amor personal a Cristo, puede haber acciones, muy bien programadas, muy llamativas, pero no son apostolado, porque no se hacen con Cristo en el corazón y en la vida. Así es cómo definíamos antes al apostolado: llevar las almas a Dios. Ahora, la verdad es que no sé a dónde las queremos llevar muchas veces, incluso en los mismos sacramentos, por la forma de celebrarlos, y he visto algunos programas de apostolado donde no aparece ni el nombre de Jesucristo, santidad...

Desde el momento en que renunciamos a la conversión permanente, nos hemos cargado la parte principal de nuestro sacerdocio como sacramento de Cristo, prolongación de Cristo, humanidad supletoria de Cristo, porque no podremos llegar a una amistad sincera y vivencial con Él y lógicamente se perderá la eficacia principal de nuestro apostolado.

Cristo no lo pudo decir más claro, pero en las programaciones pastorales se ignora con mucha frecuencia: “Yo soy la vid verdadera y mi padre es el viñador. Todo sarmiento que en mi no lleve fruto, lo cortará; y todo el que de fruto, lo podará, para que de mas fruto... como el sarmiento no puede dar fruto de sí mismo si no permaneciere en la vid, tampoco vosotros si no permanecéis en mi. Yo soy la vid. Vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en el, ese da mucho fruto, porque sin mi no podéis hacer nada” (Jn 15,1-5).

Si no se llega a esta unión con el único Sacerdote y Apóstol y Salvador que existe, tendrás que sustituirlo por otros sacerdocios, apostolados y salvaciones... sencillamente porque no has querido que Dios te limpie del amor idolátrico que te tienes y así, aunque llegues a altos cargos y demás... estarás tan lleno de ti mismo que en tu corazón no cabe Cristo, al menos en la plenitud que Él quiere y para la que te ha llamado. Pero eso sí, esto no es impedimento para que seas buena persona, tolerante, muy comprensivo..., pero de hablar y actuar claro y encendido y eficazmente en Cristo, nada de nada; y no soy yo, lo ha dicho Cristo: trabajarás más mirando tu gloria que la de Dios, sencillamente porque pescar sin Cristo es trabajo inútil y las redes no se llenan de peces, de eficacia apostólica.

Y así es sencillamente la vida de muchos cristianos, sacerdotes, religiosos, que, al no estar unidos a Él con toda la intensidad y unión que el Señor quiere, lógicamente no podrán producir los frutos para los que fuimos elegidos por Él. ¿De dónde les ha venido a todos los santos, así como a tantos apóstoles, obispos, sacerdotes, hombres y mujeres cristianas, religiosos/as, padres y madres de familia, misioneros y catequistas, que han existido y existirán, su eficacia apostólica y su entusiasmo por Cristo? De la experiencia de Dios, de constatar que Cristo existe y es verdad y vive y sentirlo y palparlo... no meramente estudiarlo, aprenderlo o creerlo como si fuera verdad o predicar las verdades cristianas como si se tratase de un sistema filosófico, pero no personas vivas con las cuales se habla y se convive y es verdad que nos llenan y nos hacen felices. El cristianismo como verdad de fe vale para salvarse, pero no para contagiar pasión por Cristo.

¿Por qué los Apóstoles permanecieron en el Cenáculo, llenos de miedo, con las puertas cerradas, antes de verle a Cristo resucitado? ¿Por qué incluso, cuando Cristo se les apareció y les mostró sus manos y sus pies traspasados por los clavos, permanecieron todavía encerrados y con miedo? ¿Es que no habían constatado que había resucitado, que estaba en el Padre, que tenía poder para resucitar y resucitarnos? ¿Por qué el día de Pentecostés abrieron las puertas y predicaron abiertamente y se alegraron de poder sufrir por Cristo? Porque ese día lo sintieron dentro, Cristo vino como hecho fuego, como llama ardiente en su corazón, y eso vale más que todo lo que vieron sus ojos de carne en los tres años de Palestina e incluso en las mismas apariciones de resucitado.

En el día de Pentecostés vino Cristo todo hecho fuego y llama de Espíritu Santo a sus corazones, no como experiencia puramente externa de aparición corporal, sino con presencia y fuerza de Espíritu quemante, sin mediaciones exteriores o de carne, sino hecho “llama de amor viva”, y esto les quemó y abrasó las entrañas, el cuerpo y el alma y esto no se puede sufrir sin comunicarlo.

“María guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón”. Ahí es donde nuestra hermosa Nazarena, la Virgen bella aprendió a conocer a su hijo Jesucristo y todo su misterio, y lo guardaba y lo amaba y lo llenaba con su amor, pero a oscuras, por la oración, la meditación de todo lo que veía y oía, más por lo interior que por lo exterior, y así lo fue conociendo, “concibiendo a su hijo antes en su corazón que en su cuerpo”.

Pablo no conoció al Cristo histórico, no le vio, no habló con Él, en su etapa terrena. Y ¿qué pasó? Pues que para mí y para mucha gente le amó más que otros apóstoles que lo vieron físicamente. Él lo vio en vivencia y experiencia mística, espiritual, sintiéndolo dentro, vivo y resucitado sin mediaciones de carne, sino de espíritu a espíritu. De ahí le vino toda su sabiduría, todo su amor a Cristo, toda su vida en Cristo hasta decir. “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo”; “Para mí la vida es Cristo”.

Este Cristo, fuego de vivencia y Pentecostés personal lo derribó del caballo y le hizo cambiar de dirección, convertirse del camino que llevaba, transformarse por dentro con amor de Espíritu Santo. Nos los dice Él mismo: “Yo sé de un cristiano, que hace catorce años fue arrebatado hasta el tercer cielo, con el cuerpo o sin el cuerpo ¿qué se yo? Dios lo sabe. Lo cierto es que ese hombre fue arrebatado al paraíso y oyó palabras arcanas que un hombre no es capaz de repetir, con el cuerpo o sin el cuerpo ¿qué se yo?, Dios los sabe” (2Cor 12,2-4).

Esta experiencia mística, esta contemplación infusa, vale más que cien apariciones externas del Señor. Tengo amigos, con tal certeza y seguridad y fuego de Cristo, que si se apareciese fuera de la Iglesia, permanecerían ante el Sagrario o en la misa o en el trabajo, porque esta manifestación, que reciben todos los días del Señor por la oración, no aumentaría ni una milésima su fe y amor vivenciales, más quemantes y convincentes que todas las manifestaciones externas.

La mayor pobreza de la Iglesia es la pobreza mística. Y lo peor es que hoy está tan generalizada esta pobreza, tanto arriba como abajo, que resulta difícil encontrar personas que hablen encendidamente de Dios, del Padre, del Espíritu Santo, de la persona de Cristo, del Sagrario, de la oración, de su presencia y misterio, y los escritos espirituales verdaderos y exigentes ordinariamente no son éxitos editoriales ni de revistas.

Repito: la mayor pobreza de la Iglesia es la pobreza de vida mística, de vivencia de Dios, de deseos de santidad, de oración, de transformación en Cristo:“Estoy crucificado con Cristo, vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí.” “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo...”, pero conocimiento vivencial, de Espíritu a espíritu, o si quieres, comunicado por el Espíritu Santo, fuego, alma y vida de Dios Trino y Uno.

Todos y cada uno de nosotros, desde que somos engendrados en el seno de nuestra madre, nos queremos infinito a nosotros mismos, más que a nuestra madre, más que a Dios, y si no nos convertimos y matamos este yo, permanecemos siempre llenos y dominados por nuestro amor propio, incluso en muchas cosas que hacemos en nombre de Dios. Por eso, sin oración no hay conversión y sin conversión no puede haber unión con Cristo, y sin unión con Cristo, no podemos hacer las acciones de Cristo, no podemos llevar las almas a Cristo, aunque hagamos cosas muy lindas y llamativas, porque estamos llenos de nosotros mismos y no cabe Cristo en nuestro corazón y sin amor a Cristo sobre el amor propio, algo haremos, pero muy bajito de amor a Cristo.

Por otra parte, si alguno trata de expresarnos defectos o deficiencias apostólicas que observa, aunque sea con toda la delicadeza y prudencia del mundo, qué difícil escucharle y valorarlo y tenerlo junto a nosotros y darle confianza; así que para escalar puestos, a cualquier nivel que sea, ya sabemos todos lo que tenemos que hacer: dar la razón en todo al superior de turno y silenciar todos sus fallos, aunque la vida apostólica no avance, el seminario esté bajo mínimos y los sacerdotes ni hablen ni entiendan de santidad y perfección en el amor a Dios.

Hay demasiados profetas palaciegos en la misma Iglesia de Cristo, dentro y fuera del templo, más preocupados por agradar a los hombres y buscar la propia gloria que la de Dios, que la verdadera verdad y eficacia del evangelio. Jeremías se quejó de esto ante Dios, que lo elegía para estas misiones tan exigentes; el temor a sufrir, a ser censurado, rechazado, no escalar puestos, perder popularidad, ser tachado de intransigente, no justificará nunca nuestro silencio o falsa prudencia.“La palabra del Señor se volvió para mí oprobio y desprecio todo el día. Me dije: no me acordaré de el, no hablaré más en su nombre; pero la palabra era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerla, y no podía” (Jr 20,7-9).

El profeta de Dios corregirá, aunque le cueste la vida. Así lo hizo Jesús, aunque sabía que esto le llevaría a la muerte. No se puede hablar tan claro a los poderosos, sean políticos, económicos o religiosos. Él lo sabía y los profetizó, les habló en nombre de Dios. Y ya sabemos lo que le pasó por hablarles así. Hoy y siempre seguirá pasando y repitiéndose su historia en otros hermanos. Lo natural es evitar ser perseguidos y ocupar así los últimos puestos.

Así que por estos y otros motivos, porque la santidad es siempre costosa en sí misma por la muerte del yo que exige y porque además resulta difícil hablar y ser testigos del evangelio en todos los tiempos, los profetas del Dios vivo y verdadero, en ciertas épocas de la historia, los echamos mucho de menos, quizás cuando son más necesarios, o no los colocamos en alto y en los púlpitos elevados para que se les oiga. Y eso que todos hemos sido enviados desde el santo bautismo a predicar y ser testigos de la Verdad.

Por eso escasean los profetas a ejemplo de Cristo, del Bautista, de Pablo, los verdaderos y evangélicos profetas que nos hablen en nombre de Dios y nos echen en cara nuestras actitudes y criterios defectuosos; y si lo haces, pierdes amigos y popularidad; primero, porque hay que estar muy limpios, y segundo, porque hay que estar dispuestos a sufrir por el reinado de Dios y quedar en segundos puestos. Y esto se puede contatar en la Iglesia y en las diócesis, y de esto se resiente luego la Iglesia.

“La paz de la oración consiste en sentirse lleno de Dios, plenificado por Dios en el propio ser y, al mismo tiempo, completamente vacío de sí mismo, a fin de que Él sea Todo en todas las cosas. Todo en mi nada. En la oración, todos somos como María Virgen: sin vacío interior (sin la pobreza radical), no hay oración, pero tampoco la hay sin la Acción del Espíritu Santo. Porque orar es tomar conciencia de mi nada ante Quien los es todo.

Porque orar es disponerme a que Él me llene, me fecunde, me penetre, hasta que sea una sola cosa con Él. Como María Virgen: alumbradora de Dios en su propia carne, pues para Dios nada hay imposible. Vacío es pobreza. Pero pobreza asumida y ofrecida en la alegría. Nadie más alegre ante los hombres que el que se siente pobre ante Dios. Cuanto menos sea yo desde mí mismo, desde mi voluntad de poder, tanto más seré yo mismo de Él y para los demás. Donde no hay pobreza no hay oración, porque el humano (hombre o mujer) que quiere hacerse a sí mismo, no deja lugar dentro de sí, de su existencia, de su psiquismo a la acción creadora y recreadora del Espíritu”26.

3.- CARTA APOSTÓLICA DE JUAN PABLO II: “NOVO MILLENNIO INEUNTE

 LA ORACIÓN, FUNDAMENTO DE LA SANTIDAD Y DEL APOSTOLADO: 

Por eso, qué razón tiene el Papa Juan Pablo II, en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte, cuando invitando a la Iglesia a que se renueve pastoralmente para cumplir mejor así la misión encomendada por Cristo, nos hace todo un tratado de vida apostólica, pero no de métodos y organigramas, donde expresamente nos dice “no hay una fórmula mágica que nos salva”, “el programa ya existe, no se trata de inventar uno nuevo”, sino porque nos habla de la base y el alma y el fundamento de todo apostolado cristiano, que hay que hacerlo desde Cristo, unidos a Él por la santidad de vida, esencialmente fundada en la oración, en la Eucaristía.

Insisto que el Papa, en esta carta, los que quiere es hablarnos del apostolado que debemos hacer en este nuevo milenio que empieza, y al hacerlo, espontáneamente le sale la verdad: lo que más le interesa, al hablarnos de apostolado, es subrayar y recalcar la necesidad de la espiritualidad de todo apostolado, y para eso, la meta es la santidad, la unión con Dios y el camino imprescindible para esta santidad y unión con Dios es la oración, por eso nos habla de la necesidad absoluta de la oración, alma de toda acción apostólica: actuar unidos a Cristo desde la santidad y la oración... caminar desde Cristo, porque aquí está la fuente y la eficacia de toda actividad apostólica verdaderamente cristiana.

Qué pena tengo, pero real, que después de esta doctrina del Papa, en Sínodos, reuniones pastorales, Congresos y Convenciones… sigamos como siempre, hablando de acciones con niños, jóvenes, adultos, si tenerlas así o de la otra forma, poniendo en ellas toda la eficacia y la solución de los problemas apostólicos sin tener en el horizonte y en la base y en la ejecución el nuevo concepto del apostolado perfecto y total, que es llevar las almas a Dios directamente, y para eso el camino más recto es la oración; la oración nuestra personal, para preparar y llevar a efecto la de los evangelizandos; y la de los que “apostolizamos”, porque si en nuestros apostolados con ellos les llevamos directamente a la oración, les hemos llevado directamente al final de todo apostolado y al sentido último de toda nuestra acción apostólica, porque les hemos hecho encontrarse directamente con Dios, sin necesidad de tantas acciones intermedias, que nos pasamos años y años con ellas, con este esquema, con estas notas que me mandan cada año, y no llegamos al final de todo, a que se encuentren directamente con Cristo, a que oren personalmente, a que dialoguen todos los días con Dios, con lo cual está todo solucionado, quiero decir, se ha escogido el camino único y verdadero del encuentro con Dios, que habrá que recorrer luego cada uno y que cuesta esfuerzo y tiempo, pero por lo menos no anda uno “extraviado” toda la vida cristiana o apostólica.

El camino y la verdad y la vida es Cristo, y sin encuentro personal con Él no hay cristianismo, y el camino para encontrarnos con Él —ningún santo y apóstol verdadero que no lo ha dicho—, es la oración: “Que no es otra cosa oración sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama.”

Cristo se manifiesta y lo encontramos en la oración, cosa que no logramos con nuestras reuniones muchas veces. La oración es el apostolado primero y fundamental, es empezar hablando con Él y pidiendo, para que nos diga qué y cómo llevar directamente las almas hasta Él, para no ir sin Él a la acción o las mediaciones, que a veces no llegan hasta Él; luego vendrán los medios, que son a los que únicamente llamamos y tenemos por apostolado, — acciones apostólicas, en las que Dios no está presente y es buscado, tantas catequesis, predicaciones, reuniones que nunca llegan hasta Él, se quedan siempre en eternos apostolados de preparación para el encuentro.

La santidad es la unión plena con Dios. Y para esta unión plena y transformante en Dios, el camino principal y fundamental y base de todos los demás es la oración contemplativa o infusa de Dios en el alma. Como por otra parte, “sin mí no podéis hacer nada” y “todo lo puedo en aquel que me conforta”, resulta que quien está totalmente unido a Dios y el que más agua de gracia divina puede llevar a los surcos de la vida de los hombres y del mundo, el mejor apóstol.

Voy a recorrer la Carta, poniendo el número correspondiente y citando brevemente las palabras de Juan Pablo II. Insisto que al Papa, lo que más le interesa, es hablarnos del Apostolado, del nuevo dinamismo que debe tener la Iglesia al empezar el Nuevo Milenio, pero al hablarnos de apostolado, quiere subrayar y recalcar, como el primero y fundamental, la necesidad de la espiritualidad de todo apostolado, y para eso, la meta es la santidad, la unión con Dios y el camino imprescindible para esta santidad es la oración, cuanto más elevada mejor, porque indica mayor unión de transformación en Dios. Por eso nos habla de la necesidad absoluta de la oración, alma de toda acción apostólica: actuar unidos a Cristo desde la santidad y la oración... caminar desde Cristo, porque aquí está la fuente y la eficacia de toda actividad apostólica verdaderamente cristiana.

Paso a citar algunos de los textos de la Carta Apostólica Novo millennio ineunte donde el Papa nos habla de esta experiencia de Dios, poniendo los números pertinentes, para que, quien quiera ampliarlos, pueda hacerlo acercándose a la Carta, porque yo sólo cito lo que considero más importante:

Un nuevo dinamismo

15. Es mucho lo que nos espera y por eso tenemos que emprender una eficaz programación pastoral posjubilar.

Sin embargo, es importante que lo que nos propongamos, con la ayuda de Dios, esté fundado en la contemplación y en la oración. El nuestro es un tiempo de continuo movimiento, que a menudo desemboca en el activismo, con el riesgo fácil del «hacer por hacer». Tenemos que resistir a esta tentación, buscando «ser» antes que «hacer». Recordemos a este respecto el reproche de Jesús a Marta: «Tú te afanas y te preocupas por muchas cosas y sin embargo sólo una es necesaria» (Lc 10,41-42). Con este espíritu, antes de someter a vuestra consideración unas líneas de acción, deseo haceros partícipes de algunos puntos de meditación sobre el misterio de Cristo, fundamento absoluto de toda nuestra acción pastoral.

CAPÍTULO 2

UN ROSTRO PARA CONTEMPLAR

16. «Queremos ver a Jesús» (Jn 12,21). Esta petición, hecha al apóstol Felipe por algunos griegos que habían acudido a Jerusalén para la peregrinación pascual, ha resonado también espiritualmente en nuestros oídos en este Año jubilar. Como aquellos peregrinos de hace dos mil años, los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo «hablar» de Cristo, sino en cierto modo hacérselo «ver». ¿Y no es quizás cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio?

Nuestro testimonio sería, además, enormemente deficiente si nosotros no fuésemos los primeros contempladores de su rostro. El Gran Jubileo nos ha ayudado a serlo más profundamente. Al final del Jubileo, a la vez que reemprendemos el ritmo ordinario, llevando en el ánimo las ricas experiencias vividas durante este período singular, la mirada se queda más que nunca fija en el rostro del Señor.

17. La contemplación del rostro de Cristo se centra sobre todo en lo que de él dice la Sagrada Escritura que, desde el principio hasta el final, está impregnada de este misterio, señalado oscuramente en el Antiguo Testamento y revelado plenamente en el Nuevo, hasta el punto de que san Jerónimo afirma con vigor: «Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo mismo». Teniendo como fundamento la Escritura, nos abrimos a la acción del Espíritu (cf Jn 15,26), que es el origen de aquellos escritos, y, a la vez, al testimonio de los Apóstoles (cf. Ib. 27), que tuvieron la experiencia viva de Cristo, la Palabra de vida, lo vieron con sus ojos, lo escucharon con sus oídos y lo tocaron con sus manos (cf. 1Jn 1,1).

El camino de la fe

19. «Los discípulos se alegraron de ver al Señor» (Jn 20,20). El rostro que los Apóstoles contemplaron después de la resurrección era el mismo de aquel Jesús con quien habían vivido unos tres años, y que ahora los convencía de la verdad asombrosa de su nueva vida mostrándoles «las manos y el costado» (ib). Ciertamente no fue fácil creer. Los discípulos de Emaús creyeron sólo después de un laborioso itinerario del espíritu (cf Lc 24,13-35). El apóstol Tomás creyó únicamente después de haber comprobado el prodigio (cf Jn 20,24-29). En realidad, aunque se viese y se tocase su cuerpo, sólo la fe podía franquear el misterio de aquel rostro. Esta era una experiencia que los discípulos debían haber hecho ya en la vida histórica de Cristo, con las preguntas que afloraban en su mente cada vez que se sentían interpelados por sus gestos y por sus palabras. A Jesús no se llega verdaderamente más que por la fe, a través de un camino cuyas etapas nos presenta el Evangelio en la bien conocida escena de Cesarea de Filipo (cf Mt 16,13-20). A los discípulos, como haciendo un primer balance de su misión, Jesús les pregunta quién dice la «gente» que es él, recibiendo como respuesta: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o uno de los profetas» (Mt 16,14). Respuesta elevada, pero distante aún —y ¡cuánto!— de la verdad. El pueblo llega a entrever la dimensión religiosa realmente excepcional de este rabbí que habla de manera fascinante, pero no consigue encuadrarlo entre los hombres de Dios que marcaron la historia de Israel. En realidad, Jesús es muy distinto. Es precisamente este ulterior grado de conocimiento, que atañe al nivel profundo de su persona, lo que él espera de los «suyos»: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,15). Sólo la fe profesada por Pedro, y con él por la Iglesia de todos los tiempos, llega realmente al corazón, yendo a la profundidad del misterio: «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).

20. ¿Cómo llegó Pedro a esta fe? ¿Y qué se nos pide a nosotros si queremos seguir de modo cada vez más convencido sus pasos? Mateo nos da una indicación clarificadora en las palabras con que Jesús acoge la confesión de Pedro: «No te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (16,17). La expresión «carne y sangre» evoca al hombre y el modo común de conocer. Esto, en el caso de Jesús, no basta. Es necesaria una gracia de «revelación» que viene del Padre (cf ib). Lucas nos ofrece un dato que sigue la misma dirección, haciendo notar que este diálogo con los discípulos se desarrolló mientras Jesús «estaba orando a solas» (Lc 9,18).

Ambas indicaciones nos hacen tomar conciencia del hecho de que a la contemplación plena del rostro del Señor no llegamos sólo con nuestras fuerzas, sino dejándonos guiar por la gracia. Sólo la experiencia del silencio y de la oración ofrece el horizonte adecuado en el que puede madurar y desarrollarse el conocimiento más auténtico, fiel y coherente de aquel misterio, que tiene su expresión culminante en la solemne proclamación del evangelista Juan: «Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14).

La profundidad del misterio

21. ¡La Palabra y la carne, la gloria divina y su morada entre los hombres! En la unión íntima e inseparable de estas dos polaridades está la identidad de Cristo, según la formulación clásica del Concilio de Calcedonia (a. 451): «Una persona en dos naturalezas». La persona es aquella, y sólo aquella, la Palabra eterna, el hijo del Padre con sus dos naturalezas, sin confusión alguna, pero sin separación alguna posible, son la divina y la humana.

Somos conscientes de los límites de nuestros conceptos y palabras. La fórmula, aunque siempre humana, está sin embargo expresada cuidadosamente en su contenido doctrinal y nos permite asomarnos, en cierto modo, a la profundidad del misterio. Ciertamente, ¡Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre! Como elapóstol Tomás, la Iglesia está invitada continuamente por Cristo a tocar sus llagas, es decir a reconocer la plena humanidad asumida en María, entregada a la muerte, transfigurada por la resurrección: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado» (Jn 20,27). Como Tomás, la Iglesia se postra ante Cristo resucitado, en la plenitud de su divino esplendor, y exclama perennemente: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28).

23. «Señor, busco tu rostro» (Sal 27[26],8). El antiguo anhelo del Salmista no podía recibir una respuesta mejor y sorprendente más que en la contemplación del rostro de Cristo. En él Dios nos ha bendecido verdaderamente y ha hecho «brillar su rostro sobre nosotros» (Sal 67[66],3). Al mismo tiempo, Dios y hombre como es, Cristo nos revela también el auténtico rostro del hombre, «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre».

Jesús es el «hombre nuevo» (cf Ef 4,24; Col 3,10) que llama a participar de su vida divina a la humanidad redimida. En el misterio de la Encarnación están las bases para una antropología que es capaz de ir más allá de sus propios límites y contradicciones, moviéndose hacia Dios mismo, más aún, hacia la meta de la «divinización», a través de la incorporación a Cristo del hombre redimido, admitido a la intimidad de la vida trinitaria. Sobre esta dimensión salvífica del misterio de la Encarnación los Padres han insistido mucho: sólo porque el Hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre, el hombre puede, en él y por medio de él, llegar a ser realmente hijo de Dios.

Rostro del Resucitado

28. La Iglesia mira ahora a Cristo resucitado. Lo hace siguiendo los pasos de Pedro, que llora por haberle renegado y retomó su camino confesando, con comprensible temor, su amor a Cristo: «Tú sabes que te quiero» (Jn 21,15.17). Lo hace unida a Pablo, que lo encontró en el camino de Damasco y quedó impactado por él: «Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia» (Flp 1,21).

Después de dos mil años de estos acontecimientos, la Iglesia los vive como si hubieran sucedido hoy. En el rostro de Cristo ella, su Esposa, contempla su tesoro y su alegría. « Jesu, dulcis memoria, dans vera cordis gaudia»: ¡Cuán dulce es el recuerdo de Jesús, fuente de verdadera alegría del corazón! La Iglesia, animada por esta experiencia, retorna hoy su camino para anunciar a Cristo al mundo, al inicio del tercer milenio: Él «es el mismo ayer, hoy y siempre» (Hb 3,8).

CAPITULO 3

CAMINAR DESDE CRISTO

29. «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Esta certeza, queridos hermanos y hermanas, ha acompañado a la Iglesia durante dos milenios y se ha avivado ahora en nuestros corazones por la celebración del Jubileo. De ella debemos sacar un renovado impulso en la vida cristiana, haciendo que sea, además, la fuerza inspiradora de nuestro camino. Conscientes de esta presencia del Resucitado entre nosotros, nos planteamos hoy la pregunta dirigida a Pedro en Jerusalén, inmediatamente después de su discurso de Pentecostés: «Qué hemos de hacer, hermanos?» (Hch 2,37).

Nos lo preguntamos con confiado optimismo, aunque sin minusvalorar los problemas. No nos satisface ciertamente la ingenua convicción de que haya una fórmula mágica para los grandes desafíos de nuestro tiempo. No, no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros!

No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste. Es un programa que no cambia al variar los tiempos y las culturas, aunque tiene cuenta del tiempo y de la cultura para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz. Sin embargo, es necesario que el programa formule orientaciones pastorales adecuadas a las condiciones de cada comunidad.

Doy las gracias por la cordial adhesión con la que ha sido acogida la propuesta que hice en la Carta apostólica Tertio millennio adveniente. Sin embargo, ahora ya no estamos ante una meta inmediata, sino ante el mayor y no menos comprometedor horizonte de la pastoral ordinaria. Dentro de las coordenadas universales e irrenunciables, es necesario que el único programa del Evangelio siga introduciéndose en la historia de cada comunidad eclesial, como siempre se ha hecho. En las Iglesias locales es donde se pueden establecer aquellas indicaciones programáticas concretas —objetivos y métodos de trabajo, de formación y valorización de los agentes y la búsqueda de los medios necesarios— que permiten que el anuncio de Cristo llegue a las personas, modele las comunidades e incida profundamente mediante el testimonio de los valores evangélicos en la sociedad y en la cultura.

Por tanto, exhorto ardientemente a los Pastores de las Iglesias particulares a que, ayudados por la participación de los diversos sectores del Pueblo de Dios, señalen las etapas del camino futuro, sintonizando las opciones de cada Comunidad diocesana con las de las Iglesias colindantes y con las de la Iglesia universal.

Nos espera, pues, una apasionante tarea de renacimiento pastoral. Una obra que implica a todos. Sin embargo, deseo señalar, como punto de referencia y orientación común, algunas prioridades pastorales que la experiencia misma del Gran Jubileo ha puesto especialmente de relieve ante mis ojos.

LA SANTIDAD

30.- “En primer lugar, no dudo en decir que la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es la de la santidad...Este don de santidad, por así decir, se da a cada bautizado...“Esta es la voluntad de Dios; vuestra santificación” (1Tes 4,3). Es un compromiso que no afecta sólo a algunos cristianos: “Todos los cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor” (Lumen Gentium, 40).

31.- “Recordar esta verdad elemental, poniéndola como fundamento de la programación pastoral que nos atañe al inicio del nuevo milenio, podría parecer, en un primer momento, algo poco práctico. ¿Acaso se puede “programar” la santidad? ¿Qué puede significar esta palabra en la lógica de un plan pastoral? En realidad, poner la programación pastoral bajo el signo de la santidad es una opción llena de consecuencias... Como el Concilio mismo explicó, este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos “genios” de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno... Es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este alto grado de vida cristiana ordinaria. La vida entera de la comunidad eclesial y de las familias cristianas debe ir en esta dirección. Pero también es evidente que los caminos de la santidad son personales y exigen una pedagogía de la santidad verdadera y propia, que sea capaz de adaptarse a los ritmos de cada persona. Esta pedagogía debe enriquecer la propuesta dirigida a todos con las formas tradicionales de ayuda personal y de grupo, y con las formas más recientesde la Iglesia.”

LA ORACIÓN

32.- “Para esta pedagogía de la santidad es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración... Es preciso aprender a orar, como aprendiendo de nuevo este arte de los labios mismos del divino Maestro, como los primeros discípulos:“Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). En la plegaria se desarrolla ese diálogo con Cristo que nos convierte en sus íntimos: “Permaneced en mí, como yo en vosotros” (Jn 15,4).

Esta reciprocidad es el fundamento mismo, el alma de la vida cristiana y una condición para toda vida pastoral auténtica. Realizada en nosotros por el Espíritu Santo, nos abre, por Cristo y en Cristo, a la contemplación del rostro del Padre. Aprender esta lógica trinitaria de la oración cristiana, viviéndola plenamente ante todo en la liturgia, cumbre y fuente de la vida eclesial (cfr. SC.10), pero también de la experiencia personal, es el secreto de un cristianismo realmente vital, que no tiene motivos para temer el futuro, porque vuelve continuamente a las fuentes y se regenera en ellas”.

33.- “La gran tradición mística de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente, puede enseñar mucho a este respecto. Muestra cómo la oración puede avanzar, como verdadero y propio diálogo de amor, hasta hacer que la persona humana sea poseída totalmente por el divino Amado, sensible al impulso del Espíritu y abandonada filialmente en el corazón del Padre. Entonces se realiza la experiencia viva de la promesa de Cristo: “El que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él” (Jn 14,21). Se trata de un camino sostenido enteramente por la gracia, el cual, sin embargo, requiere un intenso compromiso espiritual, que encuentre también dolorosas purificaciones (la “noche oscura”), pero que llega, de tantas formas posibles, al indecible gozo vivido por los místicos como “unión esponsal”. ¿Cómo no recordar aquí, entre tantos testimonios espléndidos, la doctrina de san Juan de la Cruz y de santa Teresa de Jesús?

Sí, queridos hermanos y hermanas, nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas “escuelas de oración”, donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el “arrebato del corazón”. Una oración intensa, pues, que sin embargo no aparte del compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de Dios, lo abre también al amor de los hermanos, y nos hace capaces de construir la historia según el designio de Dios.

Pero se equivoca quien piense que el común de los cristianos se puede conformar con una oración superficial, incapaz de llenar su vida. Especialmente ante tantos modos en que el mundo de hoy pone a prueba la fe, no sólo serían cristianos mediocres, sino “cristianos con riesgo”. En efecto, correrían el riesgo insidioso de que su fe se debilitara progresivamente, y quizás acabarían por ceder a la seducción de los sucedáneos, acogiendo propuestas religiosas alternativas y transigiendo incluso con forma de superstición.

Hace falta, pues, que la educación en la oración se convierta de alguna manera en un punto determinante de toda programación pastoral... Cuánto ayudaría que no sólo en las comunidades religiosas, sino también en las parroquiales, nos esforzáramos más, para que todo el ambiente espiritual estuviera marcado por la oración.”

Primacía de la gracia

38.- “En la programación que nos espera, trabajar con mayor confianza en una pastoral que dé prioridad a la oración, personal y comunitaria, significa respetar un principio esencial de la visión cristiana de la vida: la primacía de la gracia. Hay una tentación que insidia siempre todo camino espiritual y la acción pastoral misma: pensar que los resultados dependen de nuestra capacidad de hacer y programar. Ciertamente, Dios nos pide una colaboración real a su gracia y, por tanto, nos invita a utilizar todos los recursos de nuestra inteligencia y capacidad operativa en nuestro servicio a la causa del Reino. Pero no se ha de olvidar que, sin Cristo, «no podemos hacer nada» (cf Jn 15,5).

La oración nos hace vivir precisamente en esta verdad. Nos recuerda constantemente la primacía de Cristo y, en relación con él, la primacía de la vida interior y de la santidad. Cuando no se respeta este principio, ¿ha de sorprender que los proyectos pastorales lleven al fracaso y dejen en el alma un humillante sentimiento de frustración? Hagamos, pues, la experiencia de los discípulos en el episodio evangélico de la pesca milagrosa: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada» (Lc 5,5). Este es el momento de la fe, de la oración, del diálogo con Dios, para abrir el corazón a la acción de la gracia y permitir a la palabra de Cristo que pase por nosotros con toda su fuerza: Duc in altum! En aquella ocasión, fue Pedro quien habló con fe: «en tu palabra, echaré las redes» (ib). Permitidie al Sucesor de Pedro que, en el comienzo de este milenio, invite a toda la Iglesia a este acto de fe, que se expresa en un renovado compromiso de oración.”

Escucha de la Palabra

39.- “No cabe duda de que esta primacía de la santidad y de la oración sólo se puede concebir a partir de una renovada escucha de la palabra de Dios. Desde que el Concilio Vaticano II ha subrayado el papel preeminente de la palabra de Dios en la vida de la Iglesia, ciertamente se ha avanzado mucho en la asidua escucha y en la lectura atenta de la Sagrada Escritura. Ella ha recibido el honor que le corresponde en la oración pública de la Iglesia. Tanto las personas individualmente como las comunidades recurren ya en gran número a la Escritura, y entre los laicos mismos son muchos quienes se dedican a ella con la valiosa ayuda de estudios teológicos y bíblicos. Precisamente con esta atención a la palabra de Dios se está revitalizando principalmente la tarea de la evangelización y la catequesis. Hace falta, queridos hermanos y hermanas, consolidar y profundizar esta orientación, incluso a través de la difusión de la Biblia en las familias. Es necesario, en particular, que la escucha de la Palabra se convierta en un encuentro vital, en la antigua y siempre válida tradición de la lectio divina, que permite encontrar en el texto bíblico la palabra viva que interpela, orienta y modela la existencia”.

Anuncio de la Palabra

40.- “Alimentarnos de la Palabra para ser «servidores de la Palabra» en el compromiso de la evangelización, es indudablemente una prioridad para la Iglesia al comienzo del nuevo milenio. Ha pasado ya, incluso en los Países de antigua evangelización, la situación de una «sociedad cristiana», la cual, aún con las múltiples debilidades humanas, se basaba explícitamente en los valores evangélicos. Hoy se ha de afrontar con valentía una situación que cada vez es más variada y comprometida, en el contexto de la globalización y de la nueva y cambiante situación de pueblos y culturas que la caracteriza. He repetido muchas veces en estos años la «llamada» a la nueva evangelización. La reitero ahora, sobre todo para indicar que hace falta reavivar en nosotros el impulso de los orígenes, dejándonos impregnar por el ardor de a predicación apostólica después de Pentecostés. Hemos de revivir en nosotros el sentimiento apremiante de Pablo, que exclamaba: «Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1Cor 9,16).

Esta pasión suscitará en la Iglesia una nueva acción misionera, que no podrá ser delegada a unos pocos «especialistas», sino que acabará por implicar la responsabilidad de todos los miembros del Pueblo de Dios. Quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para sí, debe anunciarlo”.

4.-LA PEOR POBREZA DE LA IGLESIA ES LA POBREZA MÍSTICA, POBREZA DE LO QUE PREDICA Y CELEBRA

Terminado este testimonio del Papa Juan Pablo II en la Novo millennio ineunte, quisiera añadir que la mayor pobreza de la Iglesia será siempre, como ya he repetido, la pobreza mística, la pobreza de santidad, de vida de oración, sobre todo, de oración eucarística, porque no entiendo que uno quiera buscar y encontrarse con Cristo y no lo encuentre donde está más plena y realmente en la tierra, que es en la eucaristía como misa, comunión y sagrario: “Qué bien se yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche. Aquesta fonte está escondida, en este pan por darnos vida, aunque es de noche. Aquí se está llamando a las criaturas y de este agua se hartan, aunque a oscuras, porque es de noche”. Es por fe, caminando en la oración desde la fe. La iniciativa siempre parte de Dios que viene en mi busca.

Por eso, si los formadores de comunidades parroquiales, de noviciados y seminarios no tienen una profunda experiencia de oración y vida espiritual, insisto una vez más, será muy difícil que puedan guiarlas hasta la unión afectiva y existencial con Cristo. Es sumamente necesario y beneficioso para la Iglesia, que lo obispos se preocupen de estas cosas durante el tiempo propicio, que es el tiempo de formación de los seminarios, para no estar luego toda la vida sufriendo sus consecuencias negativas tanto para el apostolado como para la misma vida diocesana, por una deficiente formación espiritual.

Me duele muchísimo tener que decir esto, porque puedo hacer sufrir y me harán sufrir, pero se trata del bien de los hermanos, que han de ser formados en el espíritu de Cristo. De los seminarios y casas de formación han de salir desde el Papa hasta el último ministro de la Iglesia.

Los seminarios son la piedra angular, la base, el corazón de vida de todas las diócesis y si el corazón está fuerte, todo el organismo también, y, si por el contrario, está débil o muerto, también lo estarán las diócesis y las parroquias y los grupos y las catequesis y todos los bautizados, que deben ser evangelizados por estos sacerdotes. Prescindiendo de otros canales, que siempre hay en la vida de la Iglesia, al menos por estos entrará menos agua. Por eso, qué interés, qué cuidado, qué ocupación y preocupación tienen los buenos obispos, que hay muchos y bien despiertos y centrados, por sus seminarios, por la pastoral vocacional, por el trato familiar con los seminaristas... Este es el apostolado más importante del Obispo y de toda la diócesis; qué bendición del cielo tan especial son estos obispos, que, en su esquema de diócesis, lo primero es el seminario, los sacerdotes, la formación espiritual de los pastores. Aquí se lo juega todo la Iglesia, la Diócesis, porque es la fuente de toda evangelización. Para todo obispo, donde se ve su amor auténtico a Cristo y a su Iglesia, es su seminario y los sacerdotes. Cómo se nota cuando esto sale del alma, cuando se vive y apasiona… y cuando es un compromiso más, cuando no han llegado a esta identificación de seminario y sacerdotes con Cristo. Pidamos que Dios mande a su Iglesia Obispos que vivan su seminario.

La Iglesia, los consagrados, los apóstoles, cuanto más arriba estemos en la Iglesia, más necesitados estamos de santidad, de esta oración continua ante el Sacerdote y Víctima de la santificación, nuestro Señor Jesucristo. ¡Qué diferencias a veces entre diócesis limítrofes, entre seminarios y seminarios! ¡Qué envidia santa y no sólo por el número sino por la orientación, la espiritualidad, por todo esto que dice el Papa en su Carta Apostólica! ¡Qué alegría ver realizados los propios sueños aunque sea en diócesis hermanas! Y es la misma gente... Y estamos al lado, pero muchas de estas cosas nos pasan por ser diócesis pequeñas. Y no quiero ahondar en la herida pero hace años que ya se acabó aquello de parroquias de entrada, promoción, término...

Estando estudiando en Roma, recuerdo por lo expresiva y gráfica una frase que no he olvidado en la vida. Se habían inundado unos barrios romanos, el Papa Pablo VI fue a visitarlos y en una pancarta grande tenían escrito sus habitantes, más como aclaración resignada que como protesta: TODO NOS PASA A LOS POBRES.

Señor ¿también tenías esto presente, cuando dijiste a tu Iglesia, que los pequeños tenían que ser los preferidos? Me gustaría que este deseo tuyo se realizara con más frecuencia, no digo siempre, pero más veces; es que cuando uno lleva años y años en una diócesis pequeña... si la quieres, es mucho lo que se sufre. Hermanos, perdonad mi dureza. Casi todos los obispos nos dieron las gracias al marcharse a otras diócesis porque aquí aprendieron a ser obispos... Es que somos diócesis de entrada.

La Iglesia, los consagrados, los apóstoles, cuanto más arriba estemos en la Iglesia, más necesitados estamos de santidad, de esta oración continua ante el Sacerdote y Víctima de la santificación, nuestro Señor Jesucristo.

4.-IMPORTANCIA DE LA ORACIÓN EUCARÍSTICA ANTE EL SAGRARIO PARA EL MINISTERIO  SACERDOTAL Y PARROQUIAL

“Adoro te devote, latens Deitas...” Te adoro devotamente, oculta Divinidad... Queridos hermanos y amigos sacerdotes del arciprestazgo, nuestra primera mirada sea para el Señor, presente en medio de nosotros, bajo el signo sencillo, pero viviente del pan consagrado. Jesús, Sacerdote y Pastor supremo, te adoramos devotamente en este pan consagrado. Toda nuestra vida y nuestro corazón ante Ti se inclinan y arrodillan, porque quien te contempla con fe, se extasía y desfallece de amor.

Como estoy ante muy buenos latinistas, -en nuestro tiempo se estudiaba y se sabía mucho latín,- tengo que advertir que la traducción del himno es libre, pero así expreso mejor nuestros sentimientos de admiración sacerdotal ante este misterio de amor de Jesús hacia los hombres, sus hermanos. Nos amó hasta el extremo del tiempo y del espacio, hasta el extremo del amor y de sus fuerzas: “Yo estaré siempre con vosotros hasta el final de los tiempos”. Ordinariamente comentamos esta promesa del Señor en la vertiente que mira hacia Él, es decir, su amor extremo y deseo de permanecer junto a nosotros. Pero me gustaría también que fuera nuestra respuesta en relación con Él: Señor, nosotros estaremos siempre contigo en respuesta de amor ante tu presencia sacramentada en la Eucaristía.

Si el Señor se queda, es de amigos corresponder a su presencia eucarística, porque el sagrario para nosotros no es un objeto más de la iglesia ni su imagen, es Cristo en persona, vivo y resucitado, con toda su vida y hechos salvadores para nuestras parroquias y para nuestra vida y apostolado.

Por eso me atrevo a deciros, que todos los creyentes, pero especialmente nosotros, los sacerdotes, que además servimos de ejemplo para nuestros feligreses, tenemos que vigilar mucho nuestro comportamiento con el sagrario, es decir, con Jesucristo vivo y en persona, con su presencia eucarística, pues nos jugamos toda nuestra vida personal y apostólica en relación con Él, porque Jesucristo Eucaristía no es una parte del evangelio, de la salvación, de la liturgia o de la teología, es todo el evangelio, toda la salvación, Cristo entero y completo, Dios y hombre verdadero, es la vid, de la cual todos nosotros somos sarmientos.

Repito que hay que tener mucho cuidado con nuestro comportamiento con la Eucaristía. Pongamos un ejemplo: si después de la Eucaristía, hablo y me comporto en la iglesia, como si Él no estuviera allí, como si estuviera en un salón, entonces me cargo todo lo que he celebrado y predicado, porque este comportamiento lo destroza y pisotea y no soy coherente con la verdad celebrada y predicada, que es Cristo, que permanece vivo, vivo y resucitado para ayudarnos en todo. Estas cosas que se refieren al Señor, sobre todo, a la Eucaristía, hay que decirlas con mucha humildad, porque hay que decirlas también con mucha verdad y esto no es siempre agradable. En estos momentos estamos en su presencia y no podemos engañarle ni engañarnos, no puedo ni debo, porque os quiero y deseo deciros verdades a veces un poco desagradables, lo cual es doloroso, máxime siendo uno también pecador, necesitado de perdón y comprensión.

Padre amoroso del pobre;

don, en tus dones espléndido;

luz que penetras las almas;

fuente del mayor consuelo.

 

Ven, dulce huésped del alma,

descanso de nuestro esfuerzo,

tregua en el duro trabajo,

brisa en las horas de fuego,

gozo que enjuga las lágrimas

y reconforta en los duelos.

 

Entra hasta el fondo del alma,

divina luz, y enriquécenos.

Mira el vacío del hombre

si tú le faltas por dentro;

mira el poder del pecado

cuando no envías tu aliento.

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Jesu, dulcis memoria,

dans vera cordis gaudia:

sed super mel et omnia,

ejus dulcis praesentia.

Nil canitur suavius,

nil auditur jucundius,

nil cogitatur dulcius,

quan Jesus Dei Filius.

Jesu spes paenitentibus,

quam pius est petentibus,

quam bonus te querentibus,

sed quid invenientibus.

Nec lingua valet dicere,

nic littera exprimere:

expertus potest credere,

quid sit Jesum diligere.

Sis Jesu nostrum gaudium,

qui es futurus praemium:

sit nostra in te gloria,

per cuncta saecula. Amen.

“¡Oh Jesús, dulce recuerdo siempre en mi memoria, que das los verdaderos gozos del corazón! Tu presencia es más dulce que la miel y que todas las cosas.

No se puede cantar nada más suave, ni oir nada con más júbilo, ni pensar nada más dulce, que Jesús, el Hijo de Dios.

Jesús, Tú eres la esperanza para los arrepentidos, qué generoso para los que te suplican, cuán bueno para todos los que te buscan y qué decir para los que te encuentran. Ni la lengua sabe decir ni la letra puede expresar lo que es amar a Jesús; sólo puede saberlo el que lo experimenta.

Jesús, que seas Tú siempre nuestro gozo, nuestro último premio; que seas Tú nuestra gloria por todos los siglos. Amén.

ADORO TE DEVOTE

1.  Adoro te devote, látens Déitas,

Quae sub his figúris vere látitas,

Tíbi se cor meum totum subjicit,

Quia te contémplans totum déficit.

2. Vísus, táctus, gústus in te fállitur,

Sed audítu sólo tuto créditur

Crédo quidquid dixit Déi Fílius:

Nil hoc vérbo veritátis vérius.

 

3.  In crúce latébat sóla Déitas,

At hic látet simul et humánitas

Ambo tamen crédens atque cónfitens,

Péto quod petívit látro paénitens.

 

4. Plágas, sicut Thómas, non intúeor

Déum tamen méum te confiteor

Fac me tíbi semper magis crédere,

in te spem habére, te dilígere.

 

5. O memoriále mórtis Dómini,

Pánis vivus vítam praéstans hómini,

Praésta méae ménti de te vívere,

Et te illí semper dúlce sápere.

 

6.  Píe pellicáne Jésu Dómine,

Me immundum múnda túo sánguine,

Cújus úna stilla sálvum fácere

Tótum múndum posset ab ómni scélere.

 

7.  Jesu, quem velatum nunc aspicio,

Quando fiat illud quod tan sitio:

Ut te revelata cernens facie,

Visu sim beatus tuae gloriae.

Amen

(Versión castellana)

1.  Te adoro con fervor, deidad oculta,

que estás bajo estas formas econdida;

a ti mi corazón se rinde entero,

y desfallece todo si te mira.

 

2. Se engaña en ti la vista, el tacto, el gusto.

     Mas tu palabra engendra fe rendida;

     cuanto el Hijo de Dios ha dicho, creo;

     pues no hay en verdad cual la verdad divina.

 

3. En la cruz la deidad estaba oculta,

     aquí la humanidad yace escondida;

     y ambas cosas creyendo y confesando,

     imploro yo lo que imploraba Dimas.

 

4. No veo, como vio Tomás, tus llagas,

     mas por su Dios te aclama el alma mía:

     haz que siempre, Señor, en ti yo crea,

     que espere en ti, que te ame sin medida.

 

5. Oh memorial de la pasión de Cristo,

     oh pan vivo que al hombre das la vida:

     concede que de ti viva mi alma,

     y guste de tus célicas delicias.

 

6. Jesús mío, pelícano piadoso,

     con tu sangre mi pecho impuro limpia,

     que de tal sangre una gotica puede

     todo el mundo salvar de su malicia.

 

7.  Jesús, a quien ahora miro oculto,

     cumple, Señor, lo que mi pecho ansía:

     que a cara descubierta contemplándote,

     por siempre goce de tu clara vista. Amén.

 

También puedes rezar: “Sagrado banquete en que Cristo es nuestra comida, se celebra el memorial de su pasión, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura...” siempre despacio y meditando e interiorizando sus conceptos, contándole tu vida de ayer y lo que piensas hacer hoy, suplicando, pidiendo perdón y ayuda... “Oh Dios, que en este sacramento admirable nos dejaste el Memorial de tu Pasión, te pedimos nos concedas venerar, celebrar y participar del tal modo los sagrados misterios de tu Cuerpo y de tu Sangre, que experimentemos siempre en nosotros los frutos de tu Redención. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amen”.

5.- Te repito que aunque lleves años y años haciendo oración, el tener un esquema propio y fijo de oración facilita mucho el comienzo de la misma; luego tú lo vas rellenando de tus propias ideas, sentimientos, peticiones, sanas distracciones, pero sabes siempre dónde volver y retomar el diálogo con el Señor, para no dudar continuamente en los comienzos o al medio o al final, para saber cómo hay que comenzar siempre, porque, al principio, el simple estar en su presencia, el simple mirar o contemplar es difícil por muchos motivos y se necesitan ayudas para estar ocupados y no distraerse.

Puedes valerte de jaculatorias, versículos breves de las Horas, oraciones litúrgicas o hechas por otros y que a tí te gusten o te digan algo. Finalmente y siempre, como cuarta invocación, oración o encuentro fijo, la invocación a la Virgen, nuestra madre y modelo en la fe y en la oración y en el amor y en todo, con antífonas preciosas según los tiempos litúrgicos, sobre todo en latín, que puedes traducir, o cantos o súplicas populares: “Ave maris Stella”; “Ave, regina coelorum”; “Alma redemptoris Mater”; “O gloriosa Virginum”; “Salve, mater misericordiae”; “Sub tuum presidium”; “Virgo Dei Genitrix”.

En castellano tienes el rezo del Angelus; “Oh Señora mía, oh Madre mía”...

             PIROPO A LA VIRGEN

                        ¡Salve

                        María,

                        Hermosa nazarena,

                        Virgen bella,

                        Madre sacerdotal,

                    Madre del alma

                        Cuánto me quieres

                        Cuánto te quiero

                        Gracias por haberme dado a tu Hijo,

                        Gracias por haberme llevado hasta Él,

                        Y gracias también por querer ser mi   

                     Madre,

                        Mi Madre y mi Modelo.

                        Gracias!

 

ANGELUS

                        El ángel del Señor anunció a María.

                        Y concibió por obra del Espíritu Santo

                        (Dios te salve, Maria…)

He aquí la esclava del Señor.

                        Hágase en mí según tu palabra.

                        Y el Hijo de Dios se hizo hombre.

                        Y habitó entre nosotros

                        Ruega por nosotros, Santa Madre de Dios.

                        Para que seamos dignos de alcanzar las

                        promesas de Jesucristo.

Oremos: Te rogamos, Señor, que infundas tu gracia en nuestras almas; para que los que hemos conocido, por el anuncio del ángel, la Encarnación de tu Hijo Jesucristo, por su pasión y su cruz, seamos llevados a la gloria de la resurrección. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

REGINA COELI, LAETARE (Pascua)

Alégrate, Reina del cielo, aleluya;

Porque el que mereciste llevar en tu seno, aleluya;

Ha resucitado como dijo, aleluya;

Ruega por nosotros a Dios, aleluya;

Gózate y alégrate, Virgen María, aleluya;

Porque ha resucitado el Señor verdaderamente,

aleluya.

Oremos: Oh Dios, que te has dignado alegrarnos por la resurrección de tu Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, te pedimos, nos concedas, por la intercesión de su Madre, la Virgen María, alcanzar los gozos eternos. Por el mismo Jesucristo Nuestro Señor. Amén.

CONSAGRACIÓN A LA VIRGEN

¡Oh Señora mía! ¡Oh Madre mía! Yo me ofrezco enteramente a Tí, y en prueba de mi filial afecto, te consagro en este día, mis ojos, mis oidos, mi lengua, mi corazón; en una palabra: todo mi ser; ya que soy todo tuyo, Madre de bondad, guárdame y defiéndeme como cosa y posesión tuya. Amén.

5.- BREVE ITINERARIO DE LA ORACIÓN EUCARÍSTICA

Queridos hermanos, es tanto lo que me gusta estar en oración con vosotros y tantísimo lo que debo a esta presencia de Jesús sacramentado, confidente y amigo, que me lanzo sin reparar mucho cómo pueda hacerlo ni a dónde llegar. Todo quiere ir con amor, con verdad, con humildad, actitudes propias del que se siente agradecido pero a la vez, deudor, ahora y más tarde y siempre a su presencia eucarística. Deudor es traducción de limitado en cualidades y amor, finito en perfecciones, pecador en activo. Pero esto no me impide hablar de Él y de su presencia eucarística aunque sea deficitario ante ella.

Dice el Vaticano II, en el Decreto sobre el Ministerio y Vida de los Presbíteros: “Pero los demás sacramentos, al igual que todos los ministerios eclesiásticos y las obras del apostolado, están unidos con la Eucaristía y hacia ella se ordenan. Pues en la sagrada Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona, nuestra Pascua y pan vivo, que, por su carne vivificada y que vivifica por el Espíritu Santo, da la vida a los hombres, que de esta forma son invitados y estimulados a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas las cosas creadas juntamente con Él. Por lo cual, la Eucaristía aparece como fuente y cima de toda evangelización...La casa de oración en que se celebra y se guarda la sagrada Eucaristía y se reúnen los fieles, y en la que se adora para auxilio y solaz de los fieles la presencia del Hijo de Dios, nuestro Salvador, ofrecido por nosotros en el ara sacrificial, debe estar limpia y dispuesta para la oración y para las funciones sagradas. En ella son invitados los pastores y los fieles a responder con gratitud a la dádiva de quien...” (PO 5).

Ante esta doctrina teológica y litúrgica, tan clara del Concilio, nosotros debemos preguntarnos cómo la estamos viviendo, si verdaderamente Cristo Eucaristía es el centro de nuestra vida personal y apostólica, hacia dónde está orientado nuestro apostolado, a dónde apuntamos y queremos llegar. Porque hasta dónde llegaron los mejores Apóstoles y ministros y cristianos que ha tenido la Iglesia, cómo vivieron, trabajaron y recibieron fuerzas para el camino, sí lo sabemos por sus vidas, su apostolado y sus escritos. Ni un sólo apóstol fervoroso, ni un sólo santo que no fuera eucarístico. Ni uno sólo que no haya sentido necesidad de Eucaristía, de oración eucarística, que no la haya vivido y amado, ni uno solo. Aquí lo aprendieron todo. Y de aquí sacaron la luz y la fuerza necesarias para desarrollar luego su actividad o el carisma propio de cada uno, muy diversos unos de otros, pero todos bebieron en la fuente de la Eucaristía, que mana y corre siempre abundantemente, “aunque es de noche”, aunque tiene que ser por la fe. Todos pusieron allí su tienda, el centro de sus miradas, pasando todos los días largos ratos con Él, primero en fe seca, como he dicho, a palo seco, sin sentir gran cosa, luego poco a poco pasaron de acompañar al Señor a sentirse acompañados, ayudados, fortalecidos, una veces rezando, otras leyendo, otras meditando con libros o sin libros, en oración discursiva, mental, avanzando siempre en amistad personal, otras, más avanzados, dialogando, “tratando a solas”, trato de amistad, oración afectiva, luego con una mirada simple de fe, con ojos contemplativos, silencio, quietud, simple mirada, recogimientos de potencias, una etapa importante, se acabó la necesidad del libro para meditar y empieza el tú a tú, simple mirada de amor y de fe, “noticia amorosa” de Dios, “ciencia infusa”, “contemplación de amor”.

Señor, ahora empiezo a creer de verdad en Ti, a sentir tu presencia y ayuda, ahora sí que sé que eres verdad y vives de verdad y estás aquí de verdad para mí, no solo como objeto de fe sino también de mi amor y felicidad. Hasta ahora he vivido de fe heredada, estudiada, examinada y aprobada, que era cosa buena y estaba bien, pero no me llenaba, porque muchas veces era puro contenido teórico; ahora, Señor, te siento viviente, por eso me sale espontáneo el diálogo contigo, ya no digo Dios, el Señor, es decir, no te trato de Ud, sino de tú a tú, de amigo a amigo, mi fe es mía, es personal y viva y afectiva, lo que yo veo y contemplo, no puramente heredada, me sale el diálogo y la relación directa contigo. Te quiero, Señor, y te quiero tanto que deseo voluntariamente atarme a la sombra de tu santuario, para permanecer siempre junto a ti, mi mejor amigo.

Ahora empiezo a comprender este misterio, todo el evangelio, pasajes y hechos que había entendido de una forma determinada hasta ahora, ya los comprendo totalmente de una forma diferente, porque tu Espíritu me lleva hasta “la verdad completa”; ahora todo el evangelio me parece distinto, es que he empezado a vivirlo y gustarlo de otra forma. Ahora, Señor, es que te escucho perfectamente lo que me dices desde tu presencia eucarística sobre tu persona, tu manera de ser y amar, sobre tu vida, sobre el evangelio, ahora lo comprendo todo y me entusiasma porque lo veo realizado en la Eucaristía y esto me da fuerzas y me mete fuego en el alma para vivirlo y predicarlo. Realmente tu persona, tus misterios, tu evangelio no se comprenden hasta que no se viven.

Santa Teresa, refiriéndose a la etapa de su vida en que no se entregó totalmente a Dios, elogia sus ratos de oración, donde al estar delante de Dios, sentía cómo Dios la corregía: “...porque, puesto que siempre estamos delante de Dios, paréceme a mí es de otra manera los que tratan de oración, porque están viendo que los mira; que los demás podrá ser estén algunos días que aun no se acuerden que los ve Dios. Verdad es que, en estos años, hubo muchos meses -y creo que alguna vez año- que me guardaba de ofender al Señor y me daba mucho a la oración, y hacía algunas y hasta diligencias para no le venir a ofender”[27]. La presencia de Dios en la oración, máxime si es tan cercana, como la presencia eucarística, no se aguanta, si uno no está dispuesto a convertirse.

Señor, qué alegría sentirte como amigo, para eso instituiste este sacramento, no quiero dejarte jamás, y unas veces me enciendo en tu amor y te prometo no apartarme jamás de la sombra de tu santuario; otras veces, me corriges y empiezas a decirme mis defectos: quita esa soberbia, ese buscarte que tienes tan dentro, y salgo decidido a ponerlo en práctica con tu ayuda; otras veces me siento de repente lleno de tus sentimientos y actitudes y quiero amar a todos, perdonarlo todo y así van pasando los días y cada vez más juntos:“Tú en mí y yo en ti, que seamos uno, como el Padre está en mí y yo en el Padre”.

Otras veces, por el contrario, todo se viene abajo y soy yo el que digo: Señor, ayúdame, he vuelto a caer otra vez en el pecado, de cualquier clase que sea, y cómo se siente el perdón y la misericordia del Señor, cómo le vemos a Cristo salir del sagrario y acercarse y arrodillarse y lavar nuestros pies, nuestros pecados y oigo su voz: “Vete en paz, yo no te condeno”, y qué alegría siente uno, porque siente verdaderamente el abrazo y el beso de Cristo: “El padre lo besó y abrazó y dijo...”, sentir todo esto y saber que del pecado de ahora y de siempre no queda ni rastro en mi alma y menos en el corazón y la memoria de Dios. Y entonces es cuando por amar y sentir el amor de Cristo, uno empieza a tratar de no pecar y corregirse más por no querer disgustarle y no romper el amor y la unión con Él que por otros motivos.

¡Cuánta soberbia a veces en nuestras tristezas por los pecados, en nuestros arrepentimientos llenos de depresión por no reconocernos débiles y pecadores, por lo que somos y de donde no podemos salir con nuestras propias fuerzas sino con la ayuda de Dios! ¡Cuánto dolor o amargura soberbia! Nos parecemos al fariseo, deseamos apoyarnos en nosotros, en una vida limpia para acercarnos a Dios mirándole como de igual a igual, sin tener necesidad siempre de su gracia y ayuda, como si no le debiéramos nada y no fuéramos simples criaturas. Nuestro deseo debe ser ofrecer a Dios una vida limpia, pero si caemos, Él siempre nos sigue amando y perdonando, siempre nos lava de nuestros pecados. Que sólo Dios es Dios, y todos los demás estamos necesitados de su gracia y de su perdón, de la conversión permanente, en la que los pecados prácticamente no nos alejan de Dios porque no los queremos cometer, no queremos pecar, pero “el espíritu está pronto, pero la carne es débil”. ¿Hasta qué punto puede pecar uno que no quiere pecar?

Siendo humildes y verdaderos hijos, ni el mismo pecado puede separarnos de Dios, si nosotros no queremos pecar, nada ni nadie nos puede separar del amor de Cristo, si vivimos en conversión sincera y permanente, si no queremos pecar e instalarnos en el pecado, en la lejanía de Dios: “Quién podrá apartarnos del amor de Cristo? ¿la aflicción? la angustia?¿la persecución?,¿el hambre?¿la desnudez? ¿el peligro?¿la espada? En todo esto vencemos fácilmente por aquel que nos ha amado” (Rm 8, 35.37). Por el contrario, cuando uno no vive en esta dinámica de conversión permanente, se le olvidan hasta los medios sobrenaturales, que debe emplear y aconsejar para salir de su mediocridad espiritual. Y si un sacerdote no sabe dirigirse a sí mismo, no sé cómo podrá hacerlo con los demás. Y esto lo comprueba la experiencia.

Hay que decirlo claro, aunque duela: no hago oración, me aburre Cristo, rehuyo el trato personal con Él, no puedo trabajar con entusiasmo por Él, no puedo predicarlo con entusiasmo. Lo peor es si esto se da en los que tienen misión de formar o dirigir a otros hermanos. Las consecuencias son funestas para la diócesis, sobre todo, si se mantiene durante años y años, porque, al no vivir esta experiencia de amistad con Cristo, este deseo de santidad, no vivir este camino de la oración, no lo pueden inculcar ni pueden entusiasmar con Él y a sufrir en silencio, viendo instituciones esenciales para una diócesis que no marchan bien por ignorancia de las cosas espirituales de parte de los responsables; sólo te queda el rezar para que Dios haga un milagro y supla tantas deficiencias, porque si hablas o te interesas por ello, estás “faltando a la caridad...”

No puedo producir frutos de santidad, si no permanezco unido a Cristo. Lo ha dicho bien claro Él: “Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no lleve fruto, lo cortará; y todo el que dé fruto, lo podará, para que dé más fruto... Como el sarmiento no puede dar fruto de sí mismo si no permaneciere en la vid tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid. Vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada. El que no permanece en mí es echado fuera, como el sarmiento, y se seca, y los amontonan y los arrojan al fuego para que ardan. Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que quisiereis y se os dará. En esto será glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto, y así seréis discípulos míos” (Jn 15,1-8).

Hace mucho tiempo que no me predican este evangelio. En mi seminario sí me lo predicaron muchas veces y a todos los de mi generación. El apostolado, en definitiva, consiste en que Cristo sea conocido y amado y seguido como único Salvador del mundo y de los hombres. Cómo hacerlo si yo personalmente no me siento salvado, no me siento unido y entusiasmado con Cristo, si fallo en mi oración personal con Él.

Meditemos aquí, hermanos, en la presencia del Señor, en la sinceridad de nuestro apostolado. Seamos coherentes. Mi oración personal, sobre todo, eucarística, es el sacramento de mi unión con el Señor y por eso mismo se convierte a la vez en un termómetro que mide mi unión, mi santidad, mi eficacia apostólica, mi entusiasmo por Él: “Jesús llamó a los que quiso para que estuvieran con Él y enviarlos a predicar”. Primero es “estar con Él”, lógico, luego: “enviarlos a predicar”. Antes de salir a predicar, el apóstol debe compartir la comunión de ideales y sentimientos y orientaciones con el Señor que le envía. Y todos los Apóstoles que ha habido y habrá espontáneamente vendrán a la Eucaristía para recibir orientación, fuerza, consuelo, apoyo, rectificación, nuevo envío.

El sacerdote tiene la dimensión profética y debe ser profeta de Cristo, porque ha sido llamado a hablar en lugar de Cristo. Pero además está llamado a ser su testigo y para eso debe saber y haber visto y experimentado lo que dice. Uno no puede ser testigo de Cristo, si no lo ha visto y sentido en su corazón y en su vida. Juan Bautista fue profeta,“la voz que clama en el desierto, preparar el camino del Señor” (Jn 1,24), pero también testigo en el mismo vientre de su madre, donde sintió la presencia del Mesías: “Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo para dar testimonio de la luz, para que por Él todos vinieran a la fe” (Jn 1,6-8).

El presbítero, tanto en su dimensión profética como sacerdotal, tiene que sustituir a Cristo, es un sustituto de Cristo en la proclamación de la Palabra y en la celebración de sus misterios, y esto le exige y le obliga, al hacerlo “in persona Christi”, vibrar y vivir la vida y los mismos sentimientos de Cristo. El profeta no tiene mensaje propio sino que debe estar siempre a la escucha del que le envía para transmitir su mensaje. Y para todo esto, para ser testigos de la Palabra y del amor y de la Salvación de Cristo, no basta saber unas cuantas ideas y convertirse en un teórico de la vida y del evangelio de Cristo. El haber convivido con Él íntimamente durante largo tiempo, con trato diario, personal y confidente, es condición indispensable para conocerle y predicarlo. Y esta convivencia íntima con el amigo no puede interrumpirse nunca a no ser que se rompa la amistad.

Como dije antes, estar con el amigo y amarlo y seguirlo se conjugan igual y con que una de estas condiciones no se dé, me da igual cuál sea, el nudo se rompe: si no oro, no amo-convierto-vivo como Él; si me canso de orar, me canso de amar- convertirme a Él-vivir como Él; por otra parte, si cambio el lugar de estos verbos, todo sigue igual: por ejemplo, si no amo, si no me convierto, no oro, y si me canso de amar y convertirme, me canso de orar y ya se acabó la vida espiritual, al menos, la fervorosa. Y en afirmativo, todo también es verdad: si oro, amo y me convierto; si amo, también oro y me convierto y si vivo en una dinámica de conversión permanente, es porque oro y amo.

Por eso, y no hay que escandalizarse, es natural que a veces no estemos de acuerdo en programaciones pastorales de conjunto, en la forma de administrar los sacramentos, cuando estas no llevan hasta donde deben ir. Cada uno tiene el apostolado conforme al concepto de Iglesia-parroquia que tiene, y cada uno tiene el concepto de Iglesia-parroquia-apostolado conforme al conocimiento y vivencia que tiene de Cristo, porque la Eclesiología es Cristología en acción, la Iglesia es el Cuerpo de Cristo en el tiempo, y cada uno, en definitiva, tiene el concepto de Cristo y de Cristología y de Eclesiología que vive, no el que aprendió en Teología, porque lo que aprendió en la Teología, si no se vive, termina olvidándose, como lo demuestra la vida y la experiencia de la Iglesia: realmente creemos lo que vivimos y vivimos lo que creemos. Se puede tener un doctorado en Cristología y vivir sin Cristo. Este conocimiento de Cristo por amor se consigue principalmente en ratos de oración eucarística. De aquí la necesidad, tantas veces repetida por el Señor, por el Magisterio de la Iglesia, por los verdaderos apóstoles de todos los tiempos de que los obispos y sacerdotes y los responsables del pastoreo de la Iglesia sean hombres de oración, aspiren a la santidad, cuyo camino principal es la oración».

7.- CLAUSURA DEL CONGRESO EUCARÍSTICO NACIONAL DE SANTIAGO.

Al transcribir esta meditación en el verano del 2001, me encontré con un texto de la Clausura del Congreso Eucarístico Nacional de Santiago, que paso gustoso a copiar:

“Aprender esta donación libérrima de uno mismo es imposible sin la contemplación del misterio eucarístico, que se prolonga, una vez celebrada la Eucaristía, en la adoración y en otras formas de piedad eucarística, que han sostenido y sostienen la vida cristiana de tantos seguidores de Jesús. La oración ante la Eucaristía, reservada o expuesta solemnemente, es el acto de fe más sencillo y auténtico en la presencia del Señor resucitado en medio de nosotros. Es la confesión humilde de que el Verbo se ha hecho carne, y pan, para saciar a su pueblo con la certeza de su compañía. Es la fe hecha adoración y silencio.

Una comunidad cristiana que perdiera la piedad eucarística, expresada de modo eminente en la adoración, se alejaría progresivamente de las fuentes de su propio vivir. La presencia real, substancial de Cristo en las especies consagradas es memoria viva y actual de su misterio pascual, señal de la cercanía de su amor “crucificado” y “glorioso”, de su Corazón abierto a las necesidades del hombre pobre y pecador, certeza de su compañía hasta el final de los tiempos y promesa ya cumplida de que la posesión del Reino de los cielos se inicia aquí, cuando nos sentamos a la mesa del banquete eucarístico.

Iniciar a los niños, jóvenes y adultos en el aprecio de la presencia real de Cristo en nuestros tabernáculos, en la “visita al Santísimo”, no es un elemento secundario de la fe y vida cristiana, del que se puede prescindir sin riesgo para la integridad de las mismas; es una exigencia elemental que brota del aprecio a la plena verdad de la fe que constituye el sacramento: ¡Dios está aquí, venid, adorémosle! Es el test que determina si una comunidad cristiana reconoce que la resurrección de Cristo, cúlmen de la Pascua nueva y eterna, tiene, en la Eucaristía, la concreción sacramental inmediata, como aparece en el relato de Emaús.

Recuperar la piedad eucarística no es sólo una exigencia de la fe en la presencia real de Cristo, sacerdote y víctima, en el pan consagrado, alimento de inmortalidad; es también, exigencia de una evangelización que quiera ser fecunda según el estilo de vida evangélico. ¿No sería obligado preguntarse en esta ocasión solemnísima, si la esterilidad de muchos planteamientos pastorales y la desproporción entre muchos esfuerzos, sin duda generosos, y los escasos resultados que obtenemos, no se debe en gran parte a la escasa dosis de contemplación y de adoración ante el Señor en la Eucaristía? Es ahí donde el discípulo bebe el celo del maestro por la salvación de los hombres; donde declina sus juicios para aceptar la sabiduría de la cruz; donde desconfía de sí para someterse a la enseñanza de quien es la Verdad; donde somete al querer del Señor lo que conviene o no hacer en su Iglesia; donde examina sus fracasos; recompone sus fuerzas y aprende a morir para que otros vivan. Adorar al Señor es asegurar nuestra condición de siervos y reconocer que ni“el que planta es algo ni el que riega, sino Dios que hace crecer” (1Cor 3,7). Adorar a Cristo es garantizar a la Iglesia y a los hombres que el apostolado es, antes de obra humana, iniciativa de Dios que, al enviar a su Hijo al mundo, nos dio al Apóstol y Sacerdote de nuestra fe.”

8..- LA EUCARISTIA ES VIDA SACERDOTAL DE CRISTO EN NOSOTROS.

Queridos hermanos sacerdotes, qué claro y evangélico es este texto del Congreso Eucarístico que acabo de transcribir. Por todo esto qué necesario es que el apóstol vuelva con frecuencia a estar con Jesús para comprobar la autenticidad y la continuidad de la entrega primera. Fuera de ese trato personal e íntimo con el Señor no tienen valor ninguno ni las genialidades apostólicas ni la perfección técnica de los programas pastorales. Si la Eucaristía es el centro y culmen de toda la vida apostólica de la Iglesia, ¿cómo prescindir prácticamente de ella en mi vida personal? ¿cómo podrá estar centrado mi apostolado, cómo entusiasmar a mi gente, a mi parroquia con la Eucaristía, con Jesucristo, con su mensaje, cómo hacer que la valoren y la amen, si yo personalmente no la valoro en mi vida? ¿De qué vale que la Eucaristía sea teológica y vitalmente centro y cúlmen de toda la vida de la Iglesia, si al no serlo para mí, impido que lo sea para mi gente? Entonces ¿qué les estoy dando, enseñando a mis feligreses? Si creyéramos de verdad lo que creemos, si mi fe estuviera en vela y despierta, me encontraría con Él y cenaríamos juntos la cena de la amistad eucarística y encontraría el sentido pleno a mi vida sacerdotal y apostólica.

Durante siglos, muchos cristianos no tuvieron otra escuela de teología o de formación o de agentes pastorales, como ahora decimos, no tuvieron otro camino para conocer a Cristo y su evangelio, otro fundamento de su apostolado, otra revelación que el sagrario de su pueblo. Allí lo aprendieron y lo siguen aprendiendo todo sobre Cristo, sobre el evangelio, sobre la vida cristiana y apostólica, allí aprendieron humildad, servicio, perdón, entusiasmo por Cristo, hasta el punto de contagiarnos a nosotros, porque la fe y el amor a Cristo se comunican por contagio, por testimonio y vivencia, porque cuando es pura enseñanza teórica, no llega a la vida, al corazón; allí lo aprendieron directamente todo y únicamente de Cristo, en sus ratos de silencio y oración ante el sagrario. Y luego escucharemos a San Ignacio en los Ejercicios Espirituales: “Que no el mucho saber harta y satisface al ánima sino el sentir y gustar de las cosas internamente...” Sentir a Cristo, gustar a Cristo cuesta mucho, hay que dejar afectos, hay que purificar, hay que pasar noches y purificaciones del sentido y del espíritu, que nos vacían de nosotros mismos, de nuestros criterios y sentidos para llenarnos de Cristo.

Queridos amigos, por todo esto y por muchas más cosas, la Eucaristía es la mejor escuela de oración, santidad y apostolado, es la mejor escuela de formación permanente de los sacerdotes y de todos los cristianos. Junto al sagrario se van aprendiendo muchas cosas del Padre, de su amor a los hombres, de su entrega al mundo por el envío de su Hijo, de las razones últimas de la encarnación de Cristo, de su sacerdocio y el nuestro, del apostolado, de la conversión, de la paciencia de Dios, de la misericordia de Dios ante el olvido de los hombres...

Y cuando se vive en esta actitud de adoración permanente eucarística, aunque haya fallos, porque somos limitados y finitos, no pasa nada, absolutamente nada, si tú has descubierto el amor del Padre entregando al Hijo por ti, desde cualquier sagrario, porque ese Dios y ese Hijo son verdaderamente Padre comprensivo y amigo del alma que te quieren de verdad, porque Él sabe bien este oficio y te pone sobre sus hombros y se atreve a cantar una canción de amor mientras te lleva al redil de su corazón o, como Padre del hijo pródigo, no te deja echar el rollo que todos nos preparamos para excusarnos de nuestros pecados y debilidades, porque solo le interesas Tú.

Una de las cosas por las que más he necesitado de la Eucaristía es por la misericordia de Cristo, la he necesitado tanto, tanto... y la sigo necesitando, soy pecador en activo, no jubilado. Allí he vuelto a sentir su abrazo, a escuchar su palabra: “te perdono…preparad la cena, los zapatos nuevos, el vestido nuevo... sígueme... vete en paz, te envío como yo he sido enviado, no tengáis miedo, yo he vencido al mundo... estaré con vosotros hasta el final...” Él siempre me ha perdonado, siempre me ha abrazado, nunca me ha negado su misericordia. Eso sí, siempre hay que levantarse, conversión permanente, reemprender la marcha; si esto falla, no hay nada, si uno deja de convertirse le sobra todo, la Eucaristía, la oración, la gracia, los sacramentos, le sobra hasta Dios, porque para vivir como vivimos muchas veces, nos bastamos a nosotros mismos.

Queridos hermanos, cuánta teología, cuánta liturgia, cuán- to apostolado y eficacia apostólica hay en un sacerdote de rodillas o sentado junto al sagrario media hora o veinte minutos todos los días. Está diciendo que Cristo ha resucitado y está con nosotros; si ha resucitado, todo lo que dijo e hizo es verdad, es verdad todo lo que sabe de Cristo y de la Iglesia, todo lo que estudió, es verdad toda su vida, todo su sacerdocio y su apostolado. Junto a Cristo Eucaristía, todo su ser y actuar sacerdotal adquiere luz, fuerza, verdad y autenticidad; está diciendo que cree todo el evangelio, las partes que cuestan y las que no cuestan, que cree en la Eucaristía y lo que permanece después de la Eucaristía, lo que hacen sus manos sacerdotales, que cree, venera y adora a Cristo y todo su misterio, todo lo que ha hecho y ha dicho Cristo. ¡Qué maravilla ser sacerdote! No os sorprendáis de que almas santas, de fe muy viva, hayan sentido y vivido y expresado su emoción respecto al sacerdocio, besando incluso sus pisadas, como testimonio de su amor y devoción

9..- GRANDEZA DEL SACERDOCIO.

Empezó el mismo Jesús exagerando su grandeza, en la misma noche de la institución, postrándose humildemente de rodillas ante los Apóstoles y los futuros sacerdotes, para lavarles los pies y el corazón y todo su ser para poder recibir este sacramento: “les dijo: ya no os llamaré siervos, os llamo amigos, porque un siervo no sabe lo que hace su señor, a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que me ha dicho mi Padre os lo he dado a conocer...” (Jn 15,14). Y eso se lo sigue diciendo el Señor a todos y cada uno de los sacerdotes, a los que elige y consagra por la fuerza de su Espíritu, que es Espíritu Santo, para que sean presencia y prolongación sacramental de su Persona, de su Palabra, de su Salvación y de su Misión.

Es grande ser sacerdote por la proximidad a Dios, por la identificación con la persona y el misterio de Cristo, por la continuidad de su tarea, por la eficacia de su poder: “Esto es mi cuerpo, esta es mi sangre”; por la grandeza de su misericordia: “Yo te absuelvo de tus pecados”, “yo te perdono”;por la abundancia de gracias que reparte: “yo te bautizo” “El cuerpo de Cristo”. El sacerdote es sembrador de eternidades, cultivador de bienes eternos, recolector de las vidas eternas de los hijos de Dios, a los que introduce ya en la tierra en la amistad con el Dios Trino y Uno.

¡Qué grande es ser sacerdote! ¡Qué grande y eficaz es el sacerdote junto al Sagrario! ¡Qué apostolado más pleno y total! ¡Cómo sube de precio y de calidad su ser y existir junto al Señor! ¡Cómo se transparentan y se clarifican y se verifican las vidas, las teorías, las actitudes y sentimientos sacerdotales para con Cristo y la Iglesia y los hermanos! Realmente Cristo Eucaristía y nuestra vida de amistad con Él habla, dice muy claro de nuestra fe y amor a Él y a su Iglesia La vida eucarística, lo afirma el Vaticano II, es centro y quicio, es decir, centra y descentra, dice si están centradas o descentradas nuestras vidas cristiana, si estamos centrados o desquiciados sacerdotalmente.

Por eso, os invito, hermanos, a volver junto al sagrario. Hay que recuperar la catequesis del sagrario, de la presencia real y permanente de Cristo, hecho pan de vida permanente para los hombres. Y con el sagrario hay que recuperar la oración reposada y el silencio, la alabanza y la acción de gracias, la petición y la súplica inmediata ante el Señor, la conversación diaria con el Amigo. Y entonces, a más horas de sagrario, tendríamos más vitalidad de nuestra fe y de nuestro amor y de nuestros feligreses.

Es necesario revisar nuestra relación con la Eucaristía para potenciar y recobrar nuestra vida sacerdotal. Y qué pasaría, hermanos, si todo nuestro arciprestazgo, si nuestra diócesis, si todas las diócesis del mundo se comprometiera a pasar un rato ante el Sagrario todos los días? ¿Qué efectos personales, comunitarios y apostólicos produciría? ¿Qué movimientos sacerdotales, qué vitalidad, qué renovación se originaría? Y si estamos todos convencidos de la verdad y de la importancia de la Eucaristía para nosotros y para nuestro apostolado, ¿por qué no lo hacemos?

Dice Juan Pablo II: “Los sacerdotes no podrán realizarse plenamente, si la Eucaristía no es para ellos el centro de su vida. Devoción eucarística descuidada y sin amor, sacerdocio flojo, más aún, en peligro”. Si uno se pasa ratos junto al sagrario todos los días, primero va almacenando ese calor, y un día, tanto calor almacenado, se prende y se hace fuego y vivencia de Cristo. Lo dice mejor Santa Teresa: “Es como llegarnos al fuego, que aunque le haya muy grande, si estáis desviados y escondéis la mano, mal os podéis calentar, aunque todavía da más calor que no estar a donde no hay fuego. Mas otra cosa es querernos llegar a Él, que si el alma está dispuesta - digo con deseo de perder el frío- y si está allá un rato, queda para muchas horas en calor”[28].

El que contempla Eucaristía, se hace Eucaristía, pascua, sacrificio redentor, pasa a su parroquia de mediocre a fervorosa, se hace ofrenda y queda consagrado a la voluntad del Padre que le hará pasar por la pasión y muerte para llevarle a la resurrección, a la vida nueva. Y con él, va su parroquia. Es la pascua nueva y eterna, la nueva alianza en la sangre de Cristo.

El que contempla Eucaristía se hace Eucaristía, comunión, amor fraterno, corrección fraterna, lavatorio de los pies, servicio gratuito, generosidad, porque comulga a Cristo, no solamente lo come, y al comerlo, siente que todos somos el mismo cuerpo de Cristo, porque comemos el mismo pan.

El que contempla la Eucaristía descubre que es presencia y amistad y salvación de Cristo permanentemente ofrecidas al hombre, sin imponerse, ayudándonos siempre con humildad, en silencio ante los desprecios, lleno de generosidad y fidelidad, enseñándonos continuamente amor gratuito y desinteresado, total, sin encontrar a veces, muchas veces, agradecimiento y reconocimiento por parte de algunos.

El que contempla la Eucaristía se hace Eucaristía perfecta, cada día más, y encuentra la puerta de la eternidad y del cielo, porque el cielo es Dios y Dios está en Jesucristo dentro del pan consagrado. En la Eucaristía se hacen presentes los bienes escatológicos: Cristo vivo, vivo y resucitado y celeste, “cordero degollado ante el trono de Dios”, “sentado a su derecha” “que intercede por todos ante el Padre” “llega el último día” “el día del Señor”: “anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús” “et futurae gloriae pignus datur” y la escatología y los bienes últimos ya han empezado por Jesucristo Eucaristía.

Por la Eucaristía, «Cristo ha resucitado y vive con nosotros», como puse después del Concilio en un letrero de hierro forjado en el Cenáculo de San Pedro,. Y luego en la misma puerta del Cenáculo: “Ninguna comunidad cristiana se construye si no tiene como raíz y quicio la celebración de la santísima Eucaristía”.

Esta presencia del Señor se siente a veces tan cercana, que notas su mano sobre ti, como si la sacara del sagrario para decirte palabras de amor y de misericordia y de ternura... y uno cae emocionado de rodillas: Oye, sacerdote mío, un poco de calma, tienes tiempo para todos y para tus cosas, pero no para mí, yo me he quedado aquí para ser tu amigo, para ayudarte en tu vida y apostolado, sin mí no puedes hacer nada; mira, estoy aquí, porque yo no me olvido de ti, te lo estoy diciendo con mi presencia, pero te lo diría mejor aún, si tuvieras un poco de tiempo para escucharme; ten un poco de tiempo para mí, créeme, lo necesito porque te amo como tu no comprendes; me gustaría dialogar contigo para decirte tantas cosas...

Y como la Eucaristía no es solo palabra de Cristo, sino evangelio puesto en acción y vivo y viviente y visualizado ante la mirada de todos los creyentes, lleno de humildad y entrega y amor, uno, al contemplarla, se ve egoísta, envidioso, soberbio. Porque allí vemos a Cristo perdonando en silencio, lavando todavía los pies sucios de sus discípulos, dando la vida por todos, enseñándonos y viviendo amor total y gratuito, en humildad y perdón permanente de olvidos y desprecios. Se queda buscando sólo nuestro bien, sólo con su presencia nos está diciendo os amo, os amo... Quien se pare y hable con Él terminará aprendiendo y viviendo y practicando todas estas virtudes suyas. La experiencia de los santos y de los menos santos, de todos sus amigos, lo demuestra.

Hay que volver al sagrario, hay que potenciar y dirigir esta marcha de toda la parroquia, con el sacerdote al frente, hacia la mayor y más abundante fuente de vida y gracia cristiana que existe: “Qué bien sé yo la fonte que mana y corre, aunque es de noche. Aquesta eterna fonte está escondida, en este pan por darnos vida, aunque es de noche. Aquí se está llamando a las criaturas, y de este agua se hartan, aunque a oscuras, porque es de noche. Aquesta eterna fonte que deseo, en este pan de vida yo la veo, aunque es de noche” (San Juan de la Cruz).

               LA SAMARITANA

Cuando iba al pozo por agua,

a la vera del brocal,

hallé a mi dicha sentada.

- ¡Ay, samaritana mía,

si tú me dieras del agua,

que bebiste aquel día!

- Toma el cántaro y ve al pozo,

no me pidas a mí el agua,

que a la vera del brocal,

la Dicha sigue sentada.(José María Pemán).

“Sacaréis agua con gozo de la fuente de la salvación...”dijo el profeta. Que así sea para todos nosotros y para todos los creyentes. Que todos vayamos al sagrario, fuente de la Salvación. La fuente es Cristo; el camino, hasta la fuente, es la oración, y la luz que nos debe guiar es la fe, el amor y la esperanza, virtudes que nos unen directamente con Dios. ¡ES EL SEÑOR!

EUCARISTÍA DIVINA, presente en el pan consagrado ¡Cómo te deseo! ¡Cómo te busco! ¡Con qué hambre de tí camino por la vida!

Te añoro más cada día y me gustaría morirme de estos deseos que siento y no son míos, porque yo no los sé fabricar ni todo esto que siento.

¡Qué nostalgia de mi Dios todo el día! ¡Necesito verte para tener la luz del “Camino, la Verdad y la Vida”. Necesito comerte, para tener tu misma vida, tus mismos sentimientos, tu mismo amor, para no morir de deseos de vida y de cielo, que eres Tú.

Y en tu entrega eucarística quiero hacerme contigo una ofrenda agradable al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida.

 Quiero comerte para ser asimilado por Ti, y entrar así, totalmente identificado con el Amado, en la misma Vida y Amor y Felicidad divina de mis Tres, por la potencia de su mismo Amor Personal, Espíritu Santo. AMÉN.

10.-ITINERARIO DE LA ORACIÓN PERSONAL: LECTURA, MEDITACIÓN, ORACIÓN  Y CONTEMPLACIÓN

A.-  ORACIÓN

Repito y lo hago por tratarse del CAMINO más importante de la vida cristiana y espiritual, principio y motor de la santidad de la Iglesia y de los cristianos. Para orar, puede servirte la lectura espiritual de buenos libros, sobre todo, hecha en la presencia eucarística del Señor; la vida de algún santo que hable de su propia experiencia de Dios, y desde luego, insustituible, el Evangelio, que es lo que a ti, personalmente, te dice Cristo Eucaristía en ese momento; al principio, tal vez escuchado, meditado y orado por otros, luego ya directamente por tí; puedes también escribir lo que se te ocurra ante Jesucristo, recitar los salmos que te gusten y meditarlos, repetir los versículos que más te gusten, responsorios preciosos de las Horas... Pero por la ciencia y la experiencia en este tema, de lo que uno ha visto y leído en santos como Juan de Ávila, Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Teresa del Niño Jesús, Isabel de la Trinidad, Carlos de Foucauld... he llegado a la conclusión de que no se trata de descubrir un camino misterioso que pocos han descubierto y tengo que buscarlo hasta dar con él.

El camino de la oración ya está descubierto y es elemental en su estructura, aunque cada uno tiene que recorrerlo personalmente: no olvidar jamás que orar es querer conocer,amar y convertirse a Dios y que estos tres vebos siempre deben estar unidos y si falla uno, fallan los otros dos, por eso amar es orar, y que en la vida cristiana estos dos verbos se conjugan igual. Estoy convencido, por teoría y experiencia, de que el que quiere orar, ese ya está orando. Nunca mejor dicho que querer es poder, porque este querer es ya la mejor gracia de Dios. La dificultad en orar está principalmente en que uno no está convencido de su importancia y puede considerarla una más de las diversas formas de la piedad cristiana; además, como cuesta al principio coger este camino de amar a Dios sobre todas las cosas, lo cual supone renuncia y conversión, uno cree poder sustituirla con otras prácticas piadosas. Lo primero, pues, que hemos de tener presente, como hemos dicho ya tantas veces, será pedir la fe y el amor que nos unen a Dios, y no pueden ser fabricados por nosotros.

La oración nunca será un camino difícil sino costoso, porque exige conversión permanene de vida, es sacrificado, como cualquier camino que lleva a la cima de la montaña, sobre todo, en los comienzos. El camino a seguir es facilísimo: querer amar a Dios sobre todas las cosas. “Está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, solo a El darás culto” (Mt 4,10). Por lo tanto, abajo todos los ídolos, el primero, nuestro yo. Jesús resumió los deberes del hombre para con Dios con estas palabras: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente” (Mt 22,37). Pero esto cuesta muchísimo, sobre todo al principio, porque entonces no se tienen los ojos limpios para ver a Dios, no se sienten estos deseos con fuerza, no se tiene la fe y el amor y una esperanza de Dios suficientes para ir en su busca, empezando por renunciar al cariño y la ternura que nos tenemos. Este preferirnos a nosotros antes que a Dios ha hecho que nuestra fe sea seca, teórica, puramente heredada y ha de ser precisamente por esos ratos de oración eucarística, cuando empiece a hacerse personal, a creer no por lo que otros me han dicho sino por lo que yo voy descubriendo y eso ya no habrá quien te lo quite.

Es costosa la oración, sobre todo al comienzo, hasta coger el camino de la conversión, porque la persona, sin ser consciente, achaca la sequedad de la misma a las circunstancias de la oración o sus métodos, siendo así que en realidad la aridez y el cansancio vienen de que hay que empezar a ser más humildes, a perdonar de verdad, a convertirnos a Dios, para amarle más que a nosotros mismos y esto, si no hay gracias de Dios especiales, que se lo hagan ver y descubrir y para eso es la oración, imposibilita la oración de ahora y de siempre y de todos los siglos. Por eso, al hablar de oración a principiantes, es más sencillo y pedagógico y conveniente hablarles desde el principio, de que se trata de un camino de conversión a Dios, camino exigente, y que por y para eso necesitamos hablar continuamente con Él, para pedirle luz y fuerzas.

La dificultad en la oración, en el encuentro con el Señor, en descubrir su presencia y figura y amor y amistad está en que no queremos convertirnos, y esta dificultad conviene que sea descubierta, sobre todo al principio, por el mismo principiante o por personas experimentadas, para descubrir la razón de la sequedad y las distracciones y no ponerla sólo en los métodos y técnicas de la oración.

Algunos cristianos, por desgracia, no saben de qué va la oración personal, qué lleva consigo y otros hablamos con frecuencia de ello, pero no hemos emprendido de verdad el camino o lo hemos abandonado y estamos ya instalados en nuestros defectos y pecados, aunque sean veniales, pero que nos instalan también para toda la vida en una vida no santa, en  lejanía de la experienci de Dios, que nos impiden la unión total y transformadora en Él, esto es, impiden la oración contemplativa y unitiva, que nos llevaría a la santidad y al encuentro pleno y permanente con el Señor, y en negativo nos convierten en mediocres espirituales y consecuentemente nos llevan a la mediocridad pastoral y apostólica. ¿Cómo entusiasmar a los hermanos con un Cristo que nos aburre y no conocemos por un encuentro y diálogo diario personal y amoroso con Él?

Sin conversión no hay oración y sin oración no hay vivencia y experiencia de Dios, ni amor verdadero a los hermanos, ni entrega, ni liturgia vivida, ni gozo del Señor ni santidad ni nada verdaderamente importante en la vida cristiana ni verdadero apostolado que lleve a los hombres al amor y conocimiento vital de Dios, sino acciones, programaciones, organigramas que llevan a dimensiones poco trascendentes y perpendiculares y menos llenas y elevadas de fe y amor cristianos, donde muchas veces es hacer por hacer, para sentirse útil, en apostolado puramente horizontal, pero donde la gloria del Padre ni es descubierta, ni buscada ni siquiera mencionada, porque no se vive ni se siente, y Jesucristo no es verdaderamente buscado y amado como salvador y sentido total de nuestras vidas y la salvación eterna, el “sólo una cosa es necesaria, la salvación eterna” no es buscada como motor principal de todo apostolado; son acciones de un “sacerdocio puramente técnico y profesional”, acciones de Iglesia sin el corazón de la Iglesia, que es el amor a Cristo; acciones de Cristo sin el espíritu de Cristo, porque “el sarmiento no está unido a la vid...”

B.- ORAR ES QUERER AMAR A DIOS.

La oración, desde el primer día y kilómetro, tiene que ser y es amor a Dios, querer amar a Dios: “Que no es otra cosa oración mental, sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama”. Por eso, desde el primer instante y kilómetro ¡abajo los ídolos! especialmente el yo que tenemos entronizado en el altar de nuestro corazón. Y este cambio, que ha de durar toda la vida, es duro y cruel y despiadado contra uno mismo, sobre todo al principio, en que estamos incapacitados para amar así, por no sentir el amor de Dios más vivamente, precisamente por esos mismos defectos, y cuesta derramar las primeras gotas de sangre, porque nos tenemos un cariño loco y apasionado.

Y cuando, pasado algún tiempo, años tal vez, los que Dios quiera, y ya plenamente iniciados y comprometidos, lleguen las noches de fe, esperanza y caridad, las terribles purificaciones de las virtudes teologales que nos unen directamente con Dios y que Dios quiere purificarnos para disponernos a una unión total, porque Tú, Señor, para prepararnos plenamente a tu amor sobre todas las cosas, lo exiges todo: personas, criterios propios, afectos, dinero, seguridad, cargos, honores..., cuando el entendimiento quiere ver y tener certezas propias, porque es mucho lo que le exiges y le cuesta creer en tu palabra, obedecerte y aguantar tanta exigencia, y quiere probarlo todo y razonar todo antes de entregarte todo: resulta que tu persona, tu presencia, tu evangelio, tus palabras y exigencias, hasta entonces tan claras y que no teníamos inconveniente en admitir y meditar y predicar, porque eran más teóricas que vivenciales, pero nos molestaban poco o casi nada, porque no nos las aplicábamos a nosotros mismos, ahora, al querer Tú, Dios mío, querer unirme más a Ti, disponernos a una unión más perfecta y plena contigo... cuando exiges todo, porque quieres llenarlo todo con tu amor, y el alma, para eso, debe vaciarse de todo, porque Tú quieres que te ame con todo mi corazón y con toda mi alma y con todo mi ser... entonces nada valen los conocimientos adquiridos, ni la teología, ni la fe heredada, ni la experiencia anterior, que quedan obnubiladas, y mucho menos echar mano de exégesis o psicologías... entonces, en ese momento largo y trágico, que parece no acabará nunca, porque es mucho paradójicamente lo que el alma te desea y te ama en esa noche, sin ser consciente de ello, la última palabra, el último apoyo es creer sin apoyos y lanzarse a tus brazos sin saber que existen, porque no se ven ni sienten, porque Tú sólo quieres que me fíe y me apoye en Tí, hasta el olvido y negación de todo lo mío, de todo apoyo humano y posible, racional y científico, afectivo y familiar, y quedar el horizonte limpio de todo y de todos, sólo Tú, sólo Tú, sin arrimos de criatura alguna.

En estas etapas, que son sucesivas y variadas en intensidad y tiempo, según el Espíritu Santo crea oportuno purificar y según sus planes de unión, ni la misma liturgia ni los evangelios dan luz ni consuelo, porque Dios lo exige todo y viene la “duda metódica” puesta por Dios en el alma para conducirnos a esa meta: ¿Será verdad Cristo? ¿Cómo puedo quedarme sin fe, sin ver ni sentir nada? ¿Para qué seguir? ¿No debe ser todo razonable, prudente, sin extremismos de ninguna clase? ¿Habrá sido todo pura imaginación? ¿Por qué no aceptar otros consejos y caminos? ¿Cómo entregar la propia vida, la misma vida en amor total y para siempre, las propias seguridades sin ninguna seguridad de que Él está en la otra orilla...? ¿Será verdad todo lo que creo, será verdad que Cristo vive, que es Dios, cómo dejar estas cosas de la vida que tengo y toco y me sostienen vital y afectivamente por una persona que no veo ni toco ni siento, y menos en un trozo de pan, cómo puede existir una persona que ya no veo en la oración, en el evangelio, en la relación personal que antes tenía y creía...? ¿Será verdad? ¿Dónde apoyarme para ello? ¿Quién me lo puede asegurar? Con lo feliz que era hasta ahora, con el gozo que sentía en mis misas y comuniones anteriores, con deseos de seguirle hasta la muerte, con ratos de horas y horas de oración y hasta noches enteras en unión y felicidad plena... qué me pasa... qué está pasando dentro de mí...

En estas etapas, ordinariamente intermitentes, que pueden durar meses y años, porque el alma no podría resistirla muchos años seguidos, el alma va madurando en la fe, esperanza y caridad, virtudes teologales que nos unen directamente con Dios, y sin ella ser consciente, se va llenando de la misma luz y fuerza de Dios; su fe, va recibiendo de Dios más luz, luz vivísima y sin imperfecciones de apoyos de criaturas, va entrando en este camino, donde el Espíritu Santo es la única luz, guía, camino y director espiritual.

La causa de todo esto es una influencia y presencia especial de Dios en el alma, llamada por San Juan de la Cruz contemplación infusa, que a la vez que ilumina, purifica al alma con su luz intensísima, y la fortalece en aparente debilidad y poco a poco ya no soy yo el que lleva la batuta de la conversión, porque me corregía lo que me daba la gana y muchos campos ni los tocaba y en otros me quedaba muy superficial... ahora es el Espíritu Santo, porque me ama infinito, el que me purifica como debe ser y yo debo confiar en Él sobre el dolor y las dudas y la soledad y las sospechas que provocan tanta purificación y conversión.

Es que Dios es Dios y no sabe amar de otra forma que entregándose y dándose todo entero; así es que me tengo que vaciar todo entero de mis criterios, afectos, ilusiones, esperanzas y demás totalmente, para que Él pueda llenarme. Luego, cuando haya pasado la prueba, podré decir con San Pablo: “Pero lo que tenía por ganancia, lo considero ahora por Cristo como pérdida, y aún todo lo tengo por pérdida comparado con el sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por cuyo amor todo lo he sacrificado y lo tengo por basura con tal de ganar a Cristo y ser hallado en Él... por la justicia.. que se funda en la fe y nos viene de la fe en Cristo”.

San Juan de la Cruz, el maestro de las noches purificatorias, pero llenas de amor de Dios, nos dirá que la contemplación, la oración vivencial, la experiencia de Dios ... “es una influencia de Dios en el alma que la purga de sus ignorancias e imperfecciones habituales, naturales y espirituales, que llaman los contemplativos contemplación infusa o mística teología, en que de secreto enseña Dios al alma y la instruye en perfección de amor, sin ella hacer nada ni entender cómo es ésta contemplación infusa”( N II, 5, 1).

Tan en secreto lo hace Dios, que el alma no se entera de qué va esto y qué le está pasando, es más, lo único que piensa y le hace sufrir infinito, es que vive y está convencida de que ha perdido la fe, a Dios, a Cristo, la misma salvación, y que ya no tiene sentido su vida, no digamos si está en un seminario o en un noviciado, piensa que se ha equivocado, que tiene que salirse... ¡Qué sufrimientos de purgatorio, de verdadero infierno!¡qué soledad! ¡Dios mío! ¿pero cómo permites sufrir tanto? Ahora, Cristo, barrunto un poco lo tuyo de Getsemaní.

Y es que los cristianos no nos damos cuenta de que Dios es verdad, es la Verdad y exige de verdad para que siempre vivamos de verdad en Él y por Él y vivamos de Él, que es la única Verdad y nunca dudemos de su Verdad, presencia y amor. La fe y el amor a Él van en relación directa con lo que estoy dispuesto a renunciar por Él, a vaciarme por Él. Por eso, conviene no olvidar que creer en Dios, para no engañarse y engañarnos, es estar dispuestos a renunciar a todo y a todos y hasta a nosotros mismos, por Él. La fe se mide por la capacidad que tengo de renunciar a cosas por Él. Renuncio a mucho por Él, creo mucho en Él y le amo mucho; renuncio a poco, creo poco en Él y le amo poco. Renuncio a todo por Él, creo totalmente en Él, le amo sobre todas las cosas; no renuncio a nada, no creo nada ni le amo nada, aunque predique y diga todos los días misa. Pregúntate ahora mismo: ¿A qué cosas estoy renunciando ahora mismo por Cristo? Pues eso es lo que le amo, esa es la medida de mi amor.

C.- ORAR Y CONVERTIRSE DEBEN ESTÁR SIEMPRE UNIDOS EN EL CAMINO DE LA ORACIÓN

Por eso, en cuanto el evangelio, Jesucristo, la Eucaristía nos empiezan a exigir para vivirlos, entonces mi yo tratará de buscar apoyos y razones y excusas para rechazar y retardar durante toda su vida esa entrega, y hay muchos que no llegan a hacerla, la harán en el purgatorio, pero como Dios es como es, y soy yo el que tiene que cambiar, y Dios quiere que el único fundamento de la vida de los cristianos sea Él, por ser quien es y porque además no puede amar de otra forma sino en sí y por sí mismo y esto es lo que me quiere comunicar y no puede haber otro, porque todo lo que no es Él, no es total, ni eterno, ni esencial, ni puede llenar... entonces resulta que todo se oscurece como luz para la inteligencia y como apoyo afectivo para la voluntad y como anhelo para la esperanza y es la noche, la noche del alma y del cuerpo y del sentido y de las potencias: entendimiento, memoria y voluntad.

“Por tres causas podemos decir que se llama Noche este tránsito que hace el alma a la unión con Dios. La primera, por parte del término de donde el alma sale, porque ha de ir careciendo el apetito del gusto de todas las cosas del mundo que poseía, en negación de ellas; la cual negación y carencia es como noche para todos los sentidos del hombre.

La segunda, por parte del medio o camino por donde ha de ir el alma a esta unión, lo cual es la fe, que es también oscura para el entendimiento, como noche. La tercera, por parte del término a donde va, que es Dios, el cual ni más ni menos es noche oscura para el alma en esta vida”(S I, 2,1).

Es buscar razones y no ver nada, porque Dios quiere que el alma no tenga otro fundamento que no sea Él, y es llegar a lo esencial de la vida, del ser y existir...y entonces todo ha de ser purificado y dispuesto para una relación muy íntima con la Santísima Trinidad; si es malo, destruirlo, y si es bueno, purificarlo y disponerlo, como el madero por el fuego, para una unión más perfecta, más pura: antes de arder y convertirse en llama, el madero, dice San Juan de la Cruz, debe ser oscurecido primero por el mismo fuego, luego calentarse y, finalmente, arder y convertirse en llama de amor viva, pura ascua sin diferencia posible ya del fuego: Dios y alma para siempre unidos por el Amor Personal de la Santísima. Trinidad, el Espíritu Santo, Beso y Abrazo eterno entre el Padre y el Hijo.

Es la noche de nuestra fe, esperanza y amor: virtudes y operaciones sobrenaturales, que, al no sentirse en el corazón, no nos ayudan aparentemente nada, es como si ya no existieran para nosotros; además, tenemos que dejar las criaturas, que entonces resultan más necesarias, por la ausencia aparente de Dios, a quien sentíamos y nos habíamos entregado, pero ahora no lo vemos, no lo sentimos, no existe; por otra parte y al mismo tiempo y con el mismo sentimiento, aunque nos diesen todos los placeres de las criaturas y del mundo, tampoco los querríamos, los escupiríamos, porque estamos hechos ya al sabor de Dios, al gusto y plenitud del Todo, aunque sea oscuro... total, que es un lío para la pobre alma, que lo único que tiene que hacer es aguantar, confiar y no hacer nada, y digo yo que también el demonio mete la pata y a veces se complican más las cosas.

Esta situación ya durísima, se hace imposible, cuando además de la oscuridad de la fe, el amor y la esperanza, viene la noche de la vida y nos visita el dolor moral, familiar o físico, la persecución injusta y envidiosa, la calumnia, los desprecios sin fundamento alguno..., cuando no se comprenden noticias y acontecimientos del mundo, de tu misma Iglesia... de los mismos elegidos... cuando uno creía que lo tenia todo claro, y viene la muerte de nuestros afectos carnales que quieren preferirse e imponerse a tu amor, de nuestras pretensiones de tierra convertidas en nuestra esperanza y objeto de deseo por encima de Ti, que debes ser nuestra única esperanza, cuando llegue la hora de morir a mi yo que tanto se ama y se busca continuamente por encima de tu amor y que debe morir, si quiero de verdad llegar a ti, échanos una mano, Señor, que te veamos salir del sagrario para ayudarnos y sostenernos, porque somos débiles y pobres, necesitados siempre de tu ayuda ¡no me dejes, Madre mía! Señor, que la lucha es dura y larga la noche, es Getsemaní, Tú lo sabes bien, Señor, es morir sin testigos ni comprensión, como Tú, sin que nadie sepa que estás muriendo, sin compañía sensible de Dios y de los hombres, sin testigos de tu esfuerzo, sino por el contrario, la incomprensión, la mentira, la envidia, la persecución injustificada y sin motivos... que entonces, Señor, veamos que sales del sagrario y nos acompañas por el camino de nuestro calvario hasta la muerte del yo para resucitar contigo a una fe luminosa, encendida, a la vida nueva de amistad y experiencia gozosa de tu presencia y amor y de la Trinidad que nos habita.

Es el Espíritu Santo el que iluminará purificando, unas veces más, otras menos, durante años, apretando según sus planes que nosotros ni entendemos ni comprendemos en particular, sólo después de pasado y en general, porque en cada uno es distinto, pero que para todos se convierte en purificación, más o menos dolorosa en tiempo e intensidad, según los proyectos de Dios y la generosidad de las almas.

D.- ORACIÓN, CONVERSIÓN Y AMAR A DIOS SE CONJUGAN IGUAL

Por aquí hay que pasar, para identificarnos, para transformarnos en Cristo, muerto y resucitado:“Todos nosotros, a cara descubierta, reflejamos como espejos la gloria del Señor y nos vamos transformando en la misma imagen de gloria, movidos por el Espíritu Santo” (2Cor 3,18). Es la gran paradoja de esta etapa de la vida espiritual: porque es precisamente el exceso de presencia y luz divina la que provoca en el alma el sentimiento de ceguedad y ausencia aparente de Dios: por deslumbramiento, por exceso de luz directa de Dios, sin medición de libros, reflexiones personales, meditación... es luz directa del rayo del Sol Dios.

San Juan de la Cruz es el maestro: “Y que esta oscura contemplación también le sea al alma penosa a los principios está claro; porque como esta divina contemplación infusa tiene muchas excelencias en extremo buenas y el alma, que las recibe, por no estar purgada, tiene muchas miserias, también en extremos malas, de ahí es que no pudiendo dos contrarios caber en el sujeto del alma, de necesidad hayan de penar los unos contra los otros, para razón de la purgación que de las imperfecciones del alma por esta contemplación se hace”(N II, 5,41).

Que nadie se asuste, el Dios que nos mete en la noche de la purificación, del dolor, de la muerte al yo y a nuestros ídolos adorados de vanidad, soberbia, amor propio, estimación... es un Dios todo amor, que no nos abandona sino todo lo contrario, viéndose tan lleno de amor y felicidad nos quiere llenar totalmente de Él. Jamás nos abandona, no quiere el dolor por el dolor, sino el suficiente y necesario que lleva consigo el vaciarnos y poder habitarnos totalmente. Lo asegura S. Pablo:“Muy a gusto, pues, continuaré gloriándome en mis debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo” (2Cor. 8,1).

Quizás algún lector, al llegar a este punto, coja un poco de miedo o piense que exagero. Prefiero esto segundo, porque como Dios le meta por aquí, ya no podrá echarse para atrás, como les ha pasado a todos los santos, desde San Pablo y San Juan hasta la madre Teresa de Calcuta, de la cual se ha publicado un libro sobre estas etapas de su vida, que prácticamente han durado toda su existencia. Porque el alma, aunque se lo explicaran todo y claro, no comprendería nada en esos momentos, en los que no hay luz ni consuelo alguno, y parece que Dios no tiene piedad de la criatura, como en Getsemaní, con su Hijo...Pero por aquí hay que pasar para poner solo en Dios nuestro apoyo y nuestro ser y existir. El alma, a pesar de todo, tendrá fuerzas para decir con Cristo: “Padre, si es posible, pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya...

Uno no comprende muchas cosas dolorosas del evangelio, de la vida de Cristo, de la vida de los santos, de muchos hombres y mujeres, que he conocido y que no serán canonizados, pero que son para mí verdaderos santos... en concreto, no entiendo por qué Jesús tuvo que sufrir tanto, por qué tanto dolor en el mundo, en los elegidos de Dios...por qué nos amó tanto, qué necesidad tiene de nuestro amor, qué le podemos dar los hombres que Él no tenga... tendremos que esperar al cielo para que Dios nos explique todo esto. Fue y es y será todo por amor. Un amor que le hizo pasar a su propio Hijo por la pasión y la muerte para llevarle a la resurrección y la vida, y que a nosotros nos injerta desde el bautismo en la muerte de Cristo para llevarnos a la unión total y transformante con Él.

Es la luz de la resurrección la que desde el principio está empujándonos a la muerte y en esos momentos de nada ver y sentir es cuando está logrando su fín, destruir para vivir en la nueva luz del Resucitado, de participación en los bienes escatológicos ya en la carne mortal y finita que no aguanta los bienes infinitos y últimos que se están haciendo ya presentes: “anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, Ven, Señor Jesús...” En esos momentos es cuando más resurrección está entrando en el alma, y esa luz viva de Verbo eterno, de la Luz y Esplendor de la gloria del Padre, Cristo Glorioso y Celeste es la que provoca esa oscuridad y esa muerte, porque el gozo único y el cielo único es la carne de Cristo purificada en el fuego de la pasión salvadora y asumida por el Verbo, hecha ya Verbo y Palabra Salvadora de Dios y sentada con los purificados a la derecha del Padre.

Es el purgatorio anticipado, como dice San Juan de la Cruz. Precisamente quiero terminar este tema con la introducción a la SUBIDA DEL MONTE CARMELO: “Trata de cómo podrá el alma disponerse para llegar en breve a la divina unión. Da avisos y doctrina, así a los principiantes como a los aprovechados, muy provechosa para que sepan desembarazarse de todo lo temporal y no embarazarse con lo espiritual y quedar en la suma desnudez y libertad de espíritu, cual se requiere para la divina unión”.

Cuando una persona lee a San Juan de la Cruz, si no tiene alguien que le aconseje, empieza lógicamente por el principio, tal y como vienen en sus Obras Completas: la Subida, la Noche... y esto asusta y cuesta mucho esfuerzo y aburre, porque asustan tanta negación, tanta cruz, tanto vacío, ponen la carne de gallina, se encoge uno ante tanta negación, aunque siempre hay algo que atrae. Por eso aconsejo empezar por el Cántico Espiritual y Llama de amor viva, aunque no se entiendan, pero inflaman. Es más, San Juan, desde el principio de sus obras, nos quiere hablar de la unión con Dios, pero como está tan convencido de que ésta solo llega después de la conversión y la purificación, pues resulta que, sin querer, por estar totalmente convencido de la conversión y purgaciones voluntarias primero y luego pasivas, nos las describe largo y tendido en la Subida al Monte Carmelo y las Noches. Así que cuando se llega al Cántico y a la Llama de amor viva... uno se entusiasma, se enfervoriza, aunque no entiende muchas cosas de lo que pasa en esas alturas. Pero la verdad es que la lectura de esas páginas, encendidas de fuego y luz, entusiasman, gustan y enamoran, contagian fuego y entusiasmo por la oración, que nos llena de Dios, de Cristo, de la Santísima Trinidad. ¿Hacemos una prueba? Pues sí, vamos a mirar ahora un poco al final de este camino de purificación y conversión para llenarnos de esperanza, de deseos de quemarnos del mismo fuego de Dios, de convertirnos en llama de amor viva y trinitaria. Hablemos de los frutos de la unión con Dios por la oración-conversión.

Habla aquí el Doctor Místico de la transformación total, substancial en Dios: “De donde como Dios se le está dando con libre y graciosa voluntad, así también ella, teniendo la voluntad más libre y generosa cuanto más unida en Dios, está dando a Dios al mismo Dios en Dios , y es verdadera y entera dádiva del alma a Dios. Porque allí ve el alma que verdaderamente Dios es suyo y que ella le posee con posesión hereditaria, con propiedad de derecho, como hijo de Dios adoptivo, por la gracia que Dios le hizo de dársele a sí mismo y que, como cosa suya, lo puede dar y comunicar a quien ella quisiera de voluntad, y así ella dale a su querido, que es el mismo Dios que se le dio a ella, en lo cual paga ella a Dios todo lo que le debe, por cuanto de voluntad le da otro tanto como de Él recibe”.

“Y porque en esta dádiva que hace el alma a Dios le da al Espíritu Santo como cosa suya con entrega voluntaria, para que en El se ame como El merece, tiene el alma inestimable deleite y fruición; porque ve que da ella a Dios cosa suya propia que cuadra a Dios según su infinito ser”.

“Que aunque es verdad que el alma no puede de nuevo dar al mismo Dios a Sí mismo, pues Él en Sí siempre se es Él mismo; pero el alma de suyo perfecta y verdaderamente lo hace, dando todo lo que Él le había dado para pagar el amor, que es dar tanto como le dan. Y Dios se paga con aquella dádiva del alma, que con menos no se pagaría, y la toma Dios con agradecimiento, como cosa que de suyo le da el alma, y en esa misma dádiva ama el alma también como de nuevo. Y así entre Dios y el alma, está actualmente formado un amor recíproco en conformidad de la unión y entrega matrimonial, en que los bienes de entrambos, que son la divina esencia, poseyéndolos cada uno libremente por razón de la entrega voluntaria del uno al otro, los poseen entrambos juntos diciendo el uno al otro lo que el Hijo de Dios dijo al Padre por San Juan, es a saber: “Et mea omnia tua sunt, et tua mea sunt, et clarificatus sum in eis”(Jn 17,10); esto es: “Todos mis bienes son tuyos y tus bienes míos y clarificado estoy en ellos”.

“Lo cual en la otra vida es sin intermisión en la fruición perfecta; pero en este estado de unión, acaece cuando Dios ejercita en el alma este acto de la transformación”.

“Esta es la gran satisfacción y contento del alma, ver que da a Dios más que ella en sí es y vale, con aquella misma luz divina y calor divino que se lo da: lo cual en la otra vida es por medio de la lumbre de gloria, y en ésta por medio de la fe ilustradísima. De esta manera las profundas cavernas del sentido, con extraños primores, calor y luz dan junto a su querido; junto dice, porque junta es la comunicación del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo en el alma, que son luz y fuego de amor en ella” ( Ll B. 78-80).

11.-UN POSIBLE CAMINO CONCRETO DE ORACIÓN PERSONAL SACERDOTAL

Queridos hermanos: Lo he repetido muchas veces: amar, orar y convertirse se conjugan igual; lo repetiré todas las veces que sean necesarias: quiero amar, quiero orar y quiero convertirme; me canso orar, me he cansado de amar y convertirme; me he cansado de convertirme , me he cansadode orar, es que me he cansado antes de amar.

 La oración, antes que consideración y meditación y todolo demás que queramos, es amor, querer amar. Ese es su puntode arranque, aunque no se note ni uno sea consciente al principio. Y, si se medita, es para sacar amor del pozo, de la fuente, que puede ser el evangelio, un libro, tu corazón, pero si es el Sagrario, es lo mejor de todo. Dice S. Juan de Ávila: “Y sabed queeste negocio es más de corazón que de cabeza, pues el amar esel fín del pensar. Y si Dios os hace esta merced de meditaciónsosegada, será más durable lo que en ella sintiereis y más largay sin pesadumbre49. Aunque el entendimiento obre poco o nada, la voluntad obra con gran viveza y ama fortiter” (Plática 3ª).

            Y para todo esto, Jesucristo en el Sagrario es el mejormaestro, el mejor libro, toda una biblioteca, todo el evangeliopresente, toda la teología hecha vida. Por eso nos dice el Doctor Místico: Atodo ejercicio de la parte espiritual y de la partesensitiva, ahora sea en hacer, ahora en padecer, de cualquieramanera que sea, siempre le causa más amor y regalo de Dioscomo habemos dicho; y hasta el mismo ejercicio de oración ytrato con Dios, que antes solía tener en consideraciones y modos, ya todo es ejercicio de amor”50.

49. Audi, Filia, 75.

50. Can B 28,9.

Bien es verdad que el Santo Doctor aquí se refiere a ungrado más elevado de oración que la meditación, pero hacia ahíapunta la oración por sí misma, desde el principio, aunque unono sea consciente de ello, pero conviene que lo sepa el mismoorante y los directores de grupos de oración, que a veces creenque si no se habla o leen reflexiones o se dicen cosas bonitas,

no se ha orado; es más, quieren medir la altura de oración según las frases bonitas que se digan...o que si no se aprenden ose realizan técnicas de relajación o métodos de reflexión, nohay oración.

San Juan de la Cruz nos dirá que la oración no se mide porlas revelaciones, ni locuciones ni éxtasis sino por los frutos dehumildad en las personas que la tienen y este era su criterio paradistinguir a los verdaderos y falsos orantes. Y ya sabemos la definición teresiana de oración... “que no es otra cosa oración sinotratar de amistad... con aquel que sabemos que nos ama”. Tresnotas de la amistad aparecen en esta definición tan breve de Sta. Teresa.

1.- Yo aconsejaría empezar la oración saludando al Señor, o como se dice ordinariamente, poniéndonos en presencia: Enel nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. En el nombre del Padre que me soñó para una eternidad con Él, me hadado la existencia, me da la vida esta mañana. Del Hijo que meamó hasta entregar su vida por mí, me quiso como amigo y sigue dándose en cada eucaristía, en cada sagrario y lo tengoaquí, ahora presente, con todo su ser divino y humano. Del Espíritu Santo que me santifica, me trae el amor y la gracia y laayuda de mi Dios: Señor, ábreme la mente y mete en ella tuVerbo, tu Luz y tu Verdad, que es tu Hijo; ábreme el corazón ymete tu Espíritu, tu Fuego y Amor, que es tu Espíritu Santo;

ábreme los labios y toda mi vida y mi existencia sacerdotal proclamará tu alabanza, “la alabanza de tu gloria”, que Tú existesy nos amas, que tu Hijo ha resucitado y me ha llamado a la eternidad feliz contigo y que el Amor, tu Amor, el Espíritu Santoestá realizando ahora esta tarea en mi alma y en mi vida paraGloria del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

“Te sancta Trinitas unaque poscimus, sic nos tu visita sicut te colimus, per tua semita duc nos quod tendimus, ad lucemque inhabitas”.

Es muy importante tener un esquema fijo de oración y unahora fija todos los días, a la misma hora, siempre que no pasenada extraordinario; porque si lo dejas a la improvisación opara cuando tengas tiempo, a lo mejor no tienes tiempo nunca.

El esquema de tu oración lo irás haciendo con lo años. Serásiempre “trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos que nos ama”. Como hemos comenzadoen el nombre del Padre, podemos empezar el diálogo con Él.

2.- Empezamos la oración dialogando, hablando con Dios Padre, o con Cristo, o con el Espíritu o con la Virgen del tema o cosas que te preocupan y llevas en ese momento en tu corazón; de las necesidades de los hermanos, de pedir fuerza o luz,

en fín, empiezas hablando de lo que tienes en tu corazón en esemomento y te ocupa y preocupa. Terminado esto, empezamos,

con el esquema fijo, si hay tiempo, porque lo dicho anteriormente te ha ocupado todo el tiempo, pues ya has hecho tu oración, ya has tenido el encuentro diario con Dios y contigomismo necesario para seguir viviendo espiritualmente. Pero si lo primero te ha llevado diez minutos, ¿qué hacerahora? Para eso es muy importante esto que te digo de tener unesquema fijo de oración diaria.

Pues bien, empezamos con el esquema fijo. Para esto es muy importante que al principio te ayudes de algunas oracioneshechas por otros, que te ayuden, y siempre las mismas, inclusopara toda tu vida, pero que puedes cambiar a los comienzos, hasta que te vayas quedando con las que mas te dicen y te gustan, según el Señor te inspire y vayas descubriendo en tu caminar.

El primer encuentro en nuestra oración tiene que ser conla Santísima Trinidad, Principio y Fin de todas las cosas. Ycomo el Padre es el Primero y Principio, para no dudar y hastaencontrar otra oración que te inspire más, yo haría despacio ymeditando y orando la oración de Sor Isabel de la Santísima Trinidad que a mí me gusta mucho, porque me inspira muchasideas y sentimientos. Tú la vas orando, y si, al hacerlo, el Señorte inspira ideas, sentimientos nuevos y distintos, tú te paras, dialogas con el Señor… y, cuando se acaban estos sentimientos, tú continúas con la Plegaria a la Santísima Trinidad, y esta es laventaja, porque de otro modo uno se pierde y no tiene orden nicontinuidad. El fruto o el éxito no está en orarla toda seguida, sino parando, mirando al Sagrario, “distrayéndote” en otrospensamientos, revisando tu vida, dialogando de otras cosas alSeñor. La pongo aquí, para que te sea más fácil copiarla paraluego rezarla ante Jesús Eucaristía: 

3.- HAZTE TU PROPIO CAMINO MIRANDO AL SEÑOR

Y una vez, que al cabo de unos años, te has hecho tu propio esquema oracional, escogiendo las oraciones que más te gustan o te mueven, ya no lo dejes. Todos los días igual, queserá distinto siempre, porque el Señor siempre es original y tedice e inspira nuevas ideas y sentimientos. Pero el camino, elcauce por donde vienen, que sea siempre el mismo. El que túhas elegido y a ti te va mejor.

Repito que es conveniente tener y empezar siemprecon un esquema oracional elemental, como camino de diálogo y encuentro con Dios, que debes recorrer y orar todos los días,

al cual y en cada una de las partes, puedes y debes ir añadiendotodos los pensamientos y deseos que te inspire el Señor, parándote en ellos, sin prisas, de tal modo que si se termina el tiempode oración y no has cumplido todo el esquema ordinario, nopasa nada.

Pero es necesario y es una ayuda para toda tu vidatener un esquema oracional para no estar indeciso o perderte entu oración diaria. Porque ir a la oración todos los días a pechodescubierto, o como dicen algunos, permanecer en quietud ysimple mirada, eso supone mucho camino andado, mucha oración y mucha purificación de sentido realizada. Y a mi pareceresto no es ordinario en los comienzos ni en etapas intermediasy tampoco es fácil. Si lo tienes ya, es un don de Dios, porque yasupone estar bastante poseído por el amor de Cristo.

 Importantísimo, esencial: a continuación de todo esto que hemos dicho, tiene que hacerse revisión de vida ante el Señor; examen y revisión fija todos los días y para toda la vida, detres o cuatro materias esenciales para tu vida cristiana y evangélica: soberbia, caridad fraterna, control de la ira, castidad... para tu unión, santidad o encuentro con Cristo, para amar aDios sobre todas las cosas, especialmente sobre el amor que nostenemos a nosotros mismos, porque nos estamos prefiriendo aDios en cada paso y haciendo nuestra voluntad. Y siempre quediga revisión de vida, estoy diciendo también petición de gracia, de luz, de fuerza para hacerla y vivirla, descubrir los peligros y las causas principales de las caídas, el comportamientocon las personas... Donde hay pecado consentido, aunque seavenial, no puede estar en plenitud el amor de Dios y el conocimiento de su amor: “En esto sabemos que conocemos a Cristo: en que guardamos sus mandamientos. Quien dice: «yo lo conozco», y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso, y laverdad no está en él. Pero quien guarda su palabra, ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud. En estoconocemos que estamos en Él. Quien dice que permanece en Él debe vivir como vivió Él” (1Jn 2,3-6).

Todos los días y a todas horas y en toda oración, hay querevisarse de la soberbia, pecado original, causa y principio detodos los pecados, que es este amor que me tengo a mí mismo,

me quiero más que a Dios y a todos los hombres, revisar susmanifestaciones diversas en amor propio, vanidad, ira... etc;

después de la soberbia, la caridad, el amor fraterno en sus diversas manifestaciones; negativa: no pensar mal, no hablar mal, no hacer mal, no criticar, no hacer daño de palabra ni de obra, no despreciar a nadie; positiva: pensar bien de todos, hablarbien y hacer el bien a todos, reaccionar perdonando ante lasofensas (amando es santidad consumada) generosidad...etc.

            No olvidar jamás que el amor a Dios pasa por el amor alos hermanos, porque así lo ha querido Él: “Y nosotros tenemos    de Él este precepto: que quien ama a Dios ame también a suhermano” (1Jn 4,2). Por favor, no olvides esto y todos los díasexamínate dos o tres veces de este capítulo. En esto Cristo esmuy sensible y exigente: “Perdona las ofensas a tu prójimo yse te perdonarán los pecados cuando lo pidas. ¿Cómo puede unhombre guardar rencor a otro y pedir salud a Dios? No tienecompasión de su semejante, ¿y pide perdón de suspecados?”(Ecl 37,33-34). Nosotros también podemos con lagracia de Dios. Él lo hace con nosotros y puede darnos sufuerza: “Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo, sicada cual no perdona de corazón a su hermano”. Lo tenemosmandado por el Padre y por Él mismo: “Amarás al Señor... y alprójimo como a tí mismo”, “éste es mi mandamiento, que osaméis unos a otros como yo os he amado”.

            Olvidar estos mandamientos del Señor es matar la oración incipiente, no avanzar o dejarla para siempre. San Juan, el apóstol místico, por penetrar y conocer a Dios por el amor, por el conocimiento de amor, nos lo dice muy claro: “Carísimos, amé-

monos unos a otros porque la caridad procede de Dios, y todoel que ama es nacido de Dios y a Dios conoce. El que no amano conoce a Dios, porque Dios es amor... A Dios nunca le vionadie; si nosotros nos amamos mutuamente, Dios permaneceen nosotros y su amor es en nosotros perfecto” (1Jn 4, 7-8; 12).

Repito una vez más y todas las que sean necesarias: paraamar a Dios hay que amar a los hermanos y para vivir la caridad fraterna, hay que matar el amor propio, el amor desordenado a uno mismo. Y esto es una cruz que hay que tomar al coger el camino de la oración, que es camino de amor a Dios y, enDios y por Dios, a los hermanos. Luego hay que revisar ese defecto más personal, que todos tenemos y que, por estar tan identificados con él, no es fácil descubrirlo, porque siempre hay excusas fáciles, -es que soy así- pero hacemos daño con él a loshermanos. Es fácil descubrirlo, cuando personas que te quieren, coincidan en decirte y en insistir en alguno concreto, por allí vala cosa ...

Esta oración-revisión-conversión tiene que durar ya todala vida, porque santidad es igual a conversión permanente. Siuno quiere “amar y servir”, hacer de la propia vida una ofrendaagradable a Dios y esto es el cristianismo, si uno quiere mantener activo ese amor y no de puro nombre, hay que orar todos losdías para convertirse del amor a uno mismo y a las criaturas alamor de Dios. Si quiero orar, es porque quiero amar a Dios sobre todas las cosas. Si vivo en pecado, aunque sea venial consentido, ni el amor ni el conocimiento verdadero de Dios puedeestar en mí, como lo dice muy claro San Juan: “Y todo el quetiene en Él esta esperanza, se purifica, como puro es Él. El quecomete pecado traspasa la ley, porque el pecado es transgresión de la ley. ... Todo el que permanece en Él no peca, y todoel que peca no le ha visto ni le ha conocido” (1Jn 3,3-6).

            Cuando uno no quiere convertirse o amar a Dios, o secansa de hacerlo, entonces ya no necesita de la oración, ni de laeucaristía, ni de la gracia, ni de Cristo, ni de Dios. El amor aDios negativamente consiste en no ofenderle, no pecar: “Pues éste es el amor de Dios, que guardemos sus preceptos. Sus preceptos no son pecado” (1Jn 5,3). Para mí que esta es la causaprincipal por lo que se deja este camino de la oración y de lasantidad. Por eso, muchos no hacen oración o les aburre o lescansa y terminan dejándola.

            La oración hay que concebirla como un deber, como trabajo, absolutamente necesario para llegar a amar a Dios, quehay que hacer, te guste o no te guste, haga calor o frío, estés inspirado o aburrido, como tienes que trabajar en tu profesión ocomer o estudiar, porque si no lo haces, te mueres o te suspenden. No valen las excusas de ningún tipo para no hacerla. Si nolo haces, por la causa que sea, serás un mediocre espiritualmente. Por eso te ayudará tener un esquema fijo, una hora fija, un templo fijo, si es posible, siempre a la misma hora, porque, si la dejas para cuando tengas tiempo, no lo tendrás nunca.

            Todo esto hay que hacerlo despacio, y pensando y meditando todo lo que se te ocurra, hablándole al Señor de tus problemas, de tu vida, pidiendo luz y gracia sobre lo que tienes quehacer, sin desanimarte jamás... y si un día estás inspirado, te paras y te quedas con cualquier oración o revisión todo el tiempoque quieras... eso es oración, eso es trato de amistad con el Señor, una forma, por lo menos, aunque te parezca que no hacesnada o casi nada, incluso que estás perdiendo el tiempo.

            -Después de esta revisión, un capítulo que no puede faltar todos los días es la oración de intercesión, las peticiones, acordarse de los problemas de la Iglesia, de las necesidades delos hermanos, la santidad, la falta de vocaciones, el seminario, tu parroquia, los niños, los jóvenes, los matrimonios, tu familia, amigos...

4.- SIGAMOS CAMINANDO

Ya hemos terminado las oraciones introductorias, larevisión de vida, el pedir luz, fuerzas, gracias del Señor para nosotros y los demás, y ahora, ¿qué? Pues ahora lo que más teayude a encontrarte con Cristo, a dialogar más con Él Y paraesto, como te decía antes, EL EVANGELIO, las palabras y hechos salvadores de Jesús es el mejor camino; también los buenos libros, los salmos..., libertad absoluta, no se le pueden imponer caminos al amor, a los que quieren amar, a los que aman.

Haz lo que te pida el corazón: “María guardaba todas estas cosas meditándolas en su corazón” (Lc 2,19). Amando y metiéndolo todo en su corazón fue como nuestra Madre fue comprendiendo lo que acontecía en torno a Jesúsy a ella y que racionalmente la desbordaba. Pero amando uno se identifica con el objeto amado aunque le duela y le haga sufrir. No olvides lo que te he repetidoy repetiré más veces en este libro: la oración es querer amar aDios, no digo amar sino querer amar, que eso es ya amor; porque, al principio, el alma está muy flaca y no tiene fuerzas nisabe amar a Dios, sólo sabe amarse a sí misma, y si sólo intentamos tocarlo con el entendimiento, no llegamos de verdadhasta Él: “Y porque la pasión receptiva del entendimiento solopuede recibir la inteligencia desnuda y pasivamente, y esto nopuede sin estar purgado, antes que lo esté, siente el alma menosveces el toque de la inteligencia que el de la pasión de amor” (NII,13,3). Aunque San Juan de la Cruz se refiere a una oraciónelevada, vale para los grados inferiores también. Por eso, siempre hay que caminar hacia el amor, es lo más importante, lo definitivo.

“De donde es de notar que, en tanto que el alma no llegaa este estado de unión de amor, le conviene ejercitar el amor asíen la vida activa como en la contemplativa...porque es más precioso delante de él y de el alma un poquito de este puro amor ymás provecho hace a la Iglesia, aunque parece que no hacenada, que todas esas otras obras juntas” (CB 28,2). ¡Ojo! Queno lo digo yo, lo dice San Juan de la Cruz, para mí el que mássabe o uno de los que más sabe de estas cosas de oración y delamor a Dios y a los hermanos y vida cristiana y evolución de lagracia.

La oración conviene hacerla siempre a la mismahora, hora fija de la mañana o tarde, cuando te venga mejor, pero hora fija, como te he dicho, porque si lo dejas para cuandotengas tiempo, nunca lo tendrás; hay que hacerla todos los días, haga frío o calor, esté uno seco o fervoroso, esté en pecado o engracia, tengas tiempo o no, porque para Dios siempre hay que tenerlo, porque Él siempre lo ha tenido y lo tiene para nosotros.

Él debe ser lo primero y lo absoluto de nuestra vida y esto lohacemos realidad todos los días dedicándole este tiempo de oración, que es amarle sobre todas las cosas. Y esto que te he dicho, hay que hacerlo siempre, aunqueuno llegue a la suprema unión con Dios, hasta el éxtasis, porque nunca hay que fiarse del propio yo, que se busca siempre así mismo, se tiene un cariño inmenso, por lo cual hay que tenermucho cuidado y vigilarlo todos los días. La hora y el tiempode oración, que sean fijos y determinados: un cuarto de hora,

luego veinte minutos, luego veinticinco, media hora... hasta llegar a la hora o a los tres cuartos; pero sin volver atrás, aunquete cueste o te aburras, todo es amor, todo es cuestión de quereramar y si quieres amar, ya estás amando, ya estás haciendo oración, aunque tengas distracciones, ya pasarán, porque Dios te ama más.   

Si eres fiel a este rato de diálogo y oración con el Señor, pronto llegarás a cierto nivel o estar con Él, donde todo te serámás fácil, en que te sentirás bien. Y si sigues avanzando, luegoincluso no necesitarás de libros ni de ayudas para encontrartecon Él, ya no necesitarás leer el evangelio o libro alguno, porque el diálogo te saldrá espontáneo y largo y afectuoso y ya nose acaba nunca, se ha pasado de la oración discursiva a la afectiva y luego de ésta pasará, mejor, el Espíritu de Dios te llevaráhasta la oración contemplativa.

En esta oración, el Verbo de Dios llenará de luz y salvación y ternura tu corazón y tu alma y todas tus facultades, porque ha empezado a comunicarse personalmente por su presencia y vivencia más íntimas y no eres tú el que tienes que pensarlo o descubrirlo sino que Él ya se te da y ofrece sin necesitar la ayuda de tus raciocinios o afectos para andar este camino.

Y empiezan las ansias de verle, amarle, poseerle más y mas...

“Descubre tu presencia, y máteme tu rostro y hermosura, miraque la dolencia de amor ya no se cura, sino con la presencia yla figura” (C 11).

Desde esta vivencia, cada día más profunda, irás descubriendo que tú eres sagrario, que tú estás habitado, que los Tres te aman y viven su misma vida trinitaria dentro de tí y te hacenpartícipe por gracia de su misma vida de Amor del Padre al Hijoy del Hijo al Padre, que es Volcán de Espíritu Santo eternamente echando fuego y renovándose en un ser eterno de ser ensí y por sí mismo beso y abrazo entre los Tres, sin mengua nicansancio alguno, porque tu has empezado a ser, mejor dicho,

siempre lo has sido, pero ahora Dios quiere que seas conscientede su Presencia en tu alma, sagrario de Dios, templo de lamisma Trinidad, dándote experiencia de Sí mismo y metiéndoteen el círculo del amor trinitario, en cuanto es posible en estavida.

Y en este momento, por su presencia de amor, tú eres eltemplo nuevo de la nueva alianza, la nueva casa de oración habitada por la Santísima. Trinidad, porque el Verbo, por el pan deeucaristía, te habita, y la Presencia Eucarística te ha llevado a laComunión Trinitaria por una comunión eucarística continuaday permanente de amor en los Tres y por los Tres; tú ya eres Trinidad por participación, en cuanto es posible y esto te desborda,

te extasía, te saca de tí mismo, de tus moldes y capacidades deentender y amar y gozar y esto me parece que se llama éxtasis;

y entonces ya... “Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobreel amado, cesó todo y dejéme, dejando mi cuidado, entre lasazucenas olvidado” (C 8).

Porque a estas alturas, la contemplación de Dios te impidemeditar, porque es mucho lo que Él quiere decirte y tú tienesque escuchar del Verbo de Dios, aprender de la Palabra eternallena de Amor, con la que el Padre se dice eternamente a SíMismo en canción y silabeo gustoso y eterno de Amor de Espíritu Santo en el Hijo que ahora la canta para tí; ahora que ya estás preparado, después de largos años de purificación y adecuación de las facultades sensitivas, intelectivas y volitivas, que tehan dispuesto para la intimidad divina, sin imperfecciones oimpurezas o limitaciones, ahora la oración es presencia permanente de diálogo y presencia de Dios:

 “Bien sé que tres en sola una agua viva

residen, y una de otra se deriva,

aunque es de noche.

Aquesta eterna fonte está escondida

en este vivo pan por darnos vida,

aunque es de noche” (La fonte 10 y 11)

Él te hablará sin palabras y tú le responderás sin moverlos labios: simplemente te sentirás habitado, amado, sentirás suVerdad hecha Fuego de Amor en tu corazón, en fe luminosa, en“noticia amorosa”, sentirás que Dios te ama y tú, al sentirteamado por el Infinito, repito, no solo creerlo, sino sentirlo, vivirlo, experimentarlo, pero de verdad, no por pura imaginación o ilusión, ya no tengo que decirte nada, porque lo demás ya noexiste; ¿qué tiene que ver todo lo presente con lo que nos esperay que ya ha empezado a hacerse presente en ti? Ante este descubrimiento, lleno de luz y de gozo y de plenitud divina, —lopresente ya no existe y ha empezado la eternidad— te habrásdescubierto también en Dios eternamente pronunciado en suPalabra y escrito en su corazón por el fuego de su mismo Espíritu de Amor Personal.

“Entréme donde no supe

y quedéme no sabiendo,

todacienciatrascendiendo

Yo no supe dónde entraba,pero, cuando allí me vi,

sin saber dónde me estaba,

grandes cosas entendí;

no diré lo que sentí,

que me quedé no sabiendo,

todacienciatrascendiendo.Y si lo queréis oir,

consiste esta summa cienciaen un subido sentirde la divinal Esencia;

es obra de su clemencia

hacer quedar no entendiendo,toda ciencia trascendiendo”

(Entréme donde no supe, 1 y10).

Te sentirás palabra del Padre en la Palabra, dicha conAmor Personal del Padre, que es Espíritu Santo. Descubrirásque si existes, es que Dios te ama, y te ha preferido a millonesy millones de seres que no existirán nunca, y ha pensado en típara una eternidad de gozo; por eso tu vida es más que estavida, más que este tiempo, tu vida es un misterio que solo se explica y se puede vivir desde Dios. En este grado de oración, elcielo está ya dentro de ti, porque el cielo es Dios y Dios estádentro de ti; Él te llena y te habita, siempre estaba por la gracia, pero ahora lo sientes, te sientes habitado por los Tres, por laSantísima Trinidad: “Si alguno me ama, mi Padre le amará yvendremos a él y haremos morada en él”. “¿No sabéis que soistemplos de Dios y el Espíritu Santo habita en vosotros?

No son poesías, es el evangelio en esas partes que no conocemos porque no las vivimos o que no se comprenden hastaque no se viven. Aquí no valen títulos ni teologías ni doctorados..., es terreno sagrado, hay que descalzarse, porque Dios norevela su intimidad a cualquiera sino a sus amigos, como a Moisés.

Anímate a hacer tu oración todos los días, si es posibleante el sagrario, no es por nada, es que allí Él lleva dos mil añosesperándote. Y aunque está en más sitios, aquí está más singularmente presente, esperándote. Además, al hacerlo ante el sagrario, estás demostrando que crees no sólo esa parte del evangelio que está meditando sino todo el evangelio, que tienes presente en Cristo Eucaristía; demuestras simplemente con tu presencia ante el Sagrario que le amas concretamente y que tienespresente y crees todo el misterio de Dios, todo lo que Cristo hadicho y ha hecho, porque está presente Él mismo, todo entero,

todo su evangelio, todos sus misterios, en Jesucristo Eucaristía.

“Oh llama de amor viva, qué tiernamente hieres de mi alma enel más profundo centro, pues ya no eres esquiva, acaba ya siquieres, rompe la tela de este dulce encuentro” (Ll.1).

¡Qué bien reflejan estos versos de San Juan de la Cruz eldeseo de muchas almas, —yo las tengo en mi parroquia—, almas que desean el encuentro transformante con Cristo. Al contemplar esta unión que Dios tiene preparada para todos, exclama el Santo: “¡Oh almas criadas para estas grandezas y paraellas llamadas! ¿Qué hacéis? ¿En qué os entretenéis? Vuestraspretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias ¡Ohmiserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tangran luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos, noviendo que, en tanto que buscáis grandezas y glorias, os quedáismiserables y bajos, de tantos bienes hechos ignorantes e indignos!” (C 39,7).

            ¿Podría extenderse esta queja del santo Doctor hasta nosotros, cristianos injertados en Cristo, sacerdotes, religiosos yobispos de la Iglesia de Dios? ¿Tendría sentido esta queja deldoctor místico entre los que han sido elegidos para conducir alpueblo santo de Dios? ¿Deben ser hombres de oración experimentada esos guías y montañeros elegidos en los seminarios, noviciados, casas de formación para dirigir a los más jóvenesen la escalada de la santidad y de la vida de oración? ¿Vivimosen oración y conversión permanente?

            Estas preguntas, por favor, no son una acusación contranadie, son unos interrogantes para que tendamos siempre hacialas cumbres maravillosas de unión plena con Dios para las cuales hemos sido creados y llamados a la fe en Cristo, Hijo yVerbo de Dios, por la potencia del Espíritu Santo.

12.- PARA SER MAESTROS VERDADEROS DE ORACIÓN, PRIMERO HAY QUE PRACTICARLA Y VIVIRLA.

¿Y si nos hiciéramos un examen sobre oración personal: inicio, progresos, grados y vivencias principales decada etapa... los que tenemos que dirigir almas hasta el encuentro con Cristo? Lo primero será entrar dentro de nosotros mismos y preguntarnos: ¿Verdaderamente yo hago oración todos los días? ¿Me levanto pensando en este encuentro gozoso con Cristo? ¿Qué camino llevo recorrido, cuáles son mis experiencias principales desde que empecé en mi seminario, noviciado o parroquia, desde mi infancia hasta ahora? Después de veinte, treinta, cuarenta años de oración... ¿cómo es mi oración, mi encuentrocon Dios, mi experiencia de amistad personal con Cristo? ¿Latengo? ¿No he llegado a tenerla? Porque de esto dependeráluego, como hemos dicho, poder ser guías para otros en este camino de encuentro personal y oracional con Cristo.

En alguna ocasión y dado el clima de confianza lo he probado con mis alumnos del último curso de Estudios Eclesiásticos, próximos ya a la confesión y dirección de almas, despuésde tratar estos temas de la oración y vida espiritual, a un nivelpuramente teórico: Descríbeme las etapas de la oración y quéprácticas y medios principales de devociones, conversión, sacramentos, formas de oración se dan en cada una? Una personaquiere comenzar la vida espiritual, otra sigue pero hace tiempoque no sabe qué le pasa, pero cree que no avanza, ¿qué le aconsejarías? Otra desea ardientemente al Señor, pero por otra partesiente sequedad, desierto, ¿me podríais decir qué es lo que lepuede pasar, dónde se encuentra en su vida espiritual, podríaishacer un plan de vida para cada uno? ¿Qué es la oración afectiva, simple mirada, la contemplación y experiencia mística? Site encuentras un alma en estado de conversión, qué oración, quéprácticas, qué caminos le indicarías... si dice que no es capaz deorar y antes lo hacía, si te dice que se le caen de las manos loslibros para orar, hasta el mismo evangelio, pero quiere orar, túqué le aconsejarías, ¿está muy abajo o muy arriba en el caminode la oración...? Si te dice que antes sentía al Señor y ahora secansa y se aburre, incluso tiene crisis de fe, y lleva así meses yhasta años, que quiere dejar la oración por otras prácticas de acción o piadosas..., porque tiene la sensación de que está perdiendo el tiempo, vosotros, qué consejos le daríais...?

San Juan de la Cruz habla de los despistados y del dañoque hacían algunos directores de almas en su tiempo y por esose animó a escribir sus escritos: “... por no querer, o no saber ono las encaminar y enseñar a desasirse de aquellos principios...

por no haber acomodándose ellas a Dios, dejándose poner libremente en el puro y cierto camino de la unión...”; “...porque algunos confesores y padres espirituales, por no tener luz y experiencia de estos caminos antes suelen impedir y dañar a semejantes almas que ayudarlas al camino” (Prólogo, 3 y 4).

Por cierto y es sintomático, que San Juan de la Cruz, quequiere hablarnos del camino de la oración, tanto en la Subidacomo en la Noche, sin embargo, en estas dos obras se pasa todoel tiempo hablando principalmente de purificaciones y purgaciones, de vacíos y de las nadas en los sentidos del cuerpo y enlas potencias y facultades del entendimiento, memoria y voluntad, que ha de producirse en el alma para que Dios pueda unirsea ella; para San Juan de la Cruz, a mayor unión, mayor purificación-limpieza-vacío- noche de sentidos y de espíritu, activa ypasiva... para poder llenarse sólo de Dios. Está tan convencidode que para poder tener oración, lo fundamental es la noche, esto es, la conversión, que espontáneamente describe la necesidad y los modos de la misma, activa y pasiva, porque esta es la mejor forma de prepararse o hacer oración en los comienzos, almedio y también al final de este proceso. Para San Juan de laCruz, por tanto, la oración y la progresión en la misma exige laconversión total y permanente del alma hacia Dios.

Es pena grande y daño inmenso para la Iglesia, incalculable perjuicio también para el apostolado, que en muchos seminarios, noviciados, casas de formación, parroquias... no se hable con la insistencia y el entusiasmo debidos de esta realidad,

que no se vean serios ejemplos, que no tengamos maestros deoración experimentados, montañeros de este camino, que puedan dirigir y enseñar y animar a otros; cuántos movimientos apostólicos, catequesis de jóvenes o adultos, grupos de adultos, matrimonios, que se vienen abajo, se deshacen o permanecentoda la vida aburridos y anquilosados por no tener espacios deoración, por no haber descubierto su importancia, y aunque aveces tengan espacios que llaman así, no tienen que ver nadacon la oración verdadera y todo esto por carecer de guías de lamontaña de la oración, de la perfección y de la santidad.

En principio, todo sacerdote, religioso/a, todo cristiano oapóstol o catequista responsable de Iglesia tenía que ser maestro de oración, por su misma vocación y misión; tenía que serhombre de oración para tener amistad con Jesús y poder dirigira los demás hasta este encuentro. Sin embargo, todos sabemostambién que esto muchas veces no es así. Y si no practicamosni vivimos la oración personal, tú me dirás cómo podremos dirigir a los demás, qué podremos saber y enseñar sobre ella, quéentusiasmo y testimonio y convencimiento podremos infundiren nuestras parroquias, seminarios, noviciados o casas de formación. Así que ni lo intentamos.

Últimamente Juan Pablo II, en la Carta Apostólica “Novo millennio ineunte”, ha vuelto arepetir e insistir en la necesidad de la oración y de escuelas deformación en esta materia tanto en parroquias como centros deformación. Este es el encargo principal que hemos recibido lossacerdotes. Todas las parroquias tenían que ser escuelas de oración, porque la misión esencial para la que hemos sido enviados es para dar a conocer y amar a Jesucristo y la oración es elcamino y la puerta. Por eso, todos los grupos tenían que saber orar para amar verdaderamente a Jesucristo, tanto en los gruposde catequesis, cáritas, pastoral sanitaria, liturgia, aunque algunos fueran más específicamente grupos de oración.

Sin oración, nos quedamos sin identidad cristiana y sinespíritu en el apostolado y en la Iglesia. Todo queda reducidomuchas veces a su aspecto exterior y visible, olvidando lo interior y el alma de todo apostolado, el orar “en Espíritu y Verdad”, reducidos muchas veces a tareas puramente humanitarias, como si fuéramos una ONG, activistas de una ideología, pero faltos de vivencia de Dios, de Espíritu Santo, de evangelio, de conocimiento vivencial de lo que hacemos o predicamos.

Por este motivo, muchos llamados a ser guías del pueblode Dios, en su marcha hasta la tierra prometida, nos hacen perder dirección, fuerzas, tiempo y metas verdaderas, nos hacenquedarnos para siempre en el llano y no son capaces de conducirnos hasta la cima del Tabor, para ver a Cristo transfigurado ybajar luego al llano para trabajar, convencidos e inflamados deque Cristo existe y es verdad, de que todo el evangelio y la fe yel encuentro existen y son verdad.

Por no escuchar a Cristo cuando nos sigue invitando, comohizo en Palestina: “Venid vosotros a un sitio aparte”, “llamó alos que quiso para estar con El y enviarlos a predicar”, “tomando a Pedro, Santiago y Juan subió a un monte a orar” (Lc 9,28), vamos al trabajo apostólico vacíos de El, desprovistos de su fuego y entusiasmo y por eso no podemos contagiarlo, comunicarlo, para contagiarlo a los que nos escuchan y poder hacer seguidores suyos, primero hay que conocerlo y amarlo y sentirlo por la oración diaria y conversión permanente.. “Marta andaba afanada en los muchos cuidados del servicio y acercándose, dijo: Señor ¿no tepreocupa que mi hermana me deje a mí sola en el servicio? Díle, pues, que me ayude. Respondió el Señor y le dijo: Marta, Marta, tú te inquietas y te turbas por muchas cosas; pero pocas son necesarias o más bien una sola. María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada” (Jn 12,40. 42).

Todo cristiano, todo catequista, todo apóstol, toda madre cristiana, pero, sobre todos, todo sacerdote debe ser hombre de oración: “A ejemplo de Cristo que estaba continuamente en oración y guiados por el Espíritu Santo, en el cual clamamos“Abba, Padre”, los presbíteros deben entregarse a la contemplación del Verbo de Dios y aprovecharla cada día como una oración favorable para reflexionar sobre los acontecimientos de lavida a la luz del Evangelio, de manera que, convertidos enoyentes atentos del Verbo, logren ser ministros veraces de la Palabra. Sean asiduos en la oración personal, en la recitación de laLiturgia de las Horas, en la recepción frecuente del sacramentode la penitencia y, sobre todo, en la devoción al misterio eucarístico.” (Sínodo de los obispos sobre el sacerdocio ministerial, 1971).

Qué carencias más importantes se siguen luego en la vidapersonal y apostólica de los responsables de la evangelización,

de los bautizados y ordenados en Cristo, si no saben infundir confe viva el conocimiento y seguimiento de Cristo, de hacerle presente, creíble y admirado, por no estar ellos personal y suficientemente formados en este camino, por lo menos hasta ciertasetapas. Por eso, al no estar formados y curtidos en este sendero, al no sentir el atractivo de Cristo, tampoco pueden luego guiar alos demás, aunque sea su cometido y ministerio principal.

¡Qué responsabilidad tan grande, especialmente en lospastores de la Diócesis y de la Iglesia, en los superiores religiosos y párrocos, que somos los formadores y directores espirituales de las parroquias y de los seguidores de Cristo... ¡Qué ignorancia tan frecuente de estas realidades a la hora de tener queelegir los formadores de los seminarios y noviciados! ¡Quédaño si no se tiene en cuenta la suficiente personalidad espiritual, teológica, humana y pastoral para estos cargos! ¡Cuántodaño se puede hacer a la Iglesia, daño irreparable, por ser causaa su vez de una cadena interminable de otros daños, que se siguen para la diócesis, que se van empobreciendo en todo! Institutos y órdenes religiosas, congregaciones que llegan a perderel carisma propio de la orden, debido a una mala formación espiritual en los elegidos del Señor.

Qué prisas por trabajar y hacer cosas que se ven, por hacer bajar al llano de la vida apostólica a los seminaristas o novicios, para que empiecen la misión, cuando lo verdaderamenteimportante en esa etapa es estar con Jesús para ser luego enviados a predicar. Lo primero en el tiempo y en la misión es estar con el Señor, formarse bien en el estudio, el silencio, en la vidacomunitaria, adquiriendo una fuerte personalidad evangélica, teológica, espiritual y pastoral, para luego poder comunicárselocon entusiasmo a la gente.

Primero es el estar con Él; luego, si hay que bajar al llanopara trabajar, bajaremos hasta que llegue el Tabor definitivo,

pero qué diferencia, habiéndolo aprendido así y confirmado conlos mismos superiores, en el mismo seminario o noviciado; quédifícil aprenderlo luego, por las ocupaciones pastorales, por lasprisas y faltas de silencio, a no ser que haya gracia especial delSeñor, puesto que el tiempo oportuno fueron el desierto y silencio de estos centros de formación espiritual, teológica, pastoral,

humana...

Es verdad, sin embargo, que el apostolado y la vida sacerdotal no va a ser totalmente inútil por carecer de esta formación,  pero perderá muchísima eficacia y no dará la gloria a Dios queÉl se merece, y no hará tanto bien a los hermanos como ellosnecesitan, ya que estamos tratando de eternidades y aquí todoes grave y trascendente. Hay que sacrificarse más, hay que sersantos para cumplir la tarea encomendada. Este es el fin principal de nuestro ministerio y misión. “He bajado del cielo, nopara hacer mi voluntad sino la voluntad del que me envió...

Esta es la voluntad del que me envió: que no pierda nada de loque me dio sino que lo resucite en el último día.” (Jn 6,38-40).

            Y San Pablo da razón de su tarea evangelizadora: “Todo lo he sacrificado y lo tengo por basura, a fín de ganar a Cristo y encontrarme con El, no teniendo una justicia propia, sino logradapor la fe en Cristo y que procede de Dios y está enraizada enla fe” (Flp 3,8-9). “Por eso lo soporto todo por amor a los elegidos, para que consigan la salvación que nos trae Cristo Jesús y la salvación eterna.” (2Tim 2,10).

Ha llegado a mis manos el discurso que el Papa Juan Pablo II dirigió al capítulo general de los Servitas, reunidos en laprimavera del 2002. Entresaco algunos párrafos: “Sentir la exigencia de buscar el reino de Dios ya es un don, que debe seracogido con espíritu agradecido. En realidad, es siempre Diosel que nos sale al encuentro primero, ya que ha sido el primero en amarnos (cfr 1Jn 4,10). Es consolador buscar a Dios, peroal mismo tiempo exigente; supone hacer renuncias y tomar opciones radicales. ¿Cómo repercute esto entre vosotros, en elcontexto histórico actual? Supone ciertamente acentuar la dimensión contemplativa, intensificar la oración personal, revalorizar el silencio del corazón, sin llegar nunca a contraponerla contemplación a la acción, la oración en la celda a las celebraciones litúrgicas, la necesaria “fuga” del mundo a la presencia junto al que sufre... La experiencia demuestra que sólodesde la contemplación intensa puede nacer una fervorosa yeficaz acción apostólica... Vuestra oración comunitaria sea talque la oración personal prepare y prolongue la celebración litúrgica”.

Queridos hermanos, tenemos que “orar sin intermisión”

como nos dice San Pablo (2Ts 5,17), pues sólo el Señor puededar eficacia y crecimiento a la obra en que trabajemos, como Élya nos dijo: “sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). LosApóstoles, convencidos de esto por los consejos del Señor y porsu propia experiencia apostólica, al constituir los primeros diáconos, dijeron: “...así nosotros nos dedicaremos de lleno a la oración y al ministerio de la palabra” (Hch 6,4) (SC. 86).

Lo primero es: “el Señor llamó a los que quiso para estar con El y enviarlos a predicar...”, “María ha escogido la mejor parte...”. Y por lo que yo he visto en los santos y en todoslos que han seguido a Cristo a través de los siglos, canonizados o no, éste es el único camino: ni un sólo santo, que no haya sidoeucarístico, que no haya hecho largos ratos de oración ante elSeñor Eucaristía, pero ni uno solo, luego habrán sido avanzados o retrógrados, ricos o pobres, activos o contemplativos, de laenseñanza o de la caridad, laicos o curas, profetas, misioneroso padres de familia, lo que sea..., pero ni uno solo que no fuerahombre de oración, especialmente eucarística, porque teniendo al Señor tan cerca... Nuestras madres y nuestros padres no tuvieron más Biblia ni más grupos de formación que el sagrario. Allí lo aprendieron todo y así nos lo enseñaron.

Por eso es muy importante que nos preocupemos de “estas cosas”, porque como queda dicho, lo que no se vive, terminaolvidándose y podemos constatarlo personalmente, incluso tratándose de verdades teológicas. La oración eucarística es lafuente que mana y corre siempre llena de estas verdades y vivencias, aunque sea muchas veces a oscuras y sin sentir nada.

El Concilio Vaticano II habla repetidas veces sobre la importancia capital de la Eucaristía en la vida de la Iglesia y ennuestra vida personal: “...los demás sacramentos, al igual quetodos los ministerios eclesiásticos y las obras del apostolado,

están unidos con la Eucaristía y hacia ella se ordenan. Pues enla sagrada Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de laIglesia, es decir, Cristo en persona, nuestra Pascua y pan vivo...Por lo cual la Eucaristía aparece como fuente y cima de todaevangelización... (Los sacerdotes) les enseñan, igualmente, aparticipar en la celebración de la sagrada liturgia, de forma queexciten también en ellos una oración sincera; los llevan comode la mano a un espíritu de oración cada vez más perfecto, quehan de actualizar durante toda la vida en conformidad con las gracias y necesidades de cada uno... La casa de oración en quese celebra y se guarda la sagrada Eucaristía y se reúnen los fieles, y en la que se adora para auxilio y solaz de los fieles la presencia del Hijo de Dios, nuestro Salvador, ofrecido por nosotrosen el ara sacrificial, debe estar limpia y dispuesta para la oración” (PO 5).

Pues bien, teniendo presente todo esto y lo que llevamosdicho en este capítulo, ya me diréis qué interés puedo yo tenerpor Jesucristo y su causa, si Cristo personalmente me aburre;

cómo entusiasmar a las gentes con Él si yo personalmente nosiento entusiasmo por Él, y para esto, la oración es totalmentenecesaria, porque es fuente y termómetro indicativo; para lograr que los hombres y mujeres conozcan y amen y se enamoren de Jesucristo, que lo sigan y lo busquen, nosotros hemos dedarles ejemplo y buscarlo en la oración, que, si es ante CristoEucaristía, tiene una fuerza y plenitud mayor. De Cristo y porel canal de la oración hemos de recibir el espíritu y el entusiasmo de nuestro apostolado: “vosotros sois mis amigos, porque todo lo que me ha dicho mi Padre, os lo he dado a conocer”, “Pedro, me amas más que estos... apacienta mis ovejas; Pedro, me amas...” por tres veces le sometió a un examen de amor antes de ponerle al frente de su Iglesia. Y Pablo: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi”. Y cuando tenemos el espíritu de Cristo, entonces: “El que a vosotros escucha, a míme escucha...”; “Yo en vosotros y vosotros en mí”; “...vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”.

Podremos hacer las acciones de Cristo, predicar las palabras de Cristo, pero no podremos transmitir su espíritu, si no lotenemos. Somos sarmientos, canales del Amor y Salvación deDios, del Espíritu Santo de Dios. Para eso necesitamos el espíritu, el alma, el corazón, la adoración que Cristo sentía por su Padre para poder ser su prolongación. Para ser verdaderamente presencia sacramental de Cristo, de su persona y apostolado, necesitamos sus mismos sentimientos y actitudes. Y no le demos vueltas, a Cristo, a su evangelio sólo se les comprendecuando se viven; y si no, fijaos qué diferencia existe, qué distinta manera de hablar y actuar, cuando tienes que hablar o defender un tema que vives o te muerde el alma, la vida y la estima tuya o de los tuyos ... o por el contrario, cuando se trata deun asunto de otros, de un tema que te han contado o has leído, pero que, en definitiva, no lo necesitas para vivir o realizarte.

La mayor tentación del mundo materialista actual y desiempre, en lo que se unen y se esfuerzan todos los poderososdel “mundo”, es demostrar que Dios ya no es necesario, que sepuede vivir y ser felices sin Él. Y, por otra parte, tenemos todolo contrario, que constituye una prueba de fe y un argumento enfavor nuestro, y es que hoy día hemos llenado con el consumismo nuestras vidas y nuestros hogares de todo y ahora resultaque nos falta todo, porque nos falta Dios, que es el TODO DETODOS...

            El materialismo y el consumismo reinante destruyennuestra identidad cristiana, nos destruye como Iglesia e hijos deDios. Ahora equipamos a nuestros hijos y juventud de todo: inglés, judo, trabajo, dinero, piso, sexo, masters de todo... y ahoraresulta que les falta todo, que se sienten vacíos... porque lesfalta Dios. Cómo ayudar a los hombres de ahora a salir de ese vacío existencial y proponerles comomedio y remedio que se acerquen a Dios, al Dios amigo y cercano que es Cristo Eucaristía, si nosotros mismos no lo hacemos ni lo hemos experimentado... si nunca nos ven orar en laIglesia o delante del sagrario, y esto ya es norma y comportamiento ordinario en nuestra vida sacerdotal, cristiana, pastoral, militante, catequista...

Queridos hermanos, por qué no empezar desde hoymismo, desde ahora mismo... parémonos delante del sagrario, mirémosle a Cristo con afecto, hagamos bien la genuflexión, sipodemos, que no es un trasto más de la iglesia, que es el Señor, que es nuestro Salvador, el centro y corazón de la parroquia, detu grupo, de tu comunidad, de tu vida cristiana... ¿Lo es, o no loes? ¿O lo es sólo teóricamente? ¿Cómo acordarte, cómo predicar esto, si no lo vives? Ayúdales a los tuyos con tu vida, con tuejemplo, con tu comportamiento... “Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? Nosirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente”.

Algunos sacerdotes, religiosos y seglares apóstoles dudande la eficacia del Evangelio y hablan muy decepcionados de sustrabajos apostólicos. Eslógico y una prueba, pero en negativo, de lo que estoy diciendo. Me duele por ellos y por todos, por la Iglesia. Su vida no ha sido inútil, porque todos somos canales de gracia, más o menos anchos, pero canales de gracia como igualmente tenemos que ser luz de Cristo primero para poder iluminar a los hermanos: “Vosotros sois la luz del mundo... alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y dengloria al Padre que está en el cielo”

13- UN POSIBLE CAMINO CONCRETO DE ORACIÓN PERSONAL SACERDOTAL

Queridos hermanos: Lo he repetido muchas veces y lo repetiré todas las veces que sean necesarias: quiero amar, quiero orar; me canso de amar, me he cansado de orar; me he cansado de orar, es que me he cansado antes de amar.

La oración, antes que consideración y meditación y todo lo demás que queramos, es amor, querer amar. Ese es su punto de arranque, aunque no se note ni uno sea consciente al principio. Y, si se medita, es para sacar amor del pozo, de la fuente, que puede ser el evangelio, un libro, tu corazón, pero si es el Sagrario, es lo mejor de todo. Dice S. Juan de Ávila: “Y sabed que este negocio es más de corazón que de cabeza, pues el amar es el fín del pensar. Y si Dios os hace esta merced de meditación sosegada, será más durable lo que en ella sintiereis y más larga y sin pesadumbre[29]. Aunque el entendimiento obre poco o nada, la voluntad obra con gran viveza y ama fortiter” (Plática 3ª).

Y para todo esto, Jesucristo en el Sagrario es el mejor maestro, el mejor libro, toda una biblioteca, todo el evangelio presente, toda la teología hecha vida. Por eso nos dice el Doctor Místico: Atodo ejercicio de la parte espiritual y de la parte sensitiva, ahora sea en hacer, ahora en padecer, de cualquiera manera que sea, siempre le causa más amor y regalo de Dios como habemos dicho; y hasta el mismo ejercicio de oración y trato con Dios, que antes solía tener en consideraciones y modos, ya todo es ejercicio de amor”[30].

Bien es verdad que el Santo Doctor aquí se refiere a un grado más elevado de oración que la meditación, pero hacia ahí apunta la oración por sí misma, desde el principio, aunque uno no sea consciente de ello, pero conviene que lo sepa el mismo orante y los directores de grupos de oración, que a veces creen que si no se habla o leen reflexiones o se dicen cosas bonitas, no se ha orado; es más, quieren medir la altura de oración según las frases bonitas que se digan...o que si no se aprenden o se realizan técnicas de relajación o métodos de reflexión, no hay oración.

San Juan de la Cruz nos dirá que la oración no se mide por las revelaciones, ni locuciones ni éxtasis sino por los frutos de humildad en las personas que la tienen y este era su criterio para distinguir a los verdaderos y falsos orantes. Y ya sabemos la definición teresiana de oración... “que no es otra cosa oración sino tratar de amistad... con aquel que sabemos que nos ama”. Tres notas de la amistad aparecen en esta definición  de Sta. Teresa.

1.- Yo aconsejaría empezar la oración saludando al Señor, o como se dice ordinariamente, poniéndonos en presencia: En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. En el nombre del Padre que me soñó para una eternidad con Él, me ha dado la existencia, me da la vida esta mañana. Del Hijo que me amó hasta entregar su vida por mí, me quiso como amigo y sigue dándose en cada eucaristía, en cada sagrario y lo tengo aquí, ahora presente, con todo su ser divino y humano. Del Espíritu Santo que me santifica, me trae el amor y la gracia y la ayuda de mi Dios: Señor, ábreme la mente y mete en ella tu Verbo, tu Luz y tu Verdad, que es tu Hijo; ábreme el corazón y mete tu Espíritu, tu Fuego y Amor, que es tu Espíritu Santo; ábreme los labios y toda mi vida y mi existencia sacerdotal proclamará tu alabanza, “la alabanza de tu gloria”, que Tú existes y nos amas, que tu Hijo ha resucitado y me ha llamado a la eternidad feliz contigo y que el Amor, tu Amor, el Espíritu Santo está realizando ahora esta tarea en mi alma y en mi vida para Gloria del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

“Te sancta Trinitas unaque poscimus, sic nos tu visita sicut te colimus, per tua semita duc nos quod tendimus, ad lucem que inhabitas”.

Es muy importante tener un esquema fijo de oración y una hora fija todos los días, a la misma hora, siempre que no pase nada extraordinario; porque si lo dejas a la improvisación o para cuando tengas tiempo, a lo mejor no tienes tiempo nunca. El esquema de tu oración lo irás haciendo con lo años. Será siempre “trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos que nos ama”. Como hemos comenzado en el nombre del Padre, podemos empezar el diálogo con Él.

2.- Empezamos la oración dialogando, hablando con Dios Padre, o con Cristo, o con el Espíritu o con la Virgen del tema o temas que te preocupan y llevas en ese momento en tu corazón; de las necesidades de los hermanos, de pedir fuerza o luz, en fín, empiezas hablando de lo que tienes en tu corazón en ese momento y te ocupa y preocupa. Terminado esto, empezamos, con el esquema fijo, si hay tiempo, porque lo dicho anteriormente te ha ocupado todo el tiempo, pues ya has hecho tu oración, ya has tenido el encuentro diario con Dios y contigo mismo necesario para seguir viviendo espiritualmente.

Pero si lo primero te ha llevado diez minutos, ¿qué hacer ahora? Para eso es muy importante esto que te digo de tener un esquema fijo de oración diaria.

Pues bien, empezamos con el esquema fijo. Para esto es muy importante que al principio te ayudes de algunas oraciones hechas por otros, que te ayuden, y siempre las mismas, incluso para toda tu vida, pero que puedes cambiar a los comienzos, hasta que te vayas quedando con las que mas te dicen y te gustan, según el Señor te inspire y vayas descubriendo en tu caminar.

El primer encuentro en nuestra oración tiene que ser con la Santísima Trinidad, Principio y Fin de todas las cosas. Y como el Padre es el Primero y Principio, para no dudar y hasta encontrar otra oración que te inspire más, yo haría despacio y meditando y orando la oración de Sor Isabel de la Santísima Trinidad que a mí me gusta mucho, porque me inspira muchas ideas y sentimientos. Tú la vas orando, y si, al hacerlo, el Señor te inspira ideas, sentimientos nuevos y distintos, tú te paras, dialogas con el Señor… y, cuando se acaban estos sentimientos, tú continúas con la Plegaria a la Santísima Trinidad, y esta es la ventaja, porque de otro modo uno se pierde y no tiene orden ni continuidad. El fruto o el éxito no está en orarla toda seguida, sino parando, mirando al Sagrario, “distrayéndote” en otros pensamientos, revisando tu vida, dialogando de otras cosas al Señor. La pongo aquí, para que te sea más fácil copiarla para luego rezarla ante Jesús Eucaristía:

PLEGARIA A LA SANTÍSIMA TRINIDAD

Oh Díos mío, Trinidad a quien adoro, ayudadme a olvidarme enteramente de mí para establecerme en vos, inmóvil y tranquila, como si mi alma ya estuviera en la eternidad; que nada pueda turbar mi paz ni hacerme salir de vos, oh mi inmutable, sino que cada minuto me sumerja más en la profundidad de vuestro misterio.

Pacificad mi alma; haced de ella vuestro cielo, vuestra mansión amada y el lugar de vuestro reposo; que nunca os deje solo; antes bien, permanezca enteramente allí, bien despierta en mi fe, en total adoración, entregada sin reservas a vuestra acción creadora.

Oh amado Cristo mío, crucificado por amor, quisiera ser una esposa para vuestro corazón; quisiera cubriros de gloria, quisiera amaros hasta morir de amor. Pero siento mi impotencia, y os pido me revistáis de vos mismo, identifiquéis mi alma con todos los movimientos de vuestra alma, me sumerjáis, me invadáis, os sustituyáis a mí, para que mi vida no sea mas que una irradiación de vuestra vida. Venid a mí como adorador, como reparador y como salvador.

Oh Verbo Eterno, palabra de mi Dios, quiero pasar mi vida escuchándoos, quiero ponerme en completa disposición de ser enseñada para aprenderlo todo de vos; y luego, a través de todas las noches, de todos los vacíos, de todas las impotencias, quiero tener siempre fija mi vista en vos y permanecer bajo vuestra gran luz. Oh amado astro mío, fascinadme, para que nunca pueda ya salir de vuestro resplandor.

Oh fuego abrasador, espíritu de amor, venid sobre mí, para que en mi alma se realice una como Encarnación del Verbo; que sea yo para él una humanidad supletoria, en la que él renueve todo su misterio.

Y vos, oh Padre, inclinaos sobre esta vuestra pobrecita criatura; cubridla con vuestra sombra; no veáis en ella sino al amado, en quien habéis puesto todas vuestras complacencias.

Oh mis tres, mi todo, mi bienaventuranza, soledad infinita, inmensidad en la que me pierdo. Entrégome sin reserva a vos como una presa, sepultaos en mí, para que yo me sepulte en vos, hasta que vaya a contemplaros en vuestra luz, en el abismo de  vuestras grandezas. (Sor Isabel de la Stma Trinidad, 21-11- 1904)

3º.- Cuando has terminado esta Plegaria a la Santísima Trinidad, es obligación invocar al Espíritu Santo, maestro espiritual y artífice de nuestro encuentro con Dios, porque Él es el Amor, el que nos tiene que dirigir a la unión con Dios en el misterio de Trinidad. Por eso, para empezar la oración de cada día y siempre me gusta la Secuencia del Espíritu Santo, me dice más en latín, pero que tú la puede cambiar según tus gustos, eres tú el que haces oración: Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo.

TERCERA  PARTE

EL SEMINARIO Y LAS VOCACIONES, APOSTOLADO ESENCIAL DE LA IGLESIA, DE LAS DIÓCESIS Y DE LOS SACERDOTES

1.-DESPUÉS DEL SAGRARIO, LA PRESENCIA DE CRISTO QUE MÁS HAY QUE CUIDAR EN LA TIERRA ES LA DEL SEMINARIO

Para mí, el lugar más importante de la presencia de Cristo en la tierra, el que más hay que mirar y cuidar y orar, después del Sagrario, es la presencia de Cristo en los Seminarios. Así lo he sentido toda mi vida. Después del cuidado y amor que se debe dar a Cristo Eucaristía, como presencia amiga, en el Sagrario, donde más se debe cuidar y cultivar esta presencia de amistad con Cristo es en el seminario, en el corazón de los seminaristas; hay que procurar con la oración y la piedad y la liturgia y la vida santa de la Iglesia Diocesana que haya seminario y Cristo sea el centro y el corazón del Seminario, que Jesucristo Eucaristía llegue vivencialmente al corazón de todos los que lo habitan, que antes de salir del Seminario los seminaristas hayan llegado a metas de oración, donde el Hijo Amado del Padre, que les ha llamado a ser sacramento de su presencia y salvación en el mundo, llegue verdaderamente a ser amigo y confidente de todos los seminaristas; y para eso necesitamos obispos, sacerdotes y superiores experimentados en oración, vida y santidad, de tal forma que puedan conducirlos hasta esta meta, la esencial de su estancia en el Seminario.

Todo sacerdote, por lo que más debe interesarse y rezar ante el Señor todos los días, es por su Seminario; lo que más debe preocuparle y ocuparle, hasta donde pueda y le dejen, es su Seminario; debe orar con intensidad y cuidar de que su Seminario sea cuidado, visitado y querido, como debe, por los que debe y están obligados en razón de su misión. Y todo esto y más que pudiera decir, por razón de una coherencia: porque todo creyente y todo sacerdote debe amar a Jesucristo con todo su corazón y con toda su alma. Ahora bien, Jesús Eucaristía y el Sacerdocio están muy unidos en Cristo, son una misma realidad desde el Jueves Santo, mejor, desde su Encarnación. Y en el Seminario es donde se forman los sacerdotes. Por eso, sacerdocio y Seminario, Cristo Eucaristía y Cristo Sacerdote y Seminario deben estar siempre unidos.

Se acentúa este amor y cuidado en estos tiempos de ateísmo y secularismo; sin quererlo, espontáneamente, nuestra mirada se dirige a los seminarios, donde tienen que formarse los futuros sacerdotes. Porque no quisiéramos tener que lamentar que, por falta de orientación y espiritualidad seria y verdadera, en la que tal vez no fueron formados por carecer de formadores apropiados u obispos que no se preocuparon como era su obligación por lo más importante de la diócesis que es el seminario, pueda ocurrir en los tiempos que estamos y próximos que vienen, que se produzcan secularizaciones entre los sacerdotes, especialmente jóvenes.

Y la causa principal, aunque puede haber otras, ahora y siempre será que no fueron formados en la oración y la vida de santidad y experiencia de Cristo para estos tiempos laicistas, que ni creen en Dios ni en un celibato, que sin Dios no tiene sentido, máxime cuando la misma virtud de la castidad tampoco existe como virtud humana; todo lo contrario, en medios y teles y demás se exhiben toda clase de medios y formas que antes las llamábamos vicios y pecados.

No se tuvo en cuenta ni se tiene todavía lo suficiente la personalidad espiritual, teológica, humana y pastoral de los formadores. Y las consecuencias hay que pagarlas necesariamente, ahora que el ambiente no protege, porque ha dejado de ser cristiano, es más, ha dejado de ser hasta humano; estamos por debajo de los animales en muchas cosas: abortos, eutanasia, “violencia del género”, puro eufemismo para no llamar a las cosas por su nombre: crímenes de padres que matan a sus esposas y madres incluso con sus hijos, y pásmate, madres y esposas que matan a sus esposos y padres con su hijos, los hijos nacidos de su amor y vientre…¡ni los animales! ¿a quién van a querer luego estos hombres y mujeres? Así estamos. Pero claro, así tenemos que estar preparados y convencidos de Dios y de su Evangelio los que tenemos que luchar contra todo esto, que también nos infecta con su lluvia ácida a todos, especialmente a nuestra carne y nuestro hombre de pecado que todos llevamos dentro.

Oficial y públicamente, todos los días, en las parroquias se debe rezar por las vocaciones. Me alegra ver cómo en muchas parroquias, esté o no presente el sacerdote, se reza por el Seminario y las Vocaciones; en algunas se reza textualmente: Por la santidad de la Iglesia, especialmente por la santidad de los Obispos, de los sacerdotes y seminaristas, por nuestro seminario y sus vocaciones… En las parroquias deben celebrarse los jueves eucarísticos y sacerdotales. Es una alegría ver cómo en muchas se tiene la Hora Santa por los sacerdotes y seminaristas todos los jueves.

Lo más importante de una diócesis es el Seminario. De él dependen el número y la santidad de sus sacerdotes, que luego serán Cardenales, Obispos y Papas. Por eso, de los sacerdotes, depende fundamentalmente la Iglesia, y por voluntad de Cristo. De ahí la necesidad de cuidarlos. Pero me he dado cuenta, que esto no depende de las palabras, ni siquiera de las palabras que yo estoy diciendo, sino que tiene que nacer de un convencimiento interior, no de una temporada y circunstancias determinadas que pasan, ni siquiera depende de que se ocupe un cargo en él o fuera de él, mi experiencia me dice que tiene que salir del corazón, más concreto, del corazón de Cristo Eucaristía comunicado a sus amigos de verdad que lo adoran, le visitan todos los días y hacen oración en su presencia. De ahí el título que he puesto: EL SEMINARIO Y LAS VOCACIONES, APOSTOLADO ESENCIAL DE LA IGLESIA, DE LA DIÓCESIS Y DEL SACERDOTE.

Todos debemos implicarnos en su marcha, interior y espiritualmente, pero, especialmente, los sacerdotes; y con prudencia, porque esto no se entiende fácilmente. Y a sufrir por el reino de Dios, si es necesario, porque los que piensan y hablan así en estos tiempos de secularismo,...

En esta materia, con sólo recoger lo más importante de todo lo predicado y escrito por Juan Pablo II durante su pontificado, habría para un libro denso y profundo. En la Exhortación Apostólica Pastores dabo vobis que he tratado en este libro, nos dice Juan Pablo II:

“La primera responsabilidad de la pastoral orientada a las vocaciones sacerdotales es del Obispo, que está llamado a vivirla en primera persona, aunque podrá y deberá suscitar abundantes tipos de colaboraciones. A él, que es padre y amigo en su presbiterio, le corresponde, ante todo, la solicitud de dar continuidad al carisma y al ministerio presbiteral, incorporando a él nuevos miembros con la imposición de las manos. El se preocupará de que la dimensión vocacional esté siempre presente en todo el ámbito de la pastoral ordinaria, es más, que esté plenamente integrada y como identificada con ella. A él compete el deber de promover y coordinar las diversas iniciativas vocacionales.

El Obispo sabe que puede contar ante todo con la colaboración de su presbiterio. Todos los sacerdotes son solidarios y corresponsables con él en la búsqueda y promoción de las vocaciones presbiterales. En efecto, como afirma el Concilio, «a los sacerdotes, en cuanto educadores en la fe, atañe procurar, por sí mismos o por otros, que cada uno de los fieles sea llevado en el Espíritu Santo a cultivar su propia vocación». «Este deber pertenece a la misión misma sacerdotal, por la que el presbítero se hace ciertamente partícipe de la solicitud de toda la Iglesia, para que aquí en la tierra nunca falten operarios en el Pueblo de Dios. (PDV 12)”

Todos debemos implicarnos. Sobre la Pastoral Vocacional dice un autor actual: “Sin embargo, la impresión que causa la observación de cierta praxis respecto de este tema no permite afirmar que la Pastoral Vocacional, salvo honrosas excepciones, obtenga tan alta consideración.

Se tiene la impresión de que la Pastoral Vocacional no termina de hallar el espacio que le corresponde en el conjunto de la actividad pastoral diocesana ni logra alcanzar el grado necesario de concienciación y de empatía para ser asumida como responsabilidad que atañe a todos y como tarea permanente en la vida de las comunidades eclesiales. Parece que se halla reducida a dos o tres campañas anuales, organizadas en torno a determinadas jornadas, y a algunas actividades puntuales, promovidas y realizadas por el Secretariado o Delegación de Pastoral Diocesana.

Debemos constatar, por otra parte, aunque sea doloroso, que los resultados computables de la actividad de la Pastoral Vocacional no permiten afirmar, desde parámetros humanos, que tal actividad tenga la fecundidad la eficacia y el éxito deseables[31]”.

Y este mismo autor, más adelante en su artículo, añade:

“Es por eso por lo que nos parece importantísimo pensar y buscar medios y recursos para conseguir poner nuestras diócesis en clave vocacional. Me atrevo a sugerir algunos de esos medios y recursos:

1. Convencernos de que la Pastoral Vocacional ha de ser un “compromiso coral de toda la Iglesia”. Así lo formulaba en 1996 el Papa Juan Pablo II en la exhortación “Vita Consecrata’: “Es preciso que la tarea de promover las vocaciones se desarrolle de manera que aparezca cada vez más como un compromiso coral de toda la Iglesia. Se requiere, por tanto, la colaboración activa de pastores, religiosos, familias y educadores, como es propio de un servicio que forma parte integrante de la pastoral de conjunto de cada Iglesia particular. Que en cada diócesis exista, pues, este servicio común, que coordine y multiplique las fuerzas, pero sin prejuzgar e incluso favoreciendo la actividad vocacional de cada instituto”[32].

Al escribir sobre el Seminario y las Vocaciones, tan solo pretendo recordar esta necesidad, esencial de la Iglesia, de tener muchos y santos sacerdotes y atizar un poco la llama de esta urgencia apostólica encendida en el corazón de todo consagrado; sólo pretendo soplar un poco, por medio de estas líneas, escritas con todo mi amor al Seminario y a los sacerdotes, que esta llama vocacional no se apague, quiero avivarla más en mi y en mis hermanos, en la parte que a cada uno de nosotros nos corresponde dentro de la viña del Señor.

La Pastoral Vocacional es un gozo, una necesidad, una tarea, un empeño, una oración permanente al “dueño de la mies, para que envíe obreros a su mies”. Repito que sólo pretendo avivar la relación y la unión afectiva y apostólica con el seminario y las vocaciones; quiero y pido que ninguno de nosotros se olvide de rezar todos los días por la santidad de la Iglesia, especialmente de los obispos, sacerdotes y seminaristas, y por nuestro seminario y sus vocaciones. A mí me gustaría amar tanto a mi seminario, que cuando la gente me mire o piense en mí, sólo o principalmente viera en mí: Seminario, Vocaciones y Sacerdocio.

Queridos hermanos: Es imposible estar gozoso de una realidad y no querer comunicarla y contagiar de ella a los que nos rodean y amamos; es imposible sentirse agradecido a Dios por este don del sacerdocio, sentirlo en el alma como predilección y regalo, pero sentirlo de verdad, y no tratar de contagiar este gozo y entusiasmo a los que nos rodean, sobre todo los que tratamos a niños, jóvenes y familias.

2.- LAS VOCACIONES AL SACERDOCIO

“No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros” (Jn 15, 16). Las palabras que Jesús dijo a los Apóstoles son emblemáticas y no sólo se refieren a los Doce, sino también a todas las generaciones de personas que Jesús ha llamado a lo largo de los siglos. Se refieren, en sentido personal, a algunos, que hemos sentido esta predilección del Señor, al llamarnos por nuestro propio nombre a ser otro Cristo, prolongación de su amor y salvación a todos los hombres. Estoy hablando de la vocación sacerdotal, pero, al mismo tiempo, pienso también en las vocaciones a la vida consagrada, tanto masculina como femenina.

Las vocaciones son una cuestión fundamental para la Iglesia, para las dilocesis, para la fe, para el porvenir de la fe en este mundo. Toda vocación es un don de Dios, según las palabras de Jesús: “Yo os he elegido”. Se trata de una elección de Jesús, que afecta siempre a una persona; y esta persona vive en un ambiente determinado: familia, sociedad, civilización, Iglesia.

La vocación es un don, pero también es la respuesta a ese don. Y esa respuesta de cada uno de nosotros, de los que hemos sido llamados por Dios, predestinados, depende de muchas circunstancias; depende de la madurez interior de la persona; depende de su colaboración con la gracia de Dios. Depende de saber colaborar, saber escuchar, saber seguir.

Conocemos muy bien lo que dijo Jesús en el Evangelio a un joven: “Sígueme”. Cuando se sigue, la vocación se madura, la vocación se realiza, la vocación se encarna en la persona. Y eso contribuye al bien de la persona y de la comunidad. La comunidad, por su parte, también debe saber responder a estas vocaciones que nacen en sus diversos ambientes. Nacen en la familia, que debe saber colaborar con la vocación. Qué importante, a veces determinante, tener madres sacerdotales. Antes había muchas madres sacerdotales, madres que deseaban tener un hijo sacerdote. Eso que tantas veces hemos oído: las madres, las parroquias, los cristianos convencidos son como los semilleros de tabaco y pimiento de nuestra tierra extremeña de la Vera; allí nacen y se cultivan las semillas y desde allí se trasplantan a los campos. La semilla de la vocación nace ordinariamente en el corazón de las madres eucarísticas y piadosas y desde allí se transplantan a los hijos, a la parroquia, a la Iglesia.

La vocación, la respuesta a la vocación, depende en un grado muy elevado del testimonio de toda la com unidad, de la familia, de la parroquia. Las personas colaboran al crecimiento de las vocaciones. Sobre todo los sacerdotes atraen con su ejemplo a los jóvenes y facilitan la respuesta a esa invitación de Jesús: “Sígueme”. Los que han recibido la vocación deben saber dar ejemplo de cómo se debe seguir.

En la parroquia se ve cada vez más claro que al crecimiento de las vocaciones, a la labor vocacional, contribuyen de manera especial los movimientos y las asociaciones. Uno de los movimientos, o más bien de las asociaciones, que es típica de las parroquias, es el de los acólitos, de los que ayudan en las ceremonias. Eso sirve mucho a las futuras vocaciones. Así ha sucedido en el pasado. Muchos sacerdotes fueron antes acólitos.

Debemos orar para que se cumplan las palabras de Jesús: “La mies es mucha, y los obreros, pocos” (Lc l0,2). Se trata de una gran verdad: la mies es siempre mucha, y los obreros son siempre pocos, de manera especial en Europa, en España. El mandato de Jesús de orar por las vocaciones se dirige a todos, nos exige a todos sin excepción, pero especialmente a los sacerdotes, que tenemos que sembrar y dirigir esta oración en nuestra comunidad, en nuestra parroquia. A todos, sin excepción, nos corresponde especialmente el deber de la oración por las vocaciones. Si nos sentimos involucrados en la obra redentora de Cristo y de la Iglesia, debemos orar por las vocaciones. “La mies es mucha y los obreros, poco, rogad al dueño de la mies, que envíe obreros a su mies”.

3-REFLEXIÓN EXAMEN DE PASTORAL VOCACIONAL, TAREA IMPRESCINDIBLE DE NUESTRO MINISTERIO SACERDOTAL

Para tratar el tema de las vocaciones, es previo hablar del clima vocacional. Así como en el nacimiento y desarrollo de las plantas tiene una importancia máxima todos los antecedentes y concomitantes que denominamos comúnmente con el nombre de «clima», de igual manera podemos trasladar este vocablo al campo vocacional para designar todos los factores necesarios para que la vocación surja y se desarrolle. Se trata de factores humanos, sacerdotales, ambientales, sobre todo, de la temperatura espiritual necesaria de nuestra parte para que las vocaciones surjan y se potencien en nuestro alrededor.

Con esto no queremos ni mucho menos olvidar que la oración fundamentalmente es un don de Dios. Es una llamada específica y particular dentro de otra llamada más general a la fe. Es lo que hemos de tener presente, tan real para nosotros, como que nos hemos reunido en oración en torno al dueño de la mies para pedirle que siga llamando obreros que trabajen en su mies. La fe y las gracias serán siempre los componentes básicos de quienes son intermediarios de esta llamada y de quienes son llamados al sacerdocio o a la vida consagrada. Con estos presupuestos por delante, quiero ahora recordaros algunos elementos que juzgo mas creadores de un clima vocacionante en el ámbito de una comunidad parroquial, incluso diocesana.

Desde luego que no voy a enumerarlos todos, simplemente señalo los que considero más indispensables, empezando desde nosotros mismos, desde nuestro propio ser y obrar sacerdotal, desde nuestra propia realidad y vivencia de llamados y consagrados.

4.-PARA SUSCITAR VOCACIONES, HAY QUE TENER CONCIENCIA Y  GOZO DE HABER SIDO LLAMADO

Lo primero que quiero deciros es que, a mi parecer, las vocaciones se descubren y se potencian si nosotros, todos los sacerdotes diocesanos, nos sentimos y nos vemos a nosotros mismos como seres fundamentalmente vocacionados, privilegiados, llamados por Dios. Y no es la principal señal de esto, el hecho de que nos preocupe la escasez de vocaciones, incluso el hecho de que nos planteemos con seriedad este problema: ¿Por qué? Pues sencillamente, porque el origen de esta preocupación por las vocaciones puede responder primariamente a inquietudes por la mera supervivencia del grupo, o de las obras o tareas que hay que seguir realizando o del agobio actual y permanente… Se tiene miedo, en el fondo, a que una vejez amenazante y sola, o a un futuro empobrecido e inseguro.

Todo esto, a mi juicio, no puede ser nunca la base principal de un grupo o de una persona que quiera llevar adelante la tarea de suscitar y acompañar vocaciones. Con esta mentalidad inspiradora no encontrará las palabras y los medios más eficaces para suscitar o descubrir vocacionados.

El clero, la diócesis, el sacerdote ha de sustentar la raíz de su esfuerzo para convocar y añadir nuevos llamados al sacerdocio o a la vida religiosa en la convicción profunda de que nosotros y ellos somos sujetos privilegiadamente llamados y agraciados con este don.

Si no se tiene esta vivencia, si no se mantiene este gozo interior, esta conciencia fresca y agradecida de haber sido privilegiados por la llamada del Señor, será muy difícil suscitar vocaciones.

Sin sentirse elegidos, agraciados y agradecidos al don, sin estimarlo de verdad sobre todos los dones de vocaciones posibles, auténticamente, con encendido amor, será difícil contagiar, convocar, potenciar vocaciones.

¿Y si lanzásemos ahora al aire, para nosotros, para el clero diocesano, incluso para los que ocupan cargos importantes en nuestros seminarios de España o del mundo entero, esta pregunta? ¿Nos sentimos privilegiados por el don del sacerdocio católico? ¿Nos sentimos gozosos y agradecidos auténticamente a Dios? ¿Tuve y tengo esta vivencia? ¿La he perdido?

En la Exhortación Apostólica de Juan Pablo II, PASTORES DABO VOBIS, que luego citaré largamente, vienen estas palabras que me parecen muy oportunas para el momento presente: “Por eso, el Obispo ha de procurar que se confíe la pastoral juvenil y vocacional a sacerdotes y personas capaces de transmitir, con entusiasmo y con el ejemplo de su vida, el amor a Jesús. Su cometido es acompañar a los jóvenes mediante una relación personal de amistad y, si es posible, de dirección espiritual, para ayudarlos a percibir los signos de la llamada de Dios y buscar la fuerza necesaria para corresponder a ella con la gracia de los Sacramentos y la vida de oración, que es ante todo escuchar a Dios que habla”.

En el DIRECTORIO PARA EL MINISTERIO Y LA VIDA DE LOS PRESBÍTEROS, de la Congregación para el Clero, —ya he dicho que si empiezo a sacar documentos del Pontificado de Juan Pablo II, no termino—, publicado en el año 1994, en el número 32, dice: “Cada sacerdote reservará una atención esmerada a la pastoral vocacional. No dejará de incentivar la oración por las vocaciones y se prodigará en la catequesis. Ha de esforzarse, también, en la formación de los acólitos, lectores y colaboradores de todo género. Favorecerá, además, iniciativas apropiadas, que, mediante una relación personal, hagan descubrir los talentos y sepa individuar la voluntad de Dios hacia una elección valiente en el seguimiento de Cristo. Deben estar integrados a la pastoral orgánica y ordinaria, porque constituyen elementos imprescindibles de esta labor, entre otros: la conciencia clara de la propia identidad, la coherencia de vida, la alegría sincera y el ardor misionero.

El sacerdote mantendrá siempre relaciones de colaboración cordial y de afecto sincero con el seminario, cuna de la propia vocación y palestra de aprendizaje de la primera experiencia de vida comunitaria. Es «exigencia ineludible de la caridad pastoral» que cada presbítero —secundando la gracia del Espíritu Santo— se preocupe de suscitar al menos una vocación sacerdotal que pueda continuar su ministerio[33].

Por eso, en este tema de las vocaciones hemos de ser sinceros y prudentes, para no descargar la culpa de la falta de vocaciones sobre la organización o la pastoral vocacional; esta falla en sus raíces si nos cuenta con sacerdotes gozosos de su vocación en la diócesis, sobre todo, si los mismos dirigentes no lo están. Y esto se nota a la legua, hasta en los obispos, muchas veces olvidados de esta pastoral vocacional, creyendo que con poner unos responsables ya está todo arreglado: hay que visitar el seminario todas las semanas, hablar y animar a los seminaristas, celebrar y orar con ellos, es el ministerio esencial de la Iglesia diocesana y la tarea más importante de la diócesis: el seminario y las vocaciones. Y no bastan palabras, se necesitan hechos que salen espontáneos, cuando uno vive el sacerdocio, el amor a Cristo.

Mi pensamiento es éste: agradecimiento al don recibido como base de toda promoción o pastoral vocacional que se siente espoleada aún más por las necesidades y la escasez de sacerdotes, pero que seguirá siendo la base fundamental de la pastoral vocacional, aunque tuviéramos muchas vocaciones, por hablar de algún modo.

Y desde esta base hay que interpretar el recordatorio de Jesús: “Rogad al dueño de la mies que envíe obreros a su mies”. Mirad los campos, ya están maduros, se necesitan brazos, la cosecha es maravillosa en niños, jóvenes y adultos, qué felices deben sentirse los llamados a la fiesta de la recolección.

Todos los sacerdotes estamos obligados a llamar, y debemos hacerlo desde la certeza de que el Señor bendecirá nuestro trabajo, desde la esperanza del fruto, hecho desde el gozo de haber sido seleccionado, y de aquí surge el interés por las vocaciones, la oración permanente por ellas, la invitación en el momento oportuno… Si no tenemos esta vivencia, hay que orar, recobrarla con la gracia de Dios, especialmente los que trabajan más específicamente en este campo, aunque nos compete a todos.

No se puede ir a un joven e invitarle principalmente desde la escasez de vocaciones, diciendo que el seminario está vacío y los sacerdotes son mayores; no irá ningún joven en estas condiciones. Pero si tú, a quien veas o creas que puede tener este don de Dios, le dices: ser sacerdote es lo mejor que me ha acontecido en la vida; te lo digo con toda sinceridad, es un privilegio ser sacerdote, quiero que lo pienses por si el Señor te llama, Cristo se volcará sobre ti con su presencia y su gracia, serás capaz, y te llenará de sus dones como yo lo siento; si el Señor te llama, es que puedes, ven, vivirás una aventura de amor y de experiencias misteriosas en la experiencia del Dios vivo ya aquí abajo en la tierra.

Y ahora, querido hermano sacerdote, dime con toda sinceridad: en tu vida todavía no se te ha acercado alguna vez algún niño, algún joven que te diga: Yo quiero ser como tu.

5.-INTERÉS Y CULTIVO DE LAS VOCACIONES: ORACIÓN Y ACCIÓN

El interés por las vocaciones nos llevará en primer lugar a orar por las vocaciones, cumpliendo el mandato de Cristo. Pero hay que notar desde el principio que el interés por las vocaciones aprovecha no solo a los llamados, a los seminaristas, sino también a los que oran por ellos, porque el Señor les recompensa con gozos y vivencias personales muy dulces en relaciones de amistad personal y en su ser y existir sacerdotal.

Hace bien al orante porque cumple con algo mandado y querido por Jesús y, sobre todo, porque potencia o rectifica su propia vocación. Si yo oro por las vocaciones, es que estoy contento con mi sacerdocio. Si yo no estoy contento, si yo vivo en la duda o perplejidad, si me siento tal vez frustrado, no puedo orar, no seré capaz de orar por las vocaciones, porque si no se vive en gratitud el don recibido, esta oración es difícil, no sale de dentro, del corazón, será impuesta, lo cual no es malo, pero no es lo mejor y se practica poco porque se olvida pronto. El entusiasmo y la oración por las vocaciones salen del corazón, no de los cargos que se ocupen; ni siquiera porque sea nombrado para alguna misión del seminario o sacerdotal, ahora me surge espontáneamente mi interés por el seminario o las vocaciones; el amor no lo dan los nombramientos, es fruto de oración personal con Cristo, de amistad personal y agradecida, de vivencia sacerdotal.

Orar es amar, dialogar, interesarse por una persona. Amo mucho mi sacerdocio, oro mucho por los sacerdotes. Amo poco, oro poco. He dejado de amar mi sacerdocio, he dejado de orar e interesarme verdaderamente por el seminario y las vocaciones, independientemente del cargo que ocupe.

Al orar por las vocaciones, además de suscitarlas, dos son los frutos que producirá esta oración en el sacerdote: potenciar la propia vocación, revitalizar su ser y existir sacerdotal, reencontrar el fervor de los mejores años de su vida. Porque si uno se pone de rodillas todos los jueves, jueves sacerdotales y eucarísticos, para pedir por las vocaciones y los sacerdotes, tarde o temprano el Señor le recompensará con el propio gozo sacerdotal, si lo hubiera perdido y le ayudará a vivir su sacerdocio en plenitud, amén de ayudar a todos los hermanos y seminaristas y vocaciones.

Por eso, una sana pastoral vocacional personal y parroquial, le mantiene a uno en forma sacerdotal. Desde el interés oracional por las vocaciones, por el seminario, uno potencia o reconstruye el propio proyecto vocacional. Trabajar en este campo, hablar de estas cosas, dirigirse en este tono a jóvenes, a niños, seminaristas… le estimula a uno con el ideal sacerdotal. Y todo esto es muy necesario, muy santificador, muy estimulante porque así todo sacerdote se convierte en un promotor nato de vocacionados.

Rezar por las vocaciones tiene que ayudarnos a tener una conciencia más teológica, más vivencial de nuestro ser y existir y obrar en el mundo y en la Iglesia; debe llevarnos a las fuentes de nuestra vida sacerdotal, a renovar nuestras energías de vidas consagradas a la misión, a reencontrarnos con la mística de nuestro sacerdocio, que, hecha desde la verdad y la humildad, sin violencia ni presiones de ningún tipo, nos capacitará para ofrecer un modelo de existencia sacerdotal estimulante e interpelante para otros, especialmente niños y jóvenes. Y habrá un nuevo amanecer de vocaciones en este mundo ateo y materialista, que destruye todo semillero y clima vocacional. Pero nosotros no nos desanimamos, porque el poder de Dios es más fuerte que el poder del mundo, y los jóvenes descubrirán el gozo de ser sacerdote y el desierto florecerá. Lo ha prometido el Señor. Es Palabra de Dios. Recemos mucho por las vocaciones.

Cuando un sacerdote vive su vocación, su cualidad de haber sido elegido y privilegiado sobre millones y millones de seres que no fueron llamados, yo creo que no encontrará muchas dificultades, cuando se presente la ocasión y la oportunidad convenientes, para verbalizar su propia vocación, para narrar su propio itinerario de llamada y respuesta al Señor, de expresar ante cualquiera el camino de su vocación al sacerdocio, desde el comienzo hasta la ordenación sagrada.

Por verbalizar entendemos que un sacerdote sepa dar razón de sí y del por qué de su vida consagrada a todo aquel que se lo pida. Incluso aunque no se lo pidan. Será como una síntesis, una memoria, una biografía de su vocación.

Creo que Juan Pablo II nos ha dado un ejemplo de esto a cada paso, sobre todo, en sus encuentros con los jóvenes ¡Cómo los cuidaba y cómo en el fondo siempre llamaba! Esta verbalización es evangelio de Cristo, es buena noticia del Señor que nos llamó, es anuncio de salvación para el mundo. El que anuncia así su propia vocación está llamando, está invitando a seguir esos pasos; está testimoniando, es montañero que indica el camino cierto y seguro y gozoso, está profetizando lo que anuncia, como la palabra sacramental, que realiza lo que dice, el proyecto sacerdotal realizado.

En concreto, doy gracias a Dios, desde aquí como todos los días desde la oración, desde la predicación o desde los encuentros con personas cristianas, de haber sido llamado, de ser sacerdote. Gracias, Señor. Tú me has convencido. Tú me has seducido. Te amo y sólo quiero vivir para Ti. Es una gozada ser íntimo, ser Tú, prestarte mi pobre humanidad para que sigas obrando tu Salvación. Yo fui llamado desde niño. Mejor, mi madre era madre sacerdotal. Y me transmitió la llamada de Cristo, ese Cristo que ella comulgaba y visitaba todos los días en el Sagrario. En mi primera Comunión respondí a la llamada. No he tenido dificultades en mi vocación, sí en ser santo sacerdote. Pero todavía sigo luchando. Y estoy muy ilusionado. Me encanta ser sacerdote, ser otro Cristo; me encanta, aunque yo no acierte muchas veces a realizarlo, pero “creí y me he fiado de Él”, sólo Él puede fabricarlo.

Mirar cómo expresa todo esto Pablo VI en uno de sus discursos:

“Dios es libre siempre de llamar a quien quiere y cuando quiere, según la extraordinaria riqueza de su gracia, por su bondad hacia nosotros en Cristo Jesús (Ef 2,7). Pero habitualmente Él llama a través de nosotros y de nuestra palabra. Por lo tanto, no tengáis miedo en llamar. Introducíos en medio de los jóvenes. Id personalmente al encuentro y llamad. Los corazones de muchos jóvenes y menos jóvenes están dispuestos a escucharos. Están en búsqueda de descubrir una llamada que valga para consagrar su vida a Cristo. Él los ha puesto en sintonía con la llamada suya y la vuestra. Nosotros debemos llamar”.

Me gustaría que estas reflexiones nos ayudaran a todos a plantearnos con verdad y en profundidad el programa de pastoral vocacional en nuestra propia vida y en nuestra parroquia y crear así un clima vocacional que, a la vez que busca y acompaña a los vocacionados, santifica a los que llaman, a los vocacionantes.

Decía un Obispo alemán: “Qué fuerza espiritual se introduciría en una Diócesis si el Obispo invitase y convenciese a cada sacerdote para que todos hicieran media hora de oración eucarística y sacerdotal todos los días.”

6.-YO SOY LA PUERTA DE LAS OVEJAS

(Homilía del Papa Juan Pablo II al Congreso Internacional de Vocaciones)

“En el domingo IV de Pascua contemplamos a Cristo resucitado que dice de sí mismo: “Yo soy la puerta de las ovejas” (Jn 10,7). Él se llama también a sí mismo “Yo soy la puerta de las ovejas”. También se llama a sí mismo el buen Pastor; de esta forma, Jesús completa, en cierto sentido, esta verdad, dándola una nueva dimensión: “Os aseguro que el que no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas sino que salta por otra parte, éste es ladrón y bandido; pero el que entre por la puerta es pastor de las ovejas. A éste le abre el guarda y las ovejas atienden a su voz y él va llamando por el nombre a las ovejas y las saca fuera. Cuando ha sacado todas las suyas camina delante de ellas, porque conocen su voz; a un extraño no lo seguirán sino que huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños” (Jn 10,1-5).

Jesús, pues, es la puerta del aprisco. Al atribuirse este título, Jesús se presenta a sí mismo como el camino obligado para entrar pacíficamente en la comunidad de los redimidos: efectivamente, Él es el único mediador por medio del cual Dios se comunica a los hombres y los hombres tienen acceso a Dios. Quien no entre por esta puerta es “ladrón y bandido”.

Con todo, se pasa a través de esta puerta siguiéndole a Él, que es el verdadero Pastor. Mirad bien y comenta San Agustín “que Cristo, nuestro Señor es la puerta y el Pastor: la puerta, abriéndose en la revelación; y pastor, entrando él mismo”.

Y ciertamente, hermanos, ha comunicado también a sus miembros las prerrogativa de pastor; y así es pastor Pedro, y Pablo es pastor, y pastores son los otros apóstoles y pastores los buenos obispos y sacerdotes. Pero ninguno de nosotros se atreve a llamarse puerta. Cristo se ha reservado solamente para Él ser la puerta “a través de la cual entran las ovejas”

LA PASTORAL VOCACIONAL

Esta imagen de Cristo que como “único buen Pastor” es al mismo tiempo “la puerta” de las ovejas” debe estar ante los ojos de todos nosotros. Debéis detenerla ante los ojos, de modo particular vosotros, queridos hermanos míos, que concelebráis conmigo esta Santa Misa, con la que se inaugura el Congreso Internacional de Vocaciones.

Este Congreso desarrolla la Pastoral Vocacional en las Iglesias Particulares. Se propone mejorar la mediación de la Iglesia local en orden a las vocaciones. El deseo, avalado por la oración común, es que se convierta también en el punto de partida para un nuevo impulso a favor de la Pastoral Vocacional. En cada una de las Iglesias Particulares, parroquias, etc.

El problema de las vocaciones sacerdotales y también de las religiosas, tanto femeninas como masculinas, es, lo diré abiertamente, el problema fundamental de la Iglesia. Es una comprobación de su vitalidad espiritual y es la condición misma de esta vitalidad. Es la condición de su misión y de su desarrollo. Es necesario, pues, considerar este problema en cada una de sus reales dimensiones, si nuestra actividad en el sector del florecimiento de las vocaciones quiere ser apropiado y eficaz.

LAS VOCACIONES SON LA COMPROBACIÓN

DE LA VITALIDAD DE LA IGLESIA

La vida engendra vida. No por casualidad el decreto sobre la formación sacerdotal, al tratar del deber de incrementar las vocaciones, subraya que la “comunidad cristiana está obligada a realizar esta tarea, ante todo, con una vida plenamente cristiana” (OT 2). Lo mismo que un terreno demuestra la riqueza de su propio “humus” vital con la lozanía y el vigor de las mies que en él se desarrolla (la referencia a la parábola evangélica del sembrado es aquí espontánea: (Cf. Mt 13,3-32) así una comunidad eclesial da prueba de su vigor y de su madurez con la floración de las vocaciones que llegan a ser realidad en ella.

Las vocaciones son también la condición de vitalidad de la Iglesia. No hay duda de que ésta depende del conjunto de los miembros de cada comunidad, del “apostolado común”, en particular, del apostolado de los laicos.

Sin embargo, es igualmente cierto que para el desarrollo de este apostolado es indispensable precisamente el ministerio sacerdotal. Por lo demás, esto lo saben muy bien los mismos laicos. El apostolado auténtico de los laicos se basa sobre el ministerio sacerdotal y, a su vez, manifiesta la propia autenticidad logrando, entre otras cosas, hacer brotar nueva vocaciones en el propio ambiente.

Podemos preguntarnos por qué las cosas están así. Tocamos aquí la dimensión fundamental del problema, es decir, de la condición misma de la Iglesia tal como ha sido plasmada por Cristo en el misterio pascual y como se plasma constantemente bajo la acción del Espíritu Santo.

Para reconstruir en la conciencia o profundizar en ella, la convicción acerca de la importancia de las vocaciones hay que remontarse a las raíces mismas de una sana Eclesiología, tal como ha sido presentada por el Vaticano II. El problema de las vocaciones, el problema de su florecimiento pertenece de modo orgánico a esa gran tarea que se puede llamar «la realización del Vaticano II».

LUZ QUE NOS VIENE DE LA

ECLESIOLOGÍA DEL VATICANO II

Las vocaciones sacerdotales son comprobación y, al mismo tiempo, condición de la vitalidad de la Iglesia, ante todo, porque esa vitalidad encuentra su fuente incesante en la Eucaristía, como centro y vértice de toda evangelización. Y de la vida sacramental plena. De aquí brota la necesidad indispensable de la presencia del ministro ordenado que esté precisamente en disposición de celebrar la Eucaristía.

Y luego ¿qué decir de los otros sacramentos mediante los cuales se aumenta la vida de la comunidad cristiana? ¿Quién administraría el sacramento de la Penitencia si faltase el sacerdote? Y este sacramento es el medio establecido por Cristo para la renovación del alma y para su interacción activa en el contexto vital de la comunidad.

¿Quién atendería el servicio de la Palabra? Y, sin embargo, en la economía actual de la Salvación “la fe es por la predicación, y la predicación, por la palabra de Cristo” (Rom 10,17).

Están luego las vocaciones a la vida consagrada. Ellas son la comprobación, y, a la vez, la condición de la vitalidad de la Iglesia, porque es vitalidad debe encontrar, por la voluntad de Cristo, su expresión en radical testimonio evangélico del Reino de Dios en medio de todo lo que es temporal.

SERVICIO A LA COMUNIDAD ECLESIAL

El problema de las vocaciones no deja de ser, queridos hermanos, un problema por el que tengo mucho interés, de modo muy especial. Estoy convencido de que, a pesar de todas las circunstancias que forman parte de la crisis espiritual existente en toda la civilización contemporánea, el Espíritu Santo no deja de actuar en las almas. Más aún, actúa todavía con mayor intensidad. Precisamente de aquí nacen también para la Iglesia de hoy perspectivas favorables en cuanto a vocaciones con tal de que ella trate de ser auténticamente fiel a Cristo, con tal de que espere ilimitadamente en el poder de su redención y trate de hacer todo lo posible para “tener derecho” a esta confianza.

Servir a la comunidad del pueblo de Dios en la Iglesia significa cuidar las diversas vocaciones y los carismas en lo que le es específico y trabajar a fin de que se complete recíprocamente, igual que cada uno de los miembros en el organismo (1Cor 12,12).

Podemos mirar confiadamente hacia el futuro de las vocaciones, podemos contar con la eficacia de nuestros esfuerzos, si alejamos de nosotros de modo consciente y decisivo esa “particular tentación eclesiológica” de nuestro tiempo. Me refiero a las propuestas que tienden a “laicizar” el ministerio y la vida sacerdotal, a sustituir a los ministros sacramentales por otros “ministerios”, juzgando que responden mejor a las exigencias pastorales de hoy, y también privan a la vocación religiosa del carácter de testimonio profético del Reino, orientándola exclusivamente hacia funciones de animación social e incluso de compromiso directamente político.

Esta tentación también afecta a la Eclesiología como se expresó lúcidamente Pablo VI, hablando a la Asamblea Episcopal Italiana:

“En este punto lo que nos aflige es la suposición más o menos difundida en ciertas mentalidades de que se puede prescindir de la Iglesia tal como es, de su doctrina, de su constitución, de su origen histórico, evangélico y hagiográfico, y que se pueda crear e inventar una nueva Iglesia según determinados esquemas ideológicos y sociológicos, también ellos mutables y no garantizados por exigencias eclesiales intrínsecas. Así vemos a veces cómo lo que alteran y debilitan a la Iglesia en este punto no son tanto sus enemigos de fuera, sino algunos de sus hijos de dentro, que pretenden ser sus libres fautores”.

FUTURO DEL PUEBLO DE DIOS

¡Cristo es la puerta de las ovejas! ¡Que todos los esfuerzos de la Iglesia, que todas las oraciones de esta asamblea eucarística de hoy vuelvan a confirmar esta verdad que le dan eficacia plena! ¡Que entren a través de esta puerta nuevas generaciones de Pastores de la Iglesia! ¡Nuevas generaciones de administradores de los misterios de Dios! (1Cor 4,1). Siempre nuevas generaciones de hombres y mujeres que con toda su vida, mediante la pobreza, la castidad y la obediencia libremente aceptadas y profesadas, den testimonio del Reino, que no es de este mundo y que no pasa jamás.

Que Cristo, puerta de las ovejas, se abra ampliamente hacia el futuro del pueblo de Dios en toda la tierra. Y que acepte todo lo que según nuestras débiles fuerzas, pero apoyados en la inmensidad de su gracia, tratamos de hacer para despertar vocaciones.

Que interceda por nosotros, con estas iniciativas, la humilde Sierva del Señor, María, que es el modelo más perfecto de todos los llamados. Ella, que a la llamada de lo alto, respondió: “Heme aquí, hágase en mi según tu palabra” (Cf Lc 1,38).

7.- CARTA A LOS JÓVENES SOBRE LA VOCACIÓN

QUERIDOS JÓVENES: Hoy todos halagan a los jóvenes; todos, a la misma hora que os escamotean el presente, os aseguran que vosotros sois el futuro. Lo hacen porque necesitan vuestros votos, vuestra fuerza, vuestra juventud.

La Iglesia también os necesita. Pero no os necesita para triunfar, para mandar, para ser ella fuerte o para tener llenos sus templos. Os necesita para existir. Porque, asombrosamente, y aunque el mundo os diga lo contrario, una Iglesia vieja no es la Iglesia de Cristo. Vuestros valores, lo mejor de vosotros, surge de la misma raíz que los valores cristianos.

No tememos vuestras exigencias, porque nunca nos pediréis más de lo que exige la fe; no nos intranquiliza vuestro radicalismo: nunca seréis más radicales de lo que fue y es Cristo.

Por eso, me atrevo a ofreceros el sacerdocio como camino de vida, más apto que nunca, para un joven de hoy.

Es claro que al ofreceros el sacerdocio no estoy pidiendo que os parezcáis a nosotros. Os estoy pidiendo que os parezcáis a Cristo, que os atreváis a seguirlo, que aspiréis a tanta libertad como la que Él vivió, que pongáis la meta de vuestras vidas en algo tan ambicioso como lo que Él se propuso: la instauración de un mundo radicalmente superior a éste en que vivimos, el reino de Dios en la tierra, que es a la vez el reino del hombre realizado enteramente.

No es el sacerdocio huida de nada, sino un amor a todo, una radical presencia en medio de la humanidad sin otra discriminación que la de hacerse a favor de los más pobres y necesitados. En el nombre de Cristo os pedimos que nos ayudéis a ensanchar el mundo, a derrotar el egoísmo, a arrinconar la violencia y el odio, a hacer un mundo más humano y cristiano que el que nosotros hemos hecho.

No se trata de ser menos hombre, sino de ser más hombres. Servir más. El sacerdocio pide compromisos totales: no pide que alguien sea “un poco sacerdote”, que se le de a Cristo y a los hermanos “un trozo de vida”. Pide la vida entera, pide la renuncia radical a todos esos valores que parecen ser la sustancia de este mundo en que vivimos: el consumismo, el sexo, el pasotismo, el poder, el dinero, la moda superficial y pasajera, el dominio.

El sacerdocio auténtico pide un servicio incondicional al hombre tal y como Cristo lo realizó hasta la muerte. Pide y exige un amor apasionado, una renuncia incluso a la carne, no porque se la desprecie, sino para ponerlo todo al servicio del amor y amistad a cuantos nos rodean.

No os estoy invitando a ser menos hombres, sino a ser más hombres. A servir más. Nadie os obligará a apostar por la mentira, caminaréis hacia una esperanza que nunca os defrauda y ayudaréis a vuestros hermanos.

Afortunadamente pasó el tiempo en que un sacerdote era o parecía un “notable social”. Hoy un sacerdote auténtico sólo es notable porque trabaja más, porque se entrega sin condiciones, porque ama sin fronteras.

Si venís al sacerdocio ahora, no llegaréis al triunfo humano y al éxito económico, seréis incluso motivo para las ironías de los listos de este mundo.

Caminareis hacia una esperanza que nunca os defraudará y ayudaréis a vuestros hermanos, los hombres, a encontrar un amor que no declina.

Atreveos a conseguir vosotros mismos lo que muchos de nosotros no fuimos capaces de hacer.

Atreveos y ser dignos, ser dignos de vuestra juventud. Porque lo sepáis o no, lo queráis o no, lo mejor de esa juventud vuestra es aquello en lo que participa de la eterna juventud de Cristo.

Jesús no ha querido que sean ángeles sino hombres, jóvenes como vosotros, los que siembren esta hambre de eternidad y Dios en el mundo, los que extiendan el evangelio y la salvación por la tierra entera, el reino de Dios entre los hombre del mundo entero, donde Dios sea lo primero y lo absoluto de nuestra vida, todos los hombres, hermanos, y hacer entre todos una mesa muy grande, muy grande en el mundo, donde todos se sienten, pero especialmente los más pobres, los que nunca son invitados o atendidos.

Necesitamos ahora y siempre vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. La Salvación ya está realizada; el perdón ya está conseguido, necesitamos pastores para tantas ovejas y muchos brazos para tanta cosecha, para segar las mieses maduras. Necesitamos vocaciones consagradas a la misión: “Rogad al dueño de la mies, que envíe obreros a su mies”.

Es tan grande la tarea, tan maravillosa la predilección de Dios por haberos escogido... Busquemos más trabajadores. Es deseo de Cristo. El reino de Dios es hacer de todos los hombres una única familia, donde Dios sea el único Padre de todos. Para cumplir este mandato de Cristo, nosotros, los sacerdotes, debemos revisar algunas cosas. Vamos a reflexionar sobre ellas

8.- EL SACERDOTE, SEMBRADOR Y CULTIVADOR Y RECOLECTOR DE  DE ETERNIDADES

Queridos hermanos, especialmente mis hermanos sacerdotes a los que me dirijo más principalmente en este libro, todo lo que digo de Jesucristo en el Sagrario, vale y con más razón de Jesucristo Eucaristía en la Misa y Comunión. Pero como a estas realidades maravillosas de Cristo ya me he referido en otros libros, aquí en este me voy a referir a los sentimientos de Cristo Jesús presente en todos los Sagrarios de la tierra y voy a hablar ampliamente del encuentro con Él  y lo que aprendemos de Él en rato de oración ante el Sagrario.

¿Creemos o no creemos? ¿Cómo decir que creemos en la presencia de Cristo, Hijo de Dios y Salvador de los hombres, presente en nuestros Sagrarios, en el Sagrario de tu parroquia, y no vas todos los días un rato a visitarlo, a estar con Él y hablarle y pedirle y amarlo? ¿Pero que tú crees que ahí está Dios y dices que le amas y eres obispo diocesano o sacerdote o cristiano fervoroso? Pero ¿qué fe y amor es el tuyo?

Y si dices que crees en Él, en su presencia en el Sagrario, cómo luego tu vida y el comportamiento que tienes con Él demuestran que no lo crees de verdad, que es pura palabra o tema de predicación o teología o catecismo teórico, pero no amor y vida, es una fe muerta o teología que no se vive, y si está muerta, entonces no tienes relación de vida y amor  con Jesús en el Sagrario o con Cristo Eucaristía en la misa… y entonces, qué apostolado puede ser el tuyo, ya que Jesús desde el Sagrario o en la santa misa o en tu oración ante Él te repite: “Sin mí, no podéis hacer nada”?

Querido hermano, perdona que te lo diga: tu fe es una fe teórica, aprendida en el catecismo, si eres cristiano o estudiada en teologia, si eres cura, pero no está vivida y sentida, porque no es vida de tu vida.

El Señor Jesús, sin embargo, aún sabiendo y conociendo todo esto, se quedó con nosotros por amor loco en todos los Sagrarios de la  tierra; ahí está, vivo y con amor extremo, en el Sagrario de tu parroquia y en todos los Sagrarios del mundo, con el mismo amor que le trajo a la tierra y a dar su vida por nosotros y a estar con nosotros para siempre ahí, en el Sagrario, con los brazos abiertos, esperándote siempre, desde siglos, y él es Dios… pero ¿creemos o no creemos…? ¿Dios y hombre, esperándome ahí en el Sagrario? Y lo es y lo tiene todo, menos tu amor, si tú no se lo das, creyendo y acercándote a Él, haciendo actos de fe, esperanza y amor en su presencia, ya que  para eso se quedó en un trozo de pan, siendo Dios ¡qué locura de amor incomprensible de Jesús para con sus hermanos, los hombres!  Incomprensible también sabiendo el comportamiento y la respuesta que muchos de los creyentes iban a tener con Él presente en todos los Sagrarios de la tierra.

 Él, toda su vida y su muerte y resurrección, todo lo hizo y lo sigue haciendo por amor extremo a nosotros, los hombres…–¿pero  qué le puedo dar yo al Señor Jesucristo que Él  no tenga?-- y todo, desde su Encarnación hasta  subir al cielo, todo lo hizo por ayudarte y hacerte feliz eternamente.

Querido creyente, Cristo, con su vida, muerte y resurrección y con su presencia en el Sagrario, te está diciendo a voces que  te ama apasionadamente y que tu vida es más que esta vida y Él, pan de vida eterna, es el alimento y camino para esa eternidad de gozo eterno con el Padre y el Espíritu de Amor con Él y todos los nuestros y todos los hombres.

Esta es nuestra tarea esencial y principal y el gozo y la razón de la fe cristiana y del sacerdocio de Cristo: la salvación eterna, a la cual hay que ordenar y orientar y surbordinar todas las demás actividades y apostolados y todo lo temporal, todo debe estar subordinado y orientado hacia Dios, hacia la eternidad con Él, por la cual vino el Hijo, y se encarnó y murió y resucitó y subió al cielo y está en todos los Sagrarios de la tierra para llevarnos con El al Padre y vivir eternamente en su mismo Amor de Espíritu Santo. Esto es para lo que existimos y vivimos y hemos sido salvados por Jesucristo y para esto permanece en todos los Sagrarios del mundo.

Porque Jesús, en el Sagrario de tu parroquia y del mundo, es siempre Dios amigo y salvador, que  quiere ser y empieza a ser tu cielo en la tierra con su presencia sacramental: un Dios amigo de los hombres esperando nuestra compañía y amor ¿qué más ha podido hacer que no lo haya hecho? ¿Lo crees o no lo crees? Y tú, cristiano o sacerdote u obispo, cómo respondes a tanto amor ¿Por qué no hablas con más frecuencia a tus sacerdotes o feligreses de mi presencia eucarística? ¿Es que…?

Querido hermano, cristiano o sacerdote, no seas ingrato: cree, ama y vísita y abraza todos los días a tu Dios y Amigo Jesucristo, porque Él tiene siempre los brazos abiertos para amarte y ayudarte; ya verás qué pronto sentirás su amor y presencia; comúlgalo con más hambre, no te conformes con comerlo solo, porque Él, por ti primero se hizo hombre como tú, y luego un poco de pan para entrar dentro de

ti y alimentarte de su amor y presencia y vida eterna. Qué locura del Amor divino, del mismo Amor de Espíritu Santo Trinitario que consagra el pan en el Cuerpo de Cristo para que podamos comerlo con hambre de Dios, de lo eterno?

¡Cristo del Sagrario! te pregunto ¿Y tú eres Dios, y lo tienes todo y viniste en mi busca y te quedaste ahí por amor a nosotros, a todos los hombres; pero tú eres Dios amando así a los hombres…en la soledad de muchos Sagrarios arrinconados y olvidados, esperándome para abrazarme y decirme desde el Sagrario: te quiero y vengo a buscarte y te estoy esperando siempre, desde toda la eternidad en que soñé contigo, esperándote para hablar y encontrarme contigo y ayudarte en tu camino hacia la eternidad, y luego, en la misa, doy mi vida por ti, y en la comunión, quiero entrar dentro ti para alimentarte de mi amor y salvacion, para llenarte de mi misma vida y sentimientos, porque soy pan de vida eterna?  ¿Y luego permanezo en el Sagrario, en el pan consagrado, esperándote siempre para seguir amándote y ayudándote?

Todos los católicos auténticos sabemos y creemos que Tú eres Jesús de Nazaret, hombre y Dios verdadero, que viniste por amor loco y apasionado a salvarnos y a decirnos que nos amas eternamente y quisiste morir entre dolores de pasión y crucifixión por nosotros, por todos los hombres, para resucitar y resucitarnos y  hacernos partícipes de tu mismo gozo eterno y trinitario en el cielo con el Padre y el Espíritu Santo, porque el Padre nos ha soñado para una eternidad de gozo con Él y Tú, viendo que el hombre había pecado y perdido el camino del cielo por el pecado de Adán le dijiste: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad” de salvarlos a todos y traerlos al gozo trinitario del cielo contigo.

Y el Padre se entusiasmó tanto contigo, su Palabra y Proyecto de Salvación con su mismo Amor del Espíritu Santo,  que luego, cuando te vió realizando este proyecto en tu pasión y muerte, no tuvo compasión de Ti, Cristo, y lo siento, porque te quejaste: ¿“Dios mio, Dios mío, por qué me has abandonado”?  Pero es que el Padre, que llevaba siglos y siglos esperando para el cielo a todos sus hijos, los hombres, porque soñó y los creó para eso, estaba tan entusiasmado con este proyecto, que Tú, al verlo destrozado, por esto viniste y te encarnaste y predicaste y lo realizaste y te quedaste para siempre entre nosotros en el Sagrario para realizarlo… el Padre estaba tan entusiasmado con los hijos nuevos que iba a adquirir con tu muerte y resurrección… tanto, tanto…que te abandonó en Getsemaní: “ Padre si es posible que pase de mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad sino la tuya…”, y luego en la Cruz: “ Dios mío, Diós mío, por qué me has abandonado”, tanto, tanto deseaba el Padre nuestra salvación que te dejó solo en la Cruz para que así pudieras morir de verdad como hombre y porque solo miraba a sus hijos, a todos los hombres, toda la humanidad,  y  estaba tan entusiasmado el Padre… con los brazos abiertos para abrazar a todos los hombres, sus hijos, por los que el hijo Jesús moría…que te dejó solo y abandonado… ¡qué misterios, qué misterios de amor del Padre y del Hijo-hijo,  y qué locuras de amor nos espera al contemplarlo un poco en la tierra por la oración contemplativa ante el Sagrario, pero, sobre todo, luego para siempre, en el cielo!

El cielo es ver y sentir y comprobar que Dios existe, y no ama y nos espera y nos añora para explicarnos eternamente, siempre y para siempre, que nos ha amado en su Hijo hasta dar la vida y que nos ha conseguido que vivamos su misma vida Trinitaria y Eterna e Infinta ya para siempre, para siempre en el cielo. ¡Qué gozo ser católico, ser cristiano, haberte conocido y amado, Jesús del alma y de mi vida!

            Yo solo soy sacerdote por esto y para esto, para sembrar y cultivar la eternidad de gozo de todos los hombres, especialmente mis feligreses, que empieza ya aquí abajo en ratos de Sagrario, aunque reconozco que antes  y durante mi vida tengo que purificarme de tanto yo y pecado que son una barrera para ver y contemplar todo esto como lo santos ya en el cielo y como todos los místicos, en la tierra,  los que limpiaron su corazón de tanto yo y llegaron a estas alturas.

Y ahora me pregunto: ¿Y yo, que soy sacerdote, obispo, cardenal, religoso/a  o cristiano… y creo y medito todo esto,  correspondo, estoy correspondiendo a tanto amor en ratos de oración y visita ante tu presencia permanente de amor y salvación ante el Sagrario? Me pregunto, ante todo este misterio y vida de amor tuyo, me pregunto si yo no te miro admirado y con amor apasionado a Tí, que me estás esperando siempre con los brazos abiertos en el Sagrario, cuando entro en la iglesia, y yo, cristiano, sobre todo, sacerdote y obispo o religioso o…ni te saludo ni te hablo y paso de largo ante tu presencia, y no me quedo un rato contigo porque siempre tengo prisa, porque… y yo, a lo mejor, ese día u otro, tengo que hablar de ti a mi gente, a mis sacerdotes, hablar de tu amor y presencia y entusiasmar a mis feligreses  contigo…, y yo, ni te miro ni ni te saludo ni… ¿y yo creo en tu presencia?

            Termino citando un texto del Vaticanos II, aunque luego en el libro, lo encontraréis más amplio todo:  “Ninguna comunidad cristiana se construye si no tiene como raíz y quicio la celebración de la Santísima Eucaristía… la Eucaristía es centro y culmen de toda la vida cristiana… los otros sacramentos, así como todos los ministerios eclesiásticos y obras de apostolado, están íntimamente trabados con la sagrada Eucaristía y a ella se ordenan (PO. 5b). Y la Eucaristía es Cristo como misa, comunión y sagrario, dando su vida por nosotros y aliméntándonos de su mismo amor y entrega a Dios y a los hermanos y permaneciendo lleno de amor y de vida por nosotros en  todos los Sagrarios de la tierra.

9.- EXORTACIÓN APOSTÓLICA: “PASTORES DABO VOBIS”

CAPÍTULO IV

VENID Y LO VERÉIS

LA VOCACIÓN SACERDOTAL EN LA PASTORAL DE LA IGLESIA. BUSCAR, SEGUIR, PERMANECER

34. «Venid y lo veréis» (Jn1,39). De esta manera responde Jesús a los dos discípulos de Juan el Bautista, que le preguntaban donde vivía. En estas palabras encontramos el significado de la vocación.

Así cuenta el evangelista la llamada a Andrés y a Pedro: «Al día siguiente, Juan se encontraba en aquel mismo lugar con dos de sus discípulos. De pronto vio a Jesús que pasaba por allí, y dijo: “¡Este es el cordero de Dios!” Los dos discípulos le oyeron decir esto y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y, viendo que lo seguían, les preguntó: “¿Qué buscáis?” Ellos contestaron: “Rabbí, (que quiere decir Maestro) ¿dónde vives?” El les respondió: “Venid y lo veréis”. Se fueron con él, vieron dónde vivía y pasaron aquel día con él. Eran como las cuatro de la tarde. Uno de los dos que siguieron a Jesús era Andrés, el hermano de Simón Pedro. Encontró Andrés en primer lugar a su propio hermano Simón y le dijo: “Hemos encontrado al Mesías (que quiere decir Cristo)”. Y lo llevó a Jesús. Jesús, al verlo, le dijo: “Tú eres Simón, hijo de Juan: en adelante te llamarás Cefas, (es decir, Pedro)” » (Jn 1,35-42).

Esta página del Evangelio es una de tantas de la Biblia en las que se describe el « misterio » de la vocación; en nuestro caso, el misterio de la vocación a ser apóstoles de Jesús. La página de san Juan, que tiene también un significado para la vocación cristiana como tal, adquiere un valor simbólico para la vocación sacerdotal. La Iglesia, como comunidad de los discípulos de Jesús, está llamada a fijar su mirada en esta escena que, de alguna manera, se renueva continuamente en la historia. Se le invita a profundizar el sentido original y personal de la vocación al seguimiento de Cristo, en el ministerio sacerdotal y el vínculo inseparable entre la gracia divina y la responsabilidad humana, contenido y revelado en esas dos palabras que tantas veces encontramos en el Evangelio: ven y sígueme (cf. Mt19,21). Se le invita a interpretar y recorrer el dinamismo propio de la vocación, su desarrollo gradual y concreto en las fases del buscar a Jesús, seguirlo y permanecer con Él.

La Iglesia encuentra en este Evangelio de la vocación el modelo, la fuerza y el impulso de su pastoral vocacional, o sea, de su misión destinada a cuidar el nacimiento, el discernimiento y el acompañamiento de las vocaciones, en especial de las vocaciones al sacerdocio. Precisamente porque «la falta de sacerdotes es ciertamente la tristeza de cada Iglesia», la pastoral vocacional exige ser acogida, sobre todo hoy, con nuevo, vigoroso y más decidido compromiso por parte de todos los miembros de la Iglesia, con la conciencia de que no es un elemento secundario o accesorio, ni un aspecto aislado o sectorial, como si fuera algo sólo parcial, aunque importante, de la pastoral global de la Iglesia. Como han afirmado repetidamente los Padres sinodales, se trata más bien de una actividad íntimamente inserta en la pastoral general de cada Iglesia particular, de una atención que debe integrarse e identificarse plenamente con la llamada “cura de almas” ordinaria, de una dimensión connatural y esencial de la pastoral eclesial, o sea, de su vida y de su misión.

La dimensión vocacional es esencial y connatural en la pastoral de la Iglesia. La razón se encuentra en el hecho de que la vocación define, en cierto sentido, el ser profundo de la Iglesia, incluso antes que su actuar. En el mismo vocablo de Iglesia (Ecclesia) se indica su fisonomía vocacional íntima, porque es verdaderamente «convocatoria», esto es, asamblea de los llamados: «Dios ha convocado la asamblea de aquellos que miran en la fe a Jesús, autor de la salvación y principio de unidad y de paz, y así ha constituido la Iglesia, para que sea para todos y para cada uno el sacramento visible de esta unidad salvífica».

Una lectura propiamente teológica de la vocación sacerdotal y de su pastoral, puede nacer sólo de la lectura del misterio de la Iglesia como mysterium vocationis.

LA IGLESIA Y EL DON DE LA VOCACIÓN

35.Toda vocación cristiana encuentra su fundamento en la elección gratuita y precedente de parte del Padre «que desde lo alto del cielo nos ha bendecido por medio de Cristo con toda clase de bienes espirituales. Él nos eligió en Cristo antes de la creación del mundo, para que fuéramos su pueblo y nos mantuviéramos sin mancha en su presencia. Llevado de su amor, Él nos destinó de antemano, conforme al beneplácito de su voluntad, a ser adoptados como hijos suyos, por medio de Jesucristo» (Ef1,3-5).

Toda vocación cristiana viene de Dios, es don de Dios. Sin embargo nunca se concede fuera o independientemente de la Iglesia, sino que siempre tiene lugar en la Iglesia y mediante ella, porque, como nos recuerda el Concilio Vaticano II, «fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente».

La Iglesia no sólo contiene en sí todas las vocaciones que Dios le otorga en su camino de salvación, sino que ella misma se configura como misterio de vocación, reflejo luminoso y vivo del misterio de la Santísima Trinidad. En realidad la Iglesia, «pueblo congregado por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo», lleva en sí el misterio del Padre que, sin ser llamado ni enviado por nadie (cf. Rom 11,33-33),llama a todos para santificar su nombre y cumplir su voluntad; ella custodia dentro de sí el misterio del Hijo, llamado por el Padre y enviado para anunciar a todos el Reino de Dios, y que llama a todos a su seguimiento; y es depositaria del misterio del Espíritu Santo que consagra para la misión a los que el Padre llama mediante su Hijo Jesucristo.

La Iglesia, que por propia naturaleza es «vocación», es generadora y educadora de vocaciones. Lo es en su ser de «sacramento», en cuanto «signo» e «instrumento» en el que resuena y se cumple la vocación de todo cristiano; y lo es en su actuar, o sea, en el desarrollo de su ministerio de anuncio de la Palabra, de celebración de los Sacramentos y de servicio y testimonio de la caridad.

Ahora se puede comprender mejor la esencial dimensión eclesial de la vocación cristiana: ésta no sólo deriva «de» la Iglesia y de su mediación, no sólo se reconoce y se cumple «en» la Iglesia, sino que —en el servicio fundamental de Dios— se configura necesariamente como servicio «a» la Iglesia. La vocación cristiana, en todas sus formas, es un don destinado a la edificación de la Iglesia, al crecimiento del Reino de Dios en el mundo.

Esto que decimos de toda vocación cristiana se realiza de un modo específico en la vocación sacerdotal. Esta es una llamada, a través del sacramento del Orden recibido en la Iglesia, a ponerse al servicio del Pueblo de Dios con una peculiar pertenencia y configuración con Jesucristo y que da también la autoridad para actuar en su nombre «et in persona » de quien es Cabeza y Pastor de la Iglesia.

En esta perspectiva se comprende lo que manifiestan los Padres sinodales: «La vocación de cada sacerdote presbítero existe en la Iglesia y para la Iglesia, y se realiza para ella. De ahí se sigue que todo presbítero recibe del Señor la vocación a través de la Iglesia como un don gratuito, una gratia gratis data (charisma). Es tarea del Obispo o del superior competente no sólo examinar la idoneidad y la vocación del candidato, sino también reconocerla. Este elemento eclesiástico pertenece a la vocación, al ministerio presbiteral como tal. El candidato al presbiterado debe recibir la vocación sin imponer sus propias condiciones personales, sino aceptando las normas y condiciones que pone la misma Iglesia, por la responsabilidad que a ella compete».

EL DIÁLOGO VOCACIONAL

INICIATIVA DE DIOS Y RESPUESTA DEL HOMBRE

36. La historia de toda vocación sacerdotal, como también de toda vocación cristiana, es la historia de un inefable diálogo entre Dios y el hombre, entre el amor de Dios que llama y la libertad del hombre que, responde a Dios en el amor. Estos dos aspectos inseparables de la vocación, el don gratuito de Dios y la libertad responsable del hombre, aparecen de manera clara y eficaz en las brevísimas palabras con las que el evangelista san Marcos presenta la vocación de los doce: Jesús «subió a un monte, y llamando a los que quiso, vinieron a él» (3,13). Por un lado está la decisión absolutamente libre de Jesús y por otro, el «venir» de los doce, o sea, el «seguir» a Jesús. Este es el modelo constante, el elemento imprescindible de toda vocación; la de los profetas, apóstoles, sacerdotes, religiosos, fieles laicos, la de toda persona.

Ahora bien, la intervención libre y gratuita de Dios que llama es absolutamente prioritaria, anterior y decisiva. Es suya la iniciativa de llamar. Por ejemplo, ésta es la experiencia del profeta Jeremías: «El Señor me habló así: “Antes de formarte en el vientre te conocí; antes que salieras del seno te consagré, te constituí profeta de las naciones”» (Jr 1,4-3).Y es la misma verdad presentada por el apóstol Pablo, que fundamenta toda vocación en la elección eterna en Cristo, hecha «antes de la creación del mundo» y «conforme al beneplácito de su voluntad» (Ef 1,4.5).La primacía absoluta de la gracia en la vocación encuentra su proclamación perfecta en la palabra de Jesús: «No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros y os he destinado para que vayáis y déis fruto y que vuestro fruto permanezca» (Jn 15,16).

Si la vocación sacerdotal testimonia, de manera inequívoca, la primacía de la gracia, la decisión libre y soberana de Dios de llamar al hombre exige respeto absoluto, y en modo alguno puede ser forzada por presiones humanas, ni puede ser sustituida por decisión humana alguna. La vocación es un don de la gracia divina y no un derecho del hombre, de forma que «nunca se puede considerar la vida sacerdotal como una promoción simplemente humana, ni la misión del ministro como un simple proyecto personal». De este modo, queda excluida radicalmente toda vanagloria y presunción por parte de los llamados (cf. Heb 3,4ss) los cuales han de sentir profundamente una gratitud admirada y conmovida, una confianza y una esperanza firmes, porque saben que están apoyados no en sus propias fuerzas, sino en la fidelidad incondicional de Dios que llama.

«Llamó a los que él quiso y vinieron a él» (Mc 3,13). Este «venir», que se identifica con el «seguir» a Jesús, expresa la respuesta libre de los doce a la llamada del Maestro. Así sucede con Pedro y Andrés; les dijo: «Venid conmigo y os haré pescadores de hombres. Y ellos, al instante, dejaron, las redes y le siguieron» (Mt 4,19-20). Idéntica fue la experiencia de Santiago y Juan (cf. Mt 4,21-22). Así sucede siempre: en la vocación brillan a la vez el amor gratuito de Dios y la exaltación de la libertad del hombre; la adhesión a la llamada de Dios y su entrega a Él.

En realidad, gracia y libertad no se oponen entre sí. Al contrario, la gracia anima y sostiene la libertad humana, liberándola de la esclavitud del pecado (cf. Jn 8,34-36), sanándola y elevándola en sus capacidades de apertura y acogida del don de Dios. Y si no se puede atentar contra la iniciativa absolutamente gratuita de Dios que llama,

Por tanto, la libertad es esencial para la vocación, una libertad que en la respuesta positiva se cualifica como adhesión personal profunda, como donación de amor —o mejor como re-donación al Donador: Dios que llama— esto es, como oblación. «A la llamada —decía Pablo VI— corresponde la respuesta. No puede haber vocaciones, si no son libres, es decir, si no son ofrendas espontáneas de sí mismo, conscientes, generosas, totales. Oblaciones; éste es prácticamente el verdadero problema… Es la voz humilde y penetrante de Cristo que dice, hoy como ayer y más que ayer: ven. La libertad se sitúa en su raíz más profunda: la oblación, la generosidad y el sacrificio».

La oblación libre, que constituye el núcleo íntimo y más precioso de la respuesta del hombre a Dios que llama, encuentra su modelo incomparable, más aún, su raíz viva, en la oblación libérrima de Jesucristo —primero de los llamados— a la voluntad del Padre: «Por eso, al entrar en este mundo, dice Cristo: “No has querido sacrificio ni oblación, pero me has formado un cuerpo... Entonces yo dije: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad”» (Hbr 10,7).

En íntima unión con Cristo, María, la Virgen Madre, ha sido la criatura que más ha vivido la plena verdad de la vocación, porque nadie como Ella ha respondido con un amor tan grande al amor inmenso de Dios.

37. «Abatido por estas palabras, se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes» (Mc10,22). El joven rico del Evangelio, que no sigue la llamada de Jesús, nos recuerda los obstáculos que pueden bloquear o apagar la respuesta libre del hombre: no sólo los bienes materiales pueden cerrar el corazón humano a los valores del espíritu y a las exigencias radicales del Reino de Dios, sino que también algunas condiciones sociales y culturales de nuestro tiempo pueden representar no pocas amenazas e imponer visiones desviadas y falsas sobre la verdadera naturaleza de la vocación, haciendo difíciles, cuando no imposibles, su acogida y su misma comprensión.

Muchos tienen una idea de Dios tan genérica y confusa que deriva en formas de religiosidad sin Dios, en las cuales la voluntad de Dios se concibe como un destino inmutable e inevitable, al que el hombre debe simplemente adaptarse y resignarse en total pasividad. Pero no es éste el rostro de Dios que Jesucristo ha venido a revelarnos. En efecto, Dios es el Padre que, con amor eterno y precedente llama al hombre y lo sitúa en un maravilloso y permanente diálogo con El, invitándolo a compartir su misma vida divina como hijo. Es cierto que, con una visión equivocada de Dios, el hombre no puede reconocer ni siquiera la verdad sobre sí mismo, de tal forma que la vocación no puede ser ni percibida, ni vivida en su valor auténtico; puede ser sentida solamente como un peso impuesto e insoportable.

También algunas ideas equivocadas sobre el hombre, sostenidas con frecuencia con aparentes argumentos filosóficos o «científicos», inducen a veces al hombre a interpretar la propia existencia y libertad como totalmente determinadas y condicionadas por factores externos de orden educativo, psicológico, cultural o ambiental. Otras veces se entiende la libertad en términos de absoluta autonomía pretendiendo que sea la única e inexplorable fuente de opciones personales y considerándola a toda costa como afirmación de sí mismo. Pero, de ese modo, se cierra el camino para entender y vivir la vocación como libre diálogo de amor, que nace de la comunicación de Dios al hombre y se concluye con el don sincero de sí, por parte del hombre.

En el contexto actual no falta tampoco la tendencia a concebir la relación del hombre con Dios de un modo individualista e intimista, como si la llamada de Dios llegase a cada persona por vía directa, sin mediación comunitaria alguna, y tuviese como meta una ventaja, o la salvación misma de cada uno de los llamados y no la dedicación total a Dios en el servicio a la comunidad. Encontramos así otra amenaza, más profunda y a la vez más sutil, que hace imposible reconocer y aceptar con gozo la dimensión eclesial inscrita originariamente en toda vocación cristiana, y en particular en la vocación presbiteral. En efecto, como nos recuerda el Concilio, el sacerdocio ministerial adquiere su auténtico significado y realiza la plena verdad de sí mismo en el servir y hacer crecer la comunidad cristiana y el sacerdocio común de los fieles.

El contexto cultural al que aludimos, cuyo influjo no está ausente entre los mismos cristianos y especialmente entre los jóvenes, ayuda a comprender la difusión de la crisis de las mismas vocaciones sacerdotales, originadas y acompañadas por crisis de fe más radicales. Lo han declarado explícitamente los Padres sinodales, reconociendo que la crisis de las vocaciones al presbiterado tiene profundas raíces en el ambiente cultural y en la mentalidad y praxis de los cristianos.

De aquí la urgencia de que la pastoral vocacional de la Iglesia se dirija decididamente y de modo prioritario hacia la reconstrucción de la «mentalidad cristiana», tal como la crea y sostiene la fe. Más que nunca es necesaria una evangelización que no se canse de presentar el verdadero rostro de Dios —el Padre que en Jesucristo nos llama a cada uno de nosotros— así como el sentido genuino de la libertad humana como principio y fuerza del don responsable de sí mismo. Solamente de esta manera se podrán sentar las bases indispensables para que toda vocación, incluida la sacerdotal, pueda ser percibida en su verdad, amada en su belleza y vivida con entrega total y con gozo profundo.

TODOS SOMOS RESPONSABLES DE LAS VOCACIONES SACERDOTALES

41. La vocación sacerdotal es un don de Dios, que constituye ciertamente un gran bien para quien es su primer destinatario. Pero es también un don para toda la Iglesia, un bien para su vida y misión. Por eso la Iglesia está llamada a custodiar este don, a estimarlo y amarlo. Ella es responsable del nacimiento y de la maduración de las vocaciones sacerdotales. En consecuencia, la pastoral vocacional tiene como sujeto activo, como protagonista, a la comunidad eclesial como tal, en sus diversas expresiones: desde la Iglesia universal a la Iglesia particular y, análogamente, desde ésta a la parroquia y a todos los estamentos del Pueblo de Dios.

Es muy urgente, sobre todo hoy, que se difunda y arraigue la convicción de que todos los miembros de la Iglesia, sin excluir ninguno, tienen la responsabilidad de cuidar las vocaciones. El Concilio Vaticano II ha sido muy explícito al afirmar que «el deber de fomentar las vocaciones afecta a toda la comunidad cristiana, la cual ha de procurarlo, ante todo, con una vida plenamente cristiana». Solamente sobre la base de esta convicción, la pastoral vocacional podrá manifestar su rostro verdaderamente eclesial, desarrollar una acción coordinada, sirviéndose también de organismos específicos y de instrumentos adecuados de comunión y de corresponsabilidad.

La primera responsabilidad de la pastoral orientada a las vocaciones sacerdotales es del Obispo, que está llamado a vivirla en primera persona, aunque podrá y deberá suscitar abundantes tipos de colaboraciones. A él, que es padre y amigo en su presbiterio, le corresponde, ante todo, la solicitud de dar continuidad al carisma y al ministerio presbiteral, incorporando a él nuevos miembros con la imposición de las manos. Él se preocupará de que la dimensión vocacional esté siempre presente en todo el ámbito de la pastoral ordinaria, es más, que esté plenamente integrada y como identificada con ella. A él compete el deber de promover y coordinar las diversas iniciativas vocacionales.

El Obispo sabe que puede contar ante todo con la colaboración de su presbiterio. Todos los sacerdotes son solidarios y corresponsables con él en la búsqueda y promoción de las vocaciones presbiterales. En efecto, como afirma el Concilio, «a los sacerdotes, en cuanto educadores en la fe, atañe procurar, por sí mismos o por otros, que cada uno de los fieles sea llevado en el Espíritu Santo a cultivar su propia vocación». «Este deber pertenece a la misión misma sacerdotal, por la que el presbítero se hace ciertamente partícipe de la solicitud de toda la Iglesia, para que aquí en la tierra nunca falten operarios en el Pueblo de Dios». La vida misma de los presbíteros, su entrega incondicionada a la grey de Dios, su testimonio de servicio amoroso al Señor y a su Iglesia —un testimonio sellado con la opción por la cruz, acogida en la esperanza y en el gozo pascual—, su concordia fraterna y su celo por la evangelización del mundo, son el factor primero y más persuasivo de fecundidad vocacional.

Una responsabilidad particularísima está confiada a la familia cristiana, que en virtud del sacramento del matrimonio participa, de modo propio y original, en la misión educativa de la Iglesia maestra y madre. Como han afirmado los Padres sinodales, «la familia cristiana, que es verdaderamente “como iglesia doméstica” (Lumen Gentium, 11), ha ofrecido siempre y continúa ofreciendo las condiciones favorables para el nacimiento de las vocaciones. Y puesto que hoy la imagen de la familia cristiana está en peligro, se debe dar gran importancia a la pastoral familiar, de modo que las mismas familias, acogiendo generosamente el don de la vida humana, formen “como un primer seminario” (Optatam totius, 2) en el que los hijos puedan adquirir, desde el comienzo, el sentido de la piedad y de la oración y el amor a la Iglesia». En continuidad y en sintonía con la labor de los padres y de la familia está la escuela, llamada a vivir su identidad de «comunidad educativa» incluso con una propuesta cultural capaz de iluminar la dimensión vocacional como valor propio y fundamental de la persona humana. En este sentido, si es oportunamente enriquecida de espíritu cristiano (sea a través de presencias eclesiales significativas en la escuela estatal, según las diversas legislaciones nacionales, sea sobre todo en el caso de la escuela católica), puede infundir «en el alma de los muchachos y de los jóvenes el deseo de cumplir la voluntad de Dios en el estado de vida más idóneo a cada uno, sin excluir nunca la vocación al ministerio sacerdotal».

También los fieles laicos, en particular los catequistas, los profesores, los educadores, los animadores de la pastoral juvenil, cada uno con los medios y modalidades propios, tienen una gran importancia en la pastoral de las vocaciones sacerdotales. Cuanto más profundicen en el sentido de su propia vocación y misión en la Iglesia, tanto más podrán reconocer el valor y el carácter insustituible de la vocación y de la misión sacerdotal.

En el ámbito de las comunidades diocesanas y parroquiales hay que apreciar y promover aquellos grupos vocacionales, cuyos miembros ofrecen ayuda de oración y de sufrimiento por las vocaciones sacerdotales y religiosas, así como su apoyo moral y material.

También hay que mencionar aquí a los numerosos grupos, movimientos y asociaciones de fieles laicos que el Espíritu Santo hace surgir y crecer en la Iglesia, con vistas a una presencia cristiana más misionera en el mundo. Estas diversas agrupaciones de laicos están resultando un campo particularmente fértil para el nacimiento de vocaciones consagradas y son ambientes propicios de oferta y crecimiento vocacional. En efecto, no pocos jóvenes, precisamente en el ambiente de estas agrupaciones y gracias a ellas, han sentido la llamada del Señor a seguirlo en el camino del sacerdocio ministerial y han respondido a ella con generosidad. Por consiguiente, hay que valorarlas para que, en comunión con toda la Iglesia y para el crecimiento de ésta, presten su colaboración específica al desarrollo de la pastoral vocacional.

Los diversos integrantes y miembros de la Iglesia comprometidos en la pastoral vocacional harán tanto más eficaz su trabajo, cuanto más estimulen a la comunidad eclesial como tal —empezando por la parroquia— para que sientan que el problema de las vocaciones sacerdotales no puede ser encomendado en exclusividad a unos «encargados» (los sacerdotes en general, los sacerdotes del Seminario en particular) pues, por tratarse de «un problema vital que está en el corazón mismo de la Iglesia», debe hallarse en el centro del amor que todo cristiano tiene a la misma.

INDICE

Prólogo …………………………………………………………………………………...………...…5

Introducción ………………………………............................................................................….…….7

PRIMERA PARTE

LA SACRAMENTALIDAD DEL ORDEN SACERDOTAL

INTRODUCCIÓN…………………………………………..…………………………….……………..….. 8

1.-.INSERCIÓN TRINITARIA  DEL MINISTERIO ORDENADO……………………..………….….....11

2.- EL PREBÍTERIO: COMUNIÓN DE LOS PRESBÍTEROS.....................................................................18

3.-  I ESPIRITUALIDAD DEL PRESBÍTERO EN LA ORACIÓN DE ORDENACIÓN………….……..26

4.-II  ESPIRITUALIDAD DEL PRESBÍTERO EN LA ORACIÓN DE ORDENACIÓN,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,34

5.- 5.- Realizando el sacerdocio apostólico …………………………….........................35

6.-  “AD EFFORMANDUM POPULUM SACERDOTALEM”…………………………………………54

SEGUNDA  PARTE

EL SACERDOTE, DISCÍPULO Y MAESTRO DE ORACIÓN

1.-NECESIDAD  DE  LA ORACIÓN EN EL SACERDOTE  PARA SER Y EXISTIR EN CRISTO… 59

2.- NECESIDAD DE LA ORACIÓN EN EL SACERDOTE…………………………………………… 62

3.- CARTA APOSTÓLICA “NOVO MILLENNIO INEUNTE………………………………………….. 70

4.--IMPORTANCIA DE LA ORACIÓN EUCARÍSTICA ………………………………………..….… 85

5.-BREVE ITINERARIO DE LA ORACIÓN ……………………………………………………………92

6.- LA EUCARISTÍA ES VIDA DE CRISTO SACERDOTE EN EL SACERDOTE………………….. 94

7.- CLAUSURA DEL CONGRESO INTERNACIONAL DE SANTIAGO…………………….……….98

8.- LA EUCARISTÍA ES VIDA DE CRISTO EN NOSOTROS……………………………….……….100

9.- GRANDEZA DEL SACERDOCIO………………………………………………………………… 102

10.- ITINERARIO DE ORACIÓN PERSONAL………………………………………………………. 107

11.-UN POSIBLE CAMINO DE ORACIÓN SACERDOTAL …………………………………………119

12.-PARA SER MAESTROS DE ORACIÓN,  VIVIRLA…………………………………,,………..… 132

13.-UN CAMINO POSIBLE DE ORACIÓN SACERDOTAL………………………………,,,……….. 142

TERCERA  PARTE

EL SEMINARIO Y LAS VOCACIONES, APOSTOLADO ESENCIAL  DE LA IGLESIA

1.-DESPUÉS DEL SAGRARIO, LA PRESENCIA DE CRISTO EN EL  SEMINARIO…………,,…….. 146

2.- LAS VOCACIONES AL SACERDOCIO……………………..….................................................,,,,,,,,. 151

3-LA PASTORAL VOCACIONAL, TAREA   DE NUESTRO MINISTERIO SACERDOTAL………… 153

4.-PARA SUSCITAR VOCACIONES, HAY QUE TENER EL. GOZO DE SER SACERDOTE………...153

5.-INTERÉS Y CULTIVO DE LAS VOCACIONES:ORACIÓN Y ACCIÓN…………………………… 157

6.-YO SOY LA PUERTA DE LAS OVEJAS (Homilía del Papa

    Juan Pablo II al Congreso Internacional de Vocaciones)…………......................................................... 160

7.- CARTA A LOS JÓVENES SOBRE LA VOCACIÓN………………………………………………….165

8.- EL SACERDOTE SEMBRADOR DE VOCACIONES   ………………………………………..,,,,,,,,,, 167

9.- EXHORTACIÓN APOSTÓLICA POSTSINODAL “PASTORES DABO VOBIS” JUAN PABLO II. 172


[1]W. Kasper, El sacerdote, servidor de la alegría, Salamanca 2008, 30.

[2]M. Thurian, o. c., 15-16.

[3]En Ecclesia n. 2763, 1995, 24.

[4]En este sentido Cf. el estudio clásico y fundamental de A. Vanhoye, Sacerdotes antiguos, sacerdote nuevo según el N.T., Salamanca 1984.

[5]7 Cf. Comisión episcopal del Clero, “Sacerdotes para evangelizar”, Madrid 1987.

[6]Cf. L. Boff, Eclesiogénesis, Santander 1986; J. I. González Faus, Hombres de la comunidad, Santander 1989; y algunos escritos de E. Drewermann.

[7]Ordenación de los obispos, de los presbíteros y de los diáconos, Barcelona 1998, 127.

[8]La Incardinación expresa este vínculo irrompible fundado sobre el sacramento mismo: CD 28; PDV 31 y 74. Cf. CIC. 265. No tendría sentido, precisamente por la naturaleza ministerial del Orden una especie de “ordenación absoluta” sin referencia a una determinada iglesia local.

[9]Editorial de la Revista Sacerdotal SURGE, marzo-junio 2003

[10]AURELIO GARCÍA, El modelo de presbítero según la “prex ordinationis presbyterorum, Toledo 1995

[11]PDV 15.

[12]Cfr PDV 24.

[13]“De ordinatione diaconi, presbyteri et episcopi, Editio typica, 15 agosto 1968, que entró en vigor el 6 de abril del 1969.

[14]Cfr MAX THURIAN, La identidad sacerdotal, Madrid 1968, pag 58-60

[15]Cfr PO 5.

[16]Cfr LG 28 y PO 2,5

[17]JUAN PABLO II; Carta Apostólica Novo Millennio Ineunte

[18]MAX THURIAN, o.c. pags 75-76

[19]LG 5

[20]PO 10

[21]Cfr HERMANN STRATHMANN, La Epístola a los Hebreos, Madrid 1971, pag 114-140.

[22]Cfr MAX THURIAN, o.c. pags  79-81

[23]Cfr MAX THURIAN, o.c. pags 15-16

[24]Cfr MAX THURIAN, o.c. pag12-13.

[25]Cfr ibiden, págs 69-70

[26]Cfr ibiden, pag 68

[27]Libro de la Vida, cap 8. nº2

[28]Santa Teresa, Camino, cap 35

[29]Audi, Filia 75

[30]Can B 28,9.

[31]J. M. ARRIETA, Poner la Diócesis en clave vocacional, Surge sep-octub 2005, págs 446-7).

[32]Ibiden, pag 452.

[33]Cfr. DIRECTORIO PARA EL MINISTERIO Y LA VIDA DE LOS PRESBÍTEROS, Congregación del Clero, Roma 1994,

PARROQUIA DE SAN PEDRO. PLASENCIA. 1966-2018

A Jesucristo Eucaristía, Sumo y Eterno sacerdote, Pan de vida eterna y Presencia de amistad permanentemente ofrecida a todos los hombres, con amor extremo, hasta dar la vida; y a todos mis hermanos sacerdotes, presencias sacramentales de Cristo, en su mismo amor total y célibe a Dios y a los hombres, sus hermanos.

GONZALO APARICIO SÁNCHEZ

SACERDOS/1º

APUNTES DE ESPIRITUALIDAD SACERDOTAL

TENTACIONES Y RETOS ACTUALES DEL SACERDOTE

EDIBESA

MADRID 2005

PRÓLOGO

Tienes, amigo lector, en tus manos un nuevo libro, ahora de espiritualidad sacerdotal, profundamente sincero, de un cura locamente enamorado de Jesucristo Sacerdote y ungido predicador, siempre que encuentra púlpito o tribuna, de la teología, la vida y el ministerio del presbítero.

Salido de la pluma, pero más manado del lagar de su corazón, este libro es obra de D. Gonzalo Aparicio Sánchez, cura diocesano de Plasencia, párroco y profesor. Verato él, es cura temperamental y enterizo, en estos tiempos recios de saludes débiles, titubeos y ambigüedades, lo que le vale algunos dolores de cabeza...

Tomado por el Espíritu desde hace años y loco de la Eucaristía y del Sacerdocio, éstas constituyen sus tres devociones mayores, su peso específico y su mejor credencial.

D. Gonzalo va siendo ya un autor prolífico y une a su vasta preparación teológica e intensa vida pastoral una profunda vida espiritual sustentada por la oración y la Eucaristía, principales manaderos de sus escritos.

El Padre José de Sigüenza, historiador de la Orden de San Jerónimo, a quien leía yo el pasado verano en Yuste, escribe del Padre Pedro de Valladolid o de “Cabañuelas”, ambos inmortalizados por Zurbarán en la sacristía de Guadalupe: “Tenía gran devoción con el Santísimo Misterio del Santo Sacramento, entendiendo que estaba allí una grande llave de todos los misterios de nuestra fe…” (Historia de la Orden de S. Jerónimo, libro 40, cap. III). Parafraseando a San Juan de Ávila, podemos decir que se aprende más de las rodillas que de los codos… Además de estas dos citas, como claves de la fina inspiración y fluida fecundidad del autor, yo sitúo esta obra entre el cenáculo u oratorio de S. Pedro, la parroquia del autor, y el CENÁCULO de Jesús: Eucaristía y Sacerdocio, Sacerdocio y Eucaristía son el ritonello de Gonzalo.

El materialismo y el secularismo nos han traído, una vez más, la muerte de Dios y la quiebra de la fe. Los mismos sacerdotes nos hemos visto envueltos en las tentaciones del relativismo y la indiferencia, perdiendo a veces la identidad y “los papeles”. Podemos caer, y, de hecho, caemos con frecuencia en una vida espiritual y apostólica mediocre y acomodaticia, falta de aliento y “parresía” pastoral, de escasa o nula fecundidad y origen de frustraciones.

La soledad afectiva del sacerdote es el enemigo mortal número uno, al que podrá hacer frente con unas relaciones de fraternidad y compañerismo sacerdotal sinceras, con el afecto y la amistad verdadera y limpia de sus hermanos laicos, y, sobre todo y antes que nada, con las relaciones personales de comunión y afecto con el Señor en la oración y en la Eucaristía diarias, primado absoluto, y horizonte y sentido único de su proexistencía.

A partir del Concilio Vaticano 11, se han escrito Encíclicas, Exhortaciones Apostólicas y otros documentos del Magisterio. Se han publicado libros innumerables y se han celebrado Simposios y Congresos sobre la vida y el ministerio de los presbíteros, pero vamos necesitando ya obras, como la que tienes en tus manos, menos solemnes y más cercanas, que, sin pretensiones de totalidad, se han forjado en la fragua doliente de un ministerio hoy dificil y de un sacerdocio seducente y adorado, para decirnos cosas concretas, que son el pan de cada día tuyo y mío.

Pienso que TENTACIONES Y RETOS DEL SACERDOTE MODERNO puede ser el libro que esperabas, que viene de la mano de un cura de a pie, como tú, y que puede proporcionarte alegría, discernimiento y esperanza. Para terminar, al autor, mi condiscípulo querido, Gonzalo, muchas gracias por la confianza de encomendarme este Prólogo, un muy apretado abrazo, mi felicitación más calurosa y ardiente deseo de que tu libro alcance un éxito total y el aplauso de todos.

                           Valerio Galayo

                           Delegado para el Clero, Plasencia

PRIMERA PARTE

TENTACIONES Y RETOS DEL SACERDOTE ACTUAL

1.- PRIMER RETO: UN MUNDO SIN MORAL

Reto o tentación; es que no sé cuál debiera ser la palabra más adecuada; porque depende de cómo se considere lo que el sacerdote tiene que hacer en determinadas circunstancias de su vida, cómo tiene que reaccionar y actuar, y desde dónde. Si hablo de realidades que están dentro de mí, como algunas de las que voy a decir, puedo considerarlas tentaciones, que debo superar. Reto parece más bien algo externo, distinto a mí; sería considerar determinados objetivos, que están fuera o dentro de mí, pero son distintos a mi “yo” y son como un desafío que se presentan en mi camino y debo superarlos, en una carrera de obstáculos y dificultades.

No debemos pensar que algunos de estos problemas o tentaciones actuales, como las he titulado, sean debidos a que el sacerdote de hoy esté mejor o peor formado que el de ayer, ni tampoco que sea menos virtuoso o menos luchador.

Lo que quiere expresar el título es que el sacerdote de hoy vive en un momento histórico, en el que cuesta vivir o se viven con mayor dificultad algunas partes tanto de su ser, como de su existir y actuar sacerdotal, por motivos ambientales y sociales del momento, que interpelan, incluso rechazan, la misma realidad sacerdotal, así como comportamientos morales antes valorados, incluso verdades y doctrinas del Evangelio, en otros tiempos admitidos sin discusión; son estas circunstancias constituidas por el relativismo absoluto, el secularismo dominante, el laicismo ateo, el rechazo de todo mandamiento u obligación moral, la pérdida de la castidad cristiana como virtud, el erotismo circundante, relaciones prematrimoniales, separaciones, divorcios exprés, abortos, eutanasia, uniones homosexuales y todo lo referente a la homosexualidad, violencia del género, que es sencillamente un eufemismo para no llamar a las cosas por su nombre: crímenes de esposos que matan a sus esposas, a veces con sus hijos y viceversa. ¡Vamos, ni los animales! En muchas cosas estamos ya por debajo de los animales.

Todo esto induce al sacerdote a pensar que vive en un mundo extraño; a no encontrar su sitio en el mundo, en la Iglesia y en sí

mismo, originándole desazón interna, inseguridades interiores y exteriores y decepción respecto a lo que es y a lo que hace y  tiene que predicar; en definitiva, que este no es el mundo que conoció en su niñez y juventud, al cual fue enviado y para el cual quiso ser sacerdote. Se siente extranjero en su propio país. Cloro que esto lo está diciendo un sacerdote de 82 años.

Está claro, pues, que el mundo actual nos presenta unos retos. Es esencial captarlos para poder hacer labor pastoral eficaz, sin equivocarnos. No basta trabajar, tratar al enfermo, hay que hacerlo acertadamente. Porque si no lo hacemos así, puede ocurrir que estemos tratando al enfermo, a nuestra parroquia enferma, a nuestro mundo enfermo, pero lo estemos haciendo mal, porque le estamos curando el mal de ojos, por ejemplo, y lo que tiene es cáncer de pulmón, que le está agotando y no le deja respirar o el corazón está infartado y débil.

Así que nuestro trabajo pastoral muchas veces, amén de agotador, resulta ineficaz: primero, por el ambiente que nos rodea y lo invade y lo domina todo; y segundo, porque estamos tratando al enfermo de un mal, que no es el verdadero y fundamental, sino tal vez efecto externo de un mal más profundo, que es el verdadero causante de la enfermedad. Y entonces, al no ver mejoría en el enfermo, quiero decir, no ver vida y hechos cristianos, ver que no cambia y no da testimonio con criterios y hechos evangélicos, nos desilusionamos y nos descorazonamos y viene el cansancio espiritual y pastoral, la rutina y la parálisis y la muerte pastoral de la parroquia.

Ante estas tentaciones y crisis, hay sacerdotes que se secularizan mental o espiritualmente, incluso realmente; otros ceden y abandonan la tarea encomendada por el sacramento del Orden sacerdotal, sustituyéndolas por otras más cercanas a una ONG que al carisma específico recibido; algunos las arrastran durante su vida, con pérdida de fuerza apostólica, verdaderamente eficaz y santificadora; otros viven un sacerdocio profesional de acciones de Cristo, pero sin el espíritu de Cristo; y la mayoría trata de superarlas con la mirada puesta en el Señor, haciendo lo que pueden, y lo que no pueden, tratan de comprarlo hecho, mediante la oración confiada y humilde y la paciencia, otro nombre de la esperanza típicamente cristiana, trabajando y esperando siempre en el Señor; pero verdaderamente en el Señor, no como otras veces, que decíamos esto, pero en el fondo confiábamos en lo nuestro y si esto no era como lo teníamos programado, perdíamos toda esperanza en el apostolado.

Ante esta crisis de ateísmo y secularismo circundante, la mirada principal se dirige a los Seminarios, donde tienen que formarse los futuros sacerdotes. Por falta de orientación y espiritualidad seria y verdadera a veces, en la que no fueron formados, entre otras causas, por carecer de formadores apropiados o de obispos que se preocupen como deben de lo más importante de la diócesis que es su Seminario, corremos el riesgo, en los tiempos en que estamos y próximos que vienen, de que venga una nueva oleada de secularizaciones en sacerdotes, especialmente jóvenes, porque no fueron formados en la vida según el Espíritu, en la oración y la vida de experiencia de Cristo para estos tiempos tan duros y difíciles de ateísmo, del “silencio y de la muerte de Dios”.

Tiempos difíciles para creer en la vivencia del celibato sacerdotal por parte de muchas ovejas que ni creen en Dios ni en el sacerdocio ni en la posibilidad de un amor total y exclusivo y esponsal a Él, amor perfecto y gratuito, como el de Cristo sacerdote, que no exigió jamás en su trato con la mujer, amor de esposa, esto es, recompensa de carne o cuerpo o materia.

Resulta paradójico que siendo habitual esta situación en el sacerdote moderno, sin embargo no hablemos casi nunca de ellas en nuestras reuniones pastorales y nos limitemos a programar acciones y más acciones externas sin entrar dentro del corazón de las mismas, del espíritu y motor apostólico, que es el amor total y exclusivo a Cristo, y del camino para conseguirlo, que es la oración permanente que nos lleve al amor permanente por la conversión permanente, toda la vida, hasta el encuentro definitivo. Así que seguimos igual y no avanzamos o avanzamos poco. ¡Pero cuántas y cuántas reuniones donde lo único que nos preocupa y de lo que hablamos son de acciones pastorales y jamás del espíritu de esas acciones, que es el Espíritu de Cristo! Y sin el Espíritu de Cristo no podemos hacer las acciones de Cristo, aunque estén programadas por nuestro Obispo o por el Papa.

Finalmente hay otra razón más poderosa y difícil que nos impide ver esta situación: y es que cada uno pensamos de las realidades apostólicas según el concepto de Iglesia que tenemos y queremos llevar a efecto en nuestra parroquia y en nuestra vida; pero cada uno tiene el concepto de Iglesia, según el concepto de Cristo y Evangelio que tiene; y como la teología ya la hemos olvidado, resulta que cada uno tiene el concepto de Jesucristo y su Evangelio según su vivencia personal; total que ya puede ser uno cardenal, obispo o simple párroco, cada uno termina teniendo el concepto de apostolado según su vivencia de Cristo y Evangelio y como esto es según su oración y santidad personal, total, que cada uno hace la pastoral que vive en Cristo y si no vive, pues hay acciones pero no de Cristo, porque nos falta su Espíritu, su Amor, que es Espíritu de Dios; no hay verdadera «encarnación» de su evangelio en nuestra vida pastoral, porque nos falta la potencia de su Espíritu, el Espíritu Santo, que obró su Encarnación en el seno de María. Y a veces vivimos y pensamos poco y oramos menos, por eso al enfermo, a la Iglesia, al mundo, cada uno lo ve desde su punto de vista, quiero decir, desde su vivencia personal de Cristo. Así que programas no faltan, pero...

Pidamos al Señor Jesucristo que nos envíe su Espíritu, que visite nuestras mentes, para que acertemos a ver las tentaciones y los males de nuestra sociedad, los retos de nuestro sacerdocio y apostolado y renueve los deseos de curarlos “en Espíritu y Verdad”, esto es, en fuego de Espíritu Santo y en la Verdad del Verbo de Dios; de trabajar “según el Espíritu”, pero el Espíritu Santo, no según el espíritu en letra minúscula, que es el nuestro, y encienda nuestros corazones, pobres corazones, que, por culpa de esos trombos de nuestras arterias debilitadas e infartadas a veces de vivencia de Cristo, de Espíritu de Fuego de Dios, de fe, esperanza y amor sobrenatural, no son capaces de llevar fuego divino al corazón propio y al de nuestros feligreses; pidámosle al Señor que nos envíe todos los días su Espíritu Santo de Luz y de Fuego, en los ratos de Eucaristía y oración personal, para que nos renueve en el amor y encienda en nosotros el deseo de curarnos y curar a todos, venciendo esas tentaciones con ilusión de misacantano, de sacerdote enamorado de Cristo y su misión.

Hay que invocar en estos tiempos continuamente al Espíritu Santo, que nos ungió sacramentalmente y nos hizo sacerdotes de Cristo, porque Él es la memoria que nos recuerda, especialmente en la Eucaristía, los dichos y hechos salvadores de Cristo, presencializándolos, para que, haciéndolos presentes y morando siempre en nosotros, sea “in labore, requies; in aestu, temperies; in fletu, solatium”: descanso en el trabajo, aire fresco en el calor del estío y desierto mundano y pasional, consuelo en nuestras penas. Sólo Él es el verdadero médico de nuestros males y de los del mundo: “lava quod est sordidum, riga quod est aridum, sana quod est saucium; flecte quod est rigidum, fove quod est frigidum, rege quod est devium...”: lava lo sucio, riega lo seco y árido, sana lo enfermo; doblega el ánimo rígido y erguido, calienta el corazón frío de amor, endereza lo que se ha desviado.

Vamos a intentar acercarnos a esta problemática, para ayudar en lo que se pueda, pero sabiendo ya desde el principio que, en definitiva, no nos salva ni la ciencia, ni la técnica, ni la misma Teología; sólo hay un Salvador: es Jesucristo, conocido y amado y seguido por la oración diaria meditativa y por la conversión permanente que debe acompañar siempre a la oración personal para la identificación total en Cristo, amándolo sobre todas la cosas, especialmente sobre nuestro yo egoísta y buscándose siempre, incluso en las cosas de Dios, en el apostolado.

2.- PRIMERA TENTACIÓN DEL SACERDOTE ACTUAL: DESCONFIANZA RESPECTO A LA EFICACIA DE SU TRABAJO PASTORAL

Lo primero que quiero decir es que, en el pasado, había sacerdotes en crisis, eran crisis personales, pero no había una crisis del sacerdocio en cuanto tal. Hoy hemos pasado de la crisis del sacerdote a la crisis del sacerdocio. Hemos pasado de la crisis personal a la crisis de la institución sacerdotal, del presbítero.

En España, hasta hace pocos años, y muchos de nosotros hemos sido testigos, el sacerdote tenía un “rol”, aceptado y admitido por toda la sociedad española, que era mayoritariamente cristiana o, por lo menos, respetaba lo cristiano: ser valedor y mediador entre Dios y los hombres, y en doble aspecto: social y religioso.

Todavía recuerdo haber ido a Organismos nacionales de Madrid o de Instituciones Provinciales, para resolver problemas de Ayuntamientos o personas de mis pueblos o instituciones privadas; era admitido y escuchado simplemente por ser sacerdote. Era tal el respeto y la veneración, que se nos abrían todas las puertas, y muchas veces, solucionábamos los problemas humanos y sociales del pueblo o de su gente. Por eso recurrían a nosotros.

Ahora no hay ningún sacerdote a quien se le ocurra ir a Madrid o a la capital de provincia ni siquiera a su Ayuntamiento, si es ciudad importante, para resolver nada de este tipo: primero, porque ya hay otras instituciones políticas que lo hacen; segundo, porque no sólo no es aceptado, sino ignorado y ridiculizado hasta en cometidos propiamente religiosos: fiestas religiosas que se han paganizado; procesiones de Semana Santa, que ya son más acontecimientos “culturales” que religiosos, como así se le denomina; muchas fiestas patronales, donde ya manda y organiza más el Ayuntamiento que el párroco... ¡lo que tienen que sufrir y tragar algunos sacerdotes! ¡Más de lo que quieren y debieran! Qué contraste con aquellos tiempos, porque yo llegué a conocer a algún sacerdote, que era el verdadero alcalde del pueblo en lo divino y humano. Y hasta cerraban salones y prohibían fiestas y no se entraba en la iglesia sin velos, y los hombres se tenían que poner en bancos separados de las mujeres... No lo hice nunca, porque no estaba de acuerdo, pero lo vi en alguna parroquia cercana a la mía, en S. Esteban, con D. Laureano de párroco.

Porque muchas fiestas, que empezaron y fueron durante años y siglos estrictamente religiosas y cristianas, hoy han pasado a ser fiestas de interés turístico o nacional, puramente folklóricas, “fiestas de interés turístico”, por orden y decreto del Ayuntamiento, o de la Junta, como con toda naturalidad las describen los mismos medios, que muchas veces, al hacerlo, se olvidan de la Iglesia y no mencionan ni al cura ni lo religioso.

Pues bien, toda esa influencia social del sacerdote ha desaparecido, en la mayoría de los casos, para bien; en otros, como el enumerado últimamente, para mal; quedamos reducidos al papel de una ONG, que sirve al sentimiento religioso vago y generalizado, donde lo específicamente cristiano no aparece ni se celebra muchas veces, aunque se trate de los misterios más exclusivamente nuestros, pero que, al no haber ya una fe popular y ambiental sana, se las considera puramente sociales o culturales; se han paganizado y olvidado su origen religioso, tanto en Semana Santa, como en otras fiestas patronales de los pueblos que tienen por objeto celebrar estos misterios.

De esta forma, el sacerdocio cristiano y lo que representa ha perdido su contenido, su rol, su misión, su autoridad pertinente. Y ahora son más importantes los cohetes y las verbenas que se organizan o el pregonero de turno de la fiesta que se celebra o el cantante que viene para amenizar las fiestas, que tuvieron un origen típicamente cristiano, pero que ahora no aparece y ha quedado reducida a lo profano, a fiesta «cultural» o de «interés turístico».

Estos modos y maneras anteriores, a veces no estrictamente sacerdotales ni apostólicos, hicieron, sin embargo, que el sacerdocio y gremio clerical se sintiese valorado por el pueblo y por nuestras mismas familias, porque les daba poder humano y divino ante las gentes, aumentaban las vocaciones en las familias, y era interesante para muchos de nosotros, que nos sentíamos protagonistas en medio del pueblo y de los nuestros. Ahora, en cambio, no lo somos muchas veces ni en lo nuestro. Por eso también han descendido las vocaciones y no son valoradas por los padres y madres cristianas. El sacerdocio ha perdido poder y estima social.

No digamos nada si a todo esto añadimos las ayudas económicas que prestábamos en tiempos de hambre o necesidades y me estoy refiriendo hasta los años setenta y tantos... “la Ayuda Social Americana”... Entre mis libros aparecen a veces esos “vales”, que utilizábamos para poner los alimentos que dábamos a una familia, y que como eran tipo ficha, yo los empleaba para anotar las ideas de la homilía pertinente. La sociedad ya no recurre a nosotros para esos problemas. Siempre debió ser así, porque no era lo nuestro. Pero fue. Y ahora con las bodas civiles y algún intento de primera comunión civil no recurren a nosotros ni para lo nuestro. Ya no somos imprescindibles para un pueblo que no cree o va perdiendo la fe.

Y repetiré una y mil veces que yo no me he ordenado sacerdote, mejor, no me impusieron las manos para hacer obras de caridad, ni dar de comer ni hacer hospitales, ni asilos, ni repartir pan o medicinas; si hay que hacerlo, lo hago, pero no es eso para lo que me ordenaron ni me impusieron las manos. Debo trabajar para que nadie pase hambre, pero no es lo mío sacerdotal; debo preocuparme de que el hermano necesitado tenga ayuda, alguien cuide a los enfermos, pero yo no fui ordenado sacerdote para eso; lo fui esencialmente para la Eucaristía, la Palabra, la Guía del Pueblo de Dios, y si en ocasiones hay que organizar acciones caritativas y echar una mano, lo hago, pero no es la misión propia para la que Dios me llamó al sacerdocio.

Hay que tener mucho cuidado con desviaciones de los ministerios propiamente sacerdotales, que llevan directamente a Dios y lo sobrenatural, a no ser que uno reciba del Señor un carisma o vocación o gracia personal especial sustituyéndolos por otros servicios a veces más apreciados por las mismas gentes religiosas y no religiosas, por necesitarlos materialmente y que hacen que muchos curas seamos valorados, pero no por lo propiamente sacerdotal, sino por otras dimensiones, que, a veces, abarcan la mayor parte de nuestro apostolado.

El cura no es el asistente social del pueblo, empeñado en problemas puramente humanos y temporales de nuestra gente, con detrimento y olvido de la misión ministerial de la Palabra y Eucaristía y Salvación eterna y trascendente. Repito: hay que luchar por mandato de Cristo para que se hagan, y si hay que hacerlos, porque otros, que deben hacerlos, no los hacen, lo hacemos; pero no es mi cometido ministerial; y para eso, nada mejor que repasar la Oración que reza el Obispo para ordenarme sacerdote, que analizaré en otro libro, y que marcó todo mi ser y existir sacerdotal.

Mi misión es procurar de palabra y de acción que la caridad llegue a todos, pero la Caridad de Cristo, el amor de Cristo, el que lo conozcan y le sigamos, y desde ahí, todo lo demás. El corazón de mi mensaje será siempre Cristo, la filiación divina, la gracia y salvación eterna y trascendente para la cual vino y se encarnó; también curó enfermos, dio de comer a los hambrientos, pero no se encarnó para esto, no dio de comer a todos ni todos los días, ni la dimensión puramente humana fue la razón de su venida, sino aceptar y asumir todo lo humano para hacerlo divino, trascendente, hacernos hijos amados del Padre, y desde ahí y por eso, ayudar a los hombres en todo, pero mirando siempre lo trascendente y eterno y definitivo. ¿Cómo salvar al hombre si no lo redimo de su ignorancia y pobreza sobrenatural? Ese es el origen y el fin de mi sacerdocio, que es hacer presente a Cristo y su evangelio y salvación.

Sí, si yo se lo que vas a decir: “Ven, bendito de mi Padre porque tuve hambre y me diste de comer… desnudo… Es que el amor a Dios siempre lleva consigo el amor a sus hijos los hombres incluso en bienes de la tierra, pero el sacerdocio pertenece principalmente a los bienes eternos del cielo:  “ los llamó para que estuvieran con Él y enviarlo a predicar… os haré pescadores de hombres…”.

3.- RETO Y TENTACIÓN: IGLESIAS, VACÍAS.

¿Habéis pensado por qué muchos millones de españoles se han alejado de la Iglesia en estos tiempos modernos? Por muchas razones ciertamente. Pero para mí, una de las más importantes es que la Iglesia no tiene ese poder económico, esa influencia social, esa posibilidad de hablar con los jefes de la economía o incluso influir en su nombramiento, como tenía antes; y al no tenerlo, ya no les interesa una Iglesia pobre, sin poder; y se han ido, se han alejado, pero no de la fe, en el fondo no la tenían, sino de la “insignificancia” de lo religioso, que antes tanto significaba en lo humano, social y económico.

Ahora la gente va a otros sitios, a otros centros de poder social y político, de poder económico, que eso es en el fondo en su mayor parte la política o a eso la reducen, y eso está hoy acaparado por el poder político y económico, que son los que acaparan también los medios de comunicación, los que suben todos los días a los púlpitos de las televisiones, las radios, los periódicos, internet, etc... y predican y convencen a las gentes que les escuchan sin el mínimo sentido cristiano y nos llevan a los divorcios exprés, a las separaciones y divorcios, a la uniones homosexuales y de todo tipo, que yo ya ni entiendo, porque eso es lo que sale en la tele y en las películas; incluso nos llevan a la “violencia del género”, que es un eufemismo para no decir claramente que hemos llegado a que esposos maten a sus esposas, a veces con los hijos, y, pásmate, a esposas que hacen lo mismo con sus esposos y padres con sus hijos... ¡Ni los animales! Es decir, que la Iglesia, Dios mismo, se ha quedado sin poder moral, porque ahora son los políticos los que deciden lo que está bien y lo que está mal, mejor dicho, “lo políticamente correcto”.

Y que actualmente, la Iglesia y los valores que predica no existen; porque hoy sólo existe la tele y los “guassd” y demás medios modernos, lo que sale y se anuncia en ellos y  en la tele; si algo no sale o no se anuncia, no existe, no se compra; de ahí los millones y millones de gastos por la propaganda. Ahora bien, la Iglesia no sale en la tele, no se anuncia, no predica su doctrina, luego no existe o vale poco y por esto de ella no se habla en la calle y con los amigos, no se hace propaganda; total, que el cristianismo, la moral católica, la familia cristiana, el amor exclusivo y para siempre del matrimonio no existe.

Consecuencia: antes, mucha gente, sin ser nosotros conscientes ni ellos, iban al sacerdote, a la Iglesia más por lo que podían conseguir de ella y por medio de ella, que por Cristo y por potenciar su fe y su vida en Él; como ahora la parroquia no tiene ese poder influyente en lo económico y social, porque se lo ha llevado todo la política, pues allí va la gente, demostrándose así que muchos de nuestros feligreses venían a la parroquia más por las ventajas materiales y de enchufes que pudieran conseguir, que por la fe y la necesidad de vivir la vida cristiana, la vida de gracia y amor a Dios. He dicho muchos, pero no todos, porque ahora tenemos un resto de Yahvé más cristiano que aquellos.

¿Que esto no es verdad? ¿Que a ti no te parece que esta sea una de las causas principales del entusiasmo religioso de otros tiempos y de la ausencia actual de muchos bautizados en nuestras iglesias? Hagamos una prueba: Imagínate por un momento que la Iglesia volviera a tener aquel poder de antes; ya verías cómo empezaban a llenarse otra vez nuestros templos, a saludar, visitar y simpatizar con el párroco para pedirle favores, enchufes, colocaciones de los hijos... y no como ahora, que te has esforzado en hacer una boda que te cogía en vacaciones, o un bautizo en días no designados... etc. y, al día siguiente, ni te saludan.

Es muy importante reflexionar y meditar sobre esto, sobre los deseos materiales de ahora y de siempre del hombre, sobre la tentación del demonio al mismo Cristo: “haz que estas piedras se conviertan en pan”, del deseo y tentación permanente del hombre de querer reducirlo todo, hasta lo sagrado y religioso, a éxito y poder temporal.

«Es que mi hija murió, es que Dios no me solucionó el problema que le encomendé, es que mi padre se separó, es que mi hijo está enfermo o no aprueba la oposición o no encuentra trabajo...» y le echan la culpa a Dios y muchos se han alejado de la Iglesia y de la fe por estos motivos también; y por esto, mucha gente ha dejado de rezar y creer y venir a la iglesia, porque ellos sólo quieren un Dios que les favorezca y esté a su disposición, que convierta las piedras en pan, en éxitos temporales, como la imagen de San Judas en algunos templos, que es más visitada que el mismo Cristo en el Sagrario. ¿Por qué San Judas y algunos santos tienen tanto éxito y son tan visitados? ¿Porque su ejemplo y su culto y veneración les ayuda a los devotos a ser mejores cristianos, a cumplir mejor los mandamientos de Dios, a ser apóstoles de Cristo? ¡Ni hablar! Con todo mi respeto, pero con toda verdad, porque le van a salir bien todos sus asuntos materiales, es decir, por el egoísmo innato, que nos arrastra a todos y a algunos les lleva a la superstición, porque buscamos ordinariamente más los bienes de la tierra más que los espirituales, los del cielo.

Ésta es una de las razones por las que los políticos no quieren que la Iglesia tenga ni poder moral, social, ni caritativo... por eso la silencian totalmente en los medios y la persiguen y quieren suplantarla y considerarla como una ONG más, y para matrimonios y bautizos y primeras comuniones ya están las civiles de algunos ayuntamientos y para caridad, que siempre ha sido nota importante y especifica de la Iglesia, ahora está la Cruz Roja y las ONG.

Y no digamos otra faceta más de los medios de comunicación, que nos ridiculizan a cada paso y te ponen como modelo muchas veces de servicios sociales y humanos a las ONG de turno, verdaderos negocios a veces, como está escrito y demostrado, y silencian en los mismos lugares de pobreza o cataclismos a nuestras Misiones, la obra religiosa, caritativa y social y humana y divina más impresionante del mundo, con hombres y mujeres religiosos entregados de por vida a estar con los más pobres y necesitados, sin recompensa económica y humana y social de ningún tipo; verdadera presencia de Cristo entre los más pobres de los pobres.

Menos mal que, a veces, hasta los periodistas ateos, como uno que recuerdo ahora, y que así se declaró por la televisión, manifestó su asombro, en un reportaje de calamidades de un país africano, por lo que hacían los misioneros y misioneras y cómo morían allí después de 40 y 50 años de vivir olvidados, sin haber vuelto a la patria.

Tenemos que reconocer con tristeza y verdad, que hasta hace unos años, no todos los españoles iban por Cristo a la Iglesia; no recibían los sacramentos desde la fe, no se acercaban a Dios por ser Dios, sino por los beneficios que podían recibir de Él o de su Iglesia y de sus sacerdotes. Cosa que ahora no ocurre, porque el que no tiene fe, abiertamente lo dice y no va y nadie le dice nada ni se lo echa en cara, porque son muchos, son millones, no como antes, que iba todo el pueblo y se contaba con los dedos de la mano los que no iban.

En cuanto la Iglesia perdió este poder, miles de jóvenes y matrimonios se han ido a donde están las ganancias posibles. Y ésta es una de las razones principales por las que no vienen ya a nuestras iglesias ni llenan nuestros templos y las misas están más vacías y se han hecho ateos. Un Dios que no les hace más ricos, sanos, poderosos... no les sirve. Además, “yo hago lo que me apetece”, éste es su lema y su grito de libertad, mejor dicho, su grito de acción y vida en todo y sin Dios; decir o pronunciar Dios, es decir, mandamientos: el sexto, el noveno y el primero y todos los demás... es obedecer; solución: no creo, soy ateo y no tengo que obedecer ni dar cuentas a nadie. El ateísmo no es como el de nuestros tiempos jóvenes; discutíamos con los estudiantes con razones filosóficas y nosotros argüíamos con las “vías de Santo Tomás”. Ahora ni un sólo argumento filosófico o científico, ahora no se piensa ni estudia en los libros; ahora se «vive» sólo el tiempo presente y lo más cómoda y placenteramente posible: “yo hago lo que me apetece”: regla suprema de vida y de moral. Y Dios no me apetece porque entonces no puedo hacer lo que me apetece y en el horizonte veo sus mandamientos.

Y repito: si la Iglesia volviera a tener poder social, económico y hasta político como entonces, que nunca debió tenerlo ni dejarse seducir por ellos, como en otros tiempos los tuvieron hasta los Papas, en épocas determinadas de la Historia; repito, que, como ahora pudiéramos otra vez colocar y enchufar a la gente como antes ante los poderes económicos, sociales, y necesitasen de los informes de los sacerdotes para muchas profesiones y colocaciones y puestos de trabajo como en aquellos tiempos ¡cuántos informes me tocó hacer para enchufar a la gente! Repito e insisto en decir y afirmar que las Iglesias otra vez volverían a estar llenas. Haced la prueba mentalmente. Y fijaos en situaciones de iglesia parecidas a la nuestra de hace años, en países de América Latina, África, Oceanía... el mismo poder de los muljaindines musulmanes... es lo mismo de la Iglesia de siglos atrás, cuando tuvo estos poderes, y los Papas eran reyes.

Y esto mismo, pero de otra forma, es lo que en el fondo está presente en la vida y apostolado de algunos sacerdotes, que al no tener un amor, una experiencia personal de Cristo y de la eternidad que Cristo nos ganó, sentida y vivida y experimentada personalmente, viven mirando más lo humano que lo divino que nos trajo, más lo presente que la salvación eterna, por la cual se encarnó; se valora más lo humano que lo divino, lo puramente material que lo espiritual, porque esto es lo que más valora, aprecia y busca la gente. Y si el sacerdote no está apercibido y no vive lo trascendente, se queda sin el sentido de su sacerdocio, de los valores eternos, sin la exclusividad de cielo y del Dios que nos espera, como valor supremo de la vida y existencia humana. Y no sólo en los de abajo, sino quizás en escalas más altas al mero párroco. Sobre todo en teólogos de la liberación y de la modernidad de aquellos años. Mucho laicismo, trabajo del hombre para el hombre, porque eso es lo que la gente busca.

Por ejemplo, si las Cajas de Ahorro, muchas de ellas fundadas por Obispos o Instituciones religiosas de tiempos pasados, como obras sociales y caritativas, volvieran otra vez a estar bajo el mando de la Iglesia... ya veríamos tratar con más respeto a la Iglesia y tratar con más consideración a los sacerdotes y procurar su afecto para luego colocarse o colocar a sus hijos o nietos, para sacar préstamos...etc. como pasaba en aquellos tiempos que yo conocí y viví hasta los años 1980 más o menos en España

4.-  EL SACERDOTE SE HA QUEDADO SIN ROL  EN LA CULTURA DE LA “POSMODERNIDAD” Y DE LA “MUERTE DE DIOS”  

Y de esta pérdida del poder social de la Iglesia, por estos motivos de interés material, pasamos ahora a enumerar otros motivos de contenido intelectual. Con la “muerte de Dios” en el modernismo y postmodernismo, con su ateísmo materialista, ideológico y existencial, por el laicismo reinante que confunde laico con laicismo ateo, el sacerdote se ha quedado sin sitio, sin rol, sin trabajo ni oficio, sin papel.

Si Dios no existe, para qué sacerdotes que nos hablen en nombre de Él y nos impongan normas de comportamiento que nos impidan dar rienda suelta a nuestros sentidos y apetencias.

Por esta causa también, el prestigio y la autoridad de que gozaba el sacerdote, en el ámbito de la comunidad humana, ha desaparecido, porque ha desaparecido su función: la gente no necesita de Dios, ni de su gracia y menos de sus leyes y de su perdón, porque al no creer en Dios, no pecan, no tienen que dar cuenta a nadie; aunque a mí me gusta decirlo al revés: como quieren vivir a sus anchas, no quieren que haya mandamientos de Dios ni juicio ni infierno ni gloria, matan a Dios, afirmando que Dios no existe, tratando de justificarse y no tener que dar a nadie cuenta de su vida; Dios no existe, no existe juicio e infierno, y así podemos vivir tranquilos, no sé si también morir tranquilos, porque mi experiencia en algunos casos ha sido contraria.

No creyendo, me evito complicaciones y que me señalen con el dedo; así no hay que obedecer los mandatos de Dios, ni siquiera cumplir con lo que llamábamos ley natural; ahora cada uno hace lo que le apetece y la sociedad se lo autoriza, bajo el pretexto de libertad y políticamente “correcto”. Éste es el grito y la consigna de los jóvenes actuales, en general: “Yo hago lo que me apetece”. Y eso es libertad y autonomía y dominio de mi persona y mis territorios. Y si Dios se opone, no quiero Dios, ni Iglesia, ni curas.

En esta situación, el sacerdote no sabe qué ofrecerle, y corre el peligro de acomodarse a los valores intramundanos, renunciando a la esencia de su trabajo pastoral de eternidad, de vida más allá de esta vida, de trascendencia, de encuentro eterno con Dios, sustituyéndolo por trabajos culturales, sociales, caritativos... para ser así valorado por el pueblo.

Es el peligro de convertir la Iglesia en una ONG caritativa, social y humanitaria, para ser valorados por la gente, que, al no valorar la fe y tal vez no tener la verdadera, porque a nosotros nos da miedo predicarla y se hace uno antipático si predica el evangelio auténtico y exigente, a Cristo que me exige dejarlo todo por seguirlo, que termina en una cruz, por predicar lo que predicaba, ocurre que por todo esto, la gente no tiene o no vive la fe verdadera y el sacerdote tiene a veces la impresión de vivir en una sociedad o país extranjero, como si no estuviéramos ya realmente en un país creyente y cristiano.

Consecuentemente sufrimos la tentación de querer convertirlo todo en panes. Cristo lo dijo bien claro: “No he venido a hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Y ésta es la voluntad del que me ha enviado, que no pierda nada de lo que me dio, sino que lo resucite en el último día”. Si la Iglesia, si los curas no hablan más claro de un Dios personal y viviente, de la vida con Él que es eternidad y vida más allá de esta vida y cuyo camino es el cumplimiento de los mandamientos de Dios; si la Iglesia no dice abiertamente que es y para qué existe, para qué la instituyó Cristo, pregunto: ¿dónde queda el proyecto del Padre sobre el hombre? Ésta no es la Iglesia de Cristo.

El desarrollo de la técnica y del consumismo ha metido dentro de nosotros una forma de pensar y actuar que mira sólo al rendimiento, a la productividad, a la eficacia, especialmente eficacia gratificante para el individuo; no interesa nada lo que mi acción pueda ser en relación con la realización integral y completa del hombre, del sentido último de mi vida; además sólo me interesa el presente, lo otro, el final del hombre, de la existencia, es algo que no puedo saber y por eso no me interesa. El hombre moderno se encoge de hombros sobre el sentido de su vida: ¿de dónde vengo, a dónde voy, para qué existo? Ante cualquier planteamiento sobre el destino del mundo, sobre la relación con Dios, el hombre moderno no entiende, no responde, porque eso no tiene utilidad inmediata y práctica, pragmática.

Mientras tanto, la vida se va vaciando de su verdadero contenido interior, trascendente. El hombre moderno se queda sin metas ni referencias. Los valores humanos son sustituidos por los intereses superficiales de cada cual. A la información televisiva se le llama cultura. El cine es la biblioteca actual y salón de lectura permanente. En los medios te citan más las películas que los libros. La religión ha pasado de ser interior y determinante del hombre y su destino, a ser puro dato cultural. De hecho ni los mismos sacramentos como el bautismo, la confirmación o la Eucaristía se dan correctamente muchas veces como compromisos de vida presente y futura.

Los resultados son deplorables. El hombre moderno es cada vez más indiferente a lo verdaderamente importante de su vida, a lo trascendente. No le interesan los grandes temas de su existencia: ¿por qué existe, para qué existe, cual es el sentido último de su existencia? No tiene por tanto certezas firmes y convicciones profundas. Poco a poco se va convirtiendo en un ser trivial y ligero, cargado de tópicos televisivos, incapaz de pensar e interiorizar sobre sí mismo y su vida. Sólo le interesa lo presente; y de lo presente, sólo lo que agrada, lo que se puede ver y tocar, lo placentero, lo que le da placer al consumirlo, el consumismo, sacarle jugo a la vida. El joven moderno es el hombre del Mòvil y de los Tuwiter, Google, Guasad…etc.

Para eso ha quitado todas las prohibiciones y vallas; es bueno lo que le gusta, y malo lo que le disgusta. Eso es todo. Y no hay objetivos superiores, ni valores espirituales ni morales, ni personales ni familiares, ni célibes ni matrimoniales, miles de separaciones, primeras comuniones y últimas, poquísimas Confirmaciones. Y si al asumir ciertos cargos públicos se compromete con ellos, es pura palabrería, como vemos en la mayoría de los políticos del mundo, porque falta el convencimiento superior, la razón superior, el valor Dios, para cumplirlos. Porque si aún con el valor Dios cuesta a veces, qué será sin Él. Hoy, el valor supremo es pasarlo bien en la vida, sea como sea; y no hay mayor valor que éste ni nada ni nadie más importante. Y si para esto tengo que romper mi matrimonio y perder o hacer sufrir a mis hijos, no me importa, me voy con la que me place.

Esta situación de la sociedad es el motivo de que parte del clero se sienta tentado de abandonar su ministerio propiamente sacerdotal, los apostolados propiamente “religiosos”, su dimensión de relación con Dios y salvación trascendente, que nos relacionan y nos unen directamente con Dios y sustituirlos por actividades paralelas. O de hacer lo sagrado de la forma menos comprometida y más agradable a la feligresía: nada de predicar las partes exigentes del Evangelio, para que la gente entienda y lo pase bien en la Iglesia todo es un juego, como ahora se enseña a los niños en las escuelas con ordenadores y la tele, Guasad…etc, todo se aprende con juegos, nada de pensar y reflexionar, todo es imagen: celebraciones comunitarias de la penitencia, nada de privadas que son más antipáticas y me da reparos; misas donde se lean artículos de periódico en lugar de la Palabra de Dios, ofrendas y más ofrendas explicadas y simbolizadas y hechas de “mimos”, a los que se le da más importancia que a la consagración de la misa...

Lo que diga la Liturgia, la gloria y el honor de Dios no importa, se da por supuesto; lo importante es que la gente no se aburra y se lo pase bien. Así que se lo pasan bien pero no dan gloria a Dios ni se santifican y siempre están igual y peor, hasta que dejan todo.

Es lo mismo que pasa con los grupos apostólicos de jóvenes y adultos; empiezas a ser “comprensivo” con ellos, empiezas a rebajar las exigencias y termina desapareciendo el grupo, porque ha perdido la razón de estar reunidos en nombre de Cristo, ya que ha sido previamente abandonado por el grupo en sus exigencias personales y evangélicas; y como ya no estamos “reunidos dos o más en su nombre” se acabó el grupo cristiano, no nos queremos y nos aburrimos, porque fueron perdiendo las fuerzas para reunirse, amarse y perdonarse. Dejaron de estar “dos o más reunidos en mi nombre”.

Por eso, hoy, en las mismas actividades apostólicas con niños, jóvenes, Confirmación, matrimonios... muchas veces no se ora en sus reuniones ni se habla de Cristo, de castidad, de gracia, ni de conversión, ni de salvación o condenación, ni de Eucaristía; en Confirmación, según los catequistas, todo esto es muy elevado, o no engancha con la juventud; así que hay que hablar de relaciones chicos-chicas, marginación, la pobreza en el mundo, ecología; y Cristo no interesa. Sé de chicos que dijeron no creer en Cristo, la catequista en persona me lo dijo, y fueron confirmados.

Los retiros espirituales y acampadas de oración de antes se sustituyen por “camping” o campamentos ecológicos, de defensa de la naturaleza, campamentos naturales, nada de sobrenaturales o para lo sobrenatural, todo es defensa del medio ambiente, de los animales, de las plantas... convivencias puramente festivas de mimos y teatros, donde la Eucaristía diaria no aparece, la oración y el silencio es sustituido por otras actividades o representaciones, y así todo lo demás; y en definitiva todo esto, simplemente por la terrible dificultad que encuentra hoy en la sociedad la penetración del Evangelio y la vida de gracia y santificación, el cumplimiento de los mandamientos. Queremos un Cristianismo que se pueda “consumir”, consumista, que me agrade; nada de predicar lo que Cristo predicó: agrade o no agrade a la comodidad o el instinto.

Los valores esenciales de la religión cristiana han perdido su fuerza en razón del consumismo, naturalismo y materialismo reinantes, seguidos con fervor religioso por parte de una sociedad que va descristianizándose y ante los cuales, el sacerdote, que no tenga vivencia personal de Dios, de la gracia, de la Eucaristía, de Cristo, se encuentra solo y desamparado.

Hoy, el sacerdote se encuentra “insignificante”, porque no tiene el apoyo ni es valorado por esta misma sociedad, que antes creía y necesitaba de su ministerio tanto social como religioso; como consecuencia, esto hace que haya cogido desprevenido a muchos sacerdotes, que vivían de una fe heredada de sus padres y apoyada en sus gentes, pueblo, formadores; si de esta fe heredada, no llegaron a una personal y directa en Cristo, por medio de una vivencia “en Espíritu y Verdad” en el ejercicio de su oración personal y participación eucarística, porque se quedó en ritual, y no llegaron a la “verdad completa” de los Apóstoles en Pentecostés, y de tantos sacerdotes santos y santas actuales, canonizados o no, estos sacerdotes van a sufrir y lo van a pasar mal, si no vuelven a la oración personal como los Apóstoles.

Ellos se reunieron “con Maria, la madre de Jesús”, y su Hijo resucitado le envió el Espíritu Santo prometido; Cristo les había dicho: “Me voy y vuelvo a vosotros”, pero volvió hecho amor ardiente; volvió el mismo Cristo Resucitado pero hecho fuego de Espíritu Santo, que es su Espíritu de Amor ardiente y eterno al Padre y del Padre al Hijo; volvió hecho llama de amor viva y lo sintieron y lo vivieron y ya lo comprendieron todo y entendieron lo que Cristo les había predicado hasta entonces, pero cada uno lo entendía a su modo; ahora lo entendieron todos igual y al mismo Cristo, porque no fueron sus ojos o su inteligencia las que comprendieron o le vieron, sino su corazón, le conocieron por Amor de Espíritu Santo, y el amor conoce fundiéndose en una realidad en llamas con el objeto amado, como las madres a los hijos... y desaparecieron los miedos y las dudas para siempre, porque su fe y su amor no se apoyaba ni en los milagros ni en lo visto y oído, en lo que tenían dentro del alma por la vivencia y experiencia directa y personal de la persona amada. Ésta es la razón definitiva del amor célibe, del celibato. No compartir el corazón esponsal con nadie.

Sin ser conscientes, muchos cristianos y sacerdotes, para creer y vivir la fe y vida cristiana, para vivir el ministerio sacerdotal, nos apoyábamos antes más en el ambiente cristiano, en que todos creían, en que todos recibían los sacramentos y respetaban al cura y no había dudas ni problemas sobre la fe y el ministerio sacerdotal, nos apoyábamos más en esto que en la propia vivencia personal; no la necesitábamos, nos bastaba ver el fruto del apostolado, la fe de la gente.

Cuando esto desaparece, el que no tenga fe personalmente adquirida y vivencial de su ser sacerdotal en Cristo, al no haber pasado de una fe heredada o apoyada principalmente en estos motivos humanos o puramente teológicos, a una fe personal y experiencia de Dios, por las noches de fe, esperanza y amor sobrenaturales, con que Dios somete a los suyos para prepararlos para este encuentro, como podemos ver en la vida de todos los que han llegado a esta fe vivencial en Dios, resulta que el sacerdote moderno se encuentra sin apoyos externos y como los internos tampoco los tiene, se encuentra solo, desorientado, con dudas sobre su ser y existir sacerdotal, por carencia de vivencia personal de lo que predica y celebra, acentuado, como repito, por la falta también de respuesta y apoyo humano y moral de la gente que le escuchaba o valoraba en el ejercicio natural de su ministerio. Si todo el exterior falla, si los demás le ignoran, le “ningunean”, si él no tiene vivencia de fe personal y no tiene vida de oración verdadera, encuentra una dificultad muy grande para explicarse a sí mismo su sacerdocio, su existencia sacerdotal y su ministerio, y corre el peligro de sustituir el sacerdocio de Cristo, por otros sacerdocios, quizás más valorados por la gente no bien formadas cristianamente.

En relación con todo esto que estoy diciendo y unido a ello, nos encontramos además y particularmente con el mundo joven y su libertad sexual sin relación ninguna a norma o moral cristiana. Y con estos jóvenes tenemos que trabajar, y a estos confirmamos y estos jóvenes se casan en la iglesia, aunque dudo que sea por la Iglesia, en Cristo . Sobre este ambiente no cristiano, que hoy nos invade a todos, especialmente a la juventud, he leído:

“Hay que añadir que esta exuberancia de vida instintiva —el triunfo del “pathos” sobre el “logos”— lleva también consigo el gusto por la sensación. En la medida en que disminuye la capacidad de pensar, aumenta la necesidad de verlo todo y de tocarlo todo y de probarlo todo. Los modernos medios de expresión audiovisual están incapacitando a las nuevas generaciones para tener ideas abstractas y, en consecuencia, para pensar”.

“El gusto por la sensación que caracteriza a la juventud de hoy, prisionera por otra parte de una sociedad que saca partido excitando la instintividad del hombre, significa un debilitamiento de las defensas naturales del hombre”.

“Los jóvenes de nuestro tiempo son especialmente débiles en materia de castidad. El hecho de que las nuevas generaciones vivan la sexualidad como algo “in-significante” o como pura “diversión” tiene secuelas muy serias. Lo estamos viendo todos los días”.

“A la extrema libertad de movimientos de que goza, por la dejación de los padres, la gente joven, se añade el hecho de que vive sumergida en un mundo que en que el erotismo, a través de los modernos medios de difusión, es un instrumento económicamente rentable”.

“Y otro detalle que hay que tener muy presente a la hora de calibrar las consecuencias de esta explotación de los sentidos: se está diluyendo el concepto de obligación moral. Al  principio general de que tengo que hacer algo por obligación, me guste o no me guste, las nuevas generaciones responden: lo hago si me apetece y no lo hago si no me apetece. Así de claro. La obligación moral brilla por su ausencia. En definitiva, “anomía” a “troche y moche”1.

5.- MÁS RETOS DEL SACERDOTE EN EL MUNDO ACTUAL

Estos son otros retos importantes que se le presentan al sacerdote en el mundo actual.

 

5. 1º.-  LOS TIEMPOS ACTUALES EXIGEN AL SACERDOTE UNA FE MUY VIVA Y PERSONAL.

Hoy no basta ni sirve una fe puramente heredada o un  amor ordinario a Cristo; hoy, la fe y el amor tienen que ser trabajados en oración y conversión permanente.Todos percibimos, aunque sea de manera muy genérica, que algo está cambiando profundamente en la conciencia religiosa de nuestra sociedad; en el mundo cristiano español hay separaciones, divorcios, abortos, eutanasia, uniones homosexuales, violencia del género, que es un eufemismo de los políticos actuales para no llamar a las cosas por su nombre, como es el matar un esposo a su esposa o viceversa, y más grave, matar a la esposa y madre con los hijos, y cosa inaudita, matar la esposa y madre a sus hijos juntamente con su esposo...

Cuando una persona mata a su propio hijo en su vientre o fuera, no esperemos que ame luego a su padre, al vecino o a quien sea: se ha odiado a sí misma, ha matado el fruto de su vientre, el fruto de su amor, ha matado el amor, su corazón, su hijo. Por esta razón, hay que cambiar ya muchas frases que antes eran proverbiales y aceptadas por todos: “No hay nada comparado con el amor de una madre”.

Ahora las madres, algunas, matan a sus hijos, cosa que no hacen ni los mismos animales; luego empezamos a estar por debajo de los animales y del instinto natural en muchas cosas, ¿y dónde ponemos ya el límite?; pero es que, aunque yo no aborte, es posible que muchos que se llaman cristianos, pero que no lo son, porque no obedecen a Dios que manda no matar, sino que obedecen a los hombres y a la política antes que a Dios, con su voto, con su no rechazar totalmente la mentalidad abortista y sus leyes reinantes, con su voto favorable o su cooperación médica o social de todo tipo, han dicho sí al aborto, y de esta forma no piensan como Dios, ni como Cristo, ni como la Iglesia y no pueden ser cristianos, si permanecen en su pecado, aunque sigan bautizando a sus hijos y pidiendo primeras comuniones..., etc.

Si ven bien y aprueban con su voto y cooperan a que una madre mate a su hijo, de cualquier modo que sea, ya me dirás luego qué no verá bien esta gente, qué límites tendrá su moral. Porque a mí que no me vengan con cuentos; si ven bien el aborto, luego defenderán la eutanasia, manipulación de embriones, las uniones homosexuales y cosas del género... ¿Dónde está el límite? ¿Dónde está la Ley suprema? En ningún sitio, porque en esos niveles de comportamientos Dios no existe.

La vida ya nos es sagrada desde que aparece en la fecundación hasta que muere; y si no hay límite para quitar la vida en el aborto o para ayudar a otros a matarse en la eutanasia, tampoco tiene mucha importancia matar por otros motivos, aunque sea por odio, por dinero, ofensa, porque la vida ha dejado de ser ya sagrada, intocable; ¿qué nos queda? ¿Nos vamos a preocupar de los demás, de la religión, de Dios...? ¿Para qué sirve eso? Si defienden el aborto y la eutanasia, no esperemos que se preocupen mucho por la vida de los demás, ni humana ni religiosa. Ellos se han hecho dios y dicen lo que esta bien y mal. Es que el hombre es así; en el hombre la carne vence al espíritu, como nos dice tantas veces San Pablo. Esta es la pobre naturaleza humana sin la ayuda de la gracia, que se atreve a utilizar la inteligencia egoísta matando el mismo instinto natural e innato de defender siempre la vida. Hay que matar muchas cosas antes, hay que matar mucho de mí mismo para matar con el aborto

Lógicamente si tenemos que cambiar en esto que está en lo más profundo del hombre, también se tambalean otras convicciones de ese mismo hombre, que antes decíamos que era “naturaliter christianus”, cristiano por naturaleza; pero como ahora no se respeta ni la ley natural, ni los lazos y vínculos y compromisos naturales, ni el amor natural, ni la verdad natural, tampoco se respeta lo más natural que existe, que es Dios, Dios creador del mundo, de los astros, de la vida y de la razón y el sentido del hombre sobre la tierra.

Dios no existe, ha dejado de existir “naturalmente” en el corazón del hombre, en la familia, en la educación de los padres, en la Escuela, en la Universidad; ahora sólo puede existir “sobrenaturalmente”, “milagrosamente”, es decir, al margen de lo natural, sin el apoyo de la educación, de la escuela, de la formación humana, incluso de la familia, la cosa más natural, donde ya no se habla de Cristo ni de religión.

Si la escuela no da religión, si la familia no educa en la fe y la educación humana en la escuela es deficiente, la Iglesia debe suplirlas, debe cambiar sus catequesis, sus exigencias, su preparación para los sacramentos, porque de esta forma no son recibidos con las condiciones que Cristo quiso al instituirlos y la Iglesia debe exigirlas para administrar los sacramentos de bautizos, primera comunión, bodas... ¿Qué pasa entonces? Pues lo que pasa, muchos disgustos pastorales, porque vemos que estos sacramentos de Cristo se dan muchas veces sin la fe debida a Cristo y necesaria para su eficacia. Así que muchas veces la parroquia es un supermercado más de la ciudad, pero de artículos religiosos.

5º. 2º.-LA PARROQUIA DEBE CAMBIAR SUS FORMAS ACTUALES DE INICIAR Y FORMAR EN LA FE Y VIDA CRISTIANA.

Repito, si la escuela no enseña religión y la familia no reza ni educa en la fe, la parroquia debe suplirlas y cambiar sus

formas actuales de iniciar y formar en la fe y la vida cristiana.

Y lamento tener que empezar diciendo que seguimos celebrando Sínodos y reuniones pastorales y arciprestales con un concepto rancio y anticuado de apostolado, sin dar primacía a la gracia, al “sin mí no podéis hacer nada”, suponiendo en los bautizados la fe cristiana que precisamente hay que transmitir. Páginas y más páginas, libros enteros, conferenciantes teólogos que hablan como si todo dependiera de nosotros, de nuestras actividades y organigramas y poco o nada de la espiritualidad del apostolado.

Dice Juan Pablo II en la Novo millennio ineunte, al tratar de decirnos cómo debemos trabajar y orientar la renovación pastoral en el tercer milenio, para que no se ponga en puras programaciones de actividades pastorales, como seguimos haciendo, sino en la primacía de nuestra unión con Cristo, en la primacía de la espiritualidad de nuestras acciones, el buscar directamente a Cristo, la fe, la vida de amor a Dios en nuestras actividades, pero no de una forma “transversal”, sino directa y fundamentalmente, como inicio, camino y final de todo apostolado. Cito a la NMI:

“Primacía de la gracia”

38. En la programación que nos espera, trabajar con mayor confianza en una pastoral que dé prioridad a la oración, personal y comunitaria, significa respetar un principio esencial de la visión cristiana de la vida: la primacía de la gracia. Hay una tentación que insidia siempre todo camino espiritual y la acción pastoral misma: pensar que los resultados dependen de nuestra capacidad de hacer y programar. Ciertamente, Dios nos pide una colaboración real a su gracia y, por tanto, nos invita a utilizar todos los recursos de nuestra inteligencia y capacidad operativa en nuestro servicio a la causa del Reino. Pero no se ha de olvidar que, sin Cristo, «no podemos hacer nada» (cf Jn 15,5).

La oración nos hace vivir precisamente en esta verdad. Nos recuerda constantemente la primacía de Cristo y, en relación con él, la primacía de la vida interior y de la santidad. Cuando no se respeta este principio, ¿ha de sorprender que los proyectos pastorales lleven al fracaso y dejen en el alma un humillante sentimiento de frustración? Hagamos, pues, la experiencia de los discípulos en el episodio evangélico de la pesca milagrosa: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada» (Lc 5,5). Este es el momento de la fe, de la oración, del diálogo con Dios, para abrir el corazón a la acción de la gracia y permitir a la palabra de Cristo que pase por nosotros con toda su fuerza: Duc in altum! En aquella ocasión, fue Pedro quien habló con fe: «en tu palabra, echaré las redes» (ib). Permitidme al Sucesor de Pedro que, en el comienzo de este milenio, invite a toda la Iglesia a este acto de fe, que se expresa en un renovado compromiso de oración”.

Tenemos que orar y estar más unidos a Cristo, a no ser que queramos seguir bautizando, confirmando, casando... sin necesidad de la fe en Cristo a quien no conocen ni siguen nuestros “sacramentandos”; sin catequesis para sembrar o potenciar o convertirlos a la fe en Cristo; sin confirmar a nuestra juventud en la fe, casando en la iglesia, pero no por la Iglesia o en Cristo, como muchos novios que ni creen ni lo tienen presente a la hora de unirse en matrimonio, que no es sacramento además, porque no es amor exclusivo y para toda la vida, sino hasta que dure, y a veces no dura ni el viaje de novios. Conozco casos. Los canonistas te dicen que esos matrimonios son nulos. No es honrado ser testigos de ese sacramento en esas condiciones.

¿Cuántos sacerdotes piensan que dar el bautismo a niños en la fe de sus padres, que positivamente dicen y manifiestan no creer ni rezar, les ayudará luego a rezar y recibir una educación cristiana a estos niños bautizados en estas condiciones? Cuando te encuentras con casos parecidos, ¿cuántas veces tienes que cambiar la liturgia del bautismo sobre la marcha, porque sientes vergüenza para decir que los padres son testigos de la fe, se comprometen a educar en la fe cristiana a sus hijos y ellos son pareja de hecho, no están casados, están “arrejuntaos” que decíamos antes o han dicho no a Dios casándose en el Ayuntamiento y ahora dicen sí a Dios pidiendo el bautismo que damos a los hijos pero apoyándonos en la fe de los padres? ¿Y cómo van a creerse los niños de Primera Comunión que Jesucristo es Hijo de Dios y Señor y está en el pan consagrado, cuando sus padres no comulgan nunca ni les han visto de rodillas nunca en la iglesia, ni van a misa los domingos, ni han rezado con ellos en casa y sólo aparecen por la iglesia el día de su Primera Comunión? ¿Para qué sirven los cursillos prematrimoniales para chicos que confiesan no creer en Cristo, viven al margen de la Iglesia, incluso votan contra ella y la critican continuamente y que lógicamente se casarán “en la”, pero no “por la Iglesia” porque es un marco muy bonito para la ceremonia y las fotos del recuerdo? ¿Cuántos enfermos rechazan la Comunión, al sacerdote y la Unción y luego algunos sacerdotes, por sistema, para quedar bien con la familia y demás, les meten en el cielo en la homilía, sin contar con Dios, el único que salva o condena?

Si sigue, como actualmente, sin el apoyo natural de los padres, la Iglesia lo tiene muy difícil para educar en la fe a estos niños, para los cuales sus padres son como dios, son los que más los quieren y aman y se fían de ellos, como si fueran el Dios verdadero. Muchos padres modernos ni creen, ni rezan ni van a misa ni les hablan de Dios a sus hijos ni sus hijos les ven de rodillas nunca ante Dios, aunque pidan bautismos, comuniones y demás para sus hijos; uds. me dirán...

Todo esto que he dicho ahora, no lo he dicho porque quiera analizar la pastoral de los sacramentos y sus dificultades; no, no es lo que pretendo ni lo que me interesa ahora. Lo que me interesa ahora es decir que todo esto puede influir muy negativamente en la fe y en la vida espiritual no sólo de los que reciben así los sacramentos, sino de los mismos sacerdotes que puedan administrarlos de esta forma. Y lo que decía el Vaticano II, de que la vida litúrgica tenía que ser fuente y cima de toda la vida cristiana, se convierte en un cáncer de la vida espiritual de los sacerdotes, si no se atreven a administrarlos como Dios quiere y la Liturgia y la Teología y la Moral mandan. Y puede matar su sacerdocio, no digamos su alegría y gozo sacerdotal.

¡Cuánta mentira! ¡Qué paradoja, que todos nos estamos tragando sin meter mano en el problema y estamos bautizando y dando comuniones y confirmando sin hacer más cristianos, más jóvenes confirmados en una fe que algunos públicamente dicen no tener y le confirmamos en el Espíritu Santo, a quien no conocen ni han oído hablar de Él, porque en muchas catequesis de Confirmación ni se habla de Él, porque sería un tema muy elevado para los chicos y se aburren! Confirmarse en una fe que no estamos convencidos de que la tengan, bautizar en la fe de unos padres que no la tienen, casarse en Cristo en quien no creen ni quieren comprometerse en un amor exclusivo y para siempre como el de Cristo.

¿Dónde está la exigencia absolutamente necesaria de la fe en Cristo para poder recibir los sacramentos? ¿Por qué no tenemos en cuenta lo que exige la teología y la moral católica y está definido dogmáticamente para recibir los sacramentos? Si yo no lo hago así, por no tener disgustos y problemas, estoy negando a Jesucristo, no creo que Dios sea lo primero y absoluto, que exija ser adorado y que yo me ponga de rodillas ante su Persona y mandatos, no valoro la fe y la gracia del Señor, estoy demostrándome que mi fe no es sincera, porque no estoy dispuesto a defenderla contra indiferentes, ignorantes conscientes o enemigos de la misma.

Felicito a la Iglesia Española y me alegro y me felicito porque ahora hay Obispos que hablan claro de la fe y de todo lo relacionado con el evangelio. No puedo olvidar el discurso de D. Fernando Sebastián en el último Congreso de Apostolado de Madrid. Lo pondría entero aquí y me gustaría que estuviera presente en todas las programaciones pastorales de España. Hay muchos obispos que están hablando claro ahora, pero eché de menos esto en los comienzos de la democracia en España, cuando era tan necesario, porque estábamos empezando y ya se podían percibir las consecuencias que tendrían ciertas leyes y determinaciones, especialmente sobre la educación.

En la transición faltaron puntos de referencia claros y suficientes, o quizás hablaban tan bajo que no se les oía, porque ni entonces ni ahora ni nunca será fácil ser profeta verdadero del Señor. A mí no me coge de sorpresa la situación actual de la sociedad española, especialmente de la juventud española en relación con la fe y con los valores humanos y cristianos. Muchas de las cosas que pongo ahora por escrito están escritas hace más de veinte años.

Yo pienso que la Iglesia Jerárquica tuvo que hablar más claro y no dejar que los lobos devorasen a la grey con el silencio de sus pastores. Entonces se notaban menos las consecuencias, porque el ambiente era cristiano. Todavía permanecían las verdades y las formas cristianas, sobre todo, en los pueblos y ciudades. Pero nos descuidamos en cosas tan importantes como la defensa de los valores morales y cristianos, le ley de la Educación. Tú dame a mí el establecer la ley de Educación de una nación, y te cambio la nación entera en veinte años.

5. 3º.- UN EJEMPLO, y prescindo totalmente de sus connotaciones políticas, que no me interesan absolutamente para nada en este momento, donde sólo quiero resaltar la importancia de la Escuela y de la educación primera. Yo sólo quiero demostrarte que algunos problemas no se solucionan ya con correcciones disciplinares, con protección de menores, ni con castigos y cárceles, porque todos pensamos según nos han educado y en la educación actual falta Dios, valores naturales, humanos, sacrificio, fidelidad; ahora todo son derechos.

Por eso la importancia de la formación santa e integral en los seminarios. El problema, por ejemplo, que hay en España, con algunas llamadas nacionalidades, perdurará siempre e ira a peor, si no cambian antes otras cosas. Si a nacionalidad o regiones, si a mi Extremadura, le dan la posibilidad de hacer su propia ley de Educación de sus niños y jóvenes, todos cambiaremos a nuestras gentes, porque lo que recibimos desde la niñez y la juventud, es de lo que vamos a vivir y pensar toda la vida; por eso, estas nacionalidades tendrán las mismas horas y métodos que el resto de España, pero si los contenidos de su formación, la geografía, la historia... que ellos estudian desde las ikastolas, -e insisto que prescindo del aspecto político, sólo me interesa resaltar la importancia de la escuela y de la educación-, es distinta de la del resto de España (y ya me encargaré yo de interpretar la historia y la geografía de mi región de forma que esa historia y geografía, por ejemplo, no tienda a la unidad sino insistiendo en los orígenes, en que fueron reinos distintos, gentes y razas distintas... etc. y así pensarán estos niños y jóvenes cuando sean mayores), lógicamente esos niños y jóvenes, luego adultos, tendrán una visión de la historia distinta a la mía, y pensarán de forma distinta a la mía y, cuando tengan que decidir con su voto, lo harán de una forma distinta a la mía; y yo lo veo la cosa más natural del mundo. Somos según nos educan.

 Lo he dicho y predicado muchas veces: la gente de ahora es buena; vienen los novios al cursillo prematrimonial, son buena gente, pero no tienen ni idea del evangelio, de las parábolas, de Cristo ni de su doctrina ni de sus enseñanzas, ni saben ni rezar, te preguntan qué es eso de la Inmaculada, sencillamente porque ya no se lo enseñan de niños ni en casa, ni en la escuela y a veces... con ciertos modos de preparar a los sacramentos, ni en las catequesis.

Antes veíamos claro que el hombre era “naturalmente cristiano”, porque, aunque no fuera a misa, el ambiente lo protegía, las costumbres eran cristianas, el ambiente era cristiano y la familia era cristiana. Ahora, el niño y el joven y el adulto no tienen apoyos, y esto es lo que quiero decir también en relación con el sacerdote, ha perdido el apoyo de los padres que piden sacramentos; ha perdido el apoyo del ambiente cristiano, de las costumbres cristianas... por tanto, tiene un reto: tiene que pasar de una fe heredada o social o popular o comunitaria a una fe personal, vivida y elaborada desde sólo Dios, sin apoyos de personas, individuos y teología y moral, que ya no se viven.

Todo este reto se convierte automáticamente en una tentación, que le llevaría a secularizar los sacramentos y luego su espiritualidad personal y luego su mismo ser y actuar sacerdotal, al dar los sacramentos sin las disposiciones exigidas por Cristo, para no sufrir y complicar su existencia y su relación con los padres o jóvenes “ateos”, en la petición o recepción de los sacramentos.

Por otra parte, ahora también, el fenómeno de la increencia, en sus diversas manifestaciones de ateísmo intelectual o práctico, agnosticismo, laicismo, materialismo, erotismo, falta de sentido y vacío existencial: a dónde voy, para que vivo, por qué vivo... ha llenado nuestras aulas, calles, ciudades y ha dado origen a una nueva cultura atea, sin Dios, que tiene como denominador común que Dios no me tiene que decir lo que está bien o mal moralmente sino que son los votos, con lo que decidimos lo bueno y lo malo, mejor dicho, “lo correcto” en las circunstancias actuales: de ahí, el aborto, la eutanasia, las uniones homosexuales, son buenas porque lo dice el hombre; lo que haya dicho Dios no cuenta, no existe para nosotros. Ha bastado que un partido tenga un puñado de votos más para que esto sea la verdad y aquello, falso. No se busca el bien o la perfección de la persona, sin imponer mis intereses, imponiendo mi opinión y mis apetencias instintivas.

Como consecuencia de esta cultura de la increencia, cada uno decide lo que está bien y lo que está mal y que ordinariamente es lo que le apetece: “yo hago lo que me apetece”, es la frase que más se repite en la calle y en la televisión; esto ha dado origen a unos comportamientos colectivos que tienen como denominador común, la no necesidad de Dios, acostumbrándonos a vivir en la caducidad del tiempo y de las cosas, sin trascendencia y eternidad, sin otra mirada superior de criterios y de vida, que es la del Dios infinito, que nos creó por amor y nos ha llamado a compartir su misma felicidad para la que fuimos creados, empeñándose el hombre por acomodarse a esta finitud, que nos llena de las migajas de las cosas finitas, -consumismo-, y nos priva de la hartura y de la plenitud de Dios, lo cual, por otra parte, está produciendo más vacíos, depresiones, suicidios, crímenes... que nunca, porque queremos suplir nuestros deseos de lo infinito, con cosas y más cosas, y llenamos nuestras casas de todo, y a nuestros hijos les damos y les llenamos de todo, y ahora resulta que les falta todo, porque les falta todo, que es Dios. Dios no cuenta para nada a la hora de orientar o motivar la vida humana y diaria. Esta es una herencia más del marxismo, del paraíso en la tierra, para lo cual ha evolucionado de una filosofía atea, no hay más cielo que lo presente, a un pragmatismo real utilitarista y consumista, y ha pasado de la ideología, que no arrastraba, a la estrategia utilitarista y consumista atea, sin Dios, para mantenerse en el poder.

Y como esto da votos, le han imitado hasta los partidos de raíces cristianas. Por eso, ahora, todos los partidos políticos, unos más que otros, van buscando los votos de la mayoría, y como la mayoría nunca será exigente, no establecen leyes que exijan para conseguir esos valores humanos que no se pueden conseguir de otra forma, ni eduquen hacia lo superior, hacia la cumbre de lo perfecto humanamente que siempre será con esfuerzo y abnegación; no, ahora todo debe ser fácil, dulce, placentero, sencillo; la vida, la enseñanza, un juego. Lo exigente se llama no práctico. Citaré una vez más a José M. Lahidalga:

“La gente joven acusa una cierta “flojera” personal: la abnegación a la baja. Vamos a terminar nuestro boceto. Y no queremos hacerlo sin ofrecer a nuestros lectores un pequeño comentario sobre una actitud personal que observamos en nuestros jóvenes y que nos llama poderosamente la atención. Nos referimos a esa especial “flojera” que acusa, en general, la gente joven cuando tiene que habérsela con las dificultades de la vida. Quizá una consecuencia del hedonismo que les rodea en las sociedades opulentas. Lo tienen todo y les cuesta privarse de algo que les apetece. Lo quieren tener, y ya.Al instante. No saben esperar y dar tiempo al tiempo.

Los que somos mayores, muy mayores, y hemos pasado por situaciones de pobreza y escasez, me estoy refiriendo a los años de la guerra civil del 36 y posteriores hasta 1960, tendemos a calificar de “blandos” a estos jóvenes de ahora. Pensamos: no tienen el “espíritu de sacrificio” que se nos inculcó a nosotros. No aguantan nada. Se derrumban enseguida. Tiran la toalla.

Los creyentes, fieles al Evangelio, hemos hecho nuestra, por lo menos en teoría, una actitud fundamental, que es algo más que una actitud religiosa. Pensamos que vale también en el mundo secularizado en que vivimos. La convivencia, por ejemplo, en pareja o en familia, no es posible sin una buena dosis de abnegación o negación de sí mismo. Pensar en los otros y querer ayudarles, si no hay esa actitud humana, que no tiene por qué tener una motivación religiosa, es un deseo vano.

Esta palabra —abnegación— tiene hoy mala prensa. Sobre todo en las nuevas generaciones. Se piensa que es lo contrario a la autoestima o al amor a sí mismo o a la realización personal a tope. Se piensa que es como tener que renunciar a algo que nos gusta. Una especie de amputación de la persona. El Diccionario de la Lengua nos da una pista nada despreciable para no sacar las cosas de quicio. “Abnegación: sentimiento altruista que mueve al sacrificio de los propios afectos o intereses en servicio de Dios o para el bien del prójimo”.

Lo que sí podemos afirmar es que el mundo, nuestro mundo, está en crisis. Y en este mundo en crisis la juventud, nuestra juventud, está ejerciendo un papel importante. No vamos a decir, una vez más, que el sintagma “crisis” es una polisemia. Ya lo hemos glosado muchas veces, y aquí mismo. Comporta un doble significado. Hay una crisis-peligro (cambio a peor) y una crisis-oportunidad (cambio a mejor). Y la gente joven está participando, y, activamente, en la doble vertiente del cambio. Lo hemos podido comprobar respecto de la realidad humana del matrimonio. Ya están sugeridos los cambios. Conocemos los dos aspectos de la crisis. Los lectores ya están al tanto de “lo que va de ayer a hoy”. Nuestros jóvenes están poniendo en peligro algunos valores sustanciales en la visión humana y cristiana de la vida. Lo dicho en nuestra colaboración anterior. Y esto hay que denunciarlo sin complejos”2.

El concepto sobre el hombre, la vida, el matrimonio, la sociedad es ateo, sin Dios, sin religión, sin racionalidad completa, y, desde luego, sin trascendencia. Por eso se lo ponen muy difícil al evangelio, porque tenemos que luchar contra unas actitudes y comportamientos pragmáticos más que contra un pensamiento filosófico o racional sobre el hombre y la sociedad, caracterizado por un estilo de vida consumista superficial, de disfrute inmediato, de sólo lo presente, el futuro no importa, de trivialidad no comprometida en nada y menos religioso, de alergia al estudio, a la reflexión, a la filosofía de las cosas y, lógicamente, a la mirada trascendente de la vida, a las preguntas últimas que nos trae el evangelio de Cristo.

Este es el ambiente que se respira en estos tiempos de modernidad o postmodernidad o como quieras llamarlo, y esto es lo que fabrican nuestras televisiones, revistas, Internet, películas y muchos libros y novelas... laboratorios de la cultura emergente y que encuentra cauce en los mass media, en los cenáculos académicos, en las reuniones de pseudofilósofos. en las tertulias de la tarde en las teles, verdadera droga para muchas mujeres y jubilados que permanecen en casa.

Y este aire y ambiente es lo que respiran a bocanadas llenas nuestros feligreses, contra el cual los párrocos, los catequistas, los padres de familia se las ven y se las desean para educar en la verdad, en la constancia, en la renuncia, en el amor, en la verdad del hombre y del matrimonio a sus hijos, y no digamos en la fe, desprestigiada públicamente y desaparecida de la educación. ¿Cómo educar en la fe cristiana a estos jóvenes del botellón, de las relaciones prematrimoniales, de la píldora abortiva, del aborto a los dieciocho años, del alcohol y la droga, del “yo hago lo que me apetece”?

Así es cómo la increencia, desde la vida y desde la práctica, ha llegado hasta nuestros templos y acciones sagradas, que corren el peligro de no ser acciones de Cristo, de no ser sacramentales y santificadoras, porque ni dan gloria a Dios ni santifican a los que las celebran, porque a veces se realizan en la increencia, sin fe en el mismo Cristo y en los misterios que celebramos, consagrando más bien esa increencia en muchos bautizos, primeras comuniones, confirmaciones y bodas que no deben hacerse, si tenemos presente a Cristo y su evangelio: “Tú crees en mí”; “Si alguno quiere ser discípulo mío, —yo no obligo, yo no te fuerzo a ser de los míos, pero si tú lo quieres ser—niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga”.

Conocer a Cristo, seguir y cumplir sus mandamientos, celebrar su Eucaristía, es imprescindible, a no ser que nos acostumbremos a dar sacramentos sin Cristo, a confirmar en la fe sin fe en Cristo... Y como “Jesús es el mismo ayer, y hoy y siempre”, nos dice la Carta a los Hebreos, pues muchos comen pero no comulgan con el Señor; muchos son bautizados pero no son convertidos, porque no tienen ni viven en condiciones para desarrollar esa fe, amor y esperanza, virtudes sobrenaturales que nos unen a Cristo y muchos se casan en la Iglesia, porque es muy bonito el marco para las fotos y demás, pero no se casan en el Señor, unidos para siempre, sin divorcio o separación posible.

Es el consumismo que ha llegado a la Iglesia, a las parroquias, a los mismos sacramentos. El consumismo religioso, el “tomar y llevar” de las tiendas; la parroquia es una tienda más, que me vende y barato, un producto que ya no me exige fe, ni práctica religiosa ni vida cristiana ni conversión ni me cuesta ningún cambio en mi vida, ni me exige creer y practicar el evangelio. Eso, la exigencia, está bien para llenar el tiempo de algunas homilías pero nada más. Porque luego no se exige nada de eso en la vida del cristiano ni en la administración de los sacramentos.

6.– EL SACERDOTE NECESITA UNA FE MUY VIVA Y CULTIVADA EN ESTE MUNDO SIN FE

Esta increencia, que se ha hecho ambiente y atmósfera que respiramos, obliga a cultivar una fe personal que ya no viene o se tiene heredada como antes, y obliga a los mismos pastores a vivir una fe viva y experimentada, para no caer en una pobreza pastoral, que nos impida acercar al Cristo verdadero a este hombre moderno.

La tentación descrita anteriormente no puede rebajar nuestra acción pastoral al nivel de lo que le gusta al hombre actual, rebajando igualmente la moral, la teología y la liturgia, reduciéndolas a meros conceptos, necesarios para aprobar en el Seminario, predicar luego, pero no para exigirlo en la práctica, porque nadie nos lleva el control de esto. Cristo sí lo lleva, porque “Él es el camino, la verdad y la vida” y no quiere esta pastoral o liturgia donde Él no es camino de la Verdad y por tanto no puede ser vida para los que reciben así los sacramentos, que de esa forma no santifican ni llevan al encuentro personal y salvador con Él.

En los tiempos actuales ateos y rebajados moralmente, para no caer en una pastoral mediocre, es necesaria la fe y la experiencia de Dios en los sacerdotes; este es su reto, y que a veces no se entiende, porque quizás antes no era imprescindible pastoralmente, y también porque ahora, no tiene, como antes, apoyaturas en la escuela, familia y sociedad.

El ambiente de la sociedad actual nos obliga a ser creyentes cabales y enteros, apoyados solamente en Cristo, con padres verdaderamente creyentes y religiosos, imprescindibles en todas las épocas de la iglesia y la ayuda  de catequistas convencidos, tan necesarios siempre. Hoy muchos padres no son creyentes y algunos catequistas pueden contradecir con su comportamiento, faltos de fe verdadera y práctica religiosa cristiana, lo que enseñamos y debemos exigir en nombre de la verdad de la fe y celebramos en la misma liturgia de los sacramentos, que tenemos que cambiar sobre la marcha, sobre todo del bautismo, porque cinco veces le dice la Iglesia que deben responsabilizarse y dar testimonio de la fe cristiana y los padres o no están casados o lo están por lo civil o nunca les hemos visto celebrar el domingo con la comunidad.

Esta situación nos reta a todos, pero especialmente a los sacerdotes, a tener una fe personal sin apoyaturas humanas, fe directamente apoyada en Dios por una relación personal y oración viva, a ser creyentes de cuerpo entero, que convencidos por experiencia personal de lo que predicamos o celebramos, calados por la oración y el trato personal con Cristo de esas verdades que queremos hacer creíbles a los demás. Y como esto cuesta, se predica poco en retiros y charlas sacerdotales, porque es antipático y la gente no va, a los sacerdotes no nos gusta que nos exijan; así que no esperes mucha ayuda de hermanos sacerdotes para esta pastoral.

La acción pastoral actual, la Liturgia, las catequesis, actualmente, muchas veces, no nos llevan a un encuentro con las personas divinas, sólo a conocimientos y verdades. Mucha teología y poco encuentro personal. Se predica una doctrina sobre Cristo, pero no se despierta la experiencia del encuentro vivo con él. La presencia y la acción del Resucitado en el corazón de cada creyente y en el seno de la comunidad cristiana son más sistemáticamente pensadas, que realmente vividas. Falta en no pocos cristianos, incluso practicantes piadosos, ese vínculo de amor con Cristo como alguien a quien se busca conocer con más hondura, al que no se cansa uno de descubrir, del que se recibe continuamente miradas y toques de amor, alguien que está en el centro del propio vivir y sin el que uno se derrumbaría y caería en el sinsentido de una vida absurda.

Para que nuestro trabajo pastoral pueda ser comunicación viva de la salvación de Dios, sería necesario, a mi juicio, un cambio de rumbo fundamental, para lo cual se requiere que, en el origen de nuestra acción evangelizadora, ha de estar Cristo, pero no simplemente como fundador o legislador, sino vivo y resucitado, como está en la Eucaristía, en la Palabra, en la Asamblea, como Espíritu que da vida, como sembrador de lo Absoluto, como camino actual, que lleva al Padre.

Antes, un cristiano, aunque no tuviera una fe personal viva, la fe social le mantenía. Hoy, como esa fe ha desaparecido, nos obliga a pasar de una fe heredada a una fe experimentada personalmente en Cristo. Si no es así, no tendremos convencimiento, ni fuerzas, ni deseos, ni constancia para comunicarla a los demás.

Necesitamos una pastoral con interioridad, hecha en Espíritu Santo. Y para eso, nuestra vinculación mística con Cristo. Necesitamos fe personal apoyada directamente en Dios, que se haga viva caridad apostólica, operante por el Espíritu Santo; una fe, que haya hecho la experiencia de ese camino, desde fe heredada hasta fe personal y experimentada por la Oración y Eucaristía; que haya recorrido, en general, desde oración discursiva, pasando por la afectiva, hasta oración de unión con Dios contemplativa, como explico en otra parte de mi libro; una fe, que, en los sacramentos y en la Eucaristía, haya pasado de hacer los ritos, a celebrar con Cristo y comulgar con Cristo “en Espíritu y Verdad”.

Se acabaron las formas y las apariencias externas, los moldes, que antes bastaban. Hoy estos no son suficientes para ser predicadores o catequistas de la fe; hoy hay que ser testigos de la fe; hoy no se puede hablar de oración, de vida espiritual sin ser un montañero experimentado de la oración y de la experiencia de Dios, para luego enseñar el camino recorrido en tu oración personal hasta llegar a la cima del encuentro personal con Cristo, hasta poder decir: Dios existe y me ama, Cristo ha resucitado y vive y me ama, lo siento y experimento, y ha bajado y está aquí en el pan consagrado y me salva, como lo hicieron y siguen haciendo madre Teresa de Calcuta, Juan Pablo II, Isabel de la Trinidad, Teresita, Teresa, Juan de la Cruz y tantos y tantos y algunas personas de nuestras parroquias, que tienen experiencia del Dios vivo, en largos ratos de intimidad y oración personal y eucarística y que tanto bien les hace y está haciendo a la comunidad luego con su presencia y en reuniones.

Hoy, las circunstancias hacen imprescindible la experiencia del Dios vivo, precisamente porque el pueblo cristiano la ha perdido con la lluvia ácida del consumismo, hasta el punto de que debemos hacer extensible a todos los creyentes el pensamiento y las palabras de Karl Rhaner: “el cristiano del mañana será un místico, o no será”, esto es, “no será cristiano”. Y todo esto vale y con mayor razón para nosotros, sacerdotes.

Cuando yo estudiaba en el Seminario, los enemigos de la religión eran filósofos y la mayor parte de las objeciones y dificultades eran metafísicas, venían de la gente intelectual; ahora no hay dificultades metafísicas, nadie te pone razones abstractas para rechazar la religión, ahora es el consumismo, la reducción del hombre al instinto el que se encarga de la ley natural y sobrenatural y se carga lo divino.

No hay leyes, conductas ni mandamientos que guardar, cada uno puede hacer lo que le plazca: “Yo hago lo que me apetece” es hoy, en general, el principio regulador de la vida humana: por eso no hay matrimonio fiel, familia estable, sexo masculino o femenino, amor y defensa de la vida como algo sagrado e intocable, ni yo me comprometo toda la vida en el matrimonio, no; sino que yo me caso hasta que me canse, y por si no fuera suficiente ya la ley anterior del divorcio o parejas de hecho, ahora se aprueba el divorcio de fin de semana, de viaje de novios, el divorcio exprés y mil cosas más que no entiendo... o las uniones homosexuales, que harán esquizofrénicos a los hijos sin padre o sin madre, sobre todo sin madre, sin tener la ternura y la experiencia de una madre... Y cuando te lleguen estos niños y niñas con dos padres o con dos madres, ahora tú transmíteles la fe, bautiza, da la primera comunión a estos niños, a esta generación... tendrán que cambiar antes los Rituales de Bautismo, Confirmación...

El consumismo se ha cargado la metafísica y la ley natural, los valores humanos morales, éticos, religiosos. La ley suprema, el dios de la vida a quien se sirve, es el consumismo. Y cuando no solo una cosa, sino incluso una persona humana no valga para consumir, no aporte placer o utilidad, la matamos, aunque sea vida humana; y para no llamarlo por su nombre, este crimen lo regulamos por leyes y lo legitimamos para salvar al que más puede y así tenemos abortos, eutanasias, manipulación de embriones de vida humana y todo lo que venga y que no tiene todavía nombre...

Así hemos convertido la vida humana y el mundo en una fábrica de producir y consumir. Y hemos matado el amor, la gratuidad, el deber, la renuncia, el sacrificio, la fidelidad, el amor... todo es hasta que me convenga.

Y si una madre es capaz de matar a su propio hijo y todos los demás lo consentimos y aprobamos con nuestros votos, hemos matado entre nosotros el amor, la vida humana, porque no esperemos que una madre que mata a su hijo va a cuidar luego de su padre anciano o enfermo, para eso está la eutanasia física o social, aunque se les llame centros de recogida; y menos esperemos que ame al vecino o al de enfrente o que perdone, como Cristo nos enseña en el evangelio... estamos incapacitados ya para amar en plenitud, como Cristo quiere, y por tanto, para ser felices en plenitud.

Así que nos queremos menos todos, estamos todos más tristes, los matrimonios más tristes, las familias más tristes, los amigos más tristes, tenemos menos confianza en amigos y en la gente. ¿Existen hoy vecinos..., amigos... amor de madre?

Al desaparecer Cristo y su verdad sobre el hombre, sobre el matrimonio, sobre la sociedad, ha desaparecido el modelo obligado del amor extremo, obedeciendo al Padre, hasta dar la vida. Ha desaparecido la moral auténtica, porque ha desaparecido antes la relación y la referencia a Dios de nuestro obrar; desaparece la religión, la religación y el deseo de unión y perfección en Dios. Y no me vengáis con casos particulares, yo hablo de la mayoría, yo estoy hablando de la sociedad en general.

Esta falta de fe, de experiencia de Dios y de vinculación mística con Cristo, en el sacerdote, favorecetodo un estilo de trabajo pastoral marcado predominantemente por lo exterior, por la actividad, la planificación y la organización, con una clara minusvaloración de lo contemplativo, de lo interior, de vida según el Espíritu, de “atención a lo interior y estarse amando al Amado”. Estarse amando al Amado en la oración o en la Pastoral o en la Liturgia bien celebrada algunos sacerdotes lo consideran poco práctico, poco pastoral. Por eso, de estos temas, jamás se habla en las reuniones de arciprestazgo o pastorales; queda por si algún conferenciante de turno viene de paso. “Y esto lo podemos ver en los diversos campos. En la evangelización, predomina hoy en la Iglesia una concepción excesivamente doctrinal. El cristianismo es un sistema de verdades, no una persona. Para muchos, lo decisivo parece ser propagar el mensaje y la doctrina de Jesucristo. Naturalmente, esta manera de entender las cosas, crea todo un estilo de acción pastoral.

Se busca, antes que nada, medios eficaces y de poder, que aseguren la propagación del mensaje cristiano frente a otras ideologías y corrientes de opinión; se promueven estructuras y se organizan acciones que permitan una transmisión eficaz del pensamiento cristiano; existe verdadera preocupación por hacer crecer el número y la capacidad pastoral de laicos comprometidos (catequistas, monitores, profesores de religión...). Todo ello es, sin duda, necesario, pues evangelizar implica también anunciar un mensaje. Pero se olvida algo esencial: el Evangelio no es solo ni sobre todo una doctrina, sino la persona de Jesucristo y la experiencia de salvación que en él se nos ofrece. Por eso, para evangelizar es necesario hacer presente en la historia de los pueblos, en la convivencia de las gentes, en el corazón de las personas, la experiencia salvadora, liberadora, iluminadora, esperanzadora que nace de Jesucristo.

Por todo ello, no basta cultivar la adhesión doctrinal a Jesucristo. El acto catequético, la predicación y la misma teología, cuando se configuran al estilo de cualquier otra exposición doctrinal, corren el riesgo de convertirse en palabras, a veces hermosas y brillantes, que pueden satisfacer la inteligencia, pero que no alimentan el espíritu ni comunican la presencia salvadora de Dios. Y, sin embargo, el hombre de hoy está necesitado de que alguien le ayude a descubrir esa presencia de Dios latente en lo hondo de su corazón.

Lo mismo se ha de decir de la pastoral litúrgica. Con frecuencia, las celebraciones aparecen escoradas hacia la efusión sentimental o la exteriorización ritual, con un claro déficit de experiencia interior. Se hacen esfuerzos importantes por devolver a la liturgia su lugar central en la vida de la comunidad cristiana, pero falta muchas veces una interiorización del misterio salvador que se celebra y personalización de la Palabra que se proclama. Se canta y se ora con los labios, pero el corazón está con frecuencia demasiado ausente”3 .

7.- OTRA TENTACION POSIBLE: CRISIS DEL SACERDOTE POR  MALA ADMINISTRACION DE LOS SACRAMENTOS.

La secularización es el resultado de un proceso histórico que señala una vigorosa toma de conciencia de la autonomía del hombre y de los valores terrenos sin necesidad de relacionarlos con Dios: cultura, arte, moral, política...

El hombre se ha convertido en el centro del mundo, quitándole a Dios. El hombre moderno ha vuelto a comer del árbol del bien y del mal, como Adán, y ya no tiene en cuenta en mirar a Dios para saber lo que está bien o mal, es él quien dicta la moral, lo que hay que hacer o rechazar como bueno y como malo. El cosmos y la naturaleza ya no son principios orientadores; el hombre ha sometido al cosmos y a la naturaleza y las domina. Y de esta forma el hombre es el creador de la ciencia, de la moral, de las leyes. El hombre es el sentido y la explicación de este mundo en evolución permanente. La naturaleza gira en torno al hombre y está a su servicio.

Por eso, el hombre ya no busca el encuentro con el Absoluto en la contemplación de la naturaleza. Hoy muchos jóvenes y adultos no saben mirar la naturaleza como obra salida de las manos del Creador y no saben cantar con San Juan de la Cruz:

1.  ¿A dónde te escondiste,

     Amado, y me dejaste con gemido?

     Como el ciervo huiste,

     habiéndome herido;

     salí tras ti clamando, y eras ido.

2.  Pastores los que fuerdes

     allá por las majadas al otero,

     si por ventura vierdes

     aquel que yo más quiero,

     decidle que adolezco, peno y muero.

3.  Buscando mis amores

     iré por esos montes y riberas;

     ni cogeré las flores

     ni temeré las fieras,

     y pasaré los fuertes y fronteras.

4.  ¡Oh bosques y espesuras

     plantadas por la mano del Amado!,

     ¡oh prado de verduras

     de flores esmaltado!,

     decid si por vosotros ha pasado.

5.  Mil gracias derramando

     pasó por estos sotos con presura

     y, yéndoles mirando,

     con sola su figura

     vestidos los dejó de hermosura.

Y desde esta exaltación de los valores profanos y antropocéntricos, desligados de toda relación a Dios y a la naturaleza y a los valores humanos naturales, es corto el camino que nos conduce a la desvalorización de la Salvación Eterna y Divina. No hay más vida y salvación que la humana y terrena. El hombre no necesita de la religión, ni de Cristo ni de su gracia ni de Dios ni de la vida eterna. Como se ve fácilmente, toda esta manera de pensar y de actuar crea interrogantes a la esencia del cristianismo, a la naturaleza de la misión de la Iglesia y al significado y finalidad del sacerdocio ministerial.

En un mundo así secularizado, lógicamente el trabajo y la función del sacerdote no es comprendida; para muchos es algo inútil y superado, propio de otras épocas de ignorancia, o a lo sumo, es un profesional del culto para un resto de creyentes mayores y jubilados de la vida real, que aún permanece, o simplemente un agente social de ciertos servicios sociales, pero nada más, y sin relevancia de ningún tipo. Debe prestar ese servicio siempre que se lo pidan y sin necesidad de fe o de haber vivido o no dentro de la comunidad cristiana, sin saber cómo vive o ha vivido o muerto, cosas que ya ni se preguntan por el mismo sacerdote. Se trata de bautismo, de bodas o de entierros, te lo traen muerto, tú lo entierras, aunque haya sido un perseguidor de todo lo cristiano o haya manifestado públicamente ser no creyente ni haber recibido los sacramentos pertinentes. Tú  debes enterrarlo y rezar por él, pero no hacerle una apología de su vida, a no ser que se haya convertido en su enfermedad. Esto hace que el sacerdote y lo que hace se considere insignificante, porque la gente no lo pide o celebra en relación o referencia a Dios ni a la fe, sencillamente, porque no creen ni se le exige la fe; de esta forma, el sacerdote, acomplejado ante su trabajo, desea a veces otros trabajos complementarios, que le den la sensación de ser útil y valorado por trabajar como los demás.

Por razón de esta secularización, el trabajo pastoral es martirial, porque supone mucha valentía ser testigo claro y valiente de la fe en Cristo, y lleva consigo muchos sufrimientos e incomprensiones por parte incluso de los mismos creyentes. Quiero decir más llanamente: el apostolado hecho con fe y desde la fe supone hoy recibir muchas bofetadas, necesarias todas desde una administración correcta y santificadora de la gracia de la Predicación y de los Sacramentos.

Por eso, el apostolado, medio de santificación para el sacerdote, realizado debidamente y desde la caridad pastoral, se ha vuelto hoy sumamente peligroso, una verdadera trampa, un verdadero peligro, una verdadera tentación, que puede llevar consigo la autodestrucción de su identidad sacerdotal, desde una administración no profética de los dones de Dios. Hoy no se trata de que un sacerdote sea más profeta que otro, hoy todos debemos ser profetas y testigos, esto es, mártires y testigos de la fe.

Me explico: viene uno a pedirte un sacramento; tú estás convencido de que no debes dárselo, porque para algo sabes Liturgia y Teología y sabes que sin fe y las debidas condiciones no se debe conceder. Por presiones ambientales, por miedo a ser profeta incomprendido, a defender la gloria y el honor debidos a Dios, por miedo a incomprensiones y críticas... celebras el sacramento. Aparentemente no pasa nada; desde luego, externamente, no se nota nada, la gente ha quedado agradecida y no “como otros sacerdotes que...”; por otra parte Dios está mudo, no porque no hable claro por los evangelios y la doctrina de la Iglesia, o porque la teología y la moral católica no hablen con claridad sobre las condiciones de ser discípulo de Cristo o de recibir los sacramentos, sino porque no hay mayor sordo, que el que no quiere oír.

Es tan violento a veces celebrar los sacramentos en estas condiciones, que, como los Rituales están hechos desde la fe y para creyente, sobre la marcha, en la administración del bautismo, por ejemplo, hay que suprimir o modificar algunas preguntas y oraciones en la celebración, porque resultan violentas o suenan a mofa para estos padres concretos, que no tienen fe o no la viven, como es obligado para poder pedir y celebrar el sacramento.

Pero hay sacerdotes tan “comprensivos”, por no decir otro calificativo, que sería el correcto, que cambian hasta la misma naturaleza del sacramento que están administrando, teniendo que cambiar su misma teología, y hasta su misma liturgia que está hecha desde una concepción correcta teológica y litúrgicamente del sacramento, del misterio que se está celebrando.

Pues bien, con esta forma de dar los sacramentos ni damos gloria a Dios ni santificamos a los hombres ni hacemos Iglesia ni realizamos la misión que se nos ha encomendado ni nos santificamos en nuestro sacerdocio y apostolado, como nos pide el Vaticano II, por la caridad pastoral.

Se olvida el evangelio “de predicar la palabra y los que crean que sean bautizados y entren a formar parte de la comunidad”; así que nadie se va agregando; es más, de esta forma estamos destruyendo el concepto y la realidad de comunidad, y estamos perdiendo la fe viva y verdadera en Dios y sus misterios y las iglesias cada vez más vacías, porque a estos hermanos y a estos sacramentados no les volvemos a ver más por la iglesia. A otros, sí, a los que recibieron o pidieron los sacramentos como la Iglesia quiere y nos manda. Y estos son los que quedan y nos acompañan en la comunidad.

Sin embargo, Dios existe, y aunque no le escuchemos, Él lo ve todo, y ve que preferimos nuestra honra a la suya, y como Dios es Dios, y no puede dejar de serlo, no puede menos de ser Verdad y Vida; ¿y qué pasa? Pues que te alejas de Él actuando de esta forma y a la vez autodestruyes tu sacerdocio y a la verdadera Iglesia de Cristo.

El itinerario es el siguiente: no has valorado el sacramento, presencia viva de Cristo y de su gracia; la gente se da cuenta también de que esto no tiene valor porque lo vendes a ningún precio de fe y de estima por el Señor; si lo haces así, como consecuencia, no tendrá valor a la larga para ti y, de esta forma va entrando dentro de ti el microbio que destruye tu fe y amor personal a Cristo, el cáncer de pulmón que poco a poco te dejará sin aire ni respiración de fe y amor verdadero y personal al Cristo presente y que actúa en los sacramentos; así, sin tú quererlo y darte cuenta, al dar los sacramentos y la gracia y los dones de Dios sin valorarlos, poco a poco entra dentro de tu corazón el convencimiento de que no tiene valor en sí lo que haces: tu ministerio, tu sacerdocio no vale nada; Dios no vale nada... es la crisis de fe, de sacerdocio, de apostolado verdadero y auténtico...

Pero no hemos terminado. Ahora todos, de una forma u otra, pertenecemos a un arciprestazgo, a una unidad pastoral y programamos conjuntamente... ¿qué pasa? Como cada uno piensa según vive, salen estos y otros temas, hay discusiones, ¿qué hacemos? Pobre Iglesia de Cristo...

Te has preferido a Dios y esto, hecho con continuidad, produce crisis de identidad sacerdotal. No valoramos lo que administramos; no valemos, por tanto, tampoco nada los administradores, porque lo que administramos no tiene ningún valor para la gente ni tampoco para nosotros mismos, se puede dar por nada, sin fe, porque la gente no se disguste.

De esta forma tu sacerdocio termina no valiendo nada para ti. Esta es la causa de la secularización exterior y total del sacerdote que deja el sacerdocio, pero también de la secularización interior del sacerdote que puede llevar hasta el abandono de su santificación, del gozo sacerdotal, de la búsqueda, mirando a Dios por encima de toda otra mirada, la verdadera eficacia apostólica.

No, si los sacramentos se dan, pero luego nos quejamos de que la gente no viene a la Iglesia ni aumentan los grupos de postcomunión o confirmación; no hay grupo de adultos que quieran cultivar la fe y el amor a Dios... para qué van a venir y molestarse, si las cosas de la Iglesia se las dan igualmente; es más, incluso para gente sin formación y poca fe como la de ahora, estos sacerdotes son buenos, trabajadores y sobre todo, “muy comprensivos”. Y así un sacerdote puede llegar a perder su identidad sacerdotal.

Las consecuencias y el resultado son crisis de fe desde una mala administración de lo sagrado. Rutina y cansancio en una Caridad Pastoral mal realizada, que no lleva a Cristo único Salvador de los hombres. No olvidar que Jesucristo, el Sumo Sacerdote al que todos los sacerdotes tienen y debemos encarnar y hacer presente, murió en la cruz por cumplir su misión de Salvador y predicar el evangelio a veces duro y exigente.

8.-    ESCRIBO ESTAS COSAS DESDE MI VIDA DE PÁRROCO, EN CONTINUA RELACIÓN CON ESTOS PROBLEMAS.

Esto mismo, desde otros niveles, lo veo descrito así por J.A. Pagola:

“Todo lo que venimos diciendo favorece el desarrollo y sostenimiento de la mediocridad espiritual como fenómeno generalizado. Esta mediocridad no se debe sólo a la debilidad, la impotencia o la infidelidad de cada individuo, sino que se debe también, y sobre todo, al clima general que creamos entre todos en el interior de la Iglesia, por una forma empobrecida de entender y de vivir el hecho religioso.

Muchos cristianos, observantes fieles y practicantes piadosos, no llegarán a sospechar nunca la experiencia salvadora que podría significar para ellos una comunión más vital con el Dios de Jesucristo.

Este clima generalizado de mediocridad espiritual produce como primera consecuencia una especie de bloqueo de la acción evangelizadora. A la Iglesia concreta de cada lugar se le hace difícil ahondar en la fidelidad a su misión. Solo una experiencia nueva del Espíritu de Cristo resucitado presente en ella la podría hacer menos dependiente de un pasado poco evangélico, menos sujeta a las presiones mundanas del presente...

Ante esta mediocridad y falta de vigor espiritual, uno no puede evitar la sensación de que en todo esto se oculta una larvada infidelidad. Una infidelidad de contornos poco precisos, que no es fácil decir exactamente en qué consiste, que no procede siempre de las intenciones y de las actuaciones concretas de quienes se desgastan en el trabajo pastoral, pero que está ahí en la raíz de todo, impidiendo la expansión de la verdadera evangelización. Esto no es la experiencia salvadora que vivieron los primeros que se encontraron con Jesús y que quedaron sacudidos por la presencia transformadora del Resucitado. Aquí falta Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, acogido en el fondo de los corazones.

La falta de una experiencia mística de la salvación cristiana trae consigo el riesgo de desfigurar y pervertir la acción pastoral. La evangelización no brota del corazón, como irradiación o prolongación de lo que vive el evangelizador. Es fácil, entonces, que el trabajo pastoral se convierta en una actividad más entre otras, incluso a veces más absorbentes por ser más vinculantes para uno.

Pero, sobre todo, cuando falta la experiencia mística de Jesucristo, pronto aparecen los signos que la delatan: el trabajo pastoral se convierte fácilmente en actividad profesional; la evangelización es propaganda religiosa ideologizada desde la izquierda o desde la derecha; la liturgia, en ritualismo vacío de espíritu; la acción caritativa, en servicio social o filantrópico. Pero hay más. No es fácil vivir en el mundo sin ser del mundo.

Ser fiel al evangelio sin caer prisionero de lo que se piensa, se siente y se vive en medio de la sociedad. Una pastoral, espiritualmente débil, fácilmente se deja arrastrar por «el mundo». Quien no se inspira en Jesucristo, termina copiando de los hombres. Cuántos esfuerzos de renovación, «aggiornamento» y adaptación han terminado en una pastoral que era más «de este mundo» que «de Dios».

En esta misma línea, es fácil observar cómo nobles esfuerzos de acción pastoral terminan, a veces, sometidos a una ideología de un signo u otro, que prevalece sobre lo esencial de la fe. Cuando falta unión mística con Cristo es fácil el riesgo de sentirse más vinculado a ciertas ideologías de la época que a la misma fe. Brota entonces la ambigüedad e, incluso, el escepticismo y la incredulidad sobre la fuerza transformadora del evangelio”4.

Y qué pasa si el sacerdote se niega a administrar los sacramentos de esta forma. Pues primero: que Dios existe, que Cristo existe, al menos para el sacerdote y para los verdaderos creyentes y parroquianos; segundo: que los sacramentos son algo importante y, para recibirlos, no basta pedirlos sino que hay que prepararse y tener condiciones particulares de fe, esperanza y amor cristianos; tercero: que la gente se entera de que el sacerdote valora lo que hace y a lo que ha entregado su vida, negándose a dar los misterios de Dios a ningún precio; y de esta forma, esta pastoral, si se hace con prudencia, hace bien a Dios, a la Iglesia, al cura, a la feligresía y al pueblo, a la verdad y moral católica. Y cuarto, y esto es lo más importante: esto da gloria a Dios, hace Iglesia y nos santifica y salva a todos, y manifiesta que Cristo existe y es verdad, y es verdad todo lo que dijo e hizo.

Para explicar un poco más esta dificultad, bastante generalizada hoy en la Iglesia, teníamos que meditar un poco en el evangelio, cuando Pedro, ante la pregunta de Cristo, de qué dice la gente de Él, Pedro, en nombre de todos los Apóstoles, responde: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”. Afirma la Mesianidad y la Divinidad de Jesús. Esta profesión de fe es la esencia de todo cristianismo. Sin esta fe en la divinidad y medianidad de Jesús no hay catolicismo. Esta es la puerta para entrar en la fe de la Iglesia Católica.

Afirmar que Cristo es Dios significa estar dispuesto a poner de rodillas toda nuestra vida delante de Él y todo cuanto soy; significa vivir para Él, esforzarse porque Él sea lo absoluto de mi vida. Así lo entiende el católico verdadero. Todos los bautizados en Cristo han hecho esta profesión de fe y entrega. Para esto hay que luchar, orar, convertirse todos los días. Esto es lo que significa vivir la fe.

Este Evangelio desarrolla dos aspectos: primero la Mesianidad: “Empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los senadores, sumos sacerdotes y letrados y que tenía que ser ejecutado”; luego la Divinidad: “y resucitar al tercer día”. Pedro, que en el Evangelio anterior no había tenido dificultad en confesar ambos aspectos, ahora le cuesta trabajo comprender el sufrimiento de Cristo. Y Pedro se opone a este camino porque Él no sabe que ese es el camino que el Padre le ha trazado a Jesús. Y Jesús adora al Padre y quiere cumplir totalmente su voluntad aunque le lleve por la pasión y la muerte hasta la resurrección. Jesús quiere obedecer, entregando su vida al Padre, para la salvación de los hombres, con amor extremo, hasta dar la vida. Y Jesús le llama Satanás a Pedro. A quien hace poco le había bendecido ahora le maldice.

¿Por qué esta reacción tan fuerte y distinta de Jesús en relación con Pedro? Porque Jesús quiere obedecer al Padre hasta dar la vida, adorando su voluntad, antes que a los                         hombres, incluso ante la incomprensión de Pedro y los Apóstoles; y Pedro, con su deseo de alejarle de ese sufrimiento, del que él no sabe la razón, trata de desviar a Jesús del camino de la voluntad del Padre, a quien Él adora con amor extremo. Aprendamos esta lección todos los sacerdotes, tan necesaria en estos tiempos tan martiriales de fe y de sangre derramada.

9.- RIESGO DE VIDA SACERDOTAL MEDIOCRE POR BAUTIZOS, PRIMERAS COMUNIONES Y  BODAS CIVILES Y SECULARIZADAS EN LA IGLESIA.

Lo peor y lo trágico de todos estos sacramentos, a los que yo me atrevo a llamar civiles, no es lo que supone de imitación o mofa de los católicos, porque se den en el Ayuntamiento por el Alcalde o los Concejales; lo peor de todo y el reto que se nos plantea a los sacerdotes católicos es que se celebren, no en el Ayuntamiento, que ya es triste, sino en nuestras propias iglesias, como ya he dicho anteriormente, y nosotros seamos los oficiantes.

Porque vamos a ver: ¿qué es lo que se requiere para recibir los sacramentos católicos? Fe, lo primero fe, y en algunos, además de creer en Jesucristo, estar en gracia y estar dispuestos a vivir según el Evangelio.

Los Apóstoles encontraron un mundo más difícil que el nuestro. ¿Qué hicieron? ¿Cambiaron el evangelio? ¿Qué hicieron en la primitiva Iglesia, qué exigían los Apóstoles para entrar en la comunidad cristiana? “Los Apóstoles predicaban la palabra de Dios, y los que creían se bautizaban y entraban a formar parte de la comunidad”. ¿Qué fueron los catecumenados de los primeros siglos, para qué y en qué consistían aquellas catequesis mistagógicas, qué pasos tenían que dar y por qué habían establecido esos pasos para recibir los sacramentos, especialmente la Eucaristía? Eran los pasos necesarios de formación y vivencia de la fe para recibir los sacramentos con verdad y dignidad, para gloria y alabanza de Dios, en la que pocas veces se piensa y siente, y para la santificación de los creyentes en Cristo.

Este es el segundo o tercero, bueno, este es otro reto que tenemos en el momento actual: la cristiana, la necesaria, la correcta administración de los sacramentos, de la gracia y los dones de Cristo.

Paradójicamente, para no necesitar de estas exigencias, junto a la increencia religiosa cristiana, se está produciendo en la sociedad actual el fenómeno sustitutorio de los “nuevos cultos”, esto es, el consumismo religioso, un supermercado de cultos, sacramentos, religiones y dioses. Y lo cristiano para muchos es una más.

Cuando parecía que el hombre moderno había secularizado la cultura, resulta que el consumismo religioso actual ofrece al hombre moderno una carta muy surtida de toda clase de sectas, ritos, religiones, cultos diabólicos, magias, amuletos, tarot, espiritismo, supersticiones y cosas peores si hablamos de sectas satánicas, ocultismo, magia negra..., etc.

Y es que está claro que el hombre no puede vivir sin Dios, sin religión, y cuando este sentimiento religioso no se orienta correctamente, cae en la idolatría de las cosas, en el consumismo, que quiere sustituir a Dios por los objetos, y hace así dios a los adivinos, videntes, horóscopos, como advertía ya Chesterton con su proverbial causticidad: “Desde que los hombres han dejado de creer en Dios, no es que no crean en nada, es que se lo creen todo”.

Y es que cuando Dios deja de ser nuestro fin, nuestra vida, nuestra razón de ser y existir y amar..., nuestra seguridad y razón de vivir y la felicidad la queremos poner en las cosas presentes. Ante el reto de las falsas religiones, ante el reto de los sacramentos civiles, es la hora de la verdadera religión, de la verdadera experiencia de Dios, de sacerdotes que tengan experiencia de lo que predican y celebran, de la verdadera experiencia cristiana en nuestros feligreses, madres y esposos cristianos, al menos, para que nos sirvan de orientación y apoyo.

Porque si no hay experiencia, si celebras años y años la misa, la comunión, y no has sentido nada... si crees en el Cristo del Sagrario y no le saludas ni te pasas un rato ante Él todos los días, no digo tanto rato como ante la tele o tu ordenador..., si te aburre Cristo o su evangelio no te dice nada y así lo demuestras con tu forma de comportarte ante Él... mira que yo soy sacerdote desde hace 45 años... a mí no me vengas con cuentos..., si te aburre Cristo, tú no puedes entusiasmar a la gente con Él, ni con su Eucaristía, misterios, verdades... ¿como vas a entusiasmar a la gente con Cristo, querido hermano sacerdote, si a ti te aburre?

Es la hora de la autenticidad, de ser verdaderamente santos, místicos, convertidos, la hora de vivir en conversión permanente a Él, de ser testigo del Invisible, del Misterio del Dios verdadero.

Ante estos hechos modernos, el reto y la urgencia pastoral no es la reacción violenta, sino “firmiter in re, suaviter in modo”; es la hora no de rechazos bruscos y posturas reaccionarias, sino de exponer con calma y paciencia en cada petición de un sacramento una verdadera catequesis sobre él y sus condiciones para que ellos mismos juzguen si creen en Cristo, en la Iglesia, si viven o están dispuestos a vivir el evangelio

Por nuestra parte, es la hora de una mayor purificación de nuestra fe y apostolado; es la hora de la fe viva y trabajada mediante una oración de conversión y de Eucaristía permanentes; es la hora de la verdad, de la mística verdadera, de la experiencia de Dios, de la fe y el culto experimentado y vivido, de la oración que pasó por la meditación y la oración afectiva, por lo menos, en que ya se siente el primer gozo y experiencia de Dios, y mejor si avanzamos a la unión con Dios en la oración contemplativa, donde ya no te deja pensar y discurrir el Señor, porque estás en el Tabor y sólo puedes decir: qué bien se está aquí: son los sacerdotes de la oración diaria, aunque en temporadas cueste; la hago porque Dios es Dios, la hago, sienta o no sienta, porque quiero amarle sobre todas las cosas, también sobre mi egoísmo de sentir o no sentir; a estos nadie ni nada les tumba ni les asusta, ni el pecado ni la misma muerte porque han llegado a la experiencia del cielo en la tierra, que es Dios, y Él está dentro de ti.

Sin esta experiencia, sin esta vivencia, con sólo ideas y teologías, en que la religión se convirtió simplemente en un sistema más de verdades, como aquellos sistemas de ideas abstractas de filosofía, que estudiábamos en nuestros años de seminario, es muy difícil, por no decir imposible, que el agua viva, el Dios vivo llegue a los que nos escuchan, porque la vida de Dios se comunica, a través de nosotros, a los hermanos, al modo de los sarmientos: “yo soy la vida y vosotros, los sarmientos... si el sarmiento no está unido a la vid, no puede dar fruto... sin mí no podéis hacer nada...”.

Los Apóstoles fueron sarmientos muy distintos antes y después de Pentecostés; y era el mismo Cristo, incluso le vieron resucitado y le tocaron, pero permanecieron con las puertas cerradas, “por miedo a los judíos”; era el mismo evangelio, el mismo Cristo, ya resucitado, creían las mismas verdades, pero no se atrevían a predicarlo “por miedo a los judíos”. ¡Por miedo a los judíos! Con qué humildad, con qué sinceridad lo expresan los evangelios para que nosotros aprendamos. Y eran los Apóstoles de Cristo, nuestros padres en la fe.

De seguro que más de uno me criticará por hablar así. Pero no me importa, aunque sufra por ello. Quiero seguir el modo evangélico, decir la verdad, aunque duela. Pero vamos a lo que estamos diciendo. ¿Por qué cambiaron radicalmente los Apóstoles con la venida del Espíritu Santo? Ya lo he dicho y lo repetiré muchas veces en mi vida. Porque fue Pentecostés, porque vino el Espíritu Santo, que es el mismo Cristo, pero hecho fuego y llama de amor viva, Espíritu de Amor del Dios Trino y Uno, y lo sintieron en amor vivo por dentro, en su mismo espíritu, y al sentirlo así, lo comprendieron todo porque lo experimentaron, y ya no pudieron permanecer por más tiempo en silencio, abrieron los cerrojos y las puertas para que todos les escuchasen y todos, aun siendo de diversas lenguas, los entendieron, porque hablaban el lenguaje del Amor del Dios que es Amor, pero desde la experiencia, no desde el puro conocimiento o teoría.

Cristo ha de pasar en nosotros de ser teología y concepto verdadero a ser llama de amor viva en nuestro corazón, como en los Apóstoles. Pero es necesario un Pentecostés. Y para que haya Pentecostés “los apóstoles estaban reunidos en oración con María, la madre de Jesús”. Sólo por la oración llegamos a Pentecostés, a tener experiencia de Cristo vivo, vivo y resucitado.

Por eso, la Iglesia siempre ha tenido y ha necesitado en todos los siglos, santos y místicos que tanto bien nos han hecho a todos. Y este reto es el que nos pide la carta Apostólica de Juan Pablo II NMI, para mí no suficientemente estudiada y asimilada por la Iglesia, especialmente los que tienen que dirigir por los diversos aspectos de la vida pastoral: el primer apostolado de la Iglesia, el primero y fundamental, la santidad; y para ser santos, el camino es la oración, la oración y la oración que nos lleva a la conversión permanente hasta la Unión con Dios. En Cristo conocido y amado en la oración, radica todo mi apostolado, si quiero hacerlo con Cristo y desde Cristo como sarmiento suyo.

 No todas mis acciones son verdaderamente apostólicas, para que lo sean, necesito la vida, la savia de Cristo, porque soy sarmiento suyo: “Y ni el que planta ni el que riega... sino el que da el incremento, Cristo…Yo soy la vid, vosotros los sarmientos… si el sarmiento no está unido a la vid, no puede dar fruto”.

“Oh Dios mío, quién te buscara con amor puro y sencillo que te deje de hallar muy a su gusto y voluntad, pues que tú te muestras primero y sales al encuentro a los que te desean”(S. Juan de la Cruz).

¡Señor, que te busquemos en todo!

10.-  OTRA TENTACION POSIBLE PARA EL SACERDOTE ES UNA MAYOR SOLEDAD AFECTIVA EN UN MUNDO CON MUCHO SEXO Y POCO AMOR DE DIOS

Aquí meteríamos también todas las tentaciones provenientes de la condición celibataria del sacerdote en un mundo lleno de sensualismo y de Twitter, Facebook. Google... Ahora, no se concibe una amistad pura, sólo por afecto limpio; ahora, desde la juventud, todo es y está orientado al sexo; la tele, las películas, los medios modernos, la vida misma actual de chicos y chicas, en simples encuentros primeros o semanales, termina en el sexo indiscriminado, por puro pasatiempo y con los medios modernos. Y el sacerdote es célibe, lo cual no es solamente que no puede tener relaciones sexuales con una mujer, que es lo que todo el mundo entiende por el celibato, sino que no puede tener amor y ayuda de esposa, de amar a una mujer con amor total de esposa, porque ese amor el célibe lo tiene y consagra a Dios, sólo a Dios, y por Él y desde Él puede amar a todos.

Y esto obliga a mayor soledad que antes; por una parte, por el peligro ambiental; y por otra, por el peligro personal de la virtud de la castidad, hoy incluso poco valorada y públicamente pisoteada y ridiculizada; sobre todo, porque se ha entronizado el sexo por el sexo y sin amor. Con todo lo cual, nuestro instinto, nuestra carne, que todos tenemos, como los mismos santos, algunos de los cuales fueron peores que nosotros en esta materia antes de convertirse y llegar al amor total de Cristo, nuestros instintos, repito, se sienten más incentivados hacia lo carnal, que impide este amor total a Cristo sobre todas las cosas, incluso sobre el amor conyugal y de entrega a una esposa, a una mujer.

Y que conste ya desde este momento, que jamás defenderemos el celibato ni queremos ser célibes porque el matrimonio sea más imperfecto, no; léase el Vaticano II; de esto los Padres del Concilio tuvieron mucho cuidado cuando hablaron del celibato, ya que antes de hablar de él en el Presbyterorum ordinis habían hablado y defendido el matrimonio, como camino de santidad, y la llamada de todos los hombres, sea cual sea su estado, a la santidad.

Por eso esta tentación de ser célibes en un mundo con más sexo y menos amor se convierte para nosotros automáticamente en un reto, en un camino de santidad, que aceptamos al ser sacerdotes, donde puede haber o no haber fallos, pueden existir más o menos, ¡nunca escándalo público! ¡Dios lo quiera y lo consiga! porque lo quiere y nos ha llamado a amarle, a amarnos en totalidad y gratuidad sin recompensa de instinto. Este es nuestro reto: tender siempre al amor total a Cristo y por Cristo, con amor total y gratuito, sin recompensa de sentidos, a los hermanos y hermanas.

Al sustituirse el amor por el sexo, se le complica la vida al sacerdote celibatario, porque la gente tiene esa mentalidad y no va a hacer una excepción con el cura. Así que tenemos que tener más cuidado. Antes, el sacerdote podía tener más compañías femeninas, hoy es más peligroso por los motivos aducidos. En consecuencia, el sacerdote se encuentra más solo afectivamente, máxime cuando ya la hermana o la sobrina ya no quieren vivir en el pueblo o necesitan trabajar.

Si tiene una “canónica” relativamente joven, la gente desconfía; si la tienes mayor, debes tú cuidar de ella; si no la tienes, de no ser un manitas, la cosa no marcha bien en la cocina o en la limpieza del piso y te toca comer todos los días de latas y conservas y precocinados. Tampoco la economía de un cura da para una buena asistenta. Hoy hay muchos que no lo consiguen, quedándose solos y aislados en la casa parroquial, fría y melancólica. Tampoco se encuentran fácilmente, digo que sean aptas y apropiadas. La propia familia te deja solo: ya no hay sobrinas, ni tías solteras, quedan sólo las madres....

Por otra parte se han hecho tentativas de vida en común entre sacerdotes, y la cosa no resulta fácil: diferencias de gustos, costumbres, egoísmos, amor propio, mentalidades diversas. De todas formas nosotros no somos religiosos. Y a los religiosos la vida comunitaria tampoco les resulta fácil. Porque viven juntos, pero a veces separados, no comunitariamente. En tiempos pasados, el sacerdote siempre encontró abundante y más que suficiente compañía en sus feligreses. El ambiente y las circunstancias eran distintas.

Pero el hombre será siempre hombre y la mujer, mujer. Si de niño o joven el sacerdote no tuvo rostros femeninos de amor célibe que le amaran gratuitamente, sin nada de sexo, como son sus padres, sus hermanas y amigas de infancia o juventud, le va a ser más costoso este camino del amor célibe, que en definitiva es amar con totalidad de amor a Dios y con esa gratuidad de amor de Dios a los hermanos. Esta es la parte positiva del celibato. La negativa es huir de lo carnal, es amar gratuitamente a la mujer o al hombre sin recompensas de carne. Y repito, pero no lo desarrollo porque no lo domino, pero oigo, que el mayor peligro hoy son los medios modernos de comunicación: Facebook, Twitter…etc.

Por eso la base de relación con la mujer, que es muy importante para la vida personal y pastoral del sacerdote, depende en su parte principal del concepto y vivencia que el sacerdote tenga del celibato. Qué mujeres más santas y trabajadoras y ejemplares y entregadas a Cristo he encontrado y sigo encontrando en mi vida. Verdaderas mujeres cristianas, llenas del Espíritu de Cristo, de Espíritu Santo. Estas mujeres saben amar y ayudar y darse gratuitamente desde la vivencia de su amor a Dios, sin pensar ni complicarte la vida.

Pero junto a estas, ya sabemos todo cuál es el denominador común de la mujer y del hombre, máxime en estos tiempos, donde para los mismas jóvenes de ambos sexos el erotismo es puro divertimiento, mientras que a nosotros nos va la vida de gracia en ello.

Todos sabemos cómo aman la mujer y el hombre, siempre van buscando algo de recompensa, de carne. Estamos hechos así instintivamente. San Pablo: “carne y espíritu, deseo lo que es mejor pero hago lo que no quiero, el cuerpo lucha contra el espíritu y el espíritu contra la carne”. Es el pecado original. No asustarse. No taparse los ojos ni ignorarlo: a estímulos ordinarios, reacciones ordinarias: quiere decir que estamos bien constituidos por Dios; ahora ni hundirse en la soledad o en la tristeza. A luchar se ha dicho hasta que el espíritu venza a la carne. Y mil veces caído, mil veces levantado y no pasa nada. Y Dios siempre nos perdona. Pero la carne seguirá pidiendo su ración cada día hasta que sea vencida; en unos, desde el principio, o porque no se enteraron o prometieron amar a Dios con todo su corazón y sus fuerzas o sus circunstancias personales les fueron más favorables: hermanas, amigas de infancia inocentes, buenos amigos; otros tendrán que luchar más, pero todos vencerán. Siempre luchando. Y todos llegaremos a ser santos, a estar unidos a Dios totalmente. Y de esto tenemos muchos ejemplos en la Iglesia. De los canonizados y no canonizados. Y algunos canonizados no fueron siempre ejemplares.

Con estas mujeres, verdaderas cristianas, no tienes complicaciones, ni la misma feligresía lo ve mal, pero con otras... hay que tener mucho cuidado, máxime si tú mismo sientes tentaciones de complicarte la vida, a no vivir en plenitud la promesa hecha en tu ordenación de amar a Dios sobre todas las cosas, en este caso, sobre todas las mujeres.

Las que más nos pueden complicar son las gatimansas de turno, que nunca faltan, sobre todo, si el mismo sacerdote por puro instinto natural, inconscientemente,  las va buscando. Y hoy ya la edad y otras cosas no importan, porque ya no hay peligro de tener hijos con los medios que existen. Y con los instintos de la carne no se puede jugar; hay que tener control absoluto, absoluto y total cuidado y unirse a Cristo en la Eucaristía diaria en su cruz y sangre derramada por amor total a Dios y a los hermanos, con donación y entrega absoluta; es el momento del “nunca, nada, con nadie” que explico a mis alumnos del Seminario. Somos así. Es el instinto, me da lo mismo de comer, de beber o de lo que sea, siempre pide su ración egoísta, para él solo, sin pensar en el hombre completo y en sus deseos de amor total a Dios y a los hermanos, bueno, en este caso más especialmente a las hermanas.

La maduración de la castidad en general, como parte de la vida cristiana, es fruto del amor a Cristo y de su gracia. Mucha oración ante el Sagrario, mucha Eucaristía y mucha devoción a la Madre Inmaculada. Todo esto era natural antes en una familia y ambiente cristianos. Por eso las jóvenes de nuestro tiempo eran castas. Si alguna quedaba embarazada se casaba en privado. Las diversiones y demás eran totalmente distintas a las de ahora. Hoy, hasta la familia, los hermanos, pueden complicar la cosa por su manera de pensar o vivir.

Hasta hace poco la gente aceptaba sin más dificultades que el sexo era para el matrimonio y para fundar una familia. Sin embargo la revolución sexual de los años ochenta, alimentada por la política, con deseos de ganarse los votos de los jóvenes, propugnó la liberación sexual total desde los dieciséis años con la difusión de los anticonceptivos y preservativos, afirmando el derecho al placer como un derecho personal propio sin intromisiones ajenas, consideradas intromisiones ajenas. En consecuencia el sexo se ha convertido en algo cada vez más trivializado y comercializado, y desde luego, nada de pecado, de eso, ni hablar. Puro consumismo. Usar y tirar. Pero claro, para el cura, sobre todo joven, esto es una complicación más, una dificultad mayor a superar.

Esta soledad exaspera y agiganta más el problema del celibato propiamente dicho. Máxime, cuando la castidad se ha hecho hoy más difícil para todos, no sólo para el sacerdote, por el ambiente pansensual y erótico que lo envuelve todo en las diversas expresiones de la vida moderna, sino porque pocos jóvenes la guardan conforme a la mentalidad de la Iglesia, ya que la consideran un bien personal y, por tanto, pueden disfrutar de él cuando quieran y como quieran; y así se enseña y practica en muchos programas y películas y pornografía de televisión y demás medios, y así lo enseñan en las aulas públicas y privadas, y ya se encargan los psicólogos de turno, por dinero y popularidad, de pregonarlo y el Gran Hermano de plasmarlo en la pantalla.

Los adolescentes y los jóvenes son ilustrados en esta materia sin la más mínima referencia moral en los Colegios y Universidades; los jóvenes ya no la guardan, por la institucionalización de las relaciones prematrimoniales, desde los dieciséis años; y solo lo que preocupa a los padres y a los educadores de la sociedad es la prevención del sida y hasta las madres colocan a sus hijas los preservativos pertinentes en los bolsos para los fines de semana en el botellón o para las excursiones o veraneos juntos de chicos y chicas y novios y ahora gays y lesbianas.

Menudo lío. Y conozco sacerdotes que han dejado de organizar acampadas y fines de semana parroquiales por este motivo. Y tú predica ahora la castidad: sinceramente: ¿cuánto tiempo que no predicamos esta virtud cristiana? ¿Por qué no lo hacemos?

Y al celibato en concreto, hoy y siempre, le llueven dificultades desde todos los campos: teológico, pastoral, social, individual, psicológico, ambiental... Es problema de amor, divino para sublimarlo; humano, para complicarlo. Todos conocemos su problemática y sus leyes. Primera: los sacerdotes, todos los sacerdotes, desde los altos a los más bajos, desde los más fervorosos a los menos, desde los más místicos hasta los más apocados, todos estamos bien constituidos; así que nadie se engañe: a estímulos ordinarios, reacciones ordinarias, y a mayores estímulos sexuales, ahora potenciados con Internet, películas, Tele y demás, mayores y más reacciones sexuales, bueno si uno es normal y está bien constituido, repito. Y mientras todo vaya en esta dirección, vaya... lo peor es que vengan otras tentaciones más perversas. Ya hay que tener mucho cuidado con lo que tenemos o te encuentras sin buscarlo, pero si encima lo buscas... Por amor a Dios, por amor a la Iglesia, por el escándalo que quita la fe a nuestros feligreses, esto jamás, jamás, jamás. Cuidado con los niños, cuidado con otras tendencias más perversas...

Dios quiso el sexo, nos creó sexualizados y es un bien de la naturaleza y Dios quiere que la forma natural de vivirlo sea el matrimonio. Cristo fue verdadero hombre, hombre completo, pero no quiso casarse, el Padre no le señaló el matrimonio como camino para cumplir su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida. Si Cristo hubiera visto en esto la voluntad de su Padre, nos lo habría predicado. Y sus sacerdotes podríamos seguir sus pasos.

Pero el ser célibe, por voluntad y amor total al Padre, no impidió que Cristo amara tiernamente a sus amigos y amigas, como no tienen reparo en expresarlo los evangelios; es más, se dejó querer hasta formas de ser abrazado, besado y bañado de lágrimas en los pies... que nosotros y máxime, en aquel tiempo y con aquel concepto de mujer, nos extraña, pero nos entusiasma. ¡Qué maravilloso eres, Cristo, qué libre y qué dueño y señor de tus sentimientos! Yo, hoy, no me atrevo ni a verlo ni realizarlo.

Por eso, me disgusta, pero no me ha impresionado absolutamente nada que en estos tiempos de tan poca fe y respeto a las personas, hayan hecho algunas películas blasfemas en este sentido. Le quisieron mucho las mujeres y no sé si todas desde el principio le quisieron bien en este aspecto, pero Él con su palabras, gestos y vida las cambió a todas, incluso a las prostitutas, a las adúlteras, a las mujeres de mala vida, con las que hablaba y se relacionaba, y de lo que le acusaron los escribas y fariseos, cosa que ellos, para no mancharse, no podían hacer, pero lo practicaban en privado; recordad las palabras de Jesús con la adúltera: “el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. Y todos se marcharon y nadie tiré la primera piedra.

El sacerdote tiene que amar así a la mujer, como Cristo, con amor célibe y casto. La virtud de la castidad es una virtud típicamente cristiana; en otros tiempos era virtud ordinaria para niños, jóvenes y adultos, por el mero hecho de estar bautizados y estar llamados a vivir la vocación cristiana en plenitud.; ahora, por las actuales circunstancias, pocos la viven y parece como si esto solo fuera para sacerdotes y religiosos y los que se preparan para serlo, porque el resto, desde niños, son educados en sentido contrario. Así que los sacerdotes, pero sobre todo, los seminaristas, se quedan solos en esta lucha. Y los seminaristas lo tienen más difícil, por ellos, por el ambiente y por las mismas chicas que le consideran objeto de conquista apreciable, en los mismos centros de bachillerato, donde ellos tienen que ir, porque algunos seminarios no lo tienen.

En el Colegio Español de Roma, nos echaron un día la película de Pasolini “El Evangelio según San Mateo”. Y no olvidaré en la vida la escena de Cristo mirando con mirada de amor y misericordia a la adúltera y de la adúltera agradecida y sorprendida ante tanto amor de aquel hombre que la miraba y la amaba de forma distinta a todos los hombres que había conocido. Ningún hombre le había mirado hasta entonces con tanto amor y con tanto deseo de quererla. Aquella mujer adultera no volvió a pecar. No sé si volvería a vivir con su marido; a los mejor formó parte de las seguidoras de Cristo ¡Santa adúltera! Enséñame a mi a mirar y amar a Cristo como tú le amaste! ¡Cristo, enséñame a mirar y amar a la mujer como Tú! Y todavía lo recuerdo, porque me impresionó muchísimo: algunos obispos, –eran otros tiempos, Vaticano II,-- por piadosos, no se atrevieron a ver la película.

Ahora otra mujer: la samaritana, la de los cinco maridos. No sé qué tendría Cristo que las enamoraba. Era una forma distinta de mirar, de hablar, de amar. Yo se lo pido todos los días y sigo aprendiendo. Por eso, la samaritana, al encontrarse con Cristo, reconoció prontamente sus muchos maridos, es decir, sus pecados. Los afectos y apegos desordenados impiden ver a Cristo, creer en Cristo Eucaristía, sentir su presencia y amor. Cristo se lo insinuó, ella lo intuyó y lo comprendió y ya no tuvo maridos ni más amor que Cristo, el mejor amigo.

Señor, lucharé con todas mis fuerzas por quitar el pecado de mi vida, de cualquier clase que sea: “los limpios de corazón verán a Dios”. Quiero estar limpio de pecado, para verte y sentirte como amigo. Quiero decir con la samaritana:“dáme, Señor, de ese agua, que sacia hasta la vida eterna...” para que no tenga necesidad de venir todos los días a otros pozos de aguas que no sacian plenamente. Todo lo de este mundo es agua de criaturas que no sacian. Yo quiero hartarme de la hartura de la divinidad, de esta agua que eres Tú mismo, el único que puedes saciarme plenamente. Porque llevo años y años sacando agua de estos pozos del mundo y, como mis amigos y antepasados, tengo que venir cada día en busca de la felicidad, que no encuentro en ellos y que eres Tú mismo.

Señor, tengo hambre del Dios vivo que eres Tú, del agua viva, que salta hasta la vida eterna, que eres Tú, porque ya he probado el mundo y la felicidad que da. Déjame, Señor, que esta tarde, cansado del camino de la vida, lleno de sed y hambriento de eternidad y sentado junto al brocal del Sagrario, donde Tú estás, te diga: Jesús, te deseo a Ti, deseo llenarme y saciarme sólo de Ti, estoy cansado de las migajas de las criaturas, sólo busco la hartura de tu Divinidad. Quien se ha encontrado contigo, ha perdido la capacidad de hambrear nada fuera de Ti. Contigo todo me sobra. Sin Tí todo me falta. Tú eres la Vida de mi vida, lléname de Ti. “Sólo Dios basta, quien a Dios tiene, nada le falta.”

Y para terminar este tema, otra mujer. Esta dice el Evangelio expresamente que quería tocarle. Casi pecado en mi juventud de seminarista y primeros años de sacerdocio. Sobre ella tengo escrito en uno de mis libros: “Hemorroísa divina, creyente, decidida, enséñame a tocar a Cristo con fe y esperanza”. (Comentario del Evangelio de Mateo 9, 20-26)

¡Hemorroísa divina, creyente, decidida y valiente, enséñame a mirar y admirar a Cristo como tú lo hiciste, quisiera creer y confiar como tú en Jesús, para tener esa capacidad de provocación que tú tuviste con esos deseos de tocarle, de rozar tu presencia con la suya, esa seguridad de quedar curado si le toco con fe, de presencia y de palabra Enséñame a dialogar con Cristo, a comulgarlo y recibirlo. Reza por mí al Cristo que te curó de tu enfermedad, que le toquemos siempre con fe en nuestras misas, comuniones y visitas, para que quedemos curados, llenos de vida, de fe y de esperanza!

“Dijéronle los discípulos: Si tal es la condición del hombre con la mujer, no conviene casarse. El les contestó: No todo entienden esto, sino aquellos a quienes ha sido dado. Porque hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre, y hay eunucos que fueron hechos por los hombres, y hay eunucos que a sí mismos se han hecho tales por amor del reino de los cielos. El que pueda entender, que entienda” (Mt 19, 11-12).

La Biblia de Jerusalén dice textualmente en el Evangelio según San Lucas, capítulo 8: «Mujeres que acompañaban a Jesús»: “A continuación iba por ciudades y pueblos, proclamando y anunciando el reino de Dios; le acompañaban los Doce, y algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus malignos y enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios, Juan, mujer de Cusa, un administrador de Herodes, Susana y otras muchas que le servían con sus bienes”.

Termino con Lucas, en capítulo 7: “Le invitó un fariseo a él, y entrando en su casa, se puso a la mesa. Y he aquí que llegó una mujer pecadora que había en la ciudad, sabiendo que estaba a la mesa en la casa del fariseo y con un pomo de alabastro de ungüento se puso detrás de Él, junto a sus pies, llorando y comenzó a bañar con lágrimas sus pies y los enjugaba con los cabellos de su cabeza y besaba sus pies y los ungía con el ungüento. Viendo lo cual, el fariseo que le había invitado dijo para sí: Si éste fuera profeta, conocería quién y cuál es la mujer que le toca, porque era una pecadora. Tomando Jesús la palabra, le dijo: Simón, tengo una cosa que decirte. El dijo: Maestro, habla. Un prestamista tenía dos deudores; el uno le debía quinientos denarios; el otro, cincuenta. No teniendo ellos con qué pagar, se lo condonó a ambos. ¿Quién, pues, le amará más? Respondiendo Simón, dijo: Supongo que aquel a quien condonó más. Díjole: Bien has respondido, “Y vuelto a la mujer, dijo a Simón: ¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para los pies; mas ella ha regado mis pies con sus lágrimas y los ha enjugado con sus cabellos. No me diste el ósculo; pero ella, desde que entré, no ha cesado de besarme los pies. No ungiste mi cabeza con óleo, y ésta ha ungido mis pies con ungüento. Por lo cual te digo que le son perdonados sus muchos pecados, porque amó mucho”.

¿Qué dirían nuestros feligreses si vieran que alguna mujer tuviera gestos como estos con nosotros en un convite de bodas? Pues que estábamos liados... Pues Cristo no lo estuvo. Y lo que quiero decir también con todos estos pasajes evangélicos es que el celibato no nos impide el amor, el afecto a la mujer; y que hasta llegar al pecado, hay mucho camino o ninguno, si uno ha hecho en serio esta promesa y lucha por mantenerla y no escoge jamás este camino para tratar con la mujer; todo depende de nuestra intención; precisamente porque sabemos que a estímulos ordinarios, reacciones ordinarias; y no hay que dejarse engañar ni por los sentidos, ni por el maligno ni por nadie; en esta materia, nuestro propósito: “nunca, nada, con nadie ...

Desde luego, qué maravilloso eres Cristo, qué valiente, qué manera de amar y dejarte amar; yo también quiero amar y amarte así: qué hombre más libre eres y qué amor limpio y bueno tienes, Señor, hasta del pecado, claro. Ayúdame a amar y ser amado así. Cristo es la única razón de mi celibato.

11.- AYUDAS IMPORTANTES PARA VIVIR EL CELIBATO SACERDOTAL

A) POR LA ORACIÓN DIARIA ESFORZARSE POR VIVIR EL CELIBATO CON AMOR TOTAL A CRISTO  Y A LOS HOMBRES, NUESTROS HERMANOS 

Lo primero que hay que decir es que el celibato es amar gratuitamente a los hombres, en donación total, sin egoísmo carnal.

En el debate actual sobre el celibato podemos encontrarnos con opiniones de hermanos que afirman y consideran el celibato como una condición o precio que han tenido que pagar para ser sacerdotes, pero que ellos no lo aceptan ni lo consideran necesario y te ponen razones bíblicas, teológicas y de todo tipo. No entro en esa dinámica.

Lo que ocurre es que si esa es su mentalidad, no es la mentalidad de una persona que ha sido llamada a identificarse con Cristo en santidad o unión total con Él, en cuyo caso el celibato es una prueba más de su identificación y una exigencia del don recibido, que me llama a identificarme con Cristo Sacerdote, Víctima y Altar de su propio sacrificio.

El celibato, en positivo, es un reto de querer amar a Dios con todo mi corazón, con toda mi alma y con todo mi ser sacerdotal, que me compromete y obliga al amor total y exclusivo y gratuito sin afecto carnal que sería el aspecto negativo, la cara negativa de la plenitud de ese amor. Por lo tanto, el amor célibe es esencial y vivencialmente positivo, por Él y por el reino de los cielos. Es escatológico, es “el esjatón”, el final inaugurado en el tiempo, es lo último hecho presente: el cielo nuevo, la tierra nueva, el amor eterno a Dios y a los hermanos iniciado en el camino hacia la eternidad, es el “serán como ángeles”.

Hay documentos de la Iglesia muy claros hoy sobre la naturaleza y finalidad del celibato. Virgen o Célibe no consiste en no casarse o en mantenerse como un solterón, solterona, no; célibe es una forma específica y experiencial de amar a Dios sobre todas las personas y cosas, es no tener amor y actitudes y comportamientos y compromisos de esposo o esposa sino con Dios, incluso aunque en mis relaciones con otras personas de mi parroquia, en concreto mujeres, no tenga relaciones carnales. Repito, el amor célibe es primariamente virginal, sin amores y actitudes esponsales con criaturas y consecuentemente o como vivencia connatural es casto total de cuerpo, que sería el reverso negativo de este amor total y plenamente gratuito de recompensa afectiva corporal.

Por lo tanto, si mi mentalidad es que el celibato ha sido el precio que he tenido que pagar para ser sacerdote, como no exista el deseo de transformarme en Cristo Sacerdote, esas razones quedan inundadas por el sensualismo actual del ambiente que no protege tanto como antes, aunque con esa mentalidad ahora y siempre será muy difícil vivir el celibato, y como consecuencia, nos será muy difícil ser célibes de corazón por el reino de Dios. Si el sacerdote piensa así, le parecerá excesivo el precio.

Para algunos el celibato tendría que ser opcional. Y fue opcional, pero incluido en la opción sacerdotal, que me obliga a identificarme o tratar de identificarme todos los días en lo que celebro, la Eucaristía, la Acción de gracias al Padre por todos los beneficios que me han venido por la vida nueva y resucitada que hace el Señor presente sobre el altar y de la cual participo y con la cual comulgo, y que mete en mi alma y cuerpo la “sangre derramada” y las llagas de Cristo, que da su vida en amor total al Padre y virginal a los hermanos, con entrega gratuita, en adoración total, con amor extremo, hasta dar la vida. Con ese amor y con esa vida comulgo en el momento central de mi sacerdocio y del cristianismo, de mi seguimiento personal e identificación sacerdotal y victimal con Cristo: “Tened en vosotros los mismos sentimientos de Cristo”; “El que me come vivirá por mí”. Para este amor, para este sacrificio agradable a Dios, para esta vivencia, lo he dicho millones de veces y lo repetiré todas las que pueda y sean necesarias, la oración, la oración, la oración permanente que me lleva al amor permanente y a la conversión permanente. Mil veces caído, mil veces levantado y no pasa nada, porque el amor de Dios cura todas las heridas y limpia mi corazón de toda mancha sin dejar rastro. No me gusta escuchar en las confesiones: me acuso de los pecados de mi vida pasada, porque es como desconfiar de la misericordia de Dios. Y si es por el dolor de la ofensa, ya no queda ni rastro de la herida.

Tengo que ser humilde, aceptar que necesito de su gracia y aceptar con sacrificio de mis instintos su ayuda, que me lleva a veces a identificarme con Cristo crucificado en su cuerpo y sangre derramada. Y pido a mis hermanos y hermanas y a toda la asamblea cristiana que me contempla en mi vida diaria: «Orad, hermanos, para que este sacrificio mío y vuestro sea agradable a Dios Padre Todopoderoso».

El sacerdocio celibatario es una vocación que me llama a amar a Cristo sobre todas las personas, incluido mi propio yo, mis propias inclinaciones egoístas. Y vivir esta lucha es vida celibataria, realizar mi vocación al sacerdocio, a la santidad. No es primero querer ser sacerdote y luego célibe, por exigencias del sacerdocio, sino todo unido; no es una renuncia al amor sino una invitación al amor total, al amor al Padre y su reino con todo mi corazón, con todas mis fuerzas, con todo mi ser, para poder sentirme amado totalmente por Cristo Sacerdote, en mi vocación sacerdotal, en la llamada que me hizo a vivir totalmente identificado con su ser y existir sacerdotal

En el debate actual sobre el celibato podemos encontrarnos con opiniones de hermanos que afirman y consideran el celibato como una condición o precio que han tenido que pagar para ser sacerdotes, pero que ellos no lo aceptan ni lo consideran necesario y te ponen razones bíblicas, teológicas y de todo tipo. No entro en esas pruebas. Lo que ocurre es que si esa es su mentalidad, no es la mentalidad de una persona que ha sido llamada a identificarse con Cristo en santidad o unión total con Él, en cuyo caso el celibato es una prueba de su identificación y una exigencia del don recibido, que me llama a identificarme con Cristo Sacerdote, Víctima y Altar de su propio sacrificio.

Repito: el sacerdocio celibatario es una vocación que me llama a amar a Cristo sobre todas las personas, incluido mi propio yo, mis propias inclinaciones egoístas. Y vivir esta lucha es vida celibataria, realizar mi vocación al sacerdocio, a la santidad. No es primero querer ser sacerdote y luego célibe, por exigencias del sacerdocio, sino todo unido; no es una renuncia al amor sino una invitación del Señor a amar con todo mi corazón, con todas mis fuerzas, con todo mi ser, para poder sentirme amado totalmente por Cristo Sacerdote, en mi vocación sacerdotal, en la llamada que me hizo a vivir su ser y existir sacerdotal.

B) AMOR CÉLIBE ES VIVIR EN DONACIÓN TOTADE AMOR L DE CUERPO Y ALMA A DIOS Y A LOS HOMBRES EN UN MUNDO QUE NO ENTIENDE NI SABE AMAR ASÍ

Vivir el celibato en un mundo así, a veces es esquizofrénico, y continuamente chocante, porque las instituciones, el matrimonio, las costumbres sexuales han cambiado tanto, bueno, la mentalidad del mundo actual, en general, ha cambiado tanto en los veinte últimos años, que te parece vivir en otro planeta, en otro mundo; tu pisas la misma tierra de antes, tienes relaciones con los niños, los jóvenes y los adultos de ahora por tu dimensión pastoral, y te das cuenta que esos niños y jóvenes y adultos no son los que tú conociste cuando eras como ellos, ni los que conociste cuando decidiste ser sacerdote y cuando empezaste tu labor parroquial y pastoral. Así que si hablas con ellos entras en continuas discusiones porque no piensas ni puedes pensar desde el evangelio como ellos y nunca tienes un rato largo de diálogo en el que no tenga que discutir por no estar de acuerdo con lo que dicen o viven. Además, no hace falta que hables con ellos, viendo lo que hacen públicamente ¡Qué horror!; antes los hubieran llevado a la cárcel por escándalo público. Pero eso ya no existe, el escándalo evangélico. Es otro mundo, otra mentalidad, otros matrimonios, otros hombres de otro planeta mental y existencial.

Es decir, que te toca ahora vivir en esta tierra atea, sin Dios, pero tú no piensas, desde tu vida de sesenta o setenta años y desde el evangelio en otras realidades, en otras formas que has visto de vivir el matrimonio, la familia, la juventud... quieres pisar otras calles, otros caminos; por otra parte te encuentras con que la televisión y demás medios modernos de comunicación que se utilizan de la mañana a la noche, por las calles y en las casas, jamás piensan, ni por equivocación, lo que tú piensas y vives y predicas; ahí no existe ni primero ni sexto ni noveno mandamiento, sino que se exalta y bendice todo lo contrario y públicamente. En razón del instinto siempre hubo dificultades en esta materia, porque al no saber amar así la mujer, aunque tú estés preparado y luches, su repuesta siempre va en ese sentido, si no ha aprendido a amarte como tu madre o hermana. Pero es que ahora eso ni se concibe, porque nada más conocer un joven a una chica, ya están pensando en la cama.

Como consecuencia de todo esto, en esta materia del celibato y lo digo claro desde el principio, ni ayudas de tipo psicológico ni terapias ni grupo ni pastillas... todas las ayudas tienen que ser cristianas, espirituales, de vida según el Espíritu Santo; estoy hablando de casos ordinarios, de lo normal; mucha oración ante el Sagrario, mucha victimación en la misa, mucha cruz y sangre derramada, mucho sacrificio de todo, devoción tierna a la Virgen, ser humilde, confesarse siempre y mucha dirección espiritual, si tienes la suerte de tener junto a ti un amigo o un hombre de Dios; no tratar jamás de sustituir el Espíritu de Dios por el de los hombres; ni sustituir el Espíritu Santo por psicólogos; en caso de enfermedad, lo que sea necesario, ir al médico y a los medios curativos humanos; pero ninguna solución puramente humana sino tratar de cumplir lo prometido, amando a Dios sobre todas las cosas y para eso, lo mismo de siempre: oración, oración, oración permanente, y un buen director espiritual, un buen psicólogo de la gracia, de los caminos del espíritu, y mucha humildad, aceptación de sí mismo, sin jamás hundirse y desanimarse, sabiendo que se trata de debilidad y no de malicia, pero que pueden destruir nuestra vida sacerdotal, y si son determinados fallos, podemos causar daños y escándalos irreparables; eso, jamás, jamás.

Como en lo negativo se trata de mortificar la carne, es un reto continuo, y para eso mucha constancia ascética y mucha paciencia, mucha paciencia y poca soberbia para aceptarnos como somos, pobres y necesitados continuamente de la gracia de Dios y sobre todo, como he dicho, vida de oración y conversión permanente, fundamento de toda la vida cristiana, que no hay que dejar nunca, y lo dicho, mil veces caído, mil veces levantado y no pasa nada, absolutamente nada, siempre que me levante, siempre que no me instale y permanezca en el pecado, siempre que diga: perdón, Dios, es la última vez.

Mi soberbia es el mayor peligro; porque yo quisiera ser totalmente limpio de todo, ofrecerle a Dios mi alma y mi cuerpo limpios, más que nada, para no sentirme humillado, más que por su gloria, y ahí está mi soberbia; sin embargo, debo pensar que Dios también me acepta así, porque me lo ha dicho mil veces por su Hijo, me acepta luchando, “simul justus y peccator”, en lucha permanente, siempre levantándome, porque eso indica que le quiero amar sobre todas las cosas y la gracia de Dios terminará venciendo en mí, como en San Pablo:

“Sabemos, en efecto, que la ley es espiritual mas yo soy de carne, vendido al poder del pecado. Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco. Y, si hago lo que no quiero, estoy de acuerdo con la ley en que es buena; en realidad, ya no soy yo quien obra, sino el pecado que habita en mi. Pues bien sé yo que nada bueno habita en mi, es decir, en mi carne; en efecto, querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero. Y, si hago lo que no quiero, no soy yo quien lo obra, sino el pecado que habita en mí.

Descubro, pues, esta ley; en queriendo hacer el bien, es el mal el que se me presenta. Pues me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros.

¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte? ¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!

Así, pues, soy yo mismo quien con la razón sirve a la ley de Dios, mas con la carne, a la ley del pecado” (Rom 7, 14-25).

A mí me parece que se puede interpretar perfectamente mirando los problemas de la carne en relación con la sexualidad. Así piensan algunos autores. Y lo que siente Pablo y lo que dice es para todos los cristianos. Y es Palabra revelada, verdadera. En concreto la Biblia de Jerusalén pone una nota que dice: “7.24 Lit. “del cuerpo de esta muerte”.- El cuerpo con los miembros que lo componen Rom 12,4; 1Co 12, 12-14s, es decir, el hombre en su realidad sensible, 1Co, 3;2, Co 10, 10 y sexual, Rom 4,19; 1 Co 6,16; 7, 4; Ef 5,28, interesa a Pablo en cuanto campo de la vida moral y religiosa”.

Quiero terminar este apartado con el ejemplo de vida y doctrina de San Pablo, sincero como pocos; mira su historia; tiene un problema, que hasta parece que pudiera ser de alguna lacra del cuerpo: “Por tres veces le he pedido a Dios que me libre de este estímulo de Satanás...”; “tres veces” quiere decir que lo lleva muchísimo tiempo, que está cansado y desesperado. Como respuesta a su petición: “te basta mi gracia” y San Pablo sigue luchando; en esta como en otras materias, cuando Dios quiere y nosotros cooperamos, podremos decir con el Apóstol, que siente ya la gracia y la ayuda de Dios, hecha victoria: “Todo lo puedo en aquel que me conforta”; “libenter gaudebo in infirmitatibus meis ut inhabitet in me virtus Christi: me alegro en mis debilidades porque así hago habitar en mi la fuerza de Cristo”; y luego, cuando la gracia de Dios termina venciendo totalmente, dirá: “Estoy crucificado con Cristo; vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi y mientras vivo en esta carne, vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mi”. ¡Fantástico Pablo!

12.-ALGUNAS CAUSAS PRINCIPALES DE LAS TENTACIONES ANTICELIBATARIA Y RETOS PARA SUPERARLAS

12. 1. CAUSAS DE TIPO SOCIÓLOGICO

La sociedad de hoy es muy distinta de la sociedad del pasado y de ayer. En aquellas, el sacerdote tenía su puesto, un puesto preciso y privilegiado, un “status” reconocido por todos: no solo era un hombre que sobresalía por encima de los otros por su formación y cultura, sino que su misión era reconocida como necesaria, es más, como esencial, para una sociedad que era mayoritariamente cristiana en España, hasta en Europa, y aceptaba su relación y dependencia de Dios, su Creador.

Por esto, en la estructura social, el sacerdote era una figura bien definida: era el hombre que se preocupaba de las relaciones de la sociedad con Dios. Su trabajo era, consiguientemente, valorado por todos, al menos, en los grandes momentos de la vida: nacimiento, matrimonio, muerte...

La sociedad de hoy, por el contrario, está fuertemente secularizada: no reconoce una relación pública y social con Dios. Por eso, la religión es un hecho individual, no social. El sacerdote no tiene, pues, un lugar ya en la sociedad actual. Gran parte de esta sociedad secularizada es indiferente a la religión y no comprende la figura del sacerdote ni aprecia su trabajo, considerándolo inútil y sin sentido.

Por otra parte, la sociedad de hoy está también dominada por el hedonismo. Quiere vivir el presente, gozarlo a tope, disfrutar de la vida. En el sacerdote ve un aguafiestas, el hombre de la condena, de la censura continua a su vida de placer, sobre todo, del sexo, por su misma forma de vivir celibatariamente. Es lógico que el sacerdote no encuentre espacio en esta sociedad; no hay lugar para él, ni para su persona, ni para su trabajo ni para su mensaje.

Puede ocurrir que sea aceptado por su cultura o cualidades personales, que sea simpático y amable, o también por su labor caritativa con los pobres y necesitados, pero no es aceptado por aquello que tiene de específico, esto es, por su carácter y misión sacerdotal. Todo este modo de pensar y actuar de la sociedad constituye para el sacerdote una realidad humillante y dolorosa. Además, como hemos dicho, la sociedad actual está altamente paganizada, se profesa y se siente laica.

Otra constatación: La sociedad moderna, además de secularizada, está altamente especializada. En la sociedad anterior se recurría al sacerdote para arreglo de problemas familiares, matrimoniales y de todo tipo. En la actualidad, incluso la dirección espiritual, ha pasado a manos de los profesionales de la psijé: psicólogos, psiquíatras, psicoanalistas... Hasta en algunos seminarios se ha sustituido al Espíritu Santo y al padre espiritual por los especialistas en psicología humana, pero no divina ni de desarrollo de la gracia ni de orden sobrenatural. Hoy, si hay muertes y desgracias masivas, llaman a los psicólogos. No sé qué dirán o cómo actuarán... pero la tele y los periódicos hablan de la “ayuda psicológica”; la ayuda religiosa, incluso para los que son cristianos, parece que no interesa. De este modo al sacerdote solo se le busca para el entierro y no todos, es más, con las incineraciones, todo se ha simplificado. Así que el pobre sacerdote queda tan solo para un resto de Yahvé, verdaderamente creyente y fiel. Lógicamente todo esto hace sufrir al hombre de Dios.

12. 2º. CAUSAS DE ORDEN TEOLÓGICO.

El desarrollo especulativo de algunos temas de la teología actual, sobre todo, la relación Iglesia-mundo, ha revalorizado y, a veces, sobrevalorado, por falta de fe completa y plena, las realidades temporales y mundanas, en detrimento de lo sagrado y ha puesto más el acento en lo intramundano que en lo supermundano, en lo presente que en lo futuro, en lo visible que en lo invisible, en lo temporal que en lo trascendente, en la salvación de aquí y ahora que en la eterna, hasta el punto de que algunos teólogos y sacerdotes de liberaciones, si se descuidan, se ven obligados a trabajar para la salvación y curación de las enfermedades materiales más que para la salvación eterna de los suyos, muchas veces postergada e incomprendida y olvidada por falta de fe verdadera y total, privilegiando así la dimensión horizontal del hombre cristiano sobre la dimensión eterna y trascendente de hijo de Dios, creado para el encuentro y la felicidad eterna con Dios: “De nada vale al hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma”. Mirad y pensad en Hispanoamérica.

La teología actual, por otra parte, en ocasiones, ha realzado los valores del matrimonio y del sacerdocio común sobre la virginidad y el sacerdocio ministerial, con exageraciones y falsas apreciaciones unilaterales que han metido en crisis al sacerdote poco preparado en datos bíblicos y teológicos, no digamos si está herido de afectividad o sufre por causas del apostolado, creándole serias dudas sobre el sentido de su sacerdocio. Mirad a Europa.

Algunos teólogos han llegado a afirmar que es difícil hacer derivar directamente de la Sagrada Escritura del Nuevo Testamento los datos esenciales de la figura del sacerdote vigente hoy en la Iglesia Católica. Otros han puesto en duda la superioridad de la virginidad consagrada sobre el matrimonio; otros, la superioridad del sacerdocio común sobre el ministerial: todo esto ha producido turbación en muchos sacerdotes. Total, que si no teníamos bastante con lo nuestro, al que encuentren desprevenido, si no tiene tentaciones, se las meten.

12. 3º. LA CAUSA PRINCIPAL ES DE ORDEN ESPIRITUAL.

La crisis principal del sacerdote actual y de todos los tiempos es “sin mí no podéis hacer nada”;  tiene su raíz principal en la crisis de espiritualidad, de unión con Cristo por la fe y el amor, que sacude a todo el mundo cristiano especialmente en estos últimos tiempos, con la “teología de la muerte de Dios”, “teología de la secularización”, golpeando el aspecto trascendente y sobrenatural del cristianismo y, con mayor razón, del sacerdocio, que no tiene otra razón de existir, que extender y hacer vivir la fe cristiana en Dios y en lo eterno.

En el lugar de Dios, se ha puesto al hombre. La antropología ha sustituido a la teología. Como consecuencia, el mundo y sus valores terrenos han sustituido a la religión, a los valores espirituales y evangélicos, como son el amor de Dios, la gracia, la oración, el reino de Dios, el amaros como yo os he amado, la vida eterna.

El misterio de Cristo crucificado vuelve a ser incomprensible y sin sentido. De aquí nace la estima y la exaltación de los valores terrenos, como la sexualidad, la libertad y la autonomía del hombre frente a todo, y como consecuencia, la crisis de relación con Dios por los actos de piedad, por el cumplimiento de sus mandatos y consejos.

Especialmente, como repito una vez más, se ha producido crisis de la oración, y, como consecuencia, crisis de amor y entrega personal a Dios, renunciando a la propia voluntad y a los propios proyectos, para cumplir los de Dios, todo lo cual da lugar a la crisis del sacerdocio, que está fundado en la fe y en el amor personal a Cristo, que se alimenta de la oración y de la Eucaristía, que exige la donación total a Dios y a los hombres mediante la Palabra de Salvación y la celebración del misterio redentor de Cristo.

Se comprende, por tanto, que aquellos sacerdotes, que han respirado, sin reaccionar en contra, la atmósfera de esta lluvia ácida del “ateísmo teológico”, muchas veces producido en los mismos Centros de Estudio o en la misma Universidad, difundido por libros, editoriales o revistas concretas, sufran también la crisis existencial sobre su ser y existir sacerdotal. Con la crisis de fe verdadera y evangélica, es lógico que se produzca enfriamiento de la vida espiritual, la rutina en el culto, una progresiva acedia espiritual, huida sistemática del sacrificio y la renuncia por el reino de los cielos, porque esta teología, al margen de la Iglesia, ha matado o por lo menos ha herido fuertemente la ilusión sacerdotal.

Todo esto, repito, no es que produzca una pérdida de la fe, sino enfriamiento de la vida y prácticas de fe y del amor directo y personal a Jesucristo, fundamento y razón de nuestro sacerdocio. Y todos sabemos, por propia experiencia, que, cuando se trata de seguir a Cristo, las pequeñas-grandes cautelas, dictadas desde la experiencia humana y divina, la prudencia, la abnegación de los sentidos por seguir a Cristo Crucificado, desde la fe seca y no siempre sentida, por eso es fe, siempre son necesarias. Muchas de estas imprudencias han comprometido seriamente nuestro seguimiento de Cristo en castidad y obediencia.

Qué alegría da ver a sacerdotes jóvenes y mayores reconocer las dificultades, pero alegres por la superación constante de las mismas, sin desanimarse, sin crisis de desencanto, sacerdotes plenamente realizados que te dicen que millones de veces que naciesen serían sacerdotes, por encima y a pesar de todo, porque Cristo les ha seducido y el ministerio sacerdotal les ha realizado plenamente y encantado. Y de estos existen muchos, muchísimos, la mayoría. sacerdotes que no se cansan de luchar y han vencido y seguirán venciendo la carne, la tibieza de los suyos, las iglesias vacías, el paganismo religioso, porque su mirada y su amor y esperanza está dirigida y cimentada en Cristo:: “Por lo cual rebosáis de alegría, aunque sea preciso que todavía por algún tiempo seáis afligidos con diversas pruebas, a fin de que la calidad probada de vuestra fe, más preciosas que el oro perecedero, que es probado por el fuego, se convierta en motivo de alabanza, de gloria y de honor en la Revelación de Jesucristo. A quien amáis sin haberle visto; en quien creéis, aunque de momentos no le veáis, rebosando de alegría innegable y gloriosa; y alcanzáis la meta de vuestra fe, la salvación de las almas” (1Pe 1-6-8).

13.- AYUDAS PARA SALIR DE LA CRISIS

Al escribir estas notas, mi principal propósito era poner en evidencia algunas de las tentaciones modernas del sacerdote, descubrir un poco sus retos, acentuando un poco sus causas. Pero creo que no quedarían completas, sin añadir alguna terapia de las mismas y alguna medicina de sanación. En el fondo ya las he dicho o al menos, insinuado. Voy a tratar de completarlo un poco.

13. 1º AYUDAS TEOLÓGICAS.

Aunque la crisis sea más de vida que de teoría, habrá que empezar confesando que una buena preparación teológica ayuda mucho a resolver estos problemas sacerdotales. Y cuando digo buena, quiero decir que sea correcta y esté dentro de la doctrina de la Iglesia. En este sentido tengo que decir que ahora, los documentos que vienen del Vaticano, son estupendos en todos los sentidos. Antes eran puramente hechos de teología teórica y abstracta. Hoy son directos, vitales, comprensibles a la primera y aplicables inmediatamente, más que de un Papa o Congregación, parecen de un párroco a sus feligreses.

Pero aquí mismo se plantea el problema: porque hay teólogos y teólogos. Por eso se necesita cierto olfato espiritual. Para alguno esto es cosa fácil, lo perciben a la legua. Les basta hojear un libro, escuchar dos minutos a una persona, y ya saben de qué va la cosa, qué vivencia tiene del Misterio cristiano. Y qué paradojas, a veces; qué alturas y que ignorancia de los caminos de Dios. Debemos tener todos los días dos horas de estudio teológico, que se convierten sin querer muchas veces en oración, y no pongamos excusas de tiempo, porque todo es cuestión de estar convencidos. Esto es como el hacer oración todos los días; algunos la dejan para cuando tengan tiempo y terminan el día sin hacerla, porque no tienen tiempo.

Lo más importante es estar convencido, y tener un horario concreto y determinado, según circunstancias, porque el que no lo ponga a una hora determinada, nunca tendrá tiempo para hacer la oración. Igual el estudio, que para nosotros es oración-reflexión-meditación. Y si un día, una semana, no se pudo hacer, no pasa nada. Porque resta el año entero. Lo importante es estar convencido; esto me llevará al sacrificio, si me cuesta estudiar y leer, pero, como estoy convencido y me doy cuenta del bien que me hace, lo haré y me hará mucho bien, porque será una formación permanente.

Hoy hay muchos y buenos libros sobre teología, de vida espiritual, de sacerdocio. Hoy, gracias al Espíritu de Dios, los documentos de la Santa Sede, principalmente postconciliares, como acabo de decirte, parecen que están hechos por párrocos y dirigidos a nuestros feligreses; son sencillos, se entienden a la primera, te dan ideas para predicar homilías, para vivirlos ahora mismo.

El clero actual debe ahondar en su identidad sacerdotal, empezando por los documentos conciliares y papales. Nunca han existido tantos y tan buenos sobre el sacerdocio. Bastaría con los publicados durante el Papado de Juan Pablo II y Benedicto XVI. En cualquier librería encuentras una lista interminable. Lo importante, como te he dicho, el olfato. Y si no lo tienes, por lo que sea, preguntas a gente que te ofrezca confianza. En algunos temas: Sacerdocio, Eucaristía, oración, espiritualidad, da la sensación de que ya no se puede decir más y mejor.

Para esto es buena una formación permanente del clero, que esté orientada principalmente a la formación espiritual del sacerdote, y que no sea el teólogo o la persona de turno, que nos viene a hablar de conceptos, problemas o teología puramente racional, que no ayudan muchas veces, por el tema o el modo, a la vivencia de la fe, del sacerdocio o de la vida espiritual.

El sacerdote no puede olvidar el estudio y la oración de estos temas para servir mejor a la Iglesia y a sí mismo en gozo y paz. Pediría a la formación permanente, que fuera eso: primero, formación y no pura información aunque sea de temas sacerdotales y teológicos; será formación permanente si lleva consigo el deseo de la actualización permanente de mi identidad sacerdotal, la renovación permanente de mi ser y existir sacerdotal en seguir a Cristo sacerdote. Si no realiza esto, si no sirve para esto, si no salgo enfervorizado, no es formación permanente. Será información permanente. Por eso, a modo de consejo, no de ley:

—Hay que orientar el estudio, la formación permanente, bebiendo y acercándose más a las fuentes bíblicas, teológicas, litúrgicas de lo que soy: Presencia visible y sacramento de Cristo para continuar su misión.

—Hay que orientar el estudio teológico a vivir “en Espíritu y Verdad”, en Espíritu Santo, a vivirlo según la vida en el Espíritu, esto es, espiritualmente. La Espiritualidad sacerdotal es vida dada y suscitada por el Espíritu de Cristo, no por el nuestro.

13. 2º. VIVIR  Y VOLVER CONTINUAMENTE  A LA ESPIRITUALIDAD SACERDOTAL

     Espiritualidad desde su origen sacramental, donde la “lex orandi”, la oración de ordenación, se convierte en “lex credendi” y “lex operandi” por la gracia de Dios dada en el sacramento y la actualización permanente del sacerdote. Este tema lo tengo tratado en un artículo que publicó la Revista Sacerdotal SURGE: La espiritualidad del presbítero emanante de la oración de ordenación. Me había inspirado a su vez, en su parte litúrgica, en un libro de mi amigo, D. Aurelio García, Delegado de Liturgia de Valladolid que muchas veces prologa mis libros y ahora trabaja en la Congregación de Liturgia en Roma. Al poner ahora algunas notas brevísimas del mismo, voy a empezar por el mismo editorial que publicó ese día la Revista, por la relación que tiene con todo lo que vamos tratando.

¡NO TODO VALE! NECESITAMOS CLARIDAD

(Editorial de “Surge”)

Nos hacemos eco de una necesidad que se nos impone imperiosamente a los sacerdotes: la de buscar la claridad y vivir en ella. Los parones en la vida están relacionados con la pérdida de visión sobre metas, caminos y pasos que dar. ¿Quién se arriesga a dar un paso en total oscuridad? A los sacerdotes esta situación nos afecta desde una doble perspectiva: como personas y como presbíteros. Somos personas de la luz y necesitamos la claridad.

En el mismo momento en el que falta la claridad, se hace presente sin más la confusión, que, en nuestro caso, se manifiesta en el lenguaje, pasando a la mente hasta llegar a la misma vida; y es entonces cuando empieza a regir el “todo vale”. Salta a la vista la correlación que existe entre la confusión de lenguaje, la confusión de mente y la confusión de vida. El sacerdote debe salir de la confusión; nos corresponde vivir y actuar desde la claridad.

Pero podemos decir algo más. Tenemos que reconocer que no resulta tan fácil buscar la claridad, y actuar y vivir en ella; y cabe la posibilidad de situarse en la confusión, o porque, permaneciendo mucho tiempo en la oscuridad, se habitúe uno a ella y pierda la capacidad de vivir en la luz, o también porque interese en momentos concretos utilizar la confusión. De hecho, practicar la confusión es la forma más eficaz de asegurar la paralización de la vida personal y social. La utilización del “todo vale” lleva a la pérdida de definición y, consecuentemente, incapacita para la respuesta. La aplicación de lo que acabamos de decir podemos verla sin alejarnos de nuestro contexto.

“No todo vale” en la espiritualidad del sacerdote. No basta la referencia al Evangelio, ni el seguimiento a Jesucristo: se necesita seguirle como presbítero; no basta la referencia a la Iglesia, viviéndose miembro del Pueblo de Dios: se necesita vivirse presbítero en la comunidad eclesial; tampoco basta con que cada uno se acomode a la espiritualidad que más le agrade, sino la que se deriva de la misma ordenación de presbítero.

“No todo vale” en la presentación que podemos hacer de la vida cristiana y de la comunidad en su relación con la Eucaristía. No basta la referencia optativa del cristiano, como si pudiera darse vida cristiana al margen de la Eucaristía, y que la participación en ella respondiera a una actitud devocional: tanto la vida cristiana como la comunidad necesitan la Eucaristía constitutivamente.

“No todo vale” en el momento de potenciar el laicado dentro de nuestras iglesias. No basta con fundamentar los ministerios laicales, abrirles a nuevos horizontes y motivar a los laicos a su corresponsabilidad eclesial —tarea que debe hacerse—; se necesita situarlos en su relación con el ministerio ordenado, del que no se puede dudar. La potenciación del laicado está presuponiendo hoy la promoción del sacerdocio ministerial. No existe garantía de la promoción del laicado si no incluye la relación adecuada con el sacerdocio ministerial.

“No todo vale” en la vida social. No basta con marcar los objetivos y no tener en cuenta los medios; se necesita que la verdad y los derechos más elementales del otro aparezcan como valores que se respetan. El “todo vale” para conseguir los propios objetivos está convirtiéndose en ley en nuestra sociedad.

“No todo vale”. Necesitamos claridad. ¿Dónde buscamos la luz?

13. 3.  PORQUE LA LUZ Y LA FUERZA NOS VIENEN  DEL SER Y VIVIR SIEMPRE EN CRISTO SACERDOTE

Toda esta espiritualidad eucarístico-sacerdotal de víctima y ofrenda de todo nuestro amor y vida con Cristo al Padre está maravillosamente expresada en la última promesa que el Obispo pide al ordenando:

¿Queréis uniros cada día más a Cristo, sumo Sacerdote, que por nosotros se ofreció al Padre como víctima santa, y con Él consagraros para la salvación de los hombres?.

Los elegidos responden: Sí, quiero con la gracia de Dios.

“La acción de gracias al Padre y la epíclesis del Espíritu Santo se centran en las palabras de Cristo que instituyen la Eucaristía. Todo lo que el Señor ha hecho en favor de los hombres, en la creación y en la historia de la salvación, está ahí significado y actualizado en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo, tras haber sido escuchadas las palabras de la institución. La invocación al Espíritu Santo para que realice las maravillas del Señor en la consagración del pan y del vino es escuchada con las palabras de la institución, que son promesa cierta que realizan los que significan, la presencia del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, la presencia real de la persona del Hijo crucificado y resucitado.

La presencia sacramental de Cristo es para la Iglesia el resumen de todas las maravillas de la creación y de la historia de la salvación; no se puede recibir en este mundo nada más grande y fuerte que el Cuerpo sacramental de Cristo, su presencia real con todas las riquezas de su Reino. Y como sólo se reciben estas realidades mistérica y sacramentalmente en la Misa, nosotros vivimos su esperanza y su espera con tensión y estímulo en la vida hacia la manifestación de Cristo y de su Reino en la gloria.

Pero la Iglesia peregrina ya reconoce en el misterio la presencia íntima de Cristo en el sacramento de su cuerpo y de su sangre, ya vive con alegría el reino que se esconde en ella, y puede, por tanto, aclamar a Cristo diciendo: “Este es el Misterio de la fe. Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!”10.

El ministerio de los Sacramentos exige, pues, espiritualidad profunda en el que los administra, porque es Cristo quien bautiza, quien reconcilia, quien ofrece la Eucaristía; por lo tanto debe ser signo claro y transparente de Cristo. Presta visibilidad y corporeidad a los gestos salvadores del Señor. Una prestación puramente externa, sin identificación e implicación interior, no recoge el alma de los gestos de Jesús. No se pueden hacer los gestos de Cristo sin el espíritu de Cristo. Ser símbolo de Cristo, especialmente en la Eucaristía, lleva a convertir la propia vida en “Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros...” Simbolizar a Cristo en la Reconciliación comporta identificarse con la misericordia de Jesús y encarnarla en las actitudes propias. Representarlo en el Bautismo entraña comprometerse en ese gesto de Jesús de engendrar y reengendrar a la comunidad. En la dinámica de los sacramentos el sacerdote queda implicado hasta su misma raíz. Esta identificación con Cristo en la celebración sacramental hace del presbítero un buscador infatigable de Jesús en la oración y el seguimiento... Sólo un profundo hábito de meditar los misterios de Cristo, el esfuerzo por imitarle y la oración incesante, permitirán al sacerdote ser  viviente de Jesús.

Esta identificación con Cristo en la celebración sacramental hace del presbítero un buscador infatigable de Jesús en la oración y en el seguimiento... Sólo un profundo hábito de meditar los misterios de Cristo, el esfuerzo por imitarle y la oración incesante, permitirán al sacerdote ser viviente de Jesús. Voy a citar las palabras del entonces cardenal Joseph Ratzinger, hoy Benedicto XVI, al término de su intervención en el Sínodo de los obispos de 1990 sobre la formación de los sacerdotes, donde trazaba el perfil espiritual de los sacerdotes de hoy con las siguientes palabras: “Lo que resulta esencial y fundamental para el ministerio sacerdotal es su profundo vínculo personal con Cristo... El sacerdote debe ser un hombre que conoce a Jesús íntimamente, que lo ha encontrado y ha aprendido a amarlo. Por esta razón debe ser sobre todo un hombre de oración, un hombre verdaderamente religioso. Desde la íntima comunión con Cristo crece espontáneamente también la participación en su amor por los hombres, en su voluntad de salvarles y de servirles...”.

13. 4º. “DEPRECATOR MISERICORDIAE DEI”: IMPLORANTE SIEMPRE DE LA MISERICORDIA DE DIOS.

La Oración de Ordenación pide en tercer lugar que los presbíteros imploren la misericordia de Dios por el pueblo a ellos encomendado y por todo el mundo11. Para comprender mejor su contenido hay que relacionarlo con la nueva pregunta que se ha añadido en la actual edición:

“¿Estáis dispuestos a invocar la misericordia divina con nosotros, en favor del pueblo que os sea encomendado, perseverando en el mandato de orar sin desfallecer?”

La tercera función necesaria del presbítero es ser orante. Al igual que los Apóstoles, a imitación del Maestro, el presbítero debe dedicarse asiduamente a la oración, tal como mandó el Señor (Hech 6,4). La oración del presbítero es una oración apostólica, porque es una misión encomendada sacramentalmente. No se refiere exclusivamente al rezo de la Liturgia de las Horas, como aparece en la Homilía, sino que se trata de un principio amplio de la espiritualidad sacerdotal desarrollado por el Vaticano II: los presbíteros son hombres y maestros de oración12.

Al ser constituidos sacramentalmente en pastores del Pueblo de Dios, oran al Padre por el pueblo a ellos encomendado y por todos los hombres. Es una función intercesora y pastoral, además de una misión encomendada por la Iglesia, que manifiesta su naturaleza orante. El presbítero ora en nombre de la Iglesia, por la Iglesia, con la Iglesia y en la Iglesia, haciendo de su oración una ofrenda de alabanza y acción de gracias a Dios Padre.

Los santos vivieron con singular intensidad esta mediación intercesora, identificándose totalmente con los sentimientos de Cristo. Valga como ejemplo este maravilloso texto de San Juan de Ávila:

“El sacerdote en el altar representa, en la misa, a Jesucristo Nuestro Señor, principal sacerdote y fuente de nuestro sacerdocio; y es mucha razón que quien le imita en el oficio lo imite en los gemidos, oración y lágrimas, que en la misma que celebró el Viernes Santo en la cruz, en el monte Calvario, derramó por los pecados del mundo: “Et exauditus est pro su reverentia”, como dice San Pablo. En este espejo sacerdotal se ha de mirar el sacerdote, para conformarse en los deseos y oración con Él; y, ofreciéndolo delante del acatamiento del Padre por los pecados y remedio del mundo, ofrecerse también a si mismo, hacienda, honra y la misma vida, por sí y por todo el mundo; y de esta manera será oído, según su medida y semejanza con Él, en la oración y gemidos” (Tratado del Sacerdocio).

La identidad fundamental del sacerdote católico radica básicamente en haber sido elegido por Dios y por la Iglesia para entregar su vida a la comunión con Cristo, sacerdote e intercesor, primero, mediante el sacrificio eucarístico; luego, con la liturgia de las Horas y la oración contemplativa; para servir a Cristo profeta proclamando y enseñando la palabra de Dios; para reunir la comunidad eclesial en nombre de Cristo Pastor por la fuerza del Espíritu Santo. Cuando el carácter sacerdotal del presbítero mantiene el equilibrio de las tres funciones esenciales de su ministerio, su espiritualidad lo define y marca específicamente como hombre del sacrificio eucarístico, de la oración litúrgica y contemplativa.

La verdadera identidad del sacerdote reside en que participa específicamente del sacerdocio de Cristo, en que es una prolongación del mismo Cristo, Sumo y Único Sacerdote de la Nueva y Eterna Alianza: el sacerdote es una imagen viva y nítida de Cristo sacerdote, “una representación sacramental de Jesucristo, Cabeza y Pastor”13.

En una época en que el sacerdocio ministerial tiene que renovarse en lo que tiene de especifico y tiene que adaptarse santamente a las circunstancias del mundo moderno, el oficio supone para los sacerdotes un refrigerio para su vida interior que les ayuda a profundizar en su acción ministerial”14.

La celebración eucarística es, pues, el compendio de todo el ministerio del sacerdote: servicio de la Palabra, servicio de la presencia de Cristo, servicio de la autoridad del Espíritu.

En su preparación diaria para celebrar la Eucaristía, el sacerdote puede decir con el salmista:

“Tú, Señor, eres mi copa y el lote de mi heredad,

mi destino está en tus manos.

Me ha tocado un lote delicioso,

¡qué hermosa es mi heredad!

Me enseñarás la senda de la vida

me llenará de gozo en tu presencia,

de felicidad eterna a tu derecha” (Salmo 5,5ss,).

Por el sacramento del Orden, Dios renueva en el presbítero el Espíritu de Santidad, que hace santa su vida, garantiza la Comunión con Dios, renueva su interior y le fortalece para santificarse y poder santificar, formando a Cristo Cabeza y Pastor en su ser y existir como lo hizo en el seno de María. El Espíritu Santo es el principio dinámico y vitalizador del ministerio presbiteral y sólo con su gracia fructifica el anuncio del Evangelio en el corazón de los hombres. Los sacramentos manifiestan, en sus gestos y palabras, la presencia y la acción salvadora de Cristo por el Espíritu Santo.

CONCLUSIÓN: IMITA LO QUE CONMEMORAS...

La liturgia de la ordenación de los presbíteros contiene una antigua oración que acompaña la entrega del cáliz y la patena al neopresbítero y que termina con estas hermosas palabras, ya mencionadas anteriormente, que resumen toda la espiritualidad sacerdotal:

“Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor”.

Dios quiera que estas palabras resuenen siempre en la vida de sus presbíteros como eco de la liturgia de la ordenación. La Iglesia nos pide en esta oración que seamos conscientes de lo que celebramos en ese momento para vivirlo luego durante toda la vida. Vive durante toda la vida lo que un día celebraste en tu ordenación.

El momento celebrativo de la ordenación se convierte para los presbíteros en el momento fontal de su espiritualidad y de su ministerio por la unción del Espíritu Santo, que les configura a Cristo y a su misión salvadora, para construir el pueblo santo de Dios para la consumación de la Historia de la Salvación.

La ordenación es ya el inicio de la misión; y la misión no es más que prolongar durante toda la vida la unión gozosa que el Señor dispuso, por manos del Obispo, en la ordenación presbiteral. El nuevo Ritual de Ordenación es un precioso instrumento que la Iglesia pone en nuestras manos no sólo para celebrar dignamente este sacramento sino también para meditar y aclamar el insondable misterio de amor que Dios realizó en nuestra vida por la ordenación presbiteral.

Aquí se fundamenta su espiritualidad, su grandeza y, a la vez, pequeñez, el todo y la nada del ser y existir sacerdotal, condensado magistralmente en aquellas preciosas palabras, atribuidas a San Agustín, que yo vi y leí muchas veces, sin entenderlas, en un cuadro de la sacristía de mi pueblo Jaraíz de la Vera, cuando aún era monaguillo, y que más tarde pude traducirlas siendo seminarista:

   “O sacerdos, tu qui es?

   Non es a te, quia de nihilo.

   Non es ad te, quia mediator ad Deum.

   Non es tibi, quia sponsus Ecclesiae.

   Non es tuus, quia servus omnium.

   No es tu, quia Deus es.

   Quid ergo es?

   Nihil et omnia, o sacerdos.

   ¡Oh sacerdote ¿quién eres tú?

   No existes desde ti, porque vienes de la nada.

   No llevas hacia ti, porque eres mediador hacia Dios.

   No vives para ti, porque eres esposo de la Iglesia.

   No eres posesión tuya, porque eres siervo de todos.

   No eres tú, porque representas a Dios

   ¿Qué eres, por tanto? Nada y todo, oh sacerdote.

14.-  AYUDAS PASTORALES

El ideal pastoral del sacerdote consiste, como nos lo dicen muy claro los documentos Conciliares y Papales y de la Sagrada Congregación, en vivir según Cristo Pastor, en prestarle a Cristo nuestra humanidad, para que Él pueda seguir realizando el reino de Dios en la tierra, mediante su sacerdocio en nosotros, que es nuestro ministerio sacerdotal: Palabra, Sacramentos, Guía del pueblo santo, fraternidad sacerdotal, obediencia al Obispo, unión pastoral, vida más comunitaria...Al margen de todo esto, y pensando en cada uno de nosotros, que estamos ordinariamente solos en nuestra parroquia, yo aconsejaría para los tiempos actuales y difíciles:

1º. PASTORAL DE LA FIDELIDAD, NO DEL ÉXITO INMEDIATO EXTERNO: LA DEL “SIERVO DE YAHVE”.

Nuestra misión apostólica es evangelizar y bautizar a los que crean. Nunca fue fácil. Hoy menos. La inapetencia religiosa hace más cruel y arduo el trabajo pastoral. Hemos pasado de ser importantes en la sociedad a ser insignificantes. El periódico regional de Extremadura, “HOY” de Badajoz, en las páginas dedicadas a Plasencia, tiene un rincón que precisamente titula “Mi rincón favorito”; pues bien, en el largo tiempo que lleva saliendo, todavía no ha sacado a ningún sacerdote o yo no lo he visto, y eso que lo leo todos los días, porque nos lo regalan. Han salido toda clase de personas, las consideradas relevantes como irrelevantes, pero curas, ni uno. Y es que somos insignificantes para estos medios que influyen tanto en la sociedad. “¿No han sido diez los curados, dónde están los otros nueve...?” Aunque nada más fuera por agradecimiento a tantos bautizos, bodas, entierros, que les hacemos, o a tantas iglesias preciosas y monumentos artísticos que guardamos...

El Padre sólo nos pide fidelidad a lo que somos y hacemos, como se la pidió a Jesús en los momentos importantes de su vida. Esta voluntad del Padre, como a Cristo, nos hará pasar por la pasión y la muerte, para llevarnos a todos, sacerdotes y feligreses, a la resurrección y a la vida eterna. Eso es pastoral y para eso es toda la pastoral. ¿El modo? Paciencia, mucha paciencia, y nada de esperar fruto inmediato y visible. Dios es Dios. Él sabe más. Pero debemos hacerlo todo bien y con coherencia. Dios no es tiempo, no es llevado por el tiempo, al actuar en la historia de Salvación. “Entonces fueron los criados a decirle al amo: ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde sale la cizaña? El les dijo: un enemigo lo ha hecho. Los criados le preguntaron: ¿Quieres que vayamos y arranquemos la cizaña? No, que podríais arrancar también el trigo. Dejadlos crecer juntos hasta la siega, y cuando llegue la siega diré a los segadores: Arrancad primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo almacenadlo en mi granero”.

Nuestro Dios es un Dios paciente y de mucha misericordia. Imitémosle. Sobre todo y sobre todas las cosas confiemos en Él.

Tampoco nadie esperaba, después de un siglo de marxismo comunista, lo que ya ha sucedido y hemos olvidado y ha sido uno de los milagros mayores de la historia; lo que pasa es que todo se olvida y más hoy con tantas noticias diarias, me refiero a la caída del comunismo. Y ahora Rusia convertida casi en reserva espiritual de Europa. En la última Pascua ortodoxa en Rusia, allí estaba el Presidente Putin con todo su gobierno, mientras que en la católica España, su presidente y la mayoría de su gobierno no es que no estuviera, es que están haciendo todo lo posible para que los españoles no estén. Pero siempre “razonándolo”.

FIDELIDAD: el éxito visible ayuda, pero no es imprescindible. El éxito de Dios, a diferencia del humano, se escribe más con rasgos invisibles que visibles: “Dios está siempre cerca de los que le invocan”. Lejos de caer en la desilusión, en la nostalgia, en encerrarnos en nosotros por complejos e inseguridades, vayamos a la misión, al mundo como servidores pobres de medios pero seguros en la acción de Dios, identificados con Cristo, que no buscó su gloria personal sino recorrer los caminos señalados por el Padre. Hoy hay que poner más la vista en la siembra que en la recolección.

 2º. PASTORAL DE LA CONFIANZA TOTAL EN DIOS, ESPERANDO SIEMPRE CONTRA TODA ESPERANZA HUMANA.

Es el momento de escuchar a los grandes apóstoles, de escuchar a Pablo en un mundo pagano y unos cristianos que no acababan de serlo plenamente: “Todo lo puedo en aquel que me conforta” “me alegro en mis debilidades, porque así reside en mi la fuerza de Cristo”. Este grito de Pablo le vino al corazón y a su mente después de haber puesto su confianza en las fuerzas humanas y creer que el apostolado dependía de él. Dios le purificó mediante el fracaso apostólico externo y aparente, para llegar luego a la verdad: “Sé de quién me he fiado y he puesto en él mi confianza”.

La marcha del mundo actual, sobre todo europeo, el eclipse progresivo de la fe suscita preguntas inquietantes: ¿Quedará la Iglesia reducida a una comunidad residual? ¿Estaremos en una era postcristiana? ¿Europa será del Islám? Cuando los fenómenos sociales son difícilmente comprensibles y, además, sospechamos que las cosas irán a peor, la perplejidad deja paso a la desconfianza: ¿Está dormido Yahvé? ¿Se ha extinguido el Espíritu? ¿Dónde está la fuerza de Dios? ¿Dónde está la eficacia del Evangelio?

Lo peor, la noche de la fe eclesial es todavía más trágica, si a uno le falta la experiencia de la noche de fe personal, las noches de la fe y el amor y la esperanza de san Juan de la Cruz... Porque al haber pasado por esta “noche cerrada”, “sin vislumbre de aurora”, uno ya está curado de espantos. Pero siempre se sufre.

Por eso, en estos momentos es preciso alumbrar o reformular una espiritualidad y pastoral de la CONFIANZA EN DIOS, de esperar sólo en Él, de creer sólo en Él, de apoyarse sólo en Él. Así prepara el Señor a los suyos, a sus apóstoles, a sus santos, a sus amigos, a su Iglesia, mediante las noches del sentido y del espíritu, tan maravillosamente descritas por San Juan de la Cruz.

Los que pasan por aquí, como Dios los redujo a la nada de sí para llenarlo del Todo de Dios, no se asustan por nada: “para entenderlo todo, no hay que entender nada; para poseer todo, no hay que poseer nada...” sólo así Dios, que es Todo, puede llenar la nada de la criatura.Hagamos con San Pablo, mediante la purificación de nuestra fe, esperanza y caridad, un camino hacia lo esencial de la Iglesia, hacia lo interno que somos y llevamos dentro, hacia nuestro ser en Cristo sacramento de Salvación, a pesar de todas las apariencias externas.

Nadie creyó a los tres pastorcitos de Fátima, y menos cuando el comunismo estaba en todo su vigor y poder, pocos creyeron que con sólo rezar el rosario se vendría abajo aquel imperio poderosísimo, impenetrable, del “telón de acero” y del “muro de Berlín”. Pero la Virgen pudo más que la ONU y todos los ejércitos y estados del mundo y todas las bombas atómicas. Y todo se vino abajo. La Virgen nos da confianza y si se lo pedimos, Ella nos da “conocimiento interno” de que Jesucristo es el centro y la clave de la Historia. También ella tuvo que pasar las noches de la fe creyendo que era Dios su hijo, el que moría en la cruz y había nacido en sus entrañas…

San Pablo, apoyado en la Palabra de Dios, sin ver nada de éxito, camina en la fe y confianza en Dios. Y, en medio de sus desvalimientos y fracasos, empieza a descubrir que la gracia, la fuerza de Dios, aparentemente débil e insignificante para el mundo, es más fuerte que la fortaleza de los hombres: “lo débil de este mundo lo ha escogido Dios para confundir a los fuertes...”; “Vírtus in infirmitate perficitur”,la virtud se fortalece en la debilidad. Dios sigue actuando en la debilidad y en la flaqueza de sus enviados, de sus medios pobres, en la debilidad de lo humano. San Pablo llega a gozarse de sus impotencias pastorales frente al prepotente mundo grecorromano paganizado, porque así obliga a la gracia de Cristo a actuar más fuertemente en él y en los evangelizados.

Resumiendo: no son tiempos de apoyarse en lo nuestro, de fijarse y ver si la semilla crece o no crece externamente, de ver las iglesias llenas o vacías, de dar sacramentos a todo pasto, de no exigir los mínimos para ser cristianos, lo indispensable para que los sacramentos den gloria a Dios y santifiquen a los hombres; sino de confiar ciegamente en la fuerza de Dios, de saber que dará su fruto cuando Dios quiera, pero que lo dará, de seguir haciendo bien las cosas, haciendo lo que se pueda y lo que no, se compra hecho, con mucha oración y súplicas, con mucha oración ante el sagrario y ante la Virgen, madre de la Iglesia y de todos los hombres.

 3º. SON TIEMPOS DEL HACER LO QUE SE PUEDA Y LO QUE NO, COMPRARLO  HECHO POR LA ORACIÓN.

En razón de lo dicho anteriormente, nosotros sólo sembramos, Dios es el único que sabe el tiempo de la cosecha. La prisa frenética del “Hay que hacerlo todo” y la pasividad y apatía apostólica “no se puede hacer nada” tienen la misma raíz: “Hemos de hacerlo nosotros”. Pues hemos de cambiar de mentalidad, porque la conducta apostólica de Jesús descalifica ambos extremos. No predicó en el mundo entero, no curó a todos los enfermos de cuerpo y alma, no sació a todos los hambrientos, no convirtió a todos, no todo le salió bien según nuestros criterios humanos, fracasó totalmente en la cruz, se quedó más solo que la luna... y ¿qué pasó? pues que todo eso entraba dentro de los planes del Padre, para llevarnos a todos por su pasión y muerte y fracaso aparente a la resurrección y la vida.

La Iglesia, desde sus orígenes hasta ahora, ha pasado por épocas peores. Hace pocos años la izquierda de este país quemó iglesias y mató a curas, a muchos curas, frailes y monjas y seminaristas y cristianos. Hasta gitanos cristianos. Ahora lo están haciendo igual, pero sin matar físicamente, sino moralmente: quitando la enseñanza religiosa de la Escuelas, de la Universidad, de los centros educativos; aprobando todo lo contrario de lo que afirma la Iglesia en relación con la vida y los matrimonios: relaciones prematrimoniales, parejas de hecho, abortos, eutanasias, uniones homosexuales, manipulación de vidas humanas en fetos, embriones; silenciando o calumniando a la Iglesia y su mensaje en todos los medios estatales so pretexto de estado laico, pero que en realidad es laicista; utilizando las catedrales e iglesias para actos puramente civiles, con permiso de algunos cabildos; o en salones de óperas y conciertos musicales o corales puramente profanos; como si en las iglesias no viviese Cristo en el Sagrario; yo no sé qué fe tienen algunos; el templo es casa de oración y templo de Dios; algunos hermanos, durante estos actos profanos, como estorba Cristo Eucaristía, por delicadeza, lo llevan a otra parte; otros curas, ni eso; le dejan en el sagrario: total nadie cree; vete tú luego a decir y predicar que allí está Dios después que han hablado, cantado... y demás como si fuera un salón; los políticos, de izquierdas y de derecha, están convirtiendo en fiestas culturales las fiestas religiosas, quitándoles su contenido religioso que ha pasado a “Cultural”, y así cientos y cientos de cosas contra Dios, contra Cristo, contra la fe; ya no hay crucifijos en las casas y en los centros públicos de un país que dice ser mayoritariamente católico, pero que no es verdad, porque millones de esos católicos que se bautizan y hacen primeras comuniones y se casan en la iglesia y algunos curas y movimientos de Iglesia son los que han apoyado con sus votos y siguen apoyado en incoherencia total con Cristo y el Evangelio a esos partidos que quitan a Dios de la enseñanza y quitan crucifijos de las escuelas y destruyen la moral y la vida cristiana de las gentes.

Para estos tiempos tan difíciles, no olvidar lo principal, la fuente que mana y corre, la oración. Estaba rodeado de la multitud, todos venían a que les curara, había venido para salvar a todos y ahora que los tiene a todos allí escuchándole, a pesar de la ingente tarea que restaba, el Señor es capaz de decir a sus íntimos: “Vámonos a un lugar aparte a descansar”.

Ni acción frenética ni cruzarse de brazos. Es hora del hacer tranquilo y sosegado, trabajar de tal forma que te realice por la Caridad Pastoral en tu ser y actuar sacerdotal, y te ayude desde ahí a realizarte en Cristo, sabiendo que Él siempre escucha y da el crecimiento.

Y como siempre, lo de San Pablo: “todo lo puedo en aquel que me conforta... lo débil de este mundo lo ha escogido Dios para confundir a los fuertes”.

Sobre esta materia son muy aleccionadoras estas palabras del Papa Benedicto XVI: “Yo pienso que no hay una receta para un cambio rápido. Tenemos que caminar, atravesar este túnel con paciencia, con la certeza de que Cristo es la respuesta y de que al final aparecerá de nuevo su luz. Entonces la primera respuesta es la paciencia, con la certeza de que sin Dios el mundo no puede vivir, el Dios de la Revelación —y no cualquier Dios: vemos cómo puede ser peligroso un Dios cruel, un Dios no verdadero—, el Dios que ha mostrado en Jesucristo su rostro. Este rostro que ha sufrido por nosotros, este rostro de amor que transforma el mundo como el grano de trigo caído en tierra.

Así pues debemos tener nosotros mismos esta profunda certeza de que Cristo es la respuesta y de que sin el Dios concreto, el Dios con el rostro de Cristo, el mundo se autodestruye. De este modo, aumenta la evidencia de que no es verdadero un racionalismo cerrado, que piensa que sólo el hombre podría reconstruir el auténtico mundo mejor. Al contrario, sin la referencia del Dios verdadero, el hombre se autodestruye.

Lo vemos con nuestros propios ojos. Tenemos que tener nosotros mismos una renovada certeza: Él es la Verdad y sólo caminando tras sus huellas vamos en la dirección justa y tenemos que caminar y conducir a los demás en esta dirección. El primer punto de mi respuesta es: en todo este sufrimiento, no sólo no hay que perder la certeza de que Cristo es realmente el rostro de Dios, sino que además hay que profundizar en esta certeza y en la alegría de conocerla y de ser por tanto realmente ministros del futuro del mundo, del futuro de cada hombre.

Y hay que profundizar esta certeza en una relación personal y profunda con el Señor. Porque esta certeza también puede crecer con consideraciones racionales. Verdaderamente me parece muy importante una reflexión sincera que convence también racionalmente, pero que se convierte en personal, fuerte y exigente en virtud de una amistad vivida personalmente cada día con Cristo. La certeza, por lo tanto, exige esta personalización de nuestra fe, de nuestra amistad con el Señor”.                         

(Discurso al Obispo y a los sacerdotes de Aosta, 25-7-2005).

15.-   AYUDAS QUE NOS FORTALEZCEN EN EL CARÁCTER SACERDOTAL DEL: “SER Y EXISTIR EN CRISTO”

Nada de buscar extrapolaciones en el ser o existir sacerdotal, porque la gente no entienda ni comprenda lo que somos o hacemos; o busque otras cosas de nosotros, como han hecho algunos hermanos sacerdotes; debemos permanecer fieles a lo recibido por el sacramento, de lo contrario, dejamos de ser y existir según el Espíritu de Cristo.

Somos y existimos en Cristo y por Cristo. Prolongamos su presencia salvadora; por lo tanto, ayudas siempre cristocéntricas, eucarísticas, oracionales, relación personal, sacramental, apostolado con Él y por Él, Iglesia o relación eclesial-comunitaria con Él, nada de poner la confianza en los medios y métodos y programaciones humanas; las necesitamos, pero llenándolas de espíritu de Cristo, sin esperar el aplauso de los hombres. Atender siempre más a la espiritualidad del apostolado que al modo concreto o a la acción del apostolado.

Hay que tener tiempos prolongados de desierto, guiados por el Espíritu, como el Señor. Oración -amistad personal y encendida con Cristo-, “pasara lo que pasare, ocurriera lo que ocurriese” “una muy determinada determinación...“ (Santa Teresa). Esta oración nos haría llegar a la experiencia de lo que somos, a gustar la fe, a sentirla, a experimentar a Cristo. Oración diaria, a una hora fija, y conversión permanente. Este es el camino.

Con San Pablo: “no quiero saber —sapientia, saborear— más que a mi Cristo y este Crucificado”, necedad para el mundo “pero fuerza y sabiduría de Dios para los que le aman”, esto es, seguiré a un Cristo aparentemente solo y fracasado y abandonado en una cruz, pero que allí me amó hasta el extremo, en obediencia total, hasta dar la vida, y allí y en fracaso aparente, me salvó y quiso el Padre Dios salvar al mundo. Es la hora de la fe, del amor y de la esperanza verdaderamente sobrenaturales, porque no tienen apoyos humanos, porque supone un esfuerzo sobrehumano, porque vivimos y vivimos por pura gracia de Cristo. Y ahora se trata de seguir sus pasos, pisando sus mismas huellas de fracaso exterior, de dolor, de persecución y soledad, para llegar, cuando Dios quera, a la resurrección y a la vida nueva.

En esta dirección bien venidos sean todos los reciclajes, sabatismos, jornadas sacerdotales, ejercicios de espíritu, formación permanente... que me permitan hacer balances, dar saltos cualitativos en mi oración y acción por Cristo, que me ayuden a descubrir dimensiones centrales del misterio cristiano, a modificar los hábitos y estilos de vida no conformes con los de Jesús.

RESUMIENDO: MEDIOS Y AYUDAS CONCRETAS.

A.-Oración personal, diaria y fija, en hora y tiempo, especialmente con Cristo Eucaristía ante el Sagrario.

B.-Oración diaria y permanente que me lleve a la conversión diaria y permanente y a vaciarme cada día más de mi mismo para llenarme más de Cristo Sacerdote y Víctima: control de mi soberbia, caridad y castidad.

C.-Y para vivir en Cristo Sacerdote Único, te ayudará una seria y profunda devoción eucarística y mariana con mirada suplicante a María, que nos ayuden a vivir lo que somos sacramental y espiritualmente porque “Sin mí no podéis hacer nada”.

Esto debe ser siempre el fundamento de nuestro ser y existir sacerdotal. Sin acomodarnos al mundo, porque no somos del mundo, ni seglares católicos. Propósito: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con todas tus fuerzas y con todo tu ser”; mil veces caído, mil veces levantado, en cualquier materia, y no me desanimo, porque Dios es mi padre y siempre me perdona; ese es su “castigo”, que, como nuestro Dios es “Dios Amor”, su esencia es amar y si deja de amar, deja de existir, nuestro Dios, según San Juan no puede dejar de amar; así que siempre nos perdona y de verdad; pero me confesaré humildemente siempre ante Él, pasaré un rato largo pidiéndole perdón y fuerzas e iré luego al mismo sacerdote, si puedo; muchos santos fueron más pecadores que yo, pero no me apoyaré en esto jamás; y de la lujuria, lucha diaria y humilde, mirando al Señor siempre y a la Virgen Inmaculada, sin olvidar jamás. “Ni se miente entre vosotros”: “si tus pies... si tu mano... si tu ojo... son objeto de escándalo... arráncatelo, más te vale...”

No olvidar que soy sacerdote de Cristo en medio del mundo, pero sin ser del mundo. A cada vocación y estado, una espiritualidad concreta. No como en tiempos pasados, que nos querían hacer a todos religiosos. O como ahora, en algunos sitios, que nos quieren confundir con los seglares bautizados. Somos sacerdotes de Cristo y en Cristo. Estamos en el mundo pero sin ser del mundo.

Una espiritualidad entendida así pone orden a los diversos ministerios y aclara su importancia, encontrando su razón de ser, en definitiva, en los valores del Reino de Dios, donde Dios sea lo primero y absoluto en mi vida, todos los demás, hermanos, y hacer una mesa del Pan y la Palabra muy grande, muy grande y apostólica, donde todos se sienten.

SEGUNDA PARTE

EL CELIBATO POR EL REINO DE DIOS.

1º.-   DOCTRINA DEL VATICANO II SOBRE EL CELIBATO.

Podemos decir, ciertamente, que el Magisterio de la Iglesia, en estos tiempos actuales y en esta materia, ha sido claro, abundante y decidido. En nuestra época, cuando la disciplina del celibato sacerdotal está sufriendo la crisis más severa de los últimos cuatrocientos años, la respuesta del Magisterio ha sido igualmente definitiva y valiente.

Me voy a limitar ahora a exponer someramente la doctrina de la Iglesia en esta materia del celibato sacerdotal en los documentos del Vaticano II.

La mayor parte de las reflexiones del Vaticano II sobre el celibato se encuentran en el decreto Presbyterorum ordinis, del 7 de diciembre de 1965, que puede considerarse como la carta magna sacerdotal del Concilio. Se encuentran también alusiones al celibato en Lumen gentium (21 de noviembre de 1964) n.29 y 42; en Perfectae caritatis (28 de octubre de 1965) n,12; en Optatam totius (28 octubre de 1965) n. 10; en Apostolicam actuositatem (18 de noviembre de 1965) n.4. De estos textos, los de la Lumengentium, el Perfectoe caritatis (sobre los religiosos) y el Optatam totius (sobre la formación sacerdotal) contienen algunas explicaciones sobre los motivos que justifican el celibato y preparan ya el Presbyterorum ordinis, que cierra cronológicamente la serie de documentos que nos ocupan.

Pasamos ahora a transcribir el decreto del Vaticano II Presbyterorum ordinis sobre el ministerio y la vida de los presbíteros (1965), en la parte en que se refiere al celibato:

La perfecta y perpetua continencia por el reino de los cielos, recomendada por nuestro Señor, aceptada con gusto y observada plausiblemente en el decurso de los siglos e incluso en nuestros días por no pocos fieles cristianos, siempre ha sido tenida en gran aprecio por la Iglesia, especialmente para la vida sacerdotal, porque es al mismo tiempo emblema y estímulo de la caridad pastoral y fuente peculiar de la fecundidad espiritual en el mundo. No es exigida ciertamente por la naturaleza misma del sacerdocio, como aparece por la práctica de la Iglesia primitiva y por la tradición de las Iglesias orientales, en donde, además de aquellos que con todos los obispos eligen el celibato como un don de la gracia, hay también presbíteros beneméritos casados; pero al tiempo que recomienda el celibato eclesiástico este santo Concilio no intenta en modo alguno cambiar la distinta disciplina que rige legítimamente en las Iglesias orientales, y exhorta amabilísimamente a todos los que recibieron el presbiterado en el matrimonio a que, perseverando en la santa vocación, sigan consagrando su vida plena y generosamente al rebaño que se les ha confiado.

Pero el celibato tiene mucha conformidad con el sacerdocio. Porque toda la misión del sacerdote se dedica al servicio de la nueva humanidad, que Cristo, vencedor de la muerte, suscita en el mundo por su Espíritu, y que trae su origen no de la sangre, ni de la voluntad carnal, ni de la voluntad de varón, sino de Dios (Jn 1, 13). Los presbíteros, pues, por la virginidad o celibato conservado por el reino de los cielos, se consagran a Cristo de una forma nueva y exquisita, se unen a Él más fácilmente con un corazón indiviso, se dedican más libremente en Él y por Él al servicio de Dios y de los hombres, sirven más expeditamente a su reino y a la obra de regeneración sobrenatural, y con ello se hacen más aptos para recibir ampliamente la paternidad en Cristo. De esta forma, pues, manifiestan delante de los hombres, que quieren dedicarse al ministerio que se les ha confiado, es decir, de desposar a los fieles con un solo varón, y de presentarlos a Cristo como una virgen casta, y con ello evocan el misterioso matrimonio establecido por Dios, que ha de manifestarse plenamente en el futuro, por el que la Iglesia tiene a Cristo como Esposo único. Se constituyen, además, en señal viva de aquel mundo futuro, presente ya por la fe y por la caridad, en que los hijos de la resurrección no tomarán maridos ni mujeres. Por estas razones, fundadas en el misterio de Cristo y en su misión, el celibato, que al principio se recomendaba a los sacerdotes, fue impuesto por ley después en la Iglesia latina a todos los que eran promovidos al orden sagrado. Este santo Concilio comprueba y confirma esta legislación en cuanto se refiere a los que se destinan para el presbiterado, confiando en el Espíritu que el don del celibato, tan conveniente al sacerdocio del Nuevo Testamento, lo otorgará generosamente el Padre, con tal que lo pidan con humildad y constancia los que por el sacramento del orden participan del sacerdocio de Cristo, más aún, toda la Iglesia. Exhorta también este sagrado Concilio a los presbíteros que, confiados en la gracia de Dios, recibieron libremente el sagrado celibato según el ejemplo de Cristo, a que, abrazándolo con magnanimidad y de todo corazón, y perseverando en tal estado con fidelidad, reconozcan el don excelso que el Padre les ha dado, y que tan claramente ensalza el Señor, y pongan ante su consideración los grandes misterios que en él se expresan y se verifican. Cuando más imposible les parece a no pocas personas la perfecta continencia en el mundo actual, con tanta mayor humildad y perseverancia pedirán los presbíteros, juntamente con la Iglesia, la gracia de la fidelidad, que nunca ha sido negada a quienes la piden, sirviéndose también, al mismo tiempo, de todas las ayudas sobrenaturales y naturales que todos tienen a su alcance. No dejen de seguir las normas, sobre todo las ascéticas, que aprueba la experiencia de la Iglesia, y que no son menos necesarias en el mundo actual. Ruega, por tanto, este sagrado Concilio, no sólo a los sacerdotes, sino también a todos los fieles, que aprecien cordialmente este precioso don del celibato sacerdotal y que pidan todos a Dios que Él conceda siempre abundantemente ese don a su Iglesia”.***

Ciertamente, no se puede reprochar a los Padres conciliares el no haber estudiado detenidamente el problema. Seguramente ningún otro punto del decreto ha sido tan examinado y retocado como éste; en ninguna otra parte se ha preocupado la comisión de ser tan explícita en sus tomas de posición y comentarios.

Es cierto que, a petición de Pablo VI, la cuestión del celibato no fue discutida públicamente en el aula conciliar. Se comprende fácilmente. Ante todo, el Concilio había ya tomado posición de una manera solemne en la constitución Lumen gentium, documento que ha merecido el nombre de la «perla» de las sesiones del Vaticano II y que los Padres Conciliares habían tenido ocasión de debatir públicamente. No podía rectificar su juicio la asamblea conciliar en menos de un año. También podemos preguntarnos qué utilidad y eficacia habrían podido añadir los debates públicos a las reflexiones y observaciones críticas que tuvieron ocasión de formular y examinar los obispos encargados por los padres conciliares de elaborar la redacción del texto de Presbyterorum ordinis.

No se olvide tampoco el clima del último año del Concilio, durante el cual una prensa ávida de noticias sensacionales estaba dispuesta a sacar partido contra la ley del celibato de la menor frase ambigua, de la más ligera vacilación de algún padre afectado por las desgracias de su diócesis o angustiado por la falta de vocaciones.

Las principales preocupaciones que parecen haber inspirado al Concilio fueron, ante todo, el deseo de recoger y retener, para justificar la ley del celibato, sólo los motivos más sólidos, los que habían sido menos puestos en cuestión y podían resistir mejor la «contestación». Estuvo además atento a no ponerse en contradicción con lo que había afirmado ya en otro lugar referente a la esencia misma de la santidad y perfección cristiana, de manera que no se desvalorizase el matrimonio cristiano y que se tuvieran en cuenta las recientes enseñanzas teológicas sobre una sexualidad legítima y susceptible de ser integrada moralmente. Finalmente, se cuidó mucho de no perder de vista la situación que existió en los comienzos de la Iglesia y que sigue subsistiendo aún hoy fuera de la Iglesia latina.

De ahí que llamen la atención en el texto algunas omisiones o silencios. De los textos bíblicos, el decreto sólo ha retenido Mt 19, 11-12, Lc 20,35-36, 1 Cor 7,32-34, 2 Cor 11,2 y Jn 1,13 -14.

El documento conciliar renuncia prudentemente a recurrir al ejemplo de los apóstoles. Por lo mismo, evita exagerar el alcance de los hechos históricos. El Concilio se contenta con decir: «El celibato, recomendado en un primer momento a los sacerdotes, ha sido impuesto después por una ley en la Iglesia latina a todos los que reciben las órdenes sagradas»; «la perfecta y perpetua continencia por amor del reino de los cielos, recomendada por Cristo Señor y aceptada de buen grado y laudablemente guardada en el decurso del tiempo, y aun en nuestros días, por no pocos fieles, ha sido siempre altamente estimada por la Iglesia, de manera especial para la vida sacerdotal» (n 16).

En cuanto a las razones teológicas, los Padres Conciliares evitan proclamar que la naturaleza misma del sacerdocio es la fuente de la obligación a la continencia sacerdotal. Pero aunque la naturaleza del sacerdocio no reclama la obligación de la virginidad o del celibato, el concilio enseña que el celibato tiene múltiples conveniencias con el ministerio sacerdotal.

Entre las razones teológicas que recomiendan el celibato sacerdotal, el concilio insiste en «el misterio de Cristo y de su misión», como el fundamento último de todas las motivaciones. La expresión misma no es de las más claras. ¿En qué han pensado concretamente los redactores del texto presentado y aprobado en noviembre de 1965 al evocar el «misterio de Cristo»? ¿En su nacimiento y vida virginales? Que el nacimiento virginal del Señor haya sido tenido en cuenta podría desprenderse de la alusión a Jn 1,13, texto conservado a pesar de la objeción de algunos Padres Conciliares, que afirmaban que el texto de Juan no se refiere al celibato de los sacerdotes. Pero está claro que el Concilio se refirió muy en primer lugar a la vida virginal del Salvador: “Exhorta también este sagrado Concilio a los presbíteros que, confiados en la gracia de Dios, recibieron libremente el sagrado celibato según el ejemplo de Cristo, a que, abrazándolo con magnanimidad y de todo corazón, y perseverando en tal estado con fidelidad, reconozcan el don excelso que el Padre les ha dado, y que tan claramente ensalza el Señor y pongan ante su consideración los grandes misterios que en él se expresan y se verifican” (N 16).

En cuanto a la misión de Cristo, está claro que el Evangelio la expresa con la noción del «reino de los cielos» o «reino de Dios», que Cristo ha venido a fundar y que ha establecido por la virtud de su muerte, resurrección y ascensión, y por la admirable efusión del Espíritu Santo. A su misión así concebida han querido aplicar los padres el texto de Juan 1,13: “aquellos... que no de la sangre, ni de la voluntad carnal, ni de la voluntad de varón, sino de Dios son nacidos”.

Y he aquí ahora más detalladas las motivaciones que ha creído poder deducir el Concilio de estas premisas. Los sacerdotes, estrechamente unidos a Cristo por una participación sacramental en su misión, le están ya realmente consagrados en virtud de su ordenación. El celibato añade a esta consagración al ministerio de Cristo una consagración nueva y privilegiada, que une a los sacerdotes a la persona de Cristo, a lo que fue su actitud existencial, a su modo de existencia. Los sacerdotes se convierten por el sacramento del Orden en presencia sacramental de Cristo.

El Concilio ha repetido más de una vez que esta consagración nueva, privilegiada, o más bien insigne, confiere al sacerdote eminentes beneficios espirituales. Gracias al celibato, el sacerdote puede entregarse más fácilmente por entero, sin dividir su corazón y su amor, a Dios y a Cristo, conforme a la intuición tan certera del Apóstol: “Dígoos, pues, hermanos, que el tiempo es corto. Sólo queda que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran... y los que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen, porque pasa la apariencia de este mundo” (1Cor 7, 28-31).

En otras palabras, el corazón humano libre de ataduras terrenas se inflamará más en el amor de Dios. Así, el celibato llega a ser ya indirectamente una fuente eminente de fecundidad apostólica: «...atque peculiaris fons spiritualis foecunditatis in mundo” (16).

Junto a estos beneficios del celibato, que yo llamaría ante todo «religiosos», el Concilio señala las ventajas directas que ofrece para la pastoral. Libre de muchos cuidados y preocupaciones familiares —perfectamente legítimas en sí mismas—, el sacerdote célibe está disponible para el ejercicio de una caridad pastoral más universal, más total, más continua, y para la aceptación de una paternidad espiritual más amplia: “Los presbíteros, pues, por la virginidad o celibato conservado por el reino de los cielos, se consagran a Cristo de una forma nueva y exquisita, se unen a Él más fácilmente con un corazón indiviso, se dedican más libremente en Él y por Él al servicio de Dios y de los hombres, sirven mas expeditamente a su reino y a la obra de regeneración sobrenatural, y con ello se hacen más aptos para recibir ampliamente la paternidad en Cristo”(16).

Es un hecho también que con la práctica de la continencia el sacerdote ejerce un apostolado especialmente valorado en nuestros días: el del testimonio cristiano. Da testimonio en primer lugar de su fe en la resurrección futura y en la vida eterna; manifiesta además la sinceridad completa y total de su consagración personal a Cristo y de su ardor apostólico por la difusión del reino de Dios.

En repetidas ocasiones los textos conciliares hablan del celibato como de un signo e interpretan este valor de signo como una motivación complementaria. Pero la comisión conciliar observó con justeza que la razón de signo no ofrece la justificación teológica única o principal, ni siquiera la adecuada: “Signum insuper vivum efficiuntur illius mundi futuri, per fidem et caritatem jam preaesentis, in quo filii resurrectionis neque nubent, neque ducunt uxores” (16). Por otra parte, hay que preferir la noción de testimonio a la de signo, como lo hacen, por lo demás, los mismos textos conciliares, porque los padres conciliares estuvieron preocupados, incluso ansiosos, por evitar todo lo que pudiera parecer que rebajaba el estado de vida de los sacerdotes casados de las Iglesias orientales y la posibilidad de que también ellos llegaran a la santidad,

El Concilio conservó la referencia a los desposorios místicos de la Iglesia con el único esposo, que es Cristo, que se manifestarán plenamente en los tiempos futuros. Algunos padres, no obstante, habían puesto dificultades contra el recurso a este tema, dado que, según Ef 5,25, el matrimonio significa también el amor de Cristo a la Iglesia; parece que la redacción definitiva ha respondido a esta objeción hablando de los desposorios espirituales de Cristo con su Iglesia tal como se realizarán en la era escatológica.

Es sorprendente que los textos conciliares no mencionen el término «carisma». Y se justifica, porque el término es excesivamente ambiguo y en el transcurso de estos últimos años se ha abusado manifiestamente de él, a veces incluso para combatir la ley del celibato.

Considerar la libre elección y la fidelidad a un compromiso libremente aceptado como resultado de un carisma, en cierto modo caído del cielo y cuya misteriosa presencia sería preciso poder detectar infaliblemente en los candidatos al sacerdocio; ¿quién podría pretender que cada sacerdote, mirándose a sí mismo, pueda discernir haber recibido este pretendido carisma o no, y qué instrumento para detectarlo se podría poner a disposición de los directores de conciencia y de los cristianos que aspiraran al sacerdocio?

En realidad, se trata de hacer una elección consciente y libre sobre la base de una idoneidad examinada prudentemente y como consecuencia de una deliberación plenamente refleja sobre la voluntad que se experimenta de seguir a Cristo y comprometerse en su milicia, a fin de ganar el mundo para su Evangelio. A la hora de elegir se hará la opción, después de haberla preparado con la oración y confiándola a Dios para asegurar su plena realización: “¡Confirma hoc, Deus, quod operatus es in nobis!.

El texto del decreto Presbyterorum ordinis habla generalmente del celibato y de su observancia como de un don de Dios concedido al libre albedrío, sostenido por la gracia y la oración.

El Concilio se ha planteado si era preciso detallar en el decreto los medios concretos para salvaguardar la fidelidad de los sacerdotes a su compromiso. Al final ha renunciado a una enumeración detallada, que corría el riesgo de ser incompleta o unilateral. Se ha contentado con insertar un párrafo sobre la vida espiritual del sacerdote. No obstante, en la sección sobre el celibato, los Padres Conciliares han tenido interés de subrayar la necesidad que tiene el sacerdote de recurrir a la humilde oración de súplica y a las reglas de una ascesis garantizada por la experiencia de la Iglesia.

Hagamos una última observación. El Concilio no ha querido alabar el celibato como un fin en sí mismo. Hubiera sido introducir en los textos consideraciones caras a la filosofía.

Se puede elogiar al Concilio en esta materia. Tal vez hubiera sido posible mencionar de paso el valor del celibato como dominio de sí, especialmente en la forma en que ciertos textos paulinos exaltan, por ejemplo, el triunfo del «espíritu» en el hombre regenerado. Pero el Concilio, muy sensible a ciertas corrientes de pensamiento actuales, tuvo interés en evitar todo lo que, de cerca o de lejos, pudiera evocar el recuerdo del maniqueísmo. Creemos que esta manera de alabar el celibato, enlazándolo con los datos más seguros y más elevados de la tradición cristiana, bíblica y patrística, y desvinculándolo, por otra parte, de lo que se ha llamado la inspiración monástica, ha conseguido una justificación que lo protege más eficazmente de toda objeción sobre el particular.

Pablo VI, deseoso de recalcar más para el futuro que el compromiso del celibato es asumido por los candidatos al sacerdocio con toda libertad, y no únicamente como fruto de una obligación jurídica impuesta desde fuera, sugirió a los padres que unieran este compromiso a un voto explícito. Esta sugerencia no fue retenida. Sin embargo, ya en el texto que sirvió de punto de partida, se aludía al voto18.

 OTROS TEXTOS SOBRE EL CELIBATO

«Por la íntima y múltiple coherencia entre la función pastoral y una vida de celibato, es mantenida la ley existente: el que libremente desea una total disponibilidad, el carácter distintivo de esta función, libremente se compromete con una vida en celibato. El candidato debería aceptar este modo de vida, no como algo impuesto desde fuera, sino más bien como manifestación de su libre entrega, que es aceptada y ratificada por la Iglesia a través del obispo. De esta forma, la ley se convierte en una protección y salvaguarda de la libertad con la que el sacerdote se entrega a Cristo, en un “yugo suave”» (Documento sinodal, El sacerdocio ministerial, Parte II, Sección 1, n. 4c).

«Los clérigos están obligados a observar una continencia perfecta y perpetua por el reino de los cielos y, por tanto, quedan sujetos a guardar el celibato, que es un don peculiar de Dios, mediante el cual los ministros sagrados pueden unirse más fácilmente a Cristo con un corazón entero y dedicarse con mayor libertad al servicio de Dios y de los hombres» (Canon 277, § 1).

«El Sínodo no quiere dejar ninguna duda en la mente de nadie sobre la firme voluntad de la Iglesia de mantener la ley que exige el celibato libremente escogido y perpetuo para los candidatos a la ordenación sacerdotal en el rito latino» (Juan Pablo II citando la «Propositio» n.l1 del Sínodo de Obispos de 1990, en Pastores dabo vobis, 29).

2.- EL CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

Antes, la virtud de la castidad era signo de fe y vida cristiana para todo creyente, desde niño hasta casado. Hoy solo es para sacerdotes y religiosos y los que se preparan para serlo. Y así desde la misma escuela. Y no voy a decir, por pudor, lo que en alguna ocasión me ha tocado ver o escuchar de los padres en relación con sus hijos.

La castidad, como virtud personal, no existe hoy en el mundo; es más, para muchos que lo quieran se dan clases públicamente, lo he visto anunciado en la tele, de sesiones sexuales en todas sus formas y modos que uno ordinariamente ni conoce ni sabía que existieran, y todo, pagado por la Autonomías: Valencia, Córdoba, en general, Andalucía…El Catecismo de la Iglesia nos habla, más que del celibato, de la ascesis cristiana para vivir esta virtud de la castidad. A mí me parece muy actual e interesante; por eso lo voy a transcribir en sus partes más importantes.

EL NOVENO MANDAMIENTO

No codiciarás la casa de tu prójimo, ni codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, nada que sea de tu prójimo (Ex 20, 17).

El que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón (Mt 5, 28).

2515 En sentido etimológico, la “concupiscencia” puede designar toda forma vehemente de deseo humano. La teología cristiana le ha dado el sentido particular de un movimiento del apetito sensible que contraría la obra de la razón humana. El apóstol S. Pablo lo identifica con la lucha que la “carne” sostiene contra el “espíritu” (cf Ga 5, 16.17.24; Ef 2, 3). Procede de la desobediencia del primer pecado (Gn 3, 11). Desordena las facultades morales del hombre y, sin ser una falta en sí misma, le inclina a cometer pecado (cf Cc. Trento: DS 1515).

2516 En el hombre, porque es un ser compuesto de espíritu y cuerpo, existe cierta tensión, y se desarrolla una lucha de tendencias entre el “espíritu” y la “carne”. Pero, en realidad, esta lucha pertenece a la herencia del pecado. Es una consecuencia de él, y, mismo tiempo, confirma su existencia. Forma parte de la experiencia cotidiana del combate espiritual. Para el apóstol no se trata de discriminar o condenar el cuerpo, que con el alma espiritual constituye la naturaleza del hombre y su subjetividad personal, sino que trata de las obras —mejor dicho, de las disposiciones estables—, virtudes y vicios moralmente buenas o malas, que son fruto de sumisión (en el primer caso) o bien de resistencia (en el segundo caso) a la acción salvífica del Espíritu Santo. Por ello el apóstol escribe: “si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu” (Ga 5, 25).

2517 El corazón es la sede de la personalidad moral: “de dentro del corazón salen las intenciones malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones” (Mt 15, 19). La lucha contra la concupiscencia de la carne pasa por la purificación del corazón.

II.- EL COMBATE POR LA PUREZA.

2520 El Bautismo confiere al que lo recibe la gracia de la purificación de todos los pecados. Pero el bautizado debe seguir luchando contra la concupiscencia de la carne y los apetitos desordenados. Con la gracia de Dios lo consigue

— mediante la virtud y el don de la castidad, pues la castidad permite amar con un corazón recto e indiviso; — mediante la pureza de intención, que consiste en buscar el fin verdadero del hombre: con una mirada limpia el bautizado se afana por encontrar y realizar en todo la voluntad de Dios (cf Rm 12, 2; Col 1, 10);

— mediante la pureza de la mirada exterior e interior; mediante la disciplina de los sentidos y la imaginación; mediante el rechazo de toda complacencia en los pensamientos impuros que inclinan a apartarse del camino de los mandamientos divinos: “la vista despierta la pasión de los insensatos” (Sb 15, 5);

mediante la oración: Creía que la continencia dependía de mis propias fuerzas, las cuales no sentía en mí; siendo tan necio que no entendía lo que estaba escrito: que nadie puede ser continente, si tú no se lo das. Y cierto que tú me lo dieras, si con interior gemido llamase a tus oídos, y con fe sólida arrojase en ti mi cuidado (S. Agustín, Conf. 6, 11, 20).

2521 La pureza exige el pudor. Este es parte integrante de la templanza. El pudor preserva la intimidad de la persona. Designa el rechazo a mostrar lo que debe permanecer velado. Está ordenado a la castidad, cuya delicadeza proclama. Ordena las miradas y los gestos en conformidad con la dignidad de las personas y con la relación que existe entre ellas.

2523 Existe un pudor de los sentimientos como también un pudor del cuerpo. Este pudor rechaza, por ejemplo, los exhibicionismos del cuerpo humano propios de cierta publicidad o las incitaciones de algunos medios de comunicación a hacer pública toda confidencia íntima. El pudor inspira una manera de vivir que permite resistir a las solicitaciones de la moda y a la presión de las ideologías dominantes.

2524 Las formas que reviste el pudor varían de una cultura a otra. Sin embargo, en todas partes constituye la intuición de una dignidad espiritual propia al hombre. Nace con el despertar de la conciencia personal. Educar en el pudor a niños y adolescentes es despertar en ellos el respeto de la persona humana.

2527 “La buena nueva de Cristo renueva continuamente la vida y la cultura del hombre caído; combate y elimina los errores y males que brotan de la seducción, siempre amenazadora, del pecado. Purifica y eleva sin cesar las costumbres de los pueblos. Con las riquezas de lo alto fecunda, consolida, completa y restaura en Cristo, como desde dentro, las bellezas y cualidades espirituales de cada pueblo o edad” (GS 58, 4).

***

Hasta aquí el Catecismo de la Iglesia Católica. Por mi parte, y como complemento, me atrevo a sugerir que un programa de formación en la castidad del celibato deberá incluir necesariamente, entre otros, los siguientes presupuestos:

•La realidad de la gracia vocacional: Si Dios me llama, es que puedo vivir el celibato con su gracia y ejemplo. “Quién me librará de este cuerpo de muerte... la gracia de Dios”.

•La debilidad de nuestra naturaleza como consecuencia del pecado original:“Virtus in infirmitate perfícitur”; “Estoy crucificado con Cristo”.

•  La responsabilidad de nuestras acciones, con libertad para responder si o no diariamente a las gracias actuales: “Cinco talentos recibí, toma otros cinco...” “Siervo holgazán, no debías haber invertido el talento que te di...”.

         *La conversión permanente que me exige oración permanente y el recomenzar diario como una parte integral de la lucha interior: “Libenter gaudebo in infirmitatibus meis ut inhabitet in me virtus Christi”.

         *La necesidad de la gracia sacramental para curar las heridas de nuestra alma, especialmente a través del sacramento de la reconciliación: “Misericordia, Señor, por tu bondad; por tu inmensa compasión borra mi culpa... pues yo reconozco mi culpa... tengo presente siempre mi pecado”. Humildad, mucha humildad y mil veces caído, mil veces levantado; y no pasa nada. Nunca instalarme o permanecer en el pecado.

         *Las ventajas de la dirección espiritual para proporcionar objetividad y seguridad, y para ayudar a ser fieles a un plan diario de piedad. Es un don de Dios tener un santo al lado. Búscalo y lo encontrarás. Dios no nos abandona.

         *La convicción de que todas las dificultades y tentaciones que surgen pueden vencerse con la ayuda de la gracia: “Todo lo puedo en aquel que me conforta”.

Quiero terminar con unas sentencias de personas que conocieron bien este camino: San Agustín, San Jerónimo...

«Para repeler los ataques de la lujuria, huye si deseas obtener la victoria» (San Agustín, Homilía n. 293).

«Cuántos se han visto arrojados al fango de la impureza por una presuntuosa seguridad de que no caerían; aunque seas un santo, siempre estás en peligro de caer» (San Jerónimo).

San Juan Crisóstomo, en su tratado sobre el sacerdocio, señala que el sacerdote en el mundo, en comparación con el monje, se ve enfrentado a muchas tentaciones: «Aunque necesita una mayor pureza está expuesto a mayores peligros, que pueden mancharle a menos que preste una constante vigilancia y una gran atención a fin de impedir que accedan a su alma. Pues la belleza del porte y los aires afectados, la cuidada forma de andar, el tono de voz, la lujosa vestimenta, los diversos adornos de oro, las gemas preciosas, la fragancia de los perfumes y otras cosas parecidas que el sexo femenino adopta, son capaces de dejar una impresión en la mente, a menos que ésta esté fortalecida por el ejercicio de una gran austeridad y dominio de sí». San Juan Crisóstomo destaca sobre todo la necesidad de guardar la vista para servir a Dios con un corazón indiviso.

Y sin embargo, antes y ahora, la historia evidencia que siempre se han dado relaciones especiales entre clérigos y mujeres, empezado por Cristo, los Apóstoles, San Pablo y San Juan hasta nuestros días. Tenemos cerca Madre Teresa de Calcuta, fundadora de institutos y movimientos apostólicos y ya son conocidas las relaciones profundas de amistad entre san Francisco de Asís y santa Clara, fundadora de las Clarisas; entre santa Catalina de Siena y su confesor Raimundo de Capua, más tarde maestro general de los dominicos; y entre san Francisco de Sales y Santa Juana Francisca de Chantal, fundadora del Instituto de la Visitación de la Virgen María. Y nadie puede contar los amigos desde Santa Teresa y San Juan de la Cruz hasta Teresa de Calcuta, Padre Pío, y los movimientos actuales de la Iglesia: grupos parroquiales, carismáticos, catecumenales... etc.

3.- EXHORTACIÓN PASTORAL POSTSINODAL: “PASTORES DABO VOBIS”.

1. DIMENSIONES DE LA FORMACIÓN SACERDOTAL

La formación humana, fundamento de toda la formación sacerdotal.

43. «Sin una adecuada formación humana toda la formación sacerdotal estaría privada de su fundamento necesario»... El presbítero, llamado a ser «imagen viva» de Jesucristo Cabeza y Pastor de la Iglesia, debe procurar reflejar en sí mismo, en la medida de lo posible, aquella perfección humana que brilla en el Hijo de Dios hecho hombre y que se transparenta con singular eficacia en sus actitudes hacia los demás, tal como nos las presentan los evangelistas.

44.La madurez afectiva supone ser conscientes del puesto central del amor en la existencia humana. En realidad, como señalé en la encíclica Redemptor hominis, «el hombre no puede vivir sin amor. El permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y no lo hace propio, si no participa en él vivamente» Se trata de un amor que compromete a toda la persona, a nivel físico, psíquico y espiritual, y que se expresa mediante el significado «esponsal» del cuerpo humano, gracias al cual una persona se entrega a otra y la acoge. La educación sexual bien entendida tiende a la comprensión y realización de esta verdad del amor humano. Es necesario constatar una situación social y cultural difundida que «banaliza» en gran parte la sexualidad humana, porque la interpreta y la vive de manera reductiva y empobrecida, relacionándola únicamente con el cuerpo y el placer egoísta».

Con frecuencia las mismas situaciones familiares, de las que proceden las vocaciones sacerdotales, presentan al respecto no pocas carencias y a veces incluso graves desequilibrios. En un contexto tal se hace más difícil, pero también más urgente, una educación de la sexualidad que sea verdadera y plenamente personal que, por ello, favorezca la estima y el amor a la castidad, como «virtud que desarrolla la auténtica madurez de la persona y la hace capaz de respetar y promover el “significado esponsal” del cuerpo».

Ahora bien, la educación al amor responsable y la madurez afectiva de la persona son muy necesarias para quien, como el presbítero, está llamado al celibato, o sea, a ofrecer, con la gracia del Espíritu y con la respuesta libre de la propia voluntad, la totalidad de su amor y de su solicitud a Jesucristo y a la Iglesia. A la vista del compromiso del celibato, la madurez afectiva ha de saber incluir, dentro de las relaciones humanas de serena amistad y profunda fraternidad, un gran amor, vivo y personal, a Jesucristo. Como han escrito los Padres sinodales, «al educar para la madurez afectiva, es de máxima importancia el amor a Jesucristo, que se prolonga en una entrega universal. Así, el candidato llamado al celibato, encontrará en la madurez afectiva una base firme para vivir la castidad con fidelidad y alegría».

Puesto que el carisma del celibato, aun cuando es auténtico y probado, deja intactas las inclinaciones de la afectividad y los impulsos del instinto, los candidatos al sacerdocio necesitan una madurez afectiva que capacite a la prudencia, a la renuncia a todo lo que pueda ponerla en peligro, a la vigilancia sobre el cuerpo y el espíritu, a la estima y respeto en las relaciones interpersonales con hombres y mujeres. Una ayuda valiosa podrá hallarse en una adecuada educación a la verdadera amistad, a semejanza de los vínculos de afecto fraterno que Cristo mismo vivió en su vida (cf. Jn11, 5).

La formación espiritual: en comunión con Dios y a la búsqueda de Cristo.

45.La misma formación humana, si viene desarrollada en el contexto de una antropología que abarca toda la verdad sobre el hombre, se abre y se completa en la formación espiritual... Según la revelación y la experiencia cristiana, la formación espiritual posee la originalidad inconfundible que proviene de la «novedad» evangélica. En efecto, «es obra del Espíritu y empeña a la persona en su totalidad; introduce en la comunión profunda con Jesucristo, buen Pastor; conduce a una sumisión de toda la vida al Espíritu, en una actitud filial respecto al Padre y en una adhesión confiada a la Iglesia. Ella se arraiga en la experiencia de la cruz para poder llevar, en comunión profunda, a la plenitud del misterio pascual».

50.La formación espiritual de quien es llamado a vivir el celibato debe dedicar una atención particular a preparar al futuro sacerdote para conocer, estimar, amar y vivir el celibato en su verdadera naturaleza y en su verdadera finalidad, y por tanto, en sus motivaciones evangélicas, espirituales y pastorales. Presupuesto y contenido de esta preparación es la virtud de la castidad, que determina todas las relaciones humanas y lleva a experimentar y manifestar un amor sincero, humano, fraterno, personal y capaz de sacrificios, siguiendo el ejemplo de Cristo, con todos y con cada uno.

El celibato de los sacerdotes reviste a la castidad con algunas características de las cuales ellos, «renunciando a la sociedad conyugal por el reino de los cielos» (cf. Mt19, 12), se unen al Señor con un amor indiviso, que está íntimamente en consonancia con el Nuevo Testamento; dan testimonio de la resurrección en el siglo futuro (cf. Lc20, 36)y tienen a mano una ayuda importantísima para el ejercicio continuo de aquella perfecta caridad que les capacita para hacerse todo a todos en su ministerio sacerdotal».

En este sentido el celibato sacerdotal no se puede considerar simplemente como una norma jurídica, ni como una condición totalmente extrínseca para ser admitidos a la ordenación, sino como un valor profundamente ligado con la sagrada Ordenación, que configura a Jesucristo buen Pastor y Esposo de la Iglesia, y, por tanto, como la opción de un amor más grande e indiviso a Cristo y a su Iglesia, con la disponibilidad plena y gozosa del corazón para el ministerio pastoral. El celibato ha de ser considerado como una gracia especial, como un don que «no todos entienden..., sino sólo aquéllos a quienes se les ha concedido» (Mt19, 11).

Ciertamente es una gracia que no dispensa de la respuesta consciente y libre por parte de quien la recibe, sino que la exige con una fuerza especial. Este carisma del Espíritu lleva consigo también la gracia, para que el que lo recibe, permanezca fiel durante toda su vida y cumpla con generosidad y alegría los compromisos correspondientes. En la formación del celibato sacerdotal deberá asegurarse la conciencia del «don precioso de Dios» que llevará a la oración y la vigilancia para que el don sea protegido de todo aquello que pueda amenazarlo.

Viviendo su celibato el sacerdote podrá ejercer mejor su ministerio en el pueblo de Dios. En particular, dando testimonio del valor evangélico de la virginidad, podrá ayudar a los esposos cristianos a vivir en plenitud el «gran sacramento» del amor de Cristo Esposo hacia la Iglesia su esposa, así como la fidelidad en el celibato servirá también de ayuda para la fidelidad de los esposos.

La importancia y delicadeza de la preparación al celibato sacerdotal, especialmente en las situaciones sociales y culturales actuales, han llevado a los Padres sinodales a una serie de cuestiones, cuya validez permanente está confirmada por la sabiduría de la madre Iglesia. Las propongo autorizadamente como criterios que deben seguirse en la formación de la castidad en el celibato: «Los Obispos, junto con los rectores y directores espirituales de los seminarios, establezcan principios, ofrezcan criterios y ofrezcan ayudas para el discernimiento en esta materia. Son de máxima importancia para la formación de la castidad en el celibato la solicitud del Obispo y la vida fraterna entre los sacerdotes. En el seminario, o sea, en su programa de formación, debe presentarse el celibato con claridad, sin ninguna ambigüedad y de forma positiva. El seminarista debe tener un adecuado grado de madurez psíquica y sexual, así como una vida asidua y auténtica de oración, y debe ponerse bajo la dirección de un padre espiritual. El director espiritual debe ayudar al seminarista para que llegue a una decisión madura y libre, que esté fundada en la estima de la amistad sacerdotal y de la autodisciplina, como también en la aceptación de la soledad y en un correcto estado personal físico y psicológico. Para ello los seminaristas deben conocer bien la doctrina del Concilio Vaticano II, la encíclica Sacerdotalis caelibatus y la Instrucción para la formación del celibato sacerdotal, publicada por la Congregación para la Educación Católica en 1974. Para que el seminarista pueda abrazar con libre decisión el celibato por el Reino de los cielos, es necesario que conozca la naturaleza cristiana y verdaderamente humana, y el fin de la sexualidad en el matrimonio y en el celibato. También es necesario instruir y educar a los fieles laicos sobre las motivaciones evangélicas, espirituales y pastorales propias del celibato sacerdotal, de modo que ayuden a los presbíteros con la amistad, comprensión y colaboración».

4.-NOTAS Y AYUDAS PARA VIVIR EL CELIBATO

4. 1.  LA LLAMADA DEL SEÑOR A LA VIRGINIDAD: EL CELIBATO, CAMINO DE SANTIDAD.

            Está claro para la mayoría de los biblistas que Jesús hace una llamada a la virginidad por el reino de los cielos en diversas ocasiones, unas veces más claras, otras menos manifiestas. Para entenderlo en toda su amplitud, conviene situar el celibato en la perspectiva de los hechos que han dado lugar a sus orígenes y a su desenvolvimiento. Cualquiera que sea la relación establecida en la Iglesia primitiva entre «presbíteros» y «obispos», no hay duda que el presbiterado se concibió bastante pronto como derivado del episcopado y que el mismo episcopado se aceptó como prolongación, a través de los siglos, de la vocación, de la misión y de los poderes apostólicos confiados por Cristo al grupo de los Doce.

Parece que son tres los requisitos principales que se hallan en la base de la constitución del grupo de los Doce. El primero consiste en ser llamado a seguir al Señor, a estar y a permanecer con Él. El segundo implica la voluntad de seguirle y comprometerse con Cristo para establecer el reino de Dios, que realizará la salvación del mundo. El tercer requisito comporta la renuncia a los lazos familiares, más exactamente, al deseo de formar una familia, para seguir radicalmente al Señor y para darse por completo al reino de Dios, es decir, a la predicación y a la fundación de la obra que el Maestro vino a inaugurar”.

Esta última implicación, la que se refiere especialmente a la entrega del celibato consagrado, se relaciona en nuestros evangelios sobre todo con tres «logia»:el primero pertenece al evangelio de San Mateo (19,12); los otros dos se encuentran en el evangelio de San Lucas (14,26 y 18,29).

Lo primero que conviene preguntarse es cuál es el sentido exacto de la observación del Señor, cuál es la relación literaria y conceptual de Mt 19,12 con la discusión sobre el divorcio que precede. La opinión que cree detectar en ésta una línea de polémica, no nos parece que deba ser desechada. Jesús parece dirigirse a interlocutores que le reprochan el no haberse casado, apartándose así de una tradición recibida en su pueblo. Tampoco está excluido que se refiera al modo de vida que ya antes que Él había adoptado el Bautista. La cuestión, planteada de esta forma, parece renunciar a la interpretación de las palabras de Jesús en un sentido realista. Parece muy dudoso que casos de castración voluntaria hayan sucedido en el ambiente de Jesús o que el Salvador mismo haya puesto como ejemplo estas aberraciones hipotéticas. Recientemente se ha propuesto interpretar la condición del eunuco aludida por el Señor, como resultante, no tanto de una elección voluntaria, deliberada, cuanto de un haber sido poseídos estos hombres por el mensaje escatológico de modo radical, tan violento, que los incapacitaba para el matrimonio; pero la forma verbal empleada apenas permite dar esta interpretación. Queda por determinar cuál es el alcance del inciso “por el reino de los cielos”. De las dos acepciones de la partícula «diá» en griego, que puede designar causalidad o finalidad, se impone esta última.

Ahora bien, ¿sobre qué recae exactamente la finalidad? Han surgido diversas hipótesis para responder a la cuestión. El celibato podría ser preconizado para tener acceso al reino, o para poder trabajar mejor por él, o también para estar en armonía con la era nueva, que es indiscutiblemente un acontecimiento escatológico y, por lo tanto, un reino virginal para los que en él participen (Lc 20,35-36; Ap 14,1-5).

Este último sentido lo defiende J. Jeremías: «Los eunucos voluntarios lo son porque han comprendido que la virginidad es la condición que mejor responde a la naturaleza del reino»19. Terminemos nuestra reflexión sobre Mt 19,12 haciendo notar que el Señor propone aquí el celibato apostólico como ejemplo a imitar según el modelo de su propia vida y quizá la de Juan el Bautista, pero que no formula una invitación directa a abrazar este estado. Una exhortación semejante se encontraría en el evangelio de Lucas (14,26 y 18,29).

Los exegetas parecen estar de acuerdo en interpretar como adición de Lucas la variante lucana en que invita a los discípulos a renunciar incluso a su mujer. En Lc 18,29 es casi evidente, como lo demuestra el examen estilístico de los paralelos Mc 10,29-30 y Mt 19,29. Por consiguiente, sólo podemos quedarnos con Lc l8,29 b-30 para el tema del celibato.

Si respecto a la adición de la palabra mujer en el texto de Lucas, la unanimidad se obtiene más fácilmente, no sucede lo mismo con el alcance real del abandono exigido en este texto por el Señor. El aspecto general de la frase nos parece que favorece una interpretación, según la cual Lucas, al escribir, tiene presente el caso de un hombre casado que abandona incluso a su mujer para consagrarse por entero al servicio del reino.

La exclamación de Pedro en Mc 10,28: “Pues nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido”, tomada también por Mt 19,27, parece confirmar esta exégesis. Apoyándose en otras palabras de Cristo (Mt 5,32; 19,6.9; Mc 10, 9.11; Lc 16,18) y en el consejo del Apóstol (1 Cor 7,5).

En Mc 10,29-30; Mt 19,29; Lc 1 8,29b-30, el Señor enumera las exigencias de una renuncia absoluta para realizar en su perfección la condición de discípulo dispuesto a seguir a Jesús por todas partes y en toda circunstancia. De ello Lucas deduce que una renuncia tal implica también la de no unirse en matrimonio. En este versículo de la parábola del banquete, uno de los invitados se disculpa de no poder venir porque acaba de casarse. Por lo cual podemos concluir que el discípulo debe evitar encontrarse en esta situación y que es ciertamente el celibato lo que Lucas propone en su pequeña adición en 18,29.

Antes de acabar nuestro estudio queremos señalar que algunos autores ponen en estrecha relación la palabra de Jesús sobre la cruz que deben llevar sus discípulos con la invitación al celibato: “Si alguno quiere ser discípulo mío, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga” (Mt 10, 37-38; Lc 14,26-27). Advertimos, sin embargo, que esta palabra se encuentra en la triple tradición en un contexto enteramente diferente (Mc 8,34; Mt 16,24; Lc 9,23) y que su tenor primitivo no es fácil de reconstruir. Otros no están de acuerdo porque de la misma forma había que deducir el celibato del hecho de que seguir a Jesús expone a la persecución, incluso a la muerte ignominiosa de cruz. Los discípulos deben estar dispuestos a unirse quizás un día a la trágica procesión de los «crucíferos», arrastrando la cruz por las calles hasta el suplicio de la cruz. El célibe, que no tiene que cuidar de mujer y de hijos, está, naturalmente, más libre para asumir este riesgo por el reino de los cielos.

Conclusión: Vistos los problemas que plantean Lc 14,26 y 18,29, el texto evangélico más seguro en apoyo del celibato es Mt 19,12. Pero este texto no revela ni despliega todo su alcance si no se le sitúa en el contexto de las renuncias absolutas que Jesús no vacila en pedir a aquellos que se comprometen a seguirle para la predicación y la fundación de su reino, para la difusión y la realización total de su Evangelio.

4º. 2.-EL CELIBATO, CAMINO DE IDENTIFICACIÓN TOTAL CON CRISTO.

 A) NECESIDAD DE LA ORACIÓN-CONVERSIÓN DIARIA PARA VIVIRLO

Para mí esto es evidente. Estoy tan convencido de la necesidad absoluta de la oración para una vida santa, para la santidad de vida y no concibo esta santidad en sacerdotes o seglares sin vida intensa y profunda de oración, más, sin vida y oración eucarística. Y así lo tengo ampliamente escrito en el libro LA EUCARISTÍA, LA MEJOR ESCUELA DE ORACIÓN, SANTIDAD Y APOSTOLADO.

Para amar como Cristo, con amor total y gratuito a los hombres, sin búsqueda de recompensas de ningún tipo, necesitamos su amor. Nosotros no sabemos amar así. Como enérgicamente afirmó el cardenal Ratzinger: «si la tarea del sacerdote consiste en dar testimonio de Jesucristo ante los hombres, es presupuesto de esta tarea que el sacerdote primeramente le conozca; que viva y encuentre el centro real de su existencia en un modo de ser que sea de hecho un ser con Él. Para el hombre que, como sacerdote, intenta hablar a sus fieles de Cristo, no hay nada tan importante como esto: aprender lo que significa estar con Él, vivir en su presencia y seguirle, verle y escucharle, entender su forma de ser y de pensar. El modo de vida que de por sí implica la existencia del sacerdote y el tratar de preparar a otros para dicha existencia exige desarrollar el hábito de escucharle a través de todo lo material y distinguir su presencia en medio del mundo. Hacer esto es vivir en su presencia. La oración nos permite convertirnos continuamente, permanecer en el estado de constante tensión hacia Dios, indispensable si queremos conducir a los demás a El» (Homilía).

San Agustín, hablando sin duda desde su propia experiencia personal, nos dice que «entre todos los combates, la batalla por la castidad es el más exigente, porque se trata de una batalla diaria». En sus Confesiones queda manifiesto el heroísmo que supone a veces esta lucha en una sociedad hostil a esta virtud. Pero Dios nunca permite que seamos tentados por encima de nuestra capacidad de resistir al pecado, pero al mismo tiempo tampoco concede su gracia —como se ha señalado— a los que libreamente se ponen en ocasión de pecado o permanecen en él.

Por ello, los expertos en la materia —santos a su vez— recomiendan, como primera medida, la oración diaria, de la cual, examinándonos y pidiendo a Dios, nos vendrá la fuerza necesaria para no caer, no sólo evitando las ocasiones de pecado contra la pureza, sino la huida enérgica de las mismas; y si caemos, para levantarnos con más fuerza y deseos de amar a Dios sobre todas las cosas. Pero como no haya oración, oración diaria y fija, no hay defensa posible.

Porque el peligro de la tentación estará siempre acechándonos, por muy preparados que estemos contra los atractivos exteriores, sobre todo, con los medios y aparatos modernos. Y se nos presentarán a pesar de la práctica de una comprometida vida de oración. Pero no hay nunca razón para el descorazonamiento, por fuerte que sea la vehemencia de las pasiones. La respuesta divina a la oración de San Pablo: «Te basta mi gracia» (2 Cor 12,9), y la firmeza y certeza de su constatación: “Todo lo puedo en aquel que me conforta”, nos llena de esperanza y de seguridad del éxito en la lucha.

Al mismo tiempo, no hay que olvidar nunca que la naturaleza humana se encuentra profundamente debilitada a consecuencia del pecado original y que el apetito sexual está especialmente desordenado: “Por consiguiente, ninguna condenación pesa ya sobre los que están en Cristo Jesús. Porque la ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte. Pues lo que era imposible a la ley, reducida a la impotencia por la carne, Dios, habiendo enviado a su propio Hijo en una carne semejante a la del pecado, y en orden al pecado, condenó el pecado en la carne a fin de que la justicia de la ley se cumpliera en nosotros que seguimos una conducta, no según la carne, sino según el espíritu.

Efectivamente, los que viven según la carne, desean lo carnal; mas los que viven según el espíritu, lo espiritual. Pues las tendencias de la carne son muerte; mas las del espíritu, vida y paz, ya que las tendencias de la carne son contrarias a Dios: no se someten a la ley de Dios, ni siquiera pueden; así, los que están en la carne, no pueden agradar a Dios. Mas vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros. El que no tiene el espíritu de Cristo, no le pertenece; mas si Cristo está en vosotros, aunque el cuerpo haya muerto ya a causa del pecado, el espíritu es vida a causa de la justicia. Y si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros. Así que, hermanos míos, no somos deudores de la carne para vivir según la carne, pues, si vivís según la carne, moriréis. Pero si con el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis(Rom 8, 1-12).

Hemos de luchar siempre esperanzados, confiando totalmente en la ayuda divina; esto nos impide confiar demasiado en las propias fuerzas y nos impulsa a acudir a las gracias que nos llegan a través de la oración; la oración nos hará vivir la Eucaristía “en Espíritu y Verdad”, en Verdad de Cristo y en fuego de Espíritu Santo. Con la oración viviremos mejor también los sacramentos de la Confesión, bien dirigidos y animados por una dirección espiritual fraterna y con la devoción tierna e imprescindible a la Madre de todos los sacerdotes. Y repito, mucho cuidado con los aparatos modernos: ordenadores, tuiwwiter, guasad…

La necesidad de la oración para la santidad la trato ampliamente en el libro antes enunciado.

Todos sabemos, por clásica, la definición de Santa Teresa sobre oración: “No es otra cosa oración mental, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama” (V 8,5). Parece como si la santa hubiera hecho esta descripción mirando al sagrario, porque allí es donde está más presente el que nos ama: Jesucristo vivo, vivo y resucitado. De esta forma, Jesucristo presente en el sagrario, se convierte en el mejor maestro de oración, y el sagrario, en la mejor escuela.

Tratando muchas veces a solas de amistad con Jesucristo Eucaristía, casi sin darnos cuenta nosotros, “el que nos ama” nos invita a seguirle y vivir su misma vida eucarística, silenciosa, humilde, entregada a todos por amor extremo, dándose pero sin imponerse... Y es así como la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de santidad, de unión y vivencia de los sentimientos y actitudes de Cristo. Esto me parece que es la santidad cristiana. De esta forma, la escuela de amistad pasa a ser escuela de santidad. Finalmente y como consecuencia lógica, esta vivencia de Cristo eucaristía, trasplantada a nosotros por la unión de amor y la experiencia, se convierte o nos transforma en llamas de amor viva y apostólica: la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de apostolado.

Pues bien, de esto se trata en este libro; este libro quiere ser una ayuda para recorrer este camino de encuentro con Jesucristo Eucaristía en trato de amistad, pero de forma directa y vivencial, de tú a tú, a pecho descubierto, sin trampas ni literaturas. No quiere ser un libro teórico sobre Eucaristía, oración, santidad, sacerdocio, apostolado, bautizados... Quiere ser libro de vida, quiere ser un itinerario de encuentro personal con Jesucristo Eucaristía y el título podía haber sido también EUCARÍSTICAS (VIVENCIAS), porque es el nombre, que, hace más de cuarenta años, puse en la primera página de un cuaderno de pastas grises y folios a cuadritos. Me lo llevaba siempre a la iglesia, en los primeros años de mi sacerdocio, porque así me lo habían enseñado -contemplata aliis trajere,- para anotar las ideas, que Jesús Eucaristía me inspiraba. Más bien eran vivencias, sentimientos, fuegos y llamaradas de corazón, que yo traducía luego en ideas para predicar mis homilías.

B) ORAR ES QUERER AMAR Y CONVERTIRSE A DIOS SOBRE TODAS LAS COSAS. LA ORACIÓN PERMANENTE EXIGE CONVERSIÓN PERMANENTE Y VICEVERSA.

Y si orar es querer amar a Dios sobre todas las cosas, como orar es convertirse, automáticamente, orar es querer convertirse a Dios en todas las cosas. Sin conversión permanente, no puede haber oración permanente. Sin conversión permanente no puede haber oración continua y permanente.

Esta es la dificultad máxima para orar en cristiano, prescindo de otras religiones, y la causa principal de que se ore tan poco en el pueblo cristiano y la razón fundamental del abandono de la oración por parte de sacerdotes, religiosos y almas consagradas.

Lo diré una y mil veces, ahora y siempre y por todos los siglos: la oración, desde el primer arranque, desde el primer kilómetro hasta el último, nos invita, nos pide y exige la conversión, aunque el alma no sea muy consciente de ello en los comienzos, porque se trata de empezar a amar o querer amar a Dios sobre todas las cosas, es decir, como Él se ama esencialmente y nos ama y permanece en su serse eternamente amado de su misma esencia.“Dios es amor”, dice San Juan, su esencia es amar y amarse para serse en acto eterno de amar y ser amado, y si dejara de amar y amarse así, dejaría de existir. Podía haber dicho San Juan que Dios es el poder, omnipotente, porque lo puede todo, o que es la Suprema Sabiduría, porque es la Verdad, pero no, cuando S. Juan quiere definir a Dios en una palabra, nos dice que Dios es Amor, su esencia es amar y si dejara de amar, dejaría de existir. Así que está condenado a amarnos siempre, aunque seamos pecadores y desagradecidos.

Y como estamos hechos a su imagen y semejanza, nosotros estamos hechos por amor y para amar, pero el pecado nos ha tarado y ha puesto el centro de este amor en nosotros mismos y no en Dios. Así que tenemos que participar de su amor por la gracia para poder amarnos y amarle como Él se ama. Porque por su misma naturaleza, que nosotros participamos por gracia, así es como Dios se ama y nos ama y no puede amar de otra forma, porque dejaría de ser y existir, dejaría de ser Dios. Y este amor es a la vez su felicidad y la nuestra, a la que Él gratuitamente, en razón de su amarse tan infinitamente a sí mismo nos invita, porque estamos hechos a su imagen y semejanza por creación y, sobre todo, por recreación en el Hijo Amado, Imagen perfecta de sí mismo, que nos hace partícipes de su misma vida, de su mismo ser y existir, por participación gratuita de su mismo amor a sí mismo.“Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y lo seamos... Carísimos, ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es” (1Jn 3,1-3).

5.- CELIBATO Y DEVOCIÓN A LA VIRGEN

En una canción de mis años de Seminario, que mis compañeros de curso tomamos como himno de nuestra ordenación y hornada sacerdotal, cantábamos así: «Virgen sacerdotal, Madre querida; tú que diste a mi vida tan dulce ideal; alárgame tus manos maternales, ellas serán mis blancos corporales, tu corazón, mi altar sacrificial”.

Teológicamente puede ser hasta errónea, pero nosotros solo nos fijábamos en que ella estuviera siempre cerca de nosotros, sus hijos sacerdotes, sobre todo cuando celebrásemos el misterio de su Hijo, que pudo prescindir de todos en la cruz, menos de Ella, de la Madre. Nosotros igual.

Y con ella todos estábamos seguros y firmes en nuestra vocación y confiados en todo lo que nos esperaba en nuestra vida sacerdotal. Y ésta es la devoción absolutamente necesaria para un seminarista y para un sacerdote en la lucha por la castidad perfecta: María, Virgen Inmaculada, Hermosa nazarena, Virgen bella, Madre del alma, limpia y lava con tus manos maternales todas nuestras manchas, porque Tú eres nuestro modelo, Tú nos impulsas a amar con todo nuestro ser y fuerzas y corazón a Tu Hijo y a los hombres, con un corazón total y virginal como Tú lo hiciste; Tú fuiste virgen antes y después del parto; Tú eres nuestro Modelo, ¡cuánto nos quieres, cuánto te queremos! Gracias por querer ser nuestra madre, nuestra ayuda, nuestra pureza, ayúdanos Tú, Virgen limpia de todo pecado, Virgen Inmaculada.

La devoción y el amor a la Madre Inmaculada, el rezo del santo rosario, la imagen de la Virgen cerca de nosotros en nuestra habitación para invocarla, para arrodillarnos; la mirada permanente, llena de súplica y deseos de parecernos como buenos hijos, nos va haciendo semejantes a Ella, y ha sido el fundamento de castidad de muchas vidas sacerdotales; debe serlo de todas.

Porque ella ama más que nosotros a su Hijo; nosotros, por parecernos a su Hijo en todo y porque queremos amarle sobre todas las cosas, queremos ser célibes para entregarnos con un amor de donación total que no exige nada de cuerpo ni de afectos desordenados a nuestros hermanos; nosotros no sabemos amar así porque la carne que está contra el espíritu lo impide; ella nos enseña, nos ayuda, nos levanta si caemos, nos anima siempre a la lucha.

Y así lo hemos sentido y lo hemos comprobado. Qué confianza y seguridad nos inspira. Aunque un hijo se olvide de su madre, una madre no se olvida de sus hijos. Y María es nuestra madre, verdaderamente; no es un título o un adorno literario; es verdaderamente la ayuda materna, virginal de cuerpo y alma, esto es, sin concupiscencia de deseos egoístas, de generosidad absoluta, sin pedir nada a cambio, como toda madre, que Dios ha puesto a nuestro lado para educarnos en virginidad total, de cuerpo y alma.

Y para sentir esto, no hace falta, como en el caso de su Hijo, de purificarse primero. Porque Dios es Dios y lo exige todo. Yo soy pura criatura y tengo que arrodillarme ante Él, tengo que purificarme de mis pecados, tengo que adorarle antes con todo mi corazón y con todas mis fuerzas. Pero María es divina porque está muy cerca de Dios; pero es humana, porque es criatura y está muy cerca de nosotros, porque además es madre nuestra; como madre nuestra recibe nuestras súplicas y preocupaciones y ve nuestras necesidades; y como divina, todo lo puede suplicando a su Hijo. De esto todos somos testigos. De sus milagros y milagros a través de la historia, milagros de todo tipo. Verdaderos milagros en la vida de sus hijos y no hace falta irse a Fátima o Lourdes...

Hoy, como en otros tiempos, y quizás con más razón, el sacerdote debe pedir a María especialmente la gracia de saber aceptar el don de Dios con amor agradecido; la gracia de la pureza y de la fidelidad a la obligación del celibato, siguiendo su ejemplo como “Virgen fiel”.

El ofrecimiento del sacrificio de la misa, siendo para el sacerdote una actividad esencialmente cristocéntrica, no debe dejar de lado a la Madre que dio vida al Cuerpo que es sacrificado en nuestras manos. Si el sacramento del Orden nos hace prestar nuestra humanidad a Cristo para que Él pueda seguir consagrando su Cuerpo y Sangre, para que pueda seguir amando a los hombres y salvándolos, ella debe transformar este cuerpo de pecados mío en cuerpo de su Hijo, en humanidad supletoria de la de su Hijo, para que su Hijo, por medio de esta humanidad que le presto, no solo intencionalmente, sino sacramentalmente, por haber sido consagrado por el sacramento del Orden, que me convierte en presencia sacramental de Cristo, ella, repito, puede conseguirlo para que el Padre me conceda este don del amor célibe por la potencia del Espíritu Santo, como en María, que concibió al mismo Cristo; siempre es el Espíritu Santo, es el Espíritu de Dios el que tiene que hacerlo como hizo a Jesús en su vientre, en su seno maternal. Y ella sigue siendo el seno maternal de todos los nuevos «Jesús» que se hacen con la gracia de Dios, el amor de su Hijo y la fuerza y potencia del Espíritu de Amor de la Santísima Trinidad.

Porque eso es ser sacerdote. Meterse dentro del Consejo Trinitario, decir de palabra y de obra por la unión con el Verbo encarnado en el Hijo-hijo de María, pero no en dirección ascendente como la primera sino encarnada y ascendente hacia arriba: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios... aquí estoy yo para hacer tu voluntad” y desde esa decisión tomada en el Hijo, que se hizo hijo también de Maria y en ella encarnó esta decisión, poder imitar el amor de Dios Uno y Trino en pobre naturaleza humana y sacerdotal: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo Unigénito, para que no perezca ninguno de los que creen en Él sino que tengan vida eterna”, “Dios es amor... en esto consiste el amor no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que Él nos amó y envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados”.

Este amor extremo del Verbo a su Padre y a los hombres, desde el mismo seno de la Santísima Trinidad, hizo que esta decisión y amor divino tomara carne humana, al ver el Hijo Verbo de Dios entristecido al Padre, porque los hombres por el pecado de Adán, ya no podían entrar en su misma intimidad y felicidad.

Esta experiencia diaria, hecha realidad en la misa, debería crear un vínculo único entre el sacerdote y María, a la que debe concederle un papel especial en su vida como madre de esa humanidad supletoria que el sacerdote debe prestar a su Hijo, Sumo y Eterno Sacerdote, Dios y hombre verdadero y encarnado.

El sacerdote necesita tener a María como mujer central de su vida, capaz de llenar su corazón. La devoción a Nuestra Señora le hará partícipe de su calor maternal y de su auxilio diario de gracia. En su esfuerzo por vivir el amor total y gratuito de cuerpo y alma, de ser célibe integralmente, debe elevar sus ojos y su corazón a su madre, a la Reina y Madre de las Vírgenes, que no sólo es modelo y arquetipo de la humanidad en el divino ordenamiento del mundo, sino que encarna también el ideal más perfecto y más puro de mujer, de virgen, de madre, de sierva y de reina.

 Es a Ella, la prudente, la poderosa, la amable y fiel Virgen, a quien el sacerdote debe volverse; es ante Ella, la pura, la amable Madre de Cristo y de la divina Gracia, a cuya escuela los sacerdotes debemos matricularnos y asistir para aprender a amar virginalmente y ser padres de nuestros hijos espirituales por el apostolado. Los sacerdotes, devotos fieles de María, que la veneramos con total confianza y seguridad devocional, aprendemos de ella, poco a poco, a amar como ella, a ser limpios de pecado carnal como ella, a entregarnos sin egoísmos como ella. Por eso Jesús nos la dio como madre y por eso ella es madre sacerdotal, porque lo fue del primero y único sacerdote, del cual todos somos presencias sacramentales.

Por otra parte, teniéndola a Ella como modelo y teniéndola siempre presente y proponiéndola como ejemplo a seguir por las mujeres que encontremos en nuestra vida apostólica, María les enseñará a ser como Ella, a amar como Ella – querida N, ámame como la Virgen, pide a la Virgen amarme como Ella me ama; yo también te quiero amar así-, y con esta forma de amar se aunarán los dos amores de una forma completamente única y desconocida; quizás para alguna de ellas, será una gracia toda relación y amor a los sacerdotes; es una gracia que el sacerdote debe pedir continuamente para todas las mujeres que entren en relación frecuente y profunda con él por razón del apostolado, para que estas mujeres quieran virginalmente al sacerdote, aprendan de María, madre de todos los hombres, a reducir en unidad afectiva y casta toda inclinación noble de la feminidad, para ser dignas hijas de María Inmaculada.

Quiero terminar este artículo sobre el celibato y la devoción a la Virgen con las palabras que la dirige el Papa Juan Pablo II en su Carta Pastores dabo vobis:

“Y mientras deseo a todos vosotros la gracia de renovar cada día el carisma de Dios recibido con la imposición de las manos (cf. 2 Tim 1, 6); de sentir el consuelo de la profunda amistad que os vincula con Cristo y os une entre vosotros; de experimentar el gozo del crecimiento de la grey de Dios en un amor cada vez más grande a Él y a todos los hombres; de cultivar el sereno convencimiento de que el que ha comenzado en vosotros esta obra buena la llevará a cumplimiento hasta el día de Cristo Jesús (cf. Flp 1, 6); con todos y cada uno de vosotros me dirijo en oración a María, madre y educadora de nuestro sacerdocio.

Cada aspecto de la formación sacerdotal puede referirse a María como la persona humana que mejor que nadie ha correspondido a la vocación de Dios; que se ha hecho sierva y discípula de la Palabra hasta concebir en su corazón y en su carne al Verbo hecho hombre para darlo a la humanidad; que ha sido llamada a la educación del único y eterno Sacerdote, dócil y sumiso a su autoridad materna.

 Con su ejemplo y mediante su intercesión, la Virgen santísima sigue vigilando el desarrollo de las vocaciones y de la vida sacerdotal en la Iglesia. Por eso, nosotros los sacerdotes estamos llamados a crecer en una sólida y tierna devoción a la Virgen María, testimoniándola con la imitación de sus virtudes y con la oración frecuente”.

Oh María,

Madre de Jesucristo y Madre de los sacerdotes:

acepta este título con el que hoy te honramos

para exaltar tu maternidad

y contemplar contigo

el Sacerdocio de tu Hijo unigénito y de tus hijos,

oh Santa Madre de Dios.

 

Madre de Cristo,

que al Mesías Sacerdote diste un cuerpo de carne

por la unción del Espíritu Santo

para salvar a los pobres y contritos de corazón:

custodia en tu seno y en la Iglesia a los sacerdotes,

oh Madre del Salvador.

 

Madre de la fe,

que acompañaste al templo al Hijo del hombre,

en cumplimiento de las promesas

hechas a nuestros Padres:

presenta a Dios Padre, para su gloria,

a los sacerdotes de tu Hijo,

oh Arca de la Alianza.

 

Madre de la Iglesia,

que con los discípulos en el Cenáculo

implorabas el Espíritu

para el nuevo Pueblo y sus Pastores:

alcanza para el orden de los presbíteros

la plenitud de los dones,

oh Reina de los Apóstoles.

Madre de Jesucristo,

que estuviste con Él

al comienzo de su vida y de su     misión,

lo buscaste como Maestro entre la muchedumbre,

lo acompañaste en la cruz,

exhausto por el sacrificio único y eterno,

y tuviste a tu lado a Juan, como hijo tuyo:

acoge desde el principio a los llamados al sacerdocio, protégelos en su formación

y acompaña a tus hijos en su vida y en su ministerio,

oh Madre de los sacerdotes. Amén.20

Dado en Roma, junto a san Pedro, el 2 de marzo —solemnidad de la Anunciación del Señor— del año 1992, décimo cuarto de mi Pontificado.           Juan Pablo II

6.- ORACIÓN Y SANTIDAD, FUNDAMENTOS DEL APOSTOLADO, EN LA CARTA APOSTÓLICA DE JUAN

PABLO II “NOVO MILLENNIO INEUNTE

Por eso, qué razón tiene el Papa Juan Pablo II, en la Carta Apostólica NOVO MILLENNIO INEUNTE, cuando invitando a la Iglesia a que se renueve pastoralmente para cumplir mejor así la misión encomendada por Cristo, nos hace todo un tratado de vida apostólica, pero no de métodos y organigramas, donde expresamente nos dice “no hay una fórmula mágica que nos salva”, “el programa ya existe, no se trata de inventar uno nuevo”, sino porque nos habla de la base y el alma y el fundamento de todo apostolado cristiano, que hay que hacerlo desde Cristo, unidos a Él por la santidad de vida, esencialmente fundada en la oración, en la Eucaristía. Voy a recorrer la Carta, poniendo el número correspondiente y citando brevemente las palabras de Juan Pablo II.

Nº 16.-“Queremos ver a Jesús” (Jn 12, 21)... como aquellos peregrinos de hace dos mil años, los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo “hablar” de Cristo, sino en cierto modo hacérselo“ver”. )Y no es quizás cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio? Nuestro testimonio sería, además, enormemente deficiente, si nosotros no fuésemos los primeros contempladores de su rostro”.

Nº 20.- “Cómo llegó Pedro a esta fe? Mateo nos da una indicación clarificadora en las palabras con que Jesús acoge la confesión de Pedro: “no te lo ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (16,17). La expresión “carne y sangre” evoca al hombre y el modo común de conocer. Esto, en el caso de Jesús, no basta. Es necesaria una gracia de “revelación” que viene del Padre (cf ib). Lucas nos ofrece un dato que sigue la misma dirección, haciendo notar que este diálogo con los discípulos se desarrolló mientras Jesús “estaba orando a solas” (Lc 9,18). Ambas indicaciones nos hacen tomar conciencia del hecho de que a la contemplación plena del rostro del Señor no llegamos sólo con nuestras fuerzas, sino dejándonos guiar por la gracia. Sólo la experiencia del silencio y de la oración ofrece el horizonte adecuado en el que puede madurar y desarrollarse el conocimiento más auténtico, fiel y coherente, de aquel misterio, que tiene su expresión culminante en la solemne proclamación del evangelista Juan: “Y la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1,14).

LA SANTIDAD

Nº 30.- “En primer lugar, no dudo en decir que la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es la de la santidad... Este don de santidad, por así decir, se da a cada bautizado...“Esta es la voluntad de Dios; vuestra santificación” (1Tes 4,3). Es un compromiso que no afecta sólo a algunos cristianos: “Todos los cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor (Lumen Gentium, 40).

LA ORACIÓN

Nº 32.- “Para esta pedagogía de la santidad es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración... Es preciso aprender a orar, como aprendiendo de nuevo este arte de los labios mismos del divino Maestro, como los primeros discípulos:“Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). En la plegaria se desarrolla ese diálogo con Cristo que nos convierte en sus íntimos: “Permaneced en mí, como yo en vosotros” (Hn 15,4). Esta reciprocidad es el fundamento mismo, el alma de la vida cristiana y una condición para toda vida pastoral auténtica. Realizada en nosotros por el Espíritu Santo, nos abre, por Cristo y en Cristo, a la contemplación del rostro del Padre. Aprender esta lógica trinitaria de la oración cristiana, viviéndola plenamente ante todo en la liturgia, cumbre y fuente de la vida eclesial (cfr. SC.10), pero también de la experiencia personal, es el secreto de un cristianismo realmente vital, que no tiene motivos para temer el futuro, porque vuelve continuamente a las fuentes y se regenera en ellas”.

Nº 33.- “La gran tradición mística de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente, puede enseñar mucho a este respecto. Muestra cómo la oración puede avanzar, como verdadero y propio diálogo de amor, hasta hacer que la persona humana sea poseída totalmente por el divino Amado, sensible al impulso del Espíritu y abandonada filialmente en el corazón del Padre. Entonces se realiza la experiencia viva de la promesa de Cristo: “El que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él” (Jn 14,21). Se trata de un camino sostenido enteramente por la gracia, el cual, sin embargo, requiere un intenso compromiso espiritual, que encuentre también dolorosas purificaciones (la “noche oscura”), pero que llega, de tantas formas posibles, al indecible gozo vivido por los místicos como “unión esponsal”). Cómo no recordar aquí, entre tantos testimonios espléndidos, la doctrina de San Juan de la Cruz y de Santa Teresa de Jesús?

Sí, queridos hermanos y hermanas, nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas “escuelas de oración”, donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el “arrebato del corazón”. Una oración intensa, pues, que sin embargo no aparte del compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de Dios, lo abre también al amor de los hermanos, y nos hace capaces de construir la historia según el designio de Dios.

 Pero se equivoca quien piense que el común de los cristianos se puede conformar con una oración superficial, incapaz de llenar su vida. Especialmente ante tantos modos en que el mundo de hoy pone a prueba la fe, no sólo serían cristianos mediocres, sino “cristianos con riesgo”. En efecto, correrían el riesgo insidioso de que su fe se debilitara progresivamente, y quizás acabarían por ceder a la seducción de los sucedáneos, acogiendo propuestas religiosas alternativas y transigiendo incluso con formas extravagantes de superstición.

Primacía de la gracia

Nª 38.- En la programación que nos espera, trabajar con mayor confianza en una pastoral que dé prioridad a la oración, personal y comunitaria, significa respetar un principio esencial de la visión cristiana de la vida: la primacía de la gracia. Hay una tentación que insidia siempre todo camino espiritual y la acción pastoral misma: pensar que los resultados dependen de nuestra capacidad de hacer y programar. Ciertamente, Dios nos pide una colaboración real a su gracia y, por tanto, nos invita a utilizar todos los recursos de nuestra inteligencia y capacidad operativa en nuestro servicio a la causa del Reino. Pero no se ha de olvidar que, sin Cristo, «no podemos hacer nada» (cf Jn 15,5).

La oración nos hace vivir precisamente en esta verdad. Nos recuerda constantemente la primacía de Cristo y, en relación con él, la primacía de la vida interior y de la santidad. Cuando no se respeta este principio, ¿ha de sorprender que los proyectos pastorales lleven al fracaso y dejen en el alma un humillante sentimiento de frustración? Hagamos, pues, la experiencia de los discípulos en el episodio evangélico de la pesca milagrosa: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada» (Lc 5,5). Este es el momento de la fe, de la oración, del diálogo con Dios, para abrir el corazón a la acción de la gracia y permitir a la palabra de Cristo que pase por nosotros con toda su fuerza: Duc in altum! En aquella ocasión, fue Pedro quien habló con fe: «en tu palabra, echaré las redes» (ib). Permitidie al Sucesor de Pedro que, en el comienzo de este milenio, invite a toda la Iglesia a este acto de fe, que se expresa en un renovado compromiso de oración.

Escucha de la Palabra

Nº 39.- No cabe duda de que esta primacía de la santidad y de la oración sólo se puede concebir a partir de una renovada escucha de la palabra de Dios. Desde que el Concilio Vaticano II ha subrayado el papel preeminente de la palabra de Dios en la vida de la Iglesia, ciertamente se ha avanzado mucho en la asidua escucha y en la lectura atenta de la Sagrada Escritura. Ella ha recibido el honor que le corresponde en la oración pública de la Iglesia. Tanto las personas individualmente como las comunidades recurren ya en gran número a la Escritura, y entre los laicos mismos son muchos quienes se dedican a ella con la valiosa ayuda de estudios teológicos y bíblicos. Precisamente con esta atención a la palabra de Dios se está revitalizando principalmente la tarea de la evangelización y la catequesis. Hace falta, queridos hermanos y hermanas, consolidar y profundizar esta orientación, incluso a través de la difusión de la Biblia en las familias. Es necesario, en particular, que la escucha de la Palabra se convierta en un encuentro vital, en la antigua y siempre válida tradición de la lectio divina, que permite encontrar en el texto bíblico la palabra viva que interpela, orienta y modela la existencia.

Anuncio de la Palabra

Nº 40.- Alimentarnos de la Palabra para ser «servidores de la Palabra» en el compromiso de la evangelización, es indudablemente una prioridad para la Iglesia al comienzo del nuevo milenio. Ha pasado ya, incluso en los Países de antigua evangelización, la situación de una «sociedad cristiana», la cual, aún con las múltiples debilidades humanas, se basaba explícitamente en los valores evangélicos. Hoy se ha de afrontar con valentía una situación que cada vez es más variada y comprometida, en el contexto de la globalización y de la nueva y cambiante situación de pueblos y culturas que la caracteriza. He repetido muchas veces en estos años la «llamada» a la nueva evangelización. La reitero ahora, sobre todo para indicar que hace falta reavivar en nosotros el impulso de los orígenes, dejándonos impregnar por el ardor de a predicación apostólica después de Pentecostés. Hemos de revivir en nosotros el sentimiento apremiante de Pablo, que exclamaba: «Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1Cor 9,16).

Esta pasión suscitará en la Iglesia una nueva acción misionera, que no podrá ser delegada a unos pocos «especialistas», sino que acabará por implicar la responsabilidad de todos los miembros del Pueblo de Dios. Quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para sí, debe anunciarlo.

7.- LA SOLEDAD SACERDOTAL Y LA ASCESIS DEL CELIBATO

En el capítulo VI de la Carta Pastores dabo vobis, cuando habla de la formación permanente del clero, al final del número 74, al hablar del SIGNIFICADO PROFUNDO DE LA FORMACIÓN PERMANENTE, dice textualmente la Carta en relación con la soledad sacerdotal:

“Por último, en el contexto de la Iglesia comunión y del presbiterio, se puede afrontar mejor el problema de la soledad del sacerdote, sobre la que han reflexionado los Padres sinodales. Hay una soledad que forma parte de la experiencia de todos y que es algo absolutamente normal. Pero hay también otra soledad que nace de dificultades diversas y que, a su vez, provoca nuevas dificultades. En este sentido, «la participación activa en el presbiterio diocesano, los contactos periódicos con el Obispo y con los demás sacerdotes, la mutua colaboración, la vida común o fraterna entre los sacerdotes, como también la amistad y la cordialidad con los fieles laicos comprometidos en las parroquias, son medios muy útiles para superar los efectos negativos de la soledad que algunas veces puede experimentar el sacerdote.

Pero la soledad no crea sólo dificultades, sino que ofrece también oportunidades positivas para la vida del sacerdote: «aceptada con espíritu de ofrecimiento y buscada en la intimidad con Jesucristo el Señor, la soledad puede ser una oportunidad para la oración y el estudio, como también una ayuda para la santificación y el crecimiento humano». Se podría decir que una cierta forma de soledad es elemento necesario para la formación permanente. Jesús con frecuencia se retiraba solo a rezar (cf. Mt 14, 23). La capacidad de mantener una soledad positiva es condición indispensable para el crecimiento de la vida interior. Se trata de una soledad llena de la presencia del Señor, que nos pone en contacto con el Padre a la luz del Espíritu. En este sentido, fomentar el silencio y buscar espacios y tiempos «de desierto» es necesario para la formación permanente, tanto en el campo intelectual, como en el espiritual y pastoral. De este modo, se puede afirmar que no es capaz de verdadera y fraterna comunión el que no sabe vivir bien la propia soledad.

LA ASCESIS DEL CELIBATO

Como hemos dicho, la castidad propia del celibato sacerdotal, que tiene una íntima relación con la virtud de la templanza, no es algo que se adquiera de una vez para siempre, sino más bien el resultado de una lucha constante y una afirmación diaria del amor célibe. Como toda la vida cristiana tiene su raíz en las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. San Juan de la Cruz describe maravillosamente este camino. En algunos de mis libros lo tengo descrito; lo titulo LA EXPERIENCIA DE DIOS. El convencimiento y deseo de amar a Dios sobre todas las cosas, de convertirnos a Dios en todas las cosas nos llevará a vivir la castidad del celibato con esfuerzo nuestro y la gracia de Dios.

La virtud de la castidad total no es una virtud que se desarrolle en solitario, sino que tiene que ir acompañada en el esfuerzo por adquirir las otras virtudes cardinales de la prudencia y fortaleza, enraizadas todas en un espíritu permanente de abnegación hasta en las cosas pequeñas de curiosidad y demás, juntamente con la virtud de la humildad.

La conciencia de nuestra condición humana redimida nos hará saber de esta lucha que San Pablo nos dice de la carne contra el espíritu: “Veo lo que es bueno, pero hago lo que no quiero”; “Os digo, pues: Andad en espíritu y no deis satisfacción a la concupiscencia de la carne. Porque la carne tiene tendencias contrarias a las del espíritu, y el espíritu tendencias contrarias a las de la carne, pues uno y otra se oponen de manera que no hagáis lo que queréis. Ahora bien, las obras de la carne son manifiestas, a saber: fornicación, impureza, lascivia... embriagueces, orgías y otras como éstas, de las cuales os prevengo como antes lo dije, que quienes tales cosas hacen no heredarán el reino de Dios. Los frutos del espíritu son: caridad, gozo, paz... fe, mansedumbre, templanza... Los que son de Cristo Jesús han crucificado la carne con sus pasiones y concupiscencias. Si vivimos del espíritu, andemos también según el espíritu” (Gal 5, 16-26).

Para “andar según el Espíritu”, para llevar una vida espiritual, el fundamento es la vida de oración, la oración permanente que nos lleva a la conversión permanente.

“La capacidad de orar en el espíritu es un gran recurso nuestro. Muchos cristianos, incluso los que verdaderamente están comprometidos, experimentan su impotencia frente a las tentaciones y la imposibilidad de adaptarse a las exigencias altísimas de la moral evangélica, y concluyen, a veces, que es imposible vivir integralmente la vida cristiana. En cierto sentido, tienen razón. En efecto, es imposible por sí mismos evitar el pecado; se necesita la gracia; pero la gracia —se nos enseña— es gratuita, y no se la obtiene por mérito. ¿Qué hacer entonces: desesperarse o rendirse? Responde el Concilio de Trento: “Dios, dándote la gracia, te manda hacer lo que puedes y pedir lo que no puedes” (Denzinger 1536). Cuando uno ha hecho todo cuanto es posible y no lo consigue, le queda siempre la posibilidad de rezar y, si ha rezado, ¡rezar todavía más! La diferencia entre la antigua y la nueva alianza consiste justamente en esto: en la ley, Dios ordena, diciendo al hombre: “¡Haz lo que te ordeno!”; en la gracia, el hombre solicita diciendo a Dios: “¡Dame lo que me ordenes!”. Una vez que ha descubierto este secreto, San Agustín, que hasta ese momento había combatido inútilmente para ser casto, cambió de método y, en lugar de luchar con su cuerpo, comenzó a luchar con Dios y dijo: “Oh Dios, tú me ordenas ser casto; pues bien, dame lo que me ordenas y luego ordéname lo que quieras” (Confesiones X, 29). ¡Y así obtuvo la castidad!”

(P. RAINIERO CANTALAMESSA, Santidad Pneumático-Paulina del Sacerdote, Forjadores de Santos, Madrid 2005, pág. 67).

La descripción de este camino de abnegación y renuncia me parece que está muy bien marcado por el Catecismo de la Iglesia Católica que hemos expuesto antes.

8.- EL CELIBATO DEL SACERDOTE, POR SER AMOR A LOS HOMBRES, TIENE TAMBIÉN ROSTRO DE MUJER, PERO NO DE ESPOSA

“De la lectura del decreto Presbyterorum ordinis emerge una precisa figura de presbítero caracterizada, en especial, por una forma de vida que podríamos definir como «estilo apostólico». Justamente por tal estilo de vida la Iglesia latina pide al presbítero vivir el celibato…

El celibato, lo sabemos bien, no está ligado intrínsecamente al ministerio, pero tiene una justificación propia dentro del estilo apostólico de vida. Aquellos a quienes Jesús envió «de dos en dos» (cf. Mc 6, 7) después de haberlos constituido apóstoles —para estar con él y ser enviados (cf. Mc 3, 14-15)—vivían en la condición de célibes, no tenían mujer ni familia con ellos, más aún, la habían abandonado (cf. Mc 10, 28-31) para vivir plenamente el seguimiento apostólico.

El presbítero célibe no sólo pone al servicio de la comunidad la disponibilidad y la libertad propias de quien no está casado, sino que además muestra en su vida célibe que el «acontecimiento Jesucristo» ha transformado las relaciones entre las personas, y que incluso es posible vivir el celibato teniendo como horizonte el Reino, cuya espera anuncia. Sí, el celibato vivido en virtud del don hecho a Dios que implica toda la vida, puede constituir una invitación a centrar de nuevo en Dios mismo el conjunto de las relaciones humanas, de la misma manera que el matrimonio recuerda que no existe amor de Dios sin amor al otro.

Cierto que el celibato se encuentra estrechamente ligado a la obediencia y al compartir cristiano (el verdadero nombre de la pobreza), y por esto necesita condiciones concretas para vivirlo bien: a algunos les es concedido vivirlo en soledad, a otros en formas comunitarias presbiterales, en la amistad... Con todo, no hay que ser ingenuos: el celibato es ciertamente un don de Dios, pero vivirlo bien depende también de las dotes, fuerza y debilidad de cada uno; por esto no se deben infravalorar aquellos medios que son de gran ayuda para la calidad del celibato, como la vida común, la oración común, una vida no sólo buena sino también bella, humanamente bella.

Y eso sin perder de vista que el celibato se vive siempre bajo el signo de la misericordia de Dios. Se trata de una aventura extraordinaria esta del celibato, auténtico don de Dios, mas es también camino humano en el que experimentamos nuestra debilidad y a veces nuestra miseria. La castidad perfecta se presenta siempre ante nosotros como una meta a la que tender. Hacia ella se avanza mediante el ejercicio de la humildad, creciendo en el amor a Cristo con un corazón indiviso y en el amor gratuito a los hermanos y hermanas”. (ENZO BIANCHI, A los sacerdotes, Sígueme 2005, pgs 45-47).

El amor no tiene para el sacerdote el rostro que tiene para la mayoría de los hombres: el de una mujer —de una esposa, se entiende—. Sin embargo, los rostros de sus primeros y más fundamentales amores con la mujer se manifestaron en Él desde niño en los rasgos y en el amor de una madre, de una hermana o de las amigas de infancia, que fueron amores totalmente castos. Y de mayor, ese mismo corazón del hombre desea otra cosa: la entrega y la igualdad perfecta con la mujer. Es lo natural. ¿Qué sucede con el celibato? ¿Puede tal estado, como para otros el matrimonio, hacer de él un hombre y llevarlo a su plenitud personal, como vulgarmente se dice? Desde su institución por Cristo en el Nuevo Testamento, la vida sacerdotal debe permitir al sacerdote ser hombre completo y realizarse como hombre en el amor. Pero, ¿con qué condiciones? Trataremos de decirlo.

En otros tiempos, el celibato no constituía problema para el candidato al sacerdocio. Estaba ligado a éste, y por tanto era aceptado, simplemente porque estaba así instituido por la Iglesia. Ese joven, si no hubiese pensado en el sacerdocio tal vez no habría elegido el celibato: se habría casado como todo el mundo. Hoy y siempre, desde que Cristo lo propuso: “Bienaventurados los eunucos por el reino de los cielos”, el celibato estará en tela de juicio, y ello conduce a separarlo del sacerdocio, con preguntas como éstas, que escuchamos con frecuencia: ¿Por qué ligar necesariamente ambos? Si estuviesen disociados, ¿no habría más sacerdotes? Y de éstos, ¿por qué se pretende que todos tengan vocación de célibes?

Es conocida la abundante literatura consagrada a este tema. Desde luego ni los protestantes ni los orientales que se casan tienen más sacerdotes.

He ahí un punto importante: existe una vocación al celibato. Mejor que al celibato, diríamos a un estado de celibato. Y decimos que sí. Primero, por razones naturales, es decir, primeramente había que mostrar que el celibato no es un valor de orden específicamente sobrenatural. Es de orden humano, en la medida en que un ser dirige a otro fin distinto de las relaciones sexuales o conyugales las fuerzas afectivas que hay en él.

Y así aprendimos a amar desde niños, y así amamos desde la adolescencia, y así nos esforzamos por amar siempre, aunque descubrimos ya desde la juventud otras formas de amor distintas; todo amor humano es sexualizado, pero no todo amor humano sexualizado pide o necesita la unión de la carne; no podríamos amar más que como esposos o esposas a todos y sin embargo existen padres, hijos, hermanos, amigos... sin exigencias carnales. Sexualizado quiere decir que el amor masculino y femenino tienen características distintas, se enriquecen mutuamente.

Por eso el sacerdote debe conocer y gustar estos amores, pero sin carne. Desde niños hemos gustado estos amores y desde jóvenes nos dimos cuenta y descubrimos que hay amores y existen causas que cautivan hasta tal punto la atención y el corazón del hombre que éste, dándose a ellas, alcanza en ellas la plenitud de toda su persona, sin relación carnal. Pero también descubrimos la otra dirección posible conyugal.

En este sentido una persona, un hijo, una hija, puede entregarse en amor total a otra, pensemos en enfermos, seres queridos, padres ancianos, consagrándose en vida celibataria y en plenitud de ser y existir por ellos y renunciando al matrimonio. En mi tiempo de juventud había bastantes casos. Luego en el amor celibatario, incluso natural, lo primero es el amor, y como consecuencia, no casarse, pero no como huida, sino como realización plena y posible en el amor célibe.

A mí me parece bien que la realización de tal amor sea rara entre los hombres y que el estado ordinario, en el que las potencias del amor existentes en el hombre alcanzan su plenitud, sea el amor matrimonial; incluso que el celibato no sea reconocido casi nunca por la sociedad actual sino como una cosa rara. Lo que quiero expresar y certificar ahora es que el celibato, por el motivo natural que sea, también es una manera para el hombre de realizarse afectiva y efectivamente. Y esto es muy importante que se explique bien en los seminarios y en las casas de formación, para que no se vea que el amor conyugal es el único y, como es el único, es muy difícil superarlo por otras formas de amar, hacia las cuales puedo ser inclinado a amar y realizarme por la misma naturaleza que instintivamente me inclina al amor matrimonial. Y esto los mismos psicólogos afirman que, si bien no es la norma, no es contra naturaleza.

Nosotros consideramos el celibato consagrado partiendo también, por tanto, desde estas perspectivas humanas. Es decir, en sí mismo y de suyo, no es «sobrenatural», sino que también tiene justificación en el orden de la naturaleza.

Por otra parte tengo que decir que muchos matrimonios no llegan a la plenitud del ser y del amor. Y aunque tienen unión sexual, no se sienten amados, lo cual es esencial para sentirse totalmente realizados. Es más, observemos la cantidad de separaciones y divorcios. Mucho sexo y poco amor. Luego no identificar sexo y amor.

En los matrimonios, hoy, como en todo, mucho sexo y poco amor; poca compañía, poca felicidad, poca dicha, toda la vida juntos y separados como los raíles del tren; hay muchas compañías que no quitan soledad afectiva.

Por tanto, no identificar automáticamente matrimonio y la plenitud de amor. Claro que esto mismo puede pasar en vida celibataria. Pero se escogió ya con esperanza de plenitud en amor de renuncia de relación conyugal, de vida de instinto y placer sexual. Veremos si en las circunstancias actuales y próximas no empezamos a ver personas que quieren permanecer célibes, mejor diré, sin casarse, sin unión sexual estable y permanente, por no haber sido educados en la entrega de ese amor total exigido por la vida conyugal y no estar preparados para las renuncias que exige ese mismo amor por otra parte, como son el amor exclusivo, permanente, único y total del matrimonio.

El celibato es definido por la mayoría como el hecho de no casarse. Planteado de esta forma parece que va contra la naturaleza humana, que pide de suyo el matrimonio, aunque hoy ya no está tan claro, si con el mismo o diferente sexo, dada la homosexualidad institucionalizada. Habrá que corregir a la Biblia desde la primera página. Y la naturaza y lo que piden las leyes naturales ya no son tan naturales ni tan universales como antes defendíamos en la filosofía; las que defendíamos como verdades naturales, metafisicas, absolutas y universales.

El celibato religioso se define y se fundamenta en una piedra angular: “para el reino de los cielos”, dice Cristo; o, para emplear otra expresión evangélica: “hacerse eunuco por el reino de los cielos”21. Texto que podría ser comentado de la manera siguiente: no casarse parece a los hombres una locura, porque no es lo normal de la vida. Usted, al hacerse eunuco rechaza el estado normal, es un eunuco. Pues bien, sí, lo soy. Y esto, para usted es una locura, pero yo lo acepto por el reino de Dios y por Cristo. No tengo otra explicación que dar. Jesucristo ha llegado a ser todo para mí.

Esta respuesta forma parte de la respuesta total a la invitación: ven, déjalo todo, sígueme. Quienes obran así no son eunucos por impotencia o porque la mano del hombre les ha hecho tales. Lo son por don divino y por respuesta de amor: “aquellos a quienes eso les ha sido dado”; “Quien puede entender, que entienda”.

Esta elección —o esta respuesta— no es, pues, menosprecio del matrimonio, miedo de las realidades de la carne consideradas como inferiores o peligrosas, o simplemente como un obstáculo al amor de Dios. Tal manera de pensar no es cristiana. El celibato y el matrimonio son caminos de santidad. Es más, el matrimonio es un sacramento. Por eso, nosotros no consideramos en sí mismas «impuras» las cosas de la carne. Pero tampoco pensamos, como en los tiempos actuales, que mi cuerpo y mi amor es mío y puedo hacer lo que me plazca. Ni creemos que el sexo por el sexo realiza al hombre y le hace más feliz, ni siquiera en el mismo matrimonio.

Porque ahora todo es sexo y, sin embargo, los jóvenes de relaciones prematrimoniales, los esposos infieles y el sexo desde los dieciséis años, como dicen las encuestas, nos ha hechos más insolidarios a todos, nos queremos menos y estamos todos más tristes: los matrimonios, los hijos, las familias.

El amor celibatario es amor, y amor de donación total, que debe luchar contra toda clase de egoísmos, y por lo tanto es amor de carácter ascético, sacrificado, superador de apetencias carnales. De esta forma, el cristiano ve en el matrimonio y en el celibato maneras diversas de vivir en el amor y de cumplir la voluntad de Dios y de llegar a la unión total con Él, a la santidad. Juan Pablo II lo ha dejado muy claro en sus Pastorales y Homilías y con el número de esposos y padres canonizados.

Ahora bien, quien elige ser eunuco por el Reino es de tal manera prendido por el amor del Padre y de su Hijo que no puede ver ni obrar de otro modo. ¿Qué justificación daría? Su estado es un hecho como la elección de una mujer por un hombre. Aun cuando pasase por un loco a los ojos de los demás hombres, él se sabe prendido por Cristo, seducido por Cristo para su reino, su amor, su servicio. Él halla en Cristo todo cuanto colma un corazón de hombre. Cristo llega a ser para él un padre, una madre, una hermana, todo aquello a lo que él podría aspirar en el mundo, el ciento por uno prometido: “Y Jesús, dirigiéndose a todos les dijo: ¿Quiénes son mi madre y mi padre y mis hermanos...? Los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen...”.Y San Agustín llegará a decir que la Virgen fue más bienaventurada porque escuchó la Palabra de Dios y la cumplió perfectamente:“Conservaba todas estas cosas meditándolas en su corazón”; es más, la encarnó totalmente en su seno y en su vida: «Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo y nació de santa María Virgen».

9.- EL AMOR CÉLIBE ES TRATAR DE AMAR A HOMBRES Y MUJERES COMO CRISTO AMÓ

El amor célibe no huye de nadie, no tiene miedo a nada; en positivo, es amor total y gratuito a todos; en negativo, es no querer pertenecer esponsalmente a una persona  para poder ser todo para todos.

Para el hombre célibe, la realización de sí mismo se opera en la línea de la donación de sí, entregándolo todo a Dios, cuerpo y alma, para poder amar así a todos y poder ser todo para todos: “Quien quiera ser discípulo mío, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga”. Dejarlo todo por Cristo, por los hermanos, por el reino, cuesta, pero... “Quien deja padre o madre o esposa... por mí, tendrá cien veces más aquí abajo y heredará la vida eterna”. Querido hermano, déjalo todo, quien obra así es feliz; nos lo asegura el Señor. Te lo aseguran tantos y tantos hermanos y seminaristas y personas consagradas y otras que seguirán consagrándose totalmente al amor a Dios por los hermanos. Desde mi pobre experiencia te digo: déjalo todo, te costara, a todos nos cuesta o nos ha costado, no te desanimes jamás, porque la Virgen es un todo terreno que se mancha de barro y tierra si hay que sacar a sus hijos del barro, pero los saca, tiene mucha experiencia y logra que sean felices en el seguimiento total de su Hijo. Y si caes, mil veces caído, mil veces levantado y no pasa nada. Pero jamás, jamás con nadie, sea quien sea: nunca, nada, con nadie: lema de mi vida en esta materia, y a luchar y no desanimarse nunca, pase lo que pase.

El célibe no huye de nada, no tiene miedo de nada. Su existencia dentro del celibato es una manera humana de realizar sus potencias afectivas, cuyo objeto es en este caso la amistad total con Cristo y la realización de su Reino entre los hombres, no una causa puramente humana de orden terrenal. Porque el celibato consagrado es por el Reino de los cielos, tiene un motivo sobrenatural de amor exclusivo y total a Cristo y su reino; es un signo de vida eterna, una anticipación de la vida celestial.

Tales expresiones pueden prestarse a confusión y dar a algunos la idea de una huida de la existencia presente, de un cierto modo abstracto de vivir. Para comprender esas maneras de decir, habría que explicar el texto que las motiva: «Los que logren ser dignos de aquel mundo y de la resurrección de los muertos, ni ellos se casarán ni ellas serán dadas en matrimonio; porque no pueden ya morir, pues serán semejantes a ángeles; y son hijos de Dios, pues son hijos de la resurrección» (Lc 20, 35-36). Estado angélico que corre el riesgo de parecer incorpóreo e inexistente. En realidad, significa el estado de resurrección establecido ya por Cristo, el «esjatón», los últimos tiempos que se han hecho ya presentes como proclamamos en la santa Eucaristía: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús»; no proclamamos la ausencia de la materia, de la carne, sino la libertad del espíritu en la materia, o la libertad total de la carne por el espíritu; proclamamos la carne al fin liberada de la esclavitud del pecado por la vida nueva del Resucitado que se hace ya presente. Testimoniamos los cielos nuevos, la tierra nueva, el cuerpo al fin liberado de su pesadez y condición terrena, radiante de la gloria del Espíritu; la vida eterna reasume y transforma todo el ser: tal es el estado del hombre, como Dios lo ha concebido en Cristo.

Pero hay que cumplir primero la voluntad del Padre, que como a Cristo, nos lleva primero por la muerte de nuestro yo, por la pasión y el sufrimiento del cuerpo para llegar a la resurrección y la vida nueva de resucitado en Cristo, de “Para mi la vida es Cristo”; “Estoy crucificado con Cristo, vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí, y mientras vivo en esta carne vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí”. Al resucitar a su Hijo, el Padre“hace habitar en Él corporalmente toda la plenitud de la divinidad...”(Col 1,19; 2,9), realizando de este modo la salvación en totalidad escatológica, sin que tenga que añadirse nada en adelante para completarla. En la resurrección y en virtud de la muerte filial (Flp 2, 8ss) es donde Cristo recibe el título de Señor (Rom10, 9 ss): nombre de la omnipotencia escatológica. La realidad escatológica, lo último ya está presente en la Eucaristía. Por la Eucaristía viene el esjatón, el fin, el Cordero degollado del Apocalipsis, sentado en el trono y recibiendo la alabanza de gloria de todos los liberados de la carne y del pecado.

Todo esto hemos de tenerlo en cuenta si queremos captar el sentido pleno y total de la Eucaristía, memorial de la pascua de Cristo, que por su muerte y resurrección nos ha “pasado” ya al Padre y desde allí, por la celebración litúrgica, viene al lado de los suyos, y haciéndose presente como realidad y salvación escatológica, comunica a los creyentes los frutos últimos y definitivos ya conseguidos que son Él mismo: El mismo y único que nació, murió y resucitó, el cordero inmolado y glorioso ante el trono de Dios Trino y Uno: El Cristo glorioso y escatológico, el “viviente” del Apocalipsis, que nos dice en cada Eucaristía: “No temas nada. Yo soy el primero y el último. El Viviente. Estuve entre los muertos, pero ahora vivo para siempre”.

Esta vida eterna de la que es signo el celibato consagrado debe ser tomada en la rica variedad de sus aspectos: es el reino que esperamos y cuyos tiempos están próximos. Es la liberación definitiva de aquél que, liberado de las trabas del pecado, ve a Dios. Es vivido también, de una manera más interior, como la presencia del don de Dios, no después de la muerte, sino en presencia oculta y misteriosa en el ahora de nuestra vida mortal. Esta vida eterna, que opera ya en los bautizados, impulsa a quienes reciben su don a unificarse en ella dentro de su propio ser humano y a vivir en ella el amor del que nadie puede prescindir para ser. No por eso son mejores ni peores; por gracia de Dios y para la edificación del cuerpo de Cristo, son así, Dios los quiere así, para que puedan ser todo para todos, sin familia propia.

Digamos, para situar mejor uno frente a otro, matrimonio y celibato, que mientras algunos viven la perfección del amor que es la ley de todo cristiano en la realidad humana del matrimonio y de todo lo que éste trae consigo, otros viven esa misma perfección en la realidad también humana del celibato que se consagra al Reino. Unos y otros lo hacen para obedecer a la ley suprema: Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto. La ley de la santidad, del amor y unión con Dios es para todos, pero tiene en cada uno manifestaciones peculiares.

 Matrimonio y celibato son dos realidades humanas reasumidas en el misterio de la Iglesia, misterio que cada una significa de diferente manera. En una y en otra, lo representado es el misterio del amor de Dios en Cristo. Este amor es vivido en el matrimonio por intermedio de dos seres que se dan el uno al otro y que hallan más allá de sí mismos la realidad de este amor, del que ellos son signos. Y en el celibato es vivido a través de la unificación de un ser en este único amor hacia el que convergen todos los demás. Son dos llamadas diferentes. Lo importante es que cada cual reconozca la gracia que le es hecha y la viva en la misma tendencia a la perfección.

A mí me parece que para la vivencia del amor celibatario es muy importante que uno en su infancia o juventud haya tenido experiencia de amar y ser amado celibatariamente, desde un amor sin respuesta de sexo, y así para él el amor célibe haya tenido rostros humanos. El ejemplo de los padres, hermanos, amigos y amigas es determinante. Porque lo habrá experimentado, y sabrá que es posible y que llena totalmente. Por tanto, para la vivencia del celibato ayuda mucho la experiencia que cada cual tiene del amor desde su infancia y primera uventud. Estamos marcados por ella hasta las profundidades del ser.

Doy gracias a Dios porque tuve unos padres entregados, que se quisieron siempre y nos quisieron, y cuatro hermanas, y muchas amigas, compañeras de clase y de comunión frecuente, de reuniones apostólicas y catequísticas. Cuánto ayuda esta experiencia de amor célibe tenida en infancia y juventud. Pensad en lo contrario como ocurre hoy día ya desde la misma infancia, amigos... es todo distinto en esta materia.

Qué lástima que a veces ciertos padres espirituales no sepan educar para el celibato, porque no aman en plenitud o han sido amados y no pueden dar este sentido a su oración, a la donación y entrega a los demás, a los problemas afectivos de sus dirigidos. Muchas dificultades en el celibato tienen su raíz en la niñez y juventud. El amor dado en el sacerdocio celibatario debe haber sido primero recibido celibatariamente. Nadie da lo que no tiene. Debemos ser amados de una forma determinada, aquí celibatariamente, para poder amar de esta forma. De ahí el destrozo afectivo y casi irreparable de quienes son violados o precipitados por el amor sexual en su niñez o juventud.

Es importantísimo haber encontrado amores célibes en sus raíces, para salir del amor egoísta que buscó el placer sexual sin haberse sentido amado gratuitamente. Y si lo encuentras en tu juventud o madurez, aprécialo. Estas mujeres, jóvenes o adultas, no te complicarán la vida en tu apostolado. Con el resto, mucho cuidado, porque no saben amar de otra forma.

De todos modos, para unos y para otros, para los que tuvieron este rostro humano de amor célibe como para los que no lo tuvieron, en el celibato empieza una larga historia de amor total a Dios manifestado en el amor a los hermanos, que tendrá días de entrega y días de querer huir totalmente.

El amor evangélico siempre tiene rostro humano de hombre y de mujer y hemos de amar y aprender a amar como Dios ama y quiere; y como nosotros no sabemos y nos cuesta mucho amar así, hay que pedirle a este Dios que es Amor, saber amar como Cristo, como María Virgen, como tantas vírgenes y sacerdotes, de ahora y de siempre, porque nosotros no sabemos amar así y nos cuesta y sólo su gracia nos puede ayudar, para amar como Él nos ama. Si Él no me da ese amor, yo no puedo amarle y amar a los hombres y mujeres gratuitamente, en donación y entrega total como Él: “Dios es amor... en esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que Él nos amó primero y envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados” (1Jn 4, 10).

Por eso continúa San Juan:“Queridos hermanos: Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros. A Dios nadie lo ha visto nunca. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud. En esto conocemos que permanecemos en él y él en nosotros, en que nos ha dado de su Espíritu” (1Jn 4,11-14).

La lucha es a menudo acerba, con posibles caídas, según circunstancias de todo tipo, hasta climatológicas, pero es en el amor total a Dios donde podemos hacer la integración célibe del amor a los hermanos y hermanas, integrando todas nuestras fuerzas. Jamás huir replegándonos en soledad egoísta. Porque además de imposible, nos hará solterones tristes y egoístas, pero no célibes.

Hay que amar, evitando siempre y prudentemente las ocasiones negativas, desde ese mismo amor total que queremos tener; debemos en ocasiones ciertamente replegarnos, en razón de ese amor sin egoísmo carnal, porque a estímulos ordinarios, reacciones ordinarias, somos hombres, débiles como todos; por eso debemos separarnos de esas personas que nos obstaculizan ese amor célibe, buscar soledad oportuna, orar, reflexionar y pedir sinceramente al Señor, a María, para poder volver, aunque nunca con esa persona que nos es ocasión y peligro de posible pecado.

Hay que pedir la gracia de alejarnos. En esta materia ya lo he dicho: nunca, nada con nadie. Y para eso, no relacionarnos con ella, porque es ocasión y causa de que podamos caer. Pero de ninguna forma replegarnos para toda la vida en soledad solitaria, sino acompañada siempre de Dios, de María, de los nuestros, de tantos amigos y amigas que nos ayudan a amar y ser célibes de amor limpio y total, sin exigencias de cuerpo.

La soledad del que se repliega sobre sí mismo, incluso en relación con la mujer, no es buena ni hace feliz al sacerdote. Y no tiene que ver nada con el celibato. Porque no se siente amado y admitido. Terminará huyendo de sí mismo, caerá en tristeza o depresiones, porque no sabrá relacionarse ni donarse a sí mismo, estará vacío de amor de sí mismo para los demás. La soledad célibe es buena, cuando habiéndose

posesionado de si mismo, se dona a los demás, porque el centro no está en sí mismo sino en Dios y en los demás. Tendrá dificultades. Pero será recompensado continuamente y terminará venciendo: llegará amar, relacionarse y sostener a los demás sin esperar recompensa de carne. Ese es el amor célibe por Cristo.

El amor de donación total a Dios debe educarnos en el amor de donación a los demás, también a la mujer, con las debidas cautelas, en razón de las características de ese amor y del nuestro, y nuestra relación casta y célibe debe ser una irradiación de la caridad divina. Y no podemos ser en esta materia ni ingenuos ni hipócritas ni imprudentes ni anormales, porque aunque sea cura, a estímulos ordinarios, reacciones ordinarias, no lo olvides nunca. Como amor célibe por el reino de Dios tenemos que demostrar que esto es posible, que podemos vivir el amor como todos; pero de forma distinta; que puede haber relación con sexos diferentes, dentro del mutuo respeto por las propias vocaciones, aportando cada uno lo mejor de sí mismo.

Los libros no dicen nada de esto, en concreto. Nos da miedo hablar de estas cosas, bajar a estos terrenos. Pero hay que hacerlo por amor, porque uno ama a los hermanos y quiere ayudarlos. Los documentos te hablan en abstracto. Los directores espirituales, los ejercicios o retiros espirituales no meditan ordinariamente sobre estos temas; porque hay muchos que ya están situados o en el escepticismo o en la ignorancia o en la presunción o en la desconfianza total. Pero tenemos obligación de ser testigos de la donación total a todos por amor a Cristo, por el reino de los cielos, para el reino de Dios.

Hay que enseñar a amar y donarse gratuitamente, sin exigir ni pedir o conceder nada al instinto y a la carne. Y entonces eso que predicamos de amarse en Dios cobraría todo su sentido; sería el fruto de una castidad vivida sin buscarse a sí mismo, como veo en   tantos hermanos y amigos sacerdotes, que lo han conseguido.

10.- LAS AMISTADES SON BUENAS,  PERO SIEMPRE CON AMOR CELIBATATARIO

A menudo, las relaciones del sacerdote con personas de garantía son presentadas como la salvaguarda de su castidad. Quien vive solo está perdido, se dice. Es bueno estar acompañado de amistades que te ayuden en tu ser y vivir como sacerdote. Pero aún con algunas de estas hermanas, y no por malicia sino por el natural ser y amar, hay que tener mucho cuidado y estar siempre en vigilancia de ti mismo y de ella, y te lo digo por propia experiencia. Y que conste y te repito que en algunas de ellas no hay malicia, es el natural atractivo entre hombre y mujer.

Demasiadas historias desdichadas prueban lo que estoy diciendo. Los amigos yo los quiero para llevarlos a Dios; ninguna amistad que no vaya en esta dirección; lo humano por lo humano, la mera amistad humana, si no es para más amar a Dios, no interesa al amor célibe que se ha consagrado totalmente a Dios, y sólo busca a Dios en todo y en todos. Esto es ser célibe, dejarlo todo o vivir todo desde Dios.

No es eso de que el amor célibe, tal como el sacerdote debe vivirlo en el mundo moderno, es tan difícil de guardar que hay necesidad de apuntalarlo con todos los apoyos posibles. Muchos piensan que su corazón debe estar ocupado por sólidos afectos, y así él permanecerá fiel a Cristo, a quien se ha dado. Una vez más, sucede así a menudo. Pero hay que decir que la relación con una persona humana, quienquiera que ésta sea, no puede ser considerada como un puro medio. Por lo menos no debe considerarse como un signo totalmente positivo; lo será si allí en medio está Dios para ser buscado o más amado por esa persona.

Todas las amistades del sacerdote deben ser espirituales, deben ir en dirección de Dios, nunca puramente horizontales, humanas. Porque en realidad, la persona, y la relación que anudamos con ella, pide ser aceptada por Dios y para Dios. Si allí no se da esta posibilidad, para mí, que no interesa, aunque sea amistad limpia. Podía dejar de serlo con el tiempo. Me estoy refiriendo del sexo contrario. Porque si Dios no está en horizonte, y nos ponemos solo nosotros como horizonte, puede generar peligro.

Y aprovecho esta ocasión para decir que, para mi pobre entender espiritual, la misma amistad entre los hermanos sacerdotes, y prescindo de aspecto sexual, por lo que tiende siempre a hacernos iguales en criterios y vida, tiene a veces peligro de impedir el camino a la santidad, a la unión total con Dios, si se reduce a pura amistad humana; porque si no tiende hacia arriba, hacia Dios, tiende a buscarnos a nosotros mismos, y viene el buscar ventajas, apoyos para escalar, sobresalir, pero a base de socavar con la crítica continua al resto de los hermanos; por eso, buena relación con todos, pero amigos, amigos que te hipotequen, sólo los que te ayuden a subir para arriba, hacia la santidad; y esto, aunque uno se quede más solo, pero mejor acompañado por Dios, por Cristo, que te llena el alma, te quita soledad y no te deja sentir nostalgias de otras personas y cosas.

Tanta crítica continua al Obispo, al párroco vecino, a los que mandan... y en el fondo es porque uno va buscando lo mismo y para eso sirven muchas veces las amistades entre sacerdotes; los amigos tendemos a la exclusividad, de acaparar, a grupos de presión. Y estos hermanos te exigen pensar como ellos, vivir como ellos, actuar como ellos. No te dan libertad, te la quitan. Sólo lo insinúo. Sería para hablarlo más extensamente.

Da gracias a Dios si has encontrado a un sacerdote amigo verdadero, será ciertamente una buena persona, te lo digo, una persona santa. Y es una gracia muy especial de Dios. Y no se hacen de golpe. Supone pruebas y superaciones. Te felicito, si tienes amigos de éstos.

En esta formación para la amistad hay una educación para el respeto mutuo, para la delicadeza, que no puede satisfacerse con relaciones vulgares, críticas y superficiales que a veces tenemos. La profundidad de una vida espiritual se manifiesta en la amistad. Y cuando las relaciones con Dios no existen, las relaciones con los hombres no son mejores. Todo está a la misma altura en nuestra vida. Entonces, de suyo, no son un apoyo para ser mejores sacerdotes.

Hay que saber mantener la amistad buena, santa, que da verdadera compañía espiritual, más allá de las divisiones que sobreviven y de las fisuras que la vida abre. Debemos tener amigos de estos. Todos los sacerdotes debemos tenerlos; pero de éstos; cuántos sacerdotes que han sufrido, que han pasado por malos ratos o años o crisis, lo han superado todo por estas amistades que no han desfallecido. La amistad del sacerdote se obliga a ser fiel hasta en eso. Y en tales casos, precisamente porque es verdadera, encuentra la nota justa y delicada: «Yo nunca he pecado contra la amistad», decía San Basilio.

No hemos dicho nada de los equipos, de los grupos parroquiales.  No es la amistad lo que los une sino el cultivo de la fe y amor a Dios y a los hermanos. Lo que ocurre es que buscando y potenciando la fe y el amor a Dios, se encuentran ellos también en amistad más sincera y profunda. Para ser fecundo un grupo parroquial, de matrimonios, de vida cristiana, necesita permanecer cultivar como objetivo primero la fe y el amor a Dios y así quedar abierto al resto de la parroquia y situarse en el conjunto de la vida apostólica, procurando no convertirse en grupo de críticas.

Y en relación con el celibato, digamos, para dar conclusión a este punto de las relaciones del sacerdote, que, más que la guarda de su celibato, los grupos y las personas de los grupos y movimientos apostólicos son una de las expresiones más delicadas del mismo. En la calidad de estas relaciones es donde se manifiesta su profundidad, la profundidad de mi amor célibe, de mi entrega y donación total sin exigencias de ningún tipo.

11.- EL FUNDAMENTO DEL CELIBATO ESTÁ EN  QUERER AMAR A CRISTO CON TOTALIDAD DE AMOR

El celibato es una opción personal de amor total a Cristo. Decidirse a ser “santos”, a amarle totalmente en cuerpo y alma, en amor célibe, no significa más que ser de verdad otro “Cristo”, comprometerse a ser coherentes con la exigencia de relación personal con Cristo, que incluye el compartir su misma vida, su mismo amor, imitarle, transformarse en Él, hacerle conocer y amar así, ser transparencia de su entrega total a los hermanos. Ello equivale a mantener la mirada fija en Cristo, para poder pensar, sentir, amar y obrar como Él: “la referencia a Cristo es, pues, la clave absolutamente necesaria para la comprensión de las realidades sacerdotales” (PDV 12).

Las renuncias sacerdotales quedan resumidas en la expresión de San Pedro: “Lo hemos dejado todo y te hemos seguido” (Mt 19,27). La renuncia total no sería posible ni tendría sentido, sin el “seguimiento” como encuentro y amistad. La “soledad llena de Dios” (de que hablaba Pablo VI en la encíclica Sacerdotalis Celibatus), es, para el sacerdote ministro, el redescubrimiento de una presencia y de un amor más hermoso y profundo: “No tengas miedo... porque yo estoy contigo” (Hech 18,9).

El secreto de este equilibrio de vida que el sacerdote alcanza en su celibato es en definitiva Jesucristo, en tanto en cuanto Él es a la vez el modelo de su vida afectiva y el objeto de su amor. Lo que primero sorprende tan pronto como se estudia la personalidad humana de Cristo es su extraordinaria consistencia. Él tiene las más altas pretensiones: dice ser el Mesías, Enviado de Dios. Sin embargo, no pierde la cabeza. Sigue siendo el hombre más sencillo que darse puede. Habla como ningún otro, revela los secretos de los corazones. No obstante, con él todo el mundo se siente amado y a gusto. Las circunstancias más inesperadas no le pillan desprevenido. Al subir a Jerusalén, sabe lo que le espera y se ofrece a la muerte en la hora convenida.

Pese a esta perfecta posesión de sí, nada altera la delicadeza de su corazón: Él es atento con todos, capaz de la amistad y del apego más fuerte. Recordemos sus relaciones con Lázaro y los suyos. Cada una de sus relaciones con sus discípulos es personal. Nada más humano que su manera de estar con la samaritana, la mujer adúltera.

Lo más maravilloso es que Él vive con la mayor naturalidad. En sus relaciones humanas está muy lejos del tipo estoico de virtud de los antiguos. Diríase que actúa sin esfuerzo. Ni siquiera se rodea del aparato impresionante de Juan el Bautista. Es el esposo, y sólo piensa en la alegría del encuentro. Los fariseos se escandalizan de ello. Come con todos, con los publicanos y los pecadores. Recibe a los extranjeros, al centurión, a los griegos que han acudido a Felipe. Éstos sólo son algunos rasgos sueltos. Cuanto más nos dejamos impresionar por Él, más nos sentimos rebasados, pero nunca apabullados. Estamos ante la personalidad más rica y más compleja, en la unidad más perfecta.

¿Cuál es el secreto de este equilibrio de vida y esta integración de todas las fuerzas afectivas? “El Padre está en mí y yo estoy en el Padre. El Padre y yo somos uno”. Tan pronto como tomamos la determinación de leer el Evangelio para descubrir en él las relaciones del Padre y el Hijo, nos hallamos ante esta maravilla: esta única relación del Padre y el Hijo vivida en una humanidad semejante a la nuestra y comunicando a ésta su consistencia.

Mirad a Cristo en los momentos más diversos de su vida. Seguidle en su gran obra, en esos trabajos que Él lleva a cabo para librar de los lazos de la muerte a la humanidad que el Padre le ha confiado. En todo momento, hasta en el último sobresalto de la agonía, le veréis unido al Padre. Su muerte es todo lo contrario del acto del héroe que quiere seguir siendo dueño de sí y se agota hasta el límite de sus fuerzas para acabar zozobrando en la soledad del sacrificio. Su muerte es la entrega de su humanidad, hasta lo más íntimo de sí, a quien es lo único de su vida, al Padre que no le abandona jamás.

Estamos aquí en las fuentes mismas. Cristo es libre y uno porque vive en el amor del Padre. En Él, la libertad es total, porque ninguna fuerza de su ser se opone a las fuerzas del amor que le arrastran. Por eso es por lo que Él, que ofrece el modelo de toda perfección humana, permanece en celibato. No menosprecia el matrimonio: hace recordar la santidad del mismo y asiste a unas bodas. Pero está todo él entregado al Reino del Padre. Lo mismo sucederá con su madre, la Virgen María, que, como Él y en Él, querrá estar toda ella consagrada al Reino. El sacerdote está desde hace mucho tiempo habituado a este lenguaje. Justamente es al celibato guardado por Cristo y por la Virgen a lo que apelan quienes en la Iglesia lo toman por regla de vida. Por otra parte, Cristo, para ellos, es más que un modelo. Es el objeto de su amor y el principio de su fidelidad. Es el esposo, el hermano, el amigo, el maestro. De Él a ellos hay una plenitud de relaciones que da al celibato sacerdotal su valor y su unidad.

Esta relación que lo purifica crece, como todo amor, con los años. En un principio, se colorea de sentimientos. Cada cual vuelca en Él, como los apóstoles en ocasión de su encuentro con Cristo, todos los sueños de su juventud. Incluso puede suceder que en ese amor naciente se mezclen elementos que el transcurso de la vida revelará como imperfectos o ambiguos. El peligro estaría en quedarse en esa edad en la que la persona, no habiendo hallado su consistencia, no es todavía capaz de relaciones personales.

Hay que aceptar, como hemos dicho, que la vida haga su obra y que el amor tome un rostro humano. Entonces, esos sentimientos que despierta en nosotros el encuentro de personas vivas se sitúan en referencia al sentimiento único que pretendíamos tener hacia Cristo. Y ponen a prueba la solidez de aquel primer sentimiento.

Sucede que esta confrontación puede desvanecer en el sueño tal solidez, pero no por eso será Cristo menos amado, sino de otro modo, a través de un amor humano. Ahora bien, si a lo largo de este crecimiento hacia la edad adulta y de estas relaciones que se ofrecen desde todas partes, Cristo sigue siendo aquel en quien confluye toda la capacidad de amor que hay en nuestros corazones de hombres, entonces Él es efectivamente aquel en quien lo tenemos todo: padre, madre, hermano, esposa, todo lo que podríamos desear en el mundo.

Entonces, Él debe descubrirse poco a poco, no ya como quien pasó en otros tiempos por nuestra tierra, sino como Cristo resucitado, presente entre nosotros y vivo en nuestros corazones por la fe. Él llega a ser anterior a nuestra acción. Él difunde en nosotros su Espíritu y en él vivimos, amamos y obramos. Ésta es una vida que lleva al hombre a la plenitud de toda su persona.

En Cristo hallamos alegría y razón de ser. En É1 y desde Él deja también el sacerdote derramarse sobre los hombres el amor que le llena. Para el sacerdote, ya no hay dos amores, el de Cristo y el de los demás: es el mismo amor el que se derrama o se refleja en todos, según los encuentros de la vida mortal, hasta que alcance su plenitud en la eterna presencia.

Tal amor sólo se desarrolla en la fe. Si ésta ya no existe o disminuye, el amor se viene abajo. Se produce un desequilibrio que conmueve hasta los fundamentos del ser humano. Los remedios que busquemos no pasarán de ser parches inseguros mientras la fe permanezca vacilante. En realidad, hay que tomar las cosas de los dos lados a la vez: del lado de la madurez humana y del de la fe. Sin la primera, la fe vivida en el amor del celibato corre el riesgo de no conseguir solidez. Sin la segunda, es imposible que el hombre alcance su plenitud en el celibato para el Reino.

Busquemos ahí el secreto de tantas vidas sacerdotales que aunque agobiadas o dolientes, irradian la unidad, la paz, la alegría, la libertad. Esas vidas no son obra del heroísmo o de la voluntad del hombre, sino del Espíritu de amor que hace crecer en nosotros a Cristo.

12.- ÚLTIMAS CONSIDERACIONES EN RELACIÓN CON EL CELIBATO

Quiero explicarme un poco más. Por ejemplo: El sacerdocio celibatario es una vocación que me llama a amar a Cristo sobre todas las cosas. No es primero querer ser sacerdote y luego célibe, por exigencias del sacerdocio, sino todo unido; no es una renuncia al amor sino una invitación del Señor a amar con todas mis fuerzas, porque me siento amado totalmente por el Señor en la llamada y en mi ser y existir sacerdotal.

El celibato no consiste fundamentalmente en evitar el pecado, sino en el esfuerzo positivo de querer amar siempre a Cristo, aunque luego caiga; pero no pasa nada, si uno se levanta siempre, con más ganas de luchar; así se terminará viviéndolo plenamente, en el cuerpo y en el alma, siendo célibe en cuerpo y alma, porque lo importante es siempre el alma y en mi corazón, en mi alma, yo quiero amar a Cristo sobre todas las cosas. ¿Hasta qué punto puede uno pecar, cuando no quiere pecar; cuando quiere amar a Cristo sobre todas las cosas? ¿Cómo puede pecar uno que no quiere pecar? ¿Qué dice Cristo, qué dice el Evangelio, qué dice la Moral? Pues te voy a decir lo que afirma el Catecismo de la Iglesia Católica: “Para emitir un juicio justo acerca de la responsabilidad moral de los sujetos y para orientar la acción pastoral, ha de tenerse en cuenta la inmadurez afectiva, la fuerza de los hábitos contraídos, el estado de angustia u otros factores psíquicos o sociales que reducen, e incluso anulan la culpabilidad moral” (n 2352).

Seamos sinceros, que en la humildad está la verdad: lo que hay que asegurar es la intención de amar sobre todas las cosas. Siempre concibiéndolo en positivo, en amar, no sólo en renunciar a cosas: porque si amo o quiero amar de verdad, lógicamente me programaré para evitar las ocasiones.

Por eso, este celibato está fundamentalmente en el corazón. Ya lo he dicho muchas veces. Es el corazón en

ascensión continua al Señor, del cual recibo continuamente gracias, dones, abrazos y gozos superiores. Y así mi corazón no está dividido con las criaturas y los sentidos. Y no dejarse engañar por el maligno, por los sentidos, por los que nos rodean, por la serpiente disfrazada tal vez de mujer piadosa: con estas, “nunca, nada, con nadie”. La devoción sincera y tierna a la Virgen ayuda muchísimo. Decía Max Thurian: “El celibato sacerdotal no debe justificarse de manera utilitarista, por la mayor disponibilidad para el servicio a los demás. Antes que nada debe ser reconocido como vocación de amor, al menos si se vive en el amor a los otros”22.

Al comprometerme en el celibato en el seguimiento a Jesús, no he renunciado a amar ni a ser amado: he renunciado a amar a una mujer como esposo, he renunciado a amar con amor matrimonial para fundar una familia humana. Yo amo totalmente a Cristo para poder ser totalmente padre de todos mis feligreses sin serlo carnalmente de ninguno; soy y amo con amor célibe para poder amar y serlo todo para todos, sin tener nada propio.

Y esto no me impide amar a la mujer profundamente y tengo experiencia de ello y estas mujeres nunca me han complicado mi vida sacerdotal y siguen trabajando muy cerca de mí y se las puede ver; son esos ángeles que Dios envía a todas las parroquias. Sin embargo vinieron otras, que no es que fueran perversas, pero eran distintas, tenían otras intenciones; desde luego no trataban de amar a Cristo sobre todas las cosas. Y hoy no es como antes. Hoy no son sólo ocasiones, es que todo está lleno de sexo. Y no sólo en juventud. En edad madura, cuando ya ellas saben que no puedes tener hijos...; además, hay hoy tantos medios. Y si eres joven, mucha vista, y oración y examen todos los días y un buen padre espiritual, que te acompañe en este camino. Y todo pasará.

Todo amor celibatario se abre al amor de los hombres, en la plenitud del amor de Cristo, que se manifiesta por Él. A la pregunta de algunas personas ¿por qué al sacerdote le está prohibido amar? hay que responderles con otra pregunta: ¿Por qué al sacerdote le llama Cristo a amar tanto? De la misma forma que a la persona casada se le prohíbe amar a otras personas esponsalmente, porque en su matrimonio se comprometió a “yo te quiero y me entrego a ti y prometo serte fiel, y te quiero a ti sola/o y te quiero para siempre...” de la misma forma el sacerdote también, en el día de su sacerdocio se ha comprometido para siempre en su amor total y celibatario con Cristo y se ha desposado en entrega total con la Iglesia: “Yo te quiero a ti, Cristo, y me entrego a ti, y te quiero a ti solo sobre todas las cosas y te quiero para toda la vida hasta la eternidad”. Y quien se ha dado así en el celibato o ha llegado en su oración al matrimonio espiritual, a la unión y entrega total a Cristo, ya no puede darse a otra persona con ese amor, está incapacitado, Cristo le llena todo y entero.

Luchemos con todas nuestras fuerzas para vivir así nuestro amor total y celibatario a Cristo y a Iglesia, sin dar malos ejemplos en esta materia, que tanto daño hacen a Cristo, a la Iglesia y a todos. No consentir en algo permanente, aunque sea pequeño al principio, porque el instinto termina pidiéndolo todo. Los Obispos, con especial cuidado y mimo deben estar muy atentos y proteger a sus sacerdotes más jóvenes y ayudar y corregir siempre con caridad; son los padres espirituales de la Diócesis, sobre todo, de los sacerdotes.

13.-  LA CASTIDAD NO ESTÁ EN CARECER DE TENDENCIAS NATURALES SINO EN ORIENTARLAS Y VIVIRLA SEGÚN CRISTO Y SU EVANGELIO

La castidad es un don que debe meditarse, orarse, y pedirse en deseo, oración y lucha intensa y perseverante, para ver mejor a Dios y amarle totalmente: “Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios”; también para poder amar a las personas con progresiva mirada y limpieza de corazón. Supone mucha vigilancia y oración y jamás desanimarse, porque Dios bendice a los que le invocan y se la concede a todos los que la desean con sinceridad.

Es el descubrimiento del tesoro o la perla fina del evangelio, que uno descubre con gozo, y por el cual, como nos dice Jesús, “uno va a casa –a su interior, al corazón- y vende todo lo que tiene para comprarlo”. Pero, eso sí, hay que estar dispuesto a venderlo todo, a luchar con todas las fuerzas. ¿Cuánto estoy dispuesto a vender para comprar con mi oración, luchas y deseos este tesoro de amar a Dios sobre todas las cosas? Si alguno dice: Dios mío, yo lucho y me esfuerzo algo, mucho, muchísimo...; pues eso es lo que le amo a Dios, algo, mucho o muchísimo. ¿A cuánto estoy dispuesto a renunciar por este tesoro, para amar a Dios sobre todas las cosas? Estoy dispuesto a renunciar a poco, a mucho, a muchísimo, a todo... pues eso es lo que le amo a Dios, poco, mucho, muchísimo, todo. No nos engañemos. El amor a las personas se mide por la capacidad de renuncia y sacrificio que estoy dispuesto a sufrir por ellas: por mis padres, hermanos, amigos, vecinos.

Y en este sentido de amor virginal, el recuerdo constante y la oración a la Virgen, hermosa nazarena, Madre Virginal e Inmaculada, siempre será una ayuda protectora y un refugio de pecadores seguro y cierto para vivir la plenitud del amor a su Hijo. Repito: devoción eucarística y mariana diaria, permanente; visita y santo rosario realizadas con humildad y recibiendo el perdón de Cristo que saca su mano del sagrario muchas veces para animarme, abrazarme y darme su perdón; y mirada diaria a la Virgen que, como madre, siempre ayuda, ama y perdona a sus hijos.

Y para las debilidades, levantarse siempre, confiando totalmente en la victoria final, porque hasta qué punto puede pecar uno que no quiere pecar, que lucha con todas sus fuerzas para no pecar en castidad. Y en celibato, en mujer: “nunca, nada, con nadie”. Traigo por última vez a San Pablo. Pablo es un libro abierto sobre su conversión interior de actitudes y sentimientos hasta configurarse con Cristo. Lo he dicho un poco más arriba, pero lo repito porque me gusta mucho y me ayuda muchísimo en mi vida personal y apostólica.

En un primer momento: “Sabemos, en efecto, que la ley es espiritual mas yo soy de carne, vendido al poder del pecado. Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco. Y, si hago lo que no quiero, estoy de acuerdo con la ley en que es buena; en realidad, ya no soy yo quien obra, sino el pecado que habita en mi. Pues bien sé yo que nada bueno habita en mi, es decir, en mi carne; en efecto, querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero. Y, si hago lo que no quiero, no soy yo quien lo obra, sino el pecado que habita en mí.

Descubro, pues, esta ley; en queriendo hacer el bien, es el mal el que se me presenta. Pues me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte? ¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!

Así, pues, soy yo mismo quien con la razón sirve a la ley de Dios, mas con la carne, a la ley del pecado” (Rom 7, 14-25).

Quién me liberará de este cuerpo de pecado...? He rogado a Dios que me quite esta mordedura de Satanás...”.Es consciente de su cuerpo de pecado, de sus tentaciones y quiere librarse de él. Hace de su queja una oración a Dios, como si se encontrase solo en esta lucha, porque parece que nadie le echa una mano. En un segundo momento escucha una voz, es la de Dios en la oración: “te basta mi gracia”; Pablo percibe que, para esto, debe mortificarse y crucificarse con Cristo, sólo así puede vivir en Cristo: “Estoy crucificado con Cristo, vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí y mientras vivo en esta carne vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí...”. Finalmente experimenta que sólo así ha llegado a la unión total de sentimientos y vida y apostolado con Cristo Señor: “libenter gaudebo in infirmitatibus meis”; “me alegro con grande gozo en mis debilidades para que habite plenamente en mí la fuerza de Cristo”;“No quiero saber más que de mi Cristo y este crucificado”. “En lo que a mí me toca, Dios me libre de gloriarme sino es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo en la cual el mundo está crucificado para mi y yo para el mundo”.

Y está tan seguro del amor de Cristo, que, aún en medio de las mayores purificaciones y sufrimientos, exclama en voz alta, para que todos le oigamos y no nos acobardemos ni nos echemos para atrás en las pruebas de todo tipo que nos vendrán necesariamente en este camino de identificación con Cristo: “¿Quién nos separará del amor de Cristo? La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada? Más en todas estas cosas vencemos por aquel que nos amó. Porque estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni lo presente ni lo futuro... ni criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rom 8,35-39).

Y para los que dudan, me gustaría traer aquí una oración del padre Charles de Foucauld, meditando aquella llamada que Cristo hizo a Pedro sobre las olas: “Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?”. Qué grande es la fe que el Señor pide de nosotros a veces. Pero tenemos que tener confianza. Como miles y millones la han tenido en los más variados retos de la vida.

“Después de decirle el Señor “ven”, Pedro, sin temer nada, debía haberse puesto a andar resueltamente sobre las aguas... Así, cuando Jesús nos llama con certeza a un estado —nos da una vocación— no debemos temer nada, sino vencer sin dudar los obstáculos más insuperables. Si Jesús ha dicho “ven”, tenemos gracia para andar sobre las aguas. Nos parece imposible, pero Jesús ¡es dueño hasta de lo imposible...! Por tanto, son necesarias tres cosas: primero, hacer como Pedro: pedir al Señor que nos llame claramente; después de haber oído el “ven”, sin el cual no tenemos derecho a echarnos sobre las olas —pues sería presunción, imprudencia, exponer nuestra vida gravemente, lo que es pecado, y seguramente pecado grave, pues poner en peligro la vida del alma es más grave que arriesgar la del cuerpo—; después de haber oído claramente —hasta entonces debemos orar y esperar—, echarse al agua sin vacilaciones, como Pedro. Finalmente, confiando en el “ven” pronunciado por Dios hay que andar sobre las aguas hasta el final, sin asomo de inquietud, seguros de que si andamos con fe y fidelidad todo nos resultará fácil, en virtud de este “ven”, en el camino por el que Jesús nos llama. Caminemos, pues, con fe absoluta por el camino que nos llama, porque el cielo y la tierra pasarán, pero su palabra no pasará”25.

Al alma que ha pronunciado ese sí, un sí cargado de oración y generosidad y henchido de la gracia divina, y que se ha lanzado hacia Él, se le pueden aplicar las admirables palabras del profeta: “No te llamarán ya más la desamparada, ni se llamará tu tierra «desierta”, sino que te llamarán a ti “Mi complacencia en ella” y a tu tierra “desposada”, porque en ti se complacerá Yavéh, y tu tierra tendrá esposo.

Quiero terminar esta materia del celibato sacerdotal diciendo que nadie me habló de él durante mi formación ni durante mi vida pastoral, sólo que tenía que contraer este compromiso para ordenarme y punto. Nunca en retiros, formación permanente, reuniones arciprestales o diocesanas, teólogos o moralistas que vinieron, nunca he oído hablar de este tema del celibato.

Entre los sacerdotes ordinariamente no hablamos, por lo menos yo no he tenido esa suerte ni de cómo cultivar y proteger el amor total a Dios, la prudencia, la modestia, los posibles peligros... nadie habla, quizás sea prudencia, quizás un poco de miedo, quizás... No sé, lo cierto es que se considera un tema tabú, siendo tan importante para todos los sacerdotes, tanto en el aspecto positivo como negativo.

Yo me he atrevido a dialogar con vosotros sobre él. Espero vuestra comprensión, si en algo no estoy acertado o no os gusta o lo que sea. Pero creedme que sólo he pretendido ayudar en lo que pueda a mis hermanos sacerdotes, especialmente los más jóvenes. Y también he orado mucho antes, en y ahora que lo he escrito: horas y horas, pero de verdad. Dios existe y nos ama. Él lo sabe. Especialmente su Hijo, hecho pan de Eucaristía, por amor extremo, en entrega total y celibataria, hasta dar la vida por los que ama, por sus amigos.

Cuando lleguemos a Él, lo humano quedará totalmente superado. A ese Amor hemos sido ya invitados en las bodas del Hijo con los hombres. Algunos tienen el gusto de saborearlo en el camino hasta la tierra prometida. Son los que llamamos místicos, que tal vez no lo hablan o escriben, pero lo experimentan. Son como los adelantados que Moisés envió por delante a la tierra prometida y volvieron cargados de sus frutos. Los hemos tenido entre nosotros y muchas veces contemplado en la tierra. Y los seguimos teniendo, aunque a veces no nos demos cuenta. Otros tendremos que esperar hasta el cielo para gustar estos frutos en plenitud. Pero existen, porque Dios existe y es verdad, es la Verdad. Y todos estamos invitados a este banquete del amor total y virginal de Dios, que nos ama gratuitamente ¿qué podemos darle nosotros que Él no tenga? En el cielo todos seremos amados en el fuego infinito de Dios, que es su mismo Espíritu, alma, vida y amor de nuestro Dios Tri-Unidad, y al ser amados por Dios con amor total y exclusivo y eterno, podremos amarle en ese mismo amor, del cual ya participamos en la tierra por la gracia, que es participación de su misma vida. Y esa vida es amor: “Dios es amor... en esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que él nos amó primero y envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados” (1Jn 4, 8.10).

En definitiva, el amor total y celibatario a Dios es una respuesta en su mismo amor, es un devolverle el mismo amor con que nos ama. Y todo siempre, aquí y en el cielo, por su misericordia, no por nuestros méritos.

Allí ya seremos célibes perfectos, porque hemos llegado al final, al Dios que nos ama con Amor gratuito y total y en ese mismo amor con que nos ama, le amaremos eternamente, porque lo nuestro ya sólo existe eternamente en Dios.

Lo dice el Señor de la mujer que tuvo que casarse con siete hermanos aquí abajo en la tierra. “Se acercaron algunos saduceos que niegan la resurrección y le preguntaron... en la resurrección ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete la tuvieron por mujer. Díjoles Jesús: Los hijos de este siglo toman mujeres y maridos. Pero los juzgados dignos de tener parte en aquel siglo y en la resurrección de los muertos, ni tomarán mujeres ni maridos, porque ya no pueden morir y son semejantes a los ángeles e hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección... Tomaron entonces la palabra algunos escribas y dijeron: Maestro, has hablado muy bien. Y ya no se atrevieron a proponerle ninguna cuestión” (Mt 20, 33-40).

Ni yo tampoco a vosotros. Gracias por haberme escuchado y aguantado.

Con todo afecto, Gonzalo.

Sagrario de mi Seminario Mayor. Plasencia,

           Testigo de promesas, amores y perdones a sus seminaristas

CON TODO AFECTO

Queridos hermanos, especialmente mis hermanos sacerdotes a los que me dirijo más principalmente en este libro, todo lo que digo de Jesucristo en el Sagrario, vale y con más razón de Jesucristo Eucaristía en la Misa y Comunión. Pero como a estas realidades maravillosas de Cristo ya me he referido en otros libros, aquí en este me voy a referir a los sentimientos de Cristo Jesús presente en todos los Sagrarios de la tierra y voy a hablar ampliamente del encuentro con Él  y lo que aprendemos de Él en rato de oración ante el Sagrario.

¿Creemos o no creemos? ¿Cómo decir que creemos en la presencia de Cristo, Hijo de Dios y Salvador de los hombres, presente en nuestros Sagrarios, en el Sagrario de tu parroquia, y no vas todos los días un rato a visitarlo, a estar con Él y hablarle y pedirle y amarlo? ¿Pero que tú crees que ahí está Dios y dices que le amas y eres obispo diocesano o sacerdote o cristiano fervoroso? Pero ¿qué fe y amor es el tuyo?

Y si dices que crees en Él, en su presencia en el Sagrario, cómo luego tu vida y el comportamiento que tienes con Él demuestran que no lo crees de verdad, que es pura palabra o tema de predicación o teología o catecismo teórico, pero no amor y vida, es una fe muerta o teología que no se vive, y si está muerta, entonces no tienes relación de vida y amor  con Jesús en el Sagrario o con Cristo Eucaristía en la misa… y entonces, qué apostolado puede ser el tuyo, ya que Jesús desde el Sagrario o en la santa misa o en tu oración ante Él te repite: “Sin mí, no podéis hacer nada”?

Querido hermano, perdona que te lo diga: tu fe es una fe teórica, aprendida en el catecismo, si eres cristiano o estudiada en teologia, si eres cura, pero no está vivida y sentida, porque no es vida de tu vida.

El Señor Jesús, sin embargo, aún sabiendo y conociendo todo esto, se quedó con nosotros por amor loco en todos los Sagrarios de la  tierra; ahí está, vivo y con amor extremo, en el Sagrario de tu parroquia y en todos los Sagrarios del mundo, con el mismo amor que le trajo a la tierra y a dar su vida por nosotros y a estar con nosotros para siempre ahí, en el Sagrario, con los brazos abiertos, esperándote siempre, desde siglos, y él es Dios… pero ¿creemos o no creemos…? ¿Dios y hombre, esperándome ahí en el Sagrario? Y lo es y lo tiene todo, menos tu amor, si tú no se lo das, creyendo y acercándote a Él, haciendo actos de fe, esperanza y amor en su presencia, ya que  para eso se quedó en un trozo de pan, siendo Dios ¡qué locura de amor incomprensible de Jesús para con sus hermanos, los hombres!  Incomprensible también sabiendo el comportamiento y la respuesta que muchos de los creyentes iban a tener con Él presente en todos los Sagrarios de la tierra.

 Él, toda su vida y su muerte y resurrección, todo lo hizo y lo sigue haciendo por amor extremo a nosotros, los hombres…–¿pero  qué le puedo dar yo al Señor Jesucristo que Él  no tenga?-- y todo, desde su Encarnación hasta  subir al cielo, todo lo hizo por ayudarte y hacerte feliz eternamente.

Querido creyente, Cristo, con su vida, muerte y resurrección y con su presencia en el Sagrario, te está diciendo a voces que  te ama apasionadamente y que tu vida es más que esta vida y Él, pan de vida eterna, es el alimento y camino para esa eternidad de gozo eterno con el Padre y el Espíritu de Amor con Él y todos los nuestros y todos los hombres.

Esta es nuestra tarea esencial y principal y el gozo y la razón de la fe cristiana y del sacerdocio de Cristo: la salvación eterna, a la cual hay que ordenar y orientar y surbordinar todas las demás actividades y apostolados y todo lo temporal, todo debe estar subordinado y orientado hacia Dios, hacia la eternidad con Él, por la cual vino el Hijo, y se encarnó y murió y resucitó y subió al cielo y está en todos los Sagrarios de la tierra para llevarnos con El al Padre y vivir eternamente en su mismo Amor de Espíritu Santo. Esto es para lo que existimos y vivimos y hemos sido salvados por Jesucristo y para esto permanece en todos los Sagrarios del mundo.

Porque Jesús, en el Sagrario de tu parroquia y del mundo, es siempre Dios amigo y salvador, que  quiere ser y empieza a ser tu cielo en la tierra con su presencia sacramental: un Dios amigo de los hombres esperando nuestra compañía y amor ¿qué más ha podido hacer que no lo haya hecho? ¿Lo crees o no lo crees? Y tú, cristiano o sacerdote u obispo, cómo respondes a tanto amor ¿Por qué no hablas con más frecuencia a tus sacerdotes o feligreses de mi presencia eucarística? ¿Es que…?

Querido hermano, cristiano o sacerdote, no seas ingrato: cree, ama y vísita y abraza todos los días a tu Dios y Amigo Jesucristo, porque Él tiene siempre los brazos abiertos para amarte y ayudarte; ya verás qué pronto sentirás su amor y presencia; comúlgalo con más hambre, no te conformes con comerlo solo, porque Él, por ti primero se hizo hombre como tú, y luego un poco de pan para entrar dentro de

ti y alimentarte de su amor y presencia y vida eterna. Qué locura del Amor divino, del mismo Amor de Espíritu Santo Trinitario que consagra el pan en el Cuerpo de Cristo para que podamos comerlo con hambre de Dios, de lo eterno?

¡Cristo del Sagrario! te pregunto ¿Y tú eres Dios, y lo tienes todo y viniste en mi busca y te quedaste ahí por amor a nosotros, a todos los hombres; pero tú eres Dios amando así a los hombres…en la soledad de muchos Sagrarios arrinconados y olvidados, esperándome para abrazarme y decirme desde el Sagrario: te quiero y vengo a buscarte y te estoy esperando siempre, desde toda la eternidad en que soñé contigo, esperándote para hablar y encontrarme contigo y ayudarte en tu camino hacia la eternidad, y luego, en la misa, doy mi vida por ti, y en la comunión, quiero entrar dentro ti para alimentarte de mi amor y salvacion, para llenarte de mi misma vida y sentimientos, porque soy pan de vida eterna?  ¿Y luego permanezo en el Sagrario, en el pan consagrado, esperándote siempre para seguir amándote y ayudándote?

Todos los católicos auténticos sabemos y creemos que Tú eres Jesús de Nazaret, hombre y Dios verdadero, que viniste por amor loco y apasionado a salvarnos y a decirnos que nos amas eternamente y quisiste morir entre dolores de pasión y crucifixión por nosotros, por todos los hombres, para resucitar y resucitarnos y  hacernos partícipes de tu mismo gozo eterno y trinitario en el cielo con el Padre y el Espíritu Santo, porque el Padre nos ha soñado para una eternidad de gozo con Él y Tú, viendo que el hombre había pecado y perdido el camino del cielo por el pecado de Adán le dijiste: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad” de salvarlos a todos y traerlos al gozo trinitario del cielo contigo.

Y el Padre se entusiasmó tanto contigo, su Palabra y Proyecto de Salvación con su mismo Amor del Espíritu Santo,  que luego, cuando te vió realizando este proyecto en tu pasión y muerte, no tuvo compasión de Ti, Cristo, y lo siento, porque te quejaste: ¿“Dios mio, Dios mío, por qué me has abandonado”?  Pero es que el Padre, que llevaba siglos y siglos esperando para el cielo a todos sus hijos, los hombres, porque soñó y los creó para eso, estaba tan entusiasmado con este proyecto, que Tú, al verlo destrozado, por esto viniste y te encarnaste y predicaste y lo realizaste y te quedaste para siempre entre nosotros en el Sagrario para realizarlo… el Padre estaba tan entusiasmado con los hijos nuevos que iba a adquirir con tu muerte y resurrección… tanto, tanto…que te abandonó en Getsemaní: “ Padre si es posible que pase de mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad sino la tuya…”, y luego en la Cruz: “ Dios mío, Diós mío, por qué me has abandonado”, tanto, tanto deseaba el Padre nuestra salvación que te dejó solo en la Cruz para que así pudieras morir de verdad como hombre y porque solo miraba a sus hijos, a todos los hombres, toda la humanidad,  y  estaba tan entusiasmado el Padre… con los brazos abiertos para abrazar a todos los hombres, sus hijos, por los que el hijo Jesús moría…que te dejó solo y abandonado… ¡qué misterios, qué misterios de amor del Padre y del Hijo-hijo,  y qué locuras de amor nos espera al contemplarlo un poco en la tierra por la oración contemplativa ante el Sagrario, pero, sobre todo, luego para siempre, en el cielo!

El cielo es ver y sentir y comprobar que Dios existe, y no ama y nos espera y nos añora para explicarnos eternamente, siempre y para siempre, que nos ha amado en su Hijo hasta dar la vida y que nos ha conseguido que vivamos su misma vida Trinitaria y Eterna e Infinta ya para siempre, para siempre en el cielo. ¡Qué gozo ser católico, ser cristiano, haberte conocido y amado, Jesús del alma y de mi vida!

            Yo solo soy sacerdote por esto y para esto, para sembrar y cultivar la eternidad de gozo de todos los hombres, especialmente mis feligreses, que empieza ya aquí abajo en ratos de Sagrario, aunque reconozco que antes  y durante mi vida tengo que purificarme de tanto yo y pecado que son una barrera para ver y contemplar todo esto como lo santos ya en el cielo y como todos los místicos, en la tierra,  los que limpiaron su corazón de tanto yo y llegaron a estas alturas.

Y ahora me pregunto: ¿Y yo, que soy sacerdote, obispo, cardenal, religoso/a  o cristiano… y creo y medito todo esto,  correspondo, estoy correspondiendo a tanto amor en ratos de oración y visita ante tu presencia permanente de amor y salvación ante el Sagrario? Me pregunto, ante todo este misterio y vida de amor tuyo, me pregunto si yo no te miro admirado y con amor apasionado a Tí, que me estás esperando siempre con los brazos abiertos en el Sagrario, cuando entro en la iglesia, y yo, cristiano, sobre todo, sacerdote y obispo o religioso o…ni te saludo ni te hablo y paso de largo ante tu presencia, y no me quedo un rato contigo porque siempre tengo prisa, porque… y yo, a lo mejor, ese día u otro, tengo que hablar de ti a mi gente, a mis sacerdotes, hablar de tu amor y presencia y entusiasmar a mis feligreses  contigo…, y yo, ni te miro ni ni te saludo ni… ¿y yo creo en tu presencia?

            Termino citando un texto del Vaticanos II, aunque luego en el libro, lo encontraréis más amplio todo:  “Ninguna comunidad cristiana se construye si no tiene como raíz y quicio la celebración de la Santísima Eucaristía… la Eucaristía es centro y culmen de toda la vida cristiana… los otros sacramentos, así como todos los ministerios eclesiásticos y obras de apostolado, están íntimamente trabados con la sagrada Eucaristía y a ella se ordenan (PO. 5b). Y la Eucaristía es Cristo como misa, comunión y sagrario, dando su vida por nosotros y aliméntándonos de su mismo amor y entrega a Dios y a los hermanos y permaneciendo lleno de amor y de vida por nosotros en  todos los Sagrarios de la tierra.

BIBLIOGRAFÍA UTILIZADA

DOCUMENTOS DEL MAGISTERIO /DOCUMENTOS DEL CONCILIO VATICANO II:

- Dei Verbum, 18 de noviembre de 1965.

- Gaudium et spes, 7 de diciembre de 1965.

- Lumen gentium, 21 de noviembre de 1964.

- Optatam totius, 28 de octubre de 1965.

- Presbyterorum ordinis, 7 de diciembre de 1965.

Texto en: “Concilio Vaticano II. Documentos”. Edibesa, Madrid 2005.

DOCUMENTOS PAPALES:

- Juan XXIII, Encíclica, Sacerdocii nostri primordia, 1 de agosto de 1959. Texto en: “Encíclicas del Beato Juan XXIII” (Edibesa).

- Pablo VI, Encíclica, Sacerdotalis caelibatus, 24 de junio de 1967. Texto en: “Encíclicas de Pablo VI” (Edibesa).

- Juan Pablo II:

   Encíclica, Redemplor hominis, 4 de marzo de 1979.

   Encíclica Familiaris consortio, 22 noviembre 1981.

   Encíclica Redemptoris Mater, 25 de marzo 1987. Textos en: “Encíclicas de Juan Pablo II”, 5ª ed. Edibesa, Madrid 2004.

   Carta Apostólica Mulieris dignitatem, 15 de agosto 1988.

    Exhortación Apostólica, Pastores dabo vobis, 25 de marzo de 1992.

OTROS DOCUMENTOS DEL MAGISTERIO:

- Congregación para la Educación Católica: Orientaciones educativas para la formación en el celibato, 11 de abril de 1974.

- Congregación para la Doctrina de la Fe: Instrucción sobre la vocación eclesiástica, 24 de mayo de 1990.

- Congregación para el Clero: Directorio sobre la vida y el ministerio de los sacerdotes, 31 de enero de 1994.

ÍNDICE

PRÓLOGO………………………………………………………………………..……. 5

PRIMERA PARTE

TENTACIONES Y RETOS DEL SACERDOTE ACTUAL

1.- PRIMER RETO: UN MUNDO SIN MORAL…………………………………..… 7

2.- PRIMERA TENTACIÓN: DESCONFIANZA DE SU TRABAJO ………….…...11

3 IGLESIAS VACÍAS ,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,……………………………..….15

4 POST MODERNIDAD: MUERTE DE DIOS,,,,,,,,,,,,,,,,,,, ……………………..…..19

5. 1º.- LOS TIEMPOS ACTUALES EXIGEN FE MUY VIVA………………..…....26

5º. 2º.-    LA PARROQUIA DEBE CAMBIAR …………….. ….. …………….…….29

6.– EL SACERDOTE NECESITA UNA FE MUY VIVA…………………………... 38

7.-  MALA ADMINISTRACION DE LOS SACRAMENTO… ……………………..44

8.-   ESCRIBO COMO PÁRROCO DE ESTOS PROBLEMAS. ……………….……49

9.- BAUTIZOS, COMUNIONES Y  BODAS CIVILES……............................. …52

10.- MAYOR SOLEDAD AFECTIVA SACERDOTAL……………………..………56

11.-AYUDAS IMPORTANTES PARA VIVIR EL CELIBATO………….…….……66

12.- CAUSAS PRINCIPALES DE TENTACIONES Y RETOS ……….…….……..72

13.- AYUDAS PARA SALIR DE LA CRISIS……………….. ……………….…….76

14.-  AYUDAS PASTORALES…………………………………………………….…86

15.-  AYUDAS ESPIRITUALES“SER Y EXISTIR EN CRISTO”………………….92

SEGUNDA PARTE

EL CELIBATO POR EL REINO DE DIOS.

1º.-DOCTRINA DEL VATICANO II SOBRE EL CELIBATO…………………..…195

2.- EL CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA………………………..……... 103

3.- EXHORTACIÓN POSTSINODAL PASTORES DABO VOBIS……………..…..108

3.NOTAS Y AYUDAS PARA VIVIR EL CELIBATO………………………..…. 112

4º.-EL CELIBATO, IDENTIFICACIÓN TOTAL CON CRISTO…………………..115

5.- CELIBATO Y DEVOCIÓN A LA VIRGEN………………………………….... 120

6.- DE JUAN PABLO II “NOVO MILLENNIO INEUNTE”……………………….126

7.- LA SOLEDAD Y LA ASCESIS DEL CELIBATO……………………………  131

8.- EL CELIBATO Y LA MUJER ……………………………………………..….133

9.- EL AMOR CÉLIBE ES AMAR CRISTO AMÓ………………………….….. 139

10.- LAS AMISTADES, CON AMOR CELIBATARIO ……………………....…..145

11.- EL CELIBATO ES AMAR EN Y COMO CRISTO……………………..….. 148

12.- ÚLTIMAS CONSIDERACIONES DEL CELIBATO…………………..……. 151

13.-  LA CASTIDAD ES AMOR TOTAL A CRISTO   ……………………..…...152

               CON TODO AFECTO…………………………………………………….…….…. 159

 

JUEVES EUCARÍSTICOS SACERDOTALES

MEDITACIONES

EUCARÍSTICAS Y SACERDOTALES

PARROQUIA DE SAN PEDRO.- PLASENCIA. 1966-2018

CUSTODIA DE LA IGLESIA DEL CRISTO DE LAS BATALLAS DONDE CRISTO ES ADORADO TODOS LOS DÍA, MENOS DOMINGO Y FESTIVOS, DE 8 A 12,30 DE LA MAÑANA, EN QUE SE CELEBRA LA PRIMERA MISA

ORACIONES EUCARÍSTICAS

I

 

JESUCRISTO, EUCARISTIA DIVINA, CANCIÓN DE AMOR DEL PADRE, REVELADA EN SU PALABRA HECHA CARNE Y PAN DE EUCARISTÍA, CON AMOR DE ESPÍRITU SANTO!

¡JESUCRISTO EUCARISTÍA, TEMPLO, SAGRARIO Y MORADA DE MI DIOS TRINO Y UNO!

¡CUÁNTO TE DESEO, CÓMO TE BUSCO, CON QUÉ HAMBRE DE TI CAMINO POR LA VIDA, QUÉ NOSTALGIA DE MI DIOS TODO EL DÍA!

¡JESUCRISTO EUCARISTÍA, QUIERO VERTE PARA TENER LA LUZ DEL CAMINO, DE LA VERDAD Y LA VIDA.

¡JESUCRISTO EUCARISTÍA, QUIERO ADORARTE, PARA CUMPLIR LA VOLUNTAD DEL PADRE COMO TÚ, CON AMOR EXTREMO, HASTA DAR LA VIDA!

¡JESUCRISTO EUCARISTÍA, QUIERO COMULGARTE, PARA TENER TU MISMA VIDA, TUS MISMOS SENTIMIENTOS, TU MISMO AMOR!

Y EN TU ENTREGA EUCARÍSTICA, QUIERO HACERME CONTIGO SACERDOTE Y VÍCTIMA AGRADABLE AL PADRE, CUMPLIENDO SU VOLUNTAD, CON AMOR EXTREMO, HASTA DAR LA VIDA. QUIERO ENTRAR ASÍ EN EL MISTERIO DE MI DIOS TRINO Y UNO, POR LA POTENCIA DE AMOR DEL ESPÍRITU SANTO.       II

 

        ¡JESUCRISTO, HIJO DE DIOS ENCARNADO, SACERDOTE ÚNICO DEL ALTÍSIMO Y EUCARISTÍA PERFECTA DE OBEDIENCIA, ADORACIÓN Y ALABANZA AL PADRE.

TÚ LO HAS DADO TODO POR MÍ, CON AMOR EXTREMO HASTA DAR LA VIDA Y QUEDARTE SIEMPRE EN EL SAGRARIO, EN INTERCESION Y OBLACIÓN PERENNE AL PADRE, POR LA SALVACIÓN DE LOS HOMBRES!

¡TAMBIÉN YO QUIERO DARLO TODO POR TI Y PERMANECER

CONTIGO IMPLORANDO LA MISERICORDIA DIVINA SOBRE MI PARROQUIA, SOBRE LA  IGLESIA Y SOBRE EL MUNDO ENTERO!  

¡YO QUIERO SER Y EXISTIR SACERDOTAL Y VICTIMALMENTE EN TI; YO QUIERO SER TOTALMENTE TUYO, PORQUE PARA MÍ TU LO ERES TODO, YO QUIERO QUE LO SEAS TODO!

¡JESUCRISTO, EUCARISTÍA PERFECTA DE OBEDIENCIA Y ADORACIÓN DEL PADRE¡ YO CREO EN TI!

¡JESUCRISTO, SACERDOTE Y SALVADOR ÚNICO DE LOS HOMBRES, YO CONFÍO EN TI! ¡TÚ ERES EL HIJO DE DIOS!

¡QUE GOZO HABERTE CONOCIDO, SER TU SACERDOTE Y AMIGO, VIVIR EN TU MISMA CASA, BAJO TU MISMO TECHO!

CANTOS E HIMNOS EUCARÍSTICOS

(Para empezar la visita a Jesucristo Eucaristía. Si estás en la iglesia y hay gente, lo puedes rezar como salmos en voz baja o cantar mentalmente. Son como las escaleras diarias para llegar a la oración personal)

1. CANTEMOS AL AMOR DE LOS AMORES

 

Cantemos al Amor de los amores,
cantemos al Señor.
¡Dios está aquí! Venid, adoradores;
adoremos a Cristo Redentor.

¡Gloria a Cristo Jesús! Cielos y tierra,
bendecid al Señor.
¡Honor y gloria a ti, Rey de la gloria;
amor por siempre a ti, Dios del amor!

¡A ti, Señor cantamos,
oh Dios de nuestras glorias;
tu nombre bendecimos,
oh Cristo Redentor!

2. DE RODILLAS, SEÑOR, ANTE EL SAGRARIO

De rodillas, Señor, ante el Sagrario,

que guarda cuanto queda de amor y de unidad,

venimos con las flores de un deseo,

para que nos las cambies en frutos de verdad.

Cristo en todas las almas

Y en el mundo la paz.(bis)

Como estás, mi Señor, en la Custodia

igual que la palmera que alegra el arenal,

queremos que en centro de la vida

reine sobre las cosas tu ardiente caridad.

Cristo en todas las almas,

Y en el mundo la paz;

Cristo en todas las almas,

Y en el mundo la paz.

 

3. OH BUEN JESÚS YO CREO FIRMEMENTE

 

Acto de fe

¡Oh, buen Jesús! Yo creo firmemente

que por mi bien estás en el altar,

que das tu cuerpo y sangre juntamente

al alma fiel en celestial manjar,

al alma fiel en celestial manjar.

Acto de humildad

Indigno soy, confieso avergonzado,

de recibir la santa Comunión;

Jesús que ves mi nada y mi pecado,

prepara Tú mi pobre corazón. (bis)

Acto de dolor

Pequé, Señor, ingrato te he ofendido;

infiel te fui, confieso mi maldad;

me pesa ya; perdón, Señor, te pido,

eres mi Dios, apelo a tu bondad. (bis)

Acto de esperanza

Espero en Ti, piadoso Jesús mío;

oigo tu voz que dice “ven a mí”,

porque eres fiel, por eso en Ti confío;

todo Señor, lo espero yo de Ti. (bis)

Acto de amor

¡Oh, buen pastor, amable y fino amante!

Mi corazón se abraza en santo ardor;

si te olvidé, hoy juro que constante

he de vivir tan sólo de tu amor. (bis)

Acto de deseo

Dulce maná y celestial comida,

gozo y salud de quien te come bien;

ven sin tardar, mi Dios, mi luz, mi vida,

desciende a mí, hasta mi pecho ven. (bis)

4. HIMNO EUCARÍSTICO

(Del Congreso Eucarístico de GUADALAJARA, Méjico, 2004, que cantamos todos los día, en el Templo del Cristo de la Batallas, abierto desde las 7 de la mañana, Plasencia, con la Exposición del Santísimo, de 8 a 12,30 de la mañana, para la Adoración Eucarística,  con rezo de Laudes a las 9, y terminar a las 12,30 con la Hora intermedia, Bendición del Santísimo y reserva, antes de la santa misa, a las 12,30 )

Gloria a Ti, Hostia santa y bendita,
sacramento, misterio de amor;
luz y vida del nuevo milenio,
esperanza y camino hacia Dios. (2)

Es memoria Jesús y presencia,

es manjar y convite divino,

es la Pascua que aquí celebramos,

mientras llega el festín prometido.

¡Oh Jesús, alianza de amor,

que has querido quedarte escondido

te adoramos, Señor de la Gloria

corazones y voces unidos!,

Gloria a Ti, Hostia santa y bendita,
sacramento, misterio de amor;
luz y vida del nuevo milenio,

esperanza y camino hacia Dios. (2)

 


5. CERCA DE TI, SEÑOR

Cerca de Ti Señor, quiero morar,

tu grande y tierno Amor 
quiero gozar.

Llena mi pobre ser, 
limpia mi corazón,
hazme tu rostro ver 
en la aflicción.

Pasos inciertos doy, el sol se va,
mas si contigo estoy, no temo ya.

Himnos de gratitud 

ferviente cantaré,
y fiel a Ti, Jesús, siempre seré.

Mi pobre corazón inquieto está,
por esta vida voy, buscando la paz.
Mas sólo Tú Señor, la paz me puedes dar,cerca de Ti Señor,yo quiero estar.

Yo creo en Ti Señor, yo creo en Ti,
Dios vive en el altar presente en mí.

Si ciegos al mirar mis ojos no te ven
yo creo en Ti Señor, sostén mi fe. 

Espero en Ti, Seños, Dios de bondad,
mi roca en el dolor, puerto de paz.

Porque eres fiel Señor, porque eres la verdad,
espero en Ti Señor, Dios de bondad. 

 

                6. VÉANTE MIS OJOS

Véante mis ojos,

dulce Jesús bueno;

véante mis ojos,
 muérame yo luego

Vea quién quisiere        
rosas y jazmines,
que si yo te viere,

veré mil jardines,
flor de serafines;

Jesús Nazareno,
véante mis ojos,
muérame yo luego

No quiero contento

mi Jesús ausente

que todo es tormento

a quien esto siente,

solo me sustente

tu amor y deseo,

véante mis ojos

múera yo luego.

7. ORACIÓN EUCARÍSTICA 

         Sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida;

se celebra el memorial de su pasión, el alma se llena de gracia,

y se nos da la prenda de la gloria futura.

V/Le diste el pan del cielo, alleluya

R/Que contiene en sí todo deleite, alleluya.

Oremos: Oh Dios que en este sacramento admirable nos dejaste el memorial de tu Pasión; te pedimos nos concedas (celebrar, participar y) venerar de tal modo los sagrados misterios de tu cuerpo y de tu sangre, que experimentemos constantemente en nosotros el fruto de tu redención; Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amen.

8. HIMNO DE VÍSPERAS 

Estate, Señor, conmigo

siempre, sin jamás  partirte,

y, cuando decidas irte

llévame, Señor, contigo,

porque el pensar que te irás 

me causa un terrible miedo

de si yo sin Ti me quedo,

de si Tú sin mí te vas.

Llévame en tu compañía,

donde tu vayas, Jesús,

pues bien sé que eres Tú

 la vida del alma mía;

si Tú vida no me das,

yo sé que vivir no puedo,

ni si yo sin Ti me quedo,

ni si Tú sin mí te vas.

Por eso más que la muerte,

temo, Señor, tu partida,

y prefiero perder la vida

milveces más que perderte,

pues la inmortal que tu das

sé que alcanzarla no puedo

cuando yo sin Ti me quedo

cuando Tú sin mi te vas.

9. HIMNO EUCARÍSTICO: Adorote, devote...

Te adoro con devoción, Divinidad oculta,
verdaderamente escondido bajo estas apariencias.
A ti se somete mi corazón por completo,
y se rinde totalmente al contemplarte.

La vista, el tacto, el gusto, se equivocan sobre ti,

pero basta con el oído para creer con firmeza.

 Creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios:

nada es más cierto que esta palabra de Verdad.

En la Cruz se escondía sólo la divinidad,
pero aquí también se esconde la humanidad;
Creo y confieso ambas cosas,
pido lo que pidió el ladrón arrepentido.

No veo las llagas como las vio Tomás,
pero confieso que eres mi Dios;

haz que yo crea más y más en Ti,
que en Ti espere; que te ame.

¡Oh memorial de la Muerte del Señor!
Pan vivo que da la vida al hombre:
Concédele a mi alma que de ti viva,
y que siempre saboree tu dlzura.

Señor Jesús, bondadoso pelícano,
límpiame, a mí inmundo, con tu sangre,
de la que una sola gota puede liberar
de todos los crímenes al mundo entero.

Jesús, a quien ahora veo oculto,
te ruego que se cumpla lo que tanto ansío:
Que al mirar tu rostro ya no oculto
sea yo feliz viendo tu gloria. Amén.

10. TÚ ERES, SEÑOR, EL PAN DE VIDA

1. Mi Padre es quien os da verdadero Pan del cielo,

2. Quien come de este Pan vivirá eternamente.

3. Aquel que venga a Mí no padecerá más hambre.

4. Mi Carne es el Manjary mi Sangre es la Bebida.

INTRODUCCIÓN A LOS JUEVES EUCARÍSTICOS

QUIERO EMPEZAR ESTAS MEDITACIONES EUCARÍSTICO-SACERDOTALES CON UNAS PALABRAS TOMADAS DE BENEDICTO XVI

1ª MEDITACIÓN

EUCARISTÍA Y ESPIRITUALIDAD SACERDOTAL

QUERIDOS HERMANOSS SACERDOTES: Indudablemente, la forma eucarística de la existencia cristiana se manifiesta de modo particular en el estado de vida sacerdotal. La espiritualidad sacerdotal es intrínsecamente eucarística. La semilla de esta espiritualidad  ya se encuentra en las palabras que el Obispo pronuncia en la liturgia de la Ordenación: « Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios. Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor ».

 El sacerdote, para dar a su vida una forma eucarística cada vez más plena, ya en el período de formación y luego en los años sucesivos, ha de dedicar tiempo a la vida espiritual. Está llamado a ser siempre un auténtico buscador de Dios, permaneciendo al mismo tiempo cercano a las preocupaciones de los hombres. Una vida espiritual intensa le permitirá entrar más profundamente en comunión con el Señor y le ayudará a dejarse ganar por el amor de Dios, siendo su testigo en todas las circunstancias, aunque sean difíciles y sombrías.

Por esto, junto con los Padres del Sínodo, recomiendo a los sacerdotes « la celebración diaria de la santa Misa, aun cuando no hubiera participación de fieles ». Esta recomendación está en consonancia ante todo con el valor objetivamente infinito de cada Celebración eucarística; y, además, está motivado por su singular eficacia espiritual, porque si la santa Misa se vive con atención y con fe, es formativa en el sentido más profundo de la palabra, pues promueve la configuración con Cristo y consolida al sacerdote en su vocación.

 Descubrir la belleza de la forma eucarística de la vida cristiana nos lleva a reflexionar también sobre la fuerza moral que dicha forma produce para defender la auténtica libertad de los hijos de Dios. Con esto deseo recordar una temática surgida en el Sínodo sobre la relación entre forma eucarística de la vida y transformación moral.

El Papa Juan Pablo II afirmaba que la vida moral « posee el valor de un ‘‘culto espiritual'' (Rm 12,1; cf. Flp 3,3) que nace y se alimenta de aquella inagotable fuente de santidad y glorificación de Dios que son los sacramentos, especialmente la Eucaristía; en efecto, participando en el sacrificio de la Cruz, el cristiano comulga con el amor de donación de Cristo y se capacita y compromete a vivir esta misma caridad en todas sus actitudes y comportamientos de vida ». En definitiva, « en el ‘‘culto'' mismo, en la comunión eucarística, está incluido a la vez el ser amado y el amar a los otros. Una Eucaristía que no comporte un ejercicio práctico del amor es fragmentaria en sí misma ».[229]

Esta referencia al valor moral del culto espiritual no se ha de interpretar en clave moralista. Es ante todo el gozoso descubrimiento del dinamismo del amor en el corazón que acoge el don del Señor, se abandona a Él y encuentra la verdadera libertad. La transformación moral que comporta el nuevo culto instituido por Cristo, es una tensión y un deseo cordial de corresponder al amor del Señor con todo el propio ser, a pesar de la conciencia de la propia fragilidad.

Todo esto está bien reflejado en el relato evangélico de Zaqueo (cf. Lc 19,1-10). Después de haber hospedado a Jesús en su casa, el publicano se ve completamente transformado: decide dar la mitad de sus bienes a los pobres y devuelve cuatro veces más a quienes había robado. El impulso moral, que nace de acoger a Jesús en nuestra vida, brota de la gratitud por haber experimentado la inmerecida cercanía del Señor:«Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con él ». Esta afirmación asume una mayor intensidad si pensamos en el Misterio eucarístico.

En efecto, no podemos guardar para nosotros el amor que celebramos en el Sacramento. Éste exige por su naturaleza que sea comunicado a todos. Lo que el mundo necesita es el amor de Dios, encontrar a Cristo y creer en Él. Por eso la Eucaristía no es sólo fuente y culmen de la vida de la Iglesia; lo es también de su misión: « Una Iglesia auténticamente eucarística es una Iglesia misionera».

 También nosotros podemos decir a nuestros hermanos con convicción: « Lo que hemos visto y oído os lo anunciamos para que estéis unidos con nosotros » (1 Jn 1,3). Verdaderamente, nada hay más hermoso que encontrar a Cristo y comunicarlo a todos. Además, la institución misma de la Eucaristía anticipa lo que es el centro de la misión de Jesús: Él es el enviado del Padre para la redención del mundo (cf. Jn 3,16-17; Rm 8,32).

En la última Cena Jesús confía a sus discípulos el Sacramento que actualiza el sacrificio que Él ha hecho de sí mismo en obediencia al Padre para la salvación de todos nosotros. No podemos acercarnos a la Mesa eucarística sin dejarnos llevar por ese movimiento de la misión que, partiendo del corazón mismo de Dios, tiende a llegar a todos los hombres. Así pues, el impulso misionero es parte constitutiva de la forma eucarística de la vida cristiana.

2ª MEDITACIÓN

EUCARISTÍA Y TESTIMONIO

QUERIDOS HERMANOS SACERDOTES: La misión primera y fundamental que recibimos de los santos Misterios que celebramos es la de dar testimonio con nuestra vida. El asombro por el don que Dios nos ha hecho en Cristo infunde en nuestra vida un dinamismo nuevo, comprometiéndonos a ser testigos de su amor. Nos convertimos en testigos cuando, por nuestras acciones, palabras y modo de ser, aparece Otro y se comunica. Se puede decir que el testimonio es el medio con el que la verdad del amor de Dios llega al hombre en la historia, invitándolo a acoger libremente esta novedad radical.

En el testimonio Dios, por así decir, se expone al riesgo de la libertad del hombre. Jesús mismo es el testigo fiel y veraz (cf. Ap 1,5; 3,14); vino para dar testimonio de la verdad (cf. Jn 18,37). Con estas reflexiones deseo recordar un concepto muy querido por los primeros cristianos, pero que también nos afecta a nosotros, cristianos de hoy: el testimonio hasta el don de sí mismos, hasta el martirio, ha sido considerado siempre en la historia de la Iglesia como la cumbre del nuevo culto espiritual: « Ofreced vuestros cuerpos » (Rm 12,1).

Se puede recordar, por ejemplo, el relato del martirio de san Policarpo de Esmirna, discípulo de san Juan: todo el acontecimiento dramático es descrito como una liturgia, más aún como si el mártir mismo se convirtiera en Eucaristía. Pensemos también en la conciencia eucarística que san Ignacio de Antioquía expresa ante su martirio: él se considera « trigo de Dios » y desea llegar a ser en el martirio « pan puro de Cristo ». El cristiano que ofrece su vida en el martirio entra en plena comunión con la Pascua de Jesucristo y así se convierte con Él en Eucaristía. Tampoco faltan hoy en la Iglesia mártires en los que se manifiesta de modo supremo el amor de Dios. Sin embargo, aun cuando no se requiera la prueba del martirio, sabemos que el culto agradable a Dios implica también interiormente esta disponibilidad, y se manifiesta en el testimonio alegre y convencido ante el mundo de una vida cristiana coherente allí donde el Señor nos llama a anunciarlo.

JESUCRISTO, ÚNICO SALVADOR

Subrayar la relación intrínseca entre Eucaristía y misión nos ayuda a redescubrir también el contenido último de nuestro anuncio. Cuanto más vivo sea el amor por la Eucaristía en el corazón del pueblo cristiano, tanto más clara tendrá la tarea de la misión: llevar a Cristo. No es sólo una idea o una ética inspirada en Él, sino el don de su misma Persona. Quien no comunica la verdad del Amor al hermano no ha dado todavía bastante. La Eucaristía, como sacramento de nuestra salvación, nos lleva a considerar de modo ineludible la unicidad de Cristo y de la salvación realizada por Él a precio de su sangre. Por tanto, la exigencia de educar constantemente a todos al trabajo misionero, cuyo centro es el anuncio de Jesús, único Salvador, surge del Misterio eucarístico, creído y celebrado. Así se evitará que se reduzca a una interpretación meramente sociológica la decisiva obra de promoción humana que comporta siempre todo auténtico proceso de evangelización.

« El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo » (Jn 6,51). Con estas palabras el Señor revela el verdadero sentido del don de su propia vida por todos los hombres y nos muestran también la íntima compasión que Él tiene por cada persona. En efecto, los Evangelios nos narran muchas veces los sentimientos de Jesús por los hombres, especial por los que sufren y los pecadores(cf. Mt 20,34; Mc 6,54; Lc 9,41).

 Mediante un sentimiento profundamente humano, Él expresa la intención salvadora de Dios para todos los hombres, a fin de que lleguen a la vida verdadera. Cada celebración eucarística actualiza sacramentalmente el don de su propia vida que Jesús hizo en la Cruz por nosotros y por el mundo entero. Al mismo tiempo, en la Eucaristía Jesús nos hace testigos de la compasión de Dios por cada hermano y hermana.

Nace así, en torno al Misterio eucarístico, el servicio de la caridad para con el prójimo, que « consiste precisamente en que, en Dios y con Dios, amo también a la persona que no me agrada o ni siquiera conozco. Esto sólo puede llevarse a cabo a partir del encuentro íntimo con Dios, un encuentro que se ha convertido en comunión de voluntad, llegando a implicar el sentimiento. Entonces aprendo a mirar a esta otra persona no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo ».

 De ese modo, en las personas que encuentro reconozco a hermanos y hermanas por los que el Señor ha dado su vida amándolos « hasta el extremo » (Jn 13,1). Por consiguiente, nuestras comunidades, cuando celebran la Eucaristía, han de ser cada vez más conscientes de que el sacrificio de Cristo es para todos y que, por eso, la Eucaristía impulsa a todo el que cree en Él a hacerse « pan partido » para los demás y, por tanto, a trabajar por un mundo más justo y fraterno. Pensando en la multiplicación de los panes y los peces, hemos de reconocer que Cristo sigue exhortando también hoy a sus discípulos a comprometerse en primera persona: « dadles vosotros de comer » (Mt 14,16). En verdad, la vocación de cada uno de nosotros consiste en ser, junto con Jesús, pan partido para la vida del mundo.

1º JUEVES EUCARÍSTICO 

LA EUCARISTÍA COMO PRESENCIA

Cuando celebramos la Eucaristía, después de haber comulgado, el pan consagrado se guarda en el sagrario para la veneración de los fieles o se expone en la santa custodia como ahora para la Adoración nocturna o diurna, como haremos esta noche. Ahí permanece el Señor vivo y resucitado ofreciendo al Padre su vida por nosotros, intercediendo por todos, dando su vida por los hombres. Es un misterio de amor y salvación. Este misterio es el que celebramos y adoramos en la Adoración Nocturna. Qué privilegio de amor y salvación.

Pablo VI en su encíclica Mysterium fidei nos dice: «Durante el día, los fieles no omitan la visita al Santísimo Sacramento... La visita es prueba de gratitud, signo de amor y deber de adoración a Cristo Nuestro Señor, allí presente». Especialmente en ratos de adoración nocturna o diurna.

Cada uno de nosotros puede decirle al Señor: Señor, sé que estás ahí, en el sagrario, en la santa custodia. Sé que me amas, me miras, me proteges y me esperas todos los días. Lo sé, aunque a veces viva olvidando esta verdad y me porte como tú no mereces ni yo debiera. Quisiera sentir más tu presencia y ser atrapado por este ardiente deseo, que se llama Jesús Eucaristía, porque  cuando se tiene, ya no se cura.

Quiero saber, Señor, por qué me buscas así, por qué te humillas tanto, por qué vienes en mi busca haciéndote un poco de pan, una cosa, humillándote más que en la Encarnación, en  que te hiciste hombre. Tú que eres Dios y todo lo puedes ¿por qué te has quedado aquí en el sagrario? ¿Qué  puedo yo darte que tú no tengas?

Y Jesús nos dice a todos algo, que no podemos comprender bien ahora en la tierra sino que tenemos que esperar al cielo para saberlo: «Lo tengo todo, menos tu amor, si tú no me lo das». Y es que Jesús nos ama tanto y debemos de valer mucho para el Padre, por lo mucho que nos ama y ha sufrido por nosotros. Nosotros no nos valoramos todo lo que valemos. Dios nos ha soñado para una eternidad de gozo con Él. Sólo Dios sabe lo que vale el hombre para Él. Si yo existo, es que Dios ma ama y me ha soñado para una eternidad en su mismo gozo de Amor y Espíritu Santo con el Hijo.

Entonces, Señor, si yo valgo tanto para Tí, más que lo que yo me valoro y valoro a mis hermanos, ayúdame a descubrirlo y a vivir sólo para Tí, que tanto me quieres, que me quieres desde siempre y para siempre, porque Tú me pensaste desde toda la eternidad. Quiero desde ahora escucharte en visitas hechas a tu casa, quiero contarte mis cosas, mis dudas, mis problemas, que ya los sabes, pero que quieres escucharlos nuevamente de mí, quiero estar contigo, ayúdame a creer más en Tí, a quererte más y esperar  y buscar más tu amistad.

«Estáte, Señor, conmigo,                       

siempre, sin jamás partirte,

y, cuando decidas irte,

llévame, Señor, contigo,

porque el pensar que te irás,

me causa un terrible miedo,

de si yo sin ti me quedo,

de si tú sin mí te vas.

Llévame en tu compañía,

donde tu vayas, Jesús,

porque bien sé que eres tú

la vida del alma mía;

si tu vida no me das,

yo sé que vivir no puedo,

ni si yo sin tí me quedo,

ni si tú sin mí te vas».

Las puertas del sagrario son para muchas almas las puertas del cielo y de la eternidad ya en la tierra, las puertas de la esperanza abiertas; el sagrario para la parroquia y para todos los creyentes es «la fuente que mana y corre, aunque es de noche», aunque a veces no lo comprendamos, no lo veamos con los ojos de la carne, porque es la fe la que lo ve y nos lo comunica; el sagrario es el maná escondido ofrecido en comida siempre, mañana y noche, es la tienda de la presencia de Dios entre los hombres. Siempre está el Señor, bien despierto, intercediendo y continuando la misa por nosotros ante el Padre en el altar del cielo.

El sagrario para la parroquia es su corazón, desde donde extiende y  comunica la sangre de la vida divina a todos los feligreses y al mundo entero. Y para esto es la Adoración Nocturna. Lo dice Cristo, el evangelio, la Iglesia, los santos, la experiencia de los siglos y de los místicos... S. Juan de la Cruz lo expresa así:

«Qué bien sé yo la fuente

que mana y corre,

aunque es de noche.

Aquesta fonte está escondida,

en esta pan por darnos vida,

aunque es de noche. 

Aquí se está llamando a las criaturas,

y de este agua se hartan

porque es de noche.

Aquesta eterna fonte que deseo,

 en este pan de vida yo la veo,

 aunque es de noche. 

(Es por la fe, oscura al entendimiento) 

--Las almas eucarísticas, las almas de sagrario, las almas despiertas de fe y amor a Cristo, son felices, aún en medio de pruebas y sufrimientos en la tierra, porque su corazón ya no es suyo, ya no es propiedad suya, porque Dios se lo ha robado y se lo ha llevado junto a Sí y las almas ya no pueden vivir sin la unión con Dios, ya no saben vivir sin Él.

-- Aquí, junto al Señor en el sagrario, los adoradores aprenden a seguir a Cristo, le escuchan y se revisan en una conversión permanente, porque siempre son pecadores,  pero no dejarán de convertirse

-- Aquí, en el sagrario, encuentran la mejor escuela de amor, de familia, de oración, de santidad, de apostolado, de hacer parroquia y comunidad..... porque se encuentra el mejor maestro y la fuente de toda gracia: Jesucristo. Como he dicho alguna vez, el Sagrario es la biblia donde nuestra madres y padres, cuando no había tantas reuniones ni grupos de parroquia, aprendieron  todo sobre Dios y sobre Cristo, sobre el evangelio y la vida cristiana, sobre su vida y salvación. Nuestras madres, los hombres y las mujeres sencillas de nuestros pueblos, muchas veces  no han tenido más biblia que el sagrario.

-- Necesitamos del pan de vida, como los discípulos de Emaús cuando atardece y se oscurece la fe. Es en la Eucaristía donde Jesús nos abre los ojos del corazón y le reconocemos al partir el pan. Y allí volvemos a encontrar la comunidad que nos ayuda en el camino y  de la que nos habíamos alejado.

--Necesitamos de la Eucaristía, para seguir caminando en la vida cristiana. Sin Cristo no podemos y Cristo, el mismo de Palestina y del cielo, es ahora pan consagrado; por eso, le decimos:“Señor, nosotros los adoradores creemos en ti y te adoramos, dános siempre de ese pan”.

2ª MEDITACIÓN: SI EL SACERDOTE SUPIERA…

DIA DEL SEMINARIO: CUANDO SE PIENSA...

CUANDO SE PIENSA... que ni la Santísima Virgen puede hacer lo que un sacerdote ...

CUANDO SE PIENSA... que ni los ángeles ni los arcángeles, ni Miguel ni Gabriel ni Rafael, ni príncipe alguno de aquellos que vencieron a Lucifer pueden hacer lo que un sacerdote...

CUANDO SE PIENSA... que Nuestro Señor Jesucristo en la última Cena realizó un milagro más grande que la creación del Universo con todos sus esplendores y fue el convertir el pan y el vino en su Cuerpo y su Sangre para alimentar al mundo, y que este portento, ante el cual se arrodillan los ángeles y los hombres, puede repetirlo cada día un sacerdote...

CUANDO SE PIENSA... en el otro milagro que solamente un sacerdote puede realizar: perdonar los pecados y que lo que él ata en el fondo de su humilde confesionario Dios obligado por su propia palabra, lo ata en el cielo, y lo que él desata, en el mismo instante lo desata Dios.

CUANDO SE PIENSA... que la humanidad se ha redimido y que el mundo subsiste porque hay hombres y mujeres que se alimentan cada día de ese Cuerpo y de esa Sangre redentora que sólo un sacerdote puede realizar... Cuando se piensa que el mundo moriría de la peor hambre si llegara a faltarle ese poquito de pan y ese poquito de vino...

CUANDO SE PIENSA... que eso puede ocurrir, porque están faltando las vocaciones sacerdotales; y que cuando eso ocurra se conmoverán los cielos y estallará la tierra, como si la mano de Dios hubiera dejado de sostenerla; y las gentes gritarán de hambre y de angustia, y pedirán ese pan, y no habrá quien se los dé; y pedirán la absolución de sus culpas, y no habrá quien las absuelva, y morirán con los ojos abiertos por el mayor de los espantos...

CUANDO SE PIENSA... que un sacerdote hace más falta que un rey, más que un militar, más que un banquero, más que un médico, más que un maestro, porque él puede reemplazar a todos y ninguno puede reemplazarlo a él.

CUANDO SE PIENSA... que un sacerdote cuando celebra en el altar tiene una dignidad infinitamente mayor que un rey; y que no es ni un símbolo, ni siquiera un embajador de Cristo, sino que es Cristo mismo que está allí actuando el mayor milagro de Dios...

CUANDO SE PIENSA TODO ESTO, uno comprende... Uno comprende la inmensa necesidad de fomentar las vocaciones sacerdotales ...

Uno comprende el afán con que en tiempos antiguos, cada familia ansiaba que de su seno brotase, como una vara de nardo, una vocación sacerdotal.Uno comprende el inmenso respeto que los pueblos tenían por los sacerdotes, lo que se refleja en las leyes.

Uno comprende que el peor crimen que puede cometer alguien es impedir o desalentar una vocación.

Uno comprende que provocar una apostasía es ser como Judas y vender a Cristo de nuevo.Uno comprende que si un padre o una madre obstruyen la vocación sacerdotal de un hijo, es como si renunciaran a un título de nobleza incomparable.

Uno comprende que dar ayudaso mantener un seminario o un noviciado es multiplicar los nacimientos del Redentor es allanar el camino por donde ha de llegar al altar un hombre que durante

media hora, cada día, será mucho más que todas las dignidades de la tierra y que todos los santos del cielo. Pues será Cristo mismo, sacrificando su Cuerpo y su Sangre, para alimentar y salvar al mundo sembrando eternidades y llevándolas para siempre para siempre al gozo del nuestro Dios Trinitario y Uno Padre, Hijo y Espíritu Santo.

2º JUEVES EUCARÍSTICO

1ª MEDITACIÓN

LA EUCARISTÍA COMO MISA.

       Podemos considerar la Eucaristía como misa, como comunión y como presencia permanente de Jesucristo en la Hostia santa. De todos los modos de considerar la Eucaristía, el más importante es la Eucaristía como sacrificio, como misa, como pascua, como sacrificio de la Nueva Alianza, especialmente la Eucaristía del domingo, la misa siempre es pascua del Señor, porque es el fundamento de las otras presencias y de toda nuestra vida de fe  y la que construye  la Iglesia de Cristo.

El otro jueves hablamos de la Eucaristía como presencia permanente en el Sagrario. Hoy vamos a tratar brevemente de la Eucaristía, como misa, como sacrificio. Esta fue la devoción y la práctica religiosa más importante de la Iglesia y de sus santos, la Eucaristía como misa, comunión y presencia.

Ni uno solo santoque no sea eucarístico, que no haya tenido hambre de este pan, de esta presencia, de este tesoro escondido, ni uno solo que no haya sentido necesidad de oración eucarística, primero en fe seca y oscura, porque este es el proceso y el camino del encuentro con Jesús en el Sagrario, sin grandes sentimientos, para luego, avanzando poco a poco en la oración y conversión eucarística, llegar a tener una fe luminosa y ardiente, pasando por etapas de purificación de cuerpo y alma, hasta llegar al encuentro total del Cristo viviente y glorioso, compañero de viaje en el sacramento. “Oh noche que guiaste.(noche de la fe), oh noche amable más que la alborada; oh noche que juntaste amado con amada, amada en el amado transformada…

Y empiezo citando al Vaticano II donde se nos habla así de la misa del domingo: «La Iglesia, por una tradición apostólica que trae su origen del mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que es llamado con razón “día del Señor” o domingo. En este día los fieles deben reunirse a fin de que, escuchando la palabra de Dios y participando de la Eucaristía, recuerden las pasión, la resurrección y la gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios que los hizo renacer a la viva esperanza por la resurrección de Jesucristo entre los muertos (1Pe 1,3). Por esto, el domingo es la fiesta primordial que debe presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles...» (SC 106).

Pero la  Eucaristía del domingo es la misma Eucaristía de todos los días, es el mismo Cristo, la misma pascua,  el mismo misterio el que Cristo, por medio del sacerdote, hace presente: su vida, muerte y resurrrección por todos los hombres. Todas las misas son la misma misa, la misma Eucaristía de Cristo en domingo o en días ordinarios, solo que la del domingo es en el día de la resurrección de Cristo.

Sobre la puerta del Cenáculo de San Pedro, hace ya más de cincuenta años, puse este letrero: “Ninguna comunidad cristiana se construye, si no tiene como raíz y quicio la celebración de la Santísima Eucaristía». Este texto del Concilio nos dice que la Eucaristía es la que construye la parroquia, a los feligreses, a las personas, es el centro de toda su vida y apostolado, el corazón de la parroquia y de las comunidades y familias cristianas.

Para que veais que no es una teoria o pensamiento mío personal, voy a citar brevemente unos textos del Vaticano II referentes a la misa en general, a la santiisima Eucaristia. Esto  lo tengo más desarrollado en alguno de mis libros sobre la Eucaristía.

Empiezo:

«...los otros sacramentos, así como todos los ministerios eclesiásticos y obras de apostolado, están íntimamente unidos a la Sagrada Eucaristía y a ella se ordenan». «Ninguna Comunidad cristiana se construye si no tiene su raíz y quicio en la celebración de la santísima Eucaristía, por la que debe, consiguientemente, comenzar toda educación en el espíritu de comunidad» (PO 5).

1.3. PORQUE «…EN LA SANTÍSIMA EUCARISTÍA SE CONTIENE TODO EL BIEN ESPIRITUAL DE LA IGLESIA, A SABER, CRISTO MISMO, NUESTRA PASCUA Y PAN VIVO QUE DA LA VIDA A LOS HOMBRES, VIVIFICADA Y VIVIFICANTE POR EL ESPÍRITU SANTO» (PO 6).

       La Eucaristía, centro de los sacramentos y ministerios

P 5 b: [...] los otros sacramentos, así como todos los ministerios eclesiásticos y obras de apostolado, están íntimamente trabados con la sagrada Eucaristía y a ella se ordenan.

M 9 b: Por la palabra de la predicación y por la celebración de los sacramentos, cuyo centro y cima es la santísima Eucaristía, la actividad misionera hace presente a Cristo, autor de la salvación.

L 10 a: [...] los trabajos apostólicos se ordenan a que, una vez hechos hijos de Dios por la fe y el bautismo, todos se reúnan, alaben a Dios en medio de la Iglesia, participen en el sacrificio y coman la cena del Señor.

P 5 b: [...] la Eucaristía aparece como la fuente y la culminación de toda la predicación evangélica, como quiera que los catecúmenos son poco a poco introducidos a la participación de la Eucaristía, y los fieles, sellados ya por el sagrado bautismo y la confirmación, se insertan por la recepción de la Eucaristía plenamente en el Cuerpo de Cristo.

La celebración eucarística, centro de la comunidad cristiana

P 6 e: [...] ninguna comunidad cristiana se edifica si no tiene su raíz y quicio en la celebración de la santísima Eucaristía, por la que debe, consiguientemente, comenzarse toda educación en el espíritu de comunidad.

O 30 f: En el cumplimiento de la obra de santificación, procuren los párrocos que la celebración del sacrificio eucarístico sea centro y culminación de toda la vida de la comunidad cristiana...

P 5 c: Es, [...J, la sinaxis eucarística el centro de toda la asamblea de los fieles, que preside el presbítero.

I 26 a: En ellas [las comunidades locales] se congregan los fieles por la predicación del Evangelio de Cristo y se celebra el misterio de la Cena del Señor “para que por medio del cuerpo y de la sangre del Señor quede unida toda la fraternidad”.

Toda Misa, acto de Cristo y de la Iglesia

P 13 c: [... la Misa], aunque no pueda haber en ella presencia de fieles, es ciertamente acto de Cristo y de la Iglesia.

L 27 b: Esto [la preeminencia de la celebración comunitarial vale sobre todo para la celebración de la Misa, quedando siempre a salvo la naturaleza pública y social de toda Misa, y para la administración de los sacramentos.

I 50 d: [.. .1 al celebrar el sacrificio eucarístico es cuando mejor nos unimos al culto de la Iglesia celestial...

El sacrificio eucarístico, realización redentora

P 13 c: En el misterio del sacrificio eucarístico, en que los sacerdotes cumplen su principal ministerio, se realiza continuamente la obra de nuestra redención, y, por ende, encarecidamente se les recomienda su celebración cotidiana...

L 2: [.1 la liturgia, por cuyo medio “se ejerce la obra de nuestra redención”, sobre todo en el divino sacrificio de la Eucaristía, contribuye en sumo grado a que los fieles expresen en su vida y manifiesten a los demás el misterio de Cristo y la naturaleza auténtica de la verdadera Iglesia.

FS 4 a: [Los seminaristas] deben prepararse para el ministerio del culto y de la santificación, a fin de que, orando y realizando las sagradas celebraciones litúrgicas, ejerzan la obra de salvación por medio del sacrificio eucarístico y los sacramentos.

La oblación personal en el sacrificio eucarístico

I a: [Los fieles,] participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella.

P 5 c: Los presbíteros, [...], enseñan a fondo a los fieles a ofrecer a Dios Padre la Víctima divina en el sacrificio de la Misa y a hacer juntamente con ella oblación de su propia vida.

 

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Queridos hermanos, la misa, toda misa, toda eucaristía, especialmente la dominical, renueva todos los domingos este pacto, esta alianza, este compromiso con Dios por Cristo, porque es Cristo resucitado y glorioso, quien, en aparición pascual, se presenta entre nosotros y nos construye como Iglesia suya y nos consagra juntamente con el pan y el vino para hacernos partícipes de sus sentimientos y actitudes de ofrenda al Padre y salvación de los hermanos y hacernos ya ciudadanos de la nueva Jerusalén, que está salvada y participa de los bienes futuros anticipándolos, encontrándonos así por la Eucaristía con el Cristo glorioso, llegados al último día y proclamando con su venida eucarística la llegada de los bienes escatológicos, es decir, definitivos: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, VEN, SEÑOR , JESÚS».

¿ES PARA MI LA EUCARISTÍA EL CENTRO DE MI VIDA ESPIRITUAL?

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Queridos hermanos y hermanas: Jesús lo había prometido:“Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”. Y San Juan nos dice en su evangelio que Jesús: “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”,   hasta el extremo de su amor y fuerzas, dando su vida por nosotros, y hasta el extremo de los tiempos, permaneciendo con nosotros para siempre en el pan consagrado de todos los sagrarios de la tierra.

Sinceramente es tanto lo que debo a esta presencia eucarística del Señor, a Jesús, confidente y amigo, en esta presencia tan maravillosa, que se ofrece, pero no se impone, tratándose de todo un Dios, que, cuando lo pienso un poco, le amo con todo mi cariño, y quiero compartir con vosotros este gozo desde la humildad, desde el reconocimiento de quien se siente agradecido, pero a la vez deudor, necesitado de su fuerza y amor.

Santa Teresa estuvo siempre muy unida a Jesucristo Eucaristía. En relación con la presencia de Jesús en el sagrario, exclama: «¡Oh eterno Padre, cómo aceptaste que tu Hijo quedase en manos tan pecadoras como las nuestras... no permitas, Señor, que sea tan mal tratado  en este sacramento. El se quedó entre nosotros de un modo tan admirable!»

Ella se extasiaba ante Cristo Eucaristía. Y lo mismo todos los santos, que en medio de las ocupaciones de la vida, tenían su mirada en el sagrario, siempre pensaban y estaban unidos a Jesús Eucaristía. Y la madre Teresa de Calcuta, tan amante de los pobres, que parece que no tiene tiempo para otra cosa, lo primero que hace y nos dice que  hagamos, para ver y socorrer a los pobres, es pasar ratos largos con Jesucristo Eucaristía.

En la congregación de religiosas, fundada por ella para atender a los pobres, todas han de pasar todos los días largo rato ante el Santísimo; debe ser porque hoy Jesucristo en el sagrario es para ella el más pobre de los pobres, y desde luego, porque para ella, para poder verlo en los pobres, primero hay que verlo donde está con toda plenitud, en la Eucaristía.

Y así en todos los santos. Ni uno solo que no sea eucarístico, que no haya tenido hambre de este pan, de esta presencia, de este tesoro escondido, ni uno solo que no haya sentido necesidad de oración eucarística, primero en fe seca y oscura, sin grandes sentimientos, para luego, avanzando poco a poco, llegar a tener una fe luminosa y ardiente, pasando por etapas de purificación de cuerpo y alma, hasta llegar al encuentro total del Cristo viviente y glorioso, compañero de viaje en el sacramento.

 

LA EUCARISTÍA COMO MISA.

       Podemos considerar la Eucaristía como misa, como comunión y como presencia permanente de Jesucristo en la Hostia santa. De todos los modos de considerar la Eucaristía, el más importante es la Eucaristía como sacrificio, como misa, como pascua, como sacrificio de la Nueva Alianza, especialmente la Eucaristía del domingo, porque es el fundamento de toda nuestra vida de fe  y la que construye  la Iglesia de Cristo.

       Voy a citar unas palabras del Vaticano II donde se nos habla de esto: «La Iglesia, por una tradición apostólica que trae su origen del mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que es llamado con razón “día del Señor” o domingo. En este día los fieles deben reunirse a fin de que, escuchando la palabra de Dios y participando de la Eucaristía, recuerden las pasión, la resurrección y la gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios que los hizo renacer a la viva esperanza por la resurrección de Jesucristo entre los muertos (1Pe 1,3). Por esto, el domingo es la fiesta primordial que debe presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles...» (SC 106).

Por este texto y otros,  que podíamos citar, podemos afirmar que, sin Eucaristía dominical, no hay cristianismo, no hay Iglesia de Cristo, no hay parroquia. Porque Cristo es el fundamento de nuestra fe y salvación,  mediante el sacrificio redentor, que se hace presente en  la Eucaristía; por eso, toda Eucaristía, especialmente la dominical, es Cristo haciendo presente entre nosotros su pasión, muerte y resurrección, que nos salvó y nos sigue salvando, toda su vida, todo su misterio redentor. Sin domingo, Cristo no ha resucitado y, si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe y no tenemos salvación, dice San Pablo.

 Sin Eucaristía del domingo, no hay verdadera fe cristiana, no hay Iglesia de Cristo. No vale decir «yo soy cristiano pero no practicante». O vas a Eucaristía los domingos o eso que tú llamas cristianismo es pura invención de los hombres, pura incoherencia, religión inventada a la medida de nuestra comodidad y falta de fe; no es eso lo que Cristo quiso para sus seguidores e hizo y celebró con sus Apóstoles y ellos continuaron luego haciendo y celebrando. La Eucaristía del domingo es el centro de toda la vida parroquial.

Sobre la puerta del Cenáculo de San Pedro, hace ya más de treinta años, puse este letrero: Ninguna comunidad cristiana se construye, si no tiene como raíz y quicio la celebración de la Santísima Eucaristía». Este texto del Concilio nos dice que la Eucaristía es la que construye la parroquia, es el centro de toda su vida y apostolado, el corazón de la parroquia. La Iglesia, por una tradición que viene desde los Apóstoles, pero que empezó con el Señor resucitado, que se apareció y celebró la Eucaristía con los Apóstoles en el mismo día que resucitó, continuó celebrando cada ocho días el misterio de la salvación  presencializándolo por la Eucaristía. Luego, los Apóstoles, después de la Ascensión, continuaron haciendo lo mismo. 

Por eso, el domingo se convirtió en  la fiesta principal de los creyentes. Aunque algunos puedan pensar, sobre todo, porque es cada ocho días, que el domingo es menos importante que otras fiestas del Señor, por ejemplo, la Navidad, la Ascensión, el Viernes o Jueves Santo, la verdad es que si Cristo no hubiera resucitado, esas fiestas no existirían. Y eso es precisamente lo que celebramos cada domingo: la muerte y resurrección de Cristo, que se convierten en nuestra Salvación.

En este día del Señor resucitado, en el domingo, Jesús nos invita a la Eucaristía, a la santa misa, que es nuestra también, a ofrecernos con Él a la Santísima Trinidad, que concibió y realizó este proyecto tan maravilloso de su Encarnación, muerte y resurrección para llevarnos a su misma vida trinitaria. En el ofertorio nos ofrecemos y somos ofrecidos con el pan y el vino; por las palabras de la consagración, nosotros también quedamos consagrados como el pan y el vino ofrecidos, y ya no somos nosotros, ya no nos pertenecemos, y al no pertenecernos y estar consagrados con Cristo para la gloria del Padre y la salvación de los hombres, porque

voluntariamente hemos querido correr la suerte de Cristo, cuando salimos de la Iglesia, tenemos que vivir como Cristo para glorificar a la Santísima Trinidad, cumplir su voluntad  y salvar a los hermanos, haciendo las obras de Cristo: “Mi comida es hacer la voluntad de mi Padre”;El que me come vivirá por mí”; ”Como el Padre me ha amado, así os he amado yo: permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor” (Jn15,9). 

En la consagración, obrada por la fuerza del Espíritu Santo, también nosotros nos convertimos por Él, con Él y en Él, en “alabanza de su gloria”, en alabanza y buena fama para Dios, como Cristo fue alabanza de gloria para la Santísima Trinidad y nosotros hemos de esforzarnos también con Él por serlo, como buenos hijos que deben ser la gloria de sus padres y no la deshonra.

En la Comunión nos hace partícipes de sus mismos sentimientos y actitudes y para esto le envió el Padre al mundo, para que vivamos por El: “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios mandó al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él” (1Jn 4,8). Esta es la razón de su venida al mundo; el Padre quiere hacernos a todos hijos en el Hijo y que vivir así amados por Él en el Amado. Y eso es vivir y celebrar y participar en la Eucaristía, la santa Eucaristía, el sacrificio de Cristo. Es un misterio de amor y de adoración y de alabanza y de salvación, de intercesión y súplica con Cristo a la Santísima Trinidad. Y esto es el Cristianismo, la religión cristiana: intentar vivir como Cristo para gloria de Dios y salvación de los hombres.

 La Eucaristía dominical  parroquial renueva todos los domingos este pacto, esta alianza, este compromiso con Dios por Cristo, porque es Cristo resucitado y glorioso, quien, en aparición pascual, se presenta entre nosotros y nos construye como Iglesia suya y nos consagra juntamente con el pan y el vino para hacernos partícipes de sus sentimientos y actitudes de ofrenda al Padre y salvación de los hermanos y hacernos ya ciudadanos de la nueva Jerusalén, que está salvada y participa de los bienes futuros anticipándolos, encontrándonos así por la Eucaristía con el Cristo glorioso, llegados al último día y proclamando con su venida eucarística la llegada de los bienes escatológicos, es decir, definitivos: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, VEN, SEÑOR , JESÚS».

Queridos amigos, ningún domingo sin  Eucaristía. Este es mi ruego, mi consejo y exhortación por la importancia que tiene en nuestra vida espiritual. Es que mis amigos no van, es que he dejado de ir hace ya mucho tiempo, no importa, tú vuelve y la Eucaristía te salvará, el Señor te lo premiará con vitalidad de fe y vida cristiana. Los que abandonan la

Eucaristía del domingo, pronto no saben de qué va Cristo, la salvación, el cristianismo, la Iglesia... El domingo es el día más importante del

cristianismo y el corazón del domingo es la Eucaristía, la Eucaristía, sobre todo, si participas comulgando. Más de una vez hago referencia a unos versos que reflejan un poco esta espiritualidad:

Frente a tu altar, Señor, emocionado

veo hacia el cielo el cáliz levantar.

Frente a tu altar, Señor, anonadado

he visto el pan y el vino consagrar.

Frente a tu altar, Señor, humildemente

ha bajado hasta mi tu eternidad.

Frente a tu altar, Señor, he comprendido

el milagro constante de tu amor.

¡Querer Tu que mi barro esté contigo

haciendo templo a quien te ha ofendido!

¡Llorando estoy frente a tu altar, Señor!

(Tantos abandonos, tantos pecados, tantas faltas de fe y amor ante un Dios que tanto me quiere..en el Sagrario, llorando estoy frente a tu altar, Señor)

3º JUEVES EUCARÍSTICO 

1ª y 2ª MEDITACIÓN

5. 2. El mundo necesita almas eucarísticas: almas que tengan experiencia del amor de Cristo Eucaristía

BUENAS NOCHES, SEÑOR: hace tiempo que quería decirte algo. Quizás sería mejor a solas. Pero todos estos, que están aquí esta noche, son amigos y podemos hablar con confianza. Recuerdas, Jesús, fue hace veinte siglos, también en jueves, aproximadamente sobres estas horas, al atardecer, Tú estuviste loco, sí, perdona que te lo diga, tú estuviste loco, porque tú lo sabías, Tú lo sabes todo, Tú sabías que serían muy pocos los hombres que   creerían en Tí, tu sabías que incluso los creyentes no valoraríamos tu presencia ofrecida en amistad en el sagrario, Tú sabías que para muchos el sagrario sería un trasto más de la iglesia, al que se le ponen velas y colocan flores  algunos días de fiesta, Tú lo sabías todo y, sin embargo, te quedaste. Gracias, Señor, qué amor más grande nos tienes. Tú sí que eres bueno, Tú sí que amas de verdad....

Señor, muchos creen que el sacerdote habla de Tì, de tu amor y presencia eucarística, como un profesional, como el médico habla de sus enfermos o el profesor de su ciencia... por puro ética profesional. Qué pena, Señor, porque ellos, sobre todo los que no creen, los  que no vienen a tí en ninguna tarde de su vida, no han descubierto todo el misterio que se encierra en este pan, todo el amor del Padre, todo su proyecto de Salvación, hecho Hijo muerto y resucitado por ellos, todo el Amor del Espíritu Santo transformando este pan en  Eucaristía, en el cuerpo y sangre del Hijo Amado, que pasó haciendo el bien y nos abrió las puertas del cielo, de  la Trinidad beatísima.

Ellos no saben lo que es locura de Amor Divino, hecho primero carne, y luego un poco de pan,  para ser comido por el hombre; ellos tampoco saben lo que es estar enamorados de Tí, del Dios Infinito, ellos no saben que Tú emborrachas las almas y las atas para siempre a la sombra de tu sagrario, del santuario de tu presencia en la tierra. Mil veces nacido, mil veces tuyo, Señor, en el sacerdocio de tu amor, como centinela permanente de tu presencia eucarística, puerta del cielo y de encuentro contigo en la tierra. Ayúdanos a todos a descubrir este tesoro escondido, a venerarlo, honrarlo, imitarlo como se merece. Dános tu amor, tu fortaleza, tu humildad, tu sinceridad, tu entrega, tu pasión por el hombre, todo eso que encierras en este trozo de pan consagrado.

Por eso, conscientes de nuestra indigencia, de nuestra falta de fe y de amor para contigo, pero conscientes también de que te tenemos aquí, tan cerca, como las turbas que te apretujaban en las calles y los campos de Palestina, acudimos a TÍ para exponerte nuestras necesidades.

 (Aquí seguí el Ritual de la Adoración Nocturna en la Vigilia del Jueves Santo. Tiene un diálogo muy logrado de súplicas bíblicas  al Señor. Luego seguimos hablando así).

Queridos amigos, en virtud de las palabras de la consagración del pan y del vino, pronunciadas por Cristo a través del sacerdote, se hace presente todo el misterio de Cristo, todo su evangelio, toda su vida, todo el proyecto salvador del Padre, que le llevó por la pasión y la muerte, a la resurrección para El y para todos. En la eucaristía está Cristo ya definitivo y glorioso como está en el cielo.

Esta presencia de Cristo es permanente y por eso, terminada la misa, continúa en el sagrario; de aquí  nuestra admiración y nuestro amor al sagrario. Como es un misterio tan grande, Jesús, antes de instituirlo, lo prometió y habló de él varias veces, sobre todo después de la multiplicación del los panes y los peces, como lo podéis leer en el capítulo sexto del evangelio de San Juan. Después de su resurrección siguió celebrando este misterio con sus apóstoles. Luego ellos y los primeros cristianos siguieron venerando, creyendo y celebrando la eucaristía cada ocho días, en el domingo, día de la resurrección… Y desde entonces la Iglesia no ha cesado de celebrar este misterio.

La Eucaristía es la fuente, la cima y el centro de todos los sacramentos y de toda la vida de la Iglesia. Todo gira en torno a ella. Lo afirma y confiesa toda la Iglesia con el Papa en el Vaticano II, que me cogió a mí estudiando en Roma. Leeré algunas de sus afirmaciónes y verdades para que las recordemos y vivamos y veais que no es cosa mía, o de un fervor pasajero sino de la Iglesia reunida en Concilio.El Señor tampoco ha dejado de obrar milagros en el pan o el vino consagrados,  para confirmar nuestra fe. Hay libros escritos sobre esta materia. A nosotros no nos aumentan la fe, porque nosotros nos fiamos totalmente de las palabras de Cristo. También hay otros que la niegan. Es lógico, porque exige fe y la fe no es algo que nosotros podamos ver y probar sino que es un don de Dios, que hay que pedirlo mucho y muchas veces, algo que nosotros no podemos fabricar o dependa de nuestra inteligencia o esfuerzo. Desde la fe y el evangelio podemos afirmar:

1.- La Eucaristía es Cristo amigo que está cumpliendo su promesa: “Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”. Aunque a mí me gustan también en este mismo sentido y dirección las otras palabra del Señor:“Nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos, vosotros sois mis amigos...” y está aquí porque es nuestro amigo y está dando la vida por nosotros y pidiendo al Padre por nosotros y salvándonos en silencio y sin el reconocimiento de muchos, por los cuales se quedó. Y nosotros, ¿qué hacemos por Él? ¿Cómo amamos y frecuentamos estos tres aspectos de la Eucaristía?      ¿Por qué un amor tan grande en Jesús, sabiendo que iba a recibir por parte nuestra tan poco reconocimiento y amor en  unos sagrarios, muchas veces llenos de polvo y olvido, en unas iglesias vacías y abandonadas en las que se habla mucho y se adora poco, como si el Señor no estuviera presente, como si estuvieran deshabitadas?

2.- Un alma, que no ha llorado delante del sagrario, no sabe lo que es felicidad plena en este mundo....tampoco conoce a Cristo y a su evangelio en plenitud, no sabe lo que es religión cristiana ni unión con Dios plena y perfecta. Para que fuera nuestro sacrificio bastaba que estuviera presente en la consagración; para que fuera pan de vida, bastaba que estuviera en el momento de la comunión ¿por qué quiso quedarse de forma permanente en el sagrario sabiendo que  iba a sufrir olvidos y abandonos? ¿Qué le podemos dar nosotros que Él no tenga? ¿Qué quiere, qué busca de nosotros? ¿Por qué se humilla y se rebaja tanto?

Solo hay una respuesta: busca nuestra amistad, nuestra felicidad, nuestra salvación eterna. Es que para Él, nosotros valemos mucho. Fuimos creados y estamos llamados a ser eternidad en Dios. Y este es el encargo que ha recibido del Padre.  Y esto es lo que busca Cristo, lo que nos quiere Dios: nos quiere con su mismo amor trinitario. Y para buscarlo se ha rebajado tanto y ha perdido la cabeza. Estos versos de S. Juan de la Cruz valen para explicarnos lo que El hizo y lo que tenemos que hacer nosotros por El:«Buscando mis amores, iré por esos sotos y riberas, ni cogeré las flores, ni temeré las fieras y pasaré los fuertes y fronteras» (C. B 3).

La Eucaristía es el amor loco, apasionado, infinito, incomprensible del Hijo de Dios, hecho presencia y  comunión en el pan para el hombre y por el hombre. Para conseguirlo, atravesó las fronteras de las finitudes del tiempo y del espacio, no tuvo miedo a las fieras ni a los enemigos del camino, a los olvidos y desprecios de los mismos por los que se encarnaba y se hacía pan de Eucaristía, ni cogió las flores del triunfo y de la resurrección para marcharse con ellas al cielo, sino que quiso quedarse y  compartirlas con todos los hombres. Para todos ha muerto y ha resucitado y permanece en el sagrario.

Perdóname, Jesús, no creía que me amases tanto. Yo también quiero amarte a Tí, sólo a Tí por encima de todo y te lo digo con el canto que entonaremos luego en la comunión:   

  «Véante mi ojos, dulce Jesús bueno, véante mis ojos,   múerame yo  luego. Vea quien quisiere  rosas y jazmines, que, si yo te viere, veré mil jardines; flor de serafines, Jesús nazareno, véante mis ojos, múerame yo luego. 

No quiero contento, mi Jesús ausente, que todo es tormento a quien esto siente, solo me sustente, tu amor y deseo, véante mis ojos, muérame yo luego».

3.- Como la presencia eucarística es presencia de Cristo ofrecida permanentemente en amistad, nuestra respuesta tiene que ser amistad personal con Él, trato íntimo y   permanente con Él, ¿cómo es nuestra respuesta? ¿cómo son nuestras misas, nuestras comuniones, nuestra oración eucarística? ¿cuántas veces participamos, comulgamos, le visitamos? Ahí está el Hijo, en el que el Padre se complace desde toda la eternidad, ahí el Cristo de la adúltera que nos mira y nos perdona con ese amor misericordioso y salvador que ningún otro tiene,  ahí el amigo de Lázaro, Marta y María, ahí esta... acércate, no tengas miedo, es el mismo, no te va a reñir, porque lo tengas olvidado ni tiene el carácter agriado por nuestros abandonos, Él está ahí, es el amigo que siempre está en casa, para socorrernos y ayudarnos. Me gustaría que no tuviéramos que esperar hasta el cielo para encontrarnos con El.

Oh Jesús, nosotros creemos y nada ven nuestros ojos ni reflejan nuestras pupilas; nosotros creemos y nada sentimos, solo creemos por la certeza y confianza que nos dan tus palabras: “Esto es mi Cuerpo, ésta es mi sangre”, porque sabemos que esto te agrada, más que creer por milagros o por nuestra experiencia, porque entonces no  creemos en Tí sino por nuestros sentidos y razón. Señor, ayúdanos, yo te digo como el padre de aquel enfermo: “Señor, yo creo pero aumenta mi fe”.

 

4.- Almas eucarísticas necesita el mundo, almas que tengan fe y amor permanentes, amor sacrificado, purificado, heroico y dispuesto a dar la vida, la soberbia, la avaricia, la carne... por Cristo y, al darlo por Cristo, salven al mundo, a los hermanos, porque“sólo los ojos limpios verán a Dios”, a Cristo Eucaristía, al Viviente, al Primogénito, a la Belleza y Hermosura del Padre.

Todos  podemos hablar y predicar de la Eucaristía, y todos podemos ser teólogos, incluso podemos hacer tesis doctorales, pero para ser  testigos del Viviente, del Amor Eucarístico de Cristo, se necesita amor martirial, dar la vida por el amado, sin nimbos de gloria ni reflejos de perfección, en el silencio de cada día, de tu parroquia o situación alejada de honores, como lo hace Cristo en el sagrario, sin testigos que te alaben o te envanezcan. 

Sólo el que ama así, puede entrar en el sagrario y descubrir lo que encierra, sólo ese puede decirnos quien vive allí, sólo ése. Y os lo digo bien claro, queridos feligreses, sin ojos limpios y purificados, sin deseos de conversión permanente no hay amor eucarístico, encuentro y comunión con Cristo, no podemos salvar a este mundo,  no nos hacemos eucaristía con Él. Y aquí radica el gran peligro de la devoción eucarística, tanto para vosotros como para mí, sacerdote, que si no la vivimos, terminamos por no creerla.

Señor, te necesitamos, no te vayas. Te necesitamos para nuestra existencia tan opaca y falta de sentido, si Tú no estás: por qué vivo, para qué vivo; te necesitamos para nuestros hogares tan llenos de todo y ahora vemos que nos falta todo, porque nos faltas Tú, que eres el Todo;  te necesitamos para nuestro corazón tan vacío, que ha confundido amor con egoísmo, sexo y consumismo; te necesitamos para nuestros niños, jóvenes, matrimonios, enfermos, a los que no sabemos consolar y ayudar si no hacemos referencia a tu amor entregado, curativo, lleno de sentido y certezas eternas. Te necesitamos... Almas eucarísticas necesita este mundo, esta parroquia, tu Iglesia. Nosotros queremos ser y buscarte amigos,  porque hemos oído el grito que dirigiste desde tu eucaristía a Sor Benigna de la Consolata:

«Benigna mía, sé apóstol de mi amor. Grita fuerte, que todo el mundo te oiga. Que yo tengo hambre y sed, que muero de ansías de ser comido de mis criaturas. Estoy por ellas en el sacramento del Amor y ellas me hacen tan poco caso. Benigna mía, búscame almas que deseen, que quieran ser mis amigas».

4º JUEVES EUCARÍSTICO 

LA EUCARISTÍA, ESCUELA DE ORACIÓN

4. 1. “Contemplata aliis tradere”: desde la oración eucarística a la misión apostólica

La crisis de la Iglesia, la crisis de los sacerdotes, de los religiosos y de todo bautizado será siempre crisis de oración personal con Cristo, especialmente con Cristo Eucaristía, crisis de misa de domingo, de comunión frecuente, de visitar a Jesucristo Eucaristía en el Sagrario: cómo decir que Jesús, Hijo de Dios y único Salvador de los hombres está ahí, sacerdote de Cristo, y luego tu parroquia no te ve junto al Sagrario, o hablas en la iglesia o junto al Sagrario como si fuera un trasto más de la Iglesia o está la iglesia cerrada todo el día.. no soy yo el que lo dice, lo dice muy claro el papa Juan Pablo II en su encíclica N.M.I. que vamos a leer y meditar un poco.

«Hace falta, pues, que la educación en la oración se convierta de alguna manera en un punto determinante de toda la programación pastoral» (NMI 34). Hoy que se habla tanto de compromiso solidario y del voluntariado con los más pobres; pues bien, una persona que ha trabajado hasta la muerte por los más pobres, que son los moribundos y  los niños abandonados en las calles, nos habla de la necesidad absoluta de la oración para ver a Cristo en esos rostros y poder trabajar cristianamente con ellos. Lo dice muy claro la Madre Teresa de Calcuta:

«No es posible comprometerse en el apostolado directo sin ser un alma de oración. Tenemos que ser conscientes de que somos uno con Cristo, como Él era consciente de que era uno con el Padre. Nuestra actividad es verdaderamente apostólica sólo en la medida en que le permitimos que actúe en nosotros a través de nosotros con su poder, con su deseo, con su amor».[1]

“He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Y Jesús es Verdad y es la Verdad y no puede engañarnos y lo está cumpliendo a tope en la Eucaristía. La dificultad estriba más en nosotros que en el amor y los deseos de Jesús. Porque a Él le sobran entrega y ganas de seguir amando y salvando a los hombres, pero a nosotros no nos entra en la cabeza, que el Verbo de Dios, el amado eterna e infinitamente por el Padre e igualmente amante infinitamente en el mismo Espíritu Santo, “ tenga sus delicias en estar con los hijos de los hombres”, que somos como somos, finitos, limitados y que fallamos a cada paso.

En cada misa Cristo nos dice: te quiero, os quiero y doy la vida por ti y por todos los hombres, y mi mayor alegría es que creas en mí y me sigas, que me metas en tu corazón, para que vivamos unidos una misma vida, la mía que te regalo, para que se la entregues a los hermanos, a todos los hombres; toma este pan y  cómeme, soy yo,  este es mi cuerpo que se entrega por tí... al comer mi carne, comes mis actitudes y sentimientos y  debes vivir en mí y   por mí y así debes entregarte a los hombres y así te harás igual a mí y serás hijo en el Hijo y el Padre ya no distinguirá entre los dos, y, estando unidos, verá en tí al Amado, en quien ha puesto  sus complacencias.

Y entonces, Cristo, a través de nuestra humanidad supletoria, que se la prestamos, seguirá salvando a los hombres, renovando todo su misterio de Salvación y  Redención  del mundo, cumpliendo la voluntad del Padre, con amor extremo, hasta dar la vida, pero en nosotros y por nosotros. Esta presencia de Cristo enviado y apóstol es en nosotros sacerdotes una  realidad  ontológica, por el sacramento del Orden: «por la imposición de las manos y de la oración consacratoria del Obispo, se transforma en imagen real, viva y transparente de Cristo Sacerdote: una representación sacramental de Jesucristo Cabeza y Pastor» (PDV. 15). Igual que el pan, después de la consagración, aparentemente es pan, pero por dentro, es Jesús.

Toda la vida de Cristo, toda su salvación y evangelio y misión se  presencializan en cada misa  y  por la comunión nos comunica todos sus misterios de vida y misión y salvación, y así nos convertimos en humanidades supletorias de la suya, que ya no puede actuar, porque quedó destrozada y ahora, resucitada, ya no es histórica y temporal como la nuestra: “El que me come vivirá por mí”.” Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo los amó hasta el extremo...”  Hasta el extremo de su fuerza, de su amor, de su sangre.... Hasta el dintel de lo infinito, de lo divinamente intransferible nos ha amado Cristo Jesús. Así debemos amarle. Quien adora, come o celebra bien la eucaristía termina haciéndose eucaristía perfecta.

Y ahora uno se pregunta lo de siempre: Pero qué le puedo yo dar a Cristo que Él no tenga. No entendemos su amor de entrega total al Padre por nosotros desde el seno de la Trinidad:  “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios... Aquí estoy para cumplir tu voluntad.”. Cristo se queda en el sagrario para buscar continuadores de su tarea y misión salvadora. Por eso la eucaristía, como encarnación continuada de Cristo y aceptada por el Padre, también es obra de los Tres; es obra del Padre, que le sigue enviando para la salvación de los hombres; del Hijo que obedece y sigue aceptando y salvando a los hombres por la celebración de la Eucaristía; del Espíritu Santo, que formó su cuerpo sacerdotal y victimal en el seno de María y ahora, invocado en la epíclesis de la misa,  lo hace presente en el pan y en los que celebran, comulgan y adoran.       

En la eucaristía se nos hace presente el proyecto salvador del amor trinitario del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo; en el Hijo, «encarnado»  en el pan, con fuerza y amor de Espíritu Santo, se nos hacen presentes las Tres Divinas Personas y también toda la historia de Salvación y todo su amor eterno y salvador para con nosotros. Todo esto, el entender este exceso de amor, esta entrega tan insospechada, extrema y gratuita de los Tres en el Hijo, nos cuesta mucho a los hombres, que somos limitados y  finitos en amar, que  somos calculadores en nuestras entregas, que, en definitiva, ante este amor infinito, no somos nada, ni entendemos nada,  si no fuera por la fe, que oscuramente nos da noticias de este amor.

Y digo oscuramente, no porque la fe, la luz de Dios, la comunicación no sea clara y manifiesta, sino porque nuestras pupilas humanas tienen miopía y cataratas de limitaciones humanas para ver y comprender la luz divina y por su misma naturaleza nuestro entendimiento y nuestro corazón no están capacitados y preparados y adecuados para tanta luz y tanto amor. Es el exceso de luz divina, del amor divino en Cristo, que excede como rayo a las pupilas humanas de la  razón, lo que impide ver a nuestros ojos, que no están acostumbrados a estas verdades y resplandores y amores, y, por eso, hay que purificar, limpiar criterios y afectos, adecuar las facultades, que diría San  Juan de la Cruz.

Por eso, para comprender esta realidad en llamas, que es  la Eucaristía, el Señor tiene que limpiar todo lo sucio que tenemos dentro, toda la humedad del leño viejo y de pecado que somos, tanta ignorancia de lo divino, de lo que Dios tiene y encierra para sí y para nosotros. Como dice San Juan de la Cruz, primero hay que acercar el leño al fuego de la oración; nosotros tenemos que acercarnos al fuego de Cristo, mediante la oración eucarística, para que nos vaya contagiando su fuego y sus ansias apostólicas, desde el Padre que le sigue enviando continuamente por amor y ternura eterna hacia el hombre.

Por esta causa, la Eucaristía es también amor extremo del Padre “que tanto amó al mundo que entregó a su propio Hijo...”; luego, el fuego de la oración, que es unión con Dios, lo empieza a calentar y a poner a la misma temperatura que el fuego, para poder quemarlo y  transformarlo, pero para eso y antes de convertirse en llama de amor viva, el fuego pone negro el madero antes de prenderlo: son las noches y las purificaciones.. Lo explica muy bien San Juan de la Cruz: «Lo primero, podemos entender cómo la misma luz y sabiduría amorosa que se ha de unir y transformar en el alma es la misma que al principio la purga y dispone; así como el mismo fuego que transforma en sí al madero, incorporándose en él , es el que primero le estuvo disponiendo para el mismo efecto» ( N II 3).

Aunque San Juan de la Cruz se refiere a la oración en general, pero contemplativa, vale para todo encuentro con Cristo, especialmente eucarístico:

 «De donde, para mayor claridad de lo dicho y de lo que se ha de decir, conviene aquí notar que esta purgativa y amorosa noticia o luz divina que aquí decimos, de la misma manera se ha en el alma purgándole y disponiéndola para unirla consigo perfectamente, que se ha el fuego en el madero para transformarle en sí; porque el fuego material, en aplicándose al madero, lo primero que hace es comenzarle a secar, echándole la humedad fuera y haciéndole llorar el agua que en sí tiene; luego le   va poniendo negro, oscuro y feo y aun de mal olor y  yéndole secando poco a poco, le va sacando luz y echando afuera todos los accidentes feos y oscuros que tiene contrarios al fuego, y finalmente, comenzándole a ponerle hermoso con el mismo fuego; en el cual término, ya de parte del madero ninguna pasión hay ni acción propia, salva la gravedad y cantidad más espesa que la del fuego, porque las propiedades de fuego y acciones tiene en sí; porque está seco, y seco está; caliente, y caliente está; claro y esclarece; está ligero mucho más que antes, obrando el fuego en él esta propiedades y efectos»  (IIN 13, 3-6).

Por esto mismo la escuela de la oración eucarística se convierte en la escuela más eficaz de apostolado, purificando y quitando los pecados del apóstol, que impiden la unión de los sarmientos a la vid para dar fruto, y le ilumina a la vez con el fuego del amor para lanzarle a la acción. Y, cuando el fuego prende al madero, al apóstol, entonces se hace una misma llama de amor viva con Él, es ascua viva y encendida en su fuego de  Amor de Espíritu Santo:  Dios y el hombre en una sola realidad en llamas, el que envía y el enviado, la misión y la persona, el mensaje y el mensajero: «¡Oh llama de amor viva, / qué tiernamente hieres/ de mi alma en el más profundo centro!» Son todos los verdaderos santos apóstoles, sacerdotes, religiosos, padres de familia...que han existido y seguirán existiendo.

Juan Pablo II en su Carta Apostólica NMI. ha insistido repetidas veces en la oración como fundamento y prioridad de la acción pastoral: «Trabajar con mayor confianza en una pastoral que dé prioridad a la oración, personal y comunitaria, significa respetar un principio esencial de la visión cristiana de la vida: la primacía de la gracia. Hay una tentación que insidia siempre todo camino espiritual y la acción pastoral misma: pensar que los   resultados dependen de nuestra capacidad de hacer y programar. Ciertamente, Dios nos pide una colaboración real a su gracia y, por tanto, nos invita a utilizar todos los recursos de nuestra inteligencia y capacidad operativa en nuestros servicios a la causa del Reino. Pero no se ha de olvidar que sin Cristo “no podemos hacer nada” (cf. Juan 15, 5). La oración nos hace vivir precisamente en esta verdad. Nos recuerda constantemente la primacía de Cristo y, en relación con Él, la primacía de la vida interior y de la santidad».[2]

Lo dice muy bien el Responsorio breve de II Vísperas del Oficio de Pastores: « V. Éste es el que ama a sus hermanos * El que ora mucho por su pueblo. R.  El que entregó su vida por sus hermanos.* El que ora mucho por su pueblo».

 Para comprender y saber de Eucaristía, hay que estar en llamas, como Cristo Jesús, al instituirla; aquella noche del Jueves Santo, el Señor no lo podía disimular,  le temblaba el pan en las manos, qué deseos, qué emoción..., y por eso mismo,  qué vergüenza siento yo de mi rutina y ligereza al celebrarla, al comulgar y comer ese pan ardiente, en visitarlo en el sagrario siempre con los brazos abiertos al amor y a la amistad. Si uno logra esta unión de amor con el Señor, entonces uno no tiene que envidiar a los apóstoles ni a los contemporáneos del Cristo de Palestina, porque de hecho, ni siquiera con la  resurrección, los apóstoles llegaron a quemarse de amor a Cristo sino sólo cuando ese  Cristo,  se hizo Espíritu Santo, se hizo llama, se hizo fuego transformante por dentro, solo entonces se hizo Pentecostés: “Estaban reunidos los apóstoles en el cenáculo con María, la madre de Jesús”.

Ya se lo había dicho antes y repetidamente Jesús:  “Os conviene que yo me vaya porque si yo no me voy no vendrá a vosotros el Espíritu Santo... Pero si yo me voy, os lo enviaré.. Él os llevará hasta la verdad completa”. Que la eucaristía, fuego divino de Cristo, nos queme y nos transforme en llama de amor viva y apostólica, a todos los bautizados, llamados a la santidad, especialmente a los sacerdotes, consagrados con la fuerza del Espíritu Santo, Llama viva del Amor Trinitario.  

5º JUEVES EUCARÍSTICO 

PRIMERA MEDITACIÓN

HOMILÍA DEL CORPUS

Queridos hermanos: Las primeras palabras de la institución de la Eucaristía, así como todo el discurso sobre el pan de vida, en el capítulo sexto de San Juan, versan sobre la Eucaristía como alimento, como comida. Lógicamente esto es posible porque el Señor está en el pan consagrado. Pero su primera intención, sus primeras palabras al consagrar el pan y el vino es para que sean nuestro alimento de vida cristiana, de vida de fe den Cristo salvador, de esperanza de vida eterna y de caridad para con Dios y los hermanos :”Tomad y comed..estregado por vosotros. tomad y bebed...es mi sangre derramada por vosotros”; “Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida... “... si no coméis mi carne no tendréis vida en vosotros...” Por eso, en esta fiesta del Cuerpo y de la Sangre del Señor, vamos a hablar de este deseo de Cristo de ser comido de amor y con fe por todos nosotros.

LA EUCARISTÍA COMO COMUNIÓN

La plenitud del fruto de la Eucaristía viene a nosotros sacramentalmente por la Comunión eucarística. La Eucaristía como Comunión es el momento de mayor unión sacramental con el Señor, es el sacramento más lleno de Cristo que recibimos en la tierra, porque no recibimos una gracia sino al autor de todas las gracias y dones, no recibimos agua abundante sino la misma fuente de agua viva que salta hasta la vida eterna. Por la comunión realizamos la mayor unión posible en este mundo con Cristo y sus dones, y juntamente con Él y por Él, con el Padre y el Espíritu Santo. Por la comunión eucarística la Iglesia consolida también su unidad como Iglesia y cuerpo de Cristo: «Ninguna comunidad cristiana se  construye si no tiene como raíz y quicio la celebración de la sagrada Eucaristía» (PO 6).

Por eso, volvería a repetir aquí todas las mismas exhortaciones que dije en relación con no dejar la santa Eucaristía del domingo. Comulgad, comulgad, sintáis o no sintáis, porque el Señor está ahí, y hay que pasar por esas etapas de sequedad, que entran dentro de sus planes, para que nos acostumbremos a recibir su amistad, no por egoísmo, porque siento más o menos, porque me lo paso mejor o pero, sino principalmente por Él, porque Él es el Señor y yo soy una simple criatura, y tengo necesidad de alimentarme de Él, de tener sus mismos sentimientos y actitudes, de obedecer y buscar su voluntad y sus deseos  más que los míos, porque si no, nunca entraré en el camino de la conversión y de la amistad sincera con Él. A Dios tengo que buscarlo siempre porque Él es lo absoluto, lo primero, yo soy simple invitado, pero infinitamente elevado hasta Él por pura gratuidad, por pura benevolencia.

 Dios es siempre Dios. Yo soy simple criatura, debo recibirlo con suma humildad y devoción, porque esto es reconocerlo como mi Salvador y Señor, esto es creer en Él, esperar de Él, pero sin dudar nunca ni olvidad que viene a mí por amor para vivir su vida y hacerme feliz con sus mismos sentimientos de amor al Padre y a los hermanos. Eso es comulgar con Cristo, comulgar con su amor y sentimientos, con su vida de entrega a Dios y a los hermanos. Luego vendrán otros sentimientos. Es que no me dice nada la comunión, es que lo hago por  rutina, tú comulga con las debidas condiciones y ya pasará toda esa sequedad, ya verás cómo algún día notarás su presencia, su cercanía, su amor, su dulzura.     

 Los santos, todos los verdaderamente santos, pasaron a veces  años y años en noche oscura de entendimiento, memoria y voluntad,  sin sentir nada, en purificación de la fe, esperanza y caridad, hasta que el Señor los vació de tanto yo y pasiones personales que tenían dentro y poco a poco pudo luego entrar en sus corazones y llegar a una unión grande con ellos.

 Lo importante de la comunión como de la fe en Dios no es sentir o no sentir, sino vivir y esforzarse por cumplir la voluntad de Dios en todo y para eso comulgo, para recibir fuerzas y estímulos y amar y perdonar como Él lo hizo, comulgar para que Cristo viva en mi su misma vida;la comunión te ayudará a superar todas las pruebas, todos los pecados, todas las sequedades. La sequedad, el cansancio, si no es debido a mis pecados, no pasa nada. El Señor viene para ayudarnos en la luchas contra los pecados veniales consentidos, que son la causa principal de nuestras sequedades y finalmente de comer a Cristo pero no comulgar con sus vida y sentimientos.

Y para eso, sin conversión de nuestros pecados no hay unión, ni amistad ni comunión con Cristo, con el Cristo de la humildad, del amor extremo a Dios y a los hombres. Y para eso, para comulgar plenamente con Cristo tiene que venir la noche de la fe, y la cruz y la pasión, la muerte total del yo, de mi yo por el de Cristo, de ese yo egoista y soberbiio que se esconde en los mil repliegues de

nuestra existencia, hay que pasarlas antes de llegar a la transformación y la unión perfecta con Dios.

Cuando comulgamos, hacemos el mayor acto de fe y amor en Dios y en todo su misterio, en su doctrina, en su evangelio; manifestamos y demostramos que queremos vivir en nosotros todo  evangelio, todo el misterio de Cristo, todo lo que  ha dicho y ha hecho, creemos que Él es Dios, que hace y realiza lo que dice y ha prometido a los que comulgan con Él, y yo lo creo y deseo y pido y por eso, comulgo con Él y su vida y sus sentimientos comiendo y alimentándeme con el Pan de la vida eterna, Jesucristo, Dios y hombre verdadero.

Cuando comulgamos, hacemos el mayor acto de amor a quien dijo “Tomad y Comed, esto es mi Cuerpo”, porque acogemos su entrega y su amistad, damos adoración y alabanza a su cuerpo entregado como don, y esperamos en Él como prenda de la gloria futura. Creemos y recibimos su misterio de fe y de amor:“Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida... Si no coméis mi carne no tendréis vida en vosotros...”. Le ofrecemos nuestra fe y comulgamos con sus palabras.

Cuando comulgamos, hacemos el mayor acto de esperanza, porque deseamos que se cumplan en nosotros sus promesas y por eso comulgamos, creemos y esperamos en sus palabras y en su persona:“Yo soy el pan de vida, el que coma de este pan, vivirá eternamente... si no coméis mi carne, no tenéis vida en vosotros...”.

Señor, nosotros queremos tener tu vida, tu misma vida, tus mismos deseos y actitudes, tu mismo amor al Padre y a los hombres, tu misma entrega al proyecto del Padre... queremos ser humildes y sencillos como Tú, queremos imitarte en todo y vivir tu misma vida, pero yo solo no puedo, necesito de tu ayuda, de tu gracia, y por eso, comulgo, te como a ti, me alimento de tu pan de cada día, que alimenta estos sentimientos. Para los que no comulgan o no lo hacemos con las debidas disposiciones, sería bueno meditásemoa este soneto de Lope de Vega, donde Cristo llama insistentemente a la puerta de nuestro corazón, siempre que comulgamos, sin recibir  respuesta:

¿Qué tengo yo que mi amistad procuras,

qué interés se te sigue, Jesús mío,

que a mi puerta cubierto de rocío

pasas las noches del invierno oscuras?

¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,

pues no te abrí! ¡qué extraño desvarío,

si de mi ingratitud el hielo frío

secó las llagas de tus plantas puras!

¡Cuántas veces el ángel me decía:

<Alma, asómate ahora a la ventana

verás con cuánto amor llamar porfía¡>

¡Y cuántas, hermosura soberana,

<mañana le abriremos>, respondía,

para lo mismo responder mañana!

¿Habrá alguno de vosotros que responda así a Jesús? ¿Habrá corazones tan duros entre vosotros y vosotras, hermanos creyentes de esta parroquia? Que todos abramos las puertas de nuestro corazón a Cristo, que no le hagamos esperar más. Todos llenos del mismo  deseo, del mismo amor de Cristo; así hay que hacer Iglesia, parroquia, familia. Cómo cambiarían los pueblos, la juventud, los matrimonios, los hijos, si todos comulgáramos al mismo Cristo, el mismo evangelio, la misma fe.

Cuando comulguéis, podéis decirle: Señor, acabo de recibirte, he comido tu Cuerpo para vivir tu misma vida en mi persona, en mi alma, en mi vida, en mi corazón, que tu comunión llegue a todos los rincones de mi carácter, de mi cuerpo, de mi lengua y sentidos, que todo mi ser y existir viva unido a Ti, que no se rompa por nada esta unión.

Qué alegría tenerte conmigo, tengo el cielo en la tierra porque el mismo Jesucristo vivo y resucitado que sacia a los bienaventurados en el cielo, ha venido a mí ahora; porque el cielo es Dios, eres Tú, Dios mío, y Tú estás dentro de mí. Con qué recogimiento, respeto, adoracion debo recibirte.

Tráeme del cielo tu resurrección, que al encuentro contigo todo en mí resucite, viva tu vida, la vida nueva, no la mía, sino la tuya, la vida nueva de amor y gracia, la vida divina que me has conseguido en la misa, en tu entre de amor hasta dar la vida para gloria del Padre y amor y salvación de tus hermanos, los hombres; Señor, que esté bien despierto en mi fe, en mi amor, en mi esperanza cuando te como con amor; cúrame, fortaléceme, ayúdame y si he de sufrir y purificarme de mis defectos, para poder comulgar de verdad con tus sentimientos, y tengo que amar y perdonar a los hermanos, que sienta que tú estás conmigo y han venido para ayudarme, para cumplir la misión del Padre.

¡Jesucristo, Eucaristía divina! ¡Cómo te deseo!¡Cómo te busco! ¡Cómo te necesito!¡Con qué hambre de tu presencia camino por la vida! Te añoro más cada día, me gustaría morirme de estos deseos que siento y que no son míos, porque yo no los sé fabricar ni  todo esto que siento. ¡Qué nostalgia de mi Dios cada día! Necesito comerte ya, porque si no moriré de ansias del pan de vida. Necesito comerte ya para amarte y sentirme amado. Quiero comer para ser comido y asimilado por el Dios vivo. Quiero vivir mi vida siempre en comunión contigo. Todos los días le digo a Cristo en el Sagrario dos oraciones eucarísticas. Una de ella es esta:

Jesucristo, Eucaristía divina, HIJO DE DIOS ENCARNADO, SACERDOTE ÚNICO DEL ALTÍSIMO Y  EUCARISTÍA PERFECTA DE OBEDIENCIA, ADORACIÓN Y ALABANZA AL PADRE!

Tú lo has dado todo por mí, con amor extremo, hasta dar la vida y quedarte siempre en el Sagrario en intercesión y oblación perenne al Padre por la salvación de los hombres.

TAMBIÉN YO QUIERO  DARLO TODO POR TI Y PERMANECER SIEMPRE CONTIGO IMPLORANDO LA MISERICORDIA DIVINA sobre mi  PARROQUIA Y EL MUNDO ENTERO.

¡Jesucristo,Eucaristía ivina, ¡Cuánto te deseo, cómo te  busco, con qué hambre de Ti camino por la vida, qué nostalgia de mi Dios todo el día!

¡Jesucristo Eucaristía, quiero verte para tener la Luz del Camino, de la Verdad y de la Vida;

QUIERO ADORARTE, PARA CUMPLIR CONTIGO LA VOLUNTAD DEL PADRE HASTA DAR LA VIDA; 

quiero comulgarte, para tener tu misma vida, tus mismos sentimientos, tu mismo amor!;

y en tu entrega eucarística, quiero hacerme contigo sacerdote y víctima agradable al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida. Quiero entrar así en el Misterio de mi Dios Trino y Uno, con Jesucristo Sacerdote Único y Eucaristía perfecta,  por la potencia de Amor del Espíritu Santo.

Qué gozo haberte conocido, ser tu sacerdote y amigo, vivir en tu misma casa, bajo tu mismo techo.

6º JUEVES EUCARÍSTICO 

 1ª MEDITACIÓN

LA ESPIRITUALIDAD DE LA EUCARISTÍA

¿CÚALES SON LOS SENTIMIENTOS O VIVENCIAS QUE DEBEMOS TENER TODOS NOSOTROS, TANTO SACERDOTES COMO RELIGIOSAS Y CRISTIANOS CUANDO PARTICIPAMOS EN LA MISA O COMULGAMOS O VISITAMOS AL SEÑOR EN EL SAGRARIO?

3. 2.  LA EUCARISTÍA, TANTO COMO MISA, COMO COMUNIÓN O COMO PRESENCIA DE CRISTO EN EL SAGRARIO,  NOS ENSEÑA Y EXIGE A TODOS LOS PARTICIPANTES RECORDAR Y VIVIR SU VIDA, HACIÉN­DOLA PRESENTE EN NOSOTROS, COMO ÉL NOS DIJO: “Y CUANTAS VECES HAGÁIS ESTO, ACORDAOS DE MI”.

La presencia eucarística de Jesucristo en el Sagrario, o en la Hostia ofre­cida e inmolada en la santa misa o comida y asimilada por nosotros en la sagrada comunión, es decir, Cristo en la Eucaristía como misa, como comunión o presencia en el Sagrario, nos recuerda a todos nosotros y nos hace presente, como prolongación del sacrificio eucarístico, que Cristo amó al Padre y por amor al Padre y salvarnos a todos los hombres se hizo obediente hasta la muerte y muerte en cruz, adorando al Padre con toda su humani­dad, como dice San Pablo: “Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús: El cual, siendo de condición divina, no consid­eró como botín codiciado el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo, tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y apareciendo externamente como un hombre normal, se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios lo ensalzó y le dio el nombre, que está sobre todo nombre, a fín de que ante el nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos y en los abismos, y toda lengua proclame que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil 2,5–11).

¿CÚALES SON LOS SENTIMIENTOS O VIVENCIAS QUE PROVOCA Y DEBEMOS TENER TODOS NOSOTROS, TANTO SACERDOTES COMO RELIGIOSAS Y CRISTIANOS CUANDO PARTICIPAMOS EN LA MISA O COMULGAMOS O VISITAMOS AL SEÑOR EN EL SAGRARIO?

3.3. UN PRIMER SENTIMIENTO O VIVENCIA: YO TAMBIÉN QUIE­RO OBEDECER AL PADRE HASTA LA MUERTE.

Nuestro diálogo podría ir por esta línea: Cristo Eucar­istía, también yo quiero obedecer al Padre, como Tú, aunque eso me lleve a la muerte de mi yo, quiero renunciar cada día a mi voluntad, a mis proyectos y preferencias, a mis deseos de poder, de seguridades, dinero, placer... Tengo que morir más a mí mismo, a mi yo, que me lleva al egoísmo, a mi amor propio, a mis planes, quiero tener más presente siempre el proyecto de Dios sobre mi vida y esto lleva consigo morir a mis gustos, ambi­ciones, sacrificando todo por Él, obedeciendo hasta la muerte como Tú lo hiciste, para que el Padre disponga de mi vida, según su voluntad.

Señor, esta obediencia te hizo pasar por la pasión y la muerte para llegar a la resurrección. También yo quiero estar dispuesto a poner la cruz en mi cuerpo, en mis sentidos y hacer actual en mi vida tu pasión y muerte para pasar a la vida nueva, de hijo de Dios; pero Tú sabes que yo solo no puedo, lo intento cada día y vuelvo a caer; hoy lo intentaré de nuevo y me entrego a Ti; Señor, ayúdame, lo espero confiada­mente de Ti, para eso he venido, yo no sé adorar con todo mi ser, me cuesta poner de rodillas mi vida ante ti, y mira que lo pretendo, pero vuelvo a adorarme, yo quiero adorarte sólo a ti, porque tú eres Dios, yo soy pura criatura, pero yo no puedo si Tú no me enseñas y me das fuerzas... por eso he vuelto esta noche para estar contigo y que me ayudes. Y aquí, en la pres­encia del Señor, uno analiza su vida, sus fallos, sus aciertos, cómo va la vivencia de la Eucaristía, como misa, comunión, presencia, qué ratos pasa junto al Sagrario...Y pide y llora y reza y le cuenta sus penas y alegrías y las de los suyos y de su parroquia y la catequesis...etc.

3. 4. UN SEGUNDO SENTIMIENTO: SEÑOR, QUIE­RO  HACERME OFRENDA CONTIGO AL PADRE

Lo expresa así el Vaticano II: «Los fieles...participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida de la Iglesia, ofrecen la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos junta­mente con ella» (la LG.5).

La presencia eucarística es la prolongación de esa ofren­da, de la misa. El diálogo podía escoger esta vereda: Señor, quie­ro hacer de mi vida una ofrenda agradable al Padre, quiero vivir sólo para agradarle, darle gloria, quiero ser alabanza de gloria de la Santísima Trinidad, in laudem gloriae Ejus.

Quiero hacerme contigo una ofrenda: mira en el ofertorio del pan y del vino me ofreceré, ofreceré mi cuerpo y mi alma como materia del sacrificio contigo, luego en la consagración quedaré consagrado, ya no me pertenezco, ya soy una cosa contigo, seré sacerdote y víctima de mi ofrenda, y cuando salga a la calle, como ya no me pertenezco sino que he quedado consagrado contigo, quiero vivir sólo contigo para los intereses del Padre, con tu mismo amor, con tu mismo fuego, con tu mismo Espíritu, que he comulgado en la Eucaristía: San Pablo: “ es Cristo quien vive en mí...”

Quiero prestarte mi humanidad, mi cuerpo, mi espíritu, mi persona entera, quiero ser como una humanidad supletoria tuya. Tú destrozaste tu humanidad por cumplir la voluntad del Padre, aquí tienes ahora la mía... trátame con cuidado, Señor, que soy muy débil, tú lo sabes, me echo enseguida para atrás, me da horror sufrir, ser humillado, ocupar el segundo puesto, soportar la envidia, las críticas injustas... “Estoy crucificado con Cristo, vivo yo pero no soy yo...”.

Tu humanidad ya no es temporal; pero conservas total­mente el fuego del amor al Padre y a los hombres y tienes los mismos deseos y sentimientos, pero ya no tienes un cuerpo capaz de sufrir, aquí tienes el mío, pero ya sabes que soy débil, necesito una y otra vez tu presencia, tu amor, tu Eucaristía, que me enseñe, me fortalezca, por eso estoy aquí, por eso he venido a orar ante su presencia, y vendré muchas veces, enséñame y ayúdame adorar como Tú al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida.

Quisiera, Señor, rezarte con el salmista: “Por ti he aguantado afrentas y la vergüenza cubrió mi rostro. He venido a ser extraño para mis hermanos, y extranjero para los hijos de mi madre. Porque me consume el celo de tu casa; los denuestos de los que te vituperan caen sobre mí. Cuando lloro y ayuno, toman pretexto contra mí... Pero mi oración se dirige a tí.... Que me escuche tu gran bondad, que tu fidelidad me ayude... Miradlo los humildes y alegraos; buscad al Señor y vivirá vues­tro corazón. Porque el Señor escucha a sus pobres” (Sal 69).

3. 5. OTRO SENTIMIENTO: “ACORDAOS DE MI”: SEÑOR, QUIERO ACORDARME...

Otro sentimiento que no puede faltar al adorarlo en su presencia eucarística está motivado por las palabras de Cristo: “Cuando hagáis esto, acordaos de mí...” Señor, de cuántas cosas me tenía que acordar ahora, que estoy ante tu presencia eucarísti­ca, me quiero acordar de toda tu vida, de tu Encarnación hasta tu Ascensión, de toda tu Palabra, de todo ñel evangelio, pero quiero acordarme especialmente de tu amor por mí, de tu cariño a todos, de tu entrega. Señor, yo no quiero olvidarte nunca, y menos de aquellos momentos en que te entregaste por mí, por todos... cuán­to me amas, cuánto nos deseas, nos regalas... “Éste es mi cuerpo, Ésta mi sangre derramada por vosotros...”

Con qué fervor quiero celebrar la Eucaristía, comulgar con tus sentimientos, imitarlos y vivirlos ahora por la oración ante tu presencia; Señor, por qué me amas tanto, por qué te reba­jas tanto, por qué me buscas tanto, porqué el Padre me ama hasta ese extremo de preferirme y traicionar a su propio Hijo, por qué te entregas hasta el extremo de tus fuerzas, de tu vida, por qué una muerte tan dolorosa... cómo me amas... cuánto me quieres; es que yo valgo mucho para Ti, Cristo, yo valgo mucho para el Padre: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo...”, ellos me valoran más que todos los hombres, valgo infinito, Padre Dios, cómo me amas así, pero qué buscas en mí... te amo, te amo, te amo... Tu amor me basta.

Cristo mío, confidente y amigo, Tú tan emocionado, tan delicado, tan entregado, yo, tan rutinario, tan limitado, siempre tan egoísta, soy pura criatura, y Tú eres Dios, no comprendo cómo puedes quererme tanto y tener tanto interés por mí, siendo Tú el Todo y yo la nada. Si es mi amor y cariño, lo que te falta y me pides, yo quiero dártelo todo, qué honor para una simple cria­tura que el Dios infinito busque su amor. Señor, tómalo, quiero ser tuyo, totalmente tuyo, te quiero.

3. 6. EN EL “ACORDAOS DE MÍ”..., ENTRA EL AMOR DE CRISTO A LOS HERMANOS

Debe entrar también el amor a los hermanos, –no olvidar jamás en la vida que el amor a Dios siempre pasa por el amor a los hermanos–, porque así lo dijo, lo quiso y lo hizo Jesús: en cada Eucaristía Cristo me enseña y me invita a amar hasta el extremo a Dios y a los hijos de Dios, que son todos los hombres.

Sí, Cristo, quiero acordarme ahora de tus sentimientos, de tu entrega total sin reservas, sin límites al Padre y a los hombres, quiero acordarme de tu emoción en darte en comida y bebida; estoy tan lejos de este amor, cómo necesito que me enseñes, que me ayudes, que me perdones, sí, quiero amarte, necesito amar a los hermanos, sin límites, sin muros ni separaciones de ningún tipo, como pan que se reparte, que se da para ser comido por todos.

“Acordaos de mí…”: Contemplándote ahora en el pan consagrado me acuerdo de Tí y de lo que hiciste por mí y por todos y puedo decir: he ahí a mi Cristo amando hasta el extremo, redimiendo, perdonando a todos, entregándose por salvar al hermano. Tengo que amar también yo así, arrodillándome, lavan­do los pies de mis hermanos, dándome en comida de amor como Tú, pisando luego tus mismas huellas hasta la muerte en cruz...

Señor, no puedo sentarme a tu mesa, adorarte, si no hay en mí esos sentimientos de acogida, de amor, de perdón a los hermanos, a todos los hombres. Si no lo practico, no será porque no lo sepa, ya que me acuerdo de Tí y de tu entrega en cada Euca­ristía, en cada sagrario, en cada comunión; desde el seminario, comprendí que el amor a Tí pasa por el amor a los hermanos y cuánto me ha costado toda la vida.

Cuánto me exiges, qué duro a veces perdonar, olvidar las ofensas, las palabras envidiosas, las mentiras, la malicia de lo otros, pero dándome Tú tan buen ejemplo, quiero acordarme de Ti, ayúdame, que yo no puedo, yo soy pobre de amor e indigente de tu gracia, necesitado siempre de tu amor.

Cómo me cuesta olvidar las ofensas, reaccionar amando ante las envidias, las críticas injustas, ver que te excluyen y Tú... siempre olvidar y perdonar, olvidar y amar, yo solo no puedo, Señor, porque sé muy bien por tu Eucaristía y comunión, que no puede haber jamás entre los miembros de tu cuerpo, separaciones, olvidos, rencores, pero me cuesta reaccionar, como Tú, amando, perdonando, olvidando... “Esto no es comer la cena del Señor...”, por eso estoy aquí, comulgando contigo, porque Tú has dicho: “el que me coma vivirá por mí” y yo quiero vivir como Tú, quiero vivir tu misma vida, tus mismos sentimientos y entrega.

“Acordaos de mí...” El Espíritu Santo, invocado en la epíclesis de la santa Eucaristía, es el que realiza la presencia sacramental de Cristo en el pan consagrado, como una continu­ación de la Encarnación del Verbo en el seno de María. Toda la vida de la Iglesia, todos los sacramentos se realizan por la poten­cia del Espíritu Santo.

Y ese mismo Espíritu, Memoria de la Iglesia, cuando estamos en la presencia del Pan que ha consagrado y sabe que el Padre soñó para morada y amistad con los hombres, como tienda de su presencia, de la santa y una Trinidad, ese mismo Espíritu que es la Vida y Amor de mi Dios Trino y Uno, cuan­do decidieron en consejo trinitario esta presencia tan total y real de la Eucaristía, es el mismo que nos lo recuerda ahora y abre nuestro entendimiento y, sobre todo, nuestro corazón, para que comprendamos las Escrituras y comprendamos a un Dios Padre, que nos soñó y nos creó para una eternidad de gozo con Él, a un Hijo que vino en nuestra búsqueda y nos salvó y no abrió las puertas del cielo, al Espíritu de amor que les une y nos une con Él en su mismo Fuego y Potencia de Amor Personal con que lo ideó y lo llevó y sigue llevando a efecto en un hombre divino, Jesús de Nazaret: “Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio Hijo”.

¡Jesús, qué grande eres, qué tesoros encierras dentro de la Hostia santa, cómo te quiero! Ahora comprendo un poco por qué dijiste, después de realizar el misterio eucarístico: “Acord­aos de mí...”, me acuerdo, me acuerdo de ti, te adoro y te amo aquí presente. ¡Cristo bendito! no sé cómo puede uno correr en la cele­bración de la Eucaristía o aburrirse en la Adoración Eucarísti­ca cuando hay tanto que recordar y pensar y vivir y amar y quemarse y adorar y descubrir y vivir tantas y tantas cosas, tantos y tantos misterios y misterios... galerías y galerías de minas y cavernas de la infinita esencia de Dios, como dice San Juan de la Cruz: “Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el Amado, cesó todo y dejéme dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado”.

7º JUEVES EUCARÍSTICO 

1ª MEDITACIÓN

YO TAMBIÉN, COMO JUAN, QUIERO RECLI­NAR MI CABEZA SOBRE TU CORAZÓN EU­CARÍSTICO…

Quiero aprenderlo todo en la Eucaristía, de la Eucaristía reclinando mi cabeza en el corazón del Amado, de mi Cristo, sintiendo los latidos de su corazón, escuchando directamente de Él palabras de amor, las mismas de entonces y de ahora, que sigue hablándome en cada Eucaristía. En definitiva, ¿no es la Eucaristía también oración y plegaria eucarística? ¿No es la plegaria eucarística lo más importante de la Eucaristía, la que realiza el misterio?

Para comprender un poco todo lo que encierra el “acord­aos de mí” necesitamos una eternidad, y sólo para empezar a comprenderlo, porque el amor de Dios no tiene fín. Por eso, y lo tengo bien estudiado, en la oración sanjuanista, cuanto más elevada es, menos se habla y más se ama, y al final, sólo se ama y se siente uno amado por el mismo Dios infinito y trinitario.

Por eso el alma enamorada dirá: “Ya no guardo ganado ni ya tengo otro oficio, que solo en amar es mi ejercicio...” Se acabaron los signos y los trabajos de ritos y las apariencias del pan porque hemos llegado al corazón de la liturgia que es Cristo, que viene a nosotros, hemos llegado al corazón mismo de lo celebrado y significado, todo lo demás fueron medios para el encuentro de salvación; ¡qué infinita, qué hermosa, qué rica, qué profunda es la liturgia católica, siempre que trascendamos el rito, siempre que se rasgue el velo del templo, el velo de los signos! ¡cuántas cavernas descubrimientos y sorpresas infinitas y continuas nos reserva!

Para mí liturgia y vida y oración todo es lo mismo en el fondo, la liturgia es oración y vida, y la vida y la oración es liturgia. Parece que las ceremonias son normas, ritos, gestos externos de la Eucaristía, pero la verdad es que todo va preñado de presencia, amor y vida de Cristo y de Trinidad. Hasta aquí quiere mi madre la Iglesia que llegue cuando celebro la Eucaristía; por la liturgia sagrada Dios irrumpe en el tiempo para encontrarse con el hombre y llenarlo de su amor y salvación.

Yo quisiera ayudarme de las mediaciones y amar la liturgia, como Teresa de Jesús, porque en el corazón del rito me encuentro con el cordero degollado delante del trono de Dios, pero no quedar atrapado por los signos y las mediaciones o convertirlas en fin y andar de acá para allá con más movimientos. Yo sólo las hago para encontrarme al Amado, su vida y salvación, la gloria de mi Dios, sin quedarme en ellas, sino caminos para llegar a la Trinidad que irrumpe en el tiempo para encontrarse con el hombre. Y cuando por el rito llego al corazón de la liturgia: «Entréme donde no supe y quedéme no sabiendo, toda sciencia trascendiendo.

Yo no supe dónde entraba, pero, cuando allí me vi, sin saber dónde me estaba, grandes cosas entendí; no diré lo que sentí, que me quedé no sabiendo, toda sciencia trascendiendo».

En cada Eucaristía, en cada comunión, en cada sagrario Cristo sigue diciéndonos: “Acordaos de mí...,” de las ilusiones que el Padre puso en mí, soy su Hijo amado, el predilecto, no sabéis lo que me ama y las cosas y palabras que me dice con amor, en canción de Amor Personal y Eterno, me lo ha dicho todo y totalmente lo que es y me ama con una Palabra llena de Amor Personal al darme su paternidad y aceptar yo con el mismo Amor Personal ser su Hijo y el Padre te quiere hijo en mí, en el Hijo con esa misma potencia infinita de amor de Espíritu Santo me comunica y engendra; con qué pasión de Padre te la entrega y con qué pasión de amor de Hijo tú la recibes en Mí, no sabéis todo lo que me dice en canciones y éxtasis de amores eternos, lo que esto significa para mí y para ti que yo quiero comunicároslo y compartirlo como amigo con vosotros; acordaos del Fuego de mi Dios, que ha depositado en mi corazón para vosotros, su mismo Fuego y Gozo y Espíritu. La Eucaristía es el cielo en la tierra, la morada de la Trinidad para los que han llegado a estas alturas, a esta unión de oración mística, unitiva, contemplativa, transformativa.

“Acordaos de mí”, de mi emoción, de mi ternura personal por vosotros, de mi amor vivo, vivo y real y verdadero que ahora siento por vosotros en este pan, por fuera pan, por dentro mi persona amándoos hasta el extremo, en espera silenciosa, humilde, pero quemante por vosotros, deseándoos a todos para el abrazo de amistad, para el beso personal para el que fuisteis creados y el Padre me ha dado para vosotros, tantas y tantas cosas que uno va aprendiendo luego en la Eucaristía y ante el sagrario, porque si el Espíritu Santo es la memoria del Padre y de la Iglesia, el sagrario es la memoria de Jesucristo entero y completo, desde el seno del Padre hasta Pentecostés.

“Acordaos de mí”, digo yo que si esta memoria del Espíritu Santo, este recuerdo, no será la causa de que todos los santos de todos los tiempos y tantas y tantas personas, verdaderamente celebrantes de ahora mismo, hayan celebrado y sigan haciéndolo despacio, recogidos, contemplando, como si ya estuvieran en la eternidad, “recordando” por el Espíritu de Cristo lo que hay dentro del pan y de la Eucaristía y de la Eucaristía y de las acciones litúrgicas tan preñadas como están de recuerdos y realidades presentes y tan hermosas del Señor, viviendo más de lo que hay dentro que de su exterioridad, cosa que nunca debe preocupar a algunos más que el contenido, que es, en definitiva, el fín y la razón de ser de las mismas.

“Acordaos de mí”; recordando a Jesucristo, lo que dijo, lo que hace presente, lo que Él deseó ardientemente, lo que soñó de amistad con nosotros y ahora ya gozoso y consumado y resucitado, puede realizarlo con cada uno de los participantes... el abrazo y el pacto de alianza nueva y eterna de amistad que firma en cada Eucaristía, aunque le haya ofendido y olvidado hasta lo indecible, lo que te sientes amado, querido, perdonado por Él en cada Eucaristía, en cada comunión, digo yo... pregunto si esto no necesita otro ritmo o deba tenerse más en cuenta.... como canta San Juan de la Cruz: «Qué bien se yo la fuente, que mana y corre, aunque es de noche.  (A oscuras de los sentidos, sólo por la fe)

Aquesta eterna fonte está escondida, en este vivo pan por darnos vida,

aunque es de noche. Aquí se está llamando a las criaturas  y de esta agua se hartan, aunque oscuras, porque es de noche. Aquesta viva fuente que deseo, en este pan de vida yo la veo, aunque es de noche»

Quiero terminar esta reflexión invitándoos a todos a diri­gir una mirada llena de amor y agradecimiento a Cristo esperan­do nuestra presencia y amistad en todos los sagrarios de la tierra y por el cual nos vienen todas las gracias de la salvación:

Jesucristo, Eucaristía perfecta de obediencia, adoración y alabanza al Padre y sacerdote único del Altísimo: Tú lo has dado todo por nosotros con amor extremo hasta dar la vida y quedarte siempre en el sagrario; también nosotros queremos darlo todo por Ti y ser siempre tuyos, porque para nosotros Tú lo eres todo, queremos que lo seas todo.

JESUCRISTO EUCARISTÍA, NOSOTROS CREEMOS EN TI.

JESUCRISTO EUCARISTÍA, NOSOTROS CONFIAMOS EN TI

¡TÚ ERES EL HIJO DE DIOS!

2ª MEDITACIÓN

¿POR QUÉ LOS CATÓLICOS ADORAMOS EL PAN EUCARÍSTICO?

       1. PORQUE EN ESE PAN EUCARÍSTICO está el Amor del Padre que me pensó para una Eternidad de felicidad con Él, y, roto este primer proyecto por el pecado de Adán, me envió a su propio Hijo, para recuperarlo y rehacerlo, pero con hechos maravillosos que superan el primer proyecto, como es la institución de la Eucaristía, de su presencia permanente entre los hombres. Por eso, la adoramos y exponemos públicamente al “amor de los amores”: “Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”.

       2. PORQUE EN ESE PAN EUCARÍSTICO está el Amor del Hijo que se hizo carne por mí, para revelarme y realizar este segundo proyecto del Padre, tan maravilloso que la Liturgia Pascual casi blasfema y como si se alegrase de que el primero fuera destruido por el pecado de los hombres: «¡Oh feliz culpa, que nos mereció un tan grande Salvador!» La Eucaristía y la Encarnación de Cristo tienen muchas cosas comunes. La Eucaristía es una encarnación continua de su amor en entrega a los hombres.

       3. PORQUE EN ESE PAN EUCARÍSTICO está el Espíritu de Cristo, que es amor de Espíritu Santo, por cuyo amor, por cuya potencia de amor el pan se convierte en Cristo y Cristo se encarna en un trozo de pan para seguir amando y salvando a los hombres. Es el mismo Cristo con el mismo amor, con los mismos sentimientos, con la misma entrega, amando hasta el extremo, extremo de vida, del fuerzas, extremos de entrega.

       4. PORQUE EN ESE PAN CONSAGRADO ESTÁ el cuerpo, sangre, alma y Divinidad de Cristo, que sufrió y murió por mí y resucitó para que yo tuviera comunión de vida y amor eternos con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ningún de los que creen en Él”; “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo, el que coma de este pan, vivirá para siempre... vivirá por mí...”

       «La Eucaristía es verdadero banquete, en el cual Cristo se ofrece como alimento. Cuando Jesús anuncia por primera vez esta comida, los oyentes se quedaron asombrados y confusos, obligando al Maestro a recalcar la verdad objetiva de sus palabras: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros» (Jn 6,53). No se trata de alimento metafórico: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida»” (Jn 6,55) (Ecclesia de Eucharistia 16)».

       5. PORQUE EN ESE PAN EUCARÍSTICO está Jesucristo vivo, vivo y resucitado, que antes de marcharse al cielo... “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. Y en la noche de la Última Cena, cogió un poco de pan y dijo: “Esto es mi cuerpo, esta es mi sangre que se derrama por vosotros” y como Él es Dios, así se hizo y así permanece por los siglos, como pan que se reparte con amor, como sangre que se derrama en sacrificio para el perdón de nuestros pecados.

        «La eficacia salvífica del sacrificio se realiza cuando se comulga recibiendo el cuerpo y la sangre del Señor. De por sí, el sacrificio eucarístico se orienta a la íntima unión de nosotros, los fieles, con Cristo mediante la comunión: le recibimos a Él mismo, que se ha ofrecido por nosotros; su cuerpo, que Él ha entregado por nosotros en la Cruz; su sangre, «derramada por muchos para perdón de los pecados» (Mt 26,28). Recordemos sus palabras: «Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí». Jesús mismo nos asegura que esta unión, que Él pone en relación con la vida trinitaria, se realiza efectivamente» (Ecclesia de Eucharistia 16).

6. PORQUE EN ESTE PAN EUCARÍSTICO está el precio que yo valgo, el que Cristo ha pagado para rescatarme; ahí está la persona que más me ha querido, que más me ha valorado, que más ha sufrido por mí, el que más ha amado a los hombres, el único que sabe lo que valemos cada uno de nosotros, porque ha pagado el precio por cada uno. Cristo es el único que sabe de verdad lo que vale el hombre, la mayoría de los políticos, de los filósofos, de tanto pseudo-salvadores, científicos y cantamañanas televisivos no valoran al hombre, porque no lo saben ni han pagado nada por él ni se han jugado nada por él; si es mujer, vale lo que valga su físico, y si es hombre, lo que valga su cartilla, su dinero, pero ninguno de esos da la vida por mí. El hombre es más que hombre, más que esta historia y este espacio, el hombre es eternidad. Solo Dios sabe lo que vale el hombre. Porque Dios pensó e hizo al hombre, y porque lo sabe, por eso le ama y entregó a su propio Hijo para rescatarlo. ¡Cuánto valemos! Valemos el Hijo de Dios muerto y resucitado, valemos la Eucaristía.

       7. Porque «… en la santísima Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, pascua y pan vivo que da la vida a los hombres, vivificada y vivificante por el Espíritu Santo» (PO 6).

       «...los otros sacramentos, así como todos los ministerios eclesiásticos y obras de apostolado, están íntimamente unidos a la Sagrada Eucaristía y a ella se ordenan.” “Ninguna Comunidad cristiana se construye si no tiene su raíz y quicio en la celebración de la santísima Eucaristía, por la que debe, consiguientemente, comenzar toda educación en el espíritu de comunidad» (PO 5 y 6).

       Por todo ello y mil razones más, que no caben en libros sino sólo en el corazón de Dios, los católicos verdaderos, los que creen de verdad y viven su fe, adoramos, visitamos y celebramos los misterios de nuestra fe y salvación y nos encontramos con el mismo Cristo Jesús en la Eucaristía.

       Queridos hermanos, en este día del Corpus expresemos nuestra fe y nuestro amor a Jesús Eucaristía por las calles de nuestra ciudad, mientras cantamos: «adoro te devote, latens deitas»: Te adoro devotamente, oculta divinidad, bajo los signos sencillos del pan y del vino, porque quien te contempla con fe, se extasía de amor. ¡Adorado sea el Santísimo Sacramento del Altar!

       8. Porque esta presencia de Cristo como amistad permanentemente ofrecida a todos los hombres se puede gozar ya por la fe y la oración afectiva;  sólo la fe viva y despierta por el amor nos lleva poco a poco a reconocerla y descubrirla y gozar al Señor, al Amado, bajo las especies del pan y del vino: «visus, tactus, gustus in te fallitur, sed auditu solo tuto creditur: no se puede experimentar y vivir con gozo desde los sentidos», es la fe la que descubre su presencia... «y máteme tu rostro y hermosura, mira que la dolencia de amor no se cura, sino con la presencia y la figura».

“¡Es el Señor!”exclamó el apóstol Juan en medio de la penumbra y niebla del lago de Genesaret después de la resurrección, mientras los otros discípulos, menos despiertos en la fe y en el amor, no lo habían descubierto. Si no se descubre su presencia y se experimenta, para lo cual no basta una fe heredada y seca sino que hay que pasar a la fe personal e iluminada por el fuego del amor, el sagrario se convierte en un trasto más de la iglesia y una vida eucarística pobre indica una vida cristiana y un apostolado pobre, incluso nulo. Qué vida tan distinta en un seglar, sobre todo en un sacerdote, qué apostolado tan diferente entre una catequista, una madre, una novia eucarística y otra que no ha encontrado todavía este tesoro y no tiene intimidad con el Señor.

       Conversar y pasar largos ratos con Jesús Eucaristía es vital y esencial para mi vida cristiana, sacerdotal, apostólica, familiar, profesional, para ser buen hijo, buen padre, buena madre cristiana. A los pies del Santísimo, a solas con Él, con la luz de la lamparilla de la fe y del amor encendidos, aprendemos las lecciones de amor y de entrega, de humildad y paciencia que necesitamos para amar y tratar a todos y también poco a poco nos vamos encontrando con el Cristo del Tabor en el que el Padre tiene sus complacencias y nosotros, como Pedro, Santiago y Juan, algún día luminoso de nuestra fe, cuando el Padre quiera, oiremos su voz desde el cielo de nuestra alma habitada por los TRES que nos dice: “Éste es mi Hijo, el amado, escuchadle.”

       ((9.  El SAGRARIO, MORADA DE LA TRINIDAD.

Venerando y amando a Jesucristo Eucaristía, no solo me encuentro con Él, me voy encontrando poco a poco también con todo el misterio de Dios, de la Santísima Trinidad que le envía por el Padre, para cumplir su proyecto de Salvación, por la fuerza y potencia amorosa del Espíritu Santo, que lo forma y consagra, primero como hombre, en el seno de María y luego como pan, en la santa misa, siempre por obra del mismo Espíritu Santo. 

Venerándole, yo doy gloria al Padre, a su proyecto de Salvación en el Hijo, que por amor loco y obediencia total Padre,  le ha llevado a ser hombre y finalmente un trozo de pan para manifestarnos su amor, Amor de Espíritu Santo, hasta el extremo, en el Hijo muy amado, Palabra pronunciada y velada y revelada para mí en el sagrario por el Padre, siempre el Padre Pronuncia su Palabra con amor en el cielo y en la tierra.

Por eso al contemplarle en el Sagrario, yo oigo la Palabra hecha carne pronunciada con Amor de Espíritu Santo por el Padre con el mismo Amor personal del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, que es el Espíritu Santo; y al contemplarle yo ahora y oir esa Palabra, hecha hombre y pan divino en el Sagrario, en momentos de soledad y de Tabor del Sagrario, iluminado yo por esa Palabra pronunciada con Amor y por el Amor del Espíritu Santo por el poder del Padre en el Hijo-hijo amado eternamente, no veo en el Sagrario sino mi Dios Trino y Uno, Todo entero y completo en el Hijo  Amado en quien el Padre ha puesto todas sus complacencias por Amor de Espíritu Santo)).

8º JUEVES EUCARÍSTICO

1ª MEDITACIÓN

LA ESPIRITUALIDAD DE LA PRESENCIA EUCARÍSTICA: VIVENCIAS Y ACTITUDES QUE SUSCITA Y ALIMENTA.

La meta de la presencia real y de la consiguiente adoración es siempre la participación en sus actitudes de obediencia y adoración al Padre, movidos por su Espíritu de Amor; sólo el Amor puede realizar esta conversión y esta adoración-muerte para la vida nueva. Por esto, la oración y la adoración y todo culto eucarístico fuera de la Eucaristía hay que vivirlos como prolongación de la santa Eucaristía y  de este modo nunca son actos distintos y separados sino siempre en conexión con lo que se ha celebrado.

Por la Adoración Eucarística aprendemos y asimilamos los sentimientos de Cristo ofrecidos en la misa

       Pues bien, amigos, esta adoración de Cristo al Padre hasta la muerte es la base de la espiritualidad propia de la Adoración Nocturna que debe transformarnos a nosotros en una adoración perpetua al Padre, como Cristo, adorándole, en obediencia total, con amor extremo, hasta dar la vida y consumar el sacrificio perfectos de toda nuestra vida. Esta es la actitud, con la que tenemos que celebrar y  comulgar y adorar la Eucaristía, por aquí tiene que ir la adoración de la presencia del Señor y asimilación de sus actitudes victimales por la salvación de los hombres, sometiéndonos en todo al Padre, que nos hará pasar por la muerte de nuestro yo, para llevarnos a la resurrección de la vida nueva.

       Y sin muerte no hay pascua, no hay vida nueva, no hay amistad con Cristo. Esto lo podemos observar y comprobar en la vida de todos los santos, más o menos sabios o ignorantes, activos o pasivos, teólogos o gente sencilla, que han seguido al Señor. Y esto es celebrar y vivir la Eucaristía, participar en la Eucaristía, adorar la Eucaristía.

       Todos ellos, como nosotros, tenemos que empezar preguntándonos quién está ahí en el sagrario,  para que una vez creída su presencia inicialmente: “El Señor está ahí y nos llama”, ir luego avanzando en este diálogo, preguntándonos en profundidad: por quién, cómo y por qué está ahí.

       Y todo esto le lleva tiempo al Señor explicárnoslo y realizarlo; primero, porque tenemos que hacer silencio de las demás voces, intereses, egoísmos, pasiones y pecados que hay en nosotros y ocultan su presencia y nos impiden verlo y escucharlo –“los limpios de corazón verán a Dios”- y segundo, porque se tarda tiempo en aprender este lenguaje, que es más existencial que de palabras, es decir, de purificación y adecuación y disponibilidad y de entrega total de vida, para que la Eucaristía vaya entrando por amor y asimilación en nuestra ser y existir, no en puro conocimiento o teología o liturgia ritual sin sentir la irrupción de Dios en el tiempo, en los ritos, en el pan consagrado, en nuestras vidas.

       No olvidemos que la Eucaristía se comprende hasta que no se vive, y se comprende en la medida en que se vive. Quitar el yo personal y los propios ídolos, que nuestro yo ha entronizado en el corazón, es lo que nos exige la adoración del único y verdadero Dios, destronando nuestros ídolos, el yo personal, imitando a un Cristo, que se sometió a la voluntad del Padre, en obediencia y adoración, sacrificando y entregando su vida por cumplirla, aunque desde su humanidad,  le costó y no lo comprendía.

       Desde su presencia eucarística, Cristo, con su testimonio, nos grita: “Amarás al Señor, tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser...”  y realiza su sacrificio, en el que prefiere la obediencia al Padre sobre su propia vida: “Padre  si es posible... pero no se haga mi voluntad sino la tuya...”

        Y éste ha sido más o menos siempre el espíritu de las visitas al Señor, en los años de nuestra infancia y juventud, donde sólo había una Eucaristía por la mañana en latín y el resto del día, las iglesias permanecías abiertas todo el día para la oración y la visita. Siempre había gente a todas horas. ¡Qué maravilla! Niños, jóvenes, mayores, novios, nuestras madres... que no sabían mucho de teología o liturgia, pero lo aprendieron todo de Jesús Eucaristía, a ser íntegras, servidoras, humildes, ilusionadas con que un hijo suyo se consagrara al Señor.

       Ahora las iglesias están cerradas y no sólo por los robos. Aquel pueblo tenía fe, hoy estamos en la oscuridad y en la noche de la fe. Hay que rezar mucho para que pase pronto. Cristo vencerá e iluminará la historia. Su presencia eucarística   no es estática sino dinámica en dos sentidos: que Cristo sigue ofreciéndose y que Cristo nos pide nuestra identificación con su ofrenda.

       La adoración eucarística debe convertirse en  mistagogia, en una catequesis y vivencia permanente del misterio pascual. Aquí radica lo específico de la Adoración Eucarística, sea Nocturna o Diurna, de la Visita al Santísimo o de cualquier otro tipo de oración eucarística, buscada y querida ante el Santísimo, como expresión de amor y unión total con Él.

       La adoración eucarística nos une a los sentimientos litúrgicos y sacramentales de la Eucaristía celebrada por Cristo para renovar su entrega, su sacrificio y su presencia, ofrecida totalmente a Dios y a los hombres, que continuamos visitando y adorando para que el Señor nos ayude a ofrecernos y a adorar al Padre como Él. Es claramente ésta la finalidad por la que la Iglesia, “apelando a sus derechos de esposa” ha decidido conservar el cuerpo de su Señor junto a ella, incluso fuera de la Eucaristía, para prolongar la comunión de vida y amor con Él. Nosotros le buscamos, como María Magdalena la mañana de Pascua, no para embalsamarle, sino para honrarle y agradecerle toda la pascua realizada por nosotros y para nosotros.

       Por esta causa, una vez celebrada la Eucaristía, nosotros seguimos orando con estas actitudes ofrecidas por Cristo en el santo sacrificio. Brevemente voy a exponer aquí algunas rampas de lanzamiento para la oración personal eucarística; lo hago, para poner mojones de este camino de diálogo personal, de oración, de contemplación, de adoración y encuentro personal con Jesucristo presente en la Custodia Santa; es una especie de mistagogia o iniciación a ser adorador de Jesucristo Eucaristía.

SEGUNDA MEDITACIÓN

MI FOLLETO DE LA ADORACIÓN EUCARÍSTICA

INTRODUCCIÓN       

Muy queridos hermanos sacerdotes, adoradores y adoradoras nocturnas, amigas y amigos todos, en Jesucristo Eucaristía: Recibí hace días una llamada telefónica desde Navalmoral, reconocí enseguida a David que me decía: vamos a tener una reunión de los consiliarios de Adoración Nocturna, nos gustaría que nos hablaras de la Eucaristía,

 (((y podía ser, ya que estamos finalizando el año paulino: San Pablo y la Eucaristía, está aquí Galayo, ahora se pone, y Galayo se puso y me dijo lo mismo, pero añadió que al tratarse de Adoradores Nocturnos era mejor que tratase sólo el tema de la Adoración Eucarística, porque no había tiempo para tanto; así que de San Pablo hablaré tres minutos, porque me interesa sólo decir una cosa que hemos de aprender de él y de la que he oído poco o casi nada en este año paulino que termina: que Pablo, todo Pablo, todo lo que fue e hizo, su vida y apostolado y gozo permanente en medio de luchas y noches, se lo debe a su unión total con Cristo por la oración, oración mística transformativa que le dio la experiencia de lo que hacía y decía y le hizo exclamar: “ para mí la vida es Cristo...Ya no soy yo, es Cristo quien vive en mí... no quiero saber más que de mi Cristo y éste crucificado...”. Me gustaría que lo leyerais   en las primeras páginas de mi libro sobre San Pablo, segunda edición.)))

Pues bien, aquí estoy, con sumo gozo. Porque para mí, como para todos vosotros,  es gozo grande  hablar, meditar, animarnos y renovarnos en nuestra fe y amor eucarísticos, especialmente en esas horas nocturnas o diurnas de adoración, alabanza y amistad con Jesucristo Eucaristía.

El hecho de estar con el Señor Sacramentado, de buscarle y hablarle durante tantas noches y años y años, sólo ya con vuestra constancia, vosotros, adoradores y adoradoras nocturnas, le estáis diciendo: Jesucristo, Eucaristía divina, cuánto te deseamos, cómo te buscamos, con qué hambre de ti caminamos por la vida, qué nostalgia de mi Dios todo el día y noche: Jesucristo Eucaristía, nosotros queremos verte, para tener la luz del camino, la verdad y la vida; nosotros queremos comulgarte para tener tu misma vida, tus mismos sentimientos, tu mismo amor; queremos que todos te conozcan y te amen,  y en tu entrega eucarística, queremos hacernos contigo sacerdote y víctima agradable al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida. Queremos entrar así en el misterio de nuestro Dios Trino y Uno por la potencia de amor del Espíritu Santo.

Trataremos, en primer lugar, de explicar un poco qué es la Adoración Eucarística, qué verdades o contenidos teológicos encierra: Teología de la Adoración Eucarística; luego en la segunda parte, veremos cómo propagarla: Pastoral de la Adoración Eucarística; para terminar, en la tercera parte, explicando cómo practicarla y vivirla,  que es la mejor forma de propagarla y el mejor apostolado para llegar las almas a Cristo: Espiritualidad de la Adoración Eucarística.

Pero antes de nada, antes de pasar a la primera parte, dos palabras del Catecismo de la Iglesia Católica sobre lo que es adoración:

2096 La adoración es el primer acto de la virtud de la religión. Adorar a Dios es reconocerle como Dios, como Creador y Salvador, Señor y Dueño de todo lo que existe, como Amor infinito y misericordioso. “Adorarás al Señor tu Dios y sólo a él darás culto” (Lc 4, 8), dice Jesús citando el Deuteronomio (6, 13).

2097 Adorar a Dios es reconocer, con respeto y sumisión absolutos, la “nada de la criatura”, que sólo existe por Dios. Adorar a Dios es alabarlo, exaltarle y humillarse a sí mismo, como hace María en el Magníficat, confesando con gratitud que El ha hecho grandes cosas y que su nombre es santo (cf Lc 1, 46-49). La adoración del Dios único libera al hombre del repliegue sobre sí mismo, de la esclavitud del pecado y de la idolatría del mundo.

LA ESPIRITUALIDAD DE LA PRESENCIA EUCARÍSTICA: VIVENCIAS Y ACTITUDES QUE SUSCITA Y ALIMENTA.

La meta de la presencia real y de la consiguiente adoración es siempre la participación en sus actitudes de obediencia y adoración al Padre, movidos por su Espíritu de Amor; sólo el Amor puede realizar esta conversión y esta adoración-muerte para la vida nueva. Por esto, la oración y la adoración y todo culto eucarístico fuera de la Eucaristía hay que vivirlos como prolongación de la santa Eucaristía y  de este modo nunca son actos distintos y separados sino siempre en conexión con lo que se ha celebrado.

3. 1. Por la Adoración Eucarística aprendemos y asimilamos los sentimientos de Cristo ofrecidos en la misa

       Pues bien, amigos, esta adoración de Cristo al Padre hasta la muerte es la base de la espiritualidad propia de la Adoración Nocturna que debe transformarnos a nosotros en una adoración perpetua al Padre, como Cristo, adorándole, en obediencia total, con amor extremo, hasta dar la vida y consumar el sacrificio perfectos de toda nuestra vida. Esta es la actitud, con la que tenemos que celebrar y  comulgar y adorar la Eucaristía, por aquí tiene que ir la adoración de la presencia del Señor y asimilación de sus actitudes victimales por la salvación de los hombres, sometiéndonos en todo al Padre, que nos hará pasar por la muerte de nuestro yo, para llevarnos a la resurrección de la vida nueva.

       Y sin muerte no hay pascua, no hay vida nueva, no hay amistad con Cristo. Esto lo podemos observar y comprobar en la vida de todos los santos, más o menos sabios o ignorantes, activos o pasivos, teólogos o gente sencilla, que han seguido al Señor. Y esto es celebrar y vivir la Eucaristía, participar en la Eucaristía, adorar la Eucaristía.

       Todos ellos, como nosotros, tenemos que empezar preguntándonos quién está ahí en el sagrario,  para que una vez creída su presencia inicialmente: “El Señor está ahí y nos llama”, ir luego avanzando en este diálogo, preguntándonos en profundidad: por quién, cómo y por qué está ahí.

       Y todo esto le lleva tiempo al Señor explicárnoslo y realizarlo; primero, porque tenemos que hacer silencio de las demás voces, intereses, egoísmos, pasiones y pecados que hay en nosotros y ocultan su presencia y nos impiden verlo y escucharlo –“los limpios de corazón verán a Dios”- y segundo, porque se tarda tiempo en aprender este lenguaje, que es más existencial que de palabras, es decir, de purificación y adecuación y disponibilidad y de entrega total de vida, para que la Eucaristía vaya entrando por amor y asimilación en nuestra ser y existir, no en puro conocimiento o teología o liturgia ritual sin sentir la irrupción de Dios en el tiempo, en los ritos, en el pan consagrado, en nuestras vidas.

       No olvidemos que la Eucaristía se comprende hasta que no se vive, y se comprende en la medida en que se vive. Quitar el yo personal y los propios ídolos, que nuestro yo ha entronizado en el corazón, es lo que nos exige la adoración del único y verdadero Dios, destronando nuestros ídolos, el yo personal, imitando a un Cristo, que se sometió a la voluntad del Padre, en obediencia y adoración, sacrificando y entregando su vida por cumplirla, aunque desde su humanidad,  le costó y no lo comprendía.

       Desde su presencia eucarística, Cristo, con su testimonio, nos grita: “Amarás al Señor, tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser...”  y realiza su sacrificio, en el que prefiere la obediencia al Padre sobre su propia vida: “Padre  si es posible... pero no se haga mi voluntad sino la tuya...”

        Y éste ha sido más o menos siempre el espíritu de las visitas al Señor, en los años de nuestra infancia y juventud, donde sólo había una Eucaristía por la mañana en latín y el resto del día, las iglesias permanecías abiertas todo el día para la oración y la visita. Siempre había gente a todas horas. ¡Qué maravilla! Niños, jóvenes, mayores, novios, nuestras madres... que no sabían mucho de teología o liturgia, pero lo aprendieron todo de Jesús Eucaristía, a ser íntegras, servidoras, humildes, ilusionadas con que un hijo suyo se consagrara al Señor.

       Ahora las iglesias están cerradas y no sólo por los robos. Aquel pueblo tenía fe, hoy estamos en la oscuridad y en la noche de la fe. Hay que rezar mucho para que pase pronto. Cristo vencerá e iluminará la historia. Su presencia eucarística   no es estática sino dinámica en dos sentidos: que Cristo sigue ofreciéndose y que Cristo nos pide nuestra identificación con su ofrenda.

       La adoración eucarística debe convertirse en  mistagogia, en una catequesis y vivencia permanente del misterio pascual. Aquí radica lo específico de la Adoración Eucarística, sea Nocturna o Diurna, de la Visita al Santísimo o de cualquier otro tipo de oración eucarística, buscada y querida ante el Santísimo, como expresión de amor y unión total con Él.

       La adoración eucarística nos une a los sentimientos litúrgicos y sacramentales de la Eucaristía celebrada por Cristo para renovar su entrega, su sacrificio y su presencia, ofrecida totalmente a Dios y a los hombres, que continuamos visitando y adorando para que el Señor nos ayude a ofrecernos y a adorar al Padre como Él. Es claramente ésta la finalidad por la que la Iglesia, “apelando a sus derechos de esposa” ha decidido conservar el cuerpo de su Señor junto a ella, incluso fuera de la Eucaristía, para prolongar la comunión de vida y amor con Él.

Nosotros le buscamos, como María Magdalena la mañana de Pascua, no para embalsamarle, sino para honrarle y agradecerle toda la pascua realizada por nosotros y para nosotros.

       Por esta causa, una vez celebrada la Eucaristía, nosotros seguimos orando con estas actitudes ofrecidas por Cristo en el santo sacrificio. Brevemente voy a exponer aquí algunas rampas de lanzamiento para la oración personal eucarística; lo hago, para poner mojones de este camino de diálogo personal, de oración, de contemplación, de adoración y encuentro personal con Jesucristo presente en la Custodia Santa; es una especie de mistagogia o iniciación a ser adorador de Jesucristo Eucaristía

9º JUEVES EUCARÍSTICO

1ª MEDITACIÓN

PRIMERA PARTE

TEOLOGÍA BÍBLICA DE LA ADORACIÓN EUCARÍSTICA

Para tratar de la Adoración Eucarística, primero hay que tratar de la Eucaristía, como misa, que le hace presente «porque ninguna comunidad se construye si no tiene como raíz y quicio la celebración de la Santísima Eucaristía... porque la Santísima Eucaristía es centro y culmen de toda la vida de la Iglesia...»Vaticano II. Nosotros adoramos al Pan consagrado y adoramos y pasamos ratos de amistad con el Cristo vivo, vivo y resucitado de nuestros Sagrarios porque previamente Él ha celebrado la Pascua con nosotros por mediación del ministro sacerdotal que hace presente a Cristo presencializando todo su misterio de Salvación; y una vez terminada la celebración de la Eucaristía, el sacerdote lleva al Sagrario a este Cristo en este estado de Sacerdote y Víctima de oblación por nosotros para que puedan comulgarlo y participar de sus sentimientos nuestros enfermos y para que todos los creyente podamos hablar y estar con El, siempre que queramos y lo necesitemos; se queda en el sagrario con nosotros hasta el final de los tiempos y de sus fuerzas y de su amor, dándolo todo en amistad permanentemente ofrecida a todos los hombres.

Por eso, en esta reflexión eucarística no vamos a empezar adorándolo primero y luego celebrando la Eucaristía, como hacíamos en la Adoración Nocturna de nuestros primeros años de Seminario,  sino que para comprender todo el misterio de la  Adoración Eucarística, para saber quien es el Cristo que adoramos, por qué se quedó en el pan consagrado y qué vida, sentimientos y amores conserva en esa presencia de amor, vamos a hablar en primer lugar muy brevemente de la Eucaristía como misa, como Pascua, como Alianza, para comprender y adorar con más plenitud a Cristo Eucaristía como presencia permanente de este amor extremo, de esta Pascua celebrada permanentemente y de su pacto de Alianza nueva y eterna realizada y realizándose en el pan entregado y en la sangre derramada por nosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados.

1.1. PASCUA JUDIA. Para comprender el misterio eucarístico y todo lo que encierra de Pascua y Alianza, como de maná y agua viva brotando de la roca en la travesía del desierto,  tenemos que empezar mirando el Antiguo Testamento.  Sobre esto hablaba largamente yo en un artículo publicado el año 2000 sobre la Eucaristía, del Instituto Teológico del Seminario. Ahora solo quiero telegráficamente hacer unas

afirmaciones breves, imprescindibles para comprender un poco este misterio, sin detenerme en explicarlo, porque todos vosotros lo sabéis, igual que yo, y lo único que pretendo es recordar con vosotros que:

-- Si queremos explicar la Eucaristía con la Biblia, hemos de comenzar por la comprensión de la pascua hebrea en la cual encuentra su raíz, contexto y profecía. Ya lo dijo Galbiati (L'Eucaristia nella Biblia,Milano 1969) afirmando que uno de los motivos de las dificultades y superficial entendimiento de este misterio radica en el desconocimiento del AT. Y esto lo decimos conscientes al mismo tiempo de que la Eucaristía sobrepasa de modo radical e insospechado las perspectivas mismas del Antiguo Testamento, ya que muchas de sus profecías y figuras no encuentran plenitud de sentido sino en ella misma.

-- Recordemos, pues el A.T. Vayamos al Éxodo: La pascua hebrea, como acontecimiento histórico, comprende la noche de la cena del cordero y la salida de la esclavitud de Egipto, el paso por el Mar Rojo, la Alianza en la falda del Monte Sinaí, el banquete sacrificial, la sangre derramada del sacrificio...la travesía del desierto, el agua viva brotando de la roca, el maná...

-- Desde el N.T descubrimos el sentido del sacrificio del cordero, que es Cristo; cordero  sin defectos... con cuya sangre ungían las puertas para liberarse del ángel exterminador; en esa sangre hemos sido nosotros redimidos en la Pascua cristiana; luego viene la travesía del mar Rojo y del desierto, travesía por Cristo de la esclavitud del pecado a la tierra prometida de la amistad con Dios, la nueva Alianza y pacto de amor, el desierto de la fe, el agua y el maná para atravesar ese desierto: “Yo soy el agua viva, vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron, yo soy el pan de vida...”. El éxodo es el evangelio del AT., la buena noticia de un Dios que ha salvado a su pueblo y lo seguirá salvando en el futuro. Fijaos si hay aquí materia para meditar, para contemplar, para adorar, para predicar...

-- La Pascua hebrea, como acontecimiento histórico, era celebraba como memorial, todos los años, por los judíos como signo de identidad y pertenencia al pueblo de Dios y así era explicado por el anciano ante la pregunta del más pequeño de los comensales y así lo hizo el Señor, el Jueves Santo, como memorial de la Nueva Alianza y la Nueva Pascua.

-- Esta intervención salvífica de Dios, que, como sabemos constituye el primer credo de Israel (Dt 26,5-9), va ligada en el relato a la celebración de un sacrificio-banquete: "Este será un memorial entre vosotros y lo celebraréis como fiesta en honor de Yahvé de generación en generación". Este ritual está descrito dos veces en el libro del Éxodo: en Ex 12,1-14 como orden dada por Dios a Moisés y en 12,21-27 como orden transmitida por Moisés.

-- Los Padres de la Iglesia se preguntaban qué sangre tan preciosa veía el Padre Dios en los dinteles de las puertas de los judíos para mandar a su ángel no castigarlos. Y respondían: Veía la sangre de Cristo, veía la Eucaristía (Melitón de Sardes, Homilía de Pascua, siglo II).

1.2. LA EUCARISTÍA COMO MEMORIAL: Toda la liturgia, especialmente la Eucarística, no es un mero recuerdo de la Última Cena, sino que es memorial, que hace presente en sacramento--misterio toda la vida de Cristo, a Cristo entero y completo, especialmente su pasión, muerte y resurrección, “de una vez para siempre”, como nos dice San Pablo en la carta a los Hebreos,   superando los límites de espacio y tiempo, porque el hecho ya está eternizado, es siempre el mismo, en presente eterno y total y permanente en la presencia del cordero degollado ante el trono del Padre.

       Es como si en cada misa, Cristo, El Señor, especialmente en la consagración del pan y del vino, cortara con unas tijeras divinas, no solo el hecho evocado sino toda su vida hecha ofrenda agradable y satisfactoria al Padre. Es que cada vez que un sacerdote pronuncia las palabras de la consagración, mejor dicho, hace de ministro sacerdotal porque el único sacerdote es Cristo haciendo presente toda su vida que fue ofrenda al Padre por la salvación de los hombre desde su Encarnación hasta Ascensión al Cielo, haciéndola así contemporánea a los testigos presentes, los adoradores o fieles,  es Cristo quien por el ministerio sacerdotal de los presbíteros consagra y presencializa toda su vida, palabra, pasión y muerte y resurrección, dando así la oportunidad a los hombres de todos los tiempos de ser testigos y beneficiarios del su misterio salvador, de su persona, de su amor, de su intimidad, de rozarlo y tocarlo...

 Así que muchas veces le digo a nuestro Cristo cuando consagra su pan de vida: Cristo bendito, este pan tiene aroma de Pascua, olor y sabor del pan de tus manos en el Jueves santo, ya eternizado y hecho memorial, siento tus manos temblorosas, tu emoción y sentimientos que estás haciendo presentes, que me estrechan para decirme: tus pecados están perdonados, y los de mi pueblo y estrechamos la mano y la siento, haciendo un pacto eterno de perdón y alianza eterna de amistad como Moisés en el Monte Sinaí, como en los tratos de nuestra gente, de nuestros padres en tiempos pasados.

Siento vivo, como si se acabara de dármelo, su abrazo, el reclinar de Juan sobre su pecho, amigo adorado, con aroma y perfume de Pascua. Oigo a Cristo que nos dice al consagrar: os amo, doy mi vida por vosotros... y vuelvo a escuchar la despedida y oración sacerdotal completa de la Última Cena.

Queridos amigos,  la irreversibilidad de las cosas temporales queda superada por el poder de Dios, que es en sí eternidad encarnada en el tiempo. La misa no es mero recuerdo, es memorial que hace presente todo el misterio. Aquel que es para siempre la Palabra, la biblioteca inagotable del Padre y de la Iglesia, su archivo inviolable  condensó toda su vida en los signos y palabras de la Eucaristía: es su suma teológica. Para leer este libro eucarístico que es único, no basta la razón, hace falta el amor que haga comunión de sentimientos con el que dijo: "acordaos de mí," de mi emoción por todos vosotros, de mis deseos de entrega, de mis ansias de salvación, de mis manos temblorosas...

Sin esta comunión personal de sentimientos con Cristo, el libro eucarístico llega muy empobrecido al lector. No hay liturgia verdadera, irrupción de Dios en el tiempo para tocar, salvar y transformar al hombre. Este libro hay que comerlo para comprenderlo, como Ezequiel:"Hijo de hombre, come lo que se te ofrece; come este rollo y ve luego a hablar a la casa de Israel. Yo abrí mi boca y él me hizo comer el rollo y me dijo: "Hijo de hombre aliméntate y sáciate de este rollo que yo te doy." Lo comí y fue en mi boca dulce como miel" (Ez.3, 1-3).

Los que tienen esta experiencia, los que no sólo creen sino que viven y sienten lo que creen y celebran en este misterio, los testigos, los sarmientos totalmente unidos a la vid, que debemos ser todos, los místicos, san Juan de la Cruz nos dirá que para conocer a Dios y sus misterios el mejor camino es la oración, y la oración es amor más que razón y teología, porque ésta no puede abarcarle, pero por  el amor me uno al objeto amado y me pongo en contacto con él y me fundo en una sola realidad en llamas con el. Esto es la liturgia, o tenía que ser, no correr de acá para allá, pura exterioridad sin entrar en el corazón de los signos y encontrarse con Cristo resucitado y glorioso que ha irrumpido en el tiempo para estar con nosotros, para celebrar con nosotros sus misterios, para salvarnos y ser nuestro camino, verdad   y vida de amigo.

Todo esto los místicos lo experimentan por el amor, pero todos hemos sido llamados a la mística, a la santidad, a la unión vital de los sarmientos con Cristo vid de vida, a sentir este amor, todos estamos llamados a la experiencia de la Eucaristía, a vivir lo que celebramos, eso es ser sanctus, unión total del sarmiento con la vid hasta sentir cómo la savia corre a través de nosotros a los racimos de nuestras parroquias. Para eso se quedó Cristo en el pan: “Vosotros sois mis amigos”, a vosotros no os llamo siervos, porque un siervo no sabe lo que hace su Señor, a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que me ha dado mi Padre, os lo he dado a conocer”.

       A Cristo, como a los sacramentos o el evangelio, no se les  comprenden hasta que no se viven. Este será siempre el trabajo de la Iglesia y de cada creyente, que se convierte en problema para todo seguidor y discípulo de Cristo, sea cura, fraile o monja o bautizado, al necesitar permanentemente la conversión, la transformación de su vida en Cristo, en el Cristo que contemplamos y adoramos y comulgamos, y esto supone siempre cruz, sufrimiento de una vida que quiere ser suya, humillaciones soportadas en amor, segundos puestos, envidias perdonadas y reaccionar siempre ante las críticas o incomprensiones perdonando, amando por Cristo que va morando y viviendo cada día más su misma vida en nosotros.

       A mí me gustaría que se hablase más de estas realidades esenciales de nuestra fe en Cristo en nuestras reuniones, charlas, predicaciones, formación permanente. Aunque resulte duro y antipático escucharlas porque resulta mucho más vivirlas. Y al vivir más estos sentimientos de Cristo en mí, voy teniendo cada día más vivencia y experiencia de su persona y amor como realidad y no solo como idea o teología. Y me convierto en explorador de la tierra prometida, y voy subiendo con esfuerzo por el monte Tabor hasta verle transfigurado y poder decir con total verdad y convencimiento y vivencia: qué bien se está aquí adorando, contemplando a mi Cristo, Verbo de Dios y Hermosura del Padre y Amigo y Redentor de los hombres.

2ª MEDITACIÓN

1.3. El mejor camino para encontrar a Cristo Eucaristía es la oración, hablar con Él: «Que no es otra cosa oración... tratando muchas veces a solas...»

Hasta aquí hay que llegar desde la fe heredada para hacerla personal; ya no creo por lo que otros me han dicho y enseñado, aunque sean mis padres, los catequistas, lo teólogos, sino por lo que yo he visto y palpado; hasta aquí hay que llegar desde un conocimiento puramente teórico, como el de todos, que no es vivo y directo y personal; por eso los primeros pasos de la oración, la oración meditativa, reflexiva, coger el evangelio y meditarlo, es costoso, me distraigo hasta que empieza escuchar directamente al Señor en oración afectiva, donde sin pensar mucho directamente hablo con Él, mejor, El empieza a decirme lo que tengo que corregir para ser seguidor suyo y ya hay encuentro personal, trato de amistad con el que me ama, para luego avanzando en la oración afectiva, durante años y según la generosidad de las almas, llego a la contemplativa, que muchos no llegamos, en la que ya no necesito libros para amarle y hablarle, es más, me aburren. Ya los abandono para toda mi vida como medio para encontrarme con Él. Vamos este es el camino que he visto en algunos feligreses míos. Me gustaría que fueran más.

       Por eso, si Cristo me aburre, si no he llegado a la oración afectiva, al diálogo y encuentro personal de hablarle de tú a tu, en lugar de Oh Señor, Oh Dios, si no he pasado de la oración heredada, de lo que me han dicho de Él a la oración personal, a lo que yo voy descubriendo y amando...si el sagrario no me dice nada o poco, cómo voy a entusiasmar a mi gente con Él, cómo voy a enseñar el camino del encuentro, cómo voy a enseñar a descubrirlo y adorarlo, si a mi personalmente  me aburre y no me ven pasar ratos junto a Él, cómo puedo conducirlos hasta Él, cómo decir que ahí está Dios, el Señor y Creador y Salvador del mundo, el principio y fin de todo cuanto existe y paso junto a Él como si el Sagrario estuviera vacío,  y después de la misa, o antes, hablo y me porto en la Iglesia como si Él no estuviera allí.

       El Cristo del Evangelio, que vino en nuestra búsqueda, está tan deseoso de nuestra amistad y a veces tan abandonado en algunos sagrarios, tan deseoso de encuentro de amistad, que se entrega por nada: por un simple gesto, por una mirada de amor. Y así empieza una amistad que no terminará ya  nunca, es eterna. Cómo me gustaría que se hablase más de este camino, de la oración propiamente eucarística, mira que los últimos papas y documentos hablan con entusiasmo hasta la saciedad de este dirigir las almas a Dios por la oración-conversión eucarística.

       Muchas acciones, y más acciones y dinámicas en nuestros apostolados, pero no todas las acciones son apostolado si no las hacemos con el Espíritu de Cristo. Muchas acciones a veces, pero pocas llegan hasta Cristo, hasta su persona, se quedan en zonas intermedias. Hablamos mucho de verdades y poco de personas divinas, término de todo apostolado. Sin embargo, en la adoración eucarística están juntos el camino y el término de toda nuestra actividad apostólica: adoración y Eucaristía; llevar las almas a Dios era la definición antes del sacerdocio y apostolado sacerdotal.

       Y orar es hablar con Cristo. Por eso, S. Teresa, S. Juan de la Cruz, madre Teresa de Calcuta, cualquiera que hace oración sabe que todo el negocio está no en pensar mucho sino en amar mucho. La oración es cuestión de amar, de querer amar más a Dios. Este camino hasta la experiencia de lo que creemos o celebramos  es la mística. Conocer y amar a Cristo, no por contemplación de ideas o teologías sino por vivencia, por sentirme realmente habitado por Él: “Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a Él y viviremos en Él”.  Y entonces se van acabando las dudas, y las noches, hasta desear sufrir por Cristo como Pablo: “Estoy crucificado, vivo yo, pero no soy yo es Cristo quien vive en mí”; esta es la única razón de la adoración, de la comunión y de la misa;  esta será siempre la razón de ser de la Iglesia, de los sacramentos, de nuestro ser y existir como bautizados o sacerdotes, sobre todo como adoradores eucarísticos, llegar a ser testigo de lo que creemos, de lo que celebramos, lo he repetido muchas veces. Nos lo están repitiendo continuamente los Papas y la mayor parte de los documentos de la Iglesia: qué cantidad de ellos insistiendo continuamente en la Adoración Eucarística.

       Cómo puedo yo, Gonzalo, aunque sea sacerdote,  cómo yo adorador o adoradora nocturna, cómo voy entusiasmar a mi gente con Cristo Eucaristía si a mí personalmente me aburre y no me ven junto a El todos los días. La gente dirá: Si eso

fuera verdad, se comería el Sagrario. Tengo que tener cuidado en no convertirme en un profesional de la Eucaristía, que la predico o trato como si fuera una cosa o un sistema filosófico de verdades, puramente teórico, pero no Cristo en persona, a quien hablo, trato y me tiene enamorado y seducido porque lo siento y lo vivo. 

1.4. Orar, amar y convertirse dicen lo mismo y se conjugan igual.

Para eso, sólo conozco un camino, un único camino, y estoy tan convencido de ello, que algunas veces le digo al Señor, quítame la gracia, humíllame, quítame hasta la fe, pero jamás me quites la oración-conversión, el encuentro diario contigo en el amor, porque aunque esté en el éxtasis, si dejo la oración-conversión, terminaré en el llano de la mediocridad y caeré en el cumplo y miento, en lo puramente profesional y me faltará el entusiasmo y el convencimiento de mi Cristo vivo y resucitado.

       Pero aunque esté en pecado o con fe muerta, si hago oración-conversión, dejaré el pecado, la mediocridad y por la oración, sobre todo eucarística, llegaré a sentirlo vivo y presente en mi corazón. Realmente  todo se debo a la oración, a mi encuentro diario con Cristo Eucaristía, en gracia o en pecado, en noches de fe o en resplandores de Tabor.

Y este camino de la oración, como he dicho, tiene tres nombres, que se conjugan igual, y da lo mismo el orden en que se pongan: amar, orar y convertirse; quiero amar, quiero orar y convertirme; me canso de orar, me he cansado de amar y convertirme; quiero convertirme, quiero amar y estar con el Señor. Y así es cómo ve voy vaciando de mí y llenando de Él, de su vida y sentimientos y amor a los demás y siento así su gozo y perfume y aliento y abrazo y perdón hasta decirle  estáte, Señor, conmigo, siempre sin jamás partirte y cuando decidas irte, llévame, Señor, contigo, porque el pensar que te irás me causa un terrible miedo... y si lo siento muy vivo... puedo hasta decirle: que muero porque no muero. No lo considero nada extraordinario. Esto es para todos, todos hemos sido llamados a esta unión de amistad, a la santidad, a la unión vital y total con Cristo. Pero vamos a ver, hermanos, ¿Cristo está vivo no está, está en el pan consagrado o no está...? En mi parroquia tengo almas contemplativas y místicas, que han llegado a estas vivencias. Pero siempre por la conversión de su vida en la de Cristo.  

Amar, orar y convertirse es el único camino. Preguntárselo a los santos de todos los tiempos. Y nos hay excepciones. Luego se dedicarían a los pobres o a los ricos, a la vida activa o contemplativa, serán obispos o simples bautizado, pero el camino único para todos será la oración-conversión, la oración-vida: que no es otra cosa... ¡Cuánto me gustaría que se hablase más de todo esto! “El que quiera ser discípulo mío, niéguese a sí mismo... no podéis servir a dos señores... convertíos y creed el evangelio”. La conversión es imprescindible para entrar en el reino de Dios, en la amistad con la Trinidad. La no conversión, el cansarnos de poner la cruz en nuestros sentidos, mente, corazón, porque cuesta, el terminar abandonando la conversión permanente que debe durar toda la vida porque tenemos el pecado original metido en nosotros es la causa de la falta de santidad en nuestras vidas, y lógicamente, de la falta de experiencia de lo que creemos y celebramos, porque nuestro yo le impide a Cristo entrar dentro de nosotros. Por eso nos estancamos en la vida de unión con Dios y abandonamos la oración verdadera, que lleva a vivir en Cristo; y así la oración tanto personal como litúrgica no es encuentro con Cristo sino con nosotros mismos, puro subjetivismo, donde nos encontramos solos y por eso no nos dice nada y nos aburrimos.

10º JUEVES EUCARÍSTICO 

1ª MEDITACIÓN

LA EUCARISTÍA, LA MEJOR ESCUELA DE ORACIÓN

       Todos sabemos, por clásica, la definición de santa Teresa sobre oración: «No es otra cosa oración mental, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (V 8,5) Parece como si la santa hubiera hecho esta descripción mirando al sagrario porque allí es donde está más presente el que nos ama: Jesucristo vivo, vivo y resucitado.

Tratando muchas veces a solas de amistad con Jesucristo Eucaristía, casi sin darnos cuenta nosotros, «el que nos ama» nos invita a seguirle y vivir su misma vida eucarística, silenciosa, humilde, entregada a todos por amor extremo, dándose pero sin imponerse... Y es así como la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de santidad, de unión y vivencia de los sentimientos y actitudes de Cristo. Esto me parece que es la santidad cristiana. De esta forma, la escuela de amistad pasa a ser escuela de santidad.

Finalmente y como consecuencia lógica, esta vivencia de Cristo eucaristía, transplantada a nosotros por la unión de amor y la experiencia, se convierte o nos transforma en llamas de amor viva y apostólica: la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de apostolado. Por eso este es el título que puse a uno de mis libros: LA EUCARJSTÍA LA MEJOR ESCUELA DE ORACIÓN SANTIDAD Y APOSTOLADO.

       La Eucaristía es la mejor escuela de oración porque Jesucristo Eucaristía es el mejor maestro y la Eucaristía como misa, como comunión y como presencia de amistad permanentemente ofrecida es el mejor libro. Y esto lo confirma la experiencia de la Iglesia: quien visita esta biblioteca de amor extremo, quien abre y lee con frecuencia este libro y dialoga con este maestro aprende pronto a amar; esto es, a orar con Él y como Él.

       Para amar y sentir así a Cristo vivo y resucitado, el único camino es la oración y toda oración, para ser verdadera, lleva consigo la conversión Y en esto consiste para mí la mayor dificultad en tener oración; lo demás, que si técnicas, posturas, respiraciones, incluso la misma meditación, todo ha de ser para más amar, es decir; para más convertirse a Cristo y en Cristo. La oración permanente exige conversión permanente. En la escuela de la oración eucarística hay tres verbos que se conjugan igual: orar, amar, y convertirse y el orden tampoco altera el producto. Saber Conjugar estos tres verbos es el fundamento de toda oración y la razón fundamental de que unos avancen y otros permanezcan toda la vida igual, que es lo mismo que retroceder; sin experiencia de Cristo vivo y resucitado. Si yo oro ante Jesucristo Eucaristía, el Señor me habla de su amor precisamente con su misma presencia humilde, entregada, sacrificada deseada ardientemente por Él junto a nosotros, que yo tengo que Vivir y asimilar con actitudes de perdón, de humildad, de amor generoso, y gratuito.

       La oración eucarística, desde el primer paso, desde el primer día, aunque uno no sea Consciente de ello al principio, es querer amar; querer convertirse a Dios sobre todas las cosas. Si yo oro, yo amo y me convierto; si dejo de convertirme, dejo de amar y dejo de orar, porque estoy lleno de mí mismo, del amor propio, que impide a Cristo y a su evangelio entrar dentro de mí; mi corazón está tan lleno y ocupado del ídolo del «yo» que he puesto en el centro de mi vida y a quien doy culto idolátrico desde la mañana a la noche, que me Impide adorar a Dios sobre todas las cosas; por eso no escucho al Señor que en este sacramento me habla de obediencia y entrega total como la suya al Padre y, al no querer escucharle, poco a poco abandono la presencia eucarística; si no quiero escuchar sus exigencias de amor me alejo de Él porque me echa en Cara mis defectos y sin diálogo con Él no hay oración, no hay vivencia, no hay gozo y amistad vivida.

Por el contrario, si yo quiero amar, yo quiero orar y empiezo a convertirme, a vaciarme de mí mismo para que vaya entrando Dios; son las nadas de san Juan de la Cruz. Para llegar y llenarme del Todo, tengo que quedarme en nada de mí mismo. Y es que nos amamos mucho; nos tenemos un cariño y una ternura inmensa, y desde la mañana a la noche sólo pensamos y trabajamos para nosotros mismos, aún en las cosas de Dios. Por eso el único que puede enseñarme a orar y a convertirme es el Señor en esos ratos de diálogo silencioso con Él. Esta es la razón por la que afirmo que la oración es indispensable para la vivencia de Cristo, aún en la misa y la comunión, porque si éstas no van envueltas en diálogo y amor, no hay encuentro personal con Cristo Eucaristía, es decir, que como a Cristo, pero no comulgo con Cristo, con sus sentimientos y actitudes, con su amor y entrega total a Dios y a los hombres.

La Eucaristía es el sacramento más importante de unión con Cristo, es «centro y cúlmen de toda la vida de la Iglesia» y la presencia eucarística es prolongación del amor y ofrenda de Cristo al Padre, en obediencia total, con amor extremo, hasta dar la vida en adoración al Padre y amando a los hombres, sus hermanos. Y esto es lo que quiere El enseñarnos desde su presencia eucarística y este es el sentido de su presencia en todos los sagrarios de la tierra, donde sigue en salvación y amistad permanente ofrecidas, sin cansarse por nuestros abandonos, falta de amor y entrega, ofreciéndose pero sin imponerse con amor extremo.

2ª MEDITACIÓN

La misa y la comunión y la presencia deben ser celebrados y vividos en oración, en diálogo personal con El, porque de otra forma no hay unión personal y podemos salir de la Iglesia sin haberle ni siquiera saludado. Esta forma de celebrar y comulgar produce rutina y cansancio, tanto en los de abajo como en los de arriba.

       Sin embargo, cuando yo me pongo delante de Cristo Eucaristía, en ratos de sagrario, a pecho descubierto, de tú a tú con Él, no hay escapatoria posible: Gonzalo, me dice, muy bien por aquella acción pero no estoy de acuerdo con tu orgullo o esa crítica, cuidado con tus afectos... y entonces o me esfuerzo y empiezo a convertirme, a matar mi yo en sus múltiples manifestaciones, o no me convierto, y entonces poco a poco dejaré de orar, es decir, de amar y estar en su presencia, porque me señala con el dedo y me hecha en cara mis faltas de amor y generosidad... Si, si, yo seguiré hablando con Cristo, celebrando la Eucaristía, comiendo su cuerpo, pero no tendré experiencia de su amor y por tanto me aburrirá la oración y el sagrario, porque he dejado de intentar de amar como El ama a su Padre y a los hombres y me prefiero a mí mismo en criterios y apegos... y si soy apóstol de Cristo, ya me dirás tú cómo podré entusiarmar a la gente con Cristo, cuando a mí personalmente me aburre. Y este es el mal de muchas predicaciones de vidas sacerdotales y religiosas, que después de una entrega inicial generosa, no entusiasman porque no tienen vivencia de Cristo Eucaristía.

       Queridos amigos: sin oración no hay experiencia de Dios. La pobreza de oración es pobreza de vida mística y esta es la peor enfermedad y pobreza de la fe, de la vida y del apostolado de la Iglesia en todos los tiempos. Cuando hay oración eucarística hay fuego y santos y almas llenas de deseos de contagiar de Cristo a niños, jóvenes y adultos. Ni un solo santo que no fuera eucarístico; los habrá más contemplativos o activos, famosos o ignorados, sacerdotes o seglares, casados o solteros, seguidos o perseguidos, pero ni uno solo que no pasara largos ratos ante Jesús Sacramentado.

Si acepto este diálogo con el Señor, empezaré a convertirme con su ayuda, a vaciarme de mí mismo y poco a poco iré sintiendo su presencia, su fuerza, me iré llenando de Él, y constataré que Dios existe y es verdad, que Cristo existe y es verdad, que el pan es pan por fuera pero por dentro es miel dulzura, gozo... es verdaderamente El, no sólo porque lo medite sino porque lo experimento, lo siento de verdad y no puedo ocultarlo, Porque esta verdad de fe ha pasado de mi inteligencia a mi corazón y me quema, porque yo no sé fabricar esos fuegos ni amores ni palabras que experimento al sentirme amado por el Dios vivo y esto ya es el cielo en la tierra. Si no lo hago, seguiré toda la vida prefiriéndorne a Cristo y no sentjré necesidad de oración ni de gracia ni de eucaristía ni de evangelio, ni de Dios, Porque para vivir como vivo me basto a mí mismo y este es el problema del mundo actual, para vivir como animalitos, no necesitan de religión ni de Dios.

       Por todo esto, un sacerdote, un religioso, un creyente no debe olvidar nunca que todo su ser y existir cristiano se lo juega en la oración; este es el camino que más debe cultivar, su mejor apostolado para encontrar a Cristo vivo y llevar a los hombres hasta Él. La Eucaristía es la mejor escuela de oración, porque orar es amar y la presencia de Jesucristo en este sacramento es el mejor libro, la palabra más bella del amor de Dios a los hombres: «habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo los amó hasta el extremo», mirando al sagrario yo aprenderé que la Eucaristía como misa es Cristo haciendo presente en el altar su pasión, muerte y resurrección en adoración obediente al Padre y por amor extremo a los hombres, sus hermanos: «Nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos», «Este es mi cuerpo que se entrega... esta es mi sangre que se derrama por vosotros...»,. aprenderé que la Eucaristía como comunión es la máxima expresión de unión de amistad entre dos personas, fundiéndose en una sola realidad y vida: «El que come mi carne, habita en mí y yo en él», «El que me come vivirá por mí»; mirando al sagrario con fe caeré en la cuenta de que la Eucaristía como Presencia es Cristo ofreciéndose al Padre como sacrificio agradable y a los hombres en amistad y salvación permanentes: «Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos». Pero repito, todo esto no se comprende hasta que no se vive, aunque sea doctor en teología.

       Y orar ante el sagrario es muy fácil, porque el sagrario, la Eucaristía es un volcán echando fuego y llamaradas continuas de amor y cariño y motivos y razones y vida y hechos y dichos llenos de amor divino, real y verdadero. El sagrario es el evangelio entero y completo, la salvación entera y completa, Jesucristo confidente y amigo, que siempre está en casa esperándonos y tan deseoso de hablar, de intimar, de salvamos, que se entrega por nada, por una simple mirada de fe. Jesucristo se ha quedado tan cerca de nosotros en el sagrario porque sabe que valemos mucho, que el hombre es más que hombre, más que esta tierra y este espacio, es un misterio; Él sabe lo que valemos para el Padre, porque el Padre se lo está diciendo desde toda la etemidad, por eso se ofreció El: «Padre no quieres ofrendas ni sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad» y lo ha experimentado en su propia carne: «tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Ho». En el sagrario nos ama el Padre en el Hijo con el Amor y la Potencia del Espíritu Santo lleno de entrega, amistad, dones de vivencia y amor. Ahí está el Hijo de Dios vivo, vivo y resucitado, os lo digo yo y perdonad mi atrevimiento, quiero decir, que nos lo dice Él y su evangelio.

Desde su presencia eucarística sigue diciéndonos a todos, de palabra y de obra: «Vosotros sois mis amigos», «Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos», «Ya no os llamo siervos, porque todo lo que he oído a mi Padre, os lo he dado a conocer», « Yo doy la vida por mis amigos», «El les dUo: Venid vosotros solos a un sitio tranquilo a descansar un poco», «Ardientemente he deseado comer esta pascua con vosotros», «Este es mi cuerpo entregado... Esta es la sangre que se derrama por vuestros pecados... Acordaos de mi... » y al recordarlo con nosotros en la oración, la oración se convierte en memorial que hace presente lo que recordamos; «Acordaos de mi... » No nos olvidamos, Señor: ¡Eucaristía divina, Tú lo has dado todo por nosotros, también nosotros queremos darlo todo por Ti, porque para nosotros, Tú lo eres todo, queremos que lo seas todo!

11º JUEVES EUCARÍSTICO 

1ª MEDITACIÓN

FRUTOS DE LA COMUNIÓN

5. 10. Al comulgar, me encuentro en vivo  con todos los  dichos y hechos salvadores del Señor.  

La instrucción Eucharisticum mysterium  lo expresa así: «La piedad, que impulsa a los fieles a acercarse a la sagrada comunión, los lleva a participar más plenamente en el misterio pascual... permaneciendo ante Cristo el Señor, disfrutan de su trato íntimo, le abren su corazón pidiendo por sí mismos y por todos los suyos y ruegan por la paz y la salvación del mundo. Ofreciendo su vida al Padre por el Espíritu Santo, sacan de este trato admirable un aumento de su fe, esperanza y caridad» (n 50).

“¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre” (Sal.116). Estas palabras de un salmo pascual de acción de gracias brotan de lo más hondo de nuestro corazón ante el misterio que estamos celebrando: la Eucaristía, Nueva Pascua y Nueva Alianza por su sangre derramada por amor extremo a sus hermanos los hombres.«Reunidos en comunión con toda la Iglesia», con el Papa, los Obispos, la Iglesia entera, vamos a levantar el cáliz eucarístico invocando el nombre de Dios, alabándole, dándole gracias y ofreciendo la víctima santa para pedir al Padre una nueva efusión de su Espíritu transformante para todos nosotros.

Junto al Cuerpo y la Sangre de Cristo, Hijo de Dios, entregado por amor y presente en todos los sagrarios de la tierra, piadosamente custodiado por la fe y el amor de todos los creyentes, hemos de meditar una vez más en las maravillas de este misterio, para reencontrarnos así con el mismo Cristo de ayer, de hoy y de siempre, con todos sus hechos y dichos salvadores, con su Encarnación y Predicación, con el mismo Cristo de Palestina,  y llenarnos así de sus mismas  actitudes  de entrega y amor al Padre y a los hombres, que nos lleven también a nosotros a dar la vida por entrega a los hermanos y obediencia de adoración al Padre, en una vida y muerte como la suya.

       Queremos compartir, con todos los hermanos y hermanas en la fe, nuestra convicción profunda de que el Señor está siempre con nosotros para alimentarnos y ayudarnos y, en consecuencia, que la Eucaristía, que Él entregó a la iglesia como memorial permanente de su sacrificio pascual, es “centro, fuente y culmen” de la vida de la comunidad cristiana, porque nos permite encontrarnos con la misma  persona y los mismos hechos salvadores del Dios encarnado.

Encarnación y Eucaristía.

       La Encarnación y la Eucaristía no son dos misterios separados sino que se iluminan mutuamente y alcanzan el uno al lado del otro un mayor significado, al hacernos la Eucaristía compartir hoy la vida divina de aquel que se ha dignado compartir con el hombre (encarnación) la condición humana.

       Está claro que en la comunión eucarística el Hijo de Dios no se encarna en cada uno de los fieles que le comulgan, como lo hizo en el seno de María, sino que nos comunica su misma vida divina, como Él mismo prometió: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo; si alguno come de este pan, vivirá para siempre, y el pan que yo le daré es mi carne, vida del mundo” (Jn.6,48). De esta forma, la Eucaristía culmina y perfecciona la incorporación a Cristo realizada en el bautismo y la confirmación, y en Cristo y por Cristo, formamos un solo cuerpo con Él y con los hermanos, los que comemos el mismo pan: “Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan” (1Cor. 10,17).

       Esta unión estrechísima entre Encarnación y Eucaristía, entre el Cristo de ayer y de hoy, entre el Cristo hecho presente por la Encarnación y la Eucaristía, es posible y real porque «lo que en la plenitud de los tiempos se realizó por obra del Espíritu Santo, solamente por obra suya puede surgir ahora de la memoria de la iglesia». Es el Espíritu Santo y solamente Él, quien  no sólo es «memoria viva de la iglesia», porque con su luz y sus dones nos facilita la inteligencia  espiritual de estos misterios y de todo lo contenido en la palabra de Dios, sino que su acción, invocada en la epíclesis del  sacramento, nos hace presente (memorial) las maravillas narradas en la anámnesis (memoria) de todos los sacramentos y actualiza y hace presente en el rito sacramental los acontecimientos salvíficos que son  celebrados, desde la Encarnación hasta  la subida a los cielos, especialmente el misterio pascual, centro y culmen de toda acción litúrgica.

Presencia permanente.

 Y esta presencia de Cristo en la celebración de la santa Eucaristía no termina con ella, sino que existe una continuidad temporal de su morada en medio de nosotros como Él había prometido repetidas veces durante su vida. En el sagrario es el eterno Enmanuel, Dios con nosotros, todos los días hasta el fin del mundo (Mt.28,20). Es la presencia real por antonomasia, no meramente simbólica, sino verdadera y sustancial.

       Por esta maravilla de la Eucaristía, aquel, cuya delicia es “estar con los hijos de los hombres” (cf. Pr.8,31) lleva dos mil años poniendo de manifiesto, de modo especial en este misterio,  que“la plenitud de los tiempos” (Cr.Gal 4,4) no es un acontecimiento pasado sino una realidad en cierto modo presente mediante los signos sacramentales que lo perpetúan. Esta presencia permanente de Jesucristo hacía exclamar a santa Teresa de Jesús: «Héle aquí compañero nuestro en el santísimo sacramento, que no parece fue en su mano apartarse un momento de nosotros» (Vida, 22,26). Desde esta presencia Jesús nos sigue repitiendo y realizando todos sus dichos y hechos salvadores.

2ª MEDITACIÓN

PAN DE VIDA

Pero la Eucaristía también, según el deseo del mismo Cristo, quiere ser el alimento de los que peregrinan en este mundo. “Yo soy el pan de vida, quien come de este pan, vivirá eternamente, si no coméis mi carne y no bebéis mi sangre no tenéis vida en  vosotros; el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna…” (Jn.6, 54-55).

       La Eucaristía es el pan de vida, en cualquier  necesidad de bienes básicos de vida o de gracia, de salud, de consuelo, de justicia y libertad, de muerte o de vida, de misericordia o de perdón...debe ser el alimento sustancial para el niño que se inicia en la vida cristiana o para el joven o adulto que sienten la debilidad de la carne, en la lucha diaria contra el pecado, especialmente como viático para los que están a punto de pasar de este mundo a la casa del Padre. La Eucaristía es el mejor alimento para la eternidad, para llegar hasta el final del viaje con fuerza, fe, amor y esperanza.

       La comunión sacramental produce tal grado de unión personal de los fieles con Jesucristo que cada uno puede hacer suya la expresión de San Pablo: “vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal.2,20). La comunión sacramental con Cristo nos hace partícipes de sus actitudes de entrega, de amor y misericordia, de sus ansias de glorificación del Padre y salvación de los hombres. Lo contrario sería comer,  pero no comulgar el cuerpo de Cristo o hacerlo indignamente, como nos recuerda Pablo en la primera a los Corintios: cfr1Cor11, 18-21.

En la Eucaristía todos somos invitados por el Padre a formar la única iglesia, como misterio de comunión con Él y con sus hijos: “La sabiduría ha preparado el banquete, mezclado el vino y puesto la mesa; ha despachado a sus criados para que lo anuncien  en los puestos que dominan la ciudad: venid a comer  mi pan y a beber el vino que he mezclado” (Pr. 9,2-3.5). No podemos, por tanto, rechazar la invitación y negarnos a entrar como el hijo mayor de la parábola (cf. Lc.15,28.30).

Entremos, pues, con gozo a esta casa de Dios y sentémosnos a la mesa que nos tiene preparada para celebrar el banquete de bodas de su Hijo y comamos el pan de vida preparado por Él con tanto amor y deseos.

De la Eucaristía como comunión, a la misión. 

Cuando la Eucaristía se celebra en latín, la despedida del presidente es «podéis ir en paz», que en latín se dice: «Ite, missa est». Mitto, missus significa enviar. La liturgia del misterio celebrado envía e invita a todos a cumplir en su vida ordinaria lo que allí han celebrado.  Enraizados en la vid, los sarmientos son llamados a dar fruto abundante:”Yo soy la vid, vosotros sois los sarmientos”. En efecto, la Eucaristía, a la vez que corona la iniciación de los creyentes en la vida de Cristo, los impulsa a su vez a anunciar el evangelio y a convertir en obras de caridad y de justicia cuanto han celebrado en la fe. Por eso, la Eucaristía es la fuente permanente de la misión de la iglesia. Allí encontraremos a Cristo que nos dice a todos: “Id y anunciad a mis hermanos...  amaos los unos a los otros... id al mundo entero...”

5. 11. En la Eucaristía se encuentra la fuente y la cima de todo apostolado

La centralidad de la Eucaristía en la vida cristiana ha de concebirse como algo dinámico no estático, que tira de nosotros desde las regiones mas apartadas de nuestra tibieza espiritual y nos une a Jesucristo que nos toma como humanidad supletoria para seguir cumpliendo su tarea de adorador del Padre, intercesor de los hombres, redentor de todos los pecados del mundo y salvador y garante de la vida nueva nacida de la nueva pascua, el nuevo paso de lo humano a la tierra prometida de lo divino.    En cada Eucaristía se nos aparece Cristo para realizar todo su misterio de Encarnación y para explicarnos las Escrituras y su proyecto de Salvación y para que le reconozcamos al partirnos el pan de vida. La Eucaristía es entonces un encuentro personal y eclesial, íntimo y vivencial con Él, un momento cargado de sentido salvador y transcendente para quienes le amamos y queremos compartir con Él la existencia.

Y, como la Eucaristía no es una gracia más sino Cristo mismo en persona, se convierte en fuente y cima de toda la  vida de la Iglesia, dado que “los demás sacramentos, al igual que todos los ministerios eclesiásticos y las obras de apostolado, están unidos con la Eucaristía y a ella se ordenan” (PO.5; LG.10; SC.41).       Por eso, la Eucaristía, como misterio de unidad y de amor de Dios con los hombres y de los hombres entre sí, es referencia esencial, criterio y modelo de la vida de la iglesia en su totalidad y para cada uno de los ministerios y servicios.

12 JUEVES EUCARÍSTICO 

PRIMERA MEDITACIÓN

LA COMUNIÓN ACRECIENTA NUESTRA UNIÓN CON CRISTO.

5. 5. Frutos de la comunión eucarística. La comunión acrecienta nuestra unión y transformación en Cristo.

       En la descripción de los frutos de la Comunión sigo al Catecismo de la Iglesia Católica: nº 11391-1397.

       Como toda comida alimenta y fortalece la vida, el alimento eucarístico está destinado a fortalecer nuestra vida en Cristo. Éste es el efecto primero: Cristo entra como alimento espiritual en los comulgantes para estrechar cada vez más las relaciones transformantes, asimilándonos  a su propia vida.

       En la Última Cena, Jesús se define a sí mismo como vid, cuyos sarmientos deben estar unidos a Él para tener su misma vida y producir sus mismos frutos: ªPermaneced en mí y yo en vosotros... quien permanece en mí y yo en él, da  mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). La comunión tiene por tanto un efecto cristológico: así como el cuerpo formado por el Espíritu Santo en el seno de la Virgen Madre se hizo una sola realidad en Cristo y fue la humanidad que sostenía y manifestaba al Verbo de Dios, así nosotros, comiendo este pan, que es Cristo, nos hacemos una única realidad con Él y debemos vivir su misma vida:ªEl que me come vivirá por mí”. Recibir la Eucaristía como, comunión da como fruto principal la unión íntima con Cristo Jesús. En efecto, el Señor dice: “Quien come mi Carne y bebe mi Sangre habita en mí y yo en él” (Jn 6,56). La vida en Cristo encuentra su fundamento en el banquete eucarístico: “Lo mismo que me ha enviado el Padre, que vive y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí” (Jn 6,57).

       Lo expresa muy bien el Concilio de Florencia: “El efecto de este sacramento es la adhesión del hombre a Cristo. Y puesto que el hombre es incorporado a Cristo y unido a sus miembros por medio de la gracia, dicho sacramento, en  aquellos que lo reciben dignamente, aumenta la gracia y produce, para la vida espiritual, todos aquellos efectos que la comida y bebida naturales realizan en la vida sensible, sustentando, desarrollando, reparando, deleitando”. Sería bueno meditar sobre esto. Lo que el alimento material produce en nuestra vida corporal, la comunión lo realiza de manera admirable en nuestra vida espiritual. La comunión con la Carne de Cristo resucitado, “vivificada por el Espíritu Santo y vivificante” (PO5) conserva, acrecienta y renueva la vida de gracia recibida en el Bautismo. Este crecimiento de la vida cristiana necesita ser alimentado por la comunión eucarística, pan de nuestra peregrinación, hasta el momento de la muerte, cuando nos sea dada como viático.

       Por eso debemos acercarnos a este sacramento con  hambre de Cristo, y consiguientemente con fe sincera y esperanza de que la acción transformadora de Cristo tenga efecto en nuestra vida. Acercarse a la comunión es recibir a Cristo como amigo en nuestro corazón, es dejar que tome posesión de nuestra vida. Y como nuestra debilidad en el orden sobrenatural es grande, tenemos necesidad de alimentarnos todos los días para tener en nosotros los mismos sentimientos que Cristo Jesús. El poder de Cristo para transformarnos es omnipotente, pero nuestra voluntad es débil y enseguida tiende a separarse de Cristo para seguir sus propias inclinaciones. Nos queremos mucho y el ego, que está metido en la carne y en el más profundo centro de nuestro ser, se opone a esta unión con Cristo.

       La comunión frecuente es necesaria si queremos vivir con Cristo y como Cristo, tener sus mismos sentimientos y actitudes. Y esto lo expresamos en el breve diálogo que mantenemos con el sacerdote que nos da la comunión: “El cuerpo de Cristo”, y respondemos: “Amén”, queriendo así reafirmar nuestra fe y fidelidad sincera a Cristo, con el que nos encontramos  en ese momento. Nuestro “amén”,  nuestro “sí” implica en nosotros una misión de caridad, de celo apostólico, de generosa obediencia y piedad filial. La comunión eucarística es  una inyección de vida sobrenatural en nosotros y un compromiso de vivir su misma vida. La comunión realiza, fortalece y alimenta nuestra unión  espiritual y existencial con Cristo.

SEGUNDA MEDITACIÓN

5. 6. La comunión perdona los pecados  veniales y preserva de los mortales.

Cuando nos reunimos para celebrar la Eucaristía, somos invitados a comulgar sacramental y espiritualmente con Jesús en su propia pascua, a continuar el viaje pascual iniciado en santo bautismo que nos injertó a Él, matando en  nosotros al pecado, por la inmersión en las aguas bautismales y  resurrección a la  vida nueva del Viviente y Resucitado  por la emergencia de las mismas. Este poder de romper las ataduras del pecado, del egoísmo, orgullo, sensualidad, injusticias y demás raíces del pecado original que encontramos en nosotros, se potencia por medio de la comunión sacramental con Cristo en todos los comensales de la mesa eucarística.

       Muchos tienen la experiencia de la propia debilidad, sobre todo, en el campo moral. Hacen propósitos serios y se sienten humillados cuando no los cumplen. No debemos olvidar los ejemplos de Pedro y de los otros apóstoles, que había prometido fidelidad al Maestro y lo abandonaron. Y Jesús lo sabía y los perdonó y celebró como prueba de ello la Eucaristía en la primera aparición del Resucitado. La mejor ayuda para no pecar es la ayuda de Cristo Eucaristía. Nunca  debemos considerar la Eucaristía como un premio o una recompensa apta sólo para perfectos sino una ayuda para los que quieren vivir la vida de Cristo por la gracia de Dios. Nos debemos acercar a Cristo para que nos perdone y ayude y fortalezca, como la pecadora en la casa de Simón. Éste es el sentido de la comida eucarística. Nos hacemos libres con Cristo, no somos esclavos de nadie ni de nada.

       El Cuerpo de Cristo que recibimos en la comunión es “entregado por nosotros” y la Sangre que bebemos es “derramada por muchos para el perdón de los pecados”.  Por eso la Eucaristía  no puede unirnos a Cristo sin purificarnos al mismo tiempo de los pecados cometidos y preservarnos de futuros pecados precisamente al comer su carne limpia y salvadora.

       “Cada vez que lo recibís, anunciáis la muerte del Señor”(1Cor 11,26). Si anunciamos la muerte del Señor, anunciamos también el perdón de los pecados. Si cada vez que su Sangre es derramada, lo es para el perdón de los pecados, debo recibirle siempre, para que siempre me perdone los pecados. Yo que peco siempre, debo tener siempre un remedio” (S. Ambrosio, sacr. 4,28).

       Como el alimento corporal sirve para restaurar la   pérdida de fuerzas, la Eucaristía fortalece la caridad que, en la vida cotidiana, tiende a debilitarse; y esta caridad vivificadora “borra los pecados veniales” (Concilio de Trento: DS. 1638). Dándose a nosotros, Cristo reaviva nuestro amor a Él y nos hace capaces de romper los lazos desordenados para vivir más en Él: “Porque Cristo murió por nuestro amor, cuando hacemos conmemoración de su muerte en nuestro sacrificio, pedimos que venga el Espíritu Santo y nos comunique el amor: suplicamos fervorosamente que aquel mismo amor que impulsó a Cristo a dejarse crucificar por nosotros sea infundido por el Espíritu Santo en nuestros corazones..., y llenos de caridad, muramos al pecado y vivamos para Dios” (S Fulgencio de Rupe, Fab.28,16-19).

       Por la misma caridad que enciende en nosotros, la Eucaristía nos preserva de futuros pecados mortales. Cuanto más participamos en la vida de Cristo y más progresamos en su amistad, tanto más difícil se nos hará romper con Él por el pecado mortal. La Eucaristía no está ordenada al perdón de los pecado mortales, pero tiene toda la fuerza y el amor para hacerlo porque es la realización de la Alianza y del borrón y cuenta nueva. Fue un tema muy discutido en Trento y lo es todavía. La Eucaristía es fuente de toda gracia, también de la gracia que perdona los pecados en el sacramento de la Penitencia. Es toda la salvación y redención de Cristo que se hace presente. Es el abrazo del perdón del Padre por el Hijo. Es la Nueva Alianza. Si lo es, perdona los pecados.

       Es importante en este punto recordar la recomendación dada por el Papa Pío X para la comunión frecuente y cotidiana. El Papa reaccionó contra una mentalidad que tendía a disminuir la frecuencia por sentimientos de indignidad. La conciencia de ser pecadores debe llevarnos al sacramento de la penitencia, pero esto no debe limitar su acercamiento a la comunión, que es nuestra ayuda, la ayuda del Señor contra el mal.

       «El deseo de Jesucristo y de la Iglesia, de que todos  los fieles cristianos accedan cada día al convite sagrado, consiste principalmente en que los fieles, unidos a Dios por medio del sacramento, encuentren en él la fuerza para dominar las pasiones, la purificación de las culpas leves que cometamos cada día, y la preservación de los pecados más graves, a los que está expuesta la fragilidad humana; no es sobre todo para procurar el honor y la veneración del Señor, ni para tener una recompensa o un premio por las virtudes practicadas. Por esto, el sagrado concilio de Trento llama a la Eucaristía “antídoto”, gracias al cual nos libramos de las culpas cotidianas y nos preservamos de los pecados mortales» (DS 3375).

13º JUEVES EUCARÍSTICO

PRIMERA MEDITACIÓN

LA ORACIÓN ANTE EL SAGRARIO, ESCUELA DE VIDA

(El periódico ALFA Y OMEGA escribjá así: El sacerdote don Gonzalo Aparicio contagia, al hablar, su celo por la Eucaristía. Los ratos libres que le deja su actividad en la parroquia de San Pedro, en Plasencia, le han permitido escribir el libro LA EUCARISTÍA, LA MEJOR ESCUELA DE ORACIÓN, SANTIDAD Y APOSTOLADO. A continuación reproducimós, por su interés, un extracto del libro)

Ahora tenemos muchas escuelas y universidades; incluso en las parroquias tenemos muchas clases de Biblia, de teología, de liturgia..., pero nuestros padres y nuestras madres no tuvieron más escuela que el sagrario, y punto. Allí lo aprendieron todo para ser buenos cristianos. Allí escucharon — y seguimos escuchando nosotros también - a Jesis, que nos dice: “Sígueme; amaos los unos a los otros como y os he amado; no podéis servir a dos señores, no podéis servir a Dios y al dinero; venid, y os haré pescadores de hombres; vosotros sois mis amigos; no tengáis miedo, yo he vencido al mundo; sin mi no podéis hacer nada; yo soy la vid vosotros los sarmientos; el sarmiento no puede llevar fruto si no está unido a la vid”. Y qué ocurre cuando yo escucho del Señor estas paiabrás? Pues que, si no aguanto estas enseñanzas, estas exigencias, este diálógo peronál con El - porque me cuesta, porque no quiero convertirme, porque no quieró rénunciar a mis bienes-, me marcho para que no pueda echarme en cara mi falta de fe en El, mi falta de generosidad en seguirle, para que no señale con el dedo mis defectos..., y así estaré distanciado con respecto a su presencia eucarística durante toda ini vida, con las consiguientes consecuencias negativas que esto llevará consigo. Podré incluso tratar de legitimar mi actitud diciendo que Cristo está en muchos sitios: en la Palabra, en los hermanos..., que es muy cómodo quedarse en la iglesia, que más apostolado y menos quedarse de• brazos cruzados; peró, en el fondo, lo que pasa es que no aguantamos su presencia, que me señala mis defectos y me invita a seguirle: “Si alguno quiere ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga.

Mediocridad, no

Me pregunto cómo podré yo entusiasmar a la gente con Cristo, predicar que el Señor es Dios, el Bien absoluto y primero de la vida, por el cual hay que venderlo todo..., si yo mismo no lo practico ni sé como se hace. Creo que esta es la causa principal de la pobreza espiritual de los cristianos, y de que muchas partes importantes del evangelio no se conozcan ni se prediquen. Si el Señor empieza a exigirme en la oración, en el diálogo eucarístico con El, y yo no quiero convertirme, poco a poco me iré alejando de ese trato de amistad para no escucharle, aunque las formas externas las guardaré toda la vida; es decir, seguiré comulgando, rezando, haciendo otras cosas, incluso más llamativas, también en mi apostolado, pero he afirmado mi mediocridad cristiana, sacerdotal y apostólica. Al alejarme cada día más del sagrario, me alejo a la vez de la oración, y aunque Jesús me está llamando a voces todos los días - porque me quiere ayudar -, terminaré por no oírle, y todo se convertirá en pura rutina. Esto es más claro que el agua:

Si Cristo en persona me aburre en la oración, ¿cómo podré entusiasmar a los demás con El? No sabría qué apostolado hacer por El, cómo contagiar deseos de El, cómo enseñar a los demás el camino de la oración, cómo podré ser guía para los hermanos en este camino de encuentro con El. Naturalmente, hablaré de encuentro y amistad con Cristo, de organigramas y apostolados, pero lo haré teóricamente, como lo hacen otros muchos en laIglesia. Esta es la causa de que no toda actividad ni apostolado, tanto de seglares como de sacerdotes, sea verdadero apostolado, para el cual hay que estar unido a Cristo como los sarmientos a la vid única y verdadera, para poder dar fruto. A veces este canal, que tiene que llevar al cuerpo de la Iglesia el agua que salta hasta la vida eterna, o la arteria, que debe llevar la sangre desde el corazón de Cristo hasta las partes más necesitadas del cuerpo místico están tan obstruidos por las imperfecciones, que apenas podemos llevar unas gotas para regar las partes del cuerpó afectadas por parálisis espiritual. Así que zonas de la Iglesia, de arriba y de abajo. sig.1en negras e infartadas, sin vida espiritual, ni amor ni servicio verdaderos a Dios y a los hermanos. Porque mal está que el canal obstruido sea un seglar, un catequista o una madre — con la necesidad que tenemos de madres cristianas -, pero lo grave y dañino es que esto nos suceda a los sacerdo.es. Menos mal que la gran mayoría de la Iglesia esta unida a la vid, que es Cristo Eucaristía, y tiene limpio el canal. Aquí, en Cristo Eucaristía, es donde está la frente que man.i y corre, aunque es de noche * es decir, por la fe vivencial — como nos dice san Juan de la Cruz. Pero, por favor, no pongamos la eficacia apostólica, la fuerza de la acción evangelizadora y misionera en los organigramas o programas, donde - como nos ha dicho el Papa en la Carta apostólica “Novo Millennio Ineunte” ya está todo dicho. Volvamos a la Verdad, a la raíz de todo apostolado y vida cristiana: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos: todo sarmiento que no esté unido a la vid, no puede darfruto “(Palabras de. Jesús en el Evangelio)

Cara a cara con Cristo

Por eso, este encuentro eucarístico, la oración personal, este cara a cara personal y directa con Cristo es fundamental para nuestra vida espiritual. La Eucaristía como presencia tiene unos matices que nos descubren la realidad de ñuestra relación con Cristo. Porque en la Eucaristía tenernos la asamblea, los cantos, las lecturas, respondemos y nos damos la paz, nos siida tios, escucharnos al sacerdote..., pero, con tanto movimiento, a veces salimos de la iglesia sin haber escuchado a Cristo, sin haberle saludado personalmente.

Sin embargo, cí la oración personal, ante el sagrario, no hay intermediarios ni distracciones; se trata de un diálogo a pecho descubierto, un tú a tú con Jesús que me habla, me enfervoriza y, tal vez, silo cree necesario, me echa en cara mi mediocridad, mi falta de entrega y me dice: No estoy de acuerdo con esto, corrige esta forma de actuar... Y, claro, allí, solos ante él, no hay escapatoria de cantos o respuestas; cada uno es el que tiene que dar la respuesta personal, no la litúrgica y oficial. Por eso, si no estoy dispuesto a cambiar, si no aguanto este trato directo con Cristo y dejo la visita diaria, ¿cómo buscarle en otras presencias cuando allí esti más plena y realmente presente?

Si aguanto el cara a cara, cayendo y levantándome todos los días - aunque tarde años -, encontraré en su presencia eucarística luz, fuerza, ánimo, compañía,consuelo y gozo, que nada ni nadie podrán quitarme; y quemará de amor verdadero y seguimiento de Cristo allí donde trabaje y me encuentre; lo contagiaré todo de amor y sentimiento hacia El, llegaré a la unión afectiva y efectiva, oracional y apostólica, con El. Esto se llama santidad, y para esto está la Eucaristía, porque la oración es el alma de todo apostolado, como se titulaba un libro de mi juventud. Y a esto nos invita el Señor desde su presencia eucarística, y para esto se ha quedado tan cerca de nosotros.

SEGUNDA MEDITACIÓN

LA CENA CON EL SEÑOR (Ap 3,20)

       Queridos hermanos: Hoy, festividad de todos los santos, celebramos con gozo con los que han muerto y viven ya con el Señor, y con esperanza segura y confiada para los que aún peregrinamos hacia la casa del Padre, el final feliz de nuestras vidas, que terminarán en la misma felicidad eterna de la Santísima Trinidad, de nuestro Dios, que es amor y por amor nos creo para compartir con Él su misma esencia infinita, llena de luz y de amor.

       En el Apocalipsis, San Juan escribe, al final de su vida, siete cartas a siete Iglesias para animarlas en su fe y esperanza en el Señor vivo y resucitado, que es el Cordero sin mancha sentado en el trono de Dios y que recibe el canto de los ángeles y ancianos y de todos los salvados, que nadie podía enumerar, de toda lengua y nación, como nos ha dicho la primera lectura de hoy.

       La última carta del Apocalipsis va dirigida a la Iglesia de Laodicea, hoy destruida totalmente, que se  encontraba en una colina sobre el valle del río Lyco. Era una ciudad industriosa y productora de finos colirios para los ojos; pero religiosamente era una ciudad con grandes lacras morales, como podemos ver por la misma descripción que San Juan hace de sus pecados. El Apóstol la invita al arrepentimiento, que vuelva al fervor de los años mejores. Y para ello, al final de la misma, les invita a volver a la celebración de la Eucaristía, como la recibieron de los Apóstoles. Es un texto precioso con las palabras del Señor, que habéis oído muchas veces, pero que vamos a meditar sobre él, aunque a primera vista parezca que no tiene que ver mucho con la fiesta que estamos celebrando: “Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3,20).

       En estas palabras de Jesús, que llama a la puerta, hay en primer lugar una declaración que indica su amor para aquella Iglesia y, en definitiva, para cada fiel: “Mira que estoy a la puerta y llamo”. Es un gesto exquisito de búsqueda del amor de la criatura por parte de Dios en Jesús, y, a la vez, de respeto por su libertad. El mismo San Juan nos dirá en una de sus cartas “ Dios es Amor… en esto consiste el amor no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que nos amó primero y envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados.”  La iniciativa de amor y salvación siempre es de Dios, pero el hombre tiene que abrirle por la fe y el amor su corazón, para que Dios pueda entrar dentro de nosotros. Dios no violenta la libertad del hombre. Dios no entra en el corazón del hombre si éste no le abre. Ésta imagen de llamar a la puerta nos recuerda el simbolismo del esposo y la esposa en el Cantar de los Cantares. Allí, en el Antiguo Testamento, se aplica a Dios y a Israel; ahora se aplica a Cristo y a la Iglesia. Es Dios que solicita el amor de sus criaturas, de cada uno de los hombres a los que crea por amor y para el amor eterno del cielo.

       Y esa voz que llama es la de Jesús, la del Buen Pastor, la del Redentor, la de Cristo glorioso, la del Hijo y el Verbo encarnado primero en humanidad como la nuestra y luego, en un trozo de pan, para el banquete de la Eucaristía. Hay un soneto que nos recuerda este texto del Apocalipsis que estamos comentando y que muchos aprendimos en nuestra juventud, más eucarística y religiosa que la actual:“Qué tengo yo que mi amistad procuras?.....” Expresa admirablemente esta imagen de Cristo llamando a la puerta del alma. También el cuarto evangelio alude a la voz del novio en el último testimonio del Bautista acerca de Jesús: “El que tiene a la novia es el novio; pero el amigo del novio, el que asiste y le oye, se alegra mucho con la voz del novio. Esta es, pues, mi alegría, que ha alcanzado su plenitud” (Jn 3,29).

La respuesta

       La llamada de Jesús espera una respuesta. Esta se describe en condicional: “Si alguno oye mi voz y me abre la puerta”. La respuesta comienza con el hecho de reconocer la voz de Cristo. Pero el paso decisivo es abrirle la puerta, abrir la puerta al Redentor. Esta imagen de entrar por la puerta es la que se utiliza en los años jubilares. Y este abrir la puerta de nuestro corazón a Cristo es primero por la fe, creer en Él, en su evangelio y salvación. Luego viene el amor, cumplir su voluntad, los mandamientos de Dios. Esto significa abrir la puerta de nuestra vida y existencia a Dios. Vivir teniéndolo presente, abriéndole continuamente nuestro corazón, nuestra inteligencia y voluntad. Por eso “Si alguno oye mi voz y me abre la puerta”…

La promesa de la Cena con el Señor

       Entonces “Entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo”.La promesa está expresada en futuro y con una fórmula de comunión: La primera parte de la promesa,“Entraré en su casa”, significa la venida de Jesús a la vida del creyente para tomar posesión de ella. Esta imagen nos recuerda algunos pasajes evangélicos: en el evangelio del último domingo, Jesús que entra en casa de Zaqueo para salvarle y es tal su alegría por recibir en su casa al Señor, que está dispuesto a quedarse pobre para enriquecerse sólo con su Amistad(Lc 19,1-10); también nos recuerda cuando Jesús entra en casa de Marta y María para hospedarse y cenar en amistad con los tres hermanos(Lc 10,38-42). Este es el sentido de la vida para un cristiano. Ha sido llamado al banquete y a la amistad con Dios en el cielo. La entrada de Jesús es la entrada del Redentor, del Dios Amor. Este deseo de Jesús de entrar en cada uno de nosotros nos recuerda la gran promesa de la Nueva Alianza, de la inhabitación de la Santísima Trinidad en el alma en gracia: “Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23). También aquí hay primero una condición, la misma del texto: hay que amar, cumplir la voluntad de Dios, vivir el evangelio: “si alguno me ama”… La promesa de venir a habitar en el creyente es sustancialmente la misma que encontramos en el Apocalipsis. Significa que Dios penetra en la vida del fiel y toma posesión de ella, como tomó posesión de la Tienda de la Presencia o del Encuentro en el Desierto y luego  del Templo de Jerusalén en el Antiguo Testamento y en el seno de la Virgen María, para empezar el Nuevo Testamento. Y ahora ya permanece con nosotros hasta el final de los tiempos en el Sagrario.

       La segunda parte de la promesa es: “Cenaré con él y él conmigo”. Compartiremos la mesa, nos sentaremos uno junto al otro, seremos amigos, confidentes, amigos. El simbolismo de la cena entraña además una nota de sosiego, de paz, de comunión de personas. La expresión “Cenaré con él y él conmigo” es una fórmula que implica una alianza de amor, que empieza en la Eucaristía y será eterna en el cielo, en los santos y santas que ya están en el banquete eterno de la amistad con Dios Trino y Uno.

Dimensión eucarística del simbolismo de la Cena del Señor

       El simbolismo de la Cena con el Señor tiene un significado riquísimo que no pretendemos agotar ahora. Recordemos la dimensión de vida eterna que se expresa frecuentemente en la parábolas con la idea del banquete (Lc 14,15); que empezó ya en el A.T. con la Alianza, el pacto de amistad entre Dios y los israelitas y sellada con una comida de comunión, de amistad (Ex 24,11); en el Apocalipsis el banquete esponsal es signo del Reino de los cielos, de la amistad con Dios conseguida para toda la eternidad, la fiesta de todos los santos que hoy celebramos: “Alegrémonos y regocijémonos y démosle gloria por que han llegado las Bodas del Cordero y su Esposa se ha engalanado” (Ap 19,7). Estas bodas tienen también su banquete: “Dichosos los invitados al banquete de Bodas del Cordero” (Ap 19,9); Todos nosotros hemos sido invitados a estas bodas y nuestros santos, todos los salvados que abrieron la puerta a Cristo y por Él al Dios Uno y Trino la están celebrando. Había que meditar, rezar e invocar y pedir más la ayuda y protección de nuestros santos.

       La dimensión eucarística de éste simbolismo de la Cena con el Señor es evidente. El Nuevo Testamento habla de la Cena de Jesús como el momento de su máximo amor para con los hombres (Jn 13,1-2); Lc 22,14-15; 1 Cor 11). Por otra parte la Eucaristía es el alimento de la vida eterna simbolizada en la Cena: « Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesus». En el banquete de la Pascua y de la Nueva y Eterna Alianza que es La Eucaristía, el Señor nos invita y nosotros, «ven Señor Jesus» le invitamos a que venga en el pan eucarístico. Por eso la Eucaristía es mayor amistad e intimidad con el Señor en la tierra, porque se nos da en amor y amistad extrema, hasta dar la vida para vivir su amistad: “Nadie ama más, es decir, es más amigo, que aquel que da la vida por los amigos.

       Los discípulos de Emaús reconocen a Jesús al ponerse a cenar con ellos, al partir el pan. Es la fuerza transformadora de la Cena con el Señor: es el encuentro, la potenciación de la fe y del amor, la certeza de que Cristo está vivo y nos ama, la conversión. El contexto en que aparecen esta invitación y esta promesa en el Libro del Apocalipsis, contiene una rica descripción del proceso de la conversión hasta llegar a la comunión eucarística. Primero es escuchar la voz de Jesús en el evangelio y en la predicación de la Iglesia. Después es abrir la puerta a Cristo creyendo en él, en su divinidad y su humanidad, en su condición de Redentor.

A continuación Jesús entra en la vida del creyente en un proceso de continua intimidad: “El que tiene mis mandamientos y los guarda, ese es el que me ama; y el que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él” (Jn 14,21). Esta intimidad se convierte en morada permanente del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en el corazón del creyente. La entrada de Jesús es la venida de la Trinidad a morar en el cristiano.

Todo culmina en la comunión eucarística, en la Cena con el Señor. Admirablemente lo ha expresado Jesús en el Discurso Eucarístico de Cafarnaún: “El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí” (Jn 6,56-57). El cielo será la continuación de esa comunión eucarística, de esa morada divina: «Y oí una fuerte voz que decía desde el trono: Ésta es la morada de Dios con los hombres. Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su pueblo y Él, Dios-con-ellos, será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado’» (Ap 21,3-4).

14º JUEVES EUCARÍSTICO

PRIMERA MEDITACIÓN

LA ADORACIÓN EUCARÍSTICA

1.-¿POR QUÉ LOS CATÓLICOS ADORAMOS A JESUCRISTO EN EL PAN EUCARÍSTICO?

  1.1.  PORQUE EL PAN EUCARÍSTICO ES JESUCRISTO VIVO Y RESUCITADO, que antes de marcharse al cielo... “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. Y en la noche de la Última Cena, temblando de emoción, cogió un poco de pan en las manos y dijo: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros…esta es mi sangre que se derrama por vosotros” y como Él es Dios, así se hizo y así permanece por los siglos, como pan que se reparte con amor, como sangre que se derrama en sacrificio para el perdón de nuestros pecados.

Todos recordáis aquella escena. La acabamos de evocar en la lectura del evangelio. Fue hace veinte siglos, aproximadamente sobre estas horas, en la paz del atardecer más luminoso de la historia, Cristo nos amó hasta el extremo, hasta el extremo de su amor y del tiempo y de sus fuerzas, e instituyó el sacramento de su Amor extremo. Aquel primer Jueves Santo Jesús estaba emocionado, no lo podía disimular, le temblaba el pan en las manos, sus palabras eran profundas, efluvios de su corazón: “Tomad y Comed, esto es mi cuerpo...”, “Bebed todos de la copa, esta es mi sangre que se derrama por vosotros...” Y como Él es Dios, así se hizo. Para Él esto no es nada, Él que hace los claveles tan rojos, unas mañanas tan limpias, unos paisajes tan bellos.

Y así amasó Jesús el primer pan de Eucaristía. Porque nos amó hasta el extremo, porque quiso permanecer siempre entre nosotros, porque Dios quiso ser nuestro amigo más íntimo, porque deseaba ser comido de amor por los que creyesen y le amasen en los siglos venideros, porque “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”, como nos dice el Apóstol Juan, que lo sabía muy bien por estar reclinado sobre su pecho aquella noche.

Por eso, queridos hermanos, antes de seguir adelante, hagamos un acto de fe total y confiada en la presencia real y verdadera de Cristo en la Eucaristía. Porque Él está aquí. Siempre está ahí, en el pan consagrado, pero hoy casi barruntamos más vivamente su presencia, que quisiera como saltar de nuestros sagrarios para hacer presente otra vez la liturgia de aquel Jueves Santo, sin mediaciones sacerdotales.

       Queridos hermanos, esta entrega en sacrificio, esta presencia por amor debiera revolucionar toda nuestra vida, si tuviéramos una fe viva y despierta. Descubriríamos entonces sus negros ojos judíos llenos de luz y de fuego por nosotros, expresando sentimientos y palabras que sus labios no podían expresar; esos ojos tan encendidos podrían despertar a tantos cristianos dormidos para estas realidades tan maravillosas, donde Dios habla de amor incomprensible para los humanos.

Este Cristo Eucaristía nos está diciendo: Hombres, yo sé de otros cielos, de otras realidades insospechadas para vosotros, porque son propias de un Padre Dios infinito, que os amó primero y os dio la existencia para compartir una eternidad con todos y cada uno de vosotros. Yo he venido a la tierra y he predicado este amor y os he amado hasta dar la vida para deciros y demostraros que son verdad, que el Padre existe y os ama,  y que el Padre las tiene preparadas para vosotros; yo soy“el testigo fiel”, que, por afirmarlas y estar convencido de ellas, he dado mi vida como prueba de su amor y de mi amor, de su Verdad, que soy Yo, que me hizo Hijo aceptándola: “En el principio ya existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios, la Palabra era Dios”; “Tanto amó Dios al mundo que  entregó  a su propio hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él sino que tengan vida eterna”. “Y cuantas veces hagáis esto, acordaos de mí…” dice el Señor. Qué profundo significado encierran estas palabras para todos, especialmente para los sacerdotes.

Todos debiéramos recordarlas cuando celebramos la santa Eucaristía: “acordaos de mí...”  acordaos de mis sentimientos y deseos de redención por todos, acordaos de mi emoción y amor por vosotros, acordaos de mis ansias de alimentar en vosotros la misma vida de Dios, acordaos... y nosotros, muchas veces, estamos distraídos sin saber lo que hacemos o recibimos; bien estuvo que nos lo recordases, Señor, porque Tú verías muchas distracciones, mucha rutina, muchos olvidos y desprecios, en nuestras Eucaristías, en nuestras comuniones, distraídos sin darte importancia en los sagrarios olvidados como trastos de la iglesia, sin presencia de amigos agradecidos.

Vosotros, los sacerdotes, cuando consagréis este pan y vosotros, los  comulgantes, cuando comulguéis este pan, acordaos de toda esta ternura verdadera que ahora y siempre siento por vosotros, de este cariño que me está traicionando y me obliga a quedarme para siempre tan cerca de vosotros en el pan consagrado, en la confianza de vuestra respuesta de amor... Acordaos...

Nosotros, esta tarde de Jueves Santo, NO TE OLVIDAMOS, SEÑOR. Quisiéramos celebrar esta Eucaristía y comulgar tu Cuerpo con toda la ternura de nuestro corazón, que te haga olvidar todas las  distracciones e indiferencias nuestras y ajenas;  nos acordamos agradecidos ahora de todo lo que nos dijiste e hiciste y sentiste y sigues sintiendo por nosotros y te recodamos y recordaremos siempre agradecidos, desde lo más hondo de nuestro corazón.

SEGUNDA MEDITACIÓN

1. 2. PORQUE EN EL PAN CONSAGRADO ESTÁ LA CARNE DE CRISTO, TRITURADA Y RESUCITADA PARA NUESTRA SALVACIÓN.

Está el precio que yo valgo, el que Cristo ha pagado para rescatarme; y ahí está la persona que lo ha hecho, que más me ha querido, que más me ha valorado, que más ha sufrido por mí, el que más ha amado a los hombres, el único que sabe lo que valemos cada uno de nosotros, porque ha pagado el precio de su vida y de su sangre por cada uno de nosotros.

Cristo es el único que sabe de verdad lo que vale el hombre; la mayoría de los políticos, de los filósofos, de tantos pseudo-salvadores, científicos y cantamañanas televisivos no valoran al hombre, porque no lo saben ni han pagado nada por él, ni se han jugado nada por él; si es mujer, sólo valoran su físico y poco más, mira esta tarde la televisión; y si es hombre, lo que valga su poder, cartilla, su dinero, pero ninguno de esos da la vida por mí.

El hombre es más que hombre, más que esta historia y este espacio, el hombre es eternidad. Sólo Dios sabe lo que vale el hombre. Porque Dios pensó e hizo al hombre, y porque lo sabe, por eso le ama y entregó a su propio Hijo para rescatarlo. ¡Cuánto valemos! Valemos el Hijo de Dios muerto y resucitado, valemos la Eucaristía, donde Cristo hace presente este misterio.

Cuando en los días de la Semana Santa, medito la Pasión de Cristo o la contemplo en las procesiones, que son una catequesis puesta en acción, me conmueve ver a Cristo pasar junto a mí, escupido, abofeteado, triturado, crucificado... Y siempre me hago la misma pregunta: ¿por qué,  Señor, por qué fue necesario tanto dolor, tanto sufrimiento, tanto escarnio..., hasta la misma muerte?; ¿no podía haber escogido el Padre otro camino menos duro para nuestra salvación? Y ésta es la respuesta que Juan, testigo presencial del misterio, nos da a todos: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en el, sino que tengan vida eterna” (Jn 3,16). No le entra en la cabeza que Dios ame así al hombre hasta ese extremo, porque este “entregó” tiene cierto sabor de “traicionó o abandonó”.    

       S. Pablo, que no fue testigo histórico del sufrimiento de Cristo, pero que lo vivió y sintió en su oración personal, contemplando el misterio de Cristo,  admirado, llegará a decir: “No quiero saber más que de mi Cristo y éste crucificado...” Y es que para Pablo como para Juan, el misterio de Cristo, enviado por el Padre para abrirnos las puertas de la eternidad,  es un misterio que le habla tan claramente de la predilección de amor de Dios por el hombre, de este misterio escondido por los siglos en el corazón de Dios Trinidad y revelado en la plenitud de los tiempos por la Palabra hecha carne y triturada, especialmente en su pasión y muerte, que le hace exclamar: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi; y mientras vivo en esta carne, vivo de la fe del Hijo de Dios, que me amó hasta  entregarse por mí" (Gal 2, 19-20). 

Realmente, en el momento cumbre de la vida de Cristo, esta realidad de crudeza impresionante es percibida por Pablo como plenitud de amor y obediencia de adoración al Padre, en entrega total, con amor extremo, hasta dar la vida.  Al contemplar así a Cristo abandonado, doliente y torturado,  no puede menos de exclamar: “Me amó y se entregó por mí”.

Queridos hermanos, qué será el hombre, qué encerrará  en su realidad para el mismo Dios que lo crea... qué seré yo, qué serás tú, y todos los hombres, pero qué será el hombre para Dios, que no le abandona ni caído y no le deja postrado en su muerte y separación y voluntad pecadora, sino que entrega la persona del Hijo en su humanidad finita “para que no perezca ninguno de los que creen el Él”. Yo creo que Dios se ha pasado de amor con los hombres: “Mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nuestros pecados” (Rom 5,8). 

Porque  ¿donde está la justicia? No me digáis que Dios fue justo. Los ángeles se pueden quejar, si pudieran, de injusticia ante Dios. Bueno, no sabemos todo lo que Dios  Padre hizo por salvarlos, porque sabemos que Dios es Amor, nos dice san Juan, su esencia es amar y si dejara de amar, dejaría de existir; y con su criatura, el hombre, esencialmente finito y deficitario,  Dios es siempre Amor misericordioso, por ser amor siempre gratuito, ya que el hombre no puede darle nada que Él no tenga, sólo podemos darle nuestro amor y confianza total. Hermanos, confiemos siempre y por encima de todo en el amor misericordioso de Dios Padre por el Hijo, el Cristo de la misericordia: Santa Faustina Kowalska.

Porque este Dios tiene y ha manifestado una predilección especial por su criatura el hombre. Cayó el ángel, cayó el hombre. Para el hombre hubo un redentor, su propio Hijo, hecho hombre; para el ángel no hubo Hijo redentor, Hijo hecho ángel. ¿Por qué para nosotros sí y para ellos no? ¿Dónde está la igualdad, qué ocurre aquí...? es el misterio de predilección de amor de Dios por el hombre. “Tanto amó Dios al mundo...¡Qué gran Padre tenemos, Abba, cómo te quiere tu Padre Dios, querido hermano!

 Por esto, Cristo crucificado es la máxima expresión del Amor del Padre a los hombres en el Hijo, y del  Amor del Hijo al Padre por los hombres en el mismo Amor de Espíritu Santo: “nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos”; y  el Padre la dio en la humanidad del Hijo, con la potencia de su mismo Espíritu, Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre por todos nosotros,  en la soledad y muerte de la humanidad asumida por el Hijo, Palabra y Canción de Amor revelada por el Padre en la que nos ha cantado todo su proyecto de Amor, en su humanidad triturada en la cruz y hecha pan de Eucaristía con Amor de Espíritu Santo, por la que somos introducidos en la esencia y Felicidad de Dios Trino y Uno, ya en la tierra.

Queridos hermanos, qué maravilloso es nuestro Dios. Creamos en Dios, amemos a Dios, confiemos en Él, es nuestro Padre, principio y fin de todo.  Dios existe, Dios existe y nos ama; Padre Dios, me alegro de que existas y seas tan grande, es la alegría más grande que tengo y que nos has revelado en tu Palabra hecha carne primero en el seno de María, Virgen bella y Madre, y luego hecho pan de Eucaristía por la potencia de tu Amor de tu mismo Espíritu.

Este Dios  infinito, lleno de compasión y ternura por el hombre,  soñado en éxtasis eterno de amor y felicidad... Hermano, si tú existes, es que Dios te ama; si tú existes, es que Dios te ha soñado para una eternidad de gozo con Él, si tú existes es que has sido preferido entre millones y millones de seres posibles que no existirán, y se ha fijado en ti y ha pronunciado tu nombre para una eternidad de gozo hasta el punto que roto este primer proyecto de amor, nos ha recreado en el Hijo:“tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que  tengan vida eterna en Él”,

¡Cristo Jesús, nosotros te queremos, nosotros creemos en Ti; Cristo Jesús, nosotros confiamos en Ti, Tú eres el Hijo de Dios encarnado, el único que puede salvarnos del tiempo, de la muerte y del pecado. Tú eres el único Salvador del mundo

No quiero contento,
mi Jesús ausente,

que todo es tormento
a quien esto siente;
sólo me sustente
su amor y deseo;

véante mis ojos,

muérame yo luego

1.3. PORQUE EN EL PAN EUCARÍSTICO ESTÁ EL SEÑOR CON LOS BRAZOS ABIERTOS A TODOS LOS HOMBRES EN AMISTAD PERMANENTE.

       La presencia Eucarística es la presencia de Cristo en amistad permanente ofrecida con amor extremo a todos los hombres, hasta el final de su vida, de sus fuerzas y del tiempo.

       Sólo la fe viva y despierta por el amor nos lleva poco a poco a reconocerla y descubrirla y gozarla con el Señor, con el Amado, bajo las especies del pan y del vino: “visus, tactus, gustus in te fallitur, sed auditu solo tuto creditur”: no se puede experimentar esta presencia y vivirla con gozo desde los sentidos, solo es la fe la que descubre su presencia, hasta poder decir con san Juan de la Cruz: «y máteme tu rostro y hermosura, mira que la dolencia de amor no se cura, sino con la presencia y la figura».

       “¡Es el Señor!”exclamó el apóstol Juan en medio de la penumbra y niebla del lago de Genesaret después de la resurrección, mientras los otros discípulos, menos despiertos en la fe y en el amor, no lo habían descubierto.

Él había reclinado su cabeza sobre su corazón en la Última Cena y sintió y consintió, -sentir con-, todos los latidos de su corazón. Si no se descubre su presencia y se experimenta, para lo cual no basta una fe heredada y no sentida sino que hay que pasar y llegar a la oración y adoración eucarística contemplativa, que goza y siente a Cristo sin necesidad de reflexionar o meditar; porque sin fe iluminada por el fuego del amor del Espíritu Santo en la contemplación, el sagrario se convierte en un trasto más de la iglesia; una vida eucarística pobre indica una vida cristiana pobre y un apostolado pobre, incluso nulo. Qué vida tan distinta en un seglar, sobre todo en un sacerdote, qué apostolado tan diferente entre una catequista, una madre, una novia eucarística y otra que no ha encontrado todavía este tesoro y esta perla preciosa, precisamente por no haber vendido nada o poco de su tiempo y de su dedicación a comprar este tesoro; no tiene intimidad con el Señor, porque para esto hay vender mucho de nuestro tiempo, soberbia, avaricia y pecados: “El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo. El reino de los cielos se parece también a un comerciante en perlas finas que, al encontrar una de gran valor, se va a vender todo lo que tiene y la compra.

       Conversar y pasar largos ratos con Jesús Eucaristía es vital y esencial para mi vida cristiana, sacerdotal, apostólica, familiar, profesional, para ser buen hijo, buen padre, buena madre cristiana. A los pies del Santísimo, a solas con Él, con la luz de la lamparilla de la fe y del amor encendidos, aprendemos las lecciones de amor y de entrega, de humildad y paciencia que necesitamos para amar y tratar a todos y también poco a poco nos vamos encontrando con el Cristo del Tabor en el que el Padre tiene sus complacencias y nosotros, como Pedro, Santiago y Juan, en ese día luminoso de nuestra fe, cuando el Padre quiera, oiremos su voz de Padre amoroso encendida de fuego de Dios Espíritu Santo, Dios Abrazo y Beso de Amor Trinitario, en el cielo de nuestra alma habitada por los TRES que nos dice: “Éste es mi Hijo, el amado, escuchadle.”

2.-EL GOZO DE CREER Y AMAR A JESÚS EUCARISTÍA

       ¡Qué gozo ser católico, tener fe, poder celebrar el Corpus Christi, creer en Jesucristo Eucaristía! ¡Qué gozo haberme encontrado con Él, saber que no estoy solo, que Él me acompaña, que mi vida tiene sentido! ¡Qué gozo saber que Alguien me ama, que si existo, es que Dios me ama, y en el Hijo Eucaristía me ama hasta ese extremo; hasta el extremo del tiempo, hasta el extremo del amor y de sus fuerzas, hasta el extremo de dar la vida por mí, hasta el extremo de ser Dios y, por amor, hacerse hombre, y venir en mi búsqueda para abrirme las puertas de la amistad y amor de mi Dios Trino y Uno! ¡Qué gozo saber que se ha quedado para siempre conmigo en el pan consagrado, en cada Sagrario de la tierra, con los brazos abiertos, en amistad permanentemente ofrecida!

       ¡Cómo no amarlo, adorarlo y comerlo! ¡ cómo no besarlo y abrazarlo y llevarlo sobre los hombros por calles y plazas, gritando y cantando, proclamando que Dios existe y nos ama, que la vida tiene sentido y es un privilegio existir, porque ya no moriremos nunca, que nuestra vida es más que esta vida y que este tiempo y este espacio, que soy eternidad, porque el Hijo de Dios Eterno me lo ha revelado y lo ha demostrado con su muerte y resurrección, que hace presente en la Eucaristía, donde me dice: “¡ yo soy el pan de la vida, el que coma de este pan, tenga la vida eterna”!

       ¡Cómo no proclamarlo y gritarlo cuando todo esto se cree, pero, sobre todo, se puede vivir, gustar y saborear ya aquí abajo, y empieza el cielo en la tierra, y se viven ratos de eternidad, en encuentros de amistad y de oración junto al Sagrario, donde el Padre me está diciendo su Palabra de Amor en el Hijo, encarnado primero en carne, luego, en el pan consagrado, y siempre por la potencia de su Amor, que es Espíritu Santo, persona divina y abrazo eterno del Padre y del Hijo!

       Jesucristo Eucaristía, desde su presencia eucarística y trinitaria, en «música callada» me está cantando, “revelando” la canción de Amor “extremo”, infinito del Padre al hombre por la potencia de Amor de la Trinidad, Espíritu Santo: “La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros”, donde el Resucitado, en Eucaristía permanente, en oblación e intercesión perenne al Padre, con ese mismo Amor de Espíritu Santo nos está diciendo: no te olvido, te amo, ofrezco mi vida y amistad por ti y quiero hacerte partícipe de mi misma vida divina y trinitaria de sentimientos y gozos eternos: “a vosotros no os llamo siervos... a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que me ha revelado el Padre, os lo he dado a conocer”.

       Cristo Eucaristía ¡qué gozo haberte conocido por la fe, sobre todo, por la fe viva y experimentada en la oración personal o litúrgica, no meramente creída o celebrada! ¡Qué gozo haberme encontrado contigo por la oración personal y eucarística: «que no es otra cosa oración... sino trato de amistad estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama». Parece como si la santa hubiera hecho esta definición mirando al sagrario.

       Por eso, qué necesidad absoluta tiene la Iglesia de todos los tiempos de tener, especialmente en los seminarios y noviciados y casas de formación, montañeros que hayan subido hasta la cumbre del Tabor eucarístico, y puedan enseñar, no sólo teórica, sino vivencialmente, este camino; necesitamos obispos y sacerdotes exploradores, como los de Moisés, que hayan llegado a la tierra prometida de la vivencia eucarística y puedan volver cargados de frutos para enseñar la ruta, dejando otros caminos que no llegan hasta el corazón del pan o de los ritos sagrados, hasta las personas divinas, presentes mistéricamente y amando y actuando para nuestra salvación.

       El camino exige oración permanente que nos lleva a la conversión personal permanente para llegar al amor total y permanente; hay que dejarlo todo, para llenarnos del Todo, y estamos muy llenos de nosotros mismo; tanto que no cabe Dios, el Todo; tenemos que dejar que Dios sea Dios, el Todo de nuestro ser y existir: “amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con todas tus fuerzas, con todo tu amor”.

Y este es y será siempre el problema eterno de la Iglesia mientras camina por este mundo: conversión permanente por una vida de oración permanente, que sea alimento permanente de la unión permanente con Dios por medio de la Eucaristía como misa, comunión y presencia; Eucaristía como sacrificio permanente de mi yo, como Comunión con la vida y los mismos sentimientos de Cristo, como amistad de amor verdadero con su presencia de amor en el Sagrario, “estando muchas veces tratando a solas con Aquel que sabemos que nos ama”, al que le presto mi humanidad para que siga amando, predicando y salvando a sus hermanos, los hombres .

El Cuerpo de Cristo, el Corpus Christi, el pan consagrado es Cristo entero y completo, Dios y hombre, hecho alimento de fe y de amor para los que le coman en oración contemplativa de fe y amor, es el único alimento de la vida eterna, pero sabiendo siempre que una cosa es comer, y otro comulgar con los sentimientos y la vida de Cristo: “sin mí no podéis hacer nada...  el que me coma, vivirá por mí”.

15º JUEVES EUCARÍSTICO

PRIMERA MEDITACIÓN

3.-  EN EL SAGRARIO ME ENCUENTRO CON EL MISMO CRISTO MISERICORDIOSO DE PALESTINA, QUE CURÓ A LA HEMORROÍSA

       Aquí, en el Sagrario, está el mismo y único Cristo. Es el mismo Cristo, ya pleno de Luz y de Gloria, intercediendo por todos nosotros ante el Padre, el mismo de Palestina, el Cristo de la Hemorroísa, dispuesto a curarnos nuestras enfermedades, de cuerpo y de alma, si le tocamos, como ella, con fe y amor y esperanza convencida.

       Está ahí, esperándonos, siempre que nos acerquemos a él por la oración y se lo pidamos, aún sin pedírselo, sólo con desearlo, como la samaritana; está ahí, con los brazos abiertos, en amistad permanente para que le toquemos con fe y seamos curados de las heridas de nuestros pecados que nos desangran y vacían de la vida de la gracia y nos debilitan y nos llevan a la muerte y el pecado.

 ¡Hemorroísa creyente, decidida, enséñame a tocar a Cristo con fe y esperanza!

 “Mientras les hablaba, llegó un jefe y acercándosele se postró ante Él, diciendo: Mi hija acaba de morir; pero ven, pon tu mano sobre ella y vivirá. Y levantándose Jesús, le siguió con sus discípulos. Entonces una mujer que padecía flujo de sangre hacía doce años se le acercó por detrás y le tocó la orla del vestido, diciendo para sí misma: con sólo que toque su vestido seré sana. Jesús se volvió, y, viéndola, dijo: Hija, ten confianza; tu fe te ha sanado. Y quedó sana la mujer desde aquel momento”(Mt 9, 20-26) .

Seguramente todos recordaréis este pasaje evangélico, en el que se nos narra la curación de la hemorroisa. Esta pobre mujer, que padecía flujo incurable de sangre desde hacía doce años, se deslizó entre la multitud, hasta lograr tocar al Señor: “Si logro tocar la orla de su vestido, quedaré curada, se dijo. Y al instante cesó el flujo de sangre. Y Jesús... preguntó: ¿Quién me ha tocado?”

No era el hecho material lo que le importaba a Jesús. Pedro, lleno de sentido común, le dijo: Señor, te rodea una muchedumbre inmensa y te oprime por todos lados y ahora tú preguntas, ¿quién me ha tocado? Pues todos.

Pero Jesús lo dijo, porque sabía muy bien, que alguien le había tocado de una forma totalmente distinta a los demás, alguien le había tocado con fe y una virtud especial había salido de Él. No era la materialidad del acto lo que le importaba a Jesús en aquella ocasión; cuántos ciertamente de aquellos galileos habían tenido esta suerte de tocarlo y, sin embargo, no habían conseguido nada. Sólo una persona, entre aquella multitud inmensa, había tocado con fe a Jesús. Esto era lo que estaba buscando el Señor.

Queridos hermanos: Este hecho evangélico, este camino de a hemorroísa, debe ser siempre imagen e icono de nuestro acercamiento al Señor, y a la vez una imagen real y desoladora de lo que sigue aconteciendo hoy día.

Otra multitud de gente nos hemos reunido esta tarde en su presencia y nos reunimos en otras muchas ocasiones y, sin embargo, no salimos todos curados de su encuentro, porque nos falta fe. El sacerdote que celebra la Eucaristía, los fieles que la reciben y la adoran, todos los que vengan a la presencia del Señor, deben tocarlo con fe y amor para salir curados.

Y si el sacerdote como Pedro le dice: Señor, todos estos son creyentes, han venido por Tí, incluso han comido contigo, te han comulgado; el Señor podría tal vez responder: pero ¡no todos me han tocado! Tanto al sacerdote como a los fieles nos puede faltar esa fe necesaria para un encuentro personal, podemos estar distraídos de su amor y presencia amorosa; es más, nos puede parecer el Sagrario un objeto de iglesia, venerado, pero simple objeto, no la presencia plena y verdadera y realísima de Cristo.

Sin fe viva, la presencia de Cristo no es la del amigo que siempre está en casa, esperándonos, lleno de amor, lleno de esas gracias, que tanto necesitamos, para glorificar al Padre y salvar a los hombres; y por esto, sin encuentro de amistad, no podemos contagiarnos de sus deseos, sentimientos y actitudes.

En la oración eucarística, como en su presencia en el Sagrario en Eucaristía continuada y permanente el Señor se sigue ofreciendo por nosotros al Padre y como alimento de vida a todos, es el “pan de vida que ha bajado de los cielos” y nos dice: “Tomad y comed... Tomad y bebed”; y lo dice para que comulguemos, nos unamos a Él por la oración, por la adoración, comunión espiritual.

En la oración eucarística, más que abrir yo la boca para decir cosas a Cristo, la abro para acoger su don, que es el mismo Cristo pascual, vivo y resucitado por mí y para mí. El don y la gracia ya están allí, es Jesucristo resucitado para darme vida, sólo tengo que abrir los ojos, la inteligencia, el corazón para comulgarlo con el amor y el deseo y la comunicación-comunión y así la oración eucarística se convierte en una permanente comunión eucarística. Sin fe viva, callada, silenciosa y alimentada de horas de Sagrario, Cristo no puede actuar aquí y ahora en nosotros, ni curarnos como a la hemorroisa. No puede decirnos, como dijo tantas veces en su vida terrena “Vete, tu fe te ha salvado”.

       Y no os escandalicéis, pero es posible que yo celebre la eucaristía y no le toque, y tú también puedes comulgar y no tocarle, a pesar de comerlo. No basta, pues, tocar materialmente la sagrada forma y comerla, hay que comulgarla, hay que tocarla con fe y recibirla con amor.     Y ¿cómo sé yo si le toco con fe al Señor? Muy sencillo: si quedo curado, si voy poco a poco comulgando con los sentimientos de amor, servicio, perdón, castidad, humildad de Cristo, si me voy convirtiendo en Él y viviendo poco a poco su vida.

Tocar, comulgar a Cristo es tener sus mismos sentimientos, sus mismos criterios, su misma vida. Y esto supone renunciar a los míos, para vivir los suyos: “El que me coma, vivirá por mí”, nos dice el Señor en el largo y maravilloso capítulo sexto de San Juan. Y Pablo constatará esta verdad: “vivo yo pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”.

Hermanos, de hoy en adelante vamos a tener más cuidado con nuestras misas y nuestras comuniones, con nuestros ratos de iglesia, de Sagrario. Vamos a tratar de tocar verdaderamente a Cristo. Creo que un momento muy importante de la fe eucarística es cuando llega ese momento, en que iluminado por la fe, uno se da cuenta de que Él está realmente allí, que está vivo, vivo y resucitado, que quiere comunicarnos todos los tesoros que guarda para nosotros, puesto que para esto vino y este fue y sigue siendo el sentido de su encarnación continuada en la Eucaristía. Pero todo esto es por las virtudes teologales de la fe, esperanza y caridad, que nos llevan y nos unen directamente con Dios.

Hemorroisa divina, creyente, decidida y valiente, enséñame a mirar y admirar a Cristo como tú lo hiciste, quisiera tener la capacidad de provocación que tú tuviste con esos deseos de tocarle, de rozar tu cuerpo y tu vida con la suya, esa seguridad de quedar curado si le toco con fe, de presencia y de palabra, enséñame a dialogar con Cristo, a comulgarlo y recibirlo; reza por mí al Cristo que te curó de tu enfermedad, que le toquemos siempre con esa fe y deseos tuyos en nuestras misas, comuniones y visitas, para que quedemos curados, llenos de vida, de fe y de esperanza.

SEGUNDA MEDITACIÓN

4.- DESDE EL SAGRARIO JESÚS NOS LLAMA Y NOS ESPERA “PARA ESTAR CON ÉL Y ENVIARNOS A PREDICAR”.

 «EUCARÍSTICAS» es el título que puse, hace más de cincuenta años, a un cuaderno de pactas grises y páginas a cuadritos, que me llevaba a la iglesia en los primeros tiempos de mi sacerdocio. Allí anotaba todo lo que el Señor desde el Sagrario me iba inspirando: «Contemplata aliis tradere», lema de la Orden Dominicana, y, por tanto, de santo Tomás de Aquino: predicar lo que hemos contemplado. Eran sentimientos, emociones, vivencias, que yo luego traducía en ideas para mi predicación. Recuerdo, como si fuera hoy mismo, la primera «Eucarística» (vivencia), que escribí como párroco junto al Sagrario de mi primera parroquia de la bella Vera extremeña, Robledillo de la Vera (1962):

       «Señor, Tú sabías que serían muchos los que no creerían en Ti, Tú sabías que muchos no te seguirían ni te amarían en este sacramento, Tú sabías que muchos no tendrían hambre de tu pan ni de tu amor ni de tu presencia eucarística, Tú sabías que el Sagrario sería un trasto más de la Iglesia, al que se le ponen flores y se le adorna algunos días de fiesta... Tú lo sabías todo... y, sin embargo, te quedaste; te quedaste para siempre en el pan consagrado, como amor inmolado por todos, como comida de amor para todos, como presencia de amistad ofrecida a tus sacerdotes, a tus seguidores, a todos los hombres... Gracias, Señor, qué bueno eres, cuánto nos amas... verdaderamente nos amaste hasta el extremo, hasta el extremo de tus fuerzas y amor, hasta el extremo del tiempo, del olvido y de todo.

Muchas veces te digo: Señor, si Tú sabías de nuestras rutinas y faltas de amor, de nuestros abandonos y faltas de correspondencia y, a pesar de todo, te quedaste, entonces, Señor, no mereces compasión..., porque Tú lo sabías, Tú lo sabías todo....y, sin embargo, te quedaste... Qué emoción siento, Señor, al contemplarte en cada Sagrario, siempre con el mismo amor, la misma entrega....eso sí que es amar hasta el extremo de todo y del todo. Qué bueno eres, cuánto nos quieres, Tú sí que amas de verdad, nosotros no entendemos de las locuras de tu amor, nosotros somos más calculadores; nosotros somos limitados en todo.

Señor, por qué me amas tanto, por qué me buscas tanto, por qué te humillas tanto, por qué te rebajas tanto... hasta hacerte no solo hombre sino una cosa, un poco de pan por mí.... Señor, pero qué puedo darte yo que Tú no tengas....qué puede darte el hombre.... Si Tú eres Dios, si Tú lo tienes todo... no me entra en la cabeza, no encuentro respuesta, no lo comprendo, Señor, sólo hay una explicación: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”.

Nos amaste hasta el extremo, cuando en el seno de la Santísima Trinidad te ofreciste al Padre por nosotros:“Padre,no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad” y la cumpliste  en la Ultima Cena, anticipando tu pasión y muerte por nosotros, cuando temblando de emoción, con el pan en las manos, te entregaste en sacrificio y comida y presencia permanente por todos: “Tomad y comed, esto es mi cuerpo... Tomad y bebed, esta es mi sangre...”.

En tu corazón eucarístico está vivo ahora y presente todo este amor, toda esta entrega, toda esta emoción, la he sentido muchas veces, la ofrenda de tu vida al Padre y a los hombres, que te llevó a la Encarnación, a la pasión, muerte y resurrección, para que todos tuviéramos la vida nueva del Resucitado y entrar así con Él en el círculo del Amor trinitario;  y también para que nunca dudásemos de la verdad de tu amor y de tu entrega. Gracias, gracias, Señor... Átame, átanos para siempre a tu amor, a tu Eucaristía, a la sombra de tu Sagrario para que correspondamos a la locura de tu amor.

16º JUEVES EUCARÍSTICO

PRIMERA  Y SEGUNDA MEDITACIÓN

 EL SAGRARIO ES EL BROCAL DEL POZO DE JACOB, DONDE JESÚS NOS ESTÁ ESPERANDO SIEMPRE, COMO A LA SAMARITANA

En la puerta del Sagrario, como brocal del pozo divino del agua que salta hasta la vida eterna, Jesús me está esperando siempre, como a la Samaritana, para un diálogo  de amistad y salvación con cada uno de nosotros ¡Samaritana mía, enséñame a dialogar con Cristo y pedirle    el agua de la fe y del amor!

   “Tenía que pasar por Samaria. Llega, pues, a una ciudad de Samaria llamada Sicar, próxima a la heredad que dio Jacob a José, su hijo, donde estaba la fuente de Jacob. Jesús fatigado del camino, se sentó sin más junto a la fuente; era como la hora de sexta. Llega una mujer de Samaria a sacar agua, y Jesús le dice: dame de beber, pues los discípulos habían ido a la ciudad a comprar provisiones.

Dícele la mujer samaritana: ¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, mujer samaritana? Porque no se tratan judíos y samaritanos. Respondió Jesús y dijo: Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: dame de beber, tú le pedirías a Él, y Él te daría a ti agua viva. Ella le dijo: Señor, no tienes con qué sacar el agua y el pozo es hondo; ¿de dónde, pues, te viene esa agua viva?¿Acaso eres tú más grande que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo y de él bebió él mismo, sus hijos y sus rebaños? Respondió Jesús y le dijo: Quien bebe de esta agua volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le diere no tendrá jamás sed, que el agua que yo le dé se hará en él una fuente que salte hasta la vida eterna.

  Díjole la mujer: Señor, dame de esa agua para que no sienta más sed ni tenga que venir aquí a sacarla. Él le dijo: Vete, llama a tu marido y ven acá. Respondió la mujer y le dijo: no tengo marido. Díjole Jesús: bien dices: no tengo marido porque tuviste cinco, y el que tienes ahora no es tu marido; en esto has dicho verdad. Díjole la mujer: Señor, veo que eres profeta.

Nuestros padres adoraron en este monte, y vosotros decís que es Jerusalén el sitio donde hay que adorar. Jesús le dijo: Créeme, mujer, que es llegada la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre... Díjole la mujer: Yo sé que el Mesías, el que se llama Cristo, está para venir, y que cuando venga nos hará saber todas las cosas. Díjole Jesús: Soy yo, el que contigo habla.

Muchos samaritanos de aquella ciudad creyeron en Él por la palabra de la mujer, que atestiguaba: Me ha dicho todo cuanto he hecho. Así que vinieron a Él y le rogaron que se quedase con ellos. Permaneció allí dos días y muchos más creyeron al oírle. Decían a la mujer: ya no creemos por tu palabra, pues nosotros mismos hemos oído y conocido que éste es verdaderamente el Salvador del mundo”(Juan 4, 4-26).

       Polvoriento, sudoroso y fatigado Jesús se ha sentado en el brocal del pozo. Está esperando a una persona muy singular. Ella no lo sabe. Por eso, al llegar y verlo, la samaritana se ha quedado sorprendida de ver a un judío sentado en el pozo, sobre todo, porque le ha pedido agua. Pero este encuentro ha sido cuidadosamente preparado por Jesús. Por eso, Cristo no se ha recatado en manifestar su sed material, aunque le ha empujado hasta allí más su sed de almas, su ardor apostólico: “si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber...”.

       Queridos hermanos: el mismo Cristo, exactamente el mismo, con la misma sed de almas, está sentado a la puerta de nuestros Sagrarios, del Sagrario de tu pueblo. Lleva largos años esperando el encuentro de fe y amistad contigo para entablar el deseado diálogo, pero tú tal vez no has sido fiel a la cita y no has ido a este pozo divino para sacar el agua de la vida. Sin embargo, Él está siempre aquí, esperándote, como a la samaritana. Dos mil años lleva esperándote.

       Por fin hoy estás aquí, junto a Él, que te mira con sus ojos negros de judío, imponentes, pregúntaselo a la adúltera, a la Magdalena, a las multitudes de niños, jóvenes y adultos de Palestina, que le seguían magnetizados; ¡qué vieron en esos ojos, lagos transparentes en los que se reflejaba su alma pura, su ternura por niños, jóvenes, enfermos, pecadores, su amor por todos nosotros y que purificaban con su bondad las miserias de los hombres!

       Todos sentimos esta tarde una emoción muy grande, porque hemos caído en la cuenta de que Él estaba esperándonos. Y, sentado en el brocal del Sagrario, Cristo te provoca y te pide agua, porque tiene sed de tu alma, como aquel día tenía más sed del alma de esta mujer que del agua del pozo. Cristo Eucaristía se muere en nuestros Sagrarios de sed de amor, comprensión, correspondencia, de encontrar almas corredentoras del mundo, adoradoras del Padre, enamoradas y fervientes, sobre las que pueda volcarse y transformarlas en eucaristías perfectas.

       «He aquí el corazón que tanto ha amado a los hombres, diría a Santa Margarita y, a cambio de tanto amor, solo recibe desprecios...». Tú, al menos, que has conocido mi amor, ámame, nos dice el Señor a los creyentes desde cada Sagrario. “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber...tú le pedirías y el te daría agua que salta hasta la vida eterna...”.

        El don de Dios a los hombres es Jesucristo, es el mayor don que existe y que es entregado a los que le aman. Para eso vino y para eso se quedó en el Sacramento. Si supiéramos, si descubriéramos quién es el que nos pide de beber... es el Hijo de Dios, la Palabra pronunciada y cantada eternamente con Amor de Espíritu Santo por el Padre: “Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios... Todas las cosas fueron hechas por Él, y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho. En Él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres... Vino a los suyos y los suyos no le recibieron” (Jn 1, 1-3,11). Pues bien, esa Palabra Eterna de Salvación y Felicidad, pronunciada con amor de Espíritu Santo por el Padre para los hombres, es el Señor, presente en todos los Sagrarios de la tierra.

       No debemos olvidar nunca que la religión cristiana, esencialmente, no son mandamientos ni sacramentos ni ritos ni ceremonias ni el mismo sacerdocio ni nada, esencialmente es una persona, es Jesucristo. Quien se encuentra con Él, puede ser cristiano, porque ha encontrado al Hijo Único, que conoce y puede llevarnos al Padre y a la salvación; quien no se encuentra con Él, aunque tenga un doctorado en teología o haga todas las acciones y organigramas pastorales, no sabe lo que es auténtico cristianismo, ni ha encontrado el gozo eterno comenzado en el tiempo.

       Es que Dios nos ha llamado a la existencia por amor, tanto en la creación primera como en la segunda, y siempre en su Hijo, primero, Palabra Eterna pronunciada en silencio, lleno de amor de Espíritu Santo en su esencia divina, luego, pronunciada en el tiempo y en este mundo en carne humana para nosotros, para que vivamos su misma vida y seamos felices con su misma felicidad trinitaria, que empieza aquí abajo; las puertas del Sagrario son las puertas de la eternidad:

  “Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en Cristo nos bendijo con toda bendición espiritual en los cielos; por cuanto que en Él nos eligió antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e inmaculados ante Él en caridad, y nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para la alabanza del esplendor de su gracia, que nos otorgó gratuitamente en el amado, en quien tenemos la redención por su sangre, la remisión de los pecados...” (Ef 1,3-7).

       La religión, en definitiva, es todo un invento de Dios para amar al hombre y ser amado por el hombre, y aquí está la clave del éxtasis de amor de los místicos al descubrir y sentir y experimentar que esto es verdad, que de verdad Dios ama al hombre desde y hasta la hondura de su ser trinitario, y el hombre, al sentirse amado así, desfallece de amor, se transciende, sale de sí por este amor divino que Dios le regala y se adentra en la esencia de Dios, que es Amor, Amor que no puede dejar de amar, porque si dejara de amar, dejaría de existir. Esto es lo que busca el Padre por su Hijo Jesucristo, hecho carne de pan por y para nosotros.

       “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó...” (1J 4, 8-10).

       “Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios y lo somos. Carísimos, ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es”(1Jn 3, 1-3).

        Por eso, ya puede crear otros mundos más dilatados y varios, otros cielos más infinitos y azules, pero nunca podrá existir nada más grande, más bello, más profundo, más lleno de vida y amor y de cariño y de ternuras infinitas que Jesucristo, su Verbo Encarnado. “Y hemos visto, y damos de ello testimonio, que el Padre envió a su Hijo por Salvador del mundo. Quien confesare que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios Y nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene. Dios es amor, y el que vive en amor, permanece en Dios y Dios en él” (1Jn 4, 14-16).

       Y a este Jesús es a quien yo confieso como Hijo de Dios arrodillándome ante el Sagrario, y a éste es al que yo veo cuando miro, beso, hablo o me arrodillo ante el Sagrario, yo no veo ni pan ni copón ni caja de metal o madera que lo contiene, yo sólo veo a mi Cristo, a nuestro Cristo y ese es el que me pide de beber... y si yo tengo dos gotas de fe, tengo que comulgarle, comunicarme con Él, entregarme a Él, encontrarle, amarle: “Si tú supieras quién es el que te pide de beber...”

       Dímelo tú, Señor. Descúbremelo Tú personalmente. En definitiva, el único velo que me impide verte es el pecado, de cualquier clase que sea, siempre será un muro que me oculta tu rostro, me separa de Tí; por eso quiero con todas mis fuerzas destruirlo, arrancarlo de mí, aunque me cueste sangre, porque me impide el encuentro, la comunión total. “Si dijéramos que vivimos en comunión con Él y andamos en tinieblas, mentiríamos y no obraríamos según verdad”. “Y todo el que tiene en él esta esperanza, se purifica, como puro es Él. Todo el que permanece en Él no peca, y todo el que peca no le ha visto ni le ha conocido” (1Jn 1,6; 3, 3,6).

       Por eso, la samaritana, al encontrarse con Cristo, reconoció prontamente sus muchos maridos, es decir, sus pecados; los afectos y apegos desordenados impiden ver a Cristo, creer en Cristo Eucaristía, sentir su presencia y amor; Cristo se lo insinuó, ella lo intuyó y lo comprendió y ya no tuvo maridos ni más amor que Cristo, el mejor amigo.       Señor, lucharé con todas mis fuerzas por quitar el pecado de mi vida, de cualquier clase que sea. “Los limpios de corazón verán a Dios”. Quiero estar limpio de pecado, para verte y sentirte como amigo. Quiero decir con la samaritana: “Dáme, Señor, de ese agua, que sacia hasta la vida eterna…” para que no tenga necesidad de venir todos los días a otros pozos de aguas que no sacian plenamente; todo lo de este mundo es agua de criaturas que no sacia, yo quiero hartarme de la hartura de la divinidad, de este agua que eres Tú mismo, el único que puedes saciarme plenamente. Porque llevo años y años sacando agua de estos pozos del mundo y como mis amigos y antepasados tengo que venir cada día en busca de la felicidad, que no encuentro en ellos y que eres Tú mismo.

       Señor, tengo hambre del Dios vivo que eres Tú, del agua viva, que salta hasta la vida eterna, que eres Tú, porque ya he probado el mundo y la felicidad que da. Déjame, Señor, que esta tarde, cansado del camino de la vida, lleno de sed y hambriento de eternidad y sentado junto al brocal del Sagrario, donde Tú estás, te diga: Jesús, te deseo a Tí, deseo llenarme y saciarme solo de Tí, estoy cansado de las migajas de las criaturas, sólo busco la hartura de tu Divinidad. Quien se ha encontrado contigo, ha perdido la capacidad de hambrear nada fuera de Tí. Tú eres la Vida de mi vida, lléname de Tí. Sólo Dios, sólo Dios, sólo Dios, sólo Dios.

CARA A CARA CON CRISTO. Por eso, este encuentro eucarístico, la oración personal, este cara a cara personal y directo con Cristo es fundamental para nuestra vida espiritual. Añadiría que, aunque todos sabemos que la eucaristía como sacrificio es el fundamento, sin embargo la eucaristía como presencia tiene unos matices que nos descubre y pone más en evidencia la realidad de nuestra relación con Cristo. Porque en las eucaristías tenemos la asamblea, los cantos, las lecturas, respondemos y nos damos la paz, nos saludamos, escuchamos al sacerdote; pero con tanto movimiento a lo mejor salimos de la iglesia, sin haber escuchado a Cristo, es más, sin haberle incluso saludado personalmente.

       Sin embargo, en la oración personal, ante el Sagrario, no hay intermediarios ni distracciones, es un diálogo a pecho descubierto, de tú a tú con Jesús, que me habla, me enfervoriza o tal vez, si Él lo cree necesario, me echa en cara mi mediocridad, mi falta de entrega, que me dice: no estoy de acuerdo en esto y esto, corrige esta forma de ser o actuar.... y claro, allí, solos ante Él en el Sagrario, no hay escapatoria de cantos o respuestas de la misa, allí es uno el que tiene que dar la respuesta, y no las hay litúrgicas oficiales; por eso, si no estoy dispuesto a cambiar, no aguanto este trato directo con Cristo Eucaristía y dejo la visita diaria. ¿Cómo buscarle en otras presencias cuando allí es donde está más plena y realmente presente?

       Si aguanto el cara a cara, cayendo y levantándome todos los días, aunque tarde años, encontraré en su presencia eucarística luz, consuelo, gozo, que nada ni nadie podrán quitarme y quemaré de amor verdadero y seguimiento de Cristo allí donde trabaje y me encuentre, lo contagiaré todo de amor y seguimiento de El, llegaré a la unión afectiva y efectiva, oracional y apostólica con El. Y esto se llama santidad y para esto es la oración eucarística, porque la oración es el  alma de todo apostolado. Y a esto nos invita el Señor desde su presencia eucarística y para esto se ha quedado tan cerca de nosotros.

17º JUEVES EUCARÍSTICO

PRIMERA Y SEGUNDA MEDITACIÓN

6.- EN EL SAGRARIO NOS ESPERA EL MISMO CRISTO QUE CALMÓ LAS TEMPESTADES Y  SALVÓ A LOS APÓSTOLES DE NAUFRAGAR.

       San Mateo  lo describe así en su evangelio: “En seguida, obligó a los discípulos que subieran a la barca y pasaran antes que él a la otra orilla, mientras él despedía a la multitud. Después, subió a la montaña para orar a solas. Y al atardecer, todavía estaba allí, solo. La barca ya estaba muy lejos de la costa, sacudida por las olas, porque tenían viento en contra. A la madrugada, Jesús fue hacia ellos, caminando sobre el mar. Los discípulos, al verlo caminar sobre el mar, se asustaron. "Es un fantasma", dijeron, y llenos de temor se pusieron a gritar. Pero Jesús les dijo: "Tened calma, soy yo; no temáis". Entonces Pedro le respondió: "Señor, si eres tú, mándame ir a tu encuentro sobre el agua". "Ven", le dijo Jesús. Y Pedro, bajando de la barca, comenzó a caminar sobre el agua en dirección a él. Pero, al ver la violencia del viento, tuvo miedo, y como empezaba a hundirse, gritó: "Señor, sálvame". En seguida, Jesús le tendió la mano y lo sostuvo, mientras le decía: "Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?". En cuanto subieron a la barca, el viento se calmó. Los que estaban en ella se postraron ante él, diciendo: "Verdaderamente, tú eres el Hijo de Dios". Al llegar a la otra orilla, fueron a Genesaret. Cuando la gente del lugar lo reconoció, difundió la noticia por los alrededores, y le llevaban a todos los enfermos, rogándole que los dejara tocar tan sólo los flecos de su manto, y todos los que lo tocaron quedaron curados”.

Me consuela saber que, en medio de los peligros por los que todos tenemos que pasar, (unas veces porque nos meten, otras porque nos metemos nosotros), Cristo, desde el sagrario, está siempre  pendiente de nosotros para salvarnos para decirnos: “Animo, soy yo, no tengáis miedo”.

Con su presencia en el Sagrario Jesús siempre nos está ofreciendo su ayuda y amistad y si tenemos fe y venimos a su presencia, como estamos ahora, y le decimos como Pedro: “Sálvanos, Señor, que  perecemos”, Él, que es infinitamente bueno y poderoso y  nos ama y se ha quedado para eso tan cerca de nosotros “hasta el final de los tiempos”, hará que sintamos su presencia eucarística, nos quitará la soledad y el desaliento que otros tienen por no visitarlo en el Sagrario, y venceremos en todas las luchas y tempestades de la vida, tanto corporal y humana como espiritual, en las crisis de fe , de esperanza y amor, en las noches de fe en la oración y en la experiencia de Dios en nuestra vida espiritual. 

       Como Cristo, desde la montaña, donde había subido a orar, contemplaba a sus pies el mar de Tiberíades y en él la barca con los doce Apóstoles, sobre todo, cuando se embraveció y surgieron las olas por el viento fuerte, así también ahora, Jesucristo, nuestro amigo Dios, nos ve, desde el Sagrario,  a nosotros en el mar de la vida y vive pendiente de nosotros. Qué consuelo cuando uno sabe y vive todo esto. Qué tranquilidad en la misma enfermedad, persecución, críticas, envidias... no estoy solo, Cristo, desde el Sagrario me ve y me acompaña y se interesa por mí.

        1). Hemos de tener en cuenta que este hecho acaeció a continuación de la primera multiplicación de los panes: cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños, fueron milagrosamente alimentados por Jesús: “Visto el milagro que  Jesús había hecho, decían aquellos hombres: Este, sin duda, es el Profeta que ha de venir al mundo. Por lo cual, conociendo Jesús que habían de venir para llevárselo por fuerza para hacerlo rey, huyó Él solo otra vez al monte”. (Jo 6, 14-15).

       ¡Cómo huye el Señor de ser honrado y cómo nos enseña con las obras lo que nos predica de palabra! Los discípulos, halagados quizá por el clamor popular, soñaron en puestos y honras temporales; y el Señor les hizo embarcar y salir a la mar, y se quedó Él en tierra.

       Preveía el Señor la tempestad que muy pronto se iba a desatar, y les hizo embarcar para que lucharan con ella y no pensaran que en el seguimiento del Señor tan poderoso iba a ser todo felicidad, sino que vivieran dispuestos al sacrificio. Iba además a hacerles sentir que siempre velaba por ellos, sin que fuera necesaria su presencia corporal para tener muy presentes a los suyos y librarles de todo mal.

       Él, mientras tanto, subió al monte a orar. ¡Qué modelo para nosotros!  Cuántas veces en el sagrado Evangelio se nos inculca la frecuencia con que el Señor oraba. Quiere desarrollar prácticamente la lección que después ha de exponernos teóricamente: la necesidad de la oración, sobre todo durante el ejercicio del apostolado, y al mismo tiempo el modo más perfecto de hacerla; se aparta de las gentes, sube al monte, ora de noche.

       Todo hombre, y en especial todo apóstol, debe tener continuo recurso a la oración y buscar en ella la solución de sus dudas, el remedio de sus necesidades, el esfuerzo para el trabajo, la fecundidad de sus labores.

2). Se apartaron los Apóstoles de Jesús quizá de mala gana, pues que San Marcos (Mc., 6, 45) dice que “forzó a los discípulos a subir a la barca”; temían que sin Él pudiera sucederles cualquier contratiempo. Jesús los amaba muy de veras y, sin embargo, y aún por eso mismo permitió que fueran probados.

La tempestad significa cierta ausencia de Jesús, al menos en cuanto al socorro sensible; pero no significa abandono. Bien veía el Señor desde el monte, como ahora desde el Sagrario,  lo que a sus Apóstoles sucedía, y velaba para que no naufragaran, y les daba vigor y fuerza para que perseveraran en su trabajo remando y no cedieran vencidos al furor del viento y la mar contrarios.

¿Por qué causas permite el Señor la tempestad? Cuando no somos nosotros los que en ella nos metemos, como no fueron en esta ocasión los Apóstoles quienes se metieron por propia voluntad en el mar, para hacernos ejercitar nuestro valor y fidelidad y al mismo tiempo para hacernos sentir la necesidad de su ayuda.

       Si se trata del camino de la fe, de la oración, de nuestra unión plena y más perfecta con Él, estas crisis o noches, no sentir nada en la oración, tener pruebas de fe, sentirse solo y no poder meditar... etc. son las noche del sentido y del espíritu que san Juan de la Cruz explica muy bien y este tema lo tengo tratado en algunos de mis libros. Esta purificaciones, debido a que debo vaciarme de mí mismo en pensamientos y obras, de mis proyectos y sentimientos, para llenarme sólo de Dios, esto supone mortificación y sufrimiento, porque estoy tan lleno de mí mismo que no cabe Dios.

       Si se trata de la vida ordinaria, del sacerdocio, de mi matrimonio, hijos, negocios, apostolado, mientras todo va bien es fácil cumplir la obligación y es fácil también olvidarse de acudir en demanda del socorro de lo alto; pero si esto cambia y se complica, es difícil perdonar, seguir en vida familiar o de amistad, sentimos la tentación de cambiar o dejarlo todo, y lo mejor es lo que san Ignacio nos recomienda en los Ejercicios: «en momentos de turbación y tentación no hacer mudanzas>>, es decir: permanecer fiel en el cumplimiento de lo prometido;  esto es: crecer en la práctica de todo bien y esforzarse en cumplir lo prometido. Es lo que hicieron los Apóstoles: “remaban muy penosamente” (Mc., 6, 48); remando con trabajo merecieron el eficaz socorro de Jesús, como dice el refrán: a Dios rogando y con el mazo, dando.

       3). Jesús, aunque ausente con el cuerpo, estaba muy presente con su pensamiento y amor, y seguía compasivo las vicisitudes de sus discípulos. Al ver que la tempestad arreciaba, lleno de solicitud,  acudió a su socorro: “A la madrugada, Jesús fue hacia ellos, caminando sobre el mar” (Mt., 14, 25). Confiemos siempre en el Señor, en el Cristo amigo de nuestros sagrarios,, por mucho que la tempestad arrecie; si nosotros somos fieles, si le visitamos, si le comulgamos, El está con nosotros y no nos abandonará. ¡Bien seguros podernos estar de ello! En el mundo y en la Iglesia necesitamos almas de Sagrario, de fe y amistad permanente con Cristo Eucaristía. ¡Es tan bueno y compasivo, tan bello y hermoso!

       “Los discípulos, al verlo caminar sobre el mar, se asustaron. "Es un fantasma", dijeron, y llenos de temor se pusieron a gritar”.  Cuántas veces la pasión, el miedo o el pecado grave, nos hacen temer o despreciar como fantasmas a Jesús y su evangelio, sus enseñanzas, como si fueran para otro mundo y otra civilización. Y en esto de apariciones y visiones hemos de ser cautos y proceder con prudencia y con piedad, aplicando los criterios que la ascética y la mística nos enseñan para discernimiento de espíritus, y siendo siempre dóciles a las direcciones de los maestros de espíritu y de la santa Iglesia a los consejos y  mandatos de la jerarquía católica, incluso en las obras de apostolado.

       4) “Pero Jesús les dijo: "Tened calma, soy yo; no temáis" (Ib., 27). No soy un fantasma, sino realidad dulcísima; soy Jesús, a quien conocéis y os ama y nos os deja abandonados  ¿por qué teméis teniéndome a Mí? ¡Cuán grata sonó a los oídos de los amedrentados Apóstoles la voz conocida del Maestro en aquella hora angustiosa! Pues es el mismo, y, como entonces, si a Él venimos en su presencia permanente en el Sagrario, cosa fácil teniéndolo tan cerca, si a Él recurrimos en las horas de tempestad, en medio del fragor de la tormenta de la vida, sonará en el fondo de nuestra alma su voz tranquilizadora: “¡ No temas, soy Yo!” Y estando Jesús con nosotros, ¿a quién hemos de temer?

       Pensemos que siempre, cualquiera que sea nuestra tribulación, por grande que sea nuestra angustia, Él nos ve, se interesa por nosotros, sabe el tiempo que debe durar para nuestro bien y el momento más oportuno para socorrernos; confianza!, ¡ confianza! Nada puede hacernos más daño en las luchas de la vida que la desconfianza en Dios.

       Jesús, visto de lejos, para los que no creen es un fantasma que da miedo; su ley austera horroriza a la sensualidad; de cerca, cuando se tiene fe y amor y esperanza, se le gusta, nos hechiza y enamora, nos atamos a la sombra del Sagrario, y cómo nos gusta oír su voz en las pruebas de todo tipo: “Yo soy, no temáis”.

       "Entonces Pedro le respondió: "Señor, si eres tú, mándame ir a tu encuentro sobre el agua". "Ven", le dijo Jesús. Y Pedro, bajando de la barca, comenzó a caminar sobre el agua en dirección a él”.  Pedro, lleno de confianza y fervoroso amor, se ofrece para la ardua tarea de pisar sobre el mar alborotado; quiere ir a Jesús sobre las aguas. Ir a Jesús por encima de las ondas alborotadas del mar. Ir a Jesús por encima de las ondas alborotadas del mar es trabajar por vencer en la lucha contra la tentación. El trabajo del propio vencimiento, la ruda labor de resistir las hondas continuas de tentaciones de todo tipo, en el carácter, la lengua, los sentidos.

       Pensemos que Jesús, al ver nuestros buenos deseos y oír nuestras ardientes súplicas, nos dice: «¡Ven!», y nos da su luz y su gracia, y con ella lo podemos todo. Pedro, al oír el “ven” de Jesús se lanza, valiente, al mar y avanza sin hundirse, ¡gran milagro! que un miserable pescador pise en el mar como en tierra firme, que un pobrecillo pecador, triunfe, esforzado, de los más fuertes enemigos y avance hacia Jesús en medio de furiosos ataques.

       “Pero, al ver la violencia del viento, tuvo miedo, y como empezaba a hundirse, gritó: "Señor, sálvame". Apartó Pedro sus ojos de Jesús para fijarlos en las encrespadas ondas del mar, y sintió el rugir del viento y se vio envuelto en espuma, salpicado por las aguas, ¡y temió; su confianza no se apoyaba únicamente en la palabra divina...; se dejó dominar del temor humano y comenzó a hundirse. Cuando esforzados por el divino llamamiento y pisando sobre dificultades marchamos hacia Dios, lo único temible es el acordarnos demasiado de nosotros mismos, y apartando los ojos de Dios, fijarlos en los trabajos que nos oprimen.        Afortunadamente, Pedro, en el peligro, clamó, con angustiosa esperanza, a Jesús: “Señor, sálvame!”, y “En seguida, Jesús le tendió la mano y lo sostuvo, mientras le decía: "Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?". Aprendamos la lección; trabajemos por confiar siempre en Jesús, seguros de que quien en El confía no será confundido.

       “En cuanto subieron a la barca, el viento se calmó”. ¡Qué gozo más grande tener al Señor junto a nosotros, sentir su mano, su aliento, su protección, reclinar sobre el sagrario nuestra cabeza para sentir los latidos de su corazón.¡Y cuál la admiración de Pedro al ver que los vientos y el mar se le sometieron y le obedecieron. Y con qué reverencia “Los que estaban en ella se postraron ante él, diciendo: "Verdaderamente, tú eres el Hijo de Dios".

       Hagámoslo nosotros ahora y quedemos en contemplación de amor ante Cristo Eucaristía: «Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el amado, cesó todo, y dejéme dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado»

18º JUEVES EUCARÍSTICO

1ª Y 2ª MEDITACIÓN

EN EL SAGRARIO NOS ESPERA JESÚS, EL AMIGO DE MARTA Y MARÍA, QUE RESUCITÓ A SU HERMANO LÁZARO

Vamos a profundizar en el misterio de nuestra resurrección y eternidad, porque es la razón fundamental de la misión de Jesús en el mundo, la razón de su venida en nuestra búsqueda para abrirnos las puertas del cielo. Para esto nos soñó el Padre y roto este proyecto del Padre, envió a su Hijo para recrearlo: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en él sino que tengan vida eterna”.

       Qué gozo y garantía de salvación y felicidad eterna tenerte aquí tan cerca en el Sagrario con amor extremo hasta dar la vida por cada uno de nosotros; tenemos aquí tan cerca ya, amándonos y perdonándonos, al mismo Cristo que nos va a juzgar en el día en que pasamos de la casa de los hombres a la casa de Dios, en el día de nuestra entrada en gozo soñado y realizado por el Hijo.

       Y lo hacemos precisamente ante Cristo Eucaristía, Pan de vida eterna. Y este Cristo que tanto me quiere y me ama, al que yo tantas veces beso y comulgo y visito en el Sagrario, ¿Este Cristo me va a condenar? Jamás lo hará... jamás...

       1) Enfermó de gravedad Lázaro, y sus hermanas enviaron a Jesús un aviso diciéndole únicamente: “Señor, al que tú amas está enfermo” (Jo., 11, 4). Qué súplica tan hermosa y llena de sentido: “Señor, está enfermo el que amas, tu amigo!” Luego Jesús tiene amigos y predilectos. ¿Lo es tuyo? Claro que sí. Por su parte no quedará...ni por la tuya, por eso estás aquí en su presencia ¿Cómo tratamos a Jesús? ¿Cómo le correspondemos? Modelo de oración el de estas hermanas, exponen con brevedad y con llaneza al Señor la necesidad; saben que les ama y juzgan que la sola exposición de la necesidad es una súplica instante. Aprendamos a repetir: “Señor, tu amigo está enfermo”.

       Y Jesús parece que no hace caso, y responde: “Esa enfermedad no es para muerte, sino para gloria de Dios, para que por medio de ella sea el Hijo de Dios glorificado” ¿Era que no le amaba? El Evangelio, en el versículo siguiente, dice: “Jesús amaba a Marta, y a su hermana María, y a Lázaro”. No lo olvidemos, que veces hay en que a pesar de nuestras súplicas las cosas parece que se tuercen y no vienen a medida de nuestros deseos; confiemos y recordemos que lo primero es la gloria de Dios, el «sea lo que sea, te doy gracias, porque Tú ere mi Padre», porque Tú me amas más que yo mismo,  que por el pecado original me busco por caminos egoístas prefiriendo mi voluntad a la tuya.

       2) Dos días después dice Jesús a sus discípulos: “Vamos otra vez a la Judea... Maestro, hace poco que los judíos querían apedrearte, y ¿quieres volver allí?” le dicen admirados los Apóstoles. Y Jesús les respondió.: “Pues qué, ¿no son doce las horas del día? El que anda de día no tropieza, porque ve la luz de este mundo; al contrario, ‘quien anda de noche tropieza, porque no tiene luz” (Ib., 9-10). Es idea por Jesús varias veces repetida casi en la misma forma (Jn, 9, 4 y 12, 35-36). Tratándose de trabajar por la gloria de Dios, mientras nos cobija su protección y caminamos a su luz, podemos marchar sin miedo a tropezar, y nuestro trabajo será fecundo; en cambio, quien anda de noche y en tinieblas, sin la luz de la fe y de la gracia, cae fácilmente; ahora marcho a esa luz; pronto llegará la ocasión en que diga: “Esta es vuestra hora” y el “poder de las tinieblas” (Lc., 22, 53).

       3) Después el Señor anunció la muerte de Lázaro y les añadió: “Y me alegro por vosotros de no haberme hallado allí, a fin de que creáis. Y ahora vamos a él” (Jo., 11, 15). No quiso sanarle, como lo hubiera hecho de estar presente, para poder resucitarle; y aguardó al cuarto día para que la muerte fuese más evidente y el milagro más patente. Y les dice que se alegra por ellos, porque iba a ser causa aquel retraso de aumento de fe y de caridad en los discípulos, resultando así de la prueba dolorosa a que sometió a sus amigos de Betania gran bien para sus discípulos. Tengamos también nosotros en cuenta este comportamiento en nuestras peticiones al Señor. Hay que tener paciencia y confianza. No hace Jesús sufrir a los que ama por sólo el gusto de verlos padecer, sino por otros fines muy levantados de la gloria de Dios y la salvación de las almas. ¡No lo olvidemos!

       4) Y esto es lo que pretendía conseguir de Marta y María: antes que resucite a su hermano Lázaro pide a la una y a otra que crean, cuando les diga: “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí aunque haya muerto, vivirá”. Se pone, pues, en camino, y cuando llegó a Betania “halló que hacía ya cuatro días que Lázaro estaba “sepultado” (Jn 17). “Marta, luego que oyó que Jesús venía., le salió a recibir, y María se quedó en casa”.

Nosotros también hemos venido a la Iglesia para hablar con Jesús. Unámonos en espíritu a Marta y a la comitiva de Jesús y escuchemos con devoto recogimiento el expresivo diálogo que Tú, Jesús Eucaristía, tuviste lleno de amor con Marta, y reflexionemos para sacar el mayor provecho de esta conversación: “Dijo, pues, Marta a Jesús; Señor, si hubieses estado aquí no hubiera muerto mi hermano”. Fe imperfecta, sin duda, pues que juzgaba necesaria la presencia de Jesús para que hiciera un milagro; cuánto más perfecta era, la del centurión (Mt., 8); miremos, sin embargo, dentro de nosotros mismos por si hemos tenido esta misma duda alguna vez; aunque es expresión real de confianza en la amistad de Jesús.

       La frase del Señor: “me alegro de no haberme hallado allí”, parece significar que de haber estado en Betania Jesús, no hubiese muerto Lázaro. Y continuó Marta: “Bien que estoy persuadida de que ahora mismo te concederá Dios cualquier cosa que le pidieres” (ib., 22).

La queja amorosa de Marta es cierto que no contiene reproche para Jesús y que muestra que la prueba por que ha pasado no la ha hecho perder el amor y la confianza para con el Maestro; pero aunque su estima de Jesús es grande, su fe en la divinidad de Cristo, muy corta, y quiere el Señor, antes de hacer el milagro, excitar y perfeccionar la fe de aquellas buenas hermanas: “Jesús le dijo: Tu hermano resucitará. Marta respondió: Sé que resucitará en la resurrección, en el último día. Jesús le dijo: Yo soy resurrección y vida; el que cree en Mí, aunque muera, vivirá, y cualquiera que vive y cree en Mí, no morirá para siempre” (23-26).

Tienden las palabras de Jesús a corregir la imperfecta fe de Marta acerca de su persona: “Yo soy resurrección” y no necesito impetrar de otro el poder de resucitar; Yo soy la vida, autor y fuente de toda vida sobrenatural; quien en Mí cree, aunque corporalmente muera, vive espiritualmente y alcanzará a su tiempo la resurrección de su cuerpo; y cualquiera que vive aun en el cuerpo y “cree en Mí, no morirá para siempre”, es decir, no morirá de muerte espiritual y eterna, sino que vivirá siempre en el alma inmortal y en su cuerpo resucitado en el último día.

¿De qué resurrección y de qué vida se trata aquí? Es cuestión no clara de decidir. Lo más conforme al contexto y al movimiento de ideas de todo el cuarto Evangelio parece entender las palabras de Jesucristo a la vez de la vida corporal y de la vida espiritual, pero con la subordinación de la vida eterna de las almas, esto es, que si en el día de nuestra muerte ciertamente nuestra alma no muere, quiere decir que todo mi yo, lo que pienso y amor, lo que soy y seré, está con el Señor.

Y al preguntar Jesús a Marta: “¿Crees tú esto?”, no se refería principalmente a la resurrección, sino a su prerrogativa propia y personal de dar la vida a los muertos y conservarla a los vivos, “Respondió Marta: ¡Oh Señor, yo creo que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo, el que tenía que venir a este mundo!”.

 Magnífica profesión de fe que nos recuerda la que brotara de labios del Apóstol San Pedro; da Marta a Jesús sus dos nombres mesiánicos, el Cristo y el que tenía que venir. Digamos también nosotros, llenos de fe y amor, mirando a Cristo Eucaristía: ¡Creo que eres el Hijo de Dios, Dios como el Padre, que todo lo puedes, la resurrección y vida, por la potencia de tu Amor, Espíritu Santo! Pan de vida, Eucaristía divina, Tú lo puedes todo, y en Ti confío mi eternidad que Tú viniste a conseguirnos mediante tu muerte y resurrección que se ha presente en cada misa, (eso es la misa, la eucaristía), y “el que come de este pan, vivirá eternamente”.

       5) “Dicho esto, Marta fue a llamar a su hermana María, diciéndole en voz baja: «el Maestro está aquí y te llama»”. Consideremos la caridad de Jesús y su fina amistad con aquellas hermanas; decidido, por el amor que las tenía, a resucitar a su hermano, quiere que esté presente también María, y la manda llamar. María, que tan apasionadamente amaba al Señor, “apenas lo oyó, se levantó y fue donde estaba Jesús, y en viéndole se postró a sus pies y le dijo: «Señor, si estuvieras aquí no hubiera muerto mi hermano»” (ib., 23).

María ejercitó tres virtudes muy excelentes: «La primera, obediencia presta, puntual y amorosa, nacida de la grande estima que tenía de Cristo Nuestro Señor..., enseñándonos la puntualidad con que hemos de acudir al llamamiento de Dios, sin hacer caso de todo lo que es carne y sangre. La segunda virtud fue el gran respeto y reverencia al Señor, porque “viéndole se echó a sus pies”; a los pies de Jesús había pasado María, en silencio, horas suavísimas de consolaciones inefables; a los pies de Jesús, en la hora de la tribulación, abre sus labios con frase delicada, de amorosa queja: “Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano”. Y Jesús no la responde; pero lo que más es, se conmueve, se compadece.

A esta plegaria de María atribuye la Iglesia la resurrección de Lázaro, como rezamos en la oración de la misa del día de su fiesta, el 22 de julio: «... por cuyos ruegos (Cristo) resucitaste a su hermano Lázaro».

 Cuántas resurrecciones de almas se deben a la oración de las almas buenas, fieles amantes de Jesús Eucaristía, cuantos que han vuelto a la vida después de la muerte de los pecados, cuantos hijos y amigos que han vuelto a la vida cristiana para la que estaban muerto.

Oremos nosotros ahora ante Jesús Eucaristía. Es el mismo Cristo con el mismo amor, poder, misericordia. Él resucitó a Lázaro después que sus hermanas se lo pidieran.

       6) Jesús resucita a Lázaro después de haber llorado y orado: “Jesús, al verla llorar y cómo lloraban los judíos que habían venido con ella, se conturbó lleno de emoción y dijo: «Dónde lo habéis puesto?» ¡Ven »a verlo, Señor!», le dijeron. Jesús lloró, y los judíos decían: «¡Mirad cuánto le amaba!» Mas algunos de ellos dijeron: «Y uno, que ha abierto los ojos de un ciego, ¿no podía haber impedido que este muriera” (ib., 33-37).

Veamos de qué diversa manera se juzga una misma acción! Aprendamos a no estimar en más de lo que valen los juicios de los hombres;  jamás podremos complacerlos a todos, pero siempre debemos buscar la voluntad de Dios.

       Todavía emocionado, Jesús se acercó al sepulcro, que era una cueva cerrada con una losa, y mandó quitarla; Marta quiso estorbarlo, y le dijo: “«Señor, que ya huele mal porque lleva cuatro días»: Jesús le replicó «No te he dicho que, si crees, verás la gloria de Dios?»”.

No se asusta Jesús del hedor de nuestra corrupción, que para remediarlo viene a nosotros; pero quiere que lo pongamos al descubierto quitando la losa de la hipocresía y reconociendo ante el ministro de Dios, nuestra miseria. A la objeción de Marta responde el Señor con un anunció casi manifiesto de lo que va a hacer, y una invitación a prepararse al milagro por la fe.

“Entonces quitaron la losa. Jesús, levantando los ojos a los alto, dijo: «Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado”.       Levantó sus ojos al cielo ara indicarnos que de allí ha de venir nuestro remedio si, descubriendo nuestras miserias, sintiendo la hediondez de nuestros pecados, lo pedimos con humildad a Dios.

El Señor nos enseña también en la corta oración jaculatoria que hizo, que si deseamos recibir nuevas mercedes de Dios, hemos de comenzar por agradecer las ya recibidas. Además, todas sus obras las dirige a gloria de Dios para aumento de fe en los presentes, para salvación de todos. ¿Somos delicados con nuestro Padre Dios, principio de todo bien que tenemos, lo hacemos así nosotros, o nos mueven otros fines mas egoístas e interesados?.

       “«Y dicho esto, clamó con voz potente: «Lázaro, sal fuera. El muerto salió, los pies y las manos atados con vendas, y la cara envuelta en un sudario. Jesús les dijo: «Desatadlo y dejadlo andar»”. ¡Qué grande eres, Señor! Tú eres Dios, Eternidad, Todo ¡Qué gran Amigo tenemos! ¡Que gozo creer en Ti y haberte sentido tan cerca tantas veces y haber resucitado del pecado y de la misma muerte!

       Cristo Eucaristía, presente aquí ahora en el Sagrario, me maravilla ver la eficacia de la oración de los justos, de tus amigos para alcanzar del Señor la  resurrección del pecado a la vida de la gracia y animarnos así a orar sin descanso, ante su presencia en el Sagrario, en oración permanente, por la conversión del mundo. ¿Y qué efecto produjo en los circunstantes maravilla tan extraordinaria? El evangelista solamente nos dice: “Y muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él: pero algunos acudieron a los fariseos y les contaron lo que había hecho Jesús”.

       No es difícil de entender el gozo purísimo que inundó las almas de aquellas dos santas hermanas, y cómo crecería, si posible era en ellas, el amor a Jesús, y cómo se le ofrecerían otra vez y le rogarían que tuviese por suya la casa de ellas y siguiese amándolas como las había amado, y entendería plenamente Marta las palabras que Jesús le dijo al prepararla para el milagro. En los Apóstoles se lograría la predicción de Jesús, “me alegro por vosotros, a fin de que creáis”, y su fe se robustecería y con ella su estima y amor al Maestro. Creyeron también en Él muchos de los judíos que habían venido de Jerusalén a visitar a María y a Marta; pero “algunos de ellos fueron a los fariseos y les contaron las cosas que Jesús había hecho” (ib., 46). ¡Nunca faltan corazones mezquinos que convierten la verdad y el amor verdadero de Cristo y de los hombres en envidias de crítica y destrucción: Consecuencia de este milagro el decretar el sanedrín la muerte de Jesús! (ib., 47-53).

       Y lo mismo pasó con su amigo Lázaro. En aquella ocasión dicen los evangelios que Jesús se emocionó y lloró. Es que siente de verdad nuestros problemas y angustias. Le dio pena de sus amigas Marta y María, que se habían quedado solas, sin su hermano. Fueron a la tumba y allí lloró lágrimas de amor verdadero. Nos lo dicen testigos que lo vieron.

Y Lázaro resucitó por su palabra todopoderosa. Y luego todos lloraron de alegría. Y nosotros también lloramos de emoción, de saber que es el mismo, que está aquí con nosotros en el sagrario y que nos ama así, como nadie puede amar, porque así lo ha querido Él, que es Dios y todo lo puede, y le hace feliz amarnos así.

Y éste es el camino de amor, misericordia y perdón que Él ha escogido para encontrarse con nosotros, para relacionarse con el hombre. Y Él es Dios, es decir, no nos necesita. Todo lo hace gratuitamente. Su corazón es así. No lo puede remediar. Así es el corazón eucarístico de Jesús.Y tenía razón Marta, cuando el Señor le preguntó: “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto? Le dice ella: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo»” (Jn 11,25-27). Y nosotros ante su presencia en el Sagrario decimos lo mismo: Yo no sé cómo puede ser o hacerse esto… Yo sólo sé que Tú eres el Hijo de Dios y que Tú lo puedes todo. 8.-  EN EL

19º JUEVES EUCARÍSTICO

PRIMERA MEDITACIÓN

CRISTO, SACERDOTE ÚNICO Y EUCARISTÍA PERFECTA

“Estate, Señor, conmigo, siempre sin jamás partirte” ¡Cuánto he aprendido de Ti, Señor, en ratos de oración ante el Sagrario y en nada de tiempo ni de estudio ni de  teologías y sin libros ni reuniones “pastorales”, cuánto he comprendido y penetrado en tu persona y conocimiento, más que con todos mis estudios y títulos universitarios, simplemtne estando, Señor, en tu presencia eucarística!

¡Cuánta belleza y hermosura de esencia de Amor de mi Dios Trino y Uno he descubierto y gozado en el pan Eucarístico, en Jesucristo Eucaristía en ratos de Sagrario en silencio de todo! Qué claro y gozoso he visto que Tú, Padre, Abba-Papá bueno de cielo y tierra, Principio de todo, qué claro he visto y gozado que Tú has soñado conmigo: si existo, es que me has amado y soñado desde toda la eternidad y con un beso de amor de Padre me has dado la existencia en al amor de mis padres. “Abba”, Papá bueno del cielo y tierra, te doy gracias porque me creaste...

Me has revelado, he comprendido que si existo, es que me has preferido a millones y millones de seres que no existirán y me has señalado con tu dedo,  creador de vida y felicidad eterna. Yo soy más bello para Ti y tienes deseos de abrazarme eternamente como hijo en el Hijo, con tu mismo Amor de Espíritu Santo.

Si existo, soy un cheque firmado y avalado por la sangre del Hijo muerto y resucitado por la potencia de Amor del Santo Espíritu; y he sido elegido  por creación y redención para vivir eternamente en la misma felicidad de Dios Trino y Uno. Y me besarás eternamente en el mismo beso infinito de amor de Espíritu Santo a tu Hijo, sacerdote único del Altísimo, con el cual me consagraste e identificaste por tu Amor. Soy eternamente sacerdote en tu Hijo Jesucristo, Único y eterno Sacerdote.

Padre bueno de cielo y tierra, te pido que venga a nosotros tu reino de Santidad, Verdad y Amor;  que se haga tu voluntad de salvación universal de todos los hombres; que cumplamos tu deseo revelado en tu Palabra hecha carne: “sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”;  danos muchos y santos predicadores de tu reino que prolonguen la misión que confiaste a tu Hijo Encarnado, Sacerdote Único del Altísimo y Eucaristía perfecta.

       Jesucristo Eucaristía, muchas veces no correspondido en amor y amistad por nosotros, incluso sacerdotes y consagrados; Tú eres amor apasionado y extremo, en presencia humilde y callada de Sagrario, pidiendo  el amor de tus criaturas para salvanos y hacernos eternamente felices por el pan de la vida eterna. Si de esta forma tan extrema y humillante nos pides amor, Cristo amado, en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, te pregunto: ¿Por qué nos buscas así, humillándote tanto? ¿Es que no puedes ser feliz sin mí, sin el amor de tus criaturas? ¿Es que necesitas de mi amor para ser feliz, hasta ese extremo nos amas? “habiendo amado a los suyos los amó hasta el extremo”.

¡Dios infinito, no te comprendo! No comprendo que no quieras ser feliz sin mí, sin el hombre creado a tu imagen y semejanza, que no quieras un cielo eterno, tu cielo, sin mí, sin tus criaturas, creadas por Ti para amarlas y sumergirlas en Trinidad con Amor de Espíritu Santo, Amor Trinitario del Padre y del Hijo, amor y amistad y abrazo de felicidad eterna del Padre, por el Hijo con amor de Espíritu Santo… en el cual nos quereis sumergir, esto sí que es amor infinito, tu amor eterno de Espiritu Santo, esto sí que nos superas totalmente, infinitamente, por eso no lo entiendo, simplemente lo gozo algunas veces en tu Presencia Eucarística cuando Tú nos lo comunicas o lo vivimos por la Comunión eucarística.

No entiendo, Padre, que siendo Dios y teniéndolo todo, necesites de tus criaturas para cumplir tus deseos de felicidad eterna y por ellas hayas    enviado a tu Hijo hecho hombre, criatura limitada como nosotros, siendo Dios y teniéndolo todo y no necesatando de nadie ni de nada… no lo  entiendo.

Cristo, que me escuchas desde la Custodia Santa, no entiendo que hayas venido a este mundo en mi búsqueda para llenarme de tu felicidad infinita y trinitaria, y para eso no solo te hayas hecho hombre sino un trozo de pan, Dios hecho un trozo de pan, porque deseas que todos los hombres te coman con hambre de fe y amor; lo hiciste temblando de amor con el pan en las manos en la ültima Cena que ahora haces presente en cada misa por medio de nosotros, tus sacerdotes: “Tomad y comed esto es mi cuerpo… el que me coma con amor tendrá la vida eterna… ya en este mundo, no comprendo que hayas venido en mi búsqueda y hayas sufrido y muerto por todos los hombres para que tengamos tu misma vida, tu misma felicidad eterna contigo en la Trinidad Santísima.

¡Cristo Eucaristía, eres presencia de Dios, de Amor Infinito, tan cerca de nosotros, presencia permanente, incompresible e incomprendido, por tu amor extremo, hasta dar la vida por mí, por todos, siendo Dios y haciéndote hombre para poder sufrir y morir… por tu exceso de amor

¡Cristo amado, no te comprendo! ¡Es que nos amas como si fuéramos personas divinas, con el mismo amor que amas al Padre, con tu Amor de Espíritu Santo; es que nos amas con Amor y en Amor Trinitario… pues tiene que ser así, porque no tienes otro Amor, solo Amor de Espíritu Santo, con el que el Padre nos ha soñado como hijos eternos y divinizados en el Hijo que vino a decírnoslo y realizarlo, siempre con su mismo amor de Espíritu Santo,mediante su Encarnación, Muerte y Resurrección, para transformarnos en eternidades de Luz Divina, siempre con el mismo Amor de Dios; Oh mis Tres y mi Todo, ayudadme ya ahora a sumergirme tranquilo y sereno en vuestro Amor Trinitario de Espíritu Santo como si ya estuvera en la eternidad..

Señor Jesucristo, Sacerdote y Único Salvador de los hombres, quiero ser sacerdote eternamente contigo, quiero ¡que todos los hombres se salven y lleguen por tu vida eucarística, ofrecida y participada, a la gloria y alabanza eterna de la Trinidad, participación del cielo y de la vida divina ya en la tierra; que lleguemos así a la plenitud de la gloria y felicidad divina para la que nos has soñado y existimos y que todos podemos gustar y gozar ya en ratos de oración y Sagrario!

Yo, como sacerdote y en nombre de todos mis hermanos los hombres, ungidos sacerdotes por el Espíritu Santo en el sacramente del Bautismo o por el Sacramento del Orden Sagrado, pido que todos entremos dentro de nosotros mismos y nos sintamos identificados y habitados por Cristo Sacerdote que a través de nosotros quiere ejercitar su único Sacerdocio y ofrecernos al Padre como hostias vivas para gloria de la Santísima Trinidad y salvación del mundo.

Nosotros como sacerdotes, yo, como sacerdote, quiero dedicar mi vida y todo mi ser y existir a esta misión divina; yo creo, adoro, espero y te amo a Ti, mi Dios Trino y Uno presente por el Hijo-hijo en el pan consagrado y quiero que todos mis hermanos los hombres crean, adoren, esperen y te amen a Ti, Dios mío Padre, Hijo y Espíritu Santo:

“Oh Dios mío, Trinidad a quien adoro, ayudadme a olvidarme enteramente de mí, para establecerme en Vos, tranquilo y sereno como si mi alma ya estuviese en la Eternidad… que nada pueda turbar mi paz y hacerme salir de Vos, oh mi Dios Inmutable, sino que cada minuto me sumerja más en la inmensidad de vuestro misterio de amor”, sobre todo, en el misterio eucarístico, que lo contiene todo y al Todo, al Padre en el Hijo  por el Espíritu Santo que lo encarnaen en el Pan, y que no comprendo ni abarco en la santa misa pero que cada dia  me invade más y me sumerge en vuestra esencia trinitaria e infinita.

SEGUNDA MEDITACIÓN

       3.- “Venid vosotros solos a un sitio tranquilo a descansar un poco, porque eran tantos los que iban y venían…” Precisamente el evangelio de hoy, como hemos dicho, bosqueja en síntesis la actividad de Jesús, buen pastor, y nos presenta una jornada intensa de su actividad a favor del  pueblo que se agolpa en torno a Él, hasta el punto que “no encontraban tiempo ni para comer”.

Mi oración personal, sobre todo, eucarística, es el sacramento de mi unión con el Señor y por eso mismo se convierte a la vez en un termómetro que mide mi unión, mi santidad, mi eficacia apostólica, mi entusiasmo por Él: “Jesús llamó a los que quiso para que estuvieran con Él y enviarlos a predicar”.

Primero es “estar con Él”, lógico, luego: “enviarlos a predicar”. Antes de salir a predicar, el apóstol debe compartir la comunión de ideales y sentimientos y orientaciones con el Señor que le envía, el Señor que le está esperando en el Sagrario de su parroquia. Y todos los Apóstoles que ha habido y habrá espontáneamente vendrán a la Eucaristía para recibir orientación, fuerza, consuelo, apoyo, rectificación, nuevo envío. Todo sacerdote debe ser, si tiene fe un poco vivida y cultivada, tiene que ser eucarístico, pasar largos ratos ante el Sagrario, depende de la fe…

El sacerdote tiene la dimensión profética y debe ser profeta de Cristo, porque ha sido llamado a hablar en lugar de Cristo. Pero además está llamado a ser su testigo y para eso debe saber y haber visto y experimentado lo que dice. Experiencia de Cristo por ratos de oración.

El presbítero, tanto en su dimensión profética como sacerdotal, tiene que hacer presente a Cristo, es un sustituto de Cristo en la proclamación de la Palabra y en la celebración de sus misterios, y esto le exige y le obliga, al hacerlo “in persona Christi”, vibrar y vivir la vida y los mismos sentimientos de Cristo.

El profeta no tiene mensaje propio sino que debe estar siempre a la escucha del que le envía para transmitir su mensaje. Y para todo esto, para ser testigos de la Palabra y del amor y de la Salvación de Cristo, no basta saber unas cuántas ideas y convertirse en un teórico de la vida y del evangelio de Cristo. El haber convivido con Él íntimamente durante largo tiempo de oración eucarística, con trato diario, personal y confidente, es condición indispensable para conocerle, amarley predicarlo. Y esta convivencia íntima con el amigo dura toda la vida sacerdotal y no puede interrumpirse nunca a no ser que se rompa la amistad, porque es un anticipo del cielo.

Ni un solo apóstol fervoroso, ni un solo santo ha existido y existirá que no fuera eucarístico. Ni uno solo que no haya sentido necesidad de Eucaristía, de oración eucarística, que no la haya vivido y amado, ni uno solo. Allí lo aprendieron todo. Y de aquí sacaron la luz y la fuerza necesarias para desarrollar luego su actividad o el carisma propio de cada uno, muy diversos unos de otros, pero todos bebieron en la fuente de la Eucaristía, que mana y corre siempre abundantemente, «aunque es de noche», aunque tiene que ser por la fe.

Todos pusieron allí su tienda, el centro de sus miradas, pasando todos los días largos ratos con Él, primero en fe seca, como he dicho, a palo seco, sin sentir gran cosa, luego poco a poco pasaron de acompañar al Señor a sentirse acompañados, ayudados, fortalecidos, unas veces rezando, otras leyendo, otras meditando con libros o sin libros, en oración discursiva, mental, avanzando siempre en amistad personal, otras, más avanzados, dialogando, «tratando a solas», trato de amistad, oración afectiva, luego con una mirada simple de fe, con ojos contemplativos, silencio, quietud, simple mirada, recogimientos de potencias, una etapa importante, se acabó la necesidad del libro para meditar y empieza el tú a tú, simple mirada de amor y de fe, «noticia amorosa» de Dios, «ciencia infusa», «contemplación de amor».

Señor, ahora empiezo a creer de verdad en Ti, a sentir tu presencia y ayuda, ahora sí que sé que eres verdad y vives de verdad y estás aquí de verdad para mí, no solo como objeto de fe sino también de mi amor y felicidad. Hasta ahora he vivido de fe heredada, estudiada, examinada y aprobada, que era cosa buena y estaba bien, pero no me llenaba, porque muchas veces era puro contenido teórico; ahora, Señor, te siento viviente, por eso me sale espontáneo el diálogo contigo, ya no digo Dios, el Señor, es decir, no te trato de Ud, sino de tú a tú, de amigo a amigo, mi fe es mía, es personal y viva y afectiva, no puramente heredada, me sale el diálogo y la relación directa contigo. Te quiero, Señor, y te quiero tanto que deseo voluntariamente atarme a la sombra de tu sagrario, para permanecer siempre junto a ti, mi mejor amigo.

Ahora empiezo a comprender este misterio, todo el evangelio, pasajes y hechos que había entendido de una forma determinada hasta ahora, ya los comprendo totalmente de una forma diferente, porque tu Espíritu me lleva hasta “la verdad completa”; ahora todo el evangelio me parece distinto, es que he empezado a vivirlo y gustarlo de otra forma.

Ahora, Señor, es que te escucho perfectamente lo que me dices desde tu presencia eucarística sobre tu persona, tu manera de ser y amar, sobre tu vida, sobre el evangelio, ahora lo comprendo todo y me entusiasma porque lo veo realizado en la Eucaristía y esto me da fuerzas y me mete fuego en el alma para vivirlo y predicarlo. Por eso y para eso he escrito mis libros. Realmente tu persona, tus misterios, tu evangelio no se comprenden hasta que no se viven.

4.- «Aprender esta donación libérrima de uno mismo es imposible sin la contemplación del misterio eucarístico, que se prolonga, una vez celebrada la Eucaristía, en la adoración y en otras formas de piedad eucarística, que han sostenido y sostienen la vida cristiana de tantos seguidores de Jesús.

La oración ante la Eucaristía, reservada o expuesta solemnemente, es el acto de fe más sencillo y auténtico en la presencia del Señor resucitado en medio de nosotros. Es la confesión humilde de que el Verbo se ha hecho carne, y pan, para saciar a su pueblo con la certeza de su compañía. Es la fe hecha adoración y silencio.

Una comunidad cristiana que perdiera la piedad eucarística, expresada de modo eminente en la adoración, se alejaría progresivamente de las fuentes de su propio vivir. La presencia real, substancial de Cristo en las especies consagradas es memoria viva y actual de su misterio pascual, señal de la cercanía de su amor <crucificado> y glorioso>, de su Corazón abierto a las necesidades del hombre pobre y pecador, certeza de su compañía hasta el final de los tiempos y promesa ya cumplida de que la posesión del Reino de los cielos se inicia aquí, cuando nos sentamos a la mesa del banquete eucarístico.

Iniciar a los niños, jóvenes y adultos en el aprecio de la presencia real de Cristo en nuestros tabernáculos, en la «visita al Santísimo», no es un elemento secundario de la fe y vida cristiana, del que se puede prescindir sin riesgo para la integridad de las mismas; Es el test que determina si una comunidad es verdaderamente cristiana, si es fervorosa y reconoce que la resurrección de Cristo, culmen de la Pascua nueva y eterna, tiene, en la Eucaristía, la concreción sacramental inmediata, como aparece en el relato de Emaús.

«Recuperar la piedad eucarística no es sólo una exigencia de la fe en la presencia real de Cristo, sacerdote y víctima, en el pan consagrado, alimento de inmortalidad; es también, exigencia de una evangelización que quiera ser fecunda según el estilo de vida evangélico.

¿No sería obligado preguntarse en esta ocasión de oración eucarística ante la presencia de Cristo Passtor y Salvador (solemnísima), si la esterilidad de muchos planteamientos pastorales y la desproporción entre muchos esfuerzos, sin duda generosos, y los escasos resultados que obtenemos, no se debe en gran parte a la escasa dosis de contemplación y de adoración ante el Señor en la Eucaristía?

En uno de mis libros toco este tema. Es ahí donde el discípulo bebe el celo del maestro por la salvación de los hombres; donde declina sus juicios para aceptar la sabiduría de la cruz; donde desconfía de sí para someterse a la enseñanza de quien es la Verdad; donde somete al querer del Señor lo que conviene o no hacer en su parroquia y en la Iglesia; donde examina sus fracasos; recompone sus fuerzas y aprende a morir para que otros vivan.

Adorar al Señor en la santa misa y en su presencia eucaristica en el Sagrario es asegurar nuestra condición de siervos y reconocer que ni“el que planta es algo ni el que riega, sino Dios que hace crecer” (1Cor 3,7). Adorar a Cristo es garantizar a la Iglesia y a los hombres que el apostolado es, antes de obra humana, iniciativa de Dios que, al enviar a su Hijo al mundo, nos dio al Apóstol y Sacerdote de nuestra fe, Jesucristo Eucaristía, dando su vida por todos los hombres y permaneciendo en todos los Sagrarios de la tierra para ayudarnos en el camino de nuestra salvación, como lo hizo y empezó en Palestina. Es el mismo Cristo y Salvador, con el mismo amor y entrega por todos nosotros los hombres.» (Texto de la Clausura del Congreso Eucarístico Nacional de Santiago un poco modificado por mí)

20º JUEVES EUCARÍSTICO

“Tú eres el Hijo de Dios”.

QUERIDOS HERMANOS: El episodio de la aparición nocturna de Jesús en el lago, cuando Pedro fue hacia Él caminando sobre el agua, se había cerrado con la confesión espontánea de los discípulos: “Realmente eres el Hijo de Dios” (Mt. 14,33).

1.-Pero en Cesarea de Filipo Jesús provoca otra confesión más completa  y oficial. Pegunta a sus discípulos qué dice la gente sobre Él, para inducirlos a reflexionar y a superar la opinión pública, mediante el conocimiento más directo e íntimo que tienen de su persona. Algunos del pueblo piensan que es “Juan el Bautista,” otros que “Elías,” otros que “Jeremías”. No se podía pensar en personajes más ilustres.

Sin embargo, entre estos y el Mesías, hay una distancia inmensa, que nadie se ha atrevido a expresar. Lo hace Pedro sin titubear, respondiendo en nombre de los compañeros: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo…” Los discípulos han comprendido. Son ellos la gente sencilla a la que el Padre ha querido revelar el misterio. Y como un día había exclamado Jesús: “Padre, te doy gracias porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla,” ahora le dice a Pedro: “Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo…”

Sin una iluminación interior dada por Dios no sería posible un acto de fe tan explícita en la divinidad de Cristo. La fe  es siempre un don. Y a Pedro, que se ha abierto con presteza singular a este don, le predice Jesús la gran misión que le será confiada: “Tu eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y el poder del infierno no la derrotará..”.

2.- En la respuesta de Pedro, concisa y certera, se resume todo el cristianismo: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo”. Vemos que se afirma la existencia de un solo Dios, que es origen de la vida; se afirma la pluralidad de personas divinas, la divinidad de Jesús, su medianidad y su Encarnación. La posterior obra de los Concilios y Teólogos se reduce a desarrollar y sacar las consecuencias dogmáticas y morales de esta confesión de Pedro.

Esta confesión toca lo esencial e imprescindible de la fe católica. Por eso debiera ser nuestra propia respuesta sobre Jesús. Porque hay respuestas entusiastas y elogiosas sobre Él, pero no pasan  de considerarle un ser extraordinario, un líder puramente humano. Pasar de ahí, a confesar su divinidad, nadie puede hacerlo sin una iluminación superior de los Alto. Lo afirma Jesús. La fe, la confesión de la fe es gracia, es don de Dios. Hay que pedirla.

Por otra parte, cuánta ignorancia sobre Cristo, incluso en el pueblo creyente; qué poco se conoce de verdad la persona de Jesús. ¿Cómo van luego a comprometerse con su causa, con su Evangelio? Sobre todo en estos tiempos, qué poca fe en Cristo Hijo de Dios existe en el pueblo incluso creyente, en los mismoa bautizados, en los católicos que no rezan ni practican la misa del domingo ni piensan en la vida eterna, a pesar de todas las apariciones y milagros que Jesús y María han hecho a través de los tiempos, por eso al no haber fe verdadera no hay vocaciones a la vida religiosa y al sacerdocio. Y si no rezan ni vienen a misa ni practican la fe

Cómo seguirle e imitarle en la vida y en la entrega a Dios y a los hombres llevando una vida semejante a la suya? Hay que renunciar a muchas cosas y eso sólo se puede hacer si uno cree de verdad en su Divinidad, en que Jesucristo existe y trasciende este espacio y este tiempo. De ahí hoy día la incoherencia entre lo que se dice creer, -- que en el fondo no se cree—y lo que se vive.

3.- En una encuesta entre personas que normalmente van a misa los domingos se llegó a las siguientes conclusiones: la mayor parte ignoraba los dogmas o verdades fundamentales de la fe; por ejemplo, sólo el diez por ciento, creía en la vida después de la muerte; el 17 por ciento no creía en la divinidad de Jesucristo… vosotros me diréis qué vida cristiana puede ser ésta.

La confesión de Pedro es esencial para cada uno de nosotros. Solo quien confiese a Jesús como Dios verdadero se comprometerá enteramente con Él. Esa fe dará sentido último a toda su vida. Sin esa fe, confesada en verdad, no solo de palabra, no habrá cristianismo ni vida cristiana. Sobre esa fe está fundada la Iglesia: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. Sobre esta fe está el gozo de creer y dar sentido a la vida: “Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás…”.

Pidamos a Dios Padre esta fe en su Hijo. Pidámosle que ilumine nuestra inteligencia como iluminó la de Pedro. Pidamos la gracia de poder confesar como Pedro: “Tú eres el Hijo de Dios”.

El Papa Juan Pablo II ha insistido mucho sobre este tema en la Encíclica NMI Transcribo algunos de sus párrafos:

Nº 20.- A)¿Cómo llegó Pedro a esta fe? Mateo nos da una indicación clarificadora en las palabras con que Jesús acoge la confesión de Pedro: “No te lo ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (16,17). La expresión “carne y sangre” evoca al hombre y el modo común de conocer. Esto, en el caso de Jesús, no basta. Es necesaria una gracia de “revelación” que viene del Padre (cf ib). Lucas nos ofrece un dato que sigue la misma dirección, haciendo notar  que este diálogo con los discípulos se desarrolló mientras Jesús “estaba orando a solas” (Lc 9,18). Ambas indicaciones nos hacen tomar conciencia del hecho de que a la contemplación plena del rostro del Señor no llegamos sólo con nuestras fuerzas, sino dejándonos guiar por la gracia. Sólo la experiencia del silencio y del oración ofrece el horizonte adecuado en el que puede madurar y desarrollarse el conocimiento más auténtico, fiel y coherente, de aquel misterio, que tiene su expresión culminante en la solemne proclamación del evangelista Juan: “Y la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verda” (Jn 1,14).

Nº 29.- “He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20) No nos satisface ciertamente la ingenua convicción de que haya una fórmula mágica para los grandes desafíos de nuestro tiempo. No, no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros!  No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en Él la vida trinitaria y transformar con Él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste. Es un programa que no cambia al variar los tiempos y las culturas; aunque tiene cuenta del tiempo y de la cultura para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz... Dentro de las coordenadas universales e irrenunciables, es necesario que el único programa del Evangelio siga introduciéndose en la historia de cada comunidad eclesial, como siempre se ha hecho... Nos espera, pues, una apasionante tarea de renacimiento pastoral. Una obra que implica a todos. Sin embargo, deseo señalar, como punto de referencia y orientación común, algunas prioridades pastorales, que la experiencia misma del Gran Jubileo ha puesto especialmente de relieve ante mis ojos.

LA SANTIDAD

Nº 30.- En primer lugar, no dudo en decir que la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es la de la santidad… Este don de santidad, por así decir, se da a cada bautizado...“Esta es la voluntad de Dios; vuestra santificación” (1Tes 4,3). Es un compromiso que no afecta sólo a algunos cristianos: «Todos los cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor» (Lumen Gentium, 40).

Nº 31.- «Recordar esta verdad elemental, poniéndola como fundamento de la programación pastoral que nos atañe al inicio del nuevo milenio, podría parecer, en un primer momento, algo poco práctico. ¿Acaso se puede «programarb la santidad? ¿Qué puede significar esta palabra en la lógica de un plan pastoral? En realidad, poner la programación pastoral bajo el signo de la santidad es una opción llena de consecuencias. Como el Concilio mismo explicó, este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos <genios> de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno. Es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este alto grado de vida cristiana ordinaria. La vida entera de la comunidad eclesial y de las familias cristianas debe ir en esta dirección. Pero también es evidente que los caminos de la santidad son personales y exigen una pedagogía de la santidad verdadera y propia, que sea capaz de adaptarse a los ritmos de cada persona. Esta pedagogía debe enriquecer la propuesta dirigida a todos con las formas tradicionales de ayuda personal y de grupo, y con las formas más recientes ofrecidas en las asociaciones y en los movimientos reconocidos por la Iglesia».

LA ORACIÓN

Nº 32.-«Para esta pedagogía de la santidad es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración.  Es preciso aprender a orar, como aprendiendo de nuevo este arte de los labios mismos del divino Maestro, como los primeros discípulos:“Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). En la plegaria se desarrolla ese diálogo con Cristo que nos convierte en sus íntimos: “Permaneced en mí, como yo en vosotros” (Hn 15,4). Esta reciprocidad es el fundamento mismo, el alma de la vida cristiana y una condición para toda vida pastoral auténtica.

Nº 33.- «Sí, queridos hermanos y hermanas, nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas Aescuelas de oración@, donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda; sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el <arrebato del corazón>. Una oración intensa, que, sin embargo no aparte del compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de Dios, lo abre también al amor de los hermanos, y nos hace capaces de construir la historia según el designio de Dios.

        Pero se equivoca quien piense que el común de los cristianos se puede conformar con una oración superficial, incapaz de llenar su vida. Especialmente ante tantos modos en que el mundo de hoy pone a prueba la fe, no sólo serían cristianos mediocres; sino <cristianos con riesgo>. En efecto, correrían el riesgo insidioso de que su fe se debilitara progresivamente, y quizás acabarían por ceder a la seducción de los sucedáneos, acogiendo propuestas religiosas alternativas y transigiendo incluso con formas extravagantes de superstición. Hace falta, pues, que la educación en la oración se convierta de alguna manera en un punto determinante de toda programación pastoral. Cuánto ayudaría, no sólo en las comunidades religiosas, sino también en las parroquiales, que nos esforzáramos más, para que todo el ambiente espiritual estuviera marcado por la oración».

21º JUEVES EUCARÍSTICO

1ª MEDITACIÓN

EN EL SAGRARIO NOS ESTÁ ESPERANDO EL MISMO CRISTO QUE SALVÓ A LA ADÚLTERA Y PERDONÓ SUS PECADOS

       Ahora la escena se desarrolla en el pórtico de Salomón. Es una multitud de hombres muy selectos, doctores y peritos de la Ley. Quieren meterle en apuros al Señor, quedarle en ridículo y condenarle: “Esta mujer ha sido sorprendida en adulterio. La ley de Moisés manda apedrearla, ¿tú qué dices?” No tiene escapatoria: o deja que apedreen a la mujer y dejará de ser misericordioso y la gente se alejará de Él, porque no cumple su doctrina de perdón a los pecadores, o le apedrean a Él los fariseos, por no cumplir la ley ¿”Tú qué dices?”.

       Y si nos lo hubieran preguntado a nosotros sabiendo que, como consecuencia de ello, íbamos a perder nuestro dinero, nuestra salud o la misma vida, ¿qué hubiéramos respondido? Pero como dijo el filósofo: El corazón tiene razones que la razón no entiende ni se le ocurren. Jesús empieza a escribir en el suelo. “¿Tú qué dices?” y Jesús ha empezado a escribir, a decirles algo por escrito, no sabemos qué fue. Quizás escribió sus pecados o hechos ocultos de los presentes...

No lo sabemos, pero ellos se largaron. Y el Corazón de Jesús, el mismo que está aquí en el Sagrario, les habló alto y claro a todos los presentes, para que nosotros también le oigamos: “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. Y nadie tiró la primera ni la segunda ni ninguna. Y la mujer quedó sin acusadores. ¡Dios quiera que nosotros tampoco tiremos nunca piedras a los pecadores, sino que tratemos de conquistarlos para el perdón de Dios, que nunca los lancemos pedradas de condena a los hermanos caídos en el pecado! Que aprendamos esta lección de perdón y misericordia que nos da el Corazón de nuestro Cristo, el Corazón de Jesús Sacramentado.

       Quiero recordar ahora para vosotros un hecho, que me impresionó tanto que todavía lo recuerdo. Fue en Roma, en mis años de estudio. Con los obispos españoles del Vaticano II, hospedados en el Colegio Español de Roma, en Altens, vimos una película: EL EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO, de Pasolini y nunca olvidaré los ojos de Cristo a la mujer adúltera y de la mujer adúltera a Cristo. Fue de las cosas que más me impresionaron de la película y en mis predicaciones lo saco algunas veces ¿Qué vio aquella mujer en los ojos de Cristo, que no había visto antes jamás, ni siquiera en los que la habían explotado sexualmente durante su vida y menos en los hipócritas, que la querían apedrear? ¡Qué ternura, qué perdón, qué amor, qué ojos de misericordia los de Jesús para que saliera de aquella vida de esclava! Aquella mujer no volvió a pecar.

       ¡Santa adúltera! Ruega por mí al Señor, que yo también sienta su mirada de amor, que me enamore de Él y me libere de todos lo pecados de la carne, de los sentidos, que ya no vuelva a pecar. Santa adúltera, que le mire agradecido como tú y nunca me aparte de Él.

       Los ojos de Cristo son lagos transparentes en los que se reflejan todas las miserias nuestras y quedan purificadas por su amor, por su compasión, por su perdón. Nunca miró con odio, envidia, venganza. “¿Nadie te ha condenado? Yo tampoco, vete en paz y no peques más”. Y la mujer quedó liberada de morir apedreada y fue perdonada de su pecado.

       Sin embargo, ante aquellos cumplidores de la ley, Jesús quedó ya condenado como todos los que se atreven a oponerse a los poderosos. Quedó condenado a muerte en el mismo momento que perdonó a la mujer. Pero el Corazón de Jesús es así, no lo puede remediar, es todo corazón. Y murió en la cruz por todos nuestros pecados, por los pecados del mundo y por los pecados de los que le condenaron injustamente, siempre perdonando, siempre olvidándose de sí mismo por darse a los demás.

       Y ese corazón está aquí, y lo estamos adorando y lo vamos a comulgar. Hoy ya no estamos en Palestina, pero los pecadores existen y Cristo sigue siendo el mismo. Debemos procurar acercarnos mediante la oración y la penitencia a Cristo para que nos perdone y procurar también acercar con nuestra oración a los que no quieren reconocer su pecado o acercarse directamente a Él. Cristo siempre perdona. 

       En nuestras visitas y oraciones tenemos que pedir mucho por los pecadores, para que reconozcan su pecado y se acerquen a Cristo, que no les condena, sino que quiere decirles lo mismo: “Vete en paz y no peques más”. El mundo actual necesita estas oraciones, penitencias, comuniones por los pecadores. Para ser perdonados, todos necesitamos la mirada misericordiosa del Corazón de Cristo, que nos ama hasta el extremo y en cada misa nos dice: Os amo, os amo y doy mi vida por vosotros y os perdono con mi sangre derramada por vuestros pecados.

       Esta actitud de amigo -“Nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos”- la mantiene el Señor, después de la misa, en el Sagrario, desde donde nos sigue diciendo lo mismo. Sólo hace falta acercarse a Él y convertirse a Él un poco más cada día, para que Él vaya haciendo nuestro corazón semejante al suyo, y al contemplarle todos los días, vayamos teniendo un corazón misericordioso como el suyo.    

Querido hermano, déjate purificar y transformar por Él. ¡Corazón limpio y misericordioso de Jesús, haced mi corazón semejante al tuyo!

2ª MEDITACIÓN

EN EL SAGRARIO NOS ESPERA CRISTO RESUCITADO, PARA CURARNOS, COMO A TOMÁS,  DE NUESTRAS FALTAS DE FE  

       Este mismo Cristo de nuestro Sagrario dijo a Tomás:“Dichosos los que crean  sin haber visto”. Jesucristo Eucaristía, nosotros creemos en Ti; Jesucristo Eucaristía, nosotros confiamos en Ti; Tú eres el Hijo de Dios, el único Salvador del mundo.

       Los ojos de la fe son más penetrantes que lo ojos de la carne. De niños no dudamos de lo que nos dicen nuestros padres y acertamos siempre con lo mejor para nosotros y nuestras vidas. Una madre no ha estudiado psicología o medicina y con sólo mirar al hijo sabe si sufre o si está enfermo o no. Todo por el amor. Pero vayamos al evangelio.

       La historia está motivada porque  Tomás no estaba con los discípulos cuando se les apareció el Señor, y cuando llegó se lo contaron; mas él no creyó y decía: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré." Y, obstinado, no quería creer. Ocho días después estando todos reunidos, se les volvió a aparecer Jesús, diciéndoles: “¡Paz a vosotros!”. Y dirigiéndose a Tomás, le dijo: "Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente." Tomás, echándose a sus pies, le dijo: “! Señor mío y Dios mío!” Y Jesús le dijo: "Porque me has visto has creído.

       1). Empecemos preguntándonos por qué Tomás no ha visto al Señor cuando se apareció a los discípulos.  De cuántos bienes nos privamos al dejar la comunidad de nuestros hermanos: sea la parroquia, la familia cristiana o la comunidad o grupo apostólico o de oración al que pertenecemos, no digamos la misa parroquial donde el Señor se hace presente para decirnos: os amo y doy mi vida por vosotros y rezamos juntos y nos perdonamos y nos damos la paz. En cada misa Cristo hace presente todo su misterio de amor y salvación a los hombres.

       Dios mira especialmente complacido toda comunidad cristiana. ¿Cómo no, si en medio de ella está Cristo? El lo dijo: “Donde están dos o más reunidos en mi nombre, allí estoy en medio de ellos” (Mt., 18, 20). Y Cristo en la Eucaristía no viene con las manos vacías, sino que ahora, como cuando vivía en el mundo, de Él brota una virtud maravillosa y pasa haciendo bien.

Cuántas gracias debemos a la Comunidad, que no hubiéramos recibido aislados de ella, y cómo debemos amarla y vivir a ella unidos y no dejarla afectivamente por problemas que puedan surgir en la convivencia, sino sólo con el cuerpo, cuando la necesidad o la obediencia nos lo imponga; dejando siempre nuestro corazón en ella para reintegrarnos gozosos a ella en cuanto nos sea posible.

       Si Santo Tomás hubiera estado con los suyos, hubiera gozado, como ellos, de la alegría suavísima de la visita de Jesús. Se ausentó y perdió tal dicha.

       Mirad cómo lo dice san Juan que fue testigo del hecho: “Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le decían: "Hemos visto al Señor."  Pero él les contestó: "Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré."

       Consideremos la poca confianza y estima de Tomás respecto a los doce. Primero, en negar crédito a tantos y tan graves testigos de vista. Después, en poner condiciones tan atrevidas y aun humillantes para el Señor, para creer. ¡Presunción incalificable la que supone el exigir que se le permita meter sus dedos y su mano en las llagas abiertas por los clavos y la lanza! Como pasa hoy con tantos y tantos, incluso bautizados, que no creen y dudan de Cristo y su evangelio, no digamos de su presencia en el Sagrario. Y aunque no digan estas palabras, con su conducta, no visitando y orando ante el Señor en el Sagrario, están demostrando que no creen. Lo peor es si son catequistas o sacerdotes y luego tienen que hablar de Él.

       A juicio de Tomás, sus compañeros eran demasiado  crédulos y habían tomado por realidad lo que no era más que un fantasma de su imaginación exaltada y deseosa. Cuántos imitadores ha tenido en la sucesión de los siglos que han venido repitiendo: si no veo, no creo. Conducta no aplicable a la vida sobrenatural, a la relación con un Dios que es Espíritu Infinito. Incluso en la vida natural es absurdo y no lo estamos cumpliendo. Porque con la vida de familia, de sociedad, de comercio, de mutuas relaciones de amistad sería imposible. Temamos no se nos infiltre este espíritu soberbio de hipercrítica, que nos empuje a pedir razón y demostración palpable de todo; y procuremos, por el contrario, gran docilidad de juicio a las enseñanzas de los que Dios ha puesto en su vida y en el evangelio para guiaros y establecer relaciones de amistad con nosotros, especialmente en la Eucaristía.

       Fue esta conducta de Tomás escandalosa para sus compañeros, como puede serlo la nuestra y causar no poco daño en almas tiernas aun en la virtud; y le expuso a daño grandísimo. Porque, claro está que no tenía Jesús obligación ninguna de acceder a la atrevida demanda del Apóstol incrédulo. Y era, por el contrario, de temer que prescindiese de él, pues que tan poco asequible se mostraba a entregársele. Sólo la benignidad inagotable de Jesús pudo remediar daño tan grande como el que a Tomás amenazaba.

       2). “Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Se presentó Jesús en medio estando las puertas cerradas, y dijo: "La paz con vosotros." Luego dice a Tomás: "Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente."

        Ocho días difirió el Señor la visita, tal vez para castigar la terca obstinación de Tomás. Y claro que por él sufrieron también sus compañeros; en la comunidad, las faltas de los tibios causan daños muy sensibles, y deja a veces el Señor, por ellos, de favorecer a todos con gracias extraordinarias.

Hemos de temer ser por nuestra mala correspondencia y frialdad en el servicio del Señor causa de que se vea privada la familia o comunidad en que vivimos de los regalos de Jesús. Y, al contrario, las buenas obras de los fervorosos, ¡cuántas bendiciones atraen de lo alto! ¡No lo olvidemos y procuremos con todo empeño ser para todos fuente de bendición y dicha! La intercesión de María y la compañía de sus comunidad apostólica le valieron a Tomás la visita de Jesús.

       Estaban reunidos los Apóstoles cuando se les apareció el Señor; no quiso hacerlo sólo a Tomás por dos causas principales: primera, para que habiendo sido público el pecado, lo reparase el Apóstol incrédulo ante sus compañeros, y como los había escandalizado con su obstinada incredulidad, los edificase con su humilde y fervorosa profesión de fe, y trocase así en legítimo gozo la pena que les había ocasionado con su pecado. Además, quiso dar a entender a Tomás que a sus compañeros debía en no pequeña parte la dicha de que se le apareciese el Señor; cosa que no hubiera logrado si, como lo hiciera antes, se apartara de ellos. Estimemos la vida de comunidad y agradezcamos al Señor mil gracias que se nos otorgan por ella.

       El Señor, al entrar en el cenáculo, ante todo se dirigió a la comunidad y la saludó con su acostumbrado: “¡Paz a vosotros!” ¡Cuál no sería el gozo de los Apóstoles al oír aquella voz tan conocida y amada, y cómo surtiría el saludo de Jesús efectos admirables en aquellos corazones! ¡ El Señor les perdonó a todos, no tuvo en cuenta la traición de Pedro y el abandono de todos, no empezó riñéndolos  en su primera visita, sino que como los amaba y nos ama de verdad, sus primeras palabras fueron para ellos y para todos los que le ofendemos a veces: Paz a vosotros.

       Pidámosle que nos dé su paz! Después se dirigió a Tomás, como el buen pastor que corre tras la oveja descarriada. El salió a buscar al incrédulo para reducirlo al redil. ¡Y con qué caridad y suavidad lo hizo! “Luego dice a Tomás: "Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente.

La terca obstinación de Tomás bien merecía siquiera unas palabras de dura reprensión; pero el bondadosísimo Jesús sólo le hace un reproche lleno de caridad: “¡No seas incrédulo!” Y en cambio, como accediendo a su pretensión, le invita a que realice la prueba que exigía para quedar plenamente convencido de la verdad de la resurrección. Lección en verdad práctica para los que tienen oficio de corregir, formar y predicar y educar. El perdón y la suavidad es la mejor manera de lograr magníficos efectos entre los hermanos en la fe con la tranquila exposición y la suave admonición templada por el cariño, que hace al defectuoso o pecador ver su falta y, al mismo tiempo, el modo de enmendarla y cambiar de vida y actitudes!

Así se logra que el reprendido, en vez de airarse y rebotar y rechazar, salga agradecido y acepte la reprensión con estos motivos de amor y suavidad.

       3)Grande fue la falta de Tomás, pero hay que reconocer su magnífica  reparación: “Tomás le contestó: "Señor mío y Dios mío”. ¿Tocó las llagas Tomás y metió su mano por el costado abierto de Jesús? No lo dice el texto sagrado; cierto que ya no lo necesitaba, pues estaba convencido; acaso Jesús, con dulce violencia le forzó a hacerlo para mayor comprobación del hecho de su gloriosa resurrección y provecho nuestro. Y dice san Gregorio en una de su homilías: «Más nos aprovechó a nosotros para la fe la infidelidad de Tomás que la fe de los discípulos creyentes; porque al ser reducido él a la fe tocando, nuestra mente, echada fuera toda duda, se afirma en la fe».

        Lleno de fe, de amor y de pena, se arrojó el Apóstol a los pies del Maestro, y del fondo del alma, ilustrada por el Espíritu Santo, lanzó aquel grito sublime que repetimos sin cansarnos los adoradores del Dios escondido en la Hostia santa: “¡Señor mío y Dios mío!”: Esta era la  santa costumbre que había en nuestros pueblos cristianos y que ya se ha perdido, al consagrar el sacerdote el pan y el vino.

       ¡Perdóname, Señor! ¡Quiero en adelante ser todo tuyo, reparar mi pecado con una fe doblemente fervorosa y activa. Este es el <Toma de mí y haz lo que quieras> de un corazón fuerte, de un corazón extraviado, pero vuelto a recobrarse enteramente, que en lo sucesivo responderá con entera satisfacción a todas los pruebas, dispuesto a toda clase de luchas y sacrificios. Tomás es ya todo del Señor; será uno de los más fervorosos Apóstoles del mundo, que extenderá el Evangelio como Pablo. Aquel “vayamos y muramos con él” que dijo con lo demás apóstoles en un momento de persecución a Jesús, tendrá en él mismo su perfecto cumplimiento Como «la caída de Pedro, así también la incredulidad de Tomás se ha trocado en copiosa bendición, gracias a la caridad del Maestro, que aquí también ha dado maravillosa muestra de lo que debe ser la prudencia, la moderación, la bondad y el conocimiento del corazón humano de un verdadero padre espiritual.

       Nadie hasta entonces había llamado a Jesús:“¡Señor mío y Dios mío!”. Ciertamente puede decirse a Tomás, en esta ocasión, lo que a Pedro dijera Jesús en Cafarnaún: Bienaventurado eres, porque esto que has dicho “no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en los cielos”. Es un desahogo del corazón inflamado súbitamente de amor y ansioso de mostrar su reconocimiento a quien tanto debe. Es una declaración de la íntima experiencia sobrenatural. La resurrección causó a Tomás el efecto más principal, que es llegar al contacto con la divinidad. Experimentó íntimamente este contacto y el alma se encendió, como si le acercaran una brasa de fuego, y se exhaló toda en un acto de amor. Las palabras declararon lo que el alma sentía con más perfección. Cuando los afectos interiores son muy poderosos, las palabras siempre son cortas: ¡Señor mío!, acto de entrega total de sí mismo, reparación de tantas negaciones y resistencias pasadas. ¡Dios mío!, acto de unión con la fuente de la vida sobrenatural. Tomás es ya un hombre nuevo en Cristo, Señor y Dios.

       “Dícele Jesús: "Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído.”  El Señor no alaba la confesión de Tomás como alabara un día la de Pedro, y lo hace porque había sido tardo en creer y porque no tomasen otros ocasión de este ejemplo para pedir otro tanto, queriendo prueba de sentir y ver con los ojos de la carne para creer los misterios de Dios.

Dos caminos hay para llegar a la fe: Uno, viendo, y otro, sin ver. ¿Puede llamarse cosa de fe lo que se ha visto? San Agustín, que dijo: «Fides est credere quod non vides» : la fe es creer lo que no ves, da la solución con estas palabras: «Una cosa vio y palpó con el cuerpo Tomás, y otra »creyó con el corazón... Porque vio y tocó al Hombre o la Humanidad, y creyó en Dios o en la Divinidad  (que al presente no se puede ver). Pues diciendo ¡Señor mío! confesó la naturaleza humana, a la que se ha dado el dominio de toda criatura, y diciendo ¡Dios mío!, la divina, que todo lo creó y a uno mismo por Dios y Señor» (Tract. 121 in Joan). 

 Finalmente, notemos la alabanza que nos tributa a los que sin necesidad de ver, por la misericordia de Dios, hemos creído. Nos gustaría, claro está, verle, tocarle, besarle en el Sagrario; y así lo hacen muchas personas, incluso corporalmente.

22º JUEVES EUCARÍSTICO

1ª MEDITACIÓN

EN EL SAGRARIO ESTÁ “…EL CORAZÓN QUE TANTO AMA A LOS HOMBRES Y A CAMBIO… RECIBE  MUCHOS ABANDONOS Y DESPRECIOS»

QUERIDOS HERMANOS: Todo cuerpo tiene un corazón. Es el órgano principal. Si el corazón se para, el hombre muere. «Te amo con todo mi corazón», «te lo digo de corazón...» son expresiones que indican que lo que hacemos o decimos es desde lo más profundo y sincero de nuestro ser, con todas nuestras fuerzas, que no nos reservamos nada, que nos entregamos totalmente. Pues bien, este cuerpo de Cristo Eucaristía, que hoy veneramos y comulgamos, tiene un corazón que es el corazón del Verbo Encarnado. El corazón eucarístico de Cristo es el que realizó este milagro de amor y sabiduría y poder de la Eucaristía. Este corazón, que está con nosotros en el Sagrario y que recibimos en la Comunión, es aquel corazón, que viendo la miseria de la humanidad, sin posibilidad de Dios por el pecado y viendo que los hombres habíamos quedado impedidos de subir al cielo, se compromete a bajar a la tierra para buscarnos y salvarnos: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad”.

        Este corazón, centrado en el amor al Padre y al hombre, con una entrega total y victimal hasta la muerte, es el corazón de Cristo que “me amó y se entregó por mí”, en adoración y obediencia perfecta al Padre, hasta el sacrificio de su vida. Y este corazón está aquí y en cada Sagrario de la tierra y este corazón quiero ponerlo hoy, como modelo del nuestro, como ideal de vida que agrada a Dios y salva a los hermanos: Más la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros… Si cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos salvos por su vida!” (Rom 5,9-11).

        Este corazón eucarístico de Cristo, puesto en contacto con las miserias de su tiempo: ignorancia de lo divino, odios fratricidas, miserias de todo tipo, incluso enfermedades físicas, morales, psíquicas... Fue todo compasión, verdad y vida.

        Por eso, sabiendo que está aquí con nosotros, en el pan consagrado, ese mismo corazón de Cristo, porque no tiene otro, debemos ahora meditar en este corazón que nos amó hasta el extremo en su Encarnación y en el Gólgota, que nos amó y sigue amándonos hasta el extremo en la Eucaristía. Hoy vamos a fijarnos en los rasgos de su corazón amantísimo, reflejados en sus palabras, que escuchamos esta mañana desde su presencia eucarística y que le siguen saliendo de lo más íntimo de su corazón. A través de la lengua, habla el corazón de los hombres.

        Jesús, el predicador fascinante que arrastraba las multitudes, haciendo que se olvidaran hasta de comer, el que se sentía bien entre los sencillos y plantaba cara a los soberbios, el que jugaba con los niños y miraba con amor a los jóvenes y con misericordia a los pecadores, tenía el corazón más compasivo y fuerte de la humanidad. Vamos a fijarnos hoy en algunas de sus palabras, que así lo reflejan y que hoy nos las dice desde el Sagrario, haciéndonos una imagen bellísima de sus ojos y corazón misericordiosos, llenos de ternura, con su corazón compasivo, lleno de perdones, con sus manos que nunca se cansaron de hacer el bien:

 - “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo” para estar cerca de los hombres y alimentar y fortalecer, con mi energía divina de amor, vuestra debilidad y  cansancio en amar y perdonar, de entrega, de entusiasmo, servicio.

 - “Yo soy la luz del mundo”, nos repite todos los días desde el Sagrario, para iluminar vuestra oscuridad de sentido de la vida: por qué existimos, para qué vivimos, a donde vamos.... Yo soy la luz, la verdad y la vida sobre el hombre y su trascendencia.

 - “Yo soy el pastor bueno”, “yo soy la puerta” para que el hombre acierte en el camino que lleva a la eternidad. Yo soy la puerta del amor verdadero a Dios, yo soy la puerta de la vida personal o familiar plena, yo soy la puerta de los matrimonios verdaderos para toda la vida, de las familias unidas, que superan todas las dificultades. Yo soy el fundamento de unión y la paz entre los hombres, entre los vecinos. Yo soy la fuente del amor fraterno, del servicio humano y compasivo.

 - “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”, todo está en mí para vosotros, para que no caigáis en las cunetas del error, de la muerte, de los vicios y pecados, que quitan al hombre la libertad, la alegría y lo reducen a las esclavitudes de los vicios, del consumismo que lleva al vacío existencial.

 - “Yo he venido a salvar lo que estaba perdido”; “Yo he venido para que tengáis vida y la tengáis abundante”. Os he pensado y creado con el Padre desde el Amor del Espíritu Santo. Os he recreado por amor como Hijo desde la Encarnación. Os he redimido y he sufrido la muerte para que tengáis vida eterna, y por la potencia de mi Espíritu, consagro el pan en mi cuerpo y sangre para la salvación del mundo.

 - “Yo he venido a traer fuego a la tierra y sólo quiero que arda”: que ardan de amor cristiano los matrimonios, que ardan de amor y perdón los padres y los hijos, que los esposos ardan de mi amor y superen todos los egoísmos, incomprensiones, que ardan de amor verdadero los jóvenes, los novios, sin consumismos, sin reducirlo sólo a cuerpo. El amor de los míos tiene que ser humilde y sin orgullo, sincero y generoso como el mío, dador de gracias y dones, sin cansancio, sin egoísmos, con ardor y fuego humano y divino.

 - “Si alguien tiene sed que venga a mi y beba... un agua que salta hasta la vida eterna…” Jesús es el agua de la vida de gracia, de la vida eterna. Jesús es la misma vida de Dios que viene hasta nosotros y es su felicidad eterna, la que quiere compartir con cada uno de nosotros.

        Queridos hermanos: repito e insisto: ese corazón lo tenéis muy cerca, late muy cerca de nosotros en la Eucaristía, en la comunión, en el Sagrario, está aquí. Pidamos la fe necesaria para encontrarlo en este pan consagrado, pidámosle con insistencia: “Señor, yo creo, pero aumenta mi fe”. Vivir en sintonía con este corazón de Cristo significa amar y pensar como Él, entregarse en servicio al Padre y a los hombres como Él, especialmente a los más necesitados. Es aceptar su amistad ofrecida aquí y ahora. Esto es lo que pretende y desea con su presencia eucarística. Para esto se quedó en el Sagrario. 

       ¡Eucaristía divina! Tú lo has dado todo por mí, con amor extremo, hasta dar la vida. También yo quiero darlo todo por ti, porque para mí, Tú lo eres todo, yo quiero que lo seas todo.

2ª MEDITACIÓN

EN EL SAGRARIO NOS ESTÁ ESPERANDO SIEMPRE  JESÚS CON SUS MANOS Y CORAZÓN LLAGADOS POR AMOR.

Quiso nuestro Cristo y amorosísimo Redentor conservar, después de su resurrección, las llagas de los pies, de las manos y del costado. ¿Por qué? Podemos considerar algunas razones.

CRISTO RESUCITADO QUISO MOSTRARSE CON SUS MANOS Y SU CUERPO LLAGADO:

       A) Como señales visibles y testimonio fehaciente e irrecusable de lo terrible del combate que hubo de sostener para llevar a cabo el proyecto del Padre y la empresa que tomara a su cargo. Mucho le costó nuestra redención, mucho hubo de sufrir para conseguirla cima... Pues que tanto le costó, mucho debe de valer y en mucho la hemos de estimar todos los hombres.

           B) Como perpetua señal del amor que nos tiene y excitadora continua de nuestro corazón por divina misericordia para con nosotros. Si obras son amores, mucho nos amó quien por nuestro bien tanto sufrió. Y cierto que entrañas de misericordia son las que así se compadecieron de nuestra miseria: “Llagado por nuestros delitos (Is., 53 5).

       C) Como trofeos de su victoria, pues resplandecerán trocadas de fealdad en hermosura, como estrellas luminosas por toda la eternidad y será su vista para los bienaventurados objeto de regalada visión, que les hará clamar, llenos de agradecimiento y amor: “Digno es el cordero que ha sido sacrificado de recibir el poder, y la divinidad, y la sabiduría, y la fortaleza, y el honor y la gloria, y la bendición”. (Ap 5, 12). Con qué legítimo orgullo muestran los soldados las cicatrices del combate y las heridas sufridas por la patria! En el Concilio de Nicea, el emperador Constantino besaba, lleno de respetuosa admiración, las cicatrices que ostentaban los obispos que habían sufrido martirio por la fe.

Para utilidad nuestra, pues Jesucristo las muestra al Padre para aplacar su indignación y lograrnos gracias sin cuento:   “siempre vivo para interceder por nosotros” (Heb., 7, 25),  y son sus llagas otras tantas bocas que claman “ofreciendo plegarias y súplicas con grande clamor y lágrimas fue oído por su reverencia o dignidad”. Y podrá decir al mostrar sus llagas: «tanto sufrimiento no fue inútil». Podemos, además, dentro de ellas, descansar de los trabajos de nuestro prolongado destierro; pues que son un oasis en este desierto y un faro en la noche de esta vida terrena.

       D) Podemos seguir preguntándonos: Y ¿para qué mostró el Señor sus llagas a los Apóstoles? Pretendió con ello Jesús:

       a) Robustecer la fe de sus discípulos, quitándoles toda duda y dejándoles bien probado que había resucitado con la misma carne que antes tenía “Soy yo”. Quiso también patentizar “Nolite timere”; “no tengáis miedo” que recordando vuestra cobardía que os hizo abandonarme, haya dejado de amaros. ¡No! Mirad estas llagas testigo de mi amor, y al verlas llenaos de confianza.

       b) Para alentarlos al sacrificio. Bien merecía que hicieran algo por Él, que tanto había hecho por ellos; y así se animaran a corresponder con sacrificio a tan doloroso sacrificio. A gran precio les había comprado aquella paz y salvación que les brindaba como supremo don; justo era que la estimasen y guardasen a costa de cualquier trabajo, Y les anunció que habían de ser perseguidos, maltratados, muertos... por aquel mundo que primero le odió y persiguió a Él, pero al que había vencido: “confiad, yo he vencido al mundo” (Jn. 10, 33).

       F) ¿Qué otro provecho debemos sacar de contemplar las  llagas de Jesucristo?

       a) Dolor sincero al considerar que nuestros pecados fueron los que las abrieron; y son también los que las renuevan, renovando en cierto modo la Pasión.

       b) Gran amor y gratitud para con quien asi nos amó; lo contrario sería ingratitud incalificable.

       c) Confianza sin límites: esas llagas son fiadoras de nuestra salvación; voces que sin tregua claman por nosotros, asilo donde acogernos, refugio seguro en vida y en muerte: «no encontré mayor remedio a mis males que las llagas de Cristo». (San Agustín)

       d) Aliento y estímulo para la imitación generosa de Jesucristo y para sufrir algo por Él y con Él. Se lamentaba San Pedro de Verona por haber sido injustamente acusado y castigado; se le apareció Jesús, y mostrándole sus llagas, le dijo: «¡No era Yo inocente? Y, sin embargo, por ti... »

       Con Cristo que tanto nos quiso y sufrió por nosotros, el mismo Cristo que está aquí ahora presente en el Sagrario, y que tanto nos ama y espera nuestro diálogo de amor, oremos y dialoguemos y discutamos con Él esta emoción que hemos sentido y sentimos al meditar este pasaje evangélico; digámosle con santo Tomás de Aquino en el himno «Adoro te devote...»: 

       « No veo las llagas como las vio Tomás, pero onfieso que eres mi Dios; haz que yo crea más y más en Ti, que en Ti espere; que te ame».

       Digamos todos con san Pablo: “vivo yo pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi y, mientras vivo en esta carne, vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí...”

23º JUEVES EUCARÍSTICO

1ª y 2ª MEDITACIÓN

 

¿POR QUÉ DEBEMOS NOSOTROS AMAR A JESUCRISTO EUCARISTÍA?

1. Un primer motivo o razón para amar a Jesús Eucaristía es: Porque “Él nos amó primero”.

En el sagrario Jesucristo nos ama y nos espera a todos con deseos de amistad eterna.

Santo Tomás distingue dos grandes tipos de amor: el amor de concupiscencia y el amor de amistad; lo que corresponde, en parte, a la distinción más común entre el amor «eros» y «agapé», entre amor de búsqueda y amor de donación.

       El amor de concupiscencia, dice S. Tomás, es cuando alguien ama algo (aliquis amat aliquid), esto es, cuando se ama alguna cosa, entendiendo por «cosa» no solo un bien material o espiritual, sino también una persona, cuando ésta es reducida a cosa e instrumentalizada como objeto de posesión y disfrute.

       El amor de amistad es cuando alguien ama a alguien (Aliquis amat aliquem), es decir, cuando una persona ama a otra persona (S. Th. I-II, 27,1).

       La relación fundamental que nos vincula a Jesús en cuanto persona es, por tanto, el amor. La pregunta primera que debemos hacernos sobre la persona de Jesús, sobre su divinidad, es ésta ¿Crees? La pregunta segunda que debemos hacernos nos la dirige Él personalmente: ¿Me amas?

       Existe un examen de Cristología que todos los creyentes, no sólo los teólogos, deben pasar; y este examen contiene dos preguntas obligatorias para todos: El examinador aquí es Cristo mismo. Del resultado de este examen depende no el acceder al sacerdocio o una Licenciatura en teología, sino el acceso o no a la vida  eterna. Y estas dos preguntas son precisamente: ¿Crees? ¿Me amas? ¿Crees que Jesucristo es el Hijo de Dios, crees en la divinidad de Cristo? ¿Amas a la persona de Cristo?

       San Pablo pronunció estas terribles palabras: “Si alguien no ama al Señor, sea anatema, sea condenado” (1Cor 16, 22) y el Señor del que habla es el Señor Jesucristo.

A lo largo de los siglos se han pronunciado, a propósito de Cristo, muchos anatemas: Contra quien negaba su humanidad, contra quien negaba su divinidad, contra quien dividía sus dos naturalezas, contra quien las confundía...pero quizá se ha pasado por alto el hecho de que el primer anatema de Cristología, pronunciado por un apóstol en persona, es contra  aquellos que no aman a Jesucristo.

Esta tarde queremos preguntarnos y responder, con la ayuda del Espíritu Santo, que siempre viene en nuestro auxilio, si le invocamos como lo hacemos ahora en silencio y personalmente, mientras meditamos y nos preguntamos dentro de nosotros: ¿Por qué amar a Jesucristo? ¿Es posible amar a Jesucristo? ¿Amamos nosotros a Jesucristo?

El nos amó y nos ama en el Sagrario porque vino en nuestra búsqueda para abrirnos a todos las puertas de la amistad eterna con nuestro Dios Trino y Uno.

En esto ponía san Juan la esencia de Dios: “Dios es amor... en esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que Él nos amó primero y entregó a su Hijo en propiciación por nuestros pecados”;

 Esto era lo que inflamaba, por encima de cualquier otra cosa, al apóstol Pablo: “Me amó y se entregó por mí” (Gal 2, 20). “El amor de Cristo, decía también, nos apremia –charitas Dei urget nos--, pensando que si uno murió por todos, todos murieron con Él (2Cor 5,14).

El hecho de que Jesús nos haya amado primero y hasta el punto de dar su vida por nosotros “nos apremia-urget nos”, o como se puede traducir también, “nos empuja por todas parte”, “nos urge dentro”.

Se trata de esa ley bien conocida por ser innata, por la que el amor «a ningún amado amar perdona» (Dante ), es decir, no permite no corresponder con amor a quien es amado.

¿Cómo no amar a quien nos amó primero y tanto? «Sic nos amantem, quis non redamaret» (Adeste fideles) cantamos en la Navidad. El amor no se paga más que con amor. Otra moneda, otro precio no es el adecuado. ¿Por qué hemos de ser tan duros con Jesús? Si Él nos amó primero y totalmente, cómo no corresponderle?

¡Qué misterio tan inabarcable, tan profundo, tan inexplicable, el misterio del Dios de los católicos, del único Dios, pero digo de los católicos, porque a nosotros, por su Hijo, nos ha sido revelado en mayor plenitud que a los judíos o mahometanos, porque todas las religiones tiene rastro de Dios.

Nuestro Dios nos pide amor en libertad, desde la libertad, no por obligación. Esto es lo grande. Se rebaja a pedir el amor de su criatura pero no la obliga. Y esa criatura responde: «Dios mío, yo creo, adoro, espero y te amo; te pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan y no te aman», como nos enseñó el ángel en Fátima, en nombre de la Virgen.

2. El segundo motivo y el más sencillo para amar a Jesucristo es que Él mismo nos lo pide.

¡Qué humildad! Todo un Dios infinito pidiendo el amor a su criatura. Pero si Él lo tiene todo. Es el “Todo”. Qué humildad, qué amor más extremo.  Pedir mi amor cuando soy yo, puro ser finito, el que necesito de su Amor y Fuerza.

 En la última aparición del resucitado, recordada y descrita en el evangelio de san Juan, en un determinado momento, Jesús dirige a Simón Pedro y le pregunta tres veces seguidas: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?” (Jn 21. 16).

Dos veces aparece en las palabras de Jesús el verbo agapao, que indica normalmente la forma  más elevada del amor, la del agapé o la de caridad, y en una el verbo phileo, que indica el amor de amistad, el querer o tener afecto por alguien.

       «Al final de la vida, dice san Juan de la Cruz, seremos examinados de amor» (Sentencia 57); y así vemos que ocurrió también a los Apóstoles: al final de su  vida con Jesús, al final del evangelio, fueron examinados de amor. Y sólo de amor; no fueron examinados de conocimientos bíblicos, de sacrificios, de liturgia.

       Como todas las grandes palabras de Cristo en el evangelio tampoco ésta “¿me amas?” va dirigida tan sólo al que la escuchó la primera vez, en este caso a Pedro, sino a todos aquellos que leen el evangelio. De lo contrario, el evangelio no sería el libro que es, el libro que contiene las palabras “que no pasarán” (Mt 24, 35), las palabras  de Salvación dirigidas a todos los hombres de todas las épocas.

       Por eso, quien conoce a Jesucristo y escucha estas palabras de Cristo dirigidas a Pedro, sabe que van dirigidas a todos los creyentes, que nos sentimos interpelados por ellas lo  mismo que Pedro ¿Me amas?

Y a esta pregunta hay que responder personal e individualmente, porque de pronto nos aísla de todos, nos pone en una situación única y se dirige a cada uno. No se puede responder por medio de otras personas o de una institución. No basta formar parte de un cuerpo, la Iglesia, que ama a Jesús. Esto se advierte en el mismo relato evangélico, sin querer con ello forzar el texto.

Fijaos bien, queridos hermanos, que hasta ese momento la escena se presenta muy animada y concurrida: junto a Simón Pedro estaban Tomás, Natanael, los dos hijos de Zebedeo y otros dos discípulos. Juntos habían pescado, comido, habían reconocido al Señor. Pero ahora, de pronto, ante esta pregunta de Jesús, todos desaparecen de la escena, se quedan sólo los dos: Cristo y Pedro.

Desaparece todo: la charla, el pescado; la barca queda fuera de escena. Se crea un espacio íntimo en el que se encuentran solos, uno frente a otro, Jesús y Pedro. El apóstol queda cara a cara, aislado de todos, ante aquella pregunta inesperada: ¿Me amas?

Es una pregunta a la que ningún otro puede responder por él y a la que él no puede responde en nombre de todos como hizo en otras ocasiones del evangelio, sino que debe hacerlo en nombre personal y propio, responder de sí mismo y por sí mismo.

Y, en efecto, se nota como Pedro se ve obligado, por la premura de las tres preguntas, a entrar en sí mismo, pasando de las dos primeras respuestas, inmediatas, pero rutinarias y superficiales, a la última, en la que se ve aflorar en él todo el saber de su pasado personal, e incluso su gran humildad: “Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo” (Jn 21, 17)

Por tanto, la segunda razón que yo pondría para responder a la primera pregunta que nos hacemos, de por qué debemos amar a Jesús, es: Porque Él mismo nos lo pide, porque me da su amor para que yo le dé el mío, porque para eso se encarnó y vino en m búsqueda y murió y resucitó, solo para eso, y para eso se quedó tan cerca de mí y de todos los hombres en el Sagrario, para que yo le devuelva amor.

Ahora bien, quizás antes de responder debemos pensar quién nos lo pide. Me lo pide Jesús que lo tiene todo, porque es Dios, que no tiene necesidad de mi, qué le puedo yo dar que Él no tenga, es Dios. Entonces por qué me lo pide: porque lo tiene todo, menos mi fe y confianza en Él, menos mi amor, si yo no se lo doy. Luego me lo pide por amor, para amarme más, para poder entregarse más a mí, me lo pide, porque quiere vivir en amistad conmigo y empezar ya una amistad eterna, que no acabará nunca. Y me lo pide desde el Sagrario, donde se ha quedado para siempre en amistad ofrecida con amor a  todos los hombres, vino para esto y para esto se hizo primero hombre y luego, pan de Eucaristía, para ser comido con amor. Y así se cumple el dicho popular: “te quiero  tanto que te como”. Y eso por ambas partes: Jesús y nosotros.

3. Debemos amar a Jesús Eucaristía porque el cristianismo, más que ritos y celebraciones, esencialmente es una Persona: Jesucristo.

       La religión cristiana esencial y primariamente es una persona, Jesucristo, Dios y hombre verdadero, antes que conocimientos y cosas sobre Él. Cristiano quiere decir que cree y acepta y ama a Jesucristo. El cristianismo es y exige conocer y amar y tener una relación y amistad personal con Él, tratar de amar como Cristo, pensar y amar como Él. Y en toda relación la amistad debe ser mutua. La amistad existe no cuando uno ama, sino cuando los dos aman y se aman. Entonces, si partimos de la base que ya hemos establecido, de que Él nos ama y nos ama primero, es lógico que nosotros respondamos con amor, si queremos ser cristianos, es decir, amigos de Jesús.

       Por otra parte, un cristianismo sin amistad con Cristo, es el mayor absurdo que pueda darse. Porque a nadie se le obliga a ser cristiano. Es libre. La libertad viene de la voluntad de optar y comprometerse por Cristo, todo lo cual nos está hablando de amor y correspondencia de amistad...

Sólo quien ama a Cristo puede ser cristiano auténtico y coherente. Si tú quieres serlo, has de amarlo. Lo absurdo del cristianismo es que muchos se consideran cristianos, sin conocer y amar personalmente a Cristo. Es un cristianismo sin Cristo. Un cristianismo de verdades y sacramentos, pero sin personas divinas, sin Cristo, sin relación y amistad personal con Él, no es cristianismo, no es religión que nos religa y une a Él personalmente, es un absurdo, es puro subjetivismo humano, inventado por el hombre.

4. Debemos amar a Jesucristo para corresponder a su amor; porque por amor a nosotros se encarnó primero en carne humana y luego, en un trozo de pan.

Cristo merece nuestro amor, merece ser amado, es digno de nuestro amor, nos ha ganado con su amor, es amable por sí mismo y por sus obras, por lo que ha hecho por nosotros. Reúne en sí toda la belleza y hermosura de la creación, del hombre, del amor, de la vida, de la santidad, de toda belleza y perfección.

Nuestro corazón necesita algo grande para amar. Cristo es lo más grande y bello y maravilloso y fiel y grandioso y amable que existe y puede existir; nadie ni nada fuera de Él puede amarnos y llenarnos de sentido de la vida y felicidad como Él. Atrae todo el amor del Padre: “Este es mi hijo muy amado, en el que me complazco”. Es el “esplendor de la gloria del Padre”, reflejo de su ser infinito. Si el Padre eterno e infinito se complace en Él, y Jesucristo colma y satisface plenamente la capacidad infinita de amar del Padre Dios ¿cómo no colmará la nuestra? Por eso, quien ama a Jesucristo, a su Hijo, el Padre le ama con amor de Espíritu Santo, esto es, con el mismo amor con que Dios se ama, que es el Amor persona divina, el mismo Amor con que Dios le ama: “Si alguno me ama, mi Padre le amará, y vendremos a Él y haremos morada en él”; “Al que me ama, mi Padre le amará”; “El Padre mismo os ama, ya que vosotros me habéis amado”. (Jn 14. 21.23; 16, 27).

5. Debemos amar a Jesucristo para conocerlo en su plenitud de amor entregado y poder conocerlo y amarlo en plenitud. A Cristo no se le conoce hasta que no se le ama. El amor es el que nos hace penetrar en  su misterio. Le conocemos en la medida en que le amamos. Y esto tiene que ver mucho con la oración que es conocimiento de amor y por amor. Las verdades no se comprenden hasta que no se viven. Mediante el amor, por contacto y conocimiento por afecto y encuentro y contacto de unión, que nos une a la persona amada y nos hace descubrir su intimidad, podemos conocer en plenitud, más que por el conocimiento frío y abstracto del entendimiento. Las madres conocen a los hijos por amor, incluso en sus males y enfermedades de cuerpo y alma. Los místicos conocen más y mejor que los teólogos.

       Lo vemos claramente en Pentecostés. Cristo se había manifestado a los apóstoles por la palabra y los milagros y su vida, pero siguieron con miedo y las puertas cerradas y no le predicaron y eso que le habían visto morir por amor extremo al Padre y a los hombres, como ampliamente le había dicho en la Última Cena. Sin embargo, cuando en Pentecostés conocen a Cristo hecho fuego de Amor de Espíritu Santo, entonces ya no pueden callarlo y lo predican abierta y plenamente y llegan a conocerlo de verdad.

La oración afectiva es  como el fuego que nos alumbra y nos da calor a la vez; da conocimiento de amor; es como dice san Juan de la Cruz el madero encendido, que alumbra y da calor y amor;  amor que nos pone en contacto con la persona amada. San Agustín: no se entra en la verdad, sino por la caridad.

La experiencia constante de todos los santos y los creyentes nos confirman esta verdad. Sin amor verdadero, sin amistad con Cristo, sin amor de Espíritu Santo, no llegamos a conocer plenamente a Cristo. El Jesús que se llega a conocer con los mas brillantes y agudos análisis cristológicos, no es el Cristo completo, la “verdad completa” de Cristo. Esto les pasó a los Apóstoles, y eso que habían visto todos sus milagros y escuchado todas sus predicaciones.

Al verdadero y fascinante y seductor y “más bello entre los hombres” no lo “revelan ni la carne ni la sangre”, esto es, la inteligencia y los sentidos y la investigación de los hombres, sino “El Padre que está en los cielo... Él nos lo ha dado a conocer” (Mt 16,17), y el Padre no se lo revela a los curiosos , sino a los que le buscan sinceramente. El Padre no se lo revela “a los sabios y entendidos de este mundo, sino a los sencillos” (Mt 25, 11).

6. Debemos amar a Jesucristo porque queremos vivir, amar y ser felices con Él eternamente. Sólo amándolo a Él, podemos vivir su vida, su evangelio, su palabra y poner en práctica sus mandamientos: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos” “El que no me ama, no guarda mi doctrina” (Jn 14, 15. 24). Esto quiere decir que no se puede ser cristiano en serio, no se pueden cumplir sus exigencias radicales y evangélicas sin un verdadero amor a Jesucristo, que con su amor hecho gracia y fuerza divina, nos ayudará a cumplir con sus mandamientos con perfección. Sin amor a Cristo falta la fuerza  para actuar y obedecer. Por el contrario, quien ama, vuela en el cumplimiento de su voluntad por amor.

24º JUEVES EUCARÍSTICO 

1ª  Y  2ª  MEDITACIÓN

JESUCRISTO EUCARISTÍA ES EL  MEJOR MODELO Y MAESTRO DE ORACIÓN, SANTIDAD Y APOSTOLADO

Queridos hermanos: me gustaría describiros un poco el camino ordinario que hay que seguir para conocer y amar a Jesucristo Eucaristía. Es la oración eucarística o sencillamente la oración en general, de la que Santa Teresa nos dice, «que no es otra cosa oración, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama».

Como os dije ya anteriormente, al «tratar muchas veces a solas con quien sabemos que nos ama», poco a poco nos vamos encontrando con Él en la Eucaristía, que es donde está más presente «el que nos ama», y esto es en concreto la oración, la oración en general, o si queréis, la oración eucarística, que será hablar, encontrarnos, tratar de amistad con Jesucristo Eucaristía.

Este es el mejor camino que yo conozco y he seguido para descubrirlo vivo, vivo y resucitado, y no como un tesoro escondido, sino como un tesoro mostrado, manifestado y predicado abiertamente, permanentemente ofrecido y ofreciéndose como evangelio vivo, como amistad, como pan de vida, como confidente y amigo para todos los hombres, en todos los Sagrarios de la tierra.

El Sagrario es el nuevo templo de la nueva alianza para encontrarnos y alabarle a Dios en la tierra, hasta que lleguemos al templo celeste y podamos contemplarlo glorioso. No es que haya dos Cristos. Siempre es el mismo ayer, hoy y siempre, pero manifestado de forma diferente. “Destruid este templo y yo lo reedificaré en tres días. Él hablaba del templo de su cuerpo” (Jn 2,19). Cristo Eucaristía es el nuevo sacrificio, la nueva pascua, la nueva alianza, el nuevo culto, el nuevo templo, la nueva tienda de la presencia de Dios y del encuentro, en la que deben reunirse los peregrinos del desierto de la vida, hasta llegar a la tierra prometida, hasta la celebración de la pascua celeste.

Por eso, “la Iglesia, apelando a su derecho de esposa” se considera propietaria y depositaria de este tesoro, por el cual merece la pena venderlo todo para adquirirlo; y lo guarda con esmero y cuidado extremo y le enciende permanentemente la llama de su fe y amor más ardiente, y se arrodilla y lo adora y se lo come de amor: “No es el marido dueño de su cuerpo sino la esposa” (1Cor 7,4). 

El Sagrario es Jesucristo vivo y resucitado en salvación y amistad permanentemente ofrecidas a los hombres, sus hermanos. Quiero decir con esto que no se trata de un privilegio, de un descubrimiento, que algunos cristianos encuentran por suerte o casualidad o porque están muy subidos en la oración, sino que es el encuentro natural de todo creyente, que se tome en serio la fe cristiana y crea lo que tiene que creer y quiera ponerse en camino para recorrer de verdad las etapas necesarias de este Camino, de esta Verdad y de esta Vida de amistad, que es Jesucristo Eucaristía y que Él mismo expresó bien claro: “Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”. “Tomad y comed, esto es mi cuerpo...” “El que me coma, vivirá por mí...” “...El agua, que yo le daré, se hará en él una fuente que salte hasta la vida eterna”. “Yo soy el camino...”

La puerta para entrar en este Camino y en esta Vida y Verdad quenos conducen hasta Dios mismo, es Cristo, por medio de la oración personal, hecha liturgia y vida, o la oración litúrgica y la vida, hecha oración personal, que para mí todo está unido, pero siempre oración, al menos «a mi parecer».

       Y para encontrar en la tierra a Cristo vivo, vivo y resucitado, el meor Camino, Verdad y Vida es el Sagrario, porque es el mismo Cristo, porque es «la fonte que mana y corre, aunque es de noche», es decir, es sólo por la fe, que es noche y oscuridad para la razón y los sentidos, al principio, porque uno no ve nada, hasta que uno se va adecuando y acostumbrando a hablar con una persona, que no ven los ojos de la carne, por los cuales antes veía y quería ver hasta lo que le decía la fe, y ahora poco a poco es la fe la que va dominando hasta en los sentidos, cosa inaudita para ellos; y poco a poco viene el amanecer de la amistad con Cristo, por la fe, desde la fe y en la fe, que es luz del mismo Dios, más clara, luminosa y evidente que todo lo que aportan la razón y los sentidos.

Sólo por la fe, que es participación de la verdad y del conoimiento que Dios tiene de sí mismo y que por tanto no podemos comprenderlo ni abarcarlo, hay que ir fiándose de su amor, podemos acercarnos a esta fuente del Amor y de la Vida y de la Salvación, que mana del Espíritu de Cristo, que es Espíritu Santo: Amor, Alma y Vida de mi Dios Trino y Uno: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Ahí, en el Sagrario, está esta fuente divina y hasta ahí nos lleva este agua de la oración y del amor que “salta hasta la vida eterna”.   El primer paso, para tocar a Jesucristo, escondido en este pan por drnos vida, llamando a las criaturas, manando hasta la vida eterna, es la fe, llena de amor y de esperanza, virtudes sobrenaturales, que nos unen directamente con Dios. Y la fe es fe, es un don de Dios, no la fabricamos nosotros, no se aprende en los libros ni en la Teología; hay que pedirla, pedirla intensamente y muchas veces, durante años, en la sequedad y aparente falta de respuesta, en noche de luz humana y en la oscuridad de nuestros saberes, con esfuerzo y conversión permanente.

La fe es el conocimiento, que Dios tiene de sí mismo y de su vida y amor y de su proyecto de salvación, que se convierten en misterios para el hombre, cuando Él, por ese mismo amor que nos tiene, desea comunicárnoslos.

       Dios y su vida son misterios para nosotros, porque nos desbordan y no podemos abarcarlos; hay que aceptarlos sólo por la confianza puesta en su palabra y su persona, en la seguridad que nos ofrece su amor, a oscuras del entendimiento que no puede comprender cómo un Dios pueda amar así a sus criaturas y abajarse de esta forma.

Para subir tan alto, tan alto, hasta el corazón del Verbo de Dios, hecho pan de Eucaristía, hay que subir «toda ciencia trascendiendo». Podíamos aplicarle los versos de San Juan de la Cruz: «Tras un amoroso lance, Y no de esperanza falto, Volé tan alto tan alto, Que le di a la caza alcance».

La fe, el diálogo de fe con Cristo Eucaristía, la oración en general, pero sobre todo la eucarística, siempre será un misterio, nunca podemos abarcarla perfectamente; sino que será ella la que nos abarque a nosotros y nos desborda. Y nosotros tenemos que dejarnos dirigir y dominar por ella, porque la fe va delante, y luego sigue la razón. Nosotros pensamos sobre estos misterios, siguiendo a la fe, nunca poniéndonos delante, porque ella es la señora, es la luz de Dios y nosotros somos criaturas, tenemos que seguirla; aunque no la comprendamos, porque la fe y la oración de fe es siempre un encuentro con el Dios vivo e infinito.

Será siempre transcendiendo lo creado, en una unión con Dios sentida; pero no poseída, aunque deseando, siempre deseando más del Amado, en densa oscuridad de fe, llena de amor y de esperanza del encuentro pleno, de la unión total con Dios, si uno es capaz de seguir hasta las cumbres de la contemplación a la que Dios nos llama, para lo cual hay que purificarse mucho, como luego diremos.

Y así, envuelta en esta profunda oscuridad de la fe, más cierta y segura que todos los razonamientos humanos, la criatura, siempre transcendida y «extasiada», salida de sí misma, de sus juicios, ideas, pensamientos y razones puramente humanas que no pueden comprender a Dios, tiene que ir no viendo ni sintiendo ni apoyándose nada en lo que le dicen sus criterios humanos y los sentidos: ¿Cómo puede estar el Dios infinito en un trozo de pan? ¿Un Dios tan grande, y no salen luces especiales ni resplandores del Sagrario? ¿Por qué renunciar a lo que veo y tengo por algo que no veo? ¿Cómo recorrer este camino sólo en fe? ¿Quién me lo asegura? ¿Llevo años y no siento con fuerza su presencia? ¿Cómo encontrarme con Cristo en el Sagrario, si no lo veo, no oigo, no siento?

Estas y otras muchas cosas se nos vienen a la cabeza y San Juan de la Cruz dice que todas esas dudas y noches de fe y de amor son necesarias para purificarnos y llegar a la unión total con el Amado sólo desde la fe y por la fe, porque es la misma luz de Dios y la única que nos puede llevar hasta Él: «Oh noche que guiaste, oh noche amable más que la alborada, oh noche que juntaste Amado con amada, amada en el Amado transformada».

Sólo por la fe tocamos y nos unimos a Dios y a sus misterios. Como haga caso a la razón y a lo que me dicen los sentidos que no ven nada de esto, no podré dar ni el primer paso en serio: “El evangelio es la salvación de Dios para todo el que cree. Porque en él se revela la justicia salvadora de Dios para los que creen, en virtud de su fe, como dice la Escritura: El justo vivirá por su fe” (Rom 1,16-17).

       A Jesucristo se llega mejor por el evangelio y cogido de la mano de los verdaderos creyentes: los santos, nuestros padres, nuestros sacerdotes, y todos los amigos de Jesús, que han vivido el evangelio y han recorrido este camino de oración, del encuentro eucarístico, y nos indican perfectamente cómo se llega hasta Él, cuáles son las dificultades, cómo se superan.

Este camino hay que recorrerlo siempre, sobre todo al principio, con la certeza confiada de la fe de la Iglesia, de nuestros padres y catequistas. “Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá” (Lc 1,45). María, modelo de fe y madre por la fe, llegó a concebir y a conocer a su Hijo y a vivir todos sus misterios más y mejor por la fe, “meditándolos en su corazón”, que por lo que veía con los ojos de la carne, que más le podían hacer dudar. Por ejemplo, cuando lo tenía naciendo en su seno.

Y éste que nace en mí ha creado los cielos y la tierra, y este es Dios, y ahora nace pobre y nadie lo reconoce como Dios y todos me dirán que estoy loca si digo lo que creo, y nadie creerá que sea Dios el que nace dentro de mí y yo soy la única, pero ella creyó contra toda evidencia puramente humana; igual que en la cruz, estando allí, junto a la cruz de su Hijo, vinieron sobre su mente los pensamientos que hicieron que otros le abandonaran y le dejaran sólo a Jesús en ese momento tan importante de su vida, cuando Él más lo necesitaba, porque era también su noche de fe, porque su Divinidad no la sentía, había dejado sola a la humanidad para que pudiera sufrir y salvar a los hombres, porque así lo quería el Padre.

María, junto a la cruz de su hijo, tuvo que hacer el mayor acto de fe de la Historia después del de Cristo: creer que era el Salvador del mundo el que moría como un fracasado, solo y abandonado, viendo morir así al que decía que era el Hijo de Dios.

Ella no comprendía ni entendía nada. Lógico que todos le dejaran. Pero ella permaneció fiel junto a su hijo, junto a la cruz y la muerte, muriendo a toda razón, a todos los razonamientos y pensamientos puramente humanos, que vendrían a su mente en esa y otras ocasiones de la vida de Cristo y se hizo esclava total de la palabra, de la fe en Dios, creyendo contra toda evidencia humana.

Esa fe la llevó a descubrir todo el misterio de su Hijo y permaneció fiel hasta la cima del calvario, creyendo, contra toda apariencia humana, que era el Redentor del mundo e Hijo de Dios el que moría solo y abandonado de todos, sin reflejos de gloria ni de cielo, en la cruz.

Y así tienen que permanecer junto al Sagrario, días y noches, horas y horas, un día y otro, las almas eucarísticas, aunque el resto le abandonen y dejen al Señor. Y así años y años… aunque el Señor ayuda y da fogonazos tan fuertes, que es una maravilla y así se va descubriendo el misterio y el tesoro del cielo en la tierra. San Agustín llega a decir que María fue más dichosa y más madre de Jesús por la fe, esto es, por haber creído y haberse hecho esclava de su Palabra que por haberle concebido corporalmente.

Por la fe nosotros sabemos que Jesucristo está en el sacramento, en la Eucaristía, realizando lo que hizo y dijo. Podemos luego tratar de explicarlo según la razón y para eso es la teología, pero hasta ahora no podemos explicarlo plenamente. Y esto es lo más importante. La fe lo ve, porque la fe es participación del conocimiento, de la misma luz con que Dios ve todas las cosas, aunque yo, que tengo esa fe, al hacerme Dios partícipe de su mismo conocimiento, no lo pueda ver y comprender, como he dicho antes, porque me excede y yo no puedo ver con la luz y profundidad de Dios. Sólo por el amor, por la ciencia de amor, por la noticia de amor, por el conocimiento místico el hombre se funde con la realidad amada y se hace una sola llama de amor y así la conoce.

Los místicos son los exploradores que Moisés mandó por delante a la tierra prometida, y que, al regresar cargados de vivencias y frutos, nos hablan de las maravillas de la tierra prometida a todos, para animarnos a seguir caminado hasta contemplarla y poseerla.

La fe no humilla a la razón; sino que la salva de sus estrecheces, haciéndola, humilde, capaz de Dios, como María que acoge la Palabra de Dios sin comprenderla. Luego, al vivir desde la fe los misterios de Cristo, lo comprende todo. Toda la Noche del espíritu, para San Juan de la Cruz, está originada por este deseo de Dios, de comunicarse con la criatura. El alma queda cegada por el rayo del sol de la luz divina que para ella se convierte en oscuridad y en ceguedad por excesiva luz y sufre por sus limitaciones en ver y comprender como Dios ve su propio misterio. Por eso a este conocimiento profundo de Dios se llega mejor amando que entendiendo, más por vía de amor que por vía de inteligencia, transformándose el alma en «llama de amor viva».

Aquel que es para siempre la Palabra del Padre, la biblioteca inagotable de la Iglesia, condensó toda su vida en los signos y palabras de la Eucaristía: es su suma teológica. Para leer este libro eucarístico que es único, no basta la razón, hace falta la fe y el amor que hagan comunión de sentimientos con el que dijo “acordaos de mí”, de lo que yo soy, de lo que hago, de mi emoción por todos vosotros, de mis deseos de entrega, de mis ansias de salvación, de mis manos temblorosas, de mi amor hasta el extremo...

 San Juan de la Cruz nos dirá que para conocer a Dios y sus misterios es mejor el amor que la razón, porque ésta no puede abarcarle, pero por el amor me uno al objeto amado y me pongo en contacto con Él y me fundo con Él en una sola realidad en llamas. Son los místicos, los que experimentan los misterios que nosotros conocemos por la teología y celebramos en la liturgia.

Para San Juan de la Cruz, la teología, el conocimiento de Dios debe ser «noticia amorosa, sabiduría de amor, llama de amor viva que hiere de mi alma en el más profundo centro...» No conocimiento frío, teórico, sin vida. El que quiere conocer a Dios ha de arrodillarse; el sacerdote, el teólogo debe trabajar en estado permanente de oración, debe hacer teología arrodillado. Sin esta comunión personal de amor y sentimientos con Cristo, el libro eucarístico llega muy empobrecido al lector. Este libro hay que comerlo para comprenderlo, como Ezequiel: “Hijo de hombre, come lo que se te ofrece; come este rollo y ve luego a hablar a la casa de Israel. Yo abrí mi boca y él me hizo comer el rollo y me dijo”: “Hijo de hombre aliméntate y sáciate de este rollo que yo te doy. Lo comí y fue en mi boca dulce como miel” (Ez.3, 1-3).

25º JUEVES EUCARÍSTICO 

 JESÚS, DESDE EL SAGRARIO, ES Y NOS ENSEÑA “EL CAMINO, LA VERDAD Y LA VIDA”.

1ª MEDITACIÓN

UN CIEGO QUE VIO MAS QUE LOS DEMÁS

“Llegaron a Jericó. Y al salir de la ciudad con sus discípulos y mucha gente, Bartimeo, el hijo de Timeo, un ciego, estaba sentado a la vera del camino pidiendo limosna. Al enterarse de que era Jesús de Nazaret, se puso a gritar: Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí. Muchos le reñían para que callara, pero él gritaba mucho más: hijo de David, ten compasión de mí.

Entonces Jesús se detuvo y dijo: Llamadlo. Llamaron al ciego diciéndole: Animo, levántate, que te llama. Él, tirando su manto, dio un brinco y se presentó a Jesús.

Jesús le preguntó: ¿Qué quieres que te haga? El ciego le contestó: Maestro, que vea.

Jesús le dijo: Vete, tu fe te ha salvado. Al momento recobró la vista; y le seguía por el camino(Mc. 10, 46-52).

“AL ENTERARSE DE QUE ERA JESUS DE NAZARETH, SE PUSO A GRITAR”(Mc. 10, 47).

El pobre ciego vivía de lo que le daban. Y ¿qué le daban? Unas monedas o un mendrugo de pan, y con eso podía ir subsistiendo.

¿Qué podrían hacer los demás? Detener su muerte, pero ninguno podía darle una vida y los ojos sanos que necesitaba para vivir. Por eso a cuantos pasaban a su lado les pedía ayuda.

Pero cuando se entera que es Jesús el que pasa es consciente de una cosa: que sólo Jesús puede darle lo que necesita para ser persona normal; y ante la magnitud de lo que espera recibir rompe la rutina de sus fórmulas que servían para pedir limosna a los demás que no eran Jesús.

No sólo emplea palabras nuevas para dirigirse a Jesús, sino que las grita. Y las grita no sólo porque le salen muy de dentro, sino también porque quiere que sus palabras no se pierdan entre el vocerío de la gente y puedan llegar a Jesús.

Sus voces molestaban a los demás. Y los demás, egoístas, al fin y al cabo, no se daban cuenta de que seguían a Jesús desde su egoísmo, porque querían seguirle sin molestia alguna. Por eso increpaban al ciego para que callara.

Pero ¿cómo va a callar el pobre ciego cuando se trata de una cosa vital para él? A los demás no les interesa, pero para él es cuestión de vida o muerte. No callará, no. Gritará más fuerte. La oración es su gran fuerza. La oración es su gran oportunidad ante el paso que Jesús está haciendo junto a él.

Jesús, pensando sobre mi vida, la veo reflejada en la situación de este hombre ciego. Yo me encuentro sentado junto al camino. No entro, no puedo entrar en la corriente de la vida porque no veo, porque soy inconsciente, porque no tengo el sentido profundo y verdadero de las cosas…, o todavía peor, porque creo que veo y no soy sino un ciego que aspira a convertirse (tanta es mi presunción) en guía de ciegos.

Me creo rico, y en realidad no sé hacer otra cosa sino mendigar limosna a cuantos pasan a mi lado: que me den un poco de su tiempo, de su interés, de su cariño, que se paren junto a mí, que me hagan caso, que me den mis caprichos, que hagan lo que yo quiero. A esto se reduce mi actividad: a llamar la atención de mis padres, de mis amigos, de  mi grupo o campo profesional.

Pero ellos no pueden sino echarme una limosna para prolongar un poco más mi sed y mi satisfacción. ¿Qué más van a hacer? Son tan pobres como yo! El mundo no es más que una multitud de mendigos que piden limosna a otra multitud de mendigos.

Hoy no. Hoy no pasa junto a mí un cualquiera. Tú, Jesús, eres distinto. Tú eres la única esperanza para mi ceguera y para que yo pueda salir de la orilla del camino e incorporarme a tu marcha.

Mira, Jesús, me pasa como a aquel ciego. Me dicen que me calle, que no ore, que no moleste y que no me moleste. Me lo dice mi egoísmo, al que le cuesta arrancarse de esta vida de mendicidad que llevo. Me lo dice mi comodidad, insistiéndome en que pierdo el tiempo. Me lo dicen los que me rodean, esos que son tan ciegos como yo y que pretenden que siga a tientas por la vida, sin saber a dónde ir, probando de todo, pero sin tener un rumbo fijo.

Me dicen que me calle, que no ore..., y yo sé que eso es condenarme a permanecer ciego y mendigo para siempre. Me dicen que me calle ante un mundo que está muy mal, que está tan ciego como yo y que yo tengo la obligación de salvar.

No, Jesús. Mi oración es mi fuerza. Mi oración me hace reconocer mi debilidad, pero pone en movimiento toda su fuerza para salvarme. Por eso, desde lo más hondo de mi ser, te digo: “Ten compasión de mi, Jesús, Hijo de David!”

“¡ANIMO, LEVANTATE! QUE TE LLAMA”(Mc. 10, 49)

       Jesús tiene un oído muy fino. No hay súplica salida del corazón del más pobre que no le llegue a su corazón también. El tiene un corazón muy sensible. Pero es preciso que el que ora ponga su corazón a gritar, que no se contente con una oración de labios. De este modo llegó al oído y al corazón de Jesús la súplica del ciego.

       Y Jesús le llamó. Llamada de última hora. Porque este ciego no ha convivido con Jesús, ni le ha visto hacer milagros. Sólo le conoce de oídas. No importa: Jesús le llama. Y esta llamada de Jesús le llena de ánimo. Jesús le ha oído y se ha fijado en él para hacerle discípulo.

No hay ejemplo más claro de prontitud en todo el Evangelio: «Arrojó el manto, dio un brinco y vino donde Jesús». Probablemente el manto era el único estorbo que impedía al pobre ciego acercarse a Jesús. No dudó en deshacerse de él. ¿Qué le importaba ya el manto si Jesús mismo le había llamado?

Tengo que repetirme muchas veces: «Jesús está pasando a mi lado: ¡Animo, levántate!, que te llama...» Y es verdad, Jesús. Tú estás cruzando continuamente tu camino con el mío. Tú cruzas tu camino con el camino de todos los hombres. Algunos prefieren no encontrarse contigo ¡Pobres...! se quedarán siempre ciegos.

Yo sí; yo quiero que pases a mi lado. Yo quiero que me llames. Yo quiero responder con prontitud, dejar de la mano todo lo que me entretiene y correr hacia Ti que me llamas.

Porque sé que tu llamada no es para hacerme daño. Al contrario: es para bien mío y para bien de los demás. Por eso quiero responder con prontitud y con alegría tus llamadas.

2ª MEDITACIÓN

“¡MAESTRO, ¡QUE VEA!”(Mc. 10, 51)

A tientas ha llegado el ciego ante Jesús. Jesús va a hacerle un examen a ver si conoce cuál es su verdadera necesidad: “¿Qué quieres que haga contigo?”. El ciego propiamente sólo tenía una desgracia: ser ciego. Y él se daba cuenta de ello. Por eso, ante la pregunta de Jesús, fue lo primero y lo único que dijo: “Maestro: sólo quiero una cosa, ver”.

Esta es, Jesús, mi gran desgracia también: no veo, no me doy cuenta, soy un inconsciente. Estoy delante de Ti y sólo te conozco por fuera; no he entrado aún en el misterio de tu persona; veo un trozo de pan pero no entro dentro del pan para verte y tener la luz del camino, de la verdad y de la vida; comulgo, pero no entro en comunión de tus sentimientos y vida, no entro dentro del corazón del pan y descubro a un Cristo emocionado, con el pan en las manos, que nos dice: Tomad y comed, acordaos de mí, de mi emoción en dar la vida por vosotros, en quedarme para siempre en un trozo de pan por deseos de amistad y salvación para todos. Oigo tus palabras, y hasta me las sé de memoria, pero no he penetrado en su verdad más profunda, porque no las vivo. Veo que eres bueno y cariñoso, pero no lo siento, porque no vivo como tú, ni perdono como tú, ni amo como tú ni entiendo que yo debo hacer lo mismo... No comprendo aún por qué tengo que sacrificarme. No he captado aún el valor de la cruz. Que la Eucaristía es Cristo muerto y resucitado, es carne triturada y resucitada.

No valoro aún la oración, la Eucaristía, la renuncia a mí mismo, el servicio a los demás. Tantas y tantas cosas son las que no veo aún. Esta es la señal de que estoy ciego, Señor. Pero providencialmente Tú estás a mi lado y me preguntas qué espero de Ti. Para esto te quedaste en el Sagrario. De este modo Tú pones en mis propias manos la solución de mis cegueras y torpezas y tropiezos en la vida.

Porque cuando Tú me preguntas ¿qué quieres que haga contigo?, no es para que yo te pida el primer capricho o tontería que se me ocurra. No, Tú me lo preguntas para ver si yo me doy cuenta de cuál es la verdadera necesidad mía y para ver si de verdad quiero mi salvación, siendo capaz de pedirte lo que verdaderamente necesito.

Pues sí, Jesús. Quiero pedirte que pongas tus manos sobre mis ojos para que yo vea. Para que yo te vea a Ti, para que yo te conozca a Ti, para que conozca el sentido de mi vida, para que conozca mi vocación y mi trabajo en la vida, para que me dé cuenta de las necesidades que hay a mi alrededor, para que aprecie la Eucaristía,  para que valore el trabajo, la humildad, la sinceridad y tantas y tantas cosas tengo que ver aún. Por eso, Jesús, sólo te pido unos ojos nuevos. ¡Maestro, que yo vea...!

“RECOBRÓ LA VISTA Y LE SEGUIA POR EL CAMINO”(Mc. 10, 52)

Los días de Jesús estaban contados. Era la última subida que hacía Jesús a Jerusalén; porque Jesús tenía allí una cita con toda la humanidad y quería ser puntual a ella. En Jerusalén iba a entregarse por todos los hombres y deseaba que sus amigos le siguiesen en esta actitud de dar la vida por los demás. Los apóstoles habían comprendido muy poco y le seguían con miedo. Además, intentaban retrasar cuanto podían la marcha, algo malo barruntaban.

Jesús, caigo en la cuenta que nadie puede entenderte, si primero no está totalmente abierto a Ti, como este ciego, y si Tú, además, no le iluminas con una luz especial. Los hombres nos creemos que entendemos las cosas y que ya no necesitamos que nadie nos diga nada porque ya conocemos suficientemente tu Evangelio ¡Qué vana pretensión! Nos pasa como a tus discípulos: Ellos iban contigo y no habían entendido ni a qué iban, ni por qué. Ellos iban con miedo precisamente porque creían que iban a algo malo. Estaban ciegos. Estamos ciegos. Yo estoy ciego.

Este sería el primer paso para mi salvación: reconocer que estoy ciego, que de Ti y de tus cosas no entiendo nada.., que lo mejor que puedo hacer es pedirte que me cures. Porque Sólo si Tú me curas podré arrancarme de mi estado de mendicidad. Y, sobre todo, sólo si Tú me curas, yo podré ponerme en camino contigo para ver dónde, cómo y por qué tengo que dar mi vida como hiciste Tú.

Esto es lo que yo quiero: seguirte a Ti, aunque los demás no te sigan; comprenderte a Ti, aunque los demás no te comprendan; arrancarme de mi mundo de oscuridad y esclavitud, aunque los demás me griten de mil modos que permanezca en él. Por eso, una y otra vez, desde lo más hondo del corazón te repito: ¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!

26ª JUEVES EUCARÍSTICO

1ª Meditación

 JESUCRISTO DESDE EL SAGRARIO SIEMPRE ESTÁ INTERCEDIENDO ANTE EL PADRE POR SUS HERMANOS, LOS HOMBRES.

“Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús: El cual, siendo de condición divina, no consideró como botín codiciado el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo, tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y apareciendo externamente como un hombre normal, se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios lo ensalzó y le dio el nombre, que está sobre todo nombre, a fin de que ante el nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos y en los abismos, y toda lengua proclame que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre”(Fil 2, 5-11).

La presencia eucarística de Jesucristo en la Hostia ofrecida e inmolada, nos recuerda, como prolongación del sacrificio eucarístico, que Cristo se ha hecho presente y obediente hasta la muerte y muerte en cruz, adorando al Padre con toda su humanidad, como nos ha dicho San Pablo:

       A). Nuestro diálogo podría ir por esta línea: Cristo, también yo quiero obedecer al Padre, aunque eso me lleve a la muerte de mi yo, quiero renunciar cada día a mi voluntad, a mis proyectos y preferencias, a mis deseos de poder, de seguridades, dinero, placer... Tengo que morir más a mí mismo, a mi yo, que me lleva al egoísmo, a mi amor propio, a mis planes, quiero tener más presente siempre el proyecto de Dios sobre mi vida y esto lleva consigo morir a mis gustos, ambiciones, sacrificando todo por Él, obedeciendo hasta la muerte como Tú lo hiciste, para que disponga de mi vida, según su voluntad.

       Señor, esta obediencia te hizo pasar por la pasión y la muerte para llegar a la resurrección. También yo quiero estar dispuesto a poner la cruz en mi cuerpo, en mis sentidos y hacer actual en mi vida tu pasión y muerte para pasar a la vida nueva, de hijo de Dios; pero Tú sabes que yo solo no puedo, lo intento cada día y vuelvo a caer; hoy lo intentaré de nuevo y me entrego a Ti, Tú puedes hacerlo, Señor, ayúdame, te lo pido, lo espero confiadamente de Ti, para eso he venido, yo no sé adorar con todo mi ser, si Tú no me enseñas y me das fuerzas...

       B). Un segundo sentimiento lo expresa así la LG 5: «los fieles... participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida de la Iglesia, ofrecen la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella».

       La presencia eucarística es la prolongación de esa ofrenda. El diálogo podía escoger estas tonalidades: Señor, quiero hacer de mi vida una ofrenda agradable al Padre, quiero vivir solo para agradarle, darle gloria, quiero ser alabanza de gloria de la Santísima Trinidad. Quiero hacerme contigo una ofrenda: mira en el ofertorio del pan y del vino me ofreceré, ofreceré mi cuerpo y mi alma como materia del sacrificio contigo, luego en la consagración quedaré consagrado, ya no me pertenezco, soy una cosa contigo, y cuando salga a la calle, como ya no me pertenezco sino que he quedado consagrado contigo, quiero vivir sólo para Ti, con tu mismo amor, con tu mismo fuego, con tu mismo Espíritu, que he comulgado en la misa.

Quiero prestarte mi humanidad, mi cuerpo, mi espíritu, mi persona entera, quiero ser como una humanidad supletoria tuya. Tú destrozaste tu humanidad por cumplir la voluntad del Padre, aquí tienes ahora la mía... trátame con cuidado, Señor, que soy muy débil, tú lo sabes, me echo enseguida para atrás, me da horror sufrir, ser humillado... conservas ciertamente el fuego del amor al Padre y a los hombres y tienes los mismos deseos y sentimientos de siempre, pero ya no tienes un cuerpo capaz de sufrir, aquí tienes el mío... pero ya sabes que soy débil... necesito una y otra vez tu presencia, tu amor, tu eucaristía, que me enseñe, me fortalezca, por eso estoy aquí, por eso he venido a orar ante tu presencia, y vendré muchas veces, enséñame,  ayúdame a adorar como Tú al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida.

       Quisiera, Señor, rezarte con el salmista: “Por ti he aguantado afrentas y la vergüenza cubrió mi rostro. He venido a ser extraño para mis hermanos, y extranjero para los hijos de mi madre. Porque me consume el celo de tu casa; los denuestos de los que te vituperan caen sobre mi. Cuando lloro y ayuno, toman pretexto contra mi... Pero mi oración se dirige a tí.... Que me escuche tu gran bondad, que tu fidelidad me ayude... Miradlo los humildes y alegraos; buscad al Señor y vivirá vuestro corazón, porque el Señor escucha a sus pobres” (Sal 69).

      C). Otro sentimiento que no puede faltar está motivado por las palabras de Cristo: "Cuando hagáis esto, acordaos de mí”. Señor, de cuántas cosas me tenía que acordar ahora, que estoy ante tu presencia eucarística,  pero quiero acordarme especialmente de tu amor por mí, de tu cariño a todos, de tu entrega. Señor, yo no quiero olvidarte nunca, y menos de aquellos momentos en que te entregaste por mí, por todos...cuánto me amas, cuánto me entregas, me regalas... “este es mi cuerpo, esta mi sangre derramada por vosotros...”.

       Con qué fervor quiero celebrar la misa, comulgar con tus sentimientos, vivirlos ahora por la oración ante tu presencia y practicarlos luego en mi vida; Señor, por qué me amas tanto, por qué el Padre me ama hasta ese extremo de preferirme y traicionar a su propio Hijo, por qué te entregas hasta el extremo de tus fuerzas, de tu vida, por qué una muerte tan dolorosa... cómo me amas... cuánto me quieres; es que yo valgo mucho para Cristo, yo valgo mucho para el Padre, ellos me valoran más que todos los hombres , valgo infinito, Padre Dios, cómo me amas así, pero qué buscas en mí....Cristo mío, confidente y amigo, Tú tan emocionado, tan delicado, tan entregado; yo, tan rutinario, tan limitado, siempre tan egoísta, soy pura criatura, y tu eres Dios, no comprendo cómo puedes quererme tanto y tener tanto interés por mí, siendo tu el Todo y yo la nada. Si es mi amor y cariño, lo que te falta y me pides, yo quiero dártelo todo, Señor, tómalo, quiero ser tuyo, totalmente tuyo, te quiero. 

2ª MEDITACIÓN

EN EL SAGRARIO ESTÁ …EL CORAZÓN QUE TANTO AMA A LOS HOMBRES Y A CAMBIO… RECIBE  MUCHOS ABANDONOS Y DESPRECIOS

QUERIDOS HERMANOS: Todo cuerpo tiene un corazón. Es el órgano principal. Si el corazón se para, el hombre muere. «Te amo con todo mi corazón», «te lo digo de corazón...» son expresiones que indican que lo que hacemos o decimos es desde lo más profundo y sincero de nuestro ser, con todas nuestras fuerzas, que no nos reservamos nada, que nos entregamos totalmente. Pues bien, este cuerpo de Cristo Eucaristía, que hoy veneramos y comulgamos, tiene un corazón que es el corazón del Verbo Encarnado. El corazón eucarístico de Cristo es el que realizó este milagro de amor y sabiduría y poder de la Eucaristía. Este corazón, que está con nosotros en el Sagrario y que recibimos en la Comunión, es aquel corazón, que viendo la miseria de la humanidad, sin posibilidad de Dios por el pecado y viendo que los hombres habíamos quedado impedidos de subir al cielo, se compromete a bajar a la tierra para buscarnos y salvarnos: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad”.

        Este corazón, centrado en el amor al Padre y al hombre, con una entrega total y victimal hasta la muerte, es el corazón de Cristo que “me amó y se entregó por mí”, en adoración y obediencia perfecta al Padre, hasta el sacrificio de su vida. Y este corazón está aquí y en cada Sagrario de la tierra y este corazón quiero ponerlo hoy, como modelo del nuestro, como ideal de vida que agrada a Dios y salva a los hermanos: Más la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros… Si cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos salvos por su vida!” (Rom 5,9-11).

        Este corazón eucarístico de Cristo, puesto en contacto con las miserias de su tiempo: ignorancia de lo divino, odios fratricidas, miserias de todo tipo, incluso enfermedades físicas, morales, psíquicas... Fue todo compasión, verdad y vida.

        Por eso, sabiendo que está aquí con nosotros, en el pan consagrado, ese mismo corazón de Cristo, porque no tiene otro, debemos ahora meditar en este corazón que nos amó hasta el extremo en su Encarnación y en el Gólgota, que nos amó y sigue amándonos hasta el extremo en la Eucaristía. Hoy vamos a fijarnos en los rasgos de su corazón amantísimo, reflejados en sus palabras, que escuchamos esta mañana desde su presencia eucarística y que le siguen saliendo de lo más íntimo de su corazón. A través de la lengua, habla el corazón de los hombres.

        Jesús, el predicador fascinante que arrastraba las multitudes, haciendo que se olvidaran hasta de comer, el que se sentía bien entre los sencillos y plantaba cara a los soberbios, el que jugaba con los niños y miraba con amor a los jóvenes y con misericordia a los pecadores, tenía el corazón más compasivo y fuerte de la humanidad. Vamos a fijarnos hoy en algunas de sus palabras, que así lo reflejan y que hoy nos las dice desde el Sagrario, haciéndonos una imagen bellísima de sus ojos y corazón misericordiosos, llenos de ternura, con su corazón compasivo, lleno de perdones, con sus manos que nunca se cansaron de hacer el bien:

 - “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo” para estar cerca de los hombres y alimentar y fortalecer, con mi energía divina de amor, vuestra debilidad y  cansancio en amar y perdonar, de entrega, de entusiasmo, servicio.

 - “Yo soy la luz del mundo”, nos repite todos los días desde el Sagrario, para iluminar vuestra oscuridad de sentido de la vida: por qué existimos, para qué vivimos, a donde vamos.... Yo soy la luz, la verdad y la vida sobre el hombre y su trascendencia.

 - “Yo soy el pastor bueno”, “yo soy la puerta” para que el hombre acierte en el camino que lleva a la eternidad. Yo soy la puerta del amor verdadero a Dios, yo soy la puerta de la vida personal o familiar plena, yo soy la puerta de los matrimonios verdaderos para toda la vida, de las familias unidas, que superan todas las dificultades. Yo soy el fundamento de unión y la paz entre los hombres, entre los vecinos. Yo soy la fuente del amor fraterno, del servicio humano y compasivo.

 - “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”, todo está en mí para vosotros, para que no caigáis en las cunetas del error, de la muerte, de los vicios y pecados, que quitan al hombre la libertad, la alegría y lo reducen a las esclavitudes de los vicios, del consumismo que lleva al vacío existencial.

 - “Yo he venido a salvar lo que estaba perdido”; “Yo he venido para que tengáis vida y la tengáis abundante”. Os he pensado y creado con el Padre desde el Amor del Espíritu Santo. Os he recreado por amor como Hijo desde la Encarnación. Os he redimido y he sufrido la muerte para que tengáis vida eterna, y por la potencia de mi Espíritu, consagro el pan en mi cuerpo y sangre para la salvación del mundo.

 - “Yo he venido a traer fuego a la tierra y sólo quiero que arda”: que ardan de amor cristiano los matrimonios, que ardan de amor y perdón los padres y los hijos, que los esposos ardan de mi amor y superen todos los egoísmos, incomprensiones, que ardan de amor verdadero los jóvenes, los novios, sin consumismos, sin reducirlo sólo a cuerpo. El amor de los míos tiene que ser humilde y sin orgullo, sincero y generoso como el mío, dador de gracias y dones, sin cansancio, sin egoísmos, con ardor y fuego humano y divino.

 - “Si alguien tiene sed que venga a mi y beba... un agua que salta hasta la vida eterna…” Jesús es el agua de la vida de gracia, de la vida eterna. Jesús es la misma vida de Dios que viene hasta nosotros y es su felicidad eterna, la que quiere compartir con cada uno de nosotros.

        Queridos hermanos: repito e insisto: ese corazón lo tenéis muy cerca, late muy cerca de nosotros en la Eucaristía, en la comunión, en el Sagrario, está aquí. Pidamos la fe necesaria para encontrarlo en este pan consagrado, pidámosle con insistencia: “Señor, yo creo, pero aumenta mi fe”. Vivir en sintonía con este corazón de Cristo significa amar y pensar como Él, entregarse en servicio al Padre y a los hombres como Él, especialmente a los más necesitados. Es aceptar su amistad ofrecida aquí y ahora. Esto es lo que pretende y desea con su presencia eucarística. Para esto se quedó en el Sagrario. 

       ¡Eucaristía divina! Tú lo has dado todo por mí, con amor extremo, hasta dar la vida. También yo quiero darlo todo por ti, porque para mí, Tú lo eres todo, yo quiero que lo seas todo.

27º JUEVES EUCARÍSTICO

1ª MEDITACIÓN

 

JESÚS, DESDE EL SAGRARIO, NOS DICE A  TODOS: “ACORDAOS DE MI”

 En el "acordaos de mí", debe entrar también el amor a los hermanos,- no olvidar jamás en la vida que el amor a Dios siempre pasa por el amor a los hermanos-, porque así lo dijo, lo quiso y lo hizo Jesús: en cada Eucaristía Cristo me enseña y me invita a amar hasta el extremo a Dios y a los hijos de Dios, que son todos los hombres.

Sí, Cristo, quiero acordarme ahora de tus deseos y sentimientos, de tu entrega total sin reservas, sin límites al Padre y a los hombres, quiero acordarme de tu emoción en darte en comida y bebida; estoy tan lejos de este amor, cómo necesito que me enseñes, que me ayudes, que me perdones, sí, quiero amarte, necesito amar a los hermanos, sin límites, sin muros ni separaciones de ningún tipo, como pan que se reparte, que se da para ser comido por todos.

“Acordaos de mí”. Contemplándote ahora en el pan consagrado me acuerdo de ti y de lo que hiciste por mí y por todos y puedo decir: he ahí a mi Cristo amando hasta el extremo, redimiendo, perdonando a todos, entregándose por salvar al hermano. Tengo que amar también yo así.

Señor, no puedo sentarme a tu mesa, adorarte, si no hay en mí esos sentimientos de acogida, de amor, de perdón a los hermanos, a todos los hombres. Si no lo practico, no será porque no lo sepa, ya que me acuerdo de Ti y de tu entrega en cada Eucaristía, en cada Sagrario, en cada comunión; desde el seminario, comprendí que el amor a Ti pasa por el amor a los hermanos y cuánto me ha costado toda la vida. Cuánto me exiges, qué duro a veces perdonar, olvidar las ofensas, las palabras envidiosas, las mentiras, la malicia de los otros... pero dándome Tú tan buen ejemplo, quiero acordarme de Ti, ayúdame, que yo no puedo, yo soy pobre de amor e indigente de tu gracia, necesitado siempre de tu amor, cómo me cuesta olvidar las ofensas, reaccionar amando ante las envidias, las críticas injustas, ver que te excluyen y tú... siempre olvidar y perdonar, olvidar y amar; yo solo no puedo, Señor, porque sé muy bien por tu Eucaristía y comunión, que no puede haber jamás entre los miembros de tu cuerpo, separaciones, olvidos, rencores, pero me cuesta reaccionar, como tú, amando, perdonando, olvidando... “Esto no es comer la cena del Señor...”, por eso estoy aquí, comulgando contigo, porque Tú has dicho: “el que me coma vivirá por mí” y yo quiero vivir como Tú, quiero vivir tu misma vida, tus mismos sentimientos y entrega.

No tengo tiempo para indicar todos los posibles caminos de dialogo, de oración, de santidad que nacen de la Eucaristía porque son innumerables: adoración, alabanza, glorificación del Padre, acción de gracias, peticiones, ofrenda...pero no puede faltar el sentimiento de intercesión que Jesús continúa con su presencia eucarística.

Jesús se ofreció por todos y por todas nuestras necesidades y problemas y yo tengo que aprender a interceder por los hermanos en mi vida, debo pedir y ofrecer el sacrificio de Cristo y el de mi vida por todos, vivos y difuntos, por la Iglesia santa, por el Papa, los Obispos y por todas las cosas necesarias para la fe y el amor cristianos...por las necesidades de los hermanos: hambre, justicia, explotación...

Ya he repetido que la Eucaristía es inagotable en su riqueza, porque es sencillamente Cristo entero y completo,  viviendo y ofreciéndose por todos; por eso mismo, es la mejor ocasión que tenemos nosotros para pedir e interceder por todos y para todos, vivos y difuntos ante el Padre, que ha aceptado la entrega del Hijo Amado en el sacrificio eucarístico.

El adorador eucarístico o comulgante o participante en la santa misa no se encierra en su intimismo individualista sino que, identificándose con Cristo, se abre a toda la Iglesia y al mundo entero: adora y da gracias como Él, intercede y repara como Él. La adoración nocturna o diurna es más que la simple devoción eucarística o simple visita u oración hecha ante el Sagrario. Es un apostolado que os ha sido confiado para que oréis por toda la Iglesia y por todos los hombres, con Cristo y en Cristo, ofreciendo adoración y acción de gracias, reparando y suplicando por todos los hermanos prolongáis las actitudes de Cristo en la misa y en el Sagrario.

Un adorador eucarístico, por tanto, tiene que tener muy presentes su parroquia, los niños de primera comunión, todos los jóvenes, los matrimonios, las familias, los que sufren, los pobres de todo tipo, los deprimidos, las misiones, los enfermos, la escuela, la televisión y la prensa que tanto daño están haciendo en el pueblo cristiano, todos los medios de comunicación. Sobre todo, debemos pedir por la santidad de la Iglesia, especialmente de los sacerdotes y seminaristas, los seminarios, las vocaciones, los religiosos y religiosas, los monjes y monjas.

Mientras un adorador está orando, los frutos de su oración tienen que extenderse al mundo entero. Y así a la vez que evita todo individualismo y egoísmo, evita también toda dicotomía entre oración y vida, porque vivirá la oración con las actitudes de Cristo, con las finalidades de su pasión y muerte, de su Encarnación: glorificación del Padre y salvación de los hombres. Y así adoración e intercesión y vida se complementan.

Y esto hay que decirlo alto y claro a la gente, a los creyentes, cuando tratéis de hacer propaganda en la parroquia y fuera de ella y conseguir nuevos miembros. Cuando voy a la Adoración Nocturna no pienso ni pido sólo por mí, mis intereses o familia. Por la noche, en los turnos de vela ante el Señor, pienso y pido por todo el pueblo, por la parroquia, por la diócesis, por los niños, jóvenes, misiones, los enfermos.

Y así surgirán nuevos adoradores y será más estimada vuestra obra, más valoradas vuestras vigilias. Y así no soy yo solo el que oro, el que me santifico, es Cristo quien ora por mí y en mí y yo le ayudo con mi oración a la santificación de mi parroquia y mis hermanos, los hombres. Soy ciudadano del mundo entero aunque esté sólo ante el Señor.

Y el Seminario dirá que recéis, y las parroquias dirán que tengáis presente a los niños y jóvenes, y todos, al conoceros mejor y realizar vosotros mejor vuestra misión litúrgico-sacramental, os encomendarán sus necesidades espirituales y materiales.

Hay unos textos de San Juan de Ávila, que, aunque están referidos directamente a la oración de intercesión, que tienen que hacer los sacerdotes por sus ovejas, las motivaciones que expresan, valen para todos los cristianos, bautizados u ordenados, activos o contemplativos, puesto que todos debemos orar por los hermanos, máxime los adoradores nocturnos:    

 «¡Válgame Dios, y qué gran negocio es oración santa y consagrar y ofrecer el cuerpo de Jesucristo! Juntas las pone la santa Iglesia, porque, para hacerse bien hechas y ser de grande valor, juntas han de andar”. (1)

“Conviénele orar al sacerdote, porque es medianero entre Dios y los hombres; y para que la oración no sea seca, ofrece el don que amansa la ira de Dios, que es Jesucristo Nuestro Señor, del cual se entiende “munus absconditus extinguit iras”. Y porque esta obligación que el sacerdote tiene de orar, y no como quiera, sino con mucha suavidad y olor bueno que deleite a Dios, como el incienso corporal a los hombres, está tan olvidada y no conocida, como si no fuese, convendrá hablar de ella un poco largo, para que así, con la lumbre de la verdad sacada de la palabra de Dios y dichos de sus santos, reciba nuestra ceguedad alguna lumbre para conocer nuestra obligación y nos provoquemos a pedir al Señor fuerzas para cumplirla». (2)

«Tal fue la oración de Moisés, cuando alcanzó perdón para el pueblo, y la de otros muchos; y tal conviene que sea la del sacerdote, pues es oficial de este oficio, y constituido de Dios en él». (3)

«...mediante su oración, alcanzan que la misma predicación y buenos ejercicios se hagan con fruto, y también les alcanzan bienes y evitan males por el medio de la sola oración....la cual no es tibia sino con gemidos tan entrañables, causados del Espíritu Santo tan imposibles de ser entendidos de quien no tiene experiencia de ellos, que aun los que los tienen no los saben contar; por eso se dice que pide Él, pues tan poderosamente nos hace pedir». (4)

«Y si a todo cristiano está encomendado el ejercicio de oración, y que sea con instancia y compasión, llorando con los que lloran,  con cuánta más razón debe hacer esto el que tiene por propio oficio pedir limosna para los pobres, salud para los enfermos, rescate para los encarcelados, perdón para los culpados, vida para los muertos, conservación de ella para los vivos, conversión para los infieles y , en fin, que, mediante su oración y sacrificio, se aplique a los hombres el mucho bien que el Señor en la cruz les ganó» . (5)

«Padres, ¿hales acaecido esto algunas veces? ¿Han peleado tan fuertemente con Dios, con la fuerza de la oración, queriendo él castigar y suplicándole que no lo hiciese, que ha dicho Dios: ¡Déjame que ejercite mi enojo! Y no querer nosotros dejarlo, y, en fin, vencerlo ¡Ay de nos, que ni tenemos don de oración ni santidad de vida para ponernos en contrario de Dios, estorbándole que no derrame su ira!. (6)

(J. ESQUERDA BIFET, San Juan de Ávila, Escritos Sacerdotale, BAC minor, Madrid 1969, 1-pags 143-144;2- 145; 3-147; 4-149; 5-193; 6- 198 )

2ª MEDITACIÓN

EN EL SAGRARIO NOS ESPERA JESÚS, EL MEJOR GUÍA Y MAESTRO DE NUESTRA FE, ESPERANZA Y CARIDAD  

       Pues bien, amigos, esta adoración de Cristo al Padre hasta la muerte es la base de la espiritualidad propia de la Eucaristía y de la Adoración Eucarística. Esta es la actitud, con la que tenemos que celebrar y comulgar y adorar la Eucaristía, por aquí tiene que ir la adoración de la presencia del Señor y asimilación de sus actitudes victimales por la salvación de los hombres, sometiéndonos en todo al Padre, que nos hará pasar por la muerte de nuestro yo, para llevarnos a la resurrección de la vida nueva. Y sin muerte no hay pascua, no hay vida nueva, no hay amistad con Cristo. Esto lo podemos observar y comprobar en la vida de todos los santos, más o menos místicos, sabios o ignorantes, activos o pasivos, teólogos o gente sencilla, que han seguido al Señor.

Todos ellos, como nosotros, tenemos que empezar preguntándonos quién está ahí en el Sagrario, para que una vez creída su presencia inicialmente: "el Señor está ahí y nos llama", ir luego avanzando en este diálogo, preguntándonos en profundidad: por quién, cómo y por qué está ahí. Y todo esto le lleva tiempo al Señor explicárnoslo y realizarlo; primero, porque tenemos que hacer silencio de las demás voces, intereses, egoísmos, pasiones y pecados que hay en nosotros y ocultan su presencia y nos impiden verlo y escucharlo --los limpios de corazón verán a Dios--, y segundo, porque se tarda tiempo en aprender este lenguaje, que es más existencial que de palabras, es decir, de purificación y adecuación y disponibilidad y de entrega total del alma y de la vida, para que la eucaristía vaya entrando por amor y asimilación en nuestra vida y no por puro conocimiento.

No olvidemos que la Eucaristía se comprende en la medida en que se vive. Quitar el yo personal y los propios ídolos, que nuestro yo ha entronizado en el corazón, es lo que nos exige la celebración de la santísima Eucaristía por un Cristo, que se sometió a la voluntad del Padre, sacrificando y entregando su vida por cumplirla, aunque desde su humanidad le costó y no lo comprendía.

En cada misa, Cristo, con su testimonio, nos grita: “Amarás al Señor, tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser...” y realiza su sacrificio, en el que prefiere la obediencia al Padre sobre su propia vida: “Padre, si es posible... pero no se haga mi voluntad sino la tuya...”.

La meta de la presencia real y de la consiguiente adoración es siempre la participación en sus actitudes de obediencia y adoración al Padre, movidos por su Espíritu de Amor; sólo el Amor puede realizar esta conversión y esta adoración-muerte para la vida nueva.

Por esto, la oración y la adoración y todo culto eucarístico fuera de la misa hay que vivirlos como prolongación de la santa misa y de este modo nunca son actos distintos y separados sino siempre en conexión con lo que se ha celebrado. Y este ha sido más o menos siempre el espíritu de las visitas al Señor, en los años de nuestra infancia y juventud, donde sólo había una misa por la mañana en latín y el resto del día, las iglesias permanecías abiertas todo el día para la oración y la visita. Siempre había gente a todas horas.

¡Qué maravilla! Nuestras madres... que no sabían mucho de teología o liturgia, pero lo aprendieron todo de Jesús Eucaristía, a ser  servidoras, mildes, ilusionadas con que un hijo suyo se consagrara al Señor.

Ahora las iglesias están cerradas y no sólo por los robos. Aquel pueblo tenía fe, hoy estamos en la oscuridad y en la noche de la fe. Hay que rezar mucho para que pase pronto. Cristo vencerá e iluminará la historia.La adoración eucarística nos une a los sentimientos litúrgicos-sacramentales de la misa celebrada por Cristo para renovar su entrega, su sacrificio y su presencia, ofrecida totalmente a Dios y a los hombres, que continuamos visitando y adorando para que el Señor nos ayude a ofrecernos y a adorar al Padre como Él.

       Es claramente ésta la finalidad por la que la Iglesia, apelando a sus derechos de esposa, ha decidido conservar el cuerpo de su Señor junto a ella, incluso fuera de la misa, para prolongar la comunión de vida y amor con Él. Nosotros le buscamos, como María Magdalena la mañana de Pascua, para embalsamarle con el aroma de nuestras oraciones y agradecimiento por todo lo que ha sufrido y conseguido en la pascua realizada por nosotros y para nosotros. Por esta causa, una vez celebrada la misa, nosotros seguimos orando con estas actitudes de Cristo en el santo sacrificio.

28º JUEVES EUCARÍSTICO  

HORA SANTA SACERDOTAL

Monición

El Papa Benedicto XVI, coincidiendo con la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, en junio de 2009, abrió un especial «Año Sacerdotal» que conmemorase el 150 aniversario de la muerte del santo Cura de Ars, Juan María Vianney, corno verdadero referente sacerdotal para todo el pueblo de Dios.

Este Año Sacerdotal, según refiere el mismo Papa, debe suponer «una importante ocasión para mirar, todavía más, con grato estupor la obra del Señor que, “en la noche que fue entregado” (1 Co II, 23), quiso instituir el Sacerdocio ministerial, uniéndolo inseparablemente a la Eucaristía, cumbre y fuente de vida para toda la Iglesia.

Será un año para redescubrir la belleza y la importancia del sacerdocio y de cada sacerdote, concienciando a todo el pueblo santo de Dios: los consagrados y las consagradas, las familias cristianas, los que sufren y, sobre todo, los jóvenes, tan sensibles a los grandes ideales vividos con auténtico empuje y constante fidelidad, para que estén abiertos a la llamada del Señor».

Al acercarnos a este manantial abierto del corazón de Jesús buscamos renovar nuestra filiación divina y agradecerle su inmenso amor, la institución del sacerdocio y la Eucaristía.

En el Corazón de Jesús el triste siempre hallará consuelo, el soberbio humildad, el iracundo mansedumbre y todos hallaremos todo para ser hijos agradecidos, cristianos perfectos, verdaderos siervos de Dios, asemejándonos en todo a Jesucristo.

Saludo

Celebrante: En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

Todos: Amén.

Celebrante:La Gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros.

Todos:Y con tu espíritu.

Canto Vocacional: «Tú has venido a la orilla...»

Oración

Dios todopoderoso, al evocar al Corazón de Jesús, recordamos los beneficios de su amor para con nosotros. Te pedimos nos concedas recibir de esta fuente divina una inagotable abundancia de gracia. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Salmo al Corazón de Jesús

Ant. «Señor, crea en mí un corazón puro»

¡Qué bueno es Dios para el justo,

el Señor para los limpios de corazón!

Pero yo por poco doy un mal paso,

casi resbalaron mis pisadas:

porque envidiaba a los perversos

viendo prosperar a los malvados.

Oh Dios, crea en mí un corazón puro,

renuévame por dentro con espíritu firme;

no me arrojes de tu rostro,

 no me quites tu santo espíritu.

Dios mío, mi corazón está firme,

para ti cantaré y tocaré, gloria mía.

Despertad, cítara y arpa;

despertaré a la aurora.

Te daré gracias ante los pueblos,

Señor, tocaré para tí ante las naciones:

por tu bondad, que es más grande que los cielos;

por tu fidelidad, que alcanza a las nubes.

Gloria al Padre, y al 1 lijo, y al Espíritu Santo.

Como era en el principio, ahora y siempre,

por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. «Señor, crea en mí un corazón puro».

Palabra de Dios

       “Los judíos, como era el día de la Preparación, para que no quedasen los cuerpos en la cruz el sábado porque aquel sábado era muy solemne rogaron a Pilato que les quebraran las piernas y los retiraran.

       Fueron, pues, los soldados y quebraron las piernas del primero y del otro crucificado con él.

       Pero al llegar a Jesús, corno lo vieron ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó el costado con tina lanza y al instante salió sangre y agua.

       El que lo vio lo atestigua y su testimonio es válido, y él sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis. Y todo esto sucedió para que se cumpliera la Escritura: No se le quebrará hueso alguno. Y también otra Escritura dice: Mirarán al que traspasaron”.

(Juan 19, 31-37)

¿Qué hay dentro del Corazón de Jesús?

Se abre la puerta de una casa para dejar entrar; se abre la vida cuando se quiere compartir; se abre el corazón cuando se quiere regalar. Jesús nos abrió su Corazón para darnos la VIDA. ¿Qué mejor manera para conocer a Cristo que adentramos en su Corazón?

Todos: «Y nos abrió su corazón».

Lector. Para que, arraigados y cimentados en el amor, podarnos comprender con todos los creyentes la anchura y la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo; un amor que supera todo conocimiento y nos lleva a la plenitud misma de Dios.

Todos: «Y nos abrió su corazón».

Lector: Para entrar en su intimidad y gustar sus amores.

Todos: «Y nos abrió su corazón».

Lector: Para desvelamos sus sentimientos y enviarnos a encarnarlos en el mundo.

Todos: «Y nos abrió su corazón».

Lector: Y nos dijo: «He deseado ardientemente comer esta Pascua con vosotros».

Todos: «Y nos abrió su corazón».

Lector: Y nos dijo: «Tomad y comed, esto es mi Cuerpo... Tomad y bebed, esta es mi Sangre» (Mi 26, 26.28), regalándonos la Eucaristía.

Todos: «Y nos abrió su corazón».

Lector: Y nos regaló el mandamiento del amor fraterno: «Armaos unos a otros como yo os he amado... Permaneced en mi amor... Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos...».

Todos: «Y nos abrió su corazón».

Lector: Y nos dijo: «Yo estoy en medio de vosotros corno el que sirve» regalándonos el ministerio sacerdotal para: «Haced esto en conmemoración mía».

Todos: «Y nos abrió su corazón».

Lector: Y nos dijo: «Orad para que no caigáis en tentación... Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo».

Todos: «Y nos abrió su corazón».

Lector: Y nos entregó a la Virgen María, como Madre de la Iglesia.

Todos: «Y nos abrió su corazón».

Lector: Y nos dijo: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados que yo os aliviaré... Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón y encontraréis vuestro descanso».

Todos: «Y nos abrió su corazón».

Lector: Hasta derramar la última gota de su sangre por cada uno de nosotros, por eso decimos: «Me amó y se entregó por mí».

Todos: «Y nos abrió su corazón».

Lector: Y gritó, en pie, diciendo: «Quien tenga sed que venga a mí y beba... y ya nunca más tendrá sed».

Todos: «Y nos abrió su corazón».

Lector: «Y nuestra obra brotó del Corazón de Jesús Sacramentado, silencioso, olvidado, desconocido, ultrajado».

Silencio meditativo y oración personal

Canto recitado:

Hay un Corazón que mana, que palpita en el Sagrario; el Corazón solitario que se alimenta de amor. Es un Corazón paciente, un Corazón amigo, el que habita en el olvido, el Corazón de tu Dios.

Es un Corazón que ama, un Corazón que perdona, que te conoce y que toma de tu vida lo peor. Que comenzó esta tarea una tarde en el Calvario y que ahora en el Sagrario tan sólo quiere tu amor.

Decidles a todos que vengan a la Fuente de la Vida, que hay una historia escondida dentro de este Corazón. Decidles que hay esperanza, que todo tiene un sentido, que Jesucristo está vivo, decidles que existe Dios.

Es el Corazón que llora en la casa de Betania, el Corazón que acompaña a los dos de Emaús. Es el Corazón que al joven rico amó con la mirada, el que a Pedro perdonaba después de su negación.

Es el Corazón en lucha del Huerto de los Olivos que, amando a sus enemigos, hizo creer al ladrón. Es el Corazón que salva por su fe a quien se le acerca, que mostró su herida abierta al apóstol que dudó.

Decidles a todos que vengan a la Fuente de la Vida, que hay una historia escondida dentro de este Corazón. Decidles que hay esperanza, que todo tiene un sentido, que Jesucristo está vivo, decidles que existe Dios.

       Plegaria para pedir por los sacerdotes

Señor Jesús, Buen Pastor,

presente en el Santísimo Sacramento,

que quisiste perpetuarte entre nosotros

por medio de tus sacerdotes,

haz que sus palabras sean sólo las tuyas,

que sus gestos sean los tuyos,

que su vida sea fiel reflejo de la tuya.

Que ellos sean los hombres

que hablen a Dios de los hombres

y hablen a los hombres de Dios.

Que no tengan miedo al servicio,

sirviendo a la Iglesia como ella quiere ser servida.

Que sean hombres de Dios,

testigos del Eterno en nuestro tiempo,

caminando por las sendas

de la historia con tu mismo paso

y haciendo el bien a todos.

Que sean fieles a sus compromisos,

celosos de su vocación y de su entrega,

claros espejos de la propia identidad

y que vivan con la alegría del don recibido

y la tarea encomendada.

Te lo pido por tu Madre Santa María:

Ella que estuvo presente en tu vida estará siempre presente

en la vida de tus sacerdotes. Amén.

Oración

       «Señor Jesucristo, Redentor del género humano, nos dirigimos a tu Sacratísimo Corazón con humildad y confianza, con reverencia y esperanza, con profundo deseo de darte gloria, honor y alabanza.

       Señor Jesucristo, Hijo de Dios Vivo, te alabamos por el amor que has revelado a través de tu Sagrado Corazón, que fue traspasado por nosotros y ha llegado a ser fuente de nuestra alegría, manantial de nuestra vida eterna.

       Reunidos juntos en tu nombre, que está por encima de cualquier otro nombre, nos consagramos a tu Sacratísimo Corazón, en el cual habita la plenitud de la verdad y la caridad.

       Señor Jesucristo, Rey de amor y Príncipe de la paz, reina en nuestros corazones y en nuestros hogares. Vence todos los poderes del maligno y llévanos a participar en la victoria de tu Sagrado Corazón. Amén

1ª MEDITACIÓN

 EN EL SAGRARIO NOS ESTÁ ESPERANDO SIEMPRE  JESÚS CON SUS MANOS Y CORAZÓN LLAGADOS POR AMOR.

Quiso nuestro Cristo y amorosísimo Redentor conservar, después de su resurrección, las llagas de los pies, de las manos y del costado. ¿Por qué? Podemos considerar algunas razones.

CRISTO RESUCITADO QUISO MOSTRARSE CON SUS MANOS Y SU CUERPO LLAGADO:

       A) Como señales visibles y testimonio fehaciente e irrecusable de lo terrible del combate que hubo de sostener para llevar a cabo el proyecto del Padre y la empresa que tomara a su cargo. Mucho le costó nuestra redención, mucho hubo de sufrir para conseguirla cima... Pues que tanto le costó, mucho debe de valer y en mucho la hemos de estimar todos los hombres.

B) Como perpetua señal del amor que nos tiene y excitadora continua de nuestro corazón por divina misericordia para con nosotros. Si obras son amores, mucho nos amó quien por nuestro bien tanto sufrió. Y cierto que entrañas de misericordia son las que así se compadecieron de nuestra miseria: “Llagado por nuestros delitos (Is., 53 5).

C) Como trofeos de su victoria, pues resplandecerán trocadas de fealdad en hermosura, como estrellas luminosas por toda la eternidad y será su vista para los bienaventurados objeto de regalada visión, que les hará clamar, llenos de agradecimiento y amor: “Digno es el cordero que ha sido sacrificado de recibir el poder, y la divinidad, y la sabiduría, y la fortaleza, y el honor y la gloria, y la bendición”. (Ap 5, 12). Con qué legítimo orgullo muestran los soldados las cicatrices del combate y las heridas sufridas por la patria! En el Concilio de Nicea, el emperador Constantino besaba, lleno de respetuosa admiración, las cicatrices que ostentaban los obispos que habían sufrido martirio por la fe.

Para utilidad nuestra, pues Jesucristo las muestra al Padre para aplacar su indignación y lograrnos gracias sin cuento:   “siempre vivo para interceder por nosotros” (Heb., 7, 25),  y son sus llagas otras tantas bocas que claman “ofreciendo plegarias y súplicas con grande clamor y lágrimas fue oído por su reverencia o dignidad”. Y podrá decir al mostrar sus llagas: «tanto sufrimiento no fue inútil». Podemos, además, dentro de ellas, descansar de los trabajos de nuestro prolongado destierro; pues que son un oasis en este desierto y un faro en la noche de esta vida terrena.

D) Podemos seguir preguntándonos: Y ¿para qué mostró el Señor sus llagas a los Apóstoles? Pretendió con ello Jesús:

       a) Robustecer la fe de sus discípulos, quitándoles toda duda y dejándoles bien probado que había resucitado con la misma carne que antes tenía “Soy yo”. Quiso también patentizar “Nolite timere”; “no tengáis miedo” que recordando vuestra cobardía que os hizo abandonarme, haya dejado de amaros. ¡No! Mirad estas llagas testigo de mi amor, y al verlas llenaos de confianza.

b) Para alentarlos al sacrificio. Bien merecía que hicieran algo por Él, que tanto había hecho por ellos; y así se animaran a corresponder con sacrificio a tan doloroso sacrificio. A gran precio les había comprado aquella paz y salvación que les brindaba como supremo don; justo era que la estimasen y guardasen a costa de cualquier trabajo, Y les anunció que habían de ser perseguidos, maltratados, muertos... por aquel mundo que primero le odió y persiguió a Él, pero al que había vencido: “confiad, yo he vencido al mundo” (Jn. 10, 33).

F) ¿Qué otro provecho debemos sacar de contemplar las  llagas de Jesucristo?

a) Dolor sincero al considerar que nuestros pecados fueron los que las abrieron; y son también los que las renuevan, renovando en cierto modo la Pasión.

b) Gran amor y gratitud para con quien asi nos amó; lo contrario sería ingratitud incalificable.

c) Confianza sin límites: esas llagas son fiadoras de nuestra salvación; voces que sin tregua claman por nosotros, asilo donde acogernos, refugio seguro en vida y en muerte: «no encontré mayor remedio a mis males que las llagas de Cristo». (San Agustín)

d) Aliento y estímulo para la imitación generosa de Jesucristo y para sufrir algo por Él y con Él. Se lamentaba San Pedro de Verona por haber sido injustamente acusado y castigado; se le apareció Jesús, y mostrándole sus llagas, le dijo: «¡No era Yo inocente? Y, sin embargo, por ti... »

Con Cristo que tanto nos quiso y sufrió por nosotros, el mismo Cristo que está aquí ahora presente en el Sagrario, y que tanto nos ama y espera nuestro diálogo de amor, oremos y dialoguemos y discutamos con Él esta emoción que hemos sentido y sentimos al meditar este pasaje evangélico; digámosle con santo Tomás de Aquino en el himno «Adoro te devote...»: 

« No veo las llagas como las vio Tomás, pero onfieso que eres mi Dios; haz que yo crea más y más en Ti, que en Ti espere; que te ame».

Digamos todos con san Pablo: “vivo yo pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi y, mientras vivo en esta carne, vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí...”

2ª MEDITACIÓN

TRANSFIGURACIÓN EN CRISTO POR LA ORACIÓN EUCARÍSTICA

Queridos hermanos: Esta homilía podría titularse: La subida al monte Tabor de la transfiguración por el camino de la oración.

1.- Jesús se retira a lo alto del monte a orar, porque en el silencio de las cosas y de las voces humanas se oye mejor la voz y la llamada de Dios. El ejemplo de Jesús lo han seguido y lo siguirán todas las personas que quieran ser cristianos de verdad, que quieran contemplar  el rostro de Dios, que quieran contemplar y sentir lo que creen por la fe,  todos los santos que han existido y existirán, todos los místicos que lo han sentido y sentirán: “descubre tu presencia y máteme tu rostro y hermosura… y para eso san Juan de la Cruz, santa Teresa, Madre Teresa de Calcuta, Isabel de la Trinidad, bueno, ya santas, están canonizadas, para ese encuentro ellos y ellas nos dicen que el camino único es la oración diaria con la conversión permanente de nuestros pecados, que son los velos que nos impiden ver a Cristo transfigurado y contemplar su rostro y hermosura, repito, para nosotros como para todos los santos, el único camino para ver y sentir a Dios, a Cristo, es la oración-conversión permanente que nos lleva a pasar de la  meditación a la contemplación, para llegar así a la unión transformativa en Cristo.

Y el único camino para ver y sentir a Cristo transfigurado en nuestro corazón como en el Sagrario, es la oración, primero meditativa-reflexiva, luego contemplativa, - cuando uno ya no necesita tanto de libros y lecturas porque entra en oración, en diálogo con Dios, sobre todo, Eucaristía, solo con mirarle, con estar en su presencia.

Y para eso, ratos de oración-conversión personal en los que Cristo, sobre todo, Eucaristía, me ilumina y me hace ver mis defectos de soberbia, envidias y caridad, etc. y en la medida que me vaya vaciando de mi mismo, Él me va llenando y yo voy avanzando y sintiendo su presencia en mi alma, y me va llenando y yo lo voy sintiendo más en la medida de mis vacíos de mi yo.

Repito, porque es poquísimo lo que oigo hablar de esto, en nuestra vida cristiana y sacerdotal y formación permanente, nunca se tienen que separar en nuestra vida espiritual oración y conversión. Y así vaciándome de mí mimo cada vez más por la oración-conversión, Cristo me ya llenando y lo voy sintiendo vivo, vivo en mi corazón, sobre todo la Eucaristía, en el Sagrario.

no lo dudéis, por la oración-conversión llegamos a la contemplación y vivencia de Cristo vivo, vivo y resucitado y transfigurado: al cielo en la tierra: ahí teneis a San Pablo, tres años en el desierto de Arabia una vez caído del caballo y de no creer y perseguirle… “para mí la vida es Cristo…deseo morir para estar...todo lo considero basura…

Tengo el gozo de haberme encontrado con personas así en mi vida pastoral y parroquialo:he conocido almas contemplativas, todas, almas de oración, ni una sola que no se retire todos los días un rato largo al silencio para contemplar a Dios, hablar con El, amarle, pedirle perdón…

2.-Es que sin oración personal no se puede contemplar a Cristo transfigurado,  no hay cristianismo serio y profundo,  no hay transformación de las almas en Cristo. El Tabor es la experiencia del Dios vivo por la oración. Sin Tabor no hay gozo profundo de la fe experimentada, no hay amor ardiente y fuego de Espíritu Santo, no puede haber conversión permanente y santidad.

Para ser cristianos serios y convencidos necesitamos absolutamente de la oración personal, porque es allí donde el Cristo de la fe, de nuestras comuniones eucarísticas, de nuestro sagrario se transfigura  y nos transfigura llenándonos de su presencia y amor.

3. El Tabor existe. Y Cristo sigue transfigurándose ante le buscan en la oración y en la vida. No todos los Apóstoles le vieron tranfigurado, porque no todos subieron a la montaña del Tabor. Cristo se quedó en el sagrario porque desea transfigurarse ante cada uno de nosotros, pero para eso hay que buscarle en ratos largos de oración. Si no hemos llegado a verle transfigurado, es porque no le buscamos y subimos por la montaña de la oración-conversión.

4.- “Y se ojó la voz el PadreEste es mi hijo amado, escuchadle”. Padre eterno, lo tendremos en cuenta. Le escucharemos a tu Hijo todos los días en la oración, sobre todo aquí en el sagrario, monte Tabor permanente. Y para eso, leer y meditar y vivir el evangelio primero para comprenderlo y luego sentirlo y vivirlo: Lectio, meditatio, oratio et contemplatio... no hay otro camino, aunque seas obispo o papa.

5.- “¡Qué bien se está aquí!” dice Pedro y el evangelista añade que no sabía lo que decía ¡Vaya si lo sabía! Como Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Isabel de la Trinidad, Madre Teresa de Calcuta, Teresita del Niño Jesús y todos los que han llegado a estar alturas: «Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el amado, cesó todo y dejéme mi cuidado, entre las azucenas olvidado.”

San Juan de la Cruz  describe así esta transfiguración de las almas: «¡Oh noche que guiaste, oh noche amable más que la alborada, oh noche que juntaste, amado con amada, amada en el amado transformada».  Isabel de la Trinidad:  «Y vos, oh Padre, inclináos sobre esta pobrecita criatura vuestra, no veáis en ella sino al Amado en quien habéis puesto todas vuestras complacencias: Oh mis Tres, mi todo, mi bienaventuranza, soledad infinita en la que me pierdo, entrégome sin reservas a Vos, sepultaos en mí para que yo me sepulte en Vosotros hasta que vaya a contemplaros en la infinitud de tu Gloria. Amén”

 

6.- Y así es cómo la vida cambia, y el cielo empieza ya en la tierra, y las almas desean morirse para verlo plenamente en el cielo y todo se vive de otra forma y podemos decir con San Pablo: “deseo morir para estar con Cristo…. Vivo yo, pero no soy yo es Cristo quien vive en mí”, y Dios se entrega totalmente a las almas y las transforma: «Oh llama de amor viva, qué tiernamente hieres de mi alma en el más profundo centro, pues ya no eres esquiva, acaba ya si quieres, rompe la tela de este dulce encuentro».  Y con Teresa de Jesús: «Vivo sin vivir en mí y de tal manera espero que muero porque no muero… esta vida que yo vivo, es privación…».

29º JUEVES EUCARÍSTICO

¿POR QUÉ AMAR A JESUCRISTO?

1. 5 Debemos amar a Cristo porque merece ser amado, es digno de nuestro amor, nos ha ganado con su amor, es amable por sí mismo y por sus obras, por lo que ha hecho por nosotros. Reúne en sí toda la belleza y hermosura de la creación, del hombre, del amor, de la vida, de la santidad, de toda belleza y perfección.

Nuestro corazón necesita algo grande para amar. Cristo es lo más grande y bello y maravilloso y fiel y grandioso y amable que existe y puede existir; nadie ni nada fuera de él puede amarnos y llenarnos de sentido de la vida y felicidad como Él. Atrae todo el amor del Padre: “Este es mi hijo muy amado, en el que me complazco”. Es el “esplendor de la gloria del Padre”, reflejo de su ser infinito. Si el Padre eterno e infinito se complace en Él, y Jesucristo colma y satisface plenamente la capacidad infinita de amar del Padre Dios ¿cómo no colmará la nuestra?

Por eso, a quien ama a Jesucristo, a su Hijo, el Padre le ama con amor de Espíritu Santo, esto es, con el mismo amor con que Dios se ama, que es el Amor persona divina, el mismo Amor con que Dios le ama: “Si alguno me ama, mi Padre le amará, y vendremos a Él y haremos morada en él”; “Al que me ama, mi Padre le amará”; “El Padre mismo os ama, ya que vosotros me habéis amado”. (Jn 14. 21.23; 16, 27).

1.6 Debemos amar a Jesucristo para conocerlo y gozarnos con su amor en plenitud. A Cristo no se le conoce hasta que no se le ama. El amor es el que no hace penetrar en  su misterio. Le conocemos en la medida en que le amamos. Y esto tiene que ver mucho con la oración que es conocimiento de amor y por amor. Las verdades no se comprenden hasta que no se viven. Mediante el amor, por contacto y conocimiento por afecto y encuentro y contacto de unión, que nos une a la persona amada y nos hace descubrir su intimidad, podemos conocer en plenitud, más que por el conocimiento frío y abstracto del entendimiento. Las madres conocen a los hijos por amor, incluso en sus males y enfermedades de cuerpo y alma. Los místicos conocen más y mejor que los teólogos.        Pentecostés. Cristo se había manifestado a los apóstoles por la palabra y los milagros y su vida, pero siguieron con miedo y las puertas cerradas y no le predicaron y eso que le habían visto morir por amor extremo al Padre y a los hombres, como ampliamente le había dicho en la Última Cena. Sin embargo, cuando en Pentecostés conocen a Cristo hecho fuego de Amor de Espíritu Santo, entonces ya no pueden callarlo y lo predican abierta y plenamente y llegan a conocerlo de verdad.

La oración afectiva es  como el fuego que nos alumbra y nos da calor a la vez; da conocimiento de amor; es como dice san Juan de la Cruz el madero encendido, que alumbra y da calor y amor;  amor que nos pone en contacto con la persona amada. San Agustín: no se entra en la verdad, sino por la caridad.

La experiencia constante de todos los santos y los creyentes nos confirman esta verdad. Sin amor verdadero, sin amistad con Cristo, sin amor de Espíritu Santo, no llegamos a conocer plenamente a Cristo. El Jesús que se llega a conocer con los mas brillantes y agudos análisis cristológicos, no es el Cristo completo, la “verdad completa” de Cristo. Esto les pasó a los Apóstoles, y eso que habían visto todos sus milagros y escuchado todas sus predicaciones.

Al verdadero y fascinante y seductor y “más bello entre los hombres” no lo “revelan ni la carne ni la sangre”, esto es, la inteligencia y los sentidos y la investigación de los hombres, sino “El Padre que está en los cielo... Él nos lo ha dado a conocer” (Mt 16,17), y el Padre no se lo revela a los curiosos, sino a los que le buscan sinceramente. El Padre no se lo revela “a los sabios y entendidos de este mundo, sino a los sencillos”.

1.6 Debemos amar a Jesucristo porque Él es el único Salvador de los hombres y porque queremos vivir, amar y ser felices con Él eternamente. Sólo amándolo a Él, podemos vivir su vida, su evangelio, su palabra y poner en práctica sus mandamientos: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos” “El que no me ama, no guarda mi doctrina” (Jn 14, 15. 24).

Esto quiere decir que no se puede ser cristiano enserio, no se pueden cumplir sus exigencias radicales y evangélicas sin un verdadero amor a Jesucristo, que con su amor hecho gracia y fuerza divina, nos ayudará a cumplir con sus mandamientos con perfección. Sin amor a Cristo falta la fuerza  para actuar y obedecer. Por el contrario, quien ama, vuela en el cumplimientos de su voluntad por amor; nada le parece imposible al que ama. Debemos amar a Cristo porque Él se quedó para eso en el Sagrario en amistad permanentemente ofrecida a todos los hombres.

II QUÉ SIGNIFICA AMAR A JESUCRISTO

Esta pregunta ¿qué significa amar a Jesucristo? Puede tener un sentido muy práctico: saber lo que supone amar a Jesucristo, en qué consiste el amor a Cristo.

En este caso, la respuesta es muy sencilla y nos ha da el mismo Jesús en el evangelio. No consiste en decir “Señor, Señor sino en hacer la voluntad del Padre y en  guardar su palabra” (Mt 7, 21). Cuando se trata de personas «querer» significa buscar el bien del amado, dearle y procurarle cosas buenas.

Pero ¿qué bien podemos darle a Jesús resucitado, Dios infinito, que Él no tenga? Querer en el caso de Cristo significa algo diferente. El «bien de Jesús» más aún su “alimento” es la voluntad de su Padre. Por eso, amar o querer a Jesús significa esencialmente hacer con El la voluntad del Padre. Hacerla cada día más plenamente, cada vez con más alegría: “Quien cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo, dice Jesús, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre”. Y en otro pasaje evangélico más amplio nos dice: “Todo lo que me dé el Padre vendrá a mí, y al que venga a mí no lo echaré fuera; porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Y esta es la voluntad del que me ha enviado; que no pierda nada de lo que él me ha dado, sino que lo resucite el último día”.

Para Jesucristo todas las cualidades más bellas del amor se compendian en este acto que es hacer la voluntad del Padre, cumplir sus mandamientos. Podríamos decir que el amor de Jesús no consiste tanto en palabras o buenos sentimientos como en hechos; hacer como la hecho Él, que no nos ha amado sólo por propia iniciativa sino porque ese es el proyecto del Padre, para eso nos ha soñado y creado el Padre por amor cuando nuestros padre más nos quisieron, y para eso existimos; y todo esto, no sólo de palabras o sueños, sino con obras, con hechos. Y ¡qué hechos, Dios mío! “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él”.

¿Qué significa amar a Jesucristo? Para nosotros, amar a Jesucristo, Hijo de Dios, significa también no sólo amarle como hombre, sino como Dios, sin diferencia cualitativa. Es más, esta es la forma que el amor a Dios ha asumido después de la Encarnación. El amor a Cristo es el amor a Dios mismo. Por eso Jesús ha dicho: “Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él” . Como se ve es amor al Dios Trinitario: “Quien me odia a mí, odia también a mi Padre”. En Cristo alcanzamos directamente a Dios, sin intermediarios.

He dicho más arriba que amar a Jesús, quererlo, significa esencialmente hacer la voluntad del Padre; pero vemos que esto, más que crear diferencia e inferioridad en relación al Padre, crea igualdad. El Hijo es igual al Padre precisamente por su dependencia absoluta del >Padre. Cristo es Dios como el Padre. No debe ser amado en un sentido secundario o derivado, sino con el mismo derecho que Dios Padre. En una palabra, el ideal más alto para  un cristiano es el de amar a Jesucristo.

Pero Jesús también es hombre. Es nuestro prójimo: “primogénito entre muchos hermanos” (Rom 8, 29). Por eso, debe ser amado también con el otro amor. No sólo es la cumbre del primer mandamiento, sino también del segundo.

«¡Para esto me he hecho hombre visible! –hace decir san Buenaventura al Verbo de Dios-, para que, habiendo sido visto, pudiera ser amado por ti, yo que no era amado por ti, mientras estaba en mi divinidad. Por tanto, da el premio debido a mi encarnación y pasión, tú por quien me he encarnado y he padecido. Yo me he dado a ti, date tú también a mí» (Vitis mystica, 24).

Por eso, lo que yo he pretendido decir es que quien ama a Jesucristo no se mueve por eso en un nivel inferior o en un estadio imperfecto, sino en el mismo nivel que el que ama al Padre. Cosa que santa Teresa sintió la necesidad de expresar, reaccionando contra la tendencia presente en su tiempo y en determinados ambientes espirituales, donde amar la humanidad de Jesucristo se consideraba más imperfecto que amar su divinidad. Según la santa no hay estado espiritual, por muy elevado que sea, en el que se pueda o se deba prescindir de la humanidad de Cristo para fijarse directamente en la divinidad o en la esencia divina. La santa explica cómo una mala interpretación de la contemplación la había alejado durante algún tiempo de la humanidad del Salvador y cómo, en cambio, el progreso en la contemplación la había vuelto a conducir a ella definitivamente (Vida, 22,1ss).

III ¿CÓMO CULTIVAR EL AMOR » JESUCRISTO?

Soy consciente de que todo lo que he dicho respondiendo a la pregunta, qué significa amar a Jesucristo, es nada en comparación con lo que se podría haber dicho y que sólo los santos pueden decir en plenitud sobre este tema. Un himno de la Liturgia que se recita con frecuencia en las fiestas de Jesús, dice: «Ninguna lengua puede decir, ninguna palabra puede expresar, sólo quien lo ha probado puede creer, lo que es amar a Jesús» (Himno Iesu dulcis memoria).

Lo nuestro no es sino recoger las migajas que caen de la palabra y escritos del evangelio y de los santos, que son lo que  atesoran gran experiencia de amor a Jesús. Es a ellos, que han tenido la experiencia de Cristo, de Dios, a quienes se debe recurrir para aprender el arte de amar a Jesús. Por ejemplo, a Pablo: “para mi la vida es Cristo... no quiero saber más que mi Cristo, y éste crucificado... vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí...”, “deseo liberarse del cuerpo para estar con Cristo” (Fil 1,23); o san Ignacio de Antioquia, que de camino hacia el martirio, escribía: «Es bello morir al mundo por el Señor y resucitar cn él... Sólo quiero encontrarme con Jesucristo... busco a aquel que ha muerto por mí, quiero a aquel que ha resucitado por mí» (los Romanos 2,1; 5,1; 6,1).

San León Magno decía que «todo lo que había de visible en nuestro Señor Jesucristo ha pasado, con su Ascensión, a los sacramentos de la Iglesia» (Discurso 2 sobre la Ascensión). A través de la Eucaristía, que es memorial, no puro recuerdo, sino misterio que hace presente a Cristo total, desde que nace hasta que sube a la derecha del Padre; en la Eucaristía no encontramos con el mismo Cristo de Palestina, pero ya glorificado y se alimenta el amor a Cristo porque en ella, por la sagrada comunión, se realiza inefablemente la unión con Él. Él es una persona viva, viva y existente, no difunta.

Hay infinitos modos y caminos para amar a Jesús. Puede ser su Palabra leída, meditada, interiorizada. Puede ser el diálogo con el amigo, entre dos personas que se aman. Puede ser sobre todo la Liturgia, la Eucaristía, el oficio de Lectura… En todo caso siempre es necesaria la Unción del Espíritu Santo, porque sólo el Espíritu Santo sabe quién es Jesús y sabe inspirar el amor a Él-

Yo voy a hablar de uno que considero esencial. La oración personal, sobre todo eucarística, que según santa Teresa «oración mental... no es otra cosa sino trato de amistad estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama».

30º JUEVES EUCARÍSTICO

1ª ORACIÓN EUCARÍSTICA ANTE LA SANTA CUSTODIA

QUERIDOS HERMANOS: Tres son los hechos principales que  sobresalen en el evangelio de este domingo: primero, la curación de la suegra de Pedro y, como consecuencia, el agolparse todos los enfermos y dolientes junto a Cristo para que los curase, que obligan finalmente a Jesús, a retirarse al monte para orar, que sería la tercera enseñanza de este evangelio, y es la que vamos a meditar: fijaos bien, Jesús, siendo hombre perfecto, se retiraba a orar, preferentemente por las noches, lo dicen los evangelios: “pasó toda la noche orando… Se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar. Simón y sus compañeros fueron y, al encontrarlo, le dijeron: Todo el mundo te busca. El les respondió: Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he venido. Así recorrió toda Galilea, predicando en las sinagogas y expulsando los demonios”.

Es que para nosotros es muy importante ver cómo Jesús se singularizó en esto y cómo los evangelios lo repiten. Y es que la oración siempre es necesaria como un verdadero encuentro de diálogo con Dios nuestro Padre. Un diálogo que provoca una amistad personal con Él y la conversión a su reino, a su forma de ser y actuar, porque descubrimos cómo es Dios y lo que quiere de nosotros.

Hay muchos maestros de oración; para nosotros, el mejor maestro de oración:Jesucristo Eucaristía,así lo ha sido siempre para todos los santos; porque Cristo en el Sagrario es una enciclopedia, toda una biblioteca teológica sobre el misterio de Dios y del hombre y de la salvación, basta mirarlo y no digo nada si lo abres, ¡si creyéramos de verdad! ¡si creyéramos de verdad que Jesucristo está aquí…el mismo del cielo y de Palestina. Porque a Cristo en el Sagrario hay que visitarlo y dialogar con Él durante horas y horas, porque al principio no se ve nada, no se entiende mucho, pero en cuanto empiezas a entender y a sentirlo y vivirlo, sobre todo a vivir lo que te dice aquí en el Sagrario, desde ese momento ya no dejarás de visitar todos los días, de venir a visitar, a pedir, a hablar, a estar con Jesús en el Sagrario, es un anticipo de cielo.

En el comienzo de este encuentro, de este diálogo, basta con mirar al Señor, hacer un acto de fe, de amor, una jaculatoria aprendida, porque no creáis que esto se consigue de golpe, lo sabéis todo muy bien, yo trato ahora simplemente de recordarlo en su presencia.

Porque Él es Dios, esta amistad cuesta mucho tiempo, años y años,  toda la vida y siempre en línea de conversión permanente de nuestro carácter y faltas de caridad, murmuraciones y críticas… etc. porque presencia y experiencia gozosa de Cristo en nosotros y conversión deben ir siempre unidas, y esto seas cura, fraile o monja, quiero decir, cristiano, esta debe ser la verdadera devoción eucarística para el encuentro gozoso con Cristo Amigo y Confidente tanto en el Sagrario, como en la comunión o en la santa misa, y en la medida que a través de los años vayas quitando faltas de soberbia, envidia, caridad, irás viendo a Cristo en el Sagrario, en la Comunión, en tu corazón, en tu vida. Esta es la principal dificultad que yo veo para sentir a Cristo Eucaristía.

Y esto, como digo, seas obispo, cardenal o papa. Los pecados e imperfecciones… si no los quitas, aunque comulgues todos los días y dias misa, impiden la experiencia de Cristo Eucaristía, porque comes pero no comulgas con Cristo. Por eso me da mucha pena, cuando nosotros, sacerdotes, párrocos hablamos o pasamos ante el Sagrario sin respeto y adoración, como si fuera un trasto más de la iglesia. Es que yo toda mi vida, mi amor, mi fe gozosa y viva se la debe a Cristo en el Sagrario de mi parroquia, bueno, en cualquier sagrario. Por eso, hermanos, respeto, adoración, silencio ante cualquier Sagrario, ante Jesús Eucaristía.

Para aprender a dialogar con Dios, especialmente con Cristo Eucaristía, solo hay un camino: estar con Él, esto es, la oración, el pasar ratos de amistad con Él, aunque al principio no sintamos nada, lo iremos sintiendo en la medida que vayamos quitando nuestras imperfecciones que son el velo que nos impiden verlo.

Mirad, cuando Jesús enseñó a sus discípulos a orar, el evangelio no relata técnicas ni método ninguno, simplemente les dijo: “Cuando tengáis que orar, decid: Padre nuestro...” Y estamos hablando del mejor maestro de oración. En el camino de Damasco, ha habido un resplandor de luz inesperada, que ha tirado a Pablo del caballo y, tras el fogonazo, el diálogo: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? ¿Quién eres, Señor? Yo soy Jesús Nazareno...” Después, Pablo se retira al desierto de Arabia y allí aprende todo sobre Cristo y el evangelio, sin ningún otro maestro; es más, luego va a contrastar su doctrina con la de los Apóstoles y se goza de no haber tenido otro maestro que su Cristo, amigo y confidente por la oración personal, que le llevó a la conversión total a Cristo y a conocerlo, amarlo y predicarlo  más incluso que algunos apóstoles que estuvieron con Él durante su vida pública.

En esta línea quiero aportar y terminar con un testimonio tan autorizado como Madre Teresa de Calcuta: «Cuando los discípulos pidieron a Jesús que les enseñara a orar, les respondió: Cuando oréis, decid: Padre Nuestro... No les enseñó ningún método ni técnica particular, sólo les dijo que tenemos que orar a Dios como nuestro Padre, como un Padre amoroso. He dicho a los obispos que los discípulos vieron cómo el Maestro oraba con frecuencia, incluso durante noches enteras. Las gentes deberían veros orar y reconoceros como personas de oración. Entonces, cuando les habléis sobre la oración, os escucharán... La necesidad que tenemos de oración es tan grande, porque sin ella no somos capaces de ver a Cristo bajo el semblante sufriente de los más pobres de los pobres... Hablad a Dios; dejad que Dios os hable; dejad que Jesús ore en vosotros. Orar significa hablar con Dios. Él es mi Padre. Jesús lo es todo para mí» (Escritos Esenciales. Madre Teresa de Calcuta. Sal Terrae 2002 p.91).

2ª ORACIÓN EUCARÍSTICA ANTE LA SANTA CUSTODIA

“Estáte, Señor, conmigo, siempre sin jamás partirte”

¡Cuánto he aprendido, Señor, estando en tu presencia eucarística,cuánto en nada de tiempo ni de estudio ni de  teologías, y sin libros ni reuniones “pastorales o arciprestales o diocesanas”, cuánto he aprendido y penetrado, más que con todos los estudios y títulos universitarios, solo estando en tu presencia eucarística.

Señor ¡Cuánta belleza y hermosura de esencia de Amor de mi Dios Trino y Uno he descubierto y gozado en el pan Eucarístico, en Jesucristo Eucaristía en ratos de Sagrario en silencio de todo! Qué claro y gozoso he visto que Tú, Padre, Abba-Papá bueno de cielo y tierra, Principio de todo, qué claro he visto y gozado que Tú has soñado conmigo, con nosotros: si existo, si existimos es que me has amado, nos has amado y soñado desde toda la eternidad y con un beso de amor de Padre nos has dado la existencia en al amor de nuestros padres. “Abba”, Papá bueno del cielo y tierra, te damos gracias porque nos creaste...y nos elegistes para ser sacerdotes eternamente en tu Hijo-hijo, sacerdote eterno.

Me has revelado, he comprendido que si existo, es que me has preferido a millones y millones de seres que no existirán y me has señalado con tu dedo,  creador de vida y felicidad eterna, para ser sembrador y cultivador de eternidades, de mis hermanos, los hombres. Yo soy más bello para Ti y tienes deseos de abrazarme eternamente con tu mismo Amor de Espíritu Santo, como hijo sacerdote en tu mismo Hijo Jesucristo, único y eterno sacerdote, con el cual me identificaste y consagraste por tu Amor Infinito de Espíritu Santo. Soy eternamente sacerdote en tu Hijo Jesucristo, Único y eterno Sacerdote.

Padre bueno de cielo y tierra, te pido que venga a nosotros tu reino de Santidad, Verdad y Amor; que se haga tu voluntad de salvación universal de todos los hombres; que cumplamos tu deseo revelado en tu Palabra hecha carne: “sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”;  danos muchos y santos sacerdote que prolonguen la misión que soñaste y confiaste a tu Hijo Encarnado, Sacerdote Único del Altísimo y Eucaristía perfecta de obediencia y adoración al Padre, aquí presente y ofreciéndose.

       Si de esta forma tan extrema y humilde nos pides amor, Cristo amado, en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, te pregunto: ¿Por qué nos buscas así, humillándote tanto, haciendo carne y luego un pooco de pan y tú eres Dios, Dios infinito de fuerza y poder? ¿Es que no puedes ser feliz sin el amor de tus criaturas? ¿Es que necesitas de mi amor, de nuestro amor? Jesucristo Eucaristía, muchas veces no correspondido en amor y amistad por nosotros, incluso sacerdotes y consagrados; Tú eres amor apasionado y extremo, en presencia humilde y callada de Sagrario, pidiendo  el amor de tus criaturas. Por eso…

¡Dios infinito, no te comprendo! No comprendo que no quieras ser feliz sin mí, que no quieras un cielo eterno, vivir eternamente sin nosotros, sin tus criaturas, creadas por Ti para amarlas y sumergirlas con Amor de Espíritu Santo en el mismo amor eterno y felicidad del Padre y del Hijo y Espíritu Santo, Amor Trinitario de  amistad y abrazo de felicidad eterna del Padre, por el Hijo con fuego eterno del Espíritu.

 No lo entiendo. ¿Es que necesitas de mí, es que necesitas de nosotros sacerdotes para ser feliz, es que para esto viniste enviado por el Padre y te hiciste sacerdote, puente, pons, pontífice, para que todos entráramos por Él y con Él en tu amor y felicidad eterrna y trinitaria?

No entiendo que siendo Dios y teniéndolo todo, necesites de tus criaturas para ser feliz, para cumplir tus deseos de felicidad eterna y por ellas hayas venido en su busca y hayas sufrido y muerto… hermanos, porque hay que ver lo que sufrió y padeció… y luego, movido por este amor se queda para siempre en la tierra en el Sagrario y está aquí escuchándome y en todos los sagrarios de la tierra sabiendo que muchos, incluso sacerdotes, no lo visitarían, ni le valorarían o amarían ni pasarian ratos de amor junto a Él en el Sagrario, empezando la eternidad en el tiempo, donde Él siempre nos está esperano para empezar el cielo en la tierra. Cristo Eucaristía, perdónanos, te amaremos eternamente.

 ¡Cristo Eucaristía, Cristo  del Sagrario, eres presencia de Dios Tinidad entre nosotros, en presencia permanente, incompresible e incomprendido, por tu amor extremo, hasta dar la vida por mí, por todos, siendo Dios y haciéndote hombre para poder sufrir y morir… por tu exceso de amor

¡Cristo amado, no te comprendo! ¡Es que nos amas como si fuéramos personas divinas, con el mismo amor que amas al Padre, con tu Amor de Espíritu Santo; es que nos amas con Amor y en Amor Trinitario… pues tiene que ser así, porque no tienes otro Amor, por eso no te comprendemos los hombres, incluso tus sacerdotes, Tú eres Amor de Espíritu Santo, con el que el Padre nos ha soñado como hijos eternos y divinizados en el Hijo que vino a decírnoslo y realizarlo ya en la tierra, siempre con amor de Espíritu Santo,  mediante su Encarnación, Muerte y Resurrección, para transformarnos en eternidades de Luz Divina, siempre con el mismo Amor de los Tres, Amor de Espíritu Santo.

Señor Jesucristo, Sacerdote y Único Salvador de los hombres, te pedimos en los jueves eucarísticos principalmente que todos los hombres se salven y lleguen por tu vida eucarística, ofrecida y participada, a la gloria y alabanza eterna de la Trinidad, que lleguemos así a la plenitud de la gloria y felicidad divina para la que nos has soñado y existimos!

Yo, como sacerdote y en nombre de todos mis hermanos sacerdotes ungidos especialmente por el mismo amor de Espíritu Santo por el sacramento del Orden Sagrado, pido que todos nos sintamos identificados con Cristo Sacerdote que a través de nosotros quiere seguir amando y ejercitando su único Sacerdocio para gloria de la Santísima Trinidad y salvación de todos nuestros hermanos los hombres. Así sea.

31ºJUEVES EUCARÍSTICO

1ª MEDITACIÓN

¡ETERNIDAD!, ¡ETERNIDAD!

Hemos llegado, por fin, al momento de recoger el fruto de todo el camino hecho: la eternidad. Aquí nos detendremos. Nos ceñiremos en torno a esta palabra hasta hacerla revivir. Le daremos calor, por así decirlo, con nuestro aliento hasta que vuelva a la vida. Porque eternidad es una palabra muerta; la hemos dejado morir como se deja morir a un niño o a una niña abandonada que nadie amamanta ya. Como sobre una carabela en ruta hacia el nuevo mundo, cuando ya se había perdido toda esperanza de llegar a alguna meta, resonó de pronto, una mañana, el grito del vigía: “Tierra!, ¡tierra!”, así es necesario que resuene en la Iglesia el grito: “Eternidad! ¡eternidad!”

¿Qué ha sucedido con esta palabra, que en otro tiempo era el motor secreto o la vela que empujaba a la Iglesia peregrina en el tiempo, el polo de atracción de los pensamientos de los creyentes, la “masa” que levantaba hacia arriba los corazones, como eleva las aguas en la marca alta? La lámpara se ha puesto silenciosamente bajo el celemín, la bandera ha sido replegada como en un ejército en retirada “EJ más allá se ha convertido en una broma, en una exigencia tan incierta que no sólo ya nadie la respeta, sino que ni siquiera se formula; hasta el punto de que se bromea incluso pensando que había un tiempo en que esta idea transformaba la existencia.

Este fenómeno tiene un nombre muy concreto. Definido en relación al tiempo, se llama secularismo o temporalismo definido en relación al espacio, se llama inmanentjsmo Este es hoy el punto en el que la fe, después de haber acogido una cultura determinada, debe demostrar que sabe también contestarla desde dentro de ella misma, impulsándola a superar sus cerrazones arbitrarias y sus incoherencias.

Secularismo significa olvidar o poner entre paréntesis el destino eterno del hombre, aferrándose exclusivamente al saeculum es decir, al tiempo presente y a este mundo. Está considerado como la herejía más difundida y más insidiosa de la era moderna; y, desgraciadamente, todos estamos, unos de una manera y otros de otra, amenazados por ella.

A menudo también nosotros, que en teoría luchamos contra el secularismo, somos sus cómplices o sus víctimas. Estamos “mundanizados”; hemos perdido el sentido, el gusto y la familiaridad con lo eterno. Sobre la palabra “eternidad”, o “más allá” (que es su equivalente en términos espaciales), ha caído en primer lugar la sospecha marxista, según la cual ésta aliena del compromiso histórico de transformar el mundo y mejorar las condiciones de la vida presente, y es, por ello, una especie de coartada o de evasión.

Poco a poco, con la sospecha, han caído sobre ella el olvido y el silencio. El materialismo y el consumismo han hecho el resto en la sociedad opulenta, consiguiendo incluso que parezca extraño o casi inconveniente que se hable aún de eternidad entre personas cultas y a la altura de los tiempos. ¿Quién se atreve a hablar aún de los “novísimos”, es decir, de las cosas últimas —muerte, juicio, infierno, paraíso—, que son, respectivamente, el inicio y las formas de la eternidad? ¿Cuándo oímos la última predicación sobre la vida eterna? Y, sin embargo, se puede decir que Jesús, en el evangelio, no habla de otra cosa que de ella.

¿Cuál es la consecuencia práctica de este eclipse de la idea de eternidad? San Pablo refiere el propósito de los que no creen en la resurrección de la muerte: “Comamos y bebamos, que mañana moriremos” (iCor 15,32). El deseo natural de vivir “siempre”, deformado, se convierte en el deseo o frenesí de vivir “bien”, es decir, placenteramente. La calidad se resuelve en la cantidad. Viene a faltar una de las motivaciones más eficaces de la vida moral.

Quizá este debilitamiento de la idea de eternidad no actúa en los creyentes del mismo modo; no lleva a una conclusión tan grosera como la referida por el apóstol; pero actúa también en ellos, sobre todo disminuyendo la capacidad de afrontar con coraje el sufrimiento. Pensemos en un hombre con una balanza en la mano: una de esas balanzas que se manejan con una sola mano y tienen en un lado el plato sobre el que se colocan las cosas que se van a pesar y en el otro una barra graduada que determina el peso o la medida. Si se apoya en el suelo o se pierde la medida, todo lo que se ponga en el plato hará elevarse la barra y hará inclinarse hacia la tierra la balanza. Todo lleva ventaja, todo vence fácilmente, incluso un montoncillo de plumas.

Pues así somos nosotros, a eso nos hemos reducido. Hemos perdido el peso, la medida de todo, que es la eternidad, y así las cosas y los sufrimientos terrenos arrojan fácilmente nuestra alma por tierra. Todo nos parece demasiado pesado, excesivo. Jesús decía: “Si tu mano o tu pie son para ti ocasión de pecado, córtatelos y tíralos lejos de ti. Más te vale entrar en la vida manco o cojo que con las dos manos o los dos pies ser arrojado al fuego eterno. Y si tu ojo es para ti ocasión de pecado, sácatelo y tíralo lejos de ti. Es mejor entrar con un solo ojo en la vida que con dos ojos ser arrojado al fuego” (cf Mt 18,8- 9). Aquí se ve cómo actúa la medida de la eternidad cuando está presente y operante; a lo que es capaz de llegar. Pero nosotros, habiendo perdido de vista la eternidad, encontramos ya excesivo que se nos pida cerrar los ojos ante un espectáculo poco conveniente.

Al contrario, mientras estás en la tierra, abrumado por la tribulación, coloca con la fe, en la otra parte de la balanza, el peso desmesurado que es el pensamiento de la eternidad, y verás cómo el peso de la tribulación se hace más ligero y soportable. Digámonos a nosotros mismos: ¿Qué es esto comparado con la eternidad? Mil años son “un día” (IPe 3,8), son “como el ayer que ya pasó, como un turno de la vigilia de la noche” (Sal 90,4). ¿Pero qué digo “un día”? Son un momento, menos que un soplo.

A propósito de pesos y de medidas, recordemos lo que dice san Pablo, que también en punto de sufrimiento le había tocado en suerte una medida insólitamente abundante: “El peso momentáneo y ligero de nuestras penalidades produce, sobre toda medida, un peso eterno de gloria para los que no miramos las cosas que se ven, sino
las que no se ven; pues las visibles son temporales, las invisibles eternas” (2Cor 4,17-18). El peso de la tribulación es “ligero” precisamente porque es “momentáneo”, el de la gloria está “sobre toda medida” precisamente porque es “eterno”. Por eso el mismo apóstol puede decir: “Estimo que los padecimientos del tiempo presente no se pueden comparar con la gloria que ha de manifestarse en nosotros” (Rom 8,18).

San Francisco de Asís, en el célebre “capítulo de las esteras”, hizo a sus hermanos un memorable discurso sobre este tema: “Hijos míos, grandes cosas hemos prometido; pero mucho mayores nos las tiene Dios prometidas sí observamos las que le prometimos y esperamos con certeza las que él nos promete. El deleite del mundo es breve, pero la pena que le sigue después es perpetua; pequeño es el sufrimiento de esta vida, pero la gloria de la otra es infinita”.

 Nuestro amigo filósofo Kierkegaard expresaba con un lenguaje más refinado este mismo concepto del Pobrecillo. “Se sufre —decía— una sola vez, pero el triunfo es eterno. ¿Qué quiere decir esto? ¿Que se triunfa también una sola vez? Así es. Sin embargo, hay una dif eren- cia infinita: la única vez del sufrimiento es un instante, pero la única vez del triunfo es la eternidad; de esa vez que se sufre, una vez que pasa, no queda nada; y lo mismo, pero en otro sentido, de la única vez que se triunfa, porque no pasa nunca; la única vez del sufrimiento es un paso, una transición; la única vez del triunfo es un triunfo que dura eternamente”.

Me viene a la mente una imagen. Una masa de gente heterogénea y ocupada: hay quien trabaja, quien ríe, quien llora, quien va, quien viene y quien está aparte y sin consuelo. Llega jadeando, desde lejos, un anciano y dice al oído del primero que encuentra una palabra; después, siempre corriendo, se la dice a otro. Quien la ha escuchado corre a repetírsela a otro, y éste a otro. Y he aquí que se produce un cambio inesperado: el que estaba por el suelo desconsolado se levanta y va corriendo .i decírselo a los de su casa, el que corría se detiene y vuelve sobre sus pasos; algunos que reñían, mostrando amenazadoramente su puño cerrado el uno bajo la barbilla del otro, se echan los brazos al cuello llorando. ¿Cuál ha sido la palabra que ha provocado este cambio? ¡La palabra “eternidad”!

La humanidad entera es esta muchedumbre. Y la palabra que debe difundirse en medio de ella, como una antorcha ardiente, como la señal luminosa que ios centinelas se transmitían en otro tiempo de una torre a otra, es precisamente la palabra “ieternidad!, ¡eternidad!”. La Iglesia debe ser ese anciano mensajero. Debe hacer resonar esta palabra en los oídos de la gente y proclamarla desde los tejados de la ciudad. ¡Ay si también ella perdiese la “medida”!; sería como si la sal perdiese el sabor. ¿Quién preservará entonces la vida de la corrupción y de la vanidad? ¿Quién tendrá el coraje de repetir aún a los hombres de hoy aquel verso lleno de sabiduría cristiana: “Todo, excepto lo eterno, en el mundo es vano”? Todo, excepto lo eterno y lo que de alguna manera conduce a ello.

Filósofos, poetas, todos pueden hablar de eternidad y de infinito; pero sólo la Iglesia —como depositaria del misterio del hombre— puede hacer de esta palabra algo más que un vago sentimiento de “nostalgia de lo totalmente otro”. Existe, en efecto, este peligro. Que “se introduzca la eternidad en el tiempo, doblegándola por medio de la fantasía”. “Así interpretada produce un efecto mágico. No se sabe si es un sueño o una realidad, y se tiene la impresión de que ella misma se ha puesto a jugar dentro del instante, clavándole sus ojos de una manera melancólica y soñadora”. El evangelio impide que se vacíe así la eternidad, llamando inmediatamente la atención sobre lo que ha de hacerse: “Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?” (Lc. 18,18). La eternidad se convierte en la gran “tarea” de la vida, aquello por lo que afanarse noche y día

2ª MEDITACIÓN

NOSTALGIA DE ETERNIDAD TRINITARIA

Decía que la eternidad no es para los creyentes sólo nostalgia de lo totalmente otro”. Y, sin embargo, también es eso. No es que yo crea en la preexistencia de s almas y, por tanto, que hemos caído en el tiempo, espués de haber vivido primero en la eternidad y gustao de ella, como pensaban Platón y Orígenes. Hablo de ostalgia en el sentido de que hemos sido creados para la ternidad, en el corazón la anhelamos; por eso está inquieto e insatisfecho hasta que reposa en ella.

Lo que Agustín decía de la felicidad, lo podemos decir también de la eternidad: “Dónde he conocido la eternidad para recordarla y desearla?” 
¿A qué se reduce el hombre si se le quita la eternidad del corazón y de la mente? Queda desnaturalizado, en el sentido fuerte del término, si es verdad, como dice la misma filosofía, que el hombre es “un ser finito, capaz de infinito”. Si se niega lo eterno en el hombre, hay que exclamar al momento, como hizo Macbeth después de haber matado al rey: “... desde este instante no hay nada serio en el destino humano: todo es juguete; gloria y renombre han muerto. ¡El vino de la gloria se ha esparcido!”.

 Pero creo que se puede hablar también de nostalgia de eternidad en un sentido más sencillo y concreto. ¿Quién es el hombre o la mujer que repasando sus años juveniles no recuerda un momento, una circunstancia en la que ha tenido como un barrunto de la eternidad, se ha como asomado a su umbral, la ha vislumbrado, aunque quizá no sepa decir nada de aquel momento? Recuerdo un momento así en mi vida. Era yo un niño. Era verano y, acalorado, me tendí sobre la hierba con la cara hacia arriba. Mi mirada era atraída por el azul del cielo, atravesado acá y allá por alguna ligera nubecila blanquísima. Pensaba: “Qué hay sobre esa bóveda azul? ¿Y más arriba aún? ¿Y más arriba todavía?” Y así, en oleadas sucesivas, mi mente se elevaba hacia el infinito y se perdía, como quien mirando fijamente al sol queda deslumbrado y no ve ya nada.

El infinito del espacio reclamaba el del tiempo. “Qué significa —me decía— eternidad? ¡Siempre más! ¡Siempre más! Mil años, y no es más que el principio”. De nuevo mi mente se perdía; pero era una sensación agradable que me hacía crecer. Comprendía lo que escribe Leopardi en El infinito: “Me es dulce naufragar en este mar”. Intuía lo que el poeta quería decir cuando hablaba de “interminables espacios y sobrehumanos silencios” que se asoman a la mente. Tanto, que me atrevería a decir a los jóvenes: “Paraos, tumbaos boca arriba sobre la hierba, si es necesario, y mirad una vez el cielo con calma. No busquéis el estremecimiento del infinito en otra parte, en la droga, donde sólo hay engaño y muerte. Existe otro modo bien distinto de salir del ‘límite’ y sentir la emoción genuina de la eternidad. Buscad el infinito en lo alto, no en lo bajo; por encima de vosotros, no por debajo de vosotros”.

Sé muy bien lo que nos impide hablar así la mayoría de las veces, cuál es la duda que quita a los creyentes la “franqueza”. El peso de la eternidad —decimos para nosotros— será todo lo desmesurado que se quiera y mayor que el de la tribulación, pero nosotros cargamos con nuestras cruces en el tiempo, no en la eternidad; nuestras fuerzas son las del tiempo, no las de la eternidad; caminamos en la fe, no en la visión, como dice el apóstol (2Cor 5,7).

En el fondo, lo único que podemos oponer al atractivo de las cosas visibles es la esperanza de las cosas invisibles; lo único que podemos oponer al gozo inmediato de las cosas de aquí abajo es la promesa de la felicidad eterna. “Queremos ser felices en esta carne. ¡Es tan dulce esta vida!”, decía ya la gente en tiempos de san Agustín.

Pero es precisamente éste el error que nosotros los creyentes debemos desvanecer. No es en absoluto verdad que la eternidad aquí abajo sea sólo una promesa y una esperanza. ¡Es también una presencia y una experiencia! Es el momento de recordar lo que hemos aprendido del dogma cristológico. En Cristo “la vida eterna que estaba junto al Padre se ha hecho visible”. Nosotros —dice Juan— la hemos oído, la hemos visto con nuestros ojos, la hemos contemplado y tocado (cf lJn 1,1-3).

Con Cristo, verbo encarnado, la eternidad ha hecho irrupción en el tiempo, y nosotros tenemos experiencia de ello cada vez que creemos, porque quien cree “tiene ya la vida eterna” (cf lJn 5,13). Cada vez que en la eucaristía recibimos el cuerpo de Cristo; cada vez que escuchamos de Jesús las “palabras de vida eterna” (cf Jn 6,68). Es una experiencia provisional, imperfecta, pero verdadera y suficiente para darnos la certeza de que la eternidad existe de verdad, de que el tiempo no lo es todo.

La presencia, a manera de primicias, de la eternidad en la Iglesia y en cada uno de nosotros tiene un nombre propio: se llama Espíritu Santo. Es definido como “garantía de nuestra herencia”(Ef 1,14; 2Cor 5,5), y nos ha sido dada para que, habiendo recibido las primicias, anhelemos la plenitud. “Cristo —escribe san Agustín— nos ha dado el anticipo del Espíritu Santo con el cual él, que de ningún modo podría engañarnos, ha querido darnos seguridad del cumplimiento de su promesa, aunque sin el anticipo la habría ciertamente mantenido. ¿Qué es lo que ha prometido? Ha prometido la vida eterna, de la que es anticipo el Espíritu que nos ha dado.

La vida eterna es posesión de quien ya ha llegado a la morada; su anticipo es el consuelo de quien está aún de viaje. Es más exacto decir anticipo que prenda: los dos términos pueden parecer similares, pero hay entre ellos una diferencia no despreciable de significado. Tanto con el anticipo como con la prenda se quiere garantizar que se mantendrá lo que se ha prometido; pero mientras la prenda es devuelta cuando se alcanza aquello por lo que se la había recibido, el anticipo, en cambio, no es restituido, sino que se le añade lo que falta hasta completar lo que se debe”

Por el Espíritu Santo gemimos interiormente, esperando entrar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios (cf Rom 8,20-23). El, que es “un Espíritu eterno” (Heb 9,14), es capaz de encender en nosotros la verdadera nostalgia de la eternidad y hacer de nuevo de la palabra eternidad una palabra viva y palpitante, que suscita alegría y no miedo.
El Espíritu atrae hacia lo alto. El es la Ruah Jahv, el aliento de Dios. Se ha inventado recientemente un método para sacar a flote naves y objetos hundidos en el fondo del mar. Consiste en introducir aire en ellos mediante cámaras de aire especiales, de manera que los restos se desprenden del fondo y van subiendo poco a poco al ser más ligeros que el agua.

Nosotros, los hombres de hoy, somos como esos cuerpos caídos en el fondo del mar. Estamos “hundidos” en la temporalidad y en la mundanidad. Estamos “secularizados”. El Espíritu Santo ha sido infundido en la Iglesia con un objetivo similar al descrito: para elevarnos del fondo, hacia arriba, cada vez más arriba, hasta hacernos volver a contemplar el cielo infinito y exclamar llenos de gozosa esperanza: “Eternidad!, ¡eternidad!”

(Cfr. S. KIERKEGAARD, El concepto de la angustia, 4, oc., 262- 272).

32º JUEVES EUCARÍSTICO

CONCLUSIÓN

Queridos hermanos y hermanas, la Eucaristía es el origen de toda forma de santidad, y todos nosotros estamos llamados a la plenitud de vida en el Espíritu Santo. ¡Cuántos santos han hecho auténtica su propia vida gracias a su piedad eucarística! De san Ignacio de Antioquía a san Agustín, de san Antonio abad a san Benito, de san Francisco de Asís a santo Tomás de Aquino, de santa Clara de Asís a santa Catalina de Siena, de san Pascual Bailón a san Pedro Julián Eymard, de san Alfonso María de Ligorio al beato Carlos de Foucauld, de san Juan María Vianney a santa Teresa de Lisieux, de san Pío de Pietrelcina a la beata Teresa de Calcuta, del beato Piergiorgio Frassati al beato Iván Merz, sólo por citar algunos de los numerosos nombres, la santidad ha tenido siempre su centro en el sacramento de la Eucaristía.

Por eso, es necesario que en la Iglesia se crea realmente, se celebre con devoción y se viva intensamente este santo Misterio. El don de sí mismo que Jesús hace en el Sacramento memorial de su pasión, nos asegura que el culmen de nuestra vida está en la participación en la vida trinitaria, que en él se nos ofrece de manera definitiva y eficaz. La celebración y adoración de la Eucaristía nos permiten acercarnos al amor de Dios y adherirnos personalmente a él hasta unirnos con el Señor amado. El ofrecimiento de nuestra vida, la comunión con toda la comunidad de los creyentes y la solidaridad con cada hombre, son aspectos imprescindibles de la logiké latreía, del culto espiritual, santo y agradable a Dios (cf. Rm 12,1), en el que toda nuestra realidad humana concreta se transforma para su gloria. Invito, pues, a todos los pastores a poner la máxima atención en la promoción de una espiritualidad cristiana auténticamente eucarística. Que los presbíteros, los diáconos y todos los que desempeñan un ministerio eucarístico, reciban siempre de estos mismos servicios, realizados con esmero y preparación constante, fuerza y estímulo para el propio camino personal y comunitario de santificación. Exhorto a todos los laicos, en particular a las familias, a encontrar continuamente en el Sacramento del amor de Cristo la fuerza para transformar la propia vida en un signo auténtico de la presencia del Señor resucitado. Pido a todos los consagrados y consagradas que manifiesten con su propia vida eucarística el esplendor y la belleza de pertenecer totalmente al Señor.

A principios del siglo IV, el culto cristiano estaba todavía prohibido por las autoridades imperiales. Algunos cristianos del Norte de África, que se sentían en la obligación de celebrar el día del Señor, desafiaron la prohibición. Fueron martirizados mientras declaraban que no les era posible vivir sin la Eucaristía, alimento del Señor: sine dominico non possumus. Que estos mártires de Abitinia, junto con muchos santos y beatos que han hecho de la Eucaristía el centro de su vida, intercedan por nosotros y nos enseñen la fidelidad al encuentro con Cristo resucitado. Nosotros tampoco podemos vivir sin participar en el Sacramento de nuestra salvación y deseamos ser iuxta dominicam viventes, es decir, llevar a la vida lo que celebramos en el día del Señor. En efecto, este es el día de nuestra liberación definitiva. ¿Qué tiene de extraño que deseemos vivir cada día según la novedad introducida por Cristo con el misterio de la Eucaristía?

Que María Santísima, Virgen inmaculada, arca de la nueva y eterna alianza, nos acompañe en este camino al encuentro del Señor que viene. En Ella encontramos la esencia de la Iglesia realizada del modo más perfecto. La Iglesia ve en María, « Mujer eucarística » —como la llamó el Siervo de Dios Juan Pablo II, su icono más logrado, y la contempla como modelo insustituible de vida eucarística. Por eso, disponiéndose a acoger sobre el altar el « verum Corpus natum de Maria Virgine », el sacerdote, en nombre de la asamblea litúrgica, afirma con las palabras del canon: « Veneramos la memoria, ante todo, de la gloriosa siempre Virgen María, Madre de Jesucristo, nuestro Dios y Señor ».

 Su santo nombre se invoca y venera también en los cánones de las tradiciones cristianas orientales. Los fieles, por su parte, « encomiendan a María, Madre de la Iglesia, su vida y su trabajo. Esforzándose por tener los mismos sentimientos de María, ayudan a toda la comunidad a vivir como ofrenda viva, agradable al Padre ».

María es ejemplo y modelo de nuestra fe en Cristo; María junto a la cruz de su hijo, tuvo que hacer el mayor acto de fe de la Historia después del de Cristo: creer que era el Salvador del mundo el que moría como un fracasado, solo y abandonado, viendo morir así al que decía que era el Hijo de Dios.

Ella no comprendía ni entendía nada. Lógico que todos le dejaran. Pero ella permaneció fiel junto a su hijo, junto a la cruz y la muerte, muriendo a toda razón, a todos los razonamientos y pensamientos puramente humanos, que vendrían a su mente en esa y otras ocasiones de la vida de Cristo y se hizo esclava total de la palabra, de la fe en Dios, creyendo contra toda evidencia humana.

Esa fe la llevó a descubrir todo el misterio de su Hijo y permaneció fiel hasta la cima del calvario, creyendo, contra toda apariencia humana, que era el Redentor del mundo e Hijo de Dios el que moría solo y abandonado de todos, sin reflejos de gloria ni de cielo.

Y así tienen que permanecer junto al Sagrario, días y noches, horas y horas, un día y otro, las almas eucarísticas, aunque el resto le abandonen y dejen al Señor. Y así años y años… aunque el Señor ayuda y da fogonazos tan fuertes, que es una maravilla y así se va descubriendo el misterio y el tesoro del cielo en la tierra. San Agustín llega a decir que María fue más dichosa y más madre de Jesús por la fe, esto es, por haber creído y haberse hecho esclava de su Palabra que por haberle concebido.

Por la fe nosotros sabemos que Jesucristo está en el sacramento, en la Eucaristía, realizando lo que hizo y dijo. Podemos luego tratar de explicarlo según la razón y para eso es la teología, pero hasta ahora no podemos explicarlo plenamente. Y esto es lo más importante. La fe lo ve, porque la fe es participación del conocimiento, de la misma luz con que Dios ve todas las cosas, aunque yo, que tengo esa fe, al hacerme Dios partícipe de su mismo conocimiento, no lo pueda ver y comprender, como he dicho antes, porque me excede y yo no puedo ver con la luz y profundidad de Dios. Sólo por el amor, por la ciencia de amor, por la noticia de amor, por el conocimiento místico el hombre se funde con la realidad amada y se hace una sola llama de amor y así la conoce.

Los místicos son los exploradores que Moisés mandó por delante a la tierra prometida, y que, al regresar cargados de vivencias y frutos, nos hablan de las maravillas de la tierra prometida a todos, para animarnos a seguir caminado hasta contemplarla y poseerla.

La fe no humilla a la razón; sino que la salva de sus estrecheces, haciéndola, humilde, capaz de Dios, como María que acoge la Palabra de Dios sin comprenderla. Luego, al vivir desde la fe los misterios de Cristo, lo comprende todo. Toda la Noche del espíritu, para San Juan de la Cruz, está originada por este deseo de Dios, de comunicarse con la criatura. El alma queda cegada por el rayo del sol de la luz divina que para ella se convierte en oscuridad y en ceguedad por excesiva luz y sufre por sus limitaciones en ver y comprender como Dios ve su propio misterio. Por eso a este conocimiento profundo de Dios se llega mejor amando que entendiendo, más por vía de amor que por vía de inteligencia, transformándose el alma en «llama de amor viva».

Aquel que es para siempre la Palabra del Padre, la biblioteca inagotable de la Iglesia, condensó toda su vida en los signos y palabras de la Eucaristía: es su suma teológica. Para leer este libro eucarístico que es único, no basta la razón, hace falta la fe y el amor que hagan comunión de sentimientos con el que dijo “acordaos de mí”, de lo que yo soy, de lo que hago, de mi emoción por todos vosotros, de mis deseos de entrega, de mis ansias de salvación, de mis manos temblorosas, de mi amor hasta el extremo...

 San Juan de la Cruz nos dirá que para conocer a Dios y sus misterios es mejor el amor que la razón, porque ésta no puede abarcarle, pero por el amor me uno al objeto amado y me pongo en contacto con Él y me fundo con Él en una sola realidad en llamas. Son los místicos, los que experimentan los misterios que nosotros conocemos por la teología y celebramos en la liturgia.

Para San Juan de la Cruz, la teología, el conocimiento de Dios debe ser «noticia amorosa, sabiduría de amor, llama de amor viva que hiere de mi alma en el más profundo centro...» No conocimiento frío, teórico, sin vida. El que quiere conocer a Dios ha de arrodillarse; el sacerdote, el teólogo debe trabajar en estado permanente de oración, debe hacer teología arrodillado. Sin esta comunión personal de amor y sentimientos con Cristo, el libro eucarístico llega muy empobrecido al lector. Este libro hay que comerlo para comprenderlo, como Ezequiel: “Hijo de hombre, come lo que se te ofrece; come este rollo y ve luego a hablar a la casa de Israel. Yo abrí mi boca y él me hizo comer el rollo y me dijo”: “Hijo de hombre aliméntate y sáciate de este rollo que yo te doy. Lo comí y fue en mi boca dulce como miel” (Ez.3, 1-3).

 Ella es la Tota pulchra, Toda hermosa, ya que en Ella brilla el resplandor de la gloria de Dios. La belleza de la liturgia celestial, que debe reflejarse también en nuestras asambleas, tiene un fiel espejo en Ella. De Ella hemos de aprender a convertirnos en personas eucarísticas y eclesiales para poder presentarnos también nosotros, según la expresión de san Pablo, « inmaculados » ante el Señor, tal como Él nos ha querido desde el principio (cf. Col 1,21; Ef 1,4).[256]

Que el Espíritu Santo, por intercesión de la Santísima Virgen María, encienda en nosotros el mismo ardor que sintieron los discípulos de Emaús (cf. Lc 24,13-35), y renueve en nuestra vida el asombro eucarístico por el resplandor y la belleza que brillan en el rito litúrgico, signo eficaz de la belleza infinita propia del misterio santo de Dios. Aquellos discípulos se levantaron y volvieron de prisa a Jerusalén para compartir la alegría con los hermanos y hermanas en la fe. En efecto, la verdadera alegría está en reconocer que el Señor se queda entre nosotros, compañero fiel de nuestro camino. La Eucaristía nos hace descubrir que Cristo muerto y resucitado, se hace contemporáneo nuestro en el misterio de la Iglesia, su Cuerpo. Hemos sido hechos testigos de este misterio de amor. Deseemos ir llenos de alegría y admiración al encuentro de la santa Eucaristía, para experimentar y anunciar a los demás la verdad de la palabra con la que Jesús se despidió de sus discípulos:« Yo estoy con vosotros todos los días, hasta al fin del mundo » (Mt 28,20).

 

ÍNDICE

ORACIONES EUCARÍSTICAS…………………………………………………………………………………….…….3

INTRODUCCIÓN:1ª MEDITACIÓN:EUCARISTÍA Y ESPIRITUALIDAD SACERDOTAL…...9

              2ª Meditación: EUCARISTÍA Y TESTIMONIO…………………………….…………11

1º JUEVES:1ª:MEDITACIÓN: LA EUCARISTÍA COMO PRESENCIA………………………..…..13

        2ª MEDITACIÓN: SI EL SACERDOTE SUPIERA………………………………..……..…15

2ºJUEVES: 1ªLA EUCARISTÍA COMO MISA…………………………………………………………,……...17

2ª LA MISA EN EL VATICANO II……………………………………………,,,,,,…………….20

3ºJUEVES: 1ª Y 2ª MEDITACIÓN: EL MUNDO NECESITA ALMAS EUCARISTICAS….…24

4ºJUEVES: 1ª Y 2ª MEDITACIÓN: LA EUCARISTIA, ESCUELA DE ORACIÓN………….. 29

5ºJUEVES: 1ª Y 2ª HOMILÍAS DEL CORPUS………………………………………………………………..34

6ºJUEVES: 1ª Y 2ª LA ESPIRITUALIDAD DE LA EUCARISTÍA………………………………..……39

7ºJUEVES: 1ª YO COMO JUAN QUIERO RECLI­NAR MI CABEZA EN CRISTO…............41

                        2ª ¿POR QUÉ LOS CATÓLICOS ADORAN EL PAN EUCARÍSTICO………………..…46

8ºJUEVES: 1ª ESPIRITUALIDAD DE LA PRESENCIA EUCARÍSTICA…………………………….50

                2ª  MI FOLLETO DE LA ADORACIÓN EUCARÍSTICA………………………………….53

9ºJUEVES: 1ª TEOLOGÍA BÍBLICA DE LA ADORACIÓN EUCARÍSTICA……………………….57

             2ª EL CAMINO PARA ENCONTRAR A CRISTO EUCARISTÍA……………………...61

10ºJUEVES: 1ª LA EUCARISTÍA, LA MEJOR ESCUELA DE ORACIÓN……………………….…63

11ºJUEVES: 1ª Y 2ª FRUTOS DE LA COMUNIÓN……………………………………………………....69

12ºJUEVES: 1ª LA COMUNIÓN ACRECIENTA NUESTRA UNIÓN CON CRISTO………....73

                    2ª LA COMUNIÓN PERDONA LOS PECADOS VENIALES……………………….75

13ºJUEVES: 1ªLA ORACIÓN ANTE EL SAGRARIO, ESCUELA DE VIDA…………………..…77

                   2ª. LA CENA DEL SEÑOR………………………………………………………………………..79

14ºJUEVES:1ªLA ORACIÓN ANTE EL SAGRARIO, ESCUELA DE VIDA………………………84

                  2ª LA EUCARISTÍA NOS SANTIFICA……………………………………………………….88

15ºJUEVES:1ª EN EL SAGRARIO ENCUENTRO AL QUE CURÓ A LA HEMORROÍSA….92

                 2ª CRISTO NOS ESPERA PARA ENVIARNOS A PREDICAR……………………….95

16ºJUEVES:1ª Y 2ª EN EL SAGRARIO JESÚS NOS ESPERA COMO A LA SAMARITANA96

17ºJUEVES:1ª Y 2ª EN EL SAGRARIO CRISTO CALMA TEMPESTADES DE ALMA…..…102

18ºJUEVES:1ª Y 2ª EN EL SAGRARIO NOS ESPERA EL AMIGO DE MARTA Y MARÍA.107

19ºJUEVES:1ª Y 2ª CRISTO, SACERDOTE ÚNICO Y EUCARISTÍA PERFECTA……………113

20ºJUEVES:1ª Y 2ª: CRJSTO EN EL SAGRARIO ES EL HIJO DE DIOS……………………..119

21ºJUEVES:1ª EN EL SAGRARIO ESTÁ EL QUE PERDONA A LAS ADULTERAS………..123

                 2ª NOS ESPERA PARA CURARNOS DE FE COMO A TOMÁS…………………….125

22ºJUEVES:1ª NOS ESPERA: “EL QUE TANTO AMA A LOS HOMBRES…”…………………..131

                 2ª  NOS ESPERA “LLAGADO DE AMOR”  ………………………………………………..133

23ºJUEVES:1ªY2ª ¿POR QUÉ DEBEMOS AMAR A JESUCRISTO EUCARISTÍA……………136

24ºJUEVES:1ªY2ªJESUCRISTO EUCARISTÍA EL  MEJOR MAESTRO DE ORACIÓN...142

25 JUEVES: 1ªUN CIEGO QUE VIO MAS QUE LOS DEMÁS……………………………………...148

                2ª “MAESTRO, QUE VEA”………………………………………………………………………...150

26ºJUEVES:1ª“¡MAESTRO, ¡QUE VEA!” (Mc. 10, 51)…………………………………………………152

                 2ª EN EL SAGRARIO RECIBE  MUCHOS ABANDONOS Y DESPRECIOS.. 155

27 JUEVES:1ªJESÚS ENEL SAGRARIO, NOS DICE A  TODOS:“ACORDAOS DE MI”…157

                2ªJESÚS EN EL SAGRARIO MAESTRO DE FE, AMOR Y ESPERANZA……....161 

28ºJUEVES:HORA SANTA SACERDOTAL:JESÚS NO ESPERA SIEMPRE CON AMOR.. 163

29 JUEVES:1º¿POR QUÉ DEBEMOS AMAR A JESUCRISTO EUCARISTÍA?.................173

                2ª PORQUE ÉL NOS AMÓ HASTA DAR LA VDA.....................................176

30ºJUEVES:1ª ORACIÓN EUCARÍSTICA ANTE LA SANTA CUSTODIA………………………177

                 2ª “Estáte, Señor, conmigo…”……………………………………………………………. 179

31 JUEVES:1ª ¡ETERNIDAD!, ¡ETERNIDAD!......................................................182

                2ª NOSTALGIA DE ETERNIDAD TRINITARIA…………………………………….…….185

31º JUEVES: CONCLUSIÓN………………………………………………………………………188


[1] JEAN  MAALOUF, Escritos Esenciales. Madre Teresa de Calcuta. Sal Terrae  2002, p. 79)

[2] NMI 38.

¡TU CUERPO Y SANGRE,

SEÑOR!

HOMILÍAS Y MEDITACIONES

EUCARÍSTICAS

A JESUCRISTO EUCARISTÍA, SUMO Y ETERNO SACERDOTE, PAN DE VIDA ETERNA Y PRESENCIA DE AMISTAD permanentemente ofrecida a todos los hombres; y a todos mis hermanos sacerdotes, ministros del Misterio admirable de nuestra fe y Servidores de la mesa del Pan de la Palabra y del Cuerpo de Cristo, a  los que tanto quiero, respeto y recuerdo todos los días, con ferviente devoción, ante nuestro Único Sacerdote y Víctima de la Nueva Pascua y Eterna Alianza con la Trinidad Divina.   

PRÓLOGO

La Eucaristía como pasión

Hay formulaciones felices que se convierten en referencia obligada siempre que hay que decir algo sobre determinados temas. En concreto, al hablar de la Eucaristía es imprescindible afirmar: «Eucaristía es fuente y culmen de la vida y misión de la Iglesia». Desde que esta frase apareció en la constitución sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosantum Concilium, en su número 10, recogiendo la experiencia cristiana, no ha dejado de repetirse como santo y seña de todo aquel que quiera decir algo sobre el sacramento eucarístico. Si la frase ha hecho tanta fortuna es porque con ella se pone de relieve la centralidad de la Eucaristía en la vida del cristiano.

Este sacramento, en efecto, alimenta el vivir cotidiano de Pan de vida eterna; es decir, eleva lo vivido cada día a un horizonte en el que lo divino se une a lo humano y todo lo humano se proyecta hacia lo divino; pues se podía decir que la transustanciación del pan y el vino en cuerpo y sangre del Señor se realiza también místicamente en la vida de cada cristiano que lo recibe. Por eso, los que quieran que sea su centro y su corazón han de vivirlo con hondura y pasión. El autor de estas páginas es uno de esos cristianos que viven como testigos apasionados de la centralidad eucarística. Digo “vive”, porque, aunque es un valorado profesor de teología y un reconocido autor de profundos estudios sobre la Eucaristía, es también, y sobre todo, un sacerdote que cada día celebra ese maravilloso misterio con su comunidad parroquial de San Pedro, en la ciudad de Plasencia, a la que alienta -insisto en que apasionadamente- a vivir de la Eucaristía.

A lo largo de estas páginas, que ahora comienzas a leer, de la mano de Gonzalo Aparicio, -un buen guía- descubrirás la diversidad de matices de este misterio de amor en el que Jesús nos ofrece su cuerpo entregado y su sangre derramada por nosotros y por nuestra salvación. Verás, en efecto, qué es el sacrificio anticipado y perpetuado de Jesucristo, fuente de gracia para los creyentes en la Iglesia. Descubrirás que ese sacrificio es el sacramento de la Nueva y Eterna Alianza; y sentirás que la presencia permanente del cuerpo, sangre, alma y divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, bajo las especies de pan y de vino, es alimento para nuestra vida, como viático que fortalece en el camino y sagrario para el encuentro, que alivia en el cansancio y la fatiga.

En lo que ahora vas a leer podrás comprender la grandeza de este misterio y cuáles son sus consecuencias para la vida de la Iglesia, sobre todo que la Eucaristía la conforma; pues «la Iglesia hace la Eucaristía y la Eucaristía hace la Iglesia», como nos acaba de recordar Juan Pablo II en su Encíclica, Ecclesia de Eucharistía, recogido de la tradición teológica. Las comunidades cristianas, en efecto, cada vez que celebran la Eucaristía, se abren a la unidad del Pan que los hace uno en el Señor, pues «participamos en el misterio que somos», como decía San Agustín, refiriéndose a este misterio de unidad; y sus miembros quedan unidos a Cristo para su santificación; juntos manifiestan su unidad católica en la única profesión de fe, de doctrina, de vida sacramental y de orden jerárquico; y cada comunidad actualiza la tradición apostólica celebrándola en memoria y por mandato del Señor. En resumen, la Eucaristía muestra a la Iglesia que la celebra como una, santa1católica y apostólica.

Pero como la Iglesia no vive para sí misma, sino para la misión, el don de la Eucaristía es siempre un paso imprescindible para la tarea. La unión con Cristo que tiene lugar al participar en el banquete eucarístico, no sólo transforma la vida del hombre y lo une a él, también lo envía a ser su testigo. La Eucaristía, aunque se celebre en el altar de una pequeña iglesia, se celebra siempre en el altar del mundo, pues une el cielo y la tierra y por la vida de cuantos participan en su gracia impregna de santidad toda la creación. El que escucha al final de la celebración «podéis ir en paz», se sabe enviado a ser testigo de la buena noticia que ha experimentado; sabe que ha de llevar el anuncio de ese misterio fontal y cumbre de la vida cristiana a todos los rincones del mundo con su vivir y su decir, pues con obras y palabras se evangeliza. De un modo especial, la Eucaristía, vínculo de caridad dentro y fuera de la Iglesia, nos ha de llevar a vivir la comunión en el tejido de las relaciones sociales y a ofrecer amor fraterno en las situaciones humanas de pobreza, tal y como se manifiestan en nuestro entorno social.

Sólo una palabra, antes de dejarles con el autor, para recordar una actitud imprescindible con la que acercarnos a la Eucaristía: tener conciencia de que es un don para adorar. Si de verdad queremos que ese maravilloso intercambio entre Jesús sacramentado y nosotros transforme nuestra vida y sea verdaderamente fuente y culmen, hemos de abrirnos con profunda docilidad y actitud interior de fe al misterio que celebramos. Sin adoración no podemos experimentar la encarnación sacramental de Jesucristo en nosotros; y, si no se encarna, no me transforma; si no me transforma, no me renuevo; si no me renuevo, no tengo nada que compartir; si no comparto nada, no puedo ofrecer lo que no tengo cuando salga a la calle y me encuentre con los que no han podido o querido sentarse a esa mesa. El primer paso, pues, para vivir la Eucaristía es de confianza y adoración devota; sólo así podemos alimentarnos en ella y ser testigos de su eficacia salvadora.Con mi bendición y estímulo a seguir profundizando en el misterio eucarístico para el autor y para quienes lean estas reflexiones teológicas y sus consideraciones espirituales.

  Amadeo Rodríguez Magro,

          Obispo de Plasencia.

INTRODUCCIÓN

El Papa Juan Pablo II ha declarado «año de la Eucaristía», desde octubre de este año del 2004, Congreso Internacional Eucarístico de Guadalajara, Méjico, hasta finales de octubre del 2005, Sínodo de los Obispos en Roma. Queriendo ayudar según mis posibilidades a su mejor celebración me ha parecido oportuno publicar este libro de HOMILÍAS Y MEDITACIONES EUCARÍSTICAS, teniendo muy en cuenta también las aportaciones de la última Encíclica del Papa Ecclesia de Eucharistia: «La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia. Ésta experimenta con alegría cómo se realiza continuamente, en múltiples formas, la promesa del Señor: “He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fín del mundo” (Mt 28,20); en la sagrada Eucaristía, por la transformación del pan y el vino en el cuerpo y en la sangre del Señor, se alegra de esta presencia  con un intensidad única”       (Ecclesia de Eucharistia 1a).

La Eucaristíadel domingo, como mesa de la Palabra y del Sacrificio, siempre me ha parecido el corazón de toda la vida espiritual y pastoral cristiana, tanto a nivel parroquial como personal. En esto no soy nada original, lo dice la misma Encíclica antes citada: «Con razón ha proclamado el Concilio Vaticano II que el sacrificio eucarístico es “fuente y cima de toda la vida cristiana» (Ecclesia de Eucaristía 1b). El  Concilio Vaticano II:  «La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan de Vida, que da la vida a los hombres por medio del Espíritu Santo» (PO 5) «La Eucaristía aparece como la fuente y la culminación de toda la predicación evangélica...»; «...ninguna comunidad cristiana se edifica, si no tiene su raíz y quicio en la celebración de la santísima Eucaristía, por la que debe, consiguientemente, comenzarse toda la educación en el espíritu de comunidad» (PO 5 y 6).

Sin domingo no hay cristianismo y el corazón del domingo es la Eucaristía. La Eucaristía dominical es la manifestación pascual y semanal del Señor resucitado, en la que se aparece a sus discípulos y seguidores de todos los siglos para  alimentarnos con el pan de su Palabra y de su Cuerpo. Por eso, me gusta la Eucaristía dominical con su homilía, porque es el mismo Cristo entregando su vida por nosotros y explicándonos los motivos.

La homilías de este libro, al ser eucarísticas, casi todas fueron predicadas en las festividades  del Jueves Santo o del Corpus, pero su contenido vale para todos los tiempos y celebraciones que tengan como motivo o finalidad alimentar el amor a Jesucristo Eucaristía. Basta decir “en este día o en esta celebración”, donde el autor tenga escrito Jueves Santo o Corpus, y todo encaja perfectamente. Y lógicamente, aunque siempre trato de la Eucaristía, he procurado también que el contenido sea distinto, abarcando los diversos aspectos de la Eucaristía como sacrificio, comunión y presencia.

Por otra parte, todos sabemos que el estilo es la persona y, por tanto, las homilías de cada uno serán siempre  personales, en la forma, en el desarrollo y en el contenido. Todos los estilos son respetables, siempre que conserven las enseñanzas de los Apóstoles y la doctrina de la Iglesia y las normas de la liturgia y nos ayuden a conocer y amar más a Jesús Eucaristía. Estas homilías y meditaciones eucarísticas han sido escritas primeramente para que puedan servir de alimento espiritual a todos aquellos que las lean, además de los que las escucharon; segundo, quieren ser una sencilla ayuda para aquellos que ejercen el ministerio de la predicación, especialmente en esos días, en que uno no se siente inspirado o las ocupaciones pastorales no nos han dejado tiempo para pensar y orar la homilía que quisiéramos. Las meditaciones también pueden servir para Ejercicios Espirituales o días de Retiros personales o en grupo. Si os sirven para esto ¡adorado sea el Santísimo Sacramento del altar!

Estas homilías y meditaciones están pensadas y oradas principalmente para el pueblo cristiano, aunque algunas meditaciones hayan sido dirigidas a sacerdotes, variando por ellos un poco el nivel o las aplicaciones de las mismas, pero el evangelio  siempre es el mismo para todos. Y por favor, que a nadie se le ocurra expresarlas tal cual. Esto es muy personal. Este es mi estilo. El tuyo quizá sea distinto. Yo sencillamente digo a cada uno de los que las lean: hermano, aquí tienes unas ideas, medita y predica las que te guste.

Por último diré que han sido transcritas aquí tal cual fueron predicadas en la Eucaristía o donde fuera, sin ese cuidado crítico de citas y autores que se tiene, cuando van a ser publicadas; tampoco he querido retocarlas ahora, para que no pierdan nada de su inmediatez y frescura; sólo quiero que sean una humilde apor

tación y ayuda para los que las lean: el pueblo sencillo  y mis hermanos los sacerdotes. Y cuidado con uno de mis amigos predilectos, San Juan de la Cruz, a quien cito muchas veces en sus poesías y escritos, pero no pongo su nombre.

PRIMERA PARTE

HOMILÍAS  DEL JUEVES SANTO

   (Valederas para toda celebración eucarística, sustituyendo el término      «Jueves Santo» por «este día», «esta celebración». Así mismo advierto que las titulo homilías pero muchas pueden servir de meditación ante el Monumento o ante el Sagrario en dias de retiro o meditación personal).

PRIMERA HOMILÍA

QUERIDOS HERMANOS: En estos días solemnísimos de la Semana Santa, Cristo en persona debería realizar la liturgia, porque nuestras manos son torpes para tanto misterio y nuestro corazón débil para tantas emociones. Pero Cristo quiso hacerla  visiblemente sólo una vez, la primera, con su presencia corporal e histórica, y luego, oculto en la humanidad de otros hombres, los sacerdotes, quiso continuar su obra hasta el final de los tiempos. Por eso, ya que indignamente me toca esta tarde hacer presente ante vosotros la Última Cena, os pido que me creáis, porque os digo la verdad, siempre os digo la verdad, pero hoy de una forma especial en nombre de Cristo, a quien represento, aunque mi pobre vida sacerdotal más que revelaros esta presencia de Cristo en medio de vosotros,  pueda velarla.

Os pido que me creáis, cuando os hable de esta maravillosa presencia de Cristo en su ofrenda total al Padre por nosotros y nuestra salvación, de esta presencia para siempre en el pan consagrado; de su presencia también en el barro de otros hombres, los sacerdotes, y cuando os recuerde también su presencia en los hermanos, con el mandato de amarnos los unos a los otros como Él nos amó.

Todos recordáis aquella escena. La acabamos de evocar en la lectura del evangelio. Fue hace veinte siglos, aproximadamente sobre estas horas, en la paz del atardecer más luminoso de la historia, Cristo nos amó hasta el extremo, hasta el extremo de su amor y del tiempo y de sus fuerzas, e instituyó el sacramento de su Amor extremo. Aquel primer Jueves Santo Jesús estaba emocionado, no lo podía disimular, le temblaba el pan en las manos, sus palabras eran profundas, efluvios de su corazón: “Tomad y Comed, esto es mi cuerpo...”, “Bebed todos de la copa, esta es mi sangre que se derrama por vosotros...” Y como Él es Dios, así se hizo. Para Él esto no es nada, Él que hace los claveles tan rojos, unas mañanas tan limpias, unos paisajes tan bellos.

Y así amasó Jesús el primer pan de Eucaristía. Porque nos amó hasta el extremo, porque quiso permanecer siempre entre nosotros, porque Dios quiso ser nuestro amigo más íntimo, porque deseaba ser comido de amor por los que creyesen y le amasen en los siglos venideros, porque “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”, como nos dice el Apóstol Juan, que lo sabía muy bien por estar reclinado sobre su pecho aquella noche. Por eso, queridos hermanos, antes de seguir adelante, hagamos un acto de fe total y confiada en la presencia real y verdadera de Cristo en la Eucaristía. Porque Él está aquí. Siempre está ahí, en el pan consagrado, pero hoy casi barruntamos más vivamente su presencia, que quisiera como saltar de nuestros sagrarios para hacer presente otra vez la liturgia de aquel Jueves Santo, sin mediaciones sacerdotales.

       Dice la Encíclica Ecclesiade Eucharistia: «Los Apóstoles que participaron en la Última Cena, ¿comprendieron el sentido de las palabras que salieron de los labios de Cristo? Quizás no. Aquellas palabras se habrían aclarado plenamente sólo al final del <Triduum sacrum,> es decir, el papso que va dela tarde del jueves hasta la mañana del domingo. En esos días se enmarca el <mysterium paschale;> en ellos se inscribe también el <mysterium eucharisticum>» (Ecclesia de Eucharistia 2b).

Queridos hermanos, esta entrega en sacrificio, esta presencia por amor debiera revolucionar toda nuestra vida, si tuviéramos una fe viva y despierta. Descubriríamos entonces sus negros ojos judíos llenos de luz y de fuego por nosotros, expresando sentimientos y palabras que sus labios no podían expresar; esos ojos tan encendidos podrían despertar a tantos cristianos dormidos para estas realidades tan maravillosas, donde Dios habla de amor incomprensible para los humanos. Este Cristo eucaristizado nos está diciendo: Hombres, yo sé de otros cielos, de otras realidades insospechadas para vosotros, porque son propias de un Dios infinito, que os amó primero y os dio la existencia para compartir una eternidad con todos y cada uno de vosotros. Yo he venido a la tierra y he predicado este amor y os he amado hasta dar la vida para deciros y demostraros que son verdad, que el Padre existe y os ama,  y que el Padre las tiene preparadas para vosotros; yo soy“el testigo fiel”, que, por afirmarlas y estar convencido de ellas, he dado mi vida como prueba de su amor y de mi amor, de su Verdad, que soy Yo, que me hizo Hijo aceptándola: “En el principio ya existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios, la Palabra era Dios”; “Tanto amó Dios al mundo que  entregó  a su propio hijo para que perezca ninguno de los que creen en Él sino que tengan vida eterna”.

También el sacerdote, que os está predicando en este momento, se siente pobre y falto de palabras  para describir toda la emoción y profundidad de la Última Cena que estamos celebrando: Señor, yo hago lo que puedo, les repito tus palabras, tus hechos, pero no puedo robarte tu corazón que es el centro y la fuente de toda esta liturgia. Mi vida también es pobre. Yo les he dicho que Tú estás aquí por amor, en la Eucaristía que celebramos, en el pan que consagramos. Háblales tú al corazón con esas palabras que incendian, abrasan y que jamás se olvidan. Señor, Tú conservas intactas en tu corazón todas las emociones de aquel día, Tú puedes y debes hacerlas ahora presentes para todos nosotros; Señor, quémanos con ellas el corazón, porque estas cosas solo se comprenden si amamos como Tú... con ese amor que Tú mismo nos tienes que dar: “los que me coman vivirán por mí”, porque la Eucaristía es un misterio de amor, que  sólo se comprende cuando se ama así, hasta el extremo, como Tú; sólo un corazón en llamas puede captar estas realidades divinas, inabarcables para la inteligencia, solo el amor puede tocarlas y fundirse en una sola realidad en llamas con ellas, solo el amor... Señor, danos ese amor, tu amor, para que yo pueda amarte como Tú me amas.

El Jueves Santo es el día de la Eucaristía, pero también delSacerdocio. Porque después de veinte siglos, ¿de qué nos hubiera servido a nosotros tanto amor, tanta entrega, si no hubiera alguien encargado de multiplicarlo y ponerlo sobre nuestros altares? Por eso, porque en el correr de los siglos Cristo vio una multitud hambrienta de Dios, de cielo, de eternidad... Jesús hizo a los encargados de amasar este pan, esta harina divina, Jesús hizo a los sacerdotes, cuando les dio el mandato de seguir celebrando la Eucaristía: “haced esto en conmemoración mía”: seguid haciendo esto mismo vosotros; por el amor que tengo a todos los hombres, seguid consagrando vosotros y vuestros sucesores esta Hostia santa. Comunicad este poder sagrado a otros. Haced que otros puedan consagrar... y así instituyó Jesús el sacerdocio católico como prolongación de su mismo sacerdocio, con poder sobre su cuerpo  físico, la Eucaristía, y sobre su cuerpo místico, la Iglesia. Qué grandeza ser sacerdote, cuánta gracia, cuánto poder.

Cuando las almas tienen fe, se sobrecogen ante el misterio del sacerdocio, porque el sacerdote católico tiene poderes divinos, trascendentes, es sembrador, cultivador y recolector de eternidades, cultiva la salvación única y trascendente del hombre, tiene el poder divino de la Eucaristía y del perdón de los pecados:“Dijeron, éste blasfema, sólo Dios puede perdonar los pecados”.  Si tuviéramos más fe...

¡Qué bueno es el Señor! Para que nunca faltase sobre nuestros altares su ofrenda de adoración al Padre, en obediencia extrema, hasta dar la vida; para que nunca pasásemos hambre de Dios, para que siempre tuviéramos el perdón de los pecados, hizo a los sacerdotes, como continuadores de su misión y tarea. Aquella noche, de un mismo impulso de su amor, brotaron la Eucaristía y los encargados de amasarla. Por eso están y deben permanecer siempre tan unidos la Eucaristía y el sacerdocio. La Eucaristía necesita esencialmente de sacerdote para realizarse y por eso el sacerdote nunca es tan sacerdote como cuando celebra la Eucaristía: el sacerdocio tiene relación directa con la Eucaristía y la Eucaristía está pidiendo sacerdote que la realice.

“Y cuantas veces hagáis esto, acordaos de mí…”dice el Señor. Qué profundo significado encierran estas palabras para todos, especialmente para nosotros, los sacerdotes. Todos debiéramos recordarlas cuando celebramos la santa Eucaristía: “acordaos de mí...”  acordaos de mis sentimientos y deseos de redención por todos, acordaos de mi emoción y amor por vosotros, acordaos de mis ansias de alimentar en vosotros la misma vida de Dios, acordaos... y nosotros, muchas veces, estamos distraídos sin saber lo que hacemos o recibimos; bien estuvo que nos lo recordases, Señor, porque Tú verías muchas distracciones, mucha rutina, muchos olvidos y desprecios, en nuestras Eucaristías, en nuestras comuniones, distraídos sin darte importancia en los sagrarios olvidados como trastos de la iglesia, sin presencia de amigos agradecidos. Vosotros, los sacerdotes, cuando consagréis este pan y vosotros, los  comulgantes, cuando comulguéis este pan, acordaos de toda esta ternura verdadera que ahora y siempre siento por vosotros, de este cariño que me está traicionando y me obliga a quedarme para siempre tan cerca de vosotros en el pan consagrado, en la confianza de vuestra respuesta de amor... Acordaos... Nosotros, esta tarde de Jueves Santo, NO TE OLVIDAMOS, SEÑOR. Quisiéramos celebrar esta Eucaristía y comulgar tu Cuerpo con toda la ternura de nuestro corazón, que te haga olvidar todas las  distracciones e indiferencias nuestras y ajenas;  nos acordamos agradecidos ahora de todo lo que nos dijiste e hiciste y sentiste y sigues sintiendo por nosotros y recordaremos siempre agradecidos, desde lo más hondo de nuestro corazón.

Jueves Santo, día grande cargado de misterios, día especial para la comunidad creyente, nuestro día más amado, deseado y celebrado, porque es el día en que Jesús se quedó para siempre con nosotros de dos formas: una, material, en el pan consagrado; otra, humana, bajo la humanidad de otros hombres. Porque la Eucaristía es Cristo oculto y sacramentado bajo las especies del pan y del vino, y el sacerdote es también Cristo mismo, bajo el barro de otros hombres. Las apariencias son accidentales, pero los sacerdotes y el pan y el vino consagrados, por dentro, son Jesús.

Qué gozo ser sacerdote, tener un hijo sacerdote, un hermano sacerdote, un amigo sacerdote, tan cerca de Cristo, tan omnipotente... valóralo, estímalo, reza por ellos en este día, es  mejor que todos los puestos y cargos del mundo. No os maravilléis que almas santas hayan sentido en su corazón un aprecio tan grande hacia el sacerdocio, cuando Dios las ha iluminado y han podido ver con fe viva este misterio; no había nada de exagerado en sus expresiones, todo es cuestión de fe, si Dios te la da. Una Teresa de Jesús, que se quejaba dulcemente al Señor, porque no hubiera nacido hombre para poder ser sacerdote. Una Catalina de Siena, que después de contemplar su grandeza, corría presurosa a besar las huellas de los dulces Cristos de la tierra. Un S. Francisco de Asís que decía: Si yo viera venir por un camino a un ángel y a un sacerdote, correría decidido al sacerdote para besarle las manos, mientras diría al ángel: espera, porque estas manos tocan al Hijo de Dios y tienen un poder como ningún humano.

Comenzó Jesús exagerando la grandeza del sacerdocio, cuando en la Última Cena se postró ante ellos, ante los pies de los futuros sacerdotes y les dijo:“de ahora en adelante ya no os llamaré siervos, sino amigos, porque un siervo no sabe lo que hace su señor, a vosotros os llamaré amigos, porque todo lo que me ha dicho mi Padre, os lo he dado a conocer...” Y desde entonces,  los sacerdotes, somos sus íntimos y confidentes. Por eso, nos confía  su cuerpo.

Cómo me gustaría que las madres cristianas cultivaran con fe y amor en su corazón la semilla de la vocación, para transplantarla luego al corazón de sus hijos, como cultiváis en vuestras eras  las semillas de tabaco o de pimiento, para luego transplantarlas a la tierra. Hacen falta madres sacerdotales, en estos tiempos de aridez religiosa y desierto espiritual en nuestras comunidades. Queridas madres, qué maravilla tener un hijo sacerdote, que todas las mañanas toca el misterio, trae a Cristo a la tierra, lo planta entre los hombres con todos los dones de la Salvación. Si tuvieras más fe, querida madre..., hacer a Dios de un trozo de pan y que fuera Navidad y Pascua para la almas que se acercan con amor... qué ayuda prestas a Dios y qué beneficio haces a la humanidad con un hijo sacerdote. Querida madre, ¿cuánto vale un alma? Cualquiera, no sólo la tuya o la mía sino hasta la del pecador más empedernido... vale una eternidad y tu hijo, sacerdote, puede salvarla con Cristo: “vete en paz, tus pecados están  perdonados; a vosotros no os llamo siervos sino amigos...” y tu hijo es amigo de Cristo para siempre y no siervo... y en cada Eucaristía, si está despierto en la fe, entra en el misterio de la Santísima Trinidad por el Espíritu, que da vida al Hijo, mediante una nueva encarnación sacramental en el pan, para gloria del Padre y tu hijo sacerdote se mete y dialoga con los Tres sobre su proyecto por el Hijo, sacerdote y víctima de Salvación eterna para el mundo y los hombres y todo se realiza con la Potencia del Amor Personal del Espíritu Santo porque para el sacerdote, en ese momento, el tiempo ya no existe, ha terminado y a veces vienen ganas hasta de morir para vivir plenamente lo que está celebrando. Qué pena, Señor, que falte fe en el mundo, en las madres, para hablar de estas realidades a sus hijos, para decirles que Tú nos amas hasta el extremo.

 Hermanos, sabéis de mi sinceridad, y desde ella os digo: mil veces nacido, mil veces sacerdote por amor, porque Él vale más que todo lo que existe,  Cristo, Hijo de Dios, hecho pan de Eucaristía, en el Jueves Santo.

SEGUNDA HOMILÍA DE JUEVES SANTO

QUERIDOS HERMANOS: Ninguna lengua de hombre ni de ángel podrá jamás alabar suficientemente el designio y el amor de Cristo, al instituir la sagrada Eucaristía. Nadie será capaz de explicar ni de comprender lo que ocurrió aquella tarde del Jueves Santo, lo que sigue aconteciendo cada vez que un sacerdote pronuncia las palabras de la consagración sobre un trozo de pan. Todos los esfuerzos del corazón humano son incapaces de penetrar ese núcleo velado, que cubre el misterio, y que sólo admite una palabra, la que la Iglesia ha introducido en el mismo corazón de la liturgia eucarística: «Mysterium fidei»:  «Este es el misterio de nuestra fe». Y la liturgia copta responde a esta afirmación: «Amén, es verdad, nosotros lo creemos».

Fray Antonio de Molina, monje de Miraflores, escribió hace tres siglos y medio esta página vibrante y llena de amor eucarístico: «Si se junta la caridad que han tenido los hombres desde el principio del mundo hasta ahora y tendrán los que hubiere hasta el fin de él, y los méritos de todos y las alabanzas que han dado a Dios, aunque entren en cuenta las pasiones y tormentos de todos los mártires y los ejercicios y virtudes de todos los santos, profetas, patriarcas, monjes... y finalmente, junta toda la virtud y perfección que ha habido y habrá de todos los santos hasta que se acabe el mundo... Todo esto junto no da a Dios tanta honra ni tan perfecta alabanza ni le agrada tanto como una sola Eucaristía, aunque sea dicha, por el más pobre sacerdote del mundo».

Queridos hermanos, el Jueves Santo fue la primera Eucaristía del primer sacerdote del Nuevo Testamento: Jesucristo. Pero si grande fue el misterio, grande fue también el marco. Otros años, en el Jueves Santo, atraído por la excelencia del misterio eucarístico, que es el centro y corazón de todo este día, no teníamos tiempo para contemplar el marco grandioso que encuadra aquella primera Eucaristía de Jesucristo. Hoy vamos a meditar sobre este marco y vamos a tratar de explicarlo con palabras luminosas, suaves y meditativas. Este año nos quedaremos en el prólogo del gran misterio.

Siguiendo el relato que San Juan nos hace en su evangelio, podemos captar los hechos y matices que acontecieron en aquella noche llena de amores y desamores, donde se cruzaron la traición de Judas al Señor por dinero, juntamente con la huida y el abandono de los once por  miedo y  los deseos de  salvación y entrega total por parte de Cristo, en un cruce de sentimientos y contrastes de caminos humanos y divinos, que es el Jueves Santo.

Nos dice San Juan:“Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que llegaba su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. “Sabiendo...” Jesús sabía lo que tenía que hacer, aquello para lo que se había ofrecido al Padre en el seno de la Trinidad:“Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad...”  los Apóstoles barruntaban también  algo especial aquella tarde; San Juan, como reclinó la cabeza sobre el corazón de Cristo, captó más profundamente este dramatismo. Hay dos formas principales de conocer las cosas para los humanos: por el corazón o por la razón. Si el objeto de conocimiento no es pura materia, no es puro cálculo, el corazón capta mejor el objeto, poniéndose en contacto de amor y sentimientos con él. La Eucaristía no es pura materia muerta o  pura verdad abstracta, quien se acerque a ella así, no la capta; aquí no es suficiente la fe seca y puramente teórica; la Eucaristía es una realidad en llamas, es Jesucristo vivo, vivo y resucitado, amando hasta el extremo, y hay que arder en amor y fe viva para captarla. La Eucaristía no es una cosa, es una persona amando con pasión,  es Jesucristo amando hasta donde nunca comprenderemos los hombres. Sin amor no es posible captarla, sentirla y vivirla; sin fe viva, no la experimentamos, y si no la experimentamos, no la comprendemos. Es puro rito y ceremonia. Sólo se comprende  si se vive. Por eso, aunque siempre es eficaz en sí misma, a unos no les dice nada y a otros, a los santos y vivientes, los llena de su amor, de su amor vivo y quemante. 

Queridos hermanos, no os acerquéis nunca al Cristo del Jueves Santo, al Cristo de todas las Eucaristías, no os acerquéis a ningún sagrario de la tierra, no comulguéis nunca sin hambre, sin ansias de amor o al menos sin deseos de ser inflamados; si no amáis o no queréis amar como Él, no captaréis nada. Por eso, Señor, qué vergüenza siento, Señor, por este corazón mío, tan sensible para otros amores humanos, para los afectos terrenos y tan duro insensible para Ti, para tu pan consagrado, para tu entrega total y eucarística, tan insensible para Ti; celebro y comulgo sin hambre, sin deseos de Ti, sin deseos de unión y amistad contigo. Pero Tú siempre nos perdonas  y sigues esperando, empezaré de nuevo, aquella primera Eucaristía tampoco fue plena, Judas te traicionó, los Apóstoles estaban distraídos; sólo Juan, porque amaba, porque sintió los latidos de tu corazón y se entregó y confió totalmente en Tí, comprendió tus palabras y tus gestos y nos los transmitió con hondura. 

Por eso, queridos hermanos, esta tarde, lo primero que hemos de pedirle a Jesús es su amor, que nos haga partícipes del amor que siente por nosotros y así podremos comprenderle y comprender sus gestos de entrega y donación,  porque el Cristo del Jueves Santo es amor, solo amor entregado y derramado en el pan que se entrega y  se reparte, en la sangre que se derrama por todos nosotros. Podríamos aplicarle aquellos versos del alma enamorada, que, buscando sus amores, que se concentran sólo en Cristo, lo deja todo y pasa todas las mortificaciones necesarias de la carne y los sentidos, todas las pruebas de fe y purificaciones de afectos y amor a sí mismo para llegar hasta Cristo: “Buscando mis amores iré por esos montes y riberas; ni cogeré las flores, ni temeré las fieras y pasaré los fuertes y fronteras”  (Cántico Espiritual, 3).

 Esto lo hizo realidad el Señor con su Encarnación, atravesó los límites del espacio y del tiempo para hacerse hombre y ahora continúa venciendo los nuevos límites, para hacerse presente a nosotros en cada Eucaristía, permaneciendo luego en cada sagrario de la tierra, en amistad y salvación permanentemente ofrecidas, pero sin imponerse. Ha vencido por amor a nosotros todas las barreras, los muros y dificultades.

Sigamos, hermanos, con este prólogo de San Juan a la Cena del Señor, porque «La institución de la Eucaristía, en efecto, anticipaba sacramentalmente los acontecimientos que tendrían lugar poco más tarde, a partir de la agonía en Getsemaní. Vemos a Jesús que sale del Cenáculo, baja con los discípulos, atraviesa el Cedrón y llega al Huerto de los Olivos. En aquel huerto quedan aún hoy algunos árboles de olivo muy antiguos. Tal vez fueron testigos de lo que ocurrió a su sombra aquella tarde, cuando Cristo en oración experimentó una angustia mortal y “su sudor  se hizo como gotas espesas de sangre que caían en tierra” (Lc 22,44). La sangre, que poco antes habia entregado a la Iglesia como bebida de salvación el el Sacramento eucarístico, “comenzó a ser derramada” »(Ecclesia de Eucharistia, 3).

 Jesús sabe que ha llegado su “hora”, es la Hora del Padre, esa Hora para la que ha venido, por la que se ha encarnado, que le ha llevado polvoriento y sudoroso en busca de almas por los caminos de Palestina y que ahora  le va a hacer pasar por la pasión y muerte para llevarle a la resurrección y a la vida. Cristo se ve, por otra parte, en plenitud de edad y fuerza apostólica, con cuerpo y sangre perfectos, en plenitud de vida y misión; por eso, “aunque sometido a una prueba terrible, no huye ante su “Hora”: “¿Qué voy a decir? ¡Padre, líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto! (Jn 12,27). Desea que los discípulos le acompañen y, sin embargo, debe experimentar la soledad y el abandono: “¿Con que no habéis podido velar una hora conmigo? Velad y orad par que no caigáis en tentación” (Mt 26, 40-41) (Ecclesia de Eucharistia 4a).

 La agonía en Getsemaní ha sido la introducción de la agonía de la Cruz del Viernes Santo: las palabras de Jesús en Getsemaní: “Padre, si es posible, pase de mí este cáliz...”  tienen el mismo sentido que las pronunciadas desde la cruz: “¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado? Y es que en Getsemaní ya siente dentro de sí toda esta pasión de oscuridad:  la divinidad le ha dejado solo, se ha alejado  de su humanidad, no la siente, ha empezado a dejarle solo con todo el peso de la salvación de los hombres por la muerte en cruz... es la noche de la fe de Cristo, más dolorosa y cruel que la cruz, que es dolor físico... pero estando acompañado, se lleva mejor; Cristo ve que va a ser inmolado como cordero llevado al matadero y Él quiere aceptar esa voluntad del Padre, quiere inmolarse, pero le cuesta.

En el primer Jueves Santo, proféticamente realizado, como actualmente recordado en cada Eucaristía, “en memoria mía”,  son dos las partes principales del sacrificio ofrecido por Cristo al Padre y representadas ahora en el pan y el vino: el sacrificio del alma en noche y sequedad total de luz y comprensión y el sacrificio de su cuerpo que será triturado como el racimo en el lagar. Y ante estos hechos, ¿cómo reaccionó Jesús? Nos lo dice S. Lucas: “Ardientemente he deseado comer esta cena pascual con vosotros antes de padecer” (Lc 22,15); “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo...” Para comprender al Cristo del Jueves Santo uno tiene que estar dispuesto a amar mucho, tiene que haber amado mucho alguna vez...“los amó hasta el extremo”, hasta donde el amor se agota y ya no existe más fuerza, tiempo o espacio, hasta la plenitud natural, psicológica y humana posible, hasta el último átomo y latido de su corazón, hasta donde su amor infinito encuentra el límite de lo posible en abandono sensible de su divinidad. En la hora trascendente de la muerte, de la sinceridad total y definitiva, Cristo se olvida de sí, sólo piensa en nosotros, pensó en ti, en mí y nos amó y nos ama y se entrega hasta el extremo.

Por eso, desde que existe el Jueves Santo, ningún hombre, ningún católico puede sentirse solo y abandonado, porque hay un Cristo que ya pasó por ahí y baja nuevamente en cada Eucaristía hasta ahí para ayudarte y sacarte de la soledad y sufrimiento en que tes encuentres. Si nos sentimos a veces solos o abandonados es que nuestra fe es débil, poca, porque desde cualquier Eucaristía y desde cualquier sagrario de la tierra Cristo me está diciendo que me ama hasta el extremo, que piensa en tí, que no estás abandonado, que ardientemente desea celebrar la pascua de la vida y de la amistad conmigo.

Queridos hermanos, el Amor existe, la Vida existe, la Felicidad existe, la podemos encontrar en cualquier sagrario de la tierra, en cualquier Eucaristía, en cualquier comunión eucarística. Esto debe provocar en nosotros sentimientos de compañía, amistad, gozo, de no sentirnos nunca solos, hay un Dios que nos ama. Cristo me explica en cada Eucaristía que me ama hasta el extremo, y todo este amor sigue en el pan consagrado. Pidamos a Dios virtudes teologales, solo las teologales, las que nos unen directamente con Él, luego vendrá todo lo demás. Es imposible creer y no sentirse amado hasta el extremo, es imposible amar a Cristo y no sentirse feliz, aun en medio de la hora del Padre que nos hace pasar a todos, si la aceptamos, por la pasión y la muerte del yo, de la carne y del pecado, para pasar a la vida nueva y resucitada de la gracia, de la caridad verdadera, de la generosidad, de la humildad y el silencio de las cosas, que nos vienen por la amistad con Él. Cristo es “ágape”, no  “eros”. Me busca para hacerme feliz y me quiere para llenarme, no para explotarme o para vaciarme, para hacerse feliz a costa de mí. 

Sigue San Juan: “Comenzada la cena, como el diablo hubiese puesto ya en el corazón de Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarle, sabiendo que el Padre había puesto en sus manos todas las cosas, y que había salido de Dios y a El volvía, se levantó de la mesa, se quitó los vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó, luego echó agua en una jofaina y comenzó a lavar los pies de los discípulos” (13,3-5).

“Comenzada la cena...” Cristo había comido y bebido muchas veces con otros durante su vida. Le acusaron de borracho y comilón. Pero la comida en torno a la mesa congrega también los corazones y unifica sentimientos, quita diferencias. Y esta cena era especial, porque, en primer lugar, recordaba la liberación del pueblo escogido. Estamos en la celebración de la pascua judía, dentro de la cual Cristo va a instaurar la nueva pascua cristiana, el definitivo paso de Dios junto a nosotros, el pacto de amor definitivo: “Yo seré vuestro único Dios y vosotros seréis mi pueblo”. Por eso, en esta Cena, hará gestos también definitivos.

Se levanta de la mesa, lo dice San Juan, y se dispone a lavar los pies de sus discípulos, trabajo propio de esclavos. Pedro lo rechaza, pero Jesús insiste,  para que nos demos cuenta todos sus discípulos de que a la Eucaristía hay que ir siempre con sentimientos de humildad y servicio a los hermanos, limpios de amor propio, para que sepamos que el amor verdadero a Dios pasa por el amor al hermano, como Cristo nos enseñó y practicó; se quitó el manto, para decirnos a todos sus discípulos que, para comprender la Eucaristía, hay que quitarse todos los ropajes de los conceptos y sentimientos puramente humanos, el abrigo de los afectos desordenados, de los instintos y de las pasiones humanas. Nos enseña a arrodillarnos unos ante otros y lavarnos los pies mutuamente, las ofensas, las suciedades de tanta envidia, que mancha nuestro corazón y nuestros labios de crítica que nos emponzoña y mancha el cuerpo y el alma, impidiendo a Cristo morar en Él. Cristo nos enseña, en definitiva, humildad: “Porque el hombre en su soberbia se hubiera perdido para siempre si Dios en su humildad no le hubiera encontrado”. Sólo ejercitándonos en amar y ser humildes, nos vamos capacitando  para comprender esa  lección de amor y humildad, que es la Eucaristía.

Y ahora, ya lavados, pueden comprender y celebrar el misterio: “Tomad y comed, esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros” Este pan que ahora os doy es mi propio cuerpo que ya se lo ofrezco al Padre y a vosotros, como hecho profético y anticipado que realizaré mañana cruentamente en la cruz; de él quiero que comais y os alimentéis hasta que se abran un día los graneros inacabables y eternos del cielo. No os dejo huérfanos, me voy de una forma para venir de otra, no os  doy tan solo mi recuerdo, mis palabras; os dejo en este pan toda mi persona entera, mi evangelio entero y completo, toda mi vida entera, hecha adoración obediencial al Padre hasta la muerte y amor redentor por vosotros. Estaré presente con vosotros con una presencia misteriosa pero real hasta el final de los siglos. Estos panes de miga blanca o morena sentirán el ardor del horno y fuego de mi corazón y con ellos quemaré y abrasaré a los que me coman y me amen y los transformaré en amor y ofrenda al Padre. Todas las mañanas y todas las tardes de todos los días de todos los siglos bajaré del cielo a la tierra para alimentaros y estar con vosotros.“el que me coma, vivirá por mí” nunca estará solo.

“Bebed todos de este cáliz, es mi sangre que será derramada por la salvación de todos...”. Mi sangre no ha caído todavía en la tierra mezclada con sudor de muerte bajo los olivos y no ha goteado todavía desde los clavos de Gólgota, pero ha sido ofrecida ya en esta hora del Jueves Santo, ya está hecho el sacrificio.

Ya os dije antes, queridos amigos, que, en el corazón de Cristo, esta Eucaristía del jueves es tan dolorosa como la del viernes. Por fin, después de una larga espera de siglos, la sangre, que sellaba el primer pacto de la Alianza en el Sinaí, va a ser sustituida por otra sangre de valor infinito. Cesará la figura, la imagen, ha llegado lo profetizado, el verdadero Cordero, que, por su sangre derramada en el sacrificio, quita el pecado del mundo; y, por voluntad de Cristo, esta carne  sacrificada a Dios por los hombres,  se  convierte también en  banquete de acción de gracias, que celebra y hace presente  la verdadera y definitiva Pascua, el sacrificio y el banquete de la Alianza y el pacto de perdón y de amor definitivos.

 La sangre que se verterá mañana en la colina del Gólgota es sangre verdadera, sangre limpia y ardiente que se mezclará con lágrimas también de sangre. Es el bautismo de sangre con que Cristo sabía que tenía que ser bautizado, para que todos tuviéramos vida. No fue suficiente el bautismo de Juan en el Jordán con brillante teofanía, era necesario este bautismo de sangre con ocultamiento total de la divinidad, prueba tremenda para Él y para sus mismos discípulos, obligados a creer que era el Salvador del mundo el que moría como un fracasado en la cruz. No fue suficiente el bautismo de salivazos y sangre brotada de los latigazos de los que le azotaron... era necesaria toda la sangre de los clavos y de la cruz para borrar el pecado del mundo...

Y terminada la cena pascual, Cristo, siguiendo el rito judío, se levanta para cantar el himno de la liturgia pascual, el gran Hallel: “El Eterno está a favor mío, no tengo miedo ¿qué me pueden hacer los hombres? Me habían rodeado como abejas. Yo no moriré, viviré...”.

La víctima está dispuesta. Salen hacia el monte de los Olivos. El Jueves Santo termina aquí. Pero Cristo había dejado ya el pan y el vino sobre la mesa, que guardaban en su hondón la realidad de la Nueva Pascua y de la Nueva Alianza, que Cristo se disponía a realizar cruentamente el Viernes Santo.

TERCERA HOMILÍA DE JUEVES SANTO

QUERIDOS HERMANOS: Para celebrar bien la fiesta que aquí nos congrega, la fiesta de la Cena del Señor, de la institución de la Eucaristía, del sacerdocio y del amor fraterno, es necesario mucho silencio interior y una luz especial del Espíritu Santo, que nos permita penetrar en las realidades misteriosas que Jesucristo, Hijo de Dios y hombre verdadero,  realizó en esta noche memorable.

Esta tarde estamos reunidos una comunidad de católicos, unidos por la misma fe y en la misma caridad, somos una comunidad viva en virtud de una animación vital, que nos llega del Señor, del mismo Cristo y que alimenta su Espíritu. Somos su Iglesia, su mismo cuerpo y lo sentimos. Esta Iglesia posee dentro de sí un secreto, un tesoro escondido, como un corazón interior, posee al mismo Jesucristo, su fundador, su maestro, su redentor. Y fijaos bien en lo que digo: lo posee presente. ¿Realmente presente? Sí. ¿En la presencia de la comunidad porque donde dos o tres reunidos en mi nombre allí estoy yo en medio de ellos? Sí. ¿Pero algo más? ¿En la presencia de su Palabra? Sí, ¿pero más, más todavía? ¿En la presencia de sus ministros, porque el Señor ha dado a los sacerdotes un poder propio personal casi intransferible? Sí, ciertamente. Pero, por encima de todas estas presencias, Jesús ha querido quedarse presente y vivo en una presencia que es toda ella adoración al Padre y amor a los hermanos, Jesús ha querido quedarse especialmente presente, todo entero y completo, en el pan y el vino consagrados, dándose y ofreciéndose en cada Eucaristía, en amor extremo al Padre y a los hombres, es decir, vivo y resucitado, con su pasión, muerte y resurrección,  con toda su vida, desde que nace hasta que sube al cielo.     

«Este pensamiento nos lleva a sentimientos de gran asombro y gratitud,» dice el Papa Juan Pablo II en su Encíclica Ecclesia de Eucharistia. El acontecimiento pascual y la Eucaristía que lo actualiza a los largo de los siglos tienen una <capacidad> verdaderamente enorme, en la que entra toda la historia como destinataria de la gracia de la redención. Este asombro ha de inundar siempre a la Iglesia, reunida en la celebración eucarística. Pero, de modo especial, debe acompañar al ministro de la Eucaristía. En efecto, es él quien, gracias a la facultad concedida por el sacramento del Orden sacerdotal, realiza la consagracion. Con la potestad que le viene del Cristo del Cenáculo, dice: “Esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros… Éste es el cáliz de mi sangre, que será derramada por vosotros”. El sacerdote  pronuncia estas palabras o, má bien, pone su boca y su voz a disposición de Aquél que las pronunció en el Cenáculo y quiso que fueran repetidas de generación en generación por todos los que en la Iglesia participan ministerialmente del su sacerdocio” (Ecclesia de Eucharistia, 5b).

En la Eucaristía está presente totalmente Cristo, Dios y hombre, toda su vida y existencia, toda su salvación, aunque no se vea con lo ojos de la carne, porque es una presencia sacramental, es decir, escondida, velada, pero a la vez revelada, identificable. Se trata de una presencia revestida de señales especiales, que no nos dejan ver su divina y humana figura, tal como estaba en Palestina o está ahora en el cielo, pero que nos aseguran con certeza mayor que la misma visión corporal, que Él, el Jesús del Evangelio y ahora el Cristo de la gloria, resucitado y vivo, está aquí, está aquí en la Eucaristía. Creer esto es un don de la fe, sentirlo y vivirlo es un don especial de Dios para los creyentes que lo buscan y están dispuestos a sacrificar, a vaciarse de sí mismo, del propio yo, para llenarse de Él, para realizar este encuentro vital con Él, porque la  vivencia existe y es una realidad, llena de gozo, que  anticipa el cielo en la tierra.

       «La Iglesia vive del Cristo eucarístico, de Él se alimenta y por Él es iluminada. La Eucaristía es misterio de fe y, la mismo tiempo, misterio de luz. Cada vez que la Iglesia la celebra, los fieles pueden revivir de algún modo la experiencia de los dos discípulos de Emaús: “Entonces se le abrieron los ojos y le reconocieron” (Lc 24,31)» (Ecclesia de Eucharistia 6).

Son multitud los que han experimentado estos gozos eucarísticos, almas fuertes, heroicas, ocultas, silenciosas que se lo juegan todo por Él, hambrientas de los divino. A las puertas de estas vivencias quedan los rutinarios, los idolatras de sí mismos y de sus glorias, los que no renunciaron al pecado totalmente, aunque celebren o coman la Eucaristía, pero no pueden comulgar con Él, tener sus mismos sentimientos y actitudes, porque están llenos de sí mismos y no tienen tiempo ni espacio para Él.  Faltan almas silenciosas que se lo quieran jugar todo a la baza del Señor, almas serias y eucarísticas, almas con la luz del Misterio sobre el rostro, adoradores del Absoluto en espíritu y en verdad, en este misterio lleno de vida y amor. ¡Por qué tan flacas y sin vida tantas almas, tantas parroquias, tantos bautizados, tantos catequistas, apóstoles, tantos pastores!

Queridos hermanos, grande es el misterio de nuestra fe, aclamamos a la Eucaristía en la liturgia. Pero si el misterio es grande, grande correlativamente es el poder de los sacerdotes instituidos por el Señor en esta noche santa para perpetuar la Eucaristía, que contiene la humanidad y divinidad de Jesucristo. Es un misterio, pero todo él está lleno de vida y verdad. Y es precisamente esta verdad milagrosa, poseída por la Iglesia Católica y guardada con conciencia celosa y silenciosa, la que nosotros celebramos hoy y con todas nuestras fuerzas deseamos manifestar y publicar, hacer ver y comprender, exaltar y adorar. Para llegar a este misterio, el camino es la oración y la fe.

La fe que acepta lo que no ve ni comprende, fe, en el primer paso, heredada, que habrá que ir haciendo cada día más personal por la oración y la contemplación, fe seca y árida al principio, pero que barrunta con la confianza puesta en la palabra de Cristo: “Esto es mi cuerpo, esta es mi sangre”; luego, en la oración y con el evangelio en la mano y mirando todos los días al sagrario, vamos aprendiendo poco a poco, en la medida en que nos convertimos y nos vaciamos de nosotros mismos para llenarnos de Él, todas las lecciones que encierra para nosotros, vamos comulgando con sus mismos sentimientos y actitudes hasta convertirse en vivencias tan suyas y tan nuestras, que ya no podemos vivir sin ellas, que ya no sabemos distinguirlas, saber si son suyas o nuestras, porque son nuestra misma vida, vida de nuestra vida, porque a esta alturas podemos decir, como Pablo: “para mí la vida es Cristo”.

Desde la Eucaristía,  Cristo nos enseña primeramente su amor. Fijaos bien en que Jesús se presenta en este misterio, no como Él es, sino como quiere que nosotros lo veamos y consideremos, como quiere que nosotros nos acerquemos a Él. Él se nos presenta bajo el aspecto de señales especiales y expresivas, pan y vino, que son para ser comidos y asimilados. La intención de su amor es darse, entregarse, comunicarse a todos. El pan y el vino sobre nuestras mesas no sirven sino para ser consumidos, no tienen otro sentido. Este fue el sentido de su Encarnación. «Nobis natus, nobis datus…» Nacido para nosotros, se nos dio en comida. Este amor de entrega fue la motivación de toda su vida. Y la Eucaristía es el resumen de toda su existencia. “Habiendo amado a los suyos...los amó hasta el extremo...”. Cuando mire y contemple y comulgue la Eucaristía, puedo decir: Ahí está Jesús amando, ofrecido en amistad a todos, deseando ser comido, visitado. Sí, para eso está Jesús ahí. Para esto ha multiplicado su presencia sacramental en cada uno de los sagrarios de la tierra, desde los de las chozas africanas hasta los de la Catedrales románicas, góticas, barrrocas... etc. Bueno sería en este momento examinar mi respuesta a tanto amor, cuánto y cómo es mi amor a Cristo Eucaristía, cómo son mis Eucaristías y comuniones, mis visitas al sagrario, mi oración eucarística.

Otro aspecto del amor eucarístico es la unidad de los creyentes: “los que comemos un mismo pan, formamos un mismo cuerpo...”, nos dirá San Pablo. Por eso, Cristo Jesús,  en esta noche, en que instituyó la Eucaristía, lavó los pies de sus discípulos y nos dio el mandamiento nuevo:“Amaos lo unos a los otros, como yo os he amado”. San Juan no trae la institución de la Eucaristía en su evangelio, en cambio sí narra el lavatorio y el mandamiento nuevo, que, para algunos biblistas, son los frutos y efectos de la Eucaristía, contiene la institución misma. El lavarse los pies unos a otros, el perdonarnos los pecados que nos separan y nos dividen, es efecto directo de toda Eucaristía, supone haberla celebrado bien o disponerse y querer celebrarla como Cristo lo hizo, quiso y quiere siempre.  Por eso, al Jueves Santo, como al Corpus Christi, unimos espontáneamente la colecta de caridad, pero sin perder el orden, primero la Eucaristía, y desde ahí, si está bien celebrada, como Cristo quiere, nace la caridad. Pero no sólo de dinero, hay otras muchas formas de caridad, más importantes y heroicas, que no pueden ser ejercidas con dinero, sino que necesitan la misma fuerza de Cristo para perdonar a los que nos han calumniado, dañado en los hijos o en la familia, nos odian o hablan mal de los hermanos. Lo que no comprendo es cómo seguir odiando y a la vez comulgar con el Cristo que nos dijo: “amaos los unos a los otros como yo os he amado”. Para amar como Cristo nos manda e hizo en la Eucaristía no basta la caridad del dinero. Y, como ya hemos repetido varias veces, Jesús instituyó la Eucaristía en una cena pascual, queriendo expresar y realizar por ella el pacto con Dios y  la unión de  todos los comensales. Y este sentimiento, esta unión, este amor fraterno, en la intención de Jesús, es esencial para poder celebrar su cena eucarística.

 “Nosotros formamos un solo cuerpo, todos nosotros los que comemos un mismo pan”. Con esta verdad teológica San Pablo nos quiere decir: de la misma forma que los granos de trigo dispersos por el campo, triturados forman un mismo pan, así la diversidad de creyentes, esparcidos por el mundo, si amamos como Cristo, formamos su cuerpo. Es lógico que no debamos comer el mismo pan y en la misma mesa eucarística,  si no hay en nosotros una actitud de acogida y de amor y de perdón a todos los comensales de aquí y del mundo entero. Es necesario exclamar con San Agustín: «Oh sacramento de bondad, oh signo de unidad, oh vínculo de caridad». Es este otro momento para pararnos y examinar nuestras Eucaristías: quien no perdone, quien no tenga estos deseos de amor fraterno, quien no rompa dentro de sí envidias y celotipias, no puede entrar en comunión con Cristo. Cristo viene y me alimenta de estas actitudes suyas, que a nosotros nos cuestan tanto y que Él quiere en todos sus seguidores. Solo Él puede perdonar, amar a fondo perdido... Quiero, Señor, tener estos mismos entimientos tuyos, al participar de la Eucaristía, al comer tu cuerpo con mis hermanos, quiero amar más, pensar bien, hablar bien y hacer bien a todos, para eso vienes a mí, ya no soy yo, es Cristo quien quiere vivir en mí por la comunión para vivir su vida en mí, para que yo viva su misma vida.

Queridos hermanos, estamos viendo cómo estos signos utilizados por Cristo en la cena, se convierten en irradiación permanente de amor, en signos de amor universal sin límites de tiempo ni de espacio. Debemos examinarnos sobre nuestras ctitudes y disposiciones al celebrar o participar en la Eucaristía      Pero avancemos un poco más en el significado de los signos del pan y del vino. La intención de Jesús es clarísima; antes de nada, dijo: “Tomad y comed... Tomad y bebed...”.  Todo alimento entra dentro de aquel que lo come y forma la unidad de su existir. La primera comunión fue el primer día que Jesús formó esta unidad, o mejor, nosotros formamos esta unidad de vida con Jesús y qué fuerte fue en algunos de nosotros, que no lo hemos olvidado nunca y todavía recordamos con frescura y emoción lo que Jesús nos dijo y nosotros dijimos a Jesús.

En la intención de Jesús lo primero es que comiésemos su cuerpo:“Tomad y comed”, para entrar en comunión con cada uno de nosotros. Y ésta es también la intencionalidad de Jesús en el signo elegido, el pan, que es para ser comido. Pregunto ahora: ¿Se podía amar más, realizar más, expresar más el amor? Solo una mente divina pudo imaginar tales cosas y hacerlas con la perfección que las hizo. Y todo esto porque quiere ser para cada uno de nosotros lo que el alimento es para nuestro cuerpo. Quiere ser principio de vida, pero de vida nueva, de vida de gracia, no del hombre viejo, del hombre de pecado de antes. Ya lo había dicho: “Quien me coma, vivirá por mí”.

Queridos hermanos: esta intencionalidad de Cristo suscita en nosotros otros sentimientos: Oh cristianos, tenéis junto a vosotros la vida, el agua viva, no muráis de hambre, de tristeza, comulgad, comulgad bien, comulgad todos los días y sabréis lo que es vida y felicidad, comulgad como Cristo desea y quiere ser comido, con sus sentimientos de amor y de ofrenda, y encontraréis descanso y refrigerio en la lucha, compañía en la soledad, sentido de vuestro ser y existir en el mundo y en la eternidad.

Aprendamos hoy y para siempre todas estas lecciones que Jesús nos da en y desde la Eucaristía. El sacramento eucarístico no sólo es un denso misterio y compendio de verdades, es, sobre todo, un testimonio, un ejemplo, un mandamiento, una vida, todo el evangelio, Cristo entero y completo, vivo y ofrecido en ofrenda salvadora al Padre y en amistad y salvación permanentes a todos los hombres.

Es justo que hoy, Jueves Santo, celebremos este amor de Cristo, que lo adoremos y lo comulguemos. Es justo también que celebremos en este día nuestro amor a Jesucristo, que realizó este misterio de amor; que celebremos también nuestro amor al Padre, que lo programó y al Espíritu Santo, que lo llevó a término con su potencia de Amor y ahora, invocado en la consagración, lo hace presente transformando  el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo. Es justo que hoy celebremos y nos comprometamos a amarnos los unos a los otros como Cristo hizo y lo desea y nos lo pide en cada Eucaristía.

 Hoy es la fiesta del Amor del Dios infinito, Trino y Uno, en Cristo, a los hombres: Señor, aquí nos tienes dispuestos a amarte. 

CUARTA HOMILÍA DE JUEVES SANTO

Queridos hermanos: El Jueves Santo encierra muchos y maravillosos misterios. Pero, entre todos, el más grande es la Eucaristía. “El Señor Jesús, la noche en que fue entregado” 1Cor 11, 23), instituyó el Sacrificio Eucarístico de su cuerpo y de su sangre. Las palabras del apóstol Pablo nos llevan a las circunstancias dramáticas en que nació la Eucaristía. En ella está insicrito de forma indeleble el acontecimiento de la pasión y muerte del Señor. No sólo lo evoca sino que lo hace sacramentalmente presente. Es el sacrificio de la Cruz que se perpetúa por los siglos… (la salvación) no queda relegada al pasado, pues «todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos…» (Ecclesia de Eucharistia 11ª).

Es tan in impresionante este misterio, que la misma liturgia, extasiada en cada  Eucaristía ante la grandeza de lo que realiza, nada más terminar la consagración, por medio del sacerdote, nos invita a venerar lo que  acaba de realizarse sobre nuestros altares, diciendo: «¡Grande es el misterio de nuestra fe!» Y el pueblo, admirado por su grandeza, exclama:  «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús».

Tengo que confesar, sin embargo, que la liturgia copta supera en esta aclamación a la liturgia romana y me impresiona su respuesta extasiada ante el misterio eucarístico, que  acaba de realizarse: «Amén, creo, hasta expirar mi último aliento confesaré que esto es el Cuerpo dador de vida de tu Unigénito Hijo, de nuestro Señor y Dios, de nuestro Salvador Jesucristo. El cuerpo que recibió de la Virgen María, Señora y Reina nuestra, la Madre purísima de Dios. A su divinidad unió Dios ese cuerpo, sin mezcla, fusión o cambio. Creo que su divinidad no ha estado separada ni por un momento de su humanidad. El es quien se dio por nosotros, en perdón de los pecados, para traernos la vida y salvación eternas. Creo, creo, creo que todas estas cosas son así».

Todavía lo recuerdo con emoción y fue hace años, en una  Eucaristía, celebrada en la cripta de los Papas en la Basílica de San Pedro en Roma, cuando pude escucharlo por vez primera; quedé admirado de sus bailes y cantos ante el Señor.

Y la verdad es, queridos hermanos, que para el hombre creyente, no son posibles otras palabras ante el misterio realizado por el amor extremo de Cristo en la noche suprema. La Iglesia, que en los Apóstoles recibió el tesoro y las palabras de Cristo, no recibió, no pudo recibir explicación plena del mismo, porque la palabra siempre será pobre para expresar el inabarcable amor divino. Heredó de Cristo gestos y palabras: “Haced esto en memoria mía”, y ella, fiel a su Señor, por la liturgia, realiza con fe inconmovible lo mandado.

       «Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, memorial de la muerte y resurrección de su Señor, se hace realmente presente este acontecimiento central de salvación y  se realiza la obra de nuestra salvación» (LG 3). «Este sacrificio es tan decisivo para la salvación del género humano, que Jesucristo lo ha realizado y ha vuelto al Padre sólo después de habernos dejado el medio para participar de él, como si hubíeramos estado presentes. Así todo fiel puede tomar parte en él, obteniendo frutos inagotablemente. Ésta es la fe, de la que han vivido a lo largo de los siglos las generaciones cristianas. Ésta es la fe que el Magisterio de la Iglesia ha reiterado continuamente con gozosa gratitud por tan inestimable don. Deseo, una vez más, llamar la atención sobre esta verdad, poniéndome con vosotros, mis queridos hermanos y hermanas, en adoración delante de este Misterio: Misterio grande, Misterio de misericordia. ¿Qué más podía hacer Jesús por nosotros? Verdaderamente, en la Eucaristía nos muestra un amor que llega “hasta el extremo” (Jn 13,1), un amor que no conoce medida” (Ecclesia de Eucharistia 11b).

El apóstol Juan, que en la Última Cena ocupó el lugar inmediato a Jesús, quedó marcado profundamente por la experiencia de esta hora. Lo que vivió en aquellos momentos, lo expresó en estas palabras, que tantas veces hemos repetido:“Jesús, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. Por lo tanto, para Juan y para todos nosotros, la Eucaristía es amor extremo de Jesús a su Padre y a los hombres. Durante dos mil años, los hombres han luchado, han reflexionado, han rezado para desentrañar el sentido de este misterio. Y no hay más explicación que la de Juan: “Dios es amor... en esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que El nos amó y envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados” (1Jn 4,10). Jesucristo es Amor extremo de Dios a los hombres. Por eso no dudo en expresar mi temor al tratar de explicar el contenido de lo que Cristo realizó aquella noche cargada de misterios. Lo que Jesús hizo transciende lo humano, todo este tiempo y espacio. Solo la fe y el amor pueden tocar y sentir este misterio, pero no explicarlo.

Para acercarse a la Eucaristía, como ella es todo el misterio de Dios en relación al hombre, toda la salvación, todo el evangelio, hay que creer no solo en ella, sino en todas las verdades que la preparan y preceden: hay que creer en el amor eterno y gratuito de la Santísima Trinidad, que me crea sin necesitar nada absolutamente del hombre, sino solo para hacerle compartir eternamente su misma dicha: “en esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que El  nos amó…”  y la lógica de sentido añade: nos amó primero, cuando nos existíamos; si existo es que Dios me ama y me ha llamado a compartir una eternidad de gozo con Él; si existo,  es porque Él viéndome en su inteligencia infinita me amó, y con un beso de amor me dio la existencia y me prefirió a millones y millones de seres que no existirán nunca.

En segundo lugar hay que creer que, perdido este primer proyecto de amor sobre el hombre, por el pecado de Adán, Dios no sabe vivir sin él y sale en su busca por medio de Hijo; es la segunda parte del texto antes citado: “y entregó a su Hijo como propiciación de nuestros pecados” (1Jn 4,9-10); “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad...” (Hbr 10,5) ).  “Este aspecto de caridad universal sacrificial del Sacramento eucarístico se funda en las palabras mismas del Salvador. Al instituirlo, no se limitó a decir «este es mi cuerpo», «Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre», sino que añadió «entregado por vosotros… derramada por vosotros» (Lc 22,19-20). No afirmó solamente que lo que les daba de comer y beber era su cuerpo y su sangre, sino que manifestó su valor sacrificial, haciendo presente de modo sacramental su sacrificio, que cumpliría después en la cruz algunas horas más tarde, para la salvacion de todos” (Ecclesia de Eucharistia 12ª).

Cristo es la manifestación del amor extremo e invisible de un Dios-Trinidad, Amor infinito que me ha llamado a compartir con Él su eternidad trinitaria de gozo y felicidad; hay que creer que Cristo me revela y me manifiesta este amor desde la Encarnación hasta la Ascensión a los cielos, para seguir adorando la voluntad del Padre y salvando a los hombres; hay que creer que la Eucaristía  es el compendio y el resumen de toda esta historia de amor y salvación que se hace presente en cada Eucaristía, en un trozo de pan; hay que creer sencillamente que Dios es Amor, su esencia es amar y si dejara de amar dejaría de existir, por eso no tiene más remedio que amarme y perdonarme, porque eso le hace ser feliz. Y ahora pregunto: ¿por qué me ama tanto, por qué me ama así? ¿qué le puedo dar yo a Dios que Él no

tenga?  “Señor yo creo, pero aumenta mi fe”.

La Eucaristíaes amor extremo de Dios Trinidad por su criatura, algo inexplicable, incomprensible para la mente humana, pero realizado por su Hijo para salvación de todos, por obra del Espíritu Santo, para cumplir el proyecto del Padre, para alabanza de gloria de los Tres y gozo de los hombres, de aquellos que creen en Él y viven enamoradas de su presencia eucarística.

Los hechos, que ocurrieron aquella noche, todos los sabemos, porque hemos meditado en ellos muchas veces,  especialmente en estos días de la Semana Santa. Después de la cena pascual judía, Cristo ha tomado un poco de pan y ha dicho las palabras: “Tomad y comed, este es mi cuerpo que se entrega por vosotros”; “Tomad y bebed, esta mi sangre que se derrama por la salvación de muchos...” Y a seguidas, ha instituido el sacerdocio con el mandato de seguir celebrando estos misterios. “Haced esto en conmemoración mía”. Este Jueves Santo vamos a reflexionar un poco sobre estas palabras de Jesús  profundizando más en su contenido: “Haced esto en conmemoración mía”.

Lo primero que quiero explicar esta tarde es que la Eucaristía es memorial, no mero recuerdo de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Recordar es traer a la memoria un hecho que no se hace presente y por eso lo evocamos mediante el recuerdo: por ejemplo, todos los años celebramos los cumpleaños, pero no hacemos presente el hecho de nuestro  nacimiento. Cuando digo memorial, sin embargo, quiero expresar más que esto; no es simple recuerdo sino que, al recordar, se hace presente el hecho mencionado.

Por eso, al afirmar que la Eucaristía es el memorial de la muerte y resurrección de Cristo, afirmo y creo que en cada Eucaristía se hacen  presentes, se presencializan estos hechos salvadores de la vida de Cristo, su pasión, muerte y resurrección; es más, se hace presente toda la vida de Cristo, desde su nacimiento hasta su Ascensión a los cielos. El recuerdo no hace presente el hecho y menos tal y como aconteció. El memorial sí lo hace presente, superando las dimensiones del espacio y del tiempo, hace presente a las personas y sus sentimientos; en la consagración, es como si con unas tijeras divinas se cortase toda la vida de Cristo, desde que se ofreció al Padre hasta que subió a los cielos, y se hicieran presentes sobre el altar, con las mismas palabras y gestos,  los mismos sentimientos y actitudes que tuvo Cristo.

Cuando afirmo que la Eucaristía es un memorial, afirmo que la Eucaristía hace presente a Jesús y todo lo que Él hizo y vivió y padeció y sintió. Por ella y en ella está tan real y verdaderamente presente Jesús, como lo estuvo en aquella Noche santa; en cada Eucaristía está en medio de nosotros, como lo estuvo en Palestina y ahora en el cielo. No es que vuelva a sufrir y a derramar sangre ni a repetir aquellos mismos gestos y palabras, sino que todo aquello cortado por la tijeras divinas se hace presente en cada Eucaristía, la diga el Papa o cualquier sacerdote, siempre el mismo hecho, las mismas actitudes, los mismos y únicos sentimientos, porque no hay más Eucaristía que una, la de Cristo, la que celebré aquella Noche santa y que los sacerdotes hacemos presente en cada Eucaristía, por el mandato de Cristo: “Haced esto en conmemoración mía”.

Hoy, Jueves Santo, recordamos los hechos y dichos de Jesús, que en la Eucaristía de hoy y de siempre los presencializamos. Los hacemos presentes, recordando, como en la Última Cena los hizo presentes, anticipándolos, “profetizándolos”. En cada Eucaristía me encuentro con el mismo Cristo, con el mismo amor, la misma entrega, el mismo deseo de amistad... no hay otro ni otras actitudes, ni se repiten, son la mismas y únicas del Jueves Santo y de toda su vida, única e irrepetible, que se presencializan, se hacen presentes, como aquella vez, en cada Eucaristía. Bastaría esto para quedarme en contemplación amorosa después de cada consagración, después de cada Eucaristía, hoy y todos los días.

 La Eucaristía necesita para ser comprendida ojos llenos de fe y amor, no sólo de teología seca y árida o de liturgia de meros ritos externos, que no llegan hasta el hondón del  misterio. Qué poco y qué

superficialmente se contempla, se adora, se medita, se comulga, se penetra en la Eucaristía. “Cuantas veces comáis este pan y bebáis de esta copa, anunciáis la muerte del Señor hasta que vuelva”. Es decir, cada vez que comulgamos, entramos en comunión con el acto único que selló la nueva Alianza, nos quiere decir San Pablo. Veneremos y adoremos este amor de Cristo presente entre nosotros no como puro recuerdo sino como aquella y única vez en que realizó estos misterios preñados de ternura y salvación para el hombre.

“¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré el cáliz de la salvación, invocando su nombre”. Este salmo nos indica cuáles deben ser nuestras disposiciones y nuestra respuesta admirativa ante este misterio. Alabar y bendecir, <benedicere>, decir cosas bellas al Señor, por tanta pasión de amor y entrega en favor nuestro.

 En primer lugar, la Eucaristía, ofrecida por Cristo al Padre en cumplimiento de su voluntad, es el sacrificio de adoración y alabanza a la Santísima Trinidad, porque en ella Cristo le entrega en obediencia lo que más vale, su vida, y hace así el acto de adoración máximo que se puede hacer. Por eso, la Eucaristía es el “sacrificium vital”, el sacrificio por excelencia. Cada vez que la celebramos, damos al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo el mayor culto y veneración posible en la Iglesia, superior a todos los demás juntos. Y por eso también, la vida y el ministerio y las ocupaciones y la profesión de cada uno de nosotros, seglares y sacerdotes, deben estar  preñadas de esta alabanza y adoración de Cristo a Dios Trino y Uno, uniéndonos a Él en una sola ofrenda,  transformándonos todos en el mismo “sacrificium crucis”, que se convierte en el sacrificio de la adoración perfecta a Dios. De aquí sacan sus deseos de victimación y alabanza y de adoración las almas eucarísticas, de aquí los santos sacerdotes, las santas y santos religiosos, madres y padres cristianos, todos los buenos cristianos que han existido y existirán, ofrecen sacrificialmente su vida con Cristo al Padre.

El memorial de la muerte y resurrección de Cristo sigue siendo, por ese amor de Cristo, obedeciendo en adoración al Padre hasta el extremo, la fuente de remisión de deudas y pecados. La Eucaristía es la fuente del perdón, tiene más poder y valor que la confesión, porque de aquí le viene a este sacramento toda su capacidad de perdonar: de la muerte y resurrección de Cristo. Este paso pascual de la muerte a la vida en ningún sacramento tiene su plenitud como en la santa Eucaristía. Aquí vuelve Dios a darnos la mano, a renovar el pacto y la amistad, la alianza que habíamos roto por nuestros pecados. No hay pecado que no pueda ser perdonado por la fuerza de la Eucaristía, aunque el canal de esta gracia la Iglesia lo administre también por el sacramento de la Penitencia.

Y como Cristo es el Amado del Padre, el Hijo predilecto, cuando queramos pedir y suplicar al Padre, por vivos y difuntos alguna gracia de cuerpo y alma, ningún mérito mayor, ninguna fuerza convincente mayor, nada mejor que ponerle al Padre, delante de nuestras peticines, al Hijo amado, por el cual nos concede todo lo que le pidamos. Que no lo olvidemos y demos esta alabanza y gozo a la Santísima Trinidad por la Eucaristía, Memorial de la Pascua de Cristo.

QUINTA HOMILÍA DE JUEVES SANTO

QUERIDOS HERMANOS: Hoy es Jueves Santo y el Jueves Santo es anochecer de amores, de redenciones, de traiciones. Anochecer de amores de Cristo a su Padre y a todos los hombres, amando hasta los límites de sus fuerzas y del tiempo: es  anochecer de la institución de la Eucaristía y del Sacerdocio y del Mandato Nuevo. Es anochecer de la redención y salvación del mundo: anochecer de la Nueva Pascua y la Nueva Alianza.  Dios de rodillas ante sus discípulos y ante el mundo, para limpiar toda suciedad y pecados: anochecer del mandato nuevo. Anochecer de traiciones de Judas y de todos, de venta por dinero, anochecer  de un Dios que quiere servir al hombre y de unos hombres que quieren servirse de Dios. Por eso, el Jueves Santo es Amor, redención, entrega, traición y perdones, pero por encima de todo, el Jueves Santo es Eucaristía, mesa grande sin aristas, redonda, donde se juntan todos los comensales, en torno al pan que unifica, alimenta y congrega, donde las diferencias se difuminan y el amor se agranda y comparte.

El hombre se mide por la grandeza y la profundidad de su amor y hoy es día de proclamar a Jesucristo como culmen y modelo de todo amor, amor que se hizo visible en aquel que se arrodilla ante sus íntimos, como si fuera su esclavo, aún del traidor; amor que se entrega y se da por nosotros en comida y en cruz; amor que desea la eternidad de todos los hombres con la entrega de su vida, porque, en definitiva, esto es la eucaristía. Hoy sólo quiero deciros que Él existe, que Él es Verdad, que Él es Amor, que Él es sacrificio de salvación, que está aquí en el pan y en el vino consagrado. Y dicho esto, no quisiera añadir nada más para no distraeros de este misterio, para no ocultar con mi palabra  tanta verdad.

¡Parroquia de San Pedro, tú a los pies de Cristo, arrodíllate, aprende de Él a perdonar, a entregarte, a servir! ¡Parroquia de San Pedro, ponte de rodillas ante este misterio y pide fe y amor para adorarlo! ¡Parroquia de San Pedro, toda entera, por la Eucaristía, consúmete como la lámpara de aceite mirando y contemplando a tu Señor, alumbra e indica con tu fe esta incomprensible presencia del Amado y del Amor, mira y clava tus ojos en el pan consagrado hasta que lo transparenten y vean al Hijo Amado en canto de amor por el hombre, ansiado el  encuentro definitivo con Él sin mediaciones de ningún tipo!      ¿Por qué pues has llagado este corazón/ no le sanaste, /y, pues me lo has robado,/ por qué así lo dejaste, /y no tomas el robo que robaste? /Descubre tu presencia/ y máteme tu rostro y hermosura,/ mira que la dolencia de amor/que no se cura,/ sino con la presencia y la figura…” (San Juan de la Cruz)

La iglesia parroquial es hoy un cenáculo donde Cristo va a hacer presente la cena pascual. El párroco presta su humanidad a Cristo y es presencia sacramental del  Señor. Hay una numerosa concurrencia de invitados: hombres, mujeres y niños, la comunidad de sus íntimos en el siglo XXI. Estamos todos reunidos, la mesa preparada y“Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la mesa, se quita el manto y tomando una toalla se la ciñe; luego echa agua en una jofaina y se pone a lavar los pies a los discípulos secándoselos con la toalla que se había ceñido”.

 Hermanos, este es el gran ejemplo de humildad, de servicio, de caridad que Cristo nos da. Para San Juan esto supone la Eucaristía, es continuación de la Eucaristía, es efecto de la Eucaristía. Por amor es capaz de arrodillarse, de lavar los pies de sus criaturas, es decir, de echar sobre sí la suciedad de todos mis pecados y llevarlos a la cruz, para lavarlos con su sangre, en el fuego de un holocausto perfecto.

Después del lavatorio, entra en escena Judas. Jesús se sienta a la mesa y mientras comían, dijo: “Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar”. Ellos, consternados, se pusieron a preguntarse unos a otros:“¿soy yo acaso, Maestro? Entonces preguntó Judas el que lo iba a entregar:”¡Soy yo acaso, Maestro? El respondió: Así es”.

Jesús ha ido consciente al suplicio, ha sabido quién lo entregaba:“Mi amigo me traicionará con un beso”; “El que meta la mano conmigo en el plato, me entregará en manos de los pecadores”. Terrible traición la de Judas, pero con ella Jesús iba a redimir también nuestras traiciones y cobardías y los de toda la humanidad. Ante esta traición, es lógico que el corazón de toda la asamblea aquí reunida tiemble esta tarde. Porque todos hemos pecado y todos nuestros pecados han sido traiciones a su amor y causa de su entrega sacrificial. 

“Era de noche”,dice San Juan. La noche es signo de pecado, de dolor y de muerte, de traiciones, noche oscura del inescrutable  misterio de Dios, que redime el pecado del mundo con la sangre y la muerte del Hijo. No hubo compasión para Él. En Getsemaní implorará la ayuda del Padre:“Padre, si es posible, pase de mí este cáliz”,  pero el Padre está tan pendiente de la salvación de los hombres, desea tanto, tanto, que nosotros seamos de nuevo hijos suyos, que se olvida del Hijo por los nuevos hijos que va a conseguir. Ante esto, como ante toda acción misteriosa de Dios, sólo cabe la aceptación y la adoración de sus designios de amor incomprensibles para el hombre. Horror del pecado de Judas, horror de nuestros propios pecados.

 “Hijo de Dios, reza la liturgia griega, Tú me admites como comensal en tu maravillosa Cena. Yo no entregaré tu misterio a tus enemigos. Yo no te daré un beso como Judas, sino que, como el buen ladrón, me arrepiento y te digo: acuérdate de mí, Señor, en tu reino”.

Pero en esta noche, no celebramos tan solo el día en que Jesús fue entregado, sino principalmente el día, en el que nuestro Señor se entregó a nosotros y por nosotros:“El Señor Jesús, en la noche en que iba a ser entregado, tomó pan, lo bendijo y lo entregó a sus discípulos, diciendo”: “Tomad y comed todos de él, esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros, haced esto en memoria mía...”.  Entregar quiere decir que yo doy del todo una cosa, soltándola de mis manos para que pase a otra persona. Si yo entrego así una cosa, ya no tengo ningún derecho, ningún poder sobre ella. Derecho y poder pasan a su nuevo dueño y depositario. Esto lleva consigo el riesgo de que el nuevo depositario no sepa valorar y guardar esta entrega. 

Todo esto vale para todo lo humano pero especialmente para este tesoro de la Eucaristía, misterio de amor para almas en fe y en adoración, que no siempre sabemos valorar y guardar con la fidelidad y el amor merecidos todo el pueblo cristiano, especialmente los sacerdotes, que hemos recibido directamente del Señor este don infinito; ¡qué generosidad, qué confianza ha depositado Cristo en nosotros, en mí, sacerdote! No quiero defraudarle. Él se me ha entregado todo entero en este don sin reservas y la verdad es que no quiero defraudarle. Él ha hecho ya todo lo que tenía que hacer. Ya no tiene ningún dominio sobre este tesoro. Él solo tiene que obedecerme, hacer y recibir lo que yo haga... Es Jesucristo, es el Hijo de Dios, el Padre me lo ha confiado y tengo que dar un día cuenta de ello. Jesucristo Eucaristía, Tú lo has dado todo por mí, con amor extremo, hasta dar la vida; también yo quiero darlo todo por Tí, porque para mí Tú lo eres todo, yo quiero que lo seas todo. ¡Jesucristo Eucaristía, yo creo en Ti! ¡Jesucristo Eucaristía, yo confío en Ti! ¡ Jesucristo Eucaristía, Tú eres el Hijo de Dios, Tú los puedes todo!

Hermanos todos, parroquia y sacerdote de San Pedro, vosotros habéis recibido esta presencia corporal de Dios, cómo la cuidas, cómo la veneras, cómo lo agradeces. Aquí está el fundamento y la base y la fuente de todo apostolado, de toda vida cristiana, de la vitalidad de grupos, de todas las instituciones cristianas, de todas la catequesis, de toda la vida parroquial.  

Qué pensar de tantos cristianos hermanos que no pisan la iglesia, que no valoran el tesoro que encierra, cómo llamarlos católicos, cómo decir que creen y aman a Jesucristo, teniendo por insípida la comida del Señor. Pobre sacerdote, cómo no llorar tanto abandono de la Eucaristía, de las Eucaristías, de las comuniones, del sagrario; cómo no sufrir si verdaderamente tú crees en este misterio, que aquí está la fuente de gracia y salvación de toda la parroquia, que se te ha confiado. Si no te duelen estas ausencias y abandonos, cómo poder decir que crees en Él, que lo amas, que sabes y vives la Eucaristía,  como fuente de todo tu hacer apostólico y sacerdotal.

Quisiera terminar hoy con un texto de San Juan de Ávila:     «El sacerdote en el altar representa, en la Eucaristía, a Jesucristo Nuestro Señor, principal sacerdote y fuente de nuestro sacerdocio; y es mucha razón, que quien le imita en el oficio, lo imite en los gemidos, oración y lágrimas, que en la misma que celebró el Viernes Santo en la cruz, en el monte Calvario, derramó por los pecados del mundo: “Et exauditus est pro sua reverentia”, como dice San Pablo. En este espejo sacerdotal se ha de mirar el sacerdote, para conformarse en los deseos y oración con Él; y, ofreciéndose delante del acatamiento del Padre por los pecados y remedio del mundo, ofrecerse también a sí mismo, hacienda y honra y la misma vida, por sí y por todo el mundo. Y de esta manera será oído, según su medida y semejanza con Él, en la oración y gemidos» (TRATADO DEL SACERDOCIO).

Cristo, permíteme levantarme en este momento de la cena, y salir apresuradamente afuera y poniéndome a la puerta de tu casa, gritar a todos los que llevan tu nombre sin amarte, sin tener hambre de tí, permíteme gritarles: Oh vosotros, los sedientos de plenitud de vida, de sentido y de felicidad, venid a las aguas... aún los que no tenéis dinero. Venid, comed y comprad sin dinero, bebed el vino sagrado sin pagar. Dadme oídos y venid; así esta tarde de Jueves Santo no habrá ningún espacio vacío en el mesa del Señor, así Cristo podrá llenar con vuestra presencia la ausencia de Judas, así se llenarán nuestros cenáculos, las iglesias del mundo entero, como muchedumbres inmensas, movidas como trigales por el viento de una sola fe y un mismo amor: Jesucristo Eucaristía.

SEXTA HOMILÍA DEL JUEVES SANTO

QUERIDOS HERMANOS: Hoy es Jueves Santo. El mundo creyente y católico vuelve una vez más a sumergirse en el misterio asombroso de un Dios, que nos ofrece la Eucaristía, como encuentro vivo y consubstancial con Él en su cuerpo humano, lleno de la Divinidad , triturado como racimo por la pasión y la muerte, pero resucitado por la promesa llena de vida y amor del Padre. Por la pasión y la muerte se convirtió en grano de trigo sembrado en la tierra, pero convertido, por la fuerza y potencia del Espíritu del Padre, en grano de trigo florecido para la espiga de la Eucaristía. Fue también racimo triturado entre clavos para el vino de la Salvación. Esta tarde, nuevamente vamos a repetir las palabras y gestos de Cristo en la Última Cena, porque siguen siendo los únicos capaces de hacer presente la Eucaristía y todo lo que aconteció en aquella noche preñada de misterios.

Los misterios del Jueves Santo son tesoros  de nuestra fe y de nuestra salvación, grabados en la memoria viva de la Iglesia, que es el Espíritu Santo, que invocado en la epíclesis de la Eucaristía, por su poder y fuego de amor transformante que todo lo puede, convierte el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo y presencializa así, metahistóricamente, más allá del tiempo y del espacio, el memorial de la muerte y resurrección de Cristo en amor extremado y en entrega total, con sus mismos sentimientos y actitudes.

Cada año volvemos a hacer presentes  las mismas palabras, las mismas acciones, los mismos sentimientos, que tuvo Jesús en la Última Cena, que no repetimos, sino que por las palabras de la consagración se hace presente toda su vida, desde que nació hasta que subió al cielo: el mismo amor, los mismos gestos, el mismo lavatorio, los mismos sentimientos, la misma y única entrega, porque no es una repetición teatral, sino un memorial, que hace presente todo lo que Crito dijo e hizo aquella noche santa. 

Luego, después de haberlo hecho presente y de haberlo celebrado y comido con amor, todo este misterio lo guardamos  en el Monumento y permanecemos en adoración junto a Él,  hasta mañana, Viernes Santo, en que ya no lo celebramos con misa, porque ha muerto el supremo sacerdote, Jesucristo, y litúrgicamente no puede hacerlo presente como el Jueves Santo; en el Viernes, sólo comemos el pan eucaristico adorado en el  Monumento,lo comemos y lo guardamos en nuestros sagrarios, donde el misterio, sus palabras, sus gestos, su entrega, sus deseos de amistad permanecen vivos y eternamente ofrecidos a Dios y a los hombres todo el año, todas las horas, todos los días, sin cansancio, sin rutina de ninguna clase, con el mismo amor y la misma entrega, siempre viva, encendida, entusiasmada y entusiasmante. Para expresar esta admiración de los creyentes, no tengo ahora a mano en mi memoria otras palabras más sugerentes y expresivas que las del prefacio romano: «Es justo y necesario, darte gracias, Padre Santo, por Cristo Señor Nuestro. Él, verdadero y único sacerdote, al instituir el sacrificio de la eterna alianza, se ofreció a sí mismo como víctima de Salvación y nos mandó perpetuar esta ofrenda en conmemoración suya… Su carne, inmolada por nosotros, es alimento que nos fortalece; su sangre, derramada por nosotros, es bebida que nos purifica». Y luego la súplica del alma creyente: «Te pedimos, Padre, que la celebración de estos santos misterios, nos lleve a alcanzar la plenitud de amor y de vida».

Queridos hermanos, que Dios nos lo conceda este año, que haga realidad en cada uno de nosotros todo lo que recordamos y alabamos en este prefacio, que nos llene de su amor y de su vida. Y ahora antes de terminar, quiero recordaros lo que fue para Jesucristo y tiene que seguir siendo para nosotros el Jueves Santo. Éste día tiene que ser para la Iglesia:

Día deseado:“Ardientemente he deseado comer esta cena pascual con vosotros” ¿Cómo lo deseamos y preparamos  nosotros? ¿Tenemos hambre de Cristo Eucaristía, creemos con fe y amor todo lo que encierra este día hasta desearlo como Cristo? ¿Qué va a significar para mí este Jueves Santo? (Silencio).

 

Día de su amor: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. ¿Amo a Cristo, le amo de palabra y de obra como Él me amó? ¿Cómo le expreso mis sentimientos de amor en palabras de oración y diálogo? ¿Qué le digo, cuántas veces le digo que le amo, cuántas veces busco yo este encuentro tan ardientemente deseado y buscado por Él?  (Silencio).

 

Día del sacerdocio: “Haced esto en memoría mia”. ¿Me acuerdo de los sentimientos y deseos de Cristo al instituir la Eucaristía? ¿Me acuerdo de su emoción y entrega? ¿Cómo es la mía? Haced esto vosotros y vuestros sucesores en el ministerio de la Eucaristía. Qué maravilla ser sacerdote de Cristo, qué gracia tan singular tener un hijo sacerdote, un hermano sacerdote, un amigo sacerdote. ¿Pido por las vocaciones y por la santidad de los sacerdotes? ¿Amo el sacerdocio y soy agradecido a todas las gracias que me vienen por su medio? Qué ayuda en una parroquia, qué compañía, qué necesidad de estas almas, madres y hermanas sacerdotales.        Queridas madres, queridos padres, qué gracia, qué privilegio, lo veréis más claro en el cielo, tener un hijo sembrador de eternidades, de cielo, de salvación; todo lo de aquí abajo, pasa: ser alto ejecutivo, empresario, cargo político, presidente... todo pasa,  lo que hacen los sacerdotes es eterno. Tener un hijo sacerdote, que influye ante el Señor por todos, que es presencia de Cristo en medio de vosotros. Qué hermoso tener un hermano, un amigo sacerdote, es estar más cerca de Cristo, de su evangelio, de su amor, de sus ilusiones, de sus proyectos de salvación.

       «El sacerdote ordenado realiza como representante de Cristo el Sacrificio eucarístico. Como he tenido ocasión de aclarar en otra ocasión, <in persona Christi>, quiere decir más que <en nombre>  o también <en vez de Cristo>. In <persona>: es decir, en la identificación específica, sacramental, con el «sumo y eterno Sacerdote», que es el autor y el sujeto principal de su propio sacrificio, en el que, en verdad, no puede ser sustituido por nadie. El ministerio de los sacerdotes es un don que supera radicalmente la potestad de la asamblea y es insustituible para la consagración eucarística… La asamblea que se reúne para celebrar la Eucaristía necesita absolutamente, para que sea realmente asamblea eucarística, un sacerdote ordenado que la presida» (Ecclesia de Eucharistia 29ª).

Querida comunidad de San Pedro, es Jueves Santo, y yo no quiero ni puedo mentir en este día: os digo desde lo más sincero y profundo de mi corazón: no tengáis miedo en entregar vuestros hijos y hermanos a Dios para que sean sacerdotes. Madres que comulgáis y luego si tu hijo te insinúa algo en este sentido, ponéis dificultades; hermanas de futuros sacerdotes,  qué comuniones son esas, cómo decir a Cristo te amo y luego rechazar el que uno de los vuestros sea sacerdote. 

Necesitamos madres sacerdotales, al cristianismo actual le faltan madres sacerdotales, madres que conciban con la ilusión de que su hijo sea sacerdote, se dedique tan sólo a sembrar, cultivar y recolectar eternidades. El Señor nos conceda madres y padres y hermanas sacerdotales este Jueves Santo.

SÉPTIMA HOMILÍA DEL JUEVES SANTO

QUERIDOS HERMANOS: En esta tarde santa, nosotros, al celebrar la Última Cena del Señor con sus discípulos, recordamos y hacemos presentes todos sus gestos y palabras, descritos emocionada y fielmente por los evangelistas. La Iglesia invoca en la epíclesis de la consagración al Espíritu Santo, que es la memoria y la potencia de Dios, que hace presente lo que se celebra, recordando. Y ese Amor Personal de Jesucristo vivo, resucitado y glorioso vuelve a poner ante nosotros todos los misterios de la Última Cena por la potencia de su Amor Personal, que es Espíritu Santo, como lo hizoz la primera y única vez. La diferencia es que ahora son nuevos los comensales, somos los hombres de todos los tiempos. Así que el Señor ahora nos lavará los pies en esta Eucaristía, oiremos su mandato nuevo de amarnos los unos a los otros por vez primera y se hará presente para nosotros como para los Apóstoles todo el misterio de la institución de la Eucaristía y del sacerdocio.

Son muchos los nombres con que se ha designado a la Eucaristía en el correr de los tiempos, incluso por los mismos  Apóstoles. El Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica enumera y analiza varios. Ninguno agota su rico contenido, pero todos añaden nuevos aspectos que nos hacen descubrir su riqueza. Nosotros hoy vamos a meditar sobre uno especialmente, sobre la Eucaristía como Cena del Señor.

San Pablo llama a la Eucaristía la “cena del Señor”. La razón está en que Cristo la instituyó en el marco de una cena, la cena ritual de la pascua judía, celebrada para recordar y renovar  el pacto de amistad, la Alianza realizada por Dios con Moisés y su pueblo en el monte Sinaí, mediante el sacrificio y el derramamiento de la sangre sobre el pueblo y sobre el altar, que representaba a Dios, con lo que Dios se comprometía a ser el Salvador de su pueblo y el pueblo aceptaba este compromiso de que Dios fuera su único Dios, obligándose por esta Alianza el pueblo a cumplir sus mandatos y Dios perdonaba sus pecados y se comprometía a seguir renovando sus milagros en favor de su pueblo; al rociar con la sangre al pueblo, éste se hacía en cierto modo “consanguíneo” de Dios, familia de Dios, y los dos se comprometían de por vida a defenderse contra los enemigos.

Tanto ésta cena ritual de los judios, como la Última Cena del Señor, como cualquier comida en torno a una mesa,  significa  y realiza la unión de los comensales, y en ésta de hoy, del Jueves Santo, se significa y se realiza la unión de los comensales con Jesucristo, y, por Él, con el Padre. Toda comida expresa y alimenta la fraternidad, la acogida mutua, la amistad. Cenar y comer juntos no es sólo nutrirse, introducir calorías en nuestro cuerpo. Es confraternizar, compartir, trato de amistad. Por eso, toda Eucaristía, por ser la comida del cuerpo de Cristo, es exigencia y alimento de amor mutuo, es sacramento de amistad con Dios y con los hermanos.

La Eucaristíaes el banquete del reino de Dios y este reino nos exige a todos tener a Dios como único Padre y a los hombres, sobre todo a los que comen la cena del Señor, como hermanos. Éste es el reino que Cristo ha traído desde el seno y el corazón de la Trinidad a la tierra de los hombres: que sean todos hijos del mismo Padre y hermanos entre sí. Por esto, a Dios sólo le podemos llamar Padre nuestro, si los hombres nos sentamos a compartir como hermanos la misma mesa de la Eucaristía y de la vida.

Esto lo entendieron y practicaron perfectamente los primeros cristianos, tan cercanos a Cristo y su mensaje transmitido por los Apóstoles,  hasta el punto de poner sus bienes en común y poder recibir de los que los contemplaban el comentario de “mirad cómo se aman”. Ellos sabían muy bien lo que Cristo pretendió al instituir la Cena y, entre otros fines, Jesús expresó muy claramente: “Este es mi mandamiento, que os améis unos a otros como yo os he amado” “En esto conocerán que sois mis discípulos, en que os amáis los unos a los otros”.  Y Él dio su vida por nosotros y, hecho pan de vida, quiso ser partido y repartido entre los comensales.

Por eso, en los primeros tiempos, cada uno llevaba a la cena lo que podía de alimentos y dinero, pero, sobre todo, amor. En las Eucaristías de los primeros cristianos se ponían todos los alimentos en común sobre la mesa y también, todo lo que reflexionaban sobre los dichos y hechos de Jesús; el que dirigía la asamblea rezaba unas oraciones, daban gracias, compartían los alimentos y, al final, un sacerdote consagraba el pan y el vino y todos comulgaban en el mismo pan, en el mismo Cristo, en la misma cena, en la misma mesa, en la misma Palabra, en los mismos alimentos y todos se sentían hermanos.

Pero, en el correr de los años, esta unión y comunión se fue perdiendo en la celebración de la cena, hasta llegar a suprimirse la cena previa a la consagración. Hoy apenas quedan signos de esta comensalidad en nuestras Eucaristías, aunque seguimos hablando de mesa, manteles, alimentos, “dichosos los llamados a la cena del Señor”.

Una de las razones principales estuvo en el egoísmo natural, muy poco evangélico, de no querer compartir los alimentos con todos. San Pablo salió al paso de estas diferencias, que rompen el fundamento, la  base y el fruto de la Eucaristía, que es el amor mutuo y el compartir el amor y los bienes, como el Señor lo dijo y lo hizo. De esta forma el ágape se convirtió en desprecio de los pobres. Eso ya no es la cena del Señor. “Cuando os reunís en vuestras asambleas, los ricos engordan, mientras los pobres pasan hambre. Eso ya no es comer la cena del Señor”  (1Cor. 11,20).

En el siglo II desaparece este ágape, esta cena en común que servía de soporte a la celebración eucarística, porque ya no existía el amor mutuo y la amistad necesaria para realizarla. Sin embargo, ahora y siempre y en cualquier lugar que se celebre, la Eucaristía será siempre una exigencia de amor mutuo, una proclamación de la fraternidad querida por el Señor, una conciencia y exigencia viva del amor y ayuda que unos a otros nos debemos en razón de las palabras y de los signos que celebramos, todos dirigidos a romper aquellos  egoísmos e individualismos que impiden la unión y la  comunidad.

 Y esto es lo que yo, en nombre del Señor, quiero proclamar y recordar esta tarde del Jueves Santo, en que meditamos y contemplamos en su presencia todo lo que Él instituyó y celebró y nos encomendó en este día. Y al presencializarlo, comprometernos con los deseos de Cristo y tratar de pedir perdón por no haberlo hecho antes mejor y empezar de nuevo, si es necesario. Esta será la mejor forma de celebrar la Cena del Señor.

Cuando entramos en la Iglesia para celebrar la Eucaristia, venimos de una sociedad, que ha roto los lazos de unión y favorece las divisiones y las luchas competitivas: ¿Salimos como entramos? ¿No nos convertimos a la unión y fraternidad evangélica? ¿Cómo podemos encarnar y vivir mejor estas exigencias de Eucaristía? ¿Qué actitudes y comportamientos debemos rectificar para celebrar con verdad la Cena del Señor?

La Eucaristíaes exigencia permanente de amistad, de servicios mutuos, de compartir más el tiempo, los afectos, los bienes con los hermanos en la misma fe y en el mismo pan, especialmente con los más necesitados, con los pobres de todo tipo. Hoy la pobreza tiene muchos nombres: los ancianos, los deprimidos, los que viven solos, en nuestra misma familia puede haber personas necesitadas de amor, de tiempo, de comprensión, de ayuda moral, espiritual… Esta celebración que estamos realizando y la Adoración ante el Monumento hasta la tarde del Viernes deben ayudarnos a perdonar a todos y ser mas caritativos con todos. Que el Señor con sus palabras y gestos eucarísticos nos ayude a comprender su voluntad, a superar todas las divisiones; que esta celebración, la comunión y la adoración eucarística vayan sembrando cada día los gérmenes de la unidad tan orada y deseada por Él en su oración de la Última Cena y nos haga descubrir los compromisos del amor fraterno, que encierra la Eucaristía.

OCTAVA HOMILÍA DEL JUEVES SANTO

QUERIDOS HERMANOS: En este día tan entrañable para la Comunidad cristiana, nosotros, seguidores y amigos de Jesús, hacemos memoria de sus palabras y gestos últimos, especialmente en la institución de la Eucaristía. El Jueves Santo es el día eucarístico por excelencia: día de su entrega en sacrificio martirial por nosotros, día de sus deseos de ser comido en comida fraterna por todos los suyos, día en que quiso quedarse para siempre en el sagrario en amistad ofrecida permanentemente a todos.

Ante este misterio de la Eucaristía, me vienen espontáneamente a los labios las palabras del himno eucarístico de Santo Tomás de Aquino, que cantamos en la festividad del Corpus Christi, pero también en muchas otras ocasiones: «Adoro te devote, latens Deitas»: Te adoro devotamente, oculta divinidad, que vives bajo estos signos sencillos del pan y del vino. Todo mi ser y mi corazón se doblan y se arrodillan ante Tí, porque, quien te contemple con fe, desfallece y se extasía de amor... O aquella estrofa del Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz: «Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el amado, cesó todo y dejéme dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado».

Estos días son para pasar largos ratos ante el Señor Eucaristía, para contemplar y extasiarse de amor eucarístico, para mirar al Amado y dejar nuestros cuidados del mundo y de las cosas entre las azucenas olvidado. Para un cristiano, la Semana Santa debe ser toda entera para el Señor, para vivir y meditar sus misterios santos, que son muchos y muy profundos, todos llenos de amor loco y apasionado por los hombre. Desde la Hostia Santa, que quedará expuesta como siempre después de la Cena del Señor, Jesús me está enseñando amor hasta el extremo, entrega total; me enseña humildad: se olvida de sí mismo, de lo que es y se rebaja y se arrodilla pidiendo mi amor y mi amistad; me enseña servicio: se pone a servir a los Apóstoles y quiere llenarme de sus actitudes y alimentar sentimientos evangélicos en mi vida; me enseña también fidelidad plena: aunque los hombres no comprendan tanto amor, ni crean en su presencia, Él cumple su palabra de quedarse con nosotros en el pan consagrado hasta el final de los tiempos, todo un Dios se humilla y busca al hombre para llenarle de divinidad; qué bueno es Jesús, Él sí que es un amigo verdadero, sin egoísmos ni traiciones, lleno de delicadezas y perdones. Es Dios, el Infinito hecho pan  por amor al hombre.

¿Qué queremos decir hoy de Cristo hecho pan de Eucaristía? Queremos decir que ese trozo de pan es el quicio y gozne de toda diócesis, de toda parroquia, de todo católico. Todo critianismo, todo cristiano, que no gire en torno a la Eucaristía, está desquiciado. Toda parroquia, que no gira en torno a la Eucaristía, está desquiciada. Quiere decir que toda parroquia y todo creyente tiene que girar en torno a la Eucaristía, porque el cristianismo no son cosas ni ritos ni preceptos, el cristianismo esencialmente es una persona, es Cristo mismo, y sin Cristo, sin Eucaristía, no hay cristianismo, ni fraternidad, ni comunidad. Es más, tenemos que observar nuestro comportamiento con la presencia de Cristo en el sagrario, nuestra relación con el pan consagrado, porque lo que hacemos con el pan, se lo estamos haciendo al mismo Cristo, directamente, no a una imagen o figura. No amo, no me arrodillo, no venero, no respeto, no valoro el pan consagrado, celebro de cualquier modo... no amo, no venero, no respeto al mismo Cristo.

 Por eso, para saber de la santidad de una persona, sea sacerdote o seglar, hay que tener mucho cuidado con su comportamiento con Jesús Eucaristía, porque de ahí han de recibir su fuerza y verdad nuestra vida cristiana, nuestra srelaciones con los demás, nuestras predicaciones sobre Cristo o  su evangelio,  todo nuestro apostolado, todo recibe su fuerza de la Eucaristía como de su fuente; toda nuestra vida personal y apostólica nos lo jugamos en nuestra relación y comportamiento con Jesucristo Eucaristía. Cuando veo tanta ligereza después de la Eucaristía, hablando o comportándonos como si Cristo ya no estuviese presente en el sagrario, no valorando que es Dios, como si no viera lo que hacemos, me da pena,  porque esto indica que no hemos tocado y sentido a  Cristo vivo. 

Si queremos enfervorizar una parroquia, empecemos por revisar nuestras celebraciones eucarísticas, nuestras visitas al Santísimo, nuestras comuniones, nuestras liturgias y acciones eucarísticas. Si queremos enfervorizar a nuestra familia y nuestros hijos, empecemos por revisar nuestra vida eucarística: si queremos enfervorizar nuestras catequesis y catequistas, nuestros grupos cristianos de cualquier clase que sean, empecemos por revisar nuestra relación con la Eucaristía, tratemos todos, sacerdotes y seglares, de amar más a Cristo Eucaristía, de imitar sus virtudes eucarísticas: humildad, entrega, silencio, perdón continuo; revisemos nuestra relación eucarística con Él, nuestra oración eucarística, nuestros comportamientos eucarísticos.

 El Vaticano II nos dice: «...en la santísima Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo por su carne, que da la vida los hombres, vivificada y vivificante por el Espíritu Santo... los otros sacramentos, así como todos los ministerios eclesiásticos y obras de apostolado, están  íntimamente trabados con la sagrada Eucaristía y a ella se ordenan....” (PO 5). “Ninguna comunidad cristiana se edifica si no tiene su raíz y quicio en la celebración de la santísima Eucaristía, por la que debe, consiguientemente, comenzarse toda educación en el espíritu de comunidad» (PO 6).

 Horas de sagrario y adoración eucarísticas son horas de santificación directa y llameante, apostólicas y salvadoras  para el mundo y los hombres, redentoras de tanto pecado y materialismo inundante y secularizante, que ya no respetan ni los dinteles de los templos y entra dentro de nuestras iglesias. Necesitamos iglesias abiertas todo el día para que los creyentes puedan visitar, orar y adorar a Jesucristo Sacramentado, fuente y manantial de vida cristiana para todos los hombres: «...la Eucaristía aparece como la fuente y la culminación de toda la predicación evangélica» (PO 5).

       «Si la Eucaristía es centro y cumbre de la vida de la Iglesia», también lo es del ministerio sacerdotal. Por eso, con ánimo agradecido a Jesucristo, nuestro Señor, reitero que la Eucaristía «es la principal y central razón de ser del sacramento del sacerdocio, nacido efectivamente en el momento de la institución de la Eucaristía y a la vez que ella» (Ecclesia de Eucharistia 31b).

En esta tarde del Jueves Santo, Cristo no sólo ha querido prolongar su presencia en el pan de la Eucaristía sino también en la presencia de otros hombres, los sacerdotes, a los que confiere su misión y el encargo recibido del Padre. Toda la carta a los Hebreos nos repite que Cristo es el único sacerdote del Nuevo Testamento de modo que los demás, que han sido elegidos por Él, no son sino prolongación suya, prolongadores de su misión de santificar, predicar y guiar al pueblo de Dios. Jesús fue sacerdote por su misma Encarnación, por la unión en su persona de la naturaleza divina y humana, que le convierte así en puente, en pontífice entre lo divino y lo humano.

Por eso rompió radicalmente con el sacerdocio del Antiguo Testamento que lo era por línea de sangre o de familia. No necesita el sacramento del Orden porque Jesús por su mismo ser y existir, es y fue mediador entre Dios y los hombres. No hubo un instante en que su naturaleza divino-humana no fuera sacerdotal. Lo fue desde la misma Encarnación. Y ejerció su sacerdocio desde el mismo instante de su concepción en el seno de María y lo consumó en la Ultima Cena anticipando el Viernes y el Sábado de Gloria. «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús».

Los sacerdotes prolongan la Encarnación de Cristo, son Cristo Encarnado, son presencia sacramental de Cristo, prolongan su Palabra y su Salvación y  su Vida ¿No hay en esta asamblea algún joven o adulto que quiera ser prolongación de Cristo? ¿Queridas madres, que amáis tanto a Cristo y a su Iglesia, por qué no echáis esta simiente en vuestro corazón y la cultiváis con vuestra oración eucarística para que nazcan hijos que quiera ser sacerdotes? Necesitamos madres sacerdotales. Queridos cristianos, necesitamos vuestra oración y vuestras obras y sufrimientos por las vocaciones, para que surjan en vuestras familias hijos o hermanos sacerdotes. ¿No podríais rezar un poco más, querer y ayudar un poco más a los que ya son sacerdotes? Porque al ser sacramento de Cristo, no en una materia muerta, como un trozo de pan, sino en carne viva, en el barro de los hombres, esto nos obliga a vivir su misma vida, a pisar sus mismas huellas, a ser santos como Cristo y esto cuesta y a veces no podemos y necesitamos vuestra oración y vuestra ayuda.

 El sacerdote es sacramento de la presencia y de la vida de Cristo, de la mediación de Cristo, de la ofrenda victimal de Cristo, de la salvación de Cristo, de su perdón, de sus gracias, de sus dones,  pero también de su testimonio, de su amor al Padre y a los hombres y nuestro corazón es de carne y se cansa y duda y no abarca ¿Podéis ayudarnos con vuestro cariño? Con vuestra ayuda nos será más fácil, menos costoso prolongar a Cristo, representar y reproducir a Cristo ante la mirada de Dios y de los hombres, como puse en la estampa de mi ordenación y primera Eucaristía, ser, en definitiva, un signo sencillo pero viviente de Cristo.   

El sacerdote, en razón del sacramento, está más  obligado a una santidad de vida, porque Él es el que actúa a través de mi humanidad; yo se la he prestado para siempre, para este tiempo y para toda la eternidad y no la quiero tener para ninguna otra persona u ocupación. Estoy consagrado a Él de por vida y jamás me desposaría con nadie aunque me estuviera permitido, porque me he entregado a Él totalmente y he perdido la capacidad de poder amar esponsalmente a nadie. Mi corazón solo quiero que sea para Él, pero soy pecador, por eso pido vuestra oración, vuestro acompañamiento, vuestra ayuda espiritual. 

Al tener que pisar sus mismas huellas, tengo también que llevar en mi cuerpo las señales de la pasión de Cristo, sus mismas marcas de amor y dolor. Por eso, como San Pablo a su discípulo Timoteo, valoro este don y doy gracias por él al Señor: “Doy gracias a Cristo Jesús, nuestro Señor, que me hizo capaz, se fió de mi y me confió este ministerio” (1Tim 1,12). Doy gracias a Dios con San Pablo porque me ha llamado y me ha hecho capaz de ser y realizar un misterio y ministerio que yo no podía imaginar. Como rezamos en el prefacio de este día:  “Cristo, con amor de hermano, ha elegido a hombres de este pueblo, para que por la imposición de las manos, participen de su sagrada misión”.

“Se fió de mí”, a pesar del pasado de Pablo, a pesar de mi pasado... Cristo me ha preferido, me ha llamado y me sigue llamando en un acto de confianza plena a estar con Él y enviarme a predicar, en un acto de predilección eterna, que jamás sabré agradecer ni por toda la eternidad, cuando todo lo vea a plena luz y amor y me goce eternamente en la contemplación de mi identificación con su sacerdocio celeste a la derecha del Padre y así ya para siempre, para siempre, para siempre..., toda la eternidad sacerdote celeste con Cristo glorioso para alabanza de  gloria de la Santísima Trinidad y mis hermanos, los redimidos. Y esta confianza depositada por el Señor en nosotros, los sacerdotes, debe llevarnos a una correspondencia de gratitud y confianza inquebrantable en su persona y en su misión: “Sé de quien me he fiado y estoy firmemente persuadido de que tiene poder para asegurar hasta el último día el encargo que me dio”.

Finalmente, la celebración de la Última Cena incluye el don de la comunión fraterna y solidaria, que nos obliga en el Señor a compartir cuanto somos y tenemos:“Un mandamiento nuevo os doy...”, “Habéis visto lo que he hecho con vosotros...haced vosotros lo mismo...” Hoy es el día de la Eucaristía, pero por ello mismo y por voluntad de Cristo, es un día especial de vivir y recordar la obligación de amarnos fraternalmente, día del encuentro y acogida entre  todos los hombres, y no solo económica sino más bien de cambiar actitudes y criterios  y valores en nuestra conciencia individual y social egoísta. Y ahora ya, sentémonos a la mesa y celebremos la Eucaristía

NOVENA HOMILÍA DEL JUEVES SANTO

QUERIDOS HERMANOS: Qué fe, qué amor más grandes son necesarios para poder captar toda la emoción de Cristo, toda su entrega al Padre y a nosotros, los hombres, en este día del Jueves Santo, que ahora estamos recordando, no sólo como memoria sino como memorial, esto es, presencializándolo. Cada palabra, cada gesto de Cristo con sus discípulos en la sala grande de la Cena son un misterio de amor hasta el extremo, son expresiones de entrega total y generosa del amigo que da la vida por los amigos. Es tan denso el Jueves Santo, que de su contenido, de su espíritu y vida, de su espiritualidad podemos y debemos vivir todo el año, toda la vida: partir y repartir la vida como Jesús, lavarnos mutuamente los pies, perdonar a los que nos van a crucificar. En el silencio emocionado de la noche han sonado las palabras solemnes de Cristo:“Este es mi cuerpo que se entrega... esta es mi sangre que se derrama...”  Cuando todas las palabras ya han sido dichas y pronunciadas, solamente quedan los gestos, como símbolos definitivos, que encierran todos esos sentidos y misterios, que las palabras no pueden explicar ni encerrar.

 La institución de la Eucaristía, como sacrificio, como comunión y como presencia eterna de amistad ofrecida al hombre, es el mayor gesto, el mayor símbolo de amor dado en la historia. Solo Cristo podía hacerlo. Toda su vida, desde el seno de María, había sido Eucaristía perfecta: adoración al Padre hasta la muerte: “mi comida es hacer la voluntad del que me ha enviado…” y también entrega total y hasta el extremo a los hombres, predicando, sanando y dando la vida por nosotros:“Nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos…” y Él la dio por los amigos y por los enemigos.  Arrancó desde su ofrecimiento al Padre, como nos lo dice la carta a los Hebreos: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad” y ahora, en el último instante de su vida, quiere confirmar esta ofrenda, como sacramento perenne de su amor al Padre y a los hombres.

El sacramento de la Eucaristía, instituido por Cristo en la Última Cena, es la prolongación en el tiempo de su pasión, muerte y resurrección por los hombres, es presencia humilde y silenciosa de Jesucristo entre nosotros, es deseo de alimentar nuestras vidas en dirección de fraternidad humana y trascendencia divina como alimento de eternidad. La Eucaristía es Cristo presente, como ofrenda y víctima, que se sacrifica, como amigo que permanece por amor junto a los suyos, como comida y alimento de nuestra fe, nuestro amor y nuestra esperanza cristiana. Por eso «La Iglesia vive continuamente del sacrificio redentor, y accede a él no solamente a través de un recuerdo lleno de fe, sino también en un contacto actual, puesto que este sacrificio se hace presente, perpetuándose sacramentalmente en cada comunidad que lo ofrece por manos del ministro consagrado. De este modo, la Eucaristía aplica a los hombres de hoy la reconciliación obtenida por Cristo una vez por todas para la humanidad de todos los tiempos. En efecto, el sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son, pues, un único sacrificio. Ya lo decía elocuentemente san Juan Crisóstomo: «nosotros ofrecemos siempre el mismo Cordero, y no uno hoy y otro mañana, sino siempre el mismo. Por esta razón el sacrifico es siempre uno solo… También nosotros ofrecemos ahora aquella víctima, que se ofreció entonces y que jamás se consumirá» (Ecclesia de Eucharistia 12b).

       Y «Al entregar su sacrificio a la Iglesia, Cristo ha querido además hacer suyo el sacrificio espiritual de la Iglesia, llamada a ofrecersetambién a sí misma unida al sacrificio de Cristo». Por lo que concierne a todos los fieles, el Concilio Vaticano II enseña que «al participar en el sacrificio eucarístico, fuente y cima de la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y a sí mismos con ella» (Ecclesia de Eucharistia 13b).

Adoremos, pues, con amor este misterio, contemplemos a Cristo presente en el pan consagrado con fe y devoción rendida, vivamos en comunión con Él amando hasta el extremo, repartiendo nuestra vida en pedazos de Salvación entre los hermanos, con una presencia humilde como la suya. Debe ser un esfuerzo por vivir en nosotros lo que contemplamos en este Misterio, asimilarlo, hacerlo vivencia y vida de nuestra vida. Así también nosotros nos iremos haciendo Eucaristía perfecta, vida entregada y repartida, como pan de Cristo, que adora al Padre, cumpliendo su voluntad, y alimenta a los hermanos.

 «Ave, verum corpus natum de Maria Virgine...» «Te adoro verdadero cuerpo nacido de María Virgen, que has padecido y has sido inmolado en la cruz, te adoro» «O memoriale mortis Domini, panis vivus vitam prestans homini...» Oh memorial de la muerte del Señor, pan vivo que das vida al hombre, haz que mi alma viva de tí y que siempre guste y saboree al Señor...”

En este día, Jesús, después de instituir la Eucaristía, instituyó el sacerdocio. El sacerdocio es como otra Eucaristía. La Eucaristía es Cristo consagrado bajo las especies de pan y de vino. El sacerdote es Cristo consagrado en el barro de otros hombres. En la Eucaristía, por fuera se ve pan, por dentro es Cristo. En el sacerdocio, por fuera, el barro de otros hombres, por dentro, Cristo. Es el mismo Cristo encarnado de dos maneras. Y esto es Palabra y Acción transformante  de Dios, teología y liturgia viva, sin nada de fantasía ni literatura.

Es la realidad hecha por Jesucristo en esta noche y para toda la vida, con pan y vino y con la voluntad de otros hombres que se le entregan y son consagrados por y en su mismo Amor de Espíritu Santo. El Espíritu Santo, Fuerza y Potencia de Dios, es el Amor Personal del Dios Trinitario, que hizo posible la Encarnación, formando el cuerpo de Cristo, en el seno de María, y ese mismo Amor Personal de Dios es el que forma y transforma la humanidad de otros hombres en humanidad supletoria de Cristo, para que Él pueda seguir realizando hasta el final de los tiempos el encargo de Salvación confiado por el Padre: “Yo me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos...”.

Se queda hasta el final de los tiempos especialmente con dos presencias sacramentales: presencia sacramental en el pan y en el vino, y esta otra, menos valorada y conocida por el pueblo de Dios, pero igualmente verdadera y sacramental: la presencia de Cristo en la humanidad de los sacerdotes. 

       «Y de este carácter central de la Eucaristía en la vida y en el ministerio de los sacerdotes se deriva también su puesto central en la pastoral de las vocaciones sacerdotales. Ante todo, porque la plegaria por las vocaciones encuentra en ella la máxima unión con la oración de Cristo sumo y eterno Sacerdote; pero también porque la diligencia y esmero de los sacerdotes en el ministerio eucarístico, unido a la promoción de la participación consciente, activa y fructuosa de los fieles en la Eucaristía, es un ejemplo eficaz y un incentivo a la respuesta generosa de los jóvenes a la llamada de Dios. Él se sirve a menudo del ejemplo de la caridad pastoral ferviente de un sacerdote para sembrar y desarrollar en el corazón del joven el germen de la llamada al sacerdocio». (Ecclesia de Eucharistia 31c)

Cuando hay mucha fe, el pueblo cristiano vio esto siempre claro: el sacerdote es otro Cristo, y veneró el sacerdocio, y las madres tenían como un privilegio el que alguno de sus hijos fuera llamado por el Señor y los mismos jóvenes y niños expresaban claramente en la catequesis o en la escuela sus deseos de ser sacerdote y se entusiasmaban con esta realidad sobrenatural; se veneraba a Cristo Sacerdote y a la Eucaristía, y al sacerdote, como prolongación y unión con estos misterios. Cuando la fe decrece y no hay ambiente creyente, pasa lo que ahora: Cristo abandonado en el sagrario, Cristo abandonado en los sacerdotes; Eucaristías dominicales vacías, seminarios vacíos, no hay hambre de pan eucarístico, no hay hambre de ser sacerdote, de entrega, de santidad...

La valoración y la estima del sacerdocio católico dice y habla muy claro de la profundidad de nuestra fe y de la sinceridad de nuestras comuniones: no se puede comulgar con Cristo y luego hablar mal de los sacerdotes, no se puede ser padres y madres fervorosas y luego recibir un disgusto, si uno de nuestros hijos nos dice que quiere ser sacerdote y, en cambio, recibimos alegría si ese mismo hijo nos dice que quiere ser  informático, abogado, médico... cualquier cosa, menos sacerdote.

Querida madre, dónde está la verdad de tu amor a Cristo, la verdad de tus comuniones, qué le quieres expresar a Cristo, cuando dices mecánicamente a Cristo que le amas y luego, si un hijo tuyo quiere amarle de verdad, tratas de alejarlo de esa fuente de salvación, de verdad y de amor total que es Cristo, que es el sacerdocio; perdona que te lo diga, son rutinarias y sin vivencia alguna: así que hasta los mismos niños, por el ambiente de la casa y de la calle se avergüenzan en estos tiempos de confesar que quieren ser sacerdotes y la semilla puesta por Dios en su corazón muere, aún antes de nacer,  y no se atreven, como en tiempos pasados, a levantar la mano si el sacerdote pregunta quién quiere ser sacerdote; no saben ni donde está el seminario. Y en este tema, no toda la culpa es de los padre, también los sacerdotes teníamos que preguntarnos por nuestros entusiasmo por el seminario, por la vocaciones, por sembrar la semilla en los corazones de los niños y de los jóvenes.

       Antes las familias tenían como un don de Dios y como un honor el que uno  de sus hijos fuera llamado al sacerdocio y las gentes cristianas respetaban esta decisión; ahora ni los amigos ni, sobre todo, las amigas ayudan y favorecen y respetan esta elección de Dios. Nuestra devoción a los sacerdotes dice muy claro la verdad y profundidad y autenticidad de nuestra fe. Por eso, en todas las parroquias Dios nos da el consuelo de encontrar almas verdaderamente sacerdotales, que nos sirven de consuelo, de ayuda y de estímulo. Y por eso, con todas mis fuerzas y con toda la emoción de mi corazón quiero decirles: Gracias, gracias por vuestra presencia y oración, que Dios os bendiga, que os lo premie y recompense y agradezca y os diga cosas bellas en vuestro corazón.

También quiero deciros a todos que ser sacerdote es lo más grande y maravilloso que Dios me ha concedido. Y con verdad y humildad he de afirmar también con San Pablo que tan gran misterio lo llevamos en vasijas de barro. Mucho ha de esforzarse el sacerdote para que no se rompa ni corrompa esta vasija con imperfecciones y pecados. Mucho debe rezar y cultivar y regar esta semilla que Dios depositó en su corazón. Y mucho también ha de valorar y proteger el pueblo cristiano a sus sacerdotes, a los portadores de su salvación. Pidamos todos los días, pero especialmente todos los jueves de la semana,  que deben ser eucarísticos y sacerdotales, por la vocaciones, por la santidad de los elegidos, pidamos insistentemente al dueño de la mies que dé decisión, valentía, fe viva a nuestros jóvenes para que entreguen su vida para la gloria de Dios y la salvación de los hermanos. Tener todo esto presente es la mejor forma de celebrar el Jueves Santo, recordándolo todos los jueves eucarísticos del año. Pidamos por los seminarios, por la santidad de la Iglesia, especialmente de los sacerdotes, seminaristas y consagrados, por las chicas y chicos que sienten vocación religiosa..., pidamos por las vocaciones.

Finalmente, en la cena de despedida, hay dos gestos de Cristo reveladores del amor fraterno: son el lavatorio de pies y la cena compartida. “Hijos míos, me queda poco tiempo de estar con vosotros; un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. La señal por la que conocerán que sois discípulos míos será que os amáis los unos a los otros”. Y así nos dejó Cristo el amor fraterno como signo de fe, pertenencia cristiana y tarea apostólica y eclesial para toda la vida. Desde entonces un discípulo debe tener como meta y referencia el amor extremo de Cristo a los suyos: “Como yo os he amado”.

Por eso es precisamente nuevo, porque ya no es amar ni siquiera como uno se ama a sí mismo sino como Cristo nos ha amado,  hasta dar la vida. El cumplimiento de este mandato hay que renovarlo todos los días y todos los instantes de nuestra jornada, porque es mandato de Cristo, porque Él lo quiere, porque Él nos lo dejó como tarea permanente de todo cristiano, como signo de autenticidad de nuestra fe, nuestro amor y nuestra pertenencia a Él. Hay mucho que meditar, reflexionar, revisar y esforzarse en este sentido, hasta que se cumpla perfectamente como Cristo quiere. Oremos y pidamos estos días para que así sea, para que se cumpla y lo cumplamos, para que sea el signo de nuestra identidad cristiana y comunitaria, especialmente con los que tenemos cerca, con los que conviven con nosotros. No es fácil esta tarea ni es cosa solo de una temporada, sino que todos los días y a todas las horas tenemos que amarnos por voluntad y deseo de Cristo, especialmente debemos ser más delicados y esforzarnos con los pobres, los enfermos, los pecadores, con los que nos hacen mal, con todos, sean del color y de la raza que sean.

 Qué difícil, Señor, cumplir en verdad y plenitud este mandamiento, danos tu amor, de otra forma nosotros no podemos. Hay que amar más, entregarnos más si queremos agradar a Cristo Eucaristía y vivir su amor y entrega en  la Eucaristía. Cristo nos lo pide. Es un mandato. He aquí la tarea permanente, la conversión permanente de todo cristiano: revisar todos los días el amor fraterno en nuestras visitas al Señor, en nuestras comuniones eucarísticas, en nuestras Eucaristías.

DÉCIMA HOMILÍA DEL JUEVES SANTO

 

QUERIDOS HERMANOS:“Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”.

Sublime resumen e introducción de Juan  a los últimos gestos y palabras de Cristo,  que dan sentido e iluminan y son principio, medio y fin de su existencia, de toda su vida, centrada en este doble motivación: adoración al Padre, cumpliendo su voluntad y entrega a los hombres, sus hermanos, hasta dar la vida.

“Estaban cenando, -nos dice San Juan-, y Jesús, sabiendo que el Padre lo había puesto todo en sus  manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la mesa y se pone a lavar los pies de sus discípulos”.

Este gesto del lavatorio de los pies, junto con el mandato nuevo, reseñado por San Juan en lugar de la institución de la Eucaristía, es un símbolo, tiene para San Juan el valor de signo: significa la Eucaristía, el fruto de la Eucaristía, el preludio y ambiente de la Eucaristía, que es y deber ser siempre el amor fraterno y el servicio. Y lo pone precisamente señalando la traición de Judas con beso y por unas monedas; acompañado por unos discípulos que se duermen en medio de la tragedia de su Maestro; distraídos hasta el último momento en discutir sobre lo primeros  puestos del reino;  despreocupados ante la oración agónica de Jesús en Getsemaní, abandonado por todos los suyos en la prueba suprema y Pedro negándolo abiertamente ante una criada del sumo sacerdote. Podíamos añadir también: y a pesar de la mediocridad de muchos cristianos de todos los tiempos en corresponder y agradecer todo este misterio de amor y de entrega total por nosotros, hasta la muerte, viéndolo  y sabiéndolo todo el Señor.

Pero como el amor de Cristo es verdadero,  no se quedó en palabras tan sólo, sino que lo manifiesta y realiza a través de acciones, empezando por el lavatorio de los pies y la institución de la Eucaristía, siguiendo con el mandato de amarnos los unos a los otros.

 Lavatorio de los pies de los discípulos e institución de la Eucaristía son, en el fondo, signos paralelos del amor sin fronteras de Cristo. Para ambos gestos aplica Jesús el mismo mandato de repetirlos:“Haced esto en memoria mía”, dice de la Eucaristía. Y respecto al lavatorio de los pies: “Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, también vosotros lo hagáis”.  Nosotros, admirados por la realidad de la Eucaristía, quizás hemos infravalorado el signo del lavatorio de los pies. Pero es también un gesto de amor y servicio hasta el extremo de la humillación y por eso, con toda lógica, Pedro lo rechaza: “no me lavarás los pies  jamás”, “si no te lavo los pies, no tendrás nada que ver conmigo”. Es una frase dura de Jesús, que solemos interpretar como una mera exhortación al bueno de Pedro, para que se deje lavar los pies, como los demás.

En principio, nos sorprenden estas palabras tan duras del Señor, porque todos nosotros nos sentimos identificados con Pedro, que se siente indigno de que su querido y admirado maestro le lave los pies. En la frase de Pedro, “no  me lavarás los pies”, está resonando la misma humildad de Juan el Bautista cuando se reconocía indigno de desatarle la correa de las sandalias. Y, sin embargo, la frase de Cristo a Pedro es contundente: “si no te lavo los pies, no tienes nada que ver conmigo”. Y es que Pedro piensa bien según el criterio humano, pero el pensamiento de los hombres no coincide muchas veces con el de Dios. Jesús quiere decirle: si no aceptas la nueva imagen de Dios, si no aceptas este gesto de servicio, si no estás dispuesto a ponerte de rodillas ante tus hermanos, no podrás nunca celebrar la Eucaristía, no podrás formar parte de mis seguidores, no podrás presidirlos en el amor, donde como os he dicho, “el que sea primero que se haga servidor de todos”.

El Jueves Santo es el día del amor fraterno, ciertamente, pero, antes y muy por encima de todo, es la fiesta del amor de Dios, la manifestación más esplendorosa de su pasión de amor  por el hombre, manifestada por Jesús en el lavatorio de los pies y en el precepto de amarnos como Él nos amó. Todo esto explica la gran solemnidad y detalle, con que Juan describe este gesto y, sin embargo, no menciona la institución de la Eucaristía, porque para Juan el lavatorio nos explica y nos dice lo que produce y significa este sacramento.

Hoy Pablo nos recuerda esta institución en la segunda Lectura:“...he recibido esta tradición que procede del Señor...” “Cada vez que coméis de este pan y bebéis de esta copa, proclamáis la muerte del Señor hasta que vuelva”. Es decir, hay que estar limpios y humillarse por amor ante los hermanos para estar preparados y poder celebrar la Eucaristía, resumen de toda la vida de Cristo, que fue amor y servicio hasta la muerte física, psicológica y espiritual. Desde la Encarnación hasta la cruz Jesús estuvo siempre sirviendo, de rodillas ante el Padre y los hombres: “siendo Dios tomó la condición de esclavo.., se humilló y anonadó por amor extremo”.  “Igual que el hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por todos” (Mc 10,45). Y Cristo quiere que esta vida de servicio marque la vida de su Iglesia y sus seguidores, de todos los cristianos, y esté presente siempre en su Iglesia. “¿Comprendéis lo que yo he hecho con vosotros?” es la pregunta de Jesús a sus discípulos. Y ésta es la pregunta que resuena ahora también en esta iglesia, ésta es la pregunta que ahora nos dirige a cada uno de nosotros en este día del Jueves Santo. “Así tenéis que hacer vosotros”. Desde esta perspectiva se comprende, se explica y se vislumbra el amor nuevo que Cristo quiere entre sus discípulos. Tal vez, desde este horizonte, podamos mejor captar aquellas palabras de Jesús: “Si no te lavas los pies, no tienes nada que ver conmigo”, es decir, quedarás excluido de mi amistad, de ser verdadero discípulo mío. 

Por lo tanto, hermanos, si no enfocamos nuestra vida como servicio y dedicación a los hermanos, no tendremos parte con Cristo. Si no tienes experiencia de que Él te ha amado primero, te ha lavado los pies, si no meditas estos gestos, es más difícil vivir la espiritualidad de la Eucaristía: servicio a Dios y a los hermanos, como lo es también el sacerdocio. Y de aquí surgen las fuerzas y el ejemplo para el amor fraterno: de la experiencia del amor y humillación de Cristo por nosotros. Por eso Juan lo verá todo muy claro: “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que El nos amó y envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados” (1Jn 4,10); quiere decirnos Juan: en esto consiste el amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, en que Él nos amó primero, en que Él se entregó por nosotros, en que Él se ha arrodillado y nos ha lavado a todos los pies y las manos y la cabeza y el corazón y todo el cuerpo con su gracia y con su ejemplo. 

       Muchos son los problemas que oscurecen el horizonte de nuestro tiempo. Baste pensar en la urgencia de trabajar por la paz, de poner premisas sólidas de justicia y solidaridad en las relaciones entre los pueblos, de defender  la vida humana desde su concepción hasta su término natural. Y ¿qué decir, además, de tantas contradicciones de un mundo <globalizado>, donde los más débiles, los más pequeños y los más pobres parecen tener bien poco que esperar? En este mundo es donde tiene que brillar la esperanza cristiana. También por eso el Señor ha querido quedarse con nosotros en la Eucaristía, grabando en esta presencia sacrificial y convivial la promesa de una humanidad renovada por su amor. Es significativo que el Evangelio de Juan, allí donde los Sinópticos narran la institución de la Eucaristía, propone, ilustrando así su sentido profundo, el relato del «lavatorio de los pies,» en el cual Jesús se hace maestro de comunión y servicio (Cf Jn 13,1-20).

       El apóstol Pablo, por su parte, califica como <indigno> de una comunidad cristiana que se participe en la Cena del Señor, si se hace en un contexto de división e indiferencia hacia los pobres (Cf 1Cor 11, 17.22.27.34).

       «¿Deseas honrar el cuerpo de Cristo? No lo desprecies, pues, cuando lo encuentres desnudo en los pobres, ni lo honres aquí en el templo con lienzos de seda, si al salir lo abandonas en su frio y desnudez. Porque el mismo que dijo: “esto es mi cuerpo”, y con su palabra llevó a realidad lo que deciía, afirmó también: “Tuve hambre y no me disteis de comer,” y más adelante: “Siempre que dejasteis de hacerlo a uno de estos pequeñuelos, a mí en persona lo dejasteis de hacer” (….). ¿De qué seviría adornar  la mesa de Cristo con vasos de oro, si el mismo Cristo muere de hambre? Da primero de comer al hambriento, y luego, con lo que sobre, adornarás la mesa de Cristo»: San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de Mateo, 50, 3-4: PG 58, 508-509 (Ecclesia de Eucharistia 20b).

Y termina Juan este discurso de la Cena:“...dijo Jesús: ejemplo os he dado, haced vosotros lo mismo”.  Amén significa “así es” y esto es lo que yo pide y expresa Juan con este texto que acabo de citar: así es en Cristo, y que así sea también en su Iglesia, entre nosotros.

UNDÉCIMA HOMILÍA DEL JUEVES SANTO

QUERIDOS HERMANOS: La santa Cuaresma, que nos ha servido de preparación, termina en el Jueves Santo, inicio de la Pascua, en la que celebramos los misterios más importantes de nuestra fe. Durante el Triduo Pascual, que hoy comenzamos, se nos invita a reflexionar y a vivir con fervor sincero y profundo los misterios centrales de nuestra salvación, participando en las solemnes acciones litúrgicas, que nos ayudan a revivir los últimos días de la vida de Cristo. Para todos nosotros estos días revisten un valor perenne y esencial de la fe católica. Hoy, Jueves Santo, estamos llamados a vivir tres dones supremos del amor de Dios: La institución de la Eucaristía, el sacerdocio católico y el mandato nuevo del amor fraterno.

“Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo los amó hasta el extremo”,nos dice San Juan en su evangelio. Los hombres jamás comprenderemos lo que pasó aquella tarde del primer Jueves Santo en el Cenáculo, lo que pasa en cada Eucaristía, siempre que un sacerdote coge un poco de pan y vino entre sus manos y pronuncia las mismas palabras de Cristo en la Última Cena. Todo el amor y la locura y la pasión y el perdón y la entrega y las gracias y los dones y la Salvación de Cristo se quedaron para siempre en el pan consagrado, mejor dicho, no se quedaron sus dones y sus gracias, se quedó Él mismo, como don y como gracia total, porque como he repetido muchas veces, la Eucaristía es Cristo entero y completo.

Por eso, nosotros, los católicos, los creyentes de todos los tiempos, adoramos este pan, que es Cristo mismo, vivo y vivificante. Por eso, en este día, nuestra mirada y nuestro corazón se dirigen a Él, para darle gracias por tantos beneficios; hoy todos estamos obligados a hacer la comunión más fervorosa que podamos, para que el Señor tenga el gozo de verse correspondido y saber que nosotros hemos comprendido su amor y su entrega. 

       Dice Santo Tomás de Aquino: «¡Oh banquete precioso y admirable, banquete saludable y lleno de toda suavidad! ¿Qué puede haber, en efecto, de más precioso que este banquete en el cual no se nos ofrece, para comer, la carne de becerros o de machos cabríos, como se hacía antiguamente, bajo la ley, sino al mismo Cristo, verdadero Dios?

       No hay ningún sacramento más saludable que éste, pues por él se borran los pecados, se aumentan las virtudes y se nutre el alma con la abundancia de todos los dones espirituales. Se ofrece, en la Iglesia, por los vivos y por los difuntos, para que a todos aproveche, ya que ha sido establecido a la salvación de todos.

       Finalmente, nadie es capaz de expresar la suavidad de este sacramento, en el cual gustamos la suavidad espiritual en su misma fuente y celebramos la memoria del inmenso y sublime amor que Cristo mostró en su pasión. Por eso, para que la inmensidad de este amor se imprimiese más profundamente en el corazón de los fieles, en la Última Cena, cuando, después de celebrar la Pascua con sus discípulos, iba a pasar de este mundo al Padre, Cristo instituyó este sacramento como el memorial perenne de su pasión, como el cumplimiento de las antiguas figuras y la más maravillosa de sus obras; y lo dejó a los suyos como singular consuelo en las tristezas de su ausencia». (Opúsculo 57, lect. 1-4)

Aquella tarde, durante la Cena, Jesús, anticipando sacramentalmente el sacrificio que iba a consumar el Viernes Santo en la cruz, se entregó en sacrificio, bajo las especies de pan y de vino, como Él ya había anunciado repetidas veces, especialmente después de la multiplicación de los panes, narrada en el capítulo sexto del evangelio de Juan.

Escribiendo a los Corintios, hacia el año 52-56, el Apóstol Pablo confirmaba a los primeros cristianos en la verdad y la certeza del misterio eucarístico, transmitiéndoles lo que Él mismo había recibido, como lo hemos podido leer en la segunda lectura de la Eucaristía de hoy:“El Señor Jesús, la noche en que iba a ser entregado, tomó pan y, después de dar gracias, lo partió y dijo: “Este es mi cuerpo que se entrega por vosotros, haced esto en recuerdo de mí”.  Así mismo también la copa, después de cenar, diciendo: Esta  copa es la nueva alianza en mi sangre. Cuantas veces la bebáis, hacedlo en recuerdo mío” (1Cor11, 23-25).

Este testimonio de Pablo es de suma importancias y nos revela lo que Jesús dijo e hizo en la Última Cena, manifestando de forma clara su intención sacrificial, mediante la consagración del pan y del vino. De esta forma se convierte en el nuevo cordero de la nueva Pascua cristiana y definitiva, en sustitución de los corderos sacrificados por los judíos en su Pascua, para conmemorar la liberación de la esclavitud de los egipcios y la salida hacia la tierra prometida, figura e imagen de la definitiva liberación de la esclavitud del pecado y de la muerte por la pasión, muerte y resurrección de Cristo.

El centro y el corazón del Jueves Santo es la Eucaristía como Pascua liberadora de Cristo. En ella, mediante la sangre derramada en sacrificio-banquete, se realiza el pacto definitivo de alianza eterna entre Dios y los hombres, como se realizó en el Antiguo Testamento, para que podamos entrar en la tierra prometida, en la amistad y en la felicidad divina, vedada por el pecado a la criatura, pero reconquistada por Cristo y ofrecida gratuitamente a todos los hombres. Y así se construye la Iglesia mediante el sacrificio de Cristo: «Cuantas veces se celebra en el altar el sacrificio de la cruz, en el que Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado (1Cor 5,7), se realiza la obra de nuestra redención. El sacramento del pan eucarístico significa y al mismo tiempo realiza la unidad de los creyentes, que forman un solo cuerpo en Cristo (cf 1 Cor 10,17) (LG 3)… Análogamente a la alianza del Sinaí, sellada con el sacrificio y la aspersión con la sangre“Entonces tomó Moisés la sangre, roció con ella al pueblo y dijo: “Esta es la sangre de la Alianza que Yahvé ha hecho con vosotros, según todas estas palabras” (Ex 24,8), los gestos y las palabras de Jesús en la Última Cena fundaron la nueva comunidad mesiánica, el Pueblo de la Nueva Alianza» (Ecclesia de Eucharistia 21b y 21c)

       Y de la misma forma que en la Alianza del Sinaí todos comieron de los becerros sacrificados, el sacrificio de la misa es también banquete de la víctima ofrecida. En la Eucaristía Cristo se nos da como alimento, para fortalecernos con su cuerpo y sangre, para alimentarnos de su gracia, de sus sentimientos y actitudes.

«Los Apóstoles, aceptando la invitación de Jesús en el Cenáculo: «Tomad, comed… Bebed de ella todos…» (Mt 26,26.27), entraron por vez primera en comunión sacramental con Él. Desde aquel momento, y hasta al final de los siglos, la Iglesia se edifica a través de la comunión sacramental con el Hijo de Dios inmolado por nosotros: «Haced esto en recuerdo mío… Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en recuerdo mío» (1 Cor 11,24-25; cf Lc 22,19) (Ecclesia de Eucharistia 21c).

       «La incorporación a Cristo, que tiene lugar por el bautismo, se renueva y se consolida continuamente con la participación en el Sacrificio eucarístico, sobre todo cuando ésta es plena mediante la comunión sacramental. Podemos decir que no solamente cada uno de nosotros recibe a Cristo, sino que también Cristo nos recibe a cada uno de nosotros. Él estrecha su amistad con nosotros: «Vosotros sois mis amigos» (Jn 15,14). Más aún, nosotros vivimos gracias a Él: «el que me come vivirá por mí» (Jn 6, 57. En la comunión eucarística se realiza de manera sublime que Cristo y el discípulo «estén» el uno en el otro: «Permaneced en mí, como yo en vosotros» (Jn 15,4)… Por tanto, la Iglesia recibe la fueza espiritual necesaria para cumplir su misión perpetuando en el Eucaristía el sacrificio de la Cruz y comulgando el cuerpo y la sangre de Cristo. Así, la Eucaristía es la “fuente”  y  la mismo tiempo, la “cumbre” de toda la evangelización, puesto que su objetivo es la comunión de los hombres con Cristo y en Él, con el Padre y con el Espíritu Santo» (Ecclesia de Eucharistía 22ª, 22b).

Quiero insistir un poco más en este aspecto  de que el Señor, en la comunión eucarística, se entrega todo entero, no sólo nos hace participar de su cuerpo y sangre, en lo que  ordinariamente insistimos, sino que Cristo nos entrega su mismo Espíritu, que es Amor Esencial y Personal de Espíritu Santo. Citaré una vez más palabras del Papa Juan Pablo II: «Por la comunión de su cuerpo y de su sangre, Cristo nos comunica también su Espíritu. Escribe san Efrén: «Llamó al pan su cuerpo viviente, lo llenó de sí mismo y de su Espíritu… Y quien lo come con fe, come Fuego y Espíritu… Tomad, comed todos de él, y coméis con él el Espíritu Santo. En efecto, es verdaderamente mi cuerpo y el que lo come vivirá eternamente» (Homilía IV para la Semana Santa: CSCO 13/Syr. 182,55). La Iglesia pide este don divino, raíz de todos los otros dones, en la epíclesis eucarisitica. Se lee, por ejemplo, en la Divina Liturgia de san Juan Crisóstomo: «Te invocamos, te rogamos y te suplicamos: manda tu Santo Espíritu sobre todos nosotros y sobre estos dones… para que sean purificación del alma, remisión de los pecados y comunicación del Espíritu Santo para cuantos participan de ellos» (Anáfora). Y, en el Misal Romano, el celebrante implira que: «Fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu» (Plegaria Eucarística III). Así, con el don de su cuerpo y de su sangre, Cristo acrecienta en nosotros el don de su Espíritu, infundido ya en el Bautismo e impreso como «sello» en el sacramento de la Confirmación (Ecclesia de Eucaristía 17).

Y el Señor, juntamente con la Eucaristía  pascual, nos entrega finalmente su sacerdocio nuevo, no heredado por sangre de familia, como el de Moisés, sino por elección libre y amorosa de Dios, con la tarea y el encargo de alimentar y dirigir al nuevo pueblo adquirido por Dios mediante la Nueva Pascua y la Nueva Alianza, por la sangre de Cristo,  Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.

La Eucaristíay el sacerdocio católico, como ministerio eucarístico, reservado a los Apóstoles y sus sucesores,  nacieron del mismo impulso de amor de Cristo en la Última Cena. Por eso están y deben estar siempre unidos. Sin sacerdotes no hay Eucaristía y sin Eucaristía no hay sacerdocio y no sólo en el plano sacramental sino también en el plano vivencial y espiritual: vida eucarística pobre o poco fervorosa en los sacerdotes, equivale a vida sacerdotal en peligro o tal vez  perdida y vagando por zonas no evangélicas, nos ha dicho últimamente en un discurso el Papa Juan Pablo II. Es más, incluso entre los seglares creyentes, no es explicable ni  puede comprenderse teológica y devocionalmente que una persona  sea muy eucarística y luego no ame ni se interese y rece por los sacerdotes, por el sacerdocio, por el seminario, por las vocaciones. Algo importante falla en esa piedad cristiana, en esa parroquia, en ese pueblo creyente. Esta incongruencia indica y manifiesta más que pura ignorancia, una piedad eucarística superficial, poco profunda, poco anclada en el mismo corazón de Cristo Eucaristía. Y esto precisamente lo afirmamos por la existencia y prueba de lo contrario, es decir, porque las personas, que en nuestras comunidades, los mismos sacerdotes que se interesan por el seminario y los sacerdotes, aunque desgraciadamente sean pocos, son almas profundamente eucarísticas

Queridos hermanos, tenéis que apreciar más el sacerdocio instituido por Cristo en amor extremo a los hombres, hay que pedir y rezar más por ellos, por la vocaciones, tenemos que orar por el seminario, por la santidad de los elegidos, a fin de que estén a la altura de su misión y ministerio. La Eucaristía y el sacerdocio no son sólo verdades para creer, hay que vivirlas, y para conseguirlo debemos orar por ellas,  especialmente en este día. Y rezar para que todos los Obispos tengan como principal ocupación y preocupación, pero no teórica sino de verdad, que se note por sus continuas visitas, predicación y diálogo con los sacerdotes, con el seminario, interesándose por los sacerdotes, la santidad de la Iglesia, especialmente de los elegidos.

Finalmente, del mismo amor del Corazón de Cristo, ha brotado el mandato nuevo: “Hijos míos, os doy un mandamiento nuevo, que os améis unos a otros como yo os he amado. La señal por la que conocerán que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros” (Jn.13,1-5).

Pocas veces la palabra y la realidad del amor han estado tan adulteradas como hoy en día: matrimonios rotos, abortos, eutanasia, embriones vivos destruidos, adulterios, padres ancianos abandonados, niños recién nacidos en basureros, millones de hambrientos, barrios sin agua, luz... eso no es amor de Cristo, eso no lo quiere ni lo hubiera hecho jamás el Señor;  por eso será conveniente insistir hoy como ayer en la palabra y recomendación de Cristo: “como yo os he amado”, esto es, amando gratuitamente, sirviendo, dándose sin egoísmos, arrodillándonos, lavándonos mutuamente las ofensas, perdonando los pecados de los hermanos, dando la vida por todos...

Ante tanto pecado y abandono del amor:“Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”. En este día tenemos que sensibilizarnos más con los que sufren física, psíquica o moralmente, con los marginados, con los enfermos y ancianos, con los hambrientos del mundo. Es día del amor fraterno, de la caridad universal. Donde hay caridad y amor, allí está el Señor, allí está el Señor, cantamos con frecuencia.

Sólo por Tí, Cristo, se llega a amar y servir y perdonar de verdad a los hermanos. Lo demás es pura demagogia. Lo confirman el evangelio y la experiencia de cada día. Sean estos sentimientos de Cristo los nuestros también, al  menos en este día. Dios quiera que lo sean siempre. Esforcémonos por vivirlos y hacerlos vida en nosotros. Sea ésta nuestra mejor celebración de los misterios del Jueves Santo.

DUODÉCIMA HOMILÍA DEL  JUEVES SANTO

QUERIDOS HERMANOS: Hoy es Jueves Santo y en este día tan lleno de vida y misterios entrañables para la comunidad cristiana, nosotros, seguidores y discípulos de Cristo, hacemos memoria de sus palabras y gestos en la Ultima Cena. San Juan de Ávila, uno de los santos eucarísticos y sacerdotales más grandes de España y de la Iglesia Católica, que tuvo relación con Santa Teresa, S. Ignacio de Loyola, S. Pedro de Alcántara y otros muchos, comentando esta frase en uno de sus sermones del Jueves Santo, se dirige al Señor con estas palabras:

«¡Qué caminos, qué sendas llevaste, Señor, desde que en este mundo entraste, tan llenos de luz, que dan sabiduría a los ignorantes y calor a los tibios! ¡Con cuánta verdad dijiste: Yo soy la luz del mundo. Luz fue tu nacimiento, luz tu circuncisión, tu huir a Egipto, tu desechar honras, y esta luz crece hasta hacerse perfecto día. El día perfecto es hoy y mañana en los cuales obras cosas tan admirables, que parezcan olvidar las pasadas; tan llenas de luz, que parezcan oscurecer las que son muy lúcidas! ¡Qué denodado estáis hoy para hacer hazañas nunca oídas ni vistas en el mundo y nunca de nadie pensadas! ¿Quién vio, quién oyó que Dios se diese en manjar a los hombres y que el Criador sea manjar de sus criaturas? ¿Quién oyó que Dios se ofreciese a ser deshonrado y atormentado hasta morir por amor de los hombres, ofensores de Él?

Estas, Señor, son invenciones de tu amor, que hace día perfecto, pues no puede más subir el amor de lo que tú lo encumbraste hoy y mañana, dándote a comer hoy a los que con amor tienen hambre de ti y mañana padeciendo hasta hartar el hambre de la malquerencia que tienen tus enemigos de hacerte mal. Día perfecto en amar, día perfecto en padecer... de manera que no hay más que subir al amor que adonde tú los has subido. «In finem dilexit eos...» has amado a los tuyos hasta el fin, pues amaste hasta donde nadie llegó ni puede llegar».

Queridos hermanos: no tiene nada de particular que los santos se llenen de admiración y veneración ante estos misterios del amor divino, pues hasta nosotros, que tenemos fe tan flaca y débil, barruntamos en estos días el paso encendido del Señor, al sentir y experimentar un poco estos misterios, que a ellos les hacía enloquecer de ternura y correspondencia.

¡Qué bueno eres, Jesús! Tú sí que me amas de verdad. Tú sí que eres sincero en tus palabras y en tu entrega hasta el fin de tus fuerzas, hasta la muerte, hasta el fin de los tiempos. Quien te encuentra ha encontrado la vida, el tesoro más grande del mundo y de la existencia humana, el mejor amigo sobre la tierra y la eternidad. Jesús, tú estás vivo para las almas en fe ardiente y en amor verdadero. Admíteme entre tus íntimos y amigos. Tú eres el amigo, el mejor amigo para las alegrías y las penas, que quieres incomprensiblemente ser amigos de todos los hombres, especialmente de los más pobres, desarrapados, miserables, pecadores, desagradecidos.

Mi Señor Jesucristo Eucaristía, amigo del alma y de la eternidad, que siendo Dios infinito y sin necesitar nada de nadie -¿qué te puede dar el hombre que Tú no tengas?- te abajaste y te hiciste siervo, siendo el Señor del Universo para ganarnos a todos a tu cielo y a tu misma felicidad.

Viniste y ya no quisiste dejarnos solos, viniste y ya no te fuiste, porque viniste lleno de amor, no por puro compromiso, como quien cumple una tarea y se marcha, porque su corazón está en otro sitio. Tu Padre te mandó la tarea de salvar a los hombres, pero en el modo y la forma y la verdad te diferencias totalmente de nosotros; porque a nosotros, nuestros padres nos mandan hacer algo, y lo hacemos por compromiso y una vez terminado, nosotros volvemos a lo nuestro, si estamos en el campo, volvemos a casa. Tú, en cambio, no lo hiciste por compromiso, no te fuiste una vez terminada la obra, sino que porque nos amabas de verdad, quisiste por amor loco y apasionado, y sólo por amor, permanecer siempre entre nosotros.

Yo creo, Señor, en tu amor verdadero, en que me amas de verdad y me buscas y te arrodillas por encontrarme como amigo, aunque yo no comprendo tu amor y tu comportamiento, no lo comprendo, no lo comprendo, cuando te veo buscarme con tal pasión y empeño como si de ello dependiese tu felicidad; no comprendo cómo nos amaste hasta ese extremo, podías haber inventado otras formas menos dolorosas para ti, y nos hubieras salvado lo mismo, pero no, sino que “tanto amó Dios al mundo, que entregó (traicionó) a su propio Hijo”.  Y todo esto es verdad, sí, es verdad que existes y me amas y me buscas así.

Con verdadera pasión de amor te pregunto: ¿No eres Dios?  ¿Pues no eres infinito? Tú en el sagrario siempre te estás ofreciendo en amistad permanente y verdadera... Tú no te cansas, Tú no te arrepientes de esperar, Tú no te aburres, porque estás  siempre esperando, siempre amando, siempre perdonando a los hombres, siempre soñando con los hombres. Aquel cuya delicia es estar con los hijos de los hombres, lleva dos mil años esperándonos, poniendo de  manifiesto que lo que dijo: “me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos” ; es verdad que nos quieres y buscas mi cercanía y la amistad con los hombres y no solo para salvarlos sino  porque eres feliz amando así y quieres que seamos felices en tu amistad, eternamente felices e iguales a Tí en eternidad, en cielo, en Trinidad, nos quieres hacer iguales a Ti, para que vivamos tu misma vida, felicidad, amor haciéndonos hijos en el Hijo, en amados y predilectos del Padre como el Amado, para que el Padre no vea diferencia entre Tú y nosotros y ponga en nosotros todas sus complacencias como las puso en  Ti.  

Esta presencia permanente de Jesús en el sagrario hacia exclamar a Santa Teresa: «Héle aquí compañero nuestro en el Santísimo Sacramento, que no parece fue en su mano apartarse un momento de nosotros».

Queridos hermanos, muchas veces pienso que, aunque no se hubiera quedado con nosotros en el sagrario, bastaría con lo que hizo por todos nosotros para demostrarnos un amor extremo, para que nosotros estuviéramos para siempre agradecidos a su amor, a su proyecto, a su entrega... Así que no tiene nada de extraño que, cuando las almas llegan a tener experiencia de esto, ya no quieran separarse jamás del amor y la amistad del Señor. Jamás ha existido un santo que no fuera eucarístico, que no pasara largos ratos todos los días ante Jesús sacramentado, en oración silenciosa, adorante, transformante...

La Eucaristía, hermanos, es también el pan que sostiene a cuantos peregrinamos en este mundo, como lo fue también para Elías en el camino hacia el monte Orbe (Cfr.1Re 19, 4-8).“Tomad y comed...” Esta verdad hace exclamar a la liturgia de la Iglesia: «Oh sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida, se celebra el memorial de su pasión, el alma se llena de gracias y se nos da la prenda de la gloria futura». Los mismos signos elegidos por el Señor, el pan y el vino, denotan el carácter de la Eucaristía como alimento estrechamente unido a nuestra vida cristiana, a nuestro desarrollo espiritual, como son la comida y la bebida naturales.

Ya lo había anunciado el mismo Cristo anticipadamente en la multiplicación de los panes y peces: “Si no coméis mi carne y no bebéis mi sangre no tendréis vida en vosotros; el que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna”  (Jn6,54-55). La Eucaristía es el alimento que necesitan para vivir en cristiano tanto los niños como los jóvenes y los adultos y cuando no se come, la debilidad de la vida cristiana, de la vida moral y religiosa se nota y llega a veces a ser extrema.     Uno puede estar débil, flaco, pero cuando se come con hambre el pan de la vida, crece y aumenta la fe, el amor, la esperanza, los deseos de amar a Dios y a los hombres, porque produce tal grado de unión con el corazón y los sentimientos de Cristo que nos contagiamos de Él, que vivimos como Él, como dice San Pablo: “vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí y mientras vivo en esta carne vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mi” (Gal2,20).

Queridos hermanos, por amor a Cristo, para corresponder a tanto amor, hoy no puede faltar la comunión más amorosa y agradecida que podamos, por lo menos hoy, con. 

DÉCIMOTERCERA HOMILÍA DEL JUEVES SANTO

QUERIDOS HERMANOS:“¡Es la pascua del Señor!”   Esta exclamación, que acabamos de escuchar en la primera lectura del libro del Éxodo, nosotros podemos repetirla con más verdad que entonces, en este día del Jueves Santo, porque aquella pascua era figura e imagen de la Pascua definitiva, que iba a instaurar Cristo por la Eucaristía. La Eucaristía es la nueva Pascua de Cristo. Y queremos tomar nota de esta expresión para explicar hoy un poco catequéticamente su contenido.

Sin conocer el Antiguo Testamento nosotros no podemos comprender con profundidad lo que contiene la pascua cristiana, porque la pascua judía es anticipo e imagen de la nueva y definitiva pascua inaugurada por Cristo con su muerte y resurrección.  No se pueden entender en plenitud las palabras y gestos de Cristo en la Última Cena: “Ardientemente he deseado comer esta pascua con vosotros...” si no tenemos presente “el paso de Yahvé”, que liberó a su pueblo escogido de la esclavitud de Egipto, que respetó las casas judías y a sus moradores por haber señalado los dinteles de sus puertas con la sangre del cordero, que comieron esa noche, este paso o pascua de Yahvé, que les llevó luego por el desierto hasta la tierra prometida, que les alimentó con el maná y les dio de beber de la roca viva  y, sobre todo, que hizo posible un pacto de amistad con ellos en las faldas del Monte Sinaí, estableciendo la alianza con su pueblo en la sangre de los becerros sacrificados, celebrando también con esta carne sacrificada la comida del compromiso y de la alianza realizada, mediante el derramamiento de esa sangre sacrificada y derramada sobre el pueblo y sobre el altar, que representaba a Dios, que al ser rociados ambos, quedaban como <consanguíneos>. 

En este Jueves Santo quiero hablaros sobre estas realidades: Pascua, Alianza, Sangre, Banquete sacrificial y demás, para que así comprendáis y celebréis mejor la Pascua de Cristo, instituida por El en este día.

 Cada año el pueblo judío, como estaba mandado, tenía que reunirse para recordar y celebrar estos hechos, mediante una cena ritual, y al hacer memoria de ellos, renovar sus sentimientos de gratitud a Yahvé y pedirle que siguiera renovando en el presente estas maravillas, que había obrado en tiempos pasados, por amor a su pueblo. En este Jueves Santo quiero daros una breve catequesis sobre los contenidos de la expresión: “Es la Pascua del Señor”. Para muchos esta expresión les llevará a recordar el precepto de la Iglesia de “comulgar por Pascua florida”. Pero su contenido es mucho más amplio y, para celebrarla bien, hay que comprender primero lo que encierra.

Queridos hermanos, para explicar mejor estos conceptos podemos hacernos tres preguntas:

1)  Qué fue la Pascua Judía;

2) Qué es la Pascua Cristiana instituida por Cristo;

3) Qué debe ser para nosotros la Pascua Cristiana.

1) La Pascua es el banquete anual que el pueblo judío celebra en conmemoración de la liberación de Egipto. Es el comienzo del éxodo, de la salida de la esclavitud, el comienzo singularísimo de la historia de Israel en el que Yahvé interviene en favor de su pueblo, cumpliendo las promesas de Abraham, para establecer con ellos una alianza, que sellará su existencia como pueblo elegido. En la primera lectura de hoy hemos leído este hecho:

"Dijo Yahvé a Moisés y a Aarón en el país de Egipto: "Este mes será para vosotros el comienzo de los meses; será el primero de los meses del año... Hablad a toda la comunidad de Israel y decid: el día 10 de este mes tomará cada uno para sí una res de ganado menor... lo guardaréis hasta el día 14 del mes; y toda la asamblea de la comunidad de los israelitas lo inmolará entre dos luces. Luego tomarán la sangre y untarán las jambas y el dintel de las casas donde lo coman... Es pascua de Yahvé... La sangre será vuestra señal en las casas donde moráis. Cuando yo vea la sangre, pasaré de largo ante vosotros y no habrá entre vosotros plaga exterminadora, cuando yo hiera al país de Egipto. Este será un día memorable para vosotros y lo celebraréis como fiesta en honor de Yahvé, de generación en generación. Decretaréis que sea fiesta para siempre" (Ex 12,1-14). El Éxodo, pues, abarca la noche de la celebración, el paso del mar Rojo y la alianza en el desierto. El Éxodo es el evangelio del AT, la buena noticia de un Dios que ha salvado a su pueblo y lo seguirá salvando en el futuro.

Esta intervención salvífica de Dios, que, como sabemos, constituye el primer credo de Israel (Dt 26,5-9), va ligada en el relato a la celebración de un sacrificio-banquete:"Este será un memorial entre vosotros y lo celebraréis como fiesta en honor de Yahvé de generación en generación”.

La celebración de la pascua tenía lugar el día 15 del primer mes, (mes de Abib, llamado Nisán después del exilio) comenzando con la tarde del día 14. Es el inicio de la primavera y la noche de la tarde del 14 era precisamente plenilunio: "Cuando os pregunten vuestros hijos”: ¿qué significa para vosotros este rito?, responderéis: Este es el sacrificio de la pascua de Yahvé, que pasó de largo por las casas de los israelitas cuando hirió a los egipcios y salvó vuestras casas" (Ex 12,26-27). Y celebrándolo así es como este rito se convierte en memorial de la Pascua Judía.

2) LA ALIANZA

Dios, que había liberado al pueblo de Israel sacándolo de Egipto, lo conduce al desierto, donde tiene lugar la alianza que establece con él. La alianza, contraída por Dios con su pueblo en el desierto, emplea la sangre con el significado de vida que tenía entre los hebreos y viene a significar la comunión de vida que de ahora en adelante existirá entre Dios y su pueblo. Dice así Dios a Moisés: "Ya habéis visto lo que he hecho con los egipcios y cómo a vosotros os he llevado sobre alas de águila y os he traído a mí. Ahora, pues, si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra; seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa" (Ex19,3-6).

Este rito de la alianza viene a significar que entre Dios y su pueblo se va a dar una vida en común, una alianza. Y cuando esta alianza se rompe por la infidelidad del pueblo, Dios, por los profetas, promete una nueva y definitiva:

"He aquí que vienen días (oráculo de Yahvé) en que yo pactaré con la casa de Israel (y con la casa de Judá) una nueva alianza; no como la alianza que pacté con vuestros padres cuando los tomé de la mano para sacarlos de Egipto, que allí rompieron mi alianza... sino que ésta será la alianza que yo pacte con la casa de Israel... pondré mi ley en sus corazones y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (Jer.31,31-33).

 

             B.- LA PASCUA JUDÍA COMO MEMORIAL: CELEBRACIÓN RITUAL

El memorial va asociado a un rito que tiene como objeto recordar las hazañas que Dios hizo en el pasado y que se vuelven a poner ante los ojos de Yahvé para que recordándolas, Dios actualice la salvación y la liberación concedidas a Israel. El memorial, por excelencia, era la celebración ritual de la pascua mediante la cena anual, en la cual el pueblo recordaba el acontecimiento salvífico, que le había dado su existencia como pueblo y esperaba la presencia continua y salvadora de Dios.

"Dijo, pues, Moisés al pueblo: "Acordaos de este día en que salisteis de Egipto, de la casa de la servidumbre..." (Ex 13,3-10) Es esencialmente repetición de lo que Yahvé había dicho ya a Moisés:"Este será un día memorial para vosotros y lo celebraréis como fiesta en honor de Yahvé de generación en generación” (Ex 12,14).

II.- NUEVO TESTAMENTO: JESUCRISTO: NUEVA PASCUA, NUEVA ALIANZA

Queridos hermanos: la segunda pregunta que nos hacíamos era ésta: ¿qué significó para Jesús celebrar el Jueves Santo la nueva pascua? Dicen los evangelios, que al aproximarse las fiestas de la Pascua judía, Jesús mandó   dos discípulos a un amigo para decirle:“Mi tiempo se ha cumplido: haré la Pascua en tu casa con mis discípulos” (Lc.22,15). Y estando todos reunidos en torno a la mesa para celebrar la Pascua judía, dijo:“Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros” ¿Por qué lo había deseado tanto? Porque en esta última pascua judía con sus discípulos Jesús iba a instituir la pascua suya, la cristiana, la definitiva, la que nosotros celebramos ahora, la que llevó a plenitud lo anunciado y celebrado en la pascua judía. Y ¿cómo lo hizo?  Al terminar de cenar,“tomó un poco de pan y dijo: Tomad y comed todos de él...”

Entramos ya en el Nuevo Testamento. Aquí están las bases de toda la comprensión del misterio eucarístico: "El primer día de los Ázimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dicen sus discípulos”: ¿Dónde quieres que vayamos a hacer los preparativos para que comas el cordero de pascua? "Entonces envía a dos de sus discípulos y les dice: Id a la ciudad; os saldrá al encuentro un hombre llevando un cántaro de agua; seguidle, y allí donde entre, decid al dueño de la casa: el maestro dice:¿Dónde está mi sala, donde pueda comer la pascua con mis discípulos? El os enseñará en el piso superior una sala grande, ya dispuesta y preparada: haced allí los preparativos para nosotros”. Los discípulos salieron, llegaron a la ciudad, lo encontraron todo como les había dicho y prepararon la pascua” (Mc 14,12-16).

Vemos ahora cómo los temas de la Antigua Alianza se concentran ahora en la Eucaristía: pascua, alianza, sacrificio, banquete... Todos ellos vienen sintetizados de forma admirable en el gesto más sencillo que se pueda imaginar: un poco de pan y de vino que Jesús pone, en el  marco de la cena pascual judía, en conexión con su muerte en la cruz. La Eucaristía aparece así al mismo tiempo como el origen y fundamento del nuevo pueblo de Dios, liberado ahora por la muerte pascual de Cristo y fundado en la sangre de la Nueva Alianza, derramada en la cruz…La Eucaristía contiene anticipadamente, sobre todo, el sacrificio mismo de la cruz y la misma víctima pascual que nos es dada a comer para que podamos participar en ella. La Pascua redentora de Cristo fue instituida en la Última Cena por Cristo, después de haber comido la cena pascual judía con sus ritos y oraciones. Y lo hizo, como hemos dicho, cogiendo un poco de pan y vino y diciendo lo que significaban y realizaban: la Nueva y Eterna Pacua cristiana: “Tomad y comed todos de é, esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros”, “tomad y bebed, esta es la sangre que sederrama por todos, haced esto en memoria mia”.

Queridos hermanos: Celebremos la pascua del Señor y sintámonos salvados y redimidos de todos nuestros pecados y participemos en el banquete del Cuerpo y la Sangre de Cristo.. Qué riqueza, qué misterios tan grandes nos da la Eucaristía, como Pascua del Señor. Por eso, ella nos alimenta para llegar a la patria prometida, pero la definitiva, el encuentro glorioso con nuestro Dios Trino y Uno. Para llegar hasta allí, la Eucaristía el camino y el alimento. Celebremos con fe y comamos con hambre de Dios el pan de la nueva vida y de la nueva alianza.

DÉCIMOCUARTA HOMILÍA DEL JUEVES SANTO

 

Queridos hermanos: El año pasado nos hacíamos tres  preguntas: 1)  Qué fue la Pascua judía; 2) Qué es la Pascua cristiana instituida por Cristo; 3) Qué debe ser para nosotros la Pascua Cristiana.

Como también el año pasado respondíamos a las dos primeras, este año vamos a responder a la  tercera pregunta:      ¿Qué debe significar para nosotros la Pascua Cristiana? El Jueves Santo, la Pascua Cristiana debe hacernos recordar todos los misterios antiguos superados infinitamente por la Nueva Pascua y la Nueva Alianza que es Cristo. Esta pascua la celebramos cada día en la Eucaristía, semanalmente el domingo y anualmente durante la semana santa: Jueves Santo, Viernes Santo y Domingo de Resurrección. Lo hacemos así porque El nos lo mandó: “Haced esto en conmemoración mía.” Y nosotros, fieles a su mandato, anunciamos la muerte de Cristo y proclamamos su resurrección hasta que Él vuelva (2ª. Lectura). Hoy, Jueves Santo, tenemos que agradecer al Señor estos dones y vivir de su contenido espiritual.

¡Cuánto tenemos que cambiar todos en este sentido!      ¿Por qué es tan poco valorada y celebrada la Pascua Cristiana por los mismos cristianos, cristianos que se alejan de los actos litúrgicos de estos días para irse de vacaciones o asistir a las celebraciones muchas veces folklóricas de las procesiones de Semana Santa, sin querer escuchar una palabra de los sacerdotes, que le expliquen el motivo de la Semana Santa y de las mismas procesiones y centre el corazón de los misterios que celebramos estos días?

¿Qué debe ser para nosotros la Pascua? Dice San Agustín: «Jesús pasó de este mundo al Padre a través de su pasión, abriéndonos a nosotros camino, para que creyendo en su resurrección pasemos también nosotros de la muerte a lavida» (Enarra. in Psal. 120,6).

            La pascua para nosotros, como lo fue para el pueblo                        elegido y, sobre todo,  para Cristo, debe ser un paso, un tránsito nuevo y diverso. San Pablo lo describe muy bien como el paso del hombre viejo de pecado a vida de la gracia, de la muerte espiritual a la vida nueva en Cristo, de la muerte material a la resurrección eterna, a la pascua eterna. No podemos permanecer esclavos como los judíos en Egipto. Con Cristo, a través de la muerte en nosotros del egoísmo, del materialismo y  hedonismo hemos de pasar a la nueva vida; con la pascua del Señor, con su paso de la muerte a la vida, nosotros tenemos que pasar del amor a nosotros mismos y las criaturas al amor y adoración de Dios como lo primero y absoluto de nuestra vida, y esto supone la muerte con sagre de nuestro yo, que tanto se ama y se prefiere a Dios; pasar con más generosidad al amor y servicio de  los hermanos, tener más paciencia, más humildad, más castidad, más fe, que se traducirá, como en Jesús,  en dar más la vida por los hermanos. Nos lo dice San Juan: “En esto hemos conocido el amor de Dios, en que El dio su vida por nosotros; también nosotros debemos dar la vida por los hermanos” (Jn3,16).

       “La Pascua de Cristo incluye con la pasión y muerte, también su resurrección. Es lo que recuerda la aclamación del pueblo después de la consagración: «Proclamamos tu resurrección». Efectivamente, el sacrificio eucaristico no sólo hace presente el misterio de la pasión y muerte del Salvador, sino también el misterio de la resurrección, que corona su sacrificio. En cuanto viviente y resucitado, Cristo se hace en la Eucaristía «pan de vida» (Jn 6,35.48), «pan vivo» (Jn 6,51. San Ambrosio lo recordaba a los neófitos, como una aplicación del acontecimiento de la resurrección a su vida: «Si hoy Cristo está en ti, Él resucita para ti cada día»” (De sacramentis, V, 4, 26, 6: CSEL 73,70) (Ecclesia de Eucharistia 14).

Es necesario convertir los ritos pascuales en realidad viviente, en signos vivos de gracia para nosotros y para el mundo. La Pascua de Cristo es la  Eucaristía que construye la Iglesia y crea la comunidad, ésta es  nuestra Pascua, el paso salvador de Dios sobre nosotros. Hermanos, sólo si nos esforzamos por celebrarla y vivirla como Jesús mandó a los Apóstoles, con sus mismos sentimientos y actitudes de amor y de entrega, de perdón y de humildad, de servicio y redención de los pecados, podremos decir: ¡ES LA PASCUA DEL SEÑOR!

Por eso os pido, que por amor a tanto amor de Cristo, no olvidéis de darle gracias por todo lo que nos alcanzó con su pasion, muerte y resurrección, que se hacen presentes en cada Eucaristía, nuestra Pascua permanente del perdón de nuestros pecados. Merece todo nuestro agradecimiento, rezad así:

   -Gracias, Señor, por tu Eucaristía, ardientemente deseada.

   -Gracias, Señor, porque te hiciste pan y vino y te partiste en                trozos para alimentar nuestras débiles fuerzas.  

   -Gracias, Señor, porque en el pan y en el vino te entregas personalmente a cada uno de nosotros en amistad, perdón y salvación.

   -Gracias, Señor, porque nos amaste hasta el extremo de tus fuerzas, hasta el extremo de tu vida, hasta el extremo de los tiempos, hasta el extremo de tu amor.

   -Gracias, Señor, porque en cada Eucaristía nos enseñas silencio, humildad, entrega, olvido de uno mismo para darte a los hermanos.

   -Gracias, Señor, porque cada Eucaristía nos recuerda que somos hermanos y nos invita a compartir amor, vida y preocupaciones con los que comemos el mismo pan.

   -Gracias, Señor, porque todos los días puedo celebrar contigo mi pascua, mi liberación, mi pacto de amistad contigo, mi tránsito del pecado a la vida nueva.

   -Gracias, Señor, porque quieres que celebremos todos los días esta Cena eucarística  en recuerdo de Tí, acordándonos de tu amor apasionado por cada uno de nosotros.

   -Gracias, Señor, porque todos los días Tú nos esperas con impaciencia, con cariño, para ofrecernos juntamente  contigo al Padre en adoración, en Eucaristía perfecta. 

   -Gracias, Señor, por el sacerdocio. Gracias, por tu Eucaristía,

    DÉCIMOQUINTA HOMILÍA DEL JUEVES SANTO

(Día institucional de las Vigilias Eucarísticas Parroquiales, que luego pasaron a llamarse Jueves Eucarísticos, y que celebramos todos los jueves en el Cristo de las Batallas)

 

QUERIDOS HERMANOS:“Tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo... Tomad y bebed todos de él, porque éste el cáliz de mi sangre...” Con estas palabras, continuamente repetidas en la Eucaristía, Jesús nos entrega su persona y su salvación y su evangelio en cada Eucaristía. Si la costumbre o el tiempo hubieran amortiguado en los creyentes la vitalidad y el asombro de la fe en el Misterio Eucarístico, la liturgia de este día nos invita a reavivarla desde la más íntimo de nuestro ser, a contemplarla con la mirada más profunda y amorosa de nuestro corazón, para penetrar en este misterio inefable, que se produjo ante la mirada atónita de los discípulos y que hoy se renueva sin cesar, ante nosotros, en nuestros altares con la misma verdad y realidad de entonces.

Realidad que fue  un tremendo contraste entre la entrega total de amor por parte de Cristo y la traición de Judas y el abandono también de los discípulos. Es la historia que se repite hasta nuestros días y que hace exclamar a Santa Teresa: «¡Oh eterno Padre! ¿Cómo aceptaste que tu Hijo quedase en manos tan enemigas como las nuestras? ¿Es posible que tu ternura permita que esté expuesto cada día a tan malos tratos? ¿No ha de haber quien hable por este amantísimo Cordero? Si tu Hijo divino no dejó nada de hacer para darnos a nosotros, pobres pecadores, un don tan grande como el de la Eucaristía, no permitas ¡oh Señor! que sea tan maltratado. Él se quedó entre nosotros de un modo tan admirable...»  (Camino 35,3).

Pues bien, hermanos, queremos y pedimos a Cristo, que este Jueves Santo sea el comienzo renovado de una mejor forma de tratar a Jesucristo Eucaristía en los tres aspectos principales de sacrificio, comunión y presencia, para que nos llenemos de todos sus dones y gracias eucarísticas, para que Él sea siempre el centro de nuestra vida personal y parroquial, la fuente de agua permanente de nuestro apostolado, y para que también pongamos fin a la cantidad de abandonos y desprecios que Jesús recibe en este sacramento.

Los cristianos fervorosos tampoco pueden olvidar que sin sacerdocio no hay Eucaristía. Jesús los instituyó juntos y unidos en este día del Jueves Santo. Por eso es necesario que el pueblo cristiano se interese y rece por esta realidad esencial para la Iglesia: el sacerdocio católico: que rece por el aumento y santidad de los ministros de la Eucaristía y demás sacramentos de Cristo, por el que es profeta de su Palabra y sacerdote de su sacrificio eucarístico, culmen y fuente de toda gracia, de la cual nace toda su caridad y vida cristiana. Hay que rezar más por la santidad de la Iglesia, especialmente de los sacerdotes y los seminaristas, por los seminarios, para que no falten vocaciones y sean escuelas de oración, santidad y apostolado de hombres que estén unidos a Cristo como los sarmientos a la vid. Por todo esto, teniendo presentes Eucaristía, Santidad y Sacerdocio, hace tiempo que estoy  pensando en establecer una obra apostólica que favorezca el cultivo de estos tres aspectos. Y lo instituimos hoy, después de llevar dos años con vosotros, en este Jueves Santo de 1968.

Es algo muy fácil y sencillo; es un pequeño proyecto eucarístico  que llevo en mi corazón y que, teniendo en cuenta la espiritualidad propia del Jueves Santo, para mayor veneración de la Eucaristía en todos sus aspectos y santificación de nuestra parroquia y contando con vuestra colaboración, quisiera instaurar con otro nombre: se trata de  las antiguas vigilias parroquiales, que empezamos a celebrar ya en 1966, nada más llegar a la parroquia, a las diez de la noche,  y que ahora ya instituimos de una manera oficial y fija para todo el curso parroquial, pero a las cinco de la tarde. También queremos instituir la Visita Permanente Eucarística para dar respuesta al amor total de Cristo en la Eucaristía y para beber continuamente de esta fuente de gracia que mana y corre, aunque no se ve con los ojos de la carne sino solo desde la fe.

Por esta razón institucional quiero en este Jueves Santo referirme especialmente a la Presencia Eucarística. Es difícil para nosotros situarnos en ese clima de intimidad y de amor en el que Jesús realizó este don de su presencia permanente como amigo, como salvador, como maestro, como alimento, todo nos lo entregó el Señor con la Eucaristía. Esta debe ser la espiritualidad de la Vigilia Eucarística de los jueves de cada semana y de la Visita Permanente: aprender directamente, desde su presencia en el sagrario, el evangelio,  su vida de donación y servicio, silencio, humildad, perdón de nuestros olvidos y abandonos, su amor total hasta dar la vida, comulgar con sus actitudes de adoración al Padre y salvación de los hombres. Si Jesucristo nos los da todo y nos lo enseña todo en la Eucaristía y permanece en el sagrario como amigo y confidente, para enseñárnoslo todo, es justo que también nosotros en la Eucaristía y por la Eucaristía tratemos de entregarle todo lo que somos y tenemos, nuestro amor y nuestro tiempo, nuestra vida y nuestra disponibilidad y aprendamos todo esto desde la Eucaristía, que es la mejor escuela de oración, santidad y apostolado. Este es el sentido y fin de estos apostolados eucarísticos.

Queremos retornar y volver continuamente al sagrario como morada de Jesucristo amigo y confidente, queremos que niños, jóvenes, mujeres y hombres se encuentren todos los días con el Amigo Salvador y ofrecido en amistad, queremos escucharle y seguirle como las gentes de Palestina, queremos contarle nuestras alegrías y  nuestras penas, queremos hablarle con toda confianza, visitarle con la plena seguridad de que siempre está en casa, de que siempre nos está esperando, de que siempre nos escucha. Jamás habrá un amigo más atento, mejor dispuesto hacia todo lo nuestro, hacia todo lo que le contemos y pidamos.

Porque nosotros sabemos por la fe y por experiencia oracional, que el Cristo del sagrario se identifica con el Cristo de la Historia y de la Eternidad. No hay dos Cristos, sino uno solo, siempre el mismo, en diversas situaciones. Nosotros, en la Hostia Santa, en cada sagrario de la tierra, poseemos al Cristo de todos los misterios de la Redención: al Cristo sediento de la Samaritana, perdonador de la Magdalena, al Cristo de los brazos abiertos del hijo pródigo, al buen pastor de las ovejas, al Cristo del Tabor, al sufriente y redentor de Getsemaní, al Cristo vivo y resucitado, sentado a la derecha del Padre. Está aquí con nosotros, en cada ciudad, en cada parroquia, en cada sagrario. Y esta presencia debe transformar, orientar y llenar de sentido toda nuestra vida. No podemos adorarlo, decirle te quiero, y luego rechazar su evangelio en nuestra vida, no defender su causa, no propagar su reino, avergonzarnos de ser sus seguidores. Nosotros le amamos y creemos en Él. Y por eso vamos a esforzarnos, para que toda nuestra vida y nuestra parroquia gire en torno a Él, tenga como centro la Eucaristía. Nosotros, creyentes en Cristo, Sacramentado por amor extremo, queremos reunirnos largamente, sin prisas, en horas de la tarde en torno al Señor, al Maestro, al Amigo, al Hijo de Dios, el Redentor de los hombres y del mundo, como el grupo de sus discípulos para escucharle, para sentirle cerca, para amarle, para poner en El nuestra esperanza.  

 Señor, Tú dijiste que donde estuviera nuestro tesoro, allí estaría nuestro corazón. Pues bien, nosotros queremos que Tú seas nuestro tesoro y que, por tanto, nuestro corazón y nuestro gozo estén totalmente en Tí. Pero Tú sabes que esto no basta. Necesitamos  tu gracia y la fe necesita de la presencia de tu amor, porque nos cansa a veces este camino largo y de desierto, estamos muy apegados a nuestro yo que no quiere morir para que vivamos en Ti, esto yo que se prefiere siempre a Ti. Por eso, me da pena el abandono de amistad en que te tenemos los creyentes, a pesar que Tú quisiste quedarte con nosotros precisamente para ayudarnos en la travesía de la fe y de la vida.

Queridos feligreses, por todos estos motivos, queremos convocar a toda la parroquia, para que todos los jueves del año no reunamos de 5,30 a 7,30 para celebrar la Eucaristía y continuar luego, prolongando el diálogo y la acción de gracias en una  oración larga con un marcado sentido eucarístico y sacerdotal, es decir, para orar por los sacerdotes, los seminaristas y el seminario, para pedir el aumento de las vocaciones, para agradecer el sacerdocio católico...

Muchos cristianos tienen la costumbre, a lo largo del día, de detenerse en la iglesia para hacer una visita a Jesús sacramentado. Son momentos de intimidad con el Señor, en los que el creyente se ejercita brevemente en la oración personal, pide, da gracias, dialoga de sus asuntos con el Señor. Lo hace, porque nosotros sabemos que Él está siempre ahí, atentísimo a lo que queramos decirle: una jaculatoria, un acto de fe o de amor, una petición de perdón o de ayuda, o simplemente estar allí con Él, sin decirle nada, porque sabemos que Él está allí, que nos ve... Después, cuando dejamos el templo, como Él es nuestro amigo Salvador, salimos de allí reconfortados, animados, ha crecido en nosotros la paz y la luz que necesitábamos y tenemos deseos de ser más humildes, más prudentes, más castos, ser mejores, empezar de nuevo.

La oración eucarística ante el Santísimo nos ayuda a encontrar al Señor y luego, una vez que nos hemos encontrado,  Jesucristo Eucaristía se convierte en el mejor maestro de oración, santidad y apostolado; poco a poco Él nos va convirtiendo en llama de amor vida, de caridad, de entrega y generosidad.

«Es como llegarnos al fuego, dice Santa Teresa, que aunque le haya muy grande, si estáis desviadas y escondéis la mano, mal os podéis calentar, aunque todavía da más calor que no estar a donde no hay fuego. Mas otra cosa es querernos llegar a él, que si el alma está dispuesta -digo que esté con deseo de perder el frío- y se está allá un rato, queda para muchas horas en calor» (Camino, 35, 1).

La práctica de la visita y oración eucarísticas es algo que tenemos que fomentar por todos los medios a nuestro alcance, firmemente convencidos de que el Señor «en aqueste pan está escondido, para darnos vida, aunque es de noche”, es decir, es po fe, no se ve con los sentidos» (San Juan de la Cruz).El que practique la oración eucarística encontrará en estos encuentros paz y serenidad; Cristo sabrá dar paciencia y fortaleza en la lucha, luz y entusiasmo en la fe, vigor para vencer las tentaciones, profundidad en la convicciones cristianas, fervor en el amor y servicio al Señor: “Venid también vosotros aparte, a un lugar solitario, para descansar un poco”, nos dice a todos el Señor. Es una invitación que no podemos rechazar, es Jesús quien nos lo pide. Quienes la acepten, comprobarán sus beneficios. Nosotros creemos que la Vigilia Eucarística (ahora Jueves Eucarísticos) y la Visita producirán abundantes frutos en nuestra parroquia. Así sea. 

SEGUNDA PARTE

HOMILÍAS DEL CORPUS CHRISTI

PRIMERA HOMILÍA DEL CORPUS CHRISTI

QUERIDOS HERMANOS: Con gozo y emoción estamos celebrando la festividad del Corpus Christi, del Cuerpo y Sangre del Señor. La primera fiesta del Corpus se celebró en la diócesis de Lieja, en el año 1246, por petición reiterada de Juliana de Cornillon. Algunos años más tarde, en el 1264, el Papa Urbano IV hizo de esta fiesta del Cuerpo de Cristo una festividad de precepto para toda la Iglesia Universal, manifestando así la importancia que tiene para la vida cristiana y para la Iglesia la veneración y adoración del Cuerpo Eucarístico de nuestro Señor Jesucristo.

       Jesucristo, el Hijo de Dios y el Salvador del mundo, quiso quedarse con nosotros hasta el final de los tiempos en el pan consagrado, como lo había prometido después de la multiplicación de los panes y de los peces y realizó esta promesa en la noche del Jueves Santo. En la Eucaristía y en todos los sagrarios de la tierra está presente el mismo Cristo venido del seno del Padre, nacido de María Virgen, muerto y resucitado por nosotros. No está como en Palestina, con presencia temporal y mortal sino que está ya glorioso y resucitado, como está desde la resurrección, triunfante y celeste, sentado a la derecha del Padre, intercediendo por nosotros desde el sagrario y en el cielo.

El mismo Cristo que contemplan los bienaventurados en el cielo, es el que nosotros adoramos y contemplamos por la fe en el pan consagrado. Permanece así entre los hombres cumpliendo su promesa:“Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”. Dice Santo Tomás de Aquino en el oficio de las Horas de este día: «En la última cena, después de haber celebrado la Pascua con sus discípulos, cuando iba a pasar de este mundo al Padre, Cristo instituyó este sacramento, como el memorial perpetuo de su pasión... el más grande de los milagros... y les dejó este sacramento como consuelo incomparable a quienes su ausencia llenaría de tristeza...»

El sacramento de la Eucaristía como misa, comunión y presencia de amistad es el mayor de todos los sacramentos, porque contiene al mismo Cristo, el evangelio entero y completo,  la salvación entera y completa, que se hace presente para hacernos partícipes de su vida, alimentando y transformado nuestras vidas, cristificándolas, haciéndolas como la suya.

En este día del Cuerpo y de la Sangre del Señor nos fijamos y veneramos especialmente la Eucaristía como presencia de Cristo en el pan consagrado, como sacramento permanente en el sagrario. «No veas --exhorta San Cirilo de Jerusalén-- en el pan y en el vino meros y naturales elementos, porque el Señor ha dicho expresamente que son su cuerpo y su sangre: la fe te lo asegura, aunque los sentidos te sugieran otra cosa» (Catequesis mistagogicas, IV,6:SCh 126, 138).

«Adorote devote, latens Deitas, seguiremos cantando con el Doctor Angélico. Ante este misterio de amor, la razón humana experimenta toda su limitación. Se comprende cómo, a lo largo de los siglos, esta verdad haya obligado a la teología a hacer arduos esfuerzos para entenderla. Son esfuerzo loables, tanto más útiles y penetrantes cuanto mejor consiguen conjugar el ejercicio crítico del pensamiento con la fe viva de la Iglesia, percibida especialmente en el carisma de la verdad del Magisterio y en la comprensión interna de los misterios, a la que llegan todos sobre todo los santos» (Ecclesia de Eucharistia 15c)

Esta Presencia de Jesús Sacramentado junto a nosotros, en nuestras iglesias, junto a nuestras casas y nuestras vidas, debe convertirse en el centro espiritual de toda la comunidad cristiana, de toda la parroquia y de todo cristiano. Cuando estamos junto al Sagrario estamos con la misma intimidad que si estuviéramos en el cielo en su presencia. Por eso se ha dicho que el sagrario es la puerta del cielo y así los experimentan muchas almas, puesto que el cielo es Dios y el mismo Hijo de Dios que contemplan los bienaventurados del cielo, el mismo, vivo, vivo y resucitado, lo experimentamos nosotros como amigo y confidente en el sagrario. Y esta presencia del Señor en la Eucaristía debe ser amada, correspondida y respetada y tratada por todos los creyentes con mucho cuidado, con mucho amor,  porque nos jugamos toda nuestra vida cristiana. Al entrar en la iglesia hay que mirar al sagrario con amor, tenemos que guardar silencio y compostura en su presencia, pensar y vivir en esos momentos para Él, hacer bien la genuflexión, siempre que podamos,  como signo de adoración y reconocimiento. Cuánta fe, teología y amor hay en una genuflexión bien hecha,  con ternura y mirándole, siempre que se pueda físicamente, y, por el contrario, qué poca fe, qué poca delicadeza  expresa a veces la ligereza de nuestros comportamientos en su presencia eucarística, especialmente en el arreglo y cuidado del sagrario, en las flores y la lámpara siempre encendida, signo de nuestro amor y nuestra fe permanente; con qué facilidad y poco respeto se habla a veces en la iglesia, antes o después de las Eucaristías, como si allí ya no estuviera Dios, el Señor.

       Precisamente nunca debemos olvidar que el Cristo del Sagrario es el mismo que acaba de sacrificarse por nosotros en la misa, de ofrecerse por nuestra salvación y que ahora, en el Sagrario, continúa intercediendo y sacrificándose por nosotros.

Me parecen muy oportunas en este sentido la doctrina y enseñanzas del Directorio:

La adoración eucarística

       «La adoración del Santísimo Sacramento es una expresión particularmente extendida del culto a la Eucaristía, al cual la Iglesiaexhorta a los Pastores y fieles. Su forma primigenia se puede remontar a la adoración que el Jueves Santo sigue a la celebración de la misa en la cena del Señor y a la reserva de las Sagradas Especies. Esta resulta muy significativa del vínculo que existe entre la celebración del memorial del sacrificio del Señor y su presencia permanente en las Especies consagradas.

       La reserva de las Especies Sagradas, motivada sobre todo por la necesidad de poder disponer de las mismas en cualquier momento, para administrar el Viático a los enfermos, hizo nacer en los fieles la loable costumbre de recogerse en oración ante el sagrario, para adorar a Cristo presente en el Sacramento.

       La piedad que mueve a los fieles a postrarse ante la santa Eucaristía, les atrae para participar de una manera más profunda en el misterio pascual y a responder con gratitud al don de aquel que mediante su humanidad infunde incesantemente la vida divina en los miembros de su Cuerpo.   Al detenerse junto a Cristo Señor, disfrutan su íntima familiaridad, y ante Él abren su corazón rogando por ellos y por sus seres queridos y rezan por la paz y la salvación del mundo. Al ofrecer toda su vida con Cristo al Padre en el Espíritu Santo, alcanzan de este maravilloso intercambio un aumento de fe, de esperanza y de caridad. De esta manera cultivan las disposiciones adecuadas para celebrar, con la devoción que es conveniente, el memorial del Señor y recibir frecuentemente el Pan que nos ha dado el Padre”.

       La adoración del Santísimo Sacramento, en la que confluyen formas litúrgicas y expresiones de piedad popular entre las que no es fácil establecer claramente los límites, puede realizarse de diversas maneras:

   -la simple visita alSantísimo Sacramento reservado en el sagrario: breve encuentro con Cristo, motivado por la fe en su presencia y caracterizado por la oración silenciosa.

   -adoración ante el santísimo Sacramento expuesto, según las normas litúrgicas, en la custodia o en la píxide, de forma prolongada o breve;

   -la denominada Adoración perpetua o la de las Cuarenta Horas, que comprometen a toda una comunidad religiosa, a una asociación eucarística o a una comunidad parroquial, y dan ocasión a numerosas expresiones de piedad eucarística.

       En estos momentos de adoración se debe ayudar a los fieles para que empleen la Sagrada Escritura como incomparable libro de oración, para que empleen cantos y oraciones adecuadas, para que se familiaricen con algunos modelos sencillos de la Liturgia de las Horas, para que sigan el ritmo del año litúrgico, para que permanezcan en oración silenciosa. De este modo comprenderán progresivamente que durante la adoración del Santísimo Sacramento no se deben realizar otras prácticas devocionales en honor de la Virgen María y de los santos. Sin embargo, dado el estrecho vínculo que une a María con Cristo, el rezo del Rosario podría ayudar a dar a la oración una profunda orientación cristológica, meditando en él los misterios de la Encarnación y de la Redención». (Directorio, nn. 164-165)

Queridos hermanos: Iniciado este diálogo con el Señor en el sagrario, pronto empezamos a escuchar a Cristo, que en el silencio del templo, sentados delante de Él, nos señala con el dedo y nos dice con lo que está y no está de acuerdo de nuestra vida:  “el que quiera ser discípulo mío, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga” y aquí está el momento decisivo y trascendental: si empiezo a convertirme, si comprendo que amar a Dios es hacer lo que Él quiere: “Amarás al Señor, tu Dios con todo tu corazón, con todas tus fuerzas, con todo tu ser”, si escucho a Cristo que me dice y me pide: “mi comida es hacer la voluntad del que me ha enviado” y empiezo a alimentarme de la humildad, paciencia, generosidad, amor evangélico, del que Él me da ejemplo y practica en el sagrario, si empiezo a comprender que mi vida tiene que ser una conversión permanente a su misma vida, para hacer de mi vida una ofrenda agradable al Padre como la suya, necesitando a cada paso de Cristo, de oírle y escucharle, de recibir orientaciones y fuerza, ayudas, porque yo estaré siempre pobre  y necesiado de su gracia, de su oración, de sus sentimientos y actitudes, si comprendo y me comprometo en  mi conversión, entonces llegaré a cimas insospechadas, al Tabor en la tierra. Podrá haber caídas pero ya no serán graves, luego serán más leves y luego quedarán para siempre las imperfecciones propias de la materia heredada con un genoma determinado, que más que imperfecciones son estilos diferentes de vivir. Siempre seremos criaturas, simples criaturas elevadas sólo por la misericordia y el poder y el amor de Dios infinito.

Y el camino siempre será personal, trato íntimo entre Cristo y el alma, guiada por su Espíritu, que es amor y luz y fuerza, pero que actúa como y cuando quiere. Queridos hermanos, termino esta homilía repitiendo esta idea: me gustaría que todos los feligreses, desde el párroco hasta el niño de primera comunión, cada uno tuviera su tienda junto al sagrario para desde allí escuchar, contemplar, aprender, imitar, y adorar tanto amor, tanta amistad, tanto cielo anticipado pero visto y aprendido directamente del  mismo Cristo. Me gustaría introducir a todos, pero especialmente a los niños y a los jóvenes, sin excluir a nadie, en el sagrario, en este trato diario, íntimo, amoroso, gratificante con Jesucristo Eucaristía. A Él sean dados todo honor y gloria por los siglos de los siglos. mén

 

SEGUNDA HOMILÍA DEL CORPUS CHRISTI

 

QUERIDOS HERMANOS Y AMIGOS: La Eucaristía es una Encarnación continuada, que prolonga no sólo la presencia sino todo el misterio vivido y realizado por Cristo, el Hijo de Dios, enviado por el Padre, por obra del Espíritu Santo. La Eucaristía, como la Encarnación, tienen diversas etapas y aspectos semejantes que deben ser meditados.

En primer lugar, ambas son un don de Dios a los hombres, porque ambas son obra del Espíritu Santo, Supremo Don Divino, y son dones para la salvación de los hombres, por medio del Hijo, encarnado en naturaleza humana en una primera etapa y, luego, en un poco de pan y vino en la segunda; ambas también son una manifestación palpable del amor de Dios al hombre. Si San Juan, refiriéndose a Cristo,  nos dice que “tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo Unigénito”, esta entrega podemos interpretarla tanto en sentido de encarnación como de entrega eucarística; en ambas nos deja la presencia real del Hijo, aunque de diverso modo. De Ana de Gonzaga, princesa del Palatinado, Bossuet cita estas notas íntimas: «Si Dios llevó a cabo cosas tan maravillosas para manifestar su amor en la Encarnación, qué no habrá hecho para consumarlo en la Eucaristía, para darse no en general sino en particular a cada cristiano».

Por parte de Jesucristo, el Hijo de Dios, el motivo esencial en ambas etapas fue siempre el amor extremo. Lo dijo muy claro El: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad”. Y se encarnó. Y antes de la Última Cena nos dice a todos: “Ardientemente he deseado comer esta cena pascual con vosotros”; “Esto es mi Cuerpo, esta es mi sangre, que se entrega por vosotros”; “Permaneceré con vosotros hasta el final de los tiempos”; “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”. Lo maravilloso de todo esto no es que yo ame a Cristo sino que “El me amó primero” y en esto consiste el amor verdadero y misterioso, como dice San Juan, no en que yo quiera ser amigo de Cristo, de Dios, esto es lógico para el que tenga fe, porque Dios es Dios,  lo extraordinario es que Él, que es infinitamente feliz y lo tiene todo,  me ame a mí que soy pura criatura, que no le puedo dar nada que Él no  tenga. 

Por eso, queridos hermanos,  tanto la Encarnación como la Eucaristía son iniciativas divinas. Creer esto, vivirlo, experimentarlo y sentirlo realmente... eso es la mayor felicidad que existe. Resumiendo: La Encarnación y la Eucaristía son obra del amor del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, que se realizan por Cristo; el mismo amor que le movió a bajar a la tierra le movió también a entregarse por nosotros en la cruz y en el pan consagrado y a buscarnos ahora en cada rincón del mundo, para llenarnos de su amor y felicidad.

La Encarnacióny la Eucaristía coinciden también en el sujeto que las realiza: la presencia corporal de Cristo, aunque en diversidad de situación. Y coinciden en su finalidad: la glorificación de la Santísima Trinidad y la salvación de los hombres. Si para que haya Eucaristía se requiere la presencia sacramental de Jesucristo, para que hubiera Encarnación ésta fue esencial. Y si para realizar el sacrificio de Cristo en la cruz, para salvar a los hombres ésta fue necesaria, ahora también es necesaria su presencia para el sacrificio de la Eucaristía, para proclamar su muerte salvadora y el perdón de los pecados. Dice S. Ambrosio: «Si anunciamos la muerte del Señor, anunciamos la redención de los pecados. Si por la Eucaristía en todo tiempo su sangre es derramada, es derramada para  perdón de los pecados».

La Encarnaciónhizo que el Hijo de Dios viniera y habitara en la tierra, la Eucaristía hace que el Hijo de Dios viva y habite hasta el final de los tiempos en el mundo, allí históricamente, en espacio y tiempo, aquí metahistóricamente, más allá del espacio y del tiempo. Pero siempre el mismo Cristo. Las almas eucarísticas no distinguen en la realidad ambas presencias, quiero decir, cuando dialogan con el Señor, lo pasado lo ven como presente, como si lo estuviera realizando ahora y predicando ahora y perdonado ahora y lo viven con el Cristo del evangelio y del cielo y ahora presente en el presente del tiempo y del espacio y de siempre. Quiero deciros unas palabras de S. Francisco de Asís en su testamento: «El Señor me daba una fe tan profunda en las iglesias, que oraba simplemente de esta manera: Te adoro, oh Señor Jesucristo, en todas las iglesias del mundo y te bendigo, porque has redimido al mundo entero por tu cruz. Una iglesia es la casa de Dios, más aún que la casa del pueblo cristiano».

Por eso, incluso el templo católico más pobre está lleno de un misterio, de una presencia, que la habita, y nosotros debemos percibirla por la fe y mejor, por el amor. Toda iglesia está habitada. Posee la presencia real, corporal de Cristo; el sagrario de cada iglesia es la morada de Dios entre los hombres. El pan consagrado es Cristo encarnado no en carne sino en una cosa por su amor extremo al hombre, a cada hombre, también a mí. Debiera pensar cómo correspondo yo a tanto amor y generosidad de Cristo. Esta presencia de Cristo es o puede ser un reproche vivo a mi falta de fe, de amistad, de delicadeza para con Él. Cristo se ha quedado en la Eucaristía para que todo hombre, toda mujer, todo niño puedan entrar y encontrarse continuamente con Él, con el Jesús del evangelio. Todos, por grandes que sean nuestros pecados o abismal nuestra torpeza, podemos  acercarnos a Él, como lo hicieron todos los hombres de su tiempo, los limpios y los pecadores, los leprosos, los tullidos, los necesitados, los ricos y los pobres.

Cuando un cristiano sincero te pregunte qué tiene que hacer para buscar y encontrar al Señor, díle que vaya junto al sagrario, rece alguna oración, o le hable de sus cosas y problemas... o abra el evangelio y medite, o simplemente mire al sagrario, sin hacer nada más que mirar, porque eso es oración: mirar al Señor. La fiesta del Corpus Christi nos recuerda cada año esta presencia maravillosa de Cristo en amistad siempre ofrecida a todos los hombres; seamos agradecidos y visitémosle con frecuencia, todos los días; El se quedó para eso.

El Cristo de las Batallas es un templo que siempre está abierto; qué trabajo cuesta cuando pasas por ahí, decir: el Señor está dentro, voy a entrar a visitarle, a estar un rato con Él. Qué gracias y dones recibirás.

TERCERA HOMILÍA DEL CORPUS CHRISTI

 

QUERIDOS HERMANOS: Hoy es la fiesta del CUERPO Y  DE LA SANGRE DE CRISTO, la fiesta de su presencia amiga en medio de los hombres. El pueblo católico, en estos tiempos tan malos para la fe, va perdiendo poco a poco la clave de su identidad cristiana, que es Cristo Eucaristía. Por eso se secan tantas vidas de jóvenes y adultos bautizados, porque se alejan de la «fuente que mana y corre, aunque es de noche. Aquesta fonte está escondida, en este vivo pan por darnos vida, aunque es de noche. Aquí se está llamando a las criaturas, y de esta agua se hartan aunque a oscuras, porque es de noche» (por la fe).

Creo que en este día, en que vamos a llevar por nuestras calles y plazas a Jesucristo Eucaristía, nosotros, los católicos creyentes y convencidos, debemos exponer con claridad, con valentía y sin complejos, los motivos de nuestra fe y amor a la Eucaristía. Y si alguien nos preguntase por qué cantamos, adoramos y sacamos en procesión este pan consagrado, nosotros respondemos con toda claridad:

 

1.- PORQUE EN ESE PAN EUCARÍSTICO está el Amor del Padre que me pensó para una Eternidad de felicidad con Él, y, roto este primer proyecto por el pecado de Adán, me envió a su propio Hijo, para recuperarlo y rehacerlo, pero con hechos maravillosos que superan el primer proyecto, como es la institución de la Eucaristía, de su presencia permanente entre los hombres. Por eso, la adoramos y exponemos públicamente al “amor de los amores”: “Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”.

 

2.- PORQUE EN ESE PAN EUCARÍSTICO está el Amor del Hijo que se hizo carne por mí, para revelarme y realizar este segundo proyecto del Padre, tan maravilloso que la Liturgia Pascual casi blasfema y como si se alegrase de que el primero fuera destruido por el pecado de los hombres: «¡Oh feliz culpa, que nos mereció un tan grande Salvador!». La Eucaristía y la Encarnación de Cristo tienen muchas cosas comunes. La Eucaristía es una encarnación continua de su amor en entrega a los hombres.

 

3.- PORQUE EN ESE PAN EUCARÍSTICO está el Cuerpo, sangre, alma y Divinidad de Cristo, que sufrió y murió por mí y resucitó para que yo tuviera comunión de vida y amor eternos con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él”; “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo, el que coma de este pan, vivirá para siempre... vivirá por mí...” .

       «La Eucaristía es verdadero banquete, en el cual Cristo se ofrece como alimento. Cuando Jesús anuncia por primera vez esta comida, los oyentes se quedaron asombrados y confusos, obligando al Maestro a recalacar la verdad objetiva de sus palabras: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros» (Jn 6,53). No se trata de alimento metafórico: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida»» (Jn 6,55) (Ecclesia de Eucharistia 16).

 

4.- PORQUE EN ESE PAN EUCARÍSTICO está Jesucristo vivo, vivo y resucitado, que antes de marcharse al cielo... “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. Y en la noche de la Última Cena, cogió un poco de pan y dijo: “Esto es mi cuerpo, esta es mi sangre que se derrama por vosotros” y como Él es Dios, así se hizo y así permanece por los siglos, como pan que se reparte con amor, como sangre que se derramada en sacrificio para el perdón de nuestros pecados. «La eficacia salvífica del sacrificio se realiza cuando se comulga recibiendo el cuerpo y la sangre del Señor. De por sí, el sacrificio eucarístico se orienta a la íntima unión de nosotros, los fieles, con Cristo mediante la comunión: le recibimos a Él mismo, que se ha ofrecido por nosotros; su cuerpo, que Él ha entregado por nosotros en la Cruz; su sangre, «derramada por muchos para perdón de los pecados» (Mt 26,28). Recordemos sus palabras: «Lo mismo que  el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo pr el Padre, también  el que me coma vivirá por míj». Jesús mismo nos asegura que esta unión, que Él pone en relación con la vida trinitaria, se realiza efectivamente» (Ecclesia de Eucharistia 16).

 

5.- PORQUE EN ESTE PAN EUCARÍSTICO está el precio que yo valgo, el que Cristo ha  pagado para rescatarme; ahí está la persona que más me ha querido, que más me ha valorado, que más ha sufrido por mí, el que más ha amado a los hombres, el único que sabe lo que valemos cada uno de nosotros, porque ha pagado el precio por cada uno. Cristo es el único que sabe de verdad lo que vale el hombre,  la mayoría de los políticos, de los filósofos, de tanto pseudo-salvadores, científicos y cantamañanas televisivos no valoran al hombre, porque no lo saben ni han pagado nada por él ni se han jugado nada por él; si es mujer, vale lo que valga su físico, y si es hombre, lo que valga su cartilla, su dinero, pero ninguno de esos da la vida por mí... El hombre es más que hombre, más que esta historia y este espacio, el hombre es eternidad. Solo Dios sabe lo que vale el hombre. Porque Dios pensó e hizo al hombre, y porque lo sabe, por eso le ama y entregó a su propio Hijo para rescatarlo. ¡Cuánto valemos! Valemos el Hijo de Dios muerto y resucitado, valemos la Eucaristía.

 

6.- PORQUE «EN LA SANTÍSIMA EUCARISTÍA SE CONTIENE TODO EL BIEN ESPIRITUAL DE LA IGLESIA, A SABER, CRISTO MISMO, PASCUA Y PAN VIVO QUE DA LA VIDA A LOS HOMBRES, VIVIFICADA Y VIVIFICANTE POR EL ESPÍRITU SANTO» (PO 6) 

 

«...los otros sacramentos, así como todos los ministerios eclesiásticos y obras de apostolado, están íntimamente unidos a la Sagrada Eucaristía y a ella se ordenan». «Ninguna Comunidad cristiana se construye si no tiene su raíz y quicio en la celebración de la santísima Eucaristía, por la que debe, consiguientemente, comenzar toda educación en el espíritu de comunidad» (PO 5 y 6).

Por todo ello y mil razones más, que no caben en libros sino sólo en el corazón de Dios, los católicos verdaderos, los que creen de verdad y viven su fe, adoramos, visitamos y celebramos los misterios de nuestra fe y salvación y nos encontramos con el mismo Cristo Jesús en la Eucaristía.

Queridos hermanos, en este día del Corpus expresemos nuestra fe y nuestro amor a Jesús Eucaristía por las calles de nuestra ciudad, mientras cantamos: «adoro te devote, latens  deitas...». Te adoro devotamente, oculta divinidad, bajo los signos sencillos del pan y del vino, porque quien te contempla con fe, se extasía de amor. ¡Adorado sea el Santísimo Sacramento del Altar!

Esta presencia de Cristo no se puede experimentar y vivir con gozo desde los sentidos, sólo la fe viva y despierta por el amor nos lleva poco a poco a reconocerla y descubrirla y gozar al Señor, al Amado, bajo las especies del pan y del vino. “¡Es el Señor!” exclamó el apóstol Juan en medio de la penumbra y niebla del lago de Genesaret después de la resurrección,  mientras los otros discípulos, menos despiertos en la fe y en el amor, no lo habían descubierto. Si no se descubre su presencia y se experimenta, para lo cual no basta una fe heredada y seca sino que hay que pasar a la fe personal e  iluminada por el fuego del amor,  el sagrario se convierte en un trasto más de la iglesia y una vida eucarística pobre indica una vida cristiana y un apostolado pobre, incluso nulo. Qué vida tan distinta en un seglar, sobre todo en un sacerdote, qué apostolado tan diferente entre una catequista, una madre, una novia eucarística y otra que no ha encontrado todavía este tesoro y no tiene intimidad con el Señor.

Conversar y pasar largos ratos con Jesús Eucaristía es vital y esencial para mi vida cristiana, sacerdotal, apostólica, familiar, profesional... para ser buen hijo, buen padre, buena madre cristiana... A los pies del Santísimo, a solas con Él, con la luz de la lamparilla de la fe y del amor encendidos, aprendemos las lecciones de amor y de entrega, de humildad y paciencia que necesitamos para amar y tratar a todos y también poco a poco nos vamos encontrando con el Cristo del Tabor en el que el Padre tiene sus complacencias y nosotros, como Pedro, Santiago y Juan, algún día luminoso de nuestra fe, cuando el Padre quiera, oiremos su voz desde el cielo de nuestra alma habitada por los TRES que nos dice: “Este es mi Hijo, el amado, escuchadle”.

Venerando y amando a Jesucristo Eucaristía, no solo me encuentro con Él, me voy encontrando poco a poco también con todo el misterio de Dios, de la Santísima Trinidad que le envía por el Padre, para cumplir su proyecto de Salvación, por la fuerza y potencia amorosa del Espíritu Santo, que lo forma y  consagra en el seno de María y en el pan y en el vino, y se nos manifiesta y revela como Palabra y Verbo de Dios, que nos revela todo el misterio de Dios. Venerándole, yo doy gloria al Padre, a su proyecto de Salvación, que le ha llevado a manifestarme su amor hasta el extremo en el Hijo muy amado, Palabra pronunciada y velada y revelada para mí en el sagrario por su Amor personal que es el Espíritu Santo y al contemplarle en esos momentos de soledad y de Tabor, iluminado yo por esa Palabra pronunciada con Amor y por el Amor, el Padre no ve en mí sino al Amado en quien ha puesto todas sus complacencias.

CUARTA HOMILÍA DEL CORPUS

         

Queridos hermanos y hermanas: Jesús lo había prometido:“Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”. Y San Juan nos dice en su evangelio que Jesús: “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”,   hasta el extremo de su amor y fuerzas, dando su vida por nosotros, y hasta el extremo de los tiempos, permaneciendo con nosotros para siempre en el pan consagrado de todos los sagrarios de la tierra.

Sinceramente es tanto lo que debo a esta presencia eucarística del Señor, a Jesús, confidente y amigo, en esta presencia tan maravillosa, que se ofrece, pero no se impone, tratándose de todo un Dios, que, cuando lo pienso un poco, le amo con todo mi cariño, y quiero compartir con vosotros este gozo desde la humildad, desde el reconocimiento de quien se siente agradecido, pero a la vez deudor, necesitado de su fuerza y amor.

Santa Teresa estuvo siempre muy unida a Jesucristo Eucaristía. En relación con la presencia de Jesús en el sagrario, exclama: «¡Oh eterno Padre, cómo aceptaste que tu Hijo quedase en manos tan pecadoras como las nuestras... no permitas, Señor, que sea tan mal tratado  en este sacramento. El se quedó entre nosotros de un modo tan admirable!»

Ella se extasiaba ante Cristo Eucaristía. Y lo mismo todos los santos, que en medio de las ocupaciones de la vida, tenían su mirada en el sagrario, siempre pensaban y estaban unidos a Jesús Eucaristía. Y la madre Teresa de Calcuta, tan amante de los pobres, que parece que no tiene tiempo para otra cosa, lo primero que hace y nos dice que  hagamos, para ver y socorrer a los pobres, es pasar ratos largos con Jesucristo Eucaristía. En la congregación de religiosas, fundada por ella para atender a los pobres, todas han de pasar todos los días largo rato ante el Santísimo; debe ser porque hoy Jesucristo en el sagrario es para ella el más pobre de los pobres, y desde luego, porque para ella, para poder verlo en los pobres, primero hay que verlo donde está con toda plenitud, en la Eucaristía. Y así en todos los santos. Ni uno solo que no sea eucarístico, que no haya tenido hambre de este pan, de esta presencia, de este tesoro escondido, ni uno solo que no haya sentido necesidad de oración eucarística, primero en fe seca y oscura, sin grandes sentimientos, para luego, avanzando poco a poco, llegar a tener una fe luminosa y ardiente, pasando por etapas de purificación de cuerpo y alma, hasta llegar al encuentro total del Cristo viviente y glorioso, compañero de viaje en el sacramento.

LA EUCARISTÍA COMOMISA.

 

       Podemos considerar la Eucaristía como misa, como comunión y como presencia permanente de Jesucristo en la Hostia santa. De todos los modos de considerar la Eucaristía, el más importante es la Eucaristía como sacrificio, como misa, como pascua, como sacrificio de la Nueva Alianza, especialmente la Eucaristía del domingo, porque es el fundamento de toda nuestra vida de fe  y la que construye  la Iglesia de Cristo.

       Voy a citar unas palabras del Vaticano II donde se nos habla de esto: «La Iglesia, por una tradición apostólica que trae su origen del mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que es llamado con razón “día del Señor” o domingo. En este día los fieles deben reunirse a fin de que, escuchando la palabra de Dios y participando de la Eucaristía, recuerden las pasión, la resurrección y la gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios que los hizo renacer a la viva esperanza por la resurrección de Jesucristo entre los muertos (1Pe 1,3). Por esto, el domingo es la fiesta primordial que debe presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles...» (SC 106).

Por este texto y otros,  que podíamos citar, podemos afirmar que, sin Eucaristía dominical, no hay cristianismo, no hay Iglesia de Cristo, no hay parroquia. Porque Cristo es el fundamento de nuestra fe y salvación,  mediante el sacrificio redentor, que se hace presente en  la Eucaristía; por eso, toda Eucaristía, especialmente la dominical, es Cristo haciendo presente entre nosotros su pasión, muerte y resurrección, que nos salvó y nos sigue salvando, toda su vida, todo su misterio redentor. Sin domingo, Cristo no ha resucitado y, si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe y no tenemos salvación, dice San Pablo.

 Sin Eucaristía del domingo, no hay verdadera fe cristiana, no hay Iglesia de Cristo. No vale decir «yo soy cristiano pero no practicante». O vas a Eucaristía los domingos o eso que tú llamas cristianismo es pura invención de los hombres, pura incoherencia, religión inventada a la medida de nuestra comodidad y falta de fe; no es eso lo que Cristo quiso para sus seguidores e hizo y celebró con sus Apóstoles y ellos continuaron luego haciendo y celebrando. La Eucaristía del domingo es el centro de toda la vida parroquial.

Sobre la puerta del Cenáculo de San Pedro, hace ya más de treinta años, puse este letrero: Ninguna comunidad cristiana se construye, si no tiene como raíz y quicio la celebración de la Santísima Eucaristía». Este texto del Concilio nos dice que la Eucaristía es la que construye la parroquia, es el centro de toda su vida y apostolado, el corazón de la parroquia. La Iglesia, por una tradición que viene desde los Apóstoles, pero que empezó con el Señor resucitado, que se apareció y celebró la Eucaristía con los Apóstoles en el mismo día que resucitó, continuó celebrando cada ocho días el misterio de la salvación  presencializándolo por la Eucaristía. Luego, los Apóstoles, después de la Ascensión, continuaron haciendo lo mismo. 

Por eso, el domingo se convirtió en  la fiesta principal de los creyentes. Aunque algunos puedan pensar, sobre todo, porque es cada ocho días, que el domingo es menos importante que otras fiestas del Señor, por ejemplo, la Navidad, la Ascensión, el Viernes o Jueves Santo, la verdad es que si Cristo no hubiera resucitado, esas fiestas no existirían. Y eso es precisamente lo que celebramos cada domingo: la muerte y resurrección de Cristo, que se convierten en nuestra Salvación.

En este día del Señor resucitado, en el domingo, Jesús nos invita a la Eucaristía, a la santa misa, que es nuestra también, a ofrecernos con Él a la Santísima Trinidad, que concibió y realizó este proyecto tan maravilloso de su Encarnación, muerte y resurrección para llevarnos a su misma vida trinitaria. En el ofertorio nos ofrecemos y somos ofrecidos con el pan y el vino; por las palabras de la consagración, nosotros también quedamos consagrados como el pan y el vino ofrecidos, y ya no somos nosotros, ya no nos pertenecemos, y al no pertenecernos y estar consagrados con Cristo para la gloria del Padre y la salvación de los hombres, porque voluntariamente hemos querido correr la suerte de Cristo, cuando salimos de la Iglesia, tenemos que vivir como Cristo para glorificar a la Santísima Trinidad, cumplir su voluntad  y salvar a los hermanos, haciendo las obras de Cristo: “Mi comida es hacer la voluntad de mi Padre”;El que me come vivirá por mí”; ”Como el Padre me ha amado, así os he amado yo: permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor” (Jn15,9). 

En la consagración, obrada por la fuerza del Espíritu Santo, también nosotros nos convertimos por Él, con Él y en Él, en “alabanza de su gloria”, en alabanza y buena fama para Dios, como Cristo fue alabanza de gloria para la Santísima Trinidad y nosotros hemos de esforzarnos también con Él por serlo, como buenos hijos que deben ser la gloria de sus padres y no la deshonra. En la Comunión nos hace partícipes de sus mismos sentimientos y actitudes y para esto le envió el Padre al mundo, para que vivamos por El: “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios mandó al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él” (1Jn 4,8). Esta es la razón de su venida al mundo; el Padre quiere hacernos a todos hijos en el Hijo y que vivir así amados por Él en el Amado. Y eso es vivir y celebrar y participar en la Eucaristía, la santa Eucaristía, el sacrificio de Cristo. Es un misterio de amor y de adoración y de alabanza y de salvación, de intercesión y súplica con Cristo a la Santísima Trinidad. Y esto es el Cristianismo, la religión cristiana: intentar vivir como Cristo para gloria de Dios y salvación de los hombres.

 La Eucaristía dominical  parroquial renueva todos los domingos este pacto, esta alianza, este compromiso con Dios por Cristo, porque es Cristo resucitado y glorioso, quien, en aparición pascual, se presenta entre nosotros y nos construye como Iglesia suya y nos consagra juntamente con el pan y el vino para hacernos partícipes de sus sentimientos y actitudes de ofrenda al Padre y salvación de los hermanos y hacernos ya ciudadanos de la nueva Jerusalén, que está salvada y participa de los bienes futuros anticipándolos, encontrándonos así por la Eucaristía con el Cristo glorioso, llegados al último día y proclamando con su venida eucarística la llegada de los bienes escatológicos, es decir, definitivos: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, VEN, SEÑOR , JESÚS».

Queridos amigos, ningún domingo sin  Eucaristía. Este es mi ruego, mi consejo y exhortación por la importancia que tiene en nuestra vida espiritual. Es que mis amigos no van, es que he dejado de ir hace ya mucho tiempo, no importa, tú vuelve y la Eucaristía te salvará, el Señor te lo premiará con vitalidad de fe y vida cristiana. Los que abandonan la Eucaristía del domingo, pronto no saben de qué va Cristo, la salvación, el cristianismo, la Iglesia... El domingo es el día más importante del cristianismo y el corazón del domingo es la Eucaristía, la Eucaristía, sobre todo, si participas comulgando. Más de una vez hago referencia a unos versos que reflejan un poco esta espiritualidad.

 

Frente a tu altar, Señor, emocionado

veo hacia el cielo el cáliz levantar.

Frente a tu altar, Señor, anonadado

he visto el pan y el vino consagrar.

Frente a tu altar, Señor, humildemente

ha bajado hasta mi tu eternidad.

Frente a tu altar, Señor, he comprendido

el milagro constante de tu amor.

¡Querer Tu que mi barro esté contigo

haciendo templo a quien te ha ofendido!

¡Llorando estoy frente a tu altar, Señor!

 

(Tantos abandonos, tantos pecados, tantas faltas de fe y amor ante un Dios que tanto me quiere, llorando estoy frente a tu altar, Señor)

QUINTA HOMILÍA DEL CORPUS

Queridos hermanos: Las primeras palabras de la institución de la Eucaristía, así como todo el discurso sobre el pan de vida, en el capítulo sexto de San Juan, versan sobre la Eucaristía como alimento, como comida. Lógicamente esto es posible porque el Señor está en el pan consagrado. Pero su primera intención, sus primeras palabras al consagrar el pan y el vino es para que sean nuestro alimento:”Tomad y comed... tomad y bebed...”; “Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida... el que no come mi carne... si no coméis mi carne no tendréis vida en vosotros...” Por eso, en esta fiesta del Cuerpo y de la Sangre del Señor, vamos a hablar de este deseo de Cristo de ser comido de amor y con fe por todos nosotros.

LA EUCARISTÍA COMOCOMUNIÓN

La plenitud del fruto de la Eucaristía viene a nosotros sacramentalmente por la Comunión eucarística. La Eucaristía como Comunión es el momento de mayor unión sacramental con el Señor, es el sacramento más lleno de Cristo que recibimos en la tierra, porque no recibimos una gracia sino al autor de todas las gracias y dones, no recibimos agua abundante sino la misma fuente de agua viva que salta hasta la vida eterna. Por la comunión realizamos la mayor unión posible en este mundo con Cristo y sus dones, y juntamente con Él y por Él, con el Padre y el Espíritu Santo. Por la comunión eucarística la Iglesia consolida también su unidad como Iglesia y cuerpo de Cristo: «Ninguna comunidad cristiana se  construye si no tiene como raíz y quicio la celebración de la sagrada Eucaristía» (PO 6).

Por eso, volvería a repetir aquí todas las mismas exhortaciones que dije en relación con no dejar la santa Eucaristía del domingo. Comulgad, comulgad, sintáis o no sintáis, porque el Señor está ahí, y hay que pasar por esas etapas de sequedad, que entran dentro de sus planes, para que nos acostumbremos a recibir su amistad, no por egoísmo, porque siento más o menos, porque me lo paso mejor o pero, sino principalmente por Él, porque Él es el Señor y yo soy una simple criatura, y tengo necesidad de alimentarme de Él, de tener sus mismos sentimientos y actitudes, de obedecer y buscar su voluntad y sus deseos  más que los míos, porque si no, nunca entraré en el camino de la conversión y de la amistad sincera con Él. A Dios tengo que buscarlo siempre porque Él es lo absoluto, lo primero, yo soy simple invitado, pero infinitamente elevado hasta Él por pura gratuidad, por pura benevolencia.

 Dios es siempre Dios. Yo soy simple criatura, debo recibirlo con suma humildad y devoción, porque esto es reconocerlo como mi Salvador y Señor, esto es creer en Él, esperar de Él. Luego vendrán otros sentimientos. Es que no me dice nada la comunión, es que lo hago por  rutina, tú comulga con las debidas condiciones y ya pasará toda esa sequedad, ya verás cómo algún día notarás su presencia, su cercanía, su amor, su dulzura.     

 Los santos, todos los verdaderamente santos, pasaron a veces  años y años en noche oscura de entendimiento, memoria y voluntad,  sin sentir nada, en purificación de la fe, esperanza y caridad, hasta que el Señor los vació de tanto yo y pasiones personales que tenían dentro y poco a poco pudo luego entrar en sus corazones y llegar a una unión grande con ellos. Lo importante de la religión no es sentir o no sentir, sino vivir y esforzarse por cumplir la voluntad de Dios en todo y para eso comulgo, para recibir fuerzas y estímulos, la comunión te ayudará a superar todas las pruebas, todos los pecados, todas las sequedades. La sequedad, el cansancio, si no es debido a mis pecados, no pasa nada. El Señor viene para ayudarnos en la luchas contra los pecados veniales consentidos, que son la causa principal de nuestras sequedades.

Sin conversión de nuestros pecados no hay amistad con el Dios de la pureza, de la humildad, del amor extremo a Dios y a los hombres. Por eso, la noche, la cruz y la pasión, la muerte total del yo, del pecado, que se esconde en los mil repliegues de nuestra existencia, hay que pasarlas antes de llegar a la transformación y la unión perfecta con Dios.

Cuando comulgamos, hacemos el mayor acto de fe en Dios y en todo su misterio, en su doctrina, en su evangelio; manifestamos y demostramos que creemos todo el evangelio, todo el misterio de Cristo, todo lo que  ha dicho y ha hecho, creemos que Él es Dios, que hace y realiza lo que dice y promete, que se ha encarnado por nosotros, que murió y resucitó, que está en el pan consagrado y por eso, comulgo.

 Cuando comulgamos, hacemos el mayor acto de amor a quien dijo “Tomad y Comed, esto es mi Cuerpo”, porque acogemos su entrega y su amistad, damos adoración y alabanza a su cuerpo entregado como don, y esperamos en Él como prenda de la gloria futura. Creemos y recibimos su misterio de fe y de amor:“Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida... Si no coméis mi carne no tendréis vida en vosotros...”. Le ofrecemos nuestra fe y comulgamos con sus palabras.

Cuando comulgamos, hacemos el mayor acto de esperanza, porque deseamos que se cumplan en nosotros sus promesas y por eso comulgamos, creemos y esperamos en sus palabras y en su persona:“Yo soy el pan de vida, el que coma de este pan, vivirá eternamente... si no coméis mi carne, no tenéis vida en vosotros...”. Señor, nosotros queremos tener tu vida, tu misma vida, tus mismos deseos y actitudes, tu mismo amor al Padre y a los hombres, tu misma entrega al proyecto del Padre... queremos ser humildes y sencillos como Tú, queremos imitarte en todo y vivir tu misma vida, pero yo solo no puedo, necesito de tu ayuda, de tu gracia, de tu pan de cada día, que alimenta estos sentimientos. Para los que no comulgan o no lo hacen con las debidas disposiciones, sería bueno meditasen este soneto de Lope de Vega, donde Cristo llama a la puerta de nuestro corazón, a veces sin recibir  respuesta:

¿Qué tengo yo que mi amistad procuras,

qué interés se te sigue, Jesús mío,

que a mi puerta cubierto de rocío

pasas las noches del invierno oscuras?

 

¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,

pues no te abrí! ¡qué extraño desvarío,

si de mi ingratitud el hielo frío

secó las llagas de tus plantas puras!

 

¡Cuántas veces el ángel me decía:

<Alma, asómate ahora a la ventana

verás con cuánto amor llamar porfía¡>

 

¡Y cuántas, hermosura soberana,

<mañana le abriremos>, respondía,

para lo mismo responder mañana!

¿Habrá alguno de vosotros que responda así a Jesús? ¿Habrá corazones tan duros entre vosotros y vosotras, hermanos creyentes de esta parroquia? Que todos abramos las puertas de nuestro corazón a Cristo, que no le hagamos esperar más. Todos llenos del mismo  deseo, del mismo amor de Cristo; así hay que hacer Iglesia, parroquia, familia. Cómo cambiarían los pueblos, la juventud, los matrimonios, los hijos, si todos comulgáramos al mismo Cristo, el mismo evangelio, la misma fe. Cuando comulguéis, podéis decirle: Señor, acabo de recibirte, te tengo en mi persona, en mi alma, en mi vida, en mi corazón, que tu comunión llegue a todos los rincones de mi carácter, de mi cuerpo, de mi lengua y sentidos, que todo mi ser y existir viva unido a Ti, que no se rompa por nada esta unión, qué alegría tenerte conmigo, tengo el cielo en la tierra porque el mismo Jesucristo vivo y resucitado que sacia a los bienaventurados en el cielo, ha venido a mí ahora; porque el cielo es Dios, eres Tú, Dios mío, y Tú estás dentro de mí. Tráeme del cielo tu resurrección, que al encuentro contigo todo en mí resucite, sea vida nueva, no la mía, sino la tuya, la vida nueva de gracia que me has conseguido en la misa; Señor, que esté bien despierto en mi fe, en mi amor, en mi esperanza; cúrame, fortaléceme, ayúdame y si he de sufrir y purificarme de mis defectos, que sienta que tú estás conmigo.

¡Eucaristía divina! ¡Cómo te deseo! ¡Cómo te necesito! ¡Cómo te busco! ¡Con qué hambre de tu presencia camino por la vida! Te añoro más cada día, me gustaría morirme de estos deseos que siento y que no son míos, porque yo no los sé fabricar ni  todo esto que siento. ¡Qué nostalgia de mi Dios cada día! Necesito comerte ya, porque si no moriré de ansias del pan de vida. Necesito comerte ya para amarte y sentirme amado. Quiero comer para ser comido y asimilado por el Dios vivo. Quiero vivir mi vida siempre en comunión contigo.

SEXTA HOMILÍA DEL CORPUS

Queridos hermanos: Estamos en la festividad del Corpus y la mejor manera de celebrar este día es mirar con amor a Cristo en su presencia eucarística, desde donde nos está expresando su amor, entregándonos su salvación y dándose permanentemente en amistad a todos los hombres. El se quedó con todo su amor; nosotros, al menos hoy, debemos corresponder a tanto amor, adorándole, venerándole, mirándole  agradecidos en su entrega hasta el extremo.

          LA EUCARISTÍA COMO PRESENCIA

Cuando celebramos la Eucaristía, después de haber comulgado, el pan consagrado se guarda en el sagrario para la comunión de los enfermos y para la veneración de los fieles. Allí permanece el Señor vivo y resucitado en Eucaristía perfecta, es decir, no estáticamente, como si fuera un cuadro, una imagen, sino vivo, dinámico, ofreciendo al Padre su vida por nosotros, intercediendo por todos, dando su vida por los hombres. Es un misterio, un sacramento permanente de amor y salvación. Pablo VI en su encíclica Mysterium fidei nos dice: «Durante el día, los fieles no omitan la visita al Santísimo Sacramento... La visita es prueba de gratitud, signo de amor y deber de adoración a Cristo Nuestro Señor, allí presente».

Cada uno de nosotros puede decirle al Señor: Señor, sé que estás ahí, en el sagrario. Sé que me amas, me miras, me proteges y me esperas todos los días. Lo sé, aunque a veces viva olvidando esta verdad y me porte como tú no mereces ni yo debiera. Quisiera sentir más tu presencia y ser atrapado por este ardiente deseo, que se llama Jesús Eucaristía, porque  cuando se tiene, ya no se cura.

Quiero saber, Señor, por qué me buscas así, por qué te humillas tanto, por qué vienes en mi busca haciéndote un poco de pan, una cosa, humillándote más que en la Encarnación, en  que te hiciste hombre. Tú que eres Dios y todo lo puedes ¿por qué te has quedado aquí en el sagrario? ¿Qué  puedo yo darte que tú no tengas?

Y Jesús nos dice a todos algo que no podemos comprender bien en la tierra sino que tenemos que esperar al cielo para saberlo: Lo tengo todo menos tu amor, si tú no me lo das. Y sin ti no puedo ser feliz. Vine a buscarte y quiero encontrarte para vivir una amistad eterna que empieza en el tiempo. Y es que debemos de valer mucho para el Padre, por lo mucho que nos ama y ha sufrido por nosotros el Hijo. Nosotros no nos valoramos todo lo que valemos. Solo Dios sabe lo que vale el hombre para El: “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero y envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados” (1Jn 4,3).

Entonces, Señor, si yo valgo tanto para Ti, más que lo que yo me valoro y valoro a mis hermanos, ayúdame a descubrirlo y a vivir sólo para Ti, que tanto me quieres, que me quieres desde siempre y para siempre, porque Tú me pensaste desde toda la eternidad. Quiero desde ahora escucharte en visitas hechas a tu casa, quiero contarte mis cosas, mis dudas, mis problemas, que ya los sabes, pero que quieres escucharlos nuevamente de mí, quiero estar contigo, ayúdame a creer más en Ti, a quererte más y esperar  y buscar más tu amistad:

Estáte, Señor, conmigo, siempre, sin jamás partirte,

y, cuando decidas irte,

llévame, Señor, contigo,

porque el pensar que te irás,

me causa un terrible miedo,

de si yo sin ti me quedo,

de si tú sin mí te vas.

                                          

Llévame en tu compañía,

donde tu vayas, Jesús,

porque bien sé que eres tú

la vida del alma mía;

si tu vida no me das,

yo sé que vivir no puedo,

ni si yo sin ti me quedo,

ni si tú sin mí te vas.

 

 

Las puertas del sagrario son para muchas almas las puertas del cielo y de la eternidad ya en la tierra, las puertas de la esperanza abiertas; el sagrario para la parroquia y para todos los creyentes es “la fuente que mana y corre”, aunque no lo veamos con los ojos de la carne, porque la Eucaristía supera la razón, sino por la fe, que todo lo ve y nos lo comunica; el sagrario es el maná escondido ofrecido en comida siempre, mañana y noche, es la tienda de la presencia de Dios entre los hombres. Siempre está el Señor, bien despierto, intercediendo y continuando la Eucaristía por nosotros ante el altar de la tierra y el altar del Padre en el cielo. Por eso no me gusta que el sagrario esté muy separado del altar y tampoco me importaría si está sobre un altar en que ordinariamente no se ofrece la misa. El sagrario para la parroquia es su corazón, desde donde extiende y comunica la sangre de la vida divina a todos los feligreses y al mundo entero. Lo dice Cristo, el evangelio, la Iglesia, los santos, la experiencia de los siglos y de los místicos...

 

Así los expresa San Juan de la Cruz:

 

Qué bien sé yo la fuente que mana y corre,

aunque es de noche.

Aquesta fonte está escondida,

en esta pan por darnos vida,

aunque es de noche.                                                   

Aquí se está llamando a las criaturas,

y de este agua se hartan aunque a oscuras,

porque es de noche.

Aquesta eterna fonte que deseo,

en este pan de vida yo la veo,

 aunque es de noche.

(Es por la fe, que es oscura al entendimiento)

 

Para San Juan de la Cruz, como para todos los que quieran adentrarse en el misterio de Dios, tiene que ser a oscuras de todo lo humano, que es limitado para entender y captar al Dios infinito.  Por eso hay que ir hacia Dios  «toda ciencia trascendiendo», para meterse en el Ser y el Amor del Ser y del Amor Infinito que todo lo supera. Para las almas que llegan a estas alturas, sólo hay una realidad superior a estos ratos de oración silenciosa y contemplativa ante el sagrario: la Eternidad en el Dios Trinitario, la visión cara a cara de la Santísima Trinidad en su esencia infinita, en el éxtasis trinitario y eterno, hasta donde es posible a la pura criatura.

Por eso, aunque nosotros no lo comprendamos, muchas de estas almas desean de verdad morir para ir a Dios, porque los bienes de esta vida no les dicen  nada. Es lo más lógico y fácil de comprender: «Vivo sin vivir en mí y de tal manera espero, que muero porque no muero. Sácame de aquesta vida, mi Dios y dáme la muerte, no me tengas impedida en este lazo tan fuerte, mira que peno por verte y mi mal es ta entero, que muero porque no muero». Solo desean el encuentro total con Cristo, a quien han llegado a descubrir en la Eucaristía y ya no quieren otra compañía. Nosotros, si tuviéramos estas vivencias, también lo desearíamos. Es cuestión de amor. Si subiéramos hasta esas cumbres, nos quemaríamos también.

Para eso hay que purificarse mucho, en el silencio, sin testigos ni excusas ni explicaciones, renunciando a nuestra soberbia, envidia, ira, lujuria..., sólo deseando al Señor y cumplir su voluntad. Hay que dejar que el Señor desde el sagrario nos vaya diciendo y quitando nuestros pecados, sin echarnos para atrás. “Los limpios de corazón verán a Dios”. Sentirse amado es la felicidad humana. Sentirse amado por Dios es la felicidad suprema, que desborda la capacidad del hombre limitado.

Queridos hermanos y hermanas: Jesús lo había prometido:“Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”. Y San Juan nos dice en su evangelio que Jesús: “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo...” hasta el extremo de su amor y fuerzas, dando su vida por nosotros, y hasta el extremo de los tiempos, permaneciendo con nosotros en el pan consagrado de todos los sagrarios de la tierra.

Las almas de Eucaristía, las almas de sagrario, las almas despiertas de fe y amor a Cristo son felices, aún en medio de pruebas y sufrimientos en la tierra, porque su corazón ya no es suyo, ya no es propiedad humana, se lo ha robado Dios y ya no saben vivir sin El: «¿Por qué, pues has llagado aqueste corazón, no lo sanaste? Y, pues me lo has robado, ¿por qué así lo dejaste y no tomas el robo que robaste?» (C.9)

¡Señor, ya que me has robado el corazón, el amor y la vida, pues llévame ya contigo!

SÈPTIMA HOMILÍA DEL CORPUS CHRISTI

 

QUERIDOS HERMANOS: Estamos celebrando la fiesta del Corpus Christi. Todo cuerpo tiene un corazón, es el órgano principal, si el corazón se para, el hombre muere. «Te amo con todo mi corazón», «te lo digo de corazón...» son expresiones que indican que lo que hacemos o decimos es desde lo más profundo y sincero de nuestro ser, con todas nuestras fuerzas. Pues bien, este cuerpo de Cristo Eucaristía que hoy veneramos, tiene un corazón que es el Corazón del Verbo Encarnado. El Corazón eucarístico de Cristo es el que realizó este milagro de amor y sabiduría y poder de la Eucaristía. Este corazón, que está con nosotros en el sagrario y que recibimos en la Comunión, es aquel corazón, que viendo la miseria de la humanidad, sin posibilidad de Dios por el pecado y viendo que los hombres habíamos quedado impedidos de subir al cielo, se compromete a bajar a la tierra para buscarnos y salvarnos: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad”.

Este Corazón, centrado en el amor al Padre y al hombre, con una entrega total y victimal hasta la muerte, es el corazón de Cristo que “me amó y se entregó por mí”, en adoración y obediencia perfecta al Padre hasta el sacrificio de su vida. Y este Corazón está aquí y en cada sagrario de la tierra y este corazón quiero ponerlo hoy, en este día de la festividad del Corpus, del Cuerpo de Cristo, como modelo del nuestro, como ideal de vida que agrada a Dios y salva a los hermanos.

Este Corazón eucarístico de Cristo, puesto en contacto con las miserias de su tiempo: ignorancia de lo divino, odios fratricidas, miserias de todo tipo, incluso enfermedades físicas, morales, psíquicas... fué todo salud, compasión, verdad y vida. Por eso, sabiendo que está aquí con nosotros, en el pan consagrado, ese mismo Corazón de Cristo, porque no tiene otro, debemos ahora meditar en este Corazón que nos amó hasta el extremo en su Encarnación y en el Gólgota, que nos amó y sigue amándonos hasta el extremo en la Eucaristía, pero como de esto ya he hablado en otras fiestas del Corpus, hoy vamos a fijarnos en los rasgos de su corazón amantísimo reflejado en sus palabras que escuchamos esta mañana desde su presencia eucarística y que le siguen saliendo de los más íntimo de su corazón. A través de la lengua, habla el corazón de los hombres.

Jesús, el predicador fascinante que arrastraba las multitudes, haciendo que se olvidaran hasta de comer, el que se sentía bien entre los sencillos y plantaba cara a los soberbios, el que jugaba con los niños y miraba con amor a los jóvenes y con misericordia a los pecadores, tenía el corazón más compasivo y fuerte de la humanidad. Vamos a fijarnos hoy en algunas de sus palabras, que hoy nos las dice  desde el sagrario y le retratan y le dibujan ante nosotros como en un lienzo bellísimo, en una figura en con ojos misericordiosos, llenos de ternura, con su Corazón compasivo y lleno de perdones, con sus manos que nunca se cansaron de hacer el bien:

 

  - “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo”,para estar cerca de los hombres y alimentar y fortalecer la debilidad y el cansancio humano con mi energía divina de amor renovado, de entrega, de entusiasmo, servicio.

  - “Yo soy la luz del mundo”, nos repite todos los días desde el sagrario, para iluminar vuestra oscuridad de sentido de la vida: por qué existimos, para qué vivimos, a donde vamos... yo soy la luz de la verdad sobre el hombre y su trascendencia.

  - “Yo soy el pastor bueno,” “yo soy la puerta” para que el hombre acierte en el camino que lleva a la eternidad, al amor de Dios, a los pastos del amor fraterno, al servicio humano y compasivo de las necesidades humanas, yo soy la puerta de vida personal o familiar honrada, yo soy la puerta de los matrimonios verdaderos, para toda la vida, de las familias unidas, que superan todas las dificultades, de unión y la paz entre los hombres, entre los vecinos.

  - “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”, todo está en mí para vosotros, para que no caigáis en las cunetas del error, de la muerte, de los vicios y pecados que quitan al hombre la libertad, la alegría y lo reducen a las esclavitudes de los vicios, al vacío existencial.

  - “Yo he venido a salvar lo que estaba perdido”; “Yo he venido para que tengáis vida y la tengáis abundante”, os he pensado y creado desde el Padre por amor, os he recreado por amor como Hijo desde la Encarnación, os he redimido y he sufrido la muerte para que tengáis vida eterna, y por la potencia de mi Espíritu, consagro el pan en mi cuerpo y sangre para la salvación del mundo.

  -“Yo he venido a traer fuego a la tierra y sólo quiero que arda”: que ardan de amor cristiano los matrimonios, que ardan de amor y perdón los padres y los hijos, que los esposos ardan de mi amor y superen todos los egoísmos, incomprensiones, que ardan de amor verdadero los jóvenes, los novios, sin consumismos, sin reducirlo sólo a cuerpo... el amor de los míos tiene que ser humilde y sin orgullo, sincero y generoso como el mío, dador de gracias y dones, sin cansancio, sin egoísmos, con ardor y fuego humano y divino.

   - “Si alguien tiene sed que venga a mi y beba... un agua que salta hasta la vida eterna…” es el agua de la vida de gracia, la vida eterna, la misma vida de Dios que es su felicidad eterna, la que quiere compartir con cada uno de nosotros.

Queridos hermanos: repito e insisto: ese corazón lo tenéis muy cerca, late muy cerca de nosotros en la Eucaristía, en la comunión, en el sagrario, está aquí. Pidamos la fe necesaria para encontrarlo  en este pan consagrado, pidámosle con insistencia: “Señor, yo creo, pero aumenta mi fe”. Vivir en sintonía con este Corazón  de Cristo significa amar y pensar como Él,  entregarse en servicio al Padre y a los hombres como Él, en ayuda a todos,  especialmente a los más necesitados, es aceptar su amistad ofrecida aquí y ahora. Esto es lo que pretende y desea con su presencia eucarística. Para esto se quedó en el sagrario. Y esto es lo que le pedimos con fe y amor.

OCTAVA HOMILÍA DEL CORPUS CHRISTI

 

QUERIDOS HERMANOS: Nos hemos reunido este día del Corpus Christi para venerar, adorar y agradecer la presencia eucarística de Jesucristo, nuestro Dios y Señor. Este Cristo ahora viviente en la Hostia santa, que recorrerá nuestras calles esta mañana, es el mismo Cristo del evangelio, que ya permanece en nuestros sagrarios hasta el final de los tiempos, en amistad y salvación permanentemente ofrecidas.

Queridos hermanos: Está con nosotros aquí y ahora, en esta hostia santa, el cuerpo que se dejó tocar por un inmundo y un apestado de aquellos tiempos. Mirad cómo lo dice el evangelista. Se acercan a una aldea Jesús y bastante gente, mujeres, hombres y niños, una pequeña multitud. De pronto se oye un grito, un lamento, es alguien que pide socorro desde un basurero. No se ve a nadie. La gente aprieta el paso para pasar cuanto antes aquel mal olor. Mezclado entre la basura aparece un leproso, la gente huye con las narices tapadas, es un maldito, un castigado por la justicia de Dios, nadie le puede tocar, quien le toque queda impuro y debe ser purificado por el sacerdote. Jesús, el que está con nosotros y vamos a comulgar, es el único que se para, lo mira con amor y se acerca y lo toca; es el mismo evangelista el que nos lo cuenta sorprendido. El leproso ha quedado curado pero Jesús ha quedado manchado según la ley. Sin embargo, Jesús no va al templo para purificarse. Jesús lo ha hecho todo por amor, espontáneamente, no ha podido contenerse, no ha podido reprimir su compasión: es así su corazón, el corazón eucarístico de Jesús. Miremos y contemplemos ahora a este mismo Jesús en la Hostia santa que adoramos y comulgamos. Es el mismo con los mismos sentimientos.

Ahora es en Jericó, la ciudad de las palmeras. Otra vez la gente entusiasmada como siempre, no dejándole caminar ni comer ni descansar. Otra vez un grito desde la orilla del camino. Esta vez la gente no corre, pero le quiere hacer callar. Pero esta vez, como la otra vez y como siempre, Jesús lo ha oído y se para y hace que se pare toda la gente. Ante los necesitados, Jesús nunca huye, Él siempre escucha:“Domine ut videam”. “Señor, que vea”. Y aquel ciego vio y lo siguió, porque sus ojos ya no querían dejar de ver a la persona más buena y comprensiva del mundo. No lo puede remediar. Es así su corazón, el Corazón de Jesús. Y ese corazón está aquí en el pan consagrado, en nuestros sagrarios.

Ahora es en Naím; se encuentra un cortejo fúnebre con una madre viuda, llorando a su hijo muerto, a quien va enterrar. Aquí nadie grita ni llama al maestro, porque van muy apenados y nadie, ni la misma madre, se ha dado cuenta de que pasa por allí el maestro ni sospecha que Jesús pueda prestarle alguna ayuda. Pero Él, sin que nadie le pida nada, se ha anticipado personalmente. Dice el evangelista Lucas: “El Señor, al verla, se compadeció de ella y le dijo: no llores. Luego se acercó, tocó el féretro, los que lo llevaban se detuvieron; Él dijo: “joven, yo te lo mando, levántate. Y se lo entregó a su madre”.” Con su poder divino lo resucitó y nos demuestra que debemos fiarnos de su palabra: “Yo soy la resurrección y la vida, en que cree en mí aunque haya muerto vivirá”. Y ese Jesús está aquí. Y tiene los mismos sentimientos. Y nos ama y se compadece de todos. No lo puede remediar, es así su corazón, el Corazón eucarístico de Jesús.

             Y lo mismo pasó con su amigo Lázaro. En aquella ocasión dicen los evangelios que se emocionó y lloró. Es que siente de verdad nuestros problemas y angustias. Le dio pena de sus amigas Marta y María, que se habían quedado solas, sin su hermano. Fueron a la tumba y allí lloró lágrimas de amor verdadero, nos lo dicen testigos que lo vieron. Y Lázaro resucitó por su palabra todopoderosa. Y luego todos lloraron de alegría. Y nosotros también lloramos de emoción, de saber que es el mismo, que está aquí con nosotros, que nos ama así, como nadie puede amar, porque así lo ha querido Él, que es Dios y todo lo puede, y le hace feliz amándonos así y éste es el camino de amor, misericordia y perdón que Él ha escogido para encontrarse con nosotros, para relacionarse con el hombre. Y Él es Dios, es decir, no nos necesita. Todo lo hace gratuitamente. Su Corazón es así, no lo puede remediar, así es el corazón eucarístico de Jesús.

Y como este amor hacia nosotros es verdadero, no es comedia sino que le nace de lo más profundo de su corazón, en algunas ocasiones, llevado e impulsado por él, está dispuesto a jugarse la vida.

Ahora la escena es en el pórtico de Salomón. Es una multitud de hombres, muy selectos, doctores y peritos de la Ley. Quieren meterle en apuros, dejarle en ridículo y condenarle:“Esta mujer ha sido sorprendida en adulterio. La ley de Moisés manda apedrearla, tú qué dices?” No tiene escapatoria: o deja que apedreen a la mujer y dejará de ser misericordioso y la gente se alejará de Él, porque no cumple su doctrina de perdón a los pecadores, o le apedrean a Él los fariseos, por no cumplir la ley. “¿Tú qué dices?”.

Y si nos lo hubieran preguntado a nosotros sabiendo que como consecuencia de ello, íbamos a perder nuestro dinero, nuestra salud o la misma vida, ¿qué hubiéramos respondido? Pero como dijo el filósofo: el corazón tiene razones que la razón no entiende ni se le ocurren, Jesús empieza a escribir en el suelo.                         

“Tú qué dices”y Jesús ha empezado a escribir, a decirles algo por escrito, no sabemos qué fue, quizás escribió sus pecados o hechos ocultos  de los presentes... no lo sabemos, pero ellos se largaron. Y el Corazón de Jesús, el mismo que está en el sagrario, les habló alto y claro a todos los presentes, para que nosotros también le oigamos: “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. Y nadie tiró la primera ni la segunda ni ninguna... y la mujer quedó sin acusadores. ¡Dios quiera que nosotros tampoco tiremos nunca piedras a los pecadores, que tratemos de conquistarlos para el perdón de Dios, que nunca los lancemos pedradas de condena a los hermanos! Que aprendamos esta lección de perdón y misericordia que nos da el Corazón de nuestro Cristo, el Corazón de Jesús que honramos.

Quiero recordar ahora ante vosotros un hecho que me impresionó tanto que todavía lo recuerdo. Fue en Roma,  en mis años de estudio. Con los obispos españoles del Vaticano II  vimos una película: EL EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO, de Pasolini, y nunca olvidaré los ojos de Cristo a la mujer adúltera y de la mujer adúltera a Cristo; fue de las cosas que más me impresionaron de la película y en mis predicaciones lo saco algunas veces. Qué vio aquella mujer en los ojos de Cristo, que no había visto antes jamás, y menos  en los que la explotaron durante su vida. Qué ternura, qué perdón, qué amor para que saliera de aquella vida de esclava... Aquella mujer no volvió a pecar.

Santa adúltera, ruega por mí al Señor, que yo también sienta su mirada de amor, que me enamore de Él y me libere de todos lo pecados de la carne, de los sentidos, que ya no vuelva a pecar. Santa adúltera, que le mire agradecido como tú y nunca me aparte de Él.

 Los ojos de Cristo son  lagos transparentes en los que se reflejan todas las miserias nuestras y quedan purificadas por su amor, por su compasión, por su perdón....nunca miró con odio, envidia, venganza.“¿Nadie te ha condenado?, yo tampoco, véte en paz y no peques más”. Y la mujer quedó liberada de morir apedreada y fue perdonada de su pecado.

Sin embargo, ante aquellos cumplidores de la ley,  Jesús quedó ya condenado como todos los que se atreven a oponerse a los poderosos. Quedó condenado a muerte en el mismo momento que perdonó a la mujer. Pero el Corazón de Jesús es así, no lo puede remediar, es todo corazón. Y murió en la cruz por todos nuestros pecados, por los pecados del mundo.

Y ese corazón está aquí, y lo estamos adorando y lo vamos a comulgar. Y hoy los papeles se han cambiado, porque Cristo sigue siendo el mismo, pero los pecadores no quiren reconocer su pecado. Cristo reconoció, pero perdonó el pecado de la adúltera: “No quieras pecar más”, le dijo a la mujer. Hay que rezar por los pecadores, para que reconozcan su pecado y se hacer quen a Cristo que no le condena, sino que les quiere decir lo mismo: no pequéis más. Pero esto el mundo actual no quiere reconocerlo, no quiere reconocer que peca. Y para ser perdonados, todos, ellos y nosotros, sólo hace falta acercarse a Él y  convertirse a Él un poco más cada día para ir teniendo todos un  corazón limpio y misericordioso como el suyo, para que Él vaya haciendo nuestro corazón semejante al suyo. Déjate purificar y transformar por Él. Para eso viene en la comunión, para eso se queda en el sagrario, para animarnos, ayudarnos, revisarnos y purificarnos. ¡Corazón limpio y misericordioso de Jesús, haced mi corazón semejante al tuyo!

NOVENA HOMILÍA DEL CORPUS CHRISTI

 

QUERIDOS AMIGOS: La Eucaristía, como todos sabemos, tiene tres aspectos principales, que son Eucaristía como Sacrificio, como Comunión y como Presencia eucarística. En esta festividad del Corpus Christi, que estamos celebrando, la liturgia de la Iglesia quiere que veneremos, adoremos y celebremos especialmente su Presencia Eucarística.

Ya en la Iglesia primitiva había la costumbre de llevarse a Cristo a las casas, en el pan que sobraba de las celebraciones eucarísticas, primeramente, porque no había todavía templos, y segundo, para poder comulgar durante la semana, sobre todo en tiempos de persecución o tratándose de monjes anacoretas. Por Orígenes, autor del siglo II, nos consta que era tal el respeto hacia el sacramento que llevaban a sus casas, que creían pecar si algún fragmento caía por negligencia. Y Novaciano reprueba a los que «saliendo de la celebración dominical y llevando consigo, como se acostumbraba, la Eucaristía, llevan el cuerpo santo del Señor de aquí para allá sin valorarlo». Y todo esto era fruto de la fe, de la convicción profunda que tenía la Iglesia primitiva de que en el pan eucarístico permanecía el Señor. La Iglesia siempre ha defendido y venerado la presencia de Cristo en el pan consagrado. 

Cuando entramos en una iglesia, encontramos una luz  encendida junto al sagrario: esto nos recuerda que allí está presente Cristo en persona, el que vino del Padre, el que murió en la cruz por nosotros, el que vive en el cielo. Por esto, los cristianos serios y verdaderos no pueden olvidar esta presencia y se lo agradecen y corresponden con su visita y oración eucarística. Sin piedad eucarística no hay vida cristiana fervorosa, coherente y apostólica. Por eso, cuánto deben a esta presencia los santos y las santas de todos los tiempos, nuestros padres y madres cristianas que no tuvieron otra Biblia que el sagrario, y aquí lo aprendieron todo para ser buenos cristianos, para amarse como buenos esposos para toda la vida, para  sacrificarse por sus hijos y ser buenos vecinos, para amar y perdonar a todos, aquí se formaron los sacerdotes apostólicos, encendidos del fuego del amor a Dios y a los hombres, trabajando en obras de caridad y de apostolado o dedicando toda su vida a orar por los hermanos en un claustro, según los designios de Dios.

Yo pienso, tengo la impresión a veces de que la diferencia entre una vida cristiana y otra, entre unos matrimonios y otros, entre una parroquia y otra, hasta entre un sacerdote y otro, está en esto, en su relación con Jesucristo Eucaristía, en la vivencia de este misterio. Si la Eucaristía, como dice el Concilio Vaticano II, es el centro y culmen de la vida cristiana y de la evangelización, necesariamente tiene que haber diferencia entre los que la veneran y la viven  como centro y fuente de su vida y los que la tienen como una práctica más, rutinaria y sin vida; unos han encontrado al Señor, dialogan, revisan, programan y se alimentan sus sentimientos y sus actitudes comiendo a Cristo en el pan consagrado y en la oración y trato diario, recibiendo allí fuerza, vitalidad y alegría;  otros no se han encontrado todavía con Él y, por tanto, no tienen ese diálogo y esa fuerza y ese aliento, que se reciben solo de Cristo Eucaristía.

Y la razón es clara: el  cristianismo esencialmente no son ritos ni palabras ni cosas, es una persona, es Jesucristo; si me encuentro con Él, puedo ser cristiano, puedo comprenderlo viviendo su misma vida, cumplir su evangelio, tratar de que otros lo conozcan y le amen y así hacerlos buenos y honrados; si no quiero visitarlo, encontrarme con Él, no puedo comprenderle ni entender su vida,  porque Cristo,  su evangelio,  su amor y a su salvación, no se comprenden hasta que no se viven, hasta que no se experimentan. Por eso es absolutamente imprescindible el encuentro eucarístico con Él para llegar a la verdad completa de la Eucaristía, sólo se puede llegar por su amor, por ese mismo amor que Jesús tuvo al instituirla, que es su Espíritu Santo: “Muchas cosas me quedan por deciros ahora, pero no podéis cargar con ellas por ahora, cuando venga el Espíritu Santo, os llevará hasta la verdad completa”.

Por eso, los que hemos estudiado teología tenemos que tener mucho cuidado de pensar que ya hemos llegado a la verdad completa de la Eucaristía, allí no se llega por ideas o inteligencia, porque entonces sería sólo patrimonio de los teólogos, sino por el Espíritu Santo, por el mismo amor divino que lo programó y lo realizó y lo realiza cada día por la epíclesis, por la invocación al Espíritu-Amor Personal de la Trinidad que nos ama.

Dios sólo se manifiesta y se abre a los puros y sencillos de corazón: “Gracias te doy, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla”. De ahí la necesidad para todos, seglares y sacerdotes, de orar mucho ante ella para poder vivirla,  para conocerla y amarla y vivirla en plenitud y para sentir su salvación y para salvar a los otros.

 Pablo VI confirma esta realidad: «Durante el día, los fieles no omitan el hacer la Visita al Santísimo Sacramento, que debe estar reservado en un sitio dignísimo, con el máximo honor en las Iglesias, conforme a la leyes litúrgicas, puesto que la visita es prueba de gratitud, signo de amor y deber de adoración a Cristo, nuestro Señor allí presente... no hay cosa más suave que esta, nada más eficaz para recorrer el camino de la santidad» (Mysterium fidei).

       Visitemos al Señor Eucaristía todos los días, pasemos un rato contándole nuestras alegrías y nuestras penas, comunicándonos con Él, y veremos cómo poco a poco vamos encontrando al amigo, al confidente, al salvador, a Dios.

Contemplar a Cristo, llegar a escuchar su voz, descubrirle en el pan que lo vela a la vez que nos lo revela, se va aprendiendo poco a poco y hay que recorrer previamente un largo camino de conversión por amor, de purificación y vacío, especialmente aquellos que quieran luego dirigir o tengan que dirigir a otros en este camino de encuentro con Jesucristo Eucaristía. Digo yo que mal lo harán si ellos no lo han recorrido y digo también si no será éste uno de lo mayores males de la Iglesia actual, sin guías expertos en oración eucarística, con indicaciones puramente teóricas y generales, poco atractivas y liberadoras de nuestros pecados y  miserias cuerpo y alma.                     

 En este camino, según los expertos y mapas de ruta de los santos que lo han recorrido, lo primero, más o menos, son visitas breves, rutinarias, rezando oraciones... pero sin posibilidad de diálogo porque no se ha descubierto realmente el misterio, la presencia, solo hay fe, fe teórica y heredada, todavía no personal y así no hay todavía encuentro y no sale el diálogo... Luego vienen pequeños movimientos del corazón, como frases  evangélicas que resuenan en tu corazón dichas por Cristo desde el sagrario, o leyéndolas y meditándolas en su presencia y, al oírlas en tu interior, empiezas a levantar la vista, mirar y dialogar y darte cuenta de que el sagrario está habitado, es  El y así Cristo ha empezado a hacerse presente en nuestra vida, pero de forma directa y personal y así empieza un camino de sorpresas, sufrimientos porque hay que purificar mucho y esto duele: “Con un bautismo tengo que ser bautizado... y cuánto sufro hasta que se complete”.

Iniciado este diálogo, automáticamente empezamos a escuchar a Cristo que en el silencio nos dice con lo que está y no está de acuerdo de nuestra vida:“el que quiera ser discípulo mío, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga” y aquí está el momento decisivo y trascendental: si empiezo a convertirme, si comprendo que amar a Dios es hacer lo que El quiere, si “mi comida es hace la voluntad de mi Padre” y empiezo a alimentarme de la humildad, paciencia, generosidad, amor evangélico del que Él me da ejemplo y practica en el sagrario; si empiezo a comprender que mi vida tiene que ser una conversión permanente, permanente, permanente, toda la vida, convirtiéndome y por tanto necesitando de Cristo, de oírle y escucharle, de ofrecerme con él en la Eucaristía, siempre indigente y pobre de su gracia, de su oración, de sus sentimientos y actitudes, si comprendo y me comprometo en  mi conversión, entonces llegaré a cimas insospechadas, al Tabor en la tierra. Podrá haber caídas pero ya no serán graves, luego serán más leves y luego quedarán para siempre las imperfecciones propias de la materia heredada con un genoma determinado, que más que imperfecciones son estilos diferentes de vivir. Siempre seremos criaturas, simples criaturas elevadas sólo por la misericordia y el poder y el amor de Dios infinito. Y el camino siempre será personal, trato íntimo entre Cristo y el alma, guiada por su Espíritu, que es amor y luz y fuerza, pero que actúa como y cuando quiere.

DÉCIMA HOMILÍA DEL CORPUS CHRISTI

 

QUERIDOS HERMANOS: Estamos celebrando la fiesta del Cuerpo y la Sangre del Señor. Desde la Cena del Señor, la Iglesia siempre creyó en la presencia de Cristo en el pan y en el vino consagrado, pero hasta llegar a esta fiesta universal de la Iglesia Católica, hay que reconocer que la Iglesia ha recorrido un largo camino para llegar a esta comprensión del misterio. A través de los siglos ha ido adquiriendo luz sobre el modo de cultivar la piedad eucarística y  ha ido incorporando a su liturgia y a su vida esta liturgia, teología y  vivencias.

       En la Iglesia primitiva la Eucaristía fue reconocida, siempre amada y públicamente venerada, pero especialmente en el marco de la Eucaristía y de la comunión. Fue ya en el siglo XII cuando se introdujo en Occidente la devoción a la Hostia santa en el momento de la consagración; en el siglo XIII se extendió la práctica de la adoración fuera de la Eucaristía, sobre todo, a partir de la instauración de la fiesta del Corpus Xti por Urbano IV. Ya en el siglo XIV surgió la costumbre de la Exposición Sacramental, y en el Renacimiento se erigió el Tabernáculo sobe el altar. Desde entonces han sido muy variadas las formas con las que la Iglesia ha cultivado la piedad a Jesús Sacramentado: Plegarias eucarísticas comunitarias o personales ante el Santísimo; Exposiciones breves o prolongadas, Adoración Diurna o Nocturna por turnos, Bendiciones Eucarísticas, Congresos Eucarísticos, las Cuarenta Horas, Procesiones, especialmente,  la del Corpus en España e Hispanoamérica, con artísticas Custodias, tronos, altares para la adoración pública a Cristo presente en el pan consagrado.

Fue en este Cuerpo, donde el Hijo de Dios vivió en la tierra, se hizo Salvación para el mundo entero y nos reveló y  manifestó el amor extremo de la Santísima Trinidad: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo Unigénito...”. En este cuerpo y en todas sus manifestaciones se nos ha revelado el amor total del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo: es Cuerpo de la Trinidad, manifestación del amor trinitario, visibilidad del Hijo, revelación del proyecto de Salvación del Padre, obra del Amor del Espíritu Santo. Este cuerpo nos pertenece totalmente:“Tanto amó Dios al mundo...” Es un cuerpo al que nos está permitido besar, adorar, tocar porque está todo lleno de vida, de paz, de entrega, de castidad, de misericordia a los pecadores, de ternura por los pobres y los desheredados, de revelación de los misterios divinos.

Es lo que afirma San Juan en una de sus cartas:“Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos, al Verbo de la Vida... eso es lo que os anunciamos...”. Y todo esto que contempló y palpó el apóstol Juan está ahora en la  Eucaristía, ésta es la nueva encarnación de Dios, éste es el Pensamiento y la Palabra de Dios hecha visible ahora en el pan consagrado, tocada y palpada por los nosotros, que seguimos recibiendo gracias tras gracias por su mediación.

Para esto necesitamos primeramente la fe, creer, don de Dios parar ver como Él ve y reconocerle aquí presente en el pan. Esto es precisamente lo que pedimos en la oración de este día: “Concédenos, Señor, participar con fe en el misterio de tu Cuerpo y Sangre…”. De la fe que se va haciendo vida, nacerá la necesidad de Él, de su gracia, de su ayuda, de su amistad y finalmente la necesidad de no poder vivir sin Él.

Esta celebración litúrgica no debe ser tan sólo el recuerdo del Misterio sino recobrar para nuestra vida cristiana lo que Cristo quiso que fuera su Presencia en la Eucaristía, que no es meramente estática sino  dinámica en los tres aspectos de Eucaristía, comunión y presencia. La Eucaristía fue instituida para ser pascua de salvación y liberación de los pecados del mundo, fue elaborada para ser alimento de la vida cristiana y permanece como intercesión ante el Padre y como salvación  siempre ofrecida a los hombres.

Queridos hermanos: si no adoramos la Eucaristía, es que en realidad no creemos en Cristo presente en la Hostia santa, no creemos que nos esté salvando y llamando a la amistad con Él, porque si creemos, la fe eucarística debe provocar espontáneamente sentimientos de gratitud y correspondencia, de aproximación y adoración. Si no adoramos, es que sólo creemos en un Cristo lejano, que cumplió su tarea y se marchó y ahora sólo nos quedan recuerdos, palabras, imágenes o representaciones muertas pero Él ya no permanece vivo y resucitado entre nosotros. Si creemos de verdad en su presencia eucarística, en un Dios tan cercano, tan extremado en su amor, ésto debe provocar en nosotros una respuesta de amor y correspondencia.

La fe y el amor a  Cristo Eucaristía es el termómetro de nuestra fe en Jesucristo, y, a la vez,  «la fuente que mana y corre, aunque es de noche» (por la fe) de nuestra unión con Dios, de nuestro amor y esperanza sobrenatural, de nuestra generosidad y vida cristiana, de nuestro compromiso apostólico, de nuestros deseos de redención y salvación del mundo, porque todo esto solo lo tiene Cristo, Él es la fuente y fuera de Él nada ni nadie puede darlo.

A la luz de esta verdad examino yo todos los apostolados de la Iglesia, seglares o sacerdotales. Ponerse de rodillas ante Jesucristo y pasar largos ratos junto a Él, es la verdad que salva o critica, que evidencia la sinceridad de nuestras vidas o la condena, que testifica la sinceridad de nuestro dolor por el pecado del mundo, de nuestros hijos, de nuestra sociedad y nuestra intercesión constante ante el Señor o la superficialidad de nuestros sentimientos; aquí se mide la hondura evangélica de nuestros grupos parroquiales, de nuestras catequesis y actividades y compromisos por Cristo en el mundo, en la familia, en la profesión.

Este día del Corpus es <cairós>, el momento y la liturgia oportuna para renovar nuestra devoción a la Eucaristía como sacrificio, como comunión y como visita. Recobremos estas prácticas, si las hubiéramos perdido y potenciemos la visitas, los jueves eucarísticos, la Adoración Nocturna... todas las instituciones que nos ayuden a encontrarnos con Jesucristo Eucaristía, fuente de toda vida cristiana y Único Salvador del mundo.

       «El culto que se da a la Eucaristía fuera de la Misa es de un valor inestimable en la vida de la Iglesia. Dicho culto está estrechamente unido a la celebración del Sacrificio eucarístico. La presencia de Cristo bajo las sagradas especies que se conservan después de la Misa –presencia que dura mientras subsistan las especies del pan y del vino-, deriva de la celebración del Sacrificio y tiende a la comunión sacramental y espiritual. Corresponde a los Pastores animar, incluso con el testimonio personal, el culto eucarístico, particularmente la exposición del Santísimo Sacramento y la adoración de Cristo presente bajo las especies eucarísticas.

       Es hermoso estar con Él y, reclinados sobre su pecho como el discípulo predilecto (cf Jn 13,25), palpar el amor infinito de su corazón. Si el cristianismo ha distinguirse en nuestro tiempo sobre todo por el «arte de la oración», ¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento? ¡Cuántas veces, mis queridos hermanos y hermanas, he hecho esta experiencia y en ella he encontrado fuerza, consuelo y apoyo!» (Ecclesia de Eucharistia 25).Quiero terminar con una estrofa del himno «adoro te devote...» «Señor, en la Eucaristía no veo tus llagas como las vio el Apóstol santo Tomás, pero, sin embargo, aún si verlas, yo hago la misma profesión de fe que hizo él: Señor mío y Dios mío. Haz, Señor, que crea cada día más y te ame más y ponga en Ti mi única esperanza... Oh Jesús, a quien ahora veo velado por el pan, ¿cuándo se realizará esto que tanto deseo en mi corazón? Verte ya cara a cara a  rostro descubierto, para ser eternamente feliz contigo en tu presencia…” Amén.

    

UNDÉCIMA HOMILÍA DEL CORPUS CHRISTI

QUERIDOS HERMANOS: Celebramos hoy la fiesta del Corpus Christi, del Cuerpo y la Sangre del Señor. Hoy adoramos públicamente y cantamos por nuestras calles al Cuerpo del Hijo  encarnado, ese cuerpo humano formado en el seno de la hermosa nazarena, de la Virgen guapa y Madre del alma, María, por la fuerza y la potencia del Amor Personal del Dios Uno y Trino que es el Espíritu Santo. Este cuerpo, hermanos, trabajó y sufrió por nosotros, ese cuerpo  recorrió sudoroso y polvoriento los caminos de Palestina, este cuerpo fue llagado y murió por nosotros en la cruz y resucitó y nos dio la vida nueva de hijos de Dios y herederos del cielo.

En este día vamos a meditar en la Eucaristía como comunión. La comunión, el comer su cuerpo y beber su sangre fue la intención manifestada por Cristo tanto en la promesa de la Eucaristía, que nos trae el evangelio de hoy, como en la institución, de que nos habla la segunda lectura: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo, el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo os daré es mi carne para la vida del mundo”.

Este pan bajado del cielo, que es Cristo, es evocado también en la primera lectura de hoy, donde se nos habla de un hecho acaecido hace ya miles de años, pero que sigue siendo realidad en cuanto a su realización plena en la Eucaristía: el maná bajado del cielo y el agua viva manada de la roca para saciar el hambre y la sed de los israelitas en el desierto eran figura e imagen de la Eucaristía, verdadero pan bajado del cielo para alimentar la  vida y salvación de todos los hombres hasta llegar a la tierra prometida de la vida eterna .

 Los hebreos, después de haber comido el maná, murieron; en cambio, Cristo nos asegura que el verdadero pan bajado del cielo es Él y quien lo coma vivirá eternamente. Por eso, la comunión frecuente es prenda de eternidad: «et futurae gloriae pignus datur», es respuesta de amor al ofrecimiento de Cristo y, recibida con hambre, se convertirá en sacramento de amor entre los hombres, de caridad fraterna, en fuente de vida y comunión y unidad entre los hermanos. Nos dice San Pablo: “El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan”.

Esta unidad de todos en Cristo y en la Iglesia se nos da por este pan: «Dirige tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia, y reconoce en ella la Víctima por cuya inmolación quisiste devolvernos tu amistad, para que fortalecidos con el Cuerpo y Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu» (Plegaria eucarística III). «Justo porque participamos en un solo pan, dice San Juan Damasceno, nos hacemos todos un solo Cuerpo de Cristo, una sola sangre y miembros los unos de los otros, hechos un solo cuerpo con Cristo».

Sin embargo, hermanos, qué pobre es nuestra correspondencia a este amor de Cristo. Frente a la afirmación de Cristo:“si no coméis mi carne no tendréis vida en  vosotros”, nosotros deseamos saciarnos más bien de los bienes de este mundo, que crean cada vez más necesidad de ellos y por eso necesitan ser consumidos ininterrumpidamente y no pueden llenarnos, porque nuestro corazón ha sido creado para hartarse de la hartura de la divinidad; frente al “me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”, nosotros no encontramos tiempo para estar con el Señor, precisamente con Él, que quiso y vino para tener todo el tiempo para nosotros; frente al “ardientemente he deseado comer esta cena pascual con vosotros”, muchos de nosotros no tenemos hambre de su amor ni de su pascua, ni de su pan, de comulgar con frecuncia  ¡Qué pocas comuniones y cuántas primeras comuniones que son últimas! ¿Dónde están los jóvenes bautizados, confirmados? ¿Es que ellos no han sido redimidos, amados, llamados por Cristo al banquete eucarístico? Tan poco entusiasmados se encuentran en la fe y vida cristiana, tan débiles, tan vacíos, tan faltos de sabor santo que no tienen hambre ni gusto para este  pan del cielo, tan flacos que no tienen fuerzas para acercarse hasta él. Este pan del cielo es el único que puede limpiarlos, llenarlos de verdad, de vida y de sentido,  su carne glorificada y resucitada está llena de misericordia y de perdones para tanto desenfreno y pecado, leed el evangelio y lo veréis.

Comulgar conscientemente, con delicadeza y respeto, con fe viva, con tiempo para asimilar lo recibido es la única medicina para curar nuestras enfermedades de espíritu: egoísmos, soberbias, impurezas de la carne, envidias ¡cuánta envidia, a veces entre los mismos que la comen!  La Eucaristía nos enseña a amar, a perdonar  como Cristo. No fuerzas para vencer los odios y rencores, nos hace más amigos a todos.

       «Con la comunión eucarística la Iglesia consolida también su unidad como cuerpo de Cristo. San Pablo se refiere a esta eficacia unificadora de la participación en el banquete eucarístico cuando escribe a los Corintios: “Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan  y un solo cuerpo somos, pues todos particpalmos de un solo pan” (1Cor 10, 16-17). El comentario de San Juan Crisóstomo es detallado y profundo: «¿Qué es, en efecto, el pan? Es el cuerpo de Cristo. ¿En qué se transforman los que lo reciben? En cuerpo de Cristo, pero no muchos cuerpos sino un solo cuerpo. En efecto, como el pan es sólo uno, por más que está compuesto de muchos granos de trigo y éstos se encuentren en él, aunque no se vean, de tal modo que su diversidad desaparece en virtud de su perfecta fusión; de la misma manera, también nosotros estamos unidos recíprocamente unos a otros y, todos juntos, con Cristo» (Homilías sobre la 1 Carta a los Corintios, 24,2: PG 61, 200).

Y esta acción santificadora de Cristo Eucaristía por la comunión continúa luego con la adoración eucarística. Así se lo pedimos, durante la Misa, al Espíritu de Cristo, en la anáfora de la Liturgia de Santiago, para que el cuerpo y la sangre de Cristo «sirvan a todos los que participan de ellos… a la santificación de las almas y los cuerpos» (PO 26, 206).

«El don de Cristo y de su Espíritu que recibimos en la comunión eucaristía colma con sobrada plenitud los anhelos de unidad fraterna que alberga el corazón humano y, al mismo tiempo, eleva la experiencia de fraternidad, propia de la participación común en la misma mesa eucarística, a niveles que están muy por encima de la simple experiencia convivial humana. Mediante la comunión del cuerpo de Cristo, la Iglesia  alcanza cada vez más profundamente su ser «en Cristo como sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad e todo el género humano» ( LG 1).

«A los gérmenes de disgregación entre los hombres, que la experiencia cotidiana muestra tan arraigada en la humanidad, a causa del pecado, se contrapone la fuerza generadora de unidad del cuerpo de Cristo. La Eucaristía, construyendo la Iglesia, crea precisamente por ello comunidad entre los hombres» (Ecclesia de Eucharistia 24).

Si le visitamos todos los días, el Cristo del sagrario nos inyecta humildad con su presencia silenciosa, paciencia con su presencia, llena de misericordia a pesar de tanto abandono y desprecio, amor porque está siempre ofreciéndose en amistad, sencillez, alegría... ¡Pero si tiene tantos deseos de intimar con cada uno de nosotros que se vende por nada, por una sencilla y simple mirada de fe! Él se ha quedado en el pan para darnos su salvación y amistad y Él lo tiene y quiere dárnoslo,  quiere que haya familias unidas y esposos que se quieran y Él es la fuente del amor, que nos une con el lazo irrompible de su caridad; quiere que haya parroquias llenas de vida y sentido comunitario y Él es la el centro y la meta de toda comunidad; quiere que los enfermos sean curados, los tristes consolados, los pobres atendidos, y Él es caridad y medicina para todos los males,  compañía para nuestras soledades y tristezas, el pan para los hambrientos de todo tipo.

Nada ni nadie puede construir un  mundo mejor que Jesucristo Eucaristía, nada ni nadie puede construir mejor la Iglesia y la parroquia que la Eucaristía; podemos y debemos tener reuniones y apostolados de todo tipo, pero “sin mí no podéis hacer nada” y, por eso, Cristo Eucaristía, con su fuerza y cercanía, con sus sentimientos y actitudes, con la vivencia de sentirme amado por Él y saber que siempre es Dios infinito y amigo, hace que en mi corazón y en mi vida personal y apostólica se originen y renueven entusiasmos y deseos de trabajar por Él y por los hermanos, constancia en las empresas, seguridad de que ningún esfuerzo ha sido inútil, certeza de que todo sabe a Eucaristía y vida eterna, sentido pleno a mi vida cristiana o sacerdotal, contemplativa o apostólica, pública o privada.    

Queridos hermanos, que esta fiesta del Corpus avive en nosotros el amor a la Eucaristía, que nos anime a visitarle todos los días, a comulgar mejor y con más frecuencia, que niños, jóvenes y adultos volvamos a sentarnos juntos en la mesa del Señor: “...porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida”, la Eucaristía nos sacia de la hartura de Dios: “el que viene a mí no tendrá más hambre, y el que cree en mi, jamás tendrá más sed”, al mundo no le pueden salvar los políticos ni los filósofos ni los técnicos, sólo Jesucristo si comemos su pan consagrado y comulgamos con su evangelio de amor fraterno, con sus sentimientos de perdón y sus criterios de igualdad entre todos, sólo si vivimos y  amamos como Él nos amó: “en verdad, en verdad os digo,  si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros“; “El pan que yo os daré es mi carne, vida del mundo”.

La Eucaristíaes también el alimento y la semilla de la vida eterna:“El que come mi carne tiene la vida eterna y yo le resucitaré en el último día”, ahí está nuestro Bien y nuestro Mejor Amigo, no es posible mayor unión : “El que come mi carne y bebe mi sangre está en mi y yo en él” “...el que me come,  vivirá por mí”, “ardientemente he deseado comer esta cena pascual con vosotros”. Jesucristo, nuestra comida y banquete, nuestra pascua y alimento lleva veinte siglos preparando la mesa, poniendo los manteles, aderezando el pan y el vino, haciéndonos la eterna invitación.

Queridos hermanos: creamos en Él, esperemos en Él, confiemos en Él, superemos nuestras rutinas o distracciones, exijamos el amor que Él nos da, a pesar de nuestras dudas y recelos, de nuestras crisis de fe y amor eucarístico. Ya lo intuyó el Señor en la misma promesa de la Eucaristía; ante los discípulos, un tanto dudosos:“Jesús les dijo:¿ también vosotros queréis marcharos? Las palabras que os he hablado son espíritu y vida”. Nosotros, con los Apóstoles y todos los que creen y creerán a través de los siglos, le decimos como Pedro: “Señor, a quién vamos a ir¿... tu tienes palabras de vida eterna...” “Señor, danos siempre de ese pan”.

DUODÉCIMA HOMILÍA DEL CORPUS CHRISTI

QUERIDOS HERMANOS: Quiero empezar esta mañana del Corpus con esa estrofa del <Pange lengua> que cantamos hoy y muchas veces en latín en nuestras Exposiciones del Santísimo, y que quiero traducirla para vosotros: “Pange lingua gloriosi corporis  mysterium...”: «Que la lengua humana cante este misterio: la preciosa sangre y el precioso cuerpo». Vamos a cantar, hermanos, a este Cuerpo glorioso que nos amó y se entregó por nosotros, que nació de la Virgen María, que trabajó y se cansó como nosotros, que padeció muy joven la muerte por nosotros y que resucitó y permanece vivo y glorioso en el cielo y aquí en el pan consagrado, en el silencio de los sagrarios de nuestras iglesias; y a esta sangre que se derramó por amor al Padre y a nosotros, para hacer la Nueva y Eterna Alianza de Dios con los hombres en su sangre, el pacto de salvación que ya no se romperá nunca por parte de Dios.

Vamos a cantar y dar gracias al Cuerpo de Cristo, del Hijo Amado del Padre, que ha sido vehículo y causa de nuestra redención. Vamos a adorarlo: “Tantum, ergo, sacramentum, veneremur cernui...” «Adoremos postrados tan grande sacramento», es el tesoro más grande y precioso que tiene la Iglesia y lo guardan en todos sus templos, porque la Iglesia es la esposa, y dice San Pablo, que “esposa es la dueña del cuerpo del esposo”, que es Jesucristo, eternamente presente y haciendo presente su amor y salvación, su entrega y su deseo de estar con los hijos de los hombres, de anticipar el cielo en la tierra para los que lo deseen, porque el cielo es Dios y Dios vivo y resucitado está en el pan consagrado.

Fijaos bien, hermanos, en ese signo tan sencillo, en ese trozo de pan ha querido quedarse verdaderamente con todo su cuerpo, sangre, alma y divinidad el Hijo de Dios, la segunda persona de la Santísima Trinidad, el Verbo y la Palabra eternamente pronunciada y pronunciándose por el Padre en amor de Espíritu Santo para los hombres, en un silabeo amoroso y canto eterno y eternizado de gozo y entrega total en el Hijo... Por eso dice la Biblia: “Realmente ninguna nación ha tenido a Dios tan cercano como nosotros...”.

El Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica dice: “El primer anuncio de la Eucaristía dividió a los discípulos, igual que el anuncio de la pasión los escandalizó”: “Es duro este lenguaje, ¿quién podrá escucharlo?” La Eucaristía y la cruz siempre serán piedras de tropiezo para los discípulos de todos los tiempos. Sacrificio de la cruz y Eucaristía son el mismo misterio y no cesan de ser ocasión de división;¿también vosotros queréis marcharos? Estas palabras de Jesús resuenan a través de todos los tiempos para provocar en nosotros la respuesta de los Apóstoles:“a quién vamos a ir, solo tú tienes palabras de vida eterna”.

Nosotros, como los Apóstoles, le decimos hoy: Señor, nos fiamos de Ti y confiamos en Ti, queremos acoger en la fe y en el amor este don de Ti mismo en la Eucaristía, especialmente en este día del Corpus Christi. En primer lugar, como sacramento de la cruz, como sacrificio permanente de tu amor, perpetuado a través de los signos y palabras de la Última Cena. Dice el Vaticano II: «Nuestro Salvador en la Última Cena, la noche en que fue entregado, instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y su sangre para perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz y confiar así a su Esposa amada, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección...».

Jesús dio la vida por nosotros cruentamente el Viernes Santo, pero anticipó, con su poder, esa realidad salvadora, en la Eucaristía del Jueves Santo, mediante el sacrificio eucarístico, consagrando el pan y el vino, convirtiéndolos en su cuerpo y sangre y que ahora renovamos sobre nuestros altares, para hacer presente todos los bienes de la Redención. Ante este misterio, nuestros sentimientos tienen que ser ofrecernos con Él al Padre en el ofertorio de la Eucaristía, para quedar consagrados con el pan y el vino en la Eucaristía por la invocación al Espíritu Santo en la epíclesis, y después, al salir de la iglesia, como hemos sido consagrados y ya no nos pertenecemos, vivir esa consagración a Dios, cumpliendo su voluntad en adoración y amor extremo y total hasta dar la vida por los hermanos.

Este debe ser con Él nuestro sacrificio agradable a Dios. Esta es en síntesis la espiritualidad de la Eucaristía, lo que la Eucaristía exige y nos da al ser celebrada y comulgada; esto es participar de la Eucaristía “en espíritu y verdad”, no abrir simplemente la boca y comer pero sin comulgar con los sentimientos de Cristo. Y  así es cómo el que comulga o el que contempla o celebra la Eucaristía se va haciendo Eucaristía perfecta y consumada; así es cómo la Eucaristía se convierte para nosotros, según el Vaticano II,  «en fuente y cumbre de toda la vida de la Iglesia», «es la cumbre y, al mismo tiempo, la fuente de donde arranca toda su fuerza…»; «es todo el bien espiritual de la Iglesia, Cristo mismo, en persona». La Eucaristía es la presencia viva de Cristo, el Corazón de Cristo en el corazón de la Iglesia Universal, en el corazón de sus templos católicos  y en el corazón de todos creyentes.

Una vez hecho presente el sacrificio de Cristo en el altar, la Iglesia lo hace suyo para ofrecerlo y ofrecerse a sí misma con Cristo al Padre, para ganar para sí y para el mundo entero las gracias de las Salvación, que encierra este misterio. Por eso, sin Eucaristía, no hay ni puede haber cristianismo ni seguidores ni discípulos de Jesús, ni santidad, ni vida  ni nada verdaderamente cristiano.

Un segundo aspecto de la Eucaristía, absolutamente importante y querido por  Cristo y consiguientemente necesario para la Iglesia, es la comunión. En la intención de Cristo, al instituir  la Eucaristía como alimento y en una cena, esto era directamente pretendido por el signo y por la intención: reunir a todos los suyos en torno a la mesa, para que coman el pan de vida eterna, el pan de la vida nueva de gracia, el pan del cielo.

La comunión eucarística nos introduce en la participación de los bienes últimos y escatológicos: «La aclamación que el pueblo pronuncia después de la consagración se concluye oportunamente manifestando la proyección escatológica que distingue la celebración eucarística (cf 1 Cor 11,26): «…hasta que vuelvas». La Eucaristía es tensión hacia la meta, pregustar el gozo pleno prometido por Cristo (cf Jn 15,11); es, en cierto sentido, anticipación del Paraíso y «prenda de la gloria futura». En la Eucaristía, todo expresa la confiada espera: «mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo». Quien se alimenta de Cristo en la Eucaristía no tiene que esperar el más allá para recibir la vida eterna: la posee ya en la tierra como primicia de la plenitud futura, que abarcará al hombre en su totalidad.

En efecto, en la Eucaristía recibimos también la garantía de la resurrección corporal al final del mundo: “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día” (Jn 6,54). Esta  garantía de la resurrección futura proviene de que la carne del Hijo del hombre, entregada como comida, es su cuerpo en el estado glorioso del resucitado. Con la Eucaristía se asimila, por decirlo así, el «secreto» de la resurrección. Por eso san Ignacio de Antioquia definía con acierto el Pan eucarístico «fármaco de inmortalidad, antídoto contra la muerte» (Carta a los Efesios, 20: PG 5, 661).

Junto a las palabras de Cristo sobre la necesidad de comulgar para vivir su vida: “en verdad, en verdad os digo si no coméis la carne del Hijo de Hombre no tendréis vida en vosotros”, tenemos que poner la advertencia de Pablo: “Así, pues, quien come el pan y bebe el cáliz indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor. Examínese, pues, el hombre a sí mismo, y entonces coma del pan y beba del cáliz; pues el que come y bebe sin discernimiento, come y bebe su propia condenación. Por esto hay entre vosotros muchos flacos y débiles y muchos dormidos”.

Qué valentía la de Pablo, qué claridad... Hay flacos y débiles entre los que comulgan porque realmente no comulgan con la vida de Cristo, sino que comen tan solo su cuerpo sin querer asimilar su vida, su evangelio, sus actitudes. Tendríamos que revisar nuestras Eucaristías, nuestras comuniones a la luz de estas palabras de Pablo y examinarnos para no comer indignamente el Cuerpo de Cristo. No basta comer el cuerpo de Cristo, hay que comulgar más y mejor con su amor, con sus sentimientos y actitudes.   

Y ya para terminar, quiero citar unas palabras de Juan Pablo II, refiriéndose a la Eucaristía como presencia: «La Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico. Jesús nos espera en este sacramento de amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a reparar las faltas graves y delitos del mundo. No cese nunca nuestra adoración». 

Queridos hermanos: Jesús es la Salvación y el Camino, todos los días debemos revisar nuestra vida a la luz de la suya, todos los días debemos pasar a dialogar, consultar, orar y pedir ayuda, fortaleza, perdón de nuestros pecados. No concibo creer en Jesucristo y no visitarle con amor. Amor a Cristo y visita al Señor es lo mismo. En otra ocasión dirá el Papa Juan Pablo II: Poca vida eucarística equivale a poca vida cristiana, poca vida apostólica y sacerdotal, es más, vida en peligro. Lógicamente, vida eucarística abundante será vida rica en todo. Mucha vida eucarística es mucha vida cristiana, apostólica, sacerdotal. Es la que deseo y pido para vosotros y para mí. Amén.

DÉCIMOTERCERA HOMILÍA DELCORPUS CHRISTI 

¿Como pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre" (Sal.116). Estas palabras de un salmo pascual de acción de gracias brotan de lo más hondo de nuestro corazón ante el misterio que hoy celebramos: el misterio del Cuerpo y de la sangre de Cristo Eucaristía.

«Reunidos en comunión con toda la Iglesia», con el papa, los obispos, la Iglesia entera vamos a levantar el cáliz eucarístico invocando el nombre de Dios, alabándole, dándole gracias y ofreciendo la víctima santa para pedir al Padre una nueva efusión de su Espíritu transformante para todos nosotros.

Junto al cuerpo y la sangre de Cristo, Hijo de Dios, entregado por amor y presente en todos los sagrarios de la tierra, piadosamente custodiado por la fe y el amor de todos los creyentes, hemos de meditar una vez mas en las maravillas de este misterio, para reencontrarnos así con el mismo Cristo de ayer, de hoy y de siempre y llenarnos de sus actitudes  de entrega y amor hasta el fin, que nos lleven también a nosotros a dar la vida por los hermanos en una vida y muerte como la suya.

Queremos compartir, con todos los hermanos y hermanas en la fe, nuestra convicción profunda de que el Señor está siempre con nosotros y, en consecuencia, que la Eucaristía, que Él entregó a la Iglesia como memorial permanente de su sacrificio pascual, es «centro, fuente y culmen» de la vida de la comunidad cristiana, porque nos hace presente la persona y los hechos salvadores de Dios encarnado.

 

ENCARNACIÓN Y EUCARISTÍA.- La Encarnación y la Eucaristía no son dos misterios separados sino que se iluminan mutuamente y alcanzan el uno al lado del otro un mayor significado, al hacernos la Eucaristía «compartir hoy la vida divina de aquel que se ha dignado compartir con el hombre (Encarnación) la condición humana» (Prefacio de Navidad).

Está claro que en la comunión eucarística el Hijo de Dios no se encarna en cada uno de los fieles que le comulgan, como lo hizo en el seno de María, sino que nos comunica su misma vida divina, como Él mismo prometió en la sinagoga de Carfanaún (cf. Jn.6,48). De esta forma, la Eucaristía culmina y perfecciona la incorporación a Cristo realizada en el Bautismo y la Confirmación, y en Cristo y por Cristo, formamos un solo cuerpo con Él y con los hermanos, los que comemos el mismo pan (Cor.1cor. 10,16-17).

Esta unión estrechísima entre Encarnación y Eucaristía, entre el Cristo de ayer y de hoy, entre el Cristo hecho presente por la Encarnación y la Eucaristía, es posible y real porque lo que en la plenitud de los tiempos se realizó por obra del Espíritu Santo, solamente por obra suya puede surgir ahora de la memoria de la Iglesia. Es el Espíritu Santo y solamente Él, quien no solo es «memoria viva de la iglesia». Por que con su luz y sus dones nos facilita la inteligencia espiritual de estos misterios y de todo lo contenido en la Palabra de Dios, sino que su acción, invocada en la epíclesis del sacramento, nos hace presente (memorial) las maravillas narradas en la anamnesis (memoria) de todos los sacramentos y actualiza y hace presente en el rito sacramental los acontecimientos salvíficos que son celebrados, especialmente el misterio pascual de Jesucristo, centro y culmen de toda acción litúrgica. La Eucaristía como la Encarnación es la gran obra del Espíritu Santo a favor de la Iglesia.                                                                                   

   

PRESENCIA PERMANENTE.-  Y esta presencia de Cristo en la celebración de la santa Eucaristía no termina con ella, sino que existe una continuidad temporal de su morada en medio de nosotros como Él lo había prometido repetidas veces durante su vida. En el sagrario es el eterno Emmanuel, Dios con nosotros, todos los días hasta el fin del mundo (Mt.28, 20); es la presencia real por antonomasia, no meramente simbólica sino verdadera y sustancial.

Por esta maravilla de la Eucaristía, Aquel, cuya delicia es “estar con los hijos de los hombres” (cfr.Pr.8,31), lleva dos mil años poniendo de manifiesto, de modo especial en este misterio,  que“la plenitud de los tiempos” (Cfr.Gal 4,4) no es un acontecimiento pasado sino una realidad, en cierto modo presente, mediante los signos sacramentales que lo perpetúan. Esta presencia permanente de Jesucristo hacía exclamar a santa Teresa de Jesús: “héle aquí compañero nuestro en el santísimo sacramento, que no parece fue en su mano apartarse un momento de nosotros” (Vida, 22,26). Siempre podemos visitarle, siempre podemos unirnos a Él en su ofrecimiento al Padre desde su presencia eucarística, siempre podemos estar comulgando con sus sentimientos y actitudes.

«Precisamente por eso, es conveniente cultivar en el ánimo este deseo constante del Sacramento eucarístico. De aquí ha nacido la práctica de la <omunión espiritual>, felizmente difundida desde hace siglos en la Iglesia y recomendada por Santos maestros de vida espiritual. Santa Teresa de Jesús escribió: «Cuando… no comulgáredes y oyéredes misa, podéis comulgar espiritualmente, que es de grandísimo provecho…, que es mucho lo que se imprime el amor ansí deste Señor» (Camino de perfección 35,1) (Ecclesia de Eucharistia 34b).

 

PAN DE VIDA. Pero la Eucaristía también, según el deseo del mismo Cristo, quiere ser el alimento de los que peregrinan en este mundo. “Yo soy el pan de vida, quien come de este pan, vivirá eternamente, si no coméis mi carne y no bebéis mi sangre no tenéis vida en vosotros; el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna…” (Jn.6,54-55).

El discurso eucarístico de Jesús, en el capítulo sexto de San Juan, hace exclamar a la Iglesia: «Oh sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida, se celebra el memorial de su pasión, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura». La Eucaristía es el pan de vida, en cualquier necesidad de bienes básicos de vida o de gracia, de salud o de consuelo, de justicia y libertad, de muerte o de vida, de misericordia o de perdón; la Eucaristía debe ser el alimento sustancial para el niño que se inicia en la vida cristiana o para el joven o adulto que sienten la debilidad de la carne, de la soberbia de la vida o para los matrimonios que sienten crujir la ruina de su amor para siempre, o de todo cristiano en la lucha diaria contra el pecado, especialmente como viático para los que están a punto de pasar de este mundo a la casa del Padre. La Eucaristía es el mejor alimento para la eternidad, para llegar hasta el final del viaje con fuerza, fe, amor y esperanza.

La comunión sacramental produce tal grado de unión personal de los fieles con Jesucristo que cada uno puede hacer suya la expresión de San Pablo: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi” (Gal 2,20). La comunión sacramental con Cristo nos hace participes de sus actitudes de entrega, de amor y misericordia, de sus ansias de glorificación del Padre y salvación de los hombres. En la Eucaristía todos somos invitados por el Padre a formar la única iglesia, como misterio de comunión con Él y con sus hijos: "La sabiduría ha preparado el banquete, mezclado el vino y puesto la mesa; ha despachado a sus criados para que lo anuncien  en los puestos que dominan la ciudad: venid a comer  mi pan y a beber el vino que he mezclado" (Pr. 9,2-3.5). No podemos, por tanto, rechazar la invitación y negarnos a entrar como el hijo mayor de la parábola (cf. Lc15, 28.30). Entremos, pues, con gozo a esta casa de Dios y sentémonos a la mesa, que nos tiene preparada para celebrar el banquete de bodas de su Hijo con la humanidad, por medio de la Eucaristía, que es una Encarnación continuada y comamos el pan de la vida preparado por Él con tanto amor y deseos.

       La comunión sacramental nos abre las puertas de la Trinidad, del cielo trinitario, de la bienaventuranza celeste, por el Verbo encarnado y hecho pan de Eucaristía: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡Ven, Señor Jesús!».

«La tensión escatológica suscitada por la Eucaristía expresa y consolida la comunión con la Iglesia celestial. No es casualidad que en las anáforas orientales y en las plegarias eucarísticas latinas se recuerde siempre con veneración a la gloriosa siempre Virgen Maria, Madre de Jesucristo, nuestro Dios y Señor, a los ángeles, a los santos apóstoles, a los gloriosos mártires y a todos los santos. Es un aspecto  de la Eucaristía que merece ser resaltado: mientras nosotros celebramos el sacrificio del Cordero, nos unimos a la liturgia celestial, asociándonos con la multitud inmensa que grita: «La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero» (Ap 7, 10). La Eucaristía es verdaderamente un resquicio del cielo que se abre sobre la tierra. Es un rayo de gloria de la Jerusalén celestial, que penetra en las nubes de nuestra historia y proyecta luz sobre nuestro camino (Ecclesia de Eucharistia 19).

¡Eucaristía divina, cómo te deseo, cómo te amo, con qué hambre de tí camino por la vida, qué ganas de comerte y ser comido por ti, para transformarme totalmente en Cristo!

DÉCIMOCUARTA HOMILÍA DEL CORPUS CHRISTI

Queridos hermanos: Estamos celebrando la fiesta del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, de la Presencia Eucarística de Cristo en medio de nosotros. Y esta fiesta debe ser un motivo para adorar y agradecer este misterio. La Presencia Eucarística en nuestros sagrarios es la presencia de Cristo en medio de nosotros en amistad y salvación permanentemente ofrecidas. Para eso se ha quedado el Señor tan cerca de nosotros.

La instrucción Eucharisticum mysterium  lo expresa así: «La piedad, que impulsa a los fieles a acercarse a la sagrada comunión, los lleva a participar más plenamente en el misterio pascual... permaneciendo ante Cristo el Señor, disfrutan de su trato íntimo, le abren su corazón pidiendo por sí mismos y por todos los suyos y ruegan por la paz y la salvación del mundo. Ofreciendo su vida al Padre por el Espíritu Santo, sacan de este trato admirable un aumento de su fe, esperanza y caridad» (50).

DE LA EUCARISTÍA COMO COMUNIÓN, A LA MISIÓN. 

Cuando la Eucaristía se celebra en latín, la despedida del presidente es «podéis ir en paz», que en latín se dice: «Ite, missa est»; <mitto>,<missus> significa enviar. La liturgia del misterio celebrado envía e invita a todos a cumplir en su vida ordinaria lo que allí han celebrado. Enraizados en la vid, los sarmientos son llamados a dar fruto abundante en el mundo: “yo soy la vid, vosotros sois los sarmientos”.

En efecto, la Eucaristía, a la vez que corona la iniciación de los creyentes en la vida de Cristo, los impulsa también a anunciar el evangelio y a convertir en obras de caridad y de justicia cuanto han celebrado en la fe. Por eso, la Eucaristía es la fuente permanente de la misión de la Iglesia. Allí encontraremos a Cristo que nos dice a todos: “Id y anunciad a mis hermanos... amaos los unos a los otros... id al mundo entero…”.

EN LA EUCARISTÍA SE ENCUENTRA LA FUENTE Y LA META DE TODO APOSTOLADO

«La liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza. Pues los trabajos apostólicos se ordenan a que, una vez hechos hijos de Dios por la fe y el bautismo, todos se reúnan, alaben a Dios en medio de la Iglesia, participen en el sacrificio y coman la cena del Señor» (SC10).

Como vemos, la centralidad de la Eucaristía en la vida cristiana ha de concebirse como algo dinámico no estático, que tira de nosotros desde las regiones mas apartadas de nuestra tibieza espiritual y nos une a Jesucristo que nos toma como humanidad supletoria para seguir  cumpliendo su tarea de Adorador del Padre, Intercesor de los hombres, Redentor de todos los pecados del mundo y Salvador y garante de la vida nueva nacida de la nueva pascua, el nuevo paso de lo humano a la tierra prometida de lo divino.

 En cada Eucaristía se nos aparece Cristo para realizar todo su misterio de Encarnación y para explicarnos las Escrituras y su proyecto de Salvación y para que le reconozcamos al partirnos el pan de vida. La Eucaristía es entonces un encuentro personal y eclesial, íntimo y vivencial con Él, un momento cargado de sentido salvador y trascendente para quienes le amamos y queremos compartir con El la existencia.

Y, como la Eucaristía no es una gracia más sino Cristo mismo en persona, se convierte en fuente y cima de toda la vida de la Iglesia, dado que «los demás sacramentos, al igual que todos los ministerios eclesiásticos y las obras de apostolado, están unidos con la Eucaristía y a ella se ordenan» (PO 5; LG 10; SC 41).

Por eso, la Eucaristía, como misterio de unidad y de amor de Dios con los hombres y de los hombres entre sí, es referencia esencial, criterio y modelo de la vida de la iglesia en su totalidad y para cada uno de los ministerios y servicios.

DIMENSIÓN ESCATOLÓGICA.

Ahora bien, la Iglesia,  que se manifiesta en un determinado lugar, cuando se reúne para celebrar la Eucaristía, no esta formada únicamente por los que integran la comunidad terrena. Existe una Iglesia invisible, la “Jerusalén celeste” que desciende de arriba (Apo21,2); por eso, «en la liturgia terrena pregustamos y participamos en aquella liturgia celestial, que se celebra en la ciudad santa, Jerusalén del cielo, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, donde Cristo está sentado a la derecha del Padre como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero» (SC 8; 50).

Están también los fieles difuntos que se purifican a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo. A ellos estamos unidos también en el sacrificio eucarístico, que constituye el más excelente sufragio por los difuntos y el signo más expresivo de las exequias.

Es toda la comunidad eclesial la que es asociada como esposa de Cristo  para la gloria de Dios y santificación de los hombres, de modo que la celebración de la Eucaristía hace visible esta función sacerdotal a través de los siglos. Asistida por el Espíritu Santo, la Iglesia peregrinante se mantiene fiel al mandato de comer el pan y beber el cáliz, anunciando la muerte y proclamando la resurrección del Señor a fin de que venga de nuevo para consumar su obra (1Cor11,26). Bajo la acción del Espíritu Santo toda celebración de la Eucaristía es súplica ardiente de la esposa: «Marana tha, ven, Señor Jesús». Este es el grito de toda la asamblea cuando se hace presente el Señor por la consagración: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús».

Un filósofo francés, Gabriel Marcel, ha escrito: «amar a alguien es decirle: tu no morirás». Esto es lo que nos has dicho a cada uno de nosotros Aquel, que ha vencido a la muerte, instituyendo la Eucaristía: Os quiero, vosotros no moriréis. Que este deseo de Cristo, pronunciado para cada uno de nosotros en cada Eucaristía, nos haga vivir confiados en su amor y salvación y lo hagamos  vida en nosotros para gozo suyo  y de la Santísima Trinidad, en la que nos sumergiremos por los méritos y vida de Aquel, que, siendo Dios, se hizo hombre, para que todos pudiéramos vivir por participación la misma Vida, la Sabiduría y el Amor del Dios Único y Trinitario. 

DÉCIMOQUINTA HOMILÍA DEL CORPUS CHRISTI

QUERIDOS HERMANOS: En la celebración del matrimonio, los esposos cristianos, al entregarse mutuamente los anillos, constituyendo una alianza eterna de amor, se comprometen con estas palabras: «Recibe esta alianza en señal de mi amor y fidelidad a ti». En la primera lectura de hoy se nos recuerda la Antigua Alianza pactada en el monte Sinaí entre Dios y su Pueblo por mediación de Moisés. La Alianza en las faldas del monte Sinaí señala el nacimiento del pueblo de Dios en su fase veterotestamentaria que culminará con la Eucaristía, Alianza nueva y eterna con el definitivo pueblo de Dios. La fórmula que Dios usó en el Sinaí fue: “Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo” y el pueblo aceptó la alianza después de que Moisés leyera el texto del Decálogo:“Haremos todo lo que dice el Señor”.

La alianza del Sinaí actúa en una doble dirección: en una dirección vertical, en cuanto que el Señor se hace el Dios de Israel e Israel se convierte en el pueblo del Señor. Y esta alianza encuentra su expresión plástica y casi tangible en los ritos que acompañan a la conclusión: el sacrificio de la comunión (v 5) y el rito de la sangre (v 6-8) El sacrificio de la comunión o, más exactamente, el sacrificio pacífico evoca la restauración de las relaciones amistosas entre Dios y su pueblo, mediante el banquete de la carne sacrificada. Mediante la alianza, se rehace la paz y armonía rota entre las dos partes o clanes o familias, en este caso, entre Dios y la humanidad, y se potencia y se manifiesta este pacto mediante el compromiso mutuo: “Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo”,  y la sangre derramada sobre el altar, que representa a Dios, y sobre la cabeza de los presentes, que de esta forma pasan a ser “consanguíneos”.

Estas realidades veterotestamentarias son figura de la nueva alianza realizada por Cristo con su sangre: sangre derramada por el nuevo pueblo, mediante la liturgia de la consagración del pan y del vino, y por la comida que sigue al sacrificio, realizada en la comunión eucarística, banquete de la nueva alianza.

Por ellas, Dios hace un contrato, una alianza, el pacto de  perdonar nuestros pecados y nosotros lo aceptamos comprometiéndonos a que sea el único Dios de nuestra vida; nos comprometemos a destruir de nuestro corazón todos los ídolos del consumismo y sensualidad y dinero y poder ¡abajo todos los demás ídolos! y así es como nosotros podremos ser aceptados por Dios como nuevo pueblo de la alianza: “Yo seré vuestro Dios, vosotros seréis mi pueblo”.

De la Alianza con Dios  por medio de la Eucaristía, el  único aspecto que me interesa resaltar hoy, es que, en cada Eucaristía, Dios nos perdona y  renueva el compromiso y el pacto de amistad, que es aceptado por  ambas partes: quiero hacer caer en la cuenta del efecto salvador total, perdonador  que tiene cada Eucaristía, en la que el Padre sella con cada uno de los presentes por medio de Cristo, que se ofrece para ello con el sacrificio de su sangre, el pacto del perdón de los pecados cometidos, mediante su pasión y muerte.

La Eucaristíaes la fuente de la gracia de todos los sacramentos, porque no contiene una gracia particular sino el manantial y la fuente de toda gracia, que es Jesucristo en su misterio salvador: pasión, muerte y resurrección.

El Padre, por la Eucaristía y en cada Eucaristía, rehace la amistad rota por mis pecados y salgo perdonado, aunque tenga que someterme a la confesión, cuando pueda, pero yo ya estoy perdonado: yo he pedido perdón en Cristo y el Padre ha aceptado la muerte de Cristo como perdón de mis faltas, por tanto, he sido perdonado por el Padre por la participación en Eucaristía, nueva alianza y pacto entre Dios y el hombre por Jesucristo, que me ha resucitado a la vida nueva en Él. Es de aquí de donde el mismo sacramento de la penitencia saca toda su potencia de perdón y  todos sus efectos y gracias sanadoras.

En cada Eucaristía, Dios y el hombre, por Cristo, nuevo Moisés, nuevo mediador de la Nueva Alianza, se comprometen a defenderse en sus intereses mutuos, que por el pecado se habían roto. Por el pacto renovado mediante la celebración del sacrificio del Cordero, de cuya carne sacrificada se participa en la comunión, se rehace otra vez, como en los pactos antiguos de los clanes y familias. Antes no nos reconocíamos como amigos, incluso éramos enemigos, pero ahora, por el pacto que Dios promete y nosotros aceptamos en y por el sacrificio del Cordero que quita el pecado del mundo, nosotros somos una misma familia, somos consanguíneos de Dios por Cristo. Estos pactos, en el Antiguo Testamento, se ratificaban mediante el sacrificio de un cordero, cuya sangre se esparcía sobre el altar y los pactantes, y luego todos participaban de la comida de la carne ofrecida y que ahora queda infinitamente superado por la celebración de la Eucaristía, sangre derramada por nuestros pecados.

La Eucaristíaes ratificación de un pacto nuevo y  eterno, hecho por el Padre con todos nosotros, su pueblo definitivo, por la sangre del sacrificio nuevo que es  la pasión y muerte de Cristo, hechas de nuevo presentes sobre el altar. Cada Eucaristía perdona mis pecados, en cada Eucaristía recibo el abrazo de Dios misericordioso, aunque por obediencia tenga que ir al sacramento de la penitencia, que, en definitiva,  recibe de este sacrificio toda su eficacia. Por eso, una vez aceptado por mí, puedo participar en el banquete de comunión, sentarme en la misma mesa, en el altar de Dios, porque después de hacer Dios el pacto con los hombres por medio de su Hijo y de ser aceptado por su resurrección, todos hemos sido perdonados y  lo celebramos con un banquete, el banquete de la carne que ha sido sacrificada por todos.

Para que me entendáis mejor: en mi oración personal, yo puede pedir perdón a Dios, puedo prometerle fidelidad, desear su amistad, sentirme perdonado, pero todo esto es mío, pensamientos y deseos míos que pueden ser puramente subjetivos. Pero en la Eucaristía, no, en la Eucaristía hay algo muy real y objetivo, la muerte de Cristo y su pacto de Salvación de los hombres con el Padre y aquí no hay duda ninguna, porque lo hace Cristo y el Padre lo acepta, resucitándolo, y renueva ese pacto y yo participo y me beneficio de él, sea cual sea mi estado subjetivo de ánimo, estamos hablando de hechos sacramentales que hacen lo que significan; se acabaron los temores y las dudas interiores: Dios, en cada Eucaristía, renueva su pacto de amistad conmigo, mediante una muerte y una nueva vida.

La Eucaristíaes el más grande y eficaz sacramento de amor, perdón y amistad, es la base y el fundamento que contiene todos los efectos sanadores de los demás sacramentos. Dios, por Jesucristo, único sacramento de encuentro con Dios, realiza lo que dicen  las palabras sacramentales. Al decir Cristo: “Este es el cáliz de la nueva alianza en mi sangre”, Dios renueva realmente el pacto de amistad conmigo, aunque yo lo haya  roto por el pecado y no sienta emoción sensible alguna. Por eso, me gusta tanto celebrar y me da tanta seguridad la Eucaristía, más que todas las demás devociones y oraciones, comunitarias o personales. Por la Eucaristía yo acepto y renuevo el pacto y la alianza y la amistad con Dios y al Padre le gusta la Eucaristía, no sólo porque el Hijo le glorifica y le adora obedeciéndole hasta dar la vida por los hermanos, sino también porque puede abrazarnos como consanguíneos, pertenecientes ya por Cristo al mismo clan y familia, que debemos defendernos mutuamente, porque así se ha firmado con la sangre derramada sobre el altar y de la que participamos por la comunión.

Por eso, hermanos, si Dios le introduce a uno en estos misterios, uno queda sobrecogido ante lo inexplicable, lo casi increíble del amor de Dios Padre en este interés por el hombre, tomando la iniciativa de crearlo y renovar este proyecto de salvación, una vez caído.  Cómo puede existir un amor tan grande, unos panoramas de eternidad y amistad tan maravillosos, unos océanos de felicidad,  de sentirme amado por el mismo Dios infinito que escribe con la sangre de su Hijo Amado la letra de un pacto de amistad con el hombre. Cómo no amar a este Dios de Jesucristo, quién nos ha ofrecido un Dios más misericordioso, más pacífico, más entusiasmado con el hombre, más generoso...

¡Dios mío, Tú eres mi único Dios y Padre, solo Tú lo único y lo absoluto de mi vida, de mi amor, de mi trabajo... ahora y en la eternidad. Acepto el honor que me ofreces de ser consanguíneo, pertenecer a la misma familia, los aprecio y valoro más que todos los tesoros de la tierra y del dinero y de los sentidos y de las glorias y posesiones humanas y lucharé con todas mis fuerza para no defraudarte, para no volver a romper esta amistad!

Queridos hermanos, cuando celebro la santa  Eucaristía y, si el Señor quiere, siento en mi corazón el susurro de su voz, que es Palabra del Padre dicha y pronunciada con Amor desde su intimidad mas íntima de Amor trinitario, que es su misma intimidad, su mismo alma, su mismo Espíritu; cuando en la consagración sorprendo al Padre inclinado con amor sobre el altar donde está el Amado, al Padre pronunciando y cantando canto esencial de amor eterno en su Palabra eternamente dicha y cantada con Amor para mí y que ahora se hace pan mientras consagro, siento como un torrente impetuoso e infinito de dones y gracias, que como un océano inmenso e incontenible, rotas todas las limitaciones y barreras,  viene desde  la misma esencia de la Trinidad por el Verbo hasta el altar, hasta la Hostia santa ¿Cómo no adorarla? ¿Cómo no venerarla? ¿Cómo no comérmela de amor? Corren junto a mí en el altar, con ruido de alabanzas y glorificación al Padre, cascadas infinitas de dones y perdones y gracias para mis feligreses, para la Iglesia, para toda la humanidad.

“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo Unigénito”:en cada Eucaristía siento la Presencia del Padre, todo bondad  volcada con los brazos abiertos hacia los nuevos hijos adquiridos por la nueva alianza y ahora comprendo un poco Getsemaní, y el Calvario y la soledad de la humanidad de Cristo que no siente la Divinidad del Padre que abandona al propio Hijo, al Amado, al Predilecto... más preocupado el Padre por los nuevos hijos que iba a adquirir por la muerte del Amado renovada ahora en cada Eucaristía.

¡Dios, cómo nos amas! ¡Dios, no cabes en mis ideas ni en mi cabeza, ni en mi teología! ¡Dios! ¡Dios! ¡Dios!... En cada Eucaristía siento el volcán trinitario siempre en eterna ebullición de amor y de vida con deseos de meternos en su seno a todos los presentes, siento como la  torrentera de la esencia divina de la que beben y se sacian los Tres en infinitud e igualdad, la misma Trinidad... y ante ese barrunto infinito de Padre pronunciado su Palabra de Amor y Perdón al hombre, rezo por vivos y difuntos, pido perdón por mí y por todos y casi se pierde el sentido del tiempo por estar más en el cielo que en la tierra, porque por la Eucaristía todos están salvados y en ese momento ya no existe el infierno ni la condenación.

Sacerdote mío, oigo al mismo Cristo celebrante y consagrante,  que me habla desde el pan y la sangre consagrada, tú eres mi presencia humana en la tierra, diles a los hombres para qué me encarné y vine a la tierra, Yo sé lo que vale en el corazón del Dios Trinidad un hombre, lo que Dios le valora...  diles lo que Dios es, lo que Dios ama, lo que Dios vive y a lo que están todos invitados y ganados por mi Encarnación y Salvación presencializadas y prolongadas en la Eucaristía; diles que Yo digo verdad porque soy la Verdad y todo lo que les he dicho es Verdad, que todo el Evangelio es Verdad, diles que yo soy, existo y soy Verdad desde mi ser por mí mismo, que Yo Soy, Yo Soy es más que Moisés, y que mi Alianza y mi pacto es el negocio más ventajoso y más importante que los hombres hayan conseguido, diles que con mi venida y mi intercesión y mis sufrimientos hemos hecho para el hombre, para todo hombre, la operación y el negocio y el pacto más ventajoso, engañando al mismo Dios, traicionado como siempre por su amor: “Tanto amó Dios al mundo...” Diles que todo es Verdad, que el Padre existe y es Verdad, que el Espíritu existe y es verdad, que es volcán y fuego de éxtasis y caricias y besos infinitos como no existen en la tierra, porque son del Dios Infinito de Infinito Amor y Fuerza y Existe y es Verdad, diles que Yo soy la Verdad de la verdad de todo cuanto existe en eternidad y tiempo, porque soy la Única Palabra pronunciada  con Amor Personal por el Padre y que contiene todo lo que existe porque ha sido pronunciado con Amor Total por el Padre.

 Sacerdote mío, para esto te quiero y para esto te he llamado a prolongar mi misión y a esto se reduce todo  apostolado, y toda la Iglesia y todas las instituciones y carismas y sacramentos y reuniones y catequesis y... no te inventes otras actividades ni las llames apostolado mío porque lo único que hacen es distraer de lo esencial....trabaja y predica y no te canses de decirles que firmen todos los hombres este pacto con Dios y que lo cumplan, porque ellos serán los más  beneficiados, porque ellos no pueden saber ni sospechar todo lo que Dios Trino y Uno le ha preparado para toda la eternidad, como ya lo barruntó San Pablo. Que se lo pregunten a San Juan también, a los santos y místicos de todos los tiempos, adelantados del Reino de Dios en la tierra: Juan de Ávila, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Catalina de Siena, Francisco de Asís, Clara, Teresa del Niño Jesús, Sor Isabel de la Trinidad, Charles Faucoult, Madre Teresa de Calcuta…

Sacerdote mío, grita fuerte, que todos te oigan, búscame almas que crean  en el amor infinito de  Dios, en un pacto eterno de amistad y perdón, que no me vengan con escrúpulos ni de pecados presentes o pasados, que no recuerdo nada, que no hay ni cicatriz de nada en el libro de mi corazón, ellos que firmen este pacto, sin Él yo no puedo vivir como Dios de la Alianza definitiva en mi Verbo encarnado únicamente para esto. El gozo de los padres son los hijos y todos los hombres son mis hijos por y en el Hijo.

         Señor, yo creo, quiero creer, auméntanos la fe, danos un poco de  de experiencia de tu Eucaristía, por participación de tu amor.

 

DÉCIMOSEXTA HOMILÍA DEL CORPUS CHRISTI

Queridos hermanos: Estamos celebrando la fiesta del Corpus Christi, de la presencia eucarística de Cristo entre nosotros en el sagrario. Ahora tenemos muchas escuelas y universidades, incluso en las parroquias tenemos muchas clases de Biblia, de teología, de liturgia... nuestras madres y nuestros padres no tuvieron más escuela que el sagrario y punto.  Allí lo aprendieron todo para ser buenos cristianos. Allí escucharon y seguimos nosotros escuchando a Jesús que nos dice: “sígueme...” “amaos los unos a los otros como yo os he amado”; “no podéis servir a dos señores, no podéis servir a Dios y al dinero”; “...venid y os haré pescadores de hombres”;  “vosotros sois mis amigos”; “no tengáis miedo, yo he vencido al mundo”; “sin mí no podéis hacer nada; yo soy la vid, vosotros, los sarmientos, el sarmiento no puede llevar fruto si no está unido a la vid...”.

¿Y qué pasa cuando yo escucho del Señor estas palabras? Pues que si no aguanto estas enseñanzas, estas exigencias, este diálogo personal con El, porque me cuesta, porque no quiero convertirme, porque no quiero renunciar a mis bienes, me marcho para que no pueda echarme en cara mi falta de fe en El, mi falta de generosidad en seguirle, para que no me señale con el dedo mis defectos.... y así estaré distanciado respecto a su presencia eucarística durante toda mi vida, con las consiguientes consecuencias negativas que esta postura llevará consigo. Podré, incluso, tratar de legitimar mi postura, diciendo que Cristo está en muchos sitios, está en la Palabra, en los hermanos... que es muy cómodo quedarse en la iglesia, que más apostolado y menos quedarse de brazos cruzados, pero en el fondo es que no aguanto su presencia eucarística que me señala mis defectos y me invita a seguirle: “Si alguno quiere ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga”.

Y  me pregunto cómo podré yo luego entusiasmar a la gente con Cristo, predicar que el Señor es Dios, el bien absoluto y primero de la vida, por el cual hay que venderlo todo... si yo no lo practico ni sé cómo se hace. Creo que ésta es la causa principal de la pobreza espiritual de los cristianos y de que muchas partes importantes del evangelio no se prediquen, porque no se viven y se conocen por la propia experiencia. Si el Señor empieza a exigirme en la oración, en el diálogo personal con El, y yo no quiero convertirme, poco a poco me iré alejando de este trato de amistad  para no escucharlo, aunque las formas externas las guardaré toda la vida, es decir, seguiré  comulgando, rezando, haciendo otras cosas, incluso más llamativas, también en mi apostolado, pero he firmado mi mediocridad  cristiana, sacerdotal, apostólica...

Al alejarme cada día más del sagrario, me alejo a la vez de la oración, y, aunque Jesús a voces me esté llamando todos los días, porque me quiere ayudar, terminaré por no oírle y todo se convertirá en pura rutina y así será toda mi vida espiritual y religiosa. Y esto es más claro que el agua: si Cristo en persona me aburre en la oración, cómo podré entusiasmar a los demás con Él, no se qué apostolado podré hacer por Él, cómo contagiaré deseos de Él, ni sé  cómo podré enseñar a los demás el camino de la oración, cómo podré ser guía de los hermanos en este camino de encuentro con Él. Naturalmente  hablaré de oración y de amistad con Cristo, de organigramas y apostolado,  pero teóricamente, como lo hacen otros muchos en la Iglesia de Dios.

Esta es la causa de que no toda actividad ni todo apostolado, tanto de seglares como de los sacerdotes, sea verdadero apostolado, para el cual, según Cristo, hay que estar unidos a Él, como los sarmientos a la vid única y verdadera,  para poder dar fruto. Y a veces este canal, que tiene que llevar al cuerpo de la Iglesia el agua que salta hasta la vida eterna o la vena que debe llevar la sangre desde el corazón salvador de Cristo hasta las partes más necesitadas del cuerpo místico, esta vena y este canal, que soy yo y cada cristiano, está tan obstruido por las imperfecciones que apenas llevamos unas gotas o casi nada de sangre para poder vitalizar y regar las partes del cuerpo afectadas por parálisis espiritual. Así que zonas importantes de la Iglesia, de arriba y de abajo, siguen negras e infartadas, sin vida espiritual ni amor y servicio verdaderos a Dios y a los hermanos.

Porque mal es que este canal obstruido sea un seglar, un catequista, un miembro de nuestros grupos o una madre, con la necesidad que tenemos de madres cristianas, porque con ellas casi no necesitamos ni curas; lo más grave y dañino es si somos sacerdotes. Menos mal que la gran mayoría de la Iglesia está conectada a la vid, que es Cristo Eucaristía. Aquí es donde está la fuente que mana y corre, aunque es de noche, es decir, por la fe, como nos dice San Juan de la Cruz. Por favor, no pongamos la eficacia apostólica, la fuerza de la acción evangelizadora y misionera en los organigramas o programaciones, donde, como nos ha dicho el Papa en la Carta Apostólica NMI  ya está todo dicho, sino en la raíz de todo apostolado y vida cristiana: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos... todo sarmiento que no está unido a la vid, no puede dar fruto...”.

Por eso, este encuentro eucarístico, la oración personal, este cara a cara personal y directo con Cristo es fundamental para nuestra vida espiritual. Añadiría que, aunque todos sabemos que la Eucaristía como sacrificio es el fundamento, sin embargo la Eucaristía como presencia tiene unos matices que nos descubre y pone más en evidencia la realidad de nuestra relación con Cristo. Porque en las Eucaristías tenemos la asamblea, los cantos, las lecturas,  respondemos y nos damos la paz, nos saludamos, escuchamos al sacerdote... pero con tanto movimiento a lo mejor salimos de la iglesia, sin haber escuchado a Cristo, es más, sin haberle incluso saludado personalmente.

Sin embargo, en la oración personal, ante el sagrario, no hay intermediarios ni distracciones, es un diálogo a pecho descubierto, de tú a tú con Jesús, que me habla, me enfervoriza o tal vez, si Él lo cree necesario, me echa en cara mi mediocridad, mi falta de entrega, que me dice: no estoy de acuerdo en esto y esto, corrige esta forma de ser o actuar... y claro, allí, solos ante Él en el sagrario, no hay escapatoria de cantos o respuestas de la  Eucaristía, allí es uno el que tiene que dar la respuesta, y no las hay litúrgicas oficiales; por eso, si no estoy dispuesto a cambiar, no aguanto este trato directo con Cristo Eucaristía y dejo la visita diaria. ¿Cómo buscarle en otras presencias cuando allí es donde está más plena y realmente presente?

Si aguanto el cara a cara, cayendo y levantándome todos los días, aunque tarde años, encontraré en su presencia eucarística luz, consuelo, gozo, que nada ni nadie podrán quitarme y me comeré a los niños, a los jóvenes, a los enfermos, quemaré de amor verdadero y seguimiento de Cristo allí donde trabaje y me encuentre, lo contagiaré todo de amor y seguimiento de Él, llegaré a la unión afectiva y efectiva, oracional y apostólica con Él. Y esto se llama santidad y para esto es la oración eucarística, porque la oración es el alma de todo apostolado. Y a esto nos invita el Señor desde su presencia eucarística y para esto se ha quedado tan cerca de nosotros

DÉCIMOSÉPTIMA HOMILÍA DEL CORPUS

CORPUS CHRISTI:  DÍA DE LA EUCARISTÍA.

QUERIDOS HERMANOS: Corpus Christi es el día de la Eucaristía. Vive tu fe y amor a Jesucristo Eucaristía: confiesa tus pecados, comulga y acompaña en este día al Señor por las calles de tu pueblo, de tu ciudad. Jesucristo en el sagrario se ha convertido en estos tiempos en el más necesitado de amor y de compañía. La Iglesia, su sindicato, debiera defender mejor sus derechos: es su Día, fue instituido expresamente para esto, para venerar y honrar la Presencia del Señor en la Eucaristía. Instrúyase mejor al pueblo y respétese la liturgia por parte de los que rigen la Iglesia. Para algunos tiene más atractivo, más <gancho> lo humano que lo eucarístico. El Corpus es la fiesta de la Presencia Eucarística. Para esto lo instituyó nuestra Madre la Iglesia. Y conviene mantenerlo así, precisamente en momentos de sequía de fe y de amor eucarístico. No pase lo que con tantas fiestas religiosas de nuestros pueblos, que lo humano y social, necesariamente unido a lo religioso, terminó por apoderarse de lo sagrado.

       Queridos hermanos: Este día está dedicado al pobre más solo y abandonado  de la tierra, al trabajador más trabajador de los derechos humanos y al defensor máximo de la vida y dignidad humana hasta el punto de dar la suya por conseguir todos los valores humanos, cristianos y eternos del hombre. Este día la liturgia de la Iglesia universal quiere dedicarlo entero y completo a venerar y honrar a Jesucristo Eucaristía para que reciba el reconocimiento merecido de los suyos y no se encuentre olvidado e ignorado por la mayoría de los cristianos.

¡Qué pocos cristianos  reclaman y defienden los derechos de Jesucristo Eucaristía a ser venerado y amado, al menos una vez al año, en este sacramento del amor extremo! ¡Qué pocos defienden a este obrero divino de la Salvación! El día del Corpus Christi es el día de Cáritas, de la caridad de los creyentes para con Él en este misterio.¡qué poco le defiende su sindicato, la Iglesia! Cualquierobrero está mejor protegido.

 La Iglesia debe defender con más entusiasmo sus derechos de ser amado y reconocido. Este día debe ser todo para Él: Tú vive este día como católico coherente, participa en la Eucaristía, comulga y manifiesta tu amor y tu fe en Cristo Eucaristía, llevándolo en procesión de amor y de fe por la calles de tu pueblo.      

Este grito mío, en este día, quiere ser una protesta educada contra tantos carteles del Corpus hechos sin sentido cristiano, queno se enteran de qué va la fiesta litúrgica, cosa natural hoy día, porque muchos publicistas no tienen fe cristiana y lo que más les impresiona y comprenden son los mensajes sobre los pobres, porque de Cristo Eucaristía saben y practican poco, tal vez algunos ni crean en Él. Hasta revistas de la Iglesia no traen ni un mínimo motivo eucarístico al anunciar este día.

 Por favor, NO SE TRATA DE OLVIDAR A LOS HERMANOS POBRES o de no hacer la colecta, sino que este  día es especialmente del Señor y para el Señor y si de verdad nos encontramos con El, el amor verdadero a Jesucristo Eucaristía pasa inevitablemente por el amor a los pobres, a los que Él ama tanto que se identifica con ellos, y nos obliga a todos los cristianos a verle  en ellos, de tal manera que lo que hagamos con cualquiera de ellos, se lo hacemos a Él mismo personalmente. Pregúntenselo a todos los santos, a Madre Teresa de Calcuta.

 El centro de la fiesta del Corpus Christi, para lo que fue instituida y celebra la liturgia de la Iglesia es adorar la presencia de Cristo en la Eucaristía. Para eso fue instituida por la Iglesia. Es la hora de recordar y agradecer a Jesucristo Eucaristía todo su amor por nosotros, toda su vida entregada, toda su emoción temblorosa con el pan en las manos: “Ardientemente he deseado comer esta pascua con vosotros... Tomad y comed, este es mi cuerpo que se entrega por vosotros... tomad y bebed, esta es mi sangre, sangre de la Alianza nueva y eterna, derramada por todos... acordaos de mí”.

Cristo Eucaristía, en este día queremos acordarnos todos de Ti y revivir tus mismas emociones y sentimientos.

Y quiero advertir una cosa,  en este día siempre hablo de Jesucristo Eucaristía lo mejor que puedo, especialmente de su presencia en el sagrario, presencia de amistad siempre ofrecida sin imponerse, de su amor loco y apasionado y permanente hasta el final de los tiempos, superando todos los olvidos y desprecios, amor gratuito… ¿qué le puede dar el hombre que Él no tenga?  Pues bien, la colecta es siempre la más generosa de mi parroquia.

 Si los posters del Corpus, hechos por Cáritas, que llevo años y años sin ponerlos en los dos templos que dirijo, ignoran el motivo y la razón principal de la fiesta, pronto los cristianos olvidarán o cambiarán el sentido litúrgico de la fiesta por el de la <campaña>. Empezando así se ha perdido ya el sentido religioso de muchas fiestas cristianas, que hoy sólo tienen una celebración social y profana. Sencillamente porque algunos anuncios del Corpus o del Jueves Santo no tienen en cuenta el sentido litúrgico y religioso y teológico que celebramos. Así nos va. Por eso, los inspiradores y los  artistas de turno deben ser instruidos.

 EL DÍA DEL CORPUS NO ES EL DÍA DE LA CARIDAD NI DE CÁRITAS NI ES CÁRITAS LA QUE DEBE APROPIARSEDE LA FIESTA LITÚRGICA.Y a los publicistas, aunque no sean tan piadosos como Zurbarán, por lo menos que los informen de qué va la fiesta. Y lo mismo digo de los documentos que vienen a veces de Madrid para esos días. La Eucaristía es en sí misma, bien entendida, vivida y celebrada como sacrificio y comunión y presencia -Cristología y Eclesiología y Soteriología- el hecho y la voz más denunciadora de todas nuestras faltas de amor y caridad para con el hombre, especialmente los pobres, por expreso deseo de Jesús, fuente de toda la caridad cristiana, que debe amar, como Cristo amó y nos mandó, hasta dar la vida. Pero para llegar a tan grande amor a los pobres, primero hay que ver y hablar y celebrar directamente a Jesús en la Eucaristía como misa, comunión y presencia. Que se lo pregunten a Madre Teresa de Calcuta.

      Hoy, día del Corpus Christi, es el Día de la Eucaristía, misterio tan grande, que, cuando se comprende un poco, uno no tiene motivaciones ni tiempo para otras cosas. Todo lo llena y lo exige y lo merece la Presencia de Dios entre nosotros; lo expresa perfectamente el canto: “Dios está aquí, venid adoradores, adoremos a Cristo Redentor, Gloria a Cristo Jesús, cielos y tierras bendecid al Señor… honor y gloria a Ti, Dios de la gloria, amor por siempre a ti, Dios del Amor.”  

TERCERA PARTE

MEDITACIONES EUCARÍSTICAS

(repito lo que te dije en la Homilías. Algunas de esta meditaciones son tan completa y largas que pueden divirse y servir para un retiro espiritual eucarístico)

PRIMERA MEDITACIÓN

LA PRESENCIA  DE DIOS ENTRE LOS HOMBRES

Cuando dos personas se quieren, desean estar juntas, porque la verdadera amistad exige y se alimenta de la  presencia de la persona amada. Dos personas enamoradas desean estar físicamente presentes la una junto a la otra y la separación forzosa no sólo no la destruye sino que intensifica el deseo de la presencia.

“Dios es amor” (Jn 4,10), dice San Juan en su primera carta; su esencia es amar y, si dejara de amar, dejaría de existir “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que El nos amó...” primero, añade la lógica del sentido. Por lo tanto, en la amistad con Dios, la iniciativa ha partido de Él; no es que nosotros existamos y amemos a Dios, sino que Él nos amó primero y por eso existimos. Esto es lo maravilloso e inconcebible. Por eso, cuando alguien te pregunte: ¿Por qué el hombre tiene que amar a Dios? Responderás: porque Él nos amó primero.

No existía nada, sólo Dios, un Dios que, entrando dentro de sí mismo y viéndose tan lleno de Amor, Hermosura, Verdad, Belleza y Felicidad, quiso crear otros seres para hacerlos partícipes de su misma dicha y felicidad de los TRES EN UNO: SUPREMA UNIÓN, SUPREMA AMISTAD, SUPREMA PRESENCIA. Y este ser pensado y amado y creado para tal unión es el hombre. Si existo, es que Dios me ama, ha sido una mirada llena de su Amor -ESPÍRITU SANTO- la que contemplándome en la Imagen de su esencia infinita -HIJO-, me ha  dado la existencia con un beso de su amor. Dios me ha preferido a millones y millones de seres que no existirán nunca. si existo, Dios me ha llamado a ser hijo suyo en el Hijo y me quiere dar en herencia su misma vida y felicidad eterna:“A los que Dios predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó” (Rm 8, 30). 

Esto es lo que me dicen las Escrituras Santas, revelación de su proyecto de amor sobre el hombre. El modo natural de cómo fue apareciendo este hombre, que lo investiguen los antropólogos y arqueólogos. Pero el «homo erectus, sapiens...» etc... está llamado a la existencia por este proyecto de Dios. La Biblia habla en su primera página de un Dios Amor, que crea al hombre como amigo, “a su imagen y semejanza”, y que baja todas las tardes al paraíso para hablar y compartir con el hombre.

Este deseo de Dios de permanecer junto al hombre y relacionarse con él está continuamente expuesto en la Revelación. Se trata de un Dios ciertamente trascendente pero también inmanente, que ha querido estar muy cerca de todas sus criaturas: “¿Dónde podría alejarme de tu espíritu? ¿A dónde huir de tu faz? Si subiere a los cielos, allí estás tú; si bajare al seol, allí estás presente” (Sal. 138,7). El Dios Creador ha querido mostrarse como amigo del hombre; “pues amas todo cuanto existe y nada aborreces de lo que has hecho; pues si tú hubieras odiado alguna cosa, no la habrías formado”  (Sab. 11,2).

La llegada de los hebreos al pie del Sinaí marca una etapa decisiva de la presencia de Yahvé entre su pueblo y en la historia de Israel, porque hasta entonces los hebreos habían sido una multitud inorgánica de fugitivos y no constituían pueblo, aún cuando habían sido testigos de las maravillas de Dios en Egipto y en el mar Rojo. Junto al Sinaí, Dios manda reunir a todos los hijos de Israel. Estos oyen su voz y reciben de Yahvé la ley que prometen observar: “Yo os tendré, dice Yahvé, por un reino de sacerdotes y por una nación consagrada”, la alianza se sella con la sangre de los animales sacrificados por Moisés y desde entonces los hebreos constituyen un pueblo, el pueblo de Dios: “Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo” (Ex. 12,14).Este acontecimiento primordial llevará en la tradición bíblica el nombre de “Asamblea de Yahvé” y Dios se obligará a estar siempre junto a su pueblo (Ex. 19, 17-18).Moisés pedirá la compañía expresa de Dios: “Yahvé respondió: Iré yo mismo contigo y te daré descanso. Moisés añadió: Si no vienes tú delante, no nos saques de este lugar...” (Ex. 33, 14-15).     

Una prueba de este deseo de Dios de permanecer junto a su pueblo fue la tienda de la Reunión o Testimonio. Aquí se guardaba el Arca del Testamento y la hizo Yahvé signo y  testimonio de su presencia, como compañero de campamento y  morador con su propia tienda entre ellos. El signo visible de su presencia sobre el ara fue la nube de gloria.

 Mucho más tarde, cuando fue dedicado el templo de Salomón, reapareció la nube de gloria, al fijar Yahvé su residencia en el centro de la vida litúrgica de Israel: “En cuanto salieron los sacerdotes del santuario, la nube llenó la casa de Yahvé... Entonces dijo Salomón: Yahvé, has dicho que habitarías en la oscuridad. Yo he edificado una casa para que sea tu morada, el lugar de tu habitación para siempre” (Re. 8,10-12). Con la destrucción del templo y la consiguiente deportación a Babilonia, la nube desapareció; sin embargo, los profetas Ezequiel y el «tercer Isaías» proclamaron la presencia de Yahvé, que crearía un nuevo pueblo que abarcaba a todas las naciones: “Yo conozco sus obras y sus pensamientos. Y vendré para reunir a todos los pueblos y lenguas, que vendrán para ver mi gloria... de las islas lejanas que no han oído nunca mi nombre y no han vistomni gloria y pregonarán mi gloria entre las naciones. Y de todas las naciones traerán a vuestros hermanos ofrendas a Yahvé” (Is. 66, 18-23).

Todas estas formas provisionales y limitadas de la presencia de Yahvé en el Antiguo Testamento cederán el paso un día a una presencia infinitamente más perfecta en una nueva clase de “tienda”, un templo más maravilloso, la carne de Jesús de Nazaret, como nos dice San Juan en el prólogo de su evangelio:“...y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros y hemos visto su gloria, gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn. 1, 1-14). La Encarnación hizo a Dios presente entre los hombres con una unión personal entre lo divino y lo humano. No se puede concebir ya una presencia  más íntima de la Persona divina con la humanidad. No puede haber mayor gesto de amistad y unión entre Dios y el hombre, Él es verdaderamente Emmanuel, “Dios con nosotros” (Is.7,14; Mt. 1,23). Y la Eucaristía es una Encarnación continuada.

La Eucaristíaes infinitamente superior a la tienda del Tabernáculo, porque no es sólo presencia, sino que contiene a Cristo entero y completo, todos sus misterios, toda la religión y relación personal y comunitaria con Dios. La Eucaristía es Jesucristo, el Hijo de Dios nacido de María, es todo el evangelio entero y completo, todos sus dichos y hechos en presente eterno, es la víctima, es el sacerdote, es el altar, es el domingo y es el templo de Dios entre nosotros. Cristo mismo lo proclamó. Él asegura ser el templo del que el tabernáculo de Moisés o el templo de Salomón eran sólo figuras “hechas por manos de hombres”; “Destruid este templo”, declara a los judíos, “y en tres días lo reconstruiré... Él hablaba del templo de su cuerpo...” (Jn. 2,19). Él supera al templo antiguo: “Pues yo os digo que lo que aquí hay supera al templo”.

 Jesucristo Eucaristía es el Nuevo Templo de la Nueva Alianza. En Él Dios mismo se hace nuestro templo, nuestro sacrificio, nuestro sábado superando infinitamente al judío, nuestro reposo, la tienda de la presencia divina. Es Dios mismo metido entre nosotros. El deseo de Jesucristo de estar junto a nosotros, de querer ser nuestro amigo y ayudarnos es tan grande, que ha querido quedarse  presente de muchas formas entre los creyentes. Estas presencias, lejos de menospreciar y rebajar la presencia eucarística, la subliman, porque ella es «centro y culmen» de todas las presencias, «raíz y quicio» «fundamento» de las otras presencias: «(Cristo) está presente en el Sacrificio de la Eucaristía, sea en la persona del ministro, «ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz», sea sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está presente con su fuerza en los Sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su Palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: “Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”» (LG 7).

«...En la santísima Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y pan vivo por su carne... vivificada y vivificante por el Espíritu Santo” “...Los otros sacramentos, así como todos los ministerios eclesiásticos y obras de apostolado, están íntimamente trabados con la sagrada Eucaristía y a ella se ordenan» (PO 5).

Por tanto, Cristo vive entre nosotros por su Palabra, en la Asamblea, en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía:“El que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en él. Así como me envió mi Padre vivo y  yo vivo por mi Padre, así también el que me come vivirá por mí”. La Eucaristía nos hace a los comulgantes templos de Dios y, gracias a su Espíritu, Amor personal del Padre y del Hijo, los que le reciban, serán morada de Dios Trino y Uno:“Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él”.

Esta presencia se ofrece a todos; sin embargo, para encontrarse con Él, es necesaria la fe: “Sabed que yo estoy a la puerta y llamo” (Ap 3,20). No es una presencia accesible a la carne, esto es, al hombre natural, sin la vida de gracia; sino que es un don de su Santo Espíritu; son dones del conocimiento y de la sabiduría que Él da a los que se lo piden: “Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones y, arraigados y fundados en la caridad, podáis comprender, en unión con todos los santos, cuál es la anchura, la longura, la altura y la profundidad y el conocer la caridad de Cristo que supera toda ciencia, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios” (Ef. 3,18-19).

El Espíritu Santo, invocado en la epíclesis de la santa Eucaristía, es el que realiza la presencia sacramental de Cristo en el pan y en el vino consagrados, como una continuación de la Encarnación del Verbo en el seno de María. Y ese mismo Espíritu, Memoria de la Iglesia, cuando estamos en la presencia del Pan que ha consagrado y sabe que el Padre soñó para morada y amistad con los hombres, como tienda de su presencia, ese mismo Espíritu que es la Intimidad del Consejo y del Amor de los Tres cuando  decidieron esta presencia tan total y real en Consejo trinitario, es  el mismo que nos lo recuerda ahora y abre nuestro entendimiento y, sobre todo, nuestro corazón, para que comprendamos las Escrituras y sus misterios, a Dios Padre y su proyecto de amor y salvación,  al Fuego y Pasión y Potencia de Amor Personal con que lo ideó y lo llevó y sigue llevando a efecto en un hombre divino, Jesús de Nazaret: “Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio Hijo”.

¡Jesús, qué grande eres; qué tesoros encierras dentro de la Hostia santa; cómo te adoro y te quiero! Ahora comprendo un poco por qué dijiste, después de realizar el misterio eucarístico: “Y cuantas veces hagáis esto acordaos de mí…” ¡Acordaos de mí..! ¡Cristo bendito! no sé cómo puede uno correr en la celebración de la Eucaristía o aburrirse cuando hay tanto que recordar y pensar y  vivir y amar y quemarse y adorar y descubrir tantas y tantas cosas,  tantos y tantos misterios y misterios... galerías y galerías de minas y cavernas de la infinita esencia de Dios, como dice San Juan de la Cruz del alma que ha llegado a la oración de contemplación, en la que todo es contemplar y amar más que reflexionar o meditar.

Todos sabéis, porque así lo hemos practicado muchas veces, que en la oración se empieza por rezar oraciones, reflexionar, meditar verdades; y luego, avanzando, pasamos de la oración discursiva a la afectiva, en la que uno empieza más a dialogar de amor y con amor que a dialogar con razones; empieza a sentir y a vivir más del amor que de ideas y reflexiones, para finalizar en la últimas etapas, sólo amando:  oración de quietud, de silencio de las potencias, de transformación en Dios: «Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el Amado, cesó todo y dejéme dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado».

Yo también, como Juan, quiero aprenderlo todo de la Eucaristía, en la Eucaristía,  reclinando mi cabeza en el corazón del  Amado, de mi Cristo,  sintiendo los latidos de su corazón, escuchando directamente de Él palabras de amor, las mismas de entonces y de ahora, que sigue hablándome en cada Eucaristía. Para mí liturgia y  vida y  oración, todo es lo mismo; en el fondo, la liturgia es oración y vida, y la oración es liturgia. En definitiva ¿no es la Eucaristía también oración y plegaria eucarística? ¿No es la plegaria eucarística  lo más importante de la Eucaristía, la que realiza el misterio?

Para comprender un poco todo lo que encierra el “acordaos de mí” necesitamos una eternidad, y sólo para empezar a comprenderlo, porque el amor de Dios no tiene fin. Por eso, y lo tengo bien estudiado en San Juan de la Cruz, cuanto más elevada es, menos se habla y más se ama, y al final, sólo se ama y se siente uno amado por el mismo Dios infinito y trinitario. Por eso el alma enamorada dirá: «Ya no guardo ganado ni ya tengo otro oficio, que sólo en amar es mi ejercicio...» Se acabaron los signos y las reflexiones y los trabajos de ritos y las apariencias del pan porque hemos llegado al corazón de la liturgia, que es Cristo, que viene a nosotros.

Hemos llegado al corazón mismo de lo celebrado y significado. Todo lo demás fueron medios para el encuentro de salvación. ¡Qué infinita, qué hermosa, qué rica, qué profunda es la liturgia católica, siempre que trascendamos el rito, siempre que se rasgue el velo del templo, el velo de los signos! ¡Cuántas cavernas, descubrimientos y sorpresas infinitas y continuas nos reservas! Parece que las ceremonias son normas, ritos, gestos externos; pero la verdad es que todo va preñado de presencia, amor y vida de Cristo y de Trinidad.

Hasta aquí quiere mi madre la Iglesia que llegue cuando celebro los sacramentos, su liturgia. Ésta es la meta. Yo quisiera ayudarme de las mediaciones y amar la liturgia, como Teresa de Jesús, porque en ellas me va la vida; pero no quedar atrapado por los signos y las mediaciones o convertirlas en fin. Yo las necesito y las quiero para encontrar al Amado, su vida y salvación, la gloria de mi Dios, sin que ellas sean lo único que descubra o lo más importante; sino que quiero estudiarlas y realizarlas sin que me esclavicen, sin que me retengan, para que me lleven al hondón, al corazón de lo celebrado, al misterio: «y quedéme no sabiendo, toda ciencia trascendiendo».

En cada Eucaristía, en cada comunión, en cada sagrario Cristo sigue diciéndonos:“Acordaos de mí...,” de las ilusiones que el Padre puso en mí, soy su Hijo amado, el predilecto, no sabéis lo que me ama y las cosas y palabras que me dice con amor, en canción de Amor Personal y Eterno, me dicho todo y totalmente lo que es y me ama con una Palabra llena de Amor Personal que me ha hecho Hijo, en totalidad de ser y amar y existir igual a Él, al darme su paternidad y aceptar yo con el mismo Amor Personal ser su Hijo: la Filiación que con  potencia infinita de amor de Espíritu Santo me comunica y engendra. Con qué pasión de Padre me la entrega y con qué pasión de amor de Hijo yo la recibo. No sabéis todo lo  que me dice en canciones y éxtasis de amores eternos, lo que esto significa para mí y que yo quiero comunicároslo y compartirlo como amigo con vosotros. Acordaos del Fuego de mi Dios, que ha depositado en mi corazón para vosotros, su mismo Fuego y Gozo y Espíritu; “acordaos de mí”, de mi emoción, de mi ternura personal por vosotros, de mi amor vivo, vivo y real y verdadero que ahora siento por vosotros en este pan, por fuera pan, por dentro es mi persona amándoos hasta el extremo,  en espera silenciosa, humilde, pero quemante por vosotros, deseándoos a todos para el abrazo de amistad, para el beso personal para el que fuisteis creados y el Padre me ha dado para vosotros, tantas y tantas cosas que uno va aprendiendo luego en la Eucaristía y ante el sagrario, porque si el Espíritu Santo es la memoria del Padre y de la Iglesia, el sagrario es la memoria de Jesucristo entero y completo, desde el seno del Padre hasta Pentecostés.

 Digo yo que si esta memoria del Espíritu Santo, este recuerdo, “acordaos de mí”, no será la causa de que todos los santos de todos los tiempos y tantas y tantas personas, verdaderamente celebrantes de ahora mismo, hayan celebrado  y sigan haciéndolo despacio, recogidos, contemplando, como si ya estuvieran en la eternidad, «recordando» por el Espíritu de Cristo lo que hay dentro de la Eucaristía y del pan de la Eucaristía y de las acciones litúrgicas tan preñadas como están de recuerdos y realidades  tan hermosas y presencializadas en el Señor, viviendo más de lo  que hay dentro del misterio que de su exterioridad, cosa que nunca debe preocupar a algunos más que el contenido, que es, en definitiva, el fin y la razón de ser de las mismas.

 “Acordaos de mí”, recordando a Jesucristo, lo que dijo, lo que hace presente, lo que El deseó ardientemente, lo que soñó de amistad con nosotros y ahora, ya gozoso y consumado y resucitado puede realizarlo con cada uno de los participantes...; el abrazo y el pacto de alianza nueva y eterna de amistad que firma en cada Eucaristía, aunque le haya ofendido y olvidado hasta lo indecible; lo que te sientes amado, querido, perdonado por Él en cada Eucaristía, en cada comunión. Digo yo... pregunto si esto no necesita otro ritmo o deba tenerse más en cuenta.., que si no aprovecharía más  a la Iglesia y a los hombres que algunos despistes en el rito. Para Teresa de Jesús la liturgia era Cristo, amarla era amar a Cristo, por eso valoraba tanto los canales de su amor, que son los signos externos, que siempre, bien hechos y entendidos, ayudan, pero sin quedarnos en ellos, sino llegando hasta el “centro y culmen”,  hasta “la fuente que mana y corre”, que es Cristo. 

“Cuando venga él, el Espíritu de la Verdad, os llevará a la verdad completa”.La verdad completa es la que no se queda sólo en la cabeza; sino que llega al corazón. Porque todo o mucho de lo referente a la Eucaristía, ya lo sabemos por la Teología; pero la teología no es verdad completa hasta que no se vive. La teología, los sacramentos, la liturgia, el evangelio, Cristo mismo no es verdad completa y no se comprenden si no se viven; si la liturgia, si la teología no llega al corazón, no se  vive ni quema las entrañas por la experiencia de amor, tampoco pueden llenar de hartura de la divinidad y eternidad. Por esta razón, cuando estas verdades pasan por el corazón de una madre, un padre o un sacerdote que las vive, como esas verdades han pasado por el corazón, son verdades quemantes y se quedan para toda la vida, sus señales quedan para siempre, como las quemaduras del fuego en la carne. Nuestras madres y nuestros padres no tuvieron más escuela de cristianismo ni más Biblia que el sagrario. Allí lo aprendieron todo sobre Cristo y la vida cristiana. Allí aprendieron a ser madres con amor total al esposo y hasta el heroísmo por los hijos. Necesitamos madres y sacerdotes vivientes de la Eucaristía, cristianos que la comprendan y la enseñen, porque la viven y experimentan.

Hemos de tener en cuenta que la Eucaristía y la comunión son sacramentos principales, pero duran unos minutos. Sin embargo, Jesús quiere estar siempre junto a nosotros y precisamente como amigo, una vez que ha venido junto a nosotros, en la Encarnación y en la Eucaristía, que es una encarnación continuada. Este deseo suyo, esta presencia como amigo es aspecto principal de la Eucaristía, no sólo continuación de los anteriores, es decir, de la Eucaristía y de la comunión, sino como condición necesaria: “Ardientemente he deseado comer esta pascua... vosotros sois mis amigos... amaos los unos a los otros...” son palabras de Jesús en la Última Cena.  Y en otras ocasiones dijo: “Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”. Pero no a la fuerza o porque no hay otro remedio; sino porque quiero ser y seguir siendo amigo antes y después de la Eucaristía y la comunión.

Cuando, después de la comunión, guardamos en el sagrario el pan consagrado, podía decir el Señor: No penséis como algunos creyentes que aquí quedo inactivo, sin vida y sin actividad, como si fuera una estatua. Yo sigo amando y ofreciendo y esperando. Después de la comunión de los creyentes, cuando el sacerdote me guarda en el sagrario, algunos no piensan en lo que yo pienso en esos momentos dentro del sacramento y, sin pensar en mí y para lo que he venido y que estoy vivo  dentro de este pan, se dicen: Qué vamos a hacer con este pan que ha sobrado de la Eucaristía y de la comunión... Pues lo recogemos en un cesto y lo reservamos, como en la multiplicación de los panes y los peces, en sitios, que a veces son poco dignos, poco visibles o que invitan poco a la amistad y al diálogo conmigo. Hay lugares reservados para mi presencia que no invitan al diálogo de amistad, a estar cerca y tocarnos, allá en un rincón, como si fuera un trasto más de la Iglesia, no valorando ni apreciando, como merece, mi presencia amiga, como si ese pan no fuera mi persona o ya no tuviera valor o sólo sirviera para llevar a los enfermos...

Queridos amigos, a mí, como sacerdote, no me gusta para llevar y mantener el pan consagrado en el sagrario la palabra <reserva>, tan utilizada por la misma liturgia. No me gusta mucho ni como idea ni como expresión, porque me suena como a sobrante, a no ser necesario ya, a conserva... Porque la teología y la verdad de la Eucaristía es que pudo hacerse, Cristo pudo hacer, pudo imaginar una salvación de otro modo sin presencia real y verdadera suya, como afirman hermanos separados. Pero Cristo quiso quedarse expresamente con nosotros “hasta el final de los tiempos”. Quiso quedarse no sólo como sacrificio y comunión eucarística; sino en un sacramento específico, al que debemos descubrir más desde el amor de Cristo y el nuestro que desde la razón que no llega a veces a descubrir la verdad completa de los misterios. Es como en Pentecostés. Hasta que Cristo no vino hecho fuego y experiencia de amor y llama de amor viva, los Apóstoles no perdieron el miedo ni abrieron las puertas ni comprendieron todo lo que Jesús les había dicho. La teología debe ser sumisa y discreta y tiene que ir detrás de la fe y no hacerse dueña de ella. Debe como Juan decir con todo respeto: “Es el Señor”. Y luego dejar que el hombre completo, que es razón y corazón, vaya descubriendo el misterio, adquiriendo más luz cada día y no pensar que ya todo está conquistado por la liturgia como ciencia, cuando queda tanto por descubrir por la liturgia como experiencia. Que luego la Teología contraste para que no haya oposición entre ambas. La liturgia  debe expresar y celebrar más y mejor la Eucaristía como sacramento de Amistad permanente, como tienda del Encuentro entre Dios y los hombres.  Yo pienso que el deseo y sentimiento y realidad de la presencia amiga y permanente del Señor entre nosotros debe estar más y mejor significada y celebrada en la Liturgia, como lo está la Eucaristía como sacrificio y comunión. 

La Eucaristíaes el sacramento de la Pascua y de la comunión del pan de la vida, porque el Señor lo instituyó en la  en la Última Cena. Pero en esa misma Cena también instituyó la Presencia Amiga, como sacramento permanente, como lo había prometido varias veces durante su vida: “No os dejaré huérfanos”; “Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”, y no como resto o consecuencia del sacrificio y comunión; sino directamente querida por Él en intención y sacramento particular y concreto, no  sólo intencional o  interior o espiritualmente sino como don y gracia sacramental, es decir, como signo visible de realidades invisibles.

Pues bien, el sacramento eucarístico completo es la Eucaristía como sacrificio, comida y presencia, pero no presencia sólo para que haya sacrificio y comunión, sino para que haya amistad, como sacramento de la amistad de Dios con los hombres. La teología y la liturgia han  entendido y desarrollado siempre y perfectamente los dos primeros aspectos, y está perfectamente desarrollado en cuanto a su teología, liturgia y celebración, como podemos observar en todos los Misales y textos de teología y liturgia; sin embargo, en cuanto a la  presencia de Jesucristo como amigo no está igualmente entendido ni desarrollado teológica y litúrgicamente; sino que queda casi reducida a la presencia esencial y teologal en la consagración y comunión. Este aspecto no está desarrollado litúrgicamente en la misma Eucaristía; aunque fuera brevemente, añadiendo algún signo o palabra que lo expresara suficientemente en la misma celebración. La liturgia tan sólo afirma que el pan consagrado se guarde en el sagrario para los enfermos y la adoración, que está bien, pero a mí me parece que esto no es suficiente.

 Y digo que esta es mi opinión, no defino; pero yo insinúo que la teología y la liturgia de la presencia eucarística se han quedado un poco cortas, y venimos un poco heridos desde los mismos textos y centros que nos han formado como  sacerdotes, porque por la historia y las controversias se desarrollaron más los aspectos de sacrificio y comunión de la Eucaristía, mientras la presencia fue siempre defendida, pero poco desarrollada en los textos de Teología y Liturgia; aunque devocionalmente hay Encíclicas o documentos oficiales preciosos. También hay que admitir que hubo épocas importantes en este aspecto, coincidiendo con personas concretas que cultivaron y predicaron esta vivencia. La presencia de amistad de Jesucristo en la Eucaristía como don  sacramental no se ha desarrollado suficientemente,  con signos y liturgia sacramental propia y específica; sino sólo de paso y, como consecuencia, del pan que no era comido. Yo opino que tenía que haber alguna oración o brevísima liturgia de celebración de la presencia dentro de la misma Eucaristía, porque se quedó en la mínima expresión o casi nula, mirando con excesivo respeto a los dos misterios  celebrados desde el principio en la misma Cena: Eucaristía y comunión; pero donde el diálogo de amistad de Jesús con los suyos y con los que vendríamos después, fue largísimo y querido expresamente y celebrado litúrgicamente.

Tampoco hay que argumentar ni preocuparse porque  la Iglesia, en los primeros tiempos, no tuviera una comprensión total de todo el misterio de Cristo Eucaristía, como de los demás misterios, como lo tiene ahora. La revelación y la Palabra y los dichos y hechos de Jesús, la Iglesia los ha ido y seguirá  descubriendo poco a poco, bajo la acción del Espíritu Santo, que es la memoria permanente de Dios entre nosotros: “El os lo enseñará todo y os conducirá a la verdad plena”.  Por eso la Iglesia, en el correr de los siglos, sin abandonar lo que tiene y la luz conseguida, tiene que ir  adquiriendo más luz sobre la Eucaristía y el evangelio y la vida cristiana y lo tiene que ir integrando en sus dogmas y celebraciones litúrgicas de vida y verdad completas ¿Cómo y de qué forma debe ser cultivada la Eucaristía como sacramento de la amistad de Cristo con los hombres? Ya lo he dicho: liturgos y teólogos tiene la Iglesia.

       Lo inexplicable, lo paradójico es que en la mayoría de los católicos -pueden preguntar y hacer la prueba- el orden de la vivencia eucarística es inverso, esto es, llegamos a la vivencia de la Eucaristía como Pascua y como Alianza y sacrificio no directamente; sino desde la vivencia de la Eucaristía como comunión, y a la vivencia de la comunión eucarística fervorosa llegamos desde la visita vivida a Jesús sacramentado, que es el maestro, que nos va enseñando la verdad completa de la riqueza infinita de su Eucaristía. Esto es lo ordinario.

       Pasa igual con el Espíritu Santo. Es otra paradoja de la vida de la Iglesia. Resulta que según Cristo estamos en la economía del Espíritu Divino. Según el proyecto del Padre, Jesús ha terminado su misión y Él tiene que irse para que venga el Espíritu Santo, que nos ha de llevar a los Apóstoles y a la Iglesia hasta la verdad completa. Y los Apóstoles no lo comprenden y hasta se ponen tristes, cuando Jesús les dice: “Porque os he dicho esto os habéis puesto tristes, pero os digo la verdad, os conviene que yo me vaya, porque si yo no me voy, no viene a vosotros el Espíritu Santo, pero si me voy, os lo enviaré…Él os llevará hasta la verdad completa”. Tenía que irse de una forma para venir de otra: “Me voy pero volveré”. Y vino el mismo Cristo; pero hecho fuego y experiencia viva de Dios en sus corazones, no sólo en sus cabezas y en sus ojos, y lo comprendieron todo desde dentro, desde el amor y abrieron todos los cerrojos y cumplieron el mandato de Cristo de predicar y todos entendían; aunque eran de diversas lenguas y culturas.

       Queridos amigos, ahora estamos en la economía de la Iglesia, del Espíritu Santo. Y cuando yo estudié no había tratado de Pneumatología y aún hoy día, el Espíritu Santo es un apéndice de la teología, y como formamos según nos forman, por eso luego nuestra vida religiosa, nuestra piedad, la que vivimos y enseñamos, nuestro diálogo y oración, nuestra predicación es bipolar: Padre e Hijo. Yo estudié a Lercher, de los mejores textos de la época y sólo dimos dos o tres tesis de Espíritu Santo en el tratado de «Deo Uno et Trino, creante y elevante». Allí empezábamos por el «Deus inefabilis, Unicus, Unus…» Por eso creo que seguimos necesitando que el Espíritu Santo venga en llamaradas fuertes  de fe viva y amor sobre las cabezas de los teólogos y liturgistas, “porque el Espíritu Santo ha sido derramado en nuestros corazones”.

 Es sintomático que en la vida de los que han subido hasta metas altas no sólo de vida “cristiana”, de vida de Cristo, sino de vida “espiritual”, de vida según el Espíritu, aparezca poco a poco el Espíritu Santo como supremo maestro y director de almas y ya no desaparezca jamás de sus vidas, y desde entonces hasta la eternidad todo será en Espíritu Santo, en Amor Personal del Padre al Hijo y de los hijos en el  Hijo al Padre por su mismo Espíritu, que nos hace exclamar admirados y desbordados de amor: “Abba”, papá Dios. 

       “Le conoceréis porque permanece en vosotros”. Quizás esta sea la dificultad mayor: a la verdad completa, al Espíritu Santo no se le puede conocer por palabras, obras y milagros, como a Cristo, sino por amor, sólo por amor, “porque permanece en vosotros”, en vuestro corazón, esto es, cuando todas esas palabras y milagros bajan hechos experiencia de amor al corazón, cuando Cristo mismo, hecho fuego y llama de amor viva y Pentecostés, hecho Espíritu Santo por su amor al Padre y nosotros, entra en nuestro corazón, y no se queda sólo en verdad teológica; sino que nos lleva hasta la verdad completa.

 Yo quiero celebrar la presencia como un sacramento distinto y unido a la vez, como lo que es y tiene que ser, quiero celebrar el sacramento de la presencia de Dios en un sacramento concreto y específico de amistad, con dinamismo sacramental y no sólo don o gracia espiritual, que existe o puede existir antes o independientemente del sacramento eucarístico. Es más, mi amistad puede darse y crecer espiritualmente, sin recepción de los sacramentos, en la misma oración personal... etc; pero a mi me gustaría que la Iglesia desarrollase más la presencia eucarística como sacramento de la amistad personal sacramental con Dios en Cristo, como tienda de la presencia de Dios con los hombres, como tienda del Encuentro y del Testimonio de amor. 

Es que muchas veces, en la Eucaristía, cuando llevo a Cristo al sagrario después de distribuir la comunión, me viene a la cabeza y al corazón todo esto que estoy diciendo. La Eucaristía ha sido instituida como sacramento de amistad  con el hombre  y este sacramento pide otra dimensión, que no está suficientemente desarrollada. La Eucaristía no es sólo  Eucaristía y comunión, es otra realidad muy importante para todos y querida por Cristo y este misterio necesita liturgia con tiempo, ritmo y espacio y celebración especial de la amistad sacramental, de la Eucaristía como encuentro y abrazo de amor.

Este sacramento de la presencia como amistad se hace  realidad sacramental en las mismas palabras e intenciones de Cristo: “Tomad y comed, esto es  mi cuerpo”, es decir,  tomad y comed, éste es mi cuerpo, mi persona, mi amor hasta el extremo de mis fuerzas y de los tiempos, mi amistad ofrecida y  mi presencia de amor en mi cuerpo entregado. Es en la Eucaristía y comunión donde se hace presente sacramentalmente el Señor; pero no sólo para celebrar la pascua de liberación del pecado y de la muerte y poder comulgar el pan de vida eterna; sino para hacer presente y celebrar, como en la Última Cena, mi amistad, mi presencia sacramental y pascual con vosotros y con todos los que crean antes y después de irme históricamente, “De nuevo volveré y os llevaré conmigo...” “No os dejaré huérfanos, volveré a vosotros”. “Como el Padre me amó, yo también os he amado; permaneced en mi amor”, “Ya no os llamo siervos, os llamo amigos”, “Muchas cosas tengo aún que deciros, mas no podéis llevarlas ahora; pero cuando viniere Aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hacia la verdad completa, porque no hablará de sí mismo, sino que hablará lo que oyere y os comunicará las cosa venideras”,  “Pero de nuevo os veré, y se alegrará vuestro corazón, y nadie será capaz de quitaros vuestra alegría”. “Pero no ruego sólo por estos sino por cuantos crean en mi por su palabra, para que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mi y yo en tí,  para que también ellos sean  en nosotros y el mundo crea que tú me has enviado”. “Padre, lo que tú me has dado, quiero que donde esté yo estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria, que tú me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo”. “porque os dicho estas cosas,os habéis puesto tristes... pero volveré y ya nadie os podrá quitar vuestro gozo... Padre, no sólo ruego por estos, sino por los que creerán en tu nombre”.

Además de los signos y palabras de la Eucaristía, como sacrificio y comunión, necesitamos desarrollar más los signos de la amistad querida por Jesús con cada uno de nosotros, signos breves en tiempo y espacio; pero específicos, dentro de la liturgia eucarística, como en la Última Cena. Es que si no, este sacramento no se puede captar ni comprender ni asimilar en totalidad ni plenitud, porque es copia de la amistad y del amor eterno y trinitario del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo: “Ardientemente he deseado comer esta pascua con vosotros... preparad... os mostrará una sala grande con divanes...,” es decir, comida, espacio y mesa y sillas de amistad, sin prisas, con diálogo y comunicación ardiente.

Es como si el Señor nos dijera: La consagración y la comunión fue un momento ardientemente deseado por mí en la Última Cena; pero antes y después hubo celebración de la amistad y el mandamiento nuevo y lavatorio de pies y esto fue también ardientemente deseado y celebrado. En la cena pascual no hubo solo pascua y comunión, simultáneamente celebré la amistad con vosotros, repasad todas mis palabras de aquella noche. Juan lo recordó todo maravillosamente, espíritu y palabra y gestos; es más, para él el lavatorio y todos los gestos y palabras que le acompañaron fueron Eucaristía, porque estuvo sintiendo el palpitar de mi corazón y hubo mucha conversación y trato de amistad antes, en  y después de la celebración de la pascua. Lo que pasa es que muchos de mis discípulos no están todavía iniciados en el amor, y  me dan culto y celebran bien; pero sin entrar dentro del sentido y del significado pleno y total de lo celebrado: sacrificio, comunión y amistad; pero no sólo para algunos determinados, sino para el común de los cristianos...

Queridos hermanos, pienso que habrá que descubrir la razón de por qué hay tantas celebraciones de la pascua de Cristo y tanto pacto de amistad celebrado con Dios en cada Eucaristía  y luego tan pocos celebrantes que  amen a Cristo y guarden el pacto de la alianza con Dios; por qué tantos comen pero no comulgan con Cristo, no se hacen amigos, tantas comuniones y desfallecidos luego de vida y amor a Dios y a los hermanos... Quizás la teología y la liturgia, desde el «locus theologicus» de la experiencia eucarística tan largamente sentida durante siglos, -ni un solo santo que no fuera eucarístico-,  tendrá que abrirse más a la tienda de la morada de Dios entre los hombres por su Hijo hecho Encarnación de su amor y pan de Eucaristía y enseñarnos cómo se cultiva este sacramento. Reflexionemos un poco a ver si este aspecto del misterio va a tener más importancia que la que se le está dando.  Pienso que  para celebrar en la Eucaristía y fuera de ella la amistad con Cristo, necesitamos ciertos sentimientos y actitudes y vivencias, que, si no se tienen, impiden vivir y celebrar este sacramento de la amistad de Cristo con nosotros y de nosotros con Cristo. Lo peor sería que no los tuviésemos en plenitud,  porque no los celebremos como deben ser celebrados.

 Esta dimensión sacramental de la amistad con Cristo nunca le ha quitado ni le puede quitar nada a la Eucaristía y a la comunión, todo lo contrario, se trata siempre del mismo Cristo en aspectos diferentes porque Él es infinito e inabarcable y  un solo Señor y una sola fe. Es más, esta dimensión de amistad personal los potenciaría en sentido y plenitud, porque los tres sacramentos o los tres aspectos de la Eucaristía se complementan y se necesitan. Jesús desarrolló una amplia liturgia de amistad: ¡lo que habló el Señor aquella noche y lo emocionado que celebró estas tres dimensiones del  misterio eucarístico y las cosas tan hermosas que nos dijo!

“Dijo Jesús: Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre... hijitos  míos, amaos los unos a los otros... en la casa de mi Padre hay muchas moradas, me voy a prepararos sitio... Os tomaré conmigo para que donde yo estoy estéis también vosotros... si me conocéis, conoceréis también a mi Padre... Felipe ¿no crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Pero vosotros me veréis porque yo vivo y vosotros viviréis... En aquel día conoceréis que yo estoy en mi Padre... Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada... Yo soy la vid, vosotros los sarmientos... Como el Padre me amó, yo también os he amado, permaneced en mi amor... Vosotros sois mis amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer... Padre, glorifica a tu Hijo, para que el Hijo te glorifique... Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo... Padre santo, guarda en tu nombre estos que me has dado, para que sean uno como nosotros...” (Jn17).

Cristo se hace presente para hacer presente su pascua y salvarnos comiendo su carne resucitada, llena de la nueva vida; pero también para permanecer  en el sagrario como presencia de amistad ofrecida a todos los hombres. Es precisamente esa presencia de Amistad, ese amor de Cristo amigo, sentido hasta el extremo y por obediencia al Padre, que “tanto amó al mundo que le entregó su Hijo Unigénito, para que no perezca ninguno de los que creen en Él”, repito, fue este amor de Espíritu Santo, encarnado en el Hijo por la potencia de ese mismo Amor Divino del Padre y del Hijo en la Palabra pronunciada por amor eterno en el Padre en la que el Padre se dice a sí mismo en Palabra cantada en amor y que la dice y pronuncia también para nosotros en el Hijo amado, fue esa Palabra dicha con amor y en carne humana para el hombre, fue ese Hijo encarnado el que primero estuvo y tiene que estar presente para luego, desde ese amor presente a los hombres ya aún antes de la pascua eucarística, hacerse sacerdote y víctima de su propia ofrenda al Padre por los hombres y luego, desde ese amor primero, permanecer para siempre, porque para eso vino, como amistad salvadora de la Trinidad ofrecida a todos los hombres.

Por eso, si se ha celebrado bien, si la Eucaristía ha sido completa, algo habrá que decirle y adorarle y besarle despacio a este Cristo en la misma celebración eucarística, para                          celebrar esa amistad, porque o habrá que celebrar también su amistad, porque le hemos consagrado, le hemos traído al altar, hemos cantado, rezado, bien, pero con tanto movimiento a veces a lo mejor salimos de la iglesia sin haberle dicho nada de amistad litúrgica y personalmente. La consagración pide y exige también la celebración de su venida en amistad eucarística y quizás no tan distante ni en el tiempo ni en el espacio:“Y cuantas veces hagáis esto, acordaos de mí”.

   ¡Señor! pues a ver si les insinúas algo de esto sobre todo  a los que corren tanto que no te dan tregua a decirnos casi nada de amistad y muchas veces, por la forma y el modo, no te dejan consagrar emocionado y despacio y decir lo que tienes y quiere decirnos, porque todo es correr y correr, casi sin entender bien lo que  celebran; pero como de todo tiene que haber en la viña del Señor, también hay hermanos y amigos que dicen lo contrario, que por qué tan despacio esto o lo otro, que guardar mejor el ritmo... etc.

Es que como me gusta tanto esta miel de la Eucaristía y este sabor de vino profundo de las bodas de Cristo y de los pactos de amistad con Dios que Él me brinda, a veces me paso ratos y ratos repasando la teología y la liturgia que me enseñaron y al degustar con los labios y la lengua gustativa de ahora este vino tan sabroso, encuentro nuevos matices y sabores de vino viejo y de pan  reciente de Eucaristía recién celebrada y no siempre coinciden doctrinas y sabores. Y esto sólo en cuarenta años.

Había que hacer la liturgia y la teología no solo de rodillas, que ya es un paso importante y obligado para todo verdadero teólogo; sino habiéndola gustado, esto es, bebiendo siempre este vino viejo de amor eterno de mil sabores de amor y amistad y este pan tan reciente de cada día del horno y corazón eucarístico, que tanto quema y ha quemado a los santos de todos los tiempos, ninguno que no fuera eucarístico, y a nuestros padres y mayores, que no tuvieron más clases de  teología y Biblia y liturgia que el sagrario y allí lo aprendieron todo, uniendo la Eucaristía en latín de las siete de la mañana con la liturgia larga de la visita de amistad al Señor en el sagrario por la tarde.

 “Yo soy la vid y vosotros los sarmientos”, y los sarmientos están siempre  unidos a la vid, porque de otra forma mueren y se secan:“Sin mí no podéis hacer nada...” .Eucaristía, «fonte que mana y corre», vid, sagrario... son para un cristiano realidades que se complementan e ilustran entre sí: la comunidad después de celebrar la Eucaristía y después de comer el pan, debe permanecer ya siempre unida con Cristo y entre sí como sarmientos a la vid, que es la misma persona de Cristo, que les alimenta en pascua, comunión y amistad personal con Él permanente en vida de casados, solteros, sacerdotes... Es claro que Cristo ha querido quedarse en los sagrarios de la tierra como centro de vida y de caridad en medio de cada comunidad cristiana, como fuente de vida que mana y corre, aunque es noche, por la fe. 

       La Hostia presente en cada sagrario nos invita a nosotros a ser hostia, a ofrecernos al Padre, a adorarle, a cumplir su voluntad. La Hostia presente en cada sagrario es pan, comida, que nos invita a seguir comiendo Dios, infinitud, vida divina y a ser comidos por Él en sus mismos sentimientos de generosidad, caridad y servicio permanente como El. Este es el sentido de los signos sacramentales, significar y hacer lo que significan, traer, encarnar, acercar al mismo Dios al hombre, a nuestras personas y actividades, a nuestro mundo concreto.

La Hostiapresente en el sagrario, como sacramento de amistad, nos invita a comprender la verdad del amor de Dios al hombre por esta encarnación continuada, signo y presencia de su amor perpetuo, presencia amorosa del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en atardeceres del paraíso. Por eso, cuando entramos en una Iglesia católica, nuestros ojos van espontáneamente hacia la Hostia santa, a Jesucristo en persona, al Amigo por excelencia, al Sacramentado de Amor y para la amistad de amor con nosotros, al Sacramento del Amor, que nos mira y  siempre está en casa esperándonos. Por eso, me gusta que esté en un sitio visible, porque Él es el Señor del templo, el verdadero Templo reconstruido y vivo. Yo nunca me quedo mirando y cantando  «la puerta del sagrario quién la pudiera abrir» como cantábamos en el seminario. Yo la abro y me meto en la Hostia Santa, la Morada de Dios más real en la tierra  para cada uno de nosotros. 

Por eso lo digo con toda sinceridad, no tengo ninguna envidia a los Apóstoles que le vieron materialmente a Jesucristo en Palestina; no me gustan mucho las “apariciones”, aunque sea en personas santas y no voy a profundizar en esta materia, para no hacer dudar de algunas hagiografías. Sólo digo que todas las apariciones de Cristo resucitado no fueron suficientes para que los Apóstoles conocieran el misterio de Cristo y fue necesario Pentecostés, ese mismo Cristo hecho fuego en su corazón. Lo único que quiero es que Él, mejor dicho, su mismo Espíritu de Amor Personal a su Padre venga a mí y me aumente la fe y el amor, porque yo no puedo hacerlo ni sé ni comprendo todo esto que a veces siento, y que también ya, por otra parte, ni sé ni quiero vivir sin Él: ¡Eucaristía divina, Tú lo has dado todo por mí, con amor extremo, hasta dar la vida! ¡También yo quiero darlo todo por Ti! Porque para mí Tú lo eres todo, yo quiero que los seas todo. ¡Jesucristo Eucaristía, Yo creo en Ti! ¡Jesucristo Eucaristía, yo confío en Ti! ¡Jesucristo Eucaristía, Tú eres el Hijo de Dios!

El Cristo que yo quiero es el que los Apóstoles contemplaron después de Pentecostés, cuando ya no le veían históricamente, ese que les quemó el corazón con fuego de  Espíritu Santo, y les  robó el corazón y les puso fuego en su torpe cabeza y pensamientos egoístas y les hizo hablar  las lenguas del amor a Dios y a los hombres y que todos entendieron y seguimos entendiendo a través de los siglos,  y  ya no pudieron callarse y fueron profetas verdaderos sin miedo ya a morir, únicamente  pendientes de agradar y obedecer a Dios más que a los hombres. Con el Cristo externo, visible, autor de milagros incluso, hecho sólo Teología,  pero no hecho fuego de Pentecostés, de experiencia verdadera de Dios y de su amor infinito, siguieron teniendo  miedo, le abandonaron... y aún viéndole incluso resucitado, siguieron  con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Yo quiero el Cristo experimentado por Pablo: “Para mí la vida es Cristo... no quiero saber más que mi Cristo y este crucificado...”; yo quiero sentir y vivir el Cristo de los místicos verdaderos.

La fe eucarística es la palabra que hace presente a Cristo en ambiente de cena de despedida y de reencuentro resucitado de perdón y amistad: “Paz a vosotros”. La fe eucarística es la mano que alarga el pan de vida eterna para comerlo, es la boca que lo recibe en respuesta a la invitación del Señor: “Tomad y comed”, es la puerta que se abre, porque es Cristo quien llama y abre la puerta “para cenar con el discípulo” (Ap3, 20),  para vivir su presencia en amistad, en conocimiento y amor mutuos. Los ojos de los discípulos de Emaús no se abrieron por sí mismos, sus ojos “fueron abiertos” según la versión griega de Lc. 14,31.

Nosotros no podemos ni sabemos y al principio, por falta de ojos limpios,  ni queremos.... Sólo Cristo, sólo Cristo por la fe y la fe es don de Dios. Nosotros la recibimos y podemos pedirla; pero no fabricarla  ni merecerla, porque es divina, es el conocimiento que Dios tiene de sí mismo y de su  proyecto de Salvación y, al ser de Dios, nos desborda, es don gratuito e infinito. Estoy hablando de la fe, del conocimiento que Dios tiene de Sí mismo y de su esencia e intimidad, que me desbordan y se convierten en misterios porque mi capacidad es limitada. Necesito que me capacite para este conocimiento y eso solamente lo realiza la gracia, que es vida y conocimiento y amor de Dios en sí mismo. Así lo piensa San Juan de la Cruz. De ahí la necesidad de noches y purificaciones para prepararme; aunque nunca comprenderé como Dios se comprende a sí mismo, ni siquiera en la eternidad; aunque allí el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, los Tres me lo expliquen  mejor y con más detalles, en el Sacramento Trinitario del amor y de la amistad eterna, con su misma Palabra y con su mismo Amor Personal, o si queréis, con Única Palabra Completa y Total del Padre cantada con Amor de Espíritu Santo al Hijo, que en eco total y eterno la recibe y la acepta infinitamente, totalmente, por la potencia del mismo Espíritu de Amor, que los hace Padre e Hijo, canturreada por el Padre y en eco eterno de amor repetida y aceptada por el Hijo en un acto eterno de Amor esencial, que es Espíritu Santo, que es la esencia del Dios Trino y Uno, porque “Dios es Amor”, su esencia es amar y si Dios dejase de amar y amarse, dejaría de existir, de ser Tri-Unidad, de ser Tres en Unidad de Ser, que es Amor. Dios no puede dejar de ser Padre lleno de amor, no puede dejar de perdonar al hombre, creado gratuitamente porque ha querido hacerle partícipe de su mismo Amor y Palabra, en la que contempla todo su Ser, desde el amanecer de su existir. Por eso, no puede dejar de ser Padre, que pronuncia para Sí y para nosotros la Palabra en la que se dice y nos dice todo su Amor, todo lo que nos ama en su mismo Amor, que es Espíritu Santo. Por eso, como “Dios es amor”, esa es su esencia y el Padre no puede dejar de ser Padre, de estar engendrando con amor y felicidad al Hijo que le hace al Padre ser Padre y feliz eternamente porque le ama como es amado por el mismo Amor Personal y Esencial, que es Espíritu Santo.

Allí, en el altar del cielo, ya no celebraremos la Eucaristía como pascua, porque ya hemos llegado a la tierra  prometida, a  la meta y no habrá más pascua, porque ya no habrá más paso ni tránsito, porque hemos llegado al final del proyecto, al esjatón, a lo Último, a Dios en su Ser primero y último y único; allí no habrá más Eucaristía como viático de eternidad, como comida y alimento del pan de vida eterna, porque los peregrinos ya han conseguido llegar al corazón amigo, que tanto me ha amado que entregó su vida, para que yo pudiera tenerla eterna en la misma intimidad y esencia divina de nuestro Dios Trino y Uno. Todos los medios y signos terrestres ya han pasado, fueron provisionales: el templo, el sacerdocio, la pascua, la comida, la liturgia, los sacramentos, hasta la misma Eucaristía: “Aquí no tenemos ciudad permanente, sino que andamos en busca de la futura” (Hb 13,14). “¡Que deseables son tus moradas, Señor de los ejércitos! Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor, mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo”. 

 La Eucaristía es la presencia corporal de Cristo, del evangelio entero y completo, de la fuente de gracia de todos los sacramentos, de todos los misterios de Dios para con nosotros, de toda la Salvación y del esjatón final anticipado y metido como cuña en el tiempo: Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús”. La Eucaristía es la presencia más presencia corporal del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo en la tierra por el Hijo Amado. Y todo por amor total en amistad de Dios con los hombres. La Eucaristía como Eucaristía, como comunión y como sagrario siempre será presencia de amistad y de amor hasta el extremo: «...mientras la Eucaristía es conservada en nuestras iglesias y oratorios, Cristo es verdaderamente el Emanuel, es decir, Dios con nosotros... Habita con nosotros lleno de gracia y de verdad, ordena las costumbres, alimenta las virtudes, consuela a los afligidos, fortalece a los débiles...» (Mysterium fidei 67).

El diálogo eucarístico se dirige siempre, a través del signo, a la persona misma de Cristo celeste y pascual, vivo y resucitado, el único que existe, porque la Eucaristía es el pan escatológico, el banquete del reino de Dios, su explicación y parábola más bella y que en lenguaje vulgar llamamos cielo; el sagrario es la amistad del cielo, querida y anticipada por Jesucristo en la Eucaristía para su Iglesia peregrina, cuya “ciudad se encuentra en los cielos” (Flp 3,20). Es el banquete donde  la amistad es condición indispensable y esto no hay que olvidarlo nunca para ver y analizar cómo y para qué comulgamos y celebramos, y aquí está la clave para entender plenamente  la Eucaristía, sobre todo, los frutos de la comunión y de la Eucaristía. La amistad, mejor, el deseo de amistad es indispensable y se celebra y aumenta  como en toda comida. Aquí es donde mejor y más se alimenta la  intimidad mutua de Cristo con los suyos y de los suyos con Dios Uno y Trino, la posibilidad de amarse mutuamente sin medida. La Eucaristía, el sagrario es siempre un libro silencioso pero abierto permanentemente para leer las cosas del amor divino, sea cual sea el lugar y el rincón que ocupe en la iglesia; el sagrario es Cristo Eucaristía, el mejor maestro de oración, santidad y vida cristiana; es Dios mismo cercano, amigo y confidente, es nuestro Dios Trino y Uno con los brazos abiertos a la intimidad y a la amistad con el  hombre por el Hijo  Amado: Jesucristo vivo, vivo y resucitado.

Toda la liturgia de la tierra termina en la liturgia del Apocalipsis, allí ya será y está el fin y la síntesis de todo y de todos que es Dios, que es la Amistad eterna con el Eterno, nuestro Dios Trino y Uno, es decir, Dios Amor-Amistad en diálogo infinito con los Tres y con todos en el Todo del Círculo Trinitario y allí y eternamente celebraremos en visión celeste de gloria esta Amistad soñada por Dios desde el amor más gratuito que nunca el hombre pudo soñar y que por eso mismo le cuesta creer y comprender: “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él no amó primero…”; amistad celebrada como anticipo y  añorada en plenitud desde la fe durante el peregrinaje. El autor del Apocalipsis contempla el evento escatológico como una solemne liturgia celeste, celebrada por los ángeles y santos, llena de luz y de cantos y de gloria. El canto del Aleluya expresa el gozo de todos aquellos, que habiéndose mantenido fieles hasta el final, han sido invitados a la cena nupcial del “Cordero degollado, el Viviente, que estuvo entre los muertos pero ahora vive para siempre”, símbolo de la plena y beatífica comunión con Dios Trino y Uno. Hasta allí me llevó la pascua de la Eucaristía, la comida del pan de la vida eterna, la presencia amiga del sagrario, puerta del cielo, en la que «et futurae gloriae pignus datar»: se nos da la prenda de la gloria futura.

       Viene a mi mente en estos momentos el himno «Jesús, dulcis memoria, dans vera cordis gaudia, sed super mel et omnia, ejus dulcis praesentia…»: ¡Oh Jesús, dulce para el recuerdo, que das los verdaderos gozos del corazón, porque tu dulce presencia está sobre la miel y todas las cosas! No se puede cantar nada más suave, ni oir nada más alegre, ni pensar nada más dulce que el nombre de Jesús, Hijo de Dios ¡Oh Jesús! ¡Tú eres la esperanza para los arrepentidos, generoso para los que te suplican, bueno para todos los que te buscan y qué decir para lo que te encuentran! La lengua no sabe decir ni la letra puede escribir lo que es amar a Jesús. Sólo el que lo experimenta puede saberlo. ¡Jesús! ¡Sé Tú nuestro gozo, nuestro premio último y futuro! ¡Haz que nuestra gloria esté siempre en Ti! Por todos los siglos. Amén.

       No puedo olvidar en estos momentos a la que fue la primeratienda, el primer sagrario de Cristo en la tierra, la madre de la Eucaristía: María, la hermosa Nazarena, la Virgen guapa, Madre del Verbo de Dios hecho carne: la Virgen del Sagrario. Desde aquí mi beso más filial y  el agradecimiento más sincero: «Dios ha puesto en ti, oh Virgen, su tienda como en un cielo puro y resplandeciente. Saldrá de ti como el esposo de su alcoba e, imitando el recorrido del sol, recorrerá en su vida el camino de la futura salvación para todos los vivientes, y extendiéndose de un extremo a otro del cielo, llenará con calor divino y vivificante todas las cosas» (S.Sofronio, Sermón 2, PG3, 3242,3250).

SEGUNDA MEDITACIÓN

NECESIDAD DE LA ORACIÓN PARA  EL ENCUENTRO PERSONAL CON CRISTO EUCARISTÍA.

Queridos hermanos: Me gustaría describiros un poco el camino ordinario que hay que seguir para conocer y amar a Jesucristo Eucaristía: es la oración eucarística o sencillamente la oración en general, dela que Santa Teresa nos dice, «que no es otra cosa oración, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama».

Al tratar muchas veces a solas «con quien sabemos que nos ama», poco a poco nos vamos adentrando y encontrando con Él en la Eucaristía, que es donde está más presente  «el que nos ama” y esto es en concreto la oración eucarística, hablar, encontrarnos,  tratar de amistad con Jesucristo Eucaristía.

Éste es el mejor camino que yo conozco y he seguido para descubrirlo vivo, vivo y resucitado, y no como un tesoro escondido, sino como un tesoro mostrado, manifestado y predicado abiertamente, permanentemente ofrecido y  ofreciéndose como evangelio vivo, como amistad, como pan de vida, como confidente y amigo para todos los hombres,  en todos los sagrarios de la tierra.

El sagrario es el nuevo templo de la nueva alianza para encontrarnos y alabarla a Dios en la tierra, hasta que lleguemos al templo celeste y contemplarlo glorioso. No es que haya dos Cristos, siempre es el mismo, ayer, hoy y siempre, pero manifestado de forma diferente. “Destruid este templo y yo lo reedificaré en tres días. Él hablaba del templo de su cuerpo” (Jn 2,19). Cristo Eucaristía es el nuevo sacrificio, la nueva pascua, la nueva alianza, el nuevo culto, el nuevo templo, la nueva tienda de la presencia de Dios y del encuentro, en la que deben reunirse los peregrinos del desierto de la vida, hasta llegar a la tierra prometida, hasta la celebración de la pascua celeste. Por eso,“la Iglesia, apelando a su derecho de esposa” se considera propietaria y depositaria de este tesoro, por el cual merece la pena venderlo todo para adquirirlo, y lo guarda con esmero y cuidado extremo y le enciende permanentemente la llama de la fe y del amor más ardiente, y se arrodilla y lo adora y se lo come de amor: “No es marido dueño de su cuerpo sino la esposa” (1Cor 7,4). 

El sagrario es Jesucristo resucitado en salvación y amistad permanentemente ofrecidas. Quiero decir con esto, que no se trata de un privilegio, de un descubrimiento, que algunos cristianos encuentran por suerte o casualidad, sino que es el encuentro natural de todo creyente, que se tome en serio la fe cristiana y quiere recorrer de verdad las etapas de este camino, que Jesús indicó y expresó  bien claro: “Tomad y comed, esto es mi cuerpo...” “el que me coma, vivirá por mí...”; “...el agua, que yo le daré, se hará en él una fuente que salte hasta la vida eterna”; “Yo soy el camino...”.

 Y la puerta para entrar en este camino y en esta vida y verdad que nos conducen hasta Dios, es Cristo, por medio de la oración personal, hecha liturgia y vida, o la oración litúrgica y la vida, hecha oración personal, que para mí todo está unido, pero siempre es oración, al menos «a mi parecer».

Y  para encontrar en la tierra a Cristo vivo, vivo y resucitado, el sagrario es «la fonte que mana y corre, aunque es de noche», es decir, es sólo por la fe, como podemos  acercarnos a esta fuente del Amor y de la Vida y de la Salvación, que mana del  Espíritu de Cristo, que es Espíritu Santo: Amor, Alma y Vida de mi Dios  Trino y Uno: Padre,  Hijo y  Espíritu Santo. Ahí está la fuente  que mana esta agua divina que “salta hasta la vida eterna”.

 

«Qué bien sé yo la fonte que mana y corre,

  aunque es de noche.

  Aquesta eterna fonte está escondida

  en este vivo pan por darnos vida,

  aunque es de noche.

 Aquí se está llamando a las criaturas,

  y de esta agua se hartan, aunque a oscuras,

  porque es de noche.

  Aquesta viva fonte que deseo,

  en este pan de vida yo la veo,

  aunque es de noche» (San Juan de la Cruz).

 

El primer paso para tocar a Jesucristo, escondido en este pan por darnos vida, llamando a las criaturas, manando hasta la vida eterna, es la fe, llena de amor y de esperanza, virtudes sobrenaturales, que nos unen directamente con Dios. Y la fe es fe, es un don de Dios, no la fabricamos nosotros, no se aprende en los libros ni en la teología, hay que pedirla, pedirla intensamente y muchas veces, durante años, en la sequedad y aparente falta de respuesta, en  noche de luz humana y en la oscuridad de nuestros saberes, con esfuerzo y conversión permanente.

 La fe es el conocimiento que Dios tiene de sí mismo y de su vida y amor y de su proyecto de salvación, que se convierten en misterios para el hombre, cuando Él, por ese mismo amor que nos tiene, desea comunicárnoslos. Dios y su vida son misterios para nosotros, porque nos desbordan y no podemos abarcarlos, hay que aceptarlos sólo por la confianza puesta en su palabra y en su persona, en  seguridad de amor, a oscuras del entendimiento que no puede comprender. Para subir tan alto, tan alto, hasta el corazón del Verbo de Dios, hecho pan de Eucaristía, hay que subir «toda ciencia trascendiendo». Podíamos aplicarle los versos de  San Juan de la Cruz: «Tras un amoroso lance, y no de esperanza falto, volé tan alto tan alto, que le di a la caza alcance».

 La oración siempre será un misterio, nunca podemos abarcarla perfectamente, sino que será ella la que nos abarca a nosotros y nos domina y nos desborda, porque la oración es encuentro con el Dios vivo e infinito. Será siempre transcendiendo lo creado, en una unión con Dios sentida pero no poseída, pero deseando, siempre deseando más del Amado, en densa oscuridad de fe, llena de amor y de esperanza del encuentro pleno. Y así, envuelta en esta profunda oscuridad de la fe, más cierta y segura que todos los razonamientos humanos, la criatura, siempre transcendida y “extasiada”, salida de sí misma,  llegará  al abrazo y a la unión total con el Amado: «Oh noche que guiaste, oh noche amable más que la alborada, oh noche que juntaste Amado con amada, amada en el Amado transformada».

Sólo por la fe tocamos y nos unimos  a Dios y a sus misterios “El evangelio es la salvación de Dios para todo el que cree. Porque en él se revela la justicia salvadora de Dios para los que creen, en virtud de su fe, como dice la Escritura: El justo vivirá por su fe” (Rom 1,16-17). A Jesucristo se llega mejor por el evangelio y cogido de la mano de los verdaderos creyentes: los santos, nuestros padres, nuestros sacerdotes... y todos los amigos de Jesús, que  han vivido el evangelio y  han recorrido este camino de oración, del encuentro eucarístico, y nos indican perfectamente cómo se llega hasta Él, cuáles son las dificultades, cómo se superan.

Este camino hay que recorrerlo en un principio siempre con la certeza confiada de la fe de la Iglesia, de nuestros padres y catequistas. “Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá” (Lc 1,45). María, modelo y madre de la fe,  llegó a conocer a su Hijo y a vivir todos sus misterios más y mejor por la fe, “meditándolos en su corazón”, que por lo que veía con los ojos de la carne. Y esa fe la llevó a descubrir todo el misterio de su Hijo y permaneció fiel hasta la cima del calvario, creyendo, contra toda apariencia humana, que era el Redentor del mundo, el Hijo de Dios el que moría solo y abandonado de todos, sin reflejos de gloria ni de cielo, en la cruz. San Agustín interpreta las palabras de Isabel a María:“Dichosa tú que has creído porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”, diciendo que María fue más dichosa y más madre de Jesús por la fe, esto es, por haber creído y haberse hecho esclava de su Palabra, que por haberle concebido corporalmente.

Por la fe nosotros sabemos que Jesucristo está en el sacramento, en la Eucaristía, realizando lo que hizo y dijo. Podemos luego tratar de explicarlo según la razón y para eso es la teología, pero hasta ahora no  podemos explicarlo plenamente. Y esto es lo más importante. La fe lo ve, porque la fe es el conocimiento que Dios tiene de las cosas, aunque yo, que tengo esa fe y que participo de ese conocimiento, no lo vea, como he dicho antes, porque no puedo ver con la luz y profundidad de Dios. Solo el conocimiento místico se funde en la realidad amada y la conoce. Los místicos son los exploradores que  Moisés mandó por delante a la tierra prometida, y que, al regresar cargados de vivencias y frutos, nos hablan de las maravillas de la tierra prometida a todos, para animarnos a seguir caminado hasta contemplarla y poseerla.  

Por eso, el teólogo no puede habitar en dos mundos separados, cada uno de los cuales exija certezas contrarias en donde la afirmación de la fe no pueda ser aceptada por la razón. La teología es la luz de la fe que intenta, con la ayuda de la Palabra y el Espíritu, conquistar el mundo de la razón con palabras humanas, para que el teólogo o creyente se haga creyente por entero. Por eso, la teología es un apostolado hacia dentro, que trata de evangelizar a la razón,  llevándola a acoger el misterio ya presente en la Iglesia y en su corazón de creyente. “Deshacemos sofismas y toda altanería que se subleva contra el conocimiento de Dios y reducimos a cautiverio todo entendimiento para obediencia de Cristo” (2 Cor 10,4s). Dios, que resucita a Cristo con el poder y la gloria del Espíritu Santo, es el Señor de la teología católica. El señorío de Cristo no violenta a la inteligencia que razona, forzándola a acoger unas verdades ininteligibles. No la humilla sino que la salva de sus estrecheces, haciéndola humilde, capaz de Dios, como María que acoge la Palabra de Dios sin comprenderla. Luego, al vivir desde la fe los misterios de Cristo, lo comprende todo.

Toda la Noche del espíritu, para San Juan de la Cruz, está originada por este deseo de Dios, de comunicarse con la criatura; el alma queda cegada por el rayo del sol de la luz divina que para ella se convierte en oscuridad y en ceguedad por excesiva luz y sufre por sus limitación en ver y comprender como Dios ve su propio misterio; a este conocimiento profundo de Dios se llega mejor amando que entendiendo, por vía de amor que por vía de inteligencia, convirtiéndose el alma en «llama de amor viva».

 La teología es esclava de la fe y servidora de los fieles; no tiene que dominar sobre la fe sino contribuir al gozo de los creyentes (cf 2 Cor 1,24). Ante los propios misterios la teología ha de ser modesta y llena de discreción. Sería un sacrilegio y una ingratitud empeñarse en desgarrar el velo bajo el que se revela el Señor, cuando es ya tan grande la condescendencia de aquel, que se da a conocer de este modo.

Para seguir siendo discreta y sumisa, la teología tendrá que imitar el respeto emocionado de los Apóstoles ante la aparición del Resucitado en la orilla del lago: “Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: ¿quién eres tú?”. Por lo tanto, no buscará evidencias racionales para eludir la obligación de creer; no preguntará: ¿Es verdad todo esto que hace y dice el Señor? sino que humildemente dirá: Señor ayúdanos a comprender mejor lo que nos dices y haces:“Señor, yo creo, pero aumenta mi fe”.

La Eucaristíapuede estudiarse desde fuera, partiendo de los elementos visibles que la constituyen o desde dentro, partiendo del misterio del que es sacramento memorial. Aquel que es para siempre la Palabra, la biblioteca inagotable de la Iglesia, su archivo inviolable condensó toda su vida en los signos y palabras de la Eucaristía: es su suma teológica. Para leer este libro eucarístico que es único, no basta la razón, hace falta la fe y el amor que hagan comunión de sentimientos con el que dijo: “acordaos de mí”, de mi emoción por todos vosotros, de mis deseos de entrega, de mis ansias de salvación, de mis manos temblorosas, de mi amor hasta el extremo. (cfr.F.X. DURRWELL, La Eucaristía sacramento pascual, Sígueme 1998, pág.13).

 San Juan de la Cruz nos dirá que, para conocer a Dios y sus misterios, es mejor el amor que la razón, porque ésta no puede abarcarle, pero por  el amor me uno al objeto amado y me pongo en contacto con él y me fundo con él en una sola realidad en llamas. Son los místicos, los que experimentan los misterios que nosotros celebramos. Para San Juan de la Cruz, la teología, el conocimiento de Dios debe ser «noticia amorosa», «sabiduría de amor», «llama de amor viva que hiere de mi alma en el más profundo centro...», no conocimiento frío, teórico, sin vida. El que quiere conocer a Dios ha de arrodillarse; el sacerdote, el teólogo debe trabajar en estado de oración, debe hacer teología arrodillada.

 Sin esta comunión personal de amor y sentimientos con Cristo, el libro eucarístico llega muy empobrecido al lector. Este libro hay que comerlo para comprenderlo, como Ezequiel: “Hijo de hombre, come lo que se te ofrece; come este rollo y ve luego a hablar a la casa de Israel. Yo abrí mi boca y él me hizo comer el rollo y me dijo”: Hijo de hombre aliméntate y sáciate de este rollo que yo te doy. Lo comí y fue en mi boca dulce como miel” (Ez.3, 1-3).

 

TERCERA MEDITACIÓN

HEMORROÍSA DIVINA, CREYENTE, DECIDIDA, ENSÉÑAME A TOCAR A CRISTO CON FE Y ESPERANZA

“Mientras les hablaba, llegó un jefe y acercándosele se postró ante Él, diciendo: Mi hija acaba de morir; pero ven, pon tu mano sobre ella y vivirá. Y levantándose Jesús, le siguió con sus discípulos. Entonces una mujer que padecía flujo de sangre hacía doce años se le acercó por detrás y le tocó la orla del vestido, diciendo para sí misma: con sólo que toque su vestido seré sana. Jesús se volvió, y, viéndola, dijo: Hija, ten confianza; tu fe te ha sanado. Y quedó sana la mujer desde aquel momento”(Mt 9, 20-26).

 

Seguramente todos recordaréis este pasaje evangélico, en el que se nos narra la curación de la hemorroisa. Esta pobre mujer, que padecía flujo incurable de sangre desde hacía doce años, se deslizó entre la multitud, hasta lograr tocar al Señor:“Si logro tocar la orla de su vestido, quedaré curada, se dijo. Y al instante cesó el flujo de sangre.  Y  Jesús... preguntó: ¿Quién me ha tocado?.”

 No era el hecho material lo que le importaba a Jesús. Pedro, lleno de sentido común, le dijo: Señor, te rodea una muchedumbre inmensa y te oprime por todos lados y ahora tú preguntas, ¿quién me ha tocado? Pues todos.

Pero Jesús lo dijo, porque sabía muy bien, que alguien le había tocado de una forma totalmente distinta a los demás, alguien le había tocado con fe y una virtud especial había salido de Él. No era la materialidad del acto lo que le importaba a Jesús en aquella ocasión; cuántos ciertamente de aquellos galileos habían tenido esta suerte de tocarlo y, sin embargo, no habían conseguido nada. Sólo una persona, entre aquella multitud inmensa, había tocado con fe a Jesús. Esto era lo que estaba buscando el Señor.

Queridos hermanos: Este hecho evangélico, este camino de la hemorroísa,  debe ser siempre imagen e icono de nuestro acercamiento al Señor, y una imagen real y a la vez  desoladora de lo que sigue aconteciendo hoy día.

Otra multitud de gente nos hemos reunido esta tarde en su presencia y nos reunimos en otras muchas ocasiones y, sin embargo, no salimos curados de su encuentro, porque nos falta fe. El sacerdote que celebra la Eucaristía, los fieles que la reciben y la adoran, todos los que vengan a la presencia del Señor, deben tocarlo con fe y amor para salir curados.

Y si el sacerdote como Pedro le dice: Señor, todos estos son creyentes, han venido por Tí, incluso han comido contigo, te han comulgado.....podría tal vez el Señor responderle: “pero no todos me han tocado”. Tanto al sacerdote como a los fieles nos puede faltar esa fe  necesaria para un encuentro personal, podemos estar distraídos de su amor y presencia amorosa, es más, nos puede parecer el sagrario un objeto de iglesia, una cosa sin vida,  más que la presencia personal y verdadera y realísima de Cristo.

Sin fe viva, la presencia de Cristo no es la del amigo que siempre está en casa, esperándonos, lleno de amor, lleno de esas gracias, que tanto necesitamos, para glorificar al Padre y salvar a los hombres; y por esto, sin encuentro de amistad, no podemos contagiarnos de sus deseos, sentimientos y actitudes.

En la oración eucarística, como Eucaristía continuada que es, el Señor nos dice: “Tomad y comed.. Tomad y bebed...” y lo dice para que comulguemos, nos unamos a Él. En la oración eucarística, más que abrir yo la boca para decir cosas a Cristo, la abro para acoger su don, que es el mismo Cristo pascual, vivo y resucitado por mí y para mí. El don y la gracia ya están allí, es Jesucristo resucitado para darme vida, sólo tengo que abrir los ojos, la inteligencia, el corazón para comulgarlo con el amor y el deseo y la comunicación-comunión y así la oración eucarística se convierte en una permanente comunión eucarística. Sin fe viva, callada, silenciosa y alimentada de horas de sagrario,  Cristo no puede actuar  aquí y ahora en nosotros, ni curarnos como a la hemorroisa. No puede decirnos, como dijo tantas  veces en su vida terrena “Véte, tu fe te ha salvado”.

Y no os escandalicéis, pero es posible que yo celebre la eucaristía y no le toque, y tú también puedes comulgar y no tocarle, a pesar de comerlo. No basta, pues, tocar materialmente la sagrada forma y comerla, hay que comulgarla, hay que tocarla con fe y recibirla con amor.

Y ¿cómo sé yo si le toco con fe al Señor? Muy sencillo: si quedo curado, si voy poco a poco comulgando con los sentimientos de amor, servicio, perdón, castidad, humildad de Cristo, si me voy convirtiendo en Él y viviendo poco a poco su vida.Tocar,comulgar a Cristo es tener sus mismos sentimientos, sus mismos criterios, su misma vida. Y esto supone renunciar a los míos, para vivir los suyos: “El que me coma, vivirá por mí”, nos dice el Señor en el capítulo sexto de S. Juan. Y Pablo constatará esta verdad, asegurándonos: “vivo yo pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”.

Hermanos, de hoy en adelante vamos a tener más cuidado con nuestras misas y nuestras comuniones, con nuestros ratos de iglesia, de sagrario. Vamos a tratar de tocar verdaderamente a Cristo. Creo que un momento muy importante de la fe eucarística es cuando llega ese momento, en que iluminado por la fe, uno se da cuenta de que Él está realmente allí, que está vivo, vivo y resucitado, que quiere comunicarnos todos los tesoros que guarda para nosotros, puesto que para esto vino y este fue y sigue siendo el sentido de su encarnación continuada en la Eucaristía. Pero todo esto es por las virtudes teologales de la fe, esperanza y caridad, que nos llevan y nos unen directamente con Dios.

Hemorroisa divina, creyente, decidida y valiente,  enséñame a mirar y admirar a Cristo como tú lo hiciste, quisiera tener la capacidad de provocación que tú tuviste con esos deseos de tocarle, de rozar tu cuerpo y tu vida con la suya, esa seguridad de quedar curado si le toco con fe, de presencia y de palabra, enséñame a dialogar con Cristo,  a comulgarlo y recibirlo;  reza por mí al Cristo que te curó de tu enfermedad, que le toquemos siempre con esa fe y deseos tuyos en nuestras misas, comuniones y visitas, para que quedemos curados, llenos de vida, de fe y de esperanza.

CUARTA MEDITACIÓN

SAMARITANA MÍA, ENSÉÑAME A PEDIR A CRISTO EL AGUA DE LA FE Y DEL AMOR

 “Tenía que pasar por Samaria. Llega, pues, a una ciudad de Samaria llamada Sicar, próxima a la heredad que dio Jacob a José, su hijo, donde estaba la fuente de Jacob. Jesús fatigado del camino, se sentó sin más junto a la fuente; era como la hora de sexta. Llega una mujer de Samaria a sacar agua, y Jesús le dice: dame de beber, pues los discípulos habían ido a la ciudad a comprar provisiones.

Dícele la mujer samaritana: ¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, mujer samaritana? Porque no se tratan judíos y samaritanos. Respondió Jesús y dijo: Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: dame de beber, tú le pedirías a Él, y Él te daría a ti agua viva. Ella le dijo: Señor, no tienes con qué sacar el agua y el pozo es hondo; ¿de dónde, pues, te viene esa agua viva?¿Acaso eres tú más grande que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo y de él bebió él mismo, sus hijos y sus rebaños? Respondió Jesús y le dijo: Quien bebe de esta agua volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le diere no tendrá jamás sed, que el agua que yo le dé se hará en él una fuente que salte hasta la vida eterna.

Díjole la mujer: Señor, dame de esa agua para que no sienta más sed ni tenga que venir aquí a sacarla. Él le dijo: Vete, llama a tu marido y ven acá. Respondió la mujer y le dijo: no tengo marido. Díjole Jesús: bien dices: no tengo marido porque tuviste cinco, y el que tienes ahora no es tu marido; en esto has dicho verdad. Díjole la mujer: Señor, veo que eres profeta.

Nuestros padres adoraron en este monte, y vosotros decís que es Jerusalén el sitio donde hay que adorar. Jesús le dijo: Créeme, mujer, que es llegada la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre... Díjole la mujer: Yo sé que el Mesías, el que se llama Cristo, está para venir, y que cuando venga nos hará saber todas las cosas. Díjole Jesús: Soy yo, el que contigo habla.

Muchos samaritanos de aquella ciudad creyeron en Él por la palabra de la mujer, que atestiguaba: Me ha dicho todo cuanto he hecho. Así que vinieron a Él y le rogaron que se quedase con ellos. Permaneció allí dos días y muchos más creyeron al oírle. Decían a la mujer: ya no creemos por tu palabra, pues nosotros mismos hemos oído y conocido que éste es verdaderamente el Salvador del mundo”(Juan 4, 4-26).

 

 Polvoriento, sudoroso y fatigado el Señor se ha sentado en el brocal del pozo. Está esperando a una persona muy singular. Ella no lo sabe. Por eso, al llegar y verlo, la samaritana se ha quedado sorprendida de ver a un judío sentado en el pozo, sobre todo, porque le ha pedido agua. Este encuentro ha sido cuidadosamente preparado por Jesús. Por eso, Cristo no se ha recatado en manifestar su sed material, aunque le ha empujado hasta allí, más su sed de almas, su ardor apostólico:“si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber...”.

Queridos hermanos: el mismo Cristo, exactamente el mismo, con la misma sed de almas, está sentado a la puerta de nuestros sagrarios, del sagrario de tu pueblo. Lleva largos años esperando el encuentro de fe contigo para entablar el deseado diálogo, pero tú tal vez no has sido fiel a la cita y no has ido a este pozo divino para sacar el agua de la vida. Él ha estado siempre aquí, esperándote, como a la samaritana. Dos  mil años lleva esperándote.

Por fín hoy estás aquí, junto a Él, que te mira con sus ojos negros de judío, imponentes, pregúntaselo a la adúltera, a la Magdalena, a las multitudes de niños, jóvenes y adultos de Palestina....que le seguían magnetizados; ¡qué vieron en esos ojos, lagos transparentes en los que se reflejaba su alma pura, su ternura por niños, jóvenes, enfermos, pecadores, su amor por todos nosotros y se purificaban con su bondad las miserias de los hombres! 

Todos sentimos esta tarde una emoción muy grande, porque hemos caído en la cuenta de que Él estaba esperándonos. Y, sentado en el brocal del sagrario,  Cristo te provoca y te pide agua, porque tiene sed de tu alma, como aquel día tenía más sed del alma de esta mujer que del agua del pozo. Cristo Eucaristía se muere en nuestros sagrarios de sed de amor, comprensión, correspondencia, de encontrar almas corredentoras del mundo, adoradoras del Padre, enamoradas y fervientes, sobre las que pueda volcarse y transformarlas en eucaristías perfectas.

«He aquí el corazón que tanto ha amado a los hombres,  diría a Santa Margarita y, a cambio de tanto amor, solo recibe desprecios...». Tú, al menos, que has conocido mi amor, ámame,  nos dice el Señor a los creyentes desde cada sagrario. “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber...tú le pedirías y el te daría agua que salta hasta la vida eterna...”.

       El don de Dios a los hombres es Jesucristo, es el mayor don que existe y que es entregado a los que le aman. Para eso vino y para eso se quedó en el Sacramento. Si supiéramos, si descubriéramos quién es el que nos pide de beber... es el Hijo de Dios, la Palabra pronunciada y  cantada eternamente con Amor de Espíritu Santo por el  Padre: “Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios... Todas las cosas fueron hechas por Él, y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho. En Él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres... Vino a los suyos y los suyos no le recibieron” (Jn 1, 1-3,11). Pues bien, esa Palabra Eterna de Salvación y Felicidad, pronunciada con amor de Espíritu Santo por el Padre para los hombres, es el Señor, presente en todos los sagrarios de la tierra. 

No debemos olvidar nunca que la religión cristiana, esencialmente, no son mandamientos ni sacramentos ni ritos ni ceremonias ni el mismo sacerdocio ni nada, esencialmente es una persona, es Jesucristo. Quien se encuentra con Él, puede ser cristiano, porque ha encontrado al Hijo Único, que  conoce y puede llevarnos al Padre y a la salvación; quien no se encuentra con Él, aunque tenga un doctorado en teología o haga todas las acciones y organigramas pastorales, no sabe lo que es auténtico cristianismo, ni ha encontrado el  gozo eterno comenzado en el tiempo.

Es que Dios nos ha llamado a la existencia por amor, tanto en la creación primera como en la segunda, y siempre en su Hijo, primero, Palabra Eterna pronunciada en silencio, lleno de amor de Espíritu Santo en su esencia divina, luego, pronunciada por nosotros en el tiempo y en este mundo en carne humana, para que vivamos su misma vida y seamos felices con su misma felicidad trinitaria, que empieza aquí abajo;  las puertas del sagrario son las puertas de la eternidad:

“Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en Cristo nos bendijo con toda  bendición espiritual en los cielos; por cuanto que en Él nos eligió antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e inmaculados ante Él en caridad, y nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para la alabanza del esplendor de su gracia, que nos otorgó gratuitamente en el amado, en quien tenemos la redención por su sangre, la remisión de los pecados...” (Ef 1,3-7).

La religión, en definitiva, es todo un invento de Dios para amar y ser amado por el hombre, y aquí está la clave del éxtasis de amor de los místicos, al descubrir y sentir y experimentar que esto es verdad, que de verdad Dios ama al hombre desde y hasta la hondura de su ser trinitario, y el hombre, al sentirse amado así, desfallece de amor, se transciende, sale de sí por este amor divino que Dios le regala  y se adentra en la esencia de Dios, que es Amor, Amor que no puede dejar de amar, porque si dejara de amar, dejaría de existir. Esto es lo que busca el Padre por su Hijo Jesucristo, hecho carne de pan por y  para nosotros.

“En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó...” (1J 4, 8-10).

“Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y lo seamos. Carísimos, ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a El, porque le veremos tal cual es” (1Jn 3, 1-3).

           Por eso, ya puede crear otros mundos más dilatados y varios, otros cielos más infinitos y azules, pero nunca podrá existir nada más grande, más bello, más profundo, más lleno de vida y amor y de cariño y de ternuras infinitas que Jesucristo, su Verbo Encarnado. “Y hemos visto, y damos de ello testimonio, que el Padre envió a su Hijo por Salvador del mundo. Quien confesare que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios Y nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene. Dios es amor , y el que vive en amor,  permanece en Dios y Dios en él” (1Jn 4, 14-16).

Y a este Jesús es a quien yo confieso como Hijo de Dios arrodillándome ante el sagrario, y a éste es al que yo veo cuando miro, beso, hablo o me arrodillo ante el sagrario, yo no veo ni pan ni copón ni caja de metal o madera que lo contiene, yo sólo veo a mi Cristo, a nuestro Cristo y ese es el que me pide de beber... y si yo tengo dos gotas de fe, tengo que comulgarle, comunicarme con Él, entregarme a Él, encontrarle, amarle:“Si tú supieras quién es el que te pide de beber...” Dímelo tú, Señor. Descúbremelo Tú personalmente. En definitiva, el único velo que me impide verte es el pecado, de cualquier clase que sea, siempre será un muro que me oculta tu rostro, me separa de Tí; por eso quiero con todas mis fuerzas destruirlo, arrancarlo de mí, aunque me cueste sangre, porque me impide el encuentro, la comunión total. “Si dijéramos que vivimos en comunión con Él y andamos en tinieblas, mentiríamos y no obraríamos según verdad”. “Y todo el que tiene en él esta esperanza, se purifica, como puro es Él. Todo el que permanece en Él no peca, y todo el que peca no le ha visto ni le ha conocido” (1Jn 1,6; 3, 3,6).

 Por eso, la samaritana, al encontrarse con Cristo, reconoció prontamente sus muchos maridos, es decir, sus pecados; los  afectos y apegos desordenados impiden ver a Cristo, creer en Cristo Eucaristía, sentir su presencia y amor; Cristo se lo insinuó, ella lo intuyó y lo comprendió y ya no tuvo maridos ni más amor que Cristo, el mejor amigo.

Señor, lucharé con todas mis fuerzas por quitar el pecado de mi vida, de cualquier clase que sea. “Los limpios de corazón verán a Dios”. Quiero estar limpio de pecado, para verte y sentirte como amigo. Quiero decir con la samaritana:“Dáme, Señor, de ese agua, que sacia hasta la vida eterna…” para que no tenga necesidad de venir todos los días a otros  pozos de aguas que no sacian plenamente; todo lo de este mundo es agua de criaturas que no sacia, yo quiero hartarme de la hartura de la divinidad, de este agua que eres Tú mismo, el único que puedes saciarme plenamente. Porque llevo años y años sacando agua de estos pozos del mundo y como mis amigos y antepasados tengo que venir cada día en busca de la felicidad, que no encuentro en ellos y que eres Tú mismo. Señor,  tengo hambre del Dios vivo que eres Tú, del agua viva, que salta hasta la vida eterna, que eres Tú, porque ya he probado el mundo y  la felicidad que da. Déjame, Señor,  que esta tarde, cansado del camino de la vida,  lleno de sed y hambriento de eternidad y sentado junto al brocal del sagrario, donde Tú estás, te diga: Jesús, te deseo a Tí, deseo llenarme y saciarme solo de Tí, estoy cansado de las migajas de las criaturas, sólo busco la hartura de tu Divinidad.

QUINTA MEDITACIÓN

EN EL SAGRARIO ESTÁ EL MISMO CRISTO QUE CURÓ A CIEGOS Y LEPROSOS

QUERIDOS HERMANOS: Nos hemos reunido aquí esta tarde para venerar, adorar y agradecer la presencia eucarística de Jesucristo, nuestro Dios y Señor. Este Cristo, ahora viviente en la Hostia santa, es el mismo Cristo del evangelio, que ya permanece en nuestros Sagrarios hasta el final de los tiempos, para atender nuestros ruegos y atender a nuestras necesidades. No está estático, muerto, sino vivo y resucitado, renovando toda nuestra vida espiritual de amor a Dios y a los hermanos, y ayudándonos en todos nuestros problemas.

        Queridos hermanos: Está con nosotros aquí y ahora, en esta Hostia santa, el cuerpo que se dejó tocar por un inmundo y un apestado de aquellos tiempos. Mirad cómo lo dice el evangelista. Se acercan a una aldea Jesús y bastante gente, mujeres, hombres y niños, una pequeña multitud. De pronto se oye un grito, un lamento, es alguien que pide socorro desde un basurero. No se ve a nadie. La gente aprieta el paso para pasar cuanto antes de aquel mal olor. Mezclado entre la basura aparece un leproso, la gente huye con las narices tapadas, es un maldito, un castigado por la justicia de Dios, nadie le puede tocar, quien le toque queda impuro y debe ser purificado por el sacerdote. Jesús, el que está aquí con nosotros en el Sagrario, es el único que se para, lo mira con amor y se acerca y lo toca; es el mismo evangelista el que nos lo cuenta sorprendido: “En esto, un leproso se acercó y se postró ante él, diciendo: «Señor, si quieres, puedes limpiarme». Él extendió la mano, le tocó y dijo: Quiero, queda limpio. Y al instante quedó limpio de su lepra” (Mt 8,1-4). Y el leproso ha quedado curado, pero Jesús ha quedado manchado según la Ley de Moisés. Sin embargo, Jesús no va al templo para purificarse, porque Él es más que el templo de la antigua ley. Jesús lo ha hecho todo por amor, que es la nueva ley del evangelio, y lo ha hecho espontáneamente, no ha podido contenerse, no ha podido reprimir su compasión: es así su corazón, el corazón eucarístico de Jesús. Miremos y contemplemos ahora a este mismo Jesús en la Hostia santa que adoramos y comulgamos. Es el mismo con el mismo amor de entonces, la misma compasión, los mismos sentimientos. Mirémosle despacio, con mirada fija de amor.

        Ahora es en Jericó, la ciudad de las palmeras. Otra vez la gente entusiasmada como siempre, no dejándole caminar ni comer ni descansar. Otra vez un grito desde la orilla del camino. Esta vez la gente no corre, pero le quiere hacer callar. Pero esta vez, como la otra vez y como siempre, Jesús lo ha oído y se para y hace que se pare toda la gente: “Cuando salían de Jericó, le siguió una gran muchedumbre. En esto, dos ciegos que estaban sentados, junto al camino, la enterarse que Jesús pasaba, se pusieron a gritar: Señor, ten compasión de nosotros, Hijo de David. La gente les increpó para que se callaran, pero ellos gritaron más fuerte: ¡Señor, ten compasión de nosotros!. Entonces Jesús se detuvo, los llamó y dijo: ¿Qué quereis que os haga?. Dícenle: ¡Señor, que se abran nuestros ojos!. Movido a compasión, Jesús tocó sus ojos, y al instante recobraron la vista; y le siguieron”. Ante los necesitados, Jesús nunca huye, Él siempre escucha:“Señor, que veamos”. Y aquellos ciegos vieron y lo siguieron, porque sus ojos ya no querían dejar de ver a la persona más buena y comprensiva del mundo. Y es que no lo puede remediar. Es así su corazón, el corazón de Jesús. Y ese corazón está aquí en el pan consagrado, en nuestros Sagrarios.

        Ahora es en Naím; se encuentra un cortejo fúnebre con una madre viuda, llorando a su hijo muerto, a quien va a enterrar. Aquí nadie grita ni llama al maestro, porque van muy apenados y nadie, ni la misma madre, se ha dado cuenta de que pasa por allí el Maestro ni sospecha que Jesús pueda prestarle alguna ayuda. Pero Él, sin que nadie le pida nada, se ha anticipado personalmente. Dice el evangelista Lucas: “El Señor, al verla, se compadeció de ella y le dijo: no llores. Luego se acercó, tocó el féretro, los que lo llevaban se detuvieron; Él dijo: “joven, yo te lo mando, levántate”. Y se lo entrego a su madre”. Con su poder divino lo resucitó y nos demuestra que debemos fiarnos de su palabra: “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá”.  Nosotros resucitaremos. Con su muerte y resurrección nos ha ganado la resurrección y la vida eterna para todos. Y ese Jesús está aquí. Y tiene los mismos sentimientos de siempre. Y nos ama y se compadece de todos. Y no lo puede remediar, es así su corazón, el corazón eucarístico de Jesús.  Y lo mismo pasó con su amigo Lázaro. En aquella ocasión dicen los evangelios que se emocionó y lloró. Es que siente de verdad nuestros problemas y angustias. Le dio pena de sus amigas Marta y María, que se habían quedado solas, sin su hermano. Fueron a la tumba y allí lloró lágrimas de amor verdadero, nos lo dicen testigos que lo vieron. Y Lázaro resucitó por su palabra todopoderosa. Y luego todos lloraron de alegría. Y nosotros también lloramos de emoción, de saber que es el mismo, que está aquí con nosotros, que nos ama así, como nadie puede amar, porque así lo ha querido Él, que es Dios y todo lo puede, y le hace feliz amándonos así y este es el camino de amor, misericordia y perdón que Él ha escogido para encontrarse con nosotros, para relacionarse con el hombre. Y Él es Dios, es decir, no nos necesita. Todo lo hace gratuitamente. Su corazón es así, no lo puede remediar, así es el corazón eucarístico de Jesús.

        Y tenía razón Marta, cuando el Señor le preguntó: “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque hay muerto vivirá y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto? Le dice ella: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo»” (Jn 11,25-27). Ella no se anduvo con preguntas de cómo podía ser esto, ella le dijo: mira, Señor, déjame de complicaciones, yo no sé cómo ni cuándo será eso, yo creo que Tú eres el Hijo de Dios y basta, Tú lo puedes todo.        Y nosotros ante su presencia en el Sagrario decimos lo mismo: Yo no sé cómo puede ser o hacerse esto… Yo sólo sé que Tú eres el Hijo de Dios, Tú lo puedes todo y estás aquí.

SEXTA MEDITACIÓN

JESUCRISTO EUCARISTÍA CURA LOS PECADOS Y LAS DEBILIDADES DE  LA CARNE: LA ADÚLTERA

Ahora la escena se desarrolla en el pórtico de Salomón. Es una multitud de hombres muy selectos, doctores y peritos de la Ley. Quieren meterle en apuros al Señor, dejarle en ridículo y condenarle: “Esta mujer ha sido sorprendida en adulterio. La ley de Moisés manda apedrearla, ¿tú qué dices?”.  No tiene escapatoria: o deja que apedreen a la mujer y dejará de ser misericordioso y la gente se alejará de Él, porque no cumple su doctrina de perdón a los pecadores, o le apedrean a Él los fariseos, por no cumplir la ley. “¿Tú qué dices?”.

        ¿Y si nos lo hubieran preguntado a nosotros sabiendo que como consecuencia de ello, íbamos a perder nuestro dinero, nuestra salud o la misma vida? ¿qué hubiéramos respondido? Pero como dijo el filósofo: el corazón tiene razones que la razón no entiende ni se le ocurren, Jesús empieza a escribir en el suelo. “Tú qué dices” y Jesús ha empezado a escribir, a decirles algo por escrito, no sabemos qué fue, quizás escribió sus pecados o hechos ocultos  de los presentes... no lo sabemos, pero ellos se largaron. Y el Corazón  de Jesús, el mismo que está aquí en el Sagrario, les habló alto y claro a todos los presentes, para que nosotros también le oigamos: “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. Y nadie tiró la primera ni la segunda ni ninguna... y la mujer quedó sin acusadores.¡Dios quiera que nosotros tampoco tiremos nunca piedras a los pecadores, que tratemos de conquistarlos para el perdón de Dios, que nunca los lancemos pedradas de condena a los hermanos caídos en el pecado! Que aprendamos esta lección de perdón y misericordia que nos da el Corazón de nuestro Cristo, el Corazón de Jesús Sacramentado. 

       Quiero recordar ahora ante vosotros un hecho, que me impresionó tanto, que todavía lo recuerdo. Fue en Roma,  en mis años de estudio. Con los obispos españoles del Vaticano II  vimos una película: EL EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO, de Pasolini, y nunca olvidaré los ojos de Cristo a la mujer adúltera y de la mujer adúltera a Cristo; fue de las cosas que más me impresionaron de la película y en mis predicaciones lo saco algunas veces. Qué vio aquella mujer en los ojos de Cristo, que no había visto antes jamás, ni siquiera  en los que la habían explotado sexualmente durante su vida y menos en los hipócritas, que la querían apedrear. Qué ternura, qué perdón, qué amor, qué ojos de misericoria los de Jesús para que saliera de aquella vida de esclava... Aquella mujer no volvió a pecar.

       ¡Santa adúltera, ruega por mí al Señor, que yo también sienta su mirada de amor, que me enamore de Él y me libere de todos lo pecados de la carne, de los sentidos, que ya no vuelva a pecar. Santa adúltera, que le mire agradecido como tú y nunca me aparte de Él!

       Los ojos de Cristo son  lagos transparentes en los que se reflejan todas las miserias nuestras y quedan purificadas por su amor, por su compasión, por su perdón... nunca miró con odio, envidia, venganza.“¿Nadie te ha condenado?, yo tampoco, véte en paz y no peques más”. Y la mujer quedó liberada de morir apedreada y fue perdonada de su pecado.

       Sin embargo, ante aquellos cumplidores de la ley,  Jesús quedó ya condenado como todos los que se atreven a oponerse a los poderosos. Quedó condenado a muerte en el mismo momento que perdonó a la mujer. Pero el Corazón de Jesús es así, no lo puede remediar, es todo corazón. Y murió en la cruz por todos nuestros pecados, por los pecados del mundo y por los pecados de los que le condenaron injustamente, siempre perdonando, siempre olvidándose de sí mismo por darse a los demás.

       Y ese corazón está aquí, y lo estamos adorando y lo vamos a comulgar. Hoy ya no estamos en Palestina, pero los pecadores existen y Cristo sigue siendo el mismo; debemos procurar acercarnos mediante la oración y la penitencia a Cristo para que nos perdone y procurar también acercar con nuestra oracíón a los que no quieren reconocer su pecado o acercarse directamente a Él. Cristo siempre perdona. Dijo a la adúltera: “No quieras pecar más”.

       En nuestras visitas y oraciones tenemos que pedir mucho por los pecadores, para que reconozcan su pecado y se acerquen a Cristo, que no les condena, sino que les quiere decirles lo mismo: “vete y paz y no peques más”. El mundo actual necesita estas oraciones, penitencias, comuniones por los pecadores. Para ser perdonados, todos necesitamos la mirada misericordiosa del Corazón de Cristo, que nos ama hasta el extremo y en cada misa nos dice: os amo, os amo y doy mi vida por vosotros y os perdono con mi sangre derramada por vuestros pecados.

       Esta actitud de amigo: “Nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos” la mantiene el Señor, después de la misa, en el  Sagrario, desde donde nos sigue diciendo lo mismo. Sólo hace falta acercarse a Él y convertirse a Él un poco más cada día, para que Él vaya haciendo nuestro corazón semejante al suyo, para que, al contemplarle todos los días, vayamos contagiándonos y teniendo todos un corazón limpio y misericordioso como el suyo.

       Querida hermana, querido hermano, déjate purificar y transformar por Él. Para eso se ofrece y derrama su sangre en cada eucaristía, para eso viene en la comunión, para eso se queda en el Sagrario, para animarnos, ayudarnos, revisarnos y purificarnos. ¡Corazón limpio y misericordioso de Jesús, haced mi corazón semejante al tuyo!

SÉPTIMA  MEDITACIÓN

EN LA EUCARISTÍA ESTÁ EL MISMO CRISTO DE PALESTINA Y DEL EVANGELIO, YA RESUCITADO

 

“Pasando, vio a un hombre ciego de nacimiento...Diciendo esto, escupió en el suelo, hizo con saliva un poco de lodo y untó con lodo los ojos, y le dijo: vete y lávate en la piscina de Siloé Bque quiere decir Enviado. Fue, pues, se lavó y volvió con vista. Dijeron entonces los fariseos: ¿Qué dices tú de ese que te abrió los ojos? El contestó: Que es profeta...Oyó Jesús que le habían echado fuera, y encontrándole, le dijo: ¿Crees en el Hijo del hombre? ¿Quién es, Señor, para que crea en El? Díjole Jesús: le estás viendo; es el que habla contigo. Dijo él: creo, Señor, y se postró ante El”.

(Jn 9, 1- 41)

Queridos hermanos y hermanas: El mismo Cristo de Palestina, el mismísimo de la hemorroísa y de la samaritana, a las que les llenó de su amor y confianza en Él por la fe y les arrebató el corazón para siempre por el amor, el que curó al ciego de nacimiento, el mismo Cristo está aquí en este sagrario, en todos los sagrarios de la tierra.

Al ciego de nacimiento, como a la samaritana, Él los  buscó para curarlos y luego, cuando éste, que antes había estado ciego y que ahora veía con los ojos de carne y de la fe,  fue expulsado de la sinagoga, «porque ya con el afecto pertenecía a la Iglesia, pertenecía a Cristo, y no a la sinagoga», el Señor se le hizo el encontradizo, para mostrarse como Mesías Salvador:“¿Conoces tú al Hijo del Hombre? - quién es, Señor para que crea en él, - el que habla contigo,-- creo, Señor-- y se postró ante El”.

Hagamos nosotros lo mismo ahora, postrémonos ante el Señor, y hagamos un acto de fe y de amor en Jesucristo, presente en el pan consagrado. Está su mismo cuerpo, sangre, alma y divinidad que le hizo el hombre más bello, amante y apasionado de la creación, el más atractivo sobre la tierra, “el amado del Padre, en el que tenía todas sus complacencias”, al que le siguieron multitudes de hombres y mujeres, como narran los evangelios, que le  apretujaban por todas partes, en todos los sitios y, ensimismados por su doctrina de amor y de cielo, se olvidaban hasta de comer.  Está el mismo Cristo resucitado y glorioso del cielo, porque no hay dos Cristos, sino uno y el mismo siempre, sólo que ya transcendido del tiempo y del espacio, con una presencia metahistórica y eternizada.

Todo esto se hace presente en cada eucaristía y se prolonga en la presencia eucarística Por eso, mirando al sagrario, podríamos decir, con santa Gertrudis: « ...te ofrezco en reparación, Padre amantísimo, todo lo que sufrió tu Hijo amado, desde el momento en que, reclinado sobre paja en el pesebre, comenzó a llorar, pasando luego por las necesidades de la infancia, las limitaciones de la edad pueril, las dificultades de la adolescencia, los ímpetus juveniles, hasta la hora en que, inclinando la cabeza, entregó su espíritu en la cruz, dando un fuerte grito.

También te ofrezco, Padre amantísimo, para suplir todas mis negligencias, la santidad y perfección absoluta con que pensó, habló y obró siempre tu Unigénito, desde el momento en que, enviado desde el trono celestial, hizo su entrada en este mundo hasta el momento en que presentó, ante tu mirada paternal, la gloria de su humanidad vencedora»[1]

Es siempre el mismo y eternizado Cristo salido del Padre, encarnado en el seno de la dulce Nazarena, Virgen guapa y  madre fiel y creyente,  María; el mismo que curó y predicó y murió y está sentado a la derecha del Padre, que está cumpliendo su promesa de estar con nosotros, hasta el final de los tiempos.

Nosotros, a veinte siglos de distancia, estamos ahora presentes y somos contemporáneos del mismo Cristo y podemos hablarle y tocarle como las turbas de entonces, como la hemorroísa,  para que nos cure; como la Magdalena, para que nos perdone; como el padre del lunático, para que nos aumente la fe; como Zaqueo, para hospedarle en nuestra casa y sentir su amistad; como los niños y niñas de su tiempo, a los que tanto quería y abrazaba,  como símbolos de la sencillez de espíritu, que debemos imitar sus seguidores, y recordando tal vez su propia infancia, tan llena de amor y ternura de José y  María. 

Aquí está el mismo Cristo, no ha cambiado, a no ser que, con tantos desprecios y olvidos por parte de los hombres, su carácter se haya agriado un poco. Es que son muchos los olvidos y abandonos que recibe de los hombres, es poca la reverencia y estima de los mismos creyentes hacia su persona sacramentada, incluso de los sacerdotes, como si el sagrario fuera un trasto más de la iglesia, muchas veces sin una mirada de fe, cariño, de agradecimiento y así un año y otro... menos mal que es sólo a veces, porque siempre tiene amigos que lo miran, lo adoran y se atan para siempre a la sombra de su sagrario.

       Siento sinceramente estos desprecios al Señor en el sagrario, porque Él no ha perdido el amor ni la capacidad ni los deseos de transfigurarse ante nosotros, como lo hizo en el Tabor ante Pedro, Santiago y Juan, y convertirse así en cielo anticipado para los que le contemplan con fe y amor.  Cristo en el sagrario se entrega por nada; basta un poquito de fe, de fijarse y pararse ante Él; está tan deseoso de trabar amistad, que se vende por nada,   por una simple mirada de amor, por un poco de comprensión y afecto.

Mi primer saludo, cada mañana, cuando voy a la oración, debe ser mirarle fijamente en el sagrario y decirle: Jesucristo Eucaristía, tú lo has dado todo por mí con amor extremo hasta dar la vida; también yo quiero darlo todo por tí, porque para mí tú lo eres todo, yo quiero que lo seas todo.  Jesucristo, yo creo en Tí; Jesucristo, yo confío en Tí; Jesucristo, Tú eres el Hijo de Dios.

Oh Señor, nosotros creemos  en Ti, te adoramos en el pan consagrado y nos alegramos de tenerte tan cerca de nosotros. Auméntanos la fe, el amor y la esperanza, que son los únicos caminos que nos unen directamente contigo:“Señor, yo creo, pero aumenta mi fe”; “Señor, Tu lo sabes todo, Tú sabes que te amo”

Y cuando lleguen las noches de fe, las terribles purificaciones de nuestra fe, esperanza y caridad, cuando el entendimiento quiere ver y razonar por su cuenta,  porque le cuesta entregar la vida y renunciar a sus propios criterios y tiene que fiarse de tu palabra y confiar en ella sin ver y sentir, entonces, cuando ha llegado la hora de creer de verdad y no como si creyera, porque en el fondo no se fía de tu palabra, entonces quiere probarlo todo y razonar todo: tu persona, tu presencia, tu evangelio, tus palabras y exigencias... incluso echar mano de exégesis y de teologías.... sin querer entender que la última palabra, el último apoyo es creer sin apoyos y lanzarse en pura fe, lanzarse a tus brazos sin sentirlos, porque no se ven ni se tocan ni sentimos tu aliento y cercanía,  pero Tú siempre estás ahí,  esperándonos, ayudando sin verte, dándonos tu mano, para guiarnos, porque para eso te quedaste en el sagrario.  Tú quieres que me fíe totalmente de tu palabra, que me fíe sólo de Tí.... hasta el olvido y negación de todo lo mío, de todo apoyo humano y posible, de todo lo que yo vea y sienta, sin arrimos ni apoyo ni seguridades de nada ni de nadie.

Hasta los evangelios, en esas noches de fe, no dan luz ni consuelo ni certeza ni seguridad aparentemente;  ¿quién se asegura que sean verdad? Parecen más humanos que divinos...y todo se convierte en duda y sospecha, ¿Cristo? ¿Buda? ¿Mahoma? Creación, Dios, un Dios que se encarna... ¿en un trozo?

Es la noche de la fe y no sentimos tu presencia eucarística, como si no hubiera nada, solamente pan, y el sagrario, más que casa de Cristo, fuera su tumba y sepulcro... y entonces uno, que vivía y quería vivir para tí, se encuentra ahora sin sentido de vida y perdido, como si se hubiera perdido el tiempo, como si se hubiera equivocado, como si todo hubiera sido una ilusión pasajera, pero perdida ya para siempre, porque Tú ya no existes.

       Por si esto no fuera suficiente, y aquí está otra causa  más de la oscuridad de esta noche, sin ser consciente el alma, estos interrogantes se plantean porque ha llegado el momento de la verdad, la hora del éxodo, de la conversión, de dejar la tierra, las posesiones, los consumismos, la parentela, los propios criterios, los afectos desordenados, los pecados... y esto cuesta sangre, porque ahora el Señor lo exige todo  y lo exige de verdad, para ser sus amigos... “Si alguno quiere ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga” (Mt 16,24).

Hasta ahora todo había sido más o menos meditado, teórico, renuncias  que debían hacerse,  incluso predicadas a otros, pero ahora Cristo me exige la vida y claro, como me amo tanto, antes de entregarme de verdad, exijo garantías: Será verdad Cristo? ¿Llenará de verdad su evangelio y su persona? ¿Estoy dispuesto a renunciar a la vida presente para ganar  su amor personal y la vida futura? ¿Estoy dispuesto a jugárme todo lo presente por El? ¿Existe? ¿Será verdad?

       Por aquí nos hace caminar el Señor para pasar de una fe heredada o puramente teórica o apoyada en fundamentos y consumismos humanos, porque me convenía y venia bien, a una fe personal y viva y sin gustos egoísta, verdaderamente divina.

Esta situación ya durísima, se hace imposible, cuando ademas de la oscuridad de la fe, el amor y la esperanza, Dios permite que venga también la noche de la vida y nos visita el dolor moral, familiar o físico, la persecución injusta y envidiosa, la calumnia, los segundos o terceros o cuartos puestos injustamente y por envidia, los desprecios sin fundamento alguno...Y uno se pregunta: ¿dónde estás, Señor? ¿Cómo es posible que Tú quieras o permitas esto? ¿por qué todo esto, Señor...? Sal fiador de mí... pero Tú no respondes ni das señales de estar vivo, aunque estás ahí trabajando, totalmente entregado a tu tarea de podar todo lo que impida la amistad  plena contigo, porque nos has amado y nos amas hasta el extremo de tus fuerzas, del amor y de la amistad, pero  nosotros no comprendemos ni sabemos que tengamos que purificarnos tanto, ni por qué ni cómo ni qué tiempo, porque no nos conocemos profundamente y menos a Tí y el camino. 

Y es precisamente entonces, cuando los sentidos y las criaturas se sienten más y vuelven a darnos  la lata, los afectos, la carne, las pasiones personales, porque ahora les ha tocado el hacha en su raíz, pero de verdad, y por eso echan sangre, porque antes los teníamos, pero no nos habíamos metido en serio con ellos; ahora lo hace el Señor y los sentimos más vivos, aunque ya están más mortificados pero estamos llegando a las raíces y se sienten más al vivo; cuando uno parece que se encuentra solo, sin Ti y sin tu ayuda,  como si Tú estuvieras muerto, y el pan sólo fuera pan, sin Cristo dentro, la noche purificadora de nuestro  yo, que quiere imponer sus criterios racionales, egoístas y humanos sobre la fe, la muerte de  nuestros afectos carnales, que quieren  preferirse e imponerse a tu amor, de nuestras  pretensiones de tierra convertidas en nuestra esperanza y objeto de deseo, cargos y honores dentro de nuestro propio sacerdocio y vida apostólica, buscados y preferidos por encima de nuestra única esperanza que debes ser Tú,  cuando llegue la hora de morir a mi yo, que  tanto se ama y se busca continuamente por encima de tu amor y que debe morir, si quiero de verdad llegar a Tí,  échanos una mano, Señor, que nosotros no somos tan fuertes como Tú en Getsemaní, que Te veamos salir del sagrario para ayudarnos y sostenernos, porque somos débiles y pobres, necesitados siempre de tu ayuda, ¡no me dejes, Madre mía! Señor, que  la lucha es dura y larga, la noche, es nuestro Getsemaní, es morir sin comprensión ni testigos de nuestra muerte, como tú, Señor,  sin que nadie sepa que estás muriendo, tú lo sabes bien, sin compañía sensible de Dios ni de los hombres, sin testigos del dolor y el esfuerzo, sino por el contrario, la mentira, la envidia,  la persecución injustificada y sin motivos...tantas cosas que experimentamos, a veces de los mismos que nos presiden en tu nombre, pero que no entienden ni aceptan que se les indiquen  mejores caminos de vida cristiana o apostólica  o que se piense de forma distinta a la suya con la vida y tu evangelio en la mano... Señor, que entonces te  veamos salir del sagrario, para acompañarnos en nuestro calvario hasta la muerte del yo, para resucitar contigo a una fe purificada, limpia de pecados  y empecemos ya  la vida nueva de amistad y experiencia gozosa y resucitada contigo. 

Queridos amigos, es mucho lo que el Señor tiene que limpiar y purificar en nosotros, si queremos llegar a la amistad total con Él, a la  unión e identificación de amor con Él. Lo único que nos pide es que nos dejemos limpiar por Él, para poder tener sus mismos sentimientos y actitudes y vivencias y gozo y verdad y vida. Y lo haremos, con su ayuda, aunque nos cueste, porque “ los sufrimientos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá” (Rom 8,18). En estas noches y purificaciones hay que “esperar contra toda esperanza”.

Y es que hay que destruir en nosotros la ley del pecado que todos sentimos: “Así experimento esta ley: Cuando quiero hacer el bien, el mal es el que me atrae. Porque me complazco ante Dios según el hombre interior, pero experimento en mis miembros otra ley que lucha contra la ley de mi razón y me encadena a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que lleva a la muerte? Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor” (Rom 7,23-25).

Por todo esto, la necesidad de las noches del alma y de las purificaciones del entendimiento, de sus criterios puramente humanos; de la voluntad con sus afectos radicalmente desordenados, porque se pone a sí mismo como centro en lugar de Dios; de la memoria, que solo sueña con el consumismo, con vivir y darse gusto al margen de la voluntad de Dios e incluso contra su voluntad. Es necesariala noche y la cruz y crucificarse con Cristo para resucitar con Cristo a su vida nueva, para celebrar la pascua del Señor, la nueva alianza en su sangre y en la nuestra, el paso definitivo desde mi yo hasta Cristo, para vivir la vida nueva de amar a Dios sobre todas las cosas, de entrega a los hermanos sobre nosotros mismos, de no buscar el placer, el dinero, la soberbia, los honores y primeros puestos como razón de la propia existencia.

Queridos hermanos, hay que purificarse mucho, Dios dirá, para llegar a la unión plena con Él, a la transformación total de nuestro ser y existir en Cristo, para que no sea yo sino Cristo el que viva en mí, para experimentarle vivo, vivo y resucitado... “Os ruego, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva, santa, grata a Dios. Este es vuestro culto razonable. Que no os conforméis a este siglo sino que os transforméis por la renovación de la mente, para que sepáis discernir la voluntad de Dios, buena, grata y perfecta” (Rom 12,1-2).

Cristo, por la Eucaristía, nos llama a identificarnos con Él, a tener su misma vida y hacernos con Él una ofrenda agradable a la Stma. Trinidad, en adoración perfecta, hasta dar la vida, con amor extremo. Esto es cristianismo, vivir por Cristo, con Él y en Él, hacerse uno con Él, y esto exige cambios y conversión radical del ser y existir.“Los que viven según la carne, no pueden agradar a Dios... Quien no posee el Espíritu de Cristo, no le pertenece” (Rom 8,8-10).  «Para llegar a tenerlo todo, no quieras tener nada...para llegar a poseer todo, no quieras poseer nada». Las nadas de S. Juan de la Cruz no son teorías pasadas de moda , es la actualidad de toda alma que quiera llegar a la unión perfecta y total con Cristo: «Por tanto, es suma ignorancia del alma pensar podrá pasar a este alto estado de unión con Dios si primero no vacía el apetito de todas las cosas naturales y sobrenaturales que le puedan impedir, según más adelante declararemos» (1S 5,2). «En este camino siempre se ha de caminar para llegar, lo cual es ir siempre quitando quereres, no sustentándolos; y si  no se acaban todos de quitar, no se acaba de llegar» (1S 11,6).

He leído muchas veces la primera carta de S. Juan y  me impresiona las repetidas y clarísimas veces que insiste en esto: donde hay pecado, no está ni puede estar Dios. Por eso, la necesidad de quitar hasta las mismas raíces del pecado, para que nos llene la luz de Dios, que es vida de amor: “Todo el que permanece en Él, no peca, y todo el que peca no le ha visto ni le ha conocido” (1Jn 3,6). Y en su evangelio Cristo nos asegura: “Yo soy la Luz”; “Porque todo el que obra mal, aborrece la luz, y no viene a la luz, por que sus obras no sean reprendidas. Pero el que obra la verdad viene a la luz para que sus obras sean manifestadas, pues están hechas según Dios”. (Jn 3 20-21).

Ya dije anteriormente, que toda la devoción eucarística, como la vida cristiana o la amistad con Cristo, nos la jugamos a esta baza: la de la conversión. En cuanto yo empiezo a orar ante el sagrario y quiero iniciar mi amistad con Jesucristo, a los pocos meses el Señor empieza a decirme lo que impide mi amistad con Él: el pecado; tengo que mortificarlo, darle muerte en mí, se llame soberbia, envidia, genio, consumismo,  lujuria... si no quiero luchar o me canso, se acabó la oración, la amistad con Cristo, la vivencia eucarística, la santidad, la verdadera eficacia de mi sacerdocio o vida cristiana. Sí, si llegaré a sacerdote, tal vez más alto.... pero es muy distinto todo. Cuanto más alto esté situado en la Iglesia, mayor será mi responsabilidad. Es muy distinto todo: su vida, su palabra, su convencimiento, su misma eficacia apostólica, cuando una persona ha llegado a esta unión. Lo dice el Señor:“Yo soy la vid verdadera...mi padre el viñador; a todo sarmiento que en mí no lleve fruto, lo cortará; y todo el que dé fruto, lo podará, para que dé más fruto...permaneced en mí y yo en vosotros... sin mí no podéis hacer nada”. ( Jn 15,1-4).

       Es el Espíritu Santo el que iluminará purificando, unas veces más, otras menos, durante años, apretando según sus planes que nosotros ni entendemos ni comprendemos en particular, sólo después de pasado y en general, porque en cada uno es distinto, según los proyectos de Dios y la generosidad de las almas. Pero lo que está claro en los evangelio es que para conocer, para llegar a un conocimiento más pleno de Dios hay que ir limpiando el alma de todo pecado: “En esto sabemos que conocemos a Cristo: en que guardamos sus mandamientos. Quien dice: “Yo lo conozco” y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso, y la verdad no está en él. Pero quien guarda su palabra, ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud” (1Jn 2,3-6).

OCTAVA MEDITACIÓN

ORAR ES QUERER AMAR A DIOS SOBRE TODAS LAS COSAS

 

Y ahora, una vez que hemos tocado a Jesús con la virtud teologal de la fe y de la caridad, que nos hemos percatado de su presencia en la Eucaristía, que le hemos saludado y le hemos abrazado espiritualmente con todo cariño y amor, ahora ¿qué es lo que hemos de hacer en su presencia? Pues dialogar, dialogar y dialogar con Él, para irle conociendo y amando más, para ir aprendiendo de Él, a que Dios sea lo absoluto de nuestra vida, lo único y lo primero, a adorarle y obedecerle como Él hasta el sacrificio de su vida, a entregarnos por los hermanos.....Eso, con otro nombre, se llama oración, oración eucarística, dialogar con el Cristo del sagrario.

       El Señor se le ha aparecido a Saulo en el camino de Damasco. Ha sido un encuentro extraordinario tal vez en el modo, pero  la finalidad es un encuentro de amistad entre Cristo y Saulo:“ Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? ¿quién eres, Señor? Yo soy Jesús Nazareno, a quien tú persigues. Señor ¿qué quieres que haga? Levántate y vete a Damasco; allí se te dirá lo que tienes que hacer”. La oración siempre es un verdadero diálogo con Jesús. Un diálogo que provoca una amistad personal y la conversión, porque descubrimos lo que Dios quiere de nosotros.

Hay muchos maestros de oración, los libros sobre oración son innumerables  hoy día; para nosotros, el mejor libro: el libro de la Eucaristía, y el mejor maestro: Jesucristo Eucaristía; es una enciclopedia, toda una biblioteca teológica sobre el misterio de Dios y del hombre y de la salvación, basta mirarlo y no digo nada si lo abres.... ¡si creyéramos de verdad! ¡si lo que afirmamos con la inteligencia y los labios, lo aceptase el corazón y lo tomase como norma de vida y de  comportamiento oracional y de amor..! Pero hay que leerlo y releerlo durante horas, porque al principio no se ve nada, no se entiende mucho, pero en cuanto empiezas a entender y vivir lo que te dice y, por tanto, a convertirte, se acabaron todos los libros y todos los maestros.“Pero vosotros no os hagáis llamar maestro, porque uno solo es vuestro Maestro... y no os hagáis llamar doctores, porque uno solo es vuestro doctor, el Cristo” (Mt.23,8-10).

En el comienzo de este encuentro, de este diálogo, basta con mirar al Señor, hacer un acto, aunque sea rutinario, de fe, de amor, una jaculatoria aprendida. Así algún tiempo. Rezar algunas oraciones. Enseguida irás añadiendo algo tuyo, frases hechas en tus ratos de meditación o lectura espiritual, cosas que se te ocurren, es decir, que Él te dice pero que tú no eres consciente de ello, sobre todo, si hay acontecimientos de dolor o alegría en tu vida.

       Puedes ayudarte de libros y decirle lo que otros han orado, escrito o pensado sobre Él,  y así algún tiempo, el que tú quieras y el que Él aguante,  pero vamos, por lo que he visto en amigos y amigas suyas en  mi  parroquia, grupos, seminario,  en todo diálogo,  lo sabéis perfectamente, no aguantamos a un amigo que tuviera que leer en  un libro lo que desea dialogar contigo o recitar frases dichas por otros, no es lo ordinario....sobre todo, en cosas de amor, aunque al principio, sea esto lo más conveniente y práctico. Lo que quiero decir es que nadie piense que esto es para toda la vida o que esta es la oración más perfecta. Un amigo, un novio, cuando tiene que declararse a su novia, no utiliza las rimas de Bécquer, aunque sean más hermosas que las palabras que él pueda inventarse. Igual pasa con Dios. Le gusta que simplemente estemos en su presencia; le agrada que balbuceemos al principio palabras y frases entrecortadas, como el niño pequeño que empieza a balbucear las primeras palabras a sus padres. Yo creo que esto le gusta más y a nosotros nos hace más bien, porque así nos vamos introduciendo en ese «trato de amistad», que debe ser la oración personal. Aunque repito, que para motivar la conversación y el diálogo con Jesucristo, cuando no se te ocurre nada, lo mejor es tomar y decir lo que otros han dicho, meditarlo, reflexionarlo, orarlo, para ir aprendiendo como niño pequeño, sobre todo, si son palabras dichas por Dios, por Cristo en el evangelio, pero sabiendo que todo eso hay que interiorizarlo, hacerlo nuestro por la meditación-oración-diálogo.

        Para aprender a dialogar con Dios hay un solo camino: dialogar y dialogar con Él y pasar ratos de amistad con Él, aunque son muchos los modos de hacer este camino, según la propia psicología y manera de ser. No se trata, como a veces aparece en algún libro sobre oración, de encontrar una técnica o método, secreto, milagroso, hasta ahora no descubierto y que si tú lo encuentras,  llegarás ya a la unión con Dios, mientras que otros se perderán o pasarán  muchos años o toda su vida en el aprendizaje de esta técnica tan misteriosa. Y, desde luego, no hay necesidad absoluta de respiraciones especiales, yogas o canto de lo que sea.....etc.. Vamos, por lo menos hasta ahora, desde S. Juan y S. Pablo hasta  los últimos canonizados por la Iglesia,  yo no he visto la necesidad de muchas técnicas;  no digo que sea un estorbo, es más, pueden  ayudar como medios hacia un fin: el diálogo personal y afectivo con Cristo Eucaristía.

Cuando Jesús enseñó a sus discípulos a orar, el evangelio no relata técnicas y otros medios, simplemente les dijo: “Cuando tengáis que orar, decid: Padre nuestro...”, es diálogo oracional. Y estamos hablando del mejor maestro de oración. En el camino de Damasco, ha habido un resplandor de luz inesperada, bien interior, bien exterior, que ha tirado a Pablo del caballo y, tras el fogonazo, el diálogo: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? ¿Quién eres, Señor? Yo soy Jesús Nazareno...” Después, Pablo se retira al desierto de Arabia y allí aprende todo sobre Cristo y el Evangelio, sin ningún otro maestro, como él luego nos dirá en sus cartas  y así tenemos que hacer todos nosotros; es más, luego se presenta a contrastar su doctrina con la de los Apóstoles e insiste y se goza de no haber tenido otro maestro que Jesucristo, su Cristo, convertido en Señor, amigo y confidente por la oración personal.

        En esta línea quiero aportar un testimonio tan autorizado como es el de la Madre Teresa de Calcuta: «Cuando los discípulos pidieron a Jesús que les enseñara a orar, les respondió: Cuando oréis, decid: Padre Nuestro... No les enseñó ningún método ni técnica particular, sólo les dijo que tenemos que orar a Dios como nuestro Padre, como un Padre amoroso. He dicho a los obispos que los discípulos vieron cómo el Maestro oraba con frecuencia, incluso durante noches enteras. La gentes deberían veros orar y reconoceros como personas de oración. Entonces, cuando les habléis sobre la oración, os escucharán.... La necesidad que tenemos de oración es tan grande porque sin ella no somos capaces de ver a Cristo bajo el semblante sufriente de los más pobres de los pobres... Hablad a Dios; dejad que Dios os hable; dejad que Jesús ore en vosotros. Orar significa hablar con Dios . Él es mi Padre. Jesús lo es todo para mí»[2].

       Me gustaría que esto estuviera presente en todas las escuelas y pedagogías de oración, para que desde los principios, todo se orientase hacia el fín, sin quedarnos en la técnicas, en los caminos y en los medios como si fueran el fín y la oración misma. Esto no quiere decir que no tengamos en cuenta las dificultades para la oración en todos nosotros. Unas son de tipo ambiental: ruido, prisas, activismo; otras de tipo cultural: secularismo, materialismo, búsqueda del placer en todo, preocupación del tener, vivir al margen de Dios...También las hay de carácter individual: incapacidad para concentrarse un poco, todo es imagen, miedo a la soledad que nos provoca aburrimiento... Pero insisto, por eso, que lo primero es poner el fín donde hay que ponerlo, en Dios y querer amarle y desde ahí empezar el camino sin poner el fin en los medios y dificultades y cómo vencerlas...Desde el principio Dios y conversión.

El Papa en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte ha insistido en la conveniencia de escuelas de oración en las parroquias y en la conveniencia de algún aprendizaje para hacer oración. En mi parroquia hay varios grupos de oración y yo meto en ellos a las personas que veo con frecuencia en la iglesia; no les preparo ni les digo nada, solo que vayan al grupo, escuchen y oren como se le ocurra. Al cabo de dos o tres meses en silencio, empiezan poco a poco a manifestar el fruto de su oración, oran y dialogan como los veteranos, más en línea de diálogo con Dios públicamente manifestado que de reflexión sobre verdades.

 Si tenemos talleres de oración, muchas de estas personas entran en ellos y aprenden diversos caminos y metodologías y otras  no entran. Estoy verdaderamente agradecido a las escuelas de oración, todas me vienen bien y a ninguna personalmente les debo nada. La mayoría de los orantes de mi tiempo somos autodidactas. Cuando llegué al Seminario Menor, allá por el 1948, la primera mañana, después de levantarnos a las 7, fuimos a la capilla para rezar unas oraciones comunes y «oír» la santa misa, pero antes hubo media hora de silencio para hacer la «meditación». Al terminar la misa, todos los nuevos preguntamos a los veteranos qué era eso y qué había que hacer durante ese tiempo. Esa fue mi escuela de oración. Sin embargo, las creo necesarias y pienso que pueden hacer mucho bien en las parroquias y seminarios.

En mis grupos de oración hay personas que han hecho talleres y otras no y todas forman los grupos de oración y después de un comienzo, no veo diferencias; la única diferencia es la perseverancia y esa va unida absolutamente a la conversión permanente. Repito la necesidad de la oración y de las escuelas de oración  y que verdaderamente hacen mucho bien a la comunidad y son muy necesarias y convenientes. Pero insisto que, desde los inicios, la oración hay que orientarla hacia la vida y conversión  como fundamento y finalidad esencial de la misma, porque de otra forma todos los métodos y técnicas terminan por anquilosarse, vaciarse de encuentro con Dios  y morir.

       En mi larga experiencia de cuarenta años en grupos de vida y oración, me ha tocado pasar por muchas modas pasajeras; por eso hay que centrarlo bien desde el principio; la oración es un camino de seguimiento del Señor, no es cantar muy bien, abrazarnos mucho, hacer muchos gestos.....y si no hay compromiso de vida, todo son romanticismos y pura teoría, que llega luego a contradicciones muy serias entre los mismos componentes del grupo y, a veces, a la misma destrucción. No piensen  que porque hagan un curso de oración ya está todo garantizado, y desde luego, las principales dificultades para hacer oración no se solucionarán con técnicas de ningún tipo, sino solo con el querer amar a Dios sobre todas las cosas y con la consiguiente conversión, absolutamente necesaria,  que esto lleva consigo. Cuando este deseo desaparece, la persona no encuentra el camino de la oración, se cansa y lo deja todo. Por eso, insisto, hacer oración, o el deseo de oración se fundamenta en el deseo de querer amar a Dios, aunque la persona no sea consciente de ello. Por lo menos que lo sean los directores de los grupos de oración. Y la oración es la que más ayuda a engendrar y mantener este deseo. Y este deseo es el que alimenta la oración. 

NOVENA MEDITACIÓN

ORAR ES QUERER CONVERTIRSE A DIOS EN  TODAS LAS COSAS. LA ORACIÓN PERMANENTE EXIGE CONVERSIÓN PERMANENTE

 

Y si orar es querer amar a Dios sobre todas las cosas, como orar es convertirse, automáticamente, orar es querer convertirse a Dios en todas las cosas. Sin conversión permanente, no puede haber oración permanente.  Sin conversión permanente no puede haber oración continua y permanente. Esta es la dificultad máxima para orar en cristiano, prescindo de otras religiones, y la causa principal de que se ore tampoco en el pueblo cristiano y la razón fundamental del abandono de la oración por parte de sacerdotes, religiosos y almas consagradas.

Lo diré una y mil veces, ahora y siempre y por todos los siglos: la oración, desde el primer arranque, desde el primer kilómetro hasta el último, nos invita,  nos pide y exige la conversión, aunque el alma no sea muy consciente de ello en los comienzos, porque se trata de empezar a amar o querer amar a Dios sobre todas las cosas, es decir, como Él se ama esencialmente y nos ama y permanece en su serse eternamente amado de su misma esencia.

“Dios es amor”,dice San Juan, su esencia es amar y amarse para serse en acto eterno de amar y ser amado, y si dejara de amar y amarse así, dejaría de existir. Podía haber dicho San Juan que Dios es el poder, omnipotente, porque lo puede todo, o que es la Suprema Sabiduría, porque es la Verdad, pero no, cuando San Juan nos quiere definir a Dios en una palabra, nos dice que Dios es Amor, su esencia es amar y si dejara de amar, dejaría de existir. Así que está condenado a amanos siempre, aunque seamos pecadores y desagradecidos.

       Y como estamos hechos a su imagen y semejanza, nosotros estamos hechos por amor y para amar, pero el pecado nos ha tarado y  ha puesto el centro de este amor en nosotros mismos y no en Dios. Así que tenemos que participar de su amor por la gracia para poder amarnos y amarle como Él se ama. Porque por su misma naturaleza, que nosotros participamos por gracia, así es cómo Dios se ama y nos ama y  no puede amar de otra forma, porque dejaría de ser y existir, dejaría de ser Dios.

Y este amor es a la vez su felicidad y la nuestra, a la que Él gratuitamente, en razón de su amarse tan infinitamente a sí mismo nos invita, porque estamos hechos a su imagen y semejanza por creación y, sobre todo, por recreación en el Hijo Amado, Imagen perfecta de sí mismo, que nos hace partícipes de su misma vida, de su mismo ser y existir, por participación gratuita de su mismo amor a sí mismo.“Lo que era desde el principio... porque la vida se ha manifestado..., os anunciamos la vida eterna, que estaba en el Padre y se nos manifestó, a fin de que viváis también en comunión con nosotros. Y esta comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1Jn 1-4).

Este es el gran tesoro que llevamos con nosotros mismos, la lotería que nos ha tocado a todos los hombres por el hecho de existir. Si existimos, hemos sido llamados por Él para ser sus hijos adoptivos, y Dios nos pertenece, es nuestra herencia, tengo derecho a exigírsela: Dios, Tú me perteneces.... Esto es algo inconcebible para nosotros, porque hemos sido convocados de la nada por puro amor infinito de Dios, que no necesita de nada ni de nadie para existir y ser feliz y crea al hombre por pura gratuidad, para hacerle partícipe de su misma vida, amor, felicidad, eternidad...“Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y lo seamos.... Carísimos, ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es” (1Jn 3,1-3).

       Esta es la gran suerte de esta especie animal, tal vez más imperfecta que otras en sus genomas o evolución, pero  que, cuando Dios quiso, la amó en su inteligencia infinita y con un beso de amor le dio la suerte y el privilegio de fundirse eternamente en su mismo amor y felicidad. Y esta es la gran  evoolución sobrenatural, que a todos nos interesa. La otra, la natural del «homo erectus», «habilis», «sapiens», «nehandertalensis», «romaionensis, «australopithecus», que apareció hace cuatro millones de años, aunque ahora con el recién descubierto homínido del Chad, parece que los expertos opinan que apareció hace seis millones de años... que  estudien los científicos, a los que les importa poco echar millones y millones de años entre una etapa y otra;  todavía no están seguros de cómo Dios la ha dirigido, aunque algunos, al irla descubriendo, parece como si la fueran creando, y al no querer aceptar por principio al Creador del principio,  digan que todo, con millones y millones de combinaciones, se hizo por casualidad. Y en definitiva, millones más, millones menos, todo es nada comparado con lo que nos espera y ya ha comenzado: la  eternidad en Dios.

La casualidad necesita elementos previos, solo Dios es origen sin origen, tanto en lo natural como en lo sobrenatural.  Ellos que descubran el modo y admiren al Creador Primero, pero que no llamen casualidad a Dios. Millones y millones de combinaciones... y todo, por casualidad... ¡Qué trabajo llamar a las cosas por su nombre y aceptar al Dios grande y providente y todo amor generoso e infinito para el hombre, que nos desborda en el principio, en el medio y al fin de la Historia de Salvación! ¿Para qué la ciencia, los programas, los laboratorios, si todo es por casualidad o existen sin lógica ni  principio ni leyes fijas?

       A mí sólo me interesa, que he sido elegido para vivir eternamente con Dios. Ha enviado a su mismo Hijo para decírmelo y este Hijo me merece toda confianza por su vida, doctrina, milagros, muerte y resurrección. Por otra parte, esta es la gran locura del hombre, su gran tragedia, si la pierde, la mayor pérdida que puede sufrir, si no la descubre por la revelación del mismo Dios; y esta es, a la vez y por lo mismo, la gran responsabilidad de la Iglesia, especialmente de los sacerdotes, si se despistan por otros caminos que no llevan a descubrirla, predicarla, comunicarla por la Palabra hecha carne y por los sacramentos, si nos quedamos  en organigramas, en programaciones y acciones pastorales siempre horizontales sin la dirección de trascendencia y eternidad, sacramentos que se quedan y se celebran en el signo pero que no llegan a lo significado, que no llevan hasta Dios ni llegan hasta la eternidad sino sólo atienden al tiempo que pasa; reuniones, programaciones  y celebraciones que no son apostolado, si se quedan en mirar y celebrar  más al rostro transitorio de lo que hacemos o celebramos, que al alma, al espíritu, a la parte eterna, trascendente y definitiva de lo que contienen, del evangelio, del mensaje, de la liturgia....más a lo transitorio que a lo transcendente, hasta donde todo debe dirigirse, buscando  la gloria de Dios y la salvación eterna del hombre.

“En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, os lo diría, porque me voy a prepararos el lugar . Cuando yo me haya ido y os haya preparado el lugar, de nuevo volveré y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy, estéis también vosotros. Pues, para donde yo voy, ya sabéis el camino”(Jn 11,24).

Porque da la sensación a veces de que se ha perdido la orientación trascendente de la Iglesia y de su acción apostólica, que pasa también por la encarnación y lo humano, para dirigirlo y finalizarlo todo hacia lo divino, hacia Dios.  Da la sensación de que lo humano, la encarnación, ciertamente necesaria, pero nunca fin  principal y menos exclusivo de la evangelización,  es lo que más  preocupa en nuestras reuniones pastorales y hasta en la misma administración de los sacramentos, donde trabajamos y nos fatigamos en añadir ritos y ceremonias, incluso a la misma eucaristía, como si no fuera completísima en sí misma, y de lo esencial hablamos poco y  nos preocupa menos.

Y esto produce gran pobreza pastoral, cuando vemos, incluso a nuestra Iglesia y a sus ministros, más preocupados por los medios de apostolado que por el fín, más preocupados y ocupados por agradar a los hombres en la celebración de los mismos sacramentos que de buscar la verdadera eficacia sobrenatural y transcendente de los mismos así como de toda  evangelización y apostolado. En conseguir esta finalidad eterna está la gloria de Dios. «La gloria de Dios es que el hombre viva... y la vida del hombre es la visión intuitiva de Dios». (San Hilario)

¡Señor, que este niño que bautizo, que estos niños que hoy te reciben por vez primera, que estos adultos que celebran estos sacramentos, lleguen al puerto de tu amor eterno, que estos sacramentos, que esta celebración que estamos haciendo les ayude a su salvación eterna y definitiva, a conocerte y amarte más como único fin de su vida, más que simplemente les resulte divertida... Señor, que te reciban bien, que se salven eternamente, que ninguno se pierda, que tú eres Dios y lo único que importa, por encima de tantas ceremonias que a veces despistan de lo esencial !

Queridos amigos, este es el misterio de la Iglesia, su única razón de existir, su único y esencial sentido, este el misterio de Cristo, el Hijo Amado del Padre, que fue enviado para hacernos partícipes de la misma felicidad del Dios trino y uno; esto es lo único que vale, que existe, lo demás es como si no existiera.

¿Qué tiene que ver el mundo entero, todos los cargos, éxitos, carreras, dineros, todo lo bueno del mundo comparado con lo que nos espera y que ya podemos empezar a gustar en Jesucristo Eucaristía? El es el pan de la vida eterna, de nuestra felicidad eterna, nuestra eternidad,  nuestra suerte de existir, nuestro cielo en la tierra,  El es el pan de la vida eterna, “El que coma de este pan vivirá eternamente”.

A la luz de esto hay que leer todo el capítulo sexto de San Juan  sobre el pan de vida eterna, el pan de Dios, el pan de la eternidad: “Les contestó Jesús y les dijo: vosotros me buscáis porque habéis comido los panes y os habéis saciado; procuraros no el alimento que perece sino el que permanece hasta la vida eterna” (Jn 6, 26).Toda la pastoral, todos los sacramentos, especialmente la Eucaristía, deben conducirnos hasta Cristo, “pan del cielo, pan de vida eterna”, hasta el encuentro con El; de otra forma, el apostolado y los mismos sacramentos no cumplirán su fin: hacer uno en Cristo-Verbo amado eternamente por el Padre en fuego de Espíritu Santo.

Estamos destinados, ya en la tierra, comiendo este pan de eternidad,  a  sumergirnos en este amor, porque Dios no puede amar de otra manera.Y esto es lo que nos ha encargado, y esto es el apostolado, el mismo encargo que el Hijo ha recibido del Padre. “Como el Padre me ha enviado así os envío yo”(Jn 20, 21).“Y ésta es la voluntad del que me ha enviado: que yo no pierda nada de lo que me dio, sino que lo resucite en el último día. Porque ésta es la voluntad de mi Padre, que todo el que ve al Hijo y cree en El tenga la vida eterna y yo le resucitaré en el último día” (Jn  6, 38-40).  “El que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en él. Así como me envió mi Padre vivo, y vivo yo por mi Padre, así también el que me come vivirá por mí” (Jn 6,51).

Nos lo dice el Señor, nos lo dice San Juan, os lo digo yo y perdonad mi atrevimiento, pero es que estoy totalmente convencido,  Dios nos ama gratuitamente, por puro amor, y nos ha creado para vivir con El eternamente felices en su infinito  abrazo y beso y amor Trinitario. Pablo lo describe así: “Enseñamos una sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios antes de los siglos para vuestra gloria. Ninguno de los príncipes de este siglo la han conocido; pues, si la hubieren conocido, nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria. Sino como está escrito:  ni el  ojó vió, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman. Y Dios nos lo ha revelado por el Espíritu”  (1Cor 2,7-10).

 Es que Dios es así, su corazón trinitario, por ser tri-unidad, unidad de los Tres  es así... amar y ser amado; no  puede ser y existir de otra manera. El hombre es un «capricho de Dios» y solo Él puede descubrirnos lo que ha soñado para el hombre. Cuando se descubre, eso es el éxtasis, la mística, la experiencia de Dios, el sueño de amor de los místicos, la transformación en Dios, sentirse amados por el mismo Dios Trinidad en unidad esencial y relacional con ellos por participación de su mismo amor esencial y eterno.

Y en esto consiste la felicidad eterna, la misma de Dios en Tres Personas que se aman infinitamente y que es verdad y que existe y que uno puede empezar a gustar en este mundo y se acabaron entonces las crisis de esperanza y afectividad y soledad y todo...bueno, hasta que Dios quiera, porque esto parece que no se acaba del todo nunca, aunque de forma muy distinta... y eso es la vivencia del misterio de Dios, la experiencia de la Eucaristía, la mística cristiana, la mística de San Juan: “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que El nos amó primero y envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados”; la de Pablo: “deseo morir para estar con Cristo..., para mí la vida es Cristo y una ganancia el morir; la de San Juan de la Cruz, Santa Teresa, Santa Catalina de Siena, San Juan de Avila, San Ignacio de Loyola, beata Isabel de la Stma. Trinidad, Teresita, Charles de Foucaud....la de todos los santos.

Por la vida de gracia en plenitud de participación de la vida divina trinitaria posible en este mundo y por la oración, que es conocimiento por amor de esta vida, el alma vive el misterio trinitario. La meta de sus atrevidas aspiraciones es «llegar a la consumación de amor de Dios..., que es venir a amar a Dios con la pureza y perfección que ella es amada de él, para pagarse en esto a la vez». (Can B 38, 2).

Estoy seguro de que a estas alturas algún lector estará diciéndose dentro de sí: todo esto está bien, pero qué tiene que ver todo lo del amor y felicidad de Dios con el tema de la oración que estamos tratando. Y le respondo. Pues muy  sencillo. Como la oración tiene esta finalidad, la de hacernos amigos de Dios, la de llevarnos a este amor de Dios que es nuestra felicidad, el camino para conseguirlo es vaciarnos de todo lo que no es Dios en nuestro corazón, para llenarnos de Él.

«Porque no sería una verdadera y total transformación si no se transformarse el alma en las Tres Personas de la Santísima Trinidad en revelado y manifiesto grado... con aquella su aspiración divina muy subidamente levante el alma y la informa y habilita para que ella aspire en Dios la misma aspiración de amor que el Padre aspira en el Hijo y el Hijo en el Padre, que es el mismo Espíritu Santo que a ella le aspira en el Padre y el Hijo en la dicha transformación, para unirla consigo» (Can B 39, 6).

Oh Dios te amo, te amo, te amo, qué grande, qué infinito, qué inconcebible eres, no podemos comprenderte, sólo desde el amor podemos unirnos a Tí y tocarte un poco y conocerte y saber que existes para amarte y amarnos, que existimos para hacernos felices con tu misma felicidad,  pero no por ideas o conocimientos sino por contagio, por toque personal, por quemaduras de tu amor; qué lejos se queda la inteligencia, la teología de tus misterios, tantas cosas que están bien y son verdad, pero se quedan tan lejos...

       La oración es diálogo de amistad con Jesucristo, en el cual, el Señor, una vez que le saludamos, empieza a decirnos que nos ama, precisamente, con su misma presencia silenciosa y humilde y permanente en el sagrario. Nos habla sin palabras, solo con mirarle, con su presencia silenciosa, sin nimbos de gloria ni luces celestiales o adornos especiales, como están a veces algunas imágenes de los santos, más veneradas y llenas de velitas que el mismo sagrario, mejor dicho, que Cristo en el sagrario.

Da pena ver la humildad de la presencia de Jesucristo en los sagrarios sin flores, sin presencias de amor, sin una mirada y una oración; presencia silenciosa del que es la Palabra, toda llena de hermosura y poder del Padre, por la cual ha sido hecho todo y todo finaliza en Él; presencia humilde del que “no tiene figura humana”, ahora ya sólo es una cosa, un poco de pan, para saciar el hambre de eternidad de los hombres;  presencia humilde del que lo puede todo y no necesita nada del hombre y, sin embargo, está ahí necesitado de todos y sin quejarse de nada, ni de olvidos ni desprecios, sin exigir nada, sin imponerse...por si tú lo quieres mirar y así se siente pagado el Hijo predilecto del mismo Dios;  presencia humilde, sin ser reconocida y venerada por muchos cristianos, sin importancia para algunos, que no tienen inconveniente en sustituirla por otras presencias,  y preferirlas y todo porque no han gustado la Presencia por excelencia, la de Jesucristo en la Eucaristía. Ahí está el Señor en presencia humilde, sin humillar a los que no le aman ni le miran, no escuchando ni obedeciendo tampoco a los nuevos «Santiagos», que piden fuego del cielo para exterminar a todos los que no creen en Él ni le quieren recibir en su corazón; ahí está Él, ofreciéndose a todos pero sin imponerse, ofreciéndose a todos los que libremente quieran su amistad; presencia olvidada hasta en los mismos seminarios o casas de formación o noviciados, que han olvidado con frecuencia, dónde está «la fuente que mana y corre, aunque es de noche»,  que han olvidado donde está la puerta de salvación y la vida, que debe llevar la savia a todos los sarmientos  de la Iglesia, especialmente a los canales más importantes de la misma, para comunicar su fuerza a todo creyente.

       Jesucristo en el sagrario es el corazón de la Iglesia y de la gracia y salvación, es  ayuda y  amistad permanentemente ofrecidas a todos los hombres;  para eso se quedó en el pan consagrado y ahí está cumpliendo su palabra. Él nos ama de verdad. Así debemos amarle también nosotros. De su presencia debemos aprender humildad, silencio, generosidad, entrega sin cansarnos, dando luz y amor a este mundo. La presencia de Cristo, la contemplación de Cristo en el sagrario siempre nos está hablando de esto, nos está comunicando todo esto, no está invitando continuamente a encontrarnos con Él, a reducir a lo esencial nuestra vida y apostolado, nos está saliendo al encuentro, nos está invitando a orar, a hablar con Él, a imitarle; por eso, todos debemos ser visitadores del sagrario y atarnos para siempre a la sombra de la tienda de la Presencia de Dios entre los hombres.

DÉCIMA MEDITACIÓN

 

ORAR ES TAMBIÉN MEDITAR Y EL SAGRARIO ES LA MEJOR ESCUELA

 

La oración cristiana tiene un itinerario  más o menos recorrido por todos, pero desde el principio siempre será amar, querer amar más, buscar amor, aunque no se sienta ni seamos conscientes de ello. Y para eso el primer paso ordinariamente podrá ser lectura de amor, sobre la cual meditamos, y luego oramos y amamos y dialogamos con el Señor. La finalidad de todo siempre será el amor, lo demás serán medios, caminos, ayudas.

Cuando yo leo el evangelio, los dichos y hechos de Jesús, yo me dejo interpelar por ellos, los medito e interiorizo, para terminar siempre hablando, dialogando sobre estos dichos y hechos de Jesús con Él mismo. Y ese amor, como somos pecadores, se manifestará desde el principio en la conversión de nuestros criterios, afectos y acciones, que deberán conformarse a los de Cristo. Aquí me juego mi amistad con Cristo, mi oración, mi unión, mi santidad.

Otras veces puedo leer y meditar lo que otros han orado sobre estos dichos y hechos de Jesús. Te voy a poner un ejemplo con esta oración de Santa Brígida, que a mí me gusta y me ayuda a interiorizar y comprender todo el amor de Cristo en su pasión y muerte y me obliga a corresponderle.

ORACIÓN DE SANTA BRÍGIDA:

«Bendito seas tú, mi Señor Jesucristo, que anunciaste por adelantado tu muerte y, en la Última Cena, consagraste el pan material, convirtiéndolo en tu cuerpo glorioso, y por tu amor lo diste a los apóstoles como memorial de tu dignísima pasión, y les lavaste los pies con tus santas manos preciosas, mostrando así humildemente tu máxima humildad.

 

Honor a ti, mi Señor Jesucristo, porque el temor de la pasión y la muerte hizo que tu cuerpo inocente sudara sangre, sin que ello fuera obstáculo para llevar a término tu designio de redimirnos, mostrando así de manera bien clara tu caridad para con el género humano.

 

Bendito seas tú, mi Señor Jesucristo, que fuiste llevado  ante Caifás, y tú, que eres el juez de todos, permitiste humildemente ser entregado a Pilato, para ser juzgado por él.

 

Gloria a tí, mi Señor Jesucristo, por las burlas que soportaste cuando fuiste revestido de púrpura y coronado con punzantes espinas, y aguantaste con una paciencia inagotable que fuera escupida tu faz gloriosa, que te taparan los ojos y que unas manos brutales golpearan sin piedad tu mejilla y tu cuello.

 

Alabanza a tí, mi Señor Jesucristo, que te dejaste ligar a la columna para ser cruelmente flagelado, que permitiste que te llevaran ante el tribunal de Pilato, cubierto de sangre, apareciendo a la vista de todos, como el Cordero inocente.

 

Honor a tí,  mi Señor Jesucristo, que, con todo tu glorioso cuerpo ensangrentado, fuiste condenado a muerte de cruz, cargaste sobre tus sagrados hombros el madero, fuiste llevado inhumanamente al lugar del suplicio, despojado de tus vestiduras, y así quisiste ser clavado en la cruz.

 

Honor para siempre a tí, mi Señor Jesucristo, que, en medio de tales angustias, te dignaste mirar con amor a tu dignísima madre, que nunca pecó ni consintió jamás la más leve falta; y, para consolarla, la confiaste a tu discípulo para que cuidara de ella con toda fidelidad.

 

Bendito seas por siempre, mi Señor Jesucristo, que, cuando estabas agonizando, diste a todos los pecadores la esperanza del perdón, al prometer misericordiosamente la gloria del paraíso al ladrón arrepentido.

 

Alabanza eterna a tí, mi Señor Jesucristo, por todos y cada uno de los momentos que, en la cruz, sufriste entre las mayores amarguras y angustias por nosotros, pecadores; porque los dolores agudísimos procedentes de tus heridas penetraban en tu alma bienaventurada y atravesaban cruelmente tu corazón sagrado, hasta que dejó de latir y exhalaste el espíritu e, inclinando la cabeza, lo encomendaste humildemente a Dios tu Padre, quedando tu cuerpo invadido por la rigidez de la muerte.

 

Bendito seas Tú, mi Señor Jesucristo, que, por nuestra salvación, permitiste que tu costado y tu corazón fueran atravesados por la lanza y, para redimirnos, hiciste que de él brotara con abundancia tu sangre preciosa mezclada con agua.

 

Gloria a tí, mi Señor Jesucristo, porque quisiste que tu cuerpo bendito fuera bajado de la cruz por tus amigos y reclinado en los brazos de tu afligidísima madre, y que ella lo envolviera en lienzos y fuera enterrado en el sepulcro, permitiendo que unos soldados montaran allí guardia.

 

Honor por siempre a tí, mi Señor Jesucristo, que enviaste el Espíritu Santo a los corazones de los discípulos y aumentaste en sus almas el inmenso amor divino.

Bendito seas tú, glorificado y alabado por los siglos, mi Señor Jesús, que estás sentado sobre el trono, en tu reino de los cielos, en la gloria de tu divinidad, viviendo corporalmente con todos tu miembros santísimos, que tomaste de la carne de la Virgen. Y así has de venir el día del juicio a juzgar a las almas de todos los vivos y los muertos: tú que vives y reinas con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén»[3].

Este es el Cristo que adoramos en el sagrario. Estos son algunos de los hechos de salvación continuamente ofrecidos al Padre para nuestra salvación. Este es el ejemplo que nos da y que debemos imitar. Ahora bien, como nos ama tanto y nuestros defectos impiden esta amistad que El quiere comunicarnos desde su presencia eucarística, después del saludo y el acto de fe casi rutinario, al cabo de algún tiempo empieza a decirnos: oye, qué contento estoy con tu fe y tu amor, con que vengas a visitarme y a contarme y a tratar de amistad,  pero no estoy conforme con tu soberbia, tienes que esforzarte más en la caridad, cuidado con el genio, la afectividad...tienes que seguir avanzando, tenemos que vernos todos los días y yo quiero seguir ayudándote.

Cualquiera que se quede junto al sagrario todos los días un cuarto de hora, empezará a escuchar estas cosas, porque para eso, para hablarnos y para ayudarnos en este camino se ha quedado en la tierra, en el pan consagrado; después de dar la vida por nosotros en cada misa, se ha quedado el Señor en el sagrario, para que hagamos de nuestra vida una ofrenda agradable al Padre, como hizo Él de toda su vida, en obediencia y adoración hasta el extremo. Y todo esto nos lo quiere enseñar y comunicar. Y nosotros, si queremos ser sus amigos, tenemos que empezar a escucharlo, dialogarlo y vivirlo en nuestra propia vida. Por eso es tan importante su presencia eucarística, en la que continua ofreciendonos  todo su amor, toda su vida, toda su salvación a todos los hombres, especialmente para los que le adoran en este misterio.

UNDÉCIMA MEDITACIÓN

 JESUCRISTO EUCARISTÍA, EL MEJOR MAESTRO DE ORACIÓN

 

       El cristiano, sobre todo, si es sacerdote, debe ser, como el mismo Cristo, hombre de oración. Esta es su verdadera identidad. Lo ha dicho muy claro el Papa Juan Pablo II en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte. Por otra parte, basta abrir el evangelio para ver y convencerse de que Jesús es un hombre de oración: comienza su vida pública con cuarenta días en el desierto; se levante muy de madrugada cuando todavía no ha salido el sol, para orar en descampado; pasa la noche en oración antes de elegir a los Doce; ora después del milagro de los panes y los peces, retirándose solo, al monte; ora antes de enseñar a sus discípulos a orar; ora antes de la Transfiguración; ora antes de realizar cualquier milagro; ora en la Última Cena para confiar al Padre su futuro y el de su Iglesia. En Getsemaní se entrega por completo a la voluntad del Padre. En la cruz le dirige las últimas invocaciones, llenas de angustia y de  confianza.

Por todo lo cual, para ayudarnos en este camino de conversión, ningún maestro mejor, ninguna ayuda mejor que Jesús Eucaristía. Por la oración, que nos hace encontrarnos con El y con su palabra y evangelio, vamos cambiando nuestra mente y nuestro espíritu por el suyo:“Pues el hombre natural no comprende las realidades que vienen del Espíritu de Dios; son necedad para él y no puede comprenderlas porque deben juzgarse espiritualmente. Por el contrario, el hombre espiritual lo comprende, sin que él pueda ser comprendido por nadie. Porque ¿quién conoció la mente del Señor de manera que pueda instruirle? (Is 40,3). Sin embargo, nosotros poseemos la mente de Cristo” (1Cor 2,16-18).

Es aquí, en la oración de conversión, donde nos jugamos toda nuestra vida espiritual, sacerdotal, cristiana, el apostolado... todo nuestro ser y existir, desde el papa hasta el último creyente, todos los bautizados en Cristo:  o descubres al Señor en la eucaristía  y empiezas a amarle, es decir, a convertirte a El o no quieres convertirte a El y pronto empezarás a dejar la oración porque te resulta  duro estar delante de El sin querer corregirte de tus defectos; además, no tendría sentido contemplarle, escucharle, para hacer luego lo contrario de lo que El te enseña desde la oración y su misma presencia eucarística; igualmente la santa misa no tendrá sentido personal si no queremos ofrecernos con El en adoración a la voluntad del Padre, que es nuestra santificación y  menos sentido tendrá la comunión, donde Cristo viene para vivir su vida en nosotros y salvar así actualmente a sus hermanos los hombres, por medio de nuestra humanidad prestada.

Queridos hermanos, no podemos hacer las obras de Cristo sin el amor y el espíritu de Cristo. Si no nos convertimos, si no estamos unidos a Cristo como el sarmiento a la vid, la savia irá por un sarmiento lleno de obstáculos, por una vena sanguínea tan obstruida por nuestros  defectos y pecados, que apenas puede llevar sangre y salvación de Cristo al cuerpo de tu parroquia, de tu familia, de tu grupo, de tu  apostolado. Sin unión vital y fuerte con Cristo, poco a poco tu cuerpo  apenas recibirá la vida de Cristo e irá debilitándose tu perfección y santidad evangélica.  No podemos hacer las obras de Cristo sin el espíritu de Cristo. Y para llenarnos de su Espíritu, Espíritu Santo, antes hay que vaciarse. Es lógico. No hay otra posibilidad ni nunca ha existido ni existirá, sin unión con Dios. En esto están de acuerdo todos los santos.

Ahora bien, a nadie le gusta que le señalen con el dedo, que le descubran sus pecados y esta es la razón de la dificultad de toda oración, especialmente de la oración eucarística ante el Señor, que nos quiere totalmente llenar de su amor, y  nosotros preferimos seguir llenos de nuestros defectos, de nuestro amor propio, del total e inmenso amor que nos tenemos y por eso no la aguantamos. Y así nos va. Y así le va a la Iglesia. Y así al apostolado y a nuestras acciones, que llamamos apostolado, pero que son puras acciones nuestras, porque no están hechas unidos a Cristo, con el espíritu de Cristo:“Si el sarmiento no está unido a la vid, no puede dar fruto”.

El primer apostolado es cumplir la voluntad del Padre, como Cristo:“Mi comida es hacer la voluntad del que me envió y acabar su obra” (Jn 4,34) , o con S. Pablo: “ Porque la  voluntad de Dios es vuestra santificación” (1Tes 4,3). El apostolado primero y más esencial de todos es ser santos, es estar y vivir unidos a Dios, y para ese apostolado, la oración es lo primero y esencial.

Y por esta razón, la oración ha de ser siempre el corazón y el alma de todo apostolado. Hay muchos apostolados sin Cristo, sin amor de Eucaristía, aunque se guarden las formas, pero sin conversión, como somos naturalmente pecadores, no podemos llegar al amor personal de Cristo y sin amor personal a Cristo, puede haber acciones, muy bien programadas, muy llamativas, pero no son apostolado, porque no se hacen con Cristo, mirando y llevando las almas a Cristo. Así es como definíamos antes al apostolado: llevar las almas a Dios. Ahora, la verdad es que no se a dónde las llevamos muchas veces, incluso en los mismos sacramentos, por la forma de celebrarlos.

Desde el momento en que renunciamos a la conversión permanente, nos hemos cargado la parte principal de nuestro sacerdocio como sacramento de Cristo, prolongación de Cristo, humanidad supletoria de Cristo, no podremos llegar a una amistad sincera y  vivencial con El y lógicamente se perderá la eficacia principal de nuestro apostolado,  porque Cristo lo dijo muy claro y muy serio en el evangelio: 

“Yo soy la vid verdadera y mi padre es el viñador. Todo sarmiento que en mi no lleve fruto, lo cortará; y todo el que de fruto, lo podará, para que de mas fruto... como el sarmiento no puede dar fruto de sí mismo si no permaneciere en la vid, tampoco vosotros si no permanecéis en mi. Yo soy la vid. Vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en el, ese da mucho fruto, porque sin mi no podéis hacer nada”(Jn 15 1-5).

Si no se llega a esta unión con el único Sacerdote y Apóstol y Salvador que existe, tendrás que sustituirlo por otros sacerdocios, apostolados y salvaciones... sencillamente porque no has querido que Dios te limpie del amor idolátrico que te tienes y así, aunque llegues a obispo, altos cargos y demás... estarás tan lleno de ti mismo que en tu corazón no cabe Cristo, al menos en la plenitud que El quiere y para la que te ha llamado. Pero, eso sí, esto no es impedimento para que seas buena persona, tolerante, muy comprensivo..., pero de hablar y  actuar claro y encendido y eficazmente en Cristo, nada de nada; y  no soy yo, lo ha dicho Cristo: trabajarás más mirando tu gloria que la de Dios, sencillamente porque pescar sin Cristo es trabajo inútil y las redes no se llenan de peces, de eficacia apostólica.

Y así es sencillamente la  vida de muchos cristianos, sacerdotes, religiosos, que, al no estar unidos a El con toda la intensidad y unión queel Señor quiere, lógicamente no podrán producir los frutos para los que fuimos elegidos por El. ¿De dónde les ha venido a todos los santos, así como a tantos apóstoles,  obispos, sacerdotes, hombres y mujeres cristianas, religiosos/as, padres y madres de familia, misioneros y catequistas, que han existido y existirán, su eficacia apostólica y su entusiasmo por Cristo? De la experiencia de Dios, de constatar que Cristo existe y es verdad y vive y sentirlo y palparlo... no meramente estudiarlo, aprenderlo  o creerlo como si fuera verdad. Esta fe vale para salvarnos, pero no para contagiar pasión por Cristo.

¿Por qué los Apóstoles permanecieron en el Cenáculo, llenos de miedo, con las puertas cerradas, antes de verle a Cristo resucitado? ¿Por qué incluso, cuando Cristo se les apareció y les mostró sus manos y sus pies traspasados por los clavos, permanecieron todavía encerrados y con miedo? ¿Es que no habían constatado que había resucitado, que estaba en el Padre, que tenía poder para resucitar y resucitarnos? ¿Por qué el día de Pentecostés abrieron las puertas y predicaron abiertamente y se alegraron de poder sufrir por Cristo? Porque ese día lo sintieron dentro, lo vivieron, y eso vale más que todo lo que vieron sus ojos de carne en los tres años de Palestina e incluso en la mismas apariciones de resucitado.

En el día de Pentecostés vino Cristo todo hecho fuego y llama de Espíritu Santo a sus corazones, no con experiencia puramente externa de aparición corporal, sino con presencia y fuerza de Espíritu quemante, sin mediaciones exteriores o de carne sino hecho «llama de amor viva», y esto les quemó y abrasó las entrañas, el cuerpo y el alma y esto no se puede sufrir sin comunicarlo.  “María guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón”. Ahí es donde nuestra hermosa Nazarena, la Virgen guapa aprendió a conocer a su hijo Jesucristo y todo su misterio, y lo guardaba y lo amaba y lo llenaba con su amor, pero a oscuras, por la fe, y así lo fue conociendo, «concibiendo antes en su corazón que en su cuerpo», hasta quedarse sola con El en el Calvario.

Pablo no conoció al Cristo histórico, no le vio, no habló con El, en su etapa terrena. Y ¿qué pasó? Pues que para mí y para mucha gente le amó más que otros apóstoles que lo vieron físicamente. El lo vio en vivencia y  experiencia mística, espiritual, sintiéndolo dentro, vivo y resucitado sin mediaciones de carne, sino de espíritu a espíritu. De ahí le vino toda su sabiduría de Cristo, todo su amor a Cristo, toda su vida en Cristo hasta decir. “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo”;”Para mí la vida es Cristo”. Este Cristo, fuego de vivencia y Pentecostés personal lo derribó del caballo y le hizo cambiar de dirección, convertirse del camino que llevaba, transformarse por dentro con  amor de Espíritu Santo. Nos lo dice Él mismo: “Yo sé de un cristiano, que hace catorce años fue arrebatado hasta el tercer cielo, con el cuerpo o sin el cuerpo ¿qué se yo? Dios lo sabe…  y oyó palabras arcanas que un hombre no es capaz de repetir…”  (2Cor 12,2-4).

Esta experiencia mística, esta contemplación infusa, vale más que cien apariciones externas del Señor. Tengo amigos, con tal certeza y seguridad y fuego de Cristo, que si se apareciese fuera de la Iglesia, permanecerían ante el Sagrario o en la misa o en el trabajo,  porque esta manifestación, que reciben todos los días del Señor por la oración, no aumentaría ni una milésima su fe y amor vivenciales, más quemantes y convincentes que todas las manifestaciones externas.

La mayor pobreza de la Iglesia es la pobreza  mística, de Espíriu Santo. Y lo peor es que hoy está tan generalizada esta  pobreza, tanto arriba como abajo, que resulta difícil encontrar personas que  hablen encendidamente de la persona de Cristo, de su presencia y misterio, y los escritos místicos y exigentes ordinariamente no son éxitos editoriales ni de revistas.

Repito: la mayor pobreza de la iglesia es la pobreza de vida mística, de vivencia de Dios, de deseos de santidad, de oración, de transformación en Cristo:“Estoy crucificado con Cristo, vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”, “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo”,  pero conocimiento vivencial, de espíritu a espíritu, o si quieres, comunicado por el Espíritu Santo, fuego, alma y vida de Dios Trino y Uno.

El sagrario es Jesucristo en amistad y salvación permanentemente ofrecidas al mundo, a los hombres. Por medio de su presencia eucarística, el Señor prolonga esta tarea de evangelización,  de amistad, dando así su vida por nosotros en entrega sacrificial,   invitándonos, por medio de la oración y el diálogo eucarístico,  a participar de su pasión de amor por el  Padre y por los hombres. Y nos lo dice de muchas maneras:  desde su presencia humilde y silenciosa en el sagrario, paciente de nuestros silencios y olvidos, o también a gritos, desde su entrega total en la celebración eucarística, desde el evangelio proclamado en la misa, desde la palabra profética de nuestros sacerdotes, desde la comunión para que vivamos su misma vida: “El que me come vivirá por mí”,desde su presencia testimonial en todos los sagrarios de la tierra.

Precisamente, para poder llenarnos de sus gracias y de su amor, necesita vaciarnos del nuestro, que es limitado en todo y egoísta, para llenarnos del El mismo, Verbo, Palabra, Gracia   y Hermosura del Padre, hasta la  amistad transformante de vivir su misma vida.  Nuestro amor es «ego» y empieza y termina en nosotros, aunque muchas veces, por estar totalmente identificados con él,  ni nos enteramos del cariño que nos tenemos y por el que actuamos casi siempre, aún en las cosas de Dios y de los hermanos y   del apostolado, que nos sirven muchas veces de pantalla para nuestras vanidades y orgullos.

Sólo Dios puede darnos el amor con que El se ama y nos ama, un amor que empieza, nos arrastra y finaliza  en Dios Uno y Trino, ese amor que es  la vida de Dios, del que participamos por la gracia; ese amor de Dios que pasa  necesariamente por el amor verdadero a los hermanos y si no nos lleva, entonces no es verdadero amor venido de la vida de Dios: “El Padre y yo somos uno.... el que me ama, vivirá por mí...” “Carísimos, todo el que ama es nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor. El amor de Dios hacia nosotros se manifestó en que Dios envió al mundo a su Hijo unigénito para que nosotros vivamos por El... (1Jn 4,7-10).

Todos y cada uno de nosotros, desde que somos engendrados en el seno de nuestra madre, nos queremos infinito a nosotros mismos, más que a nuestra madre, más que a Dios, y por esta inclinación original, si es necesario que la madre muera, para que el niño viva...si es necesario que la gloria de Dios quede pisoteada para que yo viva según mis antojos, para que yo consiga mi placer, mi voluntad, mi comodidad.... pues que los demás mueran y que Dios se quede en segundo lugar, porque yo me quiero sobre todas las cosas y personas y sobre el mismo Dios.

Y esto es así, aunque uno sea cardenal, obispo, religioso, consagrado o bautizado, por el mero hecho de ser pura criatura,  porque somos así, por el pecado original, desde nuestro nacimiento. Y si no nos convertimos, permanecemos así toda la vida. Y esto es más grave cuanto más alto es el lugar que ocupa uno en la construcción del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Los que están a nuestro alrededor nos llenan ordinariamente de tantas alabanzas, sin crítica alguna, que llegamos a creernos perfectos,  que todo lo hacemos bien y que no necesitamos de conversión permanente, como todo verdadero apóstol, que para serlo con verdad y con eficacia, primero y siempre, aunque sea sacerdote u obispo,  debe seguir siendo discípulo de   Cristo, hasta la santidad, hasta la unión total con El. Discípulo permanente y apóstol.

Por otra parte, si alguno trata de expresarnos defectos o deficiencias apostólicas que observa, aunque sea con toda la delicadeza y prudencia del mundo, qué difícil escucharle y valorarlo y tenerlo junto a nosotros y darle confianza;  así que para escalar puestos, a cualquier nivel que sea, ya sabemos todos lo que tenemos que hacer: dar la razón y silenciar  fallos.

Hay demasiados profetas palaciegos en la misma Iglesia de Cristo Profeta del Padre, dentro y fuera del templo, más preocupados por agradar a los hombres y buscar la propia gloria que la de Dios, que la verdadera verdad y eficacia del Evangelio.  Jeremías se quejó de esto ante el Dios, que lo elegía para estas misiones tan exigentes; el temor a sufrir, a ser censurado, rechazado, no escalar puestos, perder popularidad, ser tachado de intransigente, no justificará nunca nuestro silencio o falsa prudencia.“La palabra del Señor se volvió para mí oprobio y desprecio todo el día. Me dije: no me acordaré de el, no hablaré más en su nombre; pero la palabra era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerla, y no podía” (Jr 20,7-9).

El profeta de Dios corregirá, aunque le cueste la vida. Así lo hizo Jesús, aunque sabía que esto le llevaría a la muerte. No se puede hablar tan claro a los poderosos, sean políticos, económicos o religiosos. Él lo sabía y los profetizó, les habló en nombre de Dios. Y ya sabemos lo que le pasó por hablarles así. Hoy y siempre seguirá pasando y repitiéndose su historia en otros hermanos. Lo natural es rehuir, ser perseguidos y ocupar últimos  puestos. Así que por estos y otros motivos, porque la santidad es siempre costosa en sí misma por la muerte del yo que exige y porque además resulta  difícil hablar y ser testigos del evangelio en todos los tiempos,  los profetas del Dios vivo y verdadero, en ciertas épocas de la historia, quizás cuando son más necesarios, son cada vez menos o no los colocamos  en alto y en los púlpitos elevados para que se les oiga. Y eso que todos hemos sido enviados desde el santo bautismo  a predicar y ser testigos de la Verdad.

Esta es la causa principal de que escaseen los profetas verdaderos del Dios Vivo y de que el reino de Dios se confunda con otros reinos; han enmudecido y son pocos los profetas verdaderos, porque falta vivencia auténtica y experiencia del Dios  vivo.  Hay otras profecías y otros profetismos más aplaudidos por la masa y por el mundo. Todo se hace en principio por el evangelio, por Cristo, pero es muy diferente. El Papa nos da ejemplo a todos, habla claro y habla de aquellas cosas que nos gustan y que no nos gustan, de verdades que nos cuestan, habla de esas  páginas exigentes del Evangelio, que hoy y siempre serán absolutamente necesarias para entrar en el reino de Dios, en el reino de la amistad con Cristo, pero que se predican poco, y sin oírlas y vivirlas no podemos ser discípulos del Señor: “Quien quiera ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga...quien quiera ganar su vida, la perderá...”

Por eso escasean los profetas a ejemplo de Cristo, del Bautista, de los verdaderos y evangélicos que nos hablen en nombre de Dios y nos digan con claridad no a muchas de nuestras actitudes y criterios; primero, porque hay que estar muy limpios, y segundo, porque hay que estar dispuestos a sufrir por el reinado de Dios y quedar en segundos puestos. Y esto se nota y de esto se resiente luego la Iglesia.  Única medicina: la experiencia de Jesucristo vivo mediante la oración y la conversión permanente, que da fuerzas y ánimo para estas empresas.

La queja de Jeremías ante Yahvé, tiene su   respuesta en las palabras que Dios dirigió a Ezequiel; es durísima y nos debe hacer temblar a todos los bautizados, pero especialmente a los que hemos sido elegidos para esta misión profética:“A tí, hijo de Adán, te he puesto de atalaya en la casa de Israel; cuando escuches palabras de mi boca, les darás la alarma de mi parte. Si yo digo al  malvado: malvado, eres reo de muerte, y tu no hablas, poniendo en guardia al malvado, para que cambie de conducta; el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuentas de su sangre” (Ez 33,7B8). 

Desde nuestro propio nacimiento estamos tan llenos de  «amor propio», que nos preferimos al mismo Dios; tan llenos de nosotros mismos, de nuestra propia estima y deseos de gloria, que la ponemos como condición para todo, incluso para predicar el evangelio.

Por eso, este cambio, esta conversión solo  puede hacerla Dios, porque nosotros estamos totalmente infectados del yo egoísta  y  hasta en las cosas buenas que hacemos, el egoísmo, la vanidad, la soberbia nos acompañan como la sombra al cuerpo. Esta tarea de vaciarnos de nosotros mismos, de este querernos más que a Dios, de amarnos con todo el corazón y con toda el alma y con todas las fuerzas, esto supone la muerte del yo, la conversión total de nuestro ser, existir, amar y programar  de  nuestras vidas:“Amarás al Señor tu Dios ... con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser.. y a El solo servirás...

Y esta misma conversión, en negativo, la exige el Señor, cuando nos dice: “Si alguno quiere ser discípulo mío, nieguese a sí mismo, tome su cruz - la cruz que hemos de llevar hasta el calvario personal para crucificar nuestro yo, nuestras inclinaciones al amor propio, nuestras seguridades-  y me siga”, pisando sus mismas huellas de dolor, en totalidad de entrega a la voluntad del Padre, como Cristo(Lc16,24).La conversión no es el fín, sino el medio, el camino para realizar estas exigencias evangélicas. El fín siempre es Dios amado sobre todas las cosas.

«La paz de la oración consiste en sentirse lleno de Dios, plenificado por Dios en el propio ser y, al mismo tiempo, completamente vacío de sí mismo, afin de que El sea Todo en todas las cosas. Todo en mi nada. En la oración, todos somos como María Virgen: sin vacío interior ( sin la pobreza radical,) no hay oración, pero tampoco la hay sin la Acción del Espíritu Santo. Porque orar es tomar conciencia de mi nada ante Quien lo es todo. Porque orar es disponerme a que El me llene, me fecunde, me penetre, hasta que sea una sola cosa con El. Como María Virgen: alumbradora de Dios en su propia carne, pues para Dios nada hay imposible. Vacío es pobreza. Pero pobreza asumida y ofrecida en la alegría. Nadie más alegre ante los hombres que el que se siente pobre ante  Dios. Cuanto menos sea yo desde mi  mismo, desde mi voluntad de poder , tanto más seré  yo mismo de El y para los demás. Donde no hay pobreza no hay oración, porque el humano (hombre o mujer ) que quiere hacerse a sí mismo, no deja lugar dentro de sí, de su existencia, de su psiquismo a la acción creadora y recreadora del Espíritu»[4].

 Pablo es un libro abierto sobre su conversión interior de actitudes y sentimientos hasta configurarse con Cristo: En un primer momento: “ ¿Quién me liberará de este cuerpo de pecado...?He rogado a Dios que me quite esta mordedura de Satanás.... te basta mi gracia..?”  Es consciente de su pecado y quiere librarse de él. En un segundo momento percibe que para esto debe mortificar y crucificarse con Cristo, solo así puede vivir en Cristo: “Estoy crucificado con Cristo, vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí, y mientras vivo en esta carne vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mi..” Finalmente experimenta que solo así se llega a la unión total de sentimientos y vida y apostolado con su Señor: “libenter gaudebo in infirmitatibus meis...”  Ya no se queja de las pruebas y renuncias sino que “me alegro con grande gozo en mis debilidades para que habite plenamente en mí la fuerza de Cristo”; “ No quiero saber más que de mi Cristo y este crucificado”.  “En lo que a mí , Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo  en la cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo”. Y está tan seguro del amor de Cristo, que, aún en medio de las mayores purificaciones y sufrimientos, exclama en voz alta, para que todos le oigamos y no nos acobardemos ni nos echemos para atrás en las pruebas que nos vendrán necesariamente en este camino de identificación con Cristo:     “ ¿Quién nos separará del amor de Cristo? La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada? Más en todas estas cosas vencemos por aquel que nos amó. Porque estoy convencido de que ni muerte, ni la vida, ni lo presente ni lo futuro... ni criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rom 8,35-39). Pablo también fue profeta verdadero. Por eso fue perseguido fuera y dentro de la misma Iglesia.

Tanto miedo en corregir defectos de las ovejas, no querer complicaciones, no predicar a Cristo entero y completo, hace daño a la Iglesia y a las mismas ovejas, que vivimos con frecuencia en la mediocridad evangélica; no ser testigo verdadero de Cristo sino oficial y palaciego para evitar disgustos personales, ser cobardes en defender la gloria de Dios porque supone persecución o incomprensiones dentro y fuera de la Iglesia, hace que los mismos  sacramentos se reciban sin las condiciones debidas y no sirvan muchas veces ni para la gloria de Dios ni la santificación de los que los reciben: bautizos, bodas, primeras comuniones... muchos bautizados y pocos convertidos, mucha fiesta y pocas comuniones con Cristo, muchas bodas y pocos matrimonios...y así va la Iglesia de Dios en algunas partes de España. Pablo no se ahorró sufrimientos porque Cristo era su apoyo y su fuerza y su recompensa. Y para todo esto, la experiencia viva de Cristo por la oración es absolutamente necesaria. De otra forma no hay fuerza ni entusiasmo ni constancia.

DUODÉCIMA MEDITACIÓN

 

¿Y SI NOS HICIÉRAMOS UN EXAMEN SOBRE ORACIÓN PERSONAL LOS QUE TENEMOS QUE DIRIGIR ALMAS HASTA EL ENCUENTRO VIVENCIAL CON CRISTO?

Lo primero será entrar dentro de nosotros  mismos y preguntarnos: ¿Verdaderamente yo hago oración todos los días? ¿Me levanto pensando en este encuentro gozoso con Cristo?  ¿Qué camino llevo recorrido, cuáles son mis experiencias principales desde que empecé en mi seminario, noviciado o parroquia, desde mi infancia hasta ahora? Después de veinte, treinta, cuarenta años de oración... ¿cómo es mi oración, mi encuentro con Dios, mi experiencia de amistad personal con Cristo? ¿la tengo? ¿no he llegado a tenerla?  Porque de esto dependerá luego, como hemos dicho, poder ser guías para otros en este camino de encuentro personal y oracional con Cristo.

 En alguna ocasión y dado el clima de confianza lo he probado con mis alumnos del último curso de Estudios Eclesiásticos, próximos ya a la confesión y dirección de almas, después de tratar estos temas de la oración y vida espiritual, a un nivel puramente teórico:  Descríbeme las etapas de la oración y qué prácticas y medios principales de devociones,  conversión,  sacramentos, formas de oración se dan en  cada una. Una persona quiere comenzar la vida espiritual, otra sigue pero hace tiempo que no sabe qué le pasa, pero cree que no avanza, ¿qué le aconsejarías? Otra desea ardientemente al Señor, pero por otra parte siente sequedad, desierto, ¿me podríais decir qué es lo que le puede  pasar, dónde se encuentra en su vida espiritual,  podríais hacer un lan de vida para cada uno? ¿Qué es la oración afectiva, simple mirada, la contemplación y experiencia mística?  Si te encuentras un alma en estado de conversión, qué oración, qué prácticas, qué caminos le indicarías... si dice que no es capaz de orar y antes lo hacía, si te dice que se le caen de las manos los libros para orar, hasta el mismo evangelio, pero quiere orar,  tú qué le aconsejarías, )está muy abajo o muy arriba en el camino de la oración...? Si te dice que antes sentía al Señor y ahora se cansa y se aburre, incluso tiene crisis de fe, y lleva así meses y hasta años, que quiere dejar la oración  por otras prácticas  de acción o piadosas..., porque tiene la sensación de que está perdiendo el tiempo, vosotros, qué  consejos le daríais...?

 San Juan de la Cruz habla de los despistados y del daño que hacían algunos directores de almas en su tiempo y por eso se animó a escribir sus escritos: «... por no querer, o no saber o no las encaminar y enseñar a desasirse de aquellos principios... por no haber acomodádose ellas a Dios, dejándose poner libremente en el puro y cierto camino de la unión...»; «...porque algunos confesores y padres espirituales, por no tener luz y experiencia de estos caminos antes suelen impedir y dañar a semejantes almas que ayudarlas al camino» (Prologo,3 y 4).

Por cierto y es sintomático, que San Juan de la Cruz, que quiere hablarnos del camino de la oración,  tanto en la Subida como en la Noche, sin embargo, en estas dos obras se pasa todo el tiempo hablando  principalmente de purificaciones y purgaciones, de vacíos y de las nadas en los sentidos del cuerpo y en las potencias y  facultades del entendimiento, memoria y voluntad, que ha de producirse en el alma para que Dios pueda unirse a ella; para S. Juan de la Cruz, a mayor unión, mayor purificación-limpieza-vacío- noche de sentidos y de espíritu, activa y pasiva... para poder llenarse sólo  de Dios. Está tan convencido de que para poder tener oración, lo fundamental es la noche, esto es, la conversión, que espontáneamente describe la necesidad y los modos de la misma, activa y pasiva, porque esta es la mejor forma de prepararse o hacer oración en los comienzos, al medio y también al final de este proceso. Para S. Juan de la Cruz, por tanto, la oración y la progresión en la misma exige la conversión total y permanente del alma hacia Dios.

Es pena grande y daño inmenso para la Iglesia, incalculable perjuicio también para el apostolado, que en muchos seminarios, noviciados, casas de formación, parroquias... no se hable con la insistencia y el entusiasmo debidos de esta realidad, que no se vean serios ejemplos, que no tengamos maestros de oración experimentados,  montañeros de este camino, que puedan dirigir y enseñar y animar a otros; cuántos movimientos apostólicos, catequesis de jóvenes o adultos, grupos de adultos, matrimonios, que se vienen abajo, se deshacen o permanecen toda la vida aburridos y anquilosados por no tener  espacios de oración, por no haber descubierto su importancia, y aunque a veces tengan espacios que llaman así, no tienen que ver nada con la oración verdadera y todo esto por carecer de guías de la montaña de la oración, de la perfección y de la santidad.

 En principio, todo sacerdote, religioso/a , todo cristiano o apóstol o catequista responsable de Iglesia  tenía que ser maestro de oración, por su misma vocación y misión; tenía que ser hombre de oración para tener amistad con Jesús y poder dirigir a los demás hasta este encuentro. Sin embargo, todos sabemos también que esto muchas veces no es así. Y si no practicamos ni vivimos la oración personal,  tú me dirás cómo podremos dirigir a los demás, qué podremos saber y enseñar sobre ella, qué entusiasmo y testimonio y convencimiento podremos infundir en nuestras parroquias, seminarios, noviciados o casas de formación. Así que ni lo intentamos. Últimamente Juan Pablo II, en la Carta Apostólica Novo Millennio Ineunte,  ha vuelto a repetir e insistir en la necesidad de la oración y de escuelas de formación en esta materia tanto en parroquias como centros de formación.

Este es el encargo principal que hemos recibido los  sacerdotes. Todas las parroquias tenían que ser escuelas de  oración, porque la misión esencial para la que hemos sido enviados es para dar a conocer y amar a Jesucristo y la oración es el camino y la puerta. Por eso, todos los grupos tenían que saber orar para amar verdaderamente  a Jesucristo, tanto en los grupos de catequesis, cáritas, pastoral sanitaria, liturgia, aunque algunos fueran  más específicamente grupos de oración

Sin oración, nos quedamos sin identidad cristiana y sin espíritu en el apostolado y en la Iglesia. Todo queda reducido muchas veces a su aspecto exterior y visible, olvidando lo interior y el alma de todo apostolado, el orarAen espíritu y en verdad@, reducidos muchas veces  a tareas   puramente humanitarias, como si fuéramos una ONG, activistas de una ideología, pero faltos de vivencia de Dios, de Espíritu Santo, de evangelio, de conocimiento vivencial de lo que hacemos o predicamos.

Por este motivo, muchos llamados a ser guías del pueblo de Dios, en su marcha hasta la tierra prometida, nos hacen perder dirección, fuerzas, tiempo y metas verdaderas, nos hacen quedarnos para siempre en el llano y no son capaces de conducirnos hasta la cima del Tabor, para ver a Cristo transfigurado y bajar luego al llano para trabajar, convencidos e inflamados de que Cristo existe y es verdad, de que todo el evangelio y la fe y el encuentro existen y son verdad.

Por no escuchar a Cristo cuando nos sigue invitando, como hizo en Palestina: “ Venid vosotros a un sitio aparte@, Allamó a los que quiso para estar con El y enviarlos a predicar@, Atomando a Pedro, Santiago y Juan subió a un monte a orar” (Lc 9, 28), vamos al trabajo apostólico vacíos de El, desprovistos de su fuego y entusiasmo, para contagiarlos a los que nos escuchan y poder hacer seguidores suyos. “Marta andaba afanada en los muchos cuidados del servicio y acercándose, dijo: Señor ¿no te preocupa que mi hermana me deje a mí sola en el servicio? Díle, pues, que me ayude. Respondió el Señor y le dijo: Marta, Marta, tú te inquietas y te turbas por muchas cosas; pero pocas son necesarias o más bien una sola. María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada” (Jn 12, 40. 42).

Todo cristiano, todo catequista, apóstol, toda madre cristiana, pero, sobre todos, todo sacerdote debe ser hombre de oración: «A ejemplo de Cristo que estaba continuamente en oración y guiados por el Espíritu Santo, en el cual clamamos “Abba, Padre”, los presbíteros deben entregarse  a la contemplación del Verbo de Dios y aprovecharla cada día como una oración favorable para reflexionar sobre los acontecimientos de la vida a la luz del Evangelio, de manera que, convertidos en oyentes y atentos del  Verbo, logren ser ministros veraces de la Palabra. Sean asiduos en la oración personal, en la recitación de la Liturgia de las Horas, en la recepción frecuente del sacramento de la penitencia y , sobre todo, en la devoción al misterio eucarístico». (Sínodo de los obispos sobre el sacerdocio ministerial, 1971)

Qué carencias más importantes se siguen luego en la vida personal y apostólica de los responsables de la evangelización, de los bautizados y ordenados en Cristo, si no saben  infundir con fe viva el conocimiento y seguimiento de Cristo, de hacerle presente, creíble y admirado, por no estar ellos personal y  suficientemente  formados en este camino, por lo menos hasta ciertas etapas. Por eso, al no estar  formados y curtidos en este sendero, al no sentir el atractivo de Cristo, tampoco pueden luego guiar a los demás, aunque sea  su cometido y ministerio principal.

¡Qué responsabilidad tan grande, especialmente en los   pastores de la Diócesis y de la Iglesia, en los superiores religiosos y  párrocos, que  somos los formadores y  directores espirituales de las parroquias y de los seguidores de Cristo...! ¡Qué ignorancia tan frecuente de estas realidades a la hora de tener que elegir los formadores de los seminarios y noviciados, qué daño si no se tiene en cuenta la suficiente personalidad espiritual, teológica, humana y pastoral para estos cargos, cuánto daño se puede hacer a la Iglesia, daño irreparable, por ser causa a su vez de una cadena interminable de otros daños, que se siguen para la diócesis, que se van empobreciendo en todo: Congregaciones, Institutos Religiosos, Fraternidades, que llegan a perder el carisma propio de la orden, debido a una mala formación espiritual en los elegidos del Señor!

¡Qué prisas por trabajar y hacer cosas que se ven,  por hacer bajar al llano de la vida apostólica a los seminaristas o novicios, para que empiecen la misión,  cuando lo verdaderamente importante en esa etapa es estar con Jesús para ser luego enviados a predicar! Lo primero en el tiempo y en la misión es estar con el Señor, formarse bien en el estudio, el silencio, en la vida comunitaria, adquiriendo una fuerte personalidad evangélica, teológica, espiritual y pastoral, para luego poder comunicárselo con entusiasmo a la gente.

Primero es el estar con El, luego, si hay que bajar al llano para trabajar, bajaremos hasta que llegue el Tabor definitivo, pero qué diferencia, habiéndolo aprendido así y confirmado con los mismos superiores,  en el mismo seminario o noviciado;  qué difícil aprenderlo luego, por las ocupaciones pastorales, por las prisas y faltas de silencio, a no ser que haya gracia especial del Señor, puesto que el tiempo oportuno fueron el desierto y silencio de estos centros de formación espiritual, teológica, pastoral, humana...

Es verdad, sin embargo, que el apostolado y la vida sacerdotal no va a ser totalmente inútil por carecer de esta formación, pero perderá muchísima eficacia y no dará la gloria a Dios que El se merece, y no hará tanto bien a los hermanos como ellos necesitan, ya que estamos tratando de eternidades y aquí todo es grave y trascendente. Hay que sacrificarse más, hay que ser santos para cumplir la tarea encomendada. Este es el fin principal de nuestro ministerio y misión.  “ He bajado del cielo, no para hacer mi voluntad sino la voluntad del que me envió... Esta es la voluntad del que me envió que no pierda nada de lo que me dio sino que lo resucite en el último día”. (Jn 6, 38-40). Y S. Pablo da razón de su tarea evangelizadora: “Todo lo he sacrificado y lo tengo por basura, a fín de ganar a Cristo y encontrarme con El, no teniendo una justicia propia, sino lograda por la fe en Cristo y que procede de Dios y está enraizada en la fe” (Fil 3,8-9). “Por eso lo soporto todo por amor a los elegidos, para que consigan la salvación que nos trae Cristo Jesús y la salvación eterna”. (2Tim 2,10).

Ha llegado a mis manos el discurso que el Papa Juan Pablo II ha dirigido al Capítulo general de los Servitas, reunidos en la primavera del 2002. Entresaco algunos párrafos:

«Sentir la exigencia de buscar el reino de Dios ya es un don, que debe ser acogido con espíritu agradecido. En realidad, es siempre Dios el que nos sale al encuentro primero, ya que ha sido el primero en amarnos (cfr 1Jn 4,10). Es consolador buscar a Dios, pero al mismo tiempo exigente; supone hacer renuncias y tomar opciones radicales. ¿Cómo repercute esto entre vosotros, en el contexto histórico actual? Supone ciertamente acentuar la dimensión contemplativa, intensificar la oración personal, revalorizar el silencio del corazón, sin llegar nunca a contraponer la contemplación a la acción, la oración en la celda a las celebraciones litúrgicas, la necesaria «fuga» del mundo a la presencia junto al que sufre.... La experiencia demuestra que sólo desde la contemplación intensa puede nacer una fervorosa y eficaz acción apostólica.... Vuestra oración comunitaria sea tal que la oración personal prepare y prolongue la celebración litúrgica»[5].

Queridos hermanos, tenemos que “orar sin intermisión” como nos dice S. Pablo (Te 5,17), pues sólo el Señor puede dar eficacia y crecimiento a la obra en que trabajemos, como El ya nos dijo: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). Los Apóstoles, convencidos de esto por los consejos del Señor y por su propia experiencia apostólica, al constituir los primeros diáconos, dijeron: “...así nosotros nos dedicaremos de lleno a la oración y al ministerio de la palabra” (Hch 6,4) (SC. 86).

 Lo primero es:  “el Señor  llamó a los que quiso para  estar con El y enviarlos a predicar..,”  “  María ha escogido la mejor parte” Y por lo que yo he visto en los santos y en  todos los que han seguido a Cristo a través de los siglos, canonizados o no, este es el único camino: ni un solo santo,  que no haya sido eucarístico, que no haya hecho largos ratos de oración ante el Señor Eucaristía, pero ni uno solo... luego habrán sido de derechas o de izquierdas, ricos o pobres, activos o contemplativos, de la enseñanza o de la caridad, laicos o curas, profetas, misioneros o padres de familia,  lo que sea..., pero ninguno que no fuera hombre de oración. Nuestras madres y nuestros padres no tuvieron más biblia ni más grupos de formación que el sagrario. Allí lo aprendieron todo y así nos lo enseñaron.

Por eso es muy importante que nos preocupemos de «estas cosas», porque como queda dicho,  lo  que no se vive, termina olvidándose y podemos constatarlo personalmente, incluso tratándose de verdades teológicas. La oración eucarística es la fuente que mana y corre siempre llena de estas verdades y vivencias, aunque sea muchas veces a oscuras y sin sentir nada.

El  Concilio Vaticano II habla repetidas veces sobre la importancia capital de la Eucaristía en la vida de la Iglesia y en nuestra vida personal: « ...los demás sacramentos, al igual que todos los ministerios eclesiásticos y las obras del apostolado, están unidos con la Eucaristía y hacia ella se ordenan. Pues en la sagrada Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona, nuestra Pascua y pan vivo... Por lo cual la Eucaristía aparece como fuente y cima de toda evangelización...  (Los sacerdotes) les enseñan, igualmente, a participar en la celebración de la sagrada liturgia, de forma que exciten también en ellos una oración sincera; los llevan como de la mano a un espíritu de oración cada vez más perfecto, que han de actualizar durante toda la vida en conformidad con las gracias y necesidades de cada uno....La casa de oración en que se celebra y se guarda la sagrada Eucaristía y se reúnen los fieles, y en la que se adora para auxilio y solaz de los fieles la presencia del Hijo de Dios, nuestro Salvador, ofrecido por nosotros en el ara sacrificial, debe estar limpia y dispuesta para la oración» (PO 5).

Pues bien, teniendo presente todo esto y lo que llevamos dicho en este capítulo, ya me diréis qué interés puedo yo tener por Jesucristo y su causa, si Cristo personalmente me aburre; cómo  entusiasmar a las gentes con El si yo personalmente  no siento entusiasmo por El, y para esto, la oración es totalmente necesaria, porque es fuente y termómetro indicativo; para lograr que los hombres y mujeres  conozcan y amen y se enamoren de Jesucristo, que lo sigan y lo busquen, nosotros hemos de darles ejemplo y buscarlo en la oración, que, si es ante Cristo Eucaristía, tiene una fuerza y plenitud mayor. De Cristo y por el canal de la oración hemos de recibir el espíritu y el entusiasmo de nuestro apostolado: “ vosotros sois mis amigos, porque todo lo que me ha dicho mi Padre, os lo he dado a conoce”,”Pedro, me amas más que estos... apacienta mis ovejas; Pedro, me amas...”, por tres veces le sometió a un examen de amor antes de ponerle al frente de su Iglesia. Y Pablo:“Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi”.  Y cuando tenemos el espíritu de Cristo, entonces: “El que a vosotros escucha, a mí me escucha...” “Yo en vosotros y vosotros en mi”  “...vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”.

Podremos hacer las acciones de Cristo, predicar las palabras de Cristo, pero no podremos transmitir su espíritu, si no lo tenemos. Somos sarmientos, canales del Amor y Salvación de Dios, del Espíritu Santo de Dios. Para eso necesitamos el espíritu, el alma, el corazón, la adoración que Cristo sentía por su Padre para poder ser su prolongación. Para ser verdaderamente presencia sacramental de Cristo, de su persona y apostolado, necesitamos sus mismos sentimientos y actitudes. Y no le demos vueltas, a Cristo, a su evangelio sólo se les comprende, cuando se viven; y si no, fijáos qué diferencia existe, qué distinta manera de hablar y actuar,  cuando tienes que hablar o defender un tema que vives o te muerde el alma, la vida y la estima tuya o de los tuyos ....o por el contrario, cuando se trata de un asunto de otros, de un tema que te han contado o has leído, pero que, en definitiva, no lo  necesitas para vivir o realizarte. 

La mayor tentación del mundo materialista actual y de siempre, en lo que se unen y se esfuerzan todos los poderosos del «mundo», es demostrar que Dios ya no es necesario, que se puede vivir y ser felices sin El. Y, por otra parte, tenemos todo lo contrario, que constituye una prueba de fe y un argumento en favor nuestro, y  es que hoy día hemos llenado con el consumismo nuestras vidas y nuestros hogares de todo y ahora resulta que nos falta todo, porque nos falta Dios, que es el TODO de todo y de todos.

El materialismo y el consumismo reinante destruyen nuestra identidad cristiana, nos destruye como Iglesia e hijos de Dios. Ahora equipamos a nuestros hijos y juventud de todo: inglés, judo, trabajo, dinero, piso, sexo, masters de todo...  y  ahora resulta que les falta todo, que se sienten vacíos... porque les falta Dios. Cómo convencer a nuestra gente de que Dios es el todo, el único que puede  llenarlo todo de sentido y de amor y de vida y de felicidad verdaderas... cómo ayudar a los hombres de ahora  a salir de ese vacío existencial y proponerles como medio y remedio que se acerquen a Dios, al Dios amigo y cercano que es Cristo Eucaristía, si  nosotros mismos no lo hacemos ni lo hemos experimentado... si nunca nos ven orar en la Iglesia o delante del sagrario, y esto ya es norma y comportamiento ordinario en nuestra vida sacerdotal, cristiana, pastoral, militante, catequista...

Queridos hermanos, por qué no empezar desde hoy mismo, desde ahora mismo...parémosnos   delante del sagrario, mirémosle a Cristo con afecto, hagamos bien la genuflexión,  si podemos, que no es un trasto más del templo o capilla, que es el Señor, que es nuestro Salvador, el centro y corazón de la parroquia, de tu grupo, de tu comunidad, de tu vida cristiana... ¿Lo es, o no lo es? ¿ o lo es sólo teóricamente? ¿Cómo acordarte, cómo predicar esto, si no lo vives? Ayúdales a los tuyos con tu vida, con tu ejemplo, con tu comportamiento.... “Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente”.Algunos sacerdotes, religiosos y seglares apóstoles   dudan de la eficacia del evangelio y hablan muy decepcionados de sus trabajos apostólicos, de su actividad parroquial, misionera. Es lógico y una prueba, pero en negativo, de lo que estoy diciendo. Me duele por ellos y por todos, por la Iglesia.     Su vida no ha sido inútil, porque todos somos canales más o menos anchos, pero canales de gracia  Hay que ser luz de Cristo primero para poder iluminar: “Vosotros sois la luz del mundo... alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestra buenas obras….      

DÉCIMO TERCERA MEDITACIÓN

ORACIÓN Y SANTIDAD, FUNDAMENTOS DEL APOSTOLADO, EN LA CARTA APOSTÓLICA DE JUAN PABLO II  NOVO MILLENNIO INEUNTE

Por eso, qué razón tiene el Papa Juan Pablo II, en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte, cuando invitando a la Iglesia a que se renueve pastoralmente para cumplir mejor así la misión encomendada por Cristo, nos hace todo un tratado de apostolado, de vida apostólica, pero no de métodos y organigramas, donde expresamente nos dice «no hay una fórmula mágica que nos salva», «el programa ya existe, no se trata de inventar uno nuevo», sino porque nos habla de la base y el alma y el fundamento de todo apostolado cristiano, que hay que hacerlo desde Cristo, unidos a Él por la santidad de vida, esencialmente fundada en la oración, en la Eucaristía.

Insisto que el Papa, en esta carta, los que quiere es hablarnos del apostolado que debemos hacer en este nuevo milenio que empieza, y al hacerlo, espontáneamente le sale la verdad: lo que más le interesa, al hablarnos de apostolado, es subrayar y recalcar la necesidad de la espiritualidad de todo apostolado, y para eso, la meta es la santidad, la unión con Dios y el camino imprescindible para esta santidad y unión con Dios es la oración, por eso nos habla de la necesidad absoluta de la oración, alma de toda acción apostólica: actuar unidos a Cristo desde la santidad y la oración... caminar desde Cristo, porque aquí está la fuente y la eficacia de toda actividad apostólica verdaderamente cristiana.

Qué pena tengo, pero real, que después de esta doctrina del Papa, Congresos y Convenciones, en Sínodos y reuniones pastorales, sigamos como siempre, hablando de acciones con niños, jóvenes, adultos, si tenerlas así o de la otra forma, poniendo en el modo toda la eficacia dando por supuesto lo principal: “sin mí no podéis hacer nada”; y para eso el camino más recto es la oración personal para enseñar y llevar a efecto la de los evangelizandos.

Si yo consigo que una persona ore, le he puesto en el fín de todo apostolado, en el encuentro personal con Dios, al que tratan de llevar todas las demás acciones apostólicas intermedias, en las que a veces nos pasamos años y años sin llegar a la unión con Dios, al encuentro personal y afectivo con Él.

El camino y la verdad y la vida es Cristo, y sin encuentro personal con Él no hay cristianismo, y el camino para encontrarnos con Él —ningún santo y apóstol verdadero que no lo ha dicho y hecho, es la oración: «Que no es otra cosa oración sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama».

La oración es el apostolado primero y fundamental, es empezar hablando con Él y pidiendo, para que nos diga qué y cómo llevar directamente las almas hasta Él, para no ir sin Él a la acción o las mediaciones, que a veces no llegan hasta Él; luego vendrán los medios, que son a los que únicamente llamamos y tenemos por apostolado, acciones apostólicas, que deben llegar y dirigir la mirada hasta Él, pero a veces nos entretenemos en eternos eternos apostolados de preparación para el encuentro. ¡Cuánto mejor sería llevar a las almas hasta el final, enseñarle y hacerle orar, y desde ahí recorrer el camino de santificación!

La santidad es la unión plena con Dios. Y para esta unión plena y transformante en Dios, el camino principal y fundamental y base de todos los demás es la oración contemplativa o infusa de Dios en el alma. Como por otra parte, “sin mí no podéis hacer nada” y “todo lo puedo en aquel que me conforta”, resulta que quien está totalmente unido a Dios y el que más agua de gracia divina puede llevar a los surcos de la vida de los hombres y del mundo, el mejor apóstol es el más y mejor ora.

Voy a recorrer la Carta, poniendo los números pertinentes con su mismo orden y enumeracón, para que, quien quiera ampliarlos, pueda hacerlo acercándose a la Carta, porque yo sólo cito lo que considero más importante.

Insisto que al Papa, lo que más le interesa, es hablarnos del apostolado, del nuevo dinamismo apostólico que debe tener la Iglesia al empezar el Nuevo Milenio, pero al hablarnos de apostolado, quiere subrayar y recalcar, como el primero y fundamental, la necesidad de la espiritualidad de todo apostolado, y para eso, la meta es la santidad, la unión con Dios y el camino imprescindible para esta santidad es la oración; cuanto más elevada sea, mejor, porque indica mayor unión de transformación en Dios. Por eso nos habla de la necesidad absoluta de santidad por la oración como el alma de todo apostolado.

Paso a citar algunos de los textos de la Carta Apostólica Novo millennio ineunte donde el Papa nos habla de esta experiencia de Dios; lo hago tal cual está escrito en la Carta.

Un nuevo dinamismo

15. Es mucho lo que nos espera y por eso tenemos que emprender una eficaz programación pastoral posjubilar.

Sin embargo, es importante que lo que nos propongamos, con la ayuda de Dios, esté fundado en la contemplación y en la oración. El nuestro es un tiempo de continuo movimiento, que a menudo desemboca en el activismo, con el riesgo fácil del «hacer por hacer». Tenemos que resistir a esta tentación, buscando «ser» antes que «hacer». Recordemos a este respecto el reproche de Jesús a Marta: «Tú te afanas y te preocupas por muchas cosas y sin embargo sólo una es necesaria» (Lc 10,41-42). Con este espíritu, antes de someter a vuestra consideración unas líneas de acción, deseo haceros partícipes de algunos puntos de meditación sobre el misterio de Cristo, fundamento absoluto de toda nuestra acción pastoral.

CAPÍTULO 2

UN ROSTRO PARA CONTEMPLAR

16. «Queremos ver a Jesús» (Jn 12,21). Esta petición, hecha al apóstol Felipe por algunos griegos que habían acudido a Jerusalén para la peregrinación pascual, ha resonado también espiritualmente en nuestros oídos en este Año jubilar. Como aquellos peregrinos de hace dos mil años, los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo «hablar» de Cristo, sino en cierto modo hacérselo «ver». ¿Y no es quizás cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio?

Nuestro testimonio sería, además, enormemente deficiente si nosotros no fuésemos los primeros contempladores de su rostro. El Gran Jubileo nos ha ayudado a serlo más profundamente. Al final del Jubileo, a la vez que reemprendemos el ritmo ordinario, llevando en el ánimo las ricas experiencias vividas durante este período singular, la mirada se queda más que nunca fija en el rostro del Señor.

 

17. La contemplación del rostro de Cristo se centra sobre todo en lo que de él dice la Sagrada Escritura que, desde el principio hasta el final, está impregnada de este misterio, señalado oscuramente en el Antiguo Testamento y revelado plenamente en el Nuevo, hasta el punto de que san Jerónimo afirma con vigor: «Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo mismo». Teniendo como fundamento la Escritura, nos abrimos a la acción del Espíritu (cf Jn 15,26), que es el origen de aquellos escritos, y, a la vez, al testimonio de los Apóstoles (cf. Ib. 27), que tuvieron la experiencia viva de Cristo, la Palabra de vida, lo vieron con sus ojos, lo escucharon con sus oídos y lo tocaron con sus manos (cf. 1Jn 1,1).

El camino de la fe

19. «Los discípulos se alegraron de ver al Señor» (Jn 20,20). El rostro que los Apóstoles contemplaron después de la resurrección era el mismo de aquel Jesús con quien habían vivido unos tres años, y que ahora los convencía de la verdad asombrosa de su nueva vida mostrándoles «las manos y el costado» (ib). Ciertamente no fue fácil creer. Los discípulos de Emaús creyeron sólo después de un laborioso itinerario del espíritu (cf Lc 24,13-35). El apóstol Tomás creyó únicamente después de haber comprobado el prodigio (cf Jn 20,24-29). En realidad, aunque se viese y se tocase su cuerpo, sólo la fe podía franquear el misterio de aquel rostro. Esta era una experiencia que los discípulos debían haber hecho ya en la vida histórica de Cristo, con las preguntas que afloraban en su mente cada vez que se sentían interpelados por sus gestos y por sus palabras. A Jesús no se llega verdaderamente más que por la fe, a través de un camino cuyas etapas nos presenta el Evangelio en la bien conocida escena de Cesarea de Filipo (cf Mt 16,13-20). A los discípulos, como haciendo un primer balance de su misión, Jesús les pregunta quién dice la «gente» que es él, recibiendo como respuesta: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o uno de los profetas» (Mt 16,14). Respuesta elevada, pero distante aún —y ¡cuánto!— de la verdad. El pueblo llega a entrever la dimensión religiosa realmente excepcional de este rabbí que habla de manera fascinante, pero no consigue encuadrarlo entre los hombres de Dios que marcaron la historia de Israel. En realidad, Jesús es muy distinto. Es precisamente este ulterior grado de conocimiento, que atañe al nivel profundo de su persona, lo que él espera de los «suyos»: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,15). Sólo la fe profesada por Pedro, y con él por la Iglesia de todos los tiempos, llega realmente al corazón, yendo a la profundidad del misterio: «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).

 

20. ¿Cómo llegó Pedro a esta fe? ¿Y qué se nos pide a nosotros si queremos seguir de modo cada vez más convencido sus pasos? Mateo nos da una indicación clarificadora en las palabras con que Jesús acoge la confesión de Pedro: «No te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (16,17). La expresión «carne y sangre» evoca al hombre y el modo común de conocer. Esto, en el caso de Jesús, no basta. Es necesaria una gracia de «revelación» que viene del Padre (cf ib). Lucas nos ofrece un dato que sigue la misma dirección, haciendo notar que este diálogo con los discípulos se desarrolló mientras Jesús «estaba orando a solas» (Lc 9,18).

Ambas indicaciones nos hacen tomar conciencia del hecho de que a la contemplación plena del rostro del Señor no llegamos sólo con nuestras fuerzas, sino dejándonos guiar por la gracia. Sólo la experiencia del silencio y de la oración ofrece el horizonte adecuado en el que puede madurar y desarrollarse el conocimiento más auténtico, fiel y coherente de aquel misterio, que tiene su expresión culminante en la solemne proclamación del evangelista Juan: «Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14).

La profundidad del misterio

 

21. ¡La Palabra y la carne, la gloria divina y su morada entre los hombres! En la unión íntima e inseparable de estas dos polaridades está la identidad de Cristo, según la formulación clásica del Concilio de Calcedonia (a. 451): «Una persona en dos naturalezas». La persona es aquella, y sólo aquella, la Palabra eterna, el hijo del Padre con sus dos naturalezas, sin confusión alguna, pero sin separación alguna posible, son la divina y la humana.

Somos conscientes de los límites de nuestros conceptos y palabras. La fórmula, aunque siempre humana, está sin embargo expresada cuidadosamente en su contenido doctrinal y nos permite asomarnos, en cierto modo, a la profundidad del misterio. Ciertamente, ¡Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre! Como elapóstol Tomás, la Iglesia está invitada continuamente por Cristo a tocar sus llagas, es decir a reconocer la plena humanidad asumida en María, entregada a la muerte, transfigurada por la resurrección: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado» (Jn 20,27). Como Tomás, la Iglesia se postra ante Cristo resucitado, en la plenitud de su divino esplendor, y exclama perennemente:

«¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28).

 

23. «Señor, busco tu rostro» (Sal 27[26],8). El antiguo anhelo del Salmista no podía recibir una respuesta mejor y sorprendente más que en la contemplación del rostro de Cristo. En él Dios nos ha bendecido verdaderamente y ha hecho «brillar su rostro sobre nosotros» (Sal 67[66],3). Al mismo tiempo, Dios y hombre como es, Cristo nos revela también el auténtico rostro del hombre, «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre».

Jesús es el «hombre nuevo» (cf Ef 4,24; Col 3,10) que llama a participar de su vida divina a la humanidad redimida. En el misterio de la Encarnación están las bases para una antropología que es capaz de ir más allá de sus propios límites y contradicciones, moviéndose hacia Dios mismo, más aún, hacia la meta de la «divinización», a través de la incorporación a Cristo del hombre redimido, admitido a la intimidad de la vida trinitaria. Sobre esta dimensión salvífica del misterio de la Encarnación los Padres han insistido mucho: sólo porque el Hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre, el hombre puede, en él y por medio de él, llegar a ser realmente hijo de Dios.

Rostro del Resucitado

28. La Iglesia mira ahora a Cristo resucitado. Lo hace siguiendo los pasos de Pedro, que llora por haberle renegado y retomó su camino confesando, con comprensible temor, su amor a Cristo: «Tú sabes que te quiero» (Jn 21,15.17). Lo hace unida a Pablo, que lo encontró en el camino de Damasco y quedó impactado por él: «Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia» (Flp 1,21). Después de dos mil años de estos acontecimientos, la Iglesia los vive como si hubieran sucedido hoy. En el rostro de Cristo ella, su Esposa, contempla su tesoro y su alegría. « Jesu, dulcis memoria, dans vera cordis gaudia»: ¡Cuán dulce es el recuerdo de Jesús, fuente de verdadera alegría del corazón! La Iglesia, animada por esta experiencia, retorna hoy su camino para anunciar a Cristo al mundo, al inicio del tercer milenio: Él «es el mismo ayer, hoy y siempre» (Hb 3,8).

CAPITULO 3

CAMINAR DESDE CRISTO

29. «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Esta certeza, queridos hermanos y hermanas, ha acompañado a la Iglesia durante dos milenios y se ha avivado ahora en nuestros corazones por la celebración del Jubileo. De ella debemos sacar un renovado impulso en la vida cristiana, haciendo que sea, además, la fuerza inspiradora de nuestro camino. Conscientes de esta presencia del Resucitado entre nosotros, nos planteamos hoy la pregunta dirigida a Pedro en Jerusalén, inmediatamente después de su discurso de Pentecostés: «Qué hemos de hacer, hermanos?» (Hch 2,37).

Nos lo preguntamos con confiado optimismo, aunque sin minusvalorar los problemas. No nos satisface ciertamente la ingenua convicción de que haya una fórmula mágica para los grandes desafíos de nuestro tiempo. No, no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros!

No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste. Es un programa que no cambia al variar los tiempos y las culturas, aunque tiene cuenta del tiempo y de la cultura para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz. Sin embargo, es necesario que el programa formule orientaciones pastorales adecuadas a las condiciones de cada comunidad.

Doy las gracias por la cordial adhesión con la que ha sido acogida la propuesta que hice en la Carta apostólica Tertio millennio adveniente. Sin embargo, ahora ya no estamos ante una meta inmediata, sino ante el mayor y no menos comprometedor horizonte de la pastoral ordinaria. Dentro de las coordenadas universales e irrenunciables, es necesario que el único programa del Evangelio siga introduciéndose en la historia de cada comunidad eclesial, como siempre se ha hecho. En las Iglesias locales es donde se pueden establecer aquellas indicaciones programáticas concretas —objetivos y métodos de trabajo, de formación y valorización de los agentes y la búsqueda de los medios necesarios— que permiten que el anuncio de Cristo llegue a las personas, modele las comunidades e incida profundamente mediante el testimonio de los valores evangélicos en la sociedad y en la cultura.

Por tanto, exhorto ardientemente a los Pastores de las Iglesias particulares a que, ayudados por la participación de los diversos sectores del Pueblo de Dios, señalen las etapas del camino futuro, sintonizando las opciones de cada Comunidad diocesana con las de las Iglesias colindantes y con las de la Iglesia universal.

Nos espera, pues, una apasionante tarea de renacimiento pastoral. Una obra que implica a todos. Sin embargo, deseo señalar, como punto de referencia y orientación común, algunas prioridades pastorales que la experiencia misma del Gran Jubileo ha puesto especialmente de relieve ante mis ojos.

LA SANTIDAD

30.- En primer lugar, no dudo en decir que la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es la de la santidad...Este don de santidad, por así decir, se da a cada bautizado...“Esta es la voluntad de Dios; vuestra santificación” (1Tes 4,3). Es un compromiso que no afecta sólo a algunos cristianos: “Todos los cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor” (Lumen Gentium, 40).

 

31.- Recordar esta verdad elemental, poniéndola como fundamento de la programación pastoral que nos atañe al inicio del nuevo milenio, podría parecer, en un primer momento, algo poco práctico. ¿Acaso se puede “programar” la santidad? ¿Qué puede significar esta palabra en la lógica de un plan pastoral? En realidad, poner la programación pastoral bajo el signo de la santidad es una opción llena de consecuencias... Como el Concilio mismo explicó, este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos “genios” de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno... Es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este alto grado de vida cristiana ordinaria. La vida entera de la comunidad eclesial y de las familias cristianas debe ir en esta dirección. Pero también es evidente que los caminos de la santidad son personales y exigen una pedagogía de la santidad verdadera y propia, que sea capaz de adaptarse a los ritmos de cada persona. Esta pedagogía debe enriquecer la propuesta dirigida a todos con las formas tradicionales de ayuda personal y de grupo, y con las formas más recientes ofrecidas en las asociaciones y en los movimientos reconocidos por la Iglesia.

LA ORACIÓN

32.- Para esta pedagogía de la santidad es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración... Es preciso aprender a orar, como aprendiendo de nuevo este arte de los labios mismos del divino Maestro, como los primeros discípulos:“Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). En la plegaria se desarrolla ese diálogo con Cristo que nos convierte en sus íntimos: “Permaneced en mí, como yo en vosotros” (Jn 15,4).

Esta reciprocidad es el fundamento mismo, el alma de la vida cristiana y una condición para toda vida pastoral auténtica. Realizada en nosotros por el Espíritu Santo, nos abre, por Cristo y en Cristo, a la contemplación del rostro del Padre. Aprender esta lógica trinitaria de la oración cristiana, viviéndola plenamente ante todo en la liturgia, cumbre y fuente de la vida eclesial (cfr. SC 10), pero también de la experiencia personal, es el secreto de un cristianismo realmente vital, que no tiene motivos para temer el futuro, porque vuelve continuamente a las fuentes y se regenera en ellas.

 

33.- La gran tradición mística de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente, puede enseñar mucho a este respecto. Muestra cómo la oración puede avanzar, como verdadero y propio diálogo de amor, hasta hacer que la persona humana sea poseída totalmente por el divino Amado, sensible al impulso del Espíritu y abandonada filialmente en el corazón del Padre. Entonces se realiza la experiencia viva de la promesa de Cristo: “El que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él” (Jn 14,21). Se trata de un camino sostenido enteramente por la gracia, el cual, sin embargo, requiere un intenso compromiso espiritual, que encuentre también dolorosas purificaciones (la “noche oscura”), pero que llega, de tantas formas posibles, al indecible gozo vivido por los místicos como Aunión esponsal”. ¿Cómo no recordar aquí, entre tantos testimonios espléndidos, la doctrina de san Juan de la Cruz y de santa Teresa de Jesús?

Sí, queridos hermanos y hermanas, nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas “escuelas de oración”, donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el “arrebato del corazón”. Una oración intensa, pues, que sin embargo no aparte del compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de Dios, lo abre también al amor de los hermanos, y nos hace capaces de construir la historia según el designio de Dios.

Pero se equivoca quien piense que el común de los cristianos se puede conformar con una oración superficial, incapaz de llenar su vida. Especialmente ante tantos modos en que el mundo de hoy pone a prueba la fe, no sólo serían cristianos mediocres, sino “cristianos con riesgo”. En efecto, correrían el riesgo insidioso de que su fe se debilitara progresivamente, y quizás acabarían por ceder a la seducción de los sucedáneos, acogiendo propuestas religiosas alternativas y transigiendo incluso con formas extravagantes de superstición.

Hace falta, pues, que la educación en la oración se convierta de alguna manera en un punto determinante de toda programación pastoral... Cuánto ayudaría que no sólo en las comunidades religiosas, sino también en las parroquiales, nos esforzáramos más, para que todo el ambiente espiritual estuviera marcado por la oración.”

 

Primacía de la gracia

 

38.- En la programación que nos espera, trabajar con mayor confianza en una pastoral que dé prioridad a la oración, personal y comunitaria, significa respetar un principio esencial de la visión cristiana de la vida: la primacía de la gracia. Hay una tentación que insidia siempre todo camino espiritual y la acción pastoral misma: pensar que los resultados dependen de nuestra capacidad de hacer y programar. Ciertamente, Dios nos pide una colaboración real a su gracia y, por tanto, nos invita a utilizar todos los recursos de nuestra inteligencia y capacidad operativa en nuestro servicio a la causa del Reino. Pero no se ha de olvidar que, sin Cristo, «no podemos hacer nada» (cf Jn 15,5).

La oración nos hace vivir precisamente en esta verdad. Nos recuerda constantemente la primacía de Cristo y, en relación con él, la primacía de la vida interior y de la santidad. Cuando no se respeta este principio, ¿ha de sorprender que los proyectos pastorales lleven al fracaso y dejen en el alma un humillante sentimiento de frustración? Hagamos, pues, la experiencia de los discípulos en el episodio evangélico de la pesca milagrosa: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada» (Lc 5,5). Este es el momento de la fe, de la oración, del diálogo con Dios, para abrir el corazón a la acción de la gracia y permitir a la palabra de Cristo que pase por nosotros con toda su fuerza: Duc in altum! En aquella ocasión, fue Pedro quien habló con fe: «en tu palabra, echaré las redes» (ib). Permitidie al Sucesor de Pedro que, en el comienzo de este milenio, invite a toda la Iglesia a este acto de fe, que se expresa en un renovado compromiso de oración.”

 

Escucha de la Palabra

 

39.- No cabe duda de que esta primacía de la santidad y de la oración sólo se puede concebir a partir de una renovada escucha de la palabra de Dios. Desde que el Concilio Vaticano II ha subrayado el papel preeminente de la palabra de Dios en la vida de la Iglesia, ciertamente se ha avanzado mucho en la asidua escucha y en la lectura atenta de la Sagrada Escritura. Ella ha recibido el honor que le corresponde en la oración pública de la Iglesia. Tanto las personas individualmente como las comunidades recurren ya en gran número a la Escritura, y entre los laicos mismos son muchos quienes se dedican a ella con la valiosa ayuda de estudios teológicos y bíblicos. Precisamente con esta atención a la palabra de Dios se está revitalizando principalmente la tarea de la evangelización y la catequesis. Hace falta, queridos hermanos y hermanas, consolidar y profundizar esta orientación, incluso a través de la difusión de la Biblia en las familias. Es necesario, en particular, que la escucha de la Palabra se convierta en un encuentro vital, en la antigua y siempre válida tradición de la lectio divina, que permite encontrar en el texto bíblico la palabra viva que interpela, orienta y modela la existencia.

Anuncio de la Palabra

40.- Alimentarnos de la Palabra para ser «servidores de la Palabra» en el compromiso de la evangelización, es indudablemente una prioridad para la Iglesia al comienzo del nuevo milenio. Ha pasado ya, incluso en los Países de antigua evangelización, la situación de una «sociedad cristiana», la cual, aún con las múltiples debilidades humanas, se basaba explícitamente en los valores evangélicos. Hoy se ha de afrontar con valentía una situación que cada vez es más variada y comprometida, en el contexto de la globalización y de la nueva y cambiante situación de pueblos y culturas que la caracteriza. He repetido muchas veces en estos años la «llamada» a la nueva evangelización. La reitero ahora, sobre todo para indicar que hace falta reavivar en nosotros el impulso de los orígenes, dejándonos impregnar por el ardor de a predicación apostólica después de Pentecostés. Hemos de revivir en nosotros el sentimiento apremiante de Pablo, que exclamaba: «¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1Cor 9,16).

Esta pasión suscitará en la Iglesia una nueva acción misionera, que no podrá ser delegada a unos pocos «especialistas», sino que acabará por implicar la responsabilidad de todos los miembros del Pueblo de Dios. Quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para sí, debe anunciarlo.

DÉCIMO CUARTA MEDITACIÓN

LA PEOR POBREZADE LA IGLESIA ES LA POBREZA EUCARÍSTICA, ESPIRITUAL-MÍSTICA

Terminado este testimonio del Papa Juan Pablo II en la Novomillennio ineunte, quisiera añadir que la mayor pobreza de la Iglesia será siempre, como ya he repetido, la pobreza mística, la pobreza de santidad, de vida de oración, sobre todo, de oración contemplativa, eucarística, porque no entiendo que uno quiera buscar y encontrarse con Cristo y no lo encuentre donde está más plena y realmente en la tierra, que es en la eucaristía como misa, comunión y sagrario: «Qué bien sé yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche. Aquesta fonte está escondida, en este pan por darnos vida, aunque es de noche. Aquí se está llamando a las criaturas y de este agua se hartan, aunque a oscuras, porque es de noche». Es por fe, caminando en la oración desde la fe. La iniciativa siempre parte de Dios que viene en mi busca.

Por eso, si los formadores de comunidades parroquiales, de noviciados y seminarios no tienen una profunda experiencia de oración y vida espiritual, insisto una vez más, será muy difícil que puedan guiarlas hasta la unión afectiva y existencial con Cristo. Es sumamente necesario y beneficioso para la Iglesia, que los obispos se preocupen de estas cosas durante el tiempo propicio, que es el tiempo de formación de los seminarios, para no estar luego toda la vida sufriendo sus consecuencias negativas tanto para el apostolado como para la misma vida diocesana, por una deficiente formación espiritual.

Me duele muchísimo tener que decir esto, porque puedo hacer sufrir y me harán sufrir, pero se trata del bien de los hermanos, que han de ser formados en el espíritu de Cristo. De los seminarios y casas de formación han de salir desde el Papa hasta el último ministro de la Iglesia. Y estoy hablando no de éste o aquel seminario u Obispo, que es el reponsable de su seminario, yo me estoy refiriendo a todos los seminarios y a todos los sacerdotes y a todos los Obispos. Y esta doctrina no es mía, sino del Papa y la responsabilidad  viene del Señor. Todos somos responsables y todos tenemos que formar hombre de oración encendida de amor a Cristo y a los hermanos.

Los seminarios son la piedra angular, la base, el corazón de vida de todas las diócesis y si el corazón está fuerte, todo el organismo también lo estará; y, si por el contrario, está débil o muerto, también lo estarán las diócesis y las parroquias y los grupos y las catequesis y todos los bautizados, que deben ser evangelizados por estos sacerdotes. Por eso, qué interés, qué cuidado, qué ocupación y preocupación tienen los buenos obispos, que hay muchos y bien despiertos y centrados en sus seminarios, por la pastoral vocacional, por el trato familiar con los seminaristas, por la selección y cuidado de los formadores.

Este es el apostolado más importante del Obispo y de toda la diócesis; qué bendición del cielo tan especial son estos obispos, que, en su esquema de diócesis, lo primero es el seminario, los sacerdotes, la formación espiritual de los pastores. Aquí se lo juega todo la Iglesia, la Diócesis, porque es la fuente de toda evangelización. Para todo obispo, su seminario y los sacerdotes debe ser la ocupación y preocupación y la oración más intensa; tiene que se algo que le salga del alma, por su vivencia y convencimiento, no por guardar apariencias y comportamientos convencionales; tiene que salir de dentro, de las entrañas de su amor loco por Cristo; ahí es donde se ve su amor auténtico a Cristo y a su Iglesia.

Cómo se nota cuando esto sale del alma, cuando se vive y apasiona; o cuando es un trabajo más de la diócesis, un compromiso más que debe hacer, pero no ha llegado a esta a esta identificación de seminario y sacerdotes con Cristo. Pidamos que Dios mande a su Iglesia Obispos que vivan su seminario. Es la presencia de Cristo que más hay que cuidar después de la del Sagrario: que esté limpia, hermosa, bien cuidada. Pero tiene que salir del alma, de la unión apasionada por Cristo. De otra forma…

La Iglesia, los consagrados, los apóstoles, cuanto más arriba estemos en la Iglesia, más necesitados estamos de santidad, de esta oración continua ante el Sacerdote y Víctima de la santificación, nuestro Señor Jesucristo. ¡Qué diferencias a veces entre seminarios y seminarios! ¡Qué envidia santa y no sólo por el número sino por la orientación, la espiritualidad, por todo esto que dice el Papa en su Carta Apostólica NMI! ¡Qué alegría ver realizados los propios sueños en los seminarios!

¿No hemos sido creados para vivir la unión eterna con Dios por la participación en gracia de su misma vida en felicidad y amor? ¿No es triste que por no aspirar o no tender o no haber llegado a esta meta, para la que únicamente fuimos creados, y es la razon, en definitiva, de nuestrso apostolado y tareas con niños, jóvenes y adultos, nos quedemos muchas veces, a veces toda la vida, en zonas intermedias de apostolado, formación y vida cristianas, sin al menos dirigir la mirada y tender hacia el fin, hacia la meta, hacia la unión y la vida de plena glorificación en Dios?

¿La deseamos? ¿Está presente en nuestras vidas y apostolado? Para mí que estas realidades divinas solo se desean si se viven. El misterio de Dios no se comprende hasta que no se vive. Y el camino de esta unión es la oración, la oración y la oración personal en conversión permanente, que nos va vaciando de nosotros mismos para llenarnos sólo de Dios en nuestro ser, cuerpo y espíritu, sentidos y alma, especialmente en la liturgia, en la Eucaristía, hasta llegar a estos grados de unión y amor divinos.

Y de la relación que expreso de la experiencia de Dios con el apostolado, siempre diré que la mayor pobreza vital y apostólica de la Iglesia será siempre la pobreza de vida mística; quiero decir, que ahora y siempre ésta será la mayor necesidad y la mayor urgencia de la vida personal y apostólica de los bautizados y ordenados; tener predicadores que hayan experimentado la Palabra que predican, que se hayan hecho palabra viva en la Palabra meditada; celebrantes de la Eucaristía que sean testigos de lo que celebran y tengan los mismos sentimientos de Cristo víctima, sacerdote y altar, porque de tanto celebrar y contemplar Eucaristía se han hecho eucaristías perfectas en Cristo; orantes que se sientan habitados por la Santísima Trinidad, fundidos en una sola realidad en llamas en mismo fuego quemante y gozoso de Dios, que su Espíritu Santo, para que, desde esa unión en llamas con Dios, puedan quemar a los hermanos a los que son enviados con esta misión de amor en el Padre, en el Hijo por la potencia de amor del Espíritu Santo. 

Si no se llega, tendemos o se camina por esta senda de santidad, de la unión total con el Señor por la oración personal, todo trabajo apostólico tenderá a ser más profesional que apostólico; sí, sí, habrá acciones y más acciones, pero muchas de ellas no serán apostólicas porque faltará el Espíritu de Cristo: habrá bautizados, pero no convertidos; casados en la Iglesia, marco bonito para fotos, pero no en Cristo, en el amor y promesa de amar como Cristo, con amor total, único y exclusivo; habrá Confirmados pero no en la fe, porque algunos expresamente afirman no tenerla y allí no puede entrar el Espíritu Santo, por muchos cantos y adornos que hayamos hecho, eso no es liturgia divina, falta lo principal, la fe y el amor a Cristo… Y para hacer las acciones de Cristo, para hacer el Apostolado de Cristo hay que seguir su consejo: “Vosotros venid a un sitio aparte… el Señor llamó a los que quiso para estar con Él y enviarlos a predicar”; el“estar con Él” es condición indispensable para hacer las cosas en el nombre-de Cristo.

DÉCIMO QUINTA

BREVE ITINERARIO DE ORACIÓN EUCARÍSTICA

 

       Repito y lo hago por tratarse del CAMINO más importante de la vida cristiana y espiritual, principio y motor de la santidad de la Iglesia y de los cristianos. Para orar,  puede servirte  la lectura espiritual de buenos libros, sobre todo,  hecha en la presencia eucarística del Señor; la vida de algún santo que hable de su propia experiencia de Dios, y desde luego, insustituible, el Evangelio, que es lo que te dice a tí y ahora personalmente Cristo Eucaristía en ese momento; al principio, tal vez escuchado, meditado y orado por otros, luego ya directamente por tí; puedes también escribir lo que se te ocurra ante Jesucristo, recitar los salmos que te gusten y  meditarlos, repetir los versículos que más te gusten, responsorios preciosos de las Horas..... Pero la ciencia y la experiencia en este tema, de lo que uno ha visto y leído en santos como Juan de Avila, Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús,  Juan de la Cruz, Teresa del Niño Jesús, Isabel de la Trinidad, Carlos de Foucaudl...he llegado a la conclusión de que no se trata de descubrir un camino misterioso que pocos han descubierto y tengo que buscarlo hasta dar con él.

El camino de la oración ya está descubierto y es elemental en su estructura,  aunque cada uno tiene que recorrerlo personalmente: no olvidar jamás que orar es amar y amar es orar, que en la vida cristiana estos dos verbos se conjugan  igual. Estoy convencido, por teoría y experiencia, de que el que quiere orar, ese ya está orando. Nunca mejor dicho que querer es poder, porque este querer es ya la mejor gracia de Dios. La dificultad en orar está principalmente en que uno no está convencido de su importancia y puede considerarla una más de las diversas formas de la piedad  cristiana; además, como cuesta al principio coger este camino de amar a Dios sobre todas las cosas, lo cual supone renuncia y conversión, uno cree poder sustituirla con otras prácticas piadosas. Lo primero, pues, que hemos de tener presente, como hemos dicho ya tantas veces, será pedir la fe y el amor que nos unen a Dios, y no pueden ser fabricados por nosotros.

 La oración nunca será un camino difícil sino costoso, como cualquier camino que lleva a la cima de la montaña, sobre todo, en los comienzos. El camino es facilísimo: querer amar a Dios sobre todas las cosas. “Está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, solo a El darás culto” (Mt 4, 10). Por lo tanto, abajo todos los ídolos, el primero, nuestro yo. Jesús resumió los deberes del hombre para con Dios con estas palabras: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente” (Mt 22,37). Pero esto cuesta muchísimo, sobre todo al principio, porque entonces no se tienen los ojos limpios para ver a Dios, no se sienten estos deseos con fuerza, no se tiene la fe y el amor y una esperanza de Dios suficientes para ir en su busca, empezando por renunciar al cariño y la ternura que nos tenemos. Este preferirnos a Dios ha hecho que nuestra fe sea seca, teórica, puramente heredada y ha de ser precisamente por esos ratos de oración eucarística, cuando empieza a hacerse personal, a  creer no por lo que otros me han dicho sino por lo que yo voy descubriendo y eso ya no habrá quien te lo quite.

Es costosa la oración, sobre todo al comienzo, hasta coger el camino de la conversión, porque la persona, sin ser consciente, achaca la sequedad de la misma a las circunstancias de la oración o sus métodos, siendo así que en realidad la aridez y el cansancio vienen de que hay que empezar a ser más humildes, a perdonar de verdad, a convertirnos a Dios, para amarle más que a nosotros mismos y esto, si no hay gracias de Dios especiales, que se lo hagan ver y descubrir y para eso es la oración, imposibilita la oración de ahora y de siempre y de todos los siglos. Por eso, al hablar de oración a principiantes, es más sencillo y pedagógico y conveniente hablarles desde el principio, de  que se trata de un camino de conversión a Dios, camino exigente,  y que por y para eso necesitamos hablar continuamente con El, para pedirle luz y fuerzas.

La dificultad en la oración, en el encuentro con el Señor, en descubrir su presencia y figura y amor y amistad  está en que no queremos convertirnos, y esta dificultad conviene que sea descubierta, sobre todo, al principio, por el mismo principiante o por personas experimentadas, para descubrir la razón de la sequedad y las distracciones y no ponerla solo en los métodos y técnicas de la oración. Algunos cristianos, por desgracia,  no saben de qué va la oración personal, qué lleva consigo y otros hablamos con frecuencia de ello, pero no hemos emprendido de verdad el camino o lo hemos abandonado y estamos ya instalados en nuestros defectos y pecados, aunque sean veniales, pero que nos instalan también en la lejanía de Dios e impiden la santidad y la oración y el encuentro pleno y permanente con el Señor y nos convierten en mediocres espirituales y consecuentemente nos llevan a  la  mediocridad pastoral y apostólica. ¿Cómo entusiasmar a los hermanos con un Cristo que nos aburre personalmente?

       Sin conversión no hay oración y sin oración no hay vivencia y experiencia de Dios, ni amor verdadero a los hermanos, ni entrega, ni liturgia vivida, ni gozo del Señor ni santidad ni nada verdaderamente importante en la vida cristiana ni verdadero apostolado que lleve a los hombres al amor y conocimiento vital de Dios, sino acciones, programaciones, organigramas que llevan a dimensiones poco trascendentes y perpendiculares y elevadas de fe y amor cristianos, donde muchas veces es hacer por hacer, para sentirse útil, en apostolado puramente horizontal, pero donde la gloria del Padre ni es descubierta, ni buscada ni siquiera mencionada , porque no se vive ni se siente, y  Jesucristo no es verdaderamente buscado y amado como salvador y sentido total de nuestras vidas; son acciones de un «sacerdocio  puramente técnico y professional», acciones de Iglesia sin el corazón de la Iglesia, que es el amor a Cristo; acciones de Cristo sin el espíritu de Cristo, porque “el sarmiento no está unido a la vid”...

La oración, desde el primer día, es amor a Dios:  «Que no es otra cosa oración mental, sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama».  Por eso, desde el primer instante y kilómetro (abajo los ídolos! especialmente el yo que tenemos entronizado en el altar de nuestro corazón. Y este cambio, que ha de durar toda la vida, es duro y cruel y despiadado contra uno mismo, sobre todo al principio, en que estamos incapacitados para amar así, por no sentir el amor de Dios más vivamente, precisamente por esos mismos defectos, y cuesta derramar las primeras gotas de sangre,  porque nos tenemos un cariño loco y apasionado.

       Y cuando, pasado algún tiempo, años tal vez, los que Dios quiera, y ya plenamente iniciados y comprometidos,  lleguen las noches de fe, las terribles purificaciones de nuestra fe, esperanza y caridad, porque Tú, Señor, para prepararnos plenamente a tu amor sobre todas las cosas,  lo exiges todo: personas, criterios propios, afectos, dinero, seguridad, cargos, honores...,  cuando el entendimiento quiere ver y tener certezas propias, porque es mucho lo que le exiges y le cuesta creer en tu palabra, obedecerte y aguantar tanta exigencia,  y  quiere probarlo todo y razonar todo antes de entregarte todo:  resulta que tu persona, tu presencia, tu evangelio, tus palabras y exigencias, hasta entonces tan claras y que no teníamos inconveniente en admitir y meditar y predicar, porque eran puramente teóricas, pero nos molestaban poco o casi nada, porque no nos las aplicábamos, ahora, al querer Tu, Dios mío, querer unirme más a Ti, disponernos a una unión más perfecta y plena contigo... cuando exiges todo, porque quieres llenarlo todo  con tu amor, y el alma, para eso,  debe vaciarse de todo, porque Tú quieres que te ame con todo mi corazón y con toda mi alma y con todo mi ser...entonces nada valen los conocimientos adquiridos, ni la teología, ni la fe heredada, ni la experiencia anterior, que quedan obnubiladas, y mucho menos  echar mano de exégesis o psicologías...entonces, en ese momento largo y trágico, que parece no acabará nunca, porque es mucho paradójicamente lo que el alma te desea y te ama en esa noche, sin ser consciente de ello, la última palabra, el último apoyo es creer sin apoyos y lanzarse a tus brazos sin saber que existen, porque no se ven ni sienten, porque Tu solo quieres que me fíe y me apoye en tí, hasta el olvido y negación de todo lo mío, de todo apoyo humano y posible, racional y científico, afectivo y familiar, y quedar el horizonte limpio de todo y de todos, solo Tú, sólo Tú, sin arrimos de criatura alguna.

En estas etapas, que son sucesivas y variadas en intensidad y tiempo, según el Espíritu Santo crea oportuno purificar y según sus planes de unión,  ni la misma liturgia ni  los evangelios  dan luz ni consuelo, porque Dios lo exige todo y viene la «duda metódica» puesta por Dios en el alma para conducirnos a esa meta: ¿Será verdad Cristo? ¿Cómo puedo quedarme sin fe, sin ver ni sentir nada? ¿para qué seguir? ¿No debe ser todo razonable, prudente, sin extremismos de ninguna clase? ¿habrá sido todo pura  imaginación? ¿Por qué no aceptar otros consejos y caminos? ¿Cómo entregar la propia vida, la misma vida en amor total y para siempre, las propias seguridades sin ninguna seguridad de que El está en la otra orilla...? ¿Será verdad todo lo que creo, será verdad que Cristo vive, que es Dios, cómo dejar estas cosas de la vida  que tengo y toco y me sostienen vital y afectivamente por una persona que no veo ni toco ni siento, y menos en un trozo de pan, cómo puede existir una persona que ya no veo en la oración, en el evangelio, en la relación personal que antes tenía y creía...? ¿Será verdad? ¿Dónde apoyarme para ello? ¿Quién me lo puede asegurar? Con lo feliz que era hasta ahora, con el gozo que sentía en mis misas y comuniones anteriores, con deseos de seguirle hasta la muerte, con ratos de horas y horas de oración y hasta noches enteras en unión y felicidad plena... qué me pasa... qué está pasando dentro de mi...

En estas etapas, que pueden durar meses y años, el alma va madurando en la fe, esperanza y caridad, virtudes teologales que nos unen directamente con Dios, y sin ella ser consciente, se va llenando de la misma luz y fuerza de Dios; su fe, va recibiendo de Dios más luz, luz vivísima y sin imperfecciones de apoyos de criaturas, y va  entrando en este camino, donde el Espíritu Santo es la única luz, guía, camino y director espiritual.

 La causa de todo esto es una influencia y presencia especial de Dios en el alma, llamada por San Juan de la Cruz contemplación infusa, que a la vez que  ilumina, purifica al alma con su luz intensísima, y la fortalece en aparente debilidad y poco a poco ya no soy yo el que lleva la batuta de la conversión, porque  me corregía lo que me daba la gana y muchos campos ni los tocaba y en otros me quedaba muy superficial... ahora es el Espíritu Santo, porque me ama infinito, el que me purifica como debe ser y yo debo confiar en El sobre el dolor y las dudas y la soledad y las sospechas que provocan tanta purificación y conversión.

Es que Dios es Dios y no sabe amar de otra forma que entregándose y dándose todo entero; así es que me tengo que vaciar todo entero de mis criterios, afectos y demás totalmente, para que El pueda llenarme. Luego, cuando haya pasado la prueba, podré decir con San Pablo: “Pero lo que tenía por ganancia, lo considero ahora por Cristo como pérdida, y aún todo lo tengo por pérdida comparado con el sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por cuyo amor todo lo he sacrificado y lo tengo por basura con tal de ganar a Cristo y ser hallado en Él... por la justicia..   que se funda en la fe y nos viene de la fe en Cristo”.

San Juan de la Cruz, el maestro de las noches purificatorias,  nos dirá que la contemplación,  la oración vivencial, la experiencia de Dios «es una influencia de Dios en el alma que la purga de sus ignorancias e imperfecciones habituales, naturales y espirituales, que llaman los contemplativos contemplación infusa o mística teología, en que de secreto enseña Dios al alma y la instruye en perfección de amor, sin ella hacer nada ni entender como es ésta contemplación infusa» (N II 5,1).

Tan en secreto lo hace Dios, que el alma no se entera de qué va esto y qué le está pasando, es más, lo único que piensa y le hace sufrir infinito, es que vive y está convencida de  que ha perdido la fe, a Dios, a Cristo, la misma salvación, y que ya no tiene sentido su vida, no digamos si está en un seminario o en un noviciado, piensa que se ha equivocado, que tiene que salirse... ¡Qué sufrimientos de purgatorio, de verdadero infierno, qué soledad!  ¡ Dios mío ¿ pero cómo permites sufrir tanto? Ahora, Cristo, barrunto un poco lo tuyo de Getsemaní.

Y es que los cristianos no nos damos cuenta de que Dios es verdad, es la Verdad y exige de verdad para que siempre vivamos de verdad en El y por El y vivamos de El, que es la única Verdad y nunca dudemos de su Verdad, presencia y amor. La fe y el amor a El van en relación directa con lo que estoy dispuesto a renunciar por El, a vaciarme por El.  Por eso, conviene no olvidar que creer en Dios, para no engañarse y engañarnos, es estar dispuestos a renunciar a todo y a todos y hasta a nosotros mismos, por El. La fe se mide por la capacidad que tengo de renunciar a cosas por El. Renuncio a mucho por El, creo mucho en El y le amo mucho; renuncio a poco, creo poco en El y le amo poco. Renuncio a todo por El,  creo totalmente en El, le amo sobre todas las cosas; no renuncio a nada, no creo nada ni le amo nada, aunque predique y diga todos los días misa. Pregúntate ahora mismo: ¿A qué cosas estoy renunciando ahora mismo por Cristo?  Pues eso es lo que le amo, esa es la medida de mi amor.

Por eso, en cuanto el evangelio, Jesucristo, la Eucaristía nos empiezan a exigir para vivirlos, entonces mi yo tratará de buscar apoyos y razones y excusas para rechazar y retardar durante toda su vida esa entrega, y hay muchos que no llegan a hacerla, la harán en el purgatorio, pero  como Dios es como es, y soy yo el que tiene que cambiar, y Dios quiere que el único fundamento de la vida de los cristianos sea El, por ser quien es y porque además no puede amar de otra forma sino en sí y por sí mismo y esto es lo que me quiere comunicar y no puede haber otro, porque todo lo que no es El, no es total, ni eterno ni esencial ni puede llenar.....entonces resulta que todo se oscurece como luz para la inteligencia y como apoyo afectivo para la voluntad y como anhelo para la esperanza y es la noche, la noche del alma y del cuerpo y del sentido y de las potencias: entendimiento,  memoria y voluntad.

       «Por tres causas podemos decir que se llama Noche este tránsito que hace el alma a la unión con Dios. La primera, por parte del término de donde el alma sale, porque ha de ir careciendo el apetito del gusto de todas las cosas del mundo que poseía, en negación de ellas; la cual negación y carencia es como noche para todos los sentidos del hombre.

La segunda, por parte del medio o camino por donde ha de ir el alma a esta unión, lo cual es la fe, que es también oscura para el entendimiento, como noche. La tercera, por parte del término a donde va, que es Dios, el cual ni más ni menos es noche oscura para el alma en esta vida» (S I 2,1).

Es  buscar razones y no ver nada, porque Dios  quiere que el alma no tenga otro fundamento que no sea El, y es llegar a lo esencial de la vida, del ser y existir...y entonces todo ha de ser purificado y dispuesto para una relación muy íntima con la Santísima Trinidad; si es malo, destruirlo, y si es bueno, purificarlo y  disponerlo, como el madero por el fuego:  antes de arder y convertirse en llama,  el madero, dice S. Juan de la Cruz, debe ser oscurecido primero por el mismo fuego, luego calentarse y, finalmente, arder y convertirse en llama de amor viva, pura ascua sin diferencia posible ya del fuego: Dios y alma para siempre unidos por el Amor Personal de la Stma. Trinidad, el Espíritu Santo, Beso y Abrazo eterno entre el Padre y el Hijo.

Es la noche de nuestra fe, esperanza y amor: virtudes y operaciones sobrenaturales, que, al no sentirse en el corazón, no nos ayudan aparentemente nada, es como si ya no existieran para nosotros;  además, tenemos que dejar las criaturas, que entonces resultan más necesarias, por la ausencia aparente de Dios, a quien sentíamos y nos habíamos entregado, pero ahora no lo vemos, no lo sentimos, no existe;  por otra parte y al mismo tiempo y con el mismo sentimiento, aunque nos diesen todos los placeres de las criaturas y del mundo, tampoco los querríamos, los escupiríamos, porque estamos hechos ya al sabor de Dios, al gusto y plenitud del Todo, aunque sea oscuro... total, que es un lío para la pobre alma, que lo único que tiene que hacer es aguantar, confiar y no hacer nada, y digo yo que también el demonio mete la pata y a veces se complican más las cosas.

Esta situación ya durísima, se hace imposible, cuando ademas de la oscuridad de la fe, el amor y la esperanza, viene la noche de la vida y nos visita el dolor moral, familiar o físico, la persecución injusta y envidiosa, la calumnia, los desprecios sin fundamento alguno..., cuando no se comprenden noticias y acontecimientos del mundo, de tu misma Iglesia...de los mismos elegidos... cuando uno creía que lo tenia todo claro, y viene la muerte de  nuestros afectos carnales que quieren  preferirse e imponerse a tu amor, de nuestras  pretensiones de tierra convertidas en nuestra esperanza y objeto de deseo por encima de Ti, que debes ser nuestra única esperanza,  cuando llegue la hora de morir a mi yo que  tanto se ama y se busca continuamente por encima de tu amor y que debe morir, si quiero de verdad llegar a ti,  échanos una mano, Señor, que te veamos salir del sagrario para ayudarnos y sostenernos, porque somos débiles y pobres, necesitados siempre de tu ayuda (no me dejes, Madre mía! Señor, que  la lucha es dura y larga la noche, es Getsemaní, Tú lo sabes bien, Señor, es morir sin testigos ni comprensión, como Tú, sin que nadie sepa que estás muriendo, sin compañía sensible de Dios y de los hombres, sin testigos de tu esfuerzo, sino por el contrario, la incomprensión,  la mentira, la envidia,  la persecución injustificada y sin motivos... que entonces, Señor, veamos que sales del sagrario y nos acompañas por el camino de nuestro calvario hasta la muerte del yo para resucitar  contigo a una fe     luminosa, encendida,  a la vida nueva de amistad y experiencia gozosa de tu presencia y amor y de la Trinidad que nos habita.

Es el Espíritu Santo el que iluminará purificando, unas veces más, otras menos, durante años, apretando según sus planes que nosotros ni entendemos ni comprendemos en particular, solo después de pasado y en general, porque en cada uno es distinto, pero que para todos se convierte en purificación,  más o menos dolorosa en tiempo e intensidad, según los proyectos de Dios y la generosidad de las almas.

Por aquí hay que pasar, para identificarnos, para transformarnos en Cristo, muerto y resucitado:“Todos nosotros, a cara descubierta, reflejamos como espejos la gloria del Señor y nos vamos transformando en la misma imagen de gloria, movidos por el Espíritu Santo” (2Cor 3,18). Es la gran paradoja de esta etapa de la vida espiritual: porque es precisamente el exceso de presencia y luz divina la que provoca en el alma el sentimiento de ceguedad y ausencia aparente de Dios: por deslumbramiento, por exceso de luz directa de Dios, sin medición de libros, reflexiones personales, meditación... es luz directa del rayo del Sol Dios. S. Juan de la Cruz es el maestro:  «Y que esta oscura contemplación también le sea al alma penosa a los principios está claro; porque como esta divina contemplación infusa tiene muchas excelencias en extremo buenas y el alma, que las recibe, por no estar purgada, tiene muchas miserias, también en extremos malas, de ahí es que no pudiendo dos contrarios caber en el sujeto del alma, de necesidad hayan de penar los unos contra los otros, para razón de la purgación que de las imperfecciones del alma por esta contemplación se hace» (N II 5, 41).

Que nadie se asuste, el Dios, que nos mete en la noche de la purificación, del dolor, de la muerte al yo y a nuestros  ídolos adorados de  vanidad, soberbia, amor propio, estimación.... es un Dios todo amor, que no nos abandona sino todo lo contrario, viéndose tan lleno de amor y felicidad nos quiere llenar totalmente de El. Jamás nos abandona, no quiere el dolor por el dolor, sino el suficiente y necesario que lleva consigo el vaciarnos y poder habitarnos totalmente. Lo asegura San Pablo: “Muy a gusto, pues, continuaré gloriándome en mis debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo” (2Cor. 8,1).

Quizás algún lector, al llegar a este punto, coja un poco de miedo o piense que exagero. Prefiero esto segundo, porque como Dios le meta por aquí, ya no  podrá echarse para atrás, como les ha pasado a todos los santos, desde S. Pablo y S. Juan hasta la madre Teresa de Calcuta, de la cual acaban de publicar un libro sobre estas etapas de su vida, que prácticamente han durado toda su existencia; todavía no lo he leído. Porque el alma, aunque se lo explicaran todo y claro, no comprendería nada en esos momentos,  en los que no hay luz ni consuelo alguno, y parece que Dios no tiene piedad de la criatura, como en Getsemaní, con su Hijo...Pero por aquí hay que pasar para poner solo en Dios nuestro apoyo y nuestro ser y existir. El alma, a pesar de todo, tendrá fuerzas para decir con Cristo:       “ Padre, si es posible, pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad , sino la tuya...

Uno no comprende muchas cosas dolorosas del evangelio, de la vida de Cristo, de la vida de los santos, de muchos hombres y mujeres, que he conocido y  que no serán canonizados, pero que son para mí verdaderos santos... en concreto, no entiendo por qué Jesús tuvo que sufrir tanto, por qué tanto dolor en el mundo, en los elegidos de Dios...por qué nos amó tanto, qué necesidad tiene de nuestro amor, qué le podemos dar los hombres que El no tenga... tendremos que esperar al cielo para que Dios nos explique todo esto. Fue y es y será todo por amor. Un amor que le hizo pasar a su propio Hijo por la pasión y la muerte para llevarle a la resurrección y la vida, y que a nosotros nos injerta desde el bautismo en la muerte de Cristo para llevarnos a la unión total y transformante con Él.

Es la luz de la resurrección la que desde el principio está empujándonos  a la muerte y en esos momentos de nada ver y sentir es cuando está logrando su fín, destruir para vivir en la nueva luz del Resucitado, de participación en los bienes escatológicos ya en la carne mortal y finita que no aguanta los bienes infinitos y últimos que se están haciendo ya presentes: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, Ven, Señor Jesús...». En esos momentos es cuando más resurrección está entrando en el alma, es esa luz viva de Verbo eterno, de la Luz y Esplendor de la gloria del Padre- Cristo Glorioso y Celeste la que provoca esa oscuridad y esa muerte, porque el gozo único y el cielo único es la carne de Cristo purificada en el fuego de la pasión salvadora y asumida por el Verbo, hecha ya Verbo y Palabra Salvadora de Dios y sentada con los purificados a la derecha del Padre.

Es el purgatorio anticipado, como dice San  Juan de la Cruz. Precisamente quiero terminar este tema con la introducción a la SUBIDA: «Trata de cómo podrá el alma disponerse para llegar en breve a la divina unión. Da avisos y doctrina, así a los principiantes como a los aprovechados, muy provechosa para que sepan desembarazarse de todo lo temporal y no embarazarse con lo espiritual y quedar en la suma desnudez  y libertad de espíritu, cual se requiere para la divina unión».  

Cuando una persona lee a S. Juan de la Cruz, si  no tiene alguien que le aconseje, empieza lógicamente por el principio, tal y como vienen en sus Obras Completas: la Subida, la Noche...  y esto asusta y cuesta mucho esfuerzo, porque asustan  tanta negación, tanta cruz, tanto vacío,  ponen la carne de gallina, se encoge uno ante tanta negación, aunque siempre hay algo que atrae. Cuando se llega al Cántico y a la Llama de amor viva.... uno se entusiasma, se enfervoriza, aunque no entiende muchas cosas  de lo que pasa en esas alturas. Pero la verdad es que la lectura de esas páginas, encendidas de fuego y luz, entusiasman, gustan y enamoran,  contagian fuego y entusiasmo por Dios, por Cristo, por la Santísima Trinidad.  ¿Hacemos una prueba? Pues sí, vamos a mirar ahora un poco al final de este camino de purificación y conversión para llenarnos de esperanza, de deseos de quemarnos del mismo fuego de Dios, de convertirnos en llama de amor viva y trinitaria.

Hablemos de los frutos de la unión con Dios por la oración-conversión. Habla aquí el Doctor Místico de la transformación total, substancial en Dios:

«De donde como Dios se le está dando con libre y graciosa voluntad, así también ella, teniendo la voluntad más libre y generosa cuanto más unida en Dios, está dando a Dios al mismo Dios en Dios , y es verdadera y entera dádiva del alma a Dios. Porque allí ve el alma que verdaderamente Dios es suyo y que ella le posee con posesión hereditaria, con propiedad de derecho, como hijo de Dios adoptivo, por la gracia que Dios le hizo de dársele a sí mismo y que, como cosa suya, lo puede dar y comunicar a quien ella quisiera de voluntad, y así ella dále a su querido, que es el mismo Dios que se le dio a ella, en lo cual paga ella a Dios todo lo que le debe, por cuanto de voluntad le da otro tanto como de El recibe».

«Y porque en esta dádiva que hace el alma a Dios le da al Espíritu Santo como cosa suya con entrega voluntaria, para que en El se ame como El merece, tiene el alma inestimable deleite y fruición; porque ve que da ella a Dios cosa suya propia que cuadra a Dios según su infinito ser».

«Que aunque es verdad que el alma no puede de nuevo dar al mismo Dios a Si mismo, pues El en Sí siempre se es El mismo; pero el alma de suyo perfecta y  verdaderamente lo hace, dando todo lo que El le había dado para pagar el amor, que es dar tanto como le dan. Y Dios se paga con aquella dádiva del alma, que con menos no se pagaría, y la toma Dios con agradecimiento, como cosa que de suyo le da el alma , y en esa misma dádiva ama el alma también como de  nuevo. Y así entre Dios y el alma, está actualmente formado un amor recíproco en conformidad de la unión y entrega matrimonial, en que los bienes de entrambos, que son la divina esencia, poseyéndolos cada uno libremente por razón de la entrega voluntaria del uno al otro, los poseen entrambos juntos diciendo el uno al otro lo que el Hijo de Dios dijo al Padre por San Juan, es a saber: “Et mea omnia tua sunt, et tua mea sunt, et clarificatus sum in eis”(Jn 17,10); esto es: “Todos mis bienes son tuyos y tus bienes míos y clarificado estoy en ellos”.ALo cual en la otra vida es sin intermisión en la fruición perfecta; pero en este estado de unión, acaece cuando Dios ejercita en el alma este acto de la transformación».

«Esta es la gran satisfacción y contento del alma, ver que da a Dios más que ella en sí es y vale, con aquella misma luz divina y calor divino que se lo da: lo cual en la otra vida es por medio de la lumbre de gloria, y en ésta por medio de la fe ilustradísima. De esta manera las profundas cavernas del sentido, con extraños primores, calor y luz dan junto a su querido; junto dice, porque junta es la comunicación del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo en el alma, que son luz y fuego de amor en ella» (LL. B. 78-80)

DÉCIMO SEXTA MEDITACIÓN

“APRENDED DE MÍ QUE SOY MANSO Y HUMILDE DE CORAZÓN” (MT 11, 25)

Esto mismo que acabo de decir, pero con otras palabras, es lo que podemos encontrar en este pasaje evangélico:

“Por aquel tiempo, tomó Jesús la palabra y dijo: Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor. Todo me lo ha dado mi Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera”. (Mt 11, 25-30).

Jesús,  movido de ternura y compasión hacia sus discípulos y hacia los que quieran seguirle, en todos los tiempos, nos invita a venir a él, a dialogar y encontrarse con su persona y su palabra, que nos llenan de paz y sentido, de seguridad, de certezas definitivas:“Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados...”  Nos lo dice hoy y ahora mismo  este mismo Cristo, que  está cerca de nosotros aquí, en el sagrario y desde ahí nos repite estas mismas palabras de Palestina. Está tratando de consolar y de ayudar a los discípulos, que se han quedado un poco perplejos por la exigencias del reino, del seguimiento...y sin embargo, nada más decir estas palabras de consuelo, no les dice, os quito esto o aquello o no es tanto como os suponéis... sino que añade, reafirmándose: “Cargad con mi yugo....” y cuál es ese yugo “ aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”.

           Esto es lo que vengo diciendo repetidas veces en este libro: sin conversión no hay amistad ni discipulado ni seguimiento del Señor. Y por ese camino nos tienen que venir todas las gracias sobrenaturales, todos los conocimientos y amores a Dios y a su Hijo.“Nadie conoce al Padre sino el Hijo...” La fe no son verdades ni ritos ni ceremonias, la fe fundamentalmente es creer y aceptar a una persona y esa persona es Jesucristo. El cristianismo es fundamentalmente una persona, Jesucristo, y éste, crucificado. Somos seguidores de un crucificado

“En aquel tiempo, empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los senadores, sumos sacerdotes y letrados y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día. Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo: ¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte. Jesús se volvió y dijo a Pedro: Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios. Entonces dijo a los discípulos: El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida , la perderá; pero el que la pierde por mi, la encontrará”(Mt 16,21-25).

Quisiera resaltar que el pobre Pedro, que quiso decirle al Señor, que no se preocupase, que eso no pasaría, recibió una de las palabras más duras del evangelio.(Satanás! Y es que para Cristo, como para todos los santos, la voluntad del Padre está por encima de todo y  nadie le apartará de este camino, que les lleva a la unión suprema con Él,  aunque sea un camino lleno de sufrimientos y de cruz y dolor. A veces, este convencimiento, les hace decir a los santos ciertas frases, que suenan a puro dolorismo, de buscar el dolor por el dolor. ¡jamás las interpretéis así! No quieren el dolor por el dolor sino que están tan convencidos de que han de abrazarse con el crucificado para identificarse con Él, que identifican unión con Cristo y sufrimiento, cristianismo y dolor.

       Creer en una persona, en Jesucristo, quiere decir, aceptar su persona, su amistad, porque nos fiamos de ella y tendemos a hacernos una cosa con ella por el amor, aunque nos cueste sacrificios. Lo que se cree, en el fondo, no son verdades, ideas ni siquiera tan elevadas como el cielo, la gracia, la vida eterna, el pecado....sino que se  cree y  se fía uno de esta persona y esto es la mejor forma de amarla y honrarla.  Si fuera lo primero saber verdades, la religión sería cuestión de inteligencia y los sabios serían los preferidos en el reino. Pero bien claramente dice Jesús que no es así, que es cuestión de fiarse, de amar y confiar en su persona y, por tanto, el cristianismo es cuestión de amor, porque es cuestión de amistad. Arreglados van los que quieran encontrarse con Cristo única o principalmente por el entendimiento o las ideas o la misma teología. Jesucristo, la eucaristía, el misterio cristiano es cuestión de amor, la teología va detrás de la fe y debe ser siempre sierva respetuosa, humilde, arrodillada, sobre todo, cuando no comprenda.

Pregunten a los santos, que son los que verdaderamente han conocido a Cristo y  su evangelio y en Él encontraron el tesoro de su vida, por el cual lo dejaron todo; pregunten modernamente a Santa Teresa del Niño Jesús, beata Isabel de la Trinidad, a Teresa de Calcuta y tantos santos «ignorantes»de la teología especulativa, que viven aún  en este mundo. Todo lo aprendieron por la oración y  la amistad con Cristo Eucaristía. Entonces es cuando entran los deseos de estudiar y leer teología, mucha teología, como Teresa de Jesús.

 Por eso, Jesús anima a todos a que le busquen así, porque es la mejor y más completa forma de encontrarle: “Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor”. Y para que no quede ningún resquicio, por donde pueda escaparse el sentido que Él quiere dar a estas palabras suyas ni vengan luego los sabios con interpretaciones manipuladas,  añade:“Todo me lo ha dado mi Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”. Da gracias al Padre por manifestarse a los sencillos, porque el mensaje y la palabra de Cristo sobre el reino, sobre el amor del Padre y su plan de salvación, la fraternidad que Dios quiere entre todos los hombres, la verdadera justicia, la paz de la humanidad no se comprende totalmente por vía de inteligencia e ideas humanas sino por revelación de amor, que Dios concede a la gente sencilla y se niega a los sabios autosuficientes.

Los que están más vacíos de sí mismos, “los pobres en el espíritu”, los que no se fían de sí mismos son los que se abren a Dios, a su revelación en Cristo y a los mismos hermanos con mayor facilidad. Porque la fe-confianza en Dios es la que nos da acceso a este conocimiento superior de Dios, en el que sólo nos puede introducir el Hijo, que es su Palabra pronunciada con Amor-Espíritu Santo para nosotros. La verdadera teología siempre se estudiará de rodillas, es decir, dando  preferencia a la fe y al amor, pisando sus huellas, siempre será  arrodillada.

       La fe cristiana es una clase especial de conocimiento porque es Asabiduría amorosa@según S. Juan de la Cruz. Hay una base objetiva de contenido intelectual, pero que no se comprende si no se vive, si no se ama, si el Espíritu Santo no nos lleva hasta la verdad completa. Mucho sabían los discípulos sobre Cristo, incluso lo vieron resucitado, pero hasta que no vino el Espíritu Santo, no llegaron a la verdad completa, porque entonces fue cuando no solo conocieron sino que vivieron en su corazón al Señor y dieron la vida por Él. Por el Cristo simplemente conocido por la teología o una fe teórica, pocos están dispuestos a dar la vida. Buena será la teología, pero siempre llena de amor.

Fijáos qué cambio en S. Tomás de Aquino al final de su vida. Quería quemar todo lo que había escrito. Es que la teología completa, la verdad completa, como afirma el Señor, en el evangelio, pasa por el amor, por el Espíritu Santo. Preguntádselo a los mismos Apóstoles: han visto al Señor resucitado, le han tocado y siguen con miedo; desaparece el Señor, no le ven con los ojos de la carne, pero sí con los ojos del amor, porque viene el Señor a su corazón hecho fuego de Espíritu Santo y abren los cerrojos y las puertas y predican abiertamente y dan la vida por Él. San Juan de la Cruz habla de «sabiduría amorosa», «noticia amorosa», «llama de amor viva», y «aunque a V.R. le falte el ejercicio de Teología escolástica con que se entienden las verdades divinas, no la falta el de la mística, que se sabe por amor, en que no solamente se saben mas juntamente se gustan » (Prólogo C, 4).

Acabo de leer un libro de F. X. Durrwel, que termina así: «He dicho que el misterio pascual desborda por todos lados y es imposible en pocas líneas hacer una síntesis. Sin embargo, existe una palabra capaz por sí sola de enlazar toda la gavilla:  «Lo que las inmensidades no pueden encerrar, se deja contener en lo que hay de más pequeño. Tal es exactamente el sello de los divino». San Juan nos ha proporcionado la palabra a la medida de lo inconmensurable: “Dios es amor” (Jn 4,16). El infinito no es sino Amor... Tanto para el conocimiento como para la santidad de vida “el amor es el vínculo de la perfección” (Col 3,14): he ahí el nombre de la síntesis.

Se sabe así que hay un conocimiento mucho más elevado que la ciencia teológica: “Quiero mostraros un camino mejor”, dice San Pablo (1Cor 12,31), el del amor; que conoce por comunión. La teología es sólo una aproximación; únicamente el Espíritu de amor Aintroduce en la verdad total@(Jn 16,13). Jesús es la morada de Dios entre los hombres: el misterio encarnado. Para conocer, es necesario vivir en esa morada. Jesús es la morada y es, al mismo tiempo, la puerta de entrada: “Yo soy la puerta” (Jn 10, 9). El Espíritu Santo es la llave. En la hora de la Pascua de Jesús, se ha dado vuelta a la llave de amor, y se ha abierto, ancha, la puerta; es invita a conocer amando»[6].

Creer, en definitiva, es aceptar por amor la persona de Jesucristo, reconocer al Dios de Jesucristo, optar por su evangelio, seguirle, aceptando su estilo de vida y de compromisos porque le creemos  vivo, vivo y resucitado. Y por eso Jesús se ofrece y presenta en este evangelio como el único camino, que nos puede llevar al Padre, porque es el Hijo: “Todo me lo ha dado mi Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera reveler”.

 Y si a pesar de esta reflexión evangélica, que acabo de hacer, alguno siguiera un poco asustado con todo lo dicho anteriormente sobre la conversión total y renuncia al yo que el Señor exige, quisiera con esta reflexión, que pongo a continuación,  demostrar que este es el plan de Dios al crearnos y que para esto hemos sido redimidos. Quiero animar a todos a entregarse confiadamente a Dios, que nos ama infinitamente y por eso nos purifica de todo lo que no es Él, para llenarnos plenamente de su amor. De esta forma quiero ayudar un poco a comprender el amor primero, infinito e inabarcable de Dios, que es último y eterno y definitivo. Para que nadie se eche para atrás y  superemos la muerte del yo, martirizados por el fuego abrasador del amor infinito de Dios, que quiere llevarnos a su mismo fuego de amor trinitario, pero que antes debe quemar todas nuestras impurezas, limitaciones e imperfecciones, frutos del pecado original, que nos inclina al amor propio, por encima del amor absoluto y primero a Dios.

DÉCIMO SÉPTIMA MEDITACIÓN

¿POR QUÉ EL HOMBRE TIENE QUE AMAR A DIOS? PORQUE DIOS NOS AMÓ PRIMERO

"En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados"(1Jn 4, 10)

SI EXISTO, ES QUE DIOS ME AMA Y ME HA LLAMADO A COMPARTIR  CON EL  SU MISMO GOZO ESENCIAL Y TRINITARIO POR TODA LA ETERNIDAD.

El texto citado anteriormente tiene dos partes principales: la primera: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que él nos amó...” primero, añade la lógica de sentido. Expresa este versículo el amor de Dios Trino y Uno manifestado en la primera creación. En la segunda parte“ y envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados” nos revela  que, una vez creados y caídos, Dios nos amó en la segunda creación, en la recreación, enviando a su propio Hijo, que muere en la cruz para salvarnos. La cruz es la señal que manifiesta el amor del Padre, que lo entrega hasta la muerte por nosotros, y del Hijo, que libremente acepta esta voluntad del Padre. Es el misterio pascual, programado en el mismo consejo trinitario, para manifestar más aún la predilección de Dios para con el hombre. Ese proyecto, realizado luego por el Hijo Amado, es tan maravilloso e incomprensible en su misma concepción y realización, que la liturgia de la Iglesia se ve obligada a Ablasfemar@en los días de la Semana Santa, exclamando:  «O felix culpa...», oh feliz culpa, oh feliz pecado del hombre, que nos mereció un tal salvador y una salvación tan maravillosa.     

Y el mismo San Juan vuelve a repetirnos esta misma idea del amor trinitario, al manifestarnos que el Padre nos envió a su Hijo, para que tengamos la misma vida, el mismo amor, las mismas vivencias por participación de la Santísima Trinidad:   “ En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de él” (1 Jn 4, 10). Simplemente añade que no sólo nos lo envía como salvador, sino para que vivamos como el Hijo vive y amemos como el Hijo ama y es amado por el Padre, para que de tal manera nos identifiquemos con el Amado, que tengamos sus mismos conocimientos y amor y vida, hasta el punto de que el Padre no note diferencia entre Él y nosotros y vea en nosotros al Amado, al Unigénito, en el que tiene puestas todas sus complacencias.

Sigue San Juan: “ y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios...” (1Jn 4,7 ) ¡Qué maravilla! El amor viene de Dios y, al venir de Dios, nos engendra como hijos suyos, para vivir su misma vida trinitaria y con ese mismo amor que Él nos ama, le amamos nosotros también a Él, porque nosotros no podemos amarle a Él, si Él no nos ama primero y es entonces cuando nosotros podemos  amarle con el mismo amor que Él nos ama, devolviéndole y reflectando hacia Él ese mismo amor con que Él nos ama y ama a todos los hombres y con este amor también podemos amar a los hermanos, como Él los ama y así amamos al Padre y al Hijo como ellos se aman y aman a los hombres, y ese amor es su Amor personal infinito, que es el Espíritu Santo, que nos hace hijos en el Hijo y en la medida que nos hacemos Hijo y Palabra y Verbo hacemos la paternidad del Padre por la aceptación de filiación en el Verbo.

Por eso continúa San Juan:“Queridos hermanos: Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros. A Dios nadie lo ha visto nunca. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud. En esto conocemos que permanecemos en él y él en nosotros, en que nos ha dado de su Espíritu” (1Jn 4, 11-14). Vaya párrafo, como para ponerlo en un cuadro de mi habitación. Viene a decirnos que todo es posible, porque nos ha dado su mismo Espíritu Santo, su Amor Personal, que es tan infinito en su ser y existir, que es una persona divina, tan esencial que sin ella no pueden vivir y existir el Padre y el Hijo, porque es su vida-amor-felicidad que funde a los tres en la Unidad, en la que entra el alma por ese mismo Espíritu, comunicado al hombre por  gracia, para que pueda comunicarse con el Padre y el Hijo por el Amor participado, que es la misma vida y alma de Dios Uno y Trino. Y todo esto y lo anterior y lo posterior que se pueda decir, dentro y fuera de la  Trinidad: “Porque Dios es Amor”.

A mi me alegra pensar que hubo un tiempo en que no existía nada,  solo Dios, Dios infinito al margen del tiempo, ese tiempo, que nos mide a todo lo creado en un antes y después, porque Él existe en su mismo Serse infinito e infinitamente de su infinito acto de Ser eterno, fuera del antes y después, fuera del tiempo. Por eso, en esto del ser como del amor, la iniciativa siempre es de Dios. El hombre, cualquier criatura, cuando mira hacia  Dios, se encuentra con una mirada que le ha estado mirando con amor desde siempre, desde toda la eternidad. Todo amor en el hombre, es reflejo. No existía nada, solo Dios.

Y este Dios, que por su mismo ser infinito es inteligencia, fuerza, poder.... cuando S. Juan quiere definirlo en una sola palabra, nos dice: “Dios es amor”, su esencia es amar,  si dejara de amar, dejaría de existir. Podía decir San Juan también que Dios es fuerza infinita, inteligencia infinita, porque lo es, pero él prefiere definirlo así para nosotros, porque así nos lo ha revelado su Hijo, Verbo y Palabra  Amada, en quien el Padre se complace eternamente. Por eso nos lo envió, porque era toda su Verdad, toda su Sabiduría. Todo lo que El sabe de Sí mismo y a la vez Amado, lo que más quería y porque quiere que vivamos su misma vida y así gozarse también en nosotros y nosotros en Él, al estar identificados con el  Unigénito, en el que eternamente se goza de estar engendrando como Padre con  Amor de Espíritu Santo. Y así es cómo entramos nosotros en el círculo o triángulo trinitario.

Jesucristo, su persona y su palabra y sus obras son la revelación, la palabra, la imagen, la idea llena de amor del Padre:“En el principio ya existía la palabra, y la Palabra era Dios y la Palabra estaba junto a Dios...” En el principio, no existía nada, solo Dios, infinitamente existente y feliz en sí y por sí mismo, porque no dependía de nadie en su existir, volcán inagotable de su mismo ser infinito de hermosura, de fuego, de luz, de misterios, de felicidad...en infinita explosión de nuevos y eternos paisajes sin posibilidad de descanso en eterna contemplación de realidades y descubrimientos siempre nuevos y deslumbrantes, infinitamente feliz porque se ve infinitamente amante, amado y amor,  se siente a sí mismo infinitamente Padre amante en el Hijo amado y amante en su mismo amor Personal de Espíritu Santo, que los une en unidad de ser y vida y amor y felicidad a los Tres, llenándolo de  Amor Esencial y Personal del mismo Espíritu.

Y este Dios tan infinitamente feliz en sí y por sí mismo, entrando dentro de su mismo ser infinito, viéndose tan lleno  de amor, de hermosura, de belleza, de felicidad, de eternidad, de gozo...piensa en otros posibles seres para hacerles partícipes de su mismo ser, amor, para hacerles partícipes de su misma felicidad. Se vio tan infinito en su ser y amor, tan lleno de luz y resplandores eternos de gloria, que a impulsos de ese amor en el que se es  y subsiste, piensa desde toda la eternidad en  crear al hombre con capacidad de amar y ser feliz con Él, en Él  y por Él y como Él.

El Padre, al contemplarse en sí y por sí, sacia infinitamente su capacidad infinita de ser y existir y en esto se es felicidad sin límites. Su serse, su esencia amor es lo que su existir refleja lleno de luz y abrasado de amor. Y la contempla en tal infinitud y fecundidad y perfección que engendra una imagen igual, esencialmente igual a sí mismo que es y podemos llamarle Hijo y en tal infinitud de ser feliz surge un amor  que contiene en si, recibido del Padre y del Hijo, todo el ser divino: el Espíritu Santo.

Dios, por su infinito ser, es eterno. Y este ser infinito y eterno no es otra cosa que un Acto de ser infinitamente fecundo en Tres Personas. Y este  Ser eterno, por su mismo amor, es tan potente, es tal la potencia de su amar que le hace Padre por el amor infinito personal al Hijo. Dentro del misterio trinitario el Espíritu Santo no es la última persona, el tercero, no surge de la generación del Hijo sino que su potencia infinita de amor y donación y poder hace Padre e Hijo, porque Él es la potencia engendradora, la fuerza de amor con la que el Padre engendra al Hijo que acoge y acepta totalmente este mismo actor infinito de  Amor que hace al Padre y al Hijo, que refleja a la vez y hace paternidad y filiación por la potencia infinita del Amor-Espíritu Santo; el Padre, por su fuego de amor divino-Espíritu - Santo, da al Hijo el ser filial, y el Hijo acoge la paternidad del Padre, que sin el Hijo no sería Padre, por la misma potencia infinita de Amor, siendo uno en el mismo serse infinitamente feliz el Padre, el Hijo y el Espíritu de Amor Personal, que los hace personas distintas y una, en un mismo amor y esencia infinita, con que el Padre se dice totalmente en Hijo, en canción eterna de Amor de Espíritu Santo y el Hijo al Padre en la misma Palabra-Canción llena de Amor.

Jesús es el Hijo que sale del Padre y viene a este mundo(Jn13,3). La venida al mundo prolonga su salida eterna, porque es el Padre el que ha pronunciado para nosotros la  Palabra con la que se dice totalmente a sí mismo en silencio eterno, lleno de amor. Con su glorificación junto al Padre y sentado ya a su derecha (Jn 17, 5; Mt 26, 64) Jesús ha asumido plenamente su condición de Hijo, de Verbo eterno, que tenía en el principio (Jn 1, 1-3; Ap 19, 13). Con su Pascua, Jesús-Cristo-Señor se hace puerta de entrada en el misterio trinitario para todos nosotros, los pascuales, los pasados del mundo al Padre la última y definitiva Alianza.

Él que es Amor quiere comunicarse, quiere hacer a otros partícipes por gracia, de su misma dicha, quiere ser conocido y amado en la grande e infinita y total belleza y gloria y luz y vida, en que se es por sí mismo en acto eterno de felicidad y amor. Él quiere ser nuestra única felicidad por amor, dándose y recibiéndose en totalidad de ser y amor, por la gracia comunicada por el Espíritu en los sacramentos y por la oraciónB  conversiónB  unión Btransfiguración transformante. El Padre, lleno de amor,  ha pronunciado para todos nosotros esta Palabra transformante de la debilidad humana en hijo adoptado, elevado y amado.

Dice San Juan de la Cruz: «Porque no sería verdadera y total transformación si no se transformase el alma en las Tres Personas de la Santísima Trinidad en revelado y manifiesto grado».

« Y esta tal  aspiración del Espíritu Santo en el alma, con que Dios la transforma en sí les es a ella de tan subido y delicado y profundo deleite, que no hay que decirlo por lengua mortal...; porque el alma unida y transformada en Dios aspira en Dios a Dios la misma aspiración divina que Dios, estando ella en El transformada, aspira en sí mismo a ella...»

« Y no hay que tener por imposible que el alma pueda una cosa tan alta, que el alma aspire en Dios como Dios aspira en ella por modo participado. Porque dado que Dios la haga la merced de unirla en la Santísima Trinidad, en que el alma se hace deiforme y Dios por participación, ¿qué increíble cosa es que obre ella también su obra de entendimiento, noticia y amor, o, por mejor decir, la tenga obrada en la Trinidad juntamente con ella como la misma Trinidad? Pero por modo comunicado y participado, obrándolo como Dios en la misma alma; porque es estar transformada en las Tres Divinas Personas en potencia, sabiduría y amor, y en esto es semejante el alma a Dios; y para que pudiese venir a esto la crió a su imagen y semejanza» (C B 39, 4).

Dios quiere darse esencialmente, como Él es en su esencia,  darse y recibirse en otros seres, que lógicamente han de recibirlo por participación de este ser esencial suyo, para que ellos también puedan entrar dentro de este círculo trinitario.  Y por eso crea al hombre “ a su imagen y semejanza», palabras estas de la Sagrada Escritura, que tiene una profundidad infinitamente mayor que la que ordinariamente se le atribuyen.

El hombre ha sido soñado por el amor de Dios, es un proyecto amado de Dios: “ Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuéramos santos e irreprochables ante Él por el amor. Él nos ha destinado en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos, para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, redunde en alabanza suya... El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia ha sido un derroche de su voluntad. Este es el plan que había proyectado realizar por Cristo, cuando llegase el momento culminante, recapitulando en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra” (Ef 1,3.10).

 

SI EXISTO, ES QUE DIOS ME AMA. Ha pensado en mí. Ha sido una mirada de su amor divino, la que contemplándome en su esencia infinita, llena de luz y de amor, me ha dado la existencia como un cheque firmado ya y avalado para vivir y estar siempre con Él, en  una eternidad dichosa,  que ya no va a acabar nunca y que ya nadie puede arrebatarme porque ya existo, porque me ha creado primero en su Palabra creadora y luego recreado en su Palabra salvadora.“Nada se hizo sin ella... todo se hizo por ella” (Jn 1,3). Con un beso de su amor, por su mismo Espíritu,  me da la existencia, esta posibilidad de ser eternamente feliz en su ser amor dado y recibido, que mora en mí. El salmo 138, 13-16, lo expresa maravillosamente: “Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno. Te doy gracias, porque me has escogido portentosamente, porque son  admirables tus obras; conocías hasta el fondo de mi alma, no desconocías mis huesos. Cuando, en lo oculto, me iba formando, y entretejiendo en lo profundo de la tierra, tus ojos veían mis acciones, se escribían todas en tu libro; calculados estaban mis días antes que llegase el primero. ¡Qué incomparables encuentro tus designios, Dios mío, qué inmenso es su conjunto!”.

 

SI EXISTO, ES QUE DIOS  ME HA PREFERIDO a millones y millones de seres que no existirán nunca, que permanecerán en la no existencia, porque la mirada amorosa del ser infinito me ha mirado a mi y me ha preferido...Yo he sido preferido, tu has sido preferido, hermano. Estímate, autovalórate, apréciate, Dios te ha elegido entre millones y millones que no existirán. Que bien lo expresa S. Pablo: “Hermanos, sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien: a los que ha llamado conforme a su designio. A los que había escogido, Dios los predestinó a ser imagen de su Hijo para que El fuera el primogénito de muchos hermanos. A los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó” (Rom 8, 28.3). Es un privilegio el existir. Expresa que Dios te ama, piensa en ti, te ha preferido. Ha sido una mirada amorosa del Dios infinito, la que contemplando la posibilidad de existencia de millones y millones de seres posibles, ha pronunciado mi nombre con ternura y  me ha dado el ser humano. !Qué grande es ser, existir, ser hombre, mujer...Dice un autor de nuestros días: «No debo, pues, mirar hacia fuera para tener la prueba de que Dios me ama; yo mismo soy la prueba. Existo, luego soy amado».(G. Marcel).

 

SI EXISTO, YO VALGO MUCHO, porque todo un Dios me ha valorado y amado y señalado  con su dedo creador. ¡Qué bien lo expresó Miguel Ángel en la capilla Sixtina! Qué grande eres, hombre, valórate. Y valora a todos los vivientes, negros o amarillos, altos o bajos, todos han sido singularmente amados por Dios, no desprecies a nadie, Dios los ama y los ama por puro amor, por puro placer de que existan para hacerlos felices eternamente, porque Dios no tiene necesidad de ninguno de nosotros. Dios no crea porque nos necesite. Dios crea por amor, por pura gratuidad, Dios crea para llenarnos de su vida, porque  nos ama y esto le hace feliz.

Con qué respeto, con qué cariño  tenemos que mirarnos unos a otros... porque fíjate bien, una vez que existimos, ya no moriremos nunca, nunca... somos eternos. Aquí nadie muere. Los muertos están todos vivos. Si existo, yo soy un proyecto de Dios, pero un proyecto eterno, ya no caeré en la nada, en el vacío. Qué  alegría existir, qué gozo ser viviente. Mueve tus dedos, tus manos, si existes, no morirás nunca; mira bien a los que te rodean, vivirán siempre, somos semejantes a Dios, por ser amados por Dios.

Desde aquí debemos echar  una mirada a lo esencial de todo apostolado auténtico y cristiano, a la misión transcendente y llena de responsabilidad que Cristo ha confiado a la Iglesia: todo hombre es una eternidad en Dios, aquí nadie muere, todos vivirán eternamente, o con Dios  o sin Dios, por eso, qué terrible responsabilidad tenemos cada uno de nosotros con nuestra vida; desde aquí  se comprende mejor lo que valemos: la pasión,  muerte,  sufrimientos y resurrección de Cristo; el que se equivoque, se equivocará para siempre… responsabilidad. terrible para cada hombre y  terrible sentido y profundidad de la misión confiada a  todo sacerdote, a todos los apóstoles de Jesucristo, por encima de todos los bienes creados y efímeros de este mundo....si se tiene fe, si se cree en el Viviente, en la eternidad, hay que trabajar sin descanso y con conceptos claros de apostolado y eternidad por la salvación de todos y cada uno de los hombres.

No estoy solo en el mundo, alguien ha pensado en mí, alguien me mira con ternura y cuidado, aunque todos me dejen, aunque nadie pensara en mi, aunque mi vida no sea brillante para el mundo o para muchos... Dios me ama, me ama, me ama.... y siempre me amará. Por el hecho de existir, ya nadie podrá quietarme esta gracia y este don.

 

SI EXISTO, ES QUE ESTOY LLAMADO A SER FELIZ, a ser amado y amar por el Dios Trino y Uno; este es el fín del hombre. Y por eso su gracia es ya vida eterna que empieza aquí abajo y los santos y los místicos la desarrollan tanto, que no se queda en semilla como en mí, sino que florece en eternidad anticipada, como los cerezos de mi tierra en primavera. “ En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, os lo diría, porque voy a prepararos el lugar. Cuando yo me haya ido y os haya preparado el lugar, de nuevo volveré  y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy estéis también vosotros” (Jn 14, 2-4).“Padre, los que tú me has dado, quiero que donde esté yo estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria, que tú me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo” (Jn 17, 24).

Y todo esto que estoy diciendo de mi propia existencia, tengo que ponerlo también en la existencia de mis hermanos: esto da hondura y seriedad y responsabilidad eterna a mi sacerdocio y me anima a trabajar sin descanso por la salvación eterna de mis hermanos los hombres. Qué grande es el misterio de Cristo, de la Iglesia. No quiero ni tocarlo. Somos sembradores, cultivadores y recolectores de eternidades. ¡Que ninguna se pierda, Señor! Si existen, es que son un proyecto eterno de tu amor. Si existen, es que Dios los ha llamado a su misma felicidad esencial.

Y como Dios tiene un proyecto de amor sobre mí  y me ha llamado a ser feliz en Él y por Él, quiero serle totalmente fiel, y pido perdón de mis fallos y quiero no defraudarle en las esperanzas que ha depositado en mí, en mi vida, en mi proyecto y realización. Quiero estar siempre en contacto con Él para descubrirlo. Y qué gozo, saber que cuando yo me vuelvo a Él para mirarle, resulta que me encuentro con Él, con su mirada, porque Él siempre me está mirando, amando, gozandose con mi existir. Ante este hecho de mi existencia, se me ocurren tres cosas principalmente:

 

1.- Constatar mi existencia y convencerme de que existo, para valorarme y autoestimarme. Sentirme privilegiado, viviente y alegrarme y darle gracias a Dios de todo corazón, de verdad, convencido. Mirarme a mí mismo y declararme eterno en la eternidad de Dios, quererme, saber que debo estar a bien conmigo  mismo, con mi yo, porque existo para la eternidad. Mover mis manos y mis pies para constatar que vivo y soy eterno. Valorar también a los demás, sean como sean, porque son un proyecto eterno de amor de Dios. Amar a todos los hombres, interesarme por su salvación.

 

2.- Sentirmeamado. Aquí radica la felicidad del hombre. Todo  hombre es feliz cuando se siente amado, y  es así porque esta es la esencia y manera de ser de Dios y  nosotros estamos creados por Él a su imagen y semejanza.  No podemos vivir, ser felices ,sin sentirnos amados.  De qué le vale a un marido tener una mujer bellísima si no le ama, si no se siente amado.... y a la inversa, de qué le vale a una esposa tener un Apolo de hombre si no la ama, si no se siente amada... y a Dios, de qué le serviría todo su poder, toda su hermosura si no fueran Tres Personas amantes y amadas, compartiendo el mismo Ser Infinito, el mismo amor, la misma felicidad llena de continuo abrazo en la misma belleza y esplendores divinos de su serse en acto eterno de Amor. Y si esto es en el amor, desde la fe puedo interrogarme yo lo mismo: para qué quiero yo  conocer a un Dios infinito, todo poder, inteligencia,  belleza, si yo no lo amo, si Él no me amase...

 Por eso, cristiano completo, Aen verdad completa@,  no es tanto el que ama a Dios como el que se siente amado por Dios. Y lo mismo le pasa a Dios en relación con el hombre, para qué quiere Él  mis rezos, mis oraciones, mis misma oración, si no le amo....)busco yo  amar a Dios  o solo pretendo ser un cumplidor fiel de la ley?  Jesucristo vino a nuestro encuentro para que fuéramos sus hijos, sus amigos: "Como el Padre me ha amado, así os he amado yo, permaneced en mi amor…” (Jn 15,9-17 ). Jesús dice que Él y el Padre quieren nuestro amor. Y continúa el evangelio en esta línea: "Vosotros sois mis amigos... ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor, a vosotros os llamo amigos porque todo lo que he oído a mi Padre, os lo he dado a conocer"; “ Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a el y haremos morada en el.@ACreedme yo estoy en el Padre y el Padre en mí”(Jn 14 ,9).

 

3.- Desde esta perspectiva del amor de Dios al hombre, de la eternidad que vale cada hombre para Dios, tantos hombres, tantas eternidades, valorar y apreciar mi sacerdocio apostólico, a la vez que la responsabilidad y la confianza que Dios ha puesto en mí al elegirme. Soy sembrador, cultivador y recolector de eternidades. Quiero tener esto muy presente para trabajar sin descanso por mi santidad ya que de ella depende la de mis hermanos, la salvación eterna de todos los que me han confiado. Es el mejor apostolado que puedo hacer en favor de mis hermanos los hombres en orden a su salvación eterna. Quiero trabajar siempre a la luz de esta verdad, porque es la mirada de Dios sobre mi elección sacerdotal y sobre los hombres, la razón  de mi existencia como sacerdote: “No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido para que vayáis y déis mucho fruto y vuestro fruto dure...”

 La finalidad más importante de mi actividad sacerdotal, el fruto último de mi apostolado son las eternidades de mis hermanos: “nadie me ha nombrado juez de herencias humanas...”, dijo Jesús en cierta ocasión a los que le invitaron a intervenir en una herencia terrena. Hacia la eternidad con Dios debe apuntar todo en mi vida.

Si queréis, todavía podemos profundizar un poco más en este hecho aparentemente tan simple, pero tan maravilloso de nuestro existir. Pasa como con la Eucaristía, con el pan consagrado, como con el sagrario, aparentemente no hay nada especial, y está encerrado todo el misterio del amor de Dios y de Cristo al hombre: toda la teología, la liturgia,  la salvación, el misterio de Dios...

Fijáos, Dios no nos ha hecho planta, estrella, flor, pájaro...  me ha hecho hombre con capacidad de Dios infinito. La Biblia lo describe estupendamente. Le vemos a   Dios gozoso, en los primeros días de la creación, cuando se ha decidido a plasmar en barro el plan maravilloso,  acariciado en su esencia, llena de luz y de amor."Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza. Y creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios los creo: macho y hembra los creó"

Qué querrá decirnos Dios con esta repetición: a imagen de Dios.... a semejanza suya... no sabéis cuántas ideas me sugiere esta frase... porque nos mete en el hondón de Dios. El hombre es más que hombre. Esta especie animal perdida durante siglos, millones de años, más imperfecta tal vez que otras en sus genomas y evolución, cuando Dios quiso, con un beso de su plan creador, el «homo erectus, habilis, ergaster, sapiens, nehandertalensis, cromaionensis, australopithecus…» y ahora el hombre del Chad, cuando Él quiso, le sopló su espíritu y le hizo a su imagen y semejanza, le comunicó su misma vida, fue hecho espíritu finito: como finito es limitado, pero como espíritu está abierto a Dios, a lo infinito, semejante a Él en el ser, en la inteligencia, en el amar y ser amado como El. Qué bien lo tiene escrito el profesor Alfaro, antiguo profesor de la Gregoriana.

Por eso los místicos de todos los tiempos son los adelantados que entran, por la oración contemplativa o contemplación amorosa, en la intimidad con Dios, tierra sagrada prometida a todos los hombres y  por el amor contemplativo, por «llama de amor viva», conocen estas cosas y vienen cargados con frutos de eternidad de la esencia divina hasta nosotros, que peregrinamos en la fe y esperanza. Son los profetas que Dios envía a su Iglesia en todos los tiempos; son los que por experiencia viva se adentran por unión y transformación de amor en el mismo volcán siempre en erupción de ser y felicidad y misterios y verdades del  amor de Dios, y  nos explican y revelan estas realidades de ternura para con el hombre encerradas en la esencia de Dios, que se revela en la creación y recreación por Cristo, por su Palabra hecha carne y pan de eucaristía.

Se llaman místicos, precisamente porque experimentan, sienten a Dios y su Espíritu y su misterio y nos lo revelan, traducen y explican. Son los guías más seguros, son como los exploradores que Moisés mandó por delante para descubrir la tierra prometida, y que luego vuelven cargados de frutos de lo que han visto y vivido, para enseñárnoslos a nosotros, y animarnos a todos a conquistarla; vienen con el corazón, con el espíritu y la inteligencia llenos de luz por lo que han visto y nos animan con palabras encendidas, para que avancemos por este camino de la oración, para llegar un día a la contemplación del misterio infinito de  Dios, que se revela luego y se refleja en el misterio del hombre y del mundo desde la fe, desde dentro de Dios, desde más allá de la realidad que aparece. Los místicos son los verdaderos mistagogos de los misterios de Dios, iniciadores en este camino de contemplación del misterio de Dios.

Nadie sabría convencernos del hecho de que hemos sido creados por Dios para ser felices mejor que lo hace Santa Catalina de Siena con esta plegaria inflamada de amor a Dios Trinidad:«Cómo creaste, pues, oh Padre eterno, a esta criatura tuya? Me deja fuertemente asombrada esto: veo , en efecto, cómo Tú me muestras, que no la creaste por otra razón que ésta: con tu luz te viste obligado por el fuego de tu amor a darnos el ser, no obstante las iniquidades que ibamos a cometer contra tì. El fuego de tu amor te empujó. ¡Oh Amor inefable! aún viendo con tu luz infinita  todas las iniquidades que tu criatura  iba a cometer contra tu infinita bondad, Tú hiciste como quien no quiere ver, pero detuviste tu mirada en la belleza de tu criatura, de la cual, como loco y ebrio de amor, te enamoraste y por amor la atrajiste hacia tì dándole EXISTENCIA A IMAGEN Y SEMEJANZA TUYA. Tu verdad eterna me ha declarado tu verdad: que el amor te empujó a crearla». (Oración V)A otra alma mística, santa Angela de Foligno, Dios le dijo estas palabras, que son a la vez una exigencia de amor y que se han hecho muy conocidas: «¡No te he amado de bromas! ¡No te he amado quedándome lejos!  Tú eres yo y yo soy tú. Tú estás hecha como me corresponde a mí, estás elevada junto a mí».Convendría a estas alturas volver al texto de S. Juan, que ha inspirado esta reflexión: "En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que el nos amo y nos envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados" (1Jn.4,9-10).

DÉCIMO OCTAVA MEDITACIÓN

“Y NOS ENVIÓ A SU HIJO COMO PROPICIACIÓN DE NUESTROS PECADOS”(Jn 4,10)

        En la contemplación de la segunda parte entraría muy directamente S. Pablo, para quien el misterio de Cristo, enviado por el Padre como redención de nuestros pecados, es un misterio que le habla muy claramente de esta predilección de Dios por el hombre, de este misterio escondido por los siglos en el corazón de Dios y revelado en la plenitud de los tiempos por la Palabra hecha carne, especialmente por la pasión, muerte y resurrección del Señor. “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi; y mientras vivo en esta carne, vivo de la fe del Hijo de Dios, que me amó hasta  entregarse por mí" (Gal 2, 19-20). 

S. Juan, que estuvo junto a Cristo en la cruz, resumió  todo este misterio de dolor y de entrega en estas palabras: “Tanto amó Dios al hombre, que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en el” (Jn 3,16). No le entra en la cabeza que Dios ame así al hombre hasta este extremo, porque para él “entregó” tiene sabor de “traicionó”. Y realmente, en el momento cumbre de la vida de Cristo, que es  su pasión y muerte, esta realidad de crudeza impresionante es percibida por S. Pablo como plenitud de amor y totalidad de entrega dolorosa y extrema. Al contemplar a Cristo doliente y torturado,  no puede menos de exclamar : “Me amó y se entregó por mí”. Por eso, S. Pablo, que lo considera “todo basura y estiércol, comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo”, llegará a decir: “No quiero saber más que de mi Cristo y éste crucificado...”

Queridos hermanos, qué será el hombre, qué encerrará  en su realidad para el mismo Dios que lo crea... qué seré yo, qué serás tú, y todos los hombres, pero qué será el hombre para Dios, que no le abandona ni caído y no le deja postrado en su muerte pecadora. Yo creo que Dios se ha pasado con nosotros.  “Tanto amó Dios al hombre que entregó  a su propio Hijo”.

Porque  no hay justicia. No me digáis que Dios fue justo. Los ángeles se pueden quejar, si pudieran, de injusticia ante Dios. Bueno, no sabemos todo lo que Dios ha hecho por levantarlos. Cayó el ángel, cayó el hombre. Para el hombre hubo redentor, su propio Hijo, para el ángel no hubo redentor. Por qué para nosotros sí y para ellos no. Dónde está la igualdad, qué ocurre aquí.... es el misterio de predilección de amor de Dios por el hombre. “Tanto amó Dios al hombre, que…”.(traicionó…).  Por esto, Cristo crucificado es la máxima expresión del amor del Padre y del Hijo: “ nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos” y  Cristo la dio por todos nosotros.

Este Dios  infinito, lleno de compasión y ternura por el hombre, viéndole caído y alejado para siempre de su proyecto de felicidad,  entra dentro de sí mismo, y mirando todo su ser, que es amor también misericordioso, y toda su sabiduría y todo su poder, descubre un nuevo proyecto de salvación, que a nosotros nos escandaliza, porque en él abandona a su propio Hijo, prefirió en ese momento el amor a los hombres al de su Hijo. No tiene nada de particular que la Iglesia, al celebrar este misterio en su liturgia, lo exprese admirativamente casi con una blasfemia:«Oh felix culpa...» oh feliz culpa, que nos ha merecido un tal Salvador. Esto es blasfemo, la liturgia ha perdido la cabeza,  oh feliz pecado, pero cómo puede decir esto, dónde está la prudencia y la moderación de las palabras sagradas, llamar cosa buena al pecado, oh feliz culpa, que nos ha merecido un tal salvador, un proyecto de amor todavía más lleno de amor y condescendencia divina y plenitud que el primero.

Cuando S. Pablo lo describe, parece que estuviera en esos momentos dentro del consejo Trinitario. En la plenitud de los tiempos, dice S. Pablo, no pudiendo Dios contener ya más tiempo este misterio de amor en su corazón, explota y lo pronuncia y nos lo revela a nosotros. Y este pensamiento y este proyecto de salvación es su propio Hijo, pronunciado en Palabra y Revelación llena de Amor de su mismo Espíritu, es Palabra ungida de Espíritu Santo, es Jesucristo, la explosión del amor de Dios a los hombres. En Él nos dice: os amo, os amo hasta la locura, hasta el extremo, hasta perder la cabeza. Y esto es lo que descubre San Pablo en Cristo Crucificado: “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley@( Gal 4,4).AY nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para la alabanza del esplendor de su gracia, que nos otorgó gratuitamente en el amado, en quien tenemos la redención  por su sangre...” (Ef 1,3-7).

Para S. Juan de la Cruz, Cristo crucificado tiene el pecho lastimado por el amor, cuyos tesoros nos abrió desde el árbol de la cruz: «Y al cabo de un gran rato se ha encumbrado/ sobre un árbol do abrió sus brazos bellos,/ y muerto se ha quedado, asido de ellos,/ el pecho del amor muy lastimado».Cuando en los días de la Semana Santa, leo la Pasión o la contemplo en las procesiones, que son una catequesis puesta en acción, me conmueve ver pasar a Cristo junto a mí, escupido, abofeteado, triturado... Y siempre pregunto lo mismo: por qué,  Señor, por qué fue necesario tanto sufrimiento, tanto dolor, tanto escarnio... Fue necesario para que el hombre nunca pueda dudar de la verdad del amor de Dios. No los ha dicho antes S. Juan: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo”.

Por todo ésto, cuando miro al Sagrario y el Señor me explica todo lo que sufrió por mí y por todos, desde la Encarnación hasta su Resurrección, yo solo veo una cosa: amor, amor loco de Dios al hombre.  Jesucristo, la Eucaristía, Jesucristo Eucaristía es Dios personalmente amando locamente a los hombres. Este es el único sentido de su vida, desde la Encarnación hasta la muerte y la resurrección. Y en su nacimiento y en su cuna no veo ni mula ni buey ni pastores... solo amor, infinito amor que se hace tiempo y espacio y criatura por nosotros...“ Siendo Dios...se hizo semejante a nosotros en todo menos en el pecado..”; en el Cristo polvoriento y jadeante de los caminos de Palestina, que no tiene tiempo a veces ni para comer ni descansar, en el Cristo de la Samaritana, a la que va  a buscar y se sienta agotado junto al pozo porque tiene sed de su alma, en el Cristo de la adúltera, de Zaqueo... solo veo amor; y como aquel es el mismo Cristo del sagrario, en el sagrario solo veo amor, amor extremo, apasionado, ofreciéndose sin imponerse, hasta dar la vida en silencio y olvidos,  solo amor.

Y todavía este corazón mío, tan sensible para otros amores y otros afectos y otras personas, tan sentido en las penas  propias y ajenas, no  se va a conmover ante el amor tan Alastimado@de Dios, de mi Cristo...tan duro va a ser para su Dios  Señor y tan sensible para los amores humanos. Dios mío, pero quién y qué soy yo , qué es el hombre, para que le busques de esta manera; qué puede darte el hombre que Tú  no tengas, qué buscas en mí, qué ves en nosotros para buscarnos así....no lo comprendo, no me entra en la cabeza. Cristo, quiero amarte, amarte de verdad, ser todo y sólo tuyo, porque nadie me ha amado como Tú. Ayúdame. Aumenta mi fe, mi amor, mi deseo de Tí.  Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo.

Hay un momento de la pasión de Cristo, que me impresiona fuertemente, porque es donde yo veo reflejada también esta predilección del Padre por el hombre y que San Juan expresa maravillosamente en las palabras antes citadas:"Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio Hijo". Es en Getsemaní. Cristo está solo, en la soledad más terrible que haya podido experimentar persona alguna, solo de Dios y solo de los hombres. La Divinidad le ha abandonado,  siente solo su humanidad en “la hora” elegida por el proyecto del Padre según S. Juan, no  siente ni barrunta su ser divino ... es un misterio. Y en aquella hora de angustia, el Hijo clama al Padre: “Padre, si es posible, pase de mí este cáliz...” Y allí nadie le escucha ni le atiende, nadie le da una palabra por respuesta, no hay ni una palabra de ayuda, de consuelo,  una explicación para Él.  Cristo, qué pasa aquí. Cristo, dónde está tu Padre, no era tu Padre Dios, un Dios bueno y misericordioso que se compadece de todos, no decías Tú que te quería, no dijo Él que Tú eras su Hijo amado... dónde está su amor al Hijo… No te fiabas totalmente de Él... qué ha ocurrido.. Es que ya no eres su Hijo, es que se avergüenza de Tí...Padre Dios, eres injusto con tu Hijo, es que ya no le quieres como a Hijo, no ha sido un hijo fiel, no ha defendido tu gloria, no era el hijo bueno cuya comida era hacer la voluntad de su Padre, no era tu Hijo amado en el que tenías todas tus complacencias... qué pasa, hermanos, cómo explicar este misterio... El Padre Dios, en ese momento, tan esperado por Él desde toda la eternidad, está tan pendiente de la salvación de los nuevos hijos, que por la muerte tan dolorosa del Hijo va a conseguir, que no oye ni atiende a sus gemidos de dolor, sino que tiene ya los brazos abiertos para abrazar a los nuevos hijos que van a ser salvados y redimidos  por el Hijo y por ellos se ha olvidado hasta del Hijo de sus complacencias, del Hijo Amado: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio hijo”.  Por eso, mirando a este mismo Cristo, esta tarde en el sagrario, quiero decir con S. Pablo desde   lo más profundo de mi corazón: "Me amó y se entregó por mi"; "No quiero saber más que de mi Cristo y éste, crucificado”.

Y nuevamente vuelven a mi mente  los interrogantes: pero qué es el hombre, qué será el hombre para Dios, qué seremos tú y yo para el Dios infinito, que proyecta este camino de Salvación tan duro y cruel para su propio Hijo, tan cómodo y espléndido para el hombre; qué grande debe ser el hombre, cuando Dios se rebaja y le busca y le pide su amor...Qué será el hombre para este Dios, cuando este Dios tan grande se rebaja tanto, se humilla tanto y busca tan extremadamente el amor de este hombre. Qué será el hombre para Cristo, que se rebajó hasta este extremo para buscar el amor del hombre.

¡Dios mío! no te comprendo, no te abarco y sólo me queda una respuesta, es una revelación de tu amor que contradice toda la teología que estudié, pero que el conocimiento de tu amor me lleva a insinuarla, a exponerla con duda para que no me condenen como hereje. Te pregunto,  Señor, ¿es que me pides de esta forma tan extrema mi amor porque lo necesitas? ¿Es que sin él no serias infinitamente feliz? “Es que necesitas sentir mi amor, meterme en tu misma esencia divina, en tu amor trinitario y esencial, para ser totalmente feliz de haber realizado tu proyecto infinito? “Es que me quieres de tal forma que sin mí no quieres ser totalmente feliz? Padre bueno,  que Tú hayas decidido en consejo con los Tres no querer ser feliz sin el hombre, ya me cuesta trabajo comprenderlo, porque el hombre no puede darte nada que tú no tengas, que no lo haya recibido y lo siga recibiendo de Tí; comprendo también que te llene tan infinitamente tu Hijo en reciprocidad de amor que hayas querido hacernos a todos semejantes a Él, tener y hacer de todos los hombres tu Hijo, lo veo pero bueno... no me entra en la cabeza, pero es que viendo lo que has hecho por el hombre es como decirnos que mis Tres, el Dios infinito Trino y Uno no puede ser feliz sin el hombre, es como cambiar toda la teología donde Dios no necesita del hombre para nada, al menos así me lo enseñaron a mi, pero ahora veo por amor, que Dios también necesita del hombre, al menos lo parece por su forma de amar y buscarlo... y esto es herejía teológica, aunque no mística, tal y como yo la siento y la gozo y me extasía. Bueno, debe ser que me pase como a San Pablo, cuando se metió en la profundidad de Dios que le subió a los cielos de su gloria y empezó a Adesvariar@.

Señor, dime qué soy yo para tí, qué es el hombre para tu Padre, para Dios Trino y Uno, que os llevó hasta esos extremos: “Tened los mismos sentimientos que Cristo Jesús, quien, existiendo en forma de Dios.. .se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres;  y en la condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz, por lo cual Dios le exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús doble la rodilla todo cuanto hay en los cielos, en la tierra y en las regiones subterráneas, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” ( Fil 2,5-11).

Dios mío, quiero amarte. Quiero corresponder a tanto amor y quiero que me vayas explicando desde tu presencia en el sagrario, por qué tanto amor del Padre, porque Tú eres el único que puedes explicármelo, el único que lo comprendes, porque ese amor te ha herido y llagado, lo has sentido, Tú eres ese amor hecho carne y hecho pan, Tú eres el único que lo sabes, porque te entregaste totalmente a él y lo abrazaste y te empujó hasta dar la vida y yo necesito saberlo, para corresponder y no decepcionar a un Dios tan generoso y tan bueno, al Dios más grande, al Dios revelado por Jesucristo, en su persona, palabras y obras, un Dios que me quiere de esta forma tan extremada.                                    

Señor, si tú me predicas y me pides tan dramáticamente, con tu vida y tu muerte y tu palabra, mi amor para el Padre, si el Padre lo necesita y lo quiere tanto, como me lo ha demostrado, no quiero fallarle, no quiero faltar a un Dios tan bueno, tan generoso y si para eso tengo que mortificar mi cuerpo, mi inteligencia, mi voluntad, para adecuarlas a su verdad y su amor, purifica cuanto quieras y como quieras, que venga abajo mi vida, mis ideales egoístas, mi salud, mi cargos y honores....solo quiero ser de un Dios que ama así. Toma mi corazón, purifícalo de tanto egoísmo, de tanta suciedad, de tanto yo, de tanta carne pecadora, de tanto afecto desordenado.... pero de verdad, límpialo y no me hagas caso. Y cuando llegue mi Getsemaní personal y me encuentre solo y sin testigos de mi entrega, de mi sufrimiento, de mi postración y hundimiento a solas... ahora te lo digo por si entonces fuera cobarde, no me hagas caso....hágase tu voluntad y adquiera yo esa unión con los Tres que más me quieren y que yo tanto deseo amar. Sólo Dios, solo Dios, solo Dios en el sí de mi ser y amar y existir.

Hermano, cuánto vale un hombre, cuanto vales tú. Qué tremenda y casi infinita se ve desde aquí la responsabilidad de los sacerdotes, cultivadores de eternidades, qué terror cuando uno ve a Cristo cumplir tan dolorosamente la voluntad cruel y tremenda del Padre, que le hace pasar por la muerte, por tanto sufrimiento para llevar por gracia la misma vida divina y trinitaria a los nuevos hijos, y si hijos, también herederos. Podemos decir y exigir: Dios me pertenece, porque Él lo ha querido así. Bendito y Alabado y Adorado sea por los siglos infinitos amén.

 Qué ignorancia sobrenatural y falta de ardor apostólico a veces en nosotros,  sacerdotes,  que no sabemos de qué va este negocio, porque no sabemos lo que vale un alma, que no trabajamos hasta la extenuación como Cristo hizo y nos dio ejemplo, no sudamos ni nos esforzamos  todo lo que debiéramos  o nos dedicamos al apostolado, pero olvidando  lo fundamental y  primero del envío divino, que son las eternidades de los hombres, el sentido y orientación transcendente de toda acción apostólica, quedándonos a veces en ritos y ceremonias pasajeras que no llevan a lo esencial: Dios y la salvación eterna, no meramente terrena y humana. Un sacerdote no puede perder jamás el sentido de eternidad y debe dirigirse siempre hacia los bienes últimos y escatológicos, mediante la virtud de la esperanza, que es el cénit y la meta de la fe y el amor, porque la esperanza nos dice si son verdaderas y sinceras la fe y el amor que decimos tener a Dios, ya que una fe y un amor que no desean y buscan el encuentro con Dios, aunque sea pasando por la misma muerte, poca fe y poco amor y deseo de Dios son, si me da miedo o no quiero encontrarme con el Dios creído por la fe y  amado por la virtud de la caridad. La virtud de la esperanza sobrenatural criba y me dice la verdad de la fe y del amor.

Para esto, esencialmente para esto, vino Cristo, y si multiplicó panes y solucionó problemas humanos, lo hizo, pero no fue esto para lo que vino y se encarnó ni es lo primero de su misión por parte del Padre. A los sacerdotes nos tienen que doler más las eternidades de los hombres, creados por Dios para Dios, y vivimos más ocupados y preocupados por otros asuntos pastorales que son transitorios; qué pena que duela tan poco y apenas salga en nuestras conversaciones la salvación última,  la eternidad de nuestros  hermanos, porque precisamente olvidamos su precio, que es toda la sangre de Cristo, por no vivirlo, como Él, en nuestra propia carne: un alma vale infinito, vale toda la sangre de Cristo, vale tanto como Dios, porque tuvo que venir a buscarte Dios a la tierra y se hizo pequeño y niño y hasta un trozo de pan para encontrarnos y salvarnos.  ¿De qué le sirve a un hombre ganar  el mundo entero, si pierde su vida? “O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del Hombre vendrá entre sus ángeles con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta” (Mt 16 26-7).

Cuando un sacerdote sabe lo que vale un alma para Dios, siente pavor y sudor de sangre, no se despista jamás de lo esencial, del verdadero apostolado, son profetas dispuestos a hablar claro a los poderes políticos y religiosos y están dispuestos a ser corredentores con Cristo, jugándose la vida a esta baza de Dios, aunque sin nimbos de gloria ni de cargos ni poder, ni reflejos de perfección ni santidad, muriendo como Cristo, a veces incomprendido por los suyos.

Pero a estos sacerdotes, como a Cristo, como al Padre, le duelen las almas de los hombres, es lo único que les duele y que buscan y que cultivan, sin perderse en  otras cosas, las añadiduras del mundo y de sus complacencias puramente humanas, porque las sienten en sus entrañas, sobre todo, cuando comprenden que han de pasar por incomprensiones de los mismos hermanos, para llevarlas hasta lo único que importa y por lo cual vino Cristo y para lo cual nos ordenó ir por el mundo y ser su prolongación sacramental: la salvación eterna, sin quedarnos en los medios y en otros pasos, que ciertamente hay que dar, como apoyos humanos, como ley de encarnación, pero que no son la finalidad última y permanente del envío y de la misión del verdadero apostolado de Cristo. “Vosotros me buscáis porque habéis comido los panes y os habéis saciado; procuraros no el alimento que perece, sino el alimento que permanece hasta la vida eterna”(Jn 6,26). Todo hay que orientarlo hacia Dios, hacia la vida eterna con Dios, para la cual hemos sido creados.

Y esto no son invenciones nuestras. Ha sido Dios Trino y Uno, quien lo ha pensado; ha sido el Hijo, quien lo ha ejecutado; ha sido el Espíritu Santo, quien lo ha movido todo por amor, así consta en la Sagrada Escritura, que es Historia de Salvación: ha sido Dios quien ha puesto el precio del hombre y quien lo ha pagado. Y todo por tí y por mí y por todos los hombres. Y esta es la tarea esencial de la Iglesia, de la evangelización, la esencia irrenunciable del mensaje cristiano, lo que hay que predicar siempre y en toda ocasión, frente al materialismo reinante, que destruye la identidad cristiana, para que no se olvide, para que no perdamos el sentido y la razón esencial de la Iglesia, del evangelio, de los sacramentos, que  son principalmente  para conservar y alimentar ya desde ahora la vida nueva,  para ser eternidades de Dios, encarnadas en el mundo, que esperan su manifestación gloriosa.«Oh Dios misericordioso y eterno... concédenos pasar a través de los bienes pasajeros de este mundo sin perder los eternos y definitivos del cielo”, rezamos en la liturgia.

Por eso, hay que estar muy atentos y en continua revisión del fín último de todo: Allevar las almas a Dios@, como decían los antiguos, para no quedarse o pararse en otras tareas intermedias, que si hay que hacerlas, porque otros no las hagan, las haremos, pero no constituyen la razón de nuestra misión sacerdotal, como prolongación sacramental de Cristo y su apostolado.

La Iglesiaes y tiene también  dimensión caritativa, enseñar al que no sabe, dar de comer a los hambrientos, desde el amor del Padre que nos ama como hijos y quiere que nos ocupemos de todo y de todos, pero con cierto orden y preferencias en cuanto a la intención, causa final, aunque lo inmediato tengan que ser otros servicios.... como Cristo, que curó y dio de comer, pero fue enviado por el Padre para predicar la buena noticia, esta fue la razón de su envío y misión. Y así el sacerdote, si hay que curar y dar de comer, se hace orientándolo todo a la predicación y vivencia del evangelio, por lo tanto no es su misión primera y menos exclusiva:“ Id al mundo entero y predicad el evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer, será condenado.... les acompañarán estos signos.... impondrán las manos a los enfermos y quedarán sanos Ellos se fueron y proclamaron el Evangelio por todas partes, y el Señor actuaba con ellos y confirmaba la Palabra con los signos que los acompañaban” (Mc16,15-20).

Los sacerdotes tenemos que atender a las necesidades inmediatas materiales de los hermanos, pero no es nuestra misión primera y menos exclusiva,  ni lo son los derechos humanos ni la reforma de las estructuras... sino predicar el evangelio, el mandato nuevo y la salvación a todos los hombres, santificarlos y desde aquí, cambiar las estructuras y defender los derechos humanos, y hacer hospitales y dar de comer a los hambrientos, si es necesario y  otros no lo hacen. Nosotros debiéramos formar a nuestros cristianos seglares para que lo hagan. Pero insisto que lo fundamental es «La gloria de Dios es que el hombre viva. Y la vida de los hombres es la visión de Dios» (San Ireneo).  Gloria y alabanza sean dadas por  ello a la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu  Santo,  que nos han llamado a esta intimidad con ellos y a vivir su misma vida.

Dios me ama, me ama, me ama...  y qué me importan  entonces todos los demás amores, riquezas, tesoros..., qué importa incluso que yo no sea importante para nadie, si lo soy para Dios; qué importa la misma muerte, si no existe. Voy por todo esto a amarle y a dedicarme más a Él, a entregarme totalmente a Él, máxime cuando quedándome en nada de nada, me encuentro con el TODO de todo, que es Él.

Me gustaría terminar con unas palabras de San Juan de la Cruz, extasiado ante el misterio del amor divino: «Y cómo esto sea no hay más saber ni poder para decirlo, sino dar a entender cómo el Hijo de Dios nos alcanzó este alto estado y nos mereció este subido puesto de poder ser hijos de Dios, como dice San Juan diciendo: Padre, quiero que los que me has dado, que donde yo estoy también ellos estén conmigo, para que vean la claridad que me diste, es a saber que tengan por participación en nosotros la misma obra que yo por naturaleza, que es aspirar el Espíritu Santo. Y dice más: no ruego, Padre, solamente por estos presentes, sino también por aquellos que han de creer por su doctrina en Mí. Que todos ellos sean una misma cosa de la manera que Tu, Padre, estás en Mí, y yo en  ti; así ellos en nosotros sean una misma cosa. Y yo la claridad que me has dado he dado a ellos, para que sean una misma cosa, como nosotros somos una misma cosa, yo en ellos y Tu en mí  porque sean perfectos en uno; porque conozca el mundo que Tú me enviaste y los amaste como me amaste a mí, que es comunicándoles el mismo amor que al Hijo, aunque no naturalmente como al Hijo...» (Can B 39,5).

« ¡Oh almas criadas para estas grandezas y para ellas llamadas! ¿qué hacéis?, ¿en qué os entretenéis?. Vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias. ¡Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tanta luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos, no viendo que, en tanto que buscáis grandezas y glorias, os quedáis miserables, y bajos, de tantos bienes hechos ignorantes e indignos!» (Can B, 39.7). Concluyo con S. Juan: “Dios es amor”. Todavía más simple, con palabras de Jesús:“el Padre os ama”. Repetidlas muchas veces. Creed y confiad plenamente en ellas. El Padre me ama. Dios  me ama y nadie podrá quitarme esta verdad de mi vida.

«Mi alma se ha empleado y todo mi caudal en su servicio: ya no guardo ganado ni ya tengo otro oficio, que ya solo en amar es mi ejercicio» (C B 28) Y comenta así esta canción San Juan de la Cruz: «Adviertan , pues, aquí los que son muy activos, que piensan ceñir al mundo con sus predicaciones y obras exteriores, que mucho más provecho harían a la Iglesia y mucho más agradarían a Dios, dejado aparte el buen ejemplo que  de sí darían, si gastasen siquiera la mitad de este tiempo en estarse con Dios en oración, y habiendo cobrado fuerzas espirituales en ellas; porque de otra manera todo es martillar y hace poco más que nada, y a veces nada, y aun a veces daño. Porque Dios os libre que se comience a perder la sal (Mt 5,13), que, aunque más parezca hace algo por fuera, en sustancia no será nada, cuando está cierto que las buenas obras no se pueden hacer sino en virtud de Dios» (C b 28, 3).

Perdámonos ahora unos momentos en el amor de Dios. Aquí, en ese trozo de pan, por fuera pan , por dentro Cristo,  está encerrado todo este misterio del amor de Dios Uno y Trino. Que Él nos lo explique. El sagrario es Jesucristo vivo y resucitado, en amistad y salvación permanentemente ofrecidas a los hombres. Está aquí la Revelación del Amor del Padre, el Enviado, vivo y resucitado, confidente y amigo. Para Ti, Señor, mi abrazo y mi beso más fuerte; y desde aquí, a todos los hombres, mis hermanos, sobre todo a los más necesitados de tu salvación.

DÉCIMONOVENA  MEDITACIÓN

PARA ORAR O DIALOGAR CON JESUCRISTO EUCARISTÍA

Lo he repetido muchas veces y lo repetiré todas las veces que sean necesarias: quiero amar, quiero orar; me canso de amar, me he cansado de orar; quiero orar, es que quiero amar; me he cansado de orar, es que me he cansado de amar. La oración, antes que consideración y meditación y todo lo demás, es amor, querer amar. Ése es su punto de arranque, aunque no se note ni uno sea consciente al principio. Y si se medita es para sacar amor del pozo, de la fuente, que puede ser el evangelio, un libro, tu corazón, pero si es el sagrario, es lo mejor de todo. Dice San Juan de Avila: «Y sabed que este negocio es más de corazón que de cabeza, pues el amar es el fín del pensar. Y si Dios os hace esta merced de meditación sosegada, será más durable lo que en ella sintiereis y más larga y sin pesadumbre»[7]. «Aunque el entendimiento obre poco o nada, la voluntad obra con gran viveza y ama fortiter»[8]

Y para todo esto, Jesucristo en el sagrario es el mejor maestro, el mejor libro, toda una biblioteca, todo el evangelio presente, toda la teología hecha vida. Por eso nos dice el Doctor Místico: «todo ejercicio de la parte espiritual y de la parte sensitiva, ahora sea en hacer, ahora en padecer, de cualquiera manera que sea, siempre le causa más amor y regalo de Dios como habemos dicho; y hasta el mismo ejercicio de oración y trato con Dios, que antes solía tener en consideraciones y modos, ya todo es ejercicio de amor» (Can B 28, 9).

Bien es verdad que el santo aquí se refiere  a un grado más elevado de oración que la meditación,  pero hacia aquí apunta la oración por sí misma, desde el principio, aunque uno no sea consciente de ello, pero conviene que lo sepa el mismo orante y los directores de grupos de oración, que a veces creen que si no se habla o leen reflexiones o se dicen cosas bonitas, no se ha orado; es más, quieren medir la altura de oración según las frases bonitas que se digan... o que si no se aprenden o se realizan técnicas de relajación o métodos de reflexión, no hay oración. Por eso nos dirá San Juan de la Cruz que la oración no se mide por las revelaciones, ni locuciones ni éxtasis sino por los frutos de  humildad en las personas que la tienen y este era su criterio para distinguir a los verdaderos y falsos orantes. Y ya sabemos la definición teresiana de oración: «que no es otra cosa oración sino tratar  de amistad, estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama».  Tres notas de la amistad aparecen en esta definición tan breve de Santa Teresa.

3. 1. 1.- Yo  aconsejaría empezar saludando al Señor,  o como se dice ordinariamente, poniéndonos en presencia:  en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. En el nombre del Padre que me soñó para una eternidad con Él, me ha dado la existencia, me da la vida esta mañana. Del Hijo que me amó hasta entregar su vida por mí, me quiso como amigo y sigue dándose en cada eucaristía, en cada sagrario. Del Espíritu Santo que me santifica, me trae el amor y la gracia y la ayuda de mi Dios: Señor, ábreme los labios y el corazón y la inteligencia y todo mi ser, para que te alabe y bendiga y reciba la fuerza de mi Dios y toda mi vida sea Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. En el nombre del Padre que me da la vida: si existo es que el Padre me ama; del Hijo que vino y se quedó para siempre en la Eucaristía para llevarnos a la intimidad de los Tres; del Espíritu, que es la misma Vida y Amor Personal de los Tres comunicado a los hombres.... Por eso, proclamarás con total confianza y gozo al empezar este encuentro, aunque todavía muy a oscuras y sin vivencia sentida de amor: GLORIA AL PADRE, AL HIJO Y AL ESPÍRITU SANTO,  quiero hacer de mi vida una ofrenda agradable a la Santísima Trinidad, para eso estoy aquí y empiezo este rato de amistad y oración.

 

3. 1. 2.- Luego orar dos o  tres oraciones fijas, para no dudar nunca en los comienzos, siempre igual, con ideas y sentimientos diferentes, los que el Señor te inspire; la primera oración fija puede ser a la Stma. Trinidad:  la invocación a la Santísima Trinidad de Sor Isabel de la Trinidad: «Oh Dios mío, Trinidad a quien adoro, ayudadme a olvidarme enteramente de mí..» u otra más breve, dejándote llevar por sus sentimientos y expresiones; una segunda oración fija puede ser una invocación al Espíritu Santo para que nos ayude en la oración y nos lleve de la mano: «Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles...», lo vas diciendo despacio, meditando sus conceptos, sus peticiones, porque no se trata de aprenderlo sino de orarlos. Mira a ver si te gusta esta oración al Espíritu Santo, rezada despacio y meditándola:

«Oh Espíritu Santo, Fuego de mi Dios, Alma de mi alma, Vida de mi vida, Amor de mi alma y de mi vida, yo te adoro.

Quémame, ábrasame por dentro con tu Fuego transformante y conviérteme  por una nueva encarnación sacramental en humanidad supletoria de Cristo, para que Él renueve en mí y prolongue  todo su misterio de salvación: quisiera reproducir a Cristo ante la mirada de Dios y de los hombres,  como Adorador del Padre, como Salvador de los hombres, como Redentor del mundo.

Inúndame, lléname, poséeme, revísteme de sus mismos sentimientos y actitudes sacerdotales; haz de toda mi vida una ofrenda agradable a la Santísima Trinidad, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida.

Oh Espíritu Divino, Amor, Alma y Vida de mi Dios, ilumíname, guíame, fortaléceme, consuélame, fúndeme en amor trinitario, para que sea amor Creador de vida en el Padre,  amor Salvador de vida por el Hijo y amor Santificador con el Espíritu Santo,  para alabanza de gloria de la Trinidad y salvación de los hombres, mis hermanos. Amén»

La tercera oración fija va dirigida a Jesucristo Eucaristía:  con la letra de algún canto eucarístico u oración que te guste, o con  el «Adoro te devote, latens Deitas», «Jesu, dulcis memoria, dans vera cordis gaudia, sed super me et omnia, ejus dulcis praesencia», traducidos al español, porque son  preciosos: «Oh Jesús, mi dulce recuerdo, que das los verdaderos gozos del corazón, tu presencia es más dulce que la miel y todas las cosas. No se puede cantar nada más suave, ni oir nada más alegre, ni  pensar nada más dulce que Jesús, Hijo de Dios. Jesús, Tú eres la esperanza para los arrepentidos,  generoso para los que te suplican,  bueno para todos los que te buscan y qué decir para los que te encuentran. La lengua no sabe decir ni la letra puede escribir lo que es amar a Jesús, sólo puede saberlo el que lo experimente. Sé Tú, Jesús, nuestro gozo, nuestro último premio; haz que nuestra gloria esté siempre en Tí por todos los siglos».

También puedes rezar: «Sagrado banquete en que  Cristo es nuestra comida, se celebra el memorial de su pasión, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura...», siempre despacio y meditando e interiorizando sus conceptos, contándole tu vida de ayer y lo que piensas hacer hoy, suplicando, pidiendo perdón y ayuda... Eucaristía  Divina, tu lo has dado todo por mí, también yo quiero darlo todo por tí, porque para mí tu lo eres todo, yo quiero que lo seas todo. Jesucristo, yo creo en Tí. Jesucristo, yo confío en Tí. Jesucristo, Tú eres el Hijo de Dios. O también: « ¡Eucaristía divina, cuánto te deseo, cómo te  busco, con qué hambre de Tí camino por la vida, qué nostalgia de mi Dios todo el día! Jesucristo Eucaristía, quiero verte para tener la Luz del Camino, la Verdad y la Vida; Jesucristo Eucaristía, quiero comulgarte para tener tu misma Vida, tu mismo Amor, tus mismos sentimientos; y en tu Entrega Eucarística, quiero hacerme contigo una ofrenda agradabe al Padre, cumpliendo tu voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida. Quiero entrar así en el Misterio de mi Dios Trino y Uno, por la potencia de Amor del Espíritu Santo».

 

 3. 1. 3.- Te repito que aunque lleve años y años haciendo oración, el tener un esquema propio y fijo de oración facilita mucho el comienzo de la misma... luego tú lo vas rellenando de tus propias ideas, sentimientos, peticiones, sanas distracciones, pero sabes siempre donde volver y retomar el diálogo con el Señor, para no dudar continuamente en los comienzos o al medio o al final, para saber cómo hay que comenzar siempre, porque, al principio, el simple estar en su presencia, el simple mirar o contemplar es difícil por muchos motivos y se necesitan ayudas para estar ocupados y no distraerse.

Puedes valerte de jaculatorias, versículos breves de las Horas, oraciones litúrgicas o hechas por otros que a tí te gusten o te digan algo. Finalmente y siempre, como cuarta invocación, oración o encuentro fijo: la invocación a la Virgen, nuestra madre y modelo en la fe y en la oración y en el amor y en todo, con antífonas preciosas según los tiempos litúrgicos, sobre todo en latín, que puedes traducir, o cantos o súplicas populares: «Oh Señora mía, oh madre mía, yo me ofrezco enteramente a tí, y en prueba ...», o con alguna invocación personal: « ¡Hermosa nazarena! Virgen guapa, Madre del alma, cuánto me quieres, cuánto te quiero! Gracias por haberme dado a tu hijo, gracias por haberme llevado hasta Él; y gracias también por querer ser mi madre, mi madre y mi modelo; gracias», poniéndola como intercesora y modelo, suplicándole, confiando totalmente en ella como madre, contándole tus sufrimientos, tus alegrías, tus dudas.

3. 1. 4.- Es conveniente tener y empezar siempre con un esquema oracional elemental, como camino de diálogo y encuentro con Dios, que debes recorrer y orar  todos los días, al cual y en cada una de las partes, puedes y debes ir añadiendo todos los pensamientos y deseos que te  inspire el Señor, parándote en ellos, sin prisas, de tal modo que si se termina el tiempo de oración y no has cumplido todo el esquema ordinario, no pasa nada. Pero es necesario y es una ayuda para toda tu vida tener un esquema oracional para no estar indeciso o perderte en tu oración diaria. Porque ir a la oración todos los días a pecho descubierto, o como dicen algunos,  permanecer en quietud y simple mirada, eso supone mucho camino andado, mucha oración  y mucha purificación de sentido realizada. Y a mi parecer esto no es ordinario en los comienzos y tampoco es fácil. Si lo tienes ya, es un don de Dios, porque ya supone estar bastante poseído por el amor de Cristo.

 

3. 1. 5.- Importantísimo, esencial: a continuación  de todo esto que hemos dicho, tiene que hacerse  revisión de vida ante el Señor, fija y todos los días y para toda la vida, de tres o cuatro materias esenciales para tu vida cristiana y evangélica: soberbia, caridad fraterna, control de la ira, castidad.... para tu unión, santidad o encuentro con Cristo, para amar a Dios sobre todas las cosas, especialmente sobre el amor que nos tenemos a nosotros mismos, porque nos preferimos a Dios a cada paso. Y siempre que diga revisión de vida, estoy diciendo también petición de gracia, de luz, de fuerza para hacerla y vivirla, descubrir los peligros y las causas  principales de las caídas, el comportamiento con las personas...Donde hay pecado, aunque sea venial, no puede estar en plenitud el amor de Dios y el conocimiento de su amor: “En esto sabemos que conocemos a Cristo: en que guardamos sus mandamientos. Quien dice: yo lo conozco, y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso, y la verdad no está en él. Pero quien guarda su palabra, ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud. En esto conocemos que estamos en Él. Quien dice que permanece en Él debe vivir como vivió Él” (1Jn 2, 3-6).

Todos los días y a todas horas y en toda oración, hay que revisarse de la soberbia, pecado original, causa y principio de todos los pecados, que es este amor que me tengo a mí mismo, me quiero más que a Dios y a todos los hombres, revisar sus manifestaciones diversas en amor propio, vanidad, ira...etc; después de la soberbia, la caridad, el amor fraterno en sus diversas manifestaciones: negativa: no criticar, no hacer daño de palabra ni de obra, no despreciar a nadie; positiva: pensar bien de todos, hablar bien y hacer el bien a todos, reaccionar perdonando ante las ofensas (amando es santidad consumada) generosidad...etc.

No olvidar jamás que el amor a Dios pasa por el amor a los hermanos, porque así lo ha querido Él:“Y nosotros tenemos de Él este precepto: que quien ama a Dios ame también a su hermano” (1Jn 4, 2). Por favor, no olvides esto y todos los días examinate dos o tres veces de este capítulo. En esto Cristo es muy sensible y exigente. Lo tenemos mandado por el Padre y por Él mismo: “Amarás al Señor... y al prójimo como a tí mismo”, “ éste es mi mandamiento, que os améis unos a otros como yo os he amado”. Olvidar estos mandamientos del Señor es matar la oración incipiente, no avanzar o dejarla para siempre. S. Juan, el apóstol místico, por penetrar y conocer a Dios por el amor, por el conocimiento de amor, nos lo dice muy claro:  “Carísimos, amémosnos unos a otros porque la caridad procede de Dios, y todo el que ama es nacido de Dios y a Dios conoce. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor... A Dios nunca le vio nadie; si nosotros nos amamos mutuamente, Dios permanece en nosotros y su amor es en nosotros perfecto” ( 1Jn 4, 7-8; 12).

Repito una vez más y todas las que sean necesarias: para vivir la caridad hay que matar el amor propio, el amor desordenado a uno mismo. Y esto es una cruz que hay que tomar al coger el camino de la oración, que es  camino de amor a Dios y a los hermanos. Luego hay que revisar ese defecto más personal, que todos tenemos y que, por estar tan identificados con él, no es fácil descubrirlo, porque siempre hay excusas fáciles, -es que soy así- pero hacemos daño con él a los hermanos. Es fácil descubrirlo, cuando personas que te quieren, coincidan en decirte y en insistir en alguno concreto, por allí va la cosa ...

Esta oración-revisión-conversión tiene que durar ya  toda la vida, porque santidad es igual a conversión permanente. Si uno quiere «amar y servir», hacer de la propia vida una ofrenda agradable a Dios y esto es el cristianismo, si uno quiere mantener  activo ese amor y no pasivo y de puro nombre, hay que orar todos los días para convertirse del amor a uno mismo y a las criaturas al amor de Dios. O amamos a Dios o a nosotros mismos, a las criaturas. Si quiero orar es porque quiero amar a Dios sobre todas las cosas. Si vivo en pecado, ni el amor ni el conocimiento verdadero de Dios puede estar en mí, como lo dice muy claro San Juan: “Y todo el que tiene en Él esta  esperanza, se purifica, como puro es Él. El que comete pecado traspasa la ley, porque el pecado es transgresión de la ley. ... Todo el que permanece en Él no peca, y todo el que peca no le ha visto ni le ha conocido” ( 1Jn 3, 3-6).

Cuando uno no quiere convertirse o amar a Dios, o se cansa de hacerlo, entonces ya no necesita ni de la oración ni de la eucaristía ni de la gracia ni de Cristo ni de Dios. El amor a Dios negativamente consiste en no ofenderle, no pecar: “Pues éste es el amor de Dios, que guardemos sus preceptos. Sus preceptos no son pecado” (1Jn 5, 3).  Para mí que esta es la causa principal por lo que se deja este camino de la oración y de la santidad. Por eso, muchos no hacen oración o les aburre o les cansa y terminan dejándola. La oración hay que concebirla como un deber, como trabajo, absolutamente necesario para llegar a amar a Dios, que hay que hacer, te guste o no te guste, haga calor o frío, estés inspirado o aburrido, como tienes que trabajar en tu profesión o comer o estudiar, porque si no lo haces, te mueres o te suspenden. No valen las excusas de ningún tipo para no hacerla. Si no lo haces,  por la causa que sea, te mueres espiritualmente. Por eso te ayudará  tener un esquema fijo, una hora fija, si es posible, siempre a la misma hora, porque, si la dejas para cuando tengas tiempo, no lo tendrás nunca.

 

3. 1. 6.- Después de esta revisión, un capítulo que no puede faltar todos los días es la oración de intercesión, las peticiones, acordarse de las necesidades de los hermanos, de los problemas de la Iglesia, la santidad, la falta de vocaciones, tu parroquia, tu familia, amigos... Todo esto hay que hacerlo despacio, y pensando y meditando todo lo que se te ocurra, hablándole al Señor de tus problemas, de tu vida, pidiendo luz y gracia sobre lo que tienes que hacer, sin desanimarte jamás, y si un día estás inspirado, te paras y te quedas con cualquier oración o revisión todo el tiempo que quieras....eso es oración, eso es trato de amistad con el Señor, por lo menos, una forma, aunque te parezca que no haces nada o que estás perdiendo el tiempo.

3. 1. 7.- Ya hemos terminado las oraciones introductorias, la revisión de vida, el pedir luz, fuerzas, gracias del Señor para nosotros y los demás, y  ahora, ¿qué?  Pues ahora lo que más te ayude a encontrarte con Cristo, a dialogar más con El Y para esto, como te decía antes, EL EVANGELIO, las palabras y hechos salvadores de Jesús es el mejor camino; también los buenos libros, los salmos...,  libertad absoluta, no se le pueden imponer caminos al amor, a los que quieren amar, a los que aman. Haz lo que te pida el corazón. “María guardaba todas estas cosas meditándolas en su corazón” (Lc 2, 19).

Amando, metiéndolo todo en su corazón fue como nuestra Madre fue comprendiendo lo que acontecía en torno a Jesús y a ella y que racionalmente la desbordaba. Pero amando uno se identifica con el objeto amado. No olvides lo que te he repetido y repetiré más veces en este libro: la oración es querer amar a Dios, no digo amar sino querer amar, que eso es ya amor,  porque, al principio, el alma está muy flaca y no tiene fuerzas ni sabe amar a Dios, solo sabe amarse a sí misma, y si sólo intentamos tocarlo con el entendimiento, no llegamos de verdad hasta Él: «Y porque la pasión receptiva del entendimiento solo puede recibir la inteligencia desnuda y pasivamente, y esto no puede sin estar purgado, antes que lo esté, siente el alma menos veces el toque de la inteligencia que el de la pasión de amor » (N  II,13,3). Aunque San Juan de la Cruz se refiere a una oración elevada, vale para los grados inferiores también. Por eso, siempre hay que caminar hacia el amor, es lo mas importante, lo definitivo.

«De donde es de notar que, en tanto que el alma no llega a este estado de unión de amor, le conviene ejercitar el amor así en la vida activa como en la contemplativa......porque es más precioso delante de él y de el alma un poquito de este puro amor y más provecho hace a la Iglesia, aunque parece que no hace nada, que todas esas otras obras juntas» (C B 28,2).  (Ojo! Que no lo digo yo,  lo dice San Juan de la Cruz, para mí el que más sabe o uno de los que más saben de estas cosas de oración y del amor a Dios y a los hermanos y  vida cristiana y  evolución de la gracia.

 

3. 1. 8.- La oración conviene hacerla siempre a la misma hora, hora fija de la mañana o tarde, cuando te venga mejor, pero hora fija, como te he dicho, porque si lo dejas para cuando tengas tiempo, nunca lo tendrás;  hay que hacerla todos los días,  haga frío o calor, esté uno seco o fervoroso, esté en pecado o en gracia, tengas tiempo o no, porque para Dios siempre hay que tenerlo, porque Él siempre lo ha tenido y lo tiene para nosotros. Él debe ser  lo primero y lo absoluto de nuestra vida y esto lo hacemos realidad todos los días dedicándole este tiempo de oración, que es amarle sobre todas las cosas.

Y esto que te he dicho, hay que hacerlo siempre, aunque uno llegue a la suprema unión con Dios, hasta el éxtasis, porque nunca hay que fiarse del propio yo, que se busca siempre a sí mismo, se tiene un cariño inmenso, por lo cual hay que tener mucho cuidado y vigilarlo todos los días. La hora y el tiempo de oración, que sean fijos y determinados: un cuarto de hora, luego veinte minutos, luego veinticinco, media hora... pero sin volver atrás, aunque te cueste o te aburras, todo es amor, todo es  cuestión de querer amar y si quieres amar, ya estás amando, ya estás haciendo oración, aunque tengas distracciones, aburrimiento...ya pasarán, porque Dios te ama más.

Si eres fiel a este rato de diálogo y oración con el Señor, pronto llegarás a cierto nivel o estar con Él, donde todo te será más fácil, en que te sentirás bien. Y si sigues avanzando, luego incluso no necesitarás de libros ni de ayudas para encontrarte con Él, ya no necesitarás leer el evangelio o libro alguno, porque el diálogo te saldrá espontáneo y largo y afectuoso y ya no se acaba nunca, se ha pasado de la oración discursiva a la afectiva y luego de ésta pasará, mejor, el Espíritu de Dios te llevará hasta la oración  contemplativa. En esta oración, el Verbo de Dios llenará de luz y salvación y ternura tu corazón y tu alma y todas tus facultades, porque ha empezado a comunicarse personalmente por su presencia y vivencia más íntimas y no eres tú el que tienes que pensarlo o descubrirlo sino que Él ya se te da y ofrece sin necesitar la ayuda de tus raciocinios o afectos para andar este camino. Y empiezan las ansias de verle, amarle, poseerle más y mas...  «Descubre tu presencia, y máteme tu rostro y hermosura, mira que la dolencia de amor ya no se cura, sino con la presencia y la figura» (C.11).

Desde esta vivencia, cada día más profunda, irás descubriendo que tú eres sagrario, que tú estás habitado, que  los Tres te aman y viven su misma vida trinitaria dentro de tí y te hacen partícipe por gracia de su misma vida de Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, que es Volcán de Espíritu Santo eternamente echando fuego y renovándose en un ser eterno de ser en sí y por sí mismo beso y abrazo entre los Tres, sin mengua ni  cansancio alguno, porque tu has empezado a ser, mejor dicho, siempre lo has sido, pero ahora Dios quiere que seas consciente de su Presencia en tu alma, sagrario de Dios, templo de la misma Trinidad, dándote experiencia de Sí mismo y  metiéndote en el círculo del amor trinitario, en cuanto es posible en esta vida.

Y en este momento, por su presencia de amor, tú eres el templo nuevo de la nueva alianza, la nueva casa de oración habitada por la Stma. Trinidad, porque el Verbo, por el pan de eucaristía, te habita, y la Presencia Eucarística te ha llevado a la Comunión Trinitaria por una comunión eucarística continuada y permanente de amor en los Tres y por los Tres;  tú ya eres Trinidad por participación, en cuanto es posible y esto te desborda, te extasía, te saca de tí mismo, de tus moldes y capacidades de entender y amar y gozar y esto me parece que se llama éxtasis.. Y entonces ya... «Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el amado, cesó todo y dejéme, dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado» (C. 8). 

Porque a estas alturas, la contemplación de  Dios te impide meditar, porque es mucho lo que Él quiere decirte y tú tienes que escuchar del Verbo de Dios, aprender de la Palabra eterna llena de Amor, con la que el Padre se dice eternamente a Sí Mismo en canción y silabeo gustoso y eterno de Amor de Espíritu Santo en el Hijo que ahora la canta para tí; ahora que ya estás  preparado, después de largos años de purificación y adecuación de las facultades sensitivas, intelectivas y volitivas, que te han dispuesto para la intimidad divina, sin imperfecciones o impurezas o limitaciones, ahora la oración es presencia permanente de diálogo y presencia de Dios. «Bien sé que tres en sola una agua viva- residen, y una de otra se deriva,- aunque es de noche. Aquesta eterna fonte está escondida- en este vivo pan por darnos vida,- aunque es de noche» (La fonte 10 y 11) .

Él te hablará sin palabras  y tú le responderás sin mover los labios: simplemente te sentirás habitado, amado, sentirás su Verdad hecha Fuego de Amor en tu corazón, en fe luminosa, en Anoticia amorosa@, sentirás que Dios te ama  y tú, al sentirte amado por el Infinito, repito, no solo creerlo, sino sentirlo, vivirlo, experimentarlo, pero  de verdad, no por pura  imaginación o ilusión,  ya no tengo que decirte nada, porque lo demás ya no existe; ¿qué tiene que ver todo lo presente con lo que nos espera y que ya ha empezado a hacerse presente en tí? Ante este descubrimiento, lleno de luz y de gozo y de plenitud divina, lo presente ya no existe y ha empezado la eternidad,  te habrás descubierto también en Dios eternamente pronunciado en su Palabra y escrito en su corazón por el fuego de su mismo Espíritu de Amor Personal.

       «Entreme dónde no supe- y quedéme no sabiendo, - toda ciencia trascendiendo.  Yo no supe donde entraba,- pero, cuando allí me vi,- sin saber dónde me estaba,- grandes cosas entendí;- no diré lo que sentí,- que me quedé no sabiendo,- toda ciencia trascendiendo. Y si lo queréis oir, - consiste esta summa sciencia- en un subido sentir- de la divinal Esencia;- es obra de su clemencia- hacer quedar no entendiendo,- toda ciencia trascendiendo» ( Entréme donde no supe,1 y 10).

Te sentirás palabra del Padre en la Palabra, dicha con Amor Personal del Padre, que es Espíritu Santo.  Descubrirás que si existes, es que Dios te ama, y  te ha preferido a millones y millones de seres que no existirán nunca, y  ha pensado en tí para una eternidad de gozo; por eso tu vida es más que está vida, más que este tiempo, tu vida es un misterio que solo se explica y se puede vivir desde Dios. En este grado de oración, el cielo está ya dentro de tí,  porque el cielo es Dios y Dios está dentro de tí; Él te llena y te habita, siempre estaba por la gracia, pero ahora lo sientes, te sientes habitado por los Tres, por la  Santísima Trinidad:  “ Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él”. “No sabéis que sois templos de Dios y el Espíritu Santo habita en vosotros?». No son poesías, es el evangelio en esas partes que no conocemos porque no las vivimos o que no se comprenden hasta que no se viven.  Aquí no valen títulos ni teologías ni doctorados ni técnicas de ningún tipo..., es terreno sagrado, hay que descalzarse, porque Dios no revela  su intimidad a cualquiera sino a sus amigos, como a Moisés.

Anímate a hacer tu oración todos los días, si es posible ante el sagrario, no es por nada, es que allí Él lleva dos mil años esperándote. Y aunque está en más sitios, aquí está más singularmente presente, esperándote. Además, al hacerlo ante el sagrario, estás demostrando que crees no sólo esa parte del evangelio que está meditando sino todo el evangelio que tienes presente en Cristo Eucaristía, demuestras simplemente con tu presencia que tienes presente y crees todo el misterio de Dios,  todo lo que Cristo ha dicho y ha hecho, porque está presente Él mismo, todo entero, todo su evangelio, todos sus misterios, en Jesucristo Eucaristía. «Oh llama de amor viva, qué tiernamente hieres de mi alma en el más profundo centro, pues ya no eres esquiva, acaba ya si quieres, rompe la tela de este dulce encuentro» (Ll.1).

Qué bien reflejan estos versos de S. Juan de la Cruz el deseo de muchas almas, -- yo las tengo en mi parroquia--, almas que desean el encuentro transformante con Cristo. Al contemplar esta unión que Dios tiene preparada para todos, exclama: «¡Oh almas criadas para estas grandezas y para ellas llamadas!, ¿qué hacéis?, ¿en qué os entretenéis? Vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias. ¡ Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tan gran luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos, no viendo que, en tanto que buscáis grandezas y glorias, os quedáis miserables y bajos, de tantos bienes hechos ignorantes e indignos! (C 39, 7).

¿Podría extenderse esta queja del santo Doctor hasta nosotros, cristianos injertados en Cristo, sacerdotes, religiosos y obispos de la Iglesia de Dios? ¿Tendría sentido esta queja del doctor místico entre los que han sido elegidos para conducir al pueblo santo de Dios? ¿Deben ser  hombres de oración  los guías y montañeros de la escalada de la santidad y de la vida cristiana? ¿Vivimos en oración y conversión permanente?

Estas preguntas, por favor, no son una acusación, son unos interrogantes para que tendamos siempre hacia las cumbres maravillosas para las cuales Dios nos ha creado.       

VIGÉSIMA MEDITACIÓN

 

LA EUCARISTÍA, LA MEJOR ESCUELA DE ORACIÓN Y SANTIDAD  SE CONVIERTE EN LA MEJOR ESCUELA DE APOSTOLADO

 

A) La Eucaristía, como sacrificio, es presencialización del misterio salvador del Padre, realizado y presencializado por el Hijo, Jesucristo, en su mismo Espíritu de amor de Espíritu Santo, con sus mismos sentimientos y actitudes sacerdotales de adoración  al Padre y salvación de los hombres, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida.

 

B) La Eucaristía, como comunión, es comer a Cristo para vivir su vida, es alimento  y ayuda permanente del Señor, que nos fortalece y comunica su envío al mundo por el Padre, en comunión de sentimientos, de vida y misión con Él: “quien me come vivirá por mí”.

 

C) La Eucaristía, como sagrario, es amistad ofrecida y presencia  permanentes de Cristo que nos reúne“para estar con el y enviarnos a predicar”; “me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”.

 

«Hace falta, pues, que la educación en la oración se convierta de alguna manera en un punto determinante de toda la programación pastoral» (NMI 34). Hoy que se habla tanto de compromiso solidario y del voluntariado con los más pobres, una persona que ha trabajado hasta la muerte por los más pobres, que son los moribundos y  los niños abandonados en las calles nos habla de la necesidad absoluta de la oración para ver a Cristo en esos rostros y poder trabajar cristianamente con ellos. Lo dice muy claro la Madre Teresa de Calcuta:

«No es posible comprometerse en el apostolado directo sin ser un alma de oración. Tenemos que ser conscientes de que somos uno con Cristo, como Él era consciente de que era uno con el Padre. Nuestra actividad es verdaderamente apostólica sólo en la medida en que le permitimos que actúe en nosotros a través de nosotros con su poder, con su deseo, con su amor».[9]

“He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Y Jesús es Verdad y es la Verdad y no puede engañarnos y lo está cumpliendo a tope en la Eucaristía. La dificultad estriba más en nosotros que en el amor y los deseos de Jesús. Porque a Él le sobran entrega y ganas de seguir amando y salvando a los hombres, pero a nosotros no nos entra en la cabeza, que el Verbo de Dios, el amado eterna e infinitamente por el Padre e igualmente amante infinitamente en el mismo Espíritu Santo, “ tenga sus delicias en estar con los hijos de los hombres”, que somos como somos, finitos, limitados y que fallamos a cada paso. En cada misa Cristo nos dice: te quiero, os quiero y doy la vida por ti y por todos los hombres, y mi mayor alegría es que creas en mí y me sigas, que me metas en tu corazón, para que vivamos unidos una misma vida, la mía que te regalo, para que se la entregues a los hermanos, a todos los hombres; toma este pan y  cómeme, soy yo,  este es mi cuerpo que se entrega por tí... al comer mi carne, comes mis actitudes y sentimientos y  debes vivir en mí y   por mí y así debes entregarte a los hombres y así te harás igual a mí y serás hijo en el Hijo y el Padre ya no distinguirá entre los dos, y, estando unidos, verá en tí al Amado, en quien ha puesto  sus complacencias. Y entonces, Cristo, a través de nuestra humanidad supletoria, que se la prestamos, seguirá salvando a los hombres, renovando todo su misterio de Salvación y  Redención  del mundo, cumpliendo la voluntad del Padre, con amor extremo, hasta dar la vida, pero en nosotros y por nosotros. Esta presencia de Cristo enviado y apóstol es en nosotros sacerdotes una  realidad  ontológica, por el sacramento del Orden: «por la imposición de las manos y de la oración consacratoria del Obispo, se transforma en imagen real, viva y transparente de Cristo Sacerdote: una representación sacramental de Jesucristo Cabeza y Pastor» (PDV. 15).

Toda la vida de Cristo, toda su salvación y evangelio y misión se  presencializan en cada misa  y  por la comunión nos comunica todos sus misterios de vida y misión y salvación, y así nos convertimos en humanidades supletorias de la suya, que ya no puede actuar, porque quedó destrozada y ahora, resucitada, ya no es histórica y temporal como la nuestra: “El que me come vivirá por mí”.” Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo los amó hasta el extremo...”  Hasta el extremo de su fuerza, de su amor, de su sangre.... Hasta el dintel de lo infinito, de lo divinamente intransferible nos ha amado Cristo Jesús. Así debemos amarle. Quien adora, come o celebra bien la eucaristía termina haciéndose eucaristía perfecta.

Y ahora uno se pregunta lo de siempre: Pero qué le puedo yo dar a Cristo que Él no tenga. No entendemos su amor de entrega total al Padre por nosotros desde el seno de la Trinidad:  “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios... Aquí estoy para cumplir tu voluntad.”. Cristo se queda en el sagrario para buscar continuadores de su tarea y misión salvadora. Por eso la eucaristía, como encarnación continuada de Cristo y aceptada por el Padre, también es obra de los Tres; es obra del Padre, que le sigue enviando para la salvación de los hombres; del Hijo que obedece y sigue aceptando y salvando a los hombres por la celebración de la Eucaristía; del Espíritu Santo, que formó su cuerpo sacerdotal y victimal en el seno de María y ahora, invocado en la epíclesis de la misa,  lo hace presente en el pan.    

En la eucaristía se nos hace presente el proyecto salvador del amor trinitario del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo; en el Hijo, «encarnado»  en el pan, con fuerza y amor de Espíritu Santo, se nos hacen presentes las Tres Divinas Personas y también toda la historia de Salvación y todo su amor eterno y salvador para con nosotros. Todo esto, el entender este exceso de amor, esta entrega tan insospechada, extrema y gratuita de los Tres en el Hijo, nos cuesta mucho a los hombres, que somos limitados y  finitos en amar, que  somos calculadores en nuestras entregas, que, en definitiva, ante este amor infinito, no somos nada, ni entendemos nada,  si no fuera por la fe, que oscuramente nos da noticias de este amor. Y digo oscuramente, no porque la fe, la luz de Dios, la comunicación no sea clara y manifiesta, sino porque nuestras pupilas humanas tienen miopía y cataratas de limitaciones humanas para ver y comprender la luz divina y por su misma naturaleza nuestro entendimiento y nuestro corazón no están capacitados y preparados y adecuados para tanta luz y tanto amor. Es el exceso de luz divina, que excede como rayo a las pupilas humanas de la  razón, lo que impide ver a nuestros ojos, que no están acostumbrados a estas verdades y resplandores y amores, y, por eso, hay que purificar, limpiar criterios y afectos, adecuar las facultades, que diría San  Juan de la Cruz.

Por eso, para comprender esta realidad en llamas, que es  la Eucaristía, el Señor tiene que limpiar todo lo sucio que tenemos dentro, toda la humedad del leño viejo y de pecado que somos, tanta ignorancia de lo divino, de lo que Dios tiene y encierra para sí y para nosotros. Como dice San Juan de la Cruz, primero hay que acercar el leño al fuego de la oración; nosotros tenemos que acercarnos al fuego de Cristo, mediante la oración eucarística, para que nos vaya contagiando su fuego y sus ansias apostólicas, desde el Padre que le sigue enviando continuamente por amor y ternura eterna hacia el hombre.

Por esta causa, la Eucaristía es también amor extremo del Padre “que tanto amó al mundo que entregó a su propio Hijo...”; luego, el fuego de la oración, que es unión con Dios, lo empieza a calentar y a poner a la misma temperatura que el fuego, para poder quemarlo y  transformarlo, pero para eso y antes de convertirse en llama de amor viva, el fuego pone negro el madero antes de prenderlo: son las noches y las purificaciones.. Lo explica muy bien San Juan de la Cruz: «Lo primero, podemos entender cómo la misma luz y sabiduría amorosa que se ha de unir y transformar en el alma es la misma que al principio la purga y dispone; así como el mismo fuego que transforma en sí al madero, incorporándose en él , es el que primero le estuvo disponiendo para el mismo efecto» ( N II 3).

Aunque San Juan de la Cruz se refiere a la oración en general, pero contemplativa, vale para todo encuentro con Cristo, especialmente eucarístico: «De donde, para mayor claridad de lo dicho y de lo que se ha de decir, conviene aquí notar que esta purgativa y amorosa noticia o luz divina que aquí decimos, de la misma manera se ha en el alma purgándole y disponiéndola para unirla consigo perfectamente, que se ha el fuego en el madero para transformarle en sí; porque el fuego material, en aplicándose al madero, lo primero que hace es comenzarle a secar, echándole la humedad fuera y haciéndole llorar el agua que en sí tiene; luego le   va poniendo negro, oscuro y feo y aun de mal olor y  yéndole secando poco a poco, le va sacando luz y echando afuera todos los accidentes feos y oscuros que tiene contrarios al fuego, y finalmente, comenzándole a ponerle hermoso con el mismo fuego; en el cual término, ya de parte del madero ninguna pasión hay ni acción propia, salva la gravedad y cantidad más espesa que la del fuego, porque las propiedades de fuego y acciones tiene en sí; porque está seco, y seco está; caliente, y caliente está; claro y esclarece; está ligero mucho más que antes, obrando el fuego en él esta propiedades y efectos»  (IIN 13, 3-6).

Por esto mismo la escuela de la oración eucarística se convierte en la escuela más eficaz de apostolado, purificando y quitando los pecados del apóstol, que impiden la unión de los sarmientos a la vid para dar fruto, y le ilumina a la vez con el fuego del amor para lanzarle a la acción. Y, cuando el fuego prende al madero, al apóstol, entonces se hace una misma llama de amor viva con Él, es ascua viva y encendida en su fuego de  Amor de Espíritu Santo:  Dios y el hombre en una sola realidad en llamas, el que envía y el enviado, la misión y la persona, el mensaje y el mensajero: «¡Oh llama de amor viva, / qué tiernamente hieres/ de mi alma en el más profundo centro!» Son todos los verdaderos santos apóstoles, sacerdotes, religiosos, padres de familia...que han existido y seguirán existiendo.

Juan Pablo II en su Carta Apostólica NMI. ha insistido repetidas veces en la oración como fundamento y prioridad de la acción pastoral: «Trabajar con mayor confianza en una pastoral que dé prioridad a la oración, personal y comunitaria, significa respetar un principio esencial de la visión cristiana de la vida: la primacía de la gracia. Hay una tentación que insidia siempre todo camino espiritual y la acción pastoral misma: pensar que los   resultados dependen de nuestra capacidad de hacer y programar. Ciertamente, Dios nos pide una colaboración real a su gracia y, por tanto, nos invita a utilizar todos los recursos de nuestra inteligencia y capacidad operativa en nuestros servicios a la causa del Reino. Pero no se ha de olvidar que sin Cristo “no podemos hacer nada” (cf. Juan 15, 5). La oración nos hace vivir precisamente en esta verdad. Nos recuerda constantemente la primacía de Cristo y, en relación con Él, la primacía de la vida interior y de la santidad».[10]

Lo dice muy bien el Responsorio breve de II Vísperas del Oficio de Pastores: « V. Éste es el que ama a sus hermanos * El que ora mucho por su pueblo. R.  El que entregó su vida por sus hermanos.* El que ora mucho por su pueblo».

 Para comprender y saber de Eucaristía, hay que estar en llamas, como Cristo Jesús, al instituirla; aquella noche del Jueves Santo, el Señor no lo podía disimular,  le temblaba el pan en las manos, qué deseos, qué emoción..., y por eso mismo,  qué vergüenza siento yo de mi rutina y ligereza al celebrarla, al comulgar y comer ese pan ardiente, en visitarlo en el sagrario siempre con los brazos abiertos al amor y a la amistad. Si uno logra esta unión de amor con el Señor, entonces uno no tiene que envidiar a los apóstoles ni a los contemporáneos del Cristo de Palestina, porque de hecho, ni siquiera con la  resurrección, los apóstoles llegaron a quemarse de amor a Cristo sino sólo cuando ese  Cristo,  se hizo Espíritu Santo, se hizo llama, se hizo fuego transformante por dentro, se hizo Pentecostés. Ya se lo había dicho antes y repetidamente Jesús:  “Os conviene que yo me vaya porque si yo no me voy no vendrá a vosotros el Espíritu Santo... Pero si yo me voy, os lo enviaré.. Él os llevará hasta la verdad completa”. Que la eucaristía, fuego divino de Cristo, nos queme y nos transforme en llama de amor viva y apostólica, a todos los bautizados, llamados a la santidad, especialmente a los sacerdotes, consagrados con la fuerza del Espíritu Santo, Llama viva del Amor Trinitario.  

 

VIGÉSIMO PRIMERA MEDITACIÓN

LA VIVENCIA DECRISTO EUCARISTÍA, LLAMA ARDIENTE DE CARIDAD APOSTÓLICA

 La verdad completa es la que baja de la mente al corazón y se hace vivencia. Y así fue en Pentecostés. Entonces sí que se acabó el miedo para  los apóstoles y se quitaron los cerrojos y se  abrieron las puertas y predicaron convencidos de Cristo y del Padre y del Espíritu Santo, a quienes entonces conocieron en  “verdad completa”, verdad hecha fuego y amor. Conocieron el evangelio y amaron a Cristo más profunda y vitalmente que en todas las correrías apostólicas anteriores y milagros y la misma  predicación exterior de Cristo; ahora ya estaban dispuestos a morir por Él, estaban convencidos, sentían su presencia y su fuerza porque Cristo les habló con su fuego de amor y los quemó y los abrasó con el fuego de Pentecostés. No olvidemos nunca que estas realidades sobrenaturales no se comprenden hasta que no se viven. A palo seco o conocimiento puramente teórico, incluso teológico, es como si uno creyera, como si fuera verdad, pero no es verdad completa, amada y vivida.

Pablo no vio ni conoció visiblemente al Cristo histórico, pero lo sintió muy dentro por la  experiencia mística, que da más certeza, amor y vivencia que cien apariciones externas del Señor. Y llegó a un amor y entrega, que otros apóstoles no llegaron, aunque le habían visto y escuchado y tocado físicamente. Cuando Dios baja así y toca las almas, vienen las ansias apostólicas, los deseos de conquistar el mundo para la Salvación, ganas hasta de morir por Cristo y su evangelio, como les pasó a los Apóstoles,  lo cual contrasta con tanto miedo a veces de predicar el evangelio completo, sin mutilaciones, más pendiente el profeta palaciego de agradar a los hombres que a Dios, más pendiente de no sufrir por el evangelio que de predicar la verdad completa, sobre todo a los poderosos, a los que muchas veces nos dirigimos con profetismos oficiales, que no les echa en cara su pecado ni sus errores. Cuántas mutilaciones de la verdad y del mensaje evangélico en los diálogos y en la predicación a gente poderosa en la esfera religiosa, económica o política.

También hoy tenemos profetas verdaderos, obispos, sacerdotes y seglares, que hablan claro de Dios y del evangelio, profetas que nos entusiasman, que viven pendientes y celosos de la gloria de Dios y salvación de los hermanos por la fuerza de la oración y del  sacrificio y comunión eucarísticas, verdaderos pastores de almas, siempre obedientes a la voluntad del Padre, con amor extremo, hasta dar la vida, sin que se les trabe la lengua.

El profeta verdadero de Dios sabe que siempre que predique las exigencias evangélicas, que condenan a los poderosos y molestan a la masa poco exigente, sufrirá la incomprensión y hasta la muerte de su fama, estima y carrera, porque resulta  «poco prudente» para los instalados de arriba y de abajo. Pero tiene que hacerlo porque no puede traicionar al mensaje ni al que le envía; el amor a Dios y a los hermanos ha de estar sobre todas las cosas: “Si a mí me han perseguido, a vosotros también...” “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”.

 Y así terminó el Profeta a quien tenemos que imitar. Y  así se salvó y nos salvó. Y así hay que salvar las almas. Así las han salvado siempre los santos, los que pisaron las mismas huellas de Profeta y Sacerdote y Víctima de la misión confiada por el Padre.  Hablando así, siendo profeta verdadero, es posible que no se llegue al poder y a los puestos elevados, porque esto no agrada ni a la misma Iglesia so pretexto de prudencia- prudencia de la carne-, pero Dios es su paga en gozo, juntamente con los salvados por su profetismo verdadero.

             Si lo profetas callan, los lobos actuales: muchos políticos sin sentido del hombre y de transcendencia, el materialismo de  los medios de comunicación, de tanto cantamañanas de la tele y de los tertulianos bufones de las radios irán destruyendo la identidad cristiana, la fe en Dios y en su Hijo, único Salvador del mundo. Al mundo no le salvan los políticos ni los técnicos ni los pseudocientíficos, solo hay una Salvador, es Jesucristo. Él es el único Salvador del mundo.

 Si los profetas callan, los fieles se quedarán  sin defensa, sin ayuda y orientación,  abandonados en las fauces de estos lobos devoradores de toda bondad y  verdad  cristianas sobre el hombre, la familia, la vida; si los profetas callan, entonces los címbalos sonantes de los medios, huecos y vacíos,  se convertirán en los maestros y sacerdotes de la vida, de la moral y de la familia y no recibirán  la respuesta respetuosa y debida desde la fe y la moral y el mensaje y la sociología cristianas. El problema de la fe se ha convertido en problema moral ahora en España, no hay moral, se mata a los niños y ya todo está aceptado. De esta forma nos destruimos en todos los sentidos: humano, moral y religioso. Por culpa de tanto silencio profético, muchas ovejas, multitudes de bautizados están desorientadas y van muriendo poco a poco para la fe y para la vida de una Iglesia ridiculizada y un evangelio directamente perseguido desde estos modernos púlpitos tan poderosos.

Hay que estar más pendientes y hablar más claro a las multinacionales de la pornografía y del consumismo, a los materialistas del ateísmo práctico, de una vida sin Dios, que son los que quieren gobernar hoy y regular toda la vida de los hombres  con leyes de vida, de educación y de ética  contrarios al evangelio... que fabrican niños, jóvenes y adultos que les puedan votar según sus ideologías y les puedan comprar sus productos inmorales y consumistas fabricados por los poderosos del dinero y,  en definitiva, manipulan todo para que todos  piensen, vivan y se diviertan y se casen y practiquen el aborto y la eutanasia como ellos quieren para sus fines egoístas.

Aquel niño de hace quince o veinte años es el hombre de hoy, el cristiano del divorcio y del adulterio y del aborto, del amor   libre, de las parejas de homosexuales o de hecho, de niños por encargo de laboratorio, el de los bautizos y primeras comuniones y bodas actuales sin fe en Jesucristo... Hubo muchos silencios y cobardías por parte de la Iglesia, en orientación ética y moral humana, que no era meterse en política, sino orientar sobre las consecuencias previstas de unos votos, que iban a emplearse contra la Iglesia, contra Cristo y su evangelio, contra la moral y la vida... y así muchos católicos votaron a personas que emplearon esos votos en blasfemar contra Cristo, en perseguir su religión, su evangelio, su salvación, en negar o impedir la enseñanza religiosa... Ahora ya sabemos a donde llevaron esos votos y opciones políticas de una mayoría católica. No se puede decir sí y  no a Cristo a la vez, no se puede estar con Cristo y contra Cristo a la vez,  no podemos ayudar a los que nuevamente lo han crucificado y se mofan de Él, a los que han machacado los principios morales  reguladores de la familia, del concepto del hombre y de la vida, esenciales para la fe y la vivencia del cristianismo.

Todos tenemos que hablar más claro, los seglares, los sacerdotes y  los obispos,  sin tantos documentos puramente oficiales, a veces  tan impersonales, ambiguos e insulsos que no se entienden y aburren, mientras los lobos van destrozando el rebaño de Cristo,  y las ovejas no han tenido quien las defendiera clara y abiertamente. Pero no duele Dios, no duele Cristo, no duelen las eternidades de los hermanos, no duele el proyecto del Padre, la entrega del Hijo, el Amor-gloria de nuestro Dios; duele más  no salir zarandeado en la televisión o en la prensa,  duele más  mi puesto, mi falsa prudencia, mi fama que quedaría destrozada por los lobos de turno, que dominan la tele, los medios, la prensa. Qué testimonios tan maravillosos de obispos y sacerdotes tuvimos también en aquellos comienzos de la democracia Pero fueron pocos, muy pocos. Estos sí que hablaron claro y se les entendía perfectamente lo que decían y querían expresar. Pero tristemente la mayoría fueron «prudentes» y esto ha hecho mucho daño en España.

Repito: No nos salva la técnica, ni los medios de comunicación,  ni tanto cantamañanas de la tele, ni el consumismo, ni los políticos, dueños hoy absolutos de la verdad sobre el hombre, la vida, la familia, que tanto daño han hecho con sus leyes y siguen haciendo, sólo hay un Salvador, es Jesucristo. Y esto hay que creerlo muy de verdad, mejor, hay que vivirlo para predicarlo. Nos hacen falta almas de oración profunda y unión verdadera con el Señor.

Y nada de extremismos de ningún tipo ni de gestos llamativos, simplemente hay que predicar el evangelio, a Cristo, el mismo ayer, hoy y siempre. Y por favor, no llamar prudencia a la cobardía de la carne. Y hacerlo siempre con entrañas de misericordia, de perdón, de acogida, la misma que Dios emplea con nosotros, en toda la historia de la Salvación, personal y comunitaria. Para eso, hoy y siempre hay que estar dispuestos a dar la vida, hay que estar muy convencidos para predicarlo, hay que llegar a ciertos niveles de intimidad y vivencia de oración y vida espiritual,  como lo estuvieron desde Abrahán y Moisés hasta los últimos perseguidos, torturados y mártires. Todos ellos han vivido y profesado los sentimientos de San Pablo, que llegó a vivir y decir convencido: “Estoy crucificado con Cristo, vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi, y mientras vivo en esta carne, vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí”. Para mí la vida es Cristo y una ganancia el morir”.

San Juan de la Cruz, recogiendo sus propias vivencias y la de otros muchos, que se confiaron a él,  lo expresó repetidas veces. Para él vale la pena morir al propio yo, lleno de cobardías e imperfecciones y que busca su comodidad y el no sufrir, aunque  lo exijan Cristo y su evangelio,  vale la pena pasar por la noche de la purificación y del dolor de todo lo que no es Dios en nosotros, como lo expresa al Santo en la misma nota que pone en su libro de la Noche: « (Nota: «Noche oscura: Canciones de el alma que se goza de haber llegado al alto estado de la perfección, que es la unión con Dios, por el camino de la negación espiritual. Del mesmo autor)» (IN 5) . 

El apóstol identificado con JESÚS-CRISTO-VERBO atrae toda la ternura del Padre, que lo pronuncia y lo llama hijo en el Hijo, y lo recrea y se embelesa contemplándolo en su esencia-imagen, que es su Verbo- Palabra de canción eterna  silabeada y cantada con amor esencial y personal de Espíritu Santo, y lo pronuncia y lo envía eternamente presente en su Verbo eterno y  ha entrado así en el seno íntimo del Ser por sí mismo del infinito ser y amor trinitario participado.

Y por la humanidad  prestada e identificada totalmente con el Verbo-Cristo-Jesús es también “o Kyrios”  Señor, sentado a la derecha del Padre, dispuesto con entrañas de ternura y misericordia a juzgar a los que fue enviado... Quien condenará entonces?.¿ será el Padre que nos envió al que más quería?)será el Hijo que murió por amor extremo? ¿será el Cristo resucitado, eucaristía perfecta hasta la locura, hasta los extremos de la entrega total ?  ¡ Oh la gloria del apóstol en el Apóstol por su eucaristía divina, Verbo Eternamente enviado y encarnado y pronunciado con amor de Espíritu Santo en un trozo de pan...! «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven Señor Jesús»».

          Hoy, como siempre, para ser testigo del Viviente, la Iglesia   necesita la experiencia, la vivencia del Dios vivo. Siempre la ha necesitado, pero hoy más que otras veces, por el secularismo y materialismo reinante, que destruye a Dios y la fe en El. Falta experiencia del Padre creador y origen del proyecto de amor sobre el hombre; del Cristo salvador y obediente, amante hasta el extremo de dar la vida; del Espíritu  santificador que habita y dirige las almas. Falta sentir con Cristo y debiera ser la cosa más natural, porque todos hemos sido injertados en El por el santo bautismo y llamados por tanto a esta vivencia de amistad y sentimientos con El. Y cuanto más arriba está uno en la iglesia, más necesaria es esta experiencia, porque si los montañeros que deben dirigir la escalada de la liberación de los pecados, de la vida cristiana, de la unión con Dios, de la oración, del entusiasmo por Cristo y su reino de vida humana y divina, no tienen experiencia del camino ni conocen las etapas y rutas principales del monte del amor divino, por no haberlo recorrido personalmente,  mal pueden dirigir a otros en su marcha hasta la cima, aunque lo tengan por encargo y misión. Hacia aquí debe dirigirse principalmente la formación permanente de los pastores, hacia la dimensión espiritual.

Grave sería que esto fallase en la  misma formación de los candidatos, por falta de profesores o formadores aptos, porque entonces no tendríamos esa  formación  ni siquiera teóricamente, quiero decir,  los conocimientos teóricos de oración, santidad, unión con Dios... absolutamente necesarios para recorrer este camino del envío apostólico. Y más grave  todavía, si fallan los responsables de dirigir a los mismos pastores. Me refiero a los señores  Obispos o responsables diocesanos, porque al no vivir  «estas cosas», no se ocupan ni preocupan de ellas, y envían sin provisiones de lo esencial y vital para un camino tan importante: sembrar, cultivar y recolectar eternidades, no vidas de solo cien o doscientos años, sino que han de vivir o morir eternamente; sin haberlo preparado ascéticamente les envían a un camino tan exigente: prestar a Cristo la propia humanidad; y consiguientemente tan duro, sobre todo al principio, porque ponen tareas divinas, transcendentes y eternas en hombros o vasijas de barro,  y para un camino tan largo, porque es para toda la vida.

Necesitamos maestros de oración y vida espiritual, de unión con Cristo, fundamento de todo envío y vida apostólica. Necesitamos más entusiasmo, más vida, más gozo, más experiencia de Dios en sacerdotes y obispos.

Cristo, la Iglesia que Él instituyó y quiere,  no necesita tanto de programadores pastorales ni de organigramas ni de técnicas, sino de personas que tengan su espíritu, que le amen y se hayan encontrado con Él, como Pablo, Juan, todos los Apóstoles verdaderos que a través de los siglos existieron y seguirán existiendo. Así  lo exigió  y lo predicó en su vida y  evangelio:“sin mí no podéis hacer nada... yo soy la vid, vosotros los sarmientos...el sarmiento no puede dar fruto si no está unido a la vid”.

Jesús repitió a los Apóstoles que era necesario que Él se marchase al cielo, para enviarles el Espíritu Santo, que les había de llevar hasta la verdad completa. Verdad completa es la que no se queda solo en la inteligencia sino que llega al corazón y lo quema como les pasó a ellos, que, al sentir a Cristo hecho llama y fuego el día de Pentecostés, quitaron los cerrojos y abrieron las puertas y predicaron claro y sin miedo, cosa que no hicieron incluso cuando le habían visto resucitado. Ahora lo ven no desde fuera sino desde dentro, desde la vivencia.  

Necesitamos testigos del Viviente, que  habiendo experimentado en sí mismo la liberación de sus pecados y el gozo de su encuentro, puedan luego decirnos que Cristo existe y es verdad, que el evangelio es verdad, que la vida eterna es verdad, porque la han experimentado...y luego puedan comunicarlo  por contagio, con una vida silenciosa, callada y sin grandes manifestaciones llamativas. Vidas sencillas de tantos sacerdotes olvidados, dando su vida por Cristo, en los pueblos de nuestra diócesis y de toda la Iglesia.  Porque todo lo que es amor a Cristo y a su Iglesia, se comunica principalmente por contagio, como el fuego, con palabras y hechos contagiados de amor quemante. Y hay que contagiar mucho y quemar más de Cristo a este mundo y no quedarnos principalmente en estructuras, medios y reformas puramente externas, que si luego no van llenas de amor a Dios, no son capaces de cambiar el corazón de los hombres.

Son muchos en la Iglesia los que opinan así. Hoy que se habla tanto del compromiso solidario y del voluntariado con los más pobres, la Madre Teresa de Calcuta, que ha tocado la pobreza como pocos, que ha curado muchas heridas, que ha recogido a los niños y moribundos de las calles para que mueran con dignidad, esta nueva santa nos habla de la oración para poder realizar estos compromisos cristianamente: «No es posible comprometerse en el apostolado directo sin ser un alma de oración.. Tenemos que ser conscientes de que somos uno con Cristo, como él era consciente de que era uno con el Padre. Nuestra actividad es verdaderamente apostólica sólo en la medida en que le permitimos que actúe en nosotros a través de nosotros con su poder, con su deseo con su amor»  «Cuando los discípulos pidieron a Jesús que les enseñara a orar, les respondió: «Cuando oréis, decid: Padre nuestro...No les enseñó ningún método ni técnica particular. Sólo les dijo que tenemos que orar a Dios como nuestro Padre, como un Padre amoroso. He dicho a los obispos que los discípulos vieron cómo el Maestro oraba con frecuencia, incluso durante noches enteras. Las gentes deberían veros orar y reconoceros como personas de oración. Entonces, cuando les habléis sobre la oración os escucharán.... La necesidad que tenemos de oración es tan grande porque sin ella no somos capaces de ver a Cristo bajo el semblante sufriente de los más pobres de los pobres... Hablad a Dios; dejad que Dios os hable; dejad que Jesús ore en vosotros. Orar significa hablar con Dios. Él es mi Padre. Jesús lo es todo para mí»[11].     

Quiero ahora citar a otro autor moderno: «En el campo eclesial hay actualmente un exceso de palabras, como lo hay de actividades que no son siempre el fruto madurado al calor de la contemplación, el desbordar de una experiencia mística. Podrá una Iglesia así ofrecer el marco adecuado para que los hombres de hoy puedan tener la experiencia de Dios? Me temo que no. Y me duele tener que hacer esta constatación, porque el mundo de hoy está enfermo de ruidos y necesita urgentemente una cura de silencio, de sosiego, de retorno a los umbrales del ser. ¿Y quién mejor que la Esposa del Verbo Encarnado para enseñar a la humanidad actual los caminos de la recuperación del yo profundo?

Cualquiera que conozca, siquiera mínimamente, la orientación actual de la Iglesia, podrá  convenir conmigo en que sobra  tecnicismo pastoral, discurso homilético y catequético y falta el fuego de la palabra ( lenguas de fuego de Pentecostés) que irradia y abrasa por donde se mueve. Palabra que sólo puede ser la de una experiencia compartida. Palabra que se amasa y cuece en el largo silencio de la contemplación.

El silencio es garantía de eficacia evangelizadora. El siglo venidero pedirá cuentas a unas iglesias que no acertaron a dar la primacía pastoral al cultivo del silencio interior, preámbulo y requisito de todo encuentro vivo con el Señor. Antes y más que los imperativos de un dogma, una moral, un culto, una disciplina, una acción social, debe hoy la iglesia educar en la vida interior, en el camino orante en el seguimiento del carisma contemplativo de Jesús de Nazaret... como la auténtica obediencia ( estar a la escucha) de la fe, para llegar así a ser instrumento válido del reino.       Nunca han faltado en la Iglesia, - ni faltan hoy las voces que, proféticamente (es decir, en nombre del Dios vivo) invitan a todos los creyentes a perderse el la aventura del silencio del corazón. Si, según la expresión de D. Bonhoeffer, «la palabra no llega al que alborota, sino al que calla», tenemos que ayudar con todos los medios a nuestro alcance al hombre de hoy ( que alborota demasiado) a que aprenda a callar, a escuchar en profundidad, a fín de que pueda ser alcanzado por la Palabra, que quiere engendrar en él vida divina... Juan de Yepes introduciría en sus Dichos de Luz y Amor, 98: «Una palabra pronunció el Padre y fue su Hijo; esa Palabra habla siempre en el eterno silencio y en silencio tiene  que ser escuchada por el alma»[12]

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En este punto,  añado unas notas de San Juan de Avila, escritas con motivo de los Concilios de su tiempo, notas muy interesantes y siempre actuales para la Iglesia Universal y Particular, en las que todo el afán o el principal es a veces reuniones y más reuniones, asambleas, sínodos para  programaciones de apostolado y poco  sobre la espiritualidad de esa misma evangelización, o muy poco  en la reforma y santidad de vida de los seminarios y evangelizadores, que nunca se logrará por decretos como San Juan de Avila  afirma en este  memorial primero al Concilio de Trento (1551).

«El camino usado de muchos para reformación de costumbres caídas suele ser hacer buenas leyes y mandar que se guarden so graves penas, lo cual hecho tienen por bien proveído el negocio. Mas  como no hay fundamento de virtud en los súbditos para cumplir estas buenas leyes, y por esto les son cargosas, han por fuerza de buscar malicias para contraminarlas, y disimuladamente huir de ellas o advertidamente quebrantarlas. Y como el castigar sea cosa molesta al que castiga y al castigado, tiene el negocio mal fin, y suele parar en lo que ahora está: que es mucha maldad con muchas y muy buenas leyes».

«Saquemos, pues, por estas experiencias en iglesias particulares lo que de estos mandamientos puede resultar en toda la Iglesia, pues que por una gota de agua se conoce el sabor de toda el agua de la mar. Y entenderemos, por lo que vemos, que aprovecha poco mandar bien si no hay virtud para ejecutar lo mandado y que todas las buenas leyes no aprovecharán más que decir el maestro a los niños: sed buenos, y dejarlos. Y esto torno a afirmar que todas las buenas leyes posibles a hacerse no serán bastantes para el remedio del hombre, pues que la de Dios no lo fue. (Gracias a Aquel que vino a trabajar para dar fuerza y ayuda para que la Ley se guardase, ganándonos con su muerte el Espíritu de la Vida, con el cual es el hombre hecho amador de la Ley y le es cosa suave cumplirla!

Si quiere, pues, el sacro Concilio que se cumplan sus buenas leyes y las pasadas, tome trabajo, aunque sea grande, para hacer que los eclesiásticos sean tales, que more en ellos la gracia de la virtud de Jesucristo, lo cual alcanzado, fácilmente cumplirán lo mandado, y aun harán más por amor que la Ley manda por fuerza. Mas aquí es el trabajo y la hora del parto, y donde yo temo nuestros pecados y la tibieza de los mayores: que, como hacer buenos hombres es negocio de muy gran trabajo, y los mayores, o no tienen ciencia para guiar esta danza, o caridad para sufrir cosa tan prolija y molesta a sus personas y haciendas, conténtanse con decir a sus inferiores: «Sed buenos, y si no, pagármelo habéis»..... provéase el Papa y los demás en criar a los clérigos, como a hijos, con aquel cuidado que pide una dignidad tan alta como han de recibir, y entonces tendrán mucha gloria en tener hijos sabios y mucho gozo y descanso en tener buenos hijos, y gozarse ha toda la Iglesia con buenos ministros».

VIGÉSIMO SEGUNDA  MEDITACIÓN

EL SACERDOTE CATÓLICO, PRESENCIA SACRAMENTAL DE CRISTO

(Carta a cinco nuevos sacerdotes)

Muy queridos  hermanos sacerdotes José Antonio, David, Francisco, José María, Milla y Luis Diego: Mañana, sin darte importancia, Cristo estará en tus manos sacerdotales. Lo vas a fabricar tú, con tus dedos de barro; tú serás el operario de la Eucaristía y lo harás, cuando quieras, pero no de cualquier modo, siempre con mucha fe, con mucho amor, como El en la Cena, temblando de emoción, con el pan en las manos.

¡Qué grande es ser sacerdote!  «Otro Cristo», prolongación de su evangelio, de su vida, de su salvación, de su adoración al Padre y entrega a los hombres hasta la muerte....Entre todos los motivos de la grandeza sacerdotal, fíjate solo en éste, eres fabricante de la Eucaristía. Sin Eucaristía no hay Iglesia y sin sacerdotes no hay Eucaristía. Cristo, la Iglesia no pueden existir y permanecer sin vosotros.  Por eso, El obedecerá una vez más a tu voz, y harás a Jesucristo-Eucaristía y harás presente sobre el altar todo su misterio de salvación, desde que en el seno trinitario dijo al Padre:“no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad” hasta la consumación y la aceptación total del Padre resucitándolo para que todos tengamos eternidad y vida nueva.  Y todo esto lo harás tú nuevamente presente en un trozo de pan, porque Cristo te ha escogido y se fía de tí,  te ha preferido entre millones de jóvenes y se ha entregado a tí, traicionado por su amor de personal predilección por tí. ¡Cuánto te ama!  ¡Qué poder dio Jesús a los sacerdotes!¡ Qué confianza deposita en ellos! Y volverá a ser Navidad y Pascua cada día, porque tú lo quieres. Así lo quiso Jesús en aquella noche santa, en que “habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo...”, hasta el extremo de su amor, del tiempo y de sus fuerzas. Aquella noche santa, a un mismo impulso de amor, nacieron la eucaristía y los sacerdotes.

Yo creo, Señor, creo en tu sacerdocio, creo en su poder y grandeza, haz que sea digno de tu confianza, de tu misión y encargo. Yo quisiera que cuando digo “esto es mi cuerpo, ésta es mi sangre” -el de Cristo no el de Milla, Luisdi... etc.- fuera tan verdad, que como es Jesús,  el que vuelve a decir estas palabras por mis labios... el que vuelve a consagrar su cuerpo..., yo quisiera sentir su sangre en mi sangre y los latidos de su corazón en el mío y sus deseos en mis deseos y sus ansias de amor al Padre y a los hombres dentro de mí, para poder luego hacer las mismas acciones que El y tener la misma entrega que El y la misma pasión por los hombres, mis hermanos, que El. Y que fuera tan de verdad esta suplencia de mi humanidad por la suya,  no solo en la consagración sino durante todo el día, que  El  actuara en mí como si yo fuera El, como si mi cuerpo fuera el suyo, mi humanidad la suya....yo quisiera que fuera tan perfecta la identificación de mi vida con la suya, que el Padre, al inclinarse sobre esta pobre criatura, que soy yo, el Padre no notara diferencia entre  Jesús y yo, y no viera en mí sino al Amado, en quien El ha puesto todas sus complacencias.

Queridos hermanos sacerdotes de Cristo Jesús: Así lo pensé yo cuando me ordené sacerdote y lo puse en la estampa de mi primera misa: «REPRODUCIR A CRISTO ANTE LA FAZ DEL PADRE». Al menos éste es y sigue siendo siempre mi deseo aunque, como vosotros mismos podéis constatar, me he quedado muy lejos del ideal soñado. Pero no pierdo la esperanza.  «Oh Fuego abrasador, Espíritu de mi Dios, venid sobre mí para que en mí se realice una como encarnación del Verbo, que venga yo a ser para Él una humanidad supletoria en la que Él renueve todo su misterio. Venid a mí como Adorador, como Salvador, como Redentor». Amigos:  Rezad ahora con más fuerza esta oración porque se ha hecho realidad en vosotros por la epíclesis del día de vuestra ordenación.

Ahora podéis decir: Espíritu Santo, de la misma forma que en el seno de la Virgen formaste el  cuerpo y la humanidad de Cristo, así has transformado por tu poder y la gracia del sacramento del Orden todo mi ser y existir, haciéndome presencia sacramental de Cristo.

Haz de mi vida una humanidad supletoria de la de Cristo, porque El destrozó la suya en la cruz y ahora, resucitada, está oculta en el pan consagrado y así no le vale para la temporalidad de este mundo. Yo quiero ser su visibilidad y transparencia en el mundo, quiero ser su  humanidad supletoria, para que El prolongue en mí y por mí su sacerdocio y su misión en la tierra, y siga adorando al Padre hasta la muerte, porque esto quiero que sea lo primero en mi vida  y siga también salvando y  redimiendo a los hombres –“quiero suplir en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo”--, porque para esto me ha llamado: “ llamó a los que quiso para estar con El y enviarlos a predicar”.

En la Eucaristía está el cuerpo glorioso y resucitado de Cristo. Aún conserva en sus manos y pies las huellas de la pasión. Está el cuerpo que trabajó y se cansó, que cedió a la tentación del sueño en la barca, que sufrió por nosotros. Está el cuerpo que sufrió hambre en el desierto, que sufrió sed y pidió agua a la samaritana y en la cruz no pudo callar su sed abrasadora. El cuerpo que recorrió sin aliento todos los caminos de Palestina predicando el reino de Dios, el cuerpo coronado de espinas, flagelado y llagado por lanza y por clavos. Éste es el cuerpo que consagráis y tenéis que sustituir. Imposible... pero para eso se hace presente el Señor en la Eucaristía, para consagrarnos,  para alimentarnos con su cuerpo y alma, para ayudarnos con su presencia permanente en el sagrario. Él estará siempre junto a vosotros en la eucaristía, El nos guiará, nos corregirá, nos dirá lo que tenemos que ir haciendo.

Sed totalmente eucarísticos, que la eucaristía sea el alma de vuestra alma, la vida de vuestra vida, que el sagrario nunca sea un trasto más de la Iglesia sino el Señor, el confidente, el amigo que siempre está en casa. Tratadlo siempre bien, en misa y fuera de misa: “Es el Señor”.

¡Qué grande es ser sacerdote! Celebrad siempre con devoción y entrega, comulgad siempre con sus sentimientos de ofrenda y salvación, adorad su presencia siempre ofrecida en amistad y pidiendo correspondencia.

La eucaristía, salida del amor extremo de Cristo a los hombres, es lo primero y más  importante de vuestro sacerdocio y debe revolucionar toda vuestra vida ahora y siempre. Tratad al Señor y adoradlo con el mismo respeto y amor que lo hizo siempre ella, la buena, la dulce, la guapa, la todo-terreno, no la olvidéis, la Madre. Que ella os enseñe y os ayude.

Hermano sacerdote joven: Ayer te obedeció el Señor y bajó del cielo a la tierra. Hoy volverá a hacerlo. ¡qué grande es el sacerdote! Cómo te adoro, Señor. Y no bajas muerto, inerte, sin vida, bajas lleno de amor de entrega, vienes lleno de resurrección y de vida para todos. Vienes para ser comido: “Tomad y Comed... Tomad y Bebed...”  Señor, Tú estás, en el pan consagrado, vivo, vivo y resucitado.

Hermanos sacerdotes recién estrenados: La Eucaristía es el memorial de su pasión, muerte y resurrección: hacedlo siempre despacio, con veneración y respeto. La Eucaristía es comulgar con el cuerpo y alma y sentimientos de Cristo: hacedlo con verdad, con deseos de comerlo, con hambre de El. La Eucaristía es presencia de amistad siempre ofrecida en el sagrario: correspondedle con vuestra amistad. Es lo que busca.

El sí que  ama de verdad. Os lo digo yo. El sí que merece todo nuestro amor, nuestra vida, nuestro tiempo, nuestra entrega, nuestra adoración. Como hermano mayor y  sacerdote me uno a vosotros para decirle: SEÑOR JESUCRISTO, TE QUEREMOS, TE QUEREMOS, TE QUEREMOS. Como hermano y sacerdote mayor me uno a vosotros para darle gracias por el don del sacerdocio y gritar muy fuerte con todos  vosotros. ¡ALABADO SEA  JESUCRISTO, SACERDOTE ETERNO! A ÉL  GLORIA Y ALABANZA POR LOS SIGLOS DE LOS SIGLOS. AMÉN

 

VIGÉSIMOTERCERA MEDITACIÓN

 LA ESPIRITUALIDAD DELA EUCARISTÍA COMO MISA

 

PARTICIPACIÓN RITUAL Y PARTICIPACIÓN ESPIRITUAL EN LA EUCARISTÍA

 

El sacrificio de Cristo en la cruz, anticipado en la Última Cena y presencializado como memorial en cada Eucaristía, es un sacrificio perfecto de alabanza, adoración, satisfacción, impetración y obediencia al Padre, que no necesita  ningún otro complemento y ayuda. Según la Carta a los Hebreos, es completo en su eficacia y se ofreció “de una vez para siempre” (Hbr 7, 8), no como los del AT que necesitaban ser repetidos continuamente. Sin embargo, nosotros vamos a hablar ahora de celebrar la Eucaristía como sacrificio completo, no por parte de Cristo, que siempre lo es, como acabamos de decir, sino por parte nuestra, que podemos participar más o menos plenamente en sus gracias y beneficios, identificarnos más o menos plenamente con los sentimientos y actitudes de Cristo.

       Hay muchas formas de participar en la santa Eucaristía, en el sacrificio de Cristo, por parte de la Iglesia, del sacerdote y de los fieles.Nosotros ahora vamos a profundizar un poco en esa participación que Cristo quiere y la celebración eucarística nos pide y que nosotros llamamos personal y espiritual: “Haced esto en memoria mía... el que me come vivirá por mí... las palabras que yo os he hablado son espíritu y  vida...,” Jesús quiere una participación “en espíritu y verdad”,  pneumatológica, en Espíritu Santo, tal como Él la  celebró, con sus mismos sentimientos y actitudes, que supere  la celebración meramente ritual o externa. La participación ritual, como su mismo nombre indica, consiste en cumplir los ritos de la Eucaristía, especialmente los de la consagración y así la Eucaristía se realiza plenamente en sí misma, presencializando todo el misterio de Cristo por el ministerio del sacerdote.

       La participación espiritual, hecha con fuego y amor de Espíritu Santo, es la asimilación y participación personal y pneumatológica del misterio, que trata de conseguir la mayor unión con los sentimientos de Cristo, y de esta forma la mayor asimilación y participación personal en el misterio por parte del sacerdote y de los participantes conscientes y activos. Es una apropiación más personal y objetiva del Espíritu de la santa Eucaristía.

La participación ritual se consigue por la sola  ejecución de los gestos y de las palabras requeridas para el signo sacramental, haciendo presente sobre el altar lo que significan estos gestos y palabras, esto es, de convertir el pan y el vino consagrados en una ofrenda del sacrificio de Cristo por parte de toda la Iglesia, independientemente de los sentimientos personales del sacerdote oferente y de la comunidad. Aunque el sacerdote celebre distraído y los fieles no tuviesen atención o devoción alguna Cristo no fallaría en su ofrenda, que sería eficaz para el Padre y la Iglesia, conservando todo su valor teológico y fundamental para Cristo y el Padre, que llevaría consigo la aplicación de los méritos del calvario por medio de la ofrenda del altar, prescindiendo de la santidad del sacerdote o de los oferentes.

       Sin embargo, la Iglesia no se conforma con esta participación ritual y nos pide a todos una participación «consciente y activa», por medio de gestos y palabras, que deben llevarnos a todos los presentes a una participación más profunda, “en espíritu y verdad”, con identificación total con los sentimientos del amor extremo, adoración, actitudes y entrega de Cristo al Padre y a los hombres. La participación espiritual nos llevará a una experiencia más personal del sacrificio de Cristo, asimilando por la gracia los   sentimientos del Señor en su vida y en su sacrificio. Y ésta es la participación plena, que nos piden Cristo y la Iglesia: «Los fieles, participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella» (LG 11); «por el ministerio de los presbíteros se consuma el sacrificio espiritual de los fieles en unión con el sacrificio de Cristo» ( PO 2).

       El Vaticano II lo expresa así: «La santa Madre Iglesia desea ardientemente que se lleve a todos los fieles a aquella participación plena, consciente y activa en las celebraciones litúrgicas que exige la naturaleza de la liturgia misma, y a la cual tiene derecho y obligación, en virtud del bautismo, el pueblo cristiano,“linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido”» (1Ptr, 2,9; cfr 2,4-5) (SC 14). «Los pastores de almas deben vigilar para que en la acción litúrgica no sólo se observen las leyes relativas a la celebración válida y lícita, sino también para que los fieles participen en ella consciente, activa y fructuosamente» (SC 11). «La Iglesia, con solícito cuidado, procura que los cristianos no asistan a este misterio de fe (Eucaristía) como extraños y mudos espectadores, sino que participen consciente, piadosa y activamente en la acción sagrada»  (SC 48).   

       Con estos términos, la liturgia de la Iglesia pretende llevarnos a participar en plenitud de los fines y frutos  abundantes del misterio eucarístico mediante una  participación plenamente espiritual, en el mismo Espíritu de Cristo, no sólo en sus gestos y palabras.

       El Papa Juan Pablo II en su última Encíclica Ecclesia de Eucharistia nos dice: «La eficacia salvífica del sacrificio se realiza plenamente cuando se comulga recibiendo el cuerpo y la sangre del Señor: De por sí, el sacrificio eucarístico se orienta a la íntima unión de nosotros, los fieles, con Cristo mediante la comunión: le recibimos a Él mismo, que se ha ofrecido por nosotros; su cuerpo, que Él ha entregado por nosotros en la Cruz, su sangre “derramada por muchos para perdón de los pecados” (Mt 26,28). Recordemos sus palabras: “Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí” (Jn 6, 57). Jesús mismo nos asegura que esta unión, que Él pone en relación con la vida trinitaria, se realiza efectivamente»   (EE 16).

       Y en el número siguiente y en relación con la   comunicación de su mismo Espíritu, añade el Papa: «Por la comunión de su cuerpo y de su sangre, Cristo nos comunica también su Espíritu. Escribe San Efrén: <Llamó al pan su cuerpo viviente, lo llenó de sí mismo y de su Espíritu y quien lo come con fe, come Fuego y Espíritu. Tomad, comed todos de él, y coméis con él el Espíritu Santo...>» (Homilía IV para la Semana Santa: CSCO 413/Syr.182, 55) (EE 17).

       La Iglesia pide este don divino, raíz de todos los otros dones, en la epíclesis eucarística. Se lee, por ejemplo, en la   Divina Liturgia de San Juan Crisóstomo: «Te invocamos, te rogamos y te suplicamos: manda tu Santo Espíritu sobre todos nosotros y sobre estos dones, para que sean purificación del alma, remisión de los pecados y comunicación del Espíritu Santo par cuantos participan de ellos» (Anáfora) (EE 17).

       Por eso, aunque el sacerdote cumpla todas sus obligaciones rituales de representar a Cristo y actuar en su nombre, si no se identifica con su Espíritu y se ofrece unido a Él como víctima y sacerdote, no cumple íntegramente su misión sacerdotal. El oficio sacerdotal en la Nueva Alianza  lleva consigo “tener en nosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús...,” porque es en el altar, en la celebración de la  Eucaristía, «centro y culmen de toda la vida de la Iglesia», donde fieles y sacerdote deben asistir no como «extraños y meros espectadores» sino «consciente, activa y fructuosamente»  «se consuma el sacrificio espiritual de los fieles en unión con el sacrificio de Cristo», «ofrecen la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella». Siendo Cristo vivo y resucitado el que se ofrece en la Eucaristía para la salvación y santificación de su Iglesia, al decirnos “y cuantas veces hagáis esto acordaos de mí...,” nos pide que hagamos presente en cada uno de nosotros su emoción y amor por vosotros, su adoración al Padre, cumpliendo su voluntad con amor extremo hasta dar la vida en el momento cumbre de su vida y de la Iglesia.

       Por tanto el sacerdote tiene una doble misión: ofrecer en nombre de Cristo y juntamente participar en estas actitudes, ofreciéndose a sí mismo en su propio nombre y en nombre de los fieles, a quienes representa. En esto no hay desdoblamiento de la actividad sacerdotal. Cierto que las dos ofrendas son distintas; un sacerdote puede ofrecer válidamente el sacrificio en nombre de Cristo, y sin embargo, personalmente puede encerrarse en su egoísmo y no hacerse ofrenda con Cristo. La ofrenda de Cristo  nos da ejemplo de cómo tenemos que ofrecer nuestra vida  al Padre juntamente con Él, no solamente por  un mero formalismo ritual y mera pronunciación de las palabras de la Consagración.

       Los fieles también son llamados a compartir con el sacerdote la actitud de ofrenda personal. Hay una ofrenda que sólo cada uno de ellos puede y debe realizar, porque cada hombre dispone de sí mismo y nadie puede sustituir a los otros en esta ofrenda de sí mismo. Cada uno desempaña por tanto un papel esencial, cuando asiste y participa en la Eucaristía: presentar en unión con Cristo la ofrenda de su propia persona al Padre.

       Esta ofrenda puede realizarse de diversas maneras, y formularse de distintas formas, por ser precisamente personal, pero está claro que no consistirá nunca en los meros ritos o gestos o palabras sino que a través de lo que dicen y significan han de entrar en el espíritu y verdad de la Eucaristía con su cuerpo y su alma, su espíritu y su carne, su ser interior y exterior, con todo su ser y existir. Esto es lo que lleva consigo la celebración litúrgica, esta es su esencia y finalidad, así es cómo la liturgia de la Eucaristía alcanza su objetivo, no cuando simplemente asegura una participación exterior correcta, digna y piadosa a las oraciones y ceremonias sino cuando suscita en el corazón de los cristianos una auténtica entrega de sí mismo. En cada Eucaristía los cristianos son invitados por Cristo a <acordarse> de Él y de sus sentimientos para ofrecerse con Él.

       Por eso, cada Eucaristía debe ser un estímulo para renovarse en el amor a Dios y al prójimo, en medio de las pruebas y dificultades de la vida, de las cruces y sufrimientos y humillaciones, de los fallos y pecados permanentes contra esta obediencia a la voluntad del Padre y entrega a los hermanos. La santa Eucaristía nos hace aceptar estas pruebas y sufrimiento aunque sean injustos, maliciosos y de verdadera agonía como en Cristo hasta el punto de tener que decir muchas veces:“Padre, si es posible pase de mí este cáliz…”, o lleguemos a pensar que Dios no se preocupa de nosotros y nos tiene abandonados, porque no sentimos su presencia: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado...?”

       La santa Eucaristía nos ayuda a superar las pruebas de todo tipo, uniéndonos al sacrificio de Cristo y se convierte así en la mejor y más abundante fuente de gracia, perdón, amor y generosidad, aunque a veces es a oscuras y sin arrimo alguno de consuelo aparente divino. El Espíritu Santo, Espíritu de la Eucaristía, nos ayuda como a Cristo a soportarlo y ofrecerlo todo, a ser pacientes y obedientes y pasar por la pasión y la cruz para llegar a la resurrección y la nueva vida. En la santa Eucaristía los cristianos encuentran un estímulo y ocasión de ofrecer su pasión y muerte al Padre que nos la acepta siempre en la del Hijo Amado. Haciéndolo así, los sufrimientos se soportan mejor con su ayuda y suben como homenaje a Dios y llegan hasta Él como ofrenda por la salvación de nuestros hermanos.

       Así es cómo la vida cristiana tiene que convertirse en una Eucaristía. El cristianismo es una Eucaristía, es un esfuerzo de la mañana a la noche de vivir como Cristo, de hacer de la propia vida una ofrenda agradable a Dios y a los hombres, nuestros hermanos, quitando y matando en nosotros toda soberbia, avaricia, lujuria, todo pecado contra el amor a Dios y a los hermanos, comulgando con el corazón y el alma, con los sentimientos y actitudes de Cristo; es la Eucaristía que continuamos celebrando permanentemente en nuestra vida, después de haberla celebrado con Cristo sobre el altar. La ofrenda de la Eucaristía debe brillar en todos los aspectos de la existencia cristiana, y difundir su espíritu de sacrificio libremente aceptado.

En la ofrenda del pan y del vino disponemos nuestro cuerpo, espíritu y vida a ofrecernos con Cristo al Padre, en la Consagración, por obra y potencia del Espíritu Santo, quedamos consagrados, ya no nos pertenecemos, porque hemos sido consagrados, transformados en Cristo, en sus sentimientos y actitudes, y cuando salimos fuera, como ya no nos pertenecemos, tenemos que vivir esta consagración, es decir, vivir, amar y trabajr como Cristo. El cáliz que se levanta hacia el cielo debe suscitar promesas de entrega, propósitos de perdonar y olvidar las ofensas como Cristo, intentos de reconciliación, aceptación de la voluntad o permisión divina aunque nos sea dolorosa, movimientos de amor fraterno como Cristo.

       Ésta es la espiritualidad de San Pablo, así vivía él la Eucaristía: “Estoy crucificado con Cristo, vivo yo pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí y mientras vivo en esta carne  vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí” (Gal 2,20). “Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1, 20). “Lo que es para mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo” (Gal 6, 14).“No quiero saber más que de Cristo y éste, crucificado...” “Para mí la vida es Cristo”.

Así debemos vivir todos los que participamos de la santa Eucaristía. Este debe ser nuestro grito y sentimiento más profundo también al celebrarla. La Eucaristía tiene como fin el que los sentimientos de Cristo en su ofrenda se encarnen en cada uno de los asistentes para encontrarnos preparados cuando vengan y sintamos en nosotros los sufrimientos y las persecuciones de nuestra propia pasión y muerte del yo, las persecuciones y envidias de la vida, nuestra propia crucifixión. La Eucaristía nos invita a colocarnos dentro de la ofrenda de Cristo crucificado, de la corriente de amor de esta ofrenda; así la cruz se hará más soportable: «una pena entre dos es menos pena».

       A través del pan y del vino, el discípulo se ofrece a sí mismo, dispuesto a que Cristo diga sobre su cuerpo y sobre su vida entera: “Esto es mi cuerpo entregado... ésta es mi sangre derramada...” De esta forma, el sacrificio de la Iglesia viene integrado en el mismo sacrificio de Cristo, “para completar lo que falta a la Pasión de Cristo” (1Col 1,24). Por medio del signo sacramental, el sacrificio de la Iglesia se identifica espiritualmente con el sacrificio de Cristo y llega a formar una sola ofrenda  por el mismo Santo Espíritu.

       El sacrificio de Cristo no concluye con su muerte, es eucarístico, acción de gracias por la vida nueva que nos  consigue  y que viene del Padre,  por eso le da gracias al Padre ya en la Última Cena. Éste es el proceso que Jesús acepta, no quiere sólo “entregar su vida” sino también “tomarla de nuevo” en la resurrección para Él y para todos nosotros. Su humanidad y la nuestra deben entrar en un nuevo orden de relación con el Padre. Lo que en Él ya es gracia conseguida y aceptada por el Padre por su resurrección, en nosotros se convierte en don escatológico que se hace presente como gracia anticipada de Alianza, en esperanza cierta y segura de la Pascua definitiva en la Eucaristía celebrada.

Y así se juntan el sacerdocio y la Eucaristía del cielo y de la tierra y así Cristo, los peregrinos y los santos la celebramos juntos y unidos por el mismo Espíritu Santo, potencia salvadora y resucitadora de Dios Uno y Trino. Y así la sacramentalidad de la Eucaristía mantiene siempre una relación estrecha de los celebrantes y participantes con la ofrenda existencial del Cristo glorioso y celeste, que abarca toda su vida, desde la Encarnación hasta la Ascensión a la derecha del Padre y tiende a comunicar al creyente el dinamismo de dicha ofrenda. Y así la Iglesia y los cristianos dan «por Cristo, con Él y en Él, a Ti Dios Padre Omnipotente, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. Amén»

       Celebrada así, la Eucaristía se convierte no sólo en <culmen> de la vida cristiana, en la cima más elevada de la Iglesia junto a la Santísima Trinidad, sino también en <fuente> de la misma vida trinitaria en nosotros:  

 

«Qué bien sé yo la fonte que mana y corre,

aunque es de noche.

 

1.  Aquella eterna fonte está escondida,

qué bien sé yo dó tiene su manida,

aunque es de noche

 

3. Su origen no lo sé, pues no le tiene,

más sé que todo origen della viene,

aunque es de noche.

 

4.  Sé que no puede ser cosa tan bella

 y que cielos y tierra beben della,

aunque es de noche.

 

11.  Aquesta eterna fonte está escondida

en este vivo pan por darnos vida

aunque es de noche.

 

12.  Aquí se está llamando a las criaturas,

y de esta agua se hartan, aunque a oscuras,

porque es de noche.

 

13.  Aquesta eterna fonte que deseo,

en este pan de vida yo la veo

aunque es de noche».

(San Juan de la Cruz)

VIGÉSIMOCUARTA MEDITACIÓN

 

LA  PARTICIPACIÓN  ENLA EUCARISTÍA NOS LLEVA A IMITAR Y SEGUIR A CRISTO EN SU ADORACIÓN AL PADRE,  EN OBEDIENCIA TOTAL, CON AMOR EXTREMO, HASTA DAR LA VIDA POR DIOS Y LOS HOMBRES, NUESTROS HERMANOS

 

La ofrenda de Cristo al Padre en su pasión y muerte y resurrección para salvar a los hombres es icono e imagen que debemos copiar e imitar en nuestra vida todos los participantes, sacerdotes y fieles, en la celebración de la santa Eucaristía, siguiendo sus mismas pisadas. He rezado esta mañana el himno de Laudes, 15 de septiembre, Nuestra Señora, la Virgen de los Dolores. Ella nos sirve de madre educadora de nuestra fe y modelo en la celebración del sacrificio de Cristo. Ella contemplaba y guardaba en su corazón lo que veía en su Hijo. 

       En cada Eucaristía el Señor nos repite a todos lo que dijo a la Samaritana:“Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber...”. La primera invitación del Señor es a conocer su amor, su entrega, su don, porque esto es el comienzo de toda amistad. Si no se conoce no se ama, no puede haber agradecimiento, ofrenda, alabanza, unión. Es necesaria la meditación y la reflexión para conocer la verdad del misterio celebrado para así apreciarlo y poder luego desearlo y vivirlo. Toda la Eucaristía tiene que ser orada, dialogada con el Señor.  Sin oración personal, la Liturgia no puede alcanzar toda su eficacia y plenitud. Así es cómo el corazón humano se abre al amor divino, sin el cual nosotros no podemos amar. El himno de Laudes de Nuestra Señora, la Virgen de los Dolores, es el «STABAT MATER». Y tiene bien marcados estos dos pasos que he anunciado; primero: mirar y meditar.

 

La Madrepiadosa estaba        ¡Oh cuán triste y aflicta

junto a la cruz y lloraba           se vio la madre bendita

mientras el Hijo pendía;           de tantos tormentos llena!

cuya alma, triste y llorosa,       Cuando triste contemplaba

traspasada y dolorosa,              y dolorosa miraba

fiero cuchillo tenía                del Hijo amado las penas.

Y ¿cuál hombre no llorara,       Por los pecados del mundo

si a la Madre contemplara         vio a Jesús en tan profundo

de Cristo, en tanto dolor?           tormento la dulce Madre.

Y ¿quién no se entristeciera,     Vio morir al Hijo amado,

Madre piadosa, si os viera         que rindió desamparado

sujeta a tanto rigor?                    el espíritu a su Padre.

 

       Celebrar y participar en la Eucaristía lleva consigo primero, como hemos dicho, mirar y contemplar y meditar la cruz de Cristo, los sentimientos y actitudes de Cristo en  su pasión, muerte y resurrección, que se hacen presentes todos los días en la santa Eucaristía. Todos los días, la celebración de la santa Eucaristía hace que adoremos al Dios Santo y Único, que merece nuestra adoración y obediencia total, aunque nos haga pasar como a Cristo por la pasión y la muerte de nuestro <yo>, para llevarnos a la resurrección de la nueva vida por Él, con Él y en Él, entrando así plenamente en el misterio y proyecto de la Santísima Trinidad. Esta contemplación de la cruz  es el primer paso para poder celebrar la Eucaristía “en espíritu y verdad”, como Él nos lo dijo, cuando nos prometio este misterio.

       Dice San Pablo: “Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús: El cual, siendo de condición divina... externamente como un hombre normal, se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios lo ensalzó y le dio el nombre, que está sobre todo nombre, a fin de que  ante el nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos y en los abismos, y toda lengua proclame que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre”  (Fil 2,5-11).  

       Cristo es la historia humana del Verbo encarnado, como salvación del hombre. El hombre Jesús se entregó sin reservas a Dios en nombre y en favor de todos los hombres. En virtud de su ser ontológico y existencial humano, su vida entera fue adoración existencial y cultual al Padre. Cristo realizó en toda su vida el culto supremo de adoración obedencial al Padre jamás ofrecido por hombre alguno. Con plena disponibilidad, como nos ha dicho la Carta a los Filipenses, estaba totalmente orientado hacia la voluntad del Padre, para cumplirla en adoración y obediencia total en la muerte en cruz.

       Toda su vida la consumió Cristo en obediencia total al Padre:“Mi comida es hacer la voluntad del que me envió”. Él vivió para realizar el proyecto que el Padre le había confiado, y siendo Dios se hizo nada,“se anonadó”, se hizo criatura, se hizo “siervo” en la misma Encarnación, y toda su vida la vivió pendiente de los intereses del Padre, por lo que  tuvo que sufrir muchas humillaciones durante su vida para terminar en la plenitud de su existencia, en plena juventud “haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz”. Fue el Padre, no Jesús de Nazareth, el autor del proyecto de salvación:“Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él sino que tengan vida eterna” (Jn 3,16). La Nueva Alianza fue querida por el Padre y realizada en la sangre del Hijo en adoración obedencial.

       La adoración es una actitud religiosa del hombre frente a Dios grande e infinito, inscrita en el corazón de todo hombre, mediante la cual la criatura se vuelve agradecida hacia su Creador en manifestación de amor y dependencia total de Él: “Está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, sólo a él darás culto” (Mt 4,10). La adoración ocupa el lugar más alto de la ida, de la oración y del culto. Por eso, esta actitud religiosa es esencial para avanzar en la vida espiritual de unión e identificación con Cristo. En lenguaje bíblico la palabra y el concepto de adoración significa el culto debido a Dios, manifestado a través de ciertas acciones, especialmente  sacrificiales, por las cuales venimos a decir: Dios, Tú eres Dios, yo soy pura criatura, haz de mí lo que quieras. Por adoración el hombre se ofrece a Dios en un acto de total sumisión y reconocimiento de su grandeza como Ser Supremo y lo significaba con la muerte de animales y ofrendas. El elemento principal de ella es la entrega interior del espíritu a Dios, significada a veces, con gestos externos. La palabra más adecuada para expresar este culto es latría, que significa propiamente este culto rendido solamente a Dios.

 

ADORACIÓN AL PADRE 

 

Nuestra adoración a Dios es la que garantiza la pureza de nuestro encuentro con Él y la verdad del culto que le tributamos. Mientras el hombre adore a Dios, se incline ante Él, como ante el ser que “es digno de recibir la potencia, el honor y la soberanía”, el hombre vive en la verdad y queda libre de toda sospecha y mentira, porque la vida es el supremo valor que tenemos y entregarla sólo se puede hacer por amor supremo. 

       Este sentido, esta actitud de adoración ante el Dios Grande hace verdadero al hombre, y lo centra y da sentido pleno a su ser y existir: por qué vivo, para qué vivo, reconoce que sólo Dios es Dios y el hombre es criatura. Se libera así de la soberbia de la vida, del pecado del mundo de todos los tiempos, adorador del propio “yo”, a quien damos culto idolátrico de la mañana a la noche: “Mortificad vuestros miembros terrenos, la fornicación, la impureza, la liviandad, la concupiscencia y la avaricia, que es una especie de idolatría, por la cual viene la cólera de Dios sobre los hijos de la rebeldía” (Col 3, 5-6).

       Frente al precepto bíblico“Al Señor tu Dios adorarás y a él sólo darás culto”, el hombre de todos los tiempos lleva dentro de sí mismo el instinto de adorarse a sí mismo y  preferirse a Dios. Es la tendencia natural del pecado original. Todos, por el mero hecho de nacer, venimos al mundo con esa tendencia. Podemos decir que cada uno, dentro de sí mismo, lleva un ateo, unas raíces de rebelión contra Dios, que se manifiesta en preferirnos a Dios y darnos culto sobre el culto debido a Dios, que debe ser primero y absoluto. Mientras lascosas nos van bien, no se rebela, aunque siempre está actuando y no somos muchas veces conscientes. Pero cuando tenemos sufrimientos y cruces, cuando nos visita la enfermedad o el fracaso, nos rebelamos contra Dios: ¿Dónde está Dios? ¿Por qué a mí? En el fondo siempre nos estamos buscando a nosotros mismos. Por eso, cuando estoy dispuesto a ofrecer el sacrificio de mí mismo en el dolor y sufrimiento, en silencio y sin reflejos de gloria, prefiero a Dios sobre todo, y Él es el bien absoluto y primero. Y esta actitud prueba la verdad de mi fe y amor a Dios sobre todas las cosas.

       Jesús había dicho:“Nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos” (Jn 15,13). El sacrificio es una exigencia del amor. El supremo amor es el don de sí mismo, de la propia vida por el amado. El amor que pretendiese sólo la posesión del amado no sería verdadero. Por eso, la culminación del amor se encuentra en el sacrificio de la vida  y el sufrimiento moral, que producen las renuncias más íntimas, forman parte del amor auténtico. Dios es el único que puede solicitar un amor hasta dar la vida.

       Cuando se ofrece una cosa, hay que renunciar a la      posesión de la misma. Cuando  se ofrece la propia vida hay que renunciar a la soberanía sobre la propia existencia. Y este desprendimiento se expresa principalmente mediante el gesto cultual del sacrificio.  Es la expresión material, visible, de una actitud del alma, por la cual el hombre se ofrece a sí mismo mediante la ofrenda de otra cosa. Para que sea verdadero tiene que partir del amor, hacerlo desde dentro. Y esto es lo que  nos pide la celebración de la Eucaristía, unirnos al sacrificio de Cristo y hacernos con Él víctimas y ofrendas de suave olor a Dios con los sacrificios que  comporta cumplir su voluntad en la relación con Él y con los hermanos.

       El cristiano, que asiste a la Eucaristía,  tiene la alegría de saber que el sacrificio ofrecido sobre el altar, llega hasta Dios infaliblemente y obtiene la gracia por medio de Cristo. El Padre quiso que este sacrificio ofrecido una vez sobre el Gólgota mereciese toda la gracia para el hombre y quiere que siga renovándose todos lo días sobre el altar bajo la forma ritual y sacramental de la Eucaristía. Gracias a la Eucaristía, la humanidad puede asociarse cada vez más voluntariamente al sacrificio del Salvador ratificando así su compromiso con el sacrificio de Cristo, en nombre de todos, en la cruz y sabiendo que su sacrificio en el de Cristo será siempre aceptado por el Padre.

       En la economía de la Nueva Alianza la adoración de Dios tiene como centro, origen y modelo el misterio pascual  de Cristo, “coronado de gloria y honor por haber padecido la muerte, para que por gracia de Dios gustase la muerte por  todos” (Hbr 2,9b), que constituye a su vez el centro del culto y de la vida cristiana. La adoración del Padre, el reconocimiento de su santidad, de su señorío absoluto sobre la propia vida y sobre el mundo, ha sido ciertamente el móvil, la razón propulsora de toda la existencia de Cristo Jesús. Por eso la Eucaristía se convierte en el supremo acto de adoración al Padre por el Espíritu, en la adoración más perfecta, única. En la Eucaristía está el “todo honor y toda gloria” que la Iglesia puede tributar a Dios, y que necesariamente tiene que pasar  “por Cristo, con Él y en Él”.

       La carta a los Hebreos pone en boca del Hijo de Dios,“al entrar en este mundo” las palabras del salmo 40,7-9, en las que Cristo expresa su voluntad de adhesión plena y radical al proyecto del Padre: “No has querido sacrificios ni ofrendas, pero en su lugar me has formado un cuerpo... No te han agradado los holocaustos ni los sacrificios por el pecado. Entonces dije: Aquí estoy yo para hacer tu voluntad, como en el libro está escrito de mí” (Heb.10,5-7).

       Y esta actitud la vivió en todo momento. Al comienzo de su vida apostólica, cuando se retira a la oración y a la soledad del desierto para prepararse a la misión que el Padre le ha confiado, ante el tentador, proclama sin ambages, que sólo Dios es digno de adoración verdadera: “Retírate, Satanás, porque está escrito: Al Señor tu Dios adorarás y a  él sólo darás culto” (Mt.4,10). Sólo Dios es Dios, sólo Dios es digno de ser adorado por ser Primero y Último, principio y fin de la creación y del hombre. (Cfr CONCEPCIÓN GONZÁLEZ, La adoración eucarística, Madrid, 1990)

 

 

LA OBEDIENCIA

 

Hemos subrayado que el valor del sacrificio de Cristo no reside en la materialidad de derramar sangre, sino en la  obediencia al Padre, en adoración total, hasta dar la vida, como el Padre ha dispuesto. En el evangelio de Juan encontramos una declaración de Jesús que arroja mucha luz sobre esta actitud de sumisión a la voluntad del Padre, que inspira toda la Pasión: “Por eso me ama el Padre, porque yo doy mi vida para volverla a tomar. Nadie me la quita sino que yo mismo la doy. Tengo poder para darla y poder tengo para tomarla otra vez; éste es el mandato que he recibido del Padre” (Jn 10, 17-18). En esta adoración obedencial se realiza el sacrificio del Salvador.

       San Pablo ha expuesto muy concretamente en el himno cristológico de su Carta a los Filipenses, que ya hemos mencionado varias veces, el papel de la obediencia  de Cristo Jesús en la Encarnación y Pasión:“Tened en vosotros estos sentimientos de Cristo Jesús...” Este Cristo humillado, despreciado, angustiado hasta la muerte en el Huerto de los Olivos: “sentaos aquí, mientras yo voy a orar... triste está mi alma hasta la muerte; quedaos aquí mientras yo voy a orar.”   invocando al Padre, para que le libre de  ese cáliz que está a punto de beber: “Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz, pero que no se haga como yo quiero sino como tú quieres...,” por la fuerza de la oración se ha levantado decidido, dispuesto a obedecer y someterse totalmente al proyecto del Padre:“Levantaos, vamos; ya llega el que va a entregarme” (Mt 26,36-40). Cuando se levantó de su postración en el Huerto de los Olivos, el Salvador había renovado su sacrificio al Padre, ofrecido ya en la Cena. En su pasión y muerte no hizo más que cumplir lo que en esta obediencia había prometido y aceptado. En la santa Eucaristía se hacen presentes todos estos sentimientos de Cristo, en los que nosotros podemos y debemos participar haciéndonos una ofrenda con Él. Los que asisten a la Eucaristía no hacen suyo el sacrificio de Cristo si no aceptan esta actitud fundamental de obediencia y ofrenda.      

       Penetrar en el misterio de la Eucaristía es identificarse totalmente con el misterio de Cristo y someterse sin condiciones y sin reservas a una voluntad que puede conducirnos a la cruz; es aceptar obedecer a Dios hasta el heroísmo, ayudados por su gracia y su fuerza, que nos puede hacer sentir como a Pablo y a tantos santos de la Iglesia: “Me alegro con gozo en mis debilidades, para que así habite en mi la fuerza de Cristo”; “cuando soy más débil, entonces hago vivir en mí la fuerza de Dios”;  “Estoy crucificado con Cristo; vivo yo pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí y mientras vivo en esta carne, vivo en la fe del Hijo de Dios que amó y se entregó por mí”.

       Unidos a Cristo ponemos en las manos de nuestro Padre del cielo el tesoro de nuestra vida y libertad y así hacemos el don más completo de nosotros mismos en un verdadero señorío sobre todo nuestro ser y existir. De esta forma, en medio de nuestros sufrimientos y debilidades, terminaremos confiándonos totalmente al Padre: “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo...”;  “Lo que es a mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual yo estoy crucificado para el mundo y el mundo para  mí” (Gal 6,14).“Porque los judíos piden señales, los griegos buscan sabiduría, mientras que nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, locura para los gentiles, mas poder y sabiduría de Dios para los llamados...” (1Cor 1,23-24).

 

LA “HORA” DE CRISTO: FIDELIDAD AL PADRE, HASTA LA MUERTE.

 

La fidelidad de toda la vida de Jesús al Padre y a la misión que le ha confiado (cf.Jn.17, 4), tiene su momento culminante en la aceptación voluntaria de su pasión y muerte: “para que el mundo conozca que yo amo al Padre y que hago lo que el Padre me ha ordenado” (Jn.14, 30.31).

       En efecto, Cristo no aceptó la muerte de forma pasiva, sino que consintió en ella con plena libertad (cfr Jn.10, 17). La muerte para Cristo es la coronación de una vida de fidelidad plena a Dios y de solidaridad con el hombre. Él tiene conciencia de que el Padre le pide que persevere hasta el extremo en la misión que le ha confiado. Y, como Hijo, se adhiere con amor al proyecto del Padre y acepta la muerte como el camino de la fidelidad radical.

       En este proyecto entraba el que Cristo, a través del sufrimiento, conociese el valor de la obediencia al Padre. Jesús aprende, pues, la obediencia filial mediante una educación dolorosa: la experiencia de la sumisión al Padre. Con su obediencia, Cristo se opuso a la desobediencia del primer hombre (Cfr.Rom.5, 19) y a la de los israelitas (3,4-7): “Habiendo ofrecido en los días de su vida mortal oraciones y súplicas con poderosos clamores y lágrimas al que era poderoso para salvarle de la muerte, fue escuchado por su reverencial temor” (Hbr 5,7-8).

       La pasión de Cristo es presentada como una petición, como una ofrenda y como un sacrificio. Estos versículos evocan una ofrenda dramática y nos enseñan que cuando pedimos algo a Dios, si es de verdad, debe ir acompañada de nuestra ofrenda total como en el Cristo de la Pasión:“Padre mío, si no es posible que pase sin que yo lo beba, hágase tu voluntad” (Mt 26,42). Es la misma actitud que, cuando al final de su actividad pública, comprende que ha llegado “su hora”: “Ahora mi alma se siente turbada. ¿Y qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora?¡Mas para esto he venido yo a esta hora! Padre, glorifica tu nombre” (Jn 12,26-27). El deseo más grande de Cristo es la gloria del Padre. Y la gloria del Padre le hace pasar por la pasión y la muerte.

       “Y aunque era Hijo, aprendió por sus padecimientos la obediencia...”(Hbr 5,7-8). Estas palabras encierran el misterio más profundo de nuestra redención: Cristo fue escuchado porque aprendió sufriendo lo que cuesta obedecer. “El amor de Dios -escribe Juan- consiste en cumplir sus mandamientos” (1Jn 5,3; cfr. Jn 14,5.21). Aquí podemos captar mejor el significado de la Encarnación y la Redención, realizadas por obediencia al proyecto del Padre.

       Cristo, que es Hijo de Dios, no es celoso de su condición filial, al contrario, por amor a nosotros, se pone a nuestra altura humana, para hacerse verdaderamente solidario con nosotros en las pruebas. Vive una situación dramática, que le hace rezar y suplicar con “grandes gritos y lágrimas”. Aquí el autor se refiere a toda la pasión de Cristo, pero especialmente cuando en su agonía reza a su Padre:“Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz; sin embargo, no se haga como yo quiero, sino como quieres tú” (Mt 26 36-47). Esta fidelidad al proyecto del Padre no le resultó fácil a Cristo sino costosa. En el Huerto de los Olivos confiesa el deseo más profundo de toda naturaleza humana: el deseo de no morir y menos de muerte cruel y violenta. En la narración de los Sinópticos: Mt.26, 36-47; Mc.14,32-42 y Lc.22,40-45 aparece el profundo conflicto y la profunda lucha que se produce en Jesús entre el instinto natural de vivir y la obediencia al Padre que le hace pasar por la muerte: “Aunque era hijo, en el sufrimiento aprendió a obedecer” (Heb.5,8).

       Humanamente, Jesús no puede comprender su muerte, que parece la negación misma de su obra de instauración del reino de Dios. El rechazo por parte de los hombres, el comportamiento de los mismos discípulos ante su agonía y pasión, sumergen a Cristo en una espantosa soledad; toca con sus propias manos la profundidad del fracaso más absurdo. Sin embargo, incluso ante la oscuridad más desoladora, Jesús sigue repitiendo la oración dirigida al Padre con inmensa angustia:“Padre si es posible... pero no se haga mi voluntad sino la tuya”. El himno cristológico de Filipenses 2,6-11 evidencia esta obediencia radical: “Se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”.

VIGÉSIMOQUINTA MEDITACIÓN

 

TEOLOGÍA Y ESPIRITUALIDAD DE LA COMUNIÓN

 

Durante la Última Cena, la intención fundamental de Jesús fue la de instituir una comida espiritual a través de la comida material del pan y del vino, ofrenda sacramental de su sacrificio, para que todos comiéramos  su cuerpo y sangre y nos alimentáramos de su misma vida: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida... el que me coma vivirá por mí...”. El Señor instituyó esta celebración de la Alianza Nueva mediante una comida, que se convertirá en los siglos venideros en el memorial de su sacrificio, siguiendo el modelo de la antigua alianza junto al monte Sinaí: sacrificio y comida.

       Los relatos evangélicos nos muestran que las comidas en su vida apostólica fueron momentos siempre  de salvación: en casa de Simón, con la mujer arrepentida (Lc 7, 36-50), fue, por ejemplo, comida de perdón; fue comida de salvación, con los recaudadores de impuestos en casa de Leví (Mt 9, 10); encuentro de gracia, perdón y amistad con Zaqueo (Lc 19,2-10); en Betania fue  signo de amistad con los amigos Lázaro, María y Marta, incluyendo las quejas de Marta porque María permanece a los pies del Maestro (Jn 11,1). A diferencia de Juan el Bautista que ayunaba, Jesús participaba gustoso en la comidas de sus contemporáneos: “El Hijo del hombre come y bebe” (Mt 11,19).

       Esto no era nada extraño para Jesús y los Apóstoles. En la religión hebrea, en la cual ellos nacieron y vivieron, la comida tuvo siempre un papel muy importante en las relaciones de Dios con los hombres, en la ratificación de los  pactos y alianzas, que siempre se ratificaron con una comida: mediante una comida se sellan los pactos o alianzas entre Isaac y Abimelec (cfr Gen 26,26-30), entre Jacob y su suegro Labán (cfr Gen 31,53) y en concreto, en la alianza de Dios con el pueblo de Israel, donde el texto del Éxodo nos refiere una doble tradición: una, que describe al sacrificio como rito esencial de la alianza; y otra, que muestra a la comida, como expresión de esta misma alianza.

       En lo referente a esta última tradición se nos dice que los setenta ancianos de Israel, que habían subido con Moisés al monte, contemplaron a Dios: “Y luego comieron y bebieron” (Ex 24,11). A la contemplación se une la comida que confirma la introducción en la intimidad divina. Los sacrificios debían ser ofrecidos en un santuario elegido por Dios, y en el mismo lugar consagrado a Dios se tenían también las comidas. Así se restañaban y se potenciaban las relaciones de Dios con los hombres: comían en su presencia.

A la primera comida, que en su tiempo ratificó la alianza establecida con Moisés y los ancianos de Israel, corresponde la última comida, la Última Cena, que sellará la conclusión de la Alianza Nueva y Eterna en fidelidad a las promesas hechas a David: “En aquel día, preparará el Señor de los Ejércitos, para todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos. Y arrancará en este monte el velo que cubre a todos los pueblos, el paño que tapa a todas las naciones.Aniquilará la muerte para siempre.El Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros, y el oprobio de su pueblo los alejará de todo el país, -Lo ha dicho el Señor-. Aquel día se dirá: aquí está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos salvara; celebremos y gocemos con su salvación” (Is 25,6-9).

       La comida hará comprender todos los beneficios y todas las gracias que Dios dará a los hombres con aquella alianza. También en el libro de Enoch, cronológicamente más cercano a la época de Cristo, la felicidad de la vida futura está representada por la imagen de un banquete celestial: “El Señor de los espíritus habitará con ellos y éstos comerán con el Hijo del hombre; tomarán parte en su mesa por los siglos de los siglos” (62,14). La felicidad consistirá en sentarse a la mesa con el Mesías o Hijo del hombre, muy cercanos al Señor de los espíritus, es decir, a Dios.

       Naturalmente en la comida eucarística, instituida por Cristo, no es comida y bebida ordinaria lo que se come,  sino su carne gloriosa, llena de Espíritu Santo, y su sangre gloriosa, derramada por nuestros pecados.  Pero el comer es esencial en toda comida, también en la eucarística: “Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida” (Jn 6,55), con la particularidad de que en la Eucaristía Jesús no implica sólo su cuerpo y sangre, sino que se implica Él mismo entero y completo.

       En la Última Cena Jesús inaugura la comida de la Nueva Alianza, que luego continuaría celebrando después de su resurrección con la comunidad de Jerusalén, que fueron encuentros de gozo y  reconocimiento y alegría por parte de los Apóstoles. Y así se siguió celebrando la Eucaristía como comida o cena hasta que empezaron a darse los abusos de que nos habla San Pablo en su carta a los Corintios junto con el aumento de miembros en las comunidades. Entonces comenzaron a separarse Eucaristía y banquete o ágape, con el peligro que llevaba consigo de que la liturgia se  convirtiera a veces  en un espectáculo para  ver a unos comer y a otros pasar hambre, más que en una comida familiar de encuentro en la fe y en la palabra, en comida  participada. 

       Una descripción interesante de la celebración de la comunión en el siglo IV aparece en una de las instrucciones catequéticas de Cirilo de Jerusalén: «Cuando os acerquéis, no vayáis con las manos extendidas o con los dedos separados, sin hacer con la mano izquierda un trono para la derecha, la cual recibirá al Rey, y luego poned en forma de copa vuestras manos y tomad el cuerpo de Cristo, recitando el Amén. Después, una vez que habéis participado del Cuerpo de Cristo, tomad el cáliz de la Sangre sin abrir las manos, y haced una reverencia, en postura del culto y adoración y repetid Amén y santificaos al recibir la Sangre de Cristo. Luego permaneced en oración y agradeced a Dios que os ha hecho dignos de tales misterios» (S.Cirilo, CM, V 21ss). Después del siglo XII la comunión bajo la especie de vino fue desapareciendo en la Iglesia de Occidente.

 

MIRADA LITÚRGICA A LA EUCARISTIA COMO COMUNIÓN 

 

La comunión con el Cuerpo y la Sangre de Cristo no es un añadido o un complemento a la Eucaristía, sino una exigencia intencional y real de las mismas palabras de Cristo, al instituirla:“Tomad y comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo... tomad y bebed... porque ésta es mi sangre”; es decir, que si Jesús consagró el pan y celebró la Eucaristía fue para que los comensales nos alimentásemos de su cuerpo y sangre como Él mismo había prometido varias veces durante su vida.  Los apóstoles comieron su cuerpo, su sangre, su divinidad, sus deseos de inmolarse para obedecer al Padre y de darse en alimento a todos. No cabe, por tanto, duda de que tanto por la promesa, como por las palabras de la institución de la Eucaristía, Jesús quiso ser comido como  el nuevo cordero de la Nueva Pascua y Nueva Alianza, sacrificado y comido en signo de la amistad y de pacto logrado entre Dios y los hombres por su muerte y resurrección, como era el cordero de la pascua judía: Éxodo, cap. 12. No podemos dudar de este deseo de Cristo, expresado abiertamente al empezar la Última Cena:  “Ardientemente he deseado comer esta pascua con vosotros, antes de padecer,” es decir, ésta es la cena de la Pascua Nueva y en esta comida el cordero sacrificado y comido soy yo, que entrego mi vida como sacrificio y alimento por todos.

       La pascua judía era la celebración de la liberación de Egipto, del paso del mar Rojo, de la Alianza en la sangre de los sacrificios en la falda del monte Sinaí y de la entrada en la tierra prometida. La pascua cristiana, inaugurada por Cristo en la Última Cena, es la liberación del pecado, el paso de la muerte a la vida y la Nueva Alianza en la sangre de Cristo, nuevo cordero de la Nueva Alianza. Como hemos insinuado, ya desde la noche de la pascua judía, figura e imagen de la Nueva Pascua cristiana, Dios, nuestro Padre pensaba en darnos a su Hijo como nuevo Cordero de esta nueva alianza que hacía por su sangre. 

       “Yo veré la sangre y pasaré de largo, dice Dios”.Pascua significa paso, paso de Yahvé  sobre las casas de los judíos en Egipto sin herirlos, y ahora, en la nueva pascua, paso de la muerte de Cristo a la resurrección, que se convierte en  nuestra pascua, paso, por Cristo, del pecado y de la muerte a la salvación y a la eternidad. Los Padres de la Iglesia se preguntaban qué cosa tan maravillosa vio el ángel exterminador en la sangre puesta sobre los dinteles de las casas de los judíos para pasar de largo y no hacerles daño aquella noche de la salida de la esclavitud de Egipto, en que fueron exterminados los primogénitos egipcios. En uno de los primeros textos pascuales de la Iglesia, Melitón de Sardes ponía estas palabras: «¡Oh misterio nuevo e inexpresable!  La inmolación del cordero se convierte en salvación para Israel, la muerte del cordero se transforma en vida del pueblo y la sangre atemorizó al ángel. Respóndeme, ángel, ¿qué fue lo que te causó temor, la muerte del cordero o la vida del Señor? ¿La sangre del cordero o el Espíritu del Señor? Está claro qué fue lo que te espantó: tú has visto el misterio de Cristo en la muerte del cordero, la vida de Cristo en la inmolación del cordero, la persona de Cristo en la figura del cordero y, por eso, no has castigado a Israel. Qué cosa tan maravillosa será la fuerza de la Eucaristía, de la Pascua cristiana, cuando ya la simple figura de ella, era la causa de la salvación».

       Queridos hermanos: Cristo hizo el sacrificio de su Cuerpo y Sangre, y quiso hacer a los suyos partícipes del mismo, mediante una comida, una cena, un banquete. Aquí está la razón de lo que os decía al principio. Está claro que Cristo quiere que todos los que asisten a la Eucaristía participen del banquete mediante la comunión. Si no se comulga, no hay participación plena e integral en los méritos y la ofrenda de Cristo, hecha sacrificio y comida. Cuando comulgamos, no sólo comemos el Cuerpo de Cristo, sino que comulgamos también con su obediencia al Padre hasta la muerte, con la adoración de su voluntad hasta el sacrificio: “Mi comida es hacer la voluntad del que me ha enviado”. La redención y salvación que Jesús realiza en la Eucaristía llega a todo el mundo, a todos los hombres, vivos y difuntos, porque nos injerta así en la vida nueva y resucitada, prenda de la gloria futura que nos comunica: “Yo soy la resurrección y la vida, el que coma de este pan vivirá eternamente”.

       Por lo tanto, el altar, en torno al cual la Iglesia se une para la celebración de la Eucaristía, representa dos aspectos del mismo misterio de Cristo: el altar de su sacrificio y la mesa de su cena: son dos realidades inseparables. Por eso, ir a Eucaristía y no comulgar es como ir a un banquete y no comer, es un feo que hacemos al que nos invita, es tanto como dejarle a Cristo con el pan en las manos y no recibirlo, es quedar a Cristo iniciando el abrazo de la unión sacramental y quedarse sentado. Si hemos dicho que sin Eucaristía-Eucaristía no hay cristianismo, había que decir también que sin Eucaristía-comunión no puede haber vida cristiana en plenitud:“En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros” (Jn 6,53). Sabéis que muchos se escandalizaron por esto y desde aquel momento le dejaron. Hasta sus mismos apóstoles dudaron y estuvieron a punto de irse. Tuvo que preguntarles el Señor sobre sus intenciones y provocar la respuesta de Pedro: “A quién vamos a ir, tú tienes palabras de vida eterna”.

       Podemos afirmar que el sacrificio nos lleva a la Comunión, y la Comunión al sacrificio. Y en esto está toda la espiritualidad de la Comunión. Por eso, el Vaticano II, en la S. C. nos dice: «Se recomienda la participación más perfecta en la Eucaristía, recibiendo los fieles, después de la comunión del sacerdote, el cuerpo del Señor». Y añade más adelante: «...que los fieles reciban la Santísima Eucaristía los domingos y festivos, aún con más frecuencia, incluso a diario», ya que por voluntad expresa del Señor, sacrificio y banquete, Eucaristía y comunión están inseparablemente unidos.

VIGÉSIMOSEXTA MEDITACIÓN

 

ESPIRITUALIDAD DE LA EUCARISTÍA COMO COMUNIÓN

 

La Eucaristíaes el centro y culmen de toda la vida cristiana. De la Eucaristía, como misa, deriva toda la espiritualidad eucarística como comunión y presencia.En la comunión eucarística, Jesús quiere comunicarnos su vida, su mismo amor al Padre y a los hombres, sus mismos sentimientos y actitudes. Por eso, lo más importante para recibir al Señor son las disposiciones del alma, no las del cuerpo. De hecho los apóstoles comulgaron después de haber comido. Por los abusos tuvo la Iglesia que proponer unas disposiciones pertinentes al cuerpo, que hoy ya no son necesarias y van desapareciendo.

       Lo importante es que cada comunión eucarística aumente mi hambre de Él, de la pureza de su alma, del fuego de su corazón, del amor abrasado a los hombres, del deseo infinito del Padre, que Él tenía. Qué adelantamos con que se acerquen personas en ayuno corporal si sus almas están sin hambre de Eucaristía, tan repletas de cosas y deseos materiales que no cabe Jesús en su corazón. Cristo quiere ser comido por almas hambrientas de unión de vida con Él, de santidad, de pureza, de generosidad, de entrega a los demás, con hambre de Dios y sed de lo Infinito. Pero si el corazón no ama, no quiere amar, para qué queremos los ayunos.

       Comulgar con una persona es querer vivir su misma vida, tener sus mismos sentimientos y deseos, querer tener sus mismas maneras de ser y de existir. Comulgar no es abrir la boca y recibir la sagrada forma y rezar dos oraciones de memoria,  sin hablarle, sin entrar en diálogo y revisión de vida con Él, sin decirle si estamos tristes o alegres y por qué. Esto es una  comunión rutinaria, puro rito, con la que nunca llegamos a entrar en amistad con el que viene a nosotros en la hostia santa para amarnos y llenarnos de sus sentimientos de certeza y paz y gozo, para darnos su misma vida. Y luego algunas personas se quejan de que no sienten, no gustan a Jesús.

       Lo primero de todo es la fe, pedirla y vivirla, como lo fue con el Jesús histórico. Para creer y comulgar con Cristo-Eucaristía, necesitamos fe en su realidad eucarística, porque «este es el sacramento de nuestra fe». Cuando en Palestina le presentaban los enfermos, los tullidos, los ciegos. “Tu crees que puedo hacerlo, tú crees en mí, vosotros qué pensáis de mí...” y éste sigue siendo hoy el camino de encuentro con Él. A los que quieran entrar en amistad  con Él,  les  exige fe, cada vez más fe, como vemos en todos los santos, porque hay que pasar de la fe heredada a la fe personal: ¿tú qué dices de mí..?, puesto que vamos a iniciar una amistad personal íntima y profunda con Él. Todos los días hay que pedírsela: “Señor yo creo, pero aumenta mi fe”.

       Las crisis de fe, las <noches> de San Juan de la Cruz, son camino obligado para profundizar en esta fe, ayudan a potenciar la fe, la purifican, hacen que nos vayamos acomodando a los criterios del Evangelio, que pasan a ser nuestros y todo esto es con trabajo y dolor. Las crisis de fe son buenísimas, porque el Espíritu Santo quiere purificarnos, quiere quitar los falsos conceptos que tenemos sobre Cristo, su evangelio y, al quitar estas adherencias de nuestra fe heredada, se nos va la vida. Cristo quiere escuchar de cada uno: Yo creo en Tí, Señor, porque te veo y te siento, no porque otros me lo ha dicho. Superada esta primera etapa de fe como conocimiento de su persona y palabra, vendrá o es simultánea la etapa de comunión en su vida, de convertirse a Él, de vivir su misma vida, de comulgar en serio con su obediencia al Padre, con su entrega a los hombres, viene la conversión en serio que dura toda la vida, como la misma comunión: “quien coma, vivirá por mí...”, pero ahora al principio es más dura, porque no se siente a Cristo, y hay que purificar y quitar muchas imperfecciones de carácter, críticas, comodidad; aquí es donde nos jugamos la amistad con Cristo, la experiencia de Dios, la santidad de vida, según los planes de Cristo, que ahora aprieta hasta el hondón del alma.

       Para llenarnos Él, primero tiene que vaciarnos de nosotros mismos ¡Qué poco nos conocemos, Señor! ¡qué cariño, qué ternura me tengo! Señor, me doy cuenta después que lo paso. Me adoro, me doy culto y quiero que todos me lo den, sólo quiero celebrar mi liturgia y no la tuya. Y claro, no cabemos dos <yo> en la liturgia eucarística de la vida, eres Tú al que tengo que vivir hasta decir con San Pablo: “para mí la vida es Cristo,”  o “estoy crucificado con Cristo, vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí...”.  

       El primer efecto de la comunión eucarística en mi persona es la presencia real y auténtica de Cristo en mi alma para ser compañero permanente de mi peregrinaje por la tierra, para ser mi confidente y amigo, para compartir conmigo las alegrías y tristezas de mi existencia, convirtiéndolas en momentos de salvación y suavizando las penas con su compañía, su palabra y su amor permanente, destruyendo el pecado en mi vida. Porque en la comunión no se trata de estar con el Señor unos momentos, hacerlo mío en mi corazoncito, de decirle palabras u oraciones bonitas, más o menos inspiradas y de memoria. Él viene para comunicarme su vida y yo tengo que morir a la mía que está cimentada sobre el pecado, sobre el hombre viejo, que Él viene a destruir, para que tengamos su misma vida, la vida nueva del Resucitado, de la gracia, del amor total al Padre y a los hombres. 

       Si queremos transformarnos en el alimento que recibimos por la comunión, si queremos que no seamos nosotros sino Cristo el que habite en nosotros y vivir su vida, si queremos construir la amistad con Él por la comunión eucarística sobre roca firme y no sobre arena movediza de ligerezas y superficialidad, la comunión eucarística nos llevará a la comunión de vida, mortificando en nosotros todo lo que no está de acuerdo con su vida y evangelio. Nunca podemos olvidar que comulgamos con un Cristo que en cada Eucaristía hace presente su muerte y resurrección por nosotros. Para resucitar a su vida, primero hay que morir a la nuestra de pecado, hay que crucificar mucho en nuestros ojos, sentidos, cuerpo y espíritu, para poder vivir como Él, amar como Él, ver y pensar como Él. Comulgamos con un Cristo crucificado y resucitado. Hay que vivir como Él: perdonando las injurias como Él, ayudando a los pobres como Él, echando una mano a todos los que nos necesiten, sin quedarnos con los brazos cruzados ante los problemas de los hombres; Él quiere seguir salvando y ayudando a través de nosotros, para eso ha instituido este sacramento de la comunión eucarística.

       Qué comunión puede tener con el Señor el corazón que no perdona: “En esto conocerán que sois discípulos míos si os amáis los unos a los otros... Si vas a ofrecer tu ofrenda y allí te acuerdas de que tienes algo contra tu hermano...”. Qué comunión puede haber de Jesús con los que adoran becerros de oro, o danzan bailes de lujuria o tienen su yo entronizado en su corazón y no se bajan del pedestal  para que Dios sea colocado en el centro de su corazón... Esta es la verdadera comunión con el Señor. Las comuniones verdaderas nos hacen humildes y sencillos como Él: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón...”; nos llevan a ocupar los segundos puestos como Él, a lavar los pies de los hermanos como Él:“ejemplo os he dado, haced vosotros lo mismo;” a perdonar siempre: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”.

       Una cosa es comer el cuerpo de Cristo y otra comulgar con Cristo. Comulgar es muy comprometido, es muy serio, es comulgar con la carne sacrificada y llena de sudor y sangre de Cristo, crucificarse por Él en obediencia al Padre, es estar dispuesto a correr su misma suerte, a ser injuriado, perseguido, desplazado, a no buscar honores y prebendas, a buscar los últimos puestos, a pisar sus mismas huellas de sangre, de humillación, de perdón, es muy duro, y sin Cristo es imposible. Señor, llegar a esta comunión perfecta contigo, comulgar con tus actitudes y sentimientos de sacerdote y víctima, de adoración hasta la muerte al Padre y de amor extremo a los hombres, me cuesta muchísimo, bueno, lo veo imposible. Lo que pasa es que ya creo en Ti y al comulgar con frecuencia, te amo un poco más cada día y ya he empezado a sentirte y saber que existes de verdad, porque la Eucaristía hace este milagro, y no sólo como si fueras  verdad, como si hubieras existido,  sino como existente aquí y ahora, porque la liturgia supera el espacio y el tiempo, es una cuña de eternidad metida en el tiempo y en nosotros; es Jesucristo vivo, vivo y resucitado, y ya por experiencia sé que eres verdad y eres la verdad, pasa como con el evangelio, sólo lo comprendo en la medida en que lo vivo. Las comuniones eucarísticas me van llevando, Señor, a la comunión vital contigo, a vivir poco a poco como Tú. 

       Y esta comunión vital, este proceso tiene que durar toda la vida, porque cuando ya creo que estoy purificado, que no me busco, sino que vivo tu vida, nuevamente vuelvo a caer en otra forma de amor propio y la comunión litúrgica con tu muerte, resurrección y vida me descubre otros modos de preferirme a Ti, de preferir mi vivir al tuyo, mis criterios a los tuyos, mis afectos a los tuyos, que hacen que esta comunión vital contigo no sea total, y otra vez la purificación y la necesidad de Ti, así que no puedo dejar de comulgar y de orar y de pedirte, porque yo no entiendo ni puedo hacer esta unión vital, vivir como Tú, sólo Tú sabes y puedes y entiendes, para eso comulgo con hambre todos los días, por eso, me abandono a Ti, me entrego a Ti, confío en Ti, sólo Tú sabes y puedes. Y esto me llena de Ti y me hace feliz y ya no me imagino la vida sin Ti.  La verdad es que ya no sé vivir sin Ti, sin comulgar y comer la eucarístía, que eres Tú.

       El día que no quiera comulgar con tus sentimientos y actitudes, con tu vida, no tendré hambre de ti; para vivir según mis cristerios, mi yo, mi soberbia, mi comodidad, mis pasiones, no tengo necesidad de comunión ni de Eucaristía ni de sacramentos ni de Dios. Me basto a mí mismo. El mundo no tiene necesidad de Cristo, para vivir como vive, como un animalito, lleno de egoismos y sensualismo y materialismos, se basta a sí mismo. Por eso  el mundo está necesitando siempre un salvador para librarle de todos sus pecados y limitaciones de criterios y acciones, y sólo hay un salvador y éste es Jesucristo. Y las épocas históricas, y las vidas personales sólo son plenas y acertadas en la familia, en los matrimonios, entre los hombres, en la medida en que han creído y se han acercado a Él. Jesucristo es la plenitud del hombre y de lo humano.

       Para eso Él ha instituido este sacramento de la comunión eucarística: para estar cerca y ayudarnos, alimentarnos con su misma alegría de servir al Padre, experimentando su unión gozosa, llena de fogonazos de cielo y abrazos y besos del Viviente, de sentirnos amados por el mismo amor, luz y fuego a la vez, de la Santísima Trinidad, de sepultarnos en Él para contemplar los paisajes del misterio de Dios, de escuchar al Padre canturreando su PALABRA, una Canción Eterna llena de Amor Personal, pronunciada a los hombres con ese mismo Amor Personal, que es Espíritu Santo, Vida y Amor y Alma del Padre y del Hijo. Para eso instituyó Cristo la sagrada comunión. ¡Cómo me amas, Señor, por qué me amas tanto, qué buscas en mì, qué puedo yo darte que Tú no tengas...! ¡Cómo me ayudas y recompensas y estimulas mi apetito de Ti, mi hambre y  deseo de Ti!

       Las almas eucarísticas, que son muchas en parroquias,  instituciones, en la Iglesia,  no hubieran podido comulgar con los sufrimientos corredentores, que lleva consigo el cumplimiento del Evangelio y de la voluntad de Dios y  la purificación de los pecados sin la comunión sacramental, sin la fuerza y la ayuda del Señor. Y es que sólo cuando uno a través de las comuniones ha llegado a comulgar de verdad con sus sentimientos y actitudes,  es  cuando es <llagado> vitalmente por su amor, y sólo entonces ya ha empezado la amistad eterna que no se romperá nunca: «¿Por qué pues has llagado aquesste corazón no le sanaste, y pues me lo has robado, por qué así lo dejaste, y no tomas el robo que robaste? Descubre tu presencia, y máteme tu rostro y hermosura, mira que la dolencia de amor no se cura sino con la presencia y la figura».

       En la Iglesia y en el mundo nos faltan comuniones eucarísticas, almas eucarísticas, religiosos y sacerdotes eucarísticos, padres y madres eucarísticas, jóvenes eucaristicos ¿dónde están, con quién comulgan los jovenes de ahora…? niñas y niños eucarísticos, es decir, cristianos identificados con Cristo por la comunión eucarística.

       Esta purificación o transformación es larga y dolorosa: ¡Cuántas lágrimas en tu presencia, Señor, días y noches, Tú el único testigo, parece que nunca va a acabar el sufrimiento, a veces años y años, Tú lo sabes! En ocasiones extremas uno siente deseos de decirte: Señor, ya está bien, no seas tan exigente, en Palestina no lo eras, cuánta oscuridad, sequedad, desierto, dudas de Dios, de Cristo, de la Salvación, soledad ante las pruebas de vida interior y exterior, complicaciones humanas, calumnias, sufrimientos personales y familiares, humillaciones externas e internas, ¡lo que cuesta comulgar con Cristo! Especialmente con el Cristo eucarístico, con el misterio eucarístico que se hace presente en cada Eucaristía, esto es, con tu pasión, muerte y resurrección.  Es más fácil comulgar con un Cristo hecho a la medida de cada uno, parcial, de un aspecto o acción o palabra del evangelio, pero no con el Cristo eucarístico, que me pone delante del Cristo entero y completo, que muere por amor extremo al Padre y a los hombres, obedeciendo, hasta dar la vida.

       Por eso, quien come Eucaristía, quien comulga de verdad a Cristo Eucaristía, se va haciendo poco a poco Eucaristía perfecta, muere al pecado de cualquier clase que sea y  va resucitando a la vida nueva que Cristo le comunica, va viviendo su misma vida, con sus mismos sentimientos de amor a Dios y entrega a los hombres. Quien come Eucaristía termina haciéndose Eucaristía perfecta.

       En cada comunión le decimos: Jesucristo, Eucaristía divina, Tú lo has dado todo por nosotros, con amor extremo, hasta dar la vida. También yo quiero darlo todo por Ti, porque para mí Tú lo eres todo, yo quiero lo seas todo. Jesucristo Eucaritía, yo creo en Ti; Jesucristo Eucaristía, yo confío en Ti; Jesucristo, Tú eres el Hijo de Dios.

       El alma, que llega a esta primera y perfecta comunión con Cristo en la tierra, ya sólo desea de verdad a Cristo, y todo lo demás es con Él y por Él. Lo expresamos también en este canto popular de la comunión, que tanto os deseo como vivencia a todos mis lectores, aunque a mí me falta mucho:  «Véante mis ojos, dulce Jesús bueno, véante mis ojos, múerame yo luego. Vea quien quisiere, rosas y jazmines, que si yo te viere, veré mil jardines, flor de serafines, Jesús Nazareno, véante mis ojos, múerame yo luego. No quiero contento, mi Jesús ausente, que todo es tormento, a quien esto siente. Solo me sustente tur amor y deseo, véante mis ojos, múerame yo luego».

 

VIGÉSIMOSÉPTIMA  MEDITACIÓN

 

“EL QUE ME COME VIVIRÁ POR MÍ”. LA COMUNIÓN EUCARÍSTICANOS VA TRANSFORMANDO EN CRISTO,  CON SUS MISMOS SENTIMIENTOS Y ACTITUDES

 

Lo más importante para recibir al Señor son las disposiciones del alma, no las del cuerpo, y esto es lo que busca más directamente el Señor. De hecho los Apóstoles comulgaron después de haber comido. Por los abusos tuvo la Iglesia que proponer unas disposiciones pertinentes al cuerpo, que hoy van desapareciendo.

Lo importante es la fe, el fuego del corazón, el amor abrasado, el deseo infinito de Dios. Y si sacramentalmente de suyo solo puedo hacerlo una vez al día, por el amor puedo comulgar todas las veces que quiera, que tenga deseos de sentir cerca su presencia y ayuda, de comer sus sentimientos de humildad y entrega, de comer sus deseos de servir y amar  a los hermanos.

A esta comunión espiritual me tiene que llevar y conducir la corporal y viceversa. Qué adelantamos con que se acerquen personas en ayuno corporal si sus almas están sin amor, sin  hambre de Eucaristía, tan repletas de cosas y deseos materiales que no cabe Jesús en su corazón. Cristo quiere ser comido por almas hambrientas de unión vital con Él, para llenarnos de su pureza, generosidad y entrega a los demás, con hambre de Dios y sed de lo Infinito. Y esto es lo que nos comunica y quiere alimentar por el sacramento de la Comunión. Pero si el corazón no ama, no quiere amar, para qué queremos los ayunos. Por eso, lo más importante para comulgar es tener hambre de Cristo.

Comulgar con una persona es querer vivir su vida, tener sus mismos sentimientos y deseos, querer tener sus mismas maneras de ser y de existir. Comulgar no es abrir la boca y recibir la sagrada forma y rezar dos oraciones de memoria. Esto es comer pero no comulgar, o si queréis, podemos llamarla comunión, pero rutinaria, con la que nunca llegamos a encontrarnos con Él ni entrar en amistad con el que ha venido a nosotros en la hostia santa. Junto al sagrario se puede comulgar  muchas veces con más fervor y fruto que con comuniones puramente materiales. Los ratos de oración ante el sagrario son ratos de hacerme Eucaristía perfecta con Él.

Lo primero de todo es la fe, como lo fue en Palestina. Cuando le presentaban los enfermos, los tullidos, los ciegos... “Tu crees que puedo hacerlo, tu crees en mí, vosotros qué pensáis de mí...”. Y hoy sigue la misma táctica: los que quieren entrar en amistad con Él,  necesitamos la fe, una fe, que pase de fe rutinaria y heredada a fe personal; para eso no bastará saberla de memoria por el estudio, catequesis o teología sino por las obras de la fe y el amor a Él y para eso nos conviene tener ratos de oración junto al sagrario, celebrar y comulgar con fe personal más viva, que nos lleve a seguirle, pisando sus mismas huellas: “si alguno quiere ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga...”.

Entonces, cada comunión  me irá vaciando de mí mismo, de mis criterios, de mis conocimientos, de mi misma vida por la de Cristo: “El queme  come vivirá por mí”, porque yo soy egoísta y mi amor no sabe de entrega total a Dios y a los hermanos;  si aguanto y cojo este camino, aunque me cueste y sufra, iré cada vez más“sintiendo con Cristo”; “para mí la vida es Cristo”; “Tened en vosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús”, y desde ese momento, ya no tengo que decirte nada, tú mismo comprobarás que el Señor existe y es verdad y está en el pan, que alimenta y fortalece, te habla y te alimenta con su fuerza  para las pruebas  necesarias que conlleva la muerte del yo, de mis afectos desordenados, soberbia, lujuria, mis seguridades, pruebas de todo tipo, internas y externas, que no hace falta que Dios nos las mande directamente porque las lleva consigo muchas veces la misma vida, sobre todo, si queremos vivirla evangélicamente, pero que tienen que ser vividas en Cristo y por Cristo, perdonando, reaccionando amando, sin ira, con humildad, confiando siempre en Dios y esperando contra toda esperanza.

Es que algunos se despistan, y piensan que amando más al Señor, todo les va a ir bien en la vida de éxitos, triunfos humanos, estimación de los demás, cargos, y como no es así, quiero advertirlo, para que nadie se sienta decepcionado.Superada esta primera etapa de fe, que dura más o menos años, según los planes de Cristo y generosidad del alma, luego viene la conversión radical, quitar las mismas raíces del yo y del pecado original, y aquí ya sólo Dios puede hacerlo y lo hace como quiere y cuando quiere y hasta donde quiere.

 ¡Qué poco nos conocemos, Señor! ¡qué cariño, qué ternura me tengo! Señor, me doy cuenta después que lo paso. Y ya creo que estoy purificado, que no me busco, y nuevamente vuelvo a caer en otra forma de amor propio y otra vez la purificación y la necesidad de Ti; así que no puedo dejar de comulgar y de orar y de pedirte, porque yo no entiendo ni puedo, sólo Tú sabes y puedes y entiendes; por eso, me abandono a Ti, me entrego a Ti, confío en Ti, solo Tu sabes y puedes. Y ya no quiero vivir sin Ti, porque quiero ser totalmente para Ti como Tú lo has sido todo para mí. 

Es que primero hay que vaciarse un poco para que pueda ir entrando Dios en tu vida. Jesús, como cualquier amigo,  no se entrega a cualquiera. Hay que querer ser su amigo y disponer el corazón. La verdadera conversión, la muerte del yo, ¡cuántas lágrimas en tu presencia, Señor! días y noches, Tú el único testigo, parece que nunca se va a acabar el sufrimiento, a veces años y años. Tú lo sabes. En ocasiones extremas uno siente deseos de decirte: Señor, ya está bien, no seas tan exigente, en Palestina no lo eras. Cuánta oscuridad, sequedad, desierto, dudas de Dios, de Cristo, de la misma salvación, soledad ante las pruebas de vida interior y exterior, complicaciones humanas, calumnias, sufrimientos personales y familiares, humillaciones externas e internas.. Para el que lo pasa, esto es una realidad sentida y no lo olvidará en la vida, ni su nada ni su necesidad absoluta de Dios para todo. Precisamente por esta purificación, Cristo, el evangelio, la Eucaristía, el amor, la amistad con Él, sus misterios pasan  a ser realidades sentidas y vividas, todo ha entrado en la sangre por estas comuniones espirituales con el alma y el corazón de Cristo.

 El primer efecto de la comunión, de la presencia de Cristo en mi alma es ser mi salvador, destruir el pecado de mi vida, nuestra personalidad pecadora. “Y todo el que tiene en el esta esperanza, se purifica, como puro es Él. El que comete pecado traspasa la Ley, porque el pecado es transgresión  de la Ley. Sabéis que apareció para quitar el pecado y que en Él no hay pecado. Todo el que permanece en Él no peca, y todo el que peca no le ha visto ni le ha conocido” (1Jn 3,3-6).

Porque en la comunión no se trata solo de estar con el Señor unos momentos, de decirle palabras u oraciones bonitas, más o menos inspiradas, hay que darle la vida, nuestra vida, que está cimentada sobre el pecado original de preferirme a Dios sobre el hombre viejo, que Él viene a destruir para que tengamos su misma vida, la vida nueva para la cual hay que morir primero al yo para resucitar en Cristo por la gracia del amor total al Padre y a los hombres.

  Si queremos transformarnos  en el alimento  recibido por la comunión, que es Cristo, si queremos que no seamos nosotros sino Cristo el que habite en nosotros y vivir su misma vida, si queremos construir en piedra firme y no sobre arena movediza del yo egoísta y voluble del edificio nuevo de la gracia, hay que implantar la cruz en nuestros ojos, sentidos, cuerpo y espíritu, hay que vivir como Él: perdonando las injurias como Él, ayudando a los pobres como Él, echando una mano a todos los que nos necesiten, sin quedarnos con los brazos cruzados ante los problemas de los hombres; para eso viene Él a nosotros, para eso quiere que comulguemos con sus actitudes y sentimientos. Él  quiere seguir salvando y ayudando por medio de nosotros, por una comunión permanente de vida a la que nos ha llevado la comunión de su cuerpo, que debe ser alimentada permanentemente por la comunión espiritual.

Y ahora me pregunto: Qué comunión puede hacer con el Señor el corazón que no perdona, aunque reciba todos los días el pan consagrado y sea sacerdote, apóstol o militante  seglar. ¡Dios mío! qué despiste en los mismos cristianos: “en esto conocerán que sois discípulos míos si os amáis los unos a los otros... Si vas a ofrecer tu ofrenda y allí te acuerdas de que tienes algo contra tu hermano...”.

Qué comunión de vida puede haber con Jesús en los que adoran becerros de oro, o danzan bailes de lujuria o tienen su yo entronizado en su corazón, dándose todo el día culto idolátrico, y no se bajan del pedestal para que Dios sea colocado en el centro de su existencia: “Esto no es comulgar el cuerpo de Cristo, esto no es la cena del Señor”, gritaría San Pablo.

Las comuniones verdaderas nos hacen humildes. Este es el signo más claro, la señal más evidente de que vamos avanzando en la amistad con Él, en la oración, en la piedad eucarística, en la comunión con Él; si somos más humildes cada día esto indica que vamos avanzando en nuestra identificación con Cristo y que vamos muriendo a nosotros mismos. Comulgar es muy comprometido, es muy serio, es comulgar con la carne sacrificada y llena de sudor y sangre de Cristo, crucificarse por Él en obediencia al Padre, es estar dispuesto a correr su misma suerte, a ser injuriado, perseguido, desplazado; a no buscar honores y prebendas, a buscar los últimos puestos,  a pisar sus mismas huellas ensangrentadas por el dolor y el sacrificio de su entrega total a Dios y a los hombres. Esto es muy duro y  sin Cristo,  imposible.

 Para eso Él ha instituido este sacramento de la comunión eucarística, cuyo fruto principal debe ser la comunión permanente y espiritual: para estar cerca y ayudarnos, alimentarnos con su misma alegría de servir al Padre, experimentando su unión gozosa, llena de fogonazos de cielo y abrazos y besos del Viviente, de sentirnos amados por el mismo amor de la Santísima Trinidad... de sepultarnos en Él para contemplar los paisajes del misterio de Dios, de escuchar al Padre cantando su Canción Personal, su Verbo, Jesucristo Celeste, con  Amor de  Espíritu Santo y desde aquí, cargados con estos dones y salvación ir en busca de los hombres para llenarlos de Dios, de gracia, de perdón de los pecados, de evangelio, de conocimiento y seguimiento de Cristo. Para eso instituyó Cristo la sagrada comunión y, sin estas ayudas y recompensas, que estimulan más el hambre y el deseo de Él, las almas buenas, que en todas las parroquias existen y que son verdaderamente santos, no hubieran podido comulgar con los sufrimientos corredentores, que lleva consigo el cumplimiento del evangelio y de la voluntad de Dios en grados heroicos y  la purificación de los pecados y de salvación de los hermanos.

Cuando se comulga de verdad y el corazón humano ha sido <llagado> por su amor, entonces y solo entonces ya ha empezado la amistad eterna, que no se romperá nunca. Podríamos entonces expresar sus sentimientos con estos versos de San Juan de la Cruz: «Apaga mis enojos, pues que ninguno basta a deshacerlos, y véante mis ojos, pues eres lumbre de ellos, y sólo para tí quiero tenerlos...» (C 10).  El alma ya solo desea de verdad a Cristo, y todo lo demás, que hace o desea,  es por Él y solo para Él; ha llegado la unión total, ha llegado el desposorio espiritual del alma, han llegado las nostalgias infinitas del Amado y el alma  expresa sus enojos en esta tardanza de comunión total, con estos versos del doctor místico:: «Descubre tu presencia, y máteme tu rostro y hermosura, mira que la dolencia de amor no se cura sino con la presencia y la figura» (C 11).

Lo expresamos también en este canto de la comunión, que tanto os deseo como vivencia a todos:“Véante mis ojos, dulce Jesús bueno, véante mis ojos, múerame yo luego. Vea quien quisiere, rosas y jazmines, que si yo te viere, veré mil jardines, flor de serafines, Jesús Nazareno, véante mis ojos, múerame yo luego. No quiero contento, mi Jesús ausente, que todo es tormento, a quien esto siente. Solo me sustente tu amor y deseo, véante mis ojos, múerame yo luego”.

VIGÉSIMOOCTAVA  MEDITACIÓN

 

­­­­­­­­­­­LA ADORACIÓN EUCARÍSTICA: ESPIRITUALIDAD Y PASTORAL

 

La Iglesia Católicasiempre ha tenido, como fundamento de su fe y vida cristiana, la certeza de la presencia real de Nuestro Señor Jesucristo bajo los signos sacramentales del pan y del vino. Esta fe la ha vivido especialmente durante siglos en la adoración de este misterio, objeto primordial del culto y de la espiritualidad de la Adoración Nocturna.

Para legitimar esta adoración ante el Santísimo Sacramento y afirmar, a la vez,  que la oración ante Jesús Sacramentado es el modo supremo y cumbre de toda oración personal y comunitaria fuera de la Eucaristía, quiero, en primer lugar, explicar un poco desde la teología bíblica y litúrgica este misterio, para que la Presencia Eucarística del Señor sea más valorada y vivida por los Adoradores Nocturnos, que nos sentimos verdaderamente privilegiados y agradecidos a Jesucristo, el Señor, confidente y amigo en todos los sagrarios de la tierra.

«¡Oh eterno Padre, exclama Santa Teresa, cómo aceptaste que tu Hijo quedase en manos tan pecadoras como las nuestras! ¡Es posible que tu ternura permita que esté expuesto cada día a tan malos tratos! ¿Por qué ha de ser todo nuestro bien a su costa? ¿No ha de haber quien hable por este amantísimo cordero? Si tu Hijo no dejó nada de hacer para darnos a nosotros, pobres pecadores, un don tan grande como el de la Eucaristía, no permitas, oh Señor, que sea tan mal tratado. Él se quedó entre nosotros de un modo tan admirable...».

Y aquí el alma de Teresa se extasía. Ya sabéis que la mayor parte de sus revelaciones o visiones: «me dijo el Señor, ví al Señor» las tuvo Teresa después de haber comulgado o en ratos de oración ante Cristo Eucaristía.  Por esto, cuando Teresa define la oración mental, parece que lo hace como oración hecha ante el sagrario, como si estuviera mirando al Señor Sacramentado: «Que no es otra cosa, a mi parecer, oración, sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas, con quien sabemos que nos ama». Y ya la oímos decir anteriormente: «¿Es posible que tu ternura permita que esté expuesto cada día a tan malos tratos...? Por qué ha de ser todo nuestro bien a su costa... No permitas, oh Señor, que sea tan mal tratado. ¡Él se quedó entre nosotros de un modo tan admirable!».  

Los adoradores, igual que los sacerdotes o cualquier cristiano, tenemos que tener mucho cuidado con nuestro comportamiento y con todo lo relacionado con la Eucaristía, que es siempre el Señor vivo, vivo y resucitado, porque se trata, no de un cuadro o una imagen suya, sino de Él mismo en persona y si a su persona no la respetamos, no la valoramos, poco podemos valorar todo lo demás referente a Él, todo lo que Él nos ha dado, su evangelio, su gracia, sus sacramentos, porque la Eucaristía es Cristo todo entero y completo, todo el evangelio entero y completo, la salvación y el cristianismo entero y completo.

Observando a veces nuestro comportamiento con Jesús Eucaristía, pienso que muchos cristianos   no aumentarán su fe en ella ni les invitará a creer o a mirarle con más amor o entablar amistad con Él, porque nosotros “pasamos” del sagrario y muchas veces pasamos ante el sagrario, como si fuera un trasto más de la Iglesia, hablamos antes o después de la Eucaristía, como si el templo no estuviera habitado por Él, y, consiguientemente, la genuflexión, exceptúo imposibilidad física, ya no hace falta.

Sin embargo, todos sabemos que el  cristianismo es fundamentalmente una persona, es Cristo. Por eso, nuestro comportamiento interior y exterior con Cristo Eucaristía es el termómetro de nuestra vida espiritual. Es muy difícil, porque sería  una contradicción,  que Cristo en persona no nos interese ni seamos delicados personalmente con Él en su presencia real y verdadera en la Eucaristía y luego nos interesemos por sus cosas, por su evangelio, por su liturgia, por los sacramentos, por sus diversas encarnaciones en la Palabra, en los hermanos, en los pobres.

Cuidar el altar, el sagrario, mantener los manteles limpios, los corporales bien planchados, cuánta fe personal, cuánto amor y apostolado y eficacia y salvación de los hermanos y amistad personal con Cristo  encierran. Y cuánta ternura, vivencia y amistad verdadera hay en los silencios  guardados dentro del templo, porque uno sabe que está Él, y lo respetamos, amamos y adoramos, aunque otros estén hablando,  después de la celebración eucarística, como si Él ya no estuviera presente.

Repito porque esto conviene repetirlo muchas veces, qué buen testimonio, cuánta teología y fe verdaderas hay en un silencio guardado porque Él está ahí, cuánta teología vivida en  una genuflexión bien hecha, en unos gestos conscientemente realizados en la Eucaristía; indican que hay verdadera vivencia y amistad con Jesucristo, el Viviente y Resucitado.

 Esta es una forma muy importante de ser «testigo del Viviente», para muchos que no creen en su presencia eucarística o se olvidan de ella, dando así  pruebas con nuestra adoración personal del Señor, de que Él está allí presente, aunque no lo veamos físicamente o en una imagen. Es que si he celebrado y predicado la mejor homilía, aunque sea  sobre la misma Eucaristía, pero nada más terminar, hablo en la Iglesia y me comporto como si Él no estuviera presente,  me he cargado todo lo que he predicado y celebrado, porque no creo o no respeto su permanencia sacramental en la presencia eucarística, es decir, todo el misterio eucarístico completo: Eucaristía, comunión y presencia.

Cómo educamos con nuestro silencio religioso en el templo o con la exigencia del mismo en Eucaristías y funerales o bodas, y, por el contrario, de qué poco vale predicar luego de estos misterios, -aunque algunos sacerdotes jamás han predicado directamente de la presencia del Señor en el sagrario-  cuando la gente, casi siempre que ha ido a funerales o bodas y otras celebraciones a la Iglesia, no ha guardado silencio.

De esta forma, al no exigirse el silencio debido en el templo de Dios, no catequizamos ni educamos en la piedad eucarística y será más difícil ver a niños y mayores junto al sagrario porque actuando así lo convertimos en un trasto más de la iglesia. Así resulta que algunos sagrarios están llenos de polvo, descuido y olvido.

Qué Eucaristías, qué evangelio, qué Cristo se habrá predicado en esas iglesias. Queridos amigos, el Señor no es una momia, está vivo, vivo y resucitado, así lo quiso Él mismo, no lo asegura la fe de la Iglesia, la experiencia de los santos y nosotros lo creemos. El Vaticano II insiste repetidas veces sobre esta verdad fundamental de nuestra fe católica: “La casa de oración en que se celebra y se guarda la santísima Eucaristía  y en que se adora, para auxilio y consuelo de los fieles, la presencia del Hijo de Dios, salvador nuestro, debe ser nítida, dispuesta para la oración y las sagradas solemnidades” (PO5).

(Para sacerdotes, este tema se trata repetidas veces en la Exhortación Apostólica PASTORES DABO VOBIS de  Juan Pablo II, EN el Directorio para el Ministerio y la Vida de los Presbíteros, de la Congregación del Clero; algunas Cartas  del Papa Juan Pablo II  a los sacerdotes en el JUEVES SANTO y en la Encíclica del Papa Juan Pablo II sobre la Eucaristía ECCLESIADE EUCHARISTIA.)

 

En los últimos siglos, la adoración eucarística ha constituido una de las formas de oración más queridas y practicadas por los cristianos en la Iglesia Católica. Iniciativas como la promoción de la Visita al Santísimo, la Adoración Nocturna, la Adoración Perpetua, las Cuarenta Horas... etc. se han multiplicado y han constituido una especie de constelación de prácticas devocionales, que tienen su centro en la celebración del Jueves Santo y del Corpus Christi.

Junto a estas prácticas del pueblo cristiano, otra serie de iniciativas ha surgido con fuerza: las congregaciones religiosas que, como elemento fundacional y fundamental de su forma de vida y carisma religioso, dedican una gran parte de su tiempo a la Adoración del Santísimo Sacramento. Por todo esto, quiero deciros que vuestra Adoración Nocturna está dentro del corazón de la liturgia y de la vida de la Iglesia. Sois eternamente actuales, porque esto mismo, solo que iluminados por la luz y los resplandores celestes del amor trinitario, constituye la gloria y felicidad del cielo. Sólo quien tenga un poco de experiencia, quien tenga algunos <fogonazos> dados gratuitamente por el Señor, después de alguna purificación y limpieza de pecados, podrá barruntar y comprobar que todo esto es verdad gozosa y consoladora  

La renovación litúrgica, iniciada por el Concilio Vaticano II, ha llegado también tanto a la teología como a la liturgia de la Adoración Nocturna y ha puesto en su lugar correcto la adoración del Señor. Ya no se da aquel desfase, que todos hemos conocido y practicado en los años sesenta, cuando reunidos para la Adoración Nocturna, se empezaba por exponer al Señor en la Custodia, luego  venían los turnos de vela y ya, al final de la Adoración Nocturna, antes de despedirnos y con la llegada del día, se celebraba la santa Eucaristía. La forma actual, fruto de la teología y liturgia del Concilio Vaticano II  es correcta en todos los aspectos.      

Al principio, este reajuste ha podido parecerle a alguno que era una pérdida para la Eucaristía como Presencia y como adoración, como si la Presencia eucarística no fuese suficientemente valorada. Es evidente que tal impresión no tiene ningún fundamento teológico ni pastoral, y, para que nos convenzamos de esto, conviene dar unas pequeñas nociones de los tres momentos de la Eucaristía para que cada uno tenga su estimación y su sitio en la piedad cristiana.

Veremos así que la celebración de la Eucaristía es el aspecto fundante y principal de este misterio, «centro y cúlmen de toda la vida de la Iglesia»; veremos que para que haya pascua, es decir, pasión, muerte y resurrección de Cristo presencializadas,  tiene que estar lógicamente presente el Señor, y que si el Señor se hace presente es para ofrecer su vida al Padre y a los hombres como salvación, que conseguimos especialmente por la comunión eucarística.Después de la Eucaristía,  el cuerpo, ofrecido en sacrificio y en comunión,  se guarda para que puedan comulgarlo los que no pueden venir a la iglesia; también para que todos los creyentes, mediante la adoración y las visitas al sagrario, podamos seguir participando en su pascua, comulgando con los mismos sentimientos y actitudes de Cristo, presente en la Hostia santa.

 Adorándole en la oración eucarística, nos identificamos  con los sentimientos de Cristo Eucaristía, que sigue ofreciéndose  al Padre y dándose en comida  y en amistad a los hombres. Si alguien nos pregunta qué hacemos allí parados mirando la Hostia Santa, diremos solamente: ¡ES EL SEÑOR! He aquí en síntesis la espiritualidad de la Presencia Eucarística, de la que debe vivir todo cristiano, pero especialmente todo Adorador Nocturno. Esta espiritualidad, orada y vivida en oración personal, podría expresarse así:

Señor, te adoro aquí presente en el pan consagrado, creo que estás ahí amándome, ofreciéndote e intercediendo por todos  ante el Padre. Qué maravilla que me quieras hasta este extremo, te amo, te amo y quiero inmolarme contigo al Padre y por los hermanos; quiero comulgar con tus sentimientos de caridad, humildad, servicio y entrega en este sacramento, quiero contemplarte para imitarte y recordarte, para aprender y recibir de Ti las fuerzas necesarias para vivir como Tú quieres, como un discípulo fiel e identificado con su maestro.

Por aquí tiene que ir la espiritualidad del Adorador Nocturno o Diurno. Si nuestros adoradores viven con estas actitudes sus turnos de Vela, sus Vigilias, nos encontraremos con Cristo presente, camino, verdad y vida y nos sentiremos más animados para recorrer el camino de la santidad con su ayuda y presencia y alimento eucarístico.

VIGÉSIMONOVENA MEDITACIÓN

 

JESÚS, ADORADOR DEL PADRE EN OBEDIENCIA TOTAL Y AMOR EXTREMO HASTA LA MUERTE

 

““Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, quien, existiendo en forma de Dios, no reputó como botín codiciable ser igual a Dios, antes se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres; y en condición de hombre, se humilló hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz, por lo cual Dios lo exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús doble la rodilla todo cuanto hay en los cielos, en la tierra y en regiones subterráneas y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre (Fil 2, 5-11).

 

La adoración es una actitud religiosa del hombre finito frente al Dios grande y santo, en la que manifiesta su dependencia total de Él y que se expresa a través de ciertos gestos y palabras. En la economía de la Nueva Alianza, la adoración de Dios tiene como centro, origen y modelo el misterio pascual de Cristo, que es  a su vez el centro y meta de la liturgia y de la vida cristiana.

Toda la vida del Hijo en su humanidad, desde la Encarnación hasta la Ascensión, fue una adoración perfecta y total al Padre, que le hace pasar por la pasión y la muerte para llevarle a la Resurrección y la vida nueva, y con Él a todos nosotros: “Al entrar en este mundo no has querido sacrificios ni ofrendas, pero en su lugar me has formado un cuerpo... No te han agradado los holocaustos ni los sacrificios por el pecado. Entonces dije: Aquí estoy yo para hacer tu voluntad, como está escrito en el libro de  mí (Hbr 10, 5-7). La fidelidad de toda la vida de Jesús al Padre y a la misión que le ha confiado (cfr Jn17, 4) tiene su momento culminante en esta aceptación voluntaria de su pasión y muerte“para que el mundo conozca que yo amo al Padre y que hago lo que el Padre me ha ordenado” (Jn14,30.31). Es la “hora” del triunfo de Cristo en su muerte, de que nos habla San Juan: “Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre será glorificado. En verdad, en verdad os digo que, si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, quedará solo; pero si muere, llevará muchos fruto” (Jn 12 23-24).

Por tres veces en su vida, Jesús profetizará que “el Hijo del hombre tiene que padecer mucho, será entregado en manos de los pecadores, le entregarán a la muerte...”. Lo dirá para que cuando llegue “el bautismo de sangre”, en que será bautizado, lo Apóstoles sepan que está aceptado en una actitud de total sumisión. “Ahora mi alma se siente turbada. ¿Y qué diré? Padre, líbrame de esta hora. ¡Mas para esto he venido yo al mundo, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre!” (Jn 12,27). Y toda la liturgia del Apocalipsis será la alabanza al “Cordero degollado”, que está sentado junto al trono de Dios, recibiendo el honor y la gloria merecida por su sometimiento al proyecto salvador del Padre.

Citaré una vez al  autor de la carta a los Hebreos que subraya con fuerza cuánto le ha costado a Cristo esta obediencia: “Él, en los días de su vida mortal, presentó con gran clamor y lágrimas oraciones y súplicas al que podía salvarle de la muerte...” (5,7)“Pero él, sufriendo, aprendió a obedecer...”. Es decir, se sometió totalmente al Padre aceptando el sufrimiento que le suponía cumplir su voluntad.  En virtud de esta obediencia al Padre hasta la muerte, supremo acto de amor y adoración, “somos santificados, de una vez para siempre, por la ofrenda del cuerpo de Jesucristo” (Hbr 10,10).  San Pablo dirá: “Se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz” (Fil 2,6-11).

La adoración de Cristo a su Padre fue la expresión de su total entrega en amor total, por el cual Él se pone en sus manos, en absoluta disponibilidad, para que haga de Él lo que  quiera, devolviéndole como hombre todo lo que ha recibido del Padre. De esta forma, la adoración se convierte en la suprema manifestación del amor y de la entrega y culto a Dios, es un culto que sólo se puede tributar a Dios, porque le ofrecemos hasta la misma vida, de la cual solo Dios es el creador y dueño. “Al Señor, tu Dios adorarás y al Él sólo darás culto...”

La adoración de la criatura a Dios es la respuesta esencial al ser y a la vida recibida de Dios, es el culto total “en espíritu y verdad”, sin la posible hipocresía de los cultos antiguos, en los que se ofrecían víctimas pero el oferente permanecía en su soberbia de corazón. Aquí se ofrecen  el corazón y la vida, desde dentro y desde fuera: “Ha llegado la hora en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad” (Jn 4,23).

La adoración es la suprema manifestación de la reverencia, del amor y del culto debidos al Dios Supremo y sólo Cristo lo ha podido expresar con total devoción y verdad y plenitud de sentimientos adoradores por su naturaleza humana. Al ser lo último y más elevado en nuestro culto a Dios, la adoración unifica todos los caminos y todas las miradas y todas  las expresiones, comunitarias o personales,  que llevan  a Dios, cuyo último tramo es la adoración, cima de todos los caminos que conducen hasta Él, sean la Eucaristía, la oración personal o comunitaria, tanto de petición como de alabanza, las mortificaciones, sufrimientos, gozos, los trabajos; la adoración  es la expresión o el momento de descalzarse los pies, para entrar en la presencia y en la intimidad plena con Dios; por eso, después del“amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser…” (Dt 6,5-6) viene la respuesta de Dios, la alianza nueva o el pacto de amistad de Dios con este pueblo que le reconoce como tal y le adora:“Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios...” (Lv 26,12). 

TRIGÉSIMA MEDITACIÓN

 

LA ESPIRITUALIDAD YVIVENCIA DE LA PRESENCIA EUCARÍSTICA

 

Pues bien, amigos, esta adoración de Cristo al Padre hasta la muerte es la base de la espiritualidad propia de la Adoración Nocturna. Esta es la actitud, con la que tenemos que celebrar y  comulgar y adorar la Eucaristía, por aquí tiene que ir la adoración de la presencia del Señor y asimilación de sus actitudes victimales por la salvación de los hombres, sometiéndonos en todo al Padre, que nos hará pasar por la muerte de nuestro yo, para llevarnos a la resurrección de la vida nueva. Y sin muerte no hay pascua, no hay vida nueva, no hay amistad con Cristo. Esto lo podemos observar y comprobar en la vida de todos los santos, más o menos místicos, sabios o ignorantes, activos o pasivos, teólogos o gente sencilla, que han seguido al Señor. Y esto es celebrar y vivir la Eucaristía, participar en la Eucaristía, adorar la Eucaristía.

Todos ellos, como nosotros, tenemos que empezar preguntándonos quién está ahí en el sagrario,  para que una vez creída su presencia inicialmente: “el Señor está ahí y nos llama”, ir luego avanzando en este diálogo, preguntándonos en profundidad: por quién, cómo y por qué está ahí. Y todo esto le lleva tiempo al Señor explicárnoslo y realizarlo; primero, porque tenemos que hacer silencio de las demás voces, intereses, egoísmos, pasiones y pecados que hay en nosotros y ocultan su presencia y  nos impiden verlo y escucharlo “los limpios de corazón verán a Dios” y segundo, porque se tarda tiempo en aprender este lenguaje, que es más existencial que de palabras, es decir, de purificación y adecuación y disponibilidad y de entrega total del alma y de la vida,  para que la Eucaristía vaya entrando por amor y asimilación en nuestra vida y no por puro conocimiento.

 No olvidemos que  la Eucaristía se comprende en la medida en que se vive. Quitar el yo personal y los propios ídolos, que nuestro yo ha entronizado en el corazón, es lo que nos exige la celebración de la santísima Eucaristía por un Cristo, que se sometió a la voluntad del Padre, sacrificando y entregando su vida por cumplirla, aunque desde su humanidad  le costó y no lo comprendía. En cada Eucaristía, Cristo, con su testimonio, nos grita: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser...” y realiza su sacrificio, en el que prefiere la obediencia al Padre sobre su propia vida: “Padre, si es posible... pero no se haga mi voluntad sino la tuya...” La meta de la presencia real y de la consiguiente adoración es siempre la participación en sus actitudes de obediencia y adoración al Padre, movidos por su Espíritu de Amor; sólo el Amor puede realizar esta conversión y esta adoración-muerte de toda la persona para la vida nueva.

Por esto, la oración y la adoración y todo culto eucarístico fuera de la Eucaristía hay que vivirlos como prolongación de la santa Eucaristía y  de este modo nunca son actos distintos y separados sino siempre en conexión con lo que se ha celebrado. Y este ha sido más o menos siempre el espíritu de las visitas al Señor, en los años de nuestra infancia y juventud, donde sólo había una Eucaristía por la mañana y el resto del día, las iglesias permanecían abiertas todo el día para la visita. Siempre había gente a todas horas. ¡Qué maravilla! Niños, jóvenes, mayores, novios, nuestras madres, que no sabían mucho de teología o liturgia, pero lo aprendieron todo de Jesús Eucaristía, a ser íntegras, servidoras, humildes, ilusionadas con que un hijo suyo se consagrara al Señor.

       Ahora las iglesias están cerradas y no sólo por los robos. Aquel pueblo tenía fe, hoy estamos en la oscuridad y en la noche de la fe. Hay que rezar mucho para que pase pronto. Cristo vencerá e iluminará la historia. Su presencia eucarística   no es estática sino dinámica en dos sentidos: que Cristo sigue ofreciéndose y que Cristo nos pide nuestra identificación con su ofrenda. La adoración eucarística debe convertirse en  mistagogia  del misterio pascual. Aquí radica lo específico de la Adoración Eucarística, sea Nocturna o Diurna,  de la Visita al Santísimo o de cualquier otro tipo de oración eucarística, buscada y querida ante el Santísimo, como expresión de amor y unión total con Él. La adoración eucarística  nos une a los sentimientos litúrgicos-sacramentales de la Eucaristía celebrada por Cristo para renovar su entrega, su sacrificio y su presencia, ofrecida totalmente a Dios y a los hombres, que continuamos visitando y adorando para que el Señor nos ayude a ofrecernos y a adorar al Padre como Él.

 Es claramente ésta la finalidad por la que la Iglesia, “apelando a sus derechos de esposa” ha decidido conservar el cuerpo de su Señor junto a ella, incluso fuera de la Eucaristía, para prolongar la comunión de vida y amor con Él. Nosotros le buscamos, como María Magdalena la mañana de Pascua, no para embalsamarle, sino para honrarle y agradecerle todo la pascua realizada por nosotros y para nosotros. Por esta causa, una vez celebrada la Eucaristía, nosotros seguimos orando con estas actitudes ofrecidas por Cristo en el santo sacrificio. Brevemente voy a exponer aquí algunas rampas de lanzamiento para la oración personal eucarística; lo hago, para ayudaros un poco en vuestro diálogo personal con Jesucristo presente en la Custodia Santa:

 

1) La presencia eucarística de Jesucristo en la Hostia ofrecida e inmolada, nos recuerda, como prolongación del sacrificio eucarístico, que Cristo se ha hecho presente y obediente hasta la muerte y muerte en cruz, adorando al Padre con toda su humanidad, como dice San Pablo: “Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús: El cual, siendo de condición divina, no consideró como botín codiciado el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo, tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y apareciendo externamente como un hombre normal, se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios lo ensalzó y le dio el nombre, que está sobre todo nombre, a fín de que ante el nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos y en los abismos, y toda lengua proclame que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil 2,5-11).

 Nuestro diálogo podría ir por esta línea: “Cristo, también yo quiero obedecer al Padre, aunque eso me lleve a la muerte de mi yo, quiero renunciar cada día a mi voluntad, a mis proyectos y preferencias, a mis deseos de poder, de seguridades, dinero, placer. Tengo que morir más a mí mismo, a mi yo, que me lleva al egoísmo, a mi amor propio, a mis planes, quiero tener más presente siempre el proyecto de Dios sobre mi vida y esto lleva consigo morir a mis gustos, ambiciones,  sacrificando todo por Él, obedeciendo hasta la muerte como Tú lo hiciste, para que disponga de mi vida, según su voluntad.

Señor, esta obediencia te hizo pasar por la pasión y la muerte para llegar a la resurrección. También  yo quiero estar dispuesto a poner la cruz en mi cuerpo, en mis sentidos y hacer actual en mi vida tu pasión y muerte para pasar a la vida nueva, de hijo de Dios; pero Tú sabes que yo solo no puedo, lo intento cada día y vuelvo a caer; hoy lo intentaré  de nuevo y me entrego  a Tí, Tú puedes hacerlo, Señor, ayúdame, te lo pido,  lo  espero confiadamente de Tí, para eso he venido, para eso te rezo, yo no sé adorar con todo mi ser, si Tú no me enseñas y me das fuerzas”.

 

2) Un segundo sentimiento lo expresa así la LG ,5: «Los fieles... participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida de la Iglesia, ofrecen la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella».

La presencia eucarística es la prolongación de esa ofrenda. El diálogo podía escoger esta vereda: Señor, quiero hacer de mi vida una ofrenda agradable al Padre, quiero vivir solo para agradarle, darle gloria, quiero ser alabanza de  gloria de la Santísima Trinidad. Quiero hacerme contigo una ofrenda: mira, en el ofertorio del pan y del vino me ofreceré, ofreceré mi cuerpo y mi alma como materia del sacrificio contigo, luego en la consagración quedaré  consagrado, ya no me pertenezco, soy una cosa contigo, y cuando salga a la calle, como ya no pertenezco sino que he quedado consagrado contigo, quiero vivir sólo para Tí, con tu mismo amor, con tu mismo fuego, con tu mismo Espíritu, que he comulgado en la Eucaristía. Quiero prestarte mi humanidad, mi cuerpo, mi espíritu, mi persona entera, quiero ser como una humanidad supletoria tuya. Tú destrozaste tu humanidad por cumplir la voluntad del Padre, aquí tiene ahora la mía, trátame con cuidado, Señor, que soy muy débil, Tú lo sabes, me echo enseguida para atrás, me da horror sufrir, ser humillado”.

Tu humanidad ya no es temporal; conservas ahora ciertamente el fuego del amor al Padre y a los hombres y tienes los mismos deseos y sentimientos, pero ya no tienes un cuerpo capaz de sufrir, aquí tienes el mío, pero ya sabes que soy débil, necesito una y otra vez tu presencia, tu amor, tu Eucaristía, que me enseñe, me fortalezca, por eso estoy aquí, por eso he venido a orar ante su presencia, y vendré muchas veces, enséñame y ayúdame adorar como Tú al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida.

Quisiera, Señor, rezarte con el salmista: “Por ti he aguantado afrentas y la vergüenza cubrió mi rostro. He venido a ser extraño para mis hermanos, y extranjero para los hijos de mi madre. Porque me consume el celo de tu casa; los denuestos de los que te vituperan caen sobre mí. Cuando lloro y ayuno, toman pretexto contra mí... Pero mi oración se dirige a tí... Que me escuche tu gran bondad, que tu fidelidad me ayude... Miradlo los humildes y alegraos; buscad al Señor y vivirá vuestro corazón. Porque el Señor escucha a sus pobres”  (Sal 69).

 

 

 3) Otro  sentimiento que no puede faltar está motivado por las palabras de Cristo: “Cuando hagáis esto, acordaos de mí”.

Señor, de cuántas cosas me tenía que acordar ahora, que estoy ante tu presencia eucarística, pero quiero acordarme especialmente de tu amor por mí,  de tu cariño a todos, de tu entrega. Señor, yo no quiero olvidarte nunca, y menos de aquellos momentos en que te entregaste por mí, por todos, cuánto me amas, cuánto me entregas, me regalas:“este es mi  cuerpo, esta mi sangre derramada por vosotros...”. Con qué fervor quiero celebrar la Eucaristía, comulgar con tus sentimientos, imitarlos y vivirlos ahora por la oración ante tu presencia; Señor,  por qué me amas tanto, por qué el Padre me ama hasta ese extremo de preferirme y traicionar a su propio Hijo, por qué te entregas  hasta el extremo de tus fuerzas, de tu vida, por qué una muerte tan dolorosa, cómo me amas, cuánto me quieres; es que yo valgo mucho para Cristo, yo valgo mucho para el Padre, mi Dios Trino me valora más que todos los hombres, valgo infinito, Padre Dios, cómo me amas así, pero qué buscas en mí. Cristo mío, confidente y amigo, Tú tan emocionado, tan delicado, tan entregado, yo, tan rutinario, tan limitado, siempre  tan egoísta, soy pura criatura, y Tú eres Dios, no comprendo cómo puedes quererme tanto y tener tanto interés por mí, siendo Tú el Todo y  yo la nada. Si es mi  amor y cariño lo que te falta y me pides, yo quiero dártelo todo, Señor, tómalo, quiero ser tuyo, totalmente tuyo, te quiero, te quiero, te quiero.

 

4) En el “Acordaos de mí...,” debe entrar también el amor a los hermanos, -no olvidar jamás en la vida que el amor a Dios siempre pasa por el amor a los hermanos-,  porque así lo dijo, lo quiso y lo hizo Jesús: en cada Eucaristía Cristo me enseña y me invita a amar hasta el extremo a Dios y a los hijos de Dios, que son todos los hombres. 

 

Sí, Cristo, quiero acordarme  ahora de tus sentimientos, de tu entrega total sin reservas, sin límites al Padre y  a los hombres, quiero acordarme de tu emoción en darte en comida y bebida; estoy tan lejos de este amor, cómo necesito que me enseñes, que me ayudes, que me perdones, sí, quiero amarte, necesito amar a los hermanos, sin límites, sin muros ni separaciones de ningún tipo, como pan que se reparte, que se da para ser comido por todos”. “Acordaos de mí” Contemplándote ahora en el pan consagrado me acuerdo de tí y de lo que hiciste por mí y por todos y puedo decir: he ahí a mi Cristo amando hasta el extremo, redimiendo, perdonando a todos, entregándose por salvar al hermano. Tengo que amar también yo así.

Señor, no puedo sentarme a tu mesa, adorarte, si no hay en mí esos sentimientos de acogida, de amor, de perdón a los hermanos, a todos los hombres. Si no lo practico, no será porque no lo sepa, ya que me acuerdo de Tí y de tu entrega en cada Eucaristía, en cada sagrario, en cada comunión; desde el seminario,  comprendí que el amor a Tí pasa por el amor a los hermanos y cuánto me ha costado toda la vida. Cuánto me exiges, qué duro a veces perdonar, olvidar las ofensas, las palabras envidiosas, las mentiras, la malicia de los otros... pero dándome Tú tan buen ejemplo, quiero acordarme de Tí, ayúdame, que yo no puedo, yo soy pobre de amor e indigente de tu gracia, necesitado siempre de tu amor, cómo me cuesta olvidar las ofensas, reaccionar amando ante las envidias, las críticas injustas, ver que te  excluyen y tú... siempre olvidar y  perdonar,  olvidar y amar,  yo solo no puedo, Señor, porque sé muy bien por tu Eucaristía y comunión, que no puede haber jamás entre los miembros de tu cuerpo, separaciones, olvidos, rencores, pero me cuesta reaccionar, como Tú, amando, perdonando, olvidando...“Esto no comer la cena del Señor…”,  por eso  estoy aquí,  comulgando contigo, porque Tú has dicho: “el que me coma vivirá por mí” y yo quiero vivir como Tú. No puedo olvidar que Tú, antes de la Cena, te pusiste de rodillas y lavaste los pies de tus discípulos: “Veis lo que yo he hecho siendo el Señor… así debéis lavaros los pies unos a otros”. Señor, necesito esta humildad para ponerme de rodillas delante de los hermanos, para lavarles mis pecados en los suyos. “Este es mi mandamiento, que os améis unos a otros como yo os he amado”.

 

5) No tengo tiempo para indicar todos los posibles caminos de diálogo, de oración, de santidad que nacen de la Eucaristía porque son innumerables: adoración, alabanza, glorificación del Padre, acción de gracias,  pero no puede faltar el sentimiento de intercesión que Jesús continúa con su presencia eucarística. Jesús se ofreció por todos y por todas nuestras necesidades y problemas  y yo tengo que aprender a interceder por los hermanos en mi vida,  debo pedir y ofrecer el sacrificio de Cristo y el de mi vida por todos, vivos y difuntos, por la Iglesia santa, por el Papa, los Obispos y por todas las cosas necesarias para la fe y el amor cristianos, por las necesidades de los hermanos: hambre, justicia, explotación. Ya he repetido que la Eucaristía es inagotable en su riqueza,  porque es sencillamente Cristo entero y completo, viviendo y ofreciéndose por todos; por eso mismo, es la mejor ocasión que tenemos nosotros para pedir e interceder por todos y para todos, vivos y difuntos, ante el Padre, que ha aceptado la entrega del Hijo Amado en el sacrificio eucarístico.

El adorador no se encierra en su intimismo individualista sino que, identificándose con Cristo, se abre a toda la Iglesia y al mundo entero: adora y da gracias como Él, intercede y repara como Él. La adoración nocturna es más que la simple devoción eucarística o simple visita u oración hecha ante el sagrario. Es un apostolado que os ha sido confiado para que oréis por toda la Iglesia y por todos los hombres, con Cristo y en Cristo, ofreciendo adoración y acción de gracias, reparando y suplicando por todos los hermanos, prolongáis las actitudes de Cristo en la Eucaristía y en el sagrario.

Un adorador eucarístico, por tanto, tiene que tener muy presentes su parroquia, los niños de primera comunión, todos los jóvenes, los matrimonios, las familias, los que sufren, los pobres de todo tipo, los deprimidos, las misiones, los enfermos, la escuela, la televisión y la prensa que tanto daño están haciendo en el pueblo cristiano, todos los medios de comunicación. Sobre todo, debemos pedir por la santidad de la Iglesia, especialmente de los sacerdotes y seminaristas, los seminarios, las vocaciones, los religiosos y religiosas,  los monjes y monjas. Mientras un adorador está orando, los frutos de su oración tienen que extenderse al mundo entero. Y así a la vez que evita todo individualismo y egoísmo, evita también toda dicotomía entre oración y vida, porque  vivirá la oración con las actitudes de Cristo, con las finalidades de su pasión y muerte, de su Encarnación: glorificación del Padre y salvación de los hombres. Y así adoración e intercesión y vida se complementan.

Y esto hay que decirlo alto y claro a la gente, a los creyentes, cuando tratéis de hacer propaganda en la parroquia y fuera de ella y conseguir nuevos miembros. Cuando voy a la Adoración Nocturna no pienso ni pido sólo por mí, mis intereses o familia. Por la noche, en los turnos de vela ante el Señor, pienso y pido por todo el pueblo, por la parroquia, por  la diócesis, por los niños, jóvenes, misiones, los enfermos. Y así surgirán  nuevos adoradores y será más estimada vuestra obra, más valoradas vuestras vigilias. Y así no soy yo solo el que oro, el que me santifico, es Cristo quien orar por mi y en mí y  yo le ayudo con mi oración a la santificación de mi parroquia y mis hermanos, los hombres. Soy ciudadano del mundo entero aunque esté solo ante el Señor.

Y el Seminario dirá que recéis, y las parroquias dirán que tengáis presente a los niños y jóvenes, y todos, al conoceros mejor y realizar vosotros mejor vuestra misión litúrgico-sacramental os encomendarán  sus necesidades espirituales y materiales.

Hay unos textos de San Juan de Ávila, que, aunque referidos directamente a la oración de intercesión que tienen que hacer los sacerdotes por sus ovejas, las motivaciones que expresan, valen para todos los cristianos, bautizados u ordenados, activos o contemplativos, puesto que todos debemos orar por los hermanos, máxime los adoradores nocturnos:

«¡Válgame Dios, y qué gran negocio es oración santa y consagrar y ofrecer el cuerpo de Jesucristo! Juntas las pone la santa Iglesia, porque, para hacerse bien hechas y ser de grande valor, juntas han de andar. Conviénele orar al sacerdote, porque es medianero entre Dios y los hombres; y para que la oración no sea seca, ofrece el don que amansa la ira de Dios, que es Jesucristo Nuestro Señor, del cual se entiende “munus absconditus extinguit iras”. Y porque esta obligación que el sacerdote tiene de orar, y no como quiera, sino con mucha suavidad y olor bueno que deleite a Dios, como el incienso corporal a los hombres, está tan olvidada, immo no conocida, como si no fuese, convendrá hablar de ella un poco largo, para que así, con la lumbre de la verdad sacada de la palabra de Dios y dichos de sus santos, reciba nuestra ceguedad alguna lumbre para conocer nuestra obligación y nos provoquemos a pedir al Señor fuerzas para cumplirla». (J. Esquerda Bifet,  SAN JUAN DE AVILA, Escritos Sacerdotales, , pgs.143-44, BAC minor, Madrid 1969).

 

«Tal fue la oración de Moisés, cuando alcanzó perdón para el pueblo, y la de otros muchos; y tal conviene que sea la del sacerdote, pues es oficial de este oficio, y constituido de Dios en él”; (pag. 145) “...mediante su oración, alcanzan que la misma predicación y buenos ejercicios se hagan con fruto, y también les alcanzan bienes y evitan males por el medio de la sola oración... la cual no es tibia sino con gemidos tan entrañables, causados del Espíritu Santo tan imposibles de ser entendidos de quien no tiene experiencia de ellos, que aun los que los tienen no los saben contar;  por eso se dice que pide Él, pues tan poderosamente nos hace pedir» (Pag.147).

 

«Y si a todo cristiano está encomendado el ejercicio de oración, y que sea con instancia y compasión, llorando con los que lloran, con cuánta más razón debe hacer esto el que tiene por propio oficio pedir limosna para los pobres, salud para los enfermos, rescate para los encarcelados, perdón para los culpados, vida para los muertos, conservación de ella para los vivos, conversión para los infieles y, en fin, que, mediante su oración y sacrificio, se aplique a los hombres el mucho bien que el Señor en la cruz les ganó» (Pag. 149).

 

«Padres, ¿hales acaecido esto algunas veces? Han peleado tan fuertemente con Dios, con la fuerza de la oración, queriendo él castigar y suplicándole que no lo hiciese, que haya dicho Dios: ¡Déjame que ejercite mi enojo! Y no querer nosotros dejarlo, y, en fin vencerlo? ¡Ay de nos, que ni tenemos don de oración ni santidad de vida para ponernos en contrario de Dios, estorbándole que no derrame su ira!» (Pag. 193).

TRIGÉSIMOPRIMERA  MEDITACIÓN

 

JESUCRISTO EUCARISTÍA, EL MEJOR CAMINO DE ORACIÓN, SANTIDAD Y APOSTOLADO.

EL QUE CELEBRA, COMULGA Y CONTEMPLA EUCARISTÍA TERMINA HACIÉNDOSE EUCARISTÍA PERFECTA

 

(Yo voy a indicar el camino, por ahí hay que ir, pero cada uno tiene que andar este camino, con su propia psicología, particularidades, gozos y tristezas, porque es un camino personal. A Madrid, desde Extremadura, se va por la nacional V, seguro, ese es el camino, pero hay que andarlo, a nadie se lo dan hecho.)

 

Ni un solo santo que no haya sido eucarístico. Ni uno solo que  no haya sentido necesidad de oración eucarística, que no la haya practicado. Ni uno solo. Luego, los habrá habido más o menos apostólicos, caritativos, encarnados y comprometidos de una forma o de otra, más o menos temporalistas, contemplativos…

 Y con esto ya he dicho todo lo que quería decir sobre la excelencia y necesidad absoluta de la oración eucarística. Para mí es evidente. Y no pierdo tiempo ni entiendo ni he entendido nunca la oposición entre oración y apostolado, entre verdadero amor a Dios y a los hombres, porque para nosotros todo debe venir de Dios: “Queridos hermanos, amémosnos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor” (1Jn.4,7).

 Dios es amor, su esencia es amar y si dejara de amar dejaría de existir. Por eso todo el que se acerque a Él por la oración o por los sacramentos, tiene que amar, porque eso es lo que recibe en la oración y en la Eucaristía y si no lo hace es que “no ha conocido a Dios”. Y esto lo prueba la experiencia y la historia de todos los santos que han existido y existirán. Y los santos que más se distinguieron en la caridad activa tuvieron su horno y fuente en las horas de oración ante el Señor. Otra cosa son los aficionados y los teóricos del amor a los hermanos: «La experiencia demuestra que sólo desde la contemplación intensa puede nacer una fervorosa y eficaz acción apostólica». (Discurso del Juan Pablo II a los Servitas, abril 2004) 

La oración eucarística, como toda oración, es un camino y  en todo camino hay quienes están empezando, otros llevan ya tiempo y algunos están más avanzados: hay iniciados, proficientes y perfectos, según San Juan de la Cruz. No exijamos la perfección de la caridad, la unidad perfecta de vida y oración ya desde los primeros pasos de oración. Primer estadio de la oración: querer amar a Dios. Piedad eucarística.

Empiezo a estar cinco minutos de visita con Él y no aguanto más, porque me aburro. Es lógico. No veo nada, no siento su presencia eucarística, es noche oscura. Lo hago por fe, con sacrificio, puro sacrificio, porque me lo han enseñado mis padres, mi párroco, mi catequista, lo vivimos así en mi parroquia, entre mi gente, mi confesor. Son cinco minutos, rezo un poco, algún Padre nuestro, la estación.

Al cabo de algunos meses,  empiezo a estar diez minutos, miro al sagrario, también el reloj, no he llegado al éxtasis, repito alguna frase o jaculatoria, a veces me canso, pero sigo y pido que me salgan bien los exámenes, las cosas de la vida, rezo oraciones de otros.

Pasado meses o años de fe más o menos seca, empiezo a estar bien, no me cuesta tanto, ya estoy más tiempo, no miro tanto el reloj, he empezado a leer el evangelio o libros en su presencia y así paso mejor el rato junto a Él. Lectura espiritual, reflexión, meditación costosa, no sé hablar con Dios todavía, aunque hable de Él todos los días, me cuesta dirigirme directamente a Él, no me salen las palabras, lo hago a través de las reflexiones o palabras y oraciones de otros, porque todavía tengo mucho yo dentro de mí que es obstáculo, muro y barrera para el diálogo directo, me apoyo todavía más en mí, en lo que siento o no que en Él, y debo destruirlo, y ahora me voy dando cuenta que ser amigo de Cristo es tratar de vivir como vivió Él, pero ya no me aburro tanto y suelo pensar y decirle cosas al Señor.

Y así, poco a poco, sin darme mucha cuenta, empiezo, por tanto, a convertirme, tal vez de pecados serios, pero de los que no era muy consciente, pecados de soberbia, avaricia, lujuria, ira, pero no me doy todavía mucha de que éstos son los verdaderos obstáculos de mi oración. Porque hasta ahora yo no hacía oración, yo hacía la visita al Señor pero sin siquiera saludarle, sin mirarle personalmente, rezaba de memoria sin fijarme un poco en Él y punto. No sabía todavía relacionar mi vida con la suya en la oración y la oración con mi vida. Pero ya, al cabo de un tiempo, me reviso de mis defectos y caídas todos los días ante el sagrario y como es mucho lo que hay que purificar, le pido fuerzas, luz, constancia y ya empiezo a tomarme en serio la conversión, es decir la oración, es decir, el diálogo con Jesucristo Eucaristía, y ya he comenzado, sin darme cuenta, a identificar oración con conversión y amor a Dios y a los hermanos y hablarle más largo y despacio. Ya paso ratos buenos, pido, doy gracias, alabo.

Desde este momento ya empiezo a tomarme en serio mi conversión en mi oración, desde  las lecturas y reflexiones que hago delante del Señor.  Y ya desde ese momento ya no puedo dejarlo, me confieso cada semana, hablo con mi director espiritual con frecuencia, porque es mucho lo que hay que purificar y gordo y ahora empiezo a darme cuenta y empiezo a comparar  mi vida con la de Cristo, mi entrega con la suya. Los ojos no ven todavía claro por falta de fe, no hay vivencia de fe, hay cierto fervor, en el que la devoción a la Virgen influye y ayuda mucho a la piedad, al cumplimiento del deber, pero ya hay cierto esquema de vida y oración y uno procura ser fiel y va encontrando cosas y fervores nuevos. Todavía no estoy preparado para Dios, hay que purificar más el cuerpo y el alma, los sentidos y las potencias,  la fe, la esperanza y el amor. Esto hay que repetirlo muchas veces porque es siempre  necesario.

Pero el camino para todo esto, para amar a Cristo Eucaristía ha comenzado, porque el orar ante Él es ya amarlo y querer convertirme a Él y ser como Él;  su presencia eucarística me dice muchas cosas de sacrificio y renuncia y amor y entrega y servicio y vida cristiana. Me gusta orar, porque me gusta amar y voy conociendo el amor de Cristo en su evangelio, en el diálogo con Él y tengo temporadas de sentir mayor fervor, me está iniciando el Señor en la oración afectiva y ya no me canso tan pronto y siento verdadero amor a Jesucristo Eucaristía.

¡Cuánta mediocridad en la Iglesia, en los elegidos, en los consagrados por falta de vivencia oracional, por falta del amor y entusiasmo debidos! Y así, casi sin darme cuenta, al cabo de un tiempo, de dos o tres  años... los que yo necesite y Dios quiera, he llegado a descubrir, porque el Señor me lo ha enseñado -es el mejor maestro y el sagrario, la mejor escuela de oración y santidad- que son tres los verbos que se conjugan igual: orar, amar y convertirse. Para tener oración eucarística permanente necesito convertirme permanentemente al Cristo vivo del sagrario. Eso precisamente indica que está vivo, que no está muerto sino que reacciona ante mi vida y me exige permanentemente mi conversión porque quiere amarme y llenarme totalmente de Él, de su misma vida y sentimientos.

Si me canso de convertirme, si no quiero convertirme, no necesito ni de oración, ni de gracia, ni de Cristo ni de Dios, porque para vivir como vivía antes, me bastaba a mí mismo, vivía para mi yo, vivía para mis intereses, y no para los de Cristo, aunque orase, comulgase y fuera a la capilla y predicase y diera catequesis… etc, pura exterioridad.  

 

   -Aquí, junto al Señor en el sagrario, aprenden las almas a seguir a Cristo, le escuchan y se revisan en una conversión permanente, porque siempre son pecadores,  pero no dejarán de convertirse ni se  instalarán, porque ya están convencidos de su pecado y de la necesidad de purificarse y de la necesidad de Cristo y su gracia para conseguirlo. Tienen muy metido en el alma, por evangelio y por propia experiencia, que dejar de convertirse, es dejar de caminar a la unión total con Dios. Y serán humildes por experiencia de su pecado, por deseos de no perder al Amado. Y como esto es lo que más desean,  lo hacen con gozo y con poca misericordia y condescendencia hacia sí mismos,  porque prefieren a Dios sobre todas las cosas, incluso sobre el amor a sí mismos.

 

   -Aquí, en el sagrario, se encuentra la mejor escuela de oración, de santidad, de apostolado, de hacer parroquia y comunidad, porque se encuentra el mejor maestro y la fuente de toda gracia: Jesucristo. Aquí se aprenden todas las virtudes, que practica Cristo en la Eucaristía: entrega silenciosa, sin ruido, sin nimbos de gloria, constancia, amor gratuito, humildad a toda prueba, perdón de todo olvido y ofensa. Como he dicho alguna vez, el Sagrario es la Biblia donde nuestra madres y padres, cuando no había tantas reuniones ni grupos de parroquia, aprendieron  todo sobre Dios y sobre Cristo, sobre su vida, salvación. Nuestras madres, los hombres y las mujeres sencillas de nuestros pueblos, muchas veces  no han tenido más Biblia que el sagrario.

 

  -Necesitamos el pan de vida, como el pueblo de Dios por el desierto, para caminar, para no morir de hambre sin comer el maná bajado del cielo, anticipo de la Eucaristía. Necesitamos ese pan para superar las dificultades del camino, superar las esclavitudes de Egipto -nuestros pecados-, para superar las tentaciones del consumismo -hoyas de Egipto-, para no adorar los ídolos de barro, los becerros de oro, que nos fabricamos y nos impiden el culto al verdadero Dios, en la travesía por el desierto.

 

  -Necesitamos el pan de vida como Eliseo, ante el peso y la fatiga de la misión evangelizadora. Necesitamos escuchar al Señor que nos dice: “Levántate y come, porque el camino es demasiado largo para ti”. En la Eucaristía recuperamos las fuerzas del cansancio diario.

 

  -Necesitamos del pan de vida, como los discípulos de Emaús cuando atardece y se oscurece la fe. Es en la Eucaristía donde Jesús nos abre los ojos del corazón y le reconocemos al partir el pan. Y allí volvemos a encontrar la comunidad que nos ayuda en el camino y  de la que nos habíamos alejado.

 

  -Necesitamos de la Eucaristía, para vivir la vida cristiana. Sin Cristo no podemos y Cristo es ahora pan consagrado; por eso, pedimos todoslos días:“Señor, dános siempre de ese pan”.

       Quien ama la Eucaristía termina haciéndose Eucaristía perfecta, se transforma en lo que comulga y come y contempla. “Qué bien sé yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche”.

Resumiendo: la oración sólo la necesitan los que quieran amar a Dios sobre todas las cosas, sobre todos los afectos y amores, incluido el amor a uno mismo, el amor propio. Necesitarán Dios y  su ayuda,  mientras quieran amarle así y esta ayuda y fuerza y amor a Dios y los hombres les viene principalmente por la oración eucarística. Para vivir como Jesús, perdonar como Jesús, adorar soóo al Padre como Jesús, para ser humildes, castos, honrados, amar a los hermanos como Jesús, yo necesito siempre su ayuda permanente y, para esto, yo necesito estar en diálogo permanente de oración y súplica con Él, porque quiero siempre y en todo lugar y momento amarle a Él sobre todas las cosas  y ya la oración es presencia permanente porque la conversión es ya también permanente o si prefieres, porque el amor a Cristo es ya permanente y por eso necesito dialogar, pedir y orar permanentemente.

Queridos hermanos: insisto una vez más que amar, orar y convertirse se conjugan igual, podéis poner estos tres verbos en cualquier orden y la suma siempre es la misma: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma con todo tu ser” y esto mismo en expresión negativa: “Si alguno quiere ser discípulo mío, níeguese a sí mismo, tome su cruz y me siga”, para cumplir ambos mandatos necesito orar para amar y convertirme. Y una vez que la oración es una necesidad sentida y vivida, ya no necesitas que nadie te diga lo que tienes que hacer, porque el Espíritu de Cristo, el Espíritu Santo es el mejor director, aunque si encuentras personas que vivan este camino, te ayudarán muchísimo.

TRIGÉSIMOSEGUNDA  MEDITACIÓN

IMPORTANCIA DE LA ORACIÓN  EUCARÍSTICA PARA LA VIDA Y EL MINISTERIO SACERDOTAL

 

“Adoro te devote, latens Deitas...” Te adoro devotamente, oculta Divinidad... Queridos hermanos y amigos sacerdotes del arciprestazgo, nuestra primera mirada, nuestro primer saludo en esta mañana sea para el Señor, presente aquí, en medio de nosotros, bajo el signo sencillo, pero viviente del pan consagrado. Jesús, Sacerdote y Pastor supremo, te adoramos devotamente en este pan consagrado. Toda nuestra vida y nuestro corazón ante Tí se inclinan y arrodillan, porque quien te contempla con fe, se extasía y desfallece de amor.

       Como estoy ante muy buenos latinistas, -en nuestro tiempo se estudiaba y sabía mucho latín-, tengo que advertir que la traducción del himno es libre, pero así expreso mejor nuestros sentimientos de admiración sacerdotal ante este misterio de amor de Jesús hacia los hombres, sus hermanos. Nos amó hasta el extremo del tiempo y del espacio, hasta el extremo del amor y de sus fuerzas: “Yo estaré siempre con vosotros hasta el final de los tiempos”. Ordinariamente comentamos esta promesa del Señor en la vertiente que mira hacia Él, es decir, su amor extremo y deseo de permanecer junto a nosotros. Pero me gustaría también que fuera nuestra respuesta en relación con Él: Señor, nosotros estaremos siempre contigo en respuesta de amor ante tu presencia sacramentada en la Eucaristía.

 Si el Señor se queda, es de amigos  corresponder a su presencia eucarística, porque el sagrario para nosotros no es un objeto más de la iglesia ni su  imagen, es Cristo en persona, vivo y resucitado, con toda su vida y hechos salvadores para nuestras parroquias y para nuestra vida y apostolado.

Por eso me atrevo a deciros, que todos los creyentes, pero especialmente nosotros, los sacerdotes, que además servimos de ejemplo para nuestros feligreses, tenemos que vigilar mucho nuestro comportamiento con el sagrario, es decir, con Jesucristo vivo y en persona, con su presencia eucarística, pues nos jugamos toda nuestra vida personal y apostólica en relación con Él, porque Jesucristo Eucaristía  no es  una parte del evangelio, de la salvación, de la liturgia o de la teología, es todo el evangelio, toda la salvación, Cristo entero, Dios y hombre verdadero, es la vid, de la cual todos nosotros somos sarmientos.

Repito que hay que tener mucho cuidado con nuestro comportamiento con la Eucaristía. Pongamos un ejemplo: si después de la Eucaristía, hablo y me comporto en la iglesia, como si Él no estuviera allí, como si fuera  la calle, entonces me cargo todo lo que he celebrado y predicado, porque este comportamiento lo destroza y pisotea y no soy coherente con  la verdad celebrada y predicada, que es Cristo, que permanece vivo, vivo y resucitado para ayudarnos en todo. Estas cosas que se refieren al Señor, sobre todo, a la Eucaristía, hay que decirlas con mucha humildad, porque hay que decirlas también con mucha verdad y esto no es siempre agradable. En estos momentos estamos en su presencia y  no podemos engañarle ni engañarnos, no puedo ni debo, porque os quiero y deseo deciros verdades a veces un poco desagradables, lo cual es doloroso, máxime siendo uno también pecador, necesitado de perdón y comprensión.

            Queridos hermanos, es tanto lo que me gusta estar en oración  con vosotros y tantísimo lo que debo a esta presencia de Jesús sacramentado, confidente y amigo, que me lanzo sin reparar mucho cómo pueda hacerlo ni a dónde llegar. Todo quiere ir con amor, con verdad, con humildad, actitudes propias del que se siente agradecido pero a la vez, deudor, ahora y más tarde y siempre a su presencia eucarística. Deudor es traducción de limitado en cualidades y amor, finito en perfecciones, pecador en activo. Pero esto no me impide hablar de Él y de su presencia eucarística aunque sea deficitario ante ella.

Dice el Vaticano II, en el Decreto sobre el Ministerio y Vida de los Presbíteros: «Pero los demás sacramentos, al igual que todos los ministerios eclesiásticos y las obras del apostolado, están unidos con la Eucaristía y hacia ella se ordenan. Pues en la sagrada Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona, nuestra Pascua y pan vivo, que, por su carne vivificada y que vivifica por el Espíritu Santo, da la vida a los hombres, que de esta forma son invitados y estimulados a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas las cosas creadas juntamente con Él. Por lo cual, la Eucaristía aparece como fuente y cima de toda evangelización... La casa de oración en que se celebra y se guarda la sagrada Eucaristía y se reúnen los fieles, y en la que se adora para auxilio y solaz de los fieles la presencia del Hijo de Dios, nuestro Salvador, ofrecido por nosotros en el ara sacrificial, debe estar limpia y dispuesta para la oración y para las funciones sagradas. En ella son invitados los pastores y los fieles a responder con gratitud a la dádiva ...» (PO 5).

Ante esta doctrina teológica y litúrgica, tan clara del Concilio, nosotros debemos preguntarnos cómo la estamos viviendo, si verdaderamente Cristo Eucaristía es el centro de nuestra vida personal y apostólica, hacia dónde está orientado nuestro apostolado, a dónde apuntamos y queremos llegar. Porque hasta dónde llegaron los mejores Apóstoles y ministros y cristianos que ha tenido la Iglesia, cómo vivieron, trabajaron y recibieron fuerzas para el camino, sí lo sabemos por sus vidas, su apostolado y sus escritos. Ni uno solo apóstol fervoroso, ni un solo santo que no fuera eucarístico. Ni uno solo que no haya sentido necesidad de Eucaristía, de oración eucarística, que no la haya vivido y amado, ni uno solo. Allí lo aprendieron todo. Y de aquí sacaron la luz y la fuerza necesarias para desarrollar luego su actividad o el carisma propio de cada uno, muy diversos unos de otros, pero todos bebieron en la fuente de la Eucaristía, que mana y corre siempre abundantemente, «aunque es de noche», aunque tiene que ser por la fe. Todos pusieron allí su tienda, el centro de sus miradas, pasando todos los días largos ratos con Él,  primero en fe seca, como he dicho, a palo seco, sin sentir gran cosa, luego poco a poco pasaron de acompañar al Señor a sentirse  acompañados, ayudados, fortalecidos, una veces rezando, otras leyendo, otras meditando con libros o sin libros, en oración discursiva, mental, avanzando siempre en amistad personal,  otras, más avanzados, dialogando, «tratando a solas», trato de amistad, oración afectiva, luego con una mirada simple de fe, con ojos contemplativos, silencio, quietud, simple mirada, recogimientos de potencias, una etapa importante, se acabó la necesidad del libro para meditar y empieza el tú a tú, simple mirada de amor y de fe, «noticia amorosa» de Dios, «ciencia infusa», «contemplación de amor».

Señor, ahora empiezo a creer de verdad en Tí, a sentir tu presencia y ayuda, ahora sí que sé que eres verdad y vives de verdad y estás aquí de verdad  para mí, no sólo como objeto de fe sino también de mi amor y felicidad. Hasta ahora he vivido de fe heredada, estudiada, examinada y aprobada, que era cosa buena y estaba bien, pero no me llenaba, porque muchas veces era  puro contenido teórico; ahora, Señor, te siento viviente, por eso me sale espontáneo el diálogo contigo, ya no digo Dios, el Señor, es decir, no te trato de Ud, sino de tú a tú, de amigo a amigo, mi fe es mía, es personal y viva y afectiva, no puramente heredada, me sale el diálogo y la relación directa contigo. Te quiero, Señor, y te quiero tanto que deseo voluntariamente atarme a la sombra de tu santuario, para permanecer siempre junto a ti, mi mejor amigo.

Ahora empiezo a comprender este misterio, todo el evangelio, pasajes y hechos que había entendido de una forma determinada hasta ahora, ya los comprendo totalmente de una forma diferente, porque tu Espíritu me lleva hasta “la verdad completa”; ahora todo el evangelio me parece distinto, es que he empezado a vivirlo y  gustarlo de otra forma. Ahora, Señor, es que te escucho perfectamente lo que me dices desde tu presencia eucarística sobre tu persona, tu manera de ser y amar, sobre tu vida, sobre el evangelio, ahora lo comprendo todo y me entusiasma porque lo veo realizado en la Eucaristía  y esto me da fuerzas y me mete fuego en el alma para vivirlo y predicarlo. Realmente tu persona, tus misterios, tu evangelio no se comprenden hasta que no se viven.

Santa Teresa refiriéndose a la etapa de su vida en que no se entregó totalmente a Dios, elogia sus ratos de oración, donde al estar delante de Dios, sentía cómo Dios la corregía: «...porque, puesto que siempre estamos delante de Dios, paréceme a mí es de otra manera los que tratan de oración, porque están viendo que los mira; que los demás podrá ser estén algunos días que aun no se acuerden que los ve Dios. Verdad es que, en estos años, hubo muchos meses -y creo que alguna vez año- que me guardaba de ofender al Señor y me daba mucho a la oración, y hacía algunas y hasta diligencias para no le venir a ofender»  (Libro de su Vida, cap. 8, n12). La presencia de Dios en la oración, máxime si es tan cercana como la presencia eucarística, no se aguanta si uno no está dispuesto a convertirse.

Señor, qué alegría sentirte como amigo, para eso instituiste este sacramento, no quiero dejarte jamás, y unas veces me enciendo en tu amor y te prometo no apartarme jamás de la sombra de tu santuario; otras veces, me corriges y empiezas a decirme mis defectos: quita esa soberbia, ese buscarte que tienes tan dentro, y salgo decidido a ponerlo en práctica con tu ayuda; otras veces me siento de repente lleno de tus sentimientos y actitudes y quiero amar a todos, perdonarlo todo y así van pasando los días y cada vez más juntos:“tú en mí y yo en tí, que seamos uno, como el Padre está en mí y yo en el Padre”.

Otras veces, por el contrario, todo se viene abajo y soy yo el que digo: Señor, ayúdame, he vuelto a caer otra vez en el pecado, de cualquier clase que sea, y cómo se siente el perdón y la misericordia del Señor, cómo le vemos a Cristo salir del sagrario y acercarse y arrodillarse y lavar nuestros pies, nuestros pecados y oigo su voz: “véte en paz, yo no te condeno”, y qué alegría siente uno, porque siente verdaderamente el abrazo y el beso de Cristo: “El padre lo besó y abrazó y dijo…,”  sentir todo esto y saber que del pecado de ahora y de siempre no queda ni rastro en mi alma y menos en el corazón y la memoria de Dios. Y entonces es cuando por amar y sentir el amor de Cristo, uno empieza a tratar de no pecar y corregirse más por no querer disgustarle y no romper el amor y la unión con Él que por otros motivos.

¡Cuánta soberbia a veces en nuestras tristezas por los pecados, en nuestros arrepentimientos llenos de depresión por no reconocernos débiles y pecadores, por lo que somos y de donde no podemos salir con nuestras propias fuerzas sino con la ayuda de Dios! ¡Cuánto dolor o amargura soberbia! Nos parecemos al fariseo, deseamos apoyarnos en nosotros, en una vida limpia para acercarnos a Dios mirándole como de igual a igual, sin tener necesidad siempre de su gracia y ayuda, como si no le debiéramos nada y no fuéramos simples criaturas. Nuestro deseo debe ser ofrecer a Dios una vida limpia, pero si caemos, Él siempre nos sigue amando y perdonando, siempre nos lava de nuestros pecados. Que solo Dios es Dios, y todos los demás estamos necesitados de su gracia y de su perdón, de la conversión permanente, en la que los pecados prácticamente no nos alejan de Dios porque no los queremos cometer, no queremos pecar, pero “el espíritu está pronto, pero la carne es débil”. ¿Hasta qué punto puede pecar uno que no quiere pecar?

Siendo humildes y verdaderos hijos, ni el mismo pecado  puede separarnos de Dios, si nosotros no queremos pecar, nada ni nadie nos puede separar del amor de Cristo, si vivimos en conversión sincera y permanente, si no queremos pecar e instalarnos en él, en la lejanía de Dios: “¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo? ¿la aflicción?, ¿la angustia? ,¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro? ,¿la espada? En todo esto vencemos fácilmente por aquel que nos ha amado” (Rm 8,35.37).

Por el contrario, cuando uno no vive en esta dinámica de conversión permanente, se le olvidan hasta los medios sobrenaturales, que debe emplear y aconsejar para salir de su mediocridad espiritual. Y si un sacerdote no puede sabe dirigirse a sí mismo, no sé cómo podrá hacerlo con los demás. Y esto lo comprueba la experiencia.

Hay que decirlo claro, aunque duela: no hago oración, me aburre Cristo, rehuyo el trato personal con Él, no puedo trabajar con entusiasmo por Él, no puedo predicarlo con entusiasmo. Lo peor es si esto se da en los que tienen misión de formar o dirigir a otros hermanos. Las consecuencias son funestas para la diócesis,  sobre todo, si se mantiene durante años y años, porque, al no vivir esta experiencia de amistad con Cristo, este deseo de santidad, no vivir este camino de la oración, no lo pueden inculcar ni pueden entusiasmar con Él y a sufrir en silencio, viendo instituciones esenciales para una diócesis que no marchan bien por ignorancia de las cosas espirituales de parte de los responsables;  sólo te queda el rezar para que Dios haga un milagro y supla tantas deficiencias, porque si hablas o te interesas por ello, estás “faltando a la caridad...”

 No puedo producir frutos de santidad, si no permanezco unido a Cristo. Lo ha dicho bien claro Él: “Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no lleve fruto, lo cortará; y todo el que de fruto, lo podará, para que de más fruto... Como el sarmiento no puede dar fruto de si mismo si no permaneciere en la vid tampoco vosotros si no permanecéis en mi. Yo soy la vid. Vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada. El que no permanece en mí es echado fuera,  como el sarmiento, y se seca, y los amontonan y los arrojan al fuego para que ardan. Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que  quisiereis  y se os dará. En esto será glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto, y así seréis discípulos míos”. (Jn 15, 1-8).

Hace mucho tiempo que no me predican este evangelio.  En mi seminario sí me lo predicaron muchas veces y a todos los de mi generación. El  apostolado, en definitiva, consiste en que Cristo sea conocido y amado y seguido como único Salvador del mundo y de los hombres. Cómo hacerlo si yo personalmente no me siento salvado, no me siento unido y entusiasmado con Cristo, si fallo en mi oración personal con Él.  

Meditemos aquí, hermanos, en la presencia del Señor, en la sinceridad de nuestro apostolado. Seamos coherentes. Mi oración personal, sobre todo, eucarística, es el sacramento de mi unión con el Señor y por eso mismo se convierte a la vez en un termómetro que mide mi unión, mi santidad, mi eficacia apostólica, mi entusiasmo por Él: “Jesús llamó a los que quiso para que estuvieran con Él y enviarlos a predicar”. Primero es “estar con Él”, lógico, luego: “enviarlos a predicar”. Antes de salir a predicar, el apóstol debe compartir la comunión de ideales y sentimientos y orientaciones con el Señor que le envía. Y todos los Apóstoles que ha habido y habrá espontáneamente vendrán a la Eucaristía para recibir orientación, fuerza, consuelo, apoyo, rectificación, nuevo envío.

El sacerdote tiene la dimensión profética y debe ser profeta de Cristo, porque ha sido llamado a hablar en lugar de Cristo. Pero además está llamado a ser su testigo y para eso debe saber y haber visto y experimentado lo que dice. Uno no puede ser testigo de Cristo, si no lo ha visto y sentido en su corazón y en su vida. Juan Bautista fue profeta,“la voz que clama en el desierto, preparar el camino del Señor”. (Jn 1,24), pero también testigo en el mismo vientre de su madre, donde sintió la presencia del Mesías: “Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venia como testigo para dar testimonio de la luz, para que por Él todos vinieran a la fe” (Jn 1,6-8).

 El presbítero, tanto en su dimensión profética como  sacerdotal, tiene que sustituir a Cristo, es un sustituto de Cristo en la proclamación de la Palabra y en la celebración de sus misterios, y ésto le exige y le obliga, al hacerlo “in persona Christi”, vibrar y vivir la vida y los mismos sentimientos de Cristo. El profeta no tiene mensaje propio sino que debe estar siempre a la escucha del que le envía para transmitir su mensaje. Y para todo esto, para ser testigos de la Palabra y del amor y  de la Salvación de Cristo, no basta saber unas cuántas ideas y convertirse en un teórico de la vida y del evangelio de Cristo. El haber convivido con Él íntimamente durante largo tiempo, con trato diario, personal y confidente, es condición indispensable para conocerle y predicarlo. Y esta convivencia íntima con el amigo no puede interrumpirse nunca a no ser que se rompa la amistad.

 Porque como dije antes, estar con el amigo y amarlo y seguirlo se conjugan igual y con que una de estas condiciones no se de, me da igual cuál sea, el nudo se rompe: si no oro, no amo-convierto-vivo como Él; si me canso de orar, me canso de amar-convertirme a Él vivir como Él; por otra parte, si cambio el lugar de estos verbos, todo sigue igual: por ejemplo, si no amo, si no me convierto, no oro, y si me canso de amar y convertirme, me canso de orar y ya se acabó la vida espiritual, al menos, la fervorosa. Y en afirmativo, todo también es verdad: si oro, amo y me convierto; si amo, también  oro y me convierto y si vivo en una dinámica de conversión permanente, es porque oro y amo.

Por eso, y  no hay que escandalizarse, es natural, que a veces no estemos de acuerdo en programaciones  pastorales de conjunto, en la forma de administrar los sacramentos, cuando estas no llevan hasta donde deben ir. Cada uno tiene el apostolado conforme al concepto de Iglesia-parroquia que tiene, y cada uno tiene el concepto de Iglesia-parroquia- apostolado conforme al conocimiento y vivencia que tiene de Cristo, porque la Eclesiología es Cristología en acción, la Iglesia es el Cuerpo de Cristo en el tiempo, y cada uno, en definitiva, tiene el concepto de Cristo y de Cristología y de Eclesiología  que vive, no el que aprendió en  Teología, porque lo que aprendió en la Teología, si no se vive, termina olvidándose, como lo demuestra la vida y la experiencia de la Iglesia: realmente creemos lo que vivimos y vivimos lo que creemos. Se puede tener un doctorado en Cristología y vivir sin Cristo. Este conocimiento de Cristo por amor se consigue principalmente en ratos de oración eucarística. De aquí la necesidad, tantas veces repetida por el Señor, por el Magisterio de la Iglesia, por los verdaderos apóstoles de todos los tiempos de que los obispos y sacerdotes y los responsables del pastoreo de la Iglesia sean hombres de oración, aspiren a la santidad, cuyo camino principal es la oración…

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Al transcribir esta meditación en el verano del 2001, me encontré con un texto de la Clausura del Congreso Eucarístico Nacional de Santiago, que paso gustoso a copiar:

“Aprender esta donación libérrima de uno mismo es imposible sin la contemplación del misterio eucarístico, que se prolonga, una vez celebrada la Eucaristía, en la adoración y en otras formas de piedad eucarística, que han sostenido y sostienen la vida cristiana de tantos seguidores de Jesús. La oración ante la Eucaristía, reservada o expuesta solemnemente, es el acto de fe más sencillo y auténtico en la presencia del Señor resucitado en medio de nosotros. Es la confesión humilde de que el Verbo se ha hecho carne, y pan, para saciar a su pueblo con la certeza de su compañía. Es la fe hecha adoración y silencio.

Una comunidad cristiana que perdiera la piedad eucarística, expresada de modo eminente en la adoración, se alejaría progresivamente de las fuentes de su propio vivir. La presencia real, substancial de Cristo en las especies consagradas es memoria viva y actual de su misterio pascual, señal de la cercanía de su amor “crucificado” y “glorioso”, de su Corazón abierto a las necesidades del hombre pobre y pecador, certeza de su compañía hasta el final de los tiempos y promesa ya cumplida de que la posesión del Reino de los cielos se inicia aquí, cuando nos sentamos a la mesa del banquete eucarístico.

Iniciar a los niños, jóvenes y adultos en el aprecio de la presencia real de Cristo en nuestros tabernáculos, en la “visita al Santísimo”, no es un elemento secundario de la fe y vida cristiana, del que se puede prescindir sin riesgo para la integridad de las mismas; es una exigencia elemental que brota del aprecio a la plena verdad de la fe que constituye el sacramento: ¡Dios está aquí, venid, adorémosle! Es el test que determina si una comunidad cristiana reconoce que la resurrección de Cristo, cúlmen de la Pascua nueva y eterna, tiene, en la Eucaristía, la concreción sacramental inmediata, como aparece en el relato de Emaús.

Recuperar la piedad eucarística no es sólo una exigencia de la fe en la presencia real de Cristo, sacerdote y víctima, en el pan consagrado, alimento de inmortalidad; es también, exigencia de una evangelización que quiera ser fecunda según el estilo de vida evangélico. ¿No sería obligado preguntarse en esta ocasión solemnísima, si la esterilidad de muchos planteamientos pastorales y la desproporción entre muchos esfuerzos, sin duda generosos, y los escasos resultados que obtenemos, no se debe en gran parte a la escasa dosis de contemplación y de adoración ante el Señor en la Eucaristía? Es ahí donde el discípulo bebe el celo del maestro por la salvación de los hombres; donde declina sus juicios para aceptar la sabiduría de la cruz; donde desconfía de sí para someterse a la enseñanza de quien es la Verdad; donde somete al querer del Señor lo que conviene o no hacer en su Iglesia; donde examina sus fracasos; recompone sus fuerzas y aprende a morir para que otros vivan. Adorar al Señor es asegurar nuestra condición de siervos y reconocer que ni“el que planta es algo ni el que riega, sino Dios que hace crecer” (1Cor3,7). Adorar a Cristo es garantizar a la Iglesia y a los hombres que el apostolado es, antes de obra humana, iniciativa de Dios que, al enviar a su Hijo al mundo, nos dio al Apóstol y Sacerdote de nuestra fe”.

 

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Queridos hermanos sacerdotes, qué claro y evangélico es este texto del Congreso Eucarístico que acabo de leeros. Por todo  esto qué necesario es que el apóstol vuelva con frecuencia a estar con Jesús para comprobar la autenticidad y la continuidad de la entrega primera. Fuera de ese trato personal e íntimo con el Señor no tienen valor ninguno ni las genialidades apostólicas ni la perfección técnica de los programas pastorales. Si la Eucaristía es el centro y cúlmen de toda la vida apostólica de la Iglesia, cómo prescindir prácticamente de ella en mi vida personal, cómo podrá estar centrado mi apostolado, cómo entusiasmar a mi gente, a mi parroquia con la Eucaristía, con Jesucristo, con su mensaje, cómo hacer que la valoren y la amen, si yo personalmente no la valoro en mi vida? De qué vale que la Eucaristía sea teológica y vitalmente centro y cúlmen de toda la vida de la Iglesia, si al no serlo para mí, impido que lo sea para mi gente. Entonces ¿qué les estoy dando, enseñando a mis feligreses? Si creyéramos de verdad lo que creemos, si mi fe estuviera en vela y despierta, me encontraría con Él y cenaríamos juntos la cena de la amistad eucarística y  encontraría el sentido pleno a mi vida sacerdotal y apostólica.

 Durante siglos, muchos cristianos no tuvieron otra escuela de teología o de formación o de agentes pastorales, como ahora decimos, no tuvieron otro camino para conocer a Cristo y su  evangelio, otro fundamento de su apostolado, otra revelación que el sagrario de su pueblo. Allí lo aprendieron y lo siguen aprendiendo todo sobre Cristo, sobre el evangelio, sobre la vida cristiana y apostólica, allí aprendieron humildad, servicio, perdón, entusiasmo por Cristo, hasta el punto de contagiarnos a nosotros, porque la fe y el amor a Cristo se comunican por contagio, por testimonio y vivencia, porque cuando es pura enseñanza teórica, no llega a la vida, al corazón; allí lo aprendieron directamente todo y únicamente de Cristo, en sus ratos de silencio y oración ante el sagrario.

Y luego escucharemos a S. Ignacio en los Ejercicios Espirituales: “que no el mucho saber harta y satisface al ánima sino el sentir y gustar de las cosas internamente...». Sentir a Cristo, gustar a Cristo cuesta mucho, hay que dejar afectos, hay que purificar, hay que pasar  noches y purificaciones del sentido y del espíritu, que no vacían de nosotros mismos, de nuestros criterios y sentidos para llenarnos de Cristo.

Queridos amigos, por todo esto y por muchas más cosas, la Eucaristía es la mejor escuela de oración, santidad y apostolado, es  la mejor  escuela de formación permanente de los sacerdotes y de todos los cristianos.  Junto al sagrario se van aprendiendo muchas cosas del Padre, de su amor a los hombres, de su entrega al mundo por el envío de su Hijo, de las razones últimas de la encarnación de Cristo, de su sacerdocio y el nuestro, del apostolado, de la conversión, de la paciencia de Dios, de la misericordia de Dios ante el olvido de los hombres...

 Y cuando se vive en esta actitud de adoración permanente eucarística, aunque haya fallos, porque somos limitados y finitos, no pasa nada, absolutamente nada, si tú has descubierto el amor del Padre entregando al Hijo por ti, desde cualquier sagrario, porque ese Dios y ese Hijo son verdaderamente Padre compresivo y amigo del alma que te quieren de verdad,  porque Él sabe bien este oficio y  te pone sobre sus hombros y se atreve a cantar una canción de amor mientras te lleva al redil de su corazón o, como Padre del hijo pródigo, no  te deja echar el rollo que todos nos preparamos para excusarnos de nuestros pecados y debilidades, porque solo le interesas Tú.

 Una de las cosas por las que más he necesitado de la Eucaristía es por la misericordia de Cristo, la he necesitado tanto, tanto... y la sigo necesitando, soy pecador en activo, no jubilado. Allí he vuelto a sentir su abrazo, a escuchar su palabra: “te perdono”, “preparad la cena, los zapatos nuevos, el vestido nuevo... sígueme... vete en paz, te envío como yo he sido enviado, no tengáis miedo, yo he vencido al mundo... estaré con vosotros hasta el final...” Él siempre me ha perdonado, siempre me ha abrazado, nunca me ha negado su misericordia. Eso sí, siempre hay que levantarse, conversión permanente, reemprender la marcha; si esto falla, no hay nada, si uno deja de convertirse le sobra todo, la Eucaristía, la oración, la gracia, los sacramentos, le sobra hasta Dios, porque para vivir como vivimos muchas veces, nos bastamos a nosotros mismos.

Queridos hermanos, cuánta teología, cuánta liturgia, cuánto apostolado y eficacia apostólica hay en un sacerdote de rodillas o sentado junto al sagrario  media hora o veinte minutos todos los días. Está diciendo que Cristo ha resucitado y está con nosotros; si ha resucitado, todo lo que dijo e hizo es verdad, es verdad todo lo que sabe de Cristo y de la Iglesia, todo lo que estudió, es verdad toda su vida, todo su sacerdocio y su apostolado. Junto a Cristo Eucaristía, todo su ser y actuar sacerdotal adquiere luz, fuerza, verdad y autenticidad; está diciendo que cree todo el evangelio, las partes que cuestan y las que no cuestan, que cree en la Eucaristía y lo que permanece después de la Eucaristía, lo que hacen sus manos sacerdotales, que cree, venera y adora a Cristo y todo su misterio, todo lo que ha hecho y ha dicho Cristo. ¡Qué maravilla ser sacerdote! No os sorprendáis de que almas santas, de fe muy viva, hayan sentido y vivido y expresado su emoción respecto al sacerdocio, besando incluso sus pisadas, como testimonio de su amor y devoción.

 Empezó el mismo Jesús exagerando su grandeza,  en la misma noche de la institución, postrándose humildemente de rodillas ante los Apóstoles y los futuros sacerdotes, para lavarles los pies y el corazón y todo su ser para poder recibir este sacramento: “Les dijo: ya no os llamaré siervos, os llamo amigos, porque un siervo no sabe lo que hace su señor, a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que me ha dicho mi Padre os lo he dado a conocer...”(Jn 15,14). Y eso se lo sigue diciendo el Señor a todos y cada uno de los sacerdotes, a los que elige y consagra por la fuerza de su Espíritu, que es Espíritu Santo, para que sean presencia y prolongación sacramental  de su Persona, de su Palabra, de su Salvación y de su Misión.

Es grande ser sacerdote por la proximidad a Dios, por la identificación con la persona y el misterio de Cristo, por la continuidad de su tarea, por la eficacia de su poder: “Esto es mi cuerpo, esta es mi sangre”; por la grandeza de su misericordia: «Yo te absuelvo de tus pecados». «yo te perdono»;por la abundancia de gracias que reparte: «yo te bautizo» «El cuerpo de Cristo». El sacerdote es sembrador de eternidades, cultivador de bienes eternos,  recolector de las vidas eternas de los hijos de Dios, a los que introduce ya en la tierra en la amistad con el Dios Trino y Uno.

 ¡Qué grande es ser sacerdote! ¡Qué grande y eficaz es el sacerdote junto al Sagrario! ¡Qué apostolado más pleno y total! ¡Cómo sube de precio y de calidad su ser y existir junto al Señor! ¡Cómo se transparentan y se clarifican y se verifican las vidas, las teorías, las actitudes y sentimientos sacerdotales para con Cristo y la Iglesia y los hermanos! Realmente Cristo Eucaristía y nuestra vida de amistad con Él habla, dice muy claro de nuestra fe y amor a Él y a su Iglesia La vida eucarística, lo afirma el Vaticano II, es centro y quicio, es decir, centra y descentra, dice si están centradas o descentradas nuestras vidas cristianas, si estamos centrados o desquiciados sacerdotalmente.

Por eso, os invito, hermanos, a volver junto al sagrario. Hay que recuperar la catequesis del sagrario, de la presencia real y permanente de Cristo, hecho pan de vida permanente para los hombres. Y con el sagrario hay que recuperar la oración reposada y el silencio, la alabanza y la acción de gracias, la petición y la súplica inmediata ante el Señor, la conversación diaria con el Amigo. Y entonces, a más horas de sagrario, tendríamos más vitalidad de nuestra fe y nuestro amor y de nuestros feligreses.

 Es necesario  revisar nuestra relación con la Eucaristía para potenciar y recobrar nuestra vida sacerdotal. ¿Y qué pasaría, hermanos, si todo nuestro arciprestazgo, si toda la Diócesis de Plasencia se comprometiera a pasar un rato ante el Sagrario todos los días? ¿Qué efectos personales, comunitarios y apostólicos produciría? ¿Qué movimientos sacerdotales, qué vitalidad, qué renovación se originaría? Y si estamos todos convencidos de la verdad y de la importancia de la Eucaristía para nosotros y para nuestro apostolado, ¿por qué no lo hacemos?

 Dice Juan Pablo II:      «Los sacerdotes no podrán realizarse plenamente, si la Eucaristía no es para ellos el centro de su vida. Devoción eucarística descuidada y sin amor, sacerdocio flojo, más aún, en peligro».

Si uno se pasa ratos junto al sagrario todos los días, primero va almacenando ese calor, y un día, tanto calor almacenado, se prende y se hace fuego y vivencia de Cristo. Lo dice mejor Santa Teresa: «Es como llagarnos al fuego, que aunque le haya muy grande, si estáis desviados y escondéis la mano, mal os podéis calentar, aunque todavía da más calor que no estar a donde no hay fuego. Mas otra cosa es querernos llegar a Él, que si el alma está dispuesta  -digo con deseo de perder el frío- y si está allá un rato, queda para muchas horas en calor» (Camino 35).

El que contempla Eucaristía, se hace Eucaristía, pascua, sacrificio redentor, pasa a su parroquia de mediocre a fervorosa,  se hace ofrenda y queda consagrado a la voluntad del Padre que le hará pasar por la pasión y muerte para llevarle a la resurrección, a la vida nueva. Y con él, va su parroquia. Es la pascua nueva y eterna, la nueva alianza en la sangre de Cristo.

El que contempla Eucaristía se hace Eucaristía, comunión, amor fraterno, corrección fraterna, lavatorio de los pies,  servicio gratuito, generosidad, porque comulga a Cristo, no solamente lo come, y al comerlo, siente que todos somos el mismo cuerpo de Cristo, porque comemos el mismo pan.

El que contempla la Eucaristía descubre que es presencia y amistad y salvación de Cristo permanentemente ofrecidas al hombre, sin imponerse, ayudándonos siempre con  humildad, en silencio ante los desprecios, lleno de generosidad y fidelidad, enseñándonos continuamente amor gratuito y desinteresado, total, sin encontrar a veces, muchas veces, agradecimiento y reconocimiento por parte de algunos.

El que contempla la Eucaristía se hace Eucaristía perfecta, cada día más, y encuentra la puerta de la eternidad y del cielo, porque el cielo es Dios y Dios está en Jesucristo dentro del pan consagrado. En la Eucaristía se hacen presentes los bienes escatológicos: Cristo vivo, vivo y resucitado y celeste, “cordero degollado ante el trono de Dios”, “sentado a su derecha” “que intercede por todos ante el Padre”, “llega el último día” “el día del Señor”: «anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús», «et futurae gloriae pignus datar» y la escatología y los bienes últimos ya  han empezado por Jesucristo Eucaristía.

Por la Eucaristía, Cristo ha resucitado y vive con nosotros, como puse después del Concilio en un letrero de hierro forjado en el Cenáculo de San Pedro, Y luego en la .misma puerta del Cenáculo: «Ninguna comunidad cristiana se construye si no tiene como raíz y quicio la celebración de la santísima Eucaristía».

 Esta presencia del Señor se siente a veces tan cercana, que notas su mano sobre tí, como si la sacara del sagrario para decirte palabras de amor y de misericordia y de ternura... y uno cae emocionado de rodillas: Oye, sacerdote mío, un poco de calma, tienes tiempo para todos y para tus cosas, pero no para mí, yo me he quedado aquí para ser tu amigo, para ayudarte en tu vida y apostolado, sin mí no puedes hacer nada; mira, estoy aquí, porque yo no me olvido de tí, te lo estoy diciendo con mi presencia, pero te lo diría mejor aún, si tuvieras un poco de tiempo para escucharme; ten un poco de tiempo para mí, créeme, lo necesito porque te amo como tu no comprendes; me gustaría dialogar contigo para decirte tantas cosas...

Y como la Eucaristía no es sólo palabra de Cristo, sino evangelio puesto en acción y vivo y viviente y visualizado ante la mirada de todos los creyentes, lleno de humildad y entrega y amor, uno, al contemplarla, se ve egoísta, envidioso, soberbio. Porque allí vemos a Cristo perdonando en silencio, lavando todavía los pies sucios de sus discípulos, dando la vida por todos, enseñándonos y viviendo amor total y gratuito, en humildad y perdón permanente de olvidos y desprecios. Se queda buscando solo nuestro bien, sólo con su presencia  nos está diciendo os amo, os amo... Quien se pare y hable con Él terminará aprendiendo y viviendo y practicando todas estas virtudes suyas. La experiencia de los santos y de los menos santos, de todos sus amigos, lo demuestra.

Hay que volver al sagrario, hay que potenciar y dirigir esta marcha de toda la parroquia, con el sacerdote al frente, hacia la mayor y más abundante fuente de vida y gracia cristiana que existe: “Qué bien se yo la fonte que mana y corre, aunque es de noche. Aquesta eterna fonte está escondida, en este pan por darnos vida, aunque es de noche. Aquí se está llamando a las criaturas, y de este agua se hartan, aunque a oscuras, porque es de noche. Aquesta eterna fonte que deseo, en este pan de vida yo la veo, aunque es de noche”. (San Juan de la Cruz)

       “LA SAMARITANA: Cuando iba al pozo por agua, a la vera del brocal, hallé a mi dicha sentada.

¡Ay, samaritana mía, si tú me dieras del agua, que bebiste aquel día!

SAMARITANA: Toma el cántaro y ve al pozo, no me pidas a mí el agua, que a la vera del brocal, la Dicha sigue sentada”. (José María Pemán)

“Sacaréis agua con gozo de la fuente de la salvación...”  dijo el profeta. Que así sea para todos nosotros y para todos los creyentes. Que todos vayamos al sagrario, fuente de la Salvación. La fuente es Cristo; el camino, hasta la fuente, es la oración, y la luz que nos debe guiar es la fe, el amor y la esperanza, virtudes  que nos unen directamente con Dios. ¡ES EL SEÑOR!

JESUCRISTO, EUCARISTIA DIVINA, TU LOS HAS DADO TODO POR NOSOTROS…EUCARISTÍA DIVINA, presente en el pan consagrado ¡Cómo te deseo! ¡Cómo te busco! ¡Con qué hambre de tu presencia camino por la vida! Te añoro más cada día, me gustaría morirme de estos deseos que siento y no son míos, porque yo no los sé fabricar ni todo esto que siento. ¡Qué nostalgia de mi Dios cada día! ¡Necesito verte porque sin Tí  mis ojos no pueden ver la luz! Necesito comerte, para no morir de deseos de vida y de cielo, que eres Tú. Necesito abrazarte para hacerme contigo una ofrenda agradable al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida. Quiero comerte para ser asimilado por Tí, y entrar así, totalmente identificado con el Amado, en la misma Vida y Amor y Felicidad divina de mis Tres, por su mismo Amor Personal, que es Espíritu Santo, que hace a Dios Uno y Trino, por la total y eterna generación y aceptación del Ser de Vida y Amor en el Espíritu Santo. AMEN.

TRIGÉSIMOTERCERA MEDITACIÒN

MARÍA Y LA EUCARISTÍA

 

«Si queremos descubrir en toda su riqueza la relación íntima que une Iglesia y Eucaristía, no podemos olvidar a María Madre y modelo de la Iglesia. En la Carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, presentando a la Santísima Virgen como Maestra en la contemplación del rostro de Cristo, he incluido entre los misterios de la luz también la institución de la Eucaristía. Efectivamente, María puede guiarnos hacia este Santísimo Sacramento porque tiene una relación profunda con él» (Ecclesia de Eucharistia, 53).

       Ya la piedad cristiana unió siempre a María con este misterio. Por eso, tanto en las grandes catedrales como en las chozas de los países de misión, la intuición religiosa de los fieles, al lado de la Eucaristía, puso siempre la imagen y la piedad de la Virgen. Porque la Eucaristía es el alma de la Iglesia, «centro y culmen» de toda su vida. Y María fue asociada por Dios a todo el misterio del Hijo, desde su maternidad hasta la cruz. Es lógico que así sea vista también por la Iglesia. Ella es madre de la Iglesia. Y la Iglesia se construye por la Eucaristía. 

       Desde el punto de vista bíblico y eucarístico, Juan nos ha consignado dos escenas, en los cuales María tiene su parte central al lado de Jesús. Se trata del episodio de las bodas de Caná (cf. Jn 1,1-11),  que hay que unir estrechamente al de la multiplicación de los panes, en Jn 6, y del episodio del Calvario, en Jn 19. En el primero de los signos mesiánicos obrados por Jesús está clara la intervención de María, que toma la iniciativa: “no tienen vino... haced lo que Él os diga…”. El mismo término de “mujer”,con que Jesús designa a su madre en esta ocasión, hace referencia al Génesis 2, 23, en que Dios dice a la serpiente: “Pongo enemistad perpetua entre ti y la mujer. Y entre tu linaje y el suyo. Éste te aplastara la cabeza” (Gn 3,15). Tenemos, por tanto, que el primero de los signos obrados por Cristo Mesías se convierte el agua en vino por la iniciativa de María, y representa el inicio de una nueva etapa de la historia de la salvación sacramentaria, cuyo centro será la Eucaristía, realizada en pan y vino.

       En esta nueva economía, María también es llamada mujer en la figura de Eva, tipo de su maternidad. En el Génesis, al hablarnos de Eva, tipo de Maria, se dice: “formó Yahvé Dios a la mujer” (Gén 2,22). Este pasaje indica que la Virgen-nueva Eva- viene a ser cabeza-estirpe de una nueva generación, la de la comunidad eclesial, que se nutre de la sangre y del cuerpo eucarístico de Cristo: «El hombre (Adán-Cristo-nuevo-Adán) exclamó: Esto sí que es ya hueso de mis huesos y carne de mi carne» (v.23).

       En el Nuevo Testamento, Juan da una aportación decisiva a la dimensión eucarística de la figura de María, no sólo en el relato del primer signo mesiánico, sino también en el de la pasión, donde Jesús confia el discípulo amado a su madre y viceversa, esto es, a Juan el cuidado de su madre (cf. Jn 19,25-27).  Y en ambos casos nuevamente María es designada como “mujer” por su Hijo. Es claro que al ser su propio Hijo el que la designa así, cuando lo natural hubiera sido el término “madre”, demuestra que no se trata sólo de un gesto de piedad filial por parte de Jesús, sino sobre todo de un episodio de revelación decisiva. También aquí ella es llamada mujer otra vez, como nueva Eva, para subrayar el inicio en ella de una nueva generación, la de la Iglesia, que brota del costado abierto de Cristo, nuevo Adán, del que manaron la sangre y el agua, símbolos de los sacramentos de la Iglesia. María es constituida por Cristo en  Madre de los nuevos hijos nacidos de la fe y del bautismo. 

       En San Juan, María permanece siendo la madre. Si  primero era sólo la madre del Hijo, ahora es también la madre de la Iglesia. Si primero su maternidad era física, ahora es también espiritual. En el Calvario la madre de Jesús es elegida y designada la madre de los discípulos de Jesús en la figura del discípulo amado.

       Por eso la Iglesia, sacramento salvífico, además de ser esencialmente eucarística, tiene también una connotación existencial mariana. María tiene, pues, una presencia y un papel decisivo tanto en la Encarnación como en la economía salvífica-sacramentaria de la Iglesia: en las dos, ella ha dicho su “fiat” en la fe, en la esperanza y en la caridad. En ambas ella es cabeza-estirpe de una nueva generación querida por Dios: en la primera, por la generación del Hijo de Dios hecho carne en su seno; en la segunda, por la generación de la comunidad eclesial que brota del costado de Cristo, que se nutre con el cuerpo y la sangre de Cristo, engendrados por María.

       La Iglesia, por eso, no celebra nunca la Eucaristía sin invocar la intercesión de la Madre del Señor. En cada Eucaristía, «María ofrece como miembro eminente de la Iglesia no sólo su consentimiento pasado en la Encarnación y en la cruz, sino también sus méritos y la presente intercesión materna y gloriosa» (cf. Marialis Cultus 20).La encíclica Redemptoris Mater de Juan Pablo II afirma que la maternidad espiritual de María «ha sido comprendida y vivida particularmente por el pueblo cristiano en el sagrado banquete, celebración litúrgica del misterio de la Redención, en el cual Cristo, su verdadero cuerpo nacido de María Virgen, se hace presente» (RMa 44).   Y continúa el Papa: «Con razón la piedad del pueblo cristiano ha visto siempre un profundo vínculo entre la devoción a la Santísima Virgen y el culto a la Eucaristía; es un hecho de relieve en la liturgia tanto occidental como oriental, en la tradición de las Familias religiosas, en la espiritualidad de los movimientos contemporáneos, incluso los juveniles, en la pastoral de los santuarios marianos. María guía a los fieles a la Eucaristía» (RMa 44).

        La Iglesia así lo comprende y lo canta agradecida en la antífona del Corpus Christi: «Ave, verum corpus natum de María Virgine, vere passum, inmolatum in cruce pro homine...»  El Papa Juan Pablo II se ha referido a esta relación de la Eucaristía con María en dos documentos. En la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae, nos dice: «Misterio de luz es, por fin, la institución de la Eucaristía, en la cual Cristo se hace alimento con su cuerpo y su sangre bajo las especies del pan y del vino, dando testimonio de su amor por la humanidad «hasta el extremo» (Jn 13,1) y por cuya salvación se ofrecerá en sacrificio. Excepto en el de Caná, en estos misterios la presencia de María queda en el trasfondo.Los evangelios apenas insinúan su eventual presencia en algún que otro momento de la predicación de Jesús (cf Mc 3,31-35; Jn 2,12) y nada dicen sobre su presencia en el Cenáculo en el momento de la institución de la Eucaristía. Pero, de algún modo, el cometido que desempeña en Caná acompaña toda la misión de Cristo. La revelación, que en el bautismo en el Jordán proviene directamente del Padre y ha resonado en el Bautista, aparece también en labios de María en Caná y se convierte en su gran invitación materna dirigida a la Iglesia de todos los tiempos: «Haced lo que él os diga» (Jn 2,5). Es una exhortación que introduce muy bien las palabras y signos de  Cristo durante su vida pública, siendo como el telón de fondo mariano de todos los «misterios de luz» (Rosarium Virginis Mariae 1).

       En otro pasaje de esta misma Carta del Rosario de la Virgen nos propone el Papa a María como modelo de contemplación cristológica, que recorre y nos ayuda a vivir la espiritualidad eucarística. Lo titula el Papa: María modelo de contemplación, y nos dice en el número 10: «La contemplación de Cristo tiene en María su modelo insuperable. El rostro del Hijo le pertenece de un modo especial. Ha sido en su vientre donde se ha formado, tomando también de Ella una semejanza humana que evoca una intimidad espiritual ciertamente más grande aún. Nadie se ha dedicado con la asiduidad de María a la contemplación del rostro de Cristo. Los ojos de su corazón se concentran de algún modo en Él ya en la anunciación, cuando lo concibe por obra del Espíritu Santo; en los meses sucesivos empieza a sentir su presencia y a imaginar sus rasgos. Cuando por fin lo da a luz en Belén, sus ojos se vuelven también tiernamente sobre el rostro del Hijo, cuando lo «envolvió en pañales y le acostó en un pesebre» (Lc2,7).

       Desde entonces su mirada, siempre llena de adoración y asombro, no se apartará jamás de Él. Será a veces una mirada interrogadora, como en el episodio de su extravío en el templo: “Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?” (Lc 2,48); será en todo caso una mirada penetrante, capaz de leer en lo íntimo de Jesús, hasta percibir sus sentimientos escondidos y presentir sus decisiones, como en Caná (cf Jn 2,5); otras veces será una mirada dolorida, sobre todo bajo la cruz, donde todavía será, en cierto sentido, la mirada de la “parturienta”, ya que María no se limitará a compartir la pasión y la muerte del Unigénito, sino que acogerá al nuevo hijo en el discípulo predilecto confiado a Ella (cf Jn 19,26-27); en la mañana de Pascua será una mirada radiante por la alegría de la resurrección y, por fín, una mirada ardorosa por la efusión del Espíritu  en el día de Pentecostés (cf Hch 1,14).

 

2.- LOS RECUERDOS DE MARÍA

(Tomado de la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae, que cito tal cua)

11. María vive mirando a Cristo y tiene en cuenta cada una de sus palabras: “Guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón” (Lc 2,19; cf 2,51). Los recuerdos de Jesús, impresos en su alma, la han acompañado en todo momento, llevándola a recorrer con el pensamiento los distintos episodios de su vida junto al Hijo. Han sido aquellos recuerdos los que han constituido, en cierto sentido, el “rosario” que Ella ha recitado constantemente en los días de su vida terrenal.

       Ytambién ahora, entre los cantos de alegría de la Jerusalén celestial, permanecen intactos los motivos de su acción de gracias y su alabanza. Ellos inspiran su materna solicitud hacia la Iglesia peregrina, en la que sigue desarrollando la trama de su “papel” de evangelizadora. María propone continuamente a los creyentes los “misterios” de su Hijo, con el deseo de que sean contemplados, para que puedan derramar toda su fuerza salvadora. Cuando recita el rosario, la comunidad cristiana está en sintonía con el recuerdo y con la mirada de María (RVM 10 y 11).

 

3.- MARÍA, MUJER “EUCARÍSTICA”

Así llama el Papa Juan Pablo II a María en la última Carta Encíclica, sobre la Eucaristía: “ECCLESIA DE EUCHARISTÍA”. El  capítulo sexto y último lo titulo al Papa: EN LA ESCUELA DE MARÍA, MUJER EUCARÍSTICA. En este capítulo recoge el Papa la doctrina actual de la Iglesia, especialmente de los Mariólogos, elaborando una síntesis perfecta. Ya el Vaticano II había dado una amplia visión del lugar y papel obrado por María en la obra de la salvación, cuyo “centro y culmen” siempre será la Eucaristía: “(María)… al abrazar de todo corazón y sin entorpecimiento de pecado alguno la voluntad salvífica de Dios, se consagró totalmente como esclava del Señor a la persona y la obra de su Hijo, sirviendo con diligencia al misterio de la redención con Él y bajo Él, con la gracia de Dios omnipotente” (LG 56).

        “María, concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, padeciendo con su Hijo cuando moría en la cruz, cooperó de forma enteramente simpar a la obra del Salvador con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad, con el fin de restaurar la vida sobrenatural de las almas” (LG 61).

       “María mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo erguida (cf. Jo 19,25), sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la  víctima que ella misma había engendrado” (LG 58).

       Sin el cuerpo de Cristo que “ella misma había engendrado” no hubiera sido posible ni la salvación ni la Eucaristía. Por eso María es Madre de la Eucaristía,  por ser la madre de Cristo, materia y forma del Misterio eucarístico; María es arca y tienda de la Nueva Alianza, por engendrar por la potencia del Amor del Espíritu Santo la carne y la sangre de Cristo, derramada para la Nueva y Eterna Alianza de Dios con los hombres; María fue el primer sagrario de Cristo en la tierra; María fue asociada expresamente por su Hijo en el sacrificio cruento de la Eucaristía, ofreciendo su vida con Él al Padre para la salvación de los hombres, consintiendo en su ofrenda y creyendo contra toda esperanza en la Palabra de Dios, creyendo que era el redentor de los hombres el que moría en la cruz.

       Por eso y por más razones, no he querido terminar  este libro sobre la Eucaristía, sin dedicarle a María el último capítulo, como he hecho hasta ahora en mis libros publicados. Es mucho lo que Cristo confió en y a su madre y mucho lo que ella hace en la Iglesia actualmente, siempre asociada y unida totalmente a  su Hijo, su mayor tesoro y fundamento de todas sus grandezas y misiones, y es mucho también lo que todos debemos a María  “MUJER EUCARÍSTICA”. 

       Esta actitud eucarística de María ya había sido resumida por el mismo Pontífice en otro documento con estas palabras:   “Y hacia la Virgen María miran los fieles que escuchan la Palabra proclamada en la asamblea dominical, aprendiendo de ella a conservarla y meditarla en el propio corazón (cf Lc 2,19). Con María los fieles aprenden a estar a los pies de la cruz para ofrecer al Padre el sacrificio de Cristo y unir al mismo el ofrecimiento de la propia vida. Con María viven el gozo de la resurrección, haciendo propias las palabras del Magníficat que canta el don inagotable de la divina misericordia en la inexorable sucesión del tiempo: “Su misericordia alcanza de generación en generación a los que lo temen” (Lc 1,50). De domingo en domingo, el pueblo peregrino sigue las huellas de María, y su intercesión materna hace particularmente intensa y eficaz la oración que la Iglesia eleva a la Santísima Trinidad” (Dies Domini 86).

       Y ahora paso ya a transcribir literalmente el capítulo sexto y último de la Encíclica ECCLESIA DE UCHARISTIA, donde el Papa Juan Pablo II recoge de modo insuperable, al menos por mí, la doctrina eucarístico-mariana actual. Uno disfruta leyendo y meditando estas verdades.

TRIGÉSIMOCUARTA MEDITACIÓN

EN LA ESCUELA DE MARÍA, «MUJER EUCARÍSTICA»

CAPÍTULO VI DE LA ENCÍCLICA «ECCLESIA DE EUCHARISTIA»

 

53. Si queremos descubrir en toda su riqueza la relación íntima que une Iglesia y Eucaristía, no podemos olvidar a María, Madre y modelo de la Iglesia. En la Carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, presentando a la Santísima Virgen como Maestra en la contemplación del rostro de Cristo, he incluido entre los misterios de la luz también la institución de la Eucaristía (20).Efectivamente, María puede guiamos hacia este Santísimo Sacramento porque tiene una relación profunda con Él.

       A primera vista, el Evangelio no habla de este tema. En el relato de la institución, la tarde del Jueves Santo, no se menciona a María. Se sabe, sin embargo, que estaba junto con los Apóstoles, “concordes en la oración” (cf. Hch 1, 14), en la primera comunidad reunida después de la Ascensión en espera de Pentecostés. Esta presencia suya no pudo faltar ciertamente en las celebraciones eucarísticas de los fieles de la primera generación cristiana, asiduos “en la fracción del pan” (Hch 2, 42).

       Pero, más allá de su participación en el Banquete eucarístico, la relación de María con la Eucaristía se puede delinear indirectamente a partir de su actitud interior. María es mujer “eucarística” con toda su vida. La Iglesia, tomando a María como modelo, ha de imitarla también en su relación con este santísimo Misterio.

 

54. ¡Mysterium fidei! Puesto que la Eucaristía es misterio de fe, que supera de tal manera nuestro entendimiento que nos obliga al más puro abandono a la palabra de Dios, nadie como María puede ser apoyo y guía en una actitud como ésta. Repetir el gesto de Cristo en la Última Cena, en cumplimiento de su mandato: “¡Haced esto en conmemoración mía!”, se convierte al mismo tiempo en aceptación de la invitación de María a obedecerle sin titubeos: “Haced lo que él os diga” (Jn 2, 5). Con la solicitud materna que muestra en las bodas de Caná, María parece decirnos: “no dudéis, fiaros de la Palabra de mi Hijo. Él, que fue capaz de transformar el agua en vino, es igualmente capaz de hacer del pan y del vino su cuerpo y su sangre, entregando a los creyentes en este misterio la memoria viva de su Pascua, para hacerse así “pan de vida”.

 

55. En cierto sentido, María ha practicado su fe eucarística antes incluso de que ésta fuera instituida, por el hecho mismo de haber ofrecido su seno virginal para la encarnación del Verbo de Dios. La Eucaristía, mientras remite a la pasión y la resurrección, está al mismo tiempo en continuidad con la Encarnación. María concibió en la anunciación al Hijo divino, incluso en la realidad física de su cuerpo y su sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor.

       Hay, pues, una analogía profunda entre el fiat pronunciado por María a las palabras del Ángel y el amén que cada fiel pronuncia cuando recibe el cuerpo del Señor. A María se le pidió creer que quien concibió “por obra del Espíritu Santo” era el “Hijo de Dios” (cf. Lc1, 30.35). En continuidad con la fe de la Virgen, en el Misterio eucarístico se nos pide creer que el mismo Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, se hace presente con todo su ser humano-divino en las especies del pan y del vino.

       “Feliz la que ha creído” (Lc 1, 45): María ha anticipado también en el misterio de la Encarnación la fe eucarística de la Iglesia. Cuando, en la Visitación, lleva en su seno el Verbo hecho carne, se convierte de algún modo en “tabernáculo” -el primer “tabernáculo” de la historia- donde el Hijo de Dios, todavía invisible a los ojos de los hombres, se ofrece a la adoración de Isabel, como “irradiando” su luz a través de los ojos y la voz de María. Y la mirada embelesada de María al contemplar el rostro de Cristo recién nacido y al estrecharlo en sus brazos, ¿no es acaso el inigualable modelo de amor en el que ha de inspirarse cada comunión eucarística?

       María, con toda su vida junto a Cristo y no solamente en el Calvario, hizo suya la dimensión sacrificial de la Eucaristía. Cuandollevó al niño Jesús al templo de Jerusalén “para presentarle Señor” (Lc2, 22), oyó anunciar al anciano Simeón que aquel niño sería “señal de contradicción” y también que una “espada” traspasaría su propia alma (cf. Lc2, 34.35). Se preanunciaba así el drama del Hijo crucificado y, en cierto modo, se prefiguraba el “stabat Mater” de la Virgen al pie de la Cruz. Preparándose día a día para el Calvario, María vive una especie de “Eucaristía anticipada” se podría decir, una “comunión espiritual” de deseo y ofrecimiento, que culminará en la unión con el Hijo en la pasión y se manifestará después, en el período postpascual, en su participación en la celebración eucarística, presidida por los Apóstoles como “memorial” de la pasión.

       ¿Cómo imaginar los sentimientos de María al escuchar de la boca de Pedro, Juan, Santiago y los otros Apóstoles, las palabras de la Última Cena: «Éste es mi cuerpo que es entregado por vosotros» (Lc22, 19)? Aquel cuerpo entregado como sacrificio y presente en los signos sacramentales, ¡era el mismo cuerpo concebido en su seno! Recibir la Eucaristía debía significar para María como si acogiera de nuevo en su seno el corazón que había latido al unísono con el suyo y revivir lo que había experimentado en persona al pie de la Cruz.

 

57. “Haced esto en recuerdo mío” (Lc22, 19). En el “memorial” del Calvario está presente todo lo que Cristo ha llevado a cabo en su pasión y muerte. Por tanto, no falta lo que Cristo ha realizado también con su Madre para beneficio nuestro. En efecto, le confía al discípulo predilecto y, en él, le entrega a cada uno de nosotros: “¡He aquí a tu hijo!” Igualmente dice también a todos nosotros: “¡He aquí a tu madre! (cf. Jn19 ,26.27).  

       Vivir en la Eucaristía el memorial de la muerte de Cristo implica también recibir continuamente este don. Significa tomar con nosotros -a ejemplo de Juan- a quien una vez nos fue entregada como Madre. Significa asumir, al mismo tiempo, el compromiso de conformarnos a Cristo, aprendiendo de su Madre y dejándonos acompañar por ella. María está presente con la Iglesia, y como Madre de la Iglesia, en todas nuestras celebraciones eucarísticas. Así como Iglesia y Eucaristía son un binomio inseparable, lo mismo se puede decir del binomio María y Eucaristía. Por eso, el recuerdo de María en el celebración eucarística es unánime, ya desde la antigüedad, en las Iglesias de Oriente y Occidente.

 

58. En la Eucaristía, la Iglesia se une plenamente a Cristo y a su sacrificio, haciendo suyo el espíritu de María. Es una verdad que se puede profundizar releyendo el Magnificat en perspectiva eucarística. La Eucaristía, en efecto, como el canto de María, es ante todo alabanza y acción de gracias. Cuando María exclama «mi alma engrandece al Señor, mi espíritu exulta en Dios, mi salvador» lleva a Jesús en su seno. Alaba al Padre «por» Jesús, pero también lo alaba «en» Jesús y «con» Jesús. Esto es precisamente la verdadera “actitud eucarística”.

       Al mismo tiempo, María rememora las maravillas que Dios ha hecho en la historia de la salvación, según la promesa hecha a nuestros padres (cf. Lc 1, 55), anunciando la que supera a todas ellas, la encarnación redentora. En el Magníficat en fin, está presente la tensión escatológica de la Eucaristía. Cada vez que el Hijo se presenta bajo la “pobreza” de las especies sacramentales, pan y vino, se pone en el mundo el germen de la nueva historia, en la que “se derriba del trono a los poderosos  y se enaltece a los humildes” (cf. Lc1, 52). María canta el “cielo nuevo” y la “tierra nueva” que se anticipan en la Eucaristía y, en cierto sentido, deja entrever su –diseño- programático. Puesto que el Magnificat expresa la espiritualidad de María, nada nos ayuda a vivir mejor el Misterio eucarístico que esta espiritualidad. ¡La Eucaristía se nos ha dado para que nuestra vida sea, como María, toda ella un magnjficat !

 

CONCLUSIÓN

(Resumen breve, hecho de la del Papa)

 

Cada día, mi fe ha podido reconocer en el pan y en el vino consagrados al divino Caminante que un día se puso al lado de los dos discípulos de Emaús para abrirles los ojos a la luz y el corazón a la esperanza (Lc 24,3.5). Dejadme que, como Pedro al final del camino eucarístico en el Evangelio de Juan, yo le repita a Cristo, en nombre de toda la Iglesia y en nombre de todos vosotros: «Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68).

       En el alba de ester tercer milenio todos nosotros, hijos de la Iglesia, estamos llamados a caminar en la vida cristiana con un renovado impulso. Como he escrito en la Carta apostólica Novo millennio ineunte, no se trata de «inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste» (nº 29). La realización de este programa de un nuevo vigor de la vida cristiana pasa por la Eucaristía.

       Todo compromiso de santidad, toda acción orientada a realizar la misión de la Iglesia, toda puesta en práctica de planes pastorales, ha de sacar del Misterio eucarístico la fuerza necesaria y se ha de ordenar a él como a su culmen. En la Eucaristía tenemos a Jesús, tenemos su sacrificio redentor, tenemos su resurrección, tenemos el don del Espíritu Santo, tenemos la adoración, la obediencia y el amor al Padre. Si descuidáramos la Eucaristía, ¿cómo podríamos remediar nuestra indigencia?

       El Misterio eucarístico -sacrificio, presencia, banquete-no consiente reducciones ni instrumentalizaciones; debe ser vivido en su integridad, sea durante la celebracion, sea en el íntimo coloquio con Jesús apenas recibido en la comunión, sea durante la adoración eucarística fuera de la Misa… Impulsada por el amor, la Iglesia se preocupa de transmitir a las siguientes generaciones cristianas, sin perder ni un solo detalle, la fe y la doctrina sobre el Misterio eucarístico. No hay peligro de exagerar en la consideración de este Misterio, porque «en este Sacramento se resume todo el misterio de nuestra  salvación» (Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, III, q.83, a.4c).

JACULATORIA EUCARÍSTICA

 

JESUCRISTO, EUCARISTÍA DIVINA, TÚ LO HAS DADO TODO POR MÍ, CON AMOR EXTREMO, HASTA DAR LA VIDA. TAMBIÈN YO QUIERO DARLO TODO POR TI, PORQUE PARA MÍ TÚ LO ERES TODO, YO QUIERO QUE LO SEAS  TODO.

 

JESUCRISTO EUCARISTÍA, YO CREO EN TI.

 

JESUCRISTO EUCARISTÍA, YO CONFÍO EN TI.

 

JESUCRISTO EUCARISTÍA, TÚ ERES EL HIJO DE DIOS.

 

EL ÚNICO SALVADOR DEL MUNDO Y DE LOS HOMBRES.

 

ÍNDICE

PRÓLOGO ....................................................................... 5      

INTRODUCCIÓN .............................................................. 7     

PRIMERA PARTE

HOMILÍAS DEL JUEVES SANTO

PRIMERA HOMILÍA DEL JUEVES SANTO..............................9     

SEGUNDA HOMILÍA...........................................................14

TERCERA HOMILÍA...........................................................20    

CUARTA HOMILÍA.............................................................25    

QUINTA HOMILÍA..............................................................30   

SEXTA HOMILÍA................................................................34    

SÉPTIMA HOMILÍA............................................................37   

OCTAVA HOMILÍA.............................................................40   

NOVENA HOMILÍA  ...........................................................44   

DÉCIMA HOMILÍA..............................................................49  

UNDÉCIMA HOMILÍA......................................................... 52   

DUODÉCIMA HOMILÍA........................................................57    

DÉCIMOTERCERA HOMILÍA.................................................60   

DÉCIMOCUARTA HOMILÍA......... .........................................64

DÉCIMOQUINTA HOMILÍA…………………………………………………………..66

         SEGUNDA PARTE

          HOMILÍAS DEL CORPUS CHRISTI

PRIMERA HOMILÍA...........................................................71  

SEGUNDA HOMILÍA .........................................................75

TERCERA HOMILÍA...........................................................77  

CUARTA HOMILÍA ............................................................80 

QUINTA HOMILÍA..............................................................84  

SEXTA HOMILÍA................................................................88   

SÉPTIMA HOMILÍA.............................................................91           

OCTAVA HOMILÍA..............................................................93          

NOVENA HOMILÍA..............................................................66           

DÉCIMA HOMILÍA....................................................................100          

UNDÉCIMA HOMILÍA...............................................................103          

DUODÉCIMA HOMILÍA.............................................................107         

DÉCIMOTERCERA HOMILÍA......................................................110         

DÉCIMOCUARTA HOMILÍA.......................................................114         

DÉCIMOQUINTA HOMILÍA.......................................................116       

DÉCIMOSEXTA HOMILÍA .......................................................121       

DÉCIMOSÉPTIMA HOMILÍA………………………………………………………..….124

    TERCERA PARTE

     MEDITACIONES EUCARÍSTICAS

1ª .- La presencia de Dios entre los hombres...................................128     

2ª.- Necesidad de la oración para el encuentro personal

       con  Cristo Eucaristía .............................................................148                 

3ª.-  Hemorroísa divina, creyente, decidida a tocar a Cristo con fe......153               

4ª.-  Samaritana mía, enséñame a pedir a Cristo el agua de la fe……..156               

5ª.- En el Sagrario está el Cristo que curó a ciegos y leprosos…………..160

6ª.- Jesucristo Eucaristía cura los pecados de     la carne: la Adúltera..161

7ª.-  En la Eucaristía está el mismo Cristo de Palestina ya resucitado..164              

8ª.-  Si queremos tener oración permanente necesitamos

       conversión permanente, y viceversa.........................................171 

9ª.- Orar es querer convertirse a Dios en todas las cosas………………....175

10ª.- Orar es también meditar y el Sagrario, la mejor escuela………….182  

11ª.-  Jesucristo Eucaristía, el mejor maestro de oración………………..…185

12ª.- ¿Y si nos hiciéramos un examen de oración personal?..............193

13ª.- Oración y Santidad, fundamentos del Apostolado en

        la Carta Apostólica “Novo millennio ineunte” de J.PabloII……..…201

14ª.- La peor pobreza de la Iglesia es la pobreza mística…………….…..209

15ª.- Breve itinerario de oración eucarística....................................211

16ª.- “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”…….…….221 

17ª.- ¿Por qué el hombre tiene que amar a Dios? Porque

         Dios nos amó primero. .........................................................225      

18ª.- “Y nos envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados”. 236

19ª.- Aprendiendo a orar y dialogar con Cristo Eucaristía……………………245

20ª.- La Eucaristía, la mejor escuela de oración y santidad se

          convierte en la mejor escuela de apostolado......................... 255  

21ª.- La vivencia de Cristo Eucaristía, llama ardiente de

          caridad apostólica.............................................................. 260  

22ª.- El sacerdote católico, presencia sacramental  de Cristo………….…268 

23ª.- La Espiritualidad de la Eucaristía como misa.Participación……….…271

24ª.- La participación en la Eucaristía nos lleva a imitar a Cristo…….…278

25ª.-   Mirada teológica y litúrgica a la Comunión ……………………………..285

26ª.-   Espiritualidad de la Eucaristía como comunión………………………...290

27ª.-   “El que me coma vivirá por mí”. Por la comunión

       Eucarística nos vamos transformando en Cristo…………………………..295

28ª.- La Adoración eucarística: Espiritualidad y Pastoral…………………….300 

29ª.-Jesús, adorador del Padre en obediencia total y amor

      extremo hasta dar la vida   …………………………………………………….…..…304

30ª.-Espiritualidad y vivencia de la Presencia Eucarística……………….… 306

31ª.- Jesucristo Eucaristía, el mejor camino de oración,…

        santidad y apostolado……………………………………………………………………314

32ª.- Importancia de la oración eucarística para la vida

         y el  ministerio sacerdotal .................................................  319

33ª.-María y la Eucaristía: Los recuerdos de María………………………………332

34ª    En la escuela de Maria, mujer “eucarística”

         Capítulo VI de la Encíclica “Ecclesia de Eucharistia”…………………..337

 

 Conclusion……………………………………………………………………………………….. ….340


[1]Cfr Liturgia de las Horas, III, pag 1370-71.

[2]JEAN MAALOUF, Escritos esenciales,  Madre Teresa de Calcuta., Sal Terrae  2002, p. 91.

[3]Liturgia de las Horas, III, pgs. 1391-93, De las oraciones atribuidas a Santa Brígida.

[4]ANTONIO LÓPEZ BAEZA: Un Dios locamente enamorado de tí, Sal Terrae 2002, pag. 93-4).

[5]Discurso de Juan Pablo II  dirigido al Capítulo General de los Servitas, reunidos en la primavera del 2002.

[6]F.X. DURRWEL, Cristo, Nuestra Pascua,  Editorial Ciudad Nueva, MADRID  2003, pag 176.

[7]Audi, Filia, 75

[8]Plática 30.

[9]JEAN  MAALOUF, Escritos Esenciales. Madre Teresa de Calcuta. Sal Terrae  2002, p. 79)

[10]NMI 38.

[11]Ibidem ,  pag. 79)                    

[12](ANTONIO LÓPEZ BAEZA: Un Dios locamente enamorado de ti:  Sal Terrae  2002.  pag 101-102.

RETIRO ESPIRITUAL  A SACERDOTES Y ESTUDIANTES

TEÓLOGOS EN SALAMANCA.- AÑO SACERDOTAL-2010

INVOCACIÓN: ¡OH BUEN JESÚS!, HAZ QUE YO SEA SACERDOTE SEGÚN TU CORAZÓN!.

ORACIÓN DEL SACERDOTE     

Señor, Tú me has llamado al ministerio sacerdotal

en un momento concreto de la historia en el que,

como en los primeros tiempos apostólicos,

quieres que todos los cristianos,

y en modo especial los sacerdotes,

seamos testigos de las maravillas de Dios

y de la fuerza de tu Espíritu.

Haz que también yo sea testigo de la dignidad de la vida humana,

de la grandeza del amor

y del poder del ministerio recibido:

Todo ello con mi peculiar estilo de vida entregada a Ti

por amor, sólo por amor y por un amor más grande.

Haz que mi vida celibataria

sea la afirmación de un sí, gozoso y alegre,

que nace de la entrega a Ti

y de la dedicación total a los demás

al servicio de tu Iglesia.

Dame fuerza en mis flaquezas

y también agradecer mis victorias.

Madre, que dijiste el sí más grande y maravilloso

de todos los tiempos,

que yo sepa convertir mi vida de cada día

en fuente de generosidad y entrega,

y junto a Ti,

a los pies de las grandes cruces del mundo,

me asocie al dolor redentor de la muerte de tu Hijo

para gozar con Él del triunfo de la resurrección

para la vida eterna. Amén.

ORACIÓN A JESUCRISTO

       Jesús, Sacerdote Eterno y Único del Altísimo, tú que con singular benevolencia me has llamado, entre millares de hombres, a tu secuela y a la excelente dignidad sacerdotal, concédeme, te pido, tu fuerza divina para que pueda cumplir en el modo justo mi ministerio.

            Te suplico, Señor Jesús, que hagas revivir en mí, hoy y siempre, tu gracia, que me ha sido dada por la imposición de las manos del obispo.

            Oh sacerdote único y médico potentísimo de las almas, cúrame de manera tal que no caiga nuevamente en el pecado  y pueda alabarte y complacerte con mi vida y mis obras hasta mi muerte. Amén.

ORACIÓN PARA SUPLICAR LA GRACIA DE CUSTODIAR LA CASTIDAD

       Señor Jesucristo, frente a ti me postro de rodillas, rogándote y suplicándote con todo el fervor de mi corazón que me concedas la gracia del amor total y entrega gratuita a mis hermanos y hermanas, preservándome de los pecados contra la castidad. Por ello, Señor Jesús, que yo rechace toda tentación, que sea siempre extraño a los deseos carnales y a las concupiscencias terrenas, que combaten contra la pureza del alma y que, con tu ayuda, conserve íntegra la castidad.

       ¡Oh santísima e inmaculada Virgen María!, Virgen de las vírgenes y Madre nuestra amantísima, purifica cada día mi corazón y mi alma, pide por mí el temor del Señor y una particular desconfianza en mis propias fuerzas.

          San José, custodio de la virginidad de María, custodia mi alma de cada pecado.  Vírgenes santas, rogad por mí,  pecador, para que no peque en pensamientos, palabras u obras y nunca me aleje del corazón casto y amor total del Corazón de Jesús. Amén

ORACIÓN POR LOS SACERDOTES

 

Señor Jesús, presente en el Santísimo Sacramento,

que quisiste perpetuarte entre nosotros

por medio de tus Sacerdotes,

haz que sus palabras sean sólo las tuyas,

que sus gestos sean los tuyos,

que su vida sea fiel reflejo de la tuya.

Que ellos sean los hombres que hablen a Dios de los hombres

y hablen a los hombres de Dios.

Que no tengan miedo al servicio,

sirviendo a la Iglesia como Ella quiere ser servida.

Que sean hombres, testigos del eterno en nuestro tiempo,

caminando por las sendas de la historia con tu mismo paso

y haciendo el bien a todos.

Que sean fieles a sus compromisos,

celosos de su vocación y de su entrega,

claros espejos de la propia identidad

y que vivan con la alegría del don recibido.

Te lo pido por tu Madre Santa María:

Ella que estuvo presente en tu vida

estará siempre presente en la vida de tus sacerdotes. Amen

PRIMERA MEDITACIÓN

            1. MUY QUERIDO Y ESTIMADO DON JACINTO, RECTOR  de este Colegio de Santa María, hogar de sacerdotes de diversas partes de la Iglesia en el mundo; hermanos y estimados sacerdotes: Sabe bien don Jacinto la alegría que me da poder compartir con todos vosotros, sacerdotes, este retiro de oración, precisamente por estos dos motivos: sacerdocio y oración. Y para que podáis comprobarlo, paso a leer el prólogo del último libro que acabo de publicar:

 

   «Confieso públicamente que todo se lo debo a la oración. Mejor dicho, a Cristo encontrado en la oración. Muchas veces digo a mis feligreses para convencerles de la importancia de la oración: A mí, que me quiten cargos y honores, que me quiten la teología y todo lo que sé y las virtudes todas, que me quiten el fervor y todo lo que quieran, pero que no me quiten la oración, el encuentro diario e intenso con mi Cristo, con mi Dios Tri-Unidad, porque el amor que recibo, cultivo, y me provoca y comunica la oración y la relación personal con mi Cristo, Canción de Amor cantada por el Padre para mí, para todos, con Amor de Espíritu Santo, en la que me dice todo lo que soñó y me amó desde toda la eternidad,  y me quiere y hace por mí cada día, ahora, es tan vivo y encendido y fuego y experiencia de Dios vivo... que poco a poco me hará recuperar  todo lo perdido y subiré hasta donde estaba antes de dejarla. Y, en cambio, aunque sea sacerdote y esté en las alturas, si dejo la oración personal, bajaré hasta la mediocridad, hasta el oficialismo y, a veces, a trabajar inútilmente, porque sin el Espíritu de Cristo no puedo hacer las acciones de Cristo.

¿Qué pasaría en la Iglesia, en el mundo entero, si los sacerdotes se animasen u obligasen a tener todos los días una hora de oración? ¿Qué pasaría en la Iglesia, si todos los sacerdotes tuvieran una promesa, un compromiso, de orar una hora todos los días, ante el Sagrario, como un tercer voto o promesa añadida al de la obediencia y castidad? ¿Qué pasaría si en todos los seminarios del mundo tuviéramos exploradores de Moisés que habiendo llegado a la tierra prometida de la experiencia de Dios por la oración, enseñasen el camino a los que se forman, convirtiendo así el seminario en escuela de amor apasionado a Cristo vivo, vivo, y no mero conocimiento o rito vacío, y desde ahí, desde la oración, arrodillado, el seminario se convirtiese en escuela de santidad, fraternidad, teología y apostolado? Si eso es así, ¿por qué no se hace? ¿Por qué no lo hacemos personalmente los sacerdotes? ¿Por qué no lo haces tú, hermano que me escuchas? Señor, ¡te lo vengo pidiendo tantos años! ¡Concédenos a toda la Iglesia, a todos los seminarios, esa gracia, ese voto que ya algunos de mis feligreses han hecho por la santidad de los sacerdotes y del seminario. ¡Ven, Señor Jesús, te necesitamos! Te necesita tu Iglesia.

Sin oración, yo no soy ni existo sacerdotalmente en Cristo, que es el Todo para mí; y con toda humildad, --que eso es «andar en verdad» para santa Teresa--, unido a Cristo por la oración, puedo decir con san Pablo: “para mí la vida es Cristo... vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí... y mientras vivo en esta carne, vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí”».

 

            2. Bueno, pues con este prólogo ya me conocéis, ya conocéis mi carácter, mis pasiones y sentimientos, mis amores: Cristo Sacerdote encontrado y amado y experimentado y sentido en y por la oración.

            El año sacerdotal convocado por Benedicto XVI aprovechando el 150 aniversario del nacimiento de san Juan María Vianney es una ocasión propicia para la reflexión sobre el ministerio consagrado, sin miedos ni parcialidades personales, y un momento adecuado para intensificar nuestra oración personal que nos descubre y alimenta y fortalece nuestra identidad sacerdotal de ser y existir en Cristo Sacerdote. Es un “cairos”, la gracia oportuna en el momento oportuno para profundizar en el misterio y ministerio sacerdotal y orar al Señor no sólo para que guarde en su amor a quienes ha elegido para el ministerio consagrado, sino también para que continúe suscitando pastores en su Iglesia; pastores santos al estilo de san Juan María Vianney cuyo texto sobre la oración, en el oficio de Lectura de su fiesta, viene a confirmar lo dicho hasta ahora, y lo que diré a lo largo de este retiro:

            «SEGUNDA LECTURA: De la catequesis de san Juan María Vianney, presbítero («Catéchisme sur la priére»: A. Monnin, «Esprit du Curé d'Ars», París 1899, pp. 87-89).

 

 HERMOSA OBLIGACIÓN DEL HOMBRE: ORAR Y AMAR

            Consideradlo, hijos míos: el tesoro del hombre cristiano no está en la tierra, sino en el cielo. Por esto nuestro pensamiento debe estar siempre orientado hacia allí donde está nuestro tesoro.

            El hombre tiene un hermoso deber y obligación: orar y amar. Si oráis y amáis, habréis hallado la felicidad en este mundo. La oración no es otra cosa que la unión con Dios. Todo aquel que tiene el corazón puro y unido a Dios experimenta en sí mismo como una suavidad y dulzura que lo embriaga, se siente como rodeado de una luz admirable.

            En esta íntima unión, Dios y el alma son como dos trozos de cera fundidos en uno solo, que ya nadie puede separar. Es algo muy hermoso esta unión de Dios con su pobre criatura; es una felicidad que supera nuestra comprensión. Nosotros nos habíamos hecho indignos de orar, pero Dios, por su bondad, nos ha permitido hablar con él. Nuestra oración es el incienso que más le agrada.

            Hijos míos, vuestro corazón es pequeño, pero la oración lo dilata y lo hace capaz de amar a Dios. La oración es una degustación anticipada del cielo, hace que una parte del paraíso baje hasta nosotros. Nunca nos deja sin dulzura; es como una miel que se derrama sobre el alma y lo endulza todo. En la oración hecha debidamente, se funden las penas como la nieve ante el sol.

            Otro beneficio de la oración es que hace que el tiempo transcurra tan aprisa y con tanto deleite, que ni se percibe su duración. Mirad: cuando era párroco en Bresse, en cierta ocasión, en que casi todos mis colegas habían caído enfermos, tuve que hacer largas caminatas, durante las cuales oraba al buen Dios, y, creedme, que el tiempo se me hacía corto.

            Hay personas que se sumergen totalmente en la oración, como los peces en el agua, porque están totalmente entregadas al buen Dios. Su corazón no está dividido. ¡Cuánto amo a estas almas generosas! San Francisco de Asís y santa Coleta veían a nuestro Señor y hablaban con él, del mismo modo que hablamos entre nosotros.

            Nosotros, por el contrario, ¡cuántas veces venimos a la iglesia sin saber lo que hemos de hacer o pedir! Y, sin embargo, cuando vamos a casa de cualquier persona, sabemos muy bien para qué vamos. Hay algunos que incluso parece como si le dijeran al buen Dios: «Sólo dos palabras, para deshacerme de ti...». Muchas veces pienso que, cuando venimos a adorar al Señor, obtendríamos todo lo que le pedimos si se lo pidiéramos con una fe muy viva y un corazón muy puro».

 

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      Quiero añadir otro texto breve tomado del Oficio de Lectura:

SEGUNDA LECTURA
Del sermón pronunciado por san Carlos Borromeo, obispo, en el último sínodo que convocó (Acta Ecclesiae Mediolanensis, Milán 1599, 1177-1178).
            «¿Ejerces la cura de almas? No por ello olvides la cura de ti mismo, ni te entregues tan pródigamente a los demás que no quede para ti nada de ti mismo; porque es necesario, ciertamente, que te acuerdes de las almas a cuyo frente estás, pero no de manera que te olvides de ti.
            Sabedlo, hermanos, nada es tan necesario para los clérigos como la oración mental; ella debe preceder, acompañar y seguir nuestras acciones: Salmodiaré —dice el salmista— y entenderé. Si administras los sacramentos, hermano, medita lo que haces; si celebras la misa, medita lo que ofreces; si salmodias en el coro, medita a quién hablas y qué es lo que hablas; si diriges las almas, medita con qué sangre han sido lavadas, y así todo lo que hagáis, que sea con amor; así venceremos fácilmente las innumerables dificultades que inevitablemente».

 

            3. Queridos hermanos sacerdotes, la situación difícil por la que atraviesa la figura del sacerdote en este mundo secularizado y ateo, especialmente el problema de las vocaciones, por la falta de fe en las familias y en la juventud, con ser grave, no debe de hundirnos en el pesimismo en el inicio mismo de este año consagrado al sacerdocio, sino que es momento de gracia para gritar con san Pablo, impotente ante la tarea que se le venía encima y se consideraba incapaz de superar: “...me ha metido una espina en la carne  un ángel de Satanás que me apalea, para que no sea soberbio... por tres veces he suplicado al Señor... me ha respondido: te basta mi gracia... “La fuerza se realiza en la debilidad”: “Virtus in infirmitate perfícitur”; era ese triple paso en el conocimiento o confianza o vivencia y experiencia de Cristo hasta llegar al “libenter gaudebo in infirmitatibus meis ut inhabitet in me virtus Christi”, que oí por vez primera en Vitoria, sobre el año 1962 con motivo del centenario de la Diócesis, a mi querido S. Lyonnet, jesuita, Profesor por aquellos tiempos de la Gregoriana.      

            Queridos amigos: traigo ahora este proceso de evolución en nuestra relación con Dios porque todos, cada uno de nosotros, a veces no ve ni entiende la crisis espiritual que está atravesando, precisamente cuando se ha tomado en serio su vida espiritual; estamos a veces en la sequedad, en el desierto oracional; es como sentir el fracaso de su vida en Cristo en medio de la noche de fe y amor y sólo oye al Señor que en sequedad de fe, fe seca y árida, te dice: “Te basta mi gracia, sufficit”; luego avanzando en la oración meditativa, en la noche de la purificación, de la conversión, de la noche del sentido que diríamos con san Juan de la Cruz, en la mortificación de los sentidos, al cabo de una mayor experiencia de oración y confianza, entre sufrimientos y gozo, entre caídas y subidas de conversión, el sacerdote o cristiano descubre que la virtud o el poder de Dios le fortalece y se hace presente en la debilidad del hombre seminarista o sacerdote, porque de otra forma el sacerdote pensaría que lo hace él todo; y no es él sino Cristo en él: “Virtus, la virtud, el poder de Dios se manifiesta en la debilidad del hombre”, en la impotencia: es la noche, la impotencia sentida, el fervor y entusiasmo sacerdotal y oracional-relacional no sentido pero ejercido y perseverante, avanzando por el camino del encuentro oracional y personal; y luego finalmente, cuando uno ha pasado las primeras etapas de la noche del espíritu, de sequedad, de impotencia total de meditar o discurrir, y le parece que ya no sabe orar por este motivo, porque ya no discurre, se le cae el libro de las manos en la oración,  y ha empezado la vía contemplativa de la oración, es decir, la oración unitiva y transformativa, después de haber experimentado sus nadas durante años, durante el tiempo que Dios quiera o el alma sea generosa, nada puedo, nada soy, nada construyo, nada oro, nada avanzo en la relación con Dios,  después de noches de sentidos y espíritu, después de la lejía fuerte con que Dios ha purificado los sentidos y el alma, la carne y el espíritu, lo exterior y el interior y las raíces del yo, del sujeto, de tal forma que Cristo ya puede habitar totalmente en él, y vivir su misma vida en él, sentirá el gozo de la experiencia de Cristo en su vida y podrá exclamar con san Pablo: “libenter gaudebo in infirmitatibus meis ut ... con gozo me alegro en mis debilidades para que así habite en mí la fuerza de Cristo”, o si preferís, “vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”, “... todo lo perdí por Cristo, no quiero saber nada, todo lo considero basura comparado con el conocimiento (experiencia)de mi Cristo y éste, crucificado”.

            Ahora bien, para llegar aquí, a esta unión, a esta oración transformante y contemplativa, hay que purificar antes y totalmente y hasta las raíces el yo, el pecado original, el amarse sobre todas las cosas; y cuando el alma descubre el sentido de esta noche, de esta larga purificación por la oración contemplativa que ha pasado, exclama con san Juan de la Cruz:  

            «¡Oh noche que guiaste, oh noche amable más que la alborada, oh noche que juntaste amado con amada, amada en el Amado transformada”.

            Pues ya os he descrito las etapas principales de la oración como experiencia de Dios, de las que hablaré un poquito más ampliamente luego, pero no mucho, porque no hay espacio para todo lo que se  puede y yo quisiera expresaros.

            Lo que yo quiero deciros es que todo es verdad, que Cristo ha resucitado, que por la oración contemplativa uno se encuentra de verdad con Cristo vivo, vivo y se le puede sentir y experimentar, que está en el pan consagrado, que la oración es verdad, que el encuentro y la experiencia de Dios es verdad, que todo en el cristianismo es verdad, que Cristo es verdad y la Verdad, que Dios es Verdad y Amor y existe y nos ama, que si existo es que Dios me ama y ha soñado conmigo, si tu existes, si existimos es que Dios nos ha preferido a millones de seres que no existirás y nos ha llamado a una eternidad de felicidad con Él. Yo he venido aquí para esto, para deciros que todo es Verdad, que el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo es verdad, que todo es verdad, y para animaros a recorrer este camino de encuentro con Dios, pero encuentro vivo y real, y esto es lo que quiero deciros, que Dios os ama y la oración es la respuesta del hombre a este amor, el mejor camino, para mi el único que debe estar presente en todos los demás, que Cristo está en el pan consagrado y le podemos hablar y sentir y comunicar, que no es otra cosa oración mental, según santa Teresa, sino «trato de amistad estando muchas veces a solas con aquel que sabemos que nos ama», parece que esta definición la hiciera mirando al Sagrario, porque es una definición perfecta de la oración eucarística, hecha mirando al Sagrario, morada de la Trinidad, donde el Padre me dice, mejor, me canta hasta el final de los tiempos su Canción de Amor, que es su Palabra, su Verbo lleno de Amor de Espíritu Santo; es su Canción Amada, donde me canta y me dice todo lo que nos ama, porque le sale del corazón, porque me la canturrea «en música callada» con amor de Espíritu Santo.

            Que conste que no estoy hablando nada del otro mundo, o de alturas místicas inalcanzables; estoy hablando de lo que encierran las realidades sacramentales y litúrgicas que celebramos, si no nos quedamos en el exterior de los ritos y entramos en el corazón de los mismos, esto es, si tenemos experiencia de lo que somos y existimos en Cristo, de nuestra identidad sacerdotal vivida, identidad con Cristo experimentada de lo que somos y celebramos en Cristo Sacerdote, en su ser y actuar,  por la Unción, por la potencia de amor del Espíritu Santo,  Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre por la que fuimos consagrados e injertados en Cristo, Sacerdote Único del Altísimo.

            Se trata de experimentar lo que somos: humanidad prestada e identificada con Cristo, porque Él conserva el fuego y el amor redentor y salvador. Él es el único sacerdote y salvador, pero destrozó su humanidad histórica en la cruz, y ya resucitado, transciende ya el tiempo y el espacio y vive y predica y santifica en la humanidad prestada por cada sacerdote, que nos hace presencia sacramental de Cristo, otros Cristos, prolongación de su salvación y amor a los hombres.

            Y todo esto que somos por la Unción del Espíritu Santo, por la potencia de amor de la consagración sacerdotal, lo podemos experimentar únicamente por la oración contemplativa, repito, únicamente por la oración, por la oración unitiva, no basta la meditación, que es buena, pero no suficiente, porque no nos purifica más plenamente, y al no haber pasado  por las noches purificatorias del sentido y del espíritu, del hombre total, cuerpo y alma, no nos puede dejar sentir lo que somos en nuestro ser y existir en Cristo, esto es, experimentar a Cristo vivo, vivo y resucitado, memorial, glorioso, que trasciende el tiempo y el espacio, Cristo eternidad ya consumada, metahistórico, por estar llenos de nosotros mismos hasta el punto que no cabe Dios en nosotros; no podemos experimentar a Cristo en nosotros, porque todo el espacio y la vida y los afanes los ocupa el yo.

            Sin llegar ahí, sin pasar de la oración meditativa a la afectiva por lo menos, sin llegar a la oración unitiva, transformativa, viviremos siempre  del Cristo estudiado en teología o heredado en la fe de nuestros padres, cosa estupenda, pero no en fe personal y experimentada personalmente, y hay que tener cuidado, y no me gusta decirlo porque sé que molesta, pero podemos irnos de la Universidad con una licenciatura o doctorado en Cristología, pero sin Cristo vivido y experimentado, porque para esto el único camino es la oración contemplativa, no meramente meditativa. Buen disgusto me costó decir esto en el Colegio Español de Roma el último año que estuve hacia el 1991. Pero mi gente sabe que yo hablo claro, que a mí no se me traba la lengua si tengo que hablar la verdad de lo que pienso y siento en Cristo Sacerdote y profeta para bien de los que me escuchan. Por esto me toca sufrir a veces.

            «Considera lo que realizas, imita lo que conmemoras y conforma tu vida con el misterio de la cruz de Cristo», nos dijeron en el día de nuestra ordenación. A través de los ritos y oraciones,  profundicemos todos en su sentido y enriquezcamos nuestra vivencia del misterio que somos y celebramos: «considera lo que realizas, imita lo que conmemoras...»; para eso «conforma tu vida con el misterio de la cruz de Cristo», ser y existir en Cristo Sacerdote, confórmate a Él, vive y ama y perdona como Él. Y para esto tenemos que convertirnos en Él.

            Sin conversión del sentido y del espíritu, de la carne y de la inteligencia y la voluntad, no puede haber oración experiencial, mística, vivencial de Cristo, de lo que  somos y existimos, de lo que celebramos y creemos. Hay conocimiento, pero teórico, abstracto, sin vida, pero no conocimiento amoroso, experiencial, místico, vivencial.

 

            4. El Año Sacerdotal está llamado a contribuir a la intensificación de la verdadera identidad del sacerdote y de los medios que la nutren y la hacen posible y visible. Dicho con otras palabras: el Año Sacerdotal ha de ser el año de la espiritualidad sacerdotal, siempre cimentada sobre los pilares de la vida según el Espíritu: oración, liturgia de las horas, Eucaristía diaria, práctica del sacramento de la penitencia, austeridad y singularidad de vida, piedad mariana, así como apostolado y  ejercicio de la propia misión, todo vivido según el Espíritu, en vida de unión y amor y  fuego de Espíritu Santo, desde la conversión permanente alimentada por la oración permanente.

            Atentos, la conversión permanente es base y cimiento de toda espiritualidad, de vida según el Espíritu Santo, de santidad, de toda oración verdadera. Y se habla poco o nada o casi nada de ella. Por lo menos yo no tengo la suerte de oírlo con frecuencia. Basta leer el programa de la formación permanente de las diócesis. Debería tenerse en cuenta lo que dijo Juan Pablo II sobre ella en la PDV y en otros documentos sacerdotales del Vaticano. Y es que resulta antipático, porque es hablar de mortificación en una sociedad del consumismo y placer. Pero que quede claro, el problema de la santidad, el problema de la experiencia de Dios, el problema de la eficacia apostólica, del apostolado, será siempre problema de conversión, esto es, de oración, esto es, de querer amar más a Dios que a nosotros mismos, a nuestros gustos y deseos.

            Para mí, estos tres verbos amar, orar y convertirse se conjugan igual y tienen el mismo valor en relación con la oración, con la santidad, con la perfección de la unión y la experiencia de Dios, con el ser y existir en Cristo. Quiero amar más a Dios, quiero orar y convertirme; quiero convertirme, quiero orar y amar... me cuesta orar, me cuesta convertirme; me he cansado de convertirme, me he cansado de amar más a Dios y de orar, dejaré la oración, será lo más aburrido del mundo, porque la hago sin encuentro de amor con Dios y de conversión en Él.

            Para mí aquí está la clave de la vida de oración, que es decir la clave de la vida de santidad, de unión y experiencia de Dios, del apostolado, de su eficacia. La oración permanente exige y lleva a la conversión permanente; si me canso de convertirme, si no quiero vaciarme de mí mismo, del culto permanente a mi yo, a mí mismo, de vivir pensando en mi más que en Dios, si quito a Dios del centro de mi vida y de mi corazón y pongo mi yo, si el pecado original es el dueño de mí persona y he cambiado el “amarás a tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma con todo tu ser” por el me amaré y me buscaré a mí mismo el primero, con todo mi corazón, con todas mis fuerzas, con todo mi ser, y me doy culto a mí mismo de la mañana a la noche; ya puedo decir misa y predicar, y leer y meditar, trabajar, comulgar todos los días... no habrá comunión porque dentro de mí no cabe Cristo, no cabe su vida, sus sentimientos, su evangelio, porque estoy tan lleno de mí mismo que no cabe Dios, no cabe Cristo, sus criterios y sentimientos, y ya podré hacer y más hacer acciones apostólicas que no son apostolado de Cristo, porque sin el Espíritu de Cristo no podemos hacer las acciones de Cristo: “Sin mí no podéis hacer nada”.

            Y hablar de purificación del pecado de origen, de conversión del yo, de la soberbia, del orgullo,  de mortificación del carácter, de los sentidos, de los criterios, de nuestras ideas de poder y dominar, de la comodidad en un mundo programado precisamente para el yo, para los sentidos, para el consumismo... no es apetecible ni simpático, pero es el único camino que conozco y que el evangelio me enseña: “Si alguno quiere ser mi discípulo... el que no renuncia a todos sus bienes... si el sarmiento no está unido a la vid... al que da fruto se le poda para que dé más fruto...”.

            Y esta falta de conversión permanente, de sígueme, pero permanente al Señor pisando sus mismas huellas de gozo y dolor  lo veo hoy día, y no sólo abajo sino también en las alturas de la Iglesia y por eso todos los días en mi parroquia, desde las 9 de la mañana en que exponemos al Señor y rezamos Laudes, hasta el rosario y las vísperas o Eucaristía de la tarde pedimos: «Por la santidad de la Iglesia, cimentada en la santidad de los obispos, de los sacerdotes  y de los seminaristas, por nuestro seminario y sus vocaciones». Estoy convencido hasta la médula de todo esto, es que lo siento y lo vivo y me duele y el decirlo sé que me cuesta segundos puestos, olvidos y desprecios, pero no puedo callar, y nadie me quitará poder rezar todos los días y a todas horas por esta intención y predicarlo.

            Y como decía al principio: todo se lo debo a la oración, al encuentro con mi Cristo en la oración diaria, que luego se convierte en  permanente, como nos decía el santo cura de Ars,  porque la necesito, porque necesito su ayuda, la de Cristo que me viene en y por la oración, porque vivo, o mejor, Él vive en mí, lo de san Pablo... “ya no soy yo, es Cristo quien vive en mí...”, y porque no soy santo, pero quiero serlo amando a Dios sobre todas las cosas, sobre todos mi egoísmos, yo le necesito a Cristo, necesito el encuentro con Él, necesito sentir su amor y cercanía y consuelo y perdón cada día..., y lo necesito, y quiero amar a mi Dios Trino y Uno sobre todas las cosas, sobre esta tendencia original de darme culto a mí mismo en apegos y honores, y elegir y buscar y ser amigo tan solo de aquellos que me den culto o me puedan dar puestos y honores, más que buscar la gloria de Dios y la verdadera santificación, la verdadera unión de vida con Cristo, único Dios y Salvador. Y este apostolado y esta unión y santificación verdadera sólo es posible por la oración verdadera, por la unión con la vida y sentimientos y experiencia de Dios por la oración contemplativa. Sin conversión permanente no hay oración permanente, y sin oración permanente, no hay experiencia de Dios, de lo que soy y existo en Cristo, de mi consagración sacerdotal.

            Quiero decir también, que es siempre fuerte y continua y muchas veces termina por vencernos la tentación de reducir la oración a momentos determinados, superficiales y apresurados, dejándose vencer por las actividades y las preocupaciones pastorales, olvidando lo que tantas veces se nos ha dicho y hemos predicado: que la oración es el primero y principal apostolado, cimiento de toda la vida espiritual y pastoral del sacerdote o cristiano, no como dos partes, sino como dos maneras distintas de encuentro con Cristo y los hermanos, dos formas distintas de vida apostólica, de actuar en Cristo: oración y acción, pero la acción desde “llamó a los que quiso para que estuvieran con Él y enviarlos a predicar”... debe estar siempre al principio. Sólo después de haber estado con Él, el apóstol está autorizado y capacitado para hablar de Él. No digamos nada si alguno deja la oración para cuando tenga tiempo; terminará no teniéndolo. La oración debe estar en el primer lugar del día; es el apostolado más importante de la jornada.

           

            5. La intención principal, que me ha movido a venir hasta vosotros para dirigir esta meditación, ha sido el convencimiento de la necesidad absoluta de la oración personal, de la amistad y relación personal, del encuentro de amor y unión, no sólo teológica sino principalmente afectiva y contemplativa, con Cristo, para poder vivir en plenitud la identidad sacerdotal, de ser y existir en Cristo Sacerdote, esto es, de ser sacerdotes santos, identificados con el Único Sacerdote y Pontífice (puente) de la Salvación, Jesucristo, Hijo de Dios y de María.

            Este convencimiento lo he adquirido desde la palabra y la vida y ejemplo y seguimiento del Único Sacerdote del Altísimo, Jesucristo, así como desde la experiencia personal y apostólica en cincuenta años de sacerdocio, potenciada también desde el estudio profundo de nuestros místicos y la teología espiritual, como alumno y profesor, durante mi vida.

            Y esto que afirmo del sacerdocio presbiteral vale igualmente para todo cristiano, que, al  estar bautizado, ha sido ungido por el Espíritu Santo y tiene el carácter del sacerdocio común y real; por esta consagración bautismal, injertado en Cristo resucitado como hijo en el Hijo, está llamado también a la unión y santidad, como ha defendido el Vaticano II.

            A la hora de reflexionar con profundidad sobre qué y cómo debemos ser los sacerdotes en la hora actual, en un mundo secularizado, relativista y ateo, que nos está dejando las iglesias vacías y al sacerdote reducido a un profesional de lo religioso, pienso que hemos de dirigir nuestra mirada a lo que somos en Cristo para actuar conforme a nuestra identidad sacerdotal, ya que, como estudiábamos en nuestros años de seminario,  «operari sequitur esse»: el obrar sigue al ser, obramos lo que somos, nadie da lo que no tiene.

            Mucho me preocupa y me ocupa en mi oración y apostolado, --hasta el punto de haberle entregado conscientemente a Cristo mi vida entera--, la secularización exterior a la Iglesia, del mundo; pero lo que más me preocupa y vivo y me duele es la secularización interna de la misma Iglesia, especialmente de sus sacerdotes y seminaristas, que se va produciendo insensiblemente en nosotros, por la lluvia ácida de la secularización del mundo.

            Esta vez la secularización no viene desde la misma Iglesia, como pasó después del Vaticano II, con movimientos sacerdotales secularizantes, sino desde el mundo que nos invade porque olvidamos o nos cuesta “estar en el mundo sin ser del mundo”, que ya nos advirtió el Señor.  Y el único sacramento que me hace consciente de ello, y me purifica y me da fuerza y vida en todos los demás sacramentos, y me hace entrar dentro del corazón de los ritos y gestos y palabras de la liturgia y actividad sacerdotal es la oración, y si he de decirlo con verdad completa, de la oración un poquito elevada, que haya purificado ya parte de mi yo, y que deje más capacidad de estar a Dios en mí, que pueda decir ya no soy yo es Cristo quien vive en mí, que me haya limpiado o matado un poco más este deseo de buscarme y amarme con todo mi corazón y con todas mis fuerzas por encima del amor de Dios, que eso es todo pecado, más o menos grave, según la lejanía del amor de Dios.

            La “verdad completa”, de la que Cristo nos habla antes de subir al cielo: “porque os he dicho estas cosas os habéis entristecido, pero os digo la verdad, os conviene que yo me vaya porque si yo no me voy, no viene a vosotros el Espíritu Santo... él os llevará a la verdad completa...”  es la verdad sentida y vista y experimentada por el fuego de la oración que es luz que ilumina y fuego que enciende el corazón, como los Apóstoles en Pentecostés. La oración es el Pentecostés permanente del que podemos gozar todos los días. Ya lo explicaré brevemente más adelante.

            Por otra parte, al tener que tirar continuamente del carro de la salvación de nuestros feligreses y del mundo, este esfuerzo continuo y a veces poco correspondido por parte de los creyentes, termina por agotar nuestras fuerzas que, si no se renuevan todos los días por la oración personal permanente, corren el peligro, por la inercia y el cansancio adquiridos con el tiempo, de que nos identifiquemos poco a poco con ese mundo al que hemos sido enviados para salvarlo, no para identificarnos; y en el cual, como nos advirtió el Señor, tenemos que estar “...pero sin ser del mundo”.

            La raíz y quicio de esta falta de entusiasmo y convencimiento y fuerza de salvación, es la falta de santidad y unión personal con Cristo, causada esencialmente por la falta de oración personal, de meditación, de experiencia de Dios, motivada por el abandono de la conversión permanente, que lleva consigo toda amistad permanente con el Señor, que implica toda unión personal con Él, toda oración, que siempre será cuestión de amar más convirtiéndonos cada día más en Cristo Jesús, porque será avanzar en «tratar de amistad».

            Por eso, en estos tiempos actuales y difíciles para la fe, no basta un amor ordinario a Cristo, sino que se requiere un amor extraordinario y personal al único Salvador del mundo, no hay otro que pueda salvarnos, podemos comprobarlo todos los días y en el mundo entero; Europa, España está más triste, las familias más tristes, los matrimonios más tristes, se rompen por nada, los hijos más tristes, no tienes padres unidos, los padres más tristes, porque nos hemos alejado del amor, del amor de Dios “Dios es amor”, de la fuente de amor y de la felicidad, y no nos sentimos amados, estamos muy solos. Para sentirnos amados y amar, sólo Dios es la fuente y la fuerza; y para esto, hemos de pasar de una fe heredada a una fe y amor a Cristo que tiene que llegar a ser personal, encuentro de amistad personal con Cristo, relación o amistad personal con Cristo vivo, no meramente estudiado.

            No todos están mentalizados y preparados para este cambio, pero está claro que hoy no basta una fe heredada, estudiada, teológica, a veces rutinaria, muchas veces apoyada en el puro ambiente cristiano, en iglesias llenas y en la estima del sacerdote que tenía el pueblo, sino que tenemos que caminar hacia una fe y amor que sea experiencia personal  de Cristo, porque ya no tenemos muchos apoyos. Y esto es posible por la oración.

           

            6. Para conseguir esta experiencia y amistad y relación personal con Cristo hay diversos caminos, pero en todos ellos debe haber fe y amor personal, esto es,  relación personal de amor con Él, por la «lectio, meditatio, oratio et contemplatio» de la tradición de la Iglesia, la oración «mental», de que nos hablan los hombres de espíritu, los santos, llamada «mental», para distinguirla de la vocal principalmente, y para resaltar la necesidad de la «lectio» y «meditatio», de la teología arrodillada, aunque esta relación, como luego veremos, y apoyados en nuestros Maestros y Doctores de la Oración, santa Teresa y san Juan de la Cruz, es más «cuestión de amor» que de entendimiento, o si quieres, para hablar con más propiedad, es cuestión de conocimiento amoroso de Dios, por la «llama de amor viva» que arde en la oración y relación personal con Dios, llama que, como dice san Juan de la Cruz, a la vez que ilumina la inteligencia, calienta el corazón del orante: «¡Oh llama de amor viva, qué tiernamente hieres de mi alma en el más profundo centro....».

            Así lo entendía también santa Teresa, para quien la oración mental era encuentro de amistad con Cristo, amor ansioso, de más y más amar al Amado: «que no es otra cosa oración mental, sino tratar de amistad... es el particular cuidado que Dios tiene de comunicarse con nosotros y de andarnos rogando... que nos estemos con Él... todos somos hábiles para amar... para orar...».

            «La oración nos es posible porque el Espíritu Santo ha sido derramado en nosotros. Es el Espíritu de oración: “El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rm 8,26). El Espíritu nos ora; agita filialmente nuestro corazón, proyectándonos en segura confianza hacia el Padre. Y pone en nuestros labios la palabra de alabanza o el gemido del dolor por la experiencia de la lejanía y de la distancia.

            Y este Espíritu de oración que nos vive es nuestra radical, indestructible posibilidad de dirigirnos personalmente a Dios, sea cual fuere la situación cultural, psicológica, religiosa. Más fuerte que todas las dificultades que nos cercan, interiores o exteriores, constituyen nuestra perenne reserva de oración. «Si se le da lugar», sumerge al hombre en el diálogo intratrinitario. Escucha y respuesta. Acogida y donación.

            Oramos en y por el Espíritu. Y sólo por y en Él. Él hace que realmente el hombre trate con Dios, lo alcance en su silencio receptivo y en su palabra responsiva. La oración mística de algunos  orantes revela ese potencial de oración actuado en parte. Es la explosión llamativa de la capacidad germinalmente concedida a todos.

            Pero este Espíritu --en plenitud relativa de presencia (silencio y palabra) en los místicos-- es el mismo que actúa en la oración cristiana más rudimentaria; el que se abre paso entre nuestras proyecciones subjetivas, nuestras carencias y pobrezas, nuestros egoísmos. No es purista el Espíritu. Es purificador que es muy distinto. Se da al hombre histórico, al hombre concreto. Y en él opera. Con discreción, misteriosamente. Por eso resulta tan difícil detectarlo y aprehenderlo en el sentimiento, moción interior o palabra.

            A este Espíritu tiene que remitirse el cristiano para aprender el arte de orar. Palabra primera. Y, también palabra última. Porque por él comenzamos nuestros balbuceos de oración. Y por él llegan a ser palabras grávidas de comunión.

            Pero, ¿cómo «le damos lugar»? ¿Cómo advertimos su presencia, secundamos sus movimientos, oramos con él? ¿Cómo conocemos su voz «subiéndonos» desde el hondón de nuestro espíritu y diluyéndose por nuestras venas?

            Preguntas delicadas para la pedagogía de la oración. Porque el hombre que lo recibe está amasado de riquezas y posibilidades circunstanciales (quiero decir fruto de la situación cultural, humana, religiosa, ambiental), pero también está gravado por pobrezas y carencias que le condicionan más o menos seriamente, en verdad. Unas y otras --condiciones favorables y condicionamientos negativos-- inciden en el nacimiento y evolución de la oración. En su discernimiento y en su tratamiento posterior está el éxito o el fracaso del futuro orante.

            No es fácil, pero es posible detectar la presencia activa del Espíritu, oír su voz y unirnos a ella en testimonio concorde, progresivo de filiación. Para ello la Iglesia cuenta con una herencia secular y cualificada de experiencia oracional, que ha adquirido nombre propio en algunos de sus hijos, palabras fecundas, incentivadoras y discernidoras de la experiencia personal de oración.

            Oír esa experiencia, una y plural, constante aunque con oscilaciones de signo vario, es metodológicamente conveniente y hasta necesario para ir alumbrando el propio ser oracional. En la seguridad de la comunión y en la aventura de la originalidad personal. La oración no comienza con nosotros, pero tampoco terminó en generaciones pasadas. Fundamentalmente porque el Espíritu es actividad permanente, en el hombre de hoy no menos que en el de ayer. Pero el Espíritu es también memoria de una historia que sigue derramándose en nosotros configurándonos e instándonos a ser coagentes de la misma. Por eso, el hombre concreto está en el centro: destinatario de una experiencia que viene de atrás y actor de la que apunta hacia adelante» (MAXIMILIANO HERRÁIZ, La oración, pedagogía y proceso, Narcea, Madrid 1986, págs 36-38).

            Todos estamos llamados a la oración. La oración personal, por lo menos afectiva, en nosotros sacerdotes, es esencial para ser y existir sacerdotalmente en Cristo. Quiero afirmarlo claro y desde el principio, para todos mis hermanos sacerdotes, sobre todo, para los que hemos vivido los tiempos posteriores al Concilio, en los que se malinterpretó la «caridad pastoral», el concepto de ministerio santificador que propone el Concilio, como si el apostolado por sí mismo santificase.

            Sin oración, los sacerdotes no podemos nada, porque nos faltará el espíritu de Cristo para hacer y actuar como Él. Sin el Espíritu de Cristo no podemos hacer las acciones de Cristo. Y esto lo queremos afirmar desde la misma vida de Cristo, desde su enseñanza en el Evangelio, desde los Apóstoles y la Iglesia, que desde el primer momento lo tuvo muy claro: “Nosotros debemos dedicarnos a la oración y a la predicación de la Palabra”. Cuanto adelantaríamos si dedicásemos más tiempo a la oración. Es el fundamento, el mejor apostolado. Mirad lo que dice  san Juan de la Cruz: «Mi alma se ha empleado y todo mi caudal en su servicio: ya no guardo ganado ni ya tengo otro oficio, que ya solo en amar es mi ejercicio». (Can B 28) Y comenta así esta canción el santo: «Adviertan , pues, aquí los que son muy activos, que piensan ceñir al mundo con sus predicaciones y obras exteriores, que mucho más provecho harían a la Iglesia y mucho más agradarían a Dios, dejado aparte el buen ejemplo que de si darían, si gastasen siquiera la mitad de este tiempo en estarse con Dios en oración, y habiendo cobrado fuerzas espirituales en ellas; porque de otra manera todo es martillar y hace poco más que nada, y a veces nada, y aun a veces daño. Porque Dios os libre que se comience a perder la sal (Mt 5,13), que, aunque más parezca hace algo por fuera, en sustancia no será nada, cuando está cierto que las buenas obras no se pueden hacer sino en virtud de Dios” (Can 28, 3).

            En estos últimos tiempos de Iglesia, el concilio Vaticano II habló y quedó muy evidente esta doctrina que luego, de una forma repetida y teológica, insuperable para mí, han ido explicando y testimoniando todos los Papas posteriores hasta el día de hoy. Nunca he visto tanto y tan bueno y teológico y claro sobre la necesidad de la oración en la vida del Sacerdote.

            En esta meditación intento recordar algunos puntos fundamentales que nos ayuden a todos a mantenernos fieles a la oración diaria, al encuentro con el Señor, y que nos animen a integrar nuestra vida en la suya y poderle prestar nuestra humanidad para que Él actúe con plena identidad, como si fuera la suya primera e histórica. Es a Él a quien le hemos prestado y consagrado nuestra humanidad, para que Él la haga totalmente suya y actúe con la misma libertad como se sirvió de la humanidad que le dio la Madre Sacerdotal, la hermosa nazarena, la Virgen bella.

            Ya sé que algunos estaréis diciendo que la liturgia sagrada, la oración litúrgica, especialmente la Plegaria Eucarística, es y debe ser «el centro y culmen de toda la vida de la Iglesia», y, por tanto, de todos y cada uno de sus miembros. Pero por lo visto y vivido, si yo celebro los misterios sagrados y no entro dentro del corazón de las palabras y acciones litúrgicas por la oración personal, por la fe y amor personal, y me limito a ser un buen «profesional» litúrgico, no me santifican, porque no celebro “en Espíritu y Verdad”; en Espíritu Santo y en la Verdad de la Palabra escuchada en mi corazón, como María, Palabra revelada o pronunciada por el Padre para todos los que somos sus hijos, para que se encarne y vivamos por Ella.

            Juan Pablo II nos dice: «En nuestra vida sacerdotal la oración tiene una variedad de formas y significados, tanto la personal, como la comunitaria, o la litúrgica (pública y oficial). No obstante, en la base de esta oración multiforme siempre hay que encontrar ese fundamento profundísimo que pertenece a nuestra existencia en Cristo, como realización especifica de la misma existencia cristiana, y más aún, de modo más amplio de la humana». (Carta a los sacerdote, Jueves Santo 1979).

            «La vida espiritual del sacerdote no se agota en el ejercicio de la evangelización, de la santificación y del gobierno. El ministerio no es un generador automático de santidad. Promueve la santificación del sujeto que lo desempeña, a condición de que él realice en su vida las exigencias evangélicas de la ascesis cristiana y la que es propiamente sacerdotal. La vida espiritual cristiana y presbiteral es fruto de la fuerza transformadora del Espíritu Santo. Esta acción transformante debe ser recibida, secundada de una forma existencial y testimoniada en la dimensión específica del sacerdote por la oración» (A. FAVALE, El Ministerio Sacerdotal,  Madrid 1989, pág 309).

            Hay muchos sacerdotes que viven así. Nosotros, también. Hay que descubrirse ante unos sacerdotes con esta fidelidad, apoyada en la fidelidad de Cristo Sacerdote al Padre. Es el lema de este año sacerdotal: Fidelidad de Cristo, fidelidad del sacerdote. Ha sido su fe y su fidelidad al Señor vivida en la intimidad y en la cercanía de la oración personal, junto con el sentido de comunión eclesial, lo que les ha permitido conservar lo fundamental, su identidad con Cristo Sacerdote, su fidelidad a Cristo.

           

            7. El orden que estamos siguiendo y vamos a seguir en esta meditación es el siguiente: Después de esta introducción general, que ha sido expositiva ya del tema, sobre la necesidad absoluta de la oración en la vida del sacerdote, para ser y existir en Cristo, quiero grabaros en vuestros corazones y en vuestra mente tres ideas fundamentales, principales:

 

-- «Prima propositio» o afirmación: La peor pobreza de la Iglesia es la pobreza de experiencia de Dios, es decir, de fe viva por la oración, especialmente en los sacerdotes, no digamos en los formadores de noviciados y seminarios, en los directores o padres espirituales, principalmente los obispos, que son los que tienen que regir la diócesis y el seminario, donde nos formamos; a nivel personal: la peor pobreza que puedo sufrir es la pobreza de oración o relación de amistad personal con Cristo,  porque no seré testigo de lo que predico, no lo experimento; no podré ser celebrante de lo que realizo, no lo vivo; no podré entusiasmar con Cristo, no digamos con Cristo Eucaristía, si a mí me aburre.

            Queridos hermanos sacerdotes, empecemos hoy mismo a tomarnos en serio el hacer una hora de oración todos los días, que la vida se pasa enseguida, que ya tengo 73 años, que haré este año mis bodas de oro sacerdotales, si ya estoy en la eternidad, en Dios, en Él para siempre... venga, no perdamos el tiempo, os digo que todo se pasa enseguida, que esto no existe, sólo Dios, la Verdad, el Amor, la Eternidad... Hagamos oración, empecemos la eternidad en el tiempo.

 

-- «Secunda propositio» o afirmación: la pobreza de experiencia de Dios está causada por la pobreza de oración personal;  para tener  experiencia de Dios, hay que subir por la montaña de la oración hasta la contemplación: para sentir a Cristo vivo, vivo y resucitado, y tener vivencia de lo que somos y creemos y celebramos; lo dice el evangelio: “Venid vosotros a un sitio aparte...”; el sitio aparte y alejado del ruido, es la contemplación del desierto... “Jesús llamó a los que quiso para que estuvieran con Él y enviarlos a predicar... los llevó a una montaña alta y allí se transfiguró delante de ellos... y oyeron al Padre... qué bien se está aquí, haremos tres chozas...”,  hay que subir a la montaña para contemplar a Cristo de una forma distinta al llano... ; es la vida y la triple conversión en ser y existir de Pablo, de que hemos hablado al principio, la experiencia mística;  y san Juan, el teólogo contemplativo, descubridor y conocedor de los misterios de Cristo por la cabeza inclinada sobre su pecho, forma o expresión externa de lo interior...  todos los santos, la Iglesia de todos los tiempos, especialmente de los últimos años, que ha publicado documentos, para mí insuperables, sobre la oración, sobre la vida y ministerio de los sacerdotes, desde la PO. del Vaticano II, pasando por  Pastores dabo vobis, Novo Millenio Ineunte...etc.  Es el camino siempre propuesto y defendido por los maestros de la vida espiritual, de la santidad del sacerdote, del cristiano, de todo bautizado; y desde siempre con la lectio,  meditatio, oratio y contemplatio.

 

-- «Tertia propositio» o afirmación: la pobreza de oración está causada por la pobreza de amor y conversión a Dios; la causa principal de no tener oración o tenerla muy baja, es la falta de conversión, de la que quiero hablar, aunque someramente, porque de algunas de estas cosas tengo libros enteros escritos, como el que os voy a regalar; lo expreso así: la oración permanente, o sea, el amor permanente a Dios sobre todas las cosas exige oración permanente, que en mí, Gonzalo Aparicio, no terminará hasta dos horas después de mi muerte, porque hasta dos horas después de mi muerte, no estaré seguro de haber dado muerte a mi yo que tanto quiero y busco y mimo sobre el mismo amor de Dios;  me quiero tanto a mí mismo, me busco y  me tengo tanto amor y cariño y ternura, que hasta dos horas, por lo menos, de haber muerto y estar ya con Dios amándole con su mismo amor de Espíritu Santo en el seno Trinitario, no estoy seguro de que haya muerto el amor que me tengo, mi yo, que tanto  quiero y busco siempre, y se prefiere a Dios incluso en las cosas de Dios --¡si nos diéramos cuenta, si fuéramos conscientes de ello, cuánto adelantaríamos en el amor a Dios, en santidad, en fraternidad verdadera!--, no digamos en amor entre hermanos sacerdotes ¡qué poco nos queremos! Y todo esto lo veo clarísimo en mí mismo y lucho todos los días, y lo voy consiguiendo poco a poco por la oración, por la amistad personal con Cristo, por el amor que me comunica el diálogo personal con Él.

           

            8. Bien, hemos enunciado las tres proposiciones de la thesis; ahora, como en mis buenos tiempos de estudio de la teología escolástica, hay que pasar a las pruebas, «argumentatio», a  los argumentos:

 

            A) Primer argumento o prueba, y como estamos en mis bodas de oro sacerdotales y he vuelto, mejor, he comenzado, en mi mente y corazón, en este mes de octubre de este año, como mi último curso de hace 49 años, 1959, en mi queridísimo Seminario de la Inmaculada de Plasencia, y  se trata de una meditación y estamos en la Capilla y un superior del seminario nos está leyendo la meditación de la mañana en la que había varios puntos para que los meditásemos en oración personal comunitaria, me parece oír al superior que dice en voz alta: primer punto de esta meditación: meditemos en LA MISMA VIDA DE CRISTO; y a mí me parece que, meditándolo, para todos nosotros y todos los creyentes, es la mejor prueba que puedo poner. Si fuera en la clase de Teología de las 9 de la mañana, don Pelayo diría: Prima argumentatio, ex sacra Scriptura:

El Evangelio nos presenta a Jesús haciendo oración en todos los momentos importantes de su misión. Recordamos ahora algunos, para que nos convenzamos más y lo vivamos mejor. Su vida pública, que se inaugura con el Bautismo, comienza con la oración (cf. Lc 3, 21). Incluso en los períodos de más intensa predicación a las muchedumbres, Cristo se concede largos ratos de oración (Mc 1,35; Lc 5, 16). Ora antes de exigir  a sus Apóstoles una profesión de fe (Lc 9, 18); ora después del milagro de los panes, Él solo, en el monte (Mt 14, 23; Mc 6, 46); ora antes de enseñar a sus discípulos a orar  (Lc 11,1); ora antes de la excepcional revelación de la Transfiguración, después de haber subido a la montaña precisamente para orar (Lc 9, 28) y de paso nos enseña cómo en la oración o encuentro de la transfiguración es donde el alma siente el gozo y la experiencia de lo que Cristo es y revela; ora antes de realizar cualquier milagro (Jn 11, 4 1-42); y ora en la Última Cena para confiar al Padre su futuro y el de su Iglesia (Jn 17). En Getsemaní eleva al Padre la oración doliente de su alma afligida y horrorizada (Mc 14, 35-39 y paralelos), y en la cruz le dirige las últimas invocaciones, llenas de angustia (Mt 27, 46), pero también de abandono confiado (Lc 23, 46).

Se puede decir que toda la misión de Cristo está animada por la oración, desde el inicio de su ministerio mesiánico hasta el acto sacerdotal supremo: el sacrificio de la cruz, que se realizó en la oración.

 Los que hemos sido llamados a participar en la misión y el sacrificio de Cristo, encontramos en la comparación con su ejemplo el impulso para dar a la oración el lugar que le corresponde en nuestra vida, como fundamento, raíz y garantía de santidad en la acción. Más aún, Jesús nos enseña que no es posible un ejercicio fecundo del sacerdocio sin la oración, que protege al presbítero del peligro de descuidar la vida espiritual, la vida según el Espíritu, dando la primacía a la acción, y de la tentación de lanzarse a la actividad hasta perderse en ella. Sin tener el espíritu de Cristo no podemos hacer las acciones de Cristo.

 

Secunda argumentatio: ex doctrina Ecclesiae: También el Sínodo de los obispos de 1971, después de haber afirmado que la norma de la vida sacerdotal se encuentra en la consagración a Cristo, fuente de la consagración de sus Apóstoles, aplica la norma a la oración con estas palabras: «A ejemplo de Cristo que estaba continuamente en oración y guiados por el Espíritu Santo, en el cual clamamos Abbá, Padre, los presbíteros deben entregarse a la contemplación del Verbo de Dios y aprovecharla cada día como una ocasión favorable para reflexionar sobre los acontecimientos de la vida a la luz del Evangelio, de manera que, convertidos en oyentes fieles y atentos del Verbo, logren ser ministros veraces de la Palabra. Sean asiduos en la oración personal, en la recitación de la liturgia de las Horas, en la recepción frecuente del sacramento de la penitencia y, sobre todo, en la devoción al misterio eucarístico» (Documento conclusivo de la Asamblea general del Sínodo de los obispos sobre el sacerdocio ministerial, n. 3).

            Juan Pablo II: «Es la oración la que señala el estilo esencial del sacerdocio; sin ella, el estilo se desfigura. La oración nos ayuda a encontrar siempre la luz que nos ha conducido desde el comienzo de nuestra vocación sacerdotal, y que sin cesar nos dirige, aunque alguna vez da la impresión de perderse en la oscuridad. La oración nos permite convertirnos continuamente, permanecer en el estado de constante tensión hacia Dios, cosa que es indispensable si queremos conducir a los demás a Él. La oración nos ayuda a creer, a esperar y a amar, incluso cuando nos lo dificulta nuestra debilidad humana» (Carta a los sacerdotes, 8-4-1979, n. 10c).

            Y ahora que hemos probado la tesis con los textos del Evangelio, con la misma vida de Cristo, y con la doctrina de los Concilios y de los Papas, paso a formular otra vez la misma proposición, pero enriquecida, y, por tanto, un poco más ampliada: LA PEOR POBREZA DE LA IGLESIA, ES DECIR, DE TODO BAUTIZADO, DE TODO SACERDOTE, SEA OBISPO O CARDENAL, ES LA POBREZA ESPIRITUAL Y MÍSTICA, ESTO ES, LA  «POBREZA DE EXPERIENCIA DE DIOS»,  POR LA FALTA O POBREZA DE ORACIÓN CONTEMPLATIVA. Y ESTA POBREZA SE NOTA LUEGO EN LA PREDICACIÓN, EN EL APOSTOLADO, EN LA RELACIÓN CON DIOS Y LOS HOMBRES, EN LA SANTIDAD DE VIDA Y AMOR, EN LA CARIDAD FRATERNA...

 

   Y hora a meditar todos en silencio: cómo me encuentro yo en oración, soy fiel a ella todos los días;  cómo me encuentro yo en conversión, conversión de mi orgullo, soberbia, no vivir para buscar puestos y honores... cómo en la lucha del espíritu contra la carne, contra el mundo, contra el consumismo, la comodidad...

SEGUNDA MEDITACIÓN

B) Segunda prueba: Pentecostés: argumentación: los Apóstoles habían convivido con el Señor tres años, habían visto y oído todo lo que había dicho y obrado, todos los milagros, rezado y hecho confesiones de fe, es más, estaban recién ordenados sacerdotes en el  Jueves Santo, pero  llega la pasión, la posibilidad de tener que dar la vida por Él y se largan... y estaban recién ordenados con infinito fervor del Jueves Santo por el mismo Cristo, unas horas antes... sólo Juan, y qué casualidad, el de la cabeza inclinada sobre el pecho de Cristo... es el que cree de verdad en Él y le ama y le sigue hasta la cruz, junto con su Madre: “He ahí a tu madre, he ahí a tu hijo”.

Segundo punto de meditación: ahora Cristo ya ha resucitado y se muestra a ellos resucitado y les perdona y come y celebra la Eucaristía con ellos... y, sin embargo, siguen con las puertas cerradas y metidos en el Cenáculo sin salir por miedo a los judíos. Y han recibido el mandato de salir por el mundo entero y predicar el evangelio.

Y voy a demostrar la proposición, esto es, la necesidad de la oración contemplativa para tener experiencia de Cristo: ahora sabemos por los hechos de los Apóstoles que “están reunidos en oración con María”,  y reciben el Espíritu Santo que Cristo les había prometido... y les quema el corazón y abren las puertas y predican a Cristo hasta dar la vida, siendo testigos, mártires de lo que creen y predican, porque tienen una fuerza, que es el Espíritu mismo de Cristo, que no les deja callar aunque tengan que dar la vida, porque ahora no son ellos, es el Espíritu de Cristo quien habita en ellos.

Ese día, el día de Pentecostés, vino Cristo todo entero y completo, Dios y hombre, pero hecho fuego y llama de Espíritu Santo a sus corazones, no como experiencia puramente externa de apariciones, sino con presencia y fuerza de Espíritu quemante, sin mediaciones exteriores o de carne, sino hecho «llama de amor viva», y esto les quemó y abrasó las entrañas, el cuerpo y el alma, y esto no se puede sufrir sin comunicarlo.

            Para Juan, el morir de Cristo no fue sólo exhalar su último suspiro, sino entregar su Espíritu al Padre, porque tiene que morir; por eso el Padre le resucita entregándole ese mismo Espíritu, Espíritu del Padre y del Hijo que resucita a Jesús, para la vida nueva y la resurrección de los hombres. En el hecho de la cruz nos encontramos con la revelación más profunda de la Santísima Trinidad, y la sangre y el agua de su costado son la Eucaristía y el bautismo de esta nueva vida.

            La partida de Jesús es tema característico del cuarto evangelio: “Pero os digo la  verdad: os conviene que yo me vaya, porque si yo no me voy, no vendrá a vosotros el Espíritu Santo, pero si me voy, os lo enviaré… muchas cosas me quedan aun por deciros, pero no podéis llevarlas ahora, pero cuando viniere Aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hasta la verdad completa, porque no hablará de sí mismo, sino que hablará de lo que oyere y os comunicará de lo que vaya recibiendo. Él me glorificará porque tomará de lo mío y os lo dará a conocer. Todo cuanto tiene el Padre es mío; por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo dará a conocer” (Jn 16,7-16).

            Qué texto más impresionante. Reconozco mi debilidad por Juan y por Pablo. Está clarísimo, desde su resurrección Cristo está ya plenamente en el Padre, no sólo el Verbo, sino el Jesús ya verbalizado totalmente a la derecha del Padre, cordero degollado en el mismo trono de Dios, y desde allí nos envía su Espíritu desde el Padre, Espíritu de resurrección y de vida nueva. Este es el tema preferentemente tratado por Pablo que nos habla siempre “del Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos”.

No se pueden separar Pascua y Pentecostés, Salvación Apostólica y Unión con el Espíritu Santo, no hay vida nueva y resucitada en la Eucaristía y en los Sacramentos sin epíclesis, sin invocación al Espíritu Santo, memoria y memorial de la Iglesia, para que realice lo que dice el sacerdote en nombre de Cristo en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía, fuente y culmen de todo apostolado.

El envío del Espíritu Santo es la plenitud cristológica, es la pascua completa, la verdad completa, fruto esencial y total de la Resurrección. Si analizáramos más detenidamente esta realidad maravillosa de Pentecostés, que tiene que seguir siendo actual en la Iglesia, en nosotros, nos encontraríamos con el Pentecostés lucano, que es principalmente espíritu de unidad de lenguas frente a la diversidad de Babel por el espíritu de profecía, de la palabra, ni el de Pablo, que es caridad y carismas: “si por tanto vivimos del Espíritu Santo, caminemos  según el Espíritu” no según la carne, carne y espíritu, naturaleza y gracia.

            Retomo el texto anterior de Juan: “Porque os he dicho estas cosas os ponéis tristes, pero os digo la verdad, os conviene que yo me vaya porque si yo no me voy no vendrá a vosotros el Espíritu, pero si me voy os lo enviaré… Él os llevará a la verdad completa”.

Vamos a ver, Señor, con todo respeto: ¿es que Tú no puedes enseñar la verdad completa, es que no sabes, es que no quieres, es que Tú no nos lo has enseñado todo? Pues Tú mismo nos dijiste en otra ocasión: “Todo lo que me ha dicho mi Padre os lo he dado a conocer”. ¿Para qué necesitamos el Espíritu para conocer la Verdad, que eres Tú mismo? ¿Quién mejor que Tú, que eres la Palabra pronunciada por el Padre desde toda la eternidad? ¿Por qué es necesario Pentecostés, la venida del Espíritu sobre los Apóstoles, María, la Iglesia naciente? Los apóstoles te tienen a Ti resucitado, te tocan y te ven ¿qué más pueden pedir y tener?  Y Tú erre que erre, que tenemos que pedir el Espíritu Santo, que Él nos lo enseñará todo, ¿pues qué más queda que aprender?; que Él nos llevará hasta la verdad completa…¿pues es que Tú no puedes? ¿no nos has comunicado todo lo que el Padre te ha dicho, no eres Tú la Palabra en la que el Padre nos ha dicho todo?  “En el principio ya existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios… Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros…”.  No se puede hacer ni amar más.

            Queridos hermanos, en Pentecostés Cristo vino no hecho Palabra encarnada sino fuego de Espíritu Santo metido en el corazón de los creyentes, vino hecho llama, hecho experiencia de amor, vino a sus corazones ese mismo Cristo, “me iré y volveré y se alegrará vuestro corazón” pero hecho fuego, no palabra o signo externo, hecho llama de amor viva y apostólica, hecho experiencia del Dios vivo y verdadero, hecho amor sin límites ni barreras de palabra y de cuerpo humano, ni milagros ni nada exterior sino todo interiorizado, espiritualizado, hecho Amor, experiencia de amor que ellos ni nosotros podemos fabricar con conceptos recibidos desde fuera aún por el mismo Cristo y que sólo su Espíritu quemante en lenguas de fuego, sin barreras de límites creados, puede por participación meter en el alma, en el hondón más íntimo de cada uno.

            En Pentecostés todos nos convertimos en patógenos, en sufrientes del fuego y amor de Dios, en pasivos de Verbo de Dios en Espíritu ardiente, en puros receptores de ese mismo amor infinito de Dios, que es su Espíritu Santo, en el que Él es, subsiste y vive.

Por el Espíritu nos sumergimos en  ese volcán del amor infinito de Dios en continuas explosiones de amor personal trinitario y a cada uno de nosotros en su mismo amor Personal de Padre al Hijo y del Hijo al Padre, algo imposible de saber y conocer si no se siente, si no se experimenta,  si no se vive por Amor, por el mismo amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, donde uno los sorprende en el amanecer eterno del Ser y del Amor Divino, y uno queda extasiado, salido de sí porque se sumerge y se pierde en Dios.

Allí es donde se entiende el amor infinito y verdadero de un Dios infinito por su criatura; allí es donde se comprenden todos los dichos y hechos salvadores de Cristo; allí es donde se sabe qué es la eternidad de cada uno de nosotros y de nuestros feligreses; allí se ve por qué el Padre no hizo caso a su Hijo, al Amado, cuando en Getsemaní le pedía no pasar por la muerte, pero no escuchó al Hijo amado, porque ese Padre suyo, que le ama eternamente, es también nuestro Padre, ante el cual el Espíritu del Hijo amado en nosotros nos hace decir en nuestro corazón: «abba», papá del alma.

El Hijo amado que le vió triste al Padre porque el hombre no podía participar de su amor esencial y personal para el que fue creado, fue el que se ofreció por nosotros ante la Santísima Trinidad: “Padre,  no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad…” y el Padre está tan entusiasmado por los hijos que van a volver  a sus brazos, a su amor esencial, para lo que fueron creados, está tan ensimismado en este retorno, que olvida al mismo Hijo Amado junto a la cruz; Cristo se quedó solo, abandonado, sin sentir la divinidad porque el precio era infinito, ya que la conquista, la redención era infinita: entrar en la misma intimidad de Dios, en su corazón de Padre, quemado de amor a los hijos en el Hijo. Qué misterio, qué plenitud y belleza de amor divino al hombre. Dios existe, Dios existe y me ama, es verdad, Dios nos ama, se puede vivir y experimentar aquí abajo, está tan cerca…

 

 Los Apóstoles fueron transformados en Cristo Resucitado por su mismo Espíritu –Espíritu Santo-, esto es, en llamas ardientes de su Amor apostólico, como Él se lo había prometido.

 

            Habían escuchado a Cristo y su evangelio, habían visto sus milagros, han comprobado su amor y ternura por ellos, le han visto vivo y resucitado, han recibido el mandato de salir a predicar, pero aún permanecían inactivos, con las puertas cerradas y los cerrojos echados por miedo a los judíos; no se le vienen palabras a la boca ni se atreven a predicar que Cristo ha resucitado y vive.

Y ¿qué pasó? ¿por qué Cristo les dijo que se prepararan para recibir el Espíritu Santo, que Él rogaba por esto, que nosotros también tenemos que desearle y pedirle que venga a nosotros? Pues que hasta que no vuelve ese mismo Cristo, pero hecho fuego, hecho Espíritu, hecho llama ardiente de experiencia de Dios, de sentirse amados, no abren las puertas y los cerrojos y predican desde el balcón del Cenáculo, y todos entienden siendo de diversas lenguas y culturas y empieza el verdadero conocimiento y conversión a Cristo y el verdadero apostolado, vamos, el completo, la verdad completa del cristianismo.

            Hasta que no llega Pentecostés, hasta que no llega el Espíritu y el fuego de Dios, todo se queda en los ojos, o en la inteligencia o en los ritos; es el Espíritu, el don de Sabiduría, el «recta sapere», el gustar y sentir y vivir… lo que nos da el conocimiento completo de Dios, la teología completa, la liturgia completa, el apostolado completo. 

Es necesario que la teología, la moral, la liturgia baje al corazón por el espíritu de amor para quemar los pecados internos, perder los miedos y complejos, abrir las puertas y predicar no lo que se sabe sino lo que se vive.

Y el camino es la oración, la oración y la oración, desde niño hasta que me muera, porque es diálogo permanente de amor. Pero nada de tratados de oración, de sacerdocio, de Eucaristía teóricos,  sino espirituales, según el Espíritu, que no es solamente vida interior, sino vida según el Espíritu.

            Oración ciertamente en etapas ya un poco elevadas donde ya no entra el discurso, la meditación sino la contemplación: Lectio, Meditatio, Oratio, Contemplatio; primero oración discursiva, con lectura de evangelio o de lo que sea, pero siempre con conversión; luego, un poco limpio, si avanzo en la conversión, avanzo en la oración y empiezo a sentir a Dios, a ver a mi Dios y como le veo un poco más cercano, me sale el diálogo, ya no es el Señor lejano de otros tiempos que dijo, hizo, sino Tú, Jesús que estás en mí, que estás en el sagrario, te digo Jesús, te pido Jesús que… y es diálogo afectivo no meramente discursivo, y de aquí si sigo purificándome, y es mucho lo que hay que purificar, aquí no hay trampa ni cartón, a Cristo no le puedo engañar…

 

C) Tercera prueba o argumento: San Pablo, la vida, el ser y actuar de Pablo.

            Pablo no ha conocido al Cristo histórico, no había hablado ni oído y visto sus milagros, pruebas de su divinidad; no había comido con Él, y por la oración unitiva contemplativa que tuvo en Damasco, o si la quieres llamar, la  contemplación o experiencia mística que tuvo aquel día, alimentada desde entonces por la oración  y la Eucaristía celebrada con amor y vivida en su mismo Espíritu Santo, conoció a Cristo más que todos o, al menos, algunos de los Apóstoles que le habían visto resucitado y antes comido y vivido con Él, y conoció todos sus misterios y le amó más que si le hubiera visto con la carne.

Pablo quedó atrapado por el amor de Cristo, desde el encuentro dialogal y oracional con  “elSeñor resucitado”, en el camino de Damasco. Fue una gracia contemplativa-iluminativa “en el Espíritu de Cristo”, en el Espíritu Santo.

Pablo se lo debe todo a esta experiencia mística y transformativa en Cristo Resucitado, muerto en la cruz, en obediencia total, adorando al Padre, hasta dar la vida por nosotros: “me amó y se entregó por mí” (Ga 2, 20).

Ha visto y sentido a Cristo, todo su amor, toda su vida, más que si le hubiera visto con sus propios ojos de carne, porque lo ha visto en su espíritu, en su alma, por la contemplación y experiencia del Dios vivo, más fuerte que todas las apariciones externas; de una forma más potente, porque ha sido por revelación de amor en el Espíritu Santo; san Juan de la Cruz diría que ha quedado cegado como quien mira el sol de frente.  

Por este motivo, san Pablo se consideró siempre, desde ese momento, Apóstol total de Cristo y no tenía por qué envidiar a los Apóstoles que convivieron con Él. De suyo, lo amó más que muchos de ellos. Es más, los Apóstoles, como luego diré ampliamente, a pesar de haber convivido con Cristo y haberle visto resucitado, no perdieron los miedos ni quitaron los cerrojos de las ventanas y de las puertas del Cenáculo, hasta que vino el Espíritu Santo en Pentecostés, esto es, el mismo Cristo hecho fuego de Amor, hecho Espíritu Santo, que les quemó el corazón, y ya no pudieron resistir y dominar esta llama de amor viva en su espíritu, hecho un mismo fuego de Espíritu Santo con Cristo; tenían su mismo Amor Personal.

Gratuitamente el Señor se mostró a Pablo en la cumbre de la experiencia espiritual, contemplativa y pentecostal, que no necesita los ojos de la carne para ver, porque es revelación interior del Espíritu de Dios al espíritu humano; pero tan profunda, tan en éxtasis o salida de sí mismo para sumergirse en Dios, que la persona queda privada del uso temporal de los sentidos externos.

Como los místicos, cuando reciben estas primeras comunicaciones de Dios, porque no están adecuados los sentidos internos y externos a estas revelaciones de Dios, como explica ampliamente san Juan de la Cruz; porque no son ellos los que ven, actúan o fabrican pensamientos y sentimientos, son «revelaciones», es decir, son meramente pasivos, receptores, patógenos, sufrientes de la Palabra que contemplan en fuego de Amor encendido e infinito del Padre al Hijo-hijos, y de los hijos en el  Hijo, que le hace Padre, porque acepta todo su ser, su amor, su vida. Es el éxtasis, salir de uno mismo para sumergirse por el Hijo resucitado en el océano puro y quieto de la infinita eternidad y esencia divina.

El modo, la forma, llamémoslas como queramos, pero fue experiencia “en el Espíritu de Cristo resucitado”, como la de los Apóstoles en Pentecostés, yque a la mayoría de los místicos les lleva tiempo y purificaciones de formas diversas, y siempre para lo mismo: Para la experiencia de Dios.

A Pablo le vinieron después muchas de estas pruebas, purificaciones, purgaciones, en su vida espiritual y apostólica, producidas por la misma luz del Espíritu de Cristo, del Amor de Cristo, que a la vez que limpia el madero de sus impurezas y humedades, lo enciende primero, lo inflama luego y lo transforma finalmente en llama de amor viva, como dice san Juan de la Cruz, de las almas que llegan a esta unión total con Cristo. Como le ha de pasar a todo apóstol verdadero si toma el único camino del apostolado que es Cristo “camino, verdad y vida”.

Todos hemos sido llamados por Cristo, como Pablo, para ser apóstoles, sacerdotes o cristianos verdaderos, y para serlo, el único camino es la oración; una oración que ha de pasar de ser inicialmente discursiva-meditativa a ser luego, aceptando purificaciones y muerte del yo hasta en su raíces, contemplativa y transformativa, por las noches y purificaciones pasivas, porque es la misma luz de Dios quien las produce, precisamente porque quiere quemar en nosotros todo nuestro yo para convertirlo en Cristo.

Y por eso, «para llegar al todo, para ser Todo, no quieras ser nada,  poseer nada; para ver el Todo, no ver nada, gozar nada» de lo nuestro, de lo humano, para llenarnos sólo de Dios, lo cual cuesta y es muy doloroso, porque Dios, para llenarnos totalmente de Él, nos tiene que vaciar de nosotros mismos. Y nosotros, ni sabemos ni podemos; por eso hay que ser patógenos, sufrientes del amor de Dios hasta las raíces de nuestro yo.

Así son las iluminaciones y revelaciones de Dios, como él las llama, porque la de Damasco sólo fue la primera, el inicio de esta comunicación “en Espíritu”. Ya hablaremos más ampliamente de estas purificaciones, sufrimientos internos y externos: “Cuando estaba de camino, sucedió que, al acercarse a Damasco, se vio de repente rodeado de una luz del cielo; y al caer a tierra, oyó una voz que decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Él contestó: ¿Quién eres, Señor? Y Él: Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Levántate y entra en la ciudad, y se te dirá lo que has de hacer. Los hombres que le acompañaban quedaron atónitos oyendo la voz, pero sin ver a nadie. Saulo se levantó de tierra, y con los ojos abiertos, nada veía. Lleváronle de la mano y le introdujeron en Damasco,  donde estuvo tres días sin ver y sin comer ni beber.

…Y el Señor a él (Ananías): Levántate y vete a la calle llamada Recta y busca en casa de Judas a Saulo de Tarso, que está orando”.

Realmente Pablo no cesó ya de estar unido a Cristo por la experiencia espiritual; y eso es oración. Cristo inició el diálogo de amor que es toda oración, Pablo la continuó y Ananías le encontró orando, en contemplación que es una oración muy subida,  más pasiva que activa, más patógena que meditativa, plenamente contemplativa: Pablo no veía, le tuvieron que llevar, seguía inundado de la luz mística... todo esto se parece mucho a los éxtasis, en que uno sale de sí mismo, vive sumergido en una luz que le inunda y él no domina ni sabe fabricar esas luces, verdades o sentimientos, sino que se siente inundado y dominado por la luz, visión, fuego del Dios vivo, que como todo fuego de amor, a la vez que calienta, ilumina: es la experiencia del Dios vivo; es el conocimiento por amor.

Por eso, no tiene nada de particular que los acompañantes no vieran a Cristo, no vieron a nadie, sólo oyeron. No es que no hubiera algo externo, como en los momentos de encuentro fuerte y vivencial que llamamos éxtasis, pero lo esencial e importante es lo interno, la comunicación del Espíritu de Dios al espíritu humano que queda desbordado, transfigurado, transformado, hasta tal punto, que al comunicarlas a los demás, a nosotros nos parecen apariciones externas, pero son “revelación” de Cristo resucitado por su Espíritu, Espíritu Santo. A los Apóstoles les dio más amor y certeza Pentecostés que todas las apariciones y signos y palabras de Cristo resucitado.

Desde ese momento, Pablo fue místico y apóstol, mejor dicho, apóstol místico, de aquí le vinieron todos los conocimientos y todo el fuego de su apostolado: Cristo “llamó a los que quiso para que estuvieran con Él y enviarlos a predicar”—; porque primero es encontrarse con Cristo y hablar con Él en “revelación del Espíritu”,  como Pablo, y luego salir a predicar y hablar de Él a las gentes; primero es contemplar a Cristo en el Espíritu Santo que es luz de revelación y a la vez Fuego de Amor Personal de Dios, y luego, desde esa experiencia de amor comunicada en mi espíritu, que supera todas las apariciones externas posibles, predicar y trabajar desde ese fuego divino participado para que otros le amen; el apostolado, la caridad apostólica, las acciones de Cristo no se pueden hacer sin el Espíritu de Cristo, sin el Amor Personal de Cristo, sin Espíritu Santo. Sería apostolado de Cristo, sin Cristo.

Pero Espíritu de Cristo resucitado, pentecostal. Y ese sólo lo comunica el Señor “a los Apóstoles, reunidos con María, en oración”. Y ahí se le acabaron a los apóstoles todos los miedos y abrieron todas las puertas y cerrojos y empezaron a predicar y se alegraron de sufrir por el Señor, cosa que no hicieron antes, aún habiéndole visto resucitado en las apariciones, porque siguieron con las puertas cerradas; hasta que vino Cristo, no en palabras y signos externos, sino hecho fuego de Espíritu Santo a su espíritu.

Esto sólo lo da la experiencia de Dios ayer, y hoy y siempre, como en todos los que llegan a esta unión vivencial con Dios. Ellos la tuvieron, y nosotros tratamos de explicarlo con diversos nombres. Pero la realidad está ahí y sigue estando presente en la vida de la Iglesia de todos los tiempos.

Lógicamente en Damasco empezó este encuentro, este camino de amistad personal de experiencia de Cristo vivo y resucitado, que tuvo que recorrer personalmente Pablo durante toda su vida, como todo apóstol, por esta unión contemplativa y transformativa con que el Espíritu de Cristo resucitado le había sorprendido gratuitamente.

Pablo, --como todos los apóstoles que quieran serlo “en Espíritu y Verdad”, en el Espíritu y la Verdad de Cristo glorioso y resucitado, Palabra de Dios pronunciada llena de Amor de Espíritu Santo por el Padre para todos nosotros nos habla siempre de este encuentro como “revelación”: “Dios tuvo a bien revelar a su Hijo en mí”.

Esa experiencia, que a la vez que revela, transforma, como el fuego quema el madero y lo convierte en llama de amor viva, es la experiencia mística, es la contemplación pasiva de san Juan de la Cruz, que nos convierte en patógenos, sufrientes del fuego de Dios, que, a la vez que ilumina, nos quema y purifica todos nuestros defectos y limitaciones. Y en la cumbre de esta unión, el apóstol Pablo, como tantos y tantos apóstoles que han existido y existirán, puede exclamar: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí, y mientras vivo en esta carne vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí…”.

Pablo, como todo orante verdadero, mantuvo y consumó toda su vida en Cristo vivo y resucitado, meditante la fe, la esperanza y caridad, virtudes sobrenaturales que, como dice san Juan de la Cruz, nos unen directamente con Dios y nos van transformando en Él, pasando por las noches y purificaciones pasivas del espíritu.

En esa oración contemplativa y unitiva, que es la etapa más elevada de la oración pasiva, Pablo fue comprendiendo la revelación primera, completada cada día por la vida oracional, eucarística y pastoral. Ahí comprendió la vocación a la amistad y al apostolado, descubriendo la unidad de Cristo con su Iglesia: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?  ¿Quién eres, Señor? Yo soy Jesús, a quien tú persigues”(Hch 9,5). El encuentro, el diálogo –eso es la oración personal-- le hizo apóstol de Cristo.

Cristo “amó  a la Iglesia y se entregó por ella” (Ef 5,25). Cristo que “se ha entregado a la muerte” y ha conquistado a su Iglesia por amor, nos ha conquistado a cada uno de nosotros, que formamos la Iglesia, a precio de su sangre (Hch 20,28). Y desde que “me amó y se entregó por mí”, cada uno se hace responsable de comunicar a otros esta misma declaración de amor y responder al amor de Cristo con la propia entrega.

Pablo es un enamorado de Cristo y, por tanto, de su Cuerpo Místico, que es la Iglesia. En este misterio de Cristo, prolongado en el hermano a través del espacio y del tiempo, Pablo encontró su razón de ser como apóstol. Es verdad que tuvo que sufrir de la misma Iglesia y no sólo por ella; pero en ese sufrimiento, transformado en amor, encontró la fecundidad apostólica (Cfr. Ga 4,19).

Pablo sigue siendo hoy una realidad posible en los innumerables apóstoles y misioneros, casi siempre anónimos, que gastan su vida para extender el Reino de Dios. Pocas veces aparecen en la publicidad. Muchas veces viven junto a nosotros o nos cruzamos en nuestro caminar, sin que nos demos cuenta. Siempre trabajan enamorados de Cristo y de su Iglesia, que debe ser una realidad visible en cada comunidad humana. Saben desaparecer para que aparezca el Señor. Él es su único tesoro: “Para mí la vida es Cristo”.

 

D) Cuarta prueba o argumento: la vida de la Iglesia, toda su existencia y fuerza y poder y apostolado, desde los Apóstoles hasta hoy, está cimentada en Cristo por la oración contemplativa. Todos los santos han sido y son hombres de oración un poco elevada, que lleva a la experiencia de Dios, desde el seguimiento permanente a Cristo en la conversión permanente, desde “el que quiera ser discípulo mío, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga”.

            Por citar algunos de los que he leído y meditado: san Juan, san Pablo, la mayor parte de los Padres de la Iglesia, no cito, porque la lista sería muy larga hasta san Bernardo.

            En mi seminario y en mi vida sacerdotal he leído y meditado principalmente a san Juan de la Cruz, santa Teresa, santa Catalina de Siena, santa Teresita del Niño Jesús, Sor (Beata) Isabel de la Trinidad, (san)  Hermano Rafael, (Pongo el paréntesis porque yo no los conocí con ese añadido y me cuesta citarlos así),  Charles de Foucauld, Madre Teresa de Calcuta, Juan Pablo II, Trinidad de la Santa Madre Iglesia, que aún vive,  y otros muchos más que he leído y meditado y podría citar.

            Pero quiero desarrollar esta cuarta prueba con   una catequesis del Papa que he leído en el periódico digital Zenit,y la pongo tal cual. Si no hubiera escrito mi meditación antes del discurso del Papa alguno podría pensar que le he copiado. Es que son las mismas ideas, el mismo orden,  y hasta las mismas palabras a veces, pero desde la figura de san Simeón el Teólogo. Paso a escribirlo tal cual ha venido en Zenit.

 

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 16 de septiembre de 2009 (ZENIT.org).- El conocimiento y la experiencia mística de Dios no es algo reservado a personas excepcionales, sino que es para todos los bautizados. Así lo afirmó hoy el Papa Benedicto XVI durante la Audiencia General, celebrada en el Aula Pablo VI.

 

            El Papa, continuando con sus catequesis sobre grandes escritores cristianos del primer milenio, habló sobre Simeón el Nuevo Teólogo (949-1022), un escritor poco conocido en Occidente pero muy querido por la Iglesia Ortodoxa.
Se trata de la cuarta vez que el Papa se refiere a un santo muy apreciado por las Iglesias Orientales, tras sus catequesis sobre san Juan Damasceno, los santos Cirilo y Metodio y Germán de Constantinopla.

            Uno de los que en los últimos años han escrito sobre él es el arzobispo Hilarion de Volokolamsk, presidente del Departamento para las Relaciones Eclesiásticas Exteriores del Patriarcado de Moscú.

            De hecho, el sobrenombre de "Teólogo" se lo confirió la Iglesia oriental, que sólo reconoce este título a otros dos santos: san Juan Evangelista y san Gregorio Nacianceno, como recordó el Papa durante su catequesis de hoy. Este santo, explicó el Papa, "concentra su reflexión sobre la presencia del Espíritu Santo en los bautizados y sobre la conciencia que deben tener de esta realidad espiritual”.

 

            "Simeón el Nuevo Teólogo insiste en el hecho de que el verdadero conocimiento de Dios no viene de los libros, sino de la experiencia espiritual, de la vida espiritual", a través de "un camino de purificación interior, que comienza con la conversión del corazón, gracias a la fuerza de la fe y del amor".

 

            "Para Simeón semejante experiencia de la gracia divina no constituye un don excepcional para algunos místicos, sino que es fruto del Bautismo en la existencia de todo fiel seriamente comprometido", subrayó el Papa.

 

            "Evidentemente no podía venir de él mismo semejante amor, sino que debía brotar de otra fuente. Simeón entendió que procedía de Cristo presente en él y todo se le aclaró: tuvo la prueba segura de que la fuente del amor en él era la presencia de Cristo".

Benedicto XVI presenta a Simeón el Nuevo Teólogo

este miércoles en la Audiencia General


CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 16 de septiembre de 2009 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el texto completo de la catequesis pronunciada por Benedicto XVI durante la audiencia general de este miércoles, celebrada en el Aula Pablo VI, en la que presentó la figura de Simeón el Nuevo Teólogo (949-1022).

            Queridos hermanos y hermanas:

            Hoy nos detenemos a reflexionar sobre la figura del monje oriental Simeón el Nuevo Teólogo, cuyos escritos han ejercido un notable influjo sobre la teología y la espiritualidad de Oriente, en particular en lo que respecta a la experiencia de la unión mística con Dios. Simeón el Nuevo Teólogo nació en el 949 en Galacia, en Paflagonia (Asia Menor), de una familia noble de la provincia.

            Aún joven, se transfirió a Constantinopla para emprender los estudios y entrar al servicio del emperador. Pero se sintió poco atraído por la carrera civil que se le sugería y, bajo la influencia de iluminaciones interiores que iba experimentando, se puso a la búsqueda de una persona que le orientara en el momento lleno de dudas y perplejidades que estaba viviendo, y que le ayudase a progresar en el camino de la unión con Dios. Encontró esta guía espiritual en Simeón el Pío (Eulabes), un simple monje del monasterio de Studion, en Constantinopla, que le dio a leer el tratado La ley espiritual de Marcos el Monje. En este texto, Simeón el Nuevo Teólogo encontró una enseñanza que le impresionó mucho: "Si buscas la curación espiritual - leyó en él - estate atento a tu conciencia. Todo lo que ella te diga hazlo y encontrarás lo que te es útil". Desde aquel momento - refiere él mismo - nunca se acostó sin preguntarse si la conciencia no tuviese algo que reprocharle (conversión permanente).

            Simeón entró en el monasterio de los Estuditas, donde, sin embargo, sus experiencias místicas y su extraordinaria devoción hacia el Padre espiritual le causaron dificultades (los sufrimientos de celotipia y envidia que ayudan a matar el buscarse a sí mismo, el yo).

            Se transfirió al pequeño convento de San Mamés, también en Constantinopla, del cual, tres años después, llegó a ser cabeza, el higumeno. Allí condujo una intensa búsqueda de unión espiritual con Cristo, que le confirió gran autoridad. Es interesante notar que se le dio el apelativo de "Nuevo Teólogo", a pesar de que la tradición reservara el título de "Teólogo" a dos personalidades: al evangelista Juan y a Gregorio Nacianceno. Sufrió incomprensiones y el exilio, pero fue rehabilitado por el patriarca de Constantinopla, Sergio II (Nota o añadido del que transcribe esta catequesis: El verdadero conocimiento de Dios viene por el amor, por la experiencia espiritual de Dios, no por el entendimiento, por la teología, si no llega a la vida, a la conversión en lo que sabe y cree).

            Simeón el Nuevo Teólogo pasó la última fase de su existencia en el monasterio de Santa Macrina, donde escribió gran parte de sus obras, convirtiéndose en cada vez más célebre por sus enseñanzas y por sus milagros. Murió el 12 de marzo de 1022.

            El más conocido de sus discípulos, Niceta Stetatos, que recopiló y volvió a copiar los escritos de Simeón, preparó una edición póstuma, redactando seguidamente la biografía. La obra de Simeón comprende nueve volúmenes, que se dividen en Capítulos teológicos, gnósticos y prácticos, tres volúmenes de Catequesis dirigidas a los monjes, dos volúmenes de Tratados teológicos y éticos y un volumen de Himnos. No hay que olvidar tampoco sus numerosas Cartas. Todas estas obras han encontrado un lugar relevante en la tradición monástica oriental hasta nuestros días.

            Simeón concentra su reflexión sobre la presencia del Espíritu Santo en los bautizados y sobre la conciencia que deben tener de esta realidad espiritual. La vida cristiana - subraya - es comunión íntima y personal con Dios, la gracia divina ilumina el corazón del creyente y le conduce a la visión mística del Señor. En esta línea, Simeón el Nuevo Teólogo insiste en el hecho de que el verdadero conocimiento de Dios no viene de los libros, sino de la experiencia espiritual, de la vida espiritual. El conocimiento de Dios nace de un camino de purificación interior, que comienza con la conversión del corazón, gracias a la fuerza de la fe y del amor; pasa a través de un profundo arrepentimiento y dolor sincero por los propios pecados, para llegar a la unión con Cristo, fuente de alegría y de paz, invadidos por la luz de su presencia en nosotros. Para Simeón semejante experiencia de la gracia divina no constituye un don excepcional para algunos místicos, sino que es fruto del Bautismo en la existencia de todo fiel seriamente comprometido.

            ¡Un punto sobre el que reflexionar, queridos hermanos y hermanas! Este santo monje oriental nos reclama a todos una atención a la vida espiritual, a la presencia escondida de Dios en nosotros, a la sinceridad de la conciencia y a la purificación, a la conversión del corazón, para que el Espíritu Santo se haga presente en nosotros y nos guíe. Si de hecho nos preocupamos justamente por cuidar nuestro crecimiento físico, es aún más importante no descuidar el crecimiento interior, que consiste en el conocimiento de Dios, en el verdadero conocimiento, no sólo tomado de los libros, sino interior, y en la comunión con Dios, para experimentar su ayuda en todo momento y en cada circunstancia. En el fondo, esto es lo que Simeón describe cuando narra su propia experiencia mística.

            Ya de joven, antes de entrar en el monasterio, mientras una noche en casa prolongaba sus oraciones, invocando la ayuda de Dios para luchar contra las tentaciones, había visto la habitación llena de luz. Cuando después entró en el monasterio, se le ofrecieron libros espirituales para instruirse, pero su lectura no le procuraba la paz que buscaba. Se sentía - cuenta él - como un pobre pajarito sin alas. Aceptó con humildad esta situación, sin rebelarse, y desde entonces empezaron a multiplicarse de nuevo las visiones de luz. Queriendo asegurarse de su autenticidad, Simeón le preguntó directamente a Cristo: "Señor, ¿estás verdaderamente tú mismo aquí?". Sintió resonar en el corazón la respuesta afirmativa y fue sumamente consolado”. “Fue aquella, Señor - escribirá seguidamente - la primera vez que me juzgaste a mí, hijo pródigo, digno de escuchar tu voz".

            Sin embargo, tampoco esta revelación le dejó totalmente tranquilo. Se preguntaba más bien si incluso aquella experiencia no debería considerarse una ilusión. Un día, finalmente, sucedió un hecho fundamental para su experiencia mística. Comenzó a sentirse como "un pobre que ama a sus hermanos" (ptochós philádelphos). Veía en torno a sí muchos enemigos que querían tenderle insidias y hacerle el mal, pero a pesar de ello advirtió en sí mismo un intenso transporte de amor hacia ellos. ¿Cómo explicarlo? Evidentemente no podía venir de él mismo semejante amor, sino que debía brotar de otra fuente. Simeón entendió que procedía de Cristo presente en él y todo se le aclaró: tuvo la prueba segura de que la fuente del amor en él era la presencia de Cristo y que tener en sí un amor que va más allá de mis intenciones personales indica que la fuente del amor está en mí. Así, por una parte, podemos decir que sin una cierta apertura al amor Cristo no entra en nosotros, pero por otra, Cristo se convierte en fuente de amor y nos transforma.

 

            Queridos amigos, esta experiencia es muy importante para nosotros, hoy, para encontrar los criterios que nos indiquen si estamos realmente cerca de Dios, si Dios existe y vive en nosotros. El amor de Dios crece en nosotros si permanecemos unidos a Él con la oración y con la escucha de su palabra, con la apertura del corazón. Solamente el amor divino nos hace abrir el corazón a los demás y nos hace sensibles a sus necesidades, haciéndonos considerar a todos como hermanos y hermanas e invitándonos a responder con amor al odio y con el perdón a la ofensa.

            Reflexionando sobre esta figura de Simeón el Nuevo Teólogo, podemos encontrar aún un elemento ulterior de su espiritualidad. En el camino de vida ascética propuesto y recorrido por él, la fuerte atención y concentración del monje sobre la experiencia interior confiere al Padre espiritual del monasterio una importancia esencial. El mismo joven Simeón, como se ha dicho, había encontrado un director espiritual, que le ayudó mucho y del que conservó una grandísima estima, tanto que le reservó, tras su muerte, una veneración también pública. (¿Dónde están estos padres espirituales en nuestros seminarios y casas de formación? ¿Dónde están estos exploradores de la tierra prometida de la experiencia de Dios que, habiéndola visto y experimentado por sí mismos nos puedan indicar el camino para llegar a ella?

            Y quisiera decir que sigue siendo válido para todos - sacerdotes, personas consagradas y laicos, y especialmente para los jóvenes - la invitación a recurrir a los consejos de un buen padre espiritual, capaz de acompañar a cada uno en el profundo conocimiento de sí mismo, y conducirlo a la unión con el Señor, para que su existencia se conforme cada vez más al Evangelio. Para ir hacia el Señor necesitamos siempre una guía, un diálogo. No podemos hacerlo solamente con nuestras reflexiones. Y éste es también el sentido de la eclesialidad de nuestra fe, de encontrar esta guía.

 

Concluyendo, podemos sintetizar así la enseñanza y la experiencia mística de Simeón el Nuevo Teólogo: en su incesante búsqueda de Dios, aún en las dificultades que encontró y en las críticas de que fue objeto, él, a fin de cuentas, se dejó guiar por el amor. Supo vivir él mismo y enseñar a sus monjes que lo esencial para todo discípulo de Jesús es crecer en el amor y así crecemos en el conocimiento de Cristo mismo, para poder afirmar con san Pablo: "Ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí" (Ga 2, 20).

TERCERA  MEDITACIÓN

Queridos amigos y hermanos sacerdotes: Ya os he dicho varias veces en este retiro que la teología dogmática, las verdades de fe, son el fundamento de la espiritualidad, de la experiencia de Dios, de sus bellezas y bondades, de la oración. Sin «lectio et meditatio» no hay «oratio et contemplatio». No es un Dios el que se estudia, el de la fe, y otro Dios el que se vive. Es el mismo. Lo que repetiré hasta la saciedad; es que si no llega a vivirse, no habrá experiencia de lo que se estudia y se cree o se celebra en la liturgia, es más, se olvidará la teología que estudié. Por eso, a estudiar teología, pero arrodillados, orando, en diálogo permanente de amor con el Señor. No sea que alguno diga, me voy a la capilla y que Cristo estudie por mí o me enseñe la teología; no, porque el Señor te dirá: estudia teología, escucha la Palabra y luego vienes aquí conmigo para que te enseñe a vivirla.

            Voy a hablaros en esta tercera meditación de la Eucaristía. Lo primero que quisiera deciros es que aceptary entender la Eucaristía es entender toda la fe católica ya que la Eucaristía es el resumen de todo el misterio de Cristo, es Cristo entero y completo; la Eucaristía es la concentración, en un poco de pan y de vino, de todo el misterio cristiano.

Pero ante los propios misterios la teología ha de ser modesta y llena de discreción. Sería un sacrilegio y una ingratitud empeñarse en desgarrar el velo bajo el que se revela el Señor, cuando es ya tan grande la condescendencia de aquel que se da a conocer de este modo. Para seguir siendo discreta y sumisa la teología tendrá que imitar el respeto emocionado de los apóstoles ante la aparición del Resucitado en las orillas del lago: "Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: ¿quién eres tú? Ya sabían que era el Señor” (Jn 21,12). Por lo tanto no buscará evidencias racionales para eludir la obligación de creer; no preguntará: ¿Es verdad todo esto que hace y dice el Señor? sino que humildemente dirá: Señor, ayúdanos a comprender mejor lo que nos dices y haces.

La Eucaristía, la santa misa, puede estudiarse desde fuera partiendo de los elementos visibles que la constituyen, o desde dentro, partiendo del misterio del que es sacramento memorial. Aquí es donde vale el axioma: «lex orandi, lex credendi» que luego se transforma en «lex vivendi».

Aquel que es para siempre la Palabra, la biblioteca inagotable de la Iglesia, su archivo inviolable  condensó toda su vida en los signos y palabras de la Eucaristía: es su suma teológica. Para leer este libro eucarístico que es único, no basta la razón, hace falta el amor que haga comunión de sentimientos con el que dijo: "acordaos de mí", de mi emoción por todos vosotros, de mis deseos de entrega, de mis ansias de salvación, de mis manos temblorosas...

Sin esta comunión personal de sentimientos con Cristo, el libro eucarístico llega muy empobrecido al lector. Este libro hay que comerlo para comprenderlo, como Ezequiel: " Hijo de hombre, come lo que se te ofrece; come este rollo y ve luego a hablar a la casa de Israel. Yo abrí mi boca y él me hizo comer el rollo y me dijo: "Hijo de hombre aliméntate y sáciate de este rollo que yo te doy." Lo comí y fue en mi boca dulce como miel" (Ez 3, 1-3)

La vivencia mística eucarística conoce por experiencia, viviéndola, lo que nosotros celebramos en la misa o explicamos en teología. Pero no con un conocimiento frío, teórico, sin vida, que muchas veces por no vivirse, llega incluso a olvidarse. El que quiera conocer verdaderamente a Dios ha de arrodillarse; el sacerdote, el teólogo, debe trabajar en estado de oración, debe hacer teología arrodillada. La Eucaristía es ese libro que hay que leer como san Pablo: a partir de Cristo pascual, que es el misterio escatológico.

El sacerdote no hace presente el sacrificio de Cristo sino que hace presente a Cristo que ofrece su único y definitivo sacrificio que fue toda su vida, desde la Encarnación hasta la resurrección, pero que significó y realizó singularmente con pasión y muerte “gloriosa”, por estar dirigida a la resurrección. Esta es la verdad teológica y litúrgica, la liturgia y la teología, pero si no hay experiencia, no se vive y llega a olvidarse al celebrarla, como así ocurre en muchos de nosotros, sacerdotes.

Por eso, DESDE LA EUCARISTÍA SACRAMENTO HAY QUE PASAR AL SACERDOTE SACRAMENTO DE CRISTO, a la vivencia de lo que somos y celebramos.

Queridos sacerdotes, desde esta comprensión de la Eucaristía como presencia sacramental-mistérica de Cristo, que condensa toda su vida y la presencializa con las palabras y gestos de la consagración sobre un poco de pan y vino, hay que pasar al sacerdote sacramento de Cristo del que hemos hablado largamente en la meditación, hay que reflexionar también y comprender el sacerdocio como sacramento de Cristo, como signo visible de Cristo invisible, humanidad supletoria sacramental prestada a Cristo, para que pueda seguir realizando en el tiempo su misterio de Salvación.

A partir de aquí, toma el relieve justo la persona del sacerdote, el cual ofrece el «Santo Sacrificio» «in persona Christi», lo cual quiere decir más que «en nombre», o también «en vez» de Cristo. «in persona»: es decir, en la identificación específica, sacramental con el Sumo y Eterno Sacerdote, que es el Autor y el Sujeto principal de éste su propio Sacrificio, en el que, en verdad, no puede ser sustituido por nadie.

La Eucaristíay el sacerdocio en Cristo son una misma realidad. Y por eso mismo sacerdocio y Eucaristía en nosotros deben estar vitalmente unidos, porque se fundamentan esencialmente el uno en el otro.

Por el sacramento del Orden se produce como una encarnación de Cristo en cada elegido, al que viene para revivir todo su misterio de adorador del Padre, de salvador de los hombres, de redentor del mundo, como consagrante en cada misa de su propio cuerpo: “Esto es mi cuerpo, esto es mi sangre”. No el de Pedro, Juan o cualquier sacerdote sino el de Cristo que es el que consagra por medio del sacerdote, es decir, de su sacramento visible. Por el sacramento del orden el sacerdote queda configurado sacramentalmente a Cristo. El gozo sacerdotal vendrá al experimentar lo que es, de sentirse identificado con Cristo, que vive y actúa por él, de sorprender al Padre inclinado sobre esta pobrecita criatura, que es el sacerdote, porque ha visto en él al Amado, en quien tiene puestas todas sus complacencias.

El sacerdote es un sacramento vivo de Cristo vivo, como el pan consagrado; por fuera pan, por dentro Cristo. Es Cristo viviendo y actuando en mí: es el “no soy yo, es Cristo quien vive en mí” de san Pablo y el sacerdocio como vivencia, soy yo viviendo en Cristo, identificado con Cristo: “Para mí la vida es Cristo”, “Estoy crucificado con Cristo...”.

 Y “cuantas veces hagáis esto, acordaos de mí”, es decir, haced esto como yo, lo mismo que yo, con mis mismos sentimientos y amor y entrega, con mi mismo ser y existir, o mejor, dejad que yo lo haga en vosotros y por vosotros. Por eso, en la misa no se repite, no debe repetirse nada: ni los deseos de Cristo de dar su vida por nosotros, ni su sufrimiento ni su ofrenda, sino que se presencializa el mismo sacerdote y la misma víctima del Cenáculo, de la cruz y del cielo, pero por medio de mi humanidad. Eso es lo que ha hecho posible la Unción y la Consagración del Espíritu Santo, la potencia de Amor de la Trinidad en mí, sacerdote. Eso es el sacerdocio. Por muchas celebraciones que se hagan, nunca se repite el sacrificio, siempre es el mismo, porque no se representa otra vez sino que se presencializa el mismo y único sacrificio ofrecido de una vez para siempre. Puede haber muchas intenciones sacerdotales en la concelebración, tantas como sacerdotes, pero el sacrificio siempre es único y el mismo.

Por lo tanto, la Eucaristía, por ser memorial «in mysterio» de la realidad Cristo, presencializa la misma y eterna pascua, la misma y eterna Alianza, la misma víctima, intenciones, deseos sacerdotales y sacrificiales, el único sacrificio de la cruz ya consumado y aceptado por el Padre porque lo resucitó sentándolo a su derecha y es ya para siempre el cordero degollado y glorioso ante el trono de Dios, pura intercesión por nosotros y con el cual conectamos en cada misa.

Es más, me atrevo a decir: si la vida de Cristo hombre nació en el seno de la Santísima Trinidad como proyecto salvador de los Tres a realizar por el Verbo: “Padre, sacrificios y ofrendas no quieres... aquí estoy para hacer tu voluntad...” (Hb 10,5) y se le dotó de un cuerpo humano: ... “pero me has dado un cuerpo” (Ibid.) nacido de María, esa voluntad ha sido ya consumada pascualmente mediante el paso definitivo al Padre, a los bienes escatológicos     --esjatón pascual-- y ya no hay más novedad posible en el mismo seno del Dios Trino y Uno (según su proyecto); y el mismo fuego de Espíritu Santo que lo sacó del seno trinitario, lo impulsó a encarnarse, lo manifestó como Hijo y lo llevó sudoroso y polvoriento por lo caminos de Palestina predicando la Buena Nueva de Salvación y Eternidad para todos los hombres hasta el testimonio martirial de su vida por ellos ardientemente he deseado comer esta pascua con vosotros..”, al ser aceptada y recibida ya esa entrega personal de Jesucristo en el mismo seno de la Trinidad, por el mismo Espíritu Santo de donde había nacido,  perdura ya eternamente como sacerdote y víctima ofrecida, aceptada y adorada ante el trono de Dios Trino y Uno, como afirma repetidamente la liturgia del Apocalipsis y presencializa la Eucaristía.

Así pues, todo el misterio de Cristo, desde que nace como proyecto en el seno del Padre y se encarna en el seno de María:

“La Palabra estaba junto a Dios.... la Palabra se hizo carne”(Jn l, l;14 ) con toda su vida encarnada, con sus ansias de amor y de entrega, “Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo...” (Lc22,15) desde la Encarnación hasta la Ascensión, especialmente pasión, muerte y resurrección, es lo que se hace presente, al hacer el sacerdote por el Espíritu Santo la memoria de Cristo como Él quiso «recordarse y ser recordado» por “la memoria” de su Iglesia, eternamente ante Dios y por la Eucaristía ante los hombres.

Al decir “haced esto en memoria mía” el Señor nos quiere indicar a cada participante: acordaos de mi vida entregada al Padre por vosotros desde mi encarnación hasta lo último que ahora hago presente, de mi amor loco y apasionado hasta el fin de mis fuerzas y de los tiempos... de mi voz y mis manos emocionadas... “Cuantas veces hagáis esto, acordaos de mí...”.

Y todo esto se hace presente en cada misa y Jesús “se recuerda” para la Santísima Trinidad, para Él y para nosotros, haciéndolo presente. Así es como Jesucristo, proyecto salvador de los hombres, sale del Padre por el Espíritu Santo y en la Eucaristía, vuelve a Él, como proyecto final escatológico logrado por el mismo Espíritu en el Hijo-hombre, y en ella y por ella participamos de la única e irreversible devolución del hombre y del mundo al Padre, que Él, el Hijo eterno y, al mismo tiempo, verdadero hombre, hizo de una vez para siempre.

Por eso, la Eucaristía es Cristo entero y completo, el evangelio entero y completo, la fe cristiana entera y completa. Nada del misterio de Cristo queda fuera de la Eucaristía. Ni siquiera el misterio de Dios Trino y Uno manifestado por el Padre enviando al Hijo, Canción de Amor liberador y salvador, cantada a los hombres por el Padre con amor de Espíritu Santo- Amor unión de la Trinidad.

Queridos amigos, estoy hablando de la Eucaristía, en la medida en que he podido captarla y expresarla yo mismo como teólogo creyente, no sólo desde la teología dogmática, sino desde la Teología Espiritual, es decir, desde la verdad completa en “Espíritu y Verdad”, en amor y vida de Espíritu Santo de la Verdad que es Cristo.

Desde la vida y el Espíritu de Cristo, que es vida y conocimiento desde el Amor de Espíritu Santo, sobre todo en la oración, podemos unirnos e identificarnos con Él sus sentimientos y vivir en nuestra vida y espíritu su misma vida y sentimientos por la Eucaristía celebrada y vivida desde la oración litúrgica hecha oración o unión de amor personal con Cristo.

 

Y desde este conocimiento vivo con los sentimientos de Cristo por la oración afectiva-unitiva personal de amor, yo descubro estos sentimientos de Cristo, que son infinitos, pero solo diré algunos que tengo expresado en este librito sobre la espiritualidad de la Eucaristía, desde la vivencia y el conocimiento de la Eucaristía por la oración personal, por la unión personal de amor con Cristo Eucaristía. Más  bien, son como pistas de lanzamiento para el diálogo o encuentro de amor eucarístico con Cristo sacerdote y víctima en la celebración de la santa misa:

Jesucristo, Eucaristía Perfecta de obediencia, adoración y alabanza al Padre, y Sacerdote Único del Altísimo; Tú lo has dado todo por nosotros, con amor extremo, hasta dar la vida y quedarte con nosotros siempre en el Sagrario. También nosotros queremos darlo todo por Ti, y ser siempre tuyos, porque para nosotros Tú lo eres todo, nosotros queremos que lo seas todo.

 

¡Jesucristo Eucaristía, nosotros creemos en Ti!

¡Jesucristo Eucaristía, nosotros confiamos en Ti!

¡Tú eres el Hijo de Dios! ¡El único Salvador del mundo!

 

Un primer sentimiento: Yo también quiero obedecer al Padre hasta la muerte, como Cristo en Getsemaní, cumpliendo la voluntad del Padre, que se hace presente en cada Eucaristía.

            Nuestro diálogo podría ir por esta línea: Cristo Eucaristía, también yo quiero obedecer al Padre, como Tú, aunque eso me lleve a la muerte de mi yo, quiero renunciar cada día a mi voluntad, a mis proyectos y preferencias, a mis deseos de poder, de seguridades, dinero, placer... Tengo que morir más a mí mismo, a mi yo, que me lleva al egoísmo, a mi amor propio, a mis planes, quiero tener más presente siempre el proyecto de Dios sobre mi vida y esto lleva consigo morir a mis gustos, ambiciones, sacrificando todo por Él, obedeciendo hasta la muerte como Tú lo hiciste, para que el Padre disponga de mi vida, según su voluntad.

            Señor, esta obediencia te hizo pasar por la pasión y la muerte para llegar a la resurrección. También  yo quiero estar dispuesto a poner la cruz en mi cuerpo, en mis sentidos y hacer actual en mi vida tu pasión y muerte para pasar a la vida nueva, de hijo de Dios; pero Tú sabes que yo solo no puedo, lo intento cada día y vuelvo a caer; hoy lo intentaré de nuevo y me entrego  a Ti; Señor, ayúdame, lo  espero confiadamente de Ti, para eso he venido, yo no sé adorar con todo mi ser, me cuesta poner de rodillas mi vida ante ti, y mira que lo pretendo, pero vuelvo a adorarme, yo quiero adorarte sólo a ti, porque tú eres Dios, yo soy pura criatura, pero yo no puedo si Tú no me enseñas y me das fuerzas... por eso he vuelto esta noche para estar contigo y que me ayudes. Y aquí, en la presencia del Señor, uno analiza su vida, sus fallos, sus aciertos, cómo va la vivencia de la Eucaristía, como misa, comunión, presencia, qué ratos pasa junto al Sagrario...Y pide y llora y reza y le cuenta sus penas y alegrías y las de los suyos y de su parroquia y la catequesis... etc.

 

Un segundo sentimiento: Señor, quiero hacerme ofrenda contigo al Padre. Lo expresa así el Vaticano II: «Los fieles... participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida de la Iglesia, ofrecen la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella» (LG 5).

            La presencia eucarística es la prolongación de esa ofrenda, de la misa. El diálogo podía escoger esta vereda: Señor, quiero hacer de mi vida una ofrenda agradable al Padre, quiero vivir sólo para agradarle, darle gloria, quiero ser alabanza de  gloria de la Santísima Trinidad, in laudem gloriae Ejus (nombre de religión de Sor Isabel de la Santísima Trinidad).

            Quiero hacerme contigo una ofrenda: mira, en el ofertorio del pan y del vino me ofreceré, ofreceré mi cuerpo y mi alma como materia del sacrificio contigo, luego en la consagración quedaré  consagrado, ya no me pertenezco, ya soy una cosa contigo, seré sacerdote y víctima de mi ofrenda, y cuando salga a la calle, como ya no me pertenezco sino que he quedado consagrado contigo quiero vivir sólo contigo para los intereses del Padre, con tu mismo amor, con tu mismo fuego, con tu mismo Espíritu, que he comulgado en la Eucaristía: como dice san Pablo: “ es Cristo quien vive en mí...”             Quiero prestarte mi humanidad, mi cuerpo, mi espíritu, mi persona entera, quiero ser como una humanidad supletoria tuya. Tú destrozaste tu humanidad por cumplir la voluntad del Padre, aquí tienes ahora la mía... trátame con cuidado, Señor, que soy muy débil, tú lo sabes, me echo enseguida para atrás, me da horror sufrir, ser humillado, ocupar el segundo puesto, soportar la envidia, las críticas injustas... “Estoy crucificado con Cristo, vivo yo pero no soy yo...”.                                                                          

            Tu humanidad ya no es temporal; pero conservas totalmente el fuego del amor al Padre y a los hombres y tienes los mismos deseos y sentimientos, pero ya no tienes un cuerpo capaz de sufrir, aquí tienes el mío, pero ya sabes que soy débil,  necesito una y otra vez tu presencia, tu amor, tu Eucaristía, que me enseñe, me fortalezca, por eso estoy aquí, por eso he venido a orar ante su presencia, y vendré muchas veces, enséñame y ayúdame a adorar como Tú al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida.

            Quisiera, Señor, rezarte con el salmista: “Por ti he aguantado afrentas y la vergüenza cubrió mi rostro. He venido a ser extraño para mis hermanos, y extranjero para los hijos de mi madre. Porque me consume el celo de tu casa; los denuestos de los que te vituperan caen sobre mí. Cuando lloro y ayuno, toman pretexto contra mí... Pero mi oración se dirige a ti.... Que me escuche tu gran bondad, que tu fidelidad me ayude... Miradlo los humildes y alegraos; buscad al Señor y vivirá vuestro corazón. Porque el Señor escucha a sus pobres” (Sal 69).

 

Otro  sentimiento: “Acordaos de mi”: Quiero acordarme. Otro ísentimiento que no puede faltar al adorarlo en su presencia eucarística está motivado por las palabras de Cristo: “Cuando hagáis esto, acordaos de mí...” Señor, de cuántas cosas me tenía que acordar ahora, que estoy ante tu presencia eucarística, me quiero acordar de toda tu vida, de tu Encarnación hasta  tu Ascensión, de toda tu Palabra, de todo el evangelio, pero quiero acordarme especialmente de tu amor por mí, de tu cariño a todos, de tu entrega. Señor, yo no quiero olvidarte nunca, y menos de aquellos momentos en que te entregaste por mí, por todos... cuánto me amas, cuánto nos deseas, nos regalas...“Éste es mi cuerpo, Ésta mi sangre derramada por vosotros...”

            Con qué fervor quiero celebrar la Eucaristía, comulgar con tus sentimientos, imitarlos y vivirlos ahora por la oración ante tu presencia; Señor, por qué me amas tanto, por qué te rebajas tanto, por qué me buscas tanto, por qué el Padre me ama hasta ese extremo de preferirme y traicionar a su propio Hijo, por qué te entregas hasta el extremo de tus fuerzas, de tu vida, por qué una muerte tan dolorosa... cómo me amas... cuánto me quieres; es que yo valgo mucho para Ti, Cristo, yo valgo mucho para el Padre: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo...”, ellos me valoran más que todos los hombres, valgo infinito, Padre Dios, cómo me amas así, pero qué buscas en mí, pero qué puedo darte yo que tu no tengas... te amo, te amo, te amo... Si esto es lo que buscas y te hace falta, no lo comprendo: tu amor me basta.

            Cristo mío, confidente y amigo, Tú tan emocionado, tan delicado, tan entregado;  yo, tan rutinario, tan limitado, siempre  tan egoísta, soy pura criatura, y Tú eres Dios, no comprendo cómo puedes quererme tanto y tener tanto interés por mí, siendo Tú el Todo y  yo la nada. Si es mi  amor y cariño, lo que te falta y me pides, yo quiero dártelo todo, qué honor para una simple criatura que el Dios infinito busque su amor. Señor, tómalo, quiero ser tuyo, totalmente tuyo, te quiero.

           

En el “acordaos de mí”..., entra el amor de Cristo a los hermanos. Debe entrar también el amor a los hermanos, -no olvidar jamás en la vida que el amor a Dios siempre pasa por el amor a los hermanos-, porque así lo dijo, lo quiso y lo hizo Jesús: en cada Eucaristía Cristo me enseña y me invita a amar hasta el extremo a Dios y a los hijos de Dios, que son todos los hombres.

            Sí, Cristo, quiero acordarme  ahora de tus sentimientos, de tu entrega total sin reservas, sin límites al Padre y a los hombres, quiero acordarme de tu emoción en darte en comida y bebida; estoy tan lejos de este amor, cómo necesito que me enseñes, que me ayudes, que me perdones, sí, quiero amarte, necesito amar a los hermanos, sin límites, sin muros ni separaciones de ningún tipo, como pan que se reparte, que se da para ser comido por todos.

            “Acordaos de mí…”: Contemplándote ahora en el pan consagrado me acuerdo de Ti y de lo que hiciste por mí y por todos y puedo decir: he ahí a mi Cristo amando hasta el extremo, redimiendo, perdonando a todos, entregándose por salvar al hermano. Tengo que amar también yo así, arrodillándome, lavando los pies de mis hermanos, dándome en comida de amor como Tú, pisando luego tus mismas huellas hasta la muerte en cruz...

            Señor, no puedo sentarme a tu mesa, adorarte, si no hay en mí esos sentimientos de acogida, de amor, de perdón a los hermanos, a todos los hombres. Si no lo practico, no será porque no lo sepa, ya que me acuerdo de Ti y de tu entrega en cada Eucaristía, en cada sagrario, en cada comunión; desde el seminario, comprendí que el amor a Ti pasa por el amor a los hermanos y cuánto me ha costado toda la vida.

            Cuánto me exiges, qué duro a veces perdonar, olvidar las ofensas, las palabras envidiosas, las mentiras, la malicia de los otros, pero dándome Tú tan buen ejemplo, quiero acordarme de Ti, ayúdame, que yo no puedo, yo soy pobre de amor e indigente de tu gracia, necesitado siempre de tu amor.

            Cómo me cuesta olvidar las ofensas, reaccionar amando ante las envidias, las críticas injustas, ver que te excluyen y Tú... siempre olvidar y perdonar,  olvidar y amar, yo solo no puedo, Señor, porque sé muy bien por tu Eucaristía y comunión, que no puede  haber jamás entre los miembros de tu cuerpo, separaciones, olvidos, rencores, pero me cuesta reaccionar, como Tú, amando, perdonando, olvidando...“Esto no es comer la cena del Señor...”, por eso  estoy aquí,  comulgando contigo, porque Tú has dicho: “el que me coma vivirá por mí” y yo quiero vivir como Tú, quiero vivir tu misma vida, tus mismos sentimientos y entrega.

            “Acordaos de mí...”.El Espíritu Santo, invocado en la epíclesis de la santa Eucaristía, es el que realiza la presencia sacramental de Cristo en el pan consagrado, como una continuación de la Encarnación del Verbo en el seno de María. Toda la vida de la Iglesia, todos los sacramentos se realizan por la potencia del Espíritu Santo. 

            Y ese mismo Espíritu, Memoria de la Iglesia, cuando estamos en la presencia del Pan que ha consagrado y sabe que el Padre soñó para morada y amistad con los hombres, como tienda de su presencia, de la santa y una Trinidad, ese mismo Espíritu que es la Vida y Amor de mi Dios Trino y Uno, cuando decidieron en consejo trinitario esta presencia tan total y real de la Eucaristía, es el mismo que nos lo recuerda ahora y abre nuestro entendimiento y, sobre todo, nuestro corazón, para que comprendamos las Escrituras y comprendamos a un Dios Padre, que nos soñó y nos creó para una eternidad de gozo con Él, a un Hijo que vino en nuestra búsqueda y nos salvó y nos abrió las puertas del cielo, al Espíritu de amor que les une y nos une con Él en su mismo Fuego y Potencia de Amor Personal con que lo ideó y lo llevó y sigue llevando a efecto en un hombre divino, Jesús de Nazaret: “Tanto amó Dios al mundo que entregó  a su propio Hijo”.

            ¡Jesús, qué grande eres, qué tesoros encierras dentro de la Hostia santa, cómo te quiero! Ahora comprendo un poco por qué dijiste, después de realizar el misterio eucarístico: “Acordaos de mí...”, me acuerdo, me acuerdo de ti, te adoro y te amo aquí presente.

            ¡Cristo bendito! no sé cómo puede uno correr en la celebración de la Eucaristía o aburrirse en la Adoración Eucarística cuando hay tanto que recordar y pensar y vivir y amar y quemarse y adorar y descubrir y vivir tantas y tantas cosas, tantos y tantos misterios y misterios... galerías y galerías de minas y cavernas de la infinita esencia de Dios, como dice san Juan de la Cruz: “Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el Amado, cesó todo y dejéme  dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado”.

            ¡Jesucristo Eucaristía! ¡Cuánto te deseo, cómo te busco, con que hambre de ti camino por la vida, qué nostalgia de mi Dios todo el día!

            ¡Jesucristo Eucaristía, quiero verte, para tener la luz del camino, de la verdad y la vida! ¡Quiero comulgarte, para tener tu misma vida, tus mismos sentimientos, tu mismo amor! Y en tu entrega eucarística, quiero hacerme contigo sacerdote y víctima agradable al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida.

            Quiero entrar así en el misterio de mi Dios Trino y Uno, por la potencia de amor del Espíritu Santo.

CUARTA MEDITACIÓN

 APÉNDICES

(Estos son unos apéndices que los transcribo tal cual salieron del Vaticano).

APÉNDICE  Nº 1

 BENEDICTO XVI: AÑO SACERDOTAL 19 JUNIO 2009- JUNIO 2010

Publicamos la carta que ha enviado Benedicto XVI a los sacerdotes al comenzar el Año Sacerdotal, que ha proclamado con motivo del 150 aniversario de la muerte (el dies natalis) de san Juan María Vianney, conocido como el cura de Ars.

            Queridos hermanos en el Sacerdocio:

      He resuelto convocar oficialmente un "Año Sacerdotal" con ocasión del 150 aniversario del "dies natalis" de Juan María Vianney, el Santo Patrón de todos los párrocos del mundo, que comenzará el viernes 19 de junio de 2009, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús -jornada tradicionalmente dedicada a la oración por la santificación del clero-.

1 Este año desea contribuir a promover el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo, y se concluirá en la misma solemnidad de 2010.

      "El Sacerdocio es el amor del Corazón de Jesús", repetía con frecuencia el Santo Cura de Ars.

2 Esta conmovedora expresión nos da pie para reconocer con devoción y admiración el inmenso don que suponen los sacerdotes, no sólo para la Iglesia, sino también para la humanidad misma. Tengo presente a todos los presbíteros que con humildad repiten cada día las palabras y los gestos de Cristo a los fieles cristianos y al mundo entero, identificándose con sus pensamientos, deseos y sentimientos, así como con su estilo de vida. ¿Cómo no destacar sus esfuerzos apostólicos, su servicio infatigable y oculto, su caridad que no excluye a nadie? Y ¿qué decir de la fidelidad entusiasta de tantos sacerdotes que, a pesar de las dificultades e incomprensiones, perseveran en su vocación de "amigos de Cristo", llamados personalmente, elegidos y enviados por Él?

      Todavía conservo en el corazón el recuerdo del primer párroco con el que comencé mi ministerio como joven sacerdote: fue para mí un ejemplo de entrega sin reservas al propio ministerio pastoral, llegando a morir cuando llevaba el viático a un enfermo grave. También repaso los innumerables hermanos que he conocido a lo largo de mi vida y últimamente en mis viajes pastorales a diversas naciones, comprometidos generosamente en el ejercicio cotidiano de su ministerio sacerdotal.

      Pero la expresión utilizada por el Santo Cura de Ars evoca también la herida abierta en el Corazón de Cristo y la corona de espinas que lo circunda. Y así, pienso en las numerosas situaciones de sufrimiento que aquejan a muchos sacerdotes, porque participan de la experiencia humana del dolor en sus múltiples manifestaciones o por las incomprensiones de los destinatarios mismos de su ministerio: ¿Cómo no recordar tantos sacerdotes ofendidos en su dignidad, obstaculizados en su misión, a veces incluso perseguidos hasta ofrecer el supremo testimonio de la sangre?

      Sin embargo, también hay situaciones, nunca bastante deploradas, en las que la Iglesia misma sufre por la infidelidad de algunos de sus ministros. En estos casos, es el mundo el que sufre el escándalo y el abandono. Ante estas situaciones, lo más conveniente para la Iglesia no es tanto resaltar escrupulosamente las debilidades de sus ministros, cuanto renovar el reconocimiento gozoso de la grandeza del don de Dios, plasmado en espléndidas figuras de Pastores generosos, religiosos llenos de amor a Dios y a las almas, directores espirituales clarividentes y pacientes. En este sentido, la enseñanza y el ejemplo de san Juan María Vianney pueden ofrecer un punto de referencia significativo. El Cura de Ars era muy humilde, pero consciente de ser, como sacerdote, un inmenso don para su gente: "Un buen pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina".

 

3 Hablaba del sacerdocio como si no fuera posible llegar a percibir toda la grandeza del don y de la tarea confiados a una criatura humana: "¡Oh, qué grande es el sacerdote! Si se diese cuenta, moriría... Dios le obedece: pronuncia dos palabras y Nuestro Señor baja del cielo al oír su voz y se encierra en una pequeña hostia...".

 

4 Explicando a sus fieles la importancia de los sacramentos decía: "Si desapareciese el sacramento del Orden, no tendríamos al Señor. ¿Quién lo ha puesto en el sagrario? El sacerdote. ¿Quién ha recibido vuestra alma apenas nacidos? El sacerdote. ¿Quién la nutre para que pueda terminar su peregrinación? El sacerdote. ¿Quién la preparará para comparecer ante Dios, lavándola por última vez en la sangre de Jesucristo? El sacerdote, siempre el sacerdote. Y si esta alma llegase a morir [a causa del pecado], ¿quién la resucitará y le dará el descanso y la paz? También el sacerdote... ¡Después de Dios, el sacerdote lo es todo!... Él mismo sólo lo entenderá en el cielo".

 

5 Estas afirmaciones, nacidas del corazón sacerdotal del santo párroco, pueden parecer exageradas. Sin embargo, revelan la altísima consideración en que tenía el sacramento del sacerdocio. Parecía sobrecogido por un inmenso sentido de la responsabilidad: "Si comprendiéramos bien lo que representa un sacerdote sobre la tierra, moriríamos: no de pavor, sino de amor... Sin el sacerdote, la muerte y la pasión de Nuestro Señor no servirían de nada. El sacerdote continúa la obra de la redención sobre la tierra... ¿De qué nos serviría una casa llena de oro si no hubiera nadie que nos abriera la puerta? El sacerdote tiene la llave de los tesoros del cielo: él es quien abre la puerta; es el administrador del buen Dios; el administrador de sus bienes... Dejad una parroquia veinte años sin sacerdote y adorarán a las bestias... El sacerdote no es sacerdote para sí mismo, sino para vosotros".

6  Llegó a Ars, una pequeña aldea de 230 habitantes, advertido por el Obispo sobre la precaria situación religiosa: "No hay mucho amor de Dios en esa parroquia; usted lo pondrá". Bien sabía él que tendría que encarnar la presencia de Cristo dando testimonio de la ternura de la salvación: "Dios mío, concédeme la conversión de mi parroquia; acepto sufrir todo lo que quieras durante toda mi vida". Con esta oración comenzó su misión.

7 El Santo Cura de Ars se dedicó a la conversión de su parroquia con todas sus fuerzas, insistiendo por encima de todo en la formación cristiana del pueblo que le había sido confiado.

      Queridos hermanos en el Sacerdocio, pidamos al Señor Jesús la gracia de aprender también nosotros el método pastoral de san Juan María Vianney. En primer lugar, su total identificación con el propio ministerio. En Jesús, Persona y Misión tienden a coincidir: toda su obra salvífica era y es expresión de su "Yo filial", que está ante el Padre, desde toda la eternidad, en actitud de amorosa sumisión a su voluntad. De modo análogo y con toda humildad, también el sacerdote debe aspirar a esta identificación. Aunque no se puede olvidar que la eficacia sustancial del ministerio no depende de la santidad del ministro, tampoco se puede dejar de lado la extraordinaria fecundidad que se deriva de la confluencia de la santidad objetiva del ministerio con la subjetiva del ministro. El Cura de Ars emprendió en seguida esta humilde y paciente tarea de armonizar su vida como ministro con la santidad del ministerio confiado, "viviendo" incluso materialmente en su Iglesia parroquial: "En cuanto llegó, consideró la Iglesia como su casa... Entraba en la Iglesia antes de la aurora y no salía hasta después del Angelus de la tarde. Si alguno tenía necesidad de él, allí lo podía encontrar", se lee en su primera biografía.

 

8  La devota exageración del piadoso hagiógrafo no nos debe hacer perder de vista que el Santo Cura de Ars también supo "hacerse presente" en todo el territorio de su parroquia: visitaba sistemáticamente a los enfermos y a las familias; organizaba misiones populares y fiestas patronales; recogía y administraba dinero para sus obras de caridad y para las misiones; adornaba la iglesia y la dotaba de paramentos sacerdotales; se ocupaba de las niñas huérfanas de la "Providence" (un Instituto que fundó) y de sus formadoras; se interesaba por la educación de los niños; fundaba hermandades y llamaba a los laicos a colaborar con él.

      Su ejemplo me lleva a poner de relieve los ámbitos de colaboración en los que se debe dar cada vez más cabida a los laicos, con los que los presbíteros forman un único pueblo sacerdotal y entre los cuales, en virtud del sacerdocio ministerial, están puestos "para llevar a todos a la unidad del amor: ‘amándose mutuamente con amor fraterno, rivalizando en la estima mutua' (Rm 12, 10)".

 

10 En este contexto, hay que tener en cuenta la encarecida recomendación del Concilio Vaticano II a los presbíteros de "reconocer sinceramente y promover la dignidad de los laicos y la función que tienen como propia en la misión de la Iglesia... Deben escuchar de buena gana a los laicos, teniendo fraternalmente en cuenta sus deseos y reconociendo su experiencia y competencia en los diversos campos de la actividad humana, para poder junto con ellos reconocer los signos de los tiempos".11

11 El Santo Cura de Ars enseñaba a sus parroquianos sobre todo con el testimonio de su vida. De su ejemplo aprendían los fieles a orar, acudiendo con gusto al sagrario para hacer una visita a Jesús Eucaristía.

 

12 "No hay necesidad de hablar mucho para orar bien", les enseñaba el Cura de Ars. "Sabemos que Jesús está allí, en el sagrario: abrámosle nuestro corazón, alegrémonos de su presencia. Ésta es la mejor oración".

 

13 Y les persuadía: "Venid a comulgar, hijos míos, venid donde Jesús. Venid a vivir de Él para poder vivir con Él...".

14 "Es verdad que no sois dignos, pero lo necesitáis".

15 Dicha educación de los fieles en la presencia eucarística y en la comunión era particularmente eficaz cuando lo veían celebrar el Santo Sacrificio de la Misa. Los que asistían decían que "no se podía encontrar una figura que expresase mejor la adoración... Contemplaba la hostia con amor".

16 Les decía: "Todas las buenas obras juntas no son comparables al Sacrificio de la Misa, porque son obras de hombres, mientras la Santa Misa es obra de Dios".

 

17 Estaba convencido de que todo el fervor en la vida de un sacerdote dependía de la Misa: "La causa de la relajación del sacerdote es que descuida la Misa. Dios mío, ¡qué pena el sacerdote que celebra como si estuviese haciendo algo ordinario!".

18 Siempre que celebraba, tenía la costumbre de ofrecer también la propia vida como sacrificio: "¡Cómo aprovecha a un sacerdote ofrecerse a Dios en sacrificio todas las mañanas!".

19  Esta identificación personal con el Sacrificio de la Cruz lo llevaba -con una sola moción interior- del altar al confesionario. Los sacerdotes no deberían resignarse nunca a ver vacíos sus confesionarios ni limitarse a constatar la indiferencia de los fieles hacia este sacramento. En Francia, en tiempos del Santo Cura de Ars, la confesión no era ni más fácil ni más frecuente que en nuestros días, pues el vendaval revolucionario había arrasado desde hacía tiempo la práctica religiosa. Pero él intentó por todos los medios, en la predicación y con consejos persuasivos, que sus parroquianos redescubriesen el significado y la belleza de la Penitencia sacramental, mostrándola como una íntima exigencia de la presencia eucarística. Supo iniciar así un "círculo virtuoso". Con su prolongado estar ante el sagrario en la Iglesia, consiguió que los fieles comenzasen a imitarlo, yendo a visitar a Jesús, seguros de que allí encontrarían también a su párroco, disponible para escucharlos y perdonarlos. Al final, una muchedumbre cada vez mayor de penitentes, provenientes de toda Francia, lo retenía en el confesionario hasta 16 horas al día. Se comentaba que Ars se había convertido en "el gran hospital de las almas".

20 Su primer biógrafo afirma: "La gracia que conseguía [para que los pecadores se convirtiesen] era tan abundante que salía en su búsqueda sin dejarles un momento de tregua".

 

21 En este mismo sentido, el Santo Cura de Ars decía: "No es el pecador el que vuelve a Dios para pedirle perdón, sino Dios mismo quien va tras el pecador y lo hace volver a Él".

22 "Este buen Salvador está tan lleno de amor que nos busca por todas partes".

23  Todos los sacerdotes hemos de considerar como dirigidas personalmente a nosotros aquellas palabras que él ponía en boca de Jesús: "Encargaré a mis ministros que anuncien a los pecadores que estoy siempre dispuesto a recibirlos, que mi misericordia es infinita".

24 Los sacerdotes podemos aprender del Santo Cura de Ars no sólo una confianza infinita en el sacramento de la Penitencia, que nos impulse a ponerlo en el centro de nuestras preocupaciones pastorales, sino también el método del "diálogo de salvación" que en él se debe entablar. El Cura de Ars se comportaba de manera diferente con cada penitente. Quien se acercaba a su confesionario con una necesidad profunda y humilde del perdón de Dios, encontraba en él palabras de ánimo para sumergirse en el "torrente de la divina misericordia" que arrastra todo con su fuerza. Y si alguno estaba afligido por su debilidad e inconstancia, con miedo a futuras recaídas, el Cura de Ars le revelaba el secreto de Dios con una expresión de una belleza conmovedora: "El buen Dios lo sabe todo. Antes incluso de que se lo confeséis, sabe ya que pecaréis nuevamente y sin embargo os perdona. ¡Qué grande es el amor de nuestro Dios que le lleva incluso a olvidar voluntariamente el futuro, con tal de perdonarnos!".

25 Aquien, en cambio, se acusaba de manera fría y casi indolente, le mostraba, con sus propias lágrimas, la evidencia seria y dolorosa de lo "abominable" de su actitud: "Lloro porque vosotros no lloráis",

 

26 decía. "Si el Señor no fuese tan bueno... pero lo es. Hay que ser un bárbaro para comportarse de esta manera ante un Padre tan bueno".

27 Provocaba el arrepentimiento en el corazón de los tibios, obligándoles a ver con sus propios ojos el sufrimiento de Dios por los pecados como "encarnado" en el rostro del sacerdote que los confesaba. Si alguno manifestaba deseos y actitudes de una vida espiritual más profunda, le mostraba abiertamente las profundidades del amor, explicándole la inefable belleza de vivir unidos a Dios y estar en su presencia: "Todo bajo los ojos de Dios, todo con Dios, todo para agradar a Dios... ¡Qué maravilla!".

28 Y les enseñaba a orar: "Dios mío, concédeme la gracia de amarte tanto cuanto yo sea capaz".

29 El Cura de Ars consiguió en su tiempo cambiar el corazón y la vida de muchas personas, porque fue capaz de hacerles sentir el amor misericordioso del Señor. Urge también en nuestro tiempo un anuncio y un testimonio similar de la verdad del Amor: Deus caritas est (1 Jn 4, 8). Con la Palabra y con los Sacramentos de su Jesús, Juan María Vianney edificaba a su pueblo, aunque a veces se agitaba interiormente porque no se sentía a la altura, hasta el punto de pensar muchas veces en abandonar las responsabilidades del ministerio parroquial para el que se sentía indigno.

            Sin embargo, con un sentido de la obediencia ejemplar, permaneció siempre en su puesto, porque lo consumía el celo apostólico por la salvación de las almas. Se entregaba totalmente a su propia vocación y misión con una ascesis severa: "La mayor desgracia para nosotros los párrocos -deploraba el Santo- es que el alma se endurezca"; con esto se refería al peligro de que el pastor se acostumbre al estado de pecado o indiferencia en que viven muchas de sus ovejas.

 

30 Dominaba su cuerpo con vigilias y ayunos para evitar que opusiera resistencia a su alma sacerdotal. Y se mortificaba voluntariamente en favor de las almas que le habían sido confiadas y para unirse a la expiación de tantos pecados oídos en confesión. A un hermano sacerdote, le explicaba: "Le diré cuál es mi receta: doy a los pecadores una penitencia pequeña y el resto lo hago yo por ellos".

31 Más allá de las penitencias concretas que el Cura de Ars hacía, el núcleo de su enseñanza sigue siendo en cualquier caso válido para todos: las almas cuestan la sangre de Cristo y el sacerdote no puede dedicarse a su salvación sin participar personalmente en el "alto precio" de la redención.

      En la actualidad, como en los tiempos difíciles del Cura de Ars, es preciso que los sacerdotes, con su vida y obras, se distingan por un vigoroso testimonio evangélico. Pablo VI ha observado oportunamente: "El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escucha a los que enseñan, es porque dan testimonio".

32 Para que no nos quedemos existencialmente vacíos, comprometiendo con ello la eficacia de nuestro ministerio, debemos preguntarnos constantemente: "¿Estamos realmente impregnados por la palabra de Dios? ¿Es ella en verdad el alimento del que vivimos, más que lo que pueda ser el pan y las cosas de este mundo? ¿La conocemos verdaderamente? ¿La amamos? ¿Nos ocupamos interiormente de esta palabra hasta el punto de que realmente deja una impronta en nuestra vida y forma nuestro pensamiento?".

33 Así como Jesús llamó a los Doce para que estuvieran con Él (cf. Mc 3, 14), y sólo después los mandó a predicar, también en nuestros días los sacerdotes están llamados a asimilar el "nuevo estilo de vida" que el Señor Jesús inauguró y que los Apóstoles hicieron suyo.

 

34. La identificación sin reservas con este "nuevo estilo de vida" caracterizó la dedicación al ministerio del Cura de Ars. El Papa Juan XXIII en la Carta encíclica Sacerdotii nostri primordia, publicada en 1959, en el primer centenario de la muerte de san Juan María Vianney, presentaba su fisonomía ascética refiriéndose particularmente a los tres consejos evangélicos, considerados como necesarios también para los presbíteros: "Y, si para alcanzar esta santidad de vida, no se impone al sacerdote, en virtud del estado clerical, la práctica de los consejos evangélicos, ciertamente que a él, y a todos los discípulos del Señor, se le presenta como el camino real de la santificación cristiana".

35 El Cura de Ars supo vivir los "consejos evangélicos" de acuerdo a su condición de presbítero. En efecto, su pobreza no fue la de un religioso o un monje, sino la que se pide a un sacerdote: a pesar de manejar mucho dinero (ya que los peregrinos más pudientes se interesaban por sus obras de caridad), era consciente de que todo era para su iglesia, sus pobres, sus huérfanos, sus niñas de la "Providence",

36 sus familias más necesitadas. Por eso "era rico para dar a los otros y era muy pobre para sí mismo".

37 Y explicaba: "Mi secreto es simple: dar todo y no conservar nada".

38 Cuando se encontraba con las manos vacías, decía contento a los pobres que le pedían: "Hoy soy pobre como vosotros, soy uno de vosotros".

39 Así, al final de su vida, pudo decir con absoluta serenidad: "No tengo nada... Ahora el buen Dios me puede llamar cuando quiera".

40 También su castidad era la que se pide a un sacerdote para su ministerio. Se puede decir que era la castidad que conviene a quien debe tocar habitualmente con sus manos la Eucaristía y contemplarla con todo su corazón arrebatado y con el mismo entusiasmo la distribuye a sus fieles. Decían de él que "la castidad brillaba en su mirada", y los fieles se daban cuenta cuando clavaba la mirada en el sagrario con los ojos de un enamorado.

41 También la obediencia de san Juan María Vianney quedó plasmada totalmente en la entrega abnegada a las exigencias cotidianas de su ministerio. Se sabe cuánto le atormentaba no sentirse idóneo para el ministerio parroquial y su deseo de retirarse "a llorar su pobre vida, en soledad".

42 Sólo la obediencia y la pasión por las almas conseguían convencerlo para seguir en su puesto. A los fieles y a sí mismo explicaba: "No hay dos maneras buenas de servir a Dios. Hay una sola: servirlo como Él quiere ser servido".

43 Consideraba que la regla de oro para una vida obediente era: "Hacer sólo aquello que puede ser ofrecido al buen Dios".

44 En el contexto de la espiritualidad apoyada en la práctica de los consejos evangélicos, me complace invitar particularmente a los sacerdotes, en este Año dedicado a ellos, a percibir la nueva primavera que el Espíritu está suscitando en nuestros días en la Iglesia, a la que los Movimientos eclesiales y las nuevas Comunidades han contribuido positivamente. "El Espíritu es multiforme en sus dones... Él sopla donde quiere. Lo hace de modo inesperado, en lugares inesperados y en formas nunca antes imaginadas... Él quiere vuestra multiformidad y os quiere para el único Cuerpo".

45 Aeste propósito vale la indicación del Decreto Presbyterorum ordinis: "Examinando los espíritus para ver si son de Dios, [los presbíteros] han de descubrir mediante el sentido de la fe los múltiples carismas de los laicos, tanto los humildes como los más altos, reconocerlos con alegría y fomentarlos con empeño".

46 Dichos dones, que llevan a muchos a una vida espiritual más elevada, pueden hacer bien no sólo a los fieles laicos sino también a los ministros mismos. La comunión entre ministros ordenados y carismas "puede impulsar un renovado compromiso de la Iglesia en el anuncio y en el testimonio del Evangelio de la esperanza y de la caridad en todos los rincones del mundo".

47 Quisiera añadir además, en línea con la Exhortación apostólica Pastores dabo vobis del Papa Juan Pablo II, que el ministerio ordenado tiene una radical "forma comunitaria" y sólo puede ser desempeñado en la comunión de los presbíteros con su Obispo.

48 Es necesario que esta comunión entre los sacerdotes y con el propio Obispo, basada en el sacramento del Orden y manifestada en la concelebración eucarística, se traduzca en diversas formas concretas de fraternidad sacerdotal efectiva y afectiva.

49 Sólo así los sacerdotes sabrán vivir en plenitud el don del celibato y serán capaces de hacer florecer comunidades cristianas en las cuales se repitan los prodigios de la primera predicación del Evangelio.

      El Año Paulino que está por concluir orienta nuestro pensamiento también hacia el Apóstol de los gentiles, en quien podemos ver un espléndido modelo sacerdotal, totalmente "entregado" a su ministerio. "Nos apremia el amor de Cristo -escribía-, al considerar que, si uno murió por todos, todos murieron" (2 Cor 5, 14). Y añadía: "Cristo murió por todos, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos" (2 Cor 5, 15). ¿Qué mejor programa se podría proponer a un sacerdote que quiera avanzar en el camino de la perfección cristiana?

      Queridos sacerdotes, la celebración del 150 aniversario de la muerte de San Juan María Vianney (1859) viene inmediatamente después de las celebraciones apenas concluidas del 150 aniversario de las apariciones de Lourdes (1858). Ya en 1959, el Beato Papa Juan XXIII había hecho notar: "Poco antes de que el Cura de Ars terminase su carrera tan llena de méritos, la Virgen Inmaculada se había aparecido en otra región de Francia a una joven humilde y pura, para comunicarle un mensaje de oración y de penitencia, cuya inmensa resonancia espiritual es bien conocida desde hace un siglo. En realidad, la vida de este sacerdote cuya memoria celebramos, era anticipadamente una viva ilustración de las grandes verdades sobrenaturales enseñadas a la vidente de Massabielle. Él mismo sentía una devoción vivísima hacia la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen; él, que ya en 1836 había consagrado su parroquia a María concebida sin pecado, y que con tanta fe y alegría había de acoger la definición dogmática de 1854".

50 El Santo Cura de Ars recordaba siempre a sus fieles que "Jesucristo, cuando nos dio todo lo que nos podía dar, quiso hacernos herederos de lo más precioso que tenía, es decir de su Santa Madre".

51 Confío este Año Sacerdotal a la Santísima Virgen María, pidiéndole que suscite en cada presbítero un generoso y renovado impulso de los ideales de total donación a Cristo y a la Iglesia que inspiraron el pensamiento y la tarea del Santo Cura de Ars. Con su ferviente vida de oración y su apasionado amor a Jesús crucificado, Juan María Vianney alimentó su entrega cotidiana sin reservas a Dios y a la Iglesia. Que su ejemplo fomente en los sacerdotes el testimonio de unidad con el Obispo, entre ellos y con los laicos, tan necesario hoy como siempre. A pesar del mal que hay en el mundo, conservan siempre su actualidad las palabras de Cristo a sus discípulos en el Cenáculo: "En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo" (Jn 16, 33). La fe en el Maestro divino nos da la fuerza para mirar con confianza el futuro. Queridos sacerdotes, Cristo cuenta con vosotros. A ejemplo del Santo Cura de Ars, dejaos conquistar por Él y seréis también vosotros, en el mundo de hoy, mensajeros de esperanza, reconciliación y paz. Con mi bendición. Vaticano, 16 de junio de 2009.

BENEDICTUS PP. XVI

APÉNDICE  Nº  2

CATEQUESIS DEL PAPA BENEDICTO XVI

 

Ofrecemos a continuación la catequesis pronunciada por el Papa durante la audiencia general de los miércoles, con los peregrinos congregados en la Plaza de San Pedro.

            Queridos hermanos y hermanas:

            Con la celebración de las Primeras Vísperas de la solemnidad de los santos apóstoles Pedro y Pablo en la Basílica de San Pablo Extramuros se ha cerrado, como sabéis, el 28 de junio, el Año Paulino, en recuerdo del segundo milenio del nacimiento del Apóstol de los Gentiles. Damos gracias al Señor por los frutos espirituales que esta importante iniciativa ha aportado a tantas comunidades cristianas.

            Como preciosa herencia del Año Paulino, podemos recoger la invitación del Apóstol a profundizar en el conocimiento del misterio de Cristo, para que sea Él el corazón y el centro de nuestra existencia personal y comunitaria. Ésta es, de hecho, la condición indispensable para una verdadera renovación espiritual y eclesial. Como subrayé ya durante la primera Celebración eucarística en la Capilla Sixtina tras mi elección como sucesor del Apóstol San Pedro, es precisamente de la plena comunión con Cristo de donde “brotan todos los demás elementos de la vida de la Iglesia, en primer lugar la comunión entre todos los fieles, el empeño de anunciar y dar testimonio del Evangelio, el ardor de la caridad hacia todos, especialmente hacia los pobres y los pequeños” (Cf. Enseñanzas, I, 2005, pp. 8-13). Esto vale en primer lugar para los sacerdotes. Por esto doy gracias a la Providencia divina que nos ofrece ahora la posibilidad de celebrar el Año Sacerdotal. Auguro de corazón que éste constituya para cada sacerdote una oportunidad de renovación interior y, en consecuencia, de firme revigorización en el compromiso hacia la propia misión.

            Como durante el Año Paulino nuestra referencia constante ha sido san Pablo, así en los próximos meses miraremos en primer lugar a san Juan María Vianney, el santo Cura de Ars, recordando el 150 aniversario de su muerte. En la carta que he escrito para esta ocasión a los sacerdotes, he querido subrayar lo que resplandece sobre todo en la existencia de este humilde ministro del altar: “su total identificación con el propio ministerio”. Él solía decir que “un buen pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina”. Y casi sin poder concebir la grandeza del don y de la tarea confiados a una pobre criatura humana, suspiraba: “¡Oh, qué grande es el sacerdote!... si se comprendiera a sí mismo, moriría... Dios le obedece: él pronuncia dos palabras y Nuestro Señor desciende del cielo a su voz y se mete en una pequeña hostia”.

            En verdad, precisamente considerando el binomio “identidad-misión”, cada sacerdote puede advertir mejor la necesidad de esa progresiva identificación con Cristo que le garantiza la fidelidad y la fecundidad del testimonio evangélico. El mismo título del Año Sacerdotal – Fidelidad de Cristo, fidelidad del sacerdote – evidencia que el don de la gracia divina precede toda posible respuesta humana y realización pastoral, y así, en la vida del sacerdote, anuncio misionero y culto no son separables nunca, como tampoco se separan la identidad ontológico-sacramental y la misión evangelizadora. Por lo demás, el fin de la misión de todo presbítero, podríamos decir, es “cultual”: para que todos los hombres puedan ofrecerse a Dios como hostia viva, santa, agradable a Él (Cf. Rm 12,1), que en la misma creación, en los hombres, se convierte en culto, alabanza del Creador, recibiendo aquella caridad que están llamados a dispensarse abundantemente unos a otros. Lo advertimos claramente en los inicios del cristianismo. San Juan Crisóstomo decía, por ejemplo, que el sacramento del altar y el “sacramento del hermano”, o, como dice, el “sacramento del pobre”, constituyen dos aspectos del mismo misterio.

            El amor al prójimo, la atención a la justicia y a los pobres, no son solamente temas de una moral social, sino más bien expresión de una concepción sacramental de la moralidad cristiana, porque, a través del ministerio de los presbíteros, se realiza el sacrificio espiritual de todos los fieles, en unión con el de Cristo, único Mediador: sacrificio que los presbíteros ofrecen de forma incruenta y sacramental en espera de la nueva venida del Señor. Ésta es la principal dimensión, esencialmente misionera y dinámica, de la identidad y del ministerio sacerdotal: a través del anuncio del Evangelio engendran en la fe a aquellos que aún no creen, para que puedan unir el sacrificio de Cristo a su sacrificio, que se traduce en amor a Dios y al prójimo.

            Queridos hermanos y hermanas, frente a tantas incertidumbres y cansancios, también en el ejercicio del ministerio sacerdotal es urgente recuperar un juicio claro e inequívoco sobre el primado absoluto de la gracia divina, recordando lo que escribe santo Tomás de Aquino: “El más pequeño don de la gracia supera el bien natural de todo el universo” (Summa Theologiae, I-II, q. 113, a. 9, ad 2). La misión de cada presbítero dependerá, por tanto, también y sobre todo de la conciencia de la realidad sacramental de su “nuevo ser”. De la certeza de su propia identidad, no construida artificialmente sino dada y acogida gratuitamente y divinamente, depende siempre el renovado entusiasmo del sacerdote por su misión. También para los presbíteros vale lo que he escrito en la Encíclica Deus caritas est: “En el origen del ser cristiano no hay una decisión ética o una gran idea, sino más bien el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que trae a la vida un nuevo horizonte y con ello la dirección decisiva” (n. 1).

            Habiendo recibido un tan extraordinario don de la gracia con su “consagración”, los presbíteros se convierten en testigos permanentes de su encuentro con Cristo. Partiendo precisamente de esta conciencia interior, éstos pueden llevar a cabo plenamente su “misión”, mediante el anuncio de la Palabra y la administración de los Sacramentos. Tras el Concilio Vaticano II, se ha producido aquí la impresión de que en la misión de los sacerdotes, en este tiempo nuestro, haya algo más urgente; algunos creían que se debía construir en primer lugar una sociedad distinta. La página evangélica que hemos escuchado al principio llama, en cambio, la atención sobre los dos elementos esenciales del ministerio sacerdotal. Jesús envía, en aquel tiempo y ahora, a los Apóstoles a anunciar el Evangelio y les da el poder de cazar a los espíritus malignos. “Anuncio” y “poder”, es decir, “palabra” y “sacramento”, son por tanto las dos comunes fundamentales del servicio sacerdotal, más allá de sus posibles múltiples configuraciones.

            Cuando no se tiene en cuenta el “díptico” consagración-misión, resulta verdaderamente difícil comprender la identidad del presbítero y de su ministerio en la Iglesia. ¿Quién es de hecho el presbítero, si no un hombre convertido y renovado por el Espíritu, que vive de la relación personal con Cristo, haciendo constantemente propios los criterios evangélicos? ¿Quién es el presbítero, si no un hombre de unidad y de verdad, consciente de sus propios límites y, al mismo tiempo, de la extraordinaria grandeza de la vocación recibida, la de ayudar a extender el Reino de Dios hasta los extremos confines de la tierra? ¡Sí! El sacerdote es un hombre todo del Señor, porque es Dios mismo quien le llama y le constituye en su servicio apostólico. Y precisamente siendo todo del Señor, es todo de los hombres, para los hombres.

            Durante este Año Sacerdotal, que se extenderá hasta la próxima Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, oremos por todos los sacerdotes. Que se multipliquen en las diócesis, en las parroquias, en las comunidades religiosas (especialmente en las monásticas), en las asociaciones y los movimientos, en las diversas agregaciones pastorales presentes en todo el mundo, iniciativas de oración y, en particular, de adoración eucarística, por la santificación del clero y por las vocaciones sacerdotales, respondiendo a la invitación de Jesús a orar “al dueño de la mies que envíe obreros a su mies” (Mt 9,38).

            La oración es la primera tarea, el verdadero camino de santificación de los sacerdotes, y el alma de la auténtica “pastoral vocacional”. La escasez numérica de ordenaciones sacerdotales en algunos países no sólo no debe desanimar, sino que debe empujar a multiplicar los espacios de silencio y de escucha de la Palabra, a cuidar mejor la dirección espiritual y el sacramento de la confesión, para que la voz de Dios, que siempre sigue llamando y confirmando, pueda ser escuchada y prontamente seguida por muchos jóvenes. Quien reza no tiene miedo; quien reza nunca está solo; ¡quien reza se salva! Modelo de una existencia hecha oración es sin duda san Juan María Vianney. Que María, Madre de la Iglesia, ayude a todos los sacerdotes a seguir su ejemplo para ser, como él, testigos de Cristo y apóstoles del Evangelio.

QUINTA MEDITACIÓN

APÉNDICE  Nº 3

 

Discurso que pronunció Benedicto XVI el 22 de septiembre  de 2009 en la residencia pontificia de Castel Gandolfo a 107 obispos nombrados en los últimos doce meses.

 

Consejos del Papa a nuevos obispos


            Queridos hermanos en el episcopado:


            Ya es costumbre, desde hace varios años, que los obispos nombrados recientemente se reúnan en Roma para un encuentro que se vive como una peregrinación a la tumba de san Pedro. Os acojo con particular afecto. La experiencia que estáis realizando, además de estimularos en la reflexión sobre las responsabilidades y las tareas de un obispo, os permite reavivar en vuestra alma la certeza de que, al gobernar la Iglesia de Dios, no estáis solos, sino que, juntamente con la ayuda de la gracia, contáis con el apoyo del Papa y el de vuestros hermanos en el episcopado.

            Estar en el centro de la catolicidad, en esta Iglesia de Roma, abre vuestras almas a una percepción más viva de la universalidad del pueblo de Dios y aumenta en vosotros la solicitud por toda la Iglesia.

            El día de la ordenación episcopal, antes de la imposición de las manos, la Iglesia pide al candidato que asuma algunos compromisos, entre los cuales, además del de anunciar con fidelidad el Evangelio y custodiar la fe, se encuentra el de "perseverar en la oración a Dios todopoderoso por el bien de su pueblo santo". Hoy quiero reflexionar con vosotros precisamente sobre el carácter apostólico y pastoral de la oración del obispo.

            El evangelista san Lucas escribe que Jesucristo escogió a los doce Apóstoles después de pasar toda la noche orando en el monte (cf. Lc 6, 12); y el evangelista san Marcos precisa que los Doce fueron elegidos para que "estuvieran con él y para enviarlos" (Mc 3, 14).

            Al igual que los Apóstoles, también nosotros, queridos hermanos en el episcopado, en cuanto sus sucesores, estamos llamados ante todo a estar con Cristo, para conocerlo más profundamente y participar de su misterio de amor y de su relación llena de confianza con el Padre. En la oración íntima y personal, el obispo, como todos los fieles y más que ellos, está llamado a crecer en el espíritu filial con respecto a Dios, aprendiendo de Jesús mismo la familiaridad, la confianza y la fidelidad, actitudes propias de él en su relación con el Padre.

            Y los Apóstoles comprendieron muy bien que la escucha en la oración y el anuncio de lo que habían escuchado debían tener el primado sobre las muchas cosas que es preciso hacer, porque decidieron: "Nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la Palabra" (Hch 6, 4). Este programa apostólico es sumamente actual. Hoy, en el ministerio de un obispo, los aspectos organizativos son absorbentes; los compromisos, múltiples; las necesidades, numerosas; pero en la vida de un sucesor de los Apóstoles el primer lugar debe estar reservado para Dios. Especialmente de este modo ayudamos a nuestros fieles.

            Ya san Gregorio Magno, en la Regla pastoral afirmaba que el pastor "de modo singular debe destacar sobre todos los demás por la oración y la contemplación" (II, 5). Es lo que la tradición formuló después con la conocida expresión: "Contemplata aliis tradere" (cf. santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 188, a. 6).

            En la encíclica Deus caritas est, refiriéndome a la narración del episodio bíblico de la escala de Jacob, quise poner de relieve que precisamente a través de la oración el pastor se hace sensible a las necesidades de los demás y misericordioso con todos (cf. n. 7). Y recordé el pensamiento de san Gregorio Magno, según el cual el pastor arraigado en la contemplación sabe acoger las necesidades de los demás, que en la oración hace suyas: "per pietatis viscera in se infirmitatem caeterorum transferat" (Regla pastoral, ib.).

            La oración educa en el amor y abre el corazón a la caridad pastoral para acoger a todos los que recurren al obispo. Este, modelado en su interior por el Espíritu Santo, consuela con el bálsamo de la gracia divina, ilumina con la luz de la Palabra, reconcilia y edifica en la comunión fraterna.

            En vuestra oración, queridos hermanos, deben ocupar un lugar particular vuestros sacerdotes, para que perseveren siempre en su vocación y sean fieles a la misión presbiteral que se les ha encomendado. Para todo sacerdote es muy edificante saber que el obispo, del que ha recibido el don del sacerdocio o que, en cualquier caso, es su padre y su amigo, lo tiene presente en la oración, con afecto, y que está siempre dispuesto a acogerlo, escucharlo, sostenerlo y animarlo.

            Además, en la oración del obispo nunca debe faltar la súplica por nuevas vocaciones. Debe pedirlas con insistencia a Dios, para que llame "a los que quiera" para su sagrado ministerio.

            El munus sanctificandi que habéis recibido os compromete, asimismo, a ser animadores de oración en la sociedad. En las ciudades en las que vivís y actuáis, a menudo agitadas y ruidosas, donde el hombre corre y se extravía, donde se vive como si Dios no existiera, debéis crear espacios y ocasiones de oración, donde en el silencio, en la escucha de Dios mediante la lectio divina, en la oración personal y comunitaria, el hombre pueda encontrar a Dios y hacer una experiencia viva de Jesucristo que revela el auténtico rostro del Padre.

            No os canséis de procurar que las parroquias y los santuarios, los ambientes de educación y de sufrimiento, pero también las familias, se conviertan en lugares de comunión con el Señor. De modo especial, os exhorto a hacer de la catedral una casa ejemplar de oración, sobre todo litúrgica, donde la comunidad diocesana reunida con su obispo pueda alabar y dar gracias a Dios por la obra de la salvación e interceder por todos los hombres.

            San Ignacio de Antioquía nos recuerda la fuerza de la oración comunitaria: "Si la oración de uno o de dos tiene tanta fuerza, ¡cuánto más la del obispo y de toda la Iglesia!" (Carta a los Efesios, 5).

            En pocas palabras, queridos hermanos en el episcopado, sed hombres de oración. "La fecundidad espiritual del ministerio del obispo depende de la intensidad de su unión con el Señor. Un obispo debe sacar de la oración luz, fuerza y consuelo para su actividad pastoral", como escribe el Directorio para el ministerio pastoral de los obispos (Apostolorum successores, 36).

            Al orar a Dios por vosotros mismos y por vuestros fieles, tened la confianza de los hijos, la audacia del amigo, la perseverancia de Abraham, que fue incansable en la intercesión. Como Moisés, tened las manos elevadas hacia el cielo, mientras vuestros fieles libran el buen combate de la fe. Como María, alabad cada día a Dios por la salvación que realiza en la Iglesia y en el mundo, convencidos de que para Dios nada es imposible (cf. Lc 1, 37).

            Con estos sentimientos, os imparto a cada uno de vosotros, a vuestros sacerdotes, a los religiosos y las religiosas, a los seminaristas y a los fieles de vuestras diócesis, una bendición apostólica especial.

APÉNDICE  Nº 4

Carta que han enviado el Cardenal Cláudio Hummes, o.f.m. y el arzobispo Mauro Piacenza, presidente y secretario de la Congregación Vaticana para el Clero con motivo de la Jornada Mundial de Oración por la Santificación de los Sacerdotes

 

            Reverendos y queridos hermanos en el sacerdocio:

            En la fiesta del Sacratísimo Corazón de Jesús, con una mirada incesante de amor, fijamos los ojos de nuestra mente y de nuestro corazón en Cristo, único Salvador de nuestra vida y del mundo. Remitirnos a Cristo significa remitirnos a aquel Rostro que todo hombre, consciente o inconscientemente, busca como única respuesta adecuada a su insuprimible sed de felicidad.

            Nosotros ya encontramos este Rostro y, en aquel día, en aquel instante, su amor hirió de tal manera nuestro corazón, que no pudimos menos de pedir estar incesantemente en su presencia. «Por la mañana escucharás mi voz, por la mañana te expongo mi causa y me quedo aguardando» (Salmo 5).

               La sagrada liturgia nos lleva a contemplar una vez más el misterio de la encarnación del Verbo, origen y realidad íntima de esta compañía que es la Iglesia: el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob se revela en Jesucristo. «Nadie habría podido ver su gloria si antes no hubiera sido curado por la humildad de la carne. Quedaste cegado por el polvo, y con el polvo has sido curado: la carne te había cegado, la carne te cura» (San Agustín, Comentario al Evangelio de san Juan, Homilía 2, 16).

            Sólo contemplando de nuevo la perfecta y fascinante humanidad de Jesucristo, vivo y operante ahora, que se nos ha revelado y que sigue inclinándose sobre cada uno con el amor de total predilección que le es propio, se puede dejar que él ilumine y colme ese abismo de necesidad que es nuestra humanidad, con la certeza de la esperanza encontrada, y con la seguridad de la Misericordia que abarca nuestros límites, enseñándonos a perdonar lo que de nosotros mismos ni siquiera lográbamos descubrir. «Una sima grita a otra sima con voz de cascadas» (Salmo 41).

            Con ocasión de la tradicional Jornada de oración por la santificación de los sacerdotes, que se celebra en la fiesta del Sacratísimo Corazón de Jesús, quiero recordar la prioridad de la oración con respecto a la acción, en cuanto que de ella depende la eficacia del obrar. De la relación personal de cada uno con el Señor Jesús depende en gran medida la misión de la Iglesia. Por tanto, la misión debe alimentarse con la oración: «Ha llegado el momento de reafirmar la importancia de la oración ante el activismo y el secularismo» (Benedicto XVI, Deus caritas est, 37). No nos cansemos de acudir a su Misericordia, de dejarle mirar y curar las llagas dolorosas de nuestro pecado para asombrarnos ante el milagro renovado de nuestra humanidad redimida.

            Queridos hermanos en el sacerdocio, somos los expertos de la Misericordia de Dios en nosotros y, sólo así, sus instrumentos al abrazar, de modo siempre nuevo, la humanidad herida. «Cristo no nos salva de nuestra humanidad, sino a través de ella; no nos salva del mundo, sino que ha venido al mundo para que el mundo se salve por medio de él (cf. Jn 3, 17)» (Benedicto XVI, Mensaje «urbi et orbi», 25 de diciembre de 2006: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de diciembre de 2006, p. 20). Somos, por último, presbíteros por el sacramento del Orden, el acto más elevado de la Misericordia de Dios y a la vez de su predilección.

            En segundo lugar, en la insuprimible y profunda sed de él, la dimensión más auténtica de nuestro sacerdocio es la mendicidad: la petición sencilla y continua; se aprende en la oración silenciosa, que siempre ha caracterizado la vida de los santos; hay que pedirla con insistencia. Esta conciencia de la relación con él se ve sometida diariamente a la purificación de la prueba. Cada día caemos de nuevo en la cuenta de que este drama también nos afecta a nosotros, ministros que actuamos in persona Christi capitis. No podemos vivir un solo instante en su presencia sin el dulce anhelo de reconocerlo, conocerlo y adherirnos más a él. No cedamos a la tentación de mirar nuestro ser sacerdotes como una carga inevitable e indelegable, ya asumida, que se puede cumplir «mecánicamente», tal vez con un programa pastoral articulado y coherente. El sacerdocio es la vocación, el camino, el modo a través del cual Cristo nos salva, con el que nos ha llamado, y nos sigue llamando ahora, a vivir con él.

            La única medida adecuada, ante nuestra santa vocación, es la radicalidad. Esta entrega total, con plena conciencia de nuestra infidelidad, sólo puede llevarse a cabo como una decisión renovada y orante que luego Cristo realiza día tras día. Incluso el don del celibato sacerdotal se ha de acoger y vivir en esta dimensión de radicalidad y de plena configuración con Cristo. Cualquier otra postura, con respecto a la realidad de la relación con él, corre el peligro de ser ideológica.

            Incluso la cantidad de trabajo, a veces enorme, que las actuales condiciones del ministerio nos exigen llevar a cabo, lejos de desalentarnos, debe impulsarnos a cuidar con mayor atención aún nuestra identidad sacerdotal, la cual tiene una raíz ciertamente divina. En este sentido, con una lógica opuesta a la del mundo, precisamente las condiciones peculiares del ministerio nos deben impulsar a «elevar el tono» de nuestra vida espiritual, testimoniando con mayor convicción y eficacia nuestra pertenencia exclusiva al Señor.

            Él, que nos ha amado primero, nos ha educado para la entrega total. «Salí al encuentro de quien me buscaba. Dije: "Heme aquí" a quien invocaba mi nombre». El lugar de la totalidad por excelencia es la Eucaristía, pues «en la Eucaristía Jesús no da "algo", sino a sí mismo; ofrece su cuerpo y derrama su sangre. Entrega así toda su vida, manifestando la fuente originaria de este amor divino» (Sacramentum caritatis, 7).

            Queridos hermanos, seamos fieles a la celebración diaria de la santísima Eucaristía, no sólo para cumplir un compromiso pastoral o una exigencia de la comunidad que nos ha sido encomendada, sino por la absoluta necesidad personal que sentimos, como la respiración, como la luz para nuestra vida, como la única razón adecuada a una existencia presbiteral plena.

            El Santo Padre, en la exhortación apostólica postsinodal Sacramentum caritatis (n. 66) nos vuelve a proponer con fuerza la afirmación de san Agustín: «Nadie come de esta carne sin antes adorarla (...), pecaríamos si no la adoráramos» (Enarrationes in Psalmos 98, 9). No podemos vivir, no podemos conocer la verdad sobre nosotros mismos, sin dejarnos contemplar y engendrar por Cristo en la adoración eucarística diaria, y el «Stabat» de María, «Mujer eucarística», bajo la cruz de su Hijo, es el ejemplo más significativo que se nos ha dado de la contemplación y de la adoración del Sacrificio divino.

            Como la dimensión misionera es intrínseca a la naturaleza misma de la Iglesia, del mismo modo nuestra misión está inscrita en la identidad sacerdotal, por lo cual la urgencia misionera es una cuestión de conciencia de nosotros mismos. Nuestra identidad sacerdotal está edificada y se renueva día a día en la «conversación» con nuestro Señor. La relación con él, siempre alimentada en la oración continua, tiene como consecuencia inmediata la necesidad de hacer partícipes de ella a quienes nos rodean.          En efecto, la santidad que pedimos a diario no se puede concebir según una estéril y abstracta acepción individualista, sino que, necesariamente, es la santidad de Cristo, la cual es contagiosa para todos: «Estar en comunión con Jesucristo nos hace participar en su ser "para todos", hace que este sea nuestro modo de ser» (Benedicto XVI, Spe salvi, 28).

            Este «ser para todos» de Cristo se realiza, para nosotros, en los tria munera de los que somos revestidos por la naturaleza misma del sacerdocio. Esos tria munera, que constituyen la totalidad de nuestro ministerio, no son el lugar de la alienación o, peor aún, de un mero reduccionismo funcionalista de nuestra persona, sino la expresión más auténtica de nuestro ser de Cristo; son el lugar de la relación con él. El pueblo que nos ha sido encomendado para que lo eduquemos, santifiquemos y gobernemos, no es una realidad que nos distrae de «nuestra vida», sino que es el rostro de Cristo que contemplamos diariamente, como para el esposo es el rostro de su amada, como para Cristo es la Iglesia, su esposa. El pueblo que nos ha sido encomendado es el camino imprescindible para nuestra santidad, es decir, el camino en el que Cristo manifiesta la gloria del Padre a través de nosotros.

            «Si a quien escandaliza a uno solo y al más pequeño conviene que se le cuelgue al cuello una piedra de molino y sea arrojado al mar (...), ¿qué deberán sufrir y recibir como castigo los que mandan a la perdición (...) a un pueblo entero?» (San Juan Crisóstomo, De sacerdotio VI, 1.498). Ante la conciencia de una tarea tan grave y una responsabilidad tan grande para nuestra vida y salvación, en la que la fidelidad a Cristo coincide con la «obediencia» a las exigencias dictadas por la redención de aquellas almas, no queda espacio ni siquiera para dudar de la gracia recibida. Sólo podemos pedir que se nos conceda ceder lo más posible a su amor, para que él actúe a través de nosotros, pues o dejamos que Cristo salve el mundo, actuando en nosotros, o corremos el riesgo de traicionar la naturaleza misma de nuestra vocación. La medida de la entrega, queridos hermanos en el sacerdocio, sigue siendo la totalidad. «Cinco panes y dos peces» no son mucho; sí, pero son todo. La gracia de Dios convierte nuestra poquedad en la Comunión que sacia al pueblo. De esta «entrega total» participan de modo especial los sacerdotes ancianos o enfermos, los cuales, diariamente, desempeñan el ministerio divino uniéndose a la pasión de Cristo y ofreciendo su existencia presbiteral por el verdadero bien de la Iglesia y la salvación de las almas.

            Por último, el fundamento imprescindible de toda la vida sacerdotal sigue siendo la santa Madre de Dios. La relación con ella no puede reducirse a una piadosa práctica de devoción, sino que debe alimentarse con un continuo abandono de toda nuestra vida, de todo nuestro ministerio, en los brazos de la siempre Virgen. También a nosotros María santísima nos lleva de nuevo, como hizo con san Juan bajo la cruz de su Hijo y Señor nuestro, a contemplar con ella el Amor infinito de Dios: «Ha bajado hasta aquí nuestra Vida, la verdadera Vida; ha cargado con nuestra muerte para matarla con la sobreabundancia de su Vida» (San Agustín, Confesiones IV, 12).

            Dios Padre escogió como condición para nuestra redención, para el cumplimiento de nuestra humanidad, para el acontecimiento de la encarnación del Hijo, la espera del «fiat» de una Virgen ante el anuncio del ángel. Cristo decidió confiar, por decirlo así, su vida a la libertad amorosa de su Madre: «Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, sufriendo con su Hijo que moría en la cruz, colaboró de manera totalmente singular a la obra del Salvador por su obediencia, su fe, su esperanza y su amor ardiente, para restablecer la vida sobrenatural de los hombres. Por esta razón es nuestra madre en el orden de la gracia» (Lumen gentium, 61).

            El Papa san Pío X afirmó: «Toda vocación sacerdotal viene del corazón de Dios, pero pasa por el corazón de una madre». Eso es verdad con respecto a la evidente maternidad biológica, pero también con respecto al «alumbramiento» de toda fidelidad a la vocación de Cristo. No podemos prescindir de una maternidad espiritual para nuestra vida sacerdotal: encomendémonos con confianza a la oración de toda la santa madre Iglesia, a la maternidad del pueblo, del que somos pastores, pero al que está encomendada también nuestra custodia y santidad; pidamos este apoyo fundamental.

            Se plantea, queridos hermanos en el sacerdocio, la urgencia de «un movimiento de oración, que ponga en el centro la adoración eucarística continuada, durante las veinticuatro horas, de modo tal que, de cada rincón de la tierra, se eleve a Dios incesantemente una oración de adoración, agradecimiento, alabanza, petición y reparación, con el objetivo principal de suscitar un número suficiente de santas vocaciones al estado sacerdotal y, al mismo tiempo, acompañar espiritualmente -al nivel de Cuerpo místico- con una especie de maternidad espiritual, a quienes ya han sido llamados al sacerdocio ministerial y están ontológicamente conformados con el único sumo y eterno Sacerdote, para que le sirvan cada vez mejor a él y a los hermanos, como los que, a la vez, están "en" la Iglesia pero también, "ante" la Iglesia (cf. Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, 16), haciendo las veces de Cristo y, representándolo, como cabeza, pastor y esposo de la Iglesia» (Carta de la Congregación para el Clero, 8 de diciembre de 2007).

            Se delinea, últimamente, una nueva forma de maternidad espiritual, que en la historia de la Iglesia siempre ha acompañado silenciosamente el elegido linaje sacerdotal: se trata de la consagración de nuestro ministerio a un rostro determinado, a un alma consagrada, que esté llamada por Cristo y, por tanto, que elija ofrecerse a sí misma, sus sufrimientos necesarios y sus inevitables pruebas de la vida, para interceder en favor de nuestra existencia sacerdotal, viviendo de este modo en la dulce presencia de Cristo.

            Esta maternidad, en la que se encarna el rostro amoroso de María, es preciso pedirla en la oración, pues sólo Dios puede suscitarla y sostenerla. No faltan ejemplos admirables en este sentido. Basta pensar en las benéficas lágrimas de santa Mónica por su hijo Agustín, por el cual lloró «más de lo que lloran las madres por la muerte física de sus hijos» (San Agustín, Confesiones III, 11). Otro ejemplo fascinante es el de Eliza Vaughan, la cual dio a luz y encomendó al Señor trece hijos; seis de sus ocho hijos varones se hicieron sacerdotes; y cuatro de sus cinco hijas fueron religiosas. Dado que no es posible ser verdaderamente mendicantes ante Cristo, admirablemente oculto en el misterio eucarístico, sin saber pedir concretamente la ayuda efectiva y la oración de quien él nos pone al lado, no tengamos miedo de encomendarnos a las maternidades que, ciertamente, suscita para nosotros el Espíritu.

            Santa Teresa del Niño Jesús, consciente de la necesidad extrema de oración por todos los sacerdotes, sobre todo por los tibios, escribe en una carta dirigida a su hermana Celina: «Vivamos por las almas, seamos apóstoles, salvemos sobre todo las almas de los sacerdotes (...). Oremos, suframos por ellos, y, en el último día, Jesús nos lo agradecerá» (Carta 94).

            Encomendémonos a la intercesión de la Virgen Santísima, Reina de los Apóstoles, Madre dulcísima. Contemplemos, con ella, a Cristo en la continua tensión a ser total y radicalmente suyos. Esta es nuestra identidad.

            Recordemos las palabras del santo cura de Ars, patrono de los párrocos: «Si yo tuviera ya un pie en el cielo y me vinieran a decir que volviera a la tierra para trabajar por la conversión de los pecadores, volvería de buen grado. Y si para ello fuera necesario que permaneciera en la tierra hasta el fin del mundo, levantándome siempre a medianoche, y sufriera como sufro, lo haría de todo corazón» (Frère Athanase, Procès de l'Ordinaire, p. 883).

 El Señor guíe y proteja a todos y cada uno, de modo especial a los enfermos y a los que sufren, en el constante ofrecimiento de nuestra vida por amor.

 

Cardenal Cláudio Hummes, o.f.m.

Prefecto.

  

Mons. Mauro Piacenza

Arzobispo tit. de Vittoriana

Secretario.

SEXTA MEDITACIÓN

 

Benedicto XVI dedica la Audiencia General al santo abad Bernardo de Claraval: “No se puede hacer teología sin experiencia de Cristo”.


CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 21 de octubre de 2009 (ZENIT.org).- “Para Bernardo de Claraval, el verdadero conocimiento de Dios consiste en la experiencia personal, profunda, de Jesucristo y de su amor. Y esto, queridos hermanos y hermanas, vale para todo cristiano”, afirmó hoy el Papa Benedicto XVI.

            El Papa dedicó la catequesis de hoy, dentro del ciclo de escritores cristianos del primer milenio a san Bernardo de Claraval (1090-1153), abad cisterciense conocido como el “Doctor melifluo” por la dulzura con que hablaba de Jesucristo. Este santo escritor fue una importante figura de la Europa medieval, que mantuvo contactos con importantes personalidades de su tiempo, y que es reconocido como el “último Padre de la Iglesia”.

            Subrayó que más que haber abierto nuevos caminos en la teología, san Bernardo “configura al teólogo con el contemplativo y el místico”, en un tiempo de agrias disputas entre dos importantes corrientes teológicas, el nominalismo y el realismo. “Sólo Jesús – insiste Bernardo ante los complejos razonamientos dialécticos de su tiempo – solo Jesús es miel en la boca, cántico en el oído, júbilo en el corazón”, explicó el Papa.

            “El abad de Claraval no se cansa de repetir que sólo hay un nombre que cuenta, el de Jesús Nazareno”, añadió. “Para Bernardo, de hecho, el verdadero conocimiento de Dios consiste en la experiencia personal, profunda, de Jesucristo y de su amor”. Su ejemplo recuerda hoy que “la fe es ante todo encuentro personal íntimo con Jesús, es hacer experiencia de su cercanía, de su amistad, de su amor, y sólo así se aprende a conocerle cada vez más, a amarlo y seguirlo cada vez más”.

            “¡Que esto pueda sucedernos a cada uno de nosotros!”, auguró el Papa.

            Las reflexiones de este santo abad “provocan aún hoy de forma saludable no sólo a los teólogos, sino a todos los creyentes”, que “a veces pretenden resolver las cuestiones fundamentales sobre Dios, sobre el hombre y sobre el mundo, con las únicas fuerzas de la razón”.

            “San Bernardo, en cambio, sólidamente fundado en la Biblia y en los Padres de la Iglesia, nos recuerda que sin una profunda fe en Dios, alimentada por la oración y por la contemplación, por una relación íntima con el Señor, nuestras reflexiones sobre los misterios divinos corren el riesgo de ser un vano ejercicio intelectual, y pierden su credibilidad”. “Al final, la figura más verdadera del teólogo sigue siendo la del apóstol Juan, que apoyó su cabeza sobre el corazón del Maestro”, subrayó el Papa.

 

Enamorado de la Virgen

            Otro de los puntos sobresalientes del pensamiento de san Bernardo es su veneración a la Virgen María, sobre la que ha escrito importantes sermones y oraciones. Sobre todo, se detuvo en la importancia de la Virgen al haber acompañado a su Hijo en la Pasión.

            “Bernardo no tiene dudas: per Mariam ad Iesum, a través de María somos conducidos a Jesús”, afirmó el Papa. En sus escritos, el santo “confirma con claridad la subordinación de María a Jesús, según los fundamentos de la mariología tradicional”, pero “documenta también el lugar privilegiado de la Virgen en la economía de la salvación”.

            El Papa concluyó su catequesis citando una hermosa homilía del santo: “En los peligros, en las angustias, en las incertidumbres – dice – piensa en María, invoca a María. Que Ella no se aparte nunca de tus labios, que no se aparte nunca de tu corazón; y para que obtengas la ayuda de su oración, no olvides nunca el ejemplo de su vida”.

            “Si tu la sigues, no puedes desviarte; si la rezas, no puedes desesperar; si piensas en ella, no puedes equivocarte. Si ella te sostiene, no caes; si ella te protege, no tienes que temer; si ella te guía, no te cansas; si ella te es propicia, llegarás a la meta...”

 

            Benedicto XVI: San Bernardo de Claraval, el “dulce poeta” de la Virgen

 

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 21 de octubre de 2009 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el texto completo de la catequesis pronunciada hoy por el Papa Benedicto XVI, durante la Audiencia General a los peregrinos procedentes de todo el mundo, en la Plaza de San Pedro.

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            Queridos hermanos y hermanas, hoy quisiera hablar sobre san Bernardo de Claraval, llamado el “último de los Padres” de la Iglesia, porque en el siglo XII, una vez más, renovó e hizo presente la gran teología de los padres.

            No conocemos en detalle los años de su juventud; sabemos con todo que él nació en 1090 en Fontaines, en Francia, en una familia numerosa y discretamente acomodada. De jovencito, se prodigó en el estudio de las llamadas artes liberales – especialmente de la gramática, la retórica y la dialéctica – en la escuela de los Canónicos de la iglesia de Saint-Vorles, en Châtillon-sur-Seine, y maduró lentamente la decisión de entrar en la vida religiosa. En torno a los veinte años entró en Cîteaux (Císter, n.d.t.), una fundación monástica nueva, más ágil respecto de los antiguos y venerables monasterios de entonces y, al mismo tiempo, más rigurosa en la práctica de los consejos evangélicos.

            Algunos años más tarde, en 1115, Bernardo fue enviado por san Esteban Harding, tercer Abad del Císter, a fundar el monasterio de Claraval (Clairvaux). El joven abad, tenía sólo 25 años, pudo aquí afinar su propia concepción de la vida monástica, y empeñarse en traducirla en la práctica. Mirando la disciplina de otros monasterios, Bernardo reclamó con decisión la necesidad de una vida sobria y mesurada, tanto en la mesa como en la indumentaria y en los edificios monásticos, recomendando la sustentación y el cuidado de los pobres. Entretanto la comunidad de Claraval era cada vez en más numerosa, y multiplicaba sus fundaciones.

            En esos mismos años, antes de 1130, Bernardo emprendió una vasta correspondencia con muchas personas, tanto importantes como de modestas condiciones sociales. A las muchas Cartas de este periodo hay que añadir los numerosos Sermones, como también Sentencias y Tratados. Siempre a esta época asciende la gran amistad de Bernardo con Guillermo, abad de Saint-Thierry, y con Guillermo de Champeaux, una de las figuras más importantes del siglo XII.

            Desde 1130 en adelante empezó a ocuparse de no pocos y graves cuestiones de la Santa Sede y de la Iglesia. Por este motivo tuvo que salir más a menudo de su monasterio, e incluso fuera de Francia. Fundó también algunos monasterios femeninos, y fue protagonista de un vivo epistolario con Pedro el Venerable, abad de Cluny, sobre el que hablé el pasado miércoles. Dirigió sobre todo sus escritos polémicos contra Abelardo, un gran pensador que inició una nueva forma de hacer teología, introduciendo sobre todo el método dialéctico-filosófico en la construcción del pensamiento teológico.

            Otro frente contra el que Bernardo luchó fue la herejía de los Cátaros, que despreciaban la materia y el cuerpo humano, despreciando, en consecuencia, al Creador. Él, en cambio, se sintió en el deber de defender a los judíos, condenando los cada vez más difundidos rebrotes de antisemitismo. Por este último aspecto de su acción apostólica, algunas decenas de años más tarde, Ephraim, rabino de Bonn, dedicó a Bernardo un vibrante homenaje. En ese mismo periodo el santo abad escribió sus obras más famosas, como los celebérrimos Sermones sobre el Cantar de los Cantares.

            En los últimos años de su vida – su muerte sobrevino en 1153 – Bernardo tuvo que limitar los viajes, aunque sin interrumpirlos del todo. Aprovechó para revisar definitivamente el conjunto de las Cartas, de los Sermones y de los Tratados. Merece mencionarse un libro bastante particular, que terminó precisamente en este periodo, en 1145, cuando un alumno suyo, Bernardo Pignatelli, fue elegido Papa con el nombre de Eugenio III. En esta circunstancia, Bernardo, en calidad de Padre espiritual, escribió a este hijo espiritual el texto De Consideratione, que contiene enseñanzas para poder ser un buen Papa. En este libro, que sigue siendo una lectura conveniente para los Papas de todos los tiempos, Bernardo no indica sólo cómo ser un buen Papa, sino que expresa también una profunda visión del misterio de la Iglesia y del misterio de Cristo, que se resuelve, al final, con la contemplación del misterio de Dios trino y uno: “”Debería proseguir aún la búsqueda de este Dios, que aún no ha sido bastante buscado”, escribe el santo abad “pero quizás se puede buscar y encontrar más fácilmente con la oración que con la discusión. Pongamos por tanto aquí término al libro, pero no a la búsqueda” (XIV, 32: PL 182, 808), a estar en camino hacia Dios.

            Quisiera detenerme sólo en dos aspectos centrales de la rica doctrina de Bernardo: estos se refieren a Jesucristo y a María Santísima, su Madre. Su solicitud por la íntima y vital participación del cristiano en el amor de Dios en Jesucristo no trae orientaciones nuevas en el estatus científico de la teología. Pero, de forma más decidida que nunca, el abad de Claraval configura al teólogo con el contemplativo y el místico. Sólo Jesús – insiste Bernardo ante los complejos razonamientos dialécticos de su tiempo – solo Jesús es "miel en la boca, cántico en el oído, júbilo en el corazón (mel in ore, in aure melos, in corde iubilum)". De aquí proviene el título, que se le atribuye por tradición, de Doctor mellifluus: su alabanza de Jesucristo “se derrama como la miel”. En las extenuantes batallas entre nominalistas y realistas – dos corrientes filosóficas de la época – el abad de Claraval no se cansa de repetir que sólo hay un nombre que cuenta, el de Jesús Nazareno. "Árido es todo alimento del alma", confiesa, "si no es rociado con este aceite; es insípido, si no se sazona con esta sal. Lo que escribes no tiene sabor para mí, si no leo en ello Jesús”. Y concluye: “Cuando discutes o hablas, nada tiene sabor para mí, si no siento resonar el nombre de Jesús” (Sermones en Cantica Canticorum XV, 6: PL 183,847). Para Bernardo, de hecho, el verdadero conocimiento de Dios consiste en la experiencia personal, profunda, de Jesucristo y de su amor. Y esto, queridos hermanos y hermanas, vale para todo cristiano: la fe es ante todo encuentro personal íntimo con Jesús, es hacer experiencia de su cercanía, de su amistad, de su amor, y sólo así se aprende a conocerle cada vez más, a amarlo y seguirlo cada vez más. ¡Que esto pueda sucedernos a cada uno de nosotros!

            En otro célebre sermón del domingo dentro de la octava de la Asunción, el santo abad describió en términos apasionados la íntima participación de María en el sacrificio redentor de su Hijo. “¡Oh santa Madre, - exclama - verdaderamente una espada ha traspasado tu alma!... Hasta tal punto la violencia del dolor ha traspasado tu alma, que con razón te podemos llamar más que mártir, porque en ti la participación en la pasión del Hijo superó con mucho en su intensidad los sufrimientos físicos del martirio” (14: PL 183,437-438).

            Bernardo no tiene dudas: "per Mariam ad Iesum", a través de María somos conducidos a Jesús. Él confirma con claridad la subordinación de María a Jesús, según los fundamentos de la mariología tradicional. Pero el cuerpo del Sermón documenta también el lugar privilegiado de la Virgen en la economía de la salvación, dada su particularísima participación como Madre (compassio) en el sacrificio del Hijo. No por casualidad, un siglo y medio después de la muerte de Bernardo, Dante Alighieri, en el último canto de la Divina Comedia, pondrá en los labios del Doctor melifluo la sublime oración a María: “Virgen Madre, hija de tu Hijo/ humilde y más alta criatura/ término fijo de eterno consejo,..." (Paraíso 33, vv. 1ss.).

            Estas reflexiones, características de un enamorado de Jesús y de María como san Bernardo, provocan aún hoy de forma saludable no sólo a los teólogos, sino a todos los creyentes. A veces se pretende resolver las cuestiones fundamentales sobre Dios, sobre el hombre y sobre el mundo, con las únicas fuerzas de la razón. San Bernardo, en cambio, sólidamente fundado en la Biblia y en los Padres de la Iglesia, nos recuerda que sin una profunda fe en Dios, alimentada por la oración y por la contemplación, por una relación íntima con el Señor, nuestras reflexiones sobre los misterios divinos corren el riesgo de ser un vano ejercicio intelectual, y pierden su credibilidad. La teología reenvía a la “ciencia de los santos”, a su intuición de los misterios del Dios vivo, a su sabiduría, don del Espíritu Santo, que son punto de referencia del pensamiento teológico. Junto a Bernardo de Claraval, también nosotros debemos reconocer que el hombre busca mejor y encuentra más fácilmente a Dios “con la oración que con la discusión”. Al final, la figura más verdadera del teólogo sigue siendo la del apóstol Juan, que apoyó su cabeza sobre el corazón del Maestro.

            Quisiera concluir estas reflexiones sobre san Bernardo con las invocaciones a María, que leemos en su bella homilía: “En los peligros, en las angustias, en las incertidumbres – dice – piensa en María, invoca a María. Que Ella no se aparte nunca de tus labios, que no se aparte nunca de tu corazón; y para que obtengas la ayuda de su oración, no olvides nunca el ejemplo de su vida. Si tú la sigues, no puedes desviarte; si la rezas, no puedes desesperar; si piensas en ella, no puedes equivocarte. Si ella te sostiene, no caes; si ella te protege, no tienes que temer; si ella te guía, no te cansas; si ella te es propicia, llegarás a la meta...” (Hom. II super “Missus est”, 17: PL 183, 70-71).

SÉPTIMA  MEDITACIÓN

 

2. CARTA DE JUAN PABLO II SOBRE LA ORACIÓN DEL SACERDOTE

 

1. Entre el Cenáculo y Getsemaní.

 

1. "Dichos los Himnos, salieron para el monte de los Olivos" (Mc 14, 26).

            Permitidme, queridos hermanos en el sacerdocio, que empiece mi Carta para el Jueves Santo de este año con las palabras que nos remiten al momento en que, después de la Última Cena, Jesucristo salió para ir al Monte de los Olivos. Todos nosotros que, por medio del sacramento del Orden, gozamos de una participación especial, ministerial, en el sacerdocio de Cristo, el Jueves Santo nos recogemos interiormente en recuerdo de la institución de la Eucaristía, porque este acontecimiento señala el principio y la fuente de lo que, por la gracia de Dios, somos en la Iglesia y en el mundo. El Jueves Santo es el día del nacimiento de nuestro sacerdocio y, por eso, es también nuestra fiesta anual.

 

4. La oración de Getsemaní se comprende no sólo en relación con todos los acontecimientos del Viernes Santo --es decir, la pasión y muerte en Cruz--, sino también, y no menos íntimamente, en relación con la última Cena.

            Durante la Cena de despedida, Jesús llevó a término lo que era la eterna voluntad del Padre al respecto, y era también su voluntad: su voluntad de Hijo: "¡Para esto he venido yo a esta hora!" (Jn 12, 27). Las palabras de la institución del sacramento de la nueva y eterna Alianza, la Eucaristía, constituyen en cierto modo el sello sacramental de esa eterna voluntad del Padre y del Hijo, que ha llegado a la "hora" del cumplimiento definitivo.

 

6. Las palabras del evangelista: "Comenzó a entristecerse y angustiarse" (Mt 26, 37), igual que todo el desarrollo de la oración en Getsemaní, parecen indicar no sólo el miedo ante el sufrimiento, sino también el temor característico del hombre, una especie de temor unido al sentido de responsabilidad.

            En la oración con que comienza la pasión, Jesucristo, "Hijo del hombre", expresa el típico esfuerzo de la responsabilidad, unida a la aceptación de las tareas en las que el hombre se ha de «superar a sí mismo».

            Los Evangelios recuerdan varias veces que Jesús rezaba, más aún, que "pasaba las noches en oración" (cfr. Lc 6, 12); pero ninguna de estas oraciones ha sido presentada de modo tan profundo y penetrante como la de Getsemaní. Lo cual es comprensible. Pues en la vida de Jesús no hubo otro momento tan decisivo. Ninguna otra oración entraba de modo tan pleno en la que había de ser «su hora». De ninguna otra decisión de su vida tanto como de ésta dependía el cumplimiento de la voluntad del Padre, el cual "tanto amó al mundo que le dio a su Unigénito Hijo, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga la vida eterna" (Jn 3, 16).

            Cuando Jesús dice en Getsemaní: "No se haga mi voluntad, sino la tuya" (Lc 22, 42), revela la voluntad del Padre y de su amor salvífico al hombre. La «voluntad del Padre» es precisamente el amor salvífico: la salvación del mundo se ha de realizar mediante el sacrificio redentor del Hijo. Es muy comprensible que el Hijo del hombre, al asumir esta tarea, manifieste en su decisivo coloquio con el Padre la conciencia que tiene de la dimensión sobrehumana de esta tarea con la que cumple la voluntad del Padre en la divina profundidad de su unión filial.

            "He llevado a cabo la obra que me encomendaste realizar", (cfr. Jn 17, 4). Añade el Evangelista: "Lleno de angustia, oraba con más insistencia" (Lc 22, 44). Y esta angustia mortal se manifestó también con el sudor que, como gotas de sangre, empapaba el rostro de Jesús (cfr. Lc 22, 44). Es la máxima expresión de un sufrimiento que se traduce en oración, y de una oración que, a su vez, conoce el dolor, al acompañar el sacrificio anticipado sacramentalmente en el Cenáculo, vivido profundamente en el espíritu de Getsemaní y que está a punto de consumarse en el Calvario.

            Precisamente sobre estos momentos de la oración sacerdotal y sacrificial es sobre los que deseo llamar vuestra atención, queridos hermanos, en relación con nuestra oración y nuestra vida.

 

II. La oración como centro de la existencia sacerdotal.

 

7. Si en nuestra meditación del Jueves Santo de este año unimos el Cenáculo con Getsemaní, es para comprender cómo nuestro sacerdocio debe estar profundamente vinculado a la oración: enraizado en la oración.

            Se trata, pues, de nuestra vida, de la misma existencia sacerdotal, en toda su riqueza, que se encierra, antes que nada, en la llamada al sacerdocio, y que se manifiesta también en ese servicio de la salvación que surge de ella. Sabemos que el sacerdocio --sacramental y ministerial-- es una participación especial en el sacerdocio de Cristo. No existe sin él y fuera de él: "Sin mi no podéis hacer nada" (Jn 15, 5), dijo Jesús en la última Cena, como conclusión de la parábola sobre la vid y los sarmientos.

            Cuando más tarde, durante su oración solitaria en el huerto de Getsemaní, Jesús se acerca a Pedro, a Juan y a Santiago y los encuentra dormidos, los despierta y les dice: "Vigilad y orad para no caer en tentación" (Mt 26, 41).

            La oración, pues, había de ser para los Apóstoles el modo concreto y eficaz de participar en la "hora de Jesús", de enraizarse en Él y en su misterio pascual. Así será siempre para nosotros, sacerdotes. Sin la oración existe el peligro de aquella "tentación" en la que cayeron por desgracia los Apóstoles cuando se encontraron cara a cara con el "escándalo de la cruz" (cf Ga 5, 1 l).

 

8. En nuestra vida sacerdotal la oración tiene una variedad de formas y significados, tanto la personal, como la comunitaria, o la litúrgica (pública y oficial). No obstante, en la base de esta oración multiforme siempre hay que encontrar ese fundamento profundísimo que pertenece a nuestra existencia en Cristo, como realización específica de la misma existencia cristiana, y más aún, de modo más amplio de la humana. La oración, pues, es la expresión connatural de la conciencia de haber sido creados por Dios, y más aún --como revela la Biblia-- de que el Creador se ha manifestado al hombre como Dios de la Alianza.

            La oración, que pertenece a nuestra existencia sacerdotal, comprende naturalmente dentro de todo lo que deriva de nuestro ser cristianos, o también simplemente del ser hombres hechos "a imagen y semejanza" de Dios. Incluye, además, la conciencia de nuestro ser hombres y cristianos como sacerdotes. Y esto es precisamente lo que quiere descubrir el Jueves Santo, llevándonos con Cristo, después de la última Cena, a Getsemaní. En efecto, allí somos testigos de la oración del mismo Jesús, que precede inmediatamente al cumplimiento supremo de su sacerdocio por medio del sacrificio, de sí mismo en la Cruz. Él, "constituido Sumo Sacerdote de los bienes futuros.... entró una vez para siempre en el santuario... por su propia sangre", (Heb 9, 11-12). De hecho, si bien era sacerdote desde el primer momento de su existencia, sin embargo "llegó a ser" de modo pleno el único sacerdote de la nueva y eterna Alianza mediante el sacrificio redentor, que tuvo su comienzo en Getsemaní. Este comienzo tuvo lugar en un contexto de oración.

 

9. Para nosotros, queridos hermanos, esto es un descubrimiento de importancia fundamental el día del Jueves Santo, al que justamente consideramos como el día del nacimiento de nuestro sacerdocio ministerial en Cristo. Entre las palabras de la institución: "Este es mi Cuerpo que es entregado por vosotros"; "Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros" y el cumplimiento efectivo de lo que esas palabras expresan, se interpone la oración de Getsemaní. ¿Quizá no es verdad que, a lo largo de los acontecimientos pascuales, ella nos lleva a la realidad, también visible, que el sacramento significa y renueva al mismo tiempo?

            El sacerdocio, que ha llegado a ser nuestra herencia en virtud de un sacramento tan estrechamente unido a la Eucaristía, es siempre una llamada a participar de la misma realidad divino-humana, salvífica y redentora, que precisamente por medio de nuestro ministerio debe dar siempre nuevos frutos en la historia de la salvación: "Para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto permanezca" (Jn 15, 16). El santo Cura de Ars, cuyo centenario de su nacimiento estamos celebrando, se nos presenta precisamente como el hombre de esta llamada, reavivando su conciencia también en nosotros. En su vida heroica la oración fue el medio que le permitía permanecer constantemente en Cristo, "velar" con Cristo de cara a su "hora".

            Esta "hora" es decisiva para la salvación de tantos hombres, confiados al servicio sacerdotal y al cuidado pastoral de cada presbítero. En la vida de San Juan María Vianney, esta "hora" se realizó especialmente con su servicio en el confesionario.

 

10. La oración en Getsemaní es como una piedra angular, puesta por Cristo al servicio de la causa "que el Padre le ha confiado": obra de la redención del mundo mediante el sacrificio ofrecido en la Cruz.

            Partícipes del sacerdocio de Cristo, que está unido indisolublemente a su sacrificio, también nosotros debemos poner la Piedra angular de la oración como base de nuestra existencia sacerdotal. Nos permitirá sintonizar nuestra existencia con el servicio sacerdotal, conservando intacta la identidad y la autenticidad de esta vocación, que se ha convertido en nuestra herencia especial en la Iglesia, como comunidad del Pueblo de Dios.

            La oración sacerdotal ―especialmente la Liturgia de las Horas y la adoración Eucarística― nos ayudará a conservar antes que nada la conciencia profunda de que, como «siervos de Cristo», somos de modo especial y excepcional "administradores de los misterios de Dios" (1 Cor 4, 1). Cualquiera que sea nuestra tarea concreta, cualquiera que sea el tipo de compromiso en que desarrollamos el servicio pastoral la oración nos asegurará la conciencia de esos misterios de Dios, de los que somos "administradores", y la llevará a manifestarse en todas nuestras obras.

            De este modo seremos también para los hombres un signo visible de Cristo y de su Evangelio. ¡Queridísimos hermanos! Tenemos necesidad de oración, de oración profunda y, en cierto sentido, "orgánica", para poder ser ese signo. "En esto conocerán todos que sois mis discípulos: si tenéis amor unos para con otros". ¡Sí! Concretamente, ésta es una cuestión de amor, de amor "a los demás"; efectivamente, el «ser», como sacerdotes «administradores de los misterios de Dios», significa ponerse a disposición de los demás y, así, dar testimonio de ese amor supremo que está en Cristo, de ese amor que es Dios mismo.

 

11. Si la oración sacerdotal reaviva esta conciencia y esta actitud en la vida de cada uno de nosotros, al mismo tiempo, de acuerdo con la "lógica" profunda de ser administradores de los misterios de Dios, la oración debe ampliarse y extenderse constantemente a todos aquellos que "el Padre nos ha dado" (cfr. Jn 17, 6).

            Esto es lo que sobresale claramente en la oración sacerdotal de Jesús en el Cenáculo: "He manifestado tu nombre a los hombres que de este mundo me has dado. Tuyos eran y tú me los diste, y han guardado tu palabra" (Jn 17, 6).

            A ejemplo de Jesús, el Sacerdote, "administrador de los misterios de Dios", es Él mismo cuando es "para los demás". La oración le da una especial sensibilidad hacia los demás haciéndolo sensible a sus necesidades, a su vida y a su destino. La oración permite también al sacerdote reconocer a los "que el Padre le ha dado"... Estos son, ante todo, los que, por así decirlo, son puestos por el Buen Pastor en el camino de su servicio sacerdotal, de su labor pastoral. Son los niños, los adultos, los ancianos. Son la juventud, las parejas de novios, las familias, pero también las personas solas. Son los enfermos, los que sufren, los moribundos. Son los que están espiritualmente cercanos, dispuestos a la colaboración apostólica, pero también los lejanos, los ausentes, los indiferentes, muchos de los cuales, sin embargo, pueden encontrarse en una fase de reflexión y de búsqueda. Son los que están mal dispuestos por varias razones, los que se encuentran en medio de dificultades de naturaleza diversa, los que luchan contra los vicios y pecados, los que luchan por la fe y la esperanza. Los que buscan la ayuda del sacerdote y los que lo rechazan.

            ¿Cómo ser sacerdote "para" todos ellos y para cada uno de ellos según el modelo de Cristo? ¿Cómo ser sacerdote "para" aquéllos que "el Padre nos ha dado", confiándonoslos como un encargo? Nuestra prueba será siempre una prueba de amor, una prueba que hemos de aceptar, antes que nada, en el terreno de la oración.

 

            12. Queridos hermanos: Todos sabemos bien cuánto cuesta esta prueba. ¡Cuánto cuestan a veces los coloquios aparentemente normales con las distintas personas! ¡Cuánto cuesta el servicio a las conciencias en el confesionario! Cuánto cuesta la solicitud "por todas las iglesias" (cfr. 2 Cor 11, 28): Sollicitudo omnium ecclesiarum): ya se trate de las «iglesias domésticas» (Cfr. LG, 11), es decir, las familias, especialmente en sus dificultades y crisis actuales; ya se trate de cada persona "templo del Espíritu Santo" (1 Cor 6, 19): de cada hombre o mujer en su dignidad humana y cristiana; y finalmente, ya se trate de una iglesia-comunidad como la parroquia, que sigue siendo la comunidad fundamental, o bien de aquellos grupos, movimientos, asociaciones, que sirven a la renovación del hombre y de la sociedad según el espíritu del Evangelio florecientes hoy en la Iglesia y por los que hemos de estar agradecidos al Espíritu Santo, que hace surgir iniciativas tan hermosas. Tal empeño tiene su "coste", que hemos de sostener con la ayuda de la oración.

            Por lo tanto, la oración nos permitirá, a pesar de muchas contrariedades, dar esa prueba de amor que ha de ofrecer la vida de cada hombre, y de modo especial la del sacerdote. Y cuando parezca que esa prueba supera nuestras fuerzas, recordemos lo que el evangelista dice de Jesús en Getsemaní: “Lleno de angustia, oraba con más insistencia” (Lc 22, 44).

 

13. El Concilio Vaticano II presenta la vida de la Iglesia como peregrinación en la fe (cfr. Const. Dogm. Lumen gentium, 48 ss.). Cada uno de nosotros, queridos hermanos, en razón de su vocación y ordenación sacerdotal, tiene una participación especial en esta peregrinación. Estamos llamados a avanzar guiando a los demás, ayudándolos en su camino como ministros del Buen Pastor. Como administradores de los misterios de Dios debemos, pues, tener una madurez de fe, adecuada a nuestra vocación y a nuestras funciones. Pues, "lo que se busca en los administradores es que sean fieles" (1 Cor 4, 2), desde el momento en que el Señor les confía su patrimonio.

            Por lo tanto, es conveniente que en esta peregrinación de la fe, cada uno de nosotros fije la mirada de su alma en la Virgen María, Madre de Jesucristo, Hijo de Dios. Pues ella --como enseña el Concilio siguiendo a los Padres-- nos «precede» en esta peregrinación (cfr. Const. Dogm. Lumen gentium, 58) y nos ofrece un ejemplo sublime, que he deseado poner también de relieve en mi reciente Encíclica, publicada en vistas al Año Mariano, al que nos estamos preparando.

            En María, que es la Virgen Inmaculada, descubrimos también el misterio de esa fecundidad sobrenatural por obra del Espíritu Santo, por el que ella es «figura» de la Iglesia. En efecto, la Iglesia «se hace también madre mediante la palabra de Dios aceptada con fidelidad, pues por la predicación y el bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios» (Const. Dogm. Lumen gentium, 64), según el testimonio del Apóstol Pablo: "Hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto" (Ga 4, 19); y llega a serlo sufriendo como una madre, que "cuando pare, siente tristeza porque llega su hora; pero cuando ha dado a luz un hijo no se acuerda de la tribulación, por el gozo que tiene de haber venido al mundo un hombre" (Jn 16, 21).

            ¿Acaso este testimonio no toca también la esencia de nuestra especial vocación en la Iglesia? Sin embargo --digámoslo al concluir--, para que podamos hacer nuestro el testimonio del Apóstol, tenemos que mirar constantemente al Cenáculo y a Getsemaní, y volver a encontrar el centro mismo de nuestro sacerdocio en la oración y mediante la oración.

            Cuando, con Cristo, clamamos: "Abbá, Padre", entonces "el Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios" (Rom 8, 15-16). "Y asimismo, también el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene; mas el mismo Espíritu aboga por nosotros con gemidos inenarrables, y el que escudriña los corazones conoce cuál es el deseo del Espíritu" (Rom 8, 26-27).

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Termino como empecé, afirmando la necesidad absoluta de la oración contemplativa-transformativa en el sacerdote. Aquí se fundamenta su grandeza y, a la vez, su pequeñez, toda su vida y  espiritualidad, el todo y la nada de su ser y existir sacerdotal en Cristo, condensado magistralmente en aquellas preciosas palabras, atribuidas a san Agustín, que yo vi escritas y leía muchas veces, sin saber traducirlas, en un cuadro de la sacristía de mi pueblo de Jaraíz de la Vera, cuando era monaguillo en mi parroquia de San Miguel; donde precisamente me hice monaguillo a seguidas de hacer la Primera Comunión, porque mi madre era madre sacerdotal y devotísima del Sagrado Corazón de Jesús, entronizado y rezado todas las noches en casa, antes de dormir, y por esta devoción suya, ella quería que hiciera los primeros viernes, y con tanta devoción los hice, que comulgué no sólo una vez al mes, el primer viernes, sino todos los días de los nueve primeros viernes que había que hacer para morir en gracia de Dios e ir al cielo. Así que lo tengo asegurado, ya que hice un buen seguro a todo riesgo: los primeros viernes: ¡Sagrado Corazón de Jesús, en Vos confío!

¡Gracias, madre, que estás en el cielo! La vocación estuvo primero en tu corazón, y desde allí, como en los semilleros de tabaco y pimiento de nuestra hermosa Extremadura, región de la Vera, pasó a mi corazón y a mi vida. Gracias. Siempre te querré, porque sembraste la semilla de mi sacerdocio in aeternum. Ya lo disfrutaremos juntos en el cielo. Y eternamente. Porque es eterno en Cristo, Sacerdote eterno y único del Altísimo. ¡Qué gloria más grande para vosotros, mis padres, Fermín y Graciana! En mis bodas de oro sacerdotales: ¡Gracias, Cristo Jesús, Sacerdote Único del Altísimo! ¡Gracias, queridísimos padres!

   «O sacerdos, tu qui es?

   Non es a te, quia de nihilo.

   Non es ad te, quia mediator ad Deum.

   Non es tibi, quia sponsus Ecclesiae.

   Non es tuus, quia servus omnium.

   No es tu, quia Deus es.

   Quid ergo es?

   Nihil et omnia,

   o sacerdos».

 

   ¡Oh sacerdote ¿quién eres tú?

   No existes desde ti, porque vienes desde la nada.

   No llevas hacia ti, porque eres mediador hacia Dios.

   No vives para ti, porque eres esposo de la Iglesia.

   No eres posesión tuya, porque eres siervo de todos.

   No eres tú, porque representas a Dios

   ¿Qué eres, por tanto?

   Nada y todo,

   oh sacerdote.

(Si después de meditar este retiro, sientes deseos de profundizar en el tema, puedes pedirme el libro LA NECESIDAD DE LA ORACIÓN EN LA VIDA DEL SACERDOTE (Edibesa, 2009). Será mi regalo en mis bodas de oro sacerdotes)

EJERCICIOS ESPIRITUALES EUCARÍSTICOS-SACERDOTALES

(Los temas y material de estos Ejercicios Espirituales valen para todos los católicos, aunque están hechos mirando especialmente a sacerdotes y consagradas y el orden de su exposición depende del Director y de los Ejercitantes a los que se dirija,)

 

PARROQUIA DE SAN PEDRO.-PLASENCIA.-1966-2018

INDICE

 

 PLÁTICA PARA EMPEZAR LOS EJERCICIOS EUCARÍSTICOS…………………………5

1ª MEDITACIÓ: DIOS ES AMOR……………………………………………………………………10

2ª.- Y ENTREGÓ A SU PROPIO HIJO POR NUESTROS PECADOS…………….….20

3ª.- NECESIDAD DE ORAR PARA ENCONTRAR A CRISTO EUCARISTIA…..…26

4ª.- ORAR ES QUERER AMAR A DIOS SOBRE TODAS LAS COSAS……….…..34

5ª. A.- ITINERARIO DE LA ORACIÓN EUCARÍSTICA…………………………….…….43

5ª. B.- UN  ITINERARIO CONCRETO DE ORACIÓN EUCARÍSTICA………………54

6ª.- A. LA PRESENCIA DE DIOS ENTRE LOS HOMBRES………………………….….72

7ª.- B. LA PRESENCIA DE DIOS ENTRE LOS HOMBRES…………………………....81

8ª.- C. LA PRESENCIA DE DIOS ENTRE LOS HOMBRES………………………..……88

9ª.- LA EUCARISTÍA, MEMORIAL DE LA PASCUA DE CRISTO: A.T………..….94

10ª.- LA EUCARISTÍA, MEMORIAL DE LA PASCUA DE CRISTO N.T…….…..101

11ª.- LA ORACIÓN EUCARÍSTICA, BASE DE LA VIDA Y APOSTOLADO.....111

12ª.- PARTICIPACIÓN RITUAL Y ESPIRITUAL EN LA EUCARISTÍA/A……..…125

13ª.- PARTICIPACIÓN RITUAL Y ESPIRITUAL EN LA EUCARISTÍA/B…....…132

14ª.- SE HIZO OBEDIENTE HASTA LA MUERTE…………………………………..…..139

15ª.- TEOLOGÍA Y ESPIRITUALIDAD DE LA COMUNIÓN/A…………………..….147

16ª.- TEOLOGÍA Y ESPIRITUALIDAD DE LA COMUNIÓN/B…………………….…158

17ª.-  LA EUCARISTÍA, COMO MISA, COMUNIÓN Y PRESENCIA……….......162

18ª.- A ¿POR QUÉ TENEMOS QUE ADORAR EL PAN CONSAGRADO?........165

19ª.- FRUTOS DE LA COMUNIÓN EUCARÍSTICA………………………………….…...173

20ª.- MARÍA Y LA EUCARISTÍA………………………………………………………………..….186

21ª.- LA EUCARISTÍA, LA MEJOR ESCUELA DE ORACIÓN…………………….....196

22ª.- NECESIDAD DE FE VIVA PARA EL ENCUENTRO CON CRISTO……..…..202

23ª.- PARA CONOCER A CRISTO, HABLAR CON ÉL EN EL SAGRARIO..….…209

24ª.- JESUCRISTO EUCARISTÍA, EL MEJOR MAESTRO DE ORACIÓN……....217

25ª.- ORACIÓN Y SANTIDAD EN LA CARTA APOSTÓLICA NMI………………….228

26ª.- BREVE ITINERARIO DE ORACION EUCARÍSTICA……………………..........244

27.-LA PUERTA DEL SAGRARIO ES PUERTA DE ETERNIDAD Y CIELO……….250

28ª.- LA EUCARISTÍA, LA MEJOR ESCUELA DE SANTIDAD, N.M.I…………....248

29ª.-ORAR ES QUERER CONVERTIRSE A DIOS EN TODASLAS COSAS…..…264

30ª.- ESPIRITUALIDAD DE LA PRESENCIA EUCARÍSTICA…………………..…....271

31ª.- FRUTOS Y FINES DE LA EUCARISTÍA………………………………..…….………..282

32ª.- FRUTOS Y FINES DE LA EUCARISTÍA…………………………………………………295

33ª.- FRUTOS Y FINES DE LA EUCARISTÍA………………………………………………..299

34ª.- FRUTOS Y FINES DE LA EUCARISTÍA………………………………….………….…303

35ª.- ESPIRITUALIDAD DE LA PRESENCIA EUCARÍSTICA…………………...…..312

36ª.- SENTIMIENTOS DE LA COMUNIÓN EUCARÍSICA ………………………...….317

37ª. CENA DEL APOCALIPSIS: “MIRA QUE ESTOY A LA PUERTA”….….….….325

38ª.- HOMILÍAS EUCARÍSTICAS…………………………………………………………..…...330

39ª.- HOMILÍAS EUCARÍSTICAS………………………………………………………….……..334

40ª.- HOMILÍAS EUCARÍSTICAS ……………………………………………………….……….347

FOLLETO DE LA ADORACIÓN EUCARÍSTICA……………………………………………….356

ADVERTENCIA

ESTOS EJERCICIOS ESPIRITUALES EUCARÍSTICOS OFRECEN MATERIAL SUFICIENTE PARA SACERDOTES Y SEGLARES; POR ESO EL ORDEN EN QUE EL AUTOR LOS HA DESARROLLADO ES UN ORDEN GENERAL Y VALEDERO PARA TODOS, SEGLARES O RELIGIOSOS. CUANDO TÚ TENGAS QUE DARLOS O VIVIRLOS, DEBES ORDENARLO TODO SEGÚN TU CONVENIENCIA O DE LOS QUE VAN A RECIBIRLOS.

EJERCICIOS ESPIRITUALES EUCARÍSTICOS

PARA CONOCER Y AMAR MÁS A JESUCRISTO EUCARISTÍA

EMPECEMOS SALUDANDO AL SEÑOR SACRAMENTADO:

¡ADORADO SEA EL SANTÍSIMO SACRAMENTO DEL ALTAR:

SEA POR SIEMPRE BENDITO Y ALABADO!

      (REZO DE LA ESTACIÓN MAYOR ANTE EL SAGRARIO O CUSTODIA)

PLÁTICA INTRODUCTORIA

 

       QUERIDOS HERMANOS SACERDOTES:Todos sabemos, por clásica, la definición de Santa Teresa sobre oración: «No es otra cosa oración mental, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (V 8,5). Parece como si la santa hubiera hecho esta descripción mirando al sagrario, porque allí es donde está más presente el que nos ama: Jesucristo vivo, vivo y resucitado. De esta forma, Jesucristo presente en el sagrario, se convierte en el mejor maestro de oración, y el sagrario,  en la mejor escuela.

       Tratando muchas veces a solas de amistad con Jesucristo Eucaristía, casi sin darnos cuenta nosotros, Ael que nos ama@nos invita a seguirle y vivir su misma vida eucarística, silenciosa,  humilde, entregada a todos por amor extremo, dándose pero sin  imponerse... Y es así como la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de santidad, de unión y vivencia de los sentimientos y actitudes de Cristo. Esto me parece que es la santidad cristiana. De esta forma,  la escuela de amistad pasa a ser escuela de santidad. Finalmente y  como consecuencia lógica, esta  vivencia de Cristo eucaristía, trasplantada a nosotros por la unión de amor  y la experiencia, se convierte o nos transforma en llamas de amor viva y apostólica: la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de apostolado.

       Pues bien, de esto voy a tratar entre vosotros estos días; estas meditaciones o charlas quieren ser una ayuda para recorrer este camino de encuentro con Jesucristo Eucaristía en  trato de amistad, pero de forma directa y vivencial, de tú a tú, a pecho descubierto, sin trampas ni literaturas. No quieren ser charlas teóricas sobre Eucaristía, oración, santidad…quieren ser meditaciones de vida sobrenatural, quieren ser itinerario de  encuentro personal con Jesucristo Eucaristía.

       Por eso, el título de todo lo que os diga en estos días podía ser EUCARÍSTICAS, VIVENCIAS EUCARÍSTICAS, que  es el nombre, que, hace más de cuarenta años,  puse en la primera página de un cuaderno de pastas grises y folios a cuadritos. Me lo llevaba siempre a la iglesia, en los primeros años de mi sacerdocio, porque así me lo habían enseñado - contemplata aliis tradere, - para anotar las ideas,  que Jesús Eucaristía me inspiraba desde el Sagrario, para predicar luego a mis feligreses lo que había contemplado. Más bien eran vivencias, sentimientos, fuegos y llamaradas de corazón, que yo traducía luego en ideas para predicar mis homilías . De aquí el nombre que puse a mi primer libro: EUCARÍSTICAS (VIVENCIAS).En definitiva no hacía otra cosa que imitar su comportamiento, cuando al empezar su vida pública en Palestina,  llamó a los que quiso, a los Apóstoles, como nos dicen los Evangelios, para que estuvieran con Él y enviarlos a predicar.”

       Desde el Sagrario he escuchado muchas veces al Señor que me decía, nos dice: “Vosotros sois mis amigos”, “me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”, “ya nos os llamo siervos, porque todo lo que he oído a mi Padre, os lo he dado a conocer, a vosotros os llamo amigos,” “yo doy la vida por mis amigos@ANadie ama más que aquel que da la vida por los amigos”.

       Esta amistad salvadora para con nosotros ha sido el motivo principal de su Encarnación y de la Eucaristía, que es una encarnación continuada. Y esto es lo que busca siempre en cada misa y comunión y desde cualquier sagrario de la tierra: salvarnos desde la cercanía de una amistad recíproca. Y esto es también lo que pretendo recordaros en estas conversaciones: que Jesucristo está vivo, vivo y resucitado en la Eucaristía y busca nuestra amistad, no porque Él necesite de nosotros, Él es Dios, ¿qué le puede dar el hombre que El no tenga? sino porque nosotros necesitamos de Él, para realizar el proyecto maravilloso de eternidad dichosa y feliz, que la Stma. Trinidad tiene  proyectado sobre cada uno de nosotros y por el cual existimos y por el cual existe la Eucaristía y Jesucristo se quedó con nosotros en el Sagrario y hacia el cual caminamos y será nuestro primer tema de meditación.

       Ya no podemos renunciar a este proyecto, porque si existimos, ya no dejaremos de existir; los que tenemos la dicha de vivir, ya no moriremos, somos eternidad, aquí nadie  muere ya, somos eternidad iniciada en el tiempo para fundirse en la misma eternidad de Dios Trino y Uno. De aquí la gravedad de los abortos y de la increencia y del pecado y de la lejanía de Dios y de equivocarse en el camino que nos conduce al encuentro con el Dios eterno, porque el que se equivoque, se va a equivocar para siempre, para siempre, para siempre. Es que somos eternos. Mi vida es más que esta vida, el hombre es más que hombre, es un misterio, que sólo Dios Trino y Uno conoce, porque nos ha creado a su imagen y semejanza y todo esto nos lo ha revelado por la Palabra hecha carne, que es su propio Hijo, enviado para llevarnos a esta plenitud de vida en Dios Trino y Uno.

       ¡Qué grande ser hombre, existir, conocerlo por la fe, amarlo y esperar el encuentro con Él por la esperanza sobrenatural, que el culmen de la fe! ¡Qué suerte, qué predilección de Dios, qué grandeza para los llamados!  “En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres”. Ahora comprendo la Eucaristía, ahora comprendo lo que vale cada hombre, no he sido yo, ha sido Dios quien ha puesto el precio y qué alto: toda la sangre y la vida de Cristo; la Eucaristía es el precio que yo valgo, el proyecto y el amor que Dios tiene al hombre, el amor de Cristo a los suyos, todos los hombres, con amor extremo, hasta dar la vida, en obediencia total al Padre....Por eso, meditando todo esto, con qué amor voy a celebrar la eucaristía, con qué hambre y sed la voy a comer, con qué ternura y piedad y cuidado voy a tocar y  venerar a Cristo vivo, vivo y presente en cada Sagrario Esta amistad, como todas, tiene un itinerario, unas etapas, unas exigencias, una correspondencia, un abrazo y una fusión de amor y de unión total. Con toda  humildad y verdad  esto es lo que quiero desarrollar y describiros, en la medida de mis conocimientos y posibilidades, en estos días.

       Supuesto el fundamento bíblico-teológico-dogmático de la Eucaristía, sobre lo que hay mucho escrito y algo diremos nosotros, para poner cimiento firme a estas meditaciones eucarísticas, yo he querido más bien hablar de Jesucristo Eucaristía en línea de experiencia de amistad particular con Él, sentida y vivida por medio de la oración eucarística, personal y litúrgica, porque es lo que me interesa y necesitamos todos, vosotros y yo, el mundo y la Iglesia. ¿Para qué quiero tener una licenciatura en Teología, un doctorado incluso en Cristología, en Eucaristía, si no tengo experiencia de Él, si no sentimos  su presencia y su amor, que nos demuestren que Cristo verdaderamente existe y es verdad, si no siento dentro de mí su misma vida y sentimientos, viviendo así en plenitud nuestra fe y cristianismo, nuestro injerto bautismal, nuestro sacerdocio, nuestra vida religiosa, nuestro compromiso y misión,  nuestro  presente y eternidad?

       Este camino tiene sus particularidades y singularidades; la mayor de todas, tal vez, es que se trata de un amigo, que está invisible para los ojos de la carne, lo cual, para un primerizo, es una gran dificultad, pero si se deja guiar por otros, que ya hayan hecho el recorrido, resulta más fácil caminar en esta no visibilidad primera de la persona amada, en la oscuridad de la fe, único camino para encontrarnos con El, porque la fe es la luz de Dios, es como un rayo del sol,  dirá infinidad de veces S. Juan de la Cruz, que supera nuestro entendimiento y facultades, y si le miramos de frente, directamente, nos ciega, por la abundancia y exceso de luz.     Para el encuentro eucarístico, para la oración eucarística, como para todo camino, es bueno tener guías, que hayan hecho este recorrido verdaderamente, no sólo teóricamente, y que nos vayan orientando, especialmente en etapas de oscuridad de la fe y de la esperanza en el desierto de la vida, que necesariamente tenemos que atravesar  hasta llegar a la amistad total, a la tierra prometida;  en fin,  se trata de recorrer un camino verdadero, no meramente imaginativo, sino de fe y de vida, recorrido ya por mucha gente cristiana, desde los primeros tiempos, desde la misma presencia de Cristo en Palestina. Por eso, lo primero de todo será la fe, fe eucarística; lo será siempre, pero, sobre todo, en los comienzos de esta amistad; esta fe hay que pedirla y cultivarla mucho, hay que pasar de una fe heredada de nuestros padres, sacerdotes, superiores, a una fe personal, que nos lleve a la experiencia del misterio eucarístico. Y todo esto por la oración personal, en encuentros continuos con Jesús Eucaristía, en diálogo permanente de amistad con Él desde el Sagrario, donde tantas cosas nos está diciendo en silencio, en humildad, sin imponerse, sólo con su presencia de amor.

       De todo esto hablaremos en estos días. Unido a la fe vivencial, a la experiencia de Cristo Eucaristía, tiene que ir el amor, la oración, la conversión... Estos tres verbos: ORAR-AMAR-CONVERTIRSE, tienen que ir siempre unidos y para mí tienen el mismo significado y se conjugan igual y el orden no altera el producto, pero siempre en línea de experiencia de Cristo vivo, vivo y resucitado, principalmente, en relación con la Eucaristía como Misa, como Comunión y como Presencia de amistad.

       En uno de mis libros digo algo que sirve para todo lo que escriba o hable de Cristo, especialmente de Cristo Eucaristía: estas meditaciones que os dirijo, estas páginas que escribo fueron escritas  mirando al sagrario. Me gustaría que, si fuera posible, así también fueran leídas o meditadas: a los pies del Maestro, como María en Betania. Es que tengo la impresión de que ahí radica toda su fuerza. Este libro quiere ser una sencilla ayuda para el encuentro con Jesucristo Eucaristía. Si os sirven para esto, (adorado sea el santísimo sacramento del altar!

       Recuerdo como si fuera hoy mismo la primera «Eucarística» (vivencia), que escribí junto al sagrario de mi primer destino apostólico, un pueblo pequeñito de mi Diócesis de Plasencia, Robledillo de la Vera, Cáceres, 350 habitantes: «Señor, Tú sabías que serían muchos los que no creerían  en Ti, Tú sabías que muchos no te seguirían ni te amarían en este sacramento, Tú sabías que muchos no tendrían hambre  de tu pan ni de tu amor ni de tu presencia eucarística, Tú sabías que el sagrario sería un trasto más de la Iglesia, al que se le ponen flores y se le adorna algunos días de fiesta ... Tú lo sabías todo... y, sin embargo, te quedaste;  te quedaste para siempre en el pan consagrado, como amor inmolado por todos, como comida de amor para todos,  como presencia de  amistad ofrecida  a tus sacerdotes, a tus seguidores, a todos los hombres..... Gracias, Señor, qué bueno eres, cuánto nos amas... verdaderamente nos amaste hasta el extremo, hasta el extremo de tus fuerzas y amor, hasta el extremo del tiempo, del olvido y de todo.

       Muchas veces te digo: Señor, si Tú sabías de nuestras rutinas y faltas de amor, de  nuestros abandonos y faltas de correspondencia y, a pesar de todo, te quedaste, entonces, Señor, no mereces compasión.., porque tu lo sabías, Tú lo sabías todo...y, sin embargo,  te quedaste... Qué emoción siento, Señor, al contemplarte en cada sagrario, siempre con el mismo amor, la misma entrega...eso sí que es amar hasta el extremo de todo y del todo. Qué bueno eres, cuánto nos quieres, Tú sí que amas de verdad, nosotros no entendemos de las locuras de tu amor, nosotros somos más calculadores... nosotros somos limitados en todo.

       Señor, por qué me amas tanto,  por qué me buscas tanto, por que te humillas tanto, por que te rebajas tanto... hasta hacerte no solo hombre sino una cosa , un poco de pan por mí... Señor, pero qué puedo  darte  yo que Tú no tengas...qué puede darte el hombre.... Si Tú eres Dios, si Tú lo tienes todo... no me entra en la cabeza, no encuentro respuesta, no lo comprendo, Señor, sólo hay una explicación: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”.

       Nos amaste hasta el extremo, cuando en el seno de la Santísima Trinidad te ofreciste al Padre por nosotros: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad” y la cumpliste   en la Ultima Cena, anticipando tu pasión y muerte por nosotros,  cuando temblando de emoción, con el pan en las manos, te entregaste en sacrificio y comida y presencia permanente por todos:  “Tomad y comed, esto es mi cuerpo... Tomad y bebed esta es mi sangre...”

       En tu corazón eucarístico está vivo ahora y presente todo este amor, toda esta entrega, toda esta emoción, Bla he sentido muchas veces,B  la ofrenda de tu vida al Padre y a los hombres, que te llevó a la Encarnación, a la pasión, muerte y resurrección, para que todos tuviéramos la vida nueva del resucitado y entrar así con El  en el círculo del amor trinitario del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo... y también para que nunca dudásemos de la verdad de tu amor y de tu entrega. Gracias, gracias, gracias, Señor...¡Átame, átanos para siempre a tu amor, a tu Eucaristía, a la sombra de tu sagrario, para que comprendamos y correspondamos a la locura de tu amor».  

PRIMERA MEDITACIÓN

“DIOS ES AMOR.…”

       Queridos hermanos: Estos días quiero hablaros de Jesucristo Eucaristía; de Jesucristo, sacramentado por amor en el Sagrario. Este amor de Jesucristo a los hombres existió ya antes de encarnarse en el seno purísimo de la Hermosa Nazarena, de la Virgen bella, de nuestra Madre el alma: María. Porque Jesucristo es el Hijo de Dios y el amor de Jesucristo aquí presente y hecho sacramento de Amor es el amor que como Dios y como hombre nos tiene, o si queréis, es el amor que nos tiene desde el Seno de la Santísima Trinidad. Fue ese amor divino de Espíritu Santo el que le llevó a encarnarse en carne humana para salvarnos y llevarlos a la amistad total con su Padre Dios. El Hijo de Dios vio entristecido al  Padre, porque el hombre había roto por el pecado de Adán el proyecto de eternidad dichosa y feliz con Dios, y por amor a su Padre y por amor a los hombres le dijo: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad…” Y la voluntad del Padre es la que nos expresa muchas veces Él en el Evangelio: “Yo he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad sino la voluntad del que me ha enviado. Esta es la voluntad del que me ha enviado, que no pierda nada de lo que me dio sino que lo resucite en el último día; Esta es la voluntad de mi Padre, que está en el cielo, que todo el que ve al Hijo y cree en Él tenga vida eterna y yo lo resucitaré en el último día.” “Yo he bajado del cielo no para hacer mi voluntad sino la voluntad del que me ha enviado…”

       Él sabía muy bien cuál era esta voluntad del Padre, para eso había venido a la tierra,  y por eso fijaos bien, cuando Pedro quiere apartarle de esta voluntad del Padre, Cristo llama “Satanás” a Pedro por quererle alejar del proyecto del Padre, que le lleva a pasar por la pasión y la muerte para llevarnos a todos a la resurrección y la vida eterna. Son los evangelios de estos domingos 21 y 22 del ciclo A:

“Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Tomando la palabra Simón Pedro, dijo: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Y Jesús, respondiendo, dijo: Bienaventurado tú, Simón Bar Jona, porque no es la carne ni la sangre quien esto te lo ha revelado, sino mi Padre, que está en los cielos. Y yo te digo  a ti que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia....

Segunda parte: Jesús comienza a explicar a sus discípulos en qué consiste ser el Mesías liberador y salvador de los hombres, que ellos, como todo el pueblo judío, concebían un Mesías político y puramente terreno: “Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén para sufrir mucho de parte de los ancianos, de los príncipes de los sacerdotes y de los escribas, y ser muerto, y al tercer día resucitar. Pedro, tomándole aparte, se puso a amonestarle, diciendo: No quiera Dios que esto suceda. Pero Él, volviéndose, dijo a Pedro: Retírate de mí, Satanás; tú me sirves de escándalo, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres. Entonces dijo Jesús a sus discípulos: El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la hallará”(Mt 16,16-25).

 

       En el Evangelio que acabamos de leer está muy clara la intención de Mateo: demostrar que Jesús es el Mesías que cumple la voluntad del Padre. Pero su mesianismo no es de poder político, religioso, económico, es una mesianismo de amor y paz y amor entre Dios y los hombres; el reino de Dios que Él ha venido a predicar y realizar es un reino donde Dios debe ser el único Dios de nuestra vida, a quien debemos adorar y someternos con humildad a su voluntad, aunque ésta nos lleva a la muerte del «yo».

       El proyecto del Padre, la voluntad del Padre que Jesús ha venido a realizar es “tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio Hijo para  que no perezca ninguno de los que creen en Él sino que tengan vida eterna… porque Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo sino para salvar al mundo, a todos los que crean en Él.”

       Por eso, en el Sagrario, en la Eucaristía, está también el amor del Padre que nos envía al Hijo, todo el amor del Hijo que realizó su voluntad y proyecto de amor, y ese amor en mayúscula es Amor de Espíritu Santo, es el Espíritu Santo; está, por tanto, toda la Trinidad, que es Amor. Y esto no es devoción personal, esto es teológico, litúrgico y evangelio verdadero.

       Y por eso y para esto vino Cristo, y por esto se encarnó, y  vivió, predicó y murió y resucitó y por eso permanece aquí en el Sagrario y en la Eucaristía como misa y comunión, para cumplir la voluntad del Padre, que es nuestra salvación y felicidad eterna. En la Eucaristía está Cristo entero y completo, desde que en el seno de la Trinidad con amor de Espíritu Santo le dijo al Padre que vendría a la tierra para salvar a los hombres hasta que conseguido este objetivo, que es como una nueva creación, una recreación del proyecto primero de amistad total con Dios, subió a los cielos y está sentado a la derecha del Padre como Cordero inmolado y degollado por amor a Dios y a los hombres, lleno de gloria y adoración, por este amor extremo. Todo lo que Cristo dijo e hizo y amó, todo Cristo entero y completo, Dios y hombre, tiempo y eternidad, está aquí en el pan consagrado. Está el Cristo glorioso y  triunfante del cielo, el Cristo sentado a la derecha del Padre, esto es, igual al Padre, está con su humanidad totalmente Verbalizada, identificada con el Verbo de Dios, y esa divinidad y esa humanidad es la que está ahora mismo aquí presente, en el pan  bendito.

       Por eso, para hablar de este Amor Sacramentado o de Jesucristo Eucaristía o de Jesucristo sacramentado por Amor, como este Amor es divino antes que humano, o si queréis es amor divino que se encarna primero en carne y luego en un poco de pan, vamos a hablar de él, de este amor de Dios en el Seno de la Santísima Trinidad antes de encarnarse, vamos a hablar del Amor de Dios, del Amor trinitario sacramentado por Jesucristo en el pan consagrado. No olvidar nunca que Jesucristo es Dios y que me amó primero como Dios que como hombre, porque se hizo hombre y predicó y murió precisamente porque me amó como Dios y esto le hizo tomar la naturaleza humana y venir a la tierra para salvar a la humanidad de la lejanía de Dios, del pecado.

       Jesucristo aquí sacramentado por amor es el Hijo de Dios, es Dios mismo, el Dios Creador y Salvador, el Dios único, principio y fin de todo lo que existe. Y San Juan nos dice de este Dios, principio y fin de todo: “Dios es amor” es decir, Dios es amor, su esencia es amar y si dejara de amar dejaría de existir…

 

POR ESO SI ALGUIEN ME PREGUNTA, OS PREGUNTA: ¿POR QUÉ EL HOMBRE TIENE QUE AMAR A DIOS, POR QUÉ TENGO QUE AMAR A JESÚS EUCARISTÍA, ADORARLE Y AMARLE EN EL SAGRARIO, EN LA MISA, EN LA COMUNIÓN? LA RESPUESTA ES FÁCIL: PORQUE ÉL, DIOS, NOS AMÓ PRIMERO

 

“En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados”(1Jn 4,10).

 

SI EXISTO, ES QUE DIOS ME AMA Y ME HA LLAMADO A COMPARTIR  CON ÉL  SU MISMO GOZO ESENCIAL Y TRINITARIO POR TODA LA ETERNIDAD

 

       El texto citado anteriormente tiene dos partes principales: la primera: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que él nos amó ...” -- primero--, añade la lógica de sentido. Expresa este versículo el amor de Dios Trino y Uno manifestado en la primera creación. En la segunda parte“ y envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados” nos revela  que, una vez creados y caídos, Dios nos amó en la segunda creación, en la recreación, enviando a su propio Hijo, que muere en la cruz para salvarnos.      

       El sacrificio de la cruz, sacrificio de la Nueva y Eterna Alianza y Amistad con Dios, que Cristo anticipó instituyéndolo proféticamente en la Última Cena y que se hace presente en cada Eucaristía y permanece en oblación perenne en la Presencia Eucarística, es la señal manifiesta del amor extremo del Padre, que lo entrega hasta la muerte por nosotros, y del Hijo, que libremente acepta esta voluntad del Padre. Es el misterio pascual, programado en el mismo consejo trinitario, para manifestar más aún la predilección de Dios para con el hombre. Ese proyecto, realizado luego por el Hijo Amado, es tan maravilloso e incomprensible en su misma concepción y realización, que la liturgia de la Iglesia se ve obligada a Ablasfemar@en los días de la Semana Santa, exclamando:  «Oh felix culpa...», oh feliz culpa, oh feliz pecado del hombre, que nos mereció un tal salvador y una salvación tan maravillosa.     

       Y el mismo S. Juan vuelve a repetirnos esta misma idea del amor trinitario, al manifestarnos que el Padre nos envió a su Hijo, para que tengamos la misma vida, el mismo amor, las mismas vivencias, por participación, de la Santísima Trinidad: “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de él” (1 Jn 4,10). Simplemente añade que no sólo nos lo envía como salvador, sino para que vivamos como el Hijo vive y amemos como el Hijo ama y es amado por el Padre, para que de tal manera nos identifiquemos con el Amado, que tengamos sus mismos conocimientos y amor y vida, hasta el punto de que el Padre no note diferencia entre Él y nosotros y vea en nosotros al Amado, al Unigénito, en el que tiene puestas todas sus complacencias.

       Sigue S. Juan: “Ytodo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios...” (1Jn 4,7). (Qué maravilla! El amor viene de Dios y, al venir de Dios, nos engendra como hijos suyos, para vivir su misma vida trinitaria, y con ese mismo amor que Él nos ama, le amamos nosotros también a Él, porque nosotros no podemos amarle a Él, si Él no nos ama primero; y es entonces cuando nosotros podemos  amarle con el mismo amor que Él nos ama, devolviéndole y reflectando hacia Él ese mismo amor con que Él nos ama y ama a todos los hombres; y con este amor también podemos amar a los hermanos, como Él los ama y así amamos al Padre y al Hijo como ellos se aman y aman a los hombre. Y ese amor es su Amor personal infinito, que es el Espíritu Santo que nos hace hijos en el Hijo, y en la medida que nos hacemos Hijo y Palabra y Verbo, hacemos la paternidad del Padre por la aceptación de filiación en el Verbo: “Queridos hermanos: Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros. A Dios nadie lo ha visto nunca. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud. En esto conocemos que permanecemos en él y él en nosotros. En que nos ha dado de su Espíritu” (1Jn 4,11-14).

       ¡Vaya párrafo! Como para ponerlo en un cuadro de mi habitación. Viene a decirnos que todo es posible, porque nos ha dado su mismo Espíritu Santo, su Amor Personal, que es tan infinito en su ser y existir, que es una persona divina, tan esencial que sin ella no pueden vivir y existir el Padre y el Hijo, porque es su vida-amor-felicidad que funde a los tres en la Unidad, en la que entra el alma, cada uno de los seres creados, por ese mismo Espíritu, comunicado al hombre por  gracia, para que pueda comunicarse con el Padre y el Hijo por el Amor participado, que es la misma vida y alma de Dios Uno y Trino.

       Dice S. Juan de la Cruz: «Porque no sería verdadera y total transformación si no se transformase el alma en las Tres Personas de la Santísima Trinidad en revelado y manifiesto grado... Y esta tal  aspiración del Espíritu Santo en el alma, con que Dios la transforma en sí le es a ella de tan subido y delicado y profundo deleite, que no hay que decirlo por lengua mortal...; porque el alma unida y transformada en Dios aspira en Dios a Dios las misma aspiración divina que Dios, estando ella en Él transformada, aspira en si mismo a ella... Y no hay que tener por imposible que el alma pueda una cosa tan alta, que el alma aspire en Dios como Dios aspira en ella por modo participado. Porque dado que Dios la haga la merced de unirla en la Santísima Trinidad, en que el alma se hace deiforme y Dios por participación, )qué increíble cosa es que obre ella también su obra de entendimiento, noticia y amor, o, por mejor decir, la tenga obrada en la Trinidad juntamente con ella como la misma Trinidad? Pero por modo comunicado y participado, obrándolo como Dios en la misma alma; porque es estar transformada en las Tres Divinas Personas en potencia, sabiduría y amor, y en esto es semejante el alma a Dios; y para que pudiese venir a esto la crió a su imagen y semejanza» (Can B 39, 4).

       Y todo esto y lo anterior y lo posterior que se pueda decir, dentro y fuera de la Trinidad, todo es “Porque Dios es Amor”.

       A mi me alegra pensar que hubo un tiempo en que no existía nada, solo Dios, Dios infinito al margen del tiempo, de ese tiempo, que nos mide a todo lo creado en un antes y después, porque Él existe desde siempre. Por eso, en esto del ser y existir como  en el amor, la iniciativa siempre es de Dios. El hombre, cualquier criatura, cuando mira hacia Dios, se encuentra con una mirada que le ha estado mirando con amor desde siempre, desde toda la eternidad. Todo amor en el hombre es reflejo. No existía nada, solo Dios.

       Y este Dios, que por su mismo ser infinito es inteligencia, fuerza, poder..., cuando S. Juan quiere definirlo en una sola palabra, nos dice: “Dios es amor”. Su esencia es amar, si dejara de amar, dejaría de existir. Podía decir S. Juan también que Dios es fuerza infinita, inteligencia infinita, porque lo es, pero él prefiere definirlo así para nosotros, porque así nos lo ha revelado su Hijo, Verbo y Palabra Amada, en quien el Padre se complace eternamente. Por eso nos lo envió, porque era toda su Verdad, toda su Sabiduría, todo lo que Él se sabe y quiere que sepamos de Él por Sí mismo y a la vez es el Amado, lo que más quería. Y también nos lo entregó: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su propia Hijo” porque quiere que vivamos su misma vida trinitaria de Padre y así gozarse también en nosotros y nosotros en Él, al estar nosotros identificados con su Unigénito, en el que eternamente se goza de estar engendrando como Padre con  Amor Personal de Espíritu Santo. Y así es como entramos nosotros en el círculo del Amor o triángulo de la Vida Trinitaria.

       Y este Dios tan infinitamente feliz en sí y por sí mismo, entrando dentro de su mismo ser infinito, viéndose tan lleno  de amor, de hermosura, de belleza, de felicidad, de eternidad, de gozo, piensa en otros posibles seres para hacerles partícipes de su mismo ser, amor, para hacerles partícipes de su misma felicidad. Se vio tan infinito en su ser y amor, tan lleno de luz y resplandores eternos de gloria, que a impulsos de ese amor en el que se es  y subsiste, piensa desde toda la eternidad en  crear al hombre con capacidad de amar y ser feliz con Él, en Él  y por Él y como Él.

       Dios quiere darse esencialmente, como Él es en su esencia, que es Amor; quiere darse y recibirse en otros seres, que lógicamente han de recibirlo por participación de este ser esencial suyo, para que ellos también puedan entrar dentro de este círculo trinitario.  Y por eso crea al hombre “a su imagen y semejanza”; palabras estas de la Sagrada Escritura, que tiene una profundidad infinitamente mayor que la que ordinariamente se le atribuye. Dios creó al hombre por amor y para el amor. La vida  la felicidad del hombre es como la de Dios: amar y sentirse amado.

       El hombre ha sido soñado por el amor de Dios. Es un proyecto amado de Dios: “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuéramos santos e irreprochables ante Él por el amor. Él nos ha destinado en la persona de Cristo por pura iniciativa suya a ser sus hijos para que la gloria de su gracia que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo redunde en alabanza suya... El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia ha sido un derroche de su voluntad. Este es el plan que había proyectado realizar por Cristo, cuando llegase el momento culminante, recapitulando en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra” (Ef 1,3.10).

SI EXISTO, ES QUE DIOS ME AMA.

     

        Ha pensado en mí. Ha sido una mirada de su amor divino, la que contemplándome en su esencia infinita, llena de luz y de amor, me ha dado la existencia como un cheque firmado ya y avalado para vivir y estar siempre con Él, en una eternidad dichosa, que ya no se acabará nunca y que ya nadie puede arrebatarme porque ya existo, porque me ha creado primero en su Palabra creadora y luego recreado en su Palabra salvadora.“Nada se hizo sin ella... todo se hizo por ella” (Jn 1,3). Con un beso de su amor, por su mismo Espíritu,  me da la existencia, esta posibilidad de ser eternamente feliz en su ser amor dado y recibido, que mora en mí.

 

       SI EXISTO, ES QUE DIOS ME HA PREFERIDO a millones y millones de seres que no existirán nunca, que permanecerán en la no existencia, porque la mirada amorosa del ser infinito me ha mirado a mí y me ha preferido...Yo he sido preferido, tú has sido preferido; hermano, estímate, autovalórate, apréciate; Dios te ha elegido entre millones y millones que no existirán. Qué bien lo expresa S. Pablo: “Hermanos, sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien: a los que ha llamado conforme a su designio. A los que había escogido, Dios los predestinó a ser imagen de su Hijo para que Él fuera el primogénito de muchos hermanos. A los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó” (Rom 8, 28.3). Es un privilegio el existir. Expresa, indica que Dios te ama, piensa en ti, te ha preferido. Ha sido una mirada amorosa del Dios infinito, la que contemplando la posibilidad de existencia de millones y millones de seres posibles, ha pronunciado mi nombre con ternura y  me ha dado el ser humano. !Qué grande es ser, existir, ser hombre, mujer! Dice un autor de nuestros días: «No debo, pues, mirar hacia fuera para tener la prueba de que Dios me ama; yo mismo soy la prueba. Existo, luego soy amado».(G. Marcel). Para nosotros, creyentes, ser, existir es ser amados.

 

       SI EXISTO, YO VALGO MUCHO, porque todo un Dios me ha valorado y amado y señalado  con su dedo creador. (Qué bien lo expresó Miguel Ángel en la capilla Sixtina! ¡Qué grande eres, hombre! Valórate. Y valora a todos los vivientes, negros o amarillos, altos o bajos. Todos han sido singularmente amados por Dios. No desprecies a nadie. Dios los ama y los ama por puro amor, por puro placer de que existan para hacerlos felices eternamente, porque Dios no tiene necesidad de ninguno de nosotros. Dios no crea porque nos necesite. Dios crea por amor, por pura gratuidad, Dios crea para llenarnos de su vida.

       Con qué respeto, con qué cariño nos tenemos que mirar unos a otros, porque fíjate bien: una vez que existimos, ya no moriremos nunca, nunca... somos eternos. Aquí nadie muere. Los muertos están todos vivos. Si existo, yo soy un proyecto de Dios, pero un proyecto eterno. Ya no caeré en la nada, en el vacío ¡Qué alegría existir, qué gozo ser viviente! Mueve tus dedos, tus manos; si existes, no morirás nunca. Mira bien a los que te rodean. Vivirán siempre. Somos semejantes a Dios, por ser amados por Dios.

       Desde aquí debemos echar  una mirada a lo esencial de todo apostolado auténtico y cristiano, a la misión transcendente y llena de responsabilidad que Cristo ha confiado a la Iglesia: todo hombre es una eternidad en Dios, aquí nadie muere, todos vivirán eternamente, o con Dios  o sin Dios. Por eso, qué terrible responsabilidad tenemos cada uno de nosotros con nuestra vida. Desde aquí  se comprende mejor lo que valemos: la pasión,  muerte,  sufrimientos y resurrección de Cristo. El que se equivoque, se equivocará para siempre, para siempre, para siempre, terrible responsabilidad para cada hombre y  terrible sentido y profundidad de la misión confiada a todo sacerdote, a todos los apóstoles de Jesucristo, por encima de todos los bienes creados y efímeros de este mundo. Si se tiene fe, si se cree en el Viviente, en la eternidad, hay que trabajar sin descanso y con conceptos claros de apostolado y eternidad por la salvación de todos y cada uno de los hombres. No estoy solo en el mundo, alguien ha pensado en mí, alguien me mira con ternura y cuidado; aunque todos me dejen; aunque nadie pensara en mí; aunque mi vida no sea brillante para el mundo o para muchos,  Dios me ama, me ama, me ama, y siempre me amará. Por el hecho de existir, ya nadie podrá quitarme esta gracia y este don.

 

       SI EXISTO, ES QUE ESTOY LLAMADO A SER FELIZ ETERNAMENTE, a amar y ser amado por el Dios Trino y Uno. Éste es el fín del hombre. Y por eso su gracia es ya vida eterna, que empieza aquí abajo y los santos y los místicos la desarrollan tanto, que no se queda en semilla como en mí, sino que florece en eternidad anticipada, como los cerezos de mi tierra en primavera. “En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, os lo diría, porque voy a prepararos el lugar. Cuando yo me haya ido y os haya preparado el lugar, de nuevo volveré  y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy estéis también vosotros”  (Jn 14,2-4).“Padre, los que tú me has dado, quiero que donde esté yo estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria, que tú me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo” (Jn 17, 24).

       Y todo esto que estoy diciendo de mi propia existencia, tengo que ponerlo también en la existencia de mis hermanos. Y esto da hondura y seriedad y responsabilidad eterna a mi sacerdocio y me anima a trabajar sin descanso por la salvación eterna de mis hermanos los hombres. ¡Qué grande es el misterio de Cristo, de la Iglesia! No quiero ahora ni tocarlo. Somos sembradores, cultivadores y recolectores de eternidades. ¡Que ninguna se pierda, Señor! Si existen, es que son un proyecto eterno de tu amor. Si existen, es que Dios los ha llamado a su misma felicidad esencial.

       Y como Dios tiene un proyecto de amor sobre mí  y me ha llamado a ser feliz en Él y por Él, quiero serle totalmente fiel, y pido perdón de mis fallos y quiero no defraudarle en la esperanza que ha depositado en mí, en mi vida, en mi proyecto y realización. Quiero estar siempre en contacto con Él para descubrirlo. Y qué gozo, saber que, cuando yo me vuelvo a Él para mirarle, resulta que me encuentro con  Él, con su mirada, porque Él siempre me está mirando, amando, gozándose con mi existir. Ante este hecho de mi existencia, se me ocurren tres cosas principalmente, que paso a describir a continuación.

       Por eso los místicos de todos los tiempos son los adelantados que entran, por la oración contemplativa o contemplación amorosa, en la intimidad con Dios, tierra sagrada prometida a todos los hombres y, por el amor contemplativo, por «llama de amor viva», conocen estas cosas y vienen cargados con frutos de eternidad de la esencia divina hasta nosotros, que peregrinamos en la fe y esperanza. Son los profetas que Dios envía a su Iglesia en todos los tiempos. Son los que por experiencia viva se adentran por unión y transformación de amor en el mismo volcán siempre en erupción de ser y felicidad y misterios y verdades del amor de Dios, y nos explican y revelan estas realidades de ternura para con el hombre encerradas en la esencia de Dios, que se revela en la creación y recreación gozosa y contemplativa por Cristo, por su Palabra hecha carne y pan de Eucaristía.

       Se llaman místicos, precisamente porque experimentan, sienten a Dios y su Espíritu y su misterio y nos lo revelan, traducen y explican. Son los guías más seguros, son como los exploradores que Moisés mandó por delante para descubrir la tierra prometida, y que luego vuelven cargados de frutos de lo que han visto y vivido, para enseñárnoslos a nosotros, y animarnos a todos a conquistarla; vienen con el corazón, con el espíritu y la inteligencia llenos de luz por lo que han visto y nos animan con palabras encendidas, para que avancemos por este camino de la oración, para llegar un día a la contemplación del misterio infinito de  Dios, que se revela luego y se refleja en el misterio del hombre y del mundo desde la fe, desde dentro de Dios, desde más allá de la realidad que aparece. Los místicos son los verdaderos mistagogos de los misterios de Dios, iniciadores en este camino de contemplación y transformación del misterio de Dios.

       Nadie sabría convencernos del hecho de que hemos sido creados por Dios para ser felices mejor que lo hace S. Catalina de Siena con esta plegaria inflamada de amor a Dios Trinidad: «Cómo creaste, pues, oh Padre eterno, a esta criatura tuya? Me deja fuertemente asombrada esto: veo, en efecto, cómo Tú me muestras, que no la creaste por otra razón que ésta: con tu luz te viste obligado por el fuego de tu amor a darnos el ser, no obstante las iniquidades que íbamos a cometer contra ti. El fuego de tu amor te empujó. ¡Oh Amor inefable! aún viendo con tu luz infinita  todas las iniquidades que tu criatura  iba a cometer contra tu infinita bondad, Tú hiciste como quien no quiere ver, pero detuviste tu mirada en la belleza de tu criatura, de la cual, como loco y ebrio de amor, te enamoraste y por amor la atrajiste hacia tí dándole EXISTENCIA A IMAGEN Y SEMEJANZA TUYA. Tu verdad eterna me ha declarado tu verdad: que el amor te empujó a crearla (Oración V).

 

       A otra alma mística, santa Ángela de Foligno, Dios le dijo estas palabras, que son a la vez una exigencia de amor y que se han hecho muy conocidas: « ¡No te he amado de bromas! ¡No te he amado quedándome lejos!  Tú eres yo y yo soy tú. Tú estás hecha como me corresponde a mí, estás elevada junto a mí».

       Convendría a estas alturas volver al texto de S. Juan, que ha inspirado esta reflexión: "En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que el nos amo primero…”  (1Jn.4,9-10).

SEGUNDA MEDITACIÓN:

 

“Y NOS ENVIÓ A SU HIJO COMO PROPICIACIÓN DE NUESTROS PECADOS”

 

        En la contemplación de este versículo entraría muy directamente S. Pablo, para quien el misterio de Cristo, enviado por el Padre, como redención de nuestros pecados, es un misterio que le habla muy claramente de la pasión de amor de Dios, de esta predilección de Dios por el hombre, de este misterio escondido por los siglos en corazón de la Santísima Trinidad y revelado en la plenitud de los tiempos por el Padre en su Palabra hecha carne, especialmente por la pasión, muerte y resurrección del Hijo. “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi; y mientras vivo en esta carne, vivo de la fe del Hijo de Dios, que me amó hasta  entregarse por mí" (Gal 2,19-20). 

       S. Juan, que estuvo junto a Cristo en la cruz, resumió  todo este misterio de dolor y de entrega en estas palabras: “Tanto amó Dios al hombre, que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los creen en él” (Jn 3,16). No le entra en la cabeza que Dios ame así al hombre, hasta este extremo, por eso,  Aentregó@tiene sabor de Atraicionó@.

       Y realmente, en el momento cumbre de la vida de Cristo, que es su pasión y muerte, esta realidad de crudeza impresionante es percibida por S. Pablo como plenitud de amor y totalidad de entrega dolorosa y extrema. Al contemplar a Cristo doliente y torturado,  no puede menos de exclamar: “Me amó y se entregó por mí”. Por eso, S. Pablo, que lo considera “todo basura y estiércol, comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo,” llegará a decir: “No quiero saber más que de mi Cristo y éste crucificado”.

       Queridos hermanos, ¿Qué será el hombre? ¿qué encerrará  en su realidad para el mismo Dios que lo crea? ¿qué seré yo? ¿Qué serás tú y todos los hombres? Pero ¿Qué será el hombre para Dios, que no le abandona ni caído y no le deja postrado en su muerte pecadora? Yo creo que Dios se ha pasado con nosotros. “Tanto amó Dios al hombre que entregó (traicionó)a su propio Hijo”.  Porque  no hay justicia. No me digáis que Dios fue justo. Los ángeles se pueden quejar, si pudieran, de injusticia ante Dios. Bueno, no sabemos todo lo que Dios ha hecho por levantarlos. Cayó el ángel, cayó el hombre. Para el hombre hubo redentor, su propio Hijo, para el ángel no hubo redentor. ¿Por qué para nosotros sí y para ellos no? ¿Dónde está la igualdad? ¿Qué ocurre aquí? Es el misterio de predilección de amor de Dios por el hombre: “Tanto amó Dios al hombre, que...(traicionó)  Por esto, Cristo crucificado es la máxima expresión del amor del Padre y del Hijo: “Nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos”. Y  Cristo la dio por todos nosotros.

       Este Dios infinito, lleno de compasión y ternura por el hombre, viéndole caído y alejado para siempre de su proyecto de felicidad, entra dentro de sí mismo, y mirando todo su amor y toda su sabiduría y todo su poder, descubre un nuevo proyecto de salvación, que a nosotros nos escandaliza, porque en él abandona a su propio Hijo, prefiere en ese momento el amor a los hombres al de su Hijo.

       Cuando S. Pablo lo describe, parece que estuviera en esos momentos dentro del consejo Trinitario. En la plenitud de los tiempos, dice S. Pablo, no pudiendo Dios contener ya más tiempo este misterio de amor en su corazón, explota y lo pronuncia y nos lo revela a nosotros. Y este pensamiento y este proyecto de salvación es su propio Hijo, pronunciado en Palabra y Revelación llena de Amor de su mismo Espíritu, es Palabra ungida de Espíritu Santo, es Jesucristo, la explosión del amor de Dios a los hombres. En Él nos dice: Os amo, os amo hasta la locura, hasta el extremo, hasta perder la cabeza. Y esto es lo que descubre San Pablo en Cristo Crucificado: “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley” ( Gal 4,4). “Y nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para la alabanza del esplendor de su gracia, que nos otorgó gratuitamente en el amado, en quien tenemos la redención  por su sangre...” (Ef 1,3-7).

       Para S. Juan de la Cruz, Cristo crucificado tiene el pecho lastimado por el amor, cuyos tesoros nos abrió desde el árbol de la cruz: «Y al cabo de un gran rato se ha encumbrado/ sobre un árbol do abrió sus brazos bellos,/ y muerto se ha quedado, asido de ellos,/ el pecho del amor muy lastimado».

       Cuando en los días de la Semana Santa, leo la Pasión o la contemplo en las procesiones, que son como una catequesis puesta en acción, me conmueve ver pasar a Cristo junto a mí, escupido, abofeteado, triturado... Y siempre me pregunto lo mismo: ¿por qué, Señor, por qué fue necesario tanto sufrimiento, tanto dolor, tanto escarnio...? Fue necesario para que el hombre nunca pueda dudar de la verdad del amor de Dios. No los ha dicho antes S. Juan: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo”.

       Por todo esto, cuando miro al Sagrario y el Señor me explica todo lo que sufrió por mí y por todos, desde la Encarnación hasta su Resurrección, yo sólo veo una cosa: amor, amor loco de Dios al hombre. Jesucristo, la Eucaristía, Jesucristo Eucaristía es Dios amando locamente a los hombres. Este es el único sentido de su vida, desde la Encarnación hasta la muerte y la resurrección. Y en su nacimiento y en su cuna no veo ni mula ni buey ni pastores...; solamente amor, infinito amor que se hace tiempo y espacio y criatura por nosotros: “Siendo Dios... se hizo semejante a nosotros en todo menos en el pecado…” En el Cristo polvoriento y jadeante de los caminos de Palestina, que no tiene tiempo a veces ni para comer ni descansar, en el Cristo de la Samaritana a la que va  a buscar y se sienta agotado junto al pozo porque tiene sed de su alma, en el Cristo de la adúltera, de Zaqueo...etc,  sólo veo amor; y como aquel es el mismo Cristo del Sagrario, en el Sagrario sólo veo amor, amor extremo, apasionado, ofreciéndose sin imponerse, hasta dar la vida en silencio y olvidos,  solo amor.

       Y todavía este corazón mío, tan sensible para otros amores y otros afectos y otras personas, tan sentido en las penas  propias y ajenas ¿No  se va a conmover ante el amor tan apasionado de mi Padre Dios, hasta el punto de que le “traiciona”, le engaña a todo un Dios infinitamente moderado y prudente? ¿No voy a sentir ternura de amor ante el amor tan Alastimado@de mi Cristo en la cruz? ¿Tan duro va a ser para su Dios  Señor y tan sensible para los amores humanos? 

       Dios mío, pero ¿Quién y qué soy yo? ¿Qué es el hombre, para que le busques de esta manera? ¿Qué puede darte el hombre que Tú no tengas?¿Qué buscas en mí? ¿Qué ves en nosotros para buscarnos así? No lo comprendo, no me entra en la cabeza. Padre, “abba”, papá Dios, quiero amarte como Tú me amas; Cristo mío, quiero amarte, amarte de verdad, ser todo y sólo tuyo, porque nadie me ha amado como Tú. Ayúdame. Aumenta mi fe, mi amor, mi deseo de Tí.  Señor, “Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo.”

       Hay un momento de la pasión de Cristo, que me impresiona fuertemente, siempre que viene a mi mente, porque es donde yo veo reflejada también esta predilección del Padre por el hombre y que S. Juan expresa maravillosamente en las palabras antes citadas: "Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio Hijo."

       Es en Getsemaní. Cristo está solo, en la soledad más terrible que haya podido experimentar persona alguna, solo de Dios y solo de los hombres. La Divinidad le ha abandonado, siente sólo su humanidad en “la hora” elegida por el proyecto del Padre según dice S. Juan. No  siente ni barrunta su ser divino, es un misterio. Y en aquella hora de angustia, el Hijo clama al Padre: “Padre, si es posible, pase de mi este cáliz...” Y allí nadie le escucha ni le atiende, nadie le da una palabra por respuesta. No hay ni una palabra de ayuda, de consuelo, una explicación para Él.... Cristo ¡Qué pasa aquí? Cristo ¿Dónde está tu Padre? ¿No era tu Padre Dios, un Dios bueno y misericordioso que se compadece de todos? ¿ No decías Tú que te quería? ¿No dijo Él que Tú eres su Hijo amado? ¿Dónde está su amor al Hijo? No te fiabas totalmente de Él..... ¿Qué ha ocurrido? ¿Es que ya no eres su Hijo?  ¿Es que se avergüenza de Ti? Padre Dios, eres injusto con tu Hijo ¿Es que ya no le quieres como a Hijo, no ha sido un hijo fiel, no ha defendido tu gloria, no era el hijo bueno cuya comida era hacer la voluntad de su Padre, no era tu hijo amado en el que tenías todas tus complacencias....?

       ¿Qué pasa, hermanos? ¿Cómo explicar este misterio? El Padre Dios, en ese momento, tan esperado por Él desde toda la eternidad, está tan pendiente de la salvación de los nuevos hijos que por la muerte tan dolorosa del Hijo va a conseguir, que no oye ni atiende a sus gemidos de dolor, sino que tiene ya los brazos abiertos para abrazar a los nuevos hijos que van a ser salvados y redimidos  por el Hijo y por ellos se ha olvidado hasta del Hijo de sus complacencias, del Hijo Amado:ATanto amó Dios al mundo que entregó a su propio hijo.@

       Por eso, mirando a este mismo Cristo, esta tarde en el Sagrario, quiero decir con S. Pablo desde lo más profundo de mi corazón: "Me amó y entregó por mi"; " No quiero saber más que de mi Cristo y éste, crucificado."

 

       DIOS ME AMA, ME AMA, ME AMA

 

       Y nuevamente vuelven a mi mente  los interrogantes: pero ¿qué es el hombre? ¿Qué será el hombre para Dios? ¿Qué seremos tu y yo para el Dios infinito, que proyecta este camino de Salvación tan duro y cruel para su propio Hijo, tan cómodo y espléndido para el hombre? ¡Qué grande debe ser el hombre, cuando Dios se rebaja y le busca y le pide su amor...! ¡Qué será el hombre para este Dios, cuando este Dios tan grande se rebaja tanto, se humilla tanto y busca tan extremadamente el amor de este hombre! ¡Qué será el hombre para Cristo, que se rebajó hasta este extremo para buscar el amor del hombre!

       ¡Dios mío, no te comprendo, no te abarco y sólo me queda una respuesta: es una revelación de tu amor que contradice toda la teología que estudié, pero que el conocimiento de tu amor me lleva a insinuarla, a exponerla con duda para que no me condenen como hereje! Te pregunto, Señor, ¿Me pides de esta forma tan extrema mi amor porque lo necesitas? ¿Es que sin él no serías infinitamente feliz? ¿Es que necesitas sentir mi amor, meterme en tu misma esencia divina, en tu amor trinitario y esencial, para ser totalmente feliz de haber realizado tu proyecto infinito? ¿Es que me quieres de tal forma que sin mí no quieres ser totalmente feliz? Padre bueno,  que hayáis decidido en consejo Trinitario no querer ser feliz eternamente sin el hombre, ya me cuesta trabajo comprenderlo, porque el hombre no puede darte nada que tú no tengas, que no lo haya recibido y lo siga recibiendo de Ti. Comprendo también que te llene tan infinitamente tu Hijo en reciprocidad de amor que hayas querido hacernos a todos semejantes a Él, tener y hacer de todos los hombres tu Hijo, esto es, hacernos tus hijos en el Hijo. Lo comprendo por la pasión de amor Personal de Espíritu Santo, volcán en infinita y eterna erupción de amor, que sientes por Él, pero no comprendo, no me entra en la cabeza lo que has hecho por el hombre, porque es como decirnos que el Dios infinito Trino y Uno no puede ser feliz sin el hombre. Es como cambiar toda la teología desde donde Dios no necesita del hombre para nada.

       Dios mío, quiero amarte. Quiero corresponder a tanto amor y quiero que me vayas explicando desde tu presencia en el Sagrario, por qué tanto amor del Padre, porque Tú eres el único que puedes explicármelo, el único que lo comprendes, porque ese amor te ha herido y llagado, lo has sentido. Tú eres ese amor hecho carne y hecho pan. Tú eres el único que lo sabes, porque te entregaste totalmente a él y lo abrazaste y te empujó hasta dar la vida y yo necesito saberlo, para corresponder y no decepcionar a un Dios tan generoso y tan bueno, al Dios más grande, al Dios revelado por Jesucristo, en su persona, palabras y obras, un Dios que me quiere de esta forma tan extremada.

       Señor, si tú me predicas y me pides tan dramáticamente, con tu vida y tu muerte y tu palabra, mi amor para el Padre, si el Padre lo necesita y lo quiere tanto, como me lo ha demostrado, no quiero fallarle, no quiero faltar a un Dios tan bueno, tan generoso. Y, si para eso tengo que mortificar mi cuerpo, mi inteligencia, mi voluntad, para adecuarlas a su verdad y su amor, purifica cuanto quieras y como quieras, que venga abajo mi vida, mis ideales egoístas, mi salud, mis cargos y honores, sólo quiero ser de un Dios que ama así. Toma mi corazón, purifícalo de tanto egoísmo, de tanta suciedad, de tanto yo, de tanta carne pecadora, de tanto afecto desordenado;  pero de verdad, límpialo y no me hagas caso. Y cuando llegue mi Getsemaní personal y me encuentre solo y sin testigos de mi entrega, de mi sufrimiento, de mi postración y hundimiento a solas, ahora te lo digo por si entonces fuera cobarde: no me hagas caso, hágase tu voluntad y adquiera yo esa unión con los Tres que más me quieren y que yo tanto deseo. Sólo Dios, sólo Dios, sólo Dios en el sí de mi ser y amar y existir.

       Dios me ama, me ama, me ama...  y ¿qué me importan  entonces todos los demás amores, riquezas, tesoros? ¿Qué importa incluso que yo no sea importante para nadie, si lo soy para Dios? ¿Qué importa la misma muerte, si no existe? Voy por todo esto a amarle y a dedicarme más a Él, a entregarme totalmente a Él, máxime cuando quedándome en nada de nada, me encuentro con el TODO de TODO, que es Él.

       Me gustaría terminar con unas palabras de S. Juan de la Cruz, extasiado ante el misterio del amor divino: «Y cómo esto sea no hay más saber ni poder para decirlo, sino dar a entender cómo el Hijo de Dios nos alcanzó este alto estado y nos mereció este subido puesto de poder ser hijos de Dios, como dice San Juan diciendo: Padre, quiero que los que me has dado, que donde yo estoy también ellos estén conmigo, para que vean la claridad que me diste, es a saber que tengan por participación en nosotros la misma obra que yo por naturaleza, que es aspirar el Espíritu Santo. Y dice más: no ruego, Padre, solamente por estos presentes, sino también por aquellos que han de creer por su doctrina en Mí. Que todos ellos sean una misma cosa de la manera que Tú, Padre, estás en Mí, y yo en  ti; así ellos en nosotros sean una misma cosa. Y yo la claridad que me has dado he dado a ellos, para que sean una misma cosa, como nosotros somos una misma cosa, yo en ellos y Tú en mi  porque sean perfectos en uno; porque conozca el mundo que Tú me enviaste y los amaste como me amaste a mí, que es comunicándoles el mismo amor que al Hijo, aunque no naturalmente como al Hijo...» (Can B 39,5).

       «Oh almas criadas para estas grandezas y para ellas llamadas! ¿qué hacéis?, ¿en qué os entretenéis?. Vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias. ¿Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tanta luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos, no viendo que, en tanto que buscáis grandezas y glorias, os quedáis miserables, y bajos, de tantos bienes hechos ignorantes e indignos!» (Can B, 39.7). Concluyo con S. Juan: “Dios es amor”.  Todavía más simple, con palabras de Jesús:“El Padre os ama”. Repetidlas muchas veces. Creed y confiad plenamente en ellas. El Padre me ama, Dios  me ama y nadie podrá quitarme esta verdad de mi vida. «Mi alma se ha empleado y todo mi caudal en su servicio: ya no guardo ganado ni ya tengo otro oficio, que ya solo en amar es mi ejercicio»(Can B 28). Y comenta así esta canción S. Juan de la Cruz: «Adviertan , pues, aquí los que son muy activos, que piensan ceñir al mundo con sus predicaciones y obras exteriores, que mucho más provecho harían a la Iglesia y mucho más agradarían a Dios, dejado aparte el buen ejemplo que se de sí darían, si gastasen siquiera la mitad de este tiempo en estarse con Dios en oración, y habiendo cobrado fuerzas espirituales en ellas; porque de otra manera todo es martillar y hace poco más que nada, y a veces nada, y aun a veces daño. Porque Dios os libre que se comience a perder la sal (Mt 5,13), que, aunque más parezca hace algo por fuera, en sustancia no será nada, cuando está cierto que las buenas obras no se pueden hacer sino en virtud de Dios» (Can 28, 3).

       Perdámonos ahora unos momentos en el amor de Dios. Aquí, en ese trozo de pan, por fuera pan, por dentro Cristo,  está encerrado todo este misterio del amor de Dios Uno y Trino a los hombres. Que Él nos lo explique. Está aquí con nosotros la Revelación del Amor del Padre, el Enviado,   vivo, vivo y resucitado, confidente y amigo. Para Ti, Señor, mi abrazo y mi beso más fuerte y desde aquí, desde  tu amor sacramentado, un beso y abrazo de amor a todos mis hermanos, llamados a compartir este gozo en nuestro Dios trino y  Uno,  sobre todo mi oración por los más necesitados de tu gracia y salvación.

TERCERA MEDITACIÓN

NECESIDAD ABSOLUTA DE LA ORACIÓN PARA EL ENCUENTRO CON JESÚS EUCARISTÍA

 

       Queridas hermanas: Me gustaría describiros un poco el camino ordinario que hay que seguir para conocer y amar a Jesucristo Eucaristía: es la oración eucarística o sencillamente la oración en general, de la que S. Teresa nos dice,  Aque no es otra cosa oración, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama.@  Al Atratar muchas veces a solas con quien sabemos que nos ama,@poco a poco nos vamos adentrando y encontrando con Él en la Eucaristía que es donde está más presente  Ael que nos ama@y esto es en concreto la oración eucarística, hablar, encontrarnos,  tratar de amistad con Jesucristo Eucaristía.

       Éste es el mejor camino que yo conozco y he seguido para descubrirlo vivo, vivo y resucitado, y no como un tesoro escondido, sino como un tesoro mostrado, manifestado y predicado abiertamente, permanentemente ofrecido y  ofreciéndose como evangelio vivo, como amistad, como pan de vida, como confidente y amigo para todos los hombres,  en todos los sagrarios de la tierra.

       El sagrario es el nuevo templo de la nueva alianza para encontrarnos y alabar a Dios en la tierra, hasta que lleguemos al templo celeste y contemplarlo glorioso. No es que haya dos Cristos, siempre es el mismo, ayer, hoy y siempre, pero manifestado de forma diferente. “Destruid este templo y yo lo reedificaré en tres días. Él hablaba del templo de su cuerpo” (Jn 2,19). Cristo Eucaristía es el nuevo sacrificio, la nueva pascua, la nueva alianza, el nuevo culto, el nuevo templo, la nueva tienda de la presencia de Dios y del encuentro, en la que deben reunirse los peregrinos del desierto de la vida, hasta llegar a la tierra prometida, hasta la celebración de la pascua celeste.

       Por eso, «la Iglesia, apelando a su derecho de esposa» se considera propietaria y depositaria de este tesoro, por el cual merece la pena venderlo todo para adquirirlo, y  lo guarda con esmero y cuidado extremo y le enciende permanentemente la llama de la fe y del amor más ardiente, y se arrodilla y lo adora y se lo come de amor. “No es el marido dueño de su cuerpo sino la esposa” (1Cor 7,4). 

       El sagrario es Jesucristo resucitado en salvación y amistad permanentemente ofrecidas. Quiero decir con esto, que no se trata de un privilegio, de un descubrimiento, que algunos cristianos encuentran por suerte o casualidad,  sino que es el encuentro natural de todo creyente, que se tome en serio la fe cristiana, y quiere recorrer de verdad las etapas de este camino.

       La presencia de Cristo en la Eucaristía sólo comienza a comprenderse a partir de la fe, es decir, desde una actitud de sintonía con las palabras del Señor, que Él  expresó  bien claro: “Tomad y comed, esto es mi cuerpo...”; “el que me coma, vivirá por mí...”; “...el agua, que yo le daré, se hará en él una fuente que salte hasta la vida eterna”. ; “Yo soy el camino...” “Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”. Y la puerta para entrar en este camino y en esta vida y verdad que nos conducen hasta Dios, es Cristo, por medio de la oración personal hecha liturgia y vida o la oración litúrgica y la vida, hecha oración personal, que para mí todo está unido, pero siempre oración, al menos «a mi parecer». Y  para encontrar en la tierra a Cristo vivo, vivo y resucitado, el sagrario es Ala fonte que mana y corre, aunque es de noche,@es decir, sólo por la fe, dando un sí a sus palabras, por encima de toda explicación humana, es como podemos  acercarnos a esta fuente del Amor y de la Vida y de la Salvación, que mana del  Espíritu de Cristo, que es Espíritu Santo: Fuego, Amor, Alma y Vida de mi Dios  Trino y Uno:  Padre,  Hijo y  Espíritu Santo. Ahí está la fuente divina y hasta ahí nos lleva este agua divina: “que salta hasta la vida eterna”.

«Qué bien sé yo la fonte que mana y corre,

aunque es de noche.

Aquesta eterna fonte está escondida

 en este vivo pan por darnos vida,

aunque es de noche.

Aquí se está llamando a las criaturas,

 y de esta agua se hartan, aunque a oscuras,

porque es de noche.

Aquesta viva fonte que deseo,

en este pan de vida yo la veo,

aunque es de noche». (S. Juan de la Cruz)

 

       El primer paso, para tocar a Jesucristo, escondido en este pan por darnos vida, llamando a las criaturas, manando hasta la vida eterna, es la fe, llena de amor y de esperanza, virtudes sobrenaturales, que nos unen directamente con Dios. Y la fe es fe, es un don de Dios, no la fabricamos nosotros, no se aprende en los libros ni en la teología, hay que pedirla, pedirla intensamente y muchas veces, durante años, en visitas a Jesús Eucaristía, en ratos de oración continua, en la sequedad y aparente falta de respuesta, otras veces en  noche de luz humana y en la oscuridad de nuestros saberes, con esfuerzo  y conversión permanente. El Señor espera de nosotros un respeto emocionado, que se oriente por el camino del amor y de la fe y adoración más que por el camino de la investigación y curiosidad. La presencia de amor y de totalidad por parte de Cristo reclaman presencia de donación por parte del creyente, desde lo más hondo de su corazón.

       La fe es el conocimiento, que Dios tiene de sí mismo y de su vida y amor y de su proyecto de salvación, que se convierten en misterios para el hombre, cuando Él, por ese mismo amor que nos tiene, desea comunicárnoslos. Dios y su vida son misterios para nosotros, porque nos desbordan y no podemos abarcarlos, hay que aceptarlos sólo por la confianza puesta en su palabra y en su persona, en  seguridad de amor, a oscuras del entendimiento que no puede comprender. Para subir tan alto, tan alto, hasta el corazón del  Verbo de Dios, hecho pan de eucaristía, hay que subir  «toda ciencia trascendiendo». Podíamos aplicarle los versos de  S. Juan de la Cruz: «Tras un amoroso lance, Y no de esperanza falto, Volé tan alto tan alto, Que le dí a la caza alcance».

       Nuestra fe eucarística es un sí, un amén, una respuesta  a la palabra de Cristo, predicada por los Apóstoles, celebrada en la liturgia de la Iglesia, meditada por los creyentes, vivida y experimentada por los santos y anunciada a todos los hombres. La fe y la oración, fruto de la fe, o mejor, la oración de fe, siempre será un misterio, nunca podemos abarcarla perfectamente, sino que será ella la que nos abarque a nosotros, la que nos domine y desborde, porque la oración es encuentro con el Dios vivo e infinito. Será siempre transcendiendo lo creado, trascendiendo todo lo humano en razón y voluntad, en verdades y amores de criaturas, hasta llegar a los infinito, a la unión con Dios, deseado y sentido y poseído en la «substancia del alma…»  en el hondón, pero nunca dominado y abarcado por su criatura, que vivirá siempre deseando más al Amado, en densa oscuridad de fe, llena de amor y de esperanza del encuentro pleno, de la unión transformante en esta vida de peregrino y de la visión gloriosa del cielo en su luz y amor trinitarios. Y así, envuelta en esta profunda oscuridad de la fe, más cierta y segura que todos los razonamientos humanos,  la criatura, siempre transcendida y Aextasiada@, salida de sí misma,  llegará  al abrazo y a la unión total con el Amado: «Oh noche que guiaste, oh noche amable más que la alborada, oh noche que juntaste Amado con amada, amada en el Amado transformada». Solo por la oración de fe tocamos y nos unimos  a Dios y a sus misterios.

       Todos los días, visita al Santísimo, oración con libro o sin libro ante Jesús Eucaristía, oración eucarística en fe, primero seca; creo y no siento nada; rezo oraciones de otros; paso ratos en silencio, a veces me distraigo, llevo diez minutos y ni siquiera he saludado al Señor directamente; al cabo del tiempo, meses o años tal vez, depende de mi generosidad en convertirme a Dios, en vaciarme de mi yo, Cristo va pasando de ser objeto de fe y de diálogo sin aparentes respuestas a ser amigo y confidente, empiezo a decirle algo, cosas mías, frases cortas, expresarle mis sentimientos, he dejado de estar todo el tiempo rezando oraciones, estoy comenzando a pasar de la oración meditativa, discursiva a la oración afectiva, ya me sale espontáneo el diálogo, ya no necesito libro, siento su presencia y afecto; he empezado la amistad, he empezado a convertirme y amar en serio a Jesucristo, he empezado la amistad sincera y directa con Él, ya no es rutina heredada, fe heredada, ya empieza mi fe personal, mi amor personal, mi vivencia eucarística… así durante años, en noches y éxtasis y luego ya, recorriendo todo el itinerario hasta la unión total, dirigido por su Espíritu Santo, en noches terribles de purificación de fe y sentidos, noches de San Juan de la Cruz, dependiendo de Dios y también de mi generosidad y capacidad de sufrimiento en la purificación total y vacío total de mi mismo, al yo que tengo entronizado en mi corazón en lugar de Dios, de mis afectos a las criaturas, me tengo que vaciar de todo para que Dios pueda llenarme totalmente, después de todo esto, o mejor, durante todo esto, Dios me irá habitando y llenando de su Palabra, que es su Hijo; de su mismo Amor, que es Espíritu Santo y me sentiré habitado por Dios, por la Santísima Trinidad y puedo llegar a la oración contemplativa, a la unión transformante, bendiciendo todos los sufrimientos y purificaciones que ha sido necesarias: «¡Oh noche que guiaste! ¡Oh noche amable más que la alborada! ¡Oh noche que juntaste, Amado con amada, amada en el Amado transformada!»

       Y para que veáis que esto no es doctrina particular mía, podía citar a S. Juan de la Cruz, a S. Teresa, a Sor Isabel de la Stma. Trinidad, a Teresita, a Charles de Foucould, a Madre Teresa de Calcuta… bueno a todos los santos… voy a citar a Juan Pablo II, en su Carta Apostólica NMI, para mi una de más importantes de la Iglesia en estos últimos años, donde precisamente nos dice: La Iglesia existe para para la santidad, la unión total con Dios, y el camino para la santidad es la oración.

       Pero lo voy a decir con palabras suyas:

 

  ORACIÓN Y SANTIDAD, FUNDAMENTOS DEL APOSTOLADO, EN LA CARTA APOSTÓLICA DE JUAN PABLO II  NOVO MILLENNIO INNEUNTE

 

       Por eso, qué razón tiene el Papa Juan Pablo II, en la Carta Apostólica NOVO MILLENNIO INEUNTE, cuando  invitando a la Iglesia a que se renueve pastoralmente para cumplir mejor así la misión encomendada por Cristo, nos hace todo un tratado de vida apostólica, pero no de  métodos y organigramas, donde expresamente nos dice «no hay una fórmula mágica que nos salva... el programa ya existe, no se trata de inventar uno nuevo», sino porque nos habla de la base y el alma y el fundamento de todo apostolado cristiano, que hay que hacerlo desde Cristo, unidos a El por la santidad de vida, esencialmente fundada en la oración, en la Eucaristía.

ºVoy a recorrer la Carta, poniendo el número correspondiente y citando brevemente las palabras de Juan Pablo II. Insisto que al Papa, lo que más le interesa, al hablarnos de apostolado,  es subrayar y recalcar la necesidad de la espiritualidad de todo apostolado, y para eso, la meta es la santidad, la unión con Dios y el camino imprescindible para esta santidad y unión con Dios es la oración, por eso nos habla de la necesidad absoluta de la oración, alma de toda acción apostólica:  actuar unidos a  Cristo desde la santidad y la oración.... caminar desde Cristo, porque aquí está la fuente y la eficacia de toda actividad apostólica verdaderamente cristiana.

 

N116.-“Queremos ver a Jesús” (Jn 12,21) .... como aquellos peregrinos de hace dos mil años, los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo hablar de Cristo, sino en cierto modo hacérselover. )Y no es quizás cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio? Nuestro testimonio sería, además, enormemente deficiente, si nosotros no fuésemos los primeros contempladores de su rostro.

 

N120.- A)Cómo llegó Pedro a esta fe? Mateo nos da una indicación clarificadora en las palabras con que Jesús acoge la confesión de Pedro: “no te lo ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (16,17). La expresión “carne y sangre” evoca al hombre y el modo común de conocer. Esto, en el caso de Jesús, no basta. Es necesaria una gracia de “revelación” que viene del Padre (cf ib). Lucas nos ofrece un dato que sigue la misma dirección, haciendo notar  que este diálogo con los discípulos se desarrolló mientras Jesús “estaba orando a solas” (Lc 9,18). Ambas indicaciones nos hacen tomar conciencia del hecho de que a la contemplación plena del rostro del Señor no llegamos sólo con nuestras fuerzas, sino dejándonos guiar por la gracia. Sólo la experiencia del silencio y del oración ofrece el horizonte adecuado en el que puede madurar y desarrollarse el conocimiento más auténtico, fiel y coherente, de aquel misterio, que tiene su expresión culminante en la solemne proclamación del evangelista Juan: “Y la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1,14).

      

       N129.- “He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20) .... No nos satisface ciertamente la ingenua convicción de que haya una fórmula mágica para los grandes desafíos de nuestro tiempo. No, no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: (Yo estoy con vosotros!  No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre recogido por el evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su plenitud    y perfeccionamiento en la Jerusalén celeste. Es…una obra que implica a todos. Sin embargo, deseo señalar, como punto de referencias y orientación común, algunas prioridades pastorales, que la experiencia misma del Gran Jubileo ha puesto especialmente de relieve ante mis ojos@.

 

LA SANTIDAD

 

30.- AEn primer lugar, no dudo en decir que la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es la de la santidad...Este don de santidad, por así decir, se da a cada bautizado....“Esta es la voluntad de Dios; vuestra santificación” (1Tes 4,3). Es un compromiso que no afecta sólo a algunos cristianos: ATodos los cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor (Lumen Gentium, 40).

 

N131.- Recordar esta verdad elemental, poniéndola como fundamento de la programación pastoral que nos atañe al inicio del nuevo milenio, podría parecer, en un primer momento, algo poco práctico. ¿Acaso se puede «programar» la santidad? ¿Qué puede significar esta palabra en la lógica de un plan pastoral? En realidad, poner la programación pastoral bajo el signo de la santidad es una opción llena de consecuencias....Como el Concilio mismo explicó, este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos «genios» de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno.....

 

LA ORACIÓN

 

N132.- Para esta pedagogía de la santidad es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración...  Es preciso aprender a orar, como aprendiendo de nuevo este arte de los labios mismos del divino Maestro, como los primeros discípulos:“Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). En la plegaria se desarrolla ese diálogo con Cristo que nos convierte en sus íntimos: “Permaneced en mí, como yo en vosotros” (Hn 15,4). Esta reciprocidad es el fundamento mismo, el alma de la vida cristiana y una condición para toda vida pastoral auténtica. Realizada en nosotros por el Espíritu Santo, nos abre, por Cristo y en Cristo, a la contemplación del rostro del Padre. Aprender esta lógica trinitaria de la oración cristiana, viviéndola plenamente ante todo en la liturgia, cumbre y fuente de la vida eclesial (cfr. SC.10), pero también de la experiencia personal, es el secreto de un cristianismo realmente vital, que no tiene motivos para temer el futuro, porque vuelve continuamente a las fuentes y se regenera en ellas.

 

N133.- La gran tradición mística de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente, puede enseñar mucho a este respecto. Muestra cómo la oración puede avanzar, como verdadero y propio diálogo de amor, hasta hacer que la persona humana sea poseída totalmente por el divino Amado, sensible al impulso del Espíritu y abandonada filialmente en el corazón del Padre. Entonces se realiza la experiencia viva de la promesa de Cristo:  “El que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestará a él” (Jn 14,21). Se trata de un camino sostenido enteramente por la gracia, el cual, sin embargo, requiere un intenso compromiso espiritual, que encuentre también dolorosas purificaciones «la Anoche oscura», pero que llega, de tantas formas posibles, al indecible gozo vivido por los místicos como «unión esponsal».  ¿ Cómo no recordar aquí, entre tantos testimonios espléndidos, la doctrina de san Juan de la Cruz y de santa Teresa de Jesús?

       Sí, queridos hermanos y hermanas, nuestras comunidades cristianas tiene que llegar a ser auténticas Aescuelas de oración@, donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el Aarrebato del corazón@. Una oración intensa, pues, que sin embargo no aparte del compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de Dios, lo abre también al amor de los hermanos, y nos hace capaces de construir la historia según el designio de Dios.

        Pero se equivoca quien piense que el común de los cristianos se puede conformar con una oración superficial, incapaz de llenar su vida. Especialmente ante tantos modos en que el mundo de hoy pone a prueba la fe, no sólo serían cristianos mediocres, sino Acristianos con riesgo@. En efecto, correrían el riesgo insidioso de que su fe se debilitara progresivamente, y quizás acabarían por ceder a la seducción de los sucedáneos, acogiendo propuestas religiosas alternativas y transigiendo incluso con formas extravagantes de superstición.

Hace falta, pues, que la educación en la oración se convierta de alguna manera en un punto determinante de toda programación pastoral.... Cuánto ayudaría que no sólo en las comunidades religiosas, sino también en las parroquiales, nos esforzáramos más, para que todo el ambiente espiritual estuviera marcado por la oración».

 

Y AHORA DESPUÉS DE ESTAS PALABRAS DEL PAPA JUAN PABLO II,  CONTINÚO YO Y DIGO: LA PEOR POBREZA DE LA IGLESIA ES LA POBREZA MÍSTICA

 

       Terminado este testimonio del Papa Juan Pablo II en la NMI., quisiera añadir que la mayor pobreza de la Iglesia será siempre, como ya he repetido, la pobreza mística, la pobreza de santidad, de vida de oración, sobre todo, de oración eucarística, porque no entiendo que uno quiera buscar y encontrarse con Cristo y no lo encuentre donde está más plena y realmente en la tierra, que es en la eucaristía, misa, comunión y  sagrario:  ¡Qué bien se yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche. Aquí se está llamando a las criaturas y de este agua se hartan, aunque a oscuras, porque es de noche!.

       Por eso, si los formadores de comunidades parroquiales, de noviciados y seminarios no tienen una profunda experiencia de oración y vida espiritual, insisto una vez más, será muy difícil que puedan guiarlas hasta la unión afectiva y existencial con Cristo. Es sumamente necesario y beneficioso para la Iglesia, que lo obispos se preocupen de estas cosas durante el tiempo propicio, que es el tiempo de formación de los seminarios, para no estar luego toda la vida sufriendo sus consecuencias negativas tanto para el apostolado como para la misma vida diocesana, por una deficiente formación espiritual.

       Me duele muchísimo tener que decir esto, porque puedo hacer sufrir y me harán sufrir, pero se trata del bien de los hermanos, que han de ser formados en el espíritu de Cristo. De los seminarios y casas de formación han de salir desde el Papa hasta el último ministro de la Iglesia.

       Los seminarios son la piedra angular, la base, el corazón de vida de todas las diócesis y si el corazón está fuerte, todo el organismo también, y, si por el contrario, está débil o muerto,  también lo estarán las diócesis y las parroquias y los grupos y las catequesis y todos los bautizados, que deben  ser evangelizados por estos sacerdotes. Prescindiendo de otros canales, que siempre hay en la vida de la Iglesia, al menos por estos entrará menos agua. Por eso, qué interés, qué cuidado, qué ocupación y preocupación tienen los buenos obispos, que hay muchos y bien despiertos y centrados, por su seminarios, por la pastoral vocacional, por el trato familiar con los seminaristas....Este es el apostolado más importante del Obispo y de toda la diócesis; qué bendición del cielo tan especial son estos obispos, que, en su esquema de diócesis, lo primero es el seminario, los sacerdotes, la formación espiritual de los pastores. Aquí se lo juega todo la Iglesia, la Diócesis, porque es la fuente de toda evangelización.

 

CUARTA MEDITACIÓN

ORAR ES QUERER AMAR A DIOS SOBRE TODAS LAS COSAS; ES QUERER CONVERTIRSE A DIOS SOBRE TODAS LAS COSAS

 

       Queridas hermanas: Aunque al principio el alma no se entere, porque a lo mejor tampoco se lo dicen, y los libros sobre la oración, la mayoría, ponen el acento en meditar y reflexionar, otros en tecnicismos y respirar de una forma o de otra, mi experiencia y la de los que han convivido conmigo en oración durante muchos años nos dice y ha enseñado que lo primero y fundamental es concebir la oración como una camino de conversión, que empieza poco a poco, pero que nunca se puede dejar ni olvidar, porque automáticamente, si dejo de convertirme, dejo de orar y de amar a Dios y  vienen las distracciones, el aburrimiento y el dejar la oración, sin la cual no hay santidad, ni encuentro con Cristo ni vida cristiana.

       Y fijaos bien, queridas hermanas, que digo: orar es querer amar más, y no digo: orar es amar ya a Dios, porque aunque lo sea, si me instalo y no quiero amar más a Dios, se acabó avanzar en la oración y en el amor. Por lo tanto, no se trata de que ya ame a Dios y porque le amo y creo en Él, voy a la oración; se trata de que amo y quiero amar más, y por eso necesito de la oración. Porque hay muchos, la mayoría de los cristianos que aman a Dios, pero, si no quieren amarle más, por lo que sea, porque me exige, porque me cuesta, porque me aburro, porque ese tiempo a otras cosas o estoy muy ocupado, se acabó la oración y el progreso en la amistad con Cristo y se terminará dejando la oración.

       Lo fundamental tratando de orar, de “tratar de amistad”, es querer amar más…, porque automáticamente necesito buscarle, hablar con Él, pedirle, iré a la oración y le amaré más cada día y avanzaré en la intimidad con Él. Quiero quedar bien claro esto desde el principio, porque hay muchas definiciones de oración, pero yo veo luego que aunque se medite, reflexione, se hable en grupo de una forma o de otra, con unos métodos u otros, si la gente no se convierte, se acabó el grupo y la oración. Por lo tanto, oración para mi es querer amar más a Dios, aunque al principio esto no se perciba ni  se note naturalmente, porque me falta relación y diálogo con Él y estoy en los comienzos de este camino. Pero es muy importante, esencial, que los guías de oración lo sepan.

       Y junto con esto que acabo de deciros, quiero añadir, y está en el mismo nivel, que para mí hay tres verbos que se conjugan exactamente igual y tienen el mismo significado e importancia en la oración: son los verbos AMAR, ORAR Y CONVERTIRSE. Quiero amar más a Dios, quiero orar más y quiero convertirme más a Dios; quiero orar a Dios, es que quiero amar y quiero convertirme más a Dios; quiero convertirme a Dios, necesito, quiero amar y orar más. Me he cansado de orar, es que me he cansado de amar más a Dios y convertirme…. Etc.

       Y si orar es querer amar a Dios sobre todas las cosas, como orar es convertirse, automáticamente, orar es querer convertirse a Dios en todas las cosas. Sin conversión permanente, no puede haber oración permanente.  Sin conversión permanente no puede haber oración continua y permanente. Esta es la dificultad máxima para orar en cristiano, prescindo de otras religiones, y la causa principal de que se ore tampoco en el pueblo cristiano y esta es la razón fundamental del abandono de la oración por parte de sacerdotes, religiosos y almas consagradas. Lo diré una y mil veces, ahora y siempre y por todos los siglos: la oración, desde el primer arranque, desde el primer kilómetro hasta el último, nos invita,  nos pide  y exige la conversión, aunque el alma no sea muy consciente de ello en los comienzos, porque se trata de empezar a amar o querer amar a Dios sobre todas las cosas, es decir, como Él se ama esencialmente y nos ama y permanece en su serse eternamente amado de su misma esencia.ADios es amor,@dice S. Juan, su esencia es amar y si dejara de amar y amarse así, dejaría de existir. Podía haber dicho S. Juan que Dios es el poder, omnipotente, porque lo puede todo, o que es la Suprema Sabiduría, porque es la Verdad, pero no, cuando S. Juan no quiere definir a Dios en una palabra, nos dice que Dios es Amor, esta es su esencia, su ser y existir.  Así que está “condenado”, vamos, quiero decir, está obligado a amarnos siempre, aunque seamos pecadores y desagradecidos.

       Pues bien, yo quiero amar más a Dios, por eso quiero orar ante Jesús Eucaristía, vengo a su presencia y ahora, una vez que hemos tocado a Jesús con la virtud teologal de la fe y de la caridad, que nos hemos percatado de su presencia en la Eucaristía, )qué es lo que hemos de hacer en su presencia? Pues dialogar, dialogar y dialogar con Él, para irle conociendo y amando más, para ir aprendiendo de Él, a que Dios sea lo absoluto de nuestra vida, lo único y lo primero, a adorarle y obedecerle como Él hasta el sacrificio de su vida, a entregarnos por los hermanos.....Eso, con otro nombre, se llama oración, oración eucarística, dialogar con el Cristo del Sagrario.

       El Señor se le ha aparecido a Saulo en el camino de Damasco. Ha sido un encuentro extraordinario tal vez en el modo, pero  la finalidad es un encuentro de amistad entre Cristo y Saulo:       “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? ¿quién eres, Señor? Yo soy Jesús Nazareno, a quien tú persigues. Señor )qué quieres que haga? Levántate y vete a Damasco; allí se te dirá lo tienes que hacer.@La oración siempre es un verdadero diálogo con Jesús. Un diálogo que provoca una amistad personal y la conversión, porque descubrimos lo que Dios quiere de nosotros.

       Hay muchos maestros de oración, los libros sobre oración son innumerables  hoy día; para nosotros, el mejor libro: el libro de la Eucaristía, y el mejor maestro: Jesucristo Eucaristía; es una enciclopedia, toda una biblioteca teológica sobre el misterio de Dios y del hombre y de la salvación, basta mirarlo y no digo nada si lo abres.... ¡si creyéramos de verdad! (si lo que afirmamos con la inteligencia y los labios, lo aceptase el corazón y lo tomase como norma de vida y de  comportamiento oracional y de amor..! Pero hay que leerlo y releerlo durante horas, porque al principio no se ve nada, no se entiende mucho, pero en cuanto empiezas a entender y vivir lo que te dice y, por tanto, a  convertirte, se acabaron todos los libros y todos los maestros.Pero vosotros no os hagáis llamar maestro, porque uno solo es vuestro Maestro... y no os hagáis llamar doctores, porque uno solo es vuestro doctor, el Cristo” (Mt.23,8-10).

       En el comienzo de este encuentro, de este diálogo, basta con mirar al Señor, hacer un acto, aunque sea rutinario, de fe, de amor, una jaculatoria aprendida. Así algún tiempo. Rezar algunas oraciones. Enseguida irás añadiendo algo tuyo, frases hechas en tus ratos de meditación o lectura espiritual, cosas que se te ocurren, es decir, que Él te dice pero que tú no eres consciente de ello, sobre todo, si hay acontecimientos de dolor o alegría en tu vida.

       Puedes ayudarte de libros y decirle lo que otros han orado, escrito o pensado sobre Él,  y así algún tiempo, el que tú quieras y el que Él aguante,  pero vamos, por lo que he visto en amigos y amigas suyas en  mi  parroquia, grupos, seminario,  en todo diálogo,  lo sabéis perfectamente, no aguantamos a un amigo que tuviera que leer en  un libro lo que desea dialogar contigo o recitar frases dichas por otros, no es lo ordinario....sobre todo, en cosas de amor, aunque al principio, sea esto lo más conveniente y práctico. Lo que quiero decir es que nadie piense que esto es para toda la vida o que esta es la oración más perfecta. Un amigo, un novio, cuando tiene que declararse a su novia, no utiliza las ritmas de Bécquer, aunque sean más hermosas que las palabras que él pueda inventarse. Igual pasa con Dios. Le gusta que simplemente estemos en su presencia; le agrada que balbuceemos al principio palabras y frases entrecortadas, como el niño pequeño que empieza a balbucear las primeras palabras a sus padres. Yo creo que esto le gusta más y a nosotros nos hace más bien, porque así nos vamos introduciendo en ese Atrato de amistad@, que debe ser la oración personal. Aunque repito, que para motivar la conversación y el diálogo con Jesucristo, cuando no se te ocurre nada, lo mejor es tomar y decir lo que otros han dicho, meditarlo, reflexionarlo, orarlo, para ir aprendiendo como niño pequeño, sobre todo, si son palabras dichas por Dios, por Cristo en el evangelio, pero sabiendo que todo eso hay que interiorizarlo, hacerlo nuestro por la meditación-oración-diálogo.

        Para aprender a dialogar con Dios hay un solo camino: dialogar y dialogar con Él y pasar ratos de amistad con Él, aunque son muchos los modos de hacer este camino, según la propia psicología y manera de ser, pero todos personales, que cada uno tiene que ir descubriendo y siempre sin grandes dificultades  ni diferencias los unos de los otros, apenas pequeños matices.  No se trata, como a veces aparece en algún libro sobre métodos para hacer oración, de encontrar una técnica o método, secreto, milagroso, hasta ahora no descubierto y que si tú lo encuentras,  llegarás ya a la unión con Dios, mientras que otros se perderán o pasarán  muchos años o toda su vida en el aprendizaje de esta técnica tan misteriosa. Y, desde luego, no hay necesidad absoluta de respiraciones especiales, yogas o canto de lo que sea...etc. Vamos, por lo menos hasta ahora, desde S. Juan y S. Pablo hasta  los últimos canonizados por la Iglesia,  yo no he visto la necesidad de muchas técnicas;  no digo que sea un estorbo, es más, pueden  ayudar como medios hacia un fin: el diálogo personal y afectivo con Cristo Eucaristía.

       Cuando Jesús enseñó a sus discípulos a orar, el evangelio no relata técnicas y otros medios, simplemente les dijo: “Cuando tengáis que orar, decid: Padre nuestro...”, es diálogo oracional. Y estamos hablando del mejor maestro de oración. En esta línea quiero aportar un testimonio tan autorizado como Madre Teresa de Calcuta: «Cuando los discípulos pidieron a Jesús que les enseñara a orar, les respondió: Cuando oréis, decid: Padre Nuestro... No les enseñó ningún método ni técnica particular, sólo les dijo que tenemos que orar a Dios como nuestro Padre, como un Padre amoroso. He dicho a los obispos que los discípulos vieron cómo el Maestro oraba con frecuencia, incluso durante noches enteras. La gentes deberían veros orar y reconoceros como personas de oración. Entonces, cuando les habléis sobre la oración, os escucharán.... La necesidad que tenemos de oración es tan grande porque sin ella nos somos capaces de ver a Cristo bajo el semblante sufriente de los más pobres de los pobres... Hablad a Dios; dejad que Dios os hable; dejad que Jesús ore en vosotros. Orar significa hablar con Dios . Él es mi Padre. Jesús lo es todo para mí». (Escrito Esenciales. Madre Teresa de Calcuta. Sal Terrae. 2002, p.91)

       Me gustaría que esto estuviera presente en todas las escuelas y pedagogías de oración, para que desde los principios, todo se orientase hacia el fín, sin quedarnos en la técnicas, en los caminos y en los medios como si fueran el fín y la oración misma. Esto no quiere decir que no tengamos en cuenta las dificultades para la oración en todos nosotros. Unas son de tipo ambiental: ruido, prisas, activismo; otras de tipo cultural: secularismo, materialismo, búsqueda del placer en todo, preocupación del tener, vivir al margen de Dios...También las hay de carácter individual: incapacidad para concentrarse un poco, todo es imagen, miedo a la soledad que nos provoca aburrimiento... Pero insisto, por eso, que lo primero es poner el fín donde hay que ponerlo, en Dios y querer amarle y desde ahí empezar el camino sin poner el fin en los medios y dificultades y cómo vencerlas...Desde el principio Dios y conversión.

       Si tenemos talleres de oración, muchas de estas personas entran en ellos y aprenden diversos caminos y metodologías y otras  no entran. Estoy verdaderamente agradecido a las escuelas de oración, todas me vienen bien y a ninguna personalmente les debo nada. La mayoría de los orantes de mi tiempo somos autodidactas. Cuando llegué al Seminario Menor, allá por el 1948, la primera mañana, después de levantarnos a las 7, fuimos a la capilla para rezar unas oraciones comunes y Aoir@la santa misa, pero antes hubo media hora de silencio para hacer la Ameditación.@Al terminar la misa, todos los nuevos preguntamos a los veteranos qué era eso y qué había que hacer durante ese tiempo. Esa fue mi escuela de oración. Sin embargo, las creo necesarias y pienso que pueden hacer mucho bien en las parroquias y seminarios.

       En mis grupos de oración hay personas que han hecho talleres y otras no y todas forman los grupos de oración y después de un comienzo, no veo diferencias; la única diferencia es la perseverancia y esa va unida absolutamente a la conversión permanente. Repito la necesidad de la oración y de las escuelas de oración  y que verdaderamente hacen mucho bien a la comunidad y son muy necesarias y convenientes. Pero insisto, que, desde los inicios, la oración hay que orientarla hacia la vida y conversión  como fundamento y finalidad esencial de la misma, porque de otra forma todos los métodos y técnicas terminan por anquilosarse, vaciarse de encuentro con Dios  y morir.

       En mi larga experiencias de cuarenta años en grupos de vida y oración, me ha tocado pasar por muchas modas pasajeras; por eso hay que centrarlo bien desde el principio;  la oración es un camino de seguimiento del Señor, nos es cantar muy bien, abrazarnos mucho, hacer muchos gestos.....y  si no hay compromiso de vida, todo son romanticismos y pura teoría, que llega luego a contradicciones muy serias entre los mismos componentes del grupo y,  a veces, a la misma destrucción. No piensen  que porque hagan un curso de oración ya está todo garantizado, y desde luego, las principales dificultades para hacer oración no se solucionarán con técnicas de ningún tipo, sino solo con el querer amar a Dios sobre todas la cosas y con la consiguiente conversión, absolutamente necesaria,  que esto lleva consigo. Cuando este deseo desaparece, la persona no encuentra el camino de la oración, se cansa y lo deja todo. Por eso, insisto, hacer oración, o el deseo de oración se fundamenta en el deseo de querer amar a Dios, aunque la persona no sea consciente de ello. Por lo menos que lo sean los directores de los grupos de oración. Y la oración es la que más ayuda a engendrar y mantener este deseo. Y este deseo es el que alimenta la oración y la sostiene y la hace avanzar. Si no crece, muere la oración.

       Queridos amigos, la santidad, la unión con Dios, el encuentro con el Dios infinito, el sentirse amado por el Dios Amor, este es el misterio de la fe cristiana, de la Iglesia, su única razón de existir, su único y esencial sentido; y  la santidad, la unión total con Dios mediante la oración personal y litúrgica ese es el primero, esencial y fundamental camino; este el misterio de Cristo, el Hijo Amado del Padre, que fue enviado para hacernos partícipes de la misma Amistad divina del Dios Amor, de la misma felicidad del Dios trino y uno y Él se convirtió para todos nosotros en camino de este encuentro que se realiza en su propia personalidad de Dios y hombre verdadero; Él es la Verdad, porque es la Palabra pronunciada desde toda la eternidad por el Padre en silencio y que luego pronuncia para nosotros en carne humana por la potencia de su Amor personal que es Espíritu Santo; Él es la vida porque lo dijo expresamente: “Yo he venido para que tengáis vida… si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él”, morada lógicamente de amor, de amistad; sobre todo lo expresó cuando dijo: “El que me coma, vivirá por mi,” esto es, vivirá en mí mi vida eterna del Padre.

       Y esto es lo único que vale, que existe, lo demás es como si no existiera. )qué tiene que ver el mundo entero, todos los cargos, éxitos, carreras, dineros, todo lo bueno del mundo comparado con lo que nos espera y que ya podemos empezar a gustar en Jesucristo Eucaristía? El es el pan de la vida eterna, de nuestra felicidad eterna, nuestra eternidad,  nuestra suerte de existir, nuestro cielo en la tierra: “El que coma de este pan vivirá eternamente”. A la luz de esto hay que leer todo el capítulo sexto de S. Juan  sobre el pan de vida eterna, el pan de Dios, el pan de la eternidad: “Les contestó Jesús y les dijo: vosotros me buscáis porque habéis comido los panes y os habéis saciado; procuraros no el alimento que perece sino el que permanece hasta la vida eterna” (Jn 6,26).Toda la pastoral, todos los sacramentos, especialmente la Eucaristía, deben conducirnos hasta Cristo, “pan del cielo, pan de vida eterna”, hasta el encuentro con El; de otra forma, el apostolado y los mismos sacramentos no cumplirán su fin: hacer uno en Cristo-Verbo amado eternamente por el Padre en fuego de Espíritu Santo. Y para que nos encontremos con Cristo Eucaristía en los sacramentos y en la vida y en la pastoral: oración, oración y oración eucarística.

       Pablo lo describe así: “Enseñamos una sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios antes de los siglos para vuestra gloria. Ninguno de los príncipes de este siglo la han conocido; pues, si la hubieren conocido, nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria. Sino como está escrito:  ni el  ojo vió, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman. Y Dios nos lo ha revelado por el Espíritu”.  (1Cor 2,7-10).

       Es que Dios es así, su corazón trinitario, por ser tri-unidad, unidad de los Tres  es así.... amar y ser amado, diálogo permanente con su Palabra en entrega eterna de Amor que el Hijo acepta en Amor de Espíritu Santo; Dios Uno y Trino no  puede ser y existir de otra manera. Y el hombre entra en este misterio por el diálogo de fe, esperanza  amor de la oración. Cuando se descubre, eso es el éxtasis, la mística, la experiencia de Dios, el sueño de amor de los místicos, la transformación en Dios, sentirse amados por el mismo Dios Trinidad en unidad esencial y relacional con ellos por participación de su mismo amor esencial y eterno. Y en esto consiste la felicidad eterna, la misma de Dios en Tres Personas que se aman infinitamente y que es verdad y que existe y que uno puede empezar a gustar en este mundo y se acabaron entonces las crisis de esperanza y afectividad y soledad y todo...bueno, hasta que Dios quiera, porque esto parece que no se acaba del todo nunca, aunque de forma muy distinta... y eso es la vivencia del misterio de Dios, la experiencia de la Eucaristía, la mística cristiana, la mística de San Juan: “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que El nos amó primero y envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados”; la de Pablo: “deseo morir para estar con Cristo..., para mi la vida es Cristo”; la de San Juan de la Cruz, Santa Teresa, Santa Catalina de Siena, S. Juan de Avila, Ignacio de Loyola, Isabel de la Stma. Trinidad, Teresita, Charles de Foucaud....la de todos los santos.

       Por la vida de gracia en plenitud de participación de la vida divina trinitaria posible en este mundo y por la oración, que es conocimiento por amor de esta vida, el alma vive el misterio trinitario. La meta de sus atrevidas aspiraciones es «llegar a la consumación de amor de Dios..., que es venir a amar a Dios con la pureza y perfección que ella es amada de él, para pagarse en esto a la vez».(Can B 38,2). Estoy seguro de que a estas alturas algún lector estará diciéndose dentro de sí: todo esto está bien, pero qué tiene que ver todo lo del amor y felicidad de Dios con el tema de la oración que estamos tratando. Y le respondo. Pues muy sencillo. Porque la oración es y ha sido el único de todos los santos y místicos para llegar a esta intimidad con Dios. Y como la oración tiene esta finalidad, la de hacernos amigos de Dios, la de llevarnos a este amor de Dios que es nuestra felicidad, el camino para conseguirlo es vaciarnos de todo lo que no es Dios en nuestro corazón, para llenarnos de Él. No olvidar nunca: orar, amar y convertirse es lo mismo.

       «Porque no sería una verdadera y total transformación si no se transformarse el alma en las Tres Personas de la Santísima Trinidad en revelado y manifiesto grado..... con aquella su aspiración divina muy subidamente levante el alma y la informa y habilita para que ella aspire en Dios la misma aspiración de amor que el Padre aspira en el Hijo y el Hijo en el Padre, que es el mismo Espíritu Santo que a ella le aspira en el Padre y el Hijo en la dicha transformación, para unirla consigo» (Can B 39, 6).

       Oh Dios te amo, te amo, te amo, qué grande, qué infinito, que inconcebible eres, no podemos comprenderte, sólo desde el amor podemos unirnos a Tí y tocarte un poco y conocerte y saber que existes para amarte y amarnos, que existimos para hacernos felices con tu misma felicidad,  pero no por ideas o conocimientos sino por contagio, por toque de amor personal, por quemaduras de tu amor; qué lejos se queda la inteligencia, la teología de tus misterios, tantas cosas que están bien y son verdad, pero se quedan tan lejos...

       La oración eucarística, hecha ante el Sagrario, es diálogo de amistad con Jesucristo, en el cual, el Señor, una vez que le saludamos, empieza a decirnos que nos ama, precisamente, con su misma presencia silenciosa y humilde y permanente en el sagrario. Nos habla sin palabras, solo con mirarle, con su presencia silenciosa, sin nimbos de gloria ni luces celestiales o adornos especiales, como están a veces algunas imágenes de los santos, más veneradas y llenas de velitas que el mismo sagrario, mejor dicho, que Cristo en el sagrario.

       Da pena ver la humildad de la presencia de Jesucristo en los sagrarios sin flores, sin presencias de amor, sin una mirada y una oración; presencia silenciosa del que es la Palabra, toda llena de hermosura y poder del Padre, por la cual ha sido hecho todo y todo finaliza en Él; presencia humilde del que “no tiene figura humana”, ahora ya sólo es una cosa, un poco de pan, para saciar el hambre de eternidad de los hombres;  presencia humilde del que lo puede todo y no necesita nada del hombre y, sin embargo, está ahí necesitado de todos y sin quejarse de nada, ni de olvidos ni desprecios, sin exigir nada, sin imponerse...por si tú lo quieres mirar y así se siente pagado el Hijo predilecto del mismo Dios;  presencia humilde, sin ser reconocida y venerada por muchos cristianos, sin importancia para algunos, que no tienen inconveniente en sustituirla por otras presencias,  y preferirlas y todo porque no han gustado la Presencia por excelencia, la de Jesucristo en la Eucaristía.

       Ahí está el Señor en presencia humilde, sin humillar a los que no le aman ni le miran, no escuchando ni obedeciendo tampoco a los nuevos ASantiagos@, que piden fuego del cielo para exterminar a todos los que no creen en Él ni le quieren recibir en su corazón; ahí está Él, ofreciéndose a todos pero sin imponerse, ofreciéndose a todos los que libremente quieran su amistad; presencia olvidada hasta en los mismos seminarios o casas de formación o noviciados, que han olvidado con frecuencia, donde está «la fuente que mana y corre, aunque es de noche»,  que han olvidado donde está la puerta de salvación y la vid, que debe llevar la savia a todos los sarmientos  de la Iglesia, especialmente a los canales más importantes de la misma, para comunicar su fuerza a todo creyente.

       Jesucristo en el sagrario es el corazón de la Iglesia y de la gracia y salvación, es  ayuda y  amistad permanentemente ofrecidas a todos los hombres;  para eso se quedó en el pan consagrado y ahí está cumpliendo su palabra. Él nos ama de verdad. Así debemos amarle también nosotros. De su presencia debemos aprender humildad, silencio, generosidad, entrega sin cansarnos, dando luz y amor a este mundo. La presencia de Cristo, la contemplación de Cristo en el sagrario siempre nos está hablando de esto, nos está comunicando todo esto, no está invitando continuamente a encontrarnos con Él, a reducir a lo esencial nuestra vida y apostolado, nos está saliendo al encuentro, nos está invitando a orar, a hablar con Él, a imitarle; por eso, todos debemos ser visitadores del sagrario y atarnos para siempre a la sombra de la tienda de la Presencia de Dios entre los hombres.

 

QUINTA MEDITACIÓN A

BREVE ITINERARIO DE ORACIÓN EUCARÍSTICA

       Repito y lo hago por tratarse del CAMINO más importante de la vida cristiana y espiritual, principio y motor de la santidad de la Iglesia y de los cristianos. Para orar,  puede servirte  la lectura espiritual de buenos libros, sobre todo,  hecha en la presencia eucarística del Señor; la vida de algún santo que hable de su propia experiencia de Dios, y desde luego, insustituible, el Evangelio, que es lo que te dice a tí y ahora personalmente Cristo Eucaristía en ese momento; al principio, tal vez escuchado, meditado y orado por otros, luego ya directamente por tí; puedes también escribir lo que se te ocurra ante Jesucristo, recitar los salmos que te gusten y  meditarlos, repetir los versículos que más te gusten, responsorios preciosos de las Horas..... Pero la ciencia y la experiencia en este tema, de lo que uno ha visto y leído en santos como Juan de Ávila, Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús,  Juan de la Cruz, Teresa del Niño Jesús, Isabel de la Trinidad, Carlos de Foucaudl, madre Teresa del Calcuta...he llegado a la conclusión de que no se trata de descubrir un camino misterioso que pocos han descubierto y tengo que buscarlo hasta dar con él luego ya está todo hecho.

       El camino de la oración ya está descubierto y es elemental en su estructura,  aunque cada uno tiene que recorrerlo personalmente: no olvidar jamás que orar es amar y amar es orar, que en la vida cristiana estos dos verbos se conjugan  igual unido al verbo convertirse. Estoy convencido, por teoría y experiencia, de que el que quiere orar, ese ya está orando. Nunca mejor dicho que querer es poder, porque este querer es ya la mejor gracia de Dios. La dificultad en orar está principalmente en que uno no está convencido de su importancia y puede considerarla una más de las diversas formas de la piedad  cristiana; además, como cuesta al principio coger este camino de amar a Dios sobre todas las cosas, lo cual supone renuncia y conversión, uno cree poder sustituirla con otras prácticas piadosas. Lo primero, pues, que hemos de tener presente, como hemos dicho ya tantas veces, será pedir la fe y el amor que nos unen a Dios, y no pueden ser fabricados por nosotros.

       La oración nunca será un camino difícil sino costoso, como cualquier camino que lleva a la cima de la montaña, sobre todo, en los comienzos. El camino es facilísimo: querer amar a Dios sobre todas las cosas. “Está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, solo a El darás culto” (Mt. 4,10). Por lo tanto, abajo todos los ídolos, el primero, nuestro yo. Jesús resumió los deberes del hombre para con Dios con estas palabras: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente” (Mt 22,37). Pero esto cuesta muchísimo, sobre todo al principio, porque entonces no se tienen los ojos limpios para ver a Dios, no se sienten estos deseos con fuerza, no se tiene la fe y el amor y una esperanza de Dios suficientes para ir en su busca,  empezando por renunciar al cariño y la ternura que nos tenemos. Este preferirnos a Dios ha hecho que nuestra  fe sea seca, teórica, puramente heredada y ha de ser precisamente por esos ratos de oración eucarística, cuando empieza a hacerse personal, a  creer no por lo que otros me han dicho sino por lo que yo voy descubriendo y eso ya no habrá quien te lo quite.

       Es costosa la oración, sobre todo al comienzo, hasta coger el camino de la conversión, porque la persona, sin ser consciente, achaca la sequedad de la misma a las circunstancias de la oración o sus métodos, siendo así que en realidad la aridez y el cansancio vienen de que hay que empezar a ser más humildes, a perdonar de verdad, a convertirnos a Dios, para amarle más que a nosotros mismos y esto, si no hay gracias de Dios especiales, que se lo hagan ver y descubrir y para eso es la oración, imposibilita la oración de ahora y de siempre y de todos los siglos. Por eso, al hablar de oración a principiantes, es más sencillo y pedagógico y conveniente hablarles desde el principio, de  que se trata de un camino de conversión a Dios, camino exigente,  pero gradual, dirigido por el mismo Dios, por su Amor, por su Espíritu de Amistad, y que, por y para eso, necesitamos visitarle, encontrarnos con Él, hablar continuamente con El, para pedirle luz y fuerzas.

       La dificultad en la oración, en el encuentro con el Señor, en descubrir su presencia y figura y amor y amistad  está en que no queremos convertirnos, y esta dificultad conviene que sea descubierta, sobre todo, al principio y siempre, por el mismo principiante o por personas experimentadas, para descubrir la razón de la sequedad y las distracciones y no ponerla solo en los métodos y técnicas de la oración. Algunos cristianos, por desgracia,  no saben de qué va la oración personal, qué lleva consigo y otros hablamos con frecuencia de ella, pero no hemos emprendido de verdad el camino o los sustituimos por otras prácticas y lo abandonamos y estamos ya instalados en nuestros defectos y pecados, aunque sean veniales, pero que, al ser consentidos, nos instalan también en la lejanía de Dios e impiden la santidad y la oración y el encuentro pleno y permanente con el Señor y nos convierten en mediocres espirituales y esto nos lleva consecuentemente a  la  mediocridad pastoral y apostólica, cristiana, sacerdotal o religiosa. )Cómo entusiasmar a los hermanos con un Cristo que nos aburre personalmente?

       Sin conversión no hay oración y sin oración no hay vivencia y experiencia de Dios, ni amor verdadero a los hermanos, ni entrega, ni liturgia vivida, ni gozo del Señor ni santidad ni nada verdaderamente importante en la vida cristiana ni verdadero apostolado que lleve a los hombres al amor y conocimiento vital de Dios, sino acciones, programaciones, organigramas de métodos y acciones apostólicas que se han quedado sin espíritu, sin fuego, sin vida de unión con Dios, donde muchas veces es hacer por hacer, para sentirse útil, en apostolado puramente horizontal, pero donde la gloria del Padre ni es descubierta, ni buscada ni siquiera mencionada , porque no se vive ni se siente, y  Jesucristo no es verdaderamente buscado y amado como Salvador y sentido total de nuestras vidas; son acciones de un Asacerdocio  puramente técnico y profesional@, acciones de Iglesia sin el corazón de la Iglesia, que es el amor a Cristo; acciones de Cristo sin el espíritu de Cristo, porque “el sarmiento no está unido a la vid”...

       La oración, desde el primer día, es amor a Dios:  «Que no es otra cosa oración mental, sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama».  Por eso, desde el primer instante y kilómetro ¡abajo los ídolos! especialmente el yo que tenemos entronizado en el altar de nuestro corazón. Por eso, desde el primer kilómetro es conversión, vaciarme de mi mismo para que me llene Dios. Si no me vacío por la oración, no cabe Dios dentro de mí, porque todo lo ocupa mi yo, y entonces pasan dos cosas: primero, que estoy tan lleno de mí mismo, que no cabe el evangelio, ni Cristo, ni Dios… porque estoy lleno de mi mismo; y segundo, al estar lleno de mi mismo y de mis criterios y pensamientos y egoísmo, me siento vacío de Dios, esto es, como el mundo actual, lo tiene todo y le falta todo, porque le falta Dios que es todo; y finalmente, al vivir mi vida, no la evangélica, no la de Cristo, pues no tengo necesidad ni de oración, ni de Eucaristía, ni de conversión, porque para vivir como vivo, como un animalito, me basto a mi mismo, no tengo necesidad de Dios y si voy a la oración y a la Eucaristía, me aburro por que no me encuentro con hambre y necesidad de Dios, me aburre porque no hay encuentro con Cristo. Por eso, esta lucha, esta conversión, este vacío de mi mismo es a veces, cuando se avanza un poco en la oración o mejor, en la medida en que se va avanzando, es duro y cruel y despiadado contra uno mismo, porque estamos incapacitados para amar así por el pecado original, por no sentir el amor de Dios más vivamente, precisamente por esos mismos defectos, y cuesta derramar las primeras gotas de sangre,  porque nos tenemos un cariño loco y apasionado a nosotros mismos y a nuestros criterios y pasiones y afectos.

       Y cuando, pasado algún tiempo, años tal vez, los que Dios quiera, y ya plenamente iniciados y comprometidos,  lleguen las noches de fe, las terribles purificaciones de nuestra fe, esperanza y caridad, porque Tu, Señor, para prepararnos plenamente a tu amor sobre todas las cosas,  lo exiges todo: personas, criterios propios, afectos, dinero, seguridad, cargos, honores...,  cuando el entendimiento quiere ver y tener certezas propias, porque es mucho lo que le exiges y se juega toda su persona y toda su vida en esto y por eso le cuesta creer en tu palabra, obedecerte y aguantar tanta exigencia,  y  quiere probarlo todo y razonar todo antes de entregarse y entregarte todo:  resulta que tu persona, tu presencia, tu evangelio, tus palabras y exigencias, hasta entonces tan claras y que no teníamos inconveniente en admitir y meditar y predicar, porque eran puramente teóricas, pero nos molestaban poco o casi nada, porque no nos las aplicábamos, ahora, al querer Tu, Dios mío, querer unirme más a Ti, disponernos a una unión más perfecta y plena contigo... cuando exiges todo, porque quieres llenarlo todo  con tu amor, y el alma, para eso,  debe vaciarse de todo, porque Tú quieres que te ame con todo mi corazón y con toda mi alma y con todo mi ser...entonces nada valen los conocimientos adquiridos, ni la teología, ni la fe heredada, ni la experiencia anterior, que quedan obnubiladas, y mucho menos  echar mano de exégesis o psicologías...entonces, en ese momento largo y trágico, que parece no acabará nunca, porque es mucho paradójicamente lo que el alma te desea y te ama en esa noche, sin ser consciente de ello, la última palabra, el último apoyo es creer sin apoyos y lanzarse a tus brazos sin saber que existen, porque no se ven ni sienten, porque Tu solo quieres que me fíe y me apoye en Ti, hasta el olvido y negación de mí mismo y todo lo mío, de todo apoyo humano y posible, racional y científico, afectivo y familiar, porque me tengo que quedar en fe pura y apoyarme solo en Ti sin arrimo ni apoyo alguno humano y tengo que quedar el horizonte limpio de todo y de todos, solo Tú, sólo Tú, sin arrimos de criatura alguna.

       En estas etapas, que son sucesivas y variadas en intensidad y tiempo, según el Espíritu Santo crea oportuno purificar y según sus planes de unión,  ni la misma liturgia ni  los evangelios  dan luz ni consuelo, porque Dios lo exige todo y viene la Aduda metódica@puesta por Dios en el alma para conducirnos a esa meta: ¿Será verdad Cristo? ¿Será imaginario todo lo que he vivido hasta ahora? ¿Cómo puedo quedarme sin fe, sin ver ni sentir nada? ¿Para qué seguir? ¿No debe ser todo razonable, prudente, sin extremismos de ninguna clase? ¿ Habrá sido todo pura  imaginación e invención mía? ¿Por qué no intentar, pues estoy perdido, otros consejos y caminos? ¿Cómo entregarle mi propia vida, la misma vida en amor total y para siempre, las propias seguridades sin ninguna seguridad de que Él está en la otra orilla...? ¿Será verdad todo lo que creo, será verdad que Cristo vive, que es Dios existe, cómo dejar estas cosas de la vida  que tengo y toco y me sostienen vital y afectivamente por una persona que no veo ni toco ni siento, y menos en un trozo de pan, cómo puede existir una persona que ya no veo en la oración, en el evangelio, en la relación personal que antes tenía y creía...? ¿Será verdad? ¿Dónde apoyarme para ello? ¿Quién me lo puede asegurar? Con lo feliz que era hasta ahora, con el gozo que sentía en mis misas y comuniones anteriores, con deseos de seguirle hasta la muerte, con ratos de horas y horas de oración y hasta noches enteras en unión y felicidad plena... qué me pasa... qué está pasando dentro de mi...

       En estas etapas, que pueden durar meses y años,  el alma va madurando en la fe, esperanza y caridad, virtudes teologales que nos unen directamente con Dios, y sin ella ser consciente, se va llenando de la misma luz y fuerza de Dios; su fe, va recibiendo de Dios más luz, luz vivísima y sin imperfecciones de apoyos de criaturas,  y va  entrando en este camino, donde el Espíritu Santo es la única luz, guía, camino y director espiritual.

       La causa de todo esto es una influencia y presencia especial de Dios en el alma, llamada por S. Juan de la Cruz contemplación infusa, que a la vez que  ilumina, purifica al alma con su luz intensísima, y la fortalece en aparente debilidad y poco a poco ya no soy yo el que lleva la batuta de la conversión, porque  me corregía lo que me daba la gana y muchos campos ni los tocaba y en otros me quedaba muy superficial... ya no es mi entendimiento el que discurre y acomoda el evangelio y todo a sus gustos y complacencias, a su medida…ahora es el Espíritu Santo, porque me ama con amor infinito, el que me purifica como el fuego al madero, que dice S. Juan de la Cruz, que primero el fuego y la luz y el calor extremo le pone negro sus fealdades, luego le va encendiendo, luego le quema y así hasta llegar a hacerse, una vez encendido, una llama de amor viva en el fuego del Espíritu Santo, en el mismo fuego y amor de Dios.

       Es que “Dios es Amor”, dice San Juan, Dios es Dios y no sabe amar de otra forma que entregándose y dándose todo entero; así es que me tengo que vaciar todo entero de mis criterios, afectos y demás totalmente, para que Él pueda llenarme. Luego, cuando haya pasado la prueba, podré decir con San Pablo: “Pero lo que tenía por ganancia, lo considero ahora por Cristo como pérdida, y aún todo lo tengo por pérdida comparado con el sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por cuyo amor todo lo he sacrificado y lo tengo por basura con tal de ganar a Cristo y ser hallado en Él... por la justicia..   que se funda en la fe y nos vienen de la fe en Cristo”.

       S. Juan de la Cruz, el maestro de las noches purificatorias,  nos dirá que la contemplación,  la oración vivencial, la experiencia de Dios «es una influencia de Dios en el alma que la purga de sus ignorancias e imperfecciones habituales, naturales y espirituales, que llaman los contemplativos contemplación infusa o mística teología, en que de secreto enseña Dios al alma y la instruye en perfección de amor, sin ella hacer nada ni entender como es ésta contemplación infusa» (N II 5,1).

Tan en secreto lo hace Dios, que el alma no se entera de qué va esto y qué le está pasando, es más, lo único que piensa y esto le hace sufrir infinito, es que está convencida de  que ha perdido la fe, ha perdido a Dios, a Cristo, la misma salvación, y que ya no tiene sentido su vida, no digamos si está en un seminario o en un noviciado, piensa que se ha equivocado, que tiene que salirse.... ¡Qué sufrimientos de purgatorio, de verdadero infierno, qué soledad!  ¡Dios mío, pero cómo permites sufrir tanto! Ahora, Cristo, barrunto un poco lo tuyo de Getsemaní.

       Y es que los cristianos no nos damos cuenta de que Dios es verdad, es la Verdad y exige todo de verdad para que siempre vivamos de verdad en Él y por Él y de Él, que es la única Verdad y nunca dudemos de su Verdad, presencia y amor. La fe y el amor a Él van en relación directa con lo que estoy dispuesto a renunciar por Él, a vaciarme por Él.  Por eso, conviene no olvidar que creer en Dios, para no engañarse y engañarnos, es estar dispuestos a renunciar a todo y a todos y hasta nosotros mismos, por Él. Mi fe y mi amor se mide por la capacidad que tengo de renunciar a cosas por Él. Renuncio a mucho por Él, creo mucho en Él y le amo mucho; renuncio a poco, creo poco en Él y le amo poco. Renuncio a todo por Él,  creo totalmente en Él, le amo sobre todas las cosas; no renuncio a nada, no creo nada ni le amo nada, aunque predique y diga todos los días misa. Pregúntate ahora mismo: ¡A qué cosas estoy renunciando ahora mismo por Cristo?  Pues eso es lo que le amas, esa es la medida de tu amor..

       Por eso, en cuanto el evangelio, Jesucristo, la Eucaristía nos empiezan a exigir para vivirlos, entonces mi yo tratará de buscar apoyos y razones y excusas para rechazar y retardar durante toda su vida esa entrega, y hay muchos que no llegan a hacerla, la harán en el purgatorio, pero  como Dios es como es, y yo soy yo el que tiene que cambiar, y Dios quiere que el único fundamento de la vida de los cristianos sea Él, por ser quien es y porque además no puede amar de otra forma sino en sí y por sí mismo y esto es lo que me quiere comunicar y no puede haber otro, porque todo lo que no es Él, no es total, ni eterno ni esencial ni puede llenar.....entonces resulta que todo se oscurece como luz para la inteligencia y como apoyo afectivo para la voluntad y como anhelo para la esperanza y es la noche, la noche del alma y del cuerpo y del sentido y de las potencias: entendimiento,  memoria y voluntad.

       «Por tres causas podemos decir que se llama Noche este tránsito que hace el alma a la unión con Dios. La primera, por parte del término de donde el alma sale, porque ha de ir careciendo el apetito del gusto de todas las cosas del mundo que poseía, en negación de ellas; la cual negación y carencia es como noche para todos los sentidos del hombre. La segunda, por parte del medio o camino por donde ha de ir el alma a esta unión, lo cual es la fe, que es también oscura para el entendimiento, como noche. La tercera, por parte del término a donde va, que es Dios, el cual ni más ni menos es noche oscura para el alma en esta vida» (S I 2,1).

       Es  buscar razones y no ver nada, porque Dios  quiere que el alma no tenga otro fundamento que no sea El, y es llegar a lo esencial de la vida, del ser y existir...y entonces todo ha de ser purificado y dispuesto para una relación muy íntima con la Santísima Trinidad; si es malo, destruirlo, y si es bueno, purificarlo y  disponerlo, como el madero por el fuego:  antes de arder y convertirse en llama,  el madero, dice S. Juan de la Cruz, debe ser oscurecido primero por el mismo fuego, luego calentarse y, finalmente, arder y convertirse en llama de amor viva, pura ascua sin diferencia posible ya del fuego: Dios y alma para siempre unidos por el Amor Personal de la Stma. Trinidad, el Espíritu Santo, Beso y Abrazo eterno entre el Padre y el Hijo.

       Es la noche de nuestra fe, esperanza y amor: virtudes y operaciones sobrenaturales, que, al no sentirse en el corazón, no nos ayudan aparentemente nada, es como si ya no existieran para nosotros;  además, tenemos que dejar las criaturas, que entonces resultan más necesarias, por la ausencia aparente del Dios, a quien sentíamos y nos habíamos entregado, pero ahora no lo vemos, no lo sentimos, no existe;  por otra parte y al mismo tiempo y con el mismo sentimiento, aunque nos diesen todos los placeres de las criaturas y del mundo, tampoco los querríamos, los escupiríamos, porque estamos hechos ya al sabor de Dios, al gusto y plenitud del Todo, aunque sea oscuro... total, que es un lío para la pobre alma, que lo único que tiene que hacer es aguantar, confiar y no hacer nada, y digo yo que también el demonio mete la pata y a veces se complican más las cosas.

       Esta situación ya durísima, se hace imposible, cuando además de la oscuridad de la fe, el amor y la esperanza, viene la noche de la vida y nos visita el dolor moral, familiar o físico, la persecución injusta y envidiosa, la calumnia, los desprecios sin fundamento alguno.., cuando no se comprenden noticias y acontecimientos del mundo, de tu misma Iglesia...de los mismos elegidos...cuando uno creía que lo tenia todo claro, y viene  la muerte de  nuestros afectos carnales que quieren  preferirse e imponerse al amor total a Tí, de nuestras  pretensiones de tierra convertidas en nuestra esperanza y objeto de deseo por encima de Ti, que debes ser nuestra única esperanza,  cuando llegue la hora de morir a mi yo que  tanto se ama y se busca continuamente por encima de tu amor y que debe morir, si quiero de verdad llegar a ti…,  échanos una mano, Señor, que te veamos salir del sagrario para ayudarnos y sostenernos, porque somos débiles y pobres, necesitados siempre de tu ayuda (no me dejes, Madre mía! Señor, que  la lucha es dura y larga la noche, es Getsemaní, Tu lo sabes bien, Señor, es morir sin testigos ni comprensión, como Tu, sin que nadie sepa que estás muriendo, sin compañía sensible de Dios y de los hombres, sin testigos de tu esfuerzo, sino por el contrario, la incomprensión,  la mentira, la envidia,  la persecución injustificada y sin motivos... que entonces, Señor, veamos que sales del sagrario y nos acompañas por el camino de nuestro calvario hasta la muerte del yo para resucitar  contigo a una fe luminosa, encendida,  a la vida nueva de unión y amistad y experiencia gozosa de tu presencia y amor en la Eucaristía.

       Es el Espíritu Santo el que iluminará purificando, unas veces más, otras menos, durante años, apretando según sus planes que nosotros ni entendemos ni comprendemos en particular, solo después de pasado y en general, porque en cada uno es distinto, pero que para todos se convierte en purificación dolorosa diversa en tiempo e intensidad, según los proyectos de Dios y la generosidad de las almas.

       Por aquí hay que pasar, para identificarnos, para transformarnos en Cristo, muerto y resucitado:“Todos nosotros, a cara descubierta, reflejamos como espejos la gloria del Señor y nos vamos transformando en la misma imagen de gloria, movidos por el Espíritu Santo” (2Cor 3,18). Es la gran paradoja de esta etapa de la vida espiritual: porque es precisamente el exceso de presencia y luz divina la que provoca en el alma el sentimiento de ceguedad y ausencia aparente de Dios: por deslumbramiento, por exceso de luz directa de Dios, sin medición de libros, reflexiones personales, meditación.... es luz directa del rayo del Sol Dios, que el alma todavía no entiende ni comprende. Es Dios que quiere comunicarse directamente, de tú a tú, sin ideas que hacemos nosotros, sino directamente Él.

       S. Juan de la Cruz es el maestro de todas estas etapas. Él empezó en sus obras a querer hablarnos de la oración, de la unión con Dios y escribió más páginas y páginas de la purgación y purificación del alma hasta llegar a este encuentro. Lo describe de todos los modos y desde todos los ángulos:  «Y que esta oscura contemplación también le sea al alma penosa a los principios está claro; porque como esta divina contemplación infusa tienen muchas excelencias en extremo buenas y el alma, que las recibe, por no estar purgada, tiene muchas miserias, también en extremos malas, de ahí es que no pudiendo dos contrarios caber en el sujeto del alma, de necesidad hayan de penar los unos contra los otros, para razón de la purgación que de las imperfecciones del alma por esta contemplación se hace» (N II 5, 41).

       Que nadie se asuste, el Dios, que nos mete en la noche de la purificación, del dolor, de la muerte al yo y a nuestros  ídolos adorados de  vanidad, soberbia, amor propio, estimación.... es un Dios todo amor, que no nos abandona sino todo lo contrario, viéndose tan lleno de amor y felicidad nos quiere llenar totalmente de El. Jamás nos abandona, no quiere el dolor por el dolor, sino el suficiente y necesario que lleva consigo el vaciarnos y poder habitarnos totalmente. Lo asegura S. Pablo: “Muy a gusto, pues, continuaré gloriándome en mis debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo” (2Cor. 8,1).

       Quizás algún lector, al llegar a este punto, coja un poco de miedo o piense que exagero. Prefiero esto segundo, porque como Dios le meta por aquí, ya no  podrá echarse para atrás, como les ha pasado a todos los santos, desde S. Pablo y S. Juan hasta la madre Teresa de Calcuta, de la cual acaban de publicar un libro sobre estas etapas de su vida, que prácticamente han durado toda su existencia; todavía no lo he leído. Porque el alma, aunque se lo explicaran todo y claro, no comprendería nada en esos momentos,  en los que no hay luz ni consuelo alguno, y parece que Dios no tiene piedad de la criatura, como en Getsemaní, con su Hijo...Pero por aquí hay que pasar para poner solo en Dios nuestro apoyo y nuestro ser y existir. El alma, a pesar de todo, tendrá fuerzas para decir con Cristo:“Padre, si es posible, pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya...”

       Uno no comprende muchas cosas dolorosas del evangelio, de la vida de Cristo, de la vida de los santos, de muchos hombres y mujeres, que he conocido y  que no serán canonizados, pero que son para mí verdaderos santos... en concreto, no entiendo por qué Jesús tuvo que sufrir tanto, por qué tanto dolor en el mundo, en los elegidos de Dios...por qué nos amó tanto, qué necesidad tiene de nuestro amor, qué le podemos dar los hombres que El no tenga...tendremos que esperar al cielo para que Dios nos explique todo esto. Fue y es y será todo por amor. Un amor que le hizo pasar a su propio Hijo por la pasión y la muerte para llevarle a la resurrección y la vida, y que a nosotros nos injerta desde el bautismo en la muerte de Cristo para llevarnos a la unión total y transformante con El.

       Es la luz de la resurrección la que desde el principio está empujándonos  a la muerte y en esos momentos de nada ver y sentir es cuando está logrando su fín, destruir para vivir en la nueva luz del Resucitado, de participación en los bienes escatológicos ya en la carne mortal y finita que no aguanta los bienes infinitos y últimos que se están haciendo ya presentes: Aanunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, Ven, Señor Jesús...@. En esos momentos es cuando más resurrección está entrando en el alma, es esa luz viva de Verbo eterno, de la Luz y Esplendor de la gloria del Padre- Cristo Glorioso y Celeste la que provoca esa oscuridad y esa muerte, porque el gozo único y el cielo único es la carne de Cristo purificada en el fuego de la pasión salvadora y asumida por el Verbo, hecha ya Verbo y Palabra Salvadora de Dios y sentada con los purificados a la derecha del Padre.

       Es el purgatorio anticipado, como dice S. Juan de la Cruz. Precisamente quiero terminar este tema con la introducción a la SUBIDA DEL MONTE CARMELO: «Trata de cómo podrá el alma disponerse para llegar en breve a la divina unión. Da avisos y doctrina, así a los principiantes como a los aprovechados, muy provechosa para que sepan desembarazarse de todo lo temporal y no embarazarse con lo espiritual y quedar en la suma desnudez  y libertad de espíritu, cual se requiere para la divina unión».

       Cuando una persona lee a S. Juan de la Cruz, si  no tiene alguien que le aconseje, empieza lógicamente por el principio, tal y como vienen en sus Obras Completas: la Subida, la Noche...  y esto asusta y cuesta mucho esfuerzo, porque asustan  tanta negación, tanta cruz, tanto vacío,  ponen la carne de gallina, se encoge uno ante tanta negación, aunque siempre hay algo que atrae. Cuando se llega al Cántico y a la Llama de amor viva.... uno se entusiasma, se enfervoriza, aunque no entiende muchas cosas  de lo que pasa en esas alturas. Pero la verdad que la lectura de esas páginas, encendidas de fuego y luz, entusiasman, gustan y enamoran,  contagian fuego y entusiasmo por Dios, por Cristo, por la Santísima Trinidad.  ¿Hacemos una prueba? Pues sí, vamos a mirar ahora un poco al final de este camino de purificación y conversión para llenarnos de esperanza, de deseos de quemarnos del mismo fuego de Dios, de convertirnos en llama de amor viva y trinitaria. Hablemos de los frutos de la unión con Dios por la oración-conversión.

       Habla aquí el Doctor Místico de la transformación total, substancial en Dios: «De donde como Dios se le está dando con libre y graciosa voluntad, así también ella, teniendo la voluntad más libre y generosa cuanto más unida en Dios, está dando a Dios al mismo Dios en Dios, y es verdadera y entera dádiva del alma a Dios. Porque allí ve el alma que verdaderamente Dios es suyo y que ella le posee con posesión hereditaria, con propiedad de derecho, como hijo de Dios adoptivo, por la gracia que Dios le hizo de dársele a sí mismo y que, como cosa suya, lo puede dar y comunicar a quien ella quisiera de voluntad, y así ella dále a su querido, que es el mismo Dios que se le dio a ella, en lo cual paga ella a Dios todo lo que le debe, por cuanto de voluntad le da otro tanto como de El recibe».

       «Y porque en esta dádiva que hace el alma a Dios le da al Espíritu Santo como cosa suya con entrega voluntaria, para que en El se ame como El merece, tiene el alma inestimable deleite y fruición; porque ve que da ella a Dios cosa suya propia que cuadra a Dios según su infinito ser».

       «Que aunque es verdad que el alma no puede de nuevo dar al mismo Dios a Si mismo, pues El en Sí siempre se es El mismo; pero el alma de suyo perfecta y  verdaderamente lo hace, dando todo lo que El le había dado para pagar el amor, que es dar tanto como le dan. Y Dios se paga con aquella dádiva del alma, que con menos no se pagaría, y la toma Dios con agradecimiento, como cosa que de suyo le da el alma, y en esa misma dádiva ama el alma también como de  nuevo. Y así entre Dios y el alma, está actualmente formado un amor recíproco en conformidad de la unión y entrega matrimonial, en que los bienes de entrambos, que son la divina esencia, poseyéndolos cada uno libremente por razón de la entrega voluntaria del uno al otro, los poseen entrambos juntos diciendo el uno al otro lo que el Hijo de Dios dijo al Padre por S. Juan, es a saber: “Et mea omnia tua sunt, et tua mea sunt, et clarificatus sum in eis” (Jn 17,10); esto es: “Todos mis bienes son tuyos y tus bienes míos y clarificado estoy en ellos”.

       «Lo cual en la otra vida es sin intermisión en la fruición perfecta; pero en este estado de unión, acaece cuando Dios ejercita en el alma este acto de la transformación».

«Esta es la gran satisfacción y contento del alma, ver que da a Dios más que ella en sí es y vale, con aquella misma luz divina y calor divino que se lo da: lo cual en la otra vida es por medio de la lumbre de gloria, y en ésta por medio de la fe ilustradísima. De esta manera las profundas cavernas del sentido, con extraños primores, calor y luz dan junto a su querido; junto dice, porque junta es la comunicación del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo en el alma, que son luz y fuego de amor en ella» (LL. B. 78-80)

QUINTA MEDITACIÓN B

BREVE ITINERARIO DE ORACIÓN EUCARÍSTICA

       Queridas hermanas: Lo he repetido muchas veces y lo repetiré todas las veces que sean necesarias: quiero amar a Dios, quiero orar; me canso de amar a Dios, me he cansado de orar; me he cansado de orar y estar con Dios, es que me he cansado de amarle. La oración, antes que consideración y meditación y todo lo demás, es amor, querer amar y econtrarse con Dios. Ese es su punto de arranque, aunque no se note ni uno sea consciente al principio. Y si se medita es para sacar amor del pozo, de la fuente, que puede ser el evangelio, un libro, tu corazón, pero si es el Sagrario, es lo mejor de todo. Dice S. Juan de Ávila: «Y sabed que este negocio es más de corazón que de cabeza, pues el amar es el fín del pensar. Y si Dios os hace esta merced de meditación sosegada, será más durable lo que en ella sintiereis y más larga y sin pesadumbre» (Audi, Filia, 75). «Aunque el entendimiento obre poco o nada, la voluntad obra con gran viveza y ama fortiter» (Plática 3).

       Y para todo esto, Jesucristo en el Sagrario es el mejor maestro, el mejor libro, toda una biblioteca, todo el evangelio presente, toda la teología hecha vida. Por eso nos dice el Doctor Místico: «todo ejercicio de la parte espiritual y de la parte sensitiva, ahora sea en hacer, ahora en padecer, de cualquiera manera que sea, siempre le causa más amor y regalo de Dios como habemos dicho; y hasta el mismo ejercicio de oración y trato con Dios, que antes solía tener en consideraciones y modos, ya todo es ejercicio de amor» (Can B 28,9). Bien es verdad que el Santo Doctor aquí se refiere  a un grado más elevado de oración que la meditación,  pero hacia ahí apunta la oración por sí misma, desde el principio, aunque uno no sea consciente de ello, pero conviene que lo sepa el mismo orante y los directores de grupos de oración, que a veces creen que si no se habla o leen reflexiones o se dicen cosas bonitas, no se ha orado; es más, quieren medir la altura de oración según las frases bonitas que se digan...o que si no se aprenden o se realizan técnicas de relajación o métodos de reflexión, no hay oración.

       S. Juan de la Cruz nos dirá que la oración no se mide por las revelaciones, ni locuciones ni éxtasis sino por los frutos de  humildad en las personas que la tienen y este era su criterio para distinguir a los verdaderos y falsos orantes. Y ya sabemos la definición teresiana de oración... “que no es otra cosa oración sino tratar  de amistad....con aquel que sabemos que nos ama».  Tres notas de la amistad aparecen en esta definición tan breve de S. Teresa.

 

1.- Yo  aconsejaría empezar saludando al Señor,  o como se dice ordinariamente, poniéndonos en presencia: En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. En el nombre del Padre que me soñó para una eternidad con Él, me ha dado la existencia, me da la vida esta mañana. Del Hijo que me amó hasta entregar su vida por mí, me quiso como amigo y sigue dándose en cada eucaristía, en cada sagrario. Del Espíritu Santo que me santifica, me trae el amor y la gracia y la ayuda de mi Dios: Señor, ábreme la mente y mete en ella tu Luz y tu Verdad, que es tu Hijo, tu Palabra; ábreme el corazón y mete tu Fuego y Amor, que es tu Espíritu Santo; ábreme los labios y toda mi vida y mi existencia proclamará que Tu existes y me amas, que tu Hijo ha resucitado y me ha llamado a la eternidad feliz contigo y que el Amor, tu Amor, el Espíritu Santo está realizando ahora esta tarea para Gloria del Padre, del Hijo y del mismo Espíritu Santo.

       Es muy importante tener un esquema y una hora fija de oración, porque si lo dejas a la improvisación o para cuando tengas tiempo, a lo mejor no tienes tiempo nunca. El esquema de tu oración lo irás haciendo con lo años. Será siempre «trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos que nos ama» Como hemos comenzado en el nombre del Padre, podemos empezar el diálogo con Él.

Empezamos la oración dialogando, orando al Padre. Para eso es muy importante al principio y siempre ayudarte de alguna oración que te ayude, siempre la misma, pero que puedes cambiar con los tiempos, según el Señor te inspire y vayas descubriendo en tu caminar. Tratándose del Padre, que identifico con la Santísima Trinidad, para no dudar y hasta encontrar otra oración que te inspire más, yo haría despacio y meditando y orando la oración de Santa Isabel de la Santísima Trinidad que a mí me gusta mucho, porque me inspira muchas ideas y sentimientos. Tú la vas orando, si al hacerlo el Señor te inspira ideas, sentimiento, tú te paras, dialogas con el Señor… y, cuando se acaban, continúas con la Plegaria a la Santísima Trinidad. El fruto o el éxito no está en orarla toda seguida, sino parando, mirando al Sagrario, “distrayéndote” en otros pensamientos, revisando tu vida, dialogando de otras cosas al Señor. La pongo aquí, para que te sea más fácil copiarla para luego rezarla ante Jesús Eucaristía:

 

PLEGARIA A LA SANTÍSIMA TRINIDAD

        OH DÍOS MÍO, TRINIDAD A QUIEN ADORO, AYUDADME A OLVIDARME ENTERAMENTE DE MI PARA ESTABLECERME EN VOS, INMÓVIL Y TRANQUILA, COMO SI MI ALMA YA ESTUVIERA EN LA ETERNIDAD; QUE NADA PUEDA TURBAR MI PAZ NI HACERME SALIR DE VOS, OH MI INMUTABLE, SINO QUE CADA MINUTO ME SUMERJA MÁS EN LA PROFUNDIDAD DE VUESTRO MISTERIO.

        PACIFICAD MI ALMA; HACED DE ELLA VUESTRO CIELO, VUESTRA MANSIÓN AMADA Y EL LUGAR DE VUESTRO REPOSO; QUE NUNCA OS DEJE SOLO; ANTES BIEN, PERMANEZCA ENTERAMENTE ALLÍ, BIEN DESPIERTA EN MI FE, EN TOTAL ADORACIÓN, ENTREGADA SIN RESERVAS A VUESTRA ACCIÓN CREADORA.

        OH AMADO CRISTO MÍO, CRUCIFICADO POR AMOR, QUISERA SER UNA ESPOSA PARA VUESTRO CORAZÓN; QUISIERA CUBRIROS DE GLORIA, QUISIERA AMAROS HASTA MORIR DE AMOR. PERO SIENTO MI IMPOTENCIA, Y OS PIDO ME REVISTAIS DE VOS MISMO, IDENTIFIQUÉIS MI ALMA CON TODOS LOS MOVIMIENTOS DE VUESTRA ALMA, ME SUMERJÁIS, ME INVADÁIS, OS SUSTITUYÁIS A MI, PARA QUE MI VIDA NO SEA MAS QUE UNA IRRADIACIÓN DE VUESTRA VIDA. VENID A MI COMO ADORADOR, COMO REPARADOR Y COMO SALVADOR.

        OH VERBO ETERNO, PALABRA DE MI DIOS, QUIERO PASAR MI VIDA ESCUCHÁNDOOS, QUIERO PONERME EN COMPLETA DISPOSICIÓN DE SER ENSEÑADA PARA APRENDERLO TODO DE VOS; Y LUEGO, A TRAVÉS DE TODAS LAS NOCHES, DE TODOS LOS VACÍOS, DE TODAS LAS IMPOTENCIAS, QUIERO TENER SIEMPRE FIJA MI VISTA EN VOS Y PERMANECER BAJO VUESTRA GRAN LUZ. OH AMADO ASTRO MÍO, FASCINADME, PARA QUE NUNCA PUEDA YA SALIR DE VUESTRO RESPLANDOR.

        OH FUEGO ABRASADOR, ESPÍRITU DE AMOR, VENID SOBRE MÍ, PARA QUE EN MI ALMA SE REALICE UNA COMO ENCARNACION DEL VERBO; QUE SEA YO PARA ÉL UNA HUMANIDAD SUPLETORIA, EN LA QUE ÉL RENUEVE TODO SU MISTERIO.

        Y VOS, OH PADRE, INCLINAOS SOBRE ESTA VUESTRA POBRECITA CRIATURA; CUBRIDLA CON VUESTRA SOMBRA; NO VEÁIS EN ELLA SINO AL AMADO, EN QUIEN HABÉIS PUESTO TODAS VUESTRAS COMPLACENCIAS.

        OH MIS TRES, MI TODO, MI BIENAVENTURANZA, SOLEDAD INFINITA,   INMENSIDAD EN LA QUE MEPIERDO. ENTRÉGOME SIN REVERSA A VOS COMO UNA PRESA, SEPULTAOS EN MÍ, PARA QUE YO ME SEPULTE EN VOS, HASTA QUE VAYA A CONTEMPLAROS EN VUESTRA LUZ, EN EL ABISMO DE VUESTRAS GRANDEZAS.

 

(SOR ISABEL DE LA SANTISIMA TRINIDAD, 21 NOVIENBRE 1904)

3º.- Cuando has terminado esta Plegaria a la Santísima Trinidad, es obligación invocar al Espíritu Santo, maestro espiritual y artífice de nuestro encuentro con Dios, porque Él es el Amor, el que nos tiene que dirigir a la unión con Dios en el misterio de Trinidad. Por eso, para empezar la oración de cada día y siempre me gusta la

Secuencia del Espíritu Santo:

 

SECUENCIA DEL ESPÍRITU SANTO

Ven, Espíritu divino,
manda tu luz desde el cielo.Padre amoroso del pobre; don, en tus dones espléndid luz que penetras las almas;

fuente del mayor consuelo.

                    

Ven, dulce huésped del alma,

descanso de nuestro esfuerzo,

tregua en el duro trabajo,

brisa en las horas de fuego,

gozo que enjuga las lágrimas

y reconforta en los duelos.


Entra hasta el fondo del alma,

divina luz, y enriquécenos.

Mira el vacío del hombre

 

si tú le faltas por dentro;

mira el poder del pecado

cuando no envías tu aliento.


Riega la tierra en sequía,

sana el corazón enfermo,

lava las manchas,

infunde calor de vida enelhielo,

doma el espíritu indómito,

guía al que tuerce el sendero.

 

Reparte tus siete dones

según la fe de tus siervos.

Por tu bondad y tu gracia

dale al esfuerzo su mérito;

salva al que busca salvarse

y danos tu gozo eterno Amén.

 

Si fueras sacerdote, yo te aconsejaría esta oración; pero siempre, como te he dicho, parando, mirando, reflexionando sobre otros aspectos que el Santo Espíritu te inspire:

ORACIÓN SACERDOTAL AL ESPÍRITU SANTO

 

       «Oh Espíritu Santo, Fuego de mi Dios, Alma de mi alma, Vida de mi vida, Amor de mi alma y de mi vida, yo te adoro.

       Quémame, abrásame por dentro con tu Fuego transformante y conviérteme,  por una nueva encarnación sacramental, en humanidad supletoria de Cristo, para que Él renueve y prolongue  en mí todo su misterio de salvación: quisiera hacer presente a Cristo ante la mirada de Dios y de los hombres,  como Adorador del Padre, como Salvador de los hombres, como Redentor del mundo.

       Inúndame, lléname, revísteme de sus mismos sentimientos y actitudes sacerdotales; haz de toda mi vida una ofrenda agradable a la Santísima Trinidad, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida.

       Oh Espíritu Santo, Alma y Vida de mi Dios, ilumíname, guíame, fortaléceme, consuélame.... fúndeme en amor trinitario, para que sea amor Creador de vida en el Padre,  amor Salvador de vida por el Hijo y amor Santificador con el Espíritu Santo,  para alabanza de gloria de la Trinidad y salvación de los hombres, mis hermanos. Amen»

       Para todos, pero especialmente para religiosas o almas elevadas, me gusta esta oración:

ORACIÓN AL ESPÍRITU SANTO

       ¡Oh Espíritu Santo, Amor sustancial del Padre y del Hijo, Amor increado, que habitas en las almas justas! Ven sobre mí con un nuevo Pentecostés, trayéndome la abundancia de dones, de tus frutos, de tu gracia y únete a mí como Esposo dulcísimo de mi alma.

       Yo me consagro a ti totalmente: invádeme, tómame, poséeme toda. Sé luz penetrante que ilumine mi entendimiento, suave moción que atraiga y dirija mi voluntad, energía sobrenatural dé vigor a mi cuerpo. Completa en mí tu obra de santificación y de amor. Hazme pura, transparente, sencilla, verdadera, pacífica, suave, quieta y serena, aun en medio del dolor, ardiente caridad hacia Dios y hacia el prójimo.

       Ven, oh fuego ardiente de caridad hacia Dios y hacia el prójimo. Ven, oh Espíritu vivificante, sobre esta pobre sociedad y renueva la faz de la tierra, preside las nuevas orientaciones,
danos tu paz, aquella paz que el mundo no puede dar. Asiste a tu Iglesia, dale santos sacerdotes, fervorosos apóstoles; solicita     con suaves invitaciones a las almas buenas, sé dulce tormento a las almas pecadoras, consolador refrigerio a las almas afligidas, fuerza y ayuda a las tentadas, luz a las que están en las tinieblas y en las sombras de la muerte. (SOR CARMELA SANTO).

4º.- La tercera oración fija de cada día va dirigida a Jesucristo Eucaristía: con la letra de algún canto eucarístico u oración que te guste. Me gustan estas dos oraciones eucarísticas: «Adoro te devote, latens Deitas…» y  «Jesu, dulcis memoria…» Te las pongo en castellano. La traducción es libre.

“ADORO TE DEVOTE, LATENS DEITAS…”

 

 Adoro te devote, latens Deitas,

Quae sub his figuris vere latitas:

Tibi se cor meum, totum subjicit,

Quia te contemplans totum déficit.


2. Vísus, táctus, gústus in te fallitur,
Sed audítu sólo tuto créditur:
Crédo quiquid díxit Déi Fílius
Nil hoc vérbo veritátis vérius.


3. In crúce latébat sóla Déitas,
At hic látet simul et humánitas
Ambo tamen crédens atque cónfitens,

Péto quod petívit látro paénitens.


4. Plágas, sicut Thómas, non intúeor: Déum tamen méum te confíteor

Fac me tibi semper magis crédere,
In te spem habére, te dilígere.

5. O memoriále mórtis Dómini,
Pánis vívus vítam praéstans hómini,

Praésta méae ménti de te vívere,
Et te ílli semper dúlce sápere.

 

6. Píe pellicáne Jésu Dómine,
Me immúndum munda túo sánguine,

Cújus úna stílla sálvum fácere
Tótum múndum posset ab ómni scélere.

7. Jésu, quem velátum nunc aspício

Oro fíat íllud quod tan sitio
Ut te reveláta cérnens fácie,
Vísu sim beátus túae glóriae. Amen.

--------------------------------------------------------------------------------(Versión castellana)


Adórote devotamente, oculta Deidad,
que bajo estas sagradas Especies

te ocultas verdaderamente.

 

A ti mi corazón se somete totalmente,
pues al contemplarte, se siente desfallecer por completo.

La vista, el tacto, el gusto, son aquí falaces;

sólo con el oído se llega a tener fe segura.

Creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios,

nada más verdadero que esta palabra de la Verdad.

En la cruz se ocultaba sólo la Divinidad,

mas aquí se oculta hasta la humanidad.

Pero yo, creyendo y confesando entrambas cosas,

pido lo que pidió el ladrón arrepentido.

Tus llagas no las veo, como las vio Tomás;

pero te confieso por Dios mío.
Haz que crea yo en ti más y más,

que espere en ti y te ame.

 

¡Oh! recordatorio de la muerte del Señor,

 

pan vivo, que das vida al hombre.

Da a mi alma que de ti viva
y disfrute siempre de tu dulce sabor.

Piadoso pelicano, Jesús Señor,

límpiame a mí, inmundo, con tu sangre;

una de cuyas gotas puede limpiar

al mundo entero de todo pecado.

¡Oh Jesús, a quien ahora veo velado!

Te pido que se cumpla lo que yo tanto anhelo:
Que, viéndote finalmente cara a cara,

sea yo dichoso con la vista de tu gloria.

Amén.

JESU, DULCIS MEMORIA…

 

¡Oh Jesús, mi dulce recuerdo,

que das los verdaderos gozos del corazón!

Tu presencia es más dulce

que la miel y que todas las cosas.

No se puede cantar nada más suave,

ni oir nada con más júbilo, ni  pensar nada más dulce,

que Jesús, el Hijo de Dios.

Jesús, Tú eres la esperanza para los arrepentidos, 

qué generoso para los que te suplican, 

cuán bueno para todos los que te buscan

y qué decir para los que te encuentran.

Ni la lengua sabe decir

ni la letra puede expresar

lo que es amar a Jesús;

sólo puede saberlo el que lo experimenta.

Jesús, que seas Tú siempre nuestro gozo,

nuestro último premio;

que seas Tú nuestra gloria por todos los siglos. Amén.

 

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       También puedes rezar: «Sagrado banquete en que  Cristo es nuestra comida, se celebra el memorial de su pasión, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura...» siempre despacio y meditando e interiorizando sus conceptos, contándole tu vida de ayer y lo que piensas hacer hoy, suplicando, pidiendo perdón y ayuda... “Oh Dios, que en este sacramento admirable nos dejaste el Memorial de tu Pasión, te pedimos nos concedas venerar, celebrar y participar del tal modo los sagrados misterios de tu amor, que experimentemos siempre en nosotros los frutos de tu Redencion. Tu que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amen”

       O también: ORACIÓN A JESÚS EUCARISTÍA

¡JESUCRISTO, EUCARISTÍA DIVINA, TÚ LO HAS DADO TODO POR MÍ, CON AMOR EXTREMO, HASTA DAR LA VIDA. TAMBIÉN YO QUIERO DARLO TODO POR TÍ, PORQUE PARA MÍ TÚ LO ERES TODO, YO QUIERO QUE LO SEAS TODO!

¡JESUCRISTO EUCARISTÍA, YO CREO EN TI!

¡JESUCRISTO EUCARISTÍA, YO CONFÍO EN TI!

¡JESUCRISTO EUCARISTÍA, TÚ ERES EL HIJO DE DIOS!

 

***

DESEOS EUCARÍSTICOS

       ¡JESUCRISTO, EUCARISTÍA DIVINA, presente en el pan consagrado! (Cómo te deseo! (Cómo te busco! (Con qué hambre de tu presencia camino por la vida! Te añoro más cada día y me gustaría morirme de estos deseos que siento y que no son míos, porque yo no los sé fabricar ni todo esto que siento Qué nostalgia de mi Dios cada día! Necesito verte porque sin Tí  mis ojos pierden la luz y la hermosura del CAMINO, LA VERDAD Y LA VIDA. Necesito comerte, porque me muero de hambre del pan del cielo y de la vida eterna. Necesito abrazarte para sentir tu aliento y el palpitar de tu corazón ardiente de amor dentro de mí. Quiero comerte para ser transformado en Tí, para vivir tu misma vida divina. Quiero hacerme contigo una ofrenda agradable al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida. Quiero ser introducido por tu Amor  Personal, que es Espíritu Santo, en la intimidad y amistad de mi Dios Uno y Trino, por la potencia infinita de tu  Espíritu Santificador, en el que recibo y siento el amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, que se conocen y se entregan entre eternos resplandores de felicidad y de gozo en el Eterno Amanecer de su Ser esencial, que es Amor, Espíritu y  Vida, Felicidad y Gozo,  mi Dios Trino y Uno. AMEN.

 5. Te repito que aunque lleve años y años haciendo oración, el tener un esquema propio y fijo de oración facilita mucho el comienzo de la misma... luego tú lo vas rellenando de tus propias ideas, sentimientos, peticiones, sanas distracciones, pero sabes siempre donde volver y retomar el diálogo con el Señor, para no dudar continuamente en los comienzos o al medio o al final, para saber cómo hay que comenzar siempre, porque, al principio, el simple estar en su presencia, el simple mirar o contemplar es difícil por muchos motivos y se necesitan ayudas para estar ocupados y no distraerse.      Puedes valerte de jaculatorias, versículos breves de las Horas, oraciones litúrgicas o hechas por otros y que a tí te gusten o te digan algo. Finalmente y siempre, como cuarta invocación, oración o encuentro fijo: la invocación a la Virgen, nuestra madre y modelo en la fe y en la oración y en el amor y en todo, con antífonas preciosas según los tiempos litúrgicos, sobre todo en latín, que puedes traducir, o cantos o súplicas populares: «Salve, mater, misericordiae», «Ave, regina coelorum» «Virgo Dei Genitrix».

En castellano tienes el rezo del Angelus o Oh Señora mía, oh Madre mía.

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PIROPOS A LA VIRGEN

                    ¡María!

                    ¡Hermosa nazarena!

                    ¡Virgen bella!

                    ¡Madre del alma!

                    ¡Cuánto me quieres!

                    ¡Cuánto te quiero!

                    ¡Gracias por haberme llevado a tu Hijo!

                    ¡Gracias por querer ser mi Madre!

                    ¡Mi Madre y mi Modelo!

                   ¡Gracias!

ANGELUS

          El ángel del Señor anunció a María.

          Y concibió por obra del Espíritu Santo

          (Dios te salve, Maria…)

 

             He aquí la esclava del Señor.

             Hágase en mí según tu palabra.

              (Dios te salve, Maria…)

 

             Y el Hijo de Dios se hizo hombre.

             Y habitó entre nosotros.

          (Dios te salve, Maria…)

 

             Ruega por nosotros, Santa Madre de Dios.

Para que seamos dignos de alcanzar las promesas de Jesucristo.

Oremos: Te rogamos, Señor, que infundas tu gracia en nuestras almas; para que los que hemos conocido, por el anuncio del ángel, la Encarnación de tu Hijo Jesucristo, por su pasión y su cruz, seamos llevados a la gloria de la resurrección. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

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REGINA COELI, LAETARE (Pascua)

       Alégrate, Reina del cielo, aleluya;

       Porque el que mereciste llevar en tu seno, aleluya;

       Ha resucitado como dijo, aleluya;

       Ruega por nosotros a Dios, aleluya;

 

       Gózate y alégrate, Virgen María, aleluya;

       Porque ha resucitado el Señor verdaderamente, aleluya.

Oremos: Oh Dios, que te has dignado alegrarnos por la resurrección de tu Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, te pedimos, nos concedas, por la intercesión de su Madre, la Virgen María, alcanzar los gozos eternos. Por el mismo Jesucristo Nuestro Señor. Amén.

CONSAGRACIÓN A LA VIRGEN

¡Oh Señor mía! ¡Oh Madre mía! Yo me ofrezco enteramente a Tí, y en prueba de mi filial afecto, te consagro en este día, mis ojos, mis oídos, mi lengua, mi corazón; en una palabra: todo mi ser; ya que soy todo tuyo, Madre de bondad, guárdame y defiéndeme como cosa y posesión tuya. Amén.

LA SALVE

Dios te salve, Reina y Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra; Dios te salve.

A ti llamamos los desterrados hijos de Eva; a Ti suspiramos, gimiendo y llorando, en este valle de lágrimas.

Ea, pues, Señora, abogada nuestra, vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos; y después de este destierro muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu  vientre.

¡Oh clementísima!  ¡Oh piadosa! ¡Oh dulce, siempreVirgen María!

Ruega por nosotros, Santa Madre de Dios, para que seamos dignos de alcanzar  y gozar las promesas de Nuestro Señor Jesucristo. Amén.

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Repito que es conveniente tener y empezar siempre con un esquema oracional elemental, como camino de diálogo y encuentro con Dios, que debes recorrer y orar  todos los días, al cual y en cada una de las partes, puedes y debes ir añadiendo todos los pensamientos y deseos que te  inspire el Señor, parándote en ellos, sin prisas, de tal modo que si se termina el tiempo de oración y no has cumplido todo el esquema ordinario, no pasa nada. Pero es necesario y es una ayuda para toda tu vida tener un esquema oracional para no estar indeciso o perderte en tu oración diaria. Porque ir a la oración todos los días a pecho descubierto, o como dicen algunos,  permanecer en quietud y simple mirada, eso supone mucho camino andado, mucha oración  y mucha purificación de sentido realizada. Y a mi parecer esto no es ordinario en los comienzos ni en etapas intermedias y tampoco es fácil. Si lo tienes ya, es un don de Dios, porque ya supone estar bastante poseído por el amor de Cristo.

IMPORTANTÍSIMO, esencial: a continuación  de todo esto que hemos dicho, tiene que hacerse  revisión de vida ante el Señor; revisión fija y todos los días y para toda la vida, de tres o cuatro materias esenciales para tu vida cristiana y evangélica: soberbia, caridad fraterna, control de la ira, castidad.... para tu unión, santidad o encuentro con Cristo, para amar a Dios sobre todas las cosas, especialmente sobre el amor que nos tenemos a nosotros mismos, porque nos estamos prefiriendo a Dios en cada paso y haciendo nuestra voluntad. Y siempre que diga revisión de vida, estoy diciendo también petición de gracia, de luz, de fuerza para hacerla y vivirla, descubrir los peligros y las causas  principales de las caídas, el comportamiento con las personas...Donde hay pecado, aunque sea venial, no puede estar en plenitud el amor de Dios y el conocimiento de su amor: “En esto sabemos que conocemos a Cristo: en que guardamos sus mandamientos. Quien dice: «yo lo conozco», y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso, y la verdad no está en él. Pero quien guarda su palabra, ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud. En esto conocemos que estamos en Él. Quien dice que permanece en Él debe vivir como vivió Él” (1Jn 2,3-6).

       Todos los días y a todas horas y en toda oración, hay que revisarse de la soberbia, pecado original, causa y principio de todos los pecados, que es este amor que me tengo a mí mismo, me quiero más que a Dios y a todos los hombres, revisar sus manifestaciones diversas en amor propio, vanidad, ira...etc; después de la soberbia, la caridad, el amor fraterno en sus diversas manifestaciones: negativa: no criticar, no hacer daño de palabra ni de obra, no despreciar a nadie..... positiva: pensar bien de todos, hablar bien y hacer el bien a todos, reaccionar perdonando ante las ofensas (amando es santidad consumada) generosidad....etc.

       No olvidar jamás que el amor a Dios pasa por el amor a los hermanos, porque así lo ha querido Él:“Y nosotros tenemos de Él este precepto: que quien ama a Dios ame también a su hermano” (1Jn4,2). Por favor, no olvides esto y todos los días examínate dos o tres veces de este capítulo. En esto Cristo es muy sensible y exigente. Lo tenemos mandado por el Padre y por Él mismo: "Amarás al Señor... y al prójimo como a tí mismo@, Aéste es mi mandamiento, que os améis unos a otros como yo os he amado”.Olvidar estos mandamientos del Señor es matar la oración incipiente, no avanzar o dejarla para siempre. S. Juan, el apóstol místico, por penetrar y conocer a Dios por el amor, por el conocimiento de amor, nos lo dice muy claro:  “Carísimos, amémonos unos a otros porque la caridad procede de Dios, y todo el que ama es nacido de Dios y a Dios conoce. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor... A Dios nunca le vio nadie; si nosotros nos amamos mutuamente, Dios permanece en nosotros y su amor es en nosotros perfecto” (1Jn 4, 7-8; 12).

       Repito una vez más y todas las que sean necesarias: para amar a Dios hay que amar a los hermanos y para vivir la caridad fraterna, hay que matar el amor propio, el amor desordenado a uno mismo. Y esto es una cruz que hay que tomar al coger el camino de la oración, que es  camino de amor a Dios y, en Dios y por Dios, a los hermanos. Luego hay que revisar ese defecto más personal, que todos tenemos y que, por estar tan identificados con él, no es fácil descubrirlo, porque siempre hay excusas fáciles, -es que soy así- pero hacemos daño con él a los hermanos. Es fácil descubrirlo,  cuando personas que te quieren, coincidan en decirte y en insistir en alguno concreto, por allí va la cosa.

       Esta oración-revisión-conversión tiene que durar ya  toda la vida, porque santidad es igual a conversión permanente. Si uno quiere Aamar y servir@, hacer de la propia vida una ofrenda agradable a Dios y esto es el cristianismo, si uno quiere mantener  activo ese amor y no de puro nombre, hay que orar todos los días para convertirse del amor a uno mismo y a las criaturas al amor de Dios. Si quiero orar, es porque quiero amar a Dios sobre todas las cosas. Si vivo en pecado, ni el amor ni el conocimiento verdadero de Dios puede estar en mí, como lo dice muy claro S. Juan: “Y todo el que tiene en Él esta  esperanza, se purifica, como puro es Él. El que comete pecado traspasa la ley, porque el pecado es trasgresión de la ley. ... Todo el que permanece en Él no peca, y todo el que peca no le ha visto ni le ha conocido” ( 1Jn 3,3-6).

       Cuando uno no quiere convertirse o amar a Dios, o se cansa de hacerlo, entonces ya no necesita ni de la oración ni de la eucaristía ni de la gracia ni de Cristo ni de Dios. El amor a Dios negativamente consiste en no ofenderle, no pecar: “Pues éste es el amor de Dios, que guardemos sus preceptos. Sus preceptos no son pecado” (1Jn 5,3).  Para mí que esta es la causa principal por lo que se deja este camino de la oración y de la santidad. Por eso, muchos no hacen oración o les aburre o les cansa y terminan dejándola. La oración hay que concebirla como un deber, como trabajo, absolutamente necesario para llegar a amar a Dios, que hay que hacer, te guste o no te guste, haga calor o frío, estés inspirado o aburrido, como tienes que trabajar en tu profesión o comer o estudiar, porque si no lo haces, te mueres o te suspenden. No valen las excusas de ningún tipo para no hacerla. Si no lo haces,  por la causa que sea, te mueres espiritualmente. Por eso te ayudará  tener un esquema fijo, una hora fija, si es posible, siempre a la misma hora, porque, si la dejas para cuando tengas tiempo, no lo tendrás nunca.

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Después de esta revisión, un capítulo que no puede faltar todos los días es la oración de intercesión, las peticiones, acordarse de las necesidades de los hermanos, de los problemas de la Iglesia, la santidad, la falta de vocaciones, tu parroquia, tu familia, amigos......Todo esto hay que hacerlo despacio, y pensando y meditando todo lo que se te ocurra, hablándole al Señor de tus problemas, de tu vida, pidiendo luz y gracia sobre lo que tienes que hacer, sin desanimarte jamás.... y si un día estás inspirado, te paras y te quedas con cualquier oración o revisión todo el tiempo que quieras....eso es oración, eso es trato de amistad con el Señor, una forma, por lo menos, aunque te parezca que no haces nada o casi nada, incluso que estás perdiendo el tiempo.

 

Ya hemos terminado las oraciones introductorias, la revisión de vida, el pedir luz, fuerzas, gracias del Señor para nosotros y los demás, y  ahora, ¿qué?  Pues ahora lo que más te ayude a encontrarte con Cristo, a dialogar más con El Y para esto, como te decía antes, EL EVANGELIO, las palabras y hechos salvadores de Jesús es el mejor camino; también los buenos libros, los salmos...,  libertad absoluta, no se le pueden imponer caminos al amor, a los que quieren amar, a los que aman. Haz lo que te pida el corazón. “María guardaba todas estas cosas meditándolas en su corazón” (Lc 2, 19).

       Amando, metiéndolo todo en su corazón fue como nuestra Madre fue comprendiendo lo que acontecía en torno a Jesús y a ella y que racionalmente la desbordaba. Pero amando uno se identifica con el objeto amado. No olvides lo que te he repetido y repetiré más veces en este libro: la oración es querer amar a Dios, no digo amar sino querer amar, que eso es ya amor,  porque, al principio, el alma está muy flaca y no tiene fuerzas ni sabe amar a Dios, solo sabe amarse a sí misma, y si sólo intentamos tocarlo con el entendimiento, no llegamos de verdad hasta Él : «Y porque la pasión receptiva del entendimiento solo puede recibir la inteligencia desnuda y pasivamente, y esto no puede sin estar purgado, antes que lo esté, siente el alma menos veces el toque de la inteligencia que el de la pasión de amor» (N  II,13,3). Aunque S. Juan de la Cruz se refiere a una oración elevada, vale para los grados inferiores también. Por eso, siempre hay que caminar hacia el amor, es lo mas importante, lo definitivo.

        «De donde es de notar que, en tanto que el alma no llega a este estado de unión de amor, le conviene ejercitar el amor así en la vida activa como en la contemplativa......porque es más precioso delante de él y de el alma un poquito de este puro amor y más provecho hace a la Iglesia, aunque parece que no hace nada, que todas esas otras obras juntas» (C B 28,2).  (Ojo! Que no lo digo yo,  lo dice S. Juan de la Cruz, para mí el que más sabe o uno de los que más sabe de estas cosas de oración y del amor a Dios y a los hermanos y  vida cristiana y  evolución de la gracia.

 

10.- La oración conviene hacerla siempre a la misma hora, hora fija de la mañana o tarde, cuando te venga mejor, pero hora fija, como te he dicho, porque si lo dejas para cuando tengas tiempo, nunca lo tendrás;  hay que hacerla todos los días,  haga frío o calor, esté uno seco o fervoroso, esté en pecado o en gracia, tengas tiempo o no, porque para Dios siempre hay que tenerlo, porque Él siempre lo ha tenido y lo tiene para nosotros. Él debe ser  lo primero y lo absoluto de nuestra vida y esto lo hacemos realidad todos los días dedicándole este tiempo de oración, que es amarle sobre todas las cosas.

       Y esto que te he dicho, hay que hacerlo siempre, aunque uno llegue a la suprema unión con Dios, hasta el éxtasis, porque nunca hay que fiarse del propio yo, que se busca siempre a sí mismo, se tiene un cariño inmenso, por lo cual hay que tener mucho cuidado y vigilarlo todos los días. La hora y el tiempo de oración, que sean fijos y determinados: un cuarto de hora, luego veinte minutos, luego veinticinco, media hora... pero sin volver atrás, aunque te cueste o te aburras, todo es amor, todo es  cuestión de querer amar y si quieres amar, ya estás amando, ya estás haciendo oración, aunque tengas distracciones, aburrimiento...ya pasarán, porque Dios te ama más.

       Si eres fiel a este rato de diálogo y oración con el Señor, pronto llegarás a cierto nivel o estar con Él, donde todo te será más fácil, en que te sentirás bien. Y si sigues avanzando, luego incluso no necesitarás de libros ni de ayudas para encontrarte con Él, ya no necesitarás leer el evangelio o libro alguno, porque el diálogo te saldrá espontáneo y largo y afectuoso y ya no se acaba nunca, se ha pasado de la oración discursiva a la afectiva y luego de ésta pasará, mejor, el Espíritu de Dios te llevará hasta la oración  contemplativa.

       En esta oración, el Verbo de Dios llenará de luz y salvación y ternura tu corazón y tu alma y todas tus facultades, porque ha empezado a comunicarse personalmente por su presencia y vivencia más íntimas y no eres tú el que tienes que pensarlo o descubrirlo sino que Él ya se te da y ofrece sin necesitar la ayuda de tus raciocinios o afectos para andar este camino. Y empiezan las ansias de verle, amarle, poseerle más y mas...  «Descubre tu presencia, y máteme tu rostro y hermosura, mira que la dolencia de amor ya no se cura, sino con la presencia y la figura» (C.11).

       Desde esta vivencia, cada día más profunda, irás descubriendo que tú eres sagrario, que tú estás habitado, que  los Tres te aman y viven su misma vida trinitaria dentro de tí y te hacen partícipe por gracia de su misma vida de Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, que es Volcán de Espíritu Santo eternamente echando fuego y renovándose en un ser eterno de ser en sí y por sí mismo beso y abrazo entre los Tres, sin mengua ni  cansancio alguno, porque tu has empezado a ser, mejor dicho, siempre lo has sido, pero ahora Dios quiere que seas consciente de su Presencia en tu alma, sagrario de Dios, templo de la misma Trinidad, dándote experiencia de Sí mismo y  metiéndote en el círculo del amor trinitario, en cuanto es posible en esta vida.

       Y en este momento, por su presencia de amor, tú eres el templo nuevo de la nueva alianza, la nueva casa de oración habitada por la Stma. Trinidad, porque el Verbo, por el pan de eucaristía, te habita, y la Presencia Eucarística te ha llevado a la Comunión Trinitaria por una comunión eucarística continuada y permanente de amor  en los Tres y por los Tres;  tú ya eres Trinidad por participación, en cuanto es posible y esto te desborda, te extasía, te saca de tí mismo, de tus moldes y capacidades de entender y amar y gozar y esto me parece que se llama éxtasis.. Y entonces ya.... «Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el amado, cesó todo y dejéme, dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado» (C. 8). 

      

       Porque a estas alturas, la contemplación de  Dios te impide meditar, porque es mucho lo que Él quiere decirte y tú tienes que escuchar del Verbo de Dios, aprender de la Palabra eterna llena de Amor, con la que el Padre se dice eternamente a Sí Mismo en canción y silabeo gustoso y eterno de Amor de Espíritu Santo en el Hijo que ahora la canta para tí; ahora que ya estás  preparado, después de largos años de purificación y adecuación de las facultades sensitivas, intelectivas y volitivas, que te han dispuesto para la intimidad divina, sin imperfecciones o impurezas o limitaciones, ahora la oración es presencia permanente de diálogo y presencia de Dios. «Bien sé que tres en sola una agua viva- residen, y una de otra se deriva,- aunque es de noche. Aquesta eterna fonte está escondida- en este vivo pan por darnos vida,- aunque es de noche» (La fonte 10 y 11)

       Él te hablará sin palabras  y tú le responderás sin mover los labios: simplemente te sentirás habitado, amado, sentirás su Verdad hecha Fuego de Amor en tu corazón, en fe luminosa, en Anoticia amorosa@, sentirás que Dios te ama  y tú, al sentirte amado por el Infinito, repito, no solo creerlo, sino sentirlo, vivirlo, experimentarlo, pero  de verdad, no por pura  imaginación o ilusión,  ya no tengo que decirte nada, porque lo demás ya no existe; )qué tiene que ver todo lo presente con lo que nos espera y que ya ha empezado a hacerse presente en tí? Ante este descubrimiento,  lleno de luz y de gozo y de plenitud divina, B  lo presente ya no existe y ha empezado la eternidad,B  te habrás descubierto también en Dios eternamente pronunciado en su Palabra y escrito en su corazón por el fuego de su mismo Espíritu de Amor Personal.

 

Entreme dónde no supe

y quedéme no sabiendo,

toda ciencia trascendiendo.  

 

Yo no supe donde entraba,

pero, cuando allí me vi,

sin saber dónde me estaba,

grandes cosas entendí;

no diré lo que sentí,

que me quedé no sabiendo,

toda ciencia trascendiendo.

 

Y si lo queréis oir,

consiste esta summa ciencia

en un subido sentir

de la divinal Esencia;

es obra de su clemencia

hacer quedar no entendiendo,

toda ciencia trascendiendo@

(Entréme donde no supe,1 y10).

       Te sentirás palabra del Padre en la Palabra, dicha con Amor Personal del Padre, que es Espíritu Santo.  Descubrirás que si existes, es que Dios te ama, y  te ha preferido a millones y millones de seres que no existirán nunca, y  ha pensado en tí para una eternidad de gozo; por eso tu vida es más que está vida, más que este tiempo, tu vida es un misterio que solo se explica y se puede vivir desde Dios. En este grado de oración, el cielo está ya dentro de tí,  porque el cielo es Dios y Dios está dentro de tí; Él te llena y te habita, siempre estaba por la gracia, pero ahora lo sientes, te sientes habitado por los Tres, por la  Santísima Trinidad:  “Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él”. “¿No sabéis que sois templos de Dios y el Espíritu Santo habita en vosotros?” No son poesías, es el evangelio en esas partes que no conocemos porque no las vivimos o que no se comprenden hasta que no se viven.  Aquí no valen títulos ni teologías ni doctorados ni técnicas de ningún tipo..., es terreno sagrado, hay que descalzarse, porque Dios no revela  su intimidad a cualquiera sino a sus amigos, como a Moisés.

       Anímate a hacer tu oración todos los días, si es posible ante el sagrario, no es por nada, es que allí Él lleva dos mil años esperándote. Y aunque está en más sitios, aquí está más singularmente presente, esperándote. Además, al hacerlo ante el sagrario, estás demostrando que crees no sólo esa parte del evangelio que está meditando sino todo el evangelio, que tienes presente en Cristo Eucaristía; demuestras simplemente con tu presencia ante el Sagrario que le amas concretamente y que tienes presente y crees todo el misterio de Dios,  todo lo que Cristo ha dicho y ha hecho, porque está presente Él mismo, todo entero, todo su evangelio, todos sus misterios, en Jesucristo Eucaristía. «Oh llama de amor viva, qué tiernamente hieres de mi alma en el más profundo centro, pues ya no eres esquiva, acaba ya si quieres, rompe la tela de este dulce encuentro» (Ll.1).

       ¡Qué bien reflejan estos versos de S. Juan de la Cruz el deseo de muchas almas,  yo las tengo en mi parroquia, almas que desean el encuentro transformante con Cristo.  Al contemplar esta unión que Dios tiene preparada para todos, exclama el Santo: «¡Oh almas criadas para estas grandezas y para ellas llamadas!, ¿qué hacéis?, ¿en qué os entretenéis? Vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias. ¡ Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tan gran luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos, no viendo que, en tanto que buscáis grandezas y glorias, os quedáis miserables y bajos, de tantos bienes hechos ignorantes e indignos» (C 39,7).

       ¿Podría extenderse esta queja del santo Doctor hasta nosotros, cristianos injertados en Cristo, sacerdotes, religiosos y obispos de la Iglesia de Dios? ¿Tendría sentido esta queja del doctor místico entre los que han sido elegidos para conducir al pueblo santo de Dios? ¿Deben ser  hombres de oración  experimentada esos guías y montañeros elegidos en los seminarios, noviciados, casas de formación para dirigir a los más jóvenes en la escalada de la santidad y de la vida de oración? ¿Vivimos en oración y conversión permanente?

Estas preguntas, por favor, no son una acusación contra nadie, son unos interrogantes para que tendamos siempre hacia las cumbres maravillosas de unión plena con Dios para las cuales hemos sido creados y llamados a la fe en Cristo, Hijo y Verbo de Dios, por la potencia del Espíritu Santo.

SEXTA MEDITACIÓN

LA PRESENCIA DE DIOS ENTRE LOS HOMBRES

PRIMERA PARTE

       Queridos hermanos: Cuando dos personas se quieren, desean estar juntas, porque la verdadera amistad exige y se alimenta de la  presencia de la persona amada. Dos personas enamoradas desean estar físicamente presentes la una junto a la otra y la separación forzosa no sólo no la destruye, sino que intensifica el deseo de la presencia.

“Dios es amor” (Jn 4,10), dice S. Juan en su primera carta; su esencia es amar y, si dejara de amar, dejaría de existir “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que El nos amó...” primero, añade la lógica del sentido. Por lo tanto, en la amistad con Dios, la iniciativa ha partido de Él; no es que nosotros existamos y amemos a Dios, sino que Él nos amó primero y por eso existimos. Esto es lo maravilloso e inconcebible.  Por eso, cuando alguien te pregunte: )Por qué el hombre tiene que amar a Dios? Responderás: Porque Él nos amó primero.

No existía nada, sólo Dios,    un Dios que, entrando dentro de sí mismo y viéndose tan lleno de Amor, Hermosura, Verdad, Belleza y Felicidad,  quiso crear otros seres para hacerlos partícipes de su misma dicha y felicidad de los TRES EN UNO: SUPREMA UNIÓN, SUPREMA AMISTAD, SUPREMA PRESENCIA. Y este ser pensado y amado y creado para tal unión es el hombre. Si existo, es que Dios me ama, ha sido una mirada llena de su Amor- ESPÍRITU SANTO- la que contemplándome en la Imagen de su esencia infinita -HIJO-, me ha  dado la existencia con un beso de su amor. Dios me ha preferido a millones y millones de seres que no existirán nunca. si existo, Dios me ha llamado a ser hijo suyo en el Hijo y me quiere dar en herencia su misma vida y felicidad eterna:  “A los que Dios predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó” (Rm 8, 30). 

Esto es lo que me dicen las Escrituras Santas, revelación de su proyecto de amor sobre el hombre. El modo natural de cómo fue apareciendo este hombre, que lo investiguen los antropólogos y arqueólogos. Pero el homo ereptus, sapiens...etc. está llamado a la existencia por deseo de Dios para realizar con él este proyecto de Amistad eterna. La Biblia habla en su primera página de un Dios Amor, que crea al hombre como amigo, “a su imagen y semejanza,” y que baja todas las tardes al paraíso, para hablar y compartir esta amistad con el hombre.

Este deseo de Dios de permanecer junto al hombre y relacionarse con él  está continuamente expuesto en la Revelación. Se trata de un Dios ciertamente trascendente, pero también inmanente, que ha querido estar muy cerca de todas sus criaturas:  “¿Dónde podría alejarme de tu espíritu? “A dónde huir de tu faz? Si subiere a los cielos, allí estás tú; si bajare al seol, allí estás presente@(Sal. 138,7). El Dios Creador ha querido mostrarse como amigo del hombre; “pues amas todo cuanto existe y nada aborreces de lo que has hecho; pues si tú hubieras odiado alguna cosa, no la habrías formado” (Sab. 11,2).

La llegada de los Hebreos al pie del Sinaí marca una etapa decisiva de la presencia de Yahvé entre su pueblo y en la historia de Israel, porque hasta entonces los Hebreos habían sido una multitud inorgánica de fugitivos y no constituían pueblo, aún cuando habían sido testigos de las maravillas de Dios en Egipto y en el mar Rojo. Junto al Sinaí, Dios manda reunir a todos los hijos de Israel. Estos oyen su voz y reciben de Yahvé la ley que prometen observar: “Yo os tendré, dice Yahvéh, por un reino de  sacerdotes y por una nación consagrada”, y este pacto de amistad, esta  alianza se sella en la sangre de los animales sacrificados por Moisés; desde ese momento los Hebreos, pueblo nómada y de pastores, constituyen un pueblo, el pueblo de Dios: “Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo” (Ex. 12,14).Este acontecimiento primordial llevará en la tradición bíblica el nombre de “Asamblea de Yahvé” y Dios se obligará a estar siempre junto a su pueblo (Ex. 19, 17-18).Moisés pedirá la compañía expresa de Dios: “Yahvé respondió: Iré yo mismo contigo y te daré descanso. Moisés añadió: Si no vienes tú delante, no nos saques de este lugar...” (Ex. 33, 14-15).     

Una prueba de este deseo de Dios de permanecer junto a su pueblo fue la tienda de la Reunión o Testimonio. Aquí se guardaba el Arca del Testamento y la hizo Yahvé  signo y  testimonio de su presencia, como compañero de campamento y  morador con su propia tienda entre ellos. El signo visible de su presencia sobre el ara fue la nube de gloria.

 Mucho más tarde, cuando fue dedicado el templo de Salomón, reapareció la nube de gloria, al fijar Yahvé su residencia en el centro de la vida litúrgica de Israel: “En cuanto salieron los sacerdotes del santuario, la nube llenó la casa de Yahvé... Entonces dijo Salomón: Yahvé, has dicho que habitarías en la oscuridad. Yo he edificado una casa para que sea tu morada, el lugar de tu habitación para siempre” (Re. 8,10-12). Con la destrucción del templo y la consiguiente deportación a Babilonia, la nube desapareció; sin embargo, los profetas Ezequiel y el «tercer Isaías» proclamaron la presencia de Yahvé, que crearía un nuevo pueblo que abarcaba a todas las naciones: “Yo conozco sus obras y sus pensamientos. Y vendré para reunir a todos los pueblos y lenguas, que vendrán para ver mi gloria... de las islas lejanas que no han oído nunca mi nombre y no han visto ni gloria y pregonarán mi gloria entre las naciones. Y de todas las naciones traerán a vuestros hermanos ofrendas a Yahvé”(Is. 66, 18-23).

Todas estas formas provisionales y limitadas de la presencia de Yahvé en el Antiguo Testamento cederán el paso un día a una presencia infinitamente más perfecta en una nueva clase de “tienda”, un templo más maravilloso, la carne de Jesús de Nazaret, como nos dice S. Juan en el prólogo de su evangelio:”...y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros y hemos visto su gloria, gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn. 1, 1-14). La Encarnación hizo a Dios presente entre los hombres con una unión personal entre lo divino y lo humano. No se puede concebir ya una presencia  más íntima de la Persona divina con la humanidad. No puede haber mayor gesto de amistad y unión entre Dios y el hombre, Él es verdaderamente Emmanuel, Dios con nosotros (Is 7,14; Mt 1,23). Y la Eucaristía es una Encarnación continuada.

La Eucaristíaes infinitamente superior a la tienda del Tabernáculo, porque no es sólo presencia, sino que contiene a Cristo entero y completo, todos sus misterios, toda la religión y la posible relación personal y comunitaria con Dios. La Eucaristía es Jesucristo, el Hijo de Dios nacido de María, es todo el evangelio entero y completo, todos sus dichos y hechos salvadores, en presente eterno; es la víctima, es el sacerdote, es el altar, es el domingo y es el templo de Dios entre nosotros. Cristo mismo lo proclamó. Él asegura ser el templo del que el tabernáculo de Moisés o el templo de Salomón eran sólo figuras “hechas por manos de hombres"; “Destruid este templo, declara a los judíos, y en tres días lo reconstruiré...Él hablaba del templo de su cuerpo...” (Jn 2,19). Él supera al templo antiguo: “Pues yo os digo que lo que aquí hay supera al templo”.      

       Jesucristo Eucaristía es el Nuevo Templo de la Nueva Alianza. En Él Dios mismo se hace nuestro templo, nuestro sacrificio, nuestro sábado superando infinitamente al judío, nuestro reposo, la tienda de la presencia divina. Es Dios mismo metido entre nosotros. El sagrario es la nueva tienda de la Presencia de Dios entre su pueblo, es el Arca de la Alianza, es el nuevo templo de la Nueva Alianza:“Destruid este templo y en tres días lo reedificaré...pero él lo decía del templo de su cuerpo” (jn2.19 y 21)

       Cuando se hace presente el Señor, como nos ama de verdad y no por puro compromiso, igual que Yavéh Dios en el Antiguo Testamento, ya no quiere irse y deja sin su presencia y su tienda al nuevo pueblo de la Nueva Alianza.  La Eucaristía es fruto de su amor a los hombres, no del nuestro hacia Él. Cristo Eucaristía cumple su palabra de quedarse con nosotros hasta el final de los tiempos y convierte para esto su Iglesia, espiritual y material, en templo de Dios y casa de oración; allí, en el Sagrario, nos ofrece su amistad y diálogo permanente.

       La Iglesia, para poder gozar de esta gracia y amistad permanente, ha apelado a su derecho de esposa:“El marido no dispone de su cuerpo sino la mujer” (1Cor. 7,4) y ha decidido conservar el cuerpo del Señor junto a ella, incluso fuera de la misa, para prolongar el diálogo y la contemplación de rostro amado. Cuando los fieles vienen a orar y arrodillarse ante su presencia eucarística, nosotros hablamos de que hacen una visita al Santísimo. Sin embargo, es Él, el Cristo Eucaristía el que nos ha visitado y ha bajado desde la casa del Padre, pero sin abandonarla, porque Él ya ha llegado al final de la historia de Salvación y viene para visitarnos y ayudarnos a nosotros a conseguirlo con su presencia de amigo. Por eso no somos solo nosotros los que queremos hablarle, es Él quien tiene que decirnos muchas cosas, expresarnos y explicarnos todo su amor a los hombres, enseñarnos todo su evangelio, todos sus dichos y hechos salvadores, mostrarnos toda su vida, especialmente concentrada en este sacramento:“Tomad y comed, esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros... esta es mi sangre, sangre de la Nueva y eterna Alianza, derramada para el perdón de los pecados”.

       La Eucaristía es el memorial de su Pascua, de su pasión muerte y resurrección, de su tránsito de este mundo al Padre, y con Él de todos nosotros, que se hace presente en cada misa, para que se renueve su salvación  y luego nos alimentemos de la vida nueva y resucitada, comulgando con sus mismos sentimientos y actitudes de obediencia al Padre y salvación de los hermanos: “Destruid este templo y en tres días lo reedificaré...pero Él lo decía del templo de su cuerpo” (Jn2.19 y 21) . Éste es el fin principal de la Eucaristía, que renovamos por mandato suyo: “haced esto en memoria mía”.    

       Todos los sacramentos son vivificantes. Todos comunican la vida de Cristo bajo un aspecto u otro. Pero la Eucaristía es el sacramento de la vida y de la gracia y de la salvación, por excelencia. Es la más importante entrega de una realidad invisible hecha presente por la consagración del pan y del vino. Bajo esos signos se entrega al Padre como ofrenda redentora y nos hace partícipes a los hombres de su vida divina. La Eucaristía comporta un acto de ofrenda sacrificial, que reclama ala participación de los asistentes, en una unión total con Él, y tiene como fin la comunión, que, al darnos a Cristo como alimento, hace que asimilemos su vida porque contiene además una presencia, que exige contemplación. Ya he dicho miles de veces que no entiendo tanto amor, por muchas razones. La primera, porque yo no puedo darle nada que Él no tenga, yo no sé amar como Él, perdonar como Él, pero su corazón es así. (Señor, haz mi corazón semejante al tuyo!

       “He venido para que tengan vida y la tengan abundante”: El sacrifico, la comunión y la presencia son los medios de expansión de su vida divina que busca impregnar de sus mismos sentimientos y actitudes toda nuestra vida y actividad, todo nuestro ser y existir, todo nuestro corazón. Esto lleva consigo, por nuestra parte, el ofrecernos con Cristo como ofrenda agradable a Dios Trino y Uno, para poder luego  participar plenamente de sus sentimientos y actitudes, por la comunión de su cuerpo ofrecido y participado por la comunión eucarística, conservado luego en el sagrario, que nos contemplación, adoración, veneración y cariño.

       Jesús vio a través de los siglos la multitud inmensa de hombres por los cuales había venido y predicado, muerto y resucitado; vio una multitud necesitada de su salvación y hambrienta también de su amistad, grandes enamorados de su persona y su obra y su salvación hechas presentes por la Eucaristía, como misa, comunión y presencia, almas amigas que suspirarían por tenerle cerca para hablarle, tocarle, escucharle. Y por todas y para todas inventó la Eucaristía y se quedó en el Sagrario. Él se quedó y está aquí para todos; desgraciadamente, por falta de fe y amor, muchos tendrán que esperar al cielo para valorar su Persona, su amistad, su verdad, su proyecto de amor.

       Nos quiere tanto, que quiere compartir con nosotros incluso las miserias y tristezas de esta vida. Los amigos son para eso. Y Jesús, sacramentado por amor,  es el mejor amigo que tenemos. “Nadie ama más que el que la da la vida por el amado”. Y Él la dio y la sigue dando por todos. Quiere convivir ya con nosotros antes del encuentro y definitivo del cielo. Quiere vernos a todos en el cielo  en el abrazo eterno de Amistad con el Dios Amor, el Dios Tri-unidad, Uno y Trino. Por eso y para eso se quedó en el Sagrario. Quiere ser nuestro cielo ya en la tierra. Ha querido ser nuestro amigo; visitémosle todos los días para estar con Él,  para pedirle, para consultarle, para orientarnos, para renovarnos continuamente en su amor, en la amistad. Él ha querido ser nuestro alimento para que tengamos necesidad de Él,  como del alimento natural y así estar siempre unidos, viviendo su misma vida;  quiere comunicarnos su amor, su generosidad, su entrega a todos, quiere ser nuestro pan, para llenarnos de Dios, de su gracia y fortaleza y amor.

       Jesucristo, desde el sagrario, como muchas veces en Palestina, Bpensemos en María, Zaqueo, los necesitados, los pecadores...B  se anticipa a nosotros y nos mira con deseos de entablar diálogo:  “Dijo a Natanael: yo te he visto cuando estabas debajo de la higuera” (Jn 1,48). Él quiere hablar con cada uno de nosotros, comunicarnos su amor, sus proyectos personales de amor.  Mientras caminamos hacia la ciudad celeste, hacia el templo celeste de Dios, Jesucristo vivo y resucitado en el sagrario, es el nuevo templo de la nueva alianza. El sagrario es la nueva Betania, la nueva casa de oración de los redimidos, camino de la casa del Padre, la nueva tienda de la presencia de Dios, la mejor escuela de oración, donde siempre encontramos al mejor Maestro de oración, de santidad y de vida cristiana.

SEGUNDA PARTE

OTRAS PRESENCIAS, PERO LA MAYOR DE TODAS…LA EUCARÍSTICA

El deseo de Jesucristo de estar junto a nosotros, de querer ser nuestro amigo y ayudarnos es tan grande, que ha querido quedarse  presente de muchas formas entre los creyentes.  Estas presencias, lejos de menospreciar y rebajar la presencia eucarística, la subliman, porque ella es «centro y culmen» de todas las presencias, «raíz y quicio» «fundamento» de las otras presencias. Dice el Vaticano II: «(Cristo) ....está presente en el Sacrificio de la Eucaristía, sea en la persona del ministro, «ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz», sea sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está presente con su fuerza en los Sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su Palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: “Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (LG 7).

«...En la santísima Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y pan vivo por su carne... vivificada y vivificante por el Espíritu Santo... Los otros sacramentos, así como todos los ministerios eclesiásticos y obras de apostolado, están íntimamente trabados con la sagrada Eucaristía y a ella se ordenan» (PO 5).

Por tanto, Cristo vive entre nosotros por su Palabra, está en la Asamblea, realiza los sacramentos,  especialmente la Eucaristía:“El que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en él. Así como me envió mi Padre vivo y  yo vivo por mi Padre, así también el que me come vivirá por mí”. La Eucaristía nos hace a los comulgantes templos de Dios y, gracias a su Espíritu,  Amor personal del Padre y del Hijo, los que le reciban, serán morada de Dios Trino y Uno:  “Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él”

Esta presencia se ofrece a todos; sin embargo, para encontrarse con Él, es necesaria la fe:  “Sabed que yo estoy a la puerta y llamo” (Ap 3,20). No es una presencia accesible a la carne, esto es, al hombre natural, sin la vida de gracia; sino que es un don de su Santo Espíritu; son  dones del conocimiento y de la sabiduría que Él da a los que se lo piden: “Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones y, arraigados y fundados en la caridad, podáis comprender, en unión con todos los santos, cuál es la anchura , la longura, la altura y la profundidad y el conocer la caridad de Cristo que supera toda ciencia, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios (Ef. 3,18-19).

El Espíritu Santo, invocado en la epíclesis de la santa Eucaristía, es el que realiza la presencia sacramental de Cristo en el pan y en el vino consagrados,  como una continuación de la Encarnación del Verbo en el seno de María. Y ese mismo Espíritu, Memoria de la Iglesia, cuando estamos en la presencia del Pan que ha consagrado y  sabe que el Padre soñó para morada y amistad con los hombres, como tienda de su presencia, ese mismo Espíritu que es la Intimidad del Consejo y del Amor de los Tres cuando  decidieron esta presencia tan total y real en Consejo trinitario, es  el mismo que nos lo recuerda ahora y abre nuestro entendimiento y, sobre todo, nuestro corazón, para que comprendamos las Escrituras y sus misterios; para que comprendamos a Dios Padre y su proyecto de amor y salvación,  al Fuego y Pasión y Potencia de Amor Personal con que lo ideó y lo realizó y sigue realizándolo en un hombre divino, Jesús de Nazaret: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo”.

¡ Jesús, qué grande eres; qué tesoros encierras dentro de la Hostia santa; cómo te quiero y te adoro y te venero y me postro ante Ti! Ahora comprendo un poco por qué dijiste, después de realizar el misterio eucarístico: “Y cuantas veces hagáis esto acordaos de mí…”¡Acordaos de mí..! ¡Cristo bendito! no sé cómo puede uno correr en la celebración de la Eucaristía o aburrirse cuando hay tanto que recordar  y pensar y  vivir y amar y quemarse y adorar y descubrir tantas  y tantas cosas,  tantos y tantos misterios y misterios....galerías y galerías de minas y cavernas de la infinita esencia de Dios, como dice S. Juan de la Cruz del alma que ha llegado a la oración de contemplación, en la que todo es contemplar y amar más que reflexionar o meditar.

Todos sabéis, porque así lo hemos practicado muchas veces, que en la oración se empieza por rezar oraciones, reflexionar, meditar verdades; y luego, avanzando, pasamos de la oración discursiva a la afectiva, en la que uno empieza más a dialogar de amor y con amor que a dialogar con razones; empieza a sentir y a vivir más del amor que de ideas y reflexiones, para finalizar en la últimas etapas,  sólo amando:  oración de quietud, de silencio de las potencias, de transformación en Dios: «Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el Amado, cesó todo y dejéme dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado».

Yo también, como Juan, quiero aprenderlo todo de la Eucaristía, en la Eucaristía,  reclinando mi cabeza en el corazón del  Amado, de mi Cristo,  sintiendo los latidos de su corazón, escuchando directamente de Él palabras de amor, las mismas de entonces y de ahora, que sigue hablándome en cada Eucaristía. Para mí liturgia y  vida y  oración todo es lo mismo en el fondo, la liturgia es oración y vida, y la oración es liturgia.  En definitiva )no es la Eucaristía también oración y plegaria eucarística? ¿No es la plegaria eucarística  lo más importante de la Eucaristía, la que realiza el misterio?

Para comprender un poco todo lo que encierra el acordaos de mí necesitamos una eternidad, y sólo para empezar a comprenderlo, porque el amor de Dios no tiene fin. Por eso,  cuanto más elevada es la amistad y la oración con Cristo, menos se habla y más se ama, y al final, sólo se ama y se siente uno amado por el mismo Dios infinito y trinitario del Pan Consagrado, que su Hijo predilecto y amado. Por eso el alma enamorada dirá con San Juan de la Cruz: AYa no guardo ganado ni ya tengo otro oficio, que sólo en amar es mi ejercicio...@Se acabaron los signos y las reflexiones y los trabajos de ritos y las apariencias del pan porque hemos llegado al corazón de la liturgia, que es Cristo, que viene a nosotros. Hemos llegado al corazón mismo de lo celebrado y significado. Todo lo demás fueron medios para encontrarnos con el Amado. ¡Qué infinita, qué hermosa, qué rica, qué profunda es la liturgia católica, siempre que trascendamos el rito, siempre que se rasgue el velo del templo, el  velo de los signos! ¡ Cuántas cavernas, descubrimientos y sorpresas infinitas y continuas nos reserva! Parece que las ceremonias son normas, ritos, gestos externos; pero la verdad es que todo va preñado de presencia, amor y vida de Cristo y de Trinidad. Hasta aquí quiere mi madre la Iglesia que llegue cuando celebro los sacramentos, su liturgia. Ésta es la meta. Yo quisiera ayudarme de las mediaciones y amar la liturgia,  como Teresa de Jesús, porque en ellas me va la vida; pero no quedar atrapado por los signos y las mediaciones o convertirlas en fin. Yo las necesito y las quiero para encontrar al Amado, su vida y salvación, la gloria de mi Dios, sin que ellas sean lo único que descubra o lo más importante; sino que quiero estudiarlas y realizarlas sin que me esclavicen, sin que me retengan, para que me lleven al hondón, al corazón de lo celebrado, al misterio: «y quedéme no sabiendo, toda ciencia trascendiendo».

En cada Eucaristía, en cada comunión, en cada Sagrario Cristo sigue diciéndonos:Acordaos de mí...., de las ilusiones que el Padre puso en mí, soy su Hijo amado, el predilecto, no sabéis lo que me ama y las cosas y palabras que me dice con amor, en canción de Amor Personal y Eterno, me ha dicho todo y totalmente lo que es y me ama con una Palabra llena de Amor Personal que me ha hecho Hijo, en totalidad de ser y amar y existir igual a Él, al darme su paternidad y aceptar yo con el mismo Amor Personal ser su Hijo: la Filiación que con  potencia infinita de amor de Espíritu Santo me comunica y engendra. Con qué pasión de Padre me la entrega y con qué pasión de amor de Hijo yo la recibo. Todo Padre y todo Hijo en y por el Amor Personal del Espíritu Divino. No sabéis todo lo  que me dice en canciones y éxtasis de amores eternos, lo que esto significa para mí y que yo quiero comunicároslo y compartirlo como amigo con vosotros. Acordaos del Fuego de mi Dios, que ha depositado en mi corazón para vosotros, su mismo Fuego y Gozo y Espíritu; acordaos de mí, de mi emoción, de mi ternura personal por vosotros, de mi amor vivo, vivo y real y verdadero que ahora siento por vosotros en este pan, por fuera pan, por dentro es mi persona amándoos hasta el extremo,  en espera silenciosa, humilde, pero quemante por vosotros, deseándoos a todos para el abrazo de amistad, para el beso personal para el que fuisteis creados y el Padre me ha dado para vosotros, tantas y tantas cosas que uno va aprendiendo luego en la Eucaristía y ante el sagrario, porque si el Espíritu Santo es la memoria del Padre y de la Iglesia, el sagrario es la memoria de Jesucristo entero y completo, desde el seno del Padre hasta Pentecostés.

SÉPTIMA MEDITACIÓN

LA PRESENCIA DE DIOS ENTRE LOS HOMBRES

SEGUNDA PARTE

PRESENCIA EN LA EUCARISTÍA: ”ACORDAOS DE MÍ…”

 Queridos hermanos: Digo yo que si no será este “acordaos de mí”, este memorial de la Eucaristía, realizado por la potencia y memoria de la Cristo y de la Iglesia, que es el Espíritu Santo, no será ésta la causa de que todos los santos de todos los tiempos y tantas y tantas personas, -los verdaderamente celebrantes de la Eucaristía como misa, comunión y presencia-, hayan celebrado y sigan haciéndo despacio, recogidos, contemplando en «oticia amorosa» “sabiduría de amor” este misterio de la Eucaristía, como si ya estuvieran en la eternidad, Arecordando@continuamente, por el Espíritu de Cristo, lo que hay dentro de la Eucaristía y del pan de la Eucaristía y de las acciones litúrgicas tan preñadas como están de recuerdos y realidades  tan hermosas y presencializadas por el mismo Cristo de siempre, de ayer y de hoy, el de Palestina y ahora triunfante en el cielo. Porque es mucho lo que hay que recordar con Cristo presente, vivir con Él de lo  que hay dentro del misterio eucarístico, más que de su exterioridad o ritos, cosa que nunca debe preocuparnos más que el interior, el corazón, el contenido, que es, en definitiva, el fin y la razón de ser de las mismas; hay que tener presente el “acordaos de mi” para vivir la Eucaristía “en espíritu y verdad”, para llegar a la verdad completa”.

 Acordaos de mí, recordando en Jesucristo presente, lo que dijo, lo que hace ahora presnte para todos nosotros,  lo que El deseó ardientemente, lo que soñó de amistad con nosotros y ahora, ya gozoso y consumado y resucitado puede realizarlo con cada uno de los participantes; el abrazo y el pacto de alianza nueva y eterna de amistad que firma en cada Eucaristía, aunque le hayamos ofendido y olvidado hasta lo indecible; lo que te sientes amado, querido, perdonado por Él en cada Eucaristía, en cada comunión. Digo yo... pregunto, si esto no necesita otro ritmo o deba tenerse más en cuenta..., que si no aprovecharía más  a la Iglesia y a los hombres que algunos despistes en el rito. Para Teresa de Jesús la liturgia era Cristo, amarla era amar a Cristo, por eso valoraba tanto los canales de su amor, que son los signos externos, que siempre,  bien hechos y entendidos, ayudan, pero sin quedarnos en ellos, sino llegando hasta el «centro y culme»,  hasta «la fuente que mana y corre»,” es Cristo. 

Cuando venga él, el Espíritu de la Verdad, os llevará a la verdad completa.La verdad completa es la que no se queda sólo en la cabeza; sino que llega al corazón. Porque todo o mucho de lo referente a la Eucaristía, ya lo sabemos por la Teología; pero la teología no es verdad completa hasta que no se vive. La teología, los sacramentos, la liturgia, el evangelio, Cristo mismo no es verdad completa y no se comprenden si no se viven; si la liturgia, si la teología no llega al corazón, no se  vive ni quema las entrañas por la experiencia de amor, tampoco pueden llenar de hartura de la divinidad y eternidad. Por esta razón, cuando estas verdades pasan por el corazón de una madre, un padre o un sacerdote que las vive, como esas verdades han pasado por el corazón, son verdades quemantes y se quedan para toda la vida, sus señales quedan para siempre, como las quemaduras del fuego en la carne. Nuestras madres y nuestros padres no tuvieron más escuela de cristianismo ni más Biblia que el sagrario. Allí lo aprendieron todo sobre Cristo y la vida cristiana. Allí aprendieron a ser madres con amor total al esposo y hasta el heroísmo por los hijos. Necesitamos madres y sacerdotes vivientes de la Eucaristía, cristianos que la comprendan y la enseñen, porque la viven y experimentan.

Hemos de tener en cuenta que la Eucaristía y la comunión son sacramentos principales, pero duran unos minutos. Sin embargo,  Jesús quiere estar siempre junto a nosotros y precisamente como amigo, una vez que ha venido junto a nosotros, en la Encarnación y en la Eucaristía, que es una encarnación continuada. Este deseo suyo, esta presencia como amigo es aspecto  principal de la Eucaristía, no sólo continuación de los anteriores, es decir, de la Eucaristía y de la comunión, sino como condición necesaria: Ardientemente he deseado comer esta pascua....vosotros sois mis amigos... amaos los unos a los otros.. son palabras de Jesús en la Última Cena.  Y en otras ocasiones dijo: Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos.  Pero no a la fuerza o porque no hay otro remedio; sino porque quiero ser y seguir siendo amigo antes y después de la Eucaristía y la comunión.

Cuando, después de la comunión, guardamos en el sagrario el pan consagrado, podía decir el Señor: No penséis como algunos creyentes que aquí quedo inactivo, sin vida y sin actividad, como si fuera una estatua. Yo sigo amando y ofreciendo y esperando. Después de la comunión de los creyentes, cuando el sacerdote me guarda en el sagrario, algunos no piensan en lo que yo pienso en esos momentos dentro del sacramento y, sin pensar en mí y para lo que he venido y que estoy vivo  dentro de este pan, se dicen: ¿Qué vamos a hacer con este pan que ha sobrado de la Eucaristía y de la comunión? Pues lo recogemos en un cesto y lo reservamos, como en la multiplicación de los panes y los peces, en sitios, que a veces son poco dignos, poco visibles o que invitan poco a la amistad y al diálogo conmigo. Hay lugares reservados para mi presencia que no invitan al diálogo de amistad, a estar cerca y tocarnos, allá en un rincón, como si fuera un trasto más de la Iglesia, no valorando ni apreciando, como merece, mi presencia amiga, como si ese pan no fuera mi persona o ya no tuviera valor o sólo sirviera para llevar a los enfermos....

Queridos amigos, a mí, como sacerdote,  no me gusta para llevar y mantener el pan consagrado en el sagrario la palabra «reserva,»tan utilizada por la misma liturgia. No me gusta mucho ni como idea ni como  expresión, porque me suena como a sobrante, a no ser necesario ya, a conserva.... Porque la teología y la verdad de la Eucaristía es que pudo hacerse, Cristo pudo hacer, pudo imaginar una salvación de otro modo sin presencia real y verdadera suya, como afirman hermanos separados. Pero Cristo quiso quedarse expresamente con nosotros “hasta el final de los tiempos.” Quiso quedarse no sólo como sacrificio y comunión eucarística; sino en un sacramento específico, al que debemos descubrir más desde el amor de Cristo y el nuestro que desde la razón que no llega a veces a descubrir la verdad completa de los misterios.

       Es como en Pentecostés. Hasta que Cristo no vino hecho fuego y experiencia de amor y llama de amor viva, los Apóstoles no perdieron el miedo ni abrieron las puertas ni comprendieron todo lo que Jesús le había dicho. La teología debe ser sumisa y discreta y tiene que ir detrás de la fe y no hacerse dueña de ella. Debe como Juan decir con todo respeto: “Es el Señor.” Y luego dejar que el hombre completo, que es razón y corazón, vaya descubriendo el misterio, adquiriendo más luz cada día y no pensar que ya todo está conquistado por la liturgia como ciencia, cuando queda tanto por descubrir por la liturgia como experiencia. Y que luego la Teología contraste para que no haya oposición entre ambas. La liturgia  debe expresar y celebrar más y mejor la Eucaristía como sacramento de Amistad permanente, como tienda del Encuentro entre Dios y los hombres.  Yo pienso que el deseo y sentimiento y realidad de la presencia amiga y permanente del Señor entre nosotros debe estar más y mejor significada y celebrada en la Liturgia, como lo está la Eucaristía como sacrificio y comunión. 

La Eucaristíaes el sacramento de la Pascua y de la comunión del pan de la vida, porque el Señor lo instituyó en la  en la Última Cena. Pero en esa misma Cena también instituyó la Presencia Amiga, como sacramento permanente, como lo había prometido varias veces durante su vida: “No os quedaré huérfanos” “Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos,” y no como resto o consecuencia del sacrificio y comunión; sino directamente querida por Él en intención y sacramento particular y concreto, no  sólo intencional o  interior o espiritualmente sino como don y gracia sacramental, es decir, como signo visible de realidades invisibles.

Pues bien, el sacramento eucarístico completo es la Eucaristía como sacrificio, comida y presencia, pero no presencia sólo para que haya sacrificio y comunión, sino para que haya amistad, como sacramento de la amistad de Dios con los hombres. La teología y la liturgia han  entendido y desarrollado siempre y perfectamente los dos primeros aspectos, y está perfectamente desarrollado en cuanto a su teología, liturgia y celebración, como podemos observar en todos los Misales y textos de teología y liturgia; sin embargo, en cuanto a la  presencia de Jesucristo como amigo no está igualmente entendido ni desarrollado teológica y litúrgicamente; sino que queda casi reducida a la presencia esencial y teologal en la consagración y comunión. Este aspecto no está desarrollado  litúrgicamente en la misma Eucaristía; aunque fuera brevemente, añadiendo algún signo o palabra que lo expresara suficientemente en la misma celebración. La liturgia tan sólo afirma que el pan consagrado se guarde en el sagrario para los enfermos y la adoración, que está bien, pero a mí me parece que esto no es suficiente.

 Y digo que esta es mi opinión, no defino; pero yo insinúo que la teología y la liturgia de la presencia eucarística se han quedado un poco cortas, y venimos un poco heridos desde los mismos textos y centros que nos han formado como  sacerdotes, porque por la historia y las controversias se desarrollaron más los aspectos de sacrificio y comunión de la Eucaristía, mientras la presencia fue siempre defendida, pero poco desarrollada en los textos de Teología y Liturgia; aunque devocionalmente hay Encíclicas o documentos oficiales preciosos. También hay que admitir que hubo épocas importantes en este aspecto, coincidiendo con personas concretas que cultivaron y predicaron esta  vivencia. La presencia de amistad de Jesucristo en la Eucaristía como don  sacramental no se ha desarrollado suficientemente,  con signos y liturgia sacramental propia y específica; sino sólo de paso y, como consecuencia, del pan que no era comido, comulgado. Yo opino que tenía que haber alguna oración o brevísima liturgia de celebración de la presencia dentro de la misma Eucaristía, porque se quedó en la mínima expresión o casi nula, mirando con excesivo respeto el Concilio de Trento a los hermanos protestante que negaban los dos misterios  celebrados desde el principio en la misma Cena: el sacrificio y la comunión. La presencia de Amistad, que fue los más largo en la Última Cena, donde el diálogo de amistad de Jesús con los suyos y con los que vendríamos después, fue largísimo y querido expresamente y celebrado litúrgicamente. Ahora todavía somos herederos de la presencia real, verdadera, substancial… de Cristo en la Eucaristía, pero de la Presencia amiga, o presencia como amistad se ha desarrollado poco en la Teología, quitando algún teólogo vivencial y eucarístico.

       Pasa igual con el Espíritu Santo. Es otra paradoja de la vida de la Iglesia. Resulta que según Cristo estamos en la economía del Espíritu Divino. Según el proyecto del Padre, Jesús ha terminado su misión y Él tiene que irse para que venga el Espíritu Santo, que nos ha de llevar a los Apóstoles y a la Iglesia hasta la verdad completa. Y los Apóstoles no lo comprenden y hasta se ponen tristes, cuando Jesús les dice: “Porque os he dicho esto os habéis puesto tristes, pero os digo la verdad, os conviene que yo me vaya, porque si yo no me voy, no viene a vosotros el Espíritu Santo, pero si me voy, os lo enviaré…Él os llevará hasta la verdad completa.” Tenía que irse de una forma para venir de otra: “Me voy pero volveré.”Y vino el mismo Cristo; pero hecho fuego y experiencia viva de Dios en sus corazones, no sólo en sus cabezas y en sus ojos, y lo comprendieron todo desde dentro, desde el amor y abrieron todos los cerrojos y cumplieron el mandato de Cristo de predicar y todos entendían; aunque eran de diversas lenguas y culturas.

       Queridos amigos, ahora estamos en la economía de la Iglesia, del Espíritu Santo. Y cuando yo estudié no había tratado de Pneumatología y aún hoy día, el Espíritu Santo es un apéndice de la teología, y como formamos según nos forman, por eso luego nuestra vida religiosa, nuestra piedad, la que vivimos y enseñamos, nuestro diálogo y oración, nuestra predicación es bipolar: Padre e Hijo. Yo estudié a Lercher, de los mejores textos de la época y sólo dimos dos o tres tesis de Espíritu Santo en el tratado de “Deo Uno et Trino, creante y elevante.” Allí empezábamos por el Deus inefabílis, Unicus, Unus… Por eso creo que seguimos necesitando que el Espíritu Santo venga en llamaradas fuertes  de fe viva y amor sobre las cabezas de los teólogos y liturgistas, “porque el Espíritu Santo  ha sido derramado en nuestros corazones.” Es sintomático que en la vida de los que han subido hasta metas altas no sólo de vida “cristiana,” de vida de Cristo, sino de vida “espiritual,” de vida según el Espíritu, aparezca poco a poco el Espíritu Santo como supremo maestro y director de almas y ya no desaparezca jamás de sus vidas, y desde entonces hasta la eternidad todo será en Espíritu Santo, en Amor Personal del Padre al Hijo y de los hijos en el  Hijo al Padre por su mismo Espíritu, que nos hace exclamar admirados y desbordados de amor: “Abba,” papá Dios. 

       “Le conoceréis porque permanece en vosotros.” Quizás esta sea la dificultad mayor: a la verdad completa, al Espíritu Santo no se le puede conocer por palabras, obras y milagros, sino por amor, sólo por amor, “porque permanece en vosotros,” en vuestro corazón, esto es, cuando las  palabras y gestos se hacen experiencia de fuego y amor, cuando Cristo, la Eucaristía, el Espíritu Santo no es concepto sino llama de amor vida, entonces se entienden y viven y comprenden estos misterios.

       En la Eucaristía, ante el Sagrario, es el Espíritu de Cristo, memoria de Dios, quien me recuerda en el “acordaos de mi” todos los dichos y hechos salvadores de Cristo, pero haciéndolos presentes en mi corazón; hace memorial, hace presente en mi espíritu las palabras, los sentimientos y las emociones de Cristo:..De nuevo volveré y os llevaré conmigo...@, ANo os dejaré  huérfanos, volveré a vosotros.Como el Padre me amó, yo también os he amado; permaneced en mi amor@, AYa no os llamo siervos, os llamo amigos,  Muchas cosas tengo aún que deciros, mas no podéis llevarlas ahora; pero cuando viniere Aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hacia la verdad  completa, porque no hablará de sí mismo, sino que hablará lo que oyere y os comunicará las cosa venideras.... Pero de nuevo os veré, y se alegrará vuestro corazón, y nadie será capaz de quitaros vuestra alegría. Pero no ruego sólo por estos sino por cuantos crean en mi por su palabra, para que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mi y yo en tí,  para que también ellos sean  en nosotros y el mundo crea que tú me has enviado. Padre, lo que tú me has dado, quiero que donde esté yo estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria, que tú me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo “Porque os dicho estas cosas,os habéis puesto tristes... pero volveré y ya nadie os podrá quitar vuestro gozo...Padre, no sólo ruego por estos, sino por los que creerán en tu nombre

Dijo Jesús: Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre....hijitos  míos, amaos los unos a los otros....En la casa de mi Padre hay muchas moradas, me voy a prepararos sitio....Os tomaré conmigo para que donde yo estoy estéis también vosotros...si me conocéis, conoceréis también a mi Padre...Felipe )no crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Pero vosotros me veréis porque yo vivo y vosotros viviréis...En aquel día conoceréis que yo estoy en mi Padre...Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada...Yo soy la vid, vosotros los sarmientos...Como el Padre me amó, yo también os he amado, permaneced en mi amor....Vosotros sois mis amigos,  porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer....Padre, glorifica a tu Hijo, para que el Hijo te glorifique... Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo.... Padre santo, guarda en tu nombre estos que me has dado, para que sean uno como nosotros... (Jn17).

Cristo se hace presente para hacer presente su pascua y salvarnos, comiendo su carne resucitada, llena de la nueva vida; pero también se hace presente para permanecer  en el sagrario, como presencia de amistad, ofrecida a todos los hombres. Es precisamente esa presencia de Amistad, ese amor de Cristo amigo, sentido hasta el extremo y por obediencia al Padre, que “tanto amó al mundo que le entregó su Hijo Unigénito, para que no perezca ninguno de los que creen en Él;” fue este amor de Espíritu Santo, encarnado en el Hijo, por la potencia de ese mismo Amor Divino del Padre y del Hijo en la Palabra pronunciada por amor eterno en el Padre en la que el Padre se dice a sí mismo en Palabra cantada en amor y que la dice y pronuncia también para nosotros en el Hijo amado, fue esa Palabra dicha con amor y en carne humana para el hombre, fue ese Hijo encarnado el que primero estuvo y tiene que estar presente para luego, desde ese amor presente a los hombres ya, aún antes de la pascua eucarística, hacerse sacerdote y víctima de su propia ofrenda al Padre por los hombres y luego, desde ese amor primero, permanecer para siempre, porque para eso vino, como amistad salvadora de la Trinidad ofrecida a todos los hombres.

Por eso, si se ha celebrado bien, si la eucaristía ha sido completa, algo habrá que decirle y adorarle y besarle despacio a este Cristo en la misma celebración eucarística, para                          celebrar esa amistad; algo habrá que decirle también en la comunión y algo luego también, cuando pasemos, una vez que hemos ofrecido y comulgado, junto a su presencia amiga y continuada en el Sagrario. Y cuantas veces hagáis esto, acordaos de mí. ¡ Señor! pues a ver si les insinúas algo de esto sobre todo  a los que corren tanto que no te dan tregua a decirnos casi nada de amistad y muchas veces, por la forma y el modo, no te dejan consagrar emocionado y despacio y decir lo que tienes y quiere decirnos, porque todo es correr y correr, casi sin entender bien lo que  celebran; pero como de todo tiene que haber en la viña del Señor,  también hay hermanos y amigos que dicen lo contrario, que por qué tan despacio esto o lo otro, que guardar mejor el ritmo...etc.

Es que como me gusta tanto esta miel de la Eucaristía y este sabor de vino profundo de las bodas de Cristo y de los pactos de amistad con Dios que Él me brinda, a veces me paso ratos y ratos repasando la teología y la liturgia que me enseñaron o actual, y al degustar con los labios y la lengua gustativa de ahora este vino tan sabroso, encuentro  nuevos matices y sabores de vino viejo y de pan  reciente de Eucaristía recién celebrada y  no siempre coinciden doctrinas y sabores. Y esto sólo en cuarenta años.

Había que hacer la liturgia y la teología no solo de rodillas, que ya es un paso importante y obligado para todo verdadero teólogo;  sino habiéndola gustado, esto es, bebiendo siempre este vino viejo de amor eterno de mil sabores de amor y amistad y este pan tan reciente de cada día del horno y corazón eucarístico, que tanto quema y ha quemado a los santos de todos los tiempos, -ninguno que no fuera eucarístico-, y a nuestros padres y mayores, que no tuvieron más clases de  teología y Biblia y liturgia que el sagrario y allí lo aprendieron todo, uniendo la Eucaristía en latín de las siete de la mañana con la liturgia larga de la visita de amistad al Señor en el sagrario por la tarde.

OCTAVA MEDITACIÓN

LA PRESENCIA DE DIOS ENTRE LOS HOMBRES

TERCERA PARTE

 “Yo soy la vid y vosotros los sarmientos”, y los sarmientos están siempre  unidos a la vid, porque de otra forma mueren y se secan:Sin mí no podéis hacer nada... Eucaristía, «fonte que mana y corre», vid, sagrario.... son para un cristiano realidades que se complementan e ilustran entre sí: la comunidad después de celebrar la Eucaristía y después de comer el pan, debe permanecer ya siempre unida con Cristo y entre sí como sarmientos a la vid, que es la misma persona de Cristo, que les alimenta en pascua, comunión y amistad personal con Él permanente en vida de casados, solteros, sacerdotes....Es claro que Cristo ha querido quedarse en los sagrarios de la tierra como centro de vida y de caridad en medio de cada comunidad cristiana, como fuente de vida que mana y corre, aunque es noche, por la fe. Me gustaría ser pintor, para plantar la viña, que es Cristo, en un Sagrario, y desde allí, por la puerta abierta, pintar unidos a la Vid Eucarística, todos los sarmientos de la Iglesia, que son los cristianos, los creyentes en Cristo Eucaristía.

       La Hostia presente en cada sagrario nos invita a nosotros a ser hostia, a ofrecernos al Padre, a adorarle, a cumplir su voluntad. La Hostia presente en cada sagrario es pan, comida, que nos invita a seguir comiendo Dios, infinitud, vida divina y a ser comidos por Él en sus mismos sentimientos de generosidad, caridad y servicio permanente como El. Este es el sentido de los signos sacramentales, significar y hacer lo que significan, traer, encarnar, acercar al mismo Dios al hombre, a nuestras personas y actividades, a nuestro mundo concreto.

La Hostiapresente en el Sagrario, como sacramento de amistad, nos invita a comprender la verdad del amor de Dios al hombre por esta encarnación continuada, signo y presencia de su amor perpetuo, presencia amorosa del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en atardeceres del paraíso. Por eso, cuando entramos en una Iglesia católica, nuestros ojos espontáneamente van hacia la Hostia santa, a la persona de Cristo Eucaristía, al Amigo por excelencia, al Sacramentado por Amor a los hombres, que nos mira y  siempre está en casa esperándonos.

 Por eso, me gusta que esté en un sitio visible, porque Él es el Señor del templo, el verdadero Templo reconstruido y vivo. Yo nunca me quedo mirando y cantando @la puerta del sagrario quién la pudiera abrir@como cantábamos en el seminario. Yo la abro y me meto en la Hostia Santa, la Morada de Dios más real en la tierra  para cada uno de nosotros. 

Por eso lo digo con toda sinceridad, no tengo ninguna envidia a los Apóstoles que le vieron materialmente a Jesucristo en Palestina; no me gustan mucho las «apariciones», aunque sea en personas santas y no voy a profundizar en esta materia, para no hacer dudar de algunas hagiografías. Sólo digo que todas las apariciones de Cristo resucitado no fueron suficientes para que los Apóstoles conocieran el misterio de Cristo y fue necesario Pentecostés, ese mismo Cristo hecho fuego en su corazón.

Lo único que quiero es que Él, mejor dicho, su mismo Espíritu de Amor Personal a su Padre venga a mí y me aumente la fe y el amor, porque yo no puedo hacerlo ni sé ni comprendo todo esto que a veces siento, y que también ya, por otra parte, ni sé ni quiero vivir sin Él: ¡Eucaristía divina, Tú lo has dado todo por mí, con amor extremo, hasta dar la vida! ¡También yo quiero darlo todo por Ti! Porque para mí Tú lo eres todo, yo quiero que los seas todo. ¡Jesucristo Eucaristía, Yo creo en Ti! ¡Jesucristo Eucaristía, yo confío en Ti! ¡Jesucristo Eucaristía, Tú eres el Hijo de Dios!

El Cristo que yo quiero es el que los Apóstoles contemplaron después de Pentecostés, cuando ya no le veían históricamente, ese que les quemó el corazón con fuego de  Espíritu Santo, y les  robó el corazón y les puso fuego en su torpe cabeza y pensamientos egoístas y les hizo hablar  las lenguas del amor a Dios y a los hombres y que todos entendieron y seguimos entendiendo a través de los siglos,  y  ya no pudieron callarse y fueron profetas verdaderos sin miedo ya a morir, únicamente  pendientes de agradar y obedecer a Dios más que a los hombres.

Con el Cristo externo, visible, autor de milagros incluso, hecho sólo Teología,  pero no hecho fuego de Pentecostés, de experiencia verdadera de Dios y de su amor infinito, siguieron teniendo  miedo, le abandonaron....y aún viéndole incluso resucitado, siguieron  con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Yo quiero el Cristo experimentado por Pablo: APara mí la vida es Cristo... no quiero saber más que mi Cristo y este crucificado...@;yo quiero sentir y vivir el Cristo de los místicos verdaderos.

La fe eucarística es la palabra que hace presente a Cristo en ambiente de cena de despedida y de reencuentro resucitado de perdón y amistad: APaz a vosotros.@La fe eucarística es la mano que alarga el pan de vida eterna para comerlo, es la boca que lo recibe en respuesta a la invitación del Señor: Tomad y comed, es la puerta que se abre, porque es Cristo quien llama y abre la puerta para cenar con el discípulo (Ap3,20),  para vivir su presencia en amistad, en conocimiento y amor mutuos. Los ojos de los discípulos de Emaús no se abrieron por sí mismos, sus ojos Afueron abiertos@según la versión griega de Lc. 14,31.

Nosotros no podemos ni sabemos y, al principio, por falta de ojos limpios,  ni queremos... Sólo Cristo, sólo Cristo por la fe y la fe es don de Dios. Nosotros la recibimos y podemos pedirla; pero no fabricarla  ni merecerla, porque es divina, es el conocimiento que Dios tiene de sí mismo y de su  proyecto de Salvación y, al ser de Dios, nos desborda, es don gratuito e infinito.

Estoy hablando de la fe, del conocimiento que Dios tiene de Sí mismo y de su esencia e intimidad, que me desbordan y se convierten en misterios porque mi capacidad es limitada. Necesito que me capacite para este conocimiento y eso solamente lo realiza la gracia, que es vida y conocimiento y amor de Dios en sí mismo. Así lo piensa S. Juan de la Cruz. De ahí la necesidad de noches y purificaciones para prepararme; aunque nunca comprenderé como Dios se comprende, ni siquiera en la eternidad; aunque allí el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, los Tres me lo expliquen  mejor y con más detalles, en el Sacramento Trinitario del amor y de la amistad eterna, con su misma Palabra y con su mismo Amor Personal, o si queréis, con Única Palabra Completa y Total del Padre cantada con Amor de Espíritu Santo al Hijo, que en eco total y eterno la recibe y la acepta infinitamente, totalmente, por la potencia del mismo Espíritu de Amor, que los hace Padre e Hijo, canturreada por el Padre y en eco eterno de amor repetida y aceptada por el Hijo en un acto eterno de Amor esencial, que es Espíritu Santo, que es la esencia del Dios Trino y Uno, porque “Dios es Amor,” su esencia es amar y si Dios dejase de amar y amarse, dejaría de existir, de ser Tri-unidad, de ser Tres en Unidad de Ser, que es Amor. Dios no puede dejar de ser Padre lleno de amor, no puede dejar de perdonar al hombre, creado gratuitamente porque ha querido hacerle partícipe de su mismo Amor y Palabra, en la que contempla todo su Ser, desde el amanecer de su existir. Por eso, no puede dejar de ser Padre, que pronuncia para Sí y para nosotros de Palabra en la que se dice y nos dice todo su Amor, todo lo que nos ama en su mismo Amor, que es Espíritu Santo.

Por eso, como “Dios es amor,” esa es su esencia y el Padre no puede dejar de ser Padre, de estar engendrando con amor y felicidad al Hijo que le hace al Padre ser Padre y feliz eternamente, porque es su vida, su paternidad, porque le ama como es amado por el mismo Amor Personal y Esencial, que es Espíritu Santo.

Allí, en el altar del cielo, ya no celebraremos la Eucaristía como pascua, porque ya hemos llegado a la tierra  prometida, a  la meta y no habrá más pascua, porque ya no habrá más paso ni más tránsito, porque hemos llegado al final del proyecto, al esjatón, a lo Último, a Dios en su Ser primero y último y único; allí no habrá más Eucaristía como viático de eternidad, como comida y  alimento del pan para la vida eterna, porque hemos llegado a Vida Eterna, porque los peregrinos  ya han conseguido llegar al corazón amigo del Dios Uno y Trino, que tanto me amó que entregó su vida, que era su Hijo, para que yo pudiera tenerla eterna en su misma intimidad y esencia divina.       Todos los medios y signos terrestres ya han pasado, fueron provisionales: el templo, el sacerdocio, la pascua, la comida, la liturgia, los sacramentos, hasta la misma Eucaristía: Aquí no tenemos ciudad permanente, sino que andamos en busca de la futura (Hb 13,14). ¡Que deseables son tus moradas, Señor de los ejércitos! Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor, mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo!. 

 La Eucaristía es la presencia corporal de Cristo, del evangelio entero y completo, de la fuente de gracia de todos los sacramentos, de todos los misterios de Dios para con nosotros, de toda la Salvación y del esjatón final anticipado y metido como cuña en el tiempo: Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús. La Eucaristía es la presencia más presencia corporal del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo en la tierra por el Hijo Amado. Y todo por amor total en amistad de Dios con los hombres. La Eucaristía como Eucaristía, como comunión y como sagrario siempre será presencia de amistad y de amor hasta el extremo:«.... mientras la Eucaristía es conservada en nuestras iglesias y oratorios, Cristo es verdaderamente el Enmanuel, es decir, Dios con nosotros... Habita con nosotros lleno de gracia y de verdad, ordena las costumbres, alimenta las virtudes, consuela a los afligidos, fortalece a los débiles...» (Mysterium fidei 67).

El diálogo eucarístico se dirige siempre, a través del signo, a la persona misma de Cristo celeste y pascual, vivo y resucitado, el único que existe, porque la Eucaristía es el pan escatológico, el banquete del reino de Dios, su explicación y parábola más bella y que en lenguaje vulgar llamamos cielo; el sagrario es la amistad del cielo, querida y anticipada por Jesucristo en la Eucaristía para su Iglesia peregrina, cuya ciudad se encuentra en los cielos (Flp 3,20). Es el banquete donde  la amistad es condición indispensable y esto no hay que olvidarlo nunca para ver y analizar cómo y para qué comulgamos y celebramos, y aquí está la clave para entender plenamente  la Eucaristía, sobre todo, los frutos de la comunión y de la Eucaristía.

La amistad, mejor, el deseo de amistad es indispensable y se celebra y aumenta,  como en toda comida. Aquí es donde mejor y más se alimenta la  intimidad mutua de Cristo con los suyos y de los suyos con Dios Uno y Trino, y la posibilidad de amarse mutuamente sin medida. La Eucaristía, el sagrario es siempre un libro silencioso pero abierto permanentemente para leer las cosas del amor divino, sea cual sea el lugar y el rincón que ocupe en la iglesia; el sagrario es Cristo Eucaristía, el mejor maestro de oración, santidad y vida cristiana; es Dios mismo cercano, amigo y confidente, es nuestro Dios Trino y Uno con los brazos abiertos a la intimidad y a la amistad con el  hombre por el Hijo  Amado: Jesucristo vivo, vivo y resucitado.

Toda la liturgia de la tierra termina en la liturgia del Apocalipsis, allí ya será y está el fin y la síntesis de todo y de todos que es Dios, que es la Amistad eterna con el Eterno, nuestro Dios Trino y Uno, es decir, Dios Amor-Amistad en diálogo infinito con los Tres y con todos en el Todo del Círculo Trinitario y allí y eternamente celebraremos en visión celeste de gloria esta Amistad soñada por Dios desde el amor más gratuito que nunca el hombre pudo soñar y que por eso mismo le cuesta creer y comprender: “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él no amó primero…” ; amistad celebrada como anticipo en la Eucaristía y  añorada en plenitud desde la fe, la esperanza y el amor, virtudes sobrenaturales que nos unen directamente con Dios durante el peregrinaje.

El autor del Apocalipsis contempla el evento escatológico como una solemne liturgia celeste, celebrada por los ángeles y santos, llena de luz y de cantos y de gloria. El canto del Aleluya expresa el gozo de todos aquellos, que habiéndose mantenido fieles hasta el final, han sido invitados a la cena nupcial del Cordero degollado, el Viviente, que estuvo entre los muertos pero ahora vive para siempre. Es el símbolo de la plena y beatífica comunión con el Dios Trino y Uno. Hasta allí me llevó la pascua de la Eucaristía, la comida del pan de la vida eterna, la presencia amiga del Sagrario, puerta del cielo, en la «que se nos da la prenda de la gloria futura»: «et futurae gloriae pignus datur».

       ¡Oh Jesús, mi dulce recuerdo, que das los verdaderos gozos del corazón! Tu presencia es más dulce que la miel y que todas las cosas.

No se puede cantar nada más suave, ni oir nada con más júbilo, ni  pensar nada más dulce, que Jesús, el Hijo de Dios.

Jesús, Tú eres la esperanza para los arrepentidos,  qué generoso para los que te suplican,  cuán bueno para todos los que te buscan y qué decir para los que te encuentran.

Ni la lengua sabe decir ni la letra puede expresar lo que es amar a Jesús; sólo puede saberlo el que lo experimenta.

Jesús, que seas Tú siempre nuestro gozo, nuestro último premio; que seas Tú nuestra gloria por todos los siglos. Amén».

       No puedo olvidar en estos momentos a la que fue la primeratienda de la Presencia de Dios en la tierra, el arca de la Alianza Nueva y Eterna, el primer sagrario de Cristo en la tierra, la madre de la Eucaristía: María, la hermosa Nazaretana, la Virgen bella, la Madre del Verbo de Dios hecho carne, la Virgen del Sagrario, ¡Madre del alma, cuánto me quieres, cuánto te quiero! ¡Gracias por haberme llevado a tu Hijo Eucaristía! ¡Gracias por querer ser mi madre! ¡Mi Madre y mi Modelo! ¡Gracias!. Desde aquí mi beso más filial y  el agradecimiento más sincero: «Dios ha puesto en tí, oh Virgen, su tienda como en un cielo puro y resplandeciente. Saldrá de ti como el esposo de su alcoba e, imitando el recorrido del sol, recorrerá en su vida el camino de la futura salvación para todos los vivientes, y extendiéndose de un extremo a otro del cielo, llenará con calor divino y vivificante todas las cosas» (S.Sofronio, Sermón 2, PG3, 3242,3250).

NOVENA MEDITACIÓN

LA EUCARISTIA, MEMORIAL DE LA NUEVA PASCUA Y DE LA NUEVA ALIANZA EN CRISTO

       «Éste  es el misterio de nuestra fe», así proclamamos solemnemente a la Eucaristía después de la Consagración. Este grito aclamatorio es una invitación a orar, a pedir luz y gracia al Espíritu Santo, para comprender un poco la teología del misterio eucarístico. Sólo la fe iluminada y el amor encendido nos pueden poner en contacto con esta realidad en llamas que es Cristo resucitado y glorioso, celebrando para todos nosotros su triunfo sobre el pecado y la muerte que nos separaba de Dios y vencidos por su pasión, muerte y resurrección en la Eucaristía, en la que los presencializa sobre el altar y los ofrece al Padre por amor extremo, dando la vida en sacrificio, haciendo la Nueva y Eterna Alianza con Dios en su cuerpo entregado y su sangre derramada.

       La Eucaristía había que estudiarla de rodillas, había que celebrarla de rodillas, como yo sorprendí un día a una de mis feligresas que llevaba la comunión a los enfermos: me la encontré por la calle, la acompañé y me encontré con la sorpresa; me aclaró que los sacerdotes deben hacerlo de pie pero los seglares de rodillas, porque así lo hicieron Magdalena y aquella pecadora del banquete de Mateo...porque es Cristo en persona. Desde el convencimiento de que es y seguirá siendo un misterio, de que nos quedan muchos aspectos y realidades por captar y descubrir, vamos a decir algo de la Eucaristía como Eucaristía, como sacrificio desde la teología católica.

       La celebración de la Eucaristía ha sido deseada por el mismo Jesús y entregada a la Iglesia. La víspera de la Pasión, mientras estaba a la mesa con sus discípulos, quiso anticipar proféticamente su pasión, muerte y resurrección, para que los Apóstoles participaran vitalmente de su nueva Pascua: en el atardecer tenso del Cenáculo, las palabras del Señor han sonado firmes y vibrantes. Nadie será capaz de explicar lo que ocurrió aquel primer Jueves Santo de la historia, lo que sigue ocurriendo cada vez que un sacerdote pronuncia las palabras de la consagración sobre un poco de pan y de vino. Sólo hay una palabra que lo toca un poco y manifiesta su asombro: Mysterium fidei.

       La liturgia copta es más expresiva que la romana:   «Amén, es verdad, nosotros lo creemos. Creo, creo, hasta expirar mi último aliento confesaré que esto es el Cuerpo dador de vida de tu Unigénito Hijo, de nuestro Señor y Dios, de nuestro Salvador Jesucristo. El cuerpo que recibió de la Virgen María, Señora y Reina nuestra, la Madre purísima de Dios. A su divinidad unió Dios ese cuerpo, sin mezcla, confusión o cambio. Creo que la divinidad no ha estado separada ni por un momento de su humanidad. Él es quien se dió por nosotros en perdón de los pecados para traernos la vida y salvación eternas. Creo, creo, creo que todas estas cosas son así».

       Y la verdad, hermanos, que para el hombre creyente no son posibles otras palabras. La Iglesia, en los Apóstoles, recibió el tesoro, los gestos, las palabras: Haced esto en memoria mía, pero no posee una plena explicación y comprensión del misterio, que ha de ser tocado y aceptado y poseído sólo por la fe: Misterio de fe.

       El apóstol Juan, que en la Última Cena ocupó el lugar inmediato a Jesús, apoyado sobre su corazón, quedó  marcado para siempre por la experiencia de esta hora. Lo que él vivió en aquellos momentos lo expresó en estas palabras: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”, hasta el extremo de sus fuerzas, hasta el extremo de su amor y de su vida, hasta el extremo del tiempo.

Cristo había salido del Padre y al Padrevolvía en la Nueva Pascua, una vez realizado el pacto o la Nueva Alianza entre Dios y los hombres, “por su sangre derramada por los pecados”. Cristo en esta Acción de Gracias, que es la Eucaristía, en este Cena Última quiso instituir la Nueva Pascua de la Nueva Alianza de Dios con los hombres.

       La Pascua cristiana tiene su anticipo e imagen en la pascua hebrea y no se puede explicar y comprender perfectamente sin recurrir a ella. Es en el Antiguo Testamento, como hemos dicho, donde encontramos figuras y hechos, que la hacen más comprensible y que sirven de anticipo y comprensión de su contenido teológico. MAX THURIAN nos dirá, «que la Eucaristía sólo puede comprenderse en su significado profundo, si se la explica por la tradición litúrgica del Antiguo Testamento. Si se interpretase la comida eucarística, como un acto nuevo y totalmente independiente, no llegaríamos a sus raíces más profundas» (La Eucaristía, Memorial del Señor, o. c. pag 28).

       Por eso, toda la tradición apostólica, patrística y eclesial, para explicar la Pascua y la Alianza del Nuevo Testamento instituida por Cristo ha mirado las figuras y las instituciones del Antiguo Testamento: Pascua, Alianza, Memorial.... y ésta es la razón por la que comenzamos nuestra meditación con la exposición breve de estas tres realidades veterotestamentarias que le dan marco y fundamento.   

       Nosotros queremos explicar fundamentalmente la santa Eucaristía tal como fue instituida por Cristo en la Última Cena, esto es, como Nueva Pascua y  Nueva Alianza y, para esto, podemos hacernos tres preguntas:

 

1.- Qué significó para el pueblo judío la Pascua y su celebración.

2.- Qué significó para Jesucristo.

3.- Qué debe significar para nosotros.

PRIMERA PARTE

ANTIGUO TESTAMENTO: PASCUA HEBREA

A) LA PASCUA HEBREA COMO ACONTECIMIENTO HISTÓRICO:

1) EL SACRIFICIO Y LA CENA DEL CORDERO PASCUAL

       La pascua hebrea, el paso de Dios sobre su pueblo, como acontecimiento histórico, comprende la noche de la cena del cordero y la salida de la esclavitud de Egipto, el paso por el Mar Rojo, la travesía del desierto, la Alianza en la falda del Monte Sinaí, el banquete sacrificial....La pascua judía, iniciada con la cena del cordero pascual y continuada con hechos extraordinarios como el maná, el agua viva brotada de la roca... es la institución veterotestamentaria que arroja más sentido y comprensión sobre el contenido, las palabras y los gestos de Cristo en la Última Cena.

       Diversos pasajes del Éxodo, en el capítulo 12, sobre todo, y del Deuteronomio, en el capítulo 16, nos dan a conocer elementos bien concretos del rito pascual que anticipan la Cena del Señor. La cena pascual judía es la celebración de estos hechos que hemos enumerado. Es el recuerdo memorial de la cena del cordero por toda la familia reunida en la esclavitud de Egipto, es la salida y el comienzo del éxodo desde Egipto hasta la tierra prometida, es la salida de la esclavitud, el comienzo singularísimo de la historia de Israel, en el que Yahvé interviene en favor de su pueblo cumpliendo las promesas de Abrahán, para establecer con ellos una alianza que sellará su existencia como pueblo elegido.

       "Yahvé dijo a Moisés y Arón en tierra de Egipto: Este mes será para vosotros el comienzo del año, el mes primero del año. Hablad a toda la asamblea de Israel y decidles: El día diez de este mes tome cada uno según las casas paternas  una res menor por cada casa. Si la casa fuere menor de lo necesario para comer la res, tome a su vecino, al de la casa cercana, según el número de personas, computándolo para la res según lo que cada cual puede comer. La res será sin defecto, macho, primal, cordero o cabrito. La reservarás hasta el día catorce de este mes y toda la asamblea de Israel lo inmolará entre dos luces. Tomarán de su sangre y untarán los postes y el dintel de la casa donde se coma. Comerán la carne esa misma noche, la comerán asada al fuego, con panes ácimos y lechugas silvestres. No comerán nada de él crudo, ni cocido al agua; todo asado al fuego, cabeza, patas y entrañas. No dejaréis nada para el día siguiente; si algo quedare, lo quemaréis. Habéis de comerlo así: ceñidos los lomos, calzados los pies y el báculo en la mano y comiendo de prisa, es la Pascua de Yahvé. Esa noche pasaré yo por la tierra de Egipto y mataré a todos los primogénitos de la tierra de Egipto, desde los hombres hasta los animales, y castigaré a todos los dioses de Egipto. Yo, Yahvé. La sangre servirá de señal en las casas donde estéis; yo veré la sangre y pasaré de largo, y no habrá para vosotros plaga mortal cuando yo hiera la tierra de Egipto. Este día será para vosotros memorable y lo celebraréis solemnemente en honor de Yahvé de generación en generación: será una fiesta a perpetuidad"  (Ex.12,1-14).

            Es Pascua de Yahvé(v 11). La palabra pesah, en latínpascha, podemos traducirla por "pasar por "pasar por encima de"... Por tanto, "este paso por encima@que exime y exceptúa a las viviendas de los Israelitas, tiene sentido de salvación. La explicación se dará más completamente en los versículos siguientes...

       Los Padres de la Iglesia se preguntaban qué sangre tan  preciosa veía el Padre Dios en los dinteles de las puertas de los judíos para mandar a su ángel no castigarlos. Y respondían: Veía la sangre de Cristo, veía la Eucaristía. (Cf. MELITÓN DE SARDES,Homilia de Pascua, siglo II).En uno de los primeros textos pascuales de la Iglesia leemos estas palabras: "(Oh misterio nuevo e inexpresable! La inmolación del cordero se convierte en salvación de Israel, la muerte del cordero en vida del pueblo y la sangre atemorizó al ángel. Respóndeme, oh ángel, qué fue lo que te llenó de temor? Está claro: tú has visto el misterio del Señor cumpliéndose en el cordero, la vida del Señor en la inmolación del cordero, la figura del Señor en la muerte del cordero y por esto no has castigado a Israel" (MELITÓN DE SARDES, sobre la Pascua, 31.;Sch 123,p.76). Y el PSEUDO HIPÓLITO exclama: ")Cuál será la fuerza de la realidad cuando la simple figura de ella era causa de salvación? (Ps. Hipólito, sobre la Pascua,3; Sch.27, p.121) Para los Padres y para la iglesia está claro que desde la noche del éxodo Dios contemplaba ya la Eucaristía y pensaba en darnos el verdadero Cordero Salvador:"Cuando yo vea la sangre, pasaré de largo ante vosotros y no habrá plaga exterminadora..."(Ex.12,13).

             Todo esto lo cree y lo reza la liturgia de la Iglesia en uno de sus prefacios pascuales, con mayor expresividad en su versión latina: "...pascha nostrum inmolatus est Christus: qui oblatione sui corporis, antiqua sacrificia in crucis  veritate perfecit, et seipsum pro nostra salute commendans, idem sacerdos, altare y agnus exhibuit.... "Cristo, nuestra pascua,(cordero pascual) ha sido inmolado. Porque él, con la inmolación de su cuerpo en la cruz, dio pleno cumplimiento a lo que anunciaban los sacrificios de la antigua alianza y, ofreciéndose a sí mismo, quiso ser al mismo tiempo sacerdote, víctima y altar".

       El Éxodo, pues, no es sólo el momento de partida, después de la cena del cordero, en aquella noche llena de acontecimientos, que dan fin a la esclavitud en Egipto, abarca también otros muchos hechos extraordinarios, mencionados anteriormente, y que nos ayudan a comprender mejor el contenido del misterio eucarístico. La celebración de la pascua tenía lugar el día 15 del primer mes,  llamado Nisán después del exilio, comenzando con la tarde del día 14.

       "Cuando os pregunten vuestros hijos: «)qué significa para vosotros este rito?, responderéis: «Este es el sacrificio de la pascua de Yahvé, que pasó de largo por las casas de los israelitas cuando hirió a los egipcios y salvó vuestras casas»"(Ex.12,26-27). Y, celebrándolo así, es como este rito se convierte en recuerdo memorial de la Pascua Judía, esto es, de la liberación de Egipto, del paso del mar Rojo, de la alianza con su pueblo.

2) ALIANZA POR LA SANGRE

En esta pascua se celebra también, como hemos dicho, un pacto de amistad, una alianza de protección y de amor de Dios con su pueblo, en las faldas del monte Sinaí, siguiendo los ritos de entonces, esto es, sacrificio de ternero y sangre derramada sobe el pueblo y el altar, sino de dios. El mismo término de alianza tiene su contenido y obligaciones basados en lo pactos y compromisos sociales nacidos  entre los pueblos y clanes familiares.

       Sobre la base de la solidaridad de la sangre, fortísima entre los pueblos nómadas, para firmar un pacto, se hacía con sangre, mediante un rito consistente en un cambio de sangre entre los pactante, que simbolizaba y sancionaba el ingreso de un individuo o de un grupo familiar en el otro grupo, como si tuvieran un mismo origen, se hacían «consanguíneos», con la consiguiente participación en los mismos derechos y obligaciones familiares. Bajo este aspecto, la Alianza de Israel con Yahvé, simbolizada por la sangre derramada mitad sobre el altar, que representa a Dios, mitad sobre el pueblo, indicaba la participación de Israel en los bienes de Dios y, en un cierto sentido, la asunción por parte Dios de los intereses de Israel. Otras veces este rito consistía en un convite sacrificial, por el que se significaba la participación para siempre en los mismos bienes y derechos de los contrayentes.

       La alianza, contraída por Dios con su pueblo en el desierto, emplea la sangre con este significado vital que tenía entre los hebreos y viene a significar la comunión de vida que de ahora en adelante existirá entre Dios e Israel. Dice Yahvé a Moisés: "Ya habéis visto lo que he hecho con los egipcios y cómo a vosotros os he llevado sobre alas de águila y os he traído a mí. Ahora, pues, si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra; seréis para mí un reino de sacerdotes y  nación santa" (Ex. 19,3-6). El rito de la conclusión de la alianza tiene lugar en el monte llamado Sinaí en los pasajes atribuidos al Yahvista (Ex. 19, 11b-18) y Horeb en los atribuidos al Elohista (Ex.33,6): "Moisés vino y comunicó al pueblo todo lo que le había dicho Yahvé y todas sus leyes. Y todo el pueblo respondió a una: Cumpliremos todo lo que ha dicho Yahvé. Entonces escribió Moisés todas las  palabras de Yahvé y levantándose muy de mañana, alzó al pié del monte un altar  y doce estelas por las doce tribus de Israel. Luego mandó a algunos jóvenes de los israelitas que ofreciesen holocaustos e inmolaran novillos como sacrificio de comunión para Yahvé. Moisés tomó la mitad de la sangre y la puso en una vasija y la otra mitad la derramó sobre el altar. Tomó a continuación el código de la alianza y lo leyó en presencia del pueblo, el cual dijo: Obedeceremos y cumpliremos todo lo que ha dicho Yahvé. Entonces Moisés tomó la sangre y roció al pueblo, diciendo: Esta es la sangre de la alianza, que el Señor ha hecho  con vosotros, según las palabras ya dichas@  (Ex.24,3-9).

       La sangre derramada después del juramento tanto sobre el altar como sobre el mismo pueblo significa una nueva unión más fuerte que se dará de ahora en adelante entre Dios e Israel y de Israel con su Dios. Y así interpreta Moisés este gesto simbólico al decir: "Esta es la sangre de la Alianza...”   Todo lo dicho aquí es muy importante para nuestra exposición, porque Jesús mismo, en la institución de la Eucaristía, cita la fórmula ritual de Moisés y la incorpora para siempre a las palabras de la consagración: "Esta es mi sangre, la sangre de la alianza...”  (Mt.26,28). Mediante esta nueva alianza, Dios quiere conducir a su nuevo pueblo a una vida de comunión con Él, y los hombres son invitados a entrar en este designio de Dios, conformándose en todo a su voluntad.

B) LA PASCUA HEBREA COMO RECUERDO MEMORIAL: CELEBRACIÓN RITUAL

El rito de la cena pascual por parte del pueblo judío hasta los tiempos actuales no es un puro recuerdo de aquellos hechos liberadores y de aquellos pactos de amistad con Dios, sino que es un memorial, un recuerdo memorial. Memorial es un concepto bíblico fundamental en toda la vida de Israel y en particular en la celebración ritual de la Pascua. El memorial, asociado al rito siempre igual de la cena pascual judía, tiene como objeto recordar las hazañas que Dios hizo en el pasado y que se vuelven a poner ante los ojos de Yahvé, para que recordándolas, Dios renueve la salvación y la liberación concedidas a Israel.

"Este día será un día memorable para vosotros y lo celebraréis como fiesta del Señor, institución perpetua para todas las generaciones@ (Ex.12,14). "Dijo, pues, Moisés al pueblo. «Acordaos de este día en que salisteis de Egipto, de la casa de la servidumbre...»@(Ex.13,3-10). En la celebración de la cena pascual, los padres tenían la obligación de dar una catequesis a los hijos más pequeños sobre el significado de aquella cena, que estaban celebrando y de sus ritos:"Cuando hayáis entrado en la tierra que el Señor os va a dar, como ha prometido, observaréis este rito. Y cuando vuestros hijos os pregunten: «)qué significa este rito?», responderéis: Es el sacrificio de la pascua en honor del Señor, que pasó de largo ante las casas de los israelitas de Egipto, cuando castigó a los egipcios y perdonó a nuestras familias"  (Ex.12,25-27).

       El rito pascual celebrado de esta forma se convierte en una institución permanente, unido indisolublemente al hecho de la liberación de Egipto y es un memorial de toda la realidad del éxodo. El memorial pascual no era mera evocación y recuerdo subjetivo del pasado. Al hacer presente el rito, se quería recordar a Dios las maravillas realizadas antiguamente, para que las siguiera realizando en el presente, en favor de su pueblo. También servía para recordar al pueblo los compromisos contraídos con Dios por la Alianza, que ahora tenía que hacer actuales.

       Por tanto, el rito memorial, por excelencia, del pueblo judío era el rito pascual. Esta memoria pascual, repetida periódicamente, de una parte, provoca el agradecimiento del pueblo a Dios por la salvación recibida, y por otra, en cuanto institución divina, obliga a Dios a "acordarse", esto es, a revivir y renovar los prodigios hechos en favor de su pueblo, según las palabras del salmo 111,4-5: "Ha hecho maravillas memorables, el Señor es compasivo y misericordioso: Da alimento a los que le honran, acordándose siempre de su alianza@.

       Y esta comprensión bíblica de la pascua judía como memorial es el sustrato que está en la base conceptual e institucional de las palabras de Jesús: "Haced esto en memoria mía" (Lc 22,19; 1Cor.11,24-25), que San Pablo comenta en concreto: "Así, pues, siempre que coméis de este pan y bebéis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que Él venga" (1Cor.11,26). La Eucaristía será para los creyentes en los siglos venideros el "memorial" de la obra redentora de Cristo, de la Nueva Pascua que nos libera de la esclavitud del pecado y de la muerte y de la Nueva Alianza que firma el pacto eterno de amistad de Dios con los hombres en la sangre derramada del “cordero de Dios que quita el pecado del mundo”, como lo profetizó San Juan Bautista.

       Quiero terminar este apartado añadiendo que la pascua judía no solo era memorial de una liberación pasada que Dios hace presente, sino que después del exilio miraba cada vez más al futuro. Ello era debido a que los profetas contemplaban la venida de un  nuevo Moisés. Yavéh era la  garantía y la esperanza mesiánica en el futuro.

DÉCIMA MEDITACIÓN

SEGUNDA  PARTE

I.- NUEVO TESTAMENTO: JESUCRISTO, NUEVA PASCUA, NUEVA ALIANZA

A) EL CONTEXTO DE LA PASCUA CRISTIANA

       Entramos ya en el Nuevo Testamento. Y lo primero será comprobar ciertamente que Cristo instituyó la Eucaristía en un contexto pascual, es más, la mayoría de los autores avalan que lo hizo en el marco de la cena pascual judía.

       Ateniéndonos a los sinópticos, Jesús celebró la última cena"el primer día de los Ázimos", la noche del 14 al 15 de Nisán, al ocaso del sol; por consiguiente, fue una cena pascual judía y todos los acontecimientos de la pasión tuvieron lugar del 14 al 15. (Sin embargo, según el evangelio de Juan (Jn.13,1.29; 18,28), Jesús muere el día 14, pues ese día los corderos eran inmolados en el templo y, puesto el sol, se comía la cena pascual. No quiero entretenerme en este tema) Es más, para los sinópticos es totalmente cierto que la Última Cena fue la cena pascual judía y que en ella Cristo instituyó la Eucaristía. "El primer día de los Ázimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dijeron a Jesús sus discípulos: )Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua? (Mc.14,12).

       No hay que maravillarse, por tanto, de que ya en el siglo IV, Efrén el Sirio, aludiendo a las notas de la cena pascual de Cristo, entonara esta bienaventuranza: "Dichosa eres tú, oh noche última, porque en ti se ha cumplido la noche de Egipto. El Señor nuestro en ti ha comido la pequeña pascua y se convierte el mismo en la gran Pascua.... He aquí la pascua que pasa y la Pascua que no pasa. He aquí la figura y he aquí su cumplimiento" (Himnos sobre  los ázimos, citado por U.NERI, o. c. p.90).

       Para comprender mejor la institución de la Eucaristía como memorial de la Pascua de Cristo dentro de la pascua judía podríamos añadir el paralelismo entre los ritos de la pascua hebrea y los gestos de Jesús en esta noche, en los cuales tampoco me quiero parar.  

 

B) LOS TEXTOS DE LA INSTITUCIÓN DE LA EUCARISTÍA

1.- El testimonio de Pablo en su primera carta a los Corintios es el más antiguo; la carta fue escrita en torno al año 56-57, siendo anterior a los evangelios. "Porque yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he transmitido: Que el Señor Jesús, en la noche en que iban  a entregarlo, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros: Haced esto en memoria mía@(1Cor.11,23-25). El contenido de la acción de Jesús está perfectamente explicitado  no solo por sus palabras sino también por sus gestos. El Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, con un gesto profético anticipa el hecho de su muerte mediante el pan que se convierte en su cuerpo entregado por todos y repartido entre los apóstoles. El cuerpo ofrecido y la sangre derramada es la nueva alianza en su sangre. Él es el nuevo cordero y la nueva alianza. Este es el significado esencial de esta cena pascual para Pablo: "Cada vez que  coméis  este pan y bebéis de este cáliz, anunciáis la muerte del  Señor hasta que vuelva@(1Cor. 11,26). El Señor vuelve en la resurrección, que inaugura los bienes escatológicos para todos.

        En la misma carta, Pablo vuelve a recurrir a la autoridad de la tradición en otra verdad fundamental de la fe cristiana: la muerte y resurrección del Señor:"Porque lo primero que yo os transmití, tal como lo había recibido, fue esto: que Cristo murió por nuestros pecados, según  las Escrituras@  (15.3-4). Para Pablo como para todo creyente, sin resurrección de Cristo no hay cristianismo."Vana es nuestra fe@(1Cor.15, 17). Todo lo que Cristo dijo e hizo es verdad porque Él ha resucitado y la resurrección de Cristo arroja luz de verdad sobre toda su persona y sus dichos y  hechos salvadores, desde su nacimiento hasta su muerte. Es el Hijo de Dios, el cordero de Dios que quita los pecados y la separación entre Dios y los hombres mediante su muerte y resurrección.  

       "Esta es la sangre de la alianza". Jesús utiliza aquí la copa tercera o copa de bendición y la pone en relación directa con su sangre, que derramará en la cruz. Se trata de la sangre que sellará la nueva y definitiva alianza en sustitución de aquella con que Moisés selló la antigua (Ex.24, 8).   "Haced esto en memoria mía": con estas palabras Jesús expresa su clara intención de que los apóstoles y sus sucesores deben repetir este rito, este memorial eucarístico instituido por él. Estas palabras las pronunció ciertamente.

       Llegados a este momento estamos ya en condición de entender la Eucaristía como memorial de la Nueva Pascua y de la Nueva Alianza instituida por Jesucristo. Pero sin olvidar por ello que la distancia entre el memorial del AT. y del NT. es infinita, como afirma DURRWELL: APero la diferencia es demasiado grande. Una cosa es el cordero comido y otra el  acontecimiento celebrado... el acontecimiento que se celebra es ese hombre mismo, su misterio personal, entero, el de su muerte en la que es glorificado... las dos pascuas, la judía y la cristiana, coinciden en sus dimensiones, pero en profundidad la distancia que las separa es infinita..@  (o.c. pag. 26-27). En la Eucaristía, Jesús sustituye el antiguo memorial por el memorial de la nueva pascua y nueva alianza, que realiza en su muerte y resurrección. Lo afirma claramente Pablo:"Porque cuantas veces comiereis este pan y bebiereis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que venga" (1Cor. 11,26).

       Después de todo lo dicho, lo que Jesús hace en la Última Cena podría bien ser calificado de gesto profético. Todo lo que sucederá el día siguiente en su persona, con su cuerpo destrozado y su sangre derramada, es anticipado por Él en aquella mesa. Las palabras que acompañan al gesto de Jesús no sólo hacen presente su muerte sino que explican su sentido salvífico en el plan de Dios. Esta muerte es la verdadera y definitiva pascua, el único y verdadero sacrificio de expiación, la nueva alianza.

       Los apóstoles, conocedores del lenguaje de los profetas, no tuvieron dificultad en entender y comprender que lo que Jesús hacía aquella noche era un gesto profético, una palabra divinamente eficaz, que realizaba lo que decía. Por tanto, el Señor, en el marco de la pascua judía, da a los suyos su cuerpo y su sangre: cuerpo y sangre que se inmolarán en la cruz históricamente al día siguiente y hará a los suyos beneficiarios de los frutos de la salvación.

       Resumiendo: Una vez examinados los pasajes del NT. sobre la Eucaristía, vemos en ella la condensación de las profecías y figuras del Antiguo. Los temas de la Alianza antigua se concentran en ella: pascua, alianza en la sangre, banquete, memorial.... Todos ellos son sintetizados de forma admirable en el gesto más sencillo que se pueda imaginar: un poco de pan y de vino que Jesús pone, en el marco de la Cena Pascual, en conexión con su muerte en la cruz.

       La Eucaristía es, por tanto, la renovación del sacrificio de la cruz en el que se nos da a comer la víctima pascual en banquete de comunión. Por eso, después de la consagración, podemos decir al Señor que acaba de hacerse presente, con la aclamación: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección ¡Ven, Señor Jesús!»  Y el Señor se hace presente su pasión, muerte y resurrección, es decir, su Pascua y Alianza del Padre con los hombres mediante la Eucaristía, que es un memorial, que no es solo recuerdo del pasado, sino recuerdo memorial que lo hizo presente proféticamente en la Última Cena y ahora lo hace presente recordando.

       La Eucaristía contiene todo el misterio de Cristo, todo lo que Cristo encarnó y resucitó en vida nueva para todos, dando así la oportunidad a los hombres de todos los tiempos de ser testigos y beneficiarios de su misterio salvador, de su persona, de sus sentimientos, de su intimidad, de rozarlo y tocarlo... Y todo esto, porque Cristo ha transcendido ya la historia y el espacio. Es el Cristo celeste el que vive y ofrece en sacrificio eterno su inmolación pascual, que fue de toda su vida, pero significado y realizado especialmente en su pasión, muerte y resurrección. La irreversibilidad de las cosas temporales queda superada por el poder de Dios, que es en sí eternidad incrustada en el tiempo. Si es cuestión de poder, Dios lo tiene.

       El sacrificio, ya aceptado por el Padre, mediante la resurrección y ascensión y colocación a su derecha, en sacrificio celeste que perdura eternamente presentado por Cristo ante el Padre, hecho intercesión y ofrenda agradable, con las llagas ya gloriosas, es el que se hace presente sacramentalmente- "in  mysterio"-, sobre el altar,- no otro ni una representación del mismo,  velado  ciertamente por el pan y el vino y las leyes intramundanas, pero el mismo y único sacrificio de la Última Cena y del cielo. Y es así cómo Jesús se presenta a nosotros y resucita para nosotros en la visibilidad de este sacramento. La Eucaristía es una forma permanente de aparición pascual, signo visible de las realidades invisibles, como lo ha expresado muy bien JUAN PABLO II en la Carta Apostólica "DIES DOMINI",n1 75.

       Al resucitar a su Hijo, el Padre"hace habitar en Él corporalmente toda la plenitud de la divinidad..."(Col. 1,19; 2, 9)  y realiza de este modo la salvación en totalidad escatológica, sin que tenga que añadirse nada en adelante para completarla. En la resurrección y en virtud de la muerte filial (Flp.2,8 ss) es donde Cristo recibe el título de Señor (Rom.10,9ss): nombre de la omnipotencia escatológica. La realidad escatológica, lo último ya está presente en la Eucaristía: "Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección ¡Ven Señor Jesús! Por la Eucaristía viene el esjatón, el final, Cristo eterno y glorioso, consumado ya.

       Esto es lo que se hace presente en la Eucaristía.  )Cómo? Como memorial profético, en virtud del mandato: "Haced esto en memoria de mí". La fe me asegura que Cristo está presente en la Eucaristía, como está en la cena, está en la cruz y está en el santuario celeste. Está realizando íntegramente todo su misterio de salvación y presencializándolo en el aquí y ahora del tiempo, aunque no podemos explicarlo ni comprenderlo plenamente. Por la fe sé que está  y lo realiza ciertamente. Y esto es lo más importante. La fe lo ve, porque la fe es participación en el conocimiento que Dios tiene de sí y de las cosas, y aunque yo participo de ese conocimiento, no lo puedo ver como Él. Dios me desborda en todo, en el ver y comprender.

       La vivencia, el conocimiento místico, sin embargo, tiene su fuente de conocimiento en el amor. San Juan de la Cruz afirmará muchas veces que es una forma de conocer más plena que por vía del entendimiento, porque en la "noticia amorosa", en la "sabiduría de amor" de la vivencia, tocando y haciéndose una realidad en llamas con el objeto amado, percibe mejor la realidad y sus latidos. Los verdaderos místicos son los exploradores que Moisés envió delante a explorar la tierra prometida, para que anticipándose en su contemplación, volvieran luego cargados de frutos para explicarnos su hermosura y animarnos a conseguirla. Es otra forma de conocer el objeto, también humana, lógica, espiritual. Dice S. Juan de la Cruz: "... pues aunque a V.R. le falte el ejercicio de la teología escolástica con que se  entienden las verdades divinas, no le falta el de la mística, que se sabe por amor, en que no solamente se saben, más juntamente se gustan"(C.E.3).

       Por esto, podemos decir, que la teología es la luz de la fe que intenta extenderse al terreno de la razón, a fin de que el hombre se haga creyente por entero. La teología es un apostolado hacia dentro, con una misión hacia dentro: evangelizar la razón, llevándola a acoger el misterio ya presente en la Iglesia y en su corazón de creyente que también conoce por el amor. Pero hay otra clase de conocimiento, hay otro camino para llegar a las personas, es el amor. El conocimiento de la fe se hace luz y sabiduría de experiencia por el amor, por la unión con el objeto o la persona amada en unión de amor vivo, fundiéndose en una sola realidad en llama de amor viva con la persona amada. A los místicos les viene el conocimiento por el amor, que se pone en contacto directo, mediante la vivencia, con el objeto amado, y no encuentra tantos límites para captar y abrazar el objeto de conocimiento, como lo encuentra la razón: "Deshacemos sofismas y toda altanería que se subleva contra el conocimiento de Dios y reducimos a cautiverio todo entendimiento para obediencia de Cristo" (2Cor.10,4s).

       DURRWELL nos dirá Aque ante los propios misterios, la teología ha de ser modesta y llena de discreción. Para seguir siendo discreta, la teología tendrá que imitar el respeto emocionado de los apóstoles ante la aparición del Resucitado en la orilla del lago: "Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: )quién eres tú? Ya sabían que era el Señor" (Jn. 21,12). 

       La Eucaristía puede estudiarse desde fuera, partiendo de los elementos visibles que la constituyen o desde dentro, partiendo del misterio del que es sacramento-memorial. Aquí es donde vale el axioma: "lex orandi, lex credendi". Aquel que es para siempre la Palabra, Jesucristo, la biblioteca inagotable de la Iglesia, su archivo inviolable condensó toda su vida en los signos y palabras de la Eucaristía: es su suma teológica. Para leer este libro eucarístico que es único, no basta la razón, hace falta el amor que haga comunión de sentimientos con el que dijo: "acordaos de mí", de mi amor por vosotros, de mis sentimientos, de mis deseos de entrega, de mis ansias de salvación, del pan en mis manos temblorosas....

       Sin esta comunión personal de sentimientos con Cristo, el libro eucarístico llega muy empobrecido al lector. Este libro hay que comerlo para comprenderlo, como Ezequiel:"Hijo de hombre, come lo que se te ofrece; come este rollo y ve luego a hablar a la casa de Israel. Yo abrí mi boca y él me hizo comer el rollo y me dijo: "Hijo de hombre, aliméntate y sáciate de este rollo que yo te doy". Lo comí y fue en mi boca dulce como la miel" (Ez. 3,1-3). La vivencia mística eucarística conoce por experiencia, viviéndola, lo que nosotros celebramos y explicamos en teología. Pero no con un conocimiento frío, teórico, sin vida, que muchas veces por no vivirse , llega incluso a olvidarse. El que quiera conocer verdaderamente a Dios ha de arrodillarse; el sacerdote, el  teólogo, debe trabajar en estado de oración, debe hacer teología arrodillada. La Eucaristía es ese libro que hay que leer como San Pablo: a partir de Cristo pascual, que es el misterio escatológico. El Cristo de la fe. La teología de la Eucaristía es una teleología, un discurso a partir del fin. Es la plenitud escatológica de la Salvación que hace presente las realidades futuras, nos llena de vida eterna, y perdura en eterno presente del pasado y del futuro; no hay otro ni más sacrificio porque no hay más que un Cristo, que es Señor y la eternidad ya ha comenzado (cf. DURRWELL. o.c. 13-14).

       El sacerdote no hace presente el sacrificio de Cristo sino que hace presente a Cristo que ofrece su único y definitivo sacrificio que fue toda su vida, desde la Encarnación hasta la resurrección, pero que significó y realizó singularmente con pasión y muerte "gloriosa", por estar dirigida a la resurrección. Al ser Cristo glorioso el que hace presente su resurrección, se hace presente el Cristo doloroso que ofrece su sacrificio ya celeste al Padre del cielo y en la tierra a su Iglesia por el pan y el vino consagrados. El sacrificio ha recibido ya la plenitud total de salvación y eficacia redentora por el Padre que ha acogido al Hijo desde el más allá y lo ha colmado de la gloria divina. Jesús había anunciado varias veces que su muerte estaba unida inseparablemente a su coronación gloriosa. El sacrificio debía ser afrontado solamente en la perspectiva de aquel final feliz. Por eso, el mensaje cristiano no puede separar nunca muerte y resurrección. Por eso debemos admitir cierta anticipación del estado glorioso del Salvador en el momento de la celebración de la Última Cena. Juan anticipó esta gloria en la misma muerte de Cristo en la cruz. Sólo el Cristo glorioso posee el poder de renovar la ofrenda de su cuerpo y de su sangre en sacrificio. Así se explica por qué la celebración de la Eucaristía no se realiza sólo en memoria de la pasión de  Cristo, sino también en memoria de su resurrección y  ascensión. Es Cristo resucitado el que baja al altar. Y como Salvador resucitado es como se ofrece como alimento y bebida en la comida eucarística. Así lo rezamos en la Plegarias Eucarísticas.

        Haced esto en memoria de mí". En la Eucaristía no se repite nada: ni los deseos de Cristo de dar su vida por nosotros, ni su sufrimiento ni su ofrenda, sino que se presencializa el mismo sacerdote y la misma víctima del Cenáculo, de la cruz y del cielo. Por muchas celebraciones que se hagan, nunca se repite el sacrificio, siempre es el mismo, porque no se representa otra vez sino que se presencializa el mismo y único sacrificio ofrecido de una vez para siempre. Puede haber muchas intenciones sacerdotales en la concelebración, tantas como sacerdotes, pero el sacrificio siempre es único y el mismo.

       Por lo tanto, la Eucaristía, por ser memorial "in mysterio" de la realidad de "Cristo",  presencializa la misma y eterna pascua, la misma y eterna Alianza, la misma víctima, intenciones, deseos sacerdotales y sacrificiales, el único sacrificio de la cruz ya consumado y aceptado por el Padre porque le resucitó sentándolo a su derecha y es ya para siempre el cordero degollado y glorioso ante el trono de Dios, pura intercesión por nosotros y con el cual conectamos en cada Eucaristía.

       Es más, me atrevo a decir: si la vida de Cristo hombre nació en el seno de la Santísima Trinidad como proyecto salvador de los Tres a realizar por el Verbo: "Padre, sacrificios y ofrendas no quieres... aquí estoy para hacer tu voluntad..." (Hbr. 10,5) y se le dotó de un cuerpo humano:"... pero me has dado un cuerpo" (Ibid.) nacido de María, esa voluntad ha sido ya consumada pascualmente - mediante el paso definitivo al Padre, a los bienes escatológicos- esjatón pascual y ya no hay más novedad posible en el mismo seno del Dios Trino y Uno (según su proyecto) y el mismo fuego  de Espíritu Santo que lo sacó del seno trinitario, lo impulsó a encarnarse, lo manifestó como Hijo y lo llevó sudoroso y polvoriento por lo caminos de Palestina predicando la Buena Nueva de Salvación y Eternidad para todos los hombres hasta el testimonio martirial de su vida por ellos...."ardientemente he deseado comer esta pascua con vosotros.." al ser aceptada y recibida ya esa entrega personal de Jesucristo en el mismo seno del Amor Trinitario, por el mismo Espíritu Santo de donde había nacido...., perdura ya eternamente como sacerdote y víctima ofrecida, aceptada y adorada ante el trono de Dios Trino y Uno, como afirma repetidamente la liturgia del Apocalipsis.

       Así pues, todo el misterio de Cristo, desde que nace como proyecto en el seno del Padre y se encarna en el seno de María: "La Palabra estaba junto a Dios.... la Palabra se  hizo carne@(Jn.1,1;14 ), con toda su vida encarnada, con sus ansias de amor y de entrega: "Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo..."(Lc.22,15), desde la Encarnación hasta la Ascensión, especialmente pasión, muerte y resurrección, es lo que se hace presente, al hacer el sacerdote por el Espíritu Santo la memoria de Cristo como Él quiso "recordarse y ser recordado" por "la memoria" de su Iglesia, eternamente ante Dios y por la Eucaristía ante los hombres.

       Al hacerse presente todo el misterio de Cristo, cada celebrante o participante puede decir en la Eucaristía, con Santa Gertrudis, este texto que leí, cuando preparaba la charla, en la Liturgia de las Horas en el día de su memoria: «Por todo ello, te ofrezco en reparación, Padre amantísimo, todo lo que sufrió tu Hijo amado, desde el momento en que, reclinado sobre paja en el pesebre, comenzó a llorar, pasando luego por las necesidades de la infancia, las limitaciones de la edad pueril, las dificultades de la adolescencia, los ímpetus juveniles, hasta la hora en que, inclinando la cabeza, entregó su espíritu en la  cruz, dando un fuerte grito. También te ofrezco, Padre amantísimo, para suplir todas mis negligencias, la santidad y perfección absoluta con que pensó, habló y obró siempre tu Unigénito, desde el momento en que, enviado desde el trono celestial, hizo su entrada en este mundo hasta el momento en que presentó, ante tu mirada paternal, la gloria de su humanidad vencedora...»(Libro 2,23,1.3.5.8.10: SCh 139,330-340) (Liturgia de la Horas, IV, pags. 1370-1373).

       Y también, en clave de memorial, se puede rezar este texto de Santa Brígida, tomado de la Liturgia de las Horas: «Bendito seas tú, mi Señor Jesucristo, que anunciaste por adelantado tu muerte y, en la Última Cena, consagraste el pan material, convirtiéndolo en tu cuerpo glorioso y por amor lo diste a los apóstoles como memorial de tu dignísima pasión..... Honor a Ti, mi Señor Jesucristo, porque el temor de la pasión y muerte hizo que tu cuerpo inocente sudara sangre.... Bendito seas tú, mi Señor Jesucristo,  que fuiste llevado ante Caifás... Gloria a Ti por las burlas que soportaste cuando fuiste revestido de púrpura y coronado de punzantes espinas... Alabanza a Ti, mi Señor Jesucristo, que te dejaste ligar a la columna para ser cruelmente flagelado... Bendito seas Tú, glorificado y alabado por los siglos, mi Señor Jesucristo, que estás sentado sobre el trono en tu reino de los cielos, en la gloria de la divinidad, viviendo corporalmente con todos tus miembros santísimos, que tomaste de la Virgen…» (Oración 2: Revelationum S. Birgittae libri, 2, Roma 1628, pp.408-410).

       Al decir "haced esto en memoria mía" el Señor nos quiere indicar a cada participante: acordaos de mi vida entregada al Padre por vosotros desde mi encarnación hasta lo mi muerte y resurrección, de mi amor loco y apasionado hasta el fin de mis fuerzas y de los tiempos...de mi voz y mis manos emocionadas...  "Cuantas veces hagáis esto, acordaos de mí..." No nos olvidamos, Señor.

       Y todo esto se hace presente en cada Eucaristía y Jesús "se recuerda" para la Stma. Trinidad, para Él y para nosotros, haciéndolo presente. Así es como Jesucristo, proyecto salvador de los hombres, sale del Padre por amor de Espíritu Santo y en la Eucaristía, vuelve a Él, como proyecto final escatológico logrado por el mismo Espíritu en el Hijo-hombre, y en ella y por ella participamos de la única e irreversible devolución del hombre y del  mundo al Padre, que Él, el Hijo eterno y, al mismo tiempo, verdadero hombre, hizo de una vez para siempre.

       Por eso, la Eucaristía es Cristo entero y completo, el evangelio entero y completo, la fe cristiana entera y completa. Nada del misterio de Cristo queda fuera de la Eucaristía. Ni siquiera el misterio de Dios Trino y Uno manifestado por el Padre enviando al Hijo movido por el Espíritu Santo manifestando la unión de la Trinidad y Eucaristía.

       Queridos amigos, he hablado de la Eucaristía, en la medida en que he podido captarla y expresarla como creyente, no sólo como teólogo. En definitiva, he tratado de expresarla en palabras humanas. Hay otra forma mucho mejor de presentar la Eucaristía: es la que el sacerdote hace sencillamente cuando eleva el pan consagrado y el cáliz a la vista de la asamblea y solicita de ella la fe: A(Este es el sacramento de nuestra fe!@Y hay una manera mejor de acogerla: es la que practicamos cuando respondemos al sacerdote en la misma fe: "Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, (Ven, Señor Jesús!"

       Quiero terminar esta meditación haciendo uso de la inclusión semítica, en la que para subrayar la importancia de una afirmación, se repite al final del discurso: Hermanos y amigos: ¡Realmente grande es el misterio de nuestra fe!

11ª MEDITACIÓN

 

IMPORTANCIA DE LA ORACIÓN  EUCARÍSTICA PARA LA VIDA Y EL MINISTERIO SACERDOTAL (Válida para todo cristiano, especialmente sacerdotes)

 

“Adoro te devote, latens Deitas...” Te adoro devotamente, oculta Divinidad... Queridos hermanos y amigos sacerdotes del arciprestazgo, nuestra primera mirada, nuestro primer saludo en esta mañana sea para el Señor, presente aquí, en medio de nosotros, bajo el signo sencillo, pero viviente del pan consagrado. Jesús, Sacerdote y Pastor supremo, te adoramos devotamente en este pan consagrado. Toda nuestra vida y nuestro corazón ante Tí se inclinan y arrodillan, porque quien te contempla con fe, se extasía y desfallece de amor.

       Como estoy ante muy buenos latinistas, -en nuestro tiempo se estudiaba y sabía mucho latín-, tengo que advertir que la traducción del himno es libre, pero así expreso mejor nuestros sentimientos de admiración sacerdotal ante este misterio de amor de Jesús hacia los hombres, sus hermanos. Nos amó hasta el extremo del tiempo y del espacio, hasta el extremo del amor y de sus fuerzas: “Yo estaré siempre con vosotros hasta el final de los tiempos”. Ordinariamente comentamos esta promesa del Señor en la vertiente que mira hacia Él, es decir, su amor extremo y deseo de permanecer junto a nosotros. Pero me gustaría también que fuera nuestra respuesta en relación con Él: Señor, nosotros estaremos siempre contigo en respuesta de amor ante tu presencia sacramentada en la Eucaristía.

 Si el Señor se queda, es de amigos  corresponder a su presencia eucarística, porque el sagrario para nosotros no es un objeto más de la iglesia ni su  imagen, es Cristo en persona, vivo y resucitado, con toda su vida y hechos salvadores para nuestras parroquias y para nuestra vida y apostolado.

Por eso me atrevo a deciros, que todos los creyentes, pero especialmente nosotros, los sacerdotes, que además servimos de ejemplo para nuestros feligreses, tenemos que vigilar mucho nuestro comportamiento con el sagrario, es decir, con Jesucristo vivo y en persona, con su presencia eucarística, pues nos jugamos toda nuestra vida personal y apostólica en relación con Él, porque Jesucristo Eucaristía  no es  una parte del evangelio, de la salvación, de la liturgia o de la teología, es todo el evangelio, toda la salvación, Cristo entero, Dios y hombre verdadero, es la vid, de la cual todos nosotros somos sarmientos.

Repito que hay que tener mucho cuidado con nuestro comportamiento con la Eucaristía. Pongamos un ejemplo: si después de la Eucaristía, hablo y me comporto en la iglesia, como si Él no estuviera allí, como si fuera  la calle, entonces me cargo todo lo que he celebrado y predicado, porque este comportamiento lo destroza y pisotea y no soy coherente con  la verdad celebrada y predicada, que es Cristo, que permanece vivo, vivo y resucitado para ayudarnos en todo. Estas cosas que se refieren al Señor, sobre todo, a la Eucaristía, hay que decirlas con mucha humildad, porque hay que decirlas también con mucha verdad y esto no es siempre agradable. En estos momentos estamos en su presencia y  no podemos engañarle ni engañarnos, no puedo ni debo, porque os quiero y deseo deciros verdades a veces un poco desagradables, lo cual es doloroso, máxime siendo uno también pecador, necesitado de perdón y comprensión.

     Queridos hermanos, es tanto lo que me gusta estar en oración  con vosotros y tantísimo lo que debo a esta presencia de Jesús sacramentado, confidente y amigo, que me lanzo sin reparar mucho cómo pueda hacerlo ni a dónde llegar. Todo quiere ir con amor, con verdad, con humildad, actitudes propias del que se siente agradecido pero a la vez, deudor, ahora y más tarde y siempre a su presencia eucarística. Deudor es traducción de limitado en cualidades y amor y  perfecciones, pecador en activo. Pero esto no me impide hablar de Él y de su presencia eucarística aunque sea deficitario ante ella.

Dice el Vaticano II, en el Decreto sobre el Ministerio y Vida de los Presbíteros: «Pero los demás sacramentos, al igual que todos los ministerios eclesiásticos y las obras del apostolado, están unidos con la Eucaristía y hacia ella se ordenan. Pues en la sagrada Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona, nuestra Pascua y pan vivo, que, por su carne vivificada y que vivifica por el Espíritu Santo, da la vida a los hombres, que de esta forma son invitados y estimulados a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas las cosas creadas juntamente con Él. Por lo cual, la Eucaristía aparece como fuente y cima de toda evangelización... La casa de oración en que se celebra y se guarda la sagrada Eucaristía y se reúnen los fieles, y en la que se adora para auxilio y solaz de los fieles la presencia del Hijo de Dios, nuestro Salvador, ofrecido por nosotros en el ara sacrificial, debe estar limpia y dispuesta para la oración y para las funciones sagradas. En ella son invitados los pastores y los fieles a responder con gratitud a la dádiva ...» (PO 5).

Ante esta doctrina teológica y litúrgica, tan clara del Concilio, nosotros debemos preguntarnos cómo la estamos viviendo, si verdaderamente Cristo Eucaristía es el centro de nuestra vida personal y apostólica, hacia dónde está orientado nuestro apostolado, a dónde apuntamos y queremos llegar. Porque hasta dónde llegaron los mejores Apóstoles y ministros y cristianos que ha tenido la Iglesia, cómo vivieron, trabajaron y recibieron fuerzas para el camino, sí lo sabemos por sus vidas, su apostolado y sus escritos. Ni uno solo apóstol fervoroso, ni un solo santo que no fuera eucarístico. Ni uno solo que no haya sentido necesidad de Eucaristía, de oración eucarística, que no la haya vivido y amado, ni uno solo. Allí lo aprendieron todo. Y de aquí sacaron la luz y la fuerza necesarias para desarrollar luego su actividad o el carisma propio de cada uno, muy diversos unos de otros, pero todos bebieron en la fuente de la Eucaristía, que mana y corre siempre abundantemente, «aunque es de noche», aunque tiene que ser por la fe. Todos pusieron allí su tienda, el centro de sus miradas, pasando todos los días largos ratos con Él,  primero en fe seca, como he dicho, a palo seco, sin sentir gran cosa, luego poco a poco pasaron de acompañar al Señor a sentirse  acompañados, ayudados, fortalecidos, una veces rezando, otras leyendo, otras meditando con libros o sin libros, en oración discursiva, mental, avanzando siempre en amistad personal,  otras, más avanzados, dialogando, «tratando a solas», trato de amistad, oración afectiva, luego con una mirada simple de fe, con ojos contemplativos, silencio, quietud, simple mirada, recogimientos de potencias, una etapa importante, se acabó la necesidad del libro para meditar y empieza el tú a tú, simple mirada de amor y de fe, «noticia amorosa» de Dios, «ciencia infusa», «contemplación de amor».

Señor, ahora empiezo a creer de verdad en Tí, a sentir tu presencia y ayuda, ahora sí que sé que eres verdad y vives de verdad y estás aquí de verdad  para mí, no sólo como objeto de fe sino también de mi amor y felicidad. Hasta ahora he vivido de fe heredada, estudiada, examinada y aprobada, que era cosa buena y estaba bien, pero no me llenaba, porque muchas veces era  puro contenido teórico; ahora, Señor, te siento viviente, por eso me sale espontáneo el diálogo contigo, ya no digo Dios, el Señor, es decir, no te trato de Ud, sino de tú a tú, de amigo a amigo, mi fe es mía, es personal y viva y afectiva, no puramente heredada, me sale el diálogo y la relación directa contigo. Te quiero, Señor, y te quiero tanto que deseo voluntariamente atarme a la sombra de tu santuario, para permanecer siempre junto a ti, mi mejor amigo.

Ahora empiezo a comprender este misterio, todo el evangelio, pasajes y hechos que había entendido de una forma determinada hasta ahora, ya los comprendo totalmente de una forma diferente, porque tu Espíritu me lleva hasta “la verdad completa”; ahora todo el evangelio me parece distinto, es que he empezado a vivirlo y  gustarlo de otra forma. Ahora, Señor, es que te escucho perfectamente lo que me dices desde tu presencia eucarística sobre tu persona, tu manera de ser y amar, sobre tu vida, sobre el evangelio, ahora lo comprendo todo y me entusiasma porque lo veo realizado en la Eucaristía  y esto me da fuerzas y me mete fuego en el alma para vivirlo y predicarlo. Realmente tu persona, tus misterios, tu evangelio no se comprenden hasta que no se viven.

Santa Teresa refiriéndose a la etapa de su vida en que no se entregó totalmente a Dios, elogia sus ratos de oración, donde al estar delante de Dios, sentía cómo Dios la corregía: «...porque, puesto que siempre estamos delante de Dios, paréceme a mí es de otra manera los que tratan de oración, porque están viendo que los mira; que los demás podrá ser estén algunos días que aun no se acuerden que los ve Dios. Verdad es que, en estos años, hubo muchos meses -y creo que alguna vez año- que me guardaba de ofender al Señor y me daba mucho a la oración, y hacía algunas y hasta diligencias para no le venir a ofender»  (Libro de su Vida, cap. 8, n12). La presencia de Dios en la oración, máxime si es tan cercana como la presencia eucarística, no se aguanta si uno no está dispuesto a convertirse.

Señor, qué alegría sentirte como amigo, para eso instituiste este sacramento, no quiero dejarte jamás, y unas veces me enciendo en tu amor y te prometo no apartarme jamás de la sombra de tu santuario; otras veces, me corriges y empiezas a decirme mis defectos: quita esa soberbia, ese buscarte que tienes tan dentro, y salgo decidido a ponerlo en práctica con tu ayuda; otras veces me siento de repente lleno de tus sentimientos y actitudes y quiero amar a todos, perdonarlo todo y así van pasando los días y cada vez más juntos:“tú en mí y yo en tí, que seamos uno, como el Padre está en mí y yo en el Padre”.

Otras veces, por el contrario, todo se viene abajo y soy yo el que digo: Señor, ayúdame, he vuelto a caer otra vez en el pecado, de cualquier clase que sea, y cómo se siente el perdón y la misericordia del Señor, cómo le vemos a Cristo salir del sagrario y acercarse y arrodillarse y lavar nuestros pies, nuestros pecados y oigo su voz: “véte en paz, yo no te condeno”, y qué alegría siente uno, porque siente verdaderamente el abrazo y el beso de Cristo: “El padre lo besó y abrazó y dijo…,”  sentir todo esto y saber que del pecado de ahora y de siempre no queda ni rastro en mi alma y menos en el corazón y la memoria de Dios. Y entonces es cuando por amar y sentir el amor de Cristo, uno empieza a tratar de no pecar y corregirse más por no querer disgustarle y no romper el amor  con Él que por otros motivos.

¡Cuánta soberbia a veces en nuestras tristezas por los pecados, en nuestros arrepentimientos llenos de depresión por no reconocernos débiles y pecadores, por lo que somos y de donde no podemos salir con nuestras propias fuerzas sino con la ayuda de Dios! ¡Cuánto dolor o amargura soberbia! Nos parecemos al fariseo, deseamos apoyarnos en nosotros, en una vida limpia para acercarnos a Dios mirándole como de igual a igual, sin tener necesidad siempre de su gracia y ayuda, como si no le debiéramos nada y no fuéramos simples criaturas. Nuestro deseo debe ser ofrecer a Dios una vida limpia, pero si caemos, Él siempre nos sigue amando y perdonando, siempre nos lava de nuestros pecados. Que solo Dios es Dios, y todos los demás estamos necesitados de su gracia y de su perdón, de la conversión permanente, en la que los pecados prácticamente no nos alejan de Dios porque no los queremos cometer, no queremos pecar, pero “el espíritu está pronto, pero la carne es débil”. ¿Hasta qué punto puede pecar uno que no quiere pecar?

       Siendo humildes y verdaderos hijos, ni el mismo pecado  puede separarnos de Dios, si nosotros no queremos pecar, nada ni nadie nos puede separar del amor de Cristo, si vivimos en conversión sincera y permanente, si no queremos pecar e instalarnos en él, en la lejanía de Dios: “¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo? ¿la aflicción?, ¿la angustia? ,¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro? ,¿la espada? En todo esto vencemos fácilmente por aquel que nos ha amado” (Rm 8,35.37).

Por el contrario, cuando uno no vive en esta dinámica de conversión permanente, se le olvidan hasta los medios sobrenaturales, que debe emplear y aconsejar para salir de su mediocridad espiritual. Y si un sacerdote no puede sabe dirigirse a sí mismo, no sé cómo podrá hacerlo con los demás. Y esto lo comprueba la experiencia.

Hay que decirlo claro, aunque duela: no hago oración, me aburre Cristo, rehuyo el trato personal con Él, no puedo trabajar con entusiasmo por Él, no puedo predicarlo con entusiasmo. Lo peor es si esto se da en los que tienen misión de formar o dirigir a otros hermanos. Las consecuencias son funestas para la diócesis,  sobre todo, si se mantiene durante años y años, porque, al no vivir esta experiencia de amistad con Cristo, este deseo de santidad, no vivir este camino de la oración, no lo pueden inculcar ni pueden entusiasmar con Él y a sufrir en silencio, viendo instituciones esenciales para una diócesis que no marchan bien por ignorancia de las cosas espirituales de parte de los responsables;  sólo te queda el rezar para que Dios haga un milagro y supla tantas deficiencias, porque si hablas o te interesas por ello, estás “faltando a la caridad...”

 No puedo producir frutos de santidad, si no permanezco unido a Cristo. Lo ha dicho bien claro Él: “Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no lleve fruto, lo cortará; y todo el que de fruto, lo podará, para que de más fruto... Como el sarmiento no puede dar fruto de si mismo si no permaneciere en la vid tampoco vosotros si no permanecéis en mi. Yo soy la vid. Vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada. El que no permanece en mí es echado fuera,  como el sarmiento, y se seca, y los amontonan y los arrojan al fuego para que ardan. Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que  quisiereis  y se os dará. En esto será glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto, y así seréis discípulos míos”. (Jn 15, 1-8).

Hace mucho tiempo que no me predican este evangelio.  En mi seminario sí me lo predicaron muchas veces y a todos los de mi generación. El  apostolado, en definitiva, consiste en que Cristo sea conocido y amado y seguido como único Salvador del mundo y de los hombres. Cómo hacerlo si yo personalmente no me siento salvado, no me siento unido y entusiasmado con Cristo, si fallo en mi oración personal con Él.  

Meditemos aquí, hermanos, en la presencia del Señor, en la sinceridad de nuestro apostolado. Seamos coherentes. Mi oración personal, sobre todo, eucarística, es el sacramento de mi unión con el Señor y por eso mismo se convierte a la vez en un termómetro que mide mi unión, mi santidad, mi eficacia apostólica, mi entusiasmo por Él: “Jesús llamó a los que quiso para que estuvieran con Él y enviarlos a predicar”. Primero es “estar con Él”, lógico, luego: “enviarlos a predicar”. Antes de salir a predicar, el apóstol debe compartir la comunión de ideales y sentimientos y orientaciones con el Señor que le envía. Y todos los Apóstoles que ha habido y habrá espontáneamente vendrán a la Eucaristía para recibir orientación, fuerza, consuelo, apoyo, rectificación, nuevo envío.

El sacerdote tiene la dimensión profética y debe ser profeta de Cristo, porque ha sido llamado a hablar en lugar de Cristo. Pero además está llamado a ser su testigo y para eso debe saber y haber visto y experimentado lo que dice. Uno no puede ser testigo de Cristo, si no lo ha visto y sentido en su corazón y en su vida. Juan Bautista fue profeta,“la voz que clama en el desierto, preparar el camino del Señor”. (Jn 1,24), pero también testigo en el mismo vientre de su madre, donde sintió la presencia del Mesías: “Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venia como testigo para dar testimonio de la luz, para que por Él todos vinieran a la fe” (Jn 1,6).

 El presbítero, tanto en su dimensión profética como  sacerdotal, tiene que sustituir a Cristo, es un sustituto de Cristo en la proclamación de la Palabra y en la celebración de sus misterios, y ésto le exige y le obliga, al hacerlo “in persona Christi”, vibrar y vivir la vida y los mismos sentimientos de Cristo. El profeta no tiene mensaje propio sino que debe estar siempre a la escucha del que le envía para transmitir su mensaje. Y para todo esto, para ser testigos de la Palabra y del amor y  de la Salvación de Cristo, no basta saber unas cuántas ideas y convertirse en un teórico de la vida y del evangelio de Cristo. El haber convivido con Él íntimamente durante largo tiempo, con trato diario, personal y confidente, es condición indispensable para conocerle y predicarlo. Y esta convivencia íntima con el amigo no puede interrumpirse nunca a no ser que se rompa la amistad.

 Porque como dije antes, estar con el amigo y amarlo y seguirlo se conjugan igual y con que una de estas condiciones no se de, me da igual cuál sea, el nudo se rompe: si no oro, no amo-convierto-vivo como Él; si me canso de orar, me canso de amar-convertirme a Él vivir como Él; por otra parte, si cambio el lugar de estos verbos, todo sigue igual: por ejemplo, si no amo, si no me convierto, no oro, y si me canso de amar y convertirme, me canso de orar y ya se acabó la vida espiritual, al menos, la fervorosa. Y en afirmativo, todo también es verdad: si oro, amo y me convierto; si amo, también  oro y me convierto y si vivo en una dinámica de conversión permanente, es porque oro y amo.

Por eso, y  no hay que escandalizarse, es natural, que a veces no estemos de acuerdo en programaciones  pastorales de conjunto, en la forma de administrar los sacramentos, cuando estas no llevan hasta donde deben ir. Cada uno tiene el apostolado conforme al concepto de Iglesia-parroquia que tiene, y cada uno tiene el concepto de Iglesia-parroquia- apostolado conforme al conocimiento y vivencia que tiene de Cristo, porque la Eclesiología es Cristología en acción, la Iglesia es el Cuerpo de Cristo en el tiempo, y cada uno, en definitiva, tiene el concepto de Cristo y de Cristología y de Eclesiología  que vive, no el que aprendió en  Teología, porque lo que aprendió en la Teología, si no se vive, termina olvidándose, como lo demuestra la vida y la experiencia de la Iglesia: realmente creemos lo que vivimos y vivimos lo que creemos. Se puede tener un doctorado en Cristología y vivir sin Cristo. Este conocimiento de Cristo por amor se consigue principalmente en ratos de oración eucarística. De aquí la necesidad, tantas veces repetida por el Señor, por el Magisterio de la Iglesia, por los verdaderos apóstoles de todos los tiempos de que los obispos y sacerdotes y los responsables del pastoreo de la Iglesia sean hombres de oración, aspiren a la santidad, cuyo camino principal es la oración…

 

***

Al transcribir esta meditación en el verano del 2001, me encontré con un texto de la Clausura del Congreso Eucarístico Nacional de Santiago, que paso gustoso a copiar:

“Aprender esta donación libérrima de uno mismo es imposible sin la contemplación del misterio eucarístico, que se prolonga, una vez celebrada la Eucaristía, en la adoración y en otras formas de piedad eucarística, que han sostenido y sostienen la vida cristiana de tantos seguidores de Jesús. La oración ante la Eucaristía, reservada o expuesta solemnemente, es el acto de fe más sencillo y auténtico en la presencia del Señor resucitado en medio de nosotros. Es la confesión humilde de que el Verbo se ha hecho carne, y pan, para saciar a su pueblo con la certeza de su compañía. Es la fe hecha adoración y silencio.

Una comunidad cristiana que perdiera la piedad eucarística, expresada de modo eminente en la adoración, se alejaría progresivamente de las fuentes de su propio vivir. La presencia real, substancial de Cristo en las especies consagradas es memoria viva y actual de su misterio pascual, señal de la cercanía de su amor “crucificado” y “glorioso”, de su Corazón abierto a las necesidades del hombre pobre y pecador, certeza de su compañía hasta el final de los tiempos y promesa ya cumplida de que la posesión del Reino de los cielos se inicia aquí, cuando nos sentamos a la mesa del banquete eucarístico.

Iniciar a los niños, jóvenes y adultos en el aprecio de la presencia real de Cristo en nuestros tabernáculos, en la “visita al Santísimo”, no es un elemento secundario de la fe y vida cristiana, del que se puede prescindir sin riesgo para la integridad de las mismas; es una exigencia elemental que brota del aprecio a la plena verdad de la fe que constituye el sacramento: ¡Dios está aquí, venid, adorémosle! Es el test que determina si una comunidad cristiana reconoce que la resurrección de Cristo, cúlmen de la Pascua nueva y eterna, tiene, en la Eucaristía, la concreción sacramental inmediata, como aparece en el relato de Emaús.

Recuperar la piedad eucarística no es sólo una exigencia de la fe en la presencia real de Cristo, sacerdote y víctima, en el pan consagrado, alimento de inmortalidad; es también, exigencia de una evangelización que quiera ser fecunda según el estilo de vida evangélico. ¿No sería obligado preguntarse en esta ocasión solemnísima, si la esterilidad de muchos planteamientos pastorales y la desproporción entre muchos esfuerzos, sin duda generosos, y los escasos resultados que obtenemos, no se debe en gran parte a la escasa dosis de contemplación y de adoración ante el Señor en la Eucaristía? Es ahí donde el discípulo bebe el celo del maestro por la salvación de los hombres; donde declina sus juicios para aceptar la sabiduría de la cruz; donde desconfía de sí para someterse a la enseñanza de quien es la Verdad; donde somete al querer del Señor lo que conviene o no hacer en su Iglesia; donde examina sus fracasos; recompone sus fuerzas y aprende a morir para que otros vivan. Adorar al Señor es asegurar nuestra condición de siervos y reconocer que ni“el que planta es algo ni el que riega, sino Dios que hace crecer” (1Cor3,7). Adorar a Cristo es garantizar a la Iglesia y a los hombres que el apostolado es, antes de obra humana, iniciativa de Dios que, al enviar a su Hijo al mundo, nos dio al Apóstol y Sacerdote de nuestra fe”.

***

Queridos hermanos sacerdotes, qué claro y evangélico es este texto del Congreso Eucarístico que acabo de leeros. Por todo  esto qué necesario es que el apóstol vuelva con frecuencia a estar con Jesús para comprobar la autenticidad y la continuidad de la entrega primera. Fuera de ese trato personal e íntimo con el Señor no tienen valor ninguno ni las genialidades apostólicas ni la perfección técnica de los programas pastorales. Si la Eucaristía es el centro y cúlmen de toda la vida apostólica de la Iglesia, cómo prescindir prácticamente de ella en mi vida personal, cómo podrá estar centrado mi apostolado, cómo entusiasmar a mi gente, a mi parroquia con la Eucaristía, con Jesucristo, con su mensaje, cómo hacer que la valoren y la amen, si yo personalmente no la valoro en mi vida? De qué vale que la Eucaristía sea teológica y vitalmente centro y cúlmen de toda la vida de la Iglesia, si al no serlo para mí, impido que lo sea para mi gente. Entonces ¿qué les estoy dando, enseñando a mis feligreses? Si creyéramos de verdad lo que creemos, si mi fe estuviera en vela y despierta, me encontraría con Él y cenaríamos juntos la cena de la amistad eucarística y  encontraría el sentido pleno a mi vida sacerdotal y apostólica.

 Durante siglos, muchos cristianos no tuvieron otra escuela de teología o de formación o de agentes pastorales, como ahora decimos, no tuvieron otro camino para conocer a Cristo y su  evangelio, otro fundamento de su apostolado, otra revelación que el sagrario de su pueblo. Allí lo aprendieron y lo siguen aprendiendo todo sobre Cristo, sobre el evangelio, sobre la vida cristiana y apostólica, allí aprendieron humildad, servicio, perdón, entusiasmo por Cristo, hasta el punto de contagiarnos a nosotros, porque la fe y el amor a Cristo se comunican por contagio, por testimonio y vivencia, porque cuando es pura enseñanza teórica, no llega a la vida, al corazón; allí lo aprendieron directamente todo y únicamente de Cristo, en sus ratos de silencio y oración ante el sagrario.

Y luego escucharemos a S. Ignacio en los Ejercicios Espirituales: “que no el mucho saber harta y satisface al ánima sino el sentir y gustar de las cosas internamente...». Sentir a Cristo, gustar a Cristo cuesta mucho, hay que dejar afectos, hay que purificar, hay que pasar  noches y purificaciones del sentido y del espíritu, que no vacían de nosotros mismos, de nuestros criterios y sentidos para llenarnos de Cristo.

Queridos amigos, por todo esto y por muchas más cosas, la Eucaristía es la mejor escuela de oración, santidad y apostolado, es  la mejor  escuela de formación permanente de los sacerdotes y de todos los cristianos.  Junto al sagrario se van aprendiendo muchas cosas del Padre, de su amor a los hombres, de su entrega al mundo por el envío de su Hijo, de las razones últimas de la encarnación de Cristo, de su sacerdocio y el nuestro, del apostolado, de la conversión, de la paciencia de Dios, de la misericordia de Dios ante el olvido de los hombres...

 Y cuando se vive en esta actitud de adoración permanente eucarística, aunque haya fallos, porque somos limitados y finitos, no pasa nada, absolutamente nada, si tú has descubierto el amor del Padre entregando al Hijo por ti, desde cualquier sagrario, porque ese Dios y ese Hijo son verdaderamente Padre compresivo y amigo del alma que te quieren de verdad,  porque Él sabe bien este oficio y  te pone sobre sus hombros y se atreve a cantar una canción de amor mientras te lleva al redil de su corazón o, como Padre del hijo pródigo, no  te deja echar el rollo que todos nos preparamos para excusarnos de nuestros pecados y debilidades, porque solo le interesas Tú.

 Una de las cosas por las que más he necesitado de la Eucaristía es por la misericordia de Cristo, la he necesitado tanto, tanto... y la sigo necesitando, soy pecador en activo, no jubilado. Allí he vuelto a sentir su abrazo, a escuchar su palabra: “te perdono”, “preparad la cena, los zapatos nuevos, el vestido nuevo... sígueme... vete en paz, te envío como yo he sido enviado, no tengáis miedo, yo he vencido al mundo... estaré con vosotros hasta el final...” Él siempre me ha perdonado, siempre me ha abrazado, nunca me ha negado su misericordia. Eso sí, siempre hay que levantarse, conversión permanente, reemprender la marcha; si esto falla, no hay nada, si uno deja de convertirse le sobra todo, la Eucaristía, la oración, la gracia, los sacramentos, le sobra hasta Dios, porque para vivir como vivimos muchas veces, nos bastamos a nosotros mismos.

Queridos hermanos, cuánta teología, cuánta liturgia, cuánto apostolado y eficacia apostólica hay en un sacerdote de rodillas o sentado junto al sagrario  media hora o veinte minutos todos los días. Está diciendo que Cristo ha resucitado y está con nosotros; si ha resucitado, todo lo que dijo e hizo es verdad, es verdad todo lo que sabe de Cristo y de la Iglesia, todo lo que estudió, es verdad toda su vida, todo su sacerdocio y su apostolado. Junto a Cristo Eucaristía, todo su ser y actuar sacerdotal adquiere luz, fuerza, verdad y autenticidad; está diciendo que cree todo el evangelio, las partes que cuestan y las que no cuestan, que cree en la Eucaristía y lo que permanece después de la Eucaristía, lo que hacen sus manos sacerdotales, que cree, venera y adora a Cristo y todo su misterio, todo lo que ha hecho y ha dicho Cristo. ¡Qué maravilla ser sacerdote! No os sorprendáis de que almas santas, de fe muy viva, hayan sentido y vivido y expresado su emoción respecto al sacerdocio, besando incluso sus pisadas, como testimonio de su amor y devoción.

 Empezó el mismo Jesús exagerando su grandeza,  en la misma noche de la institución, postrándose humildemente de rodillas ante los Apóstoles y los futuros sacerdotes, para lavarles los pies y el corazón y todo su ser para poder recibir este sacramento: “Les dijo: ya no os llamaré siervos, os llamo amigos, porque un siervo no sabe lo que hace su señor, a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que me ha dicho mi Padre os lo he dado a conocer...”(Jn 15,14). Y eso se lo sigue diciendo el Señor a todos y cada uno de los sacerdotes, a los que elige y consagra por la fuerza de su Espíritu, que es Espíritu Santo, para que sean presencia y prolongación sacramental  de su Persona, de su Palabra, de su Salvación y de su Misión.

Es grande ser sacerdote por la proximidad a Dios, por la identificación con la persona y el misterio de Cristo, por la continuidad de su tarea, por la eficacia de su poder: “Esto es mi cuerpo, esta es mi sangre”; por la grandeza de su misericordia: «Yo te absuelvo de tus pecados». «yo te perdono»;por la abundancia de gracias que reparte: «yo te bautizo» «El cuerpo de Cristo». El sacerdote es sembrador de eternidades, cultivador de bienes eternos,  recolector de las vidas eternas de los hijos de Dios, a los que introduce ya en la tierra en la amistad con el Dios Trino y Uno.

 ¡Qué grande es ser sacerdote! ¡Qué grande y eficaz es el sacerdote junto al Sagrario! ¡Qué apostolado más pleno y total! ¡Cómo sube de precio y de calidad su ser y existir junto al Señor! ¡Cómo se transparentan y se clarifican y se verifican las vidas, las teorías, las actitudes y sentimientos sacerdotales para con Cristo y la Iglesia y los hermanos! Realmente Cristo Eucaristía y nuestra vida de amistad con Él habla, dice muy claro de nuestra fe y amor a Él y a su Iglesia La vida eucarística, lo afirma el Vaticano II, es centro y quicio, es decir, centra y descentra, dice si están centradas o descentradas nuestras vidas cristianas, si estamos centrados o desquiciados sacerdotalmente.

Por eso, os invito, hermanos, a volver junto al sagrario. Hay que recuperar la catequesis del sagrario, de la presencia real y permanente de Cristo, hecho pan de vida permanente para los hombres. Y con el sagrario hay que recuperar la oración reposada y el silencio, la alabanza y la acción de gracias, la petición y la súplica inmediata ante el Señor, la conversación diaria con el Amigo. Y entonces, a más horas de sagrario, tendríamos más vitalidad de nuestra fe y nuestro amor y de nuestros feligreses.

 Es necesario  revisar nuestra relación con la Eucaristía para potenciar y recobrar nuestra vida sacerdotal. ¿Y qué pasaría, hermanos, si todo nuestro arciprestazgo, si toda la Diócesis de Plasencia se comprometiera a pasar un rato ante el Sagrario todos los días? ¿Qué efectos personales, comunitarios y apostólicos produciría? ¿Qué movimientos sacerdotales, qué vitalidad, qué renovación se originaría? Y si estamos todos convencidos de la verdad y de la importancia de la Eucaristía para nosotros y para nuestro apostolado, ¿por qué no lo hacemos?

 Dice Juan Pablo II:      «Los sacerdotes no podrán realizarse plenamente, si la Eucaristía no es para ellos el centro de su vida. Devoción eucarística descuidada y sin amor, sacerdocio flojo, más aún, en peligro».

Si uno se pasa ratos junto al sagrario todos los días, primero va almacenando ese calor, y un día, tanto calor almacenado, se prende y se hace fuego y vivencia de Cristo. Lo dice mejor Santa Teresa: «Es como llagarnos al fuego, que aunque le haya muy grande, si estáis desviados y escondéis la mano, mal os podéis calentar, aunque todavía da más calor que no estar a donde no hay fuego. Mas otra cosa es querernos llegar a Él, que si el alma está dispuesta  -digo con deseo de perder el frío- y si está allá un rato, queda para muchas horas en calor» (Camino 35).

El que contempla Eucaristía, se hace Eucaristía, pascua, sacrificio redentor, pasa a su parroquia de mediocre a fervorosa,  se hace ofrenda y queda consagrado a la voluntad del Padre que le hará pasar por la pasión y muerte para llevarle a la resurrección, a la vida nueva. Y con él, va su parroquia. Es la pascua nueva y eterna, la nueva alianza en la sangre de Cristo.

El que contempla Eucaristía se hace Eucaristía, comunión, amor fraterno, corrección fraterna, lavatorio de los pies,  servicio gratuito, generosidad, porque comulga a Cristo, no solamente lo come, y al comerlo, siente que todos somos el mismo cuerpo de Cristo, porque comemos el mismo pan.

El que contempla la Eucaristía descubre que es presencia y amistad y salvación de Cristo permanentemente ofrecidas al hombre, sin imponerse, ayudándonos siempre con  humildad, en silencio ante los desprecios, lleno de generosidad y fidelidad, enseñándonos continuamente amor gratuito y desinteresado, total, sin encontrar a veces, muchas veces, agradecimiento y reconocimiento por parte de algunos.

El que contempla la Eucaristía se hace Eucaristía perfecta, cada día más, y encuentra la puerta de la eternidad y del cielo, porque el cielo es Dios y Dios está en Jesucristo dentro del pan consagrado. En la Eucaristía se hacen presentes los bienes escatológicos: Cristo vivo, vivo y resucitado y celeste, “cordero degollado ante el trono de Dios”, “sentado a su derecha” “que intercede por todos ante el Padre”, “llega el último día” “el día del Señor”: «anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús», «et futurae gloriae pignus datar» y la escatología y los bienes últimos ya  han empezado por Jesucristo Eucaristía.

Por la Eucaristía, Cristo ha resucitado y vive con nosotros, como puse después del Concilio en un letrero de hierro forjado en el Cenáculo de San Pedro, Y luego en la .misma puerta del Cenáculo: «Ninguna comunidad cristiana se construye si no tiene como raíz y quicio la celebración de la santísima Eucaristía».

 Esta presencia del Señor se siente a veces tan cercana, que notas su mano sobre tí, como si la sacara del sagrario para decirte palabras de amor y de misericordia y de ternura... y uno cae emocionado de rodillas: Oye, sacerdote mío, un poco de calma, tienes tiempo para todos y para tus cosas, pero no para mí, yo me he quedado aquí para ser tu amigo, para ayudarte en tu vida y apostolado, sin mí no puedes hacer nada; mira, estoy aquí, porque yo no me olvido de tí, te lo estoy diciendo con mi presencia, pero te lo diría mejor aún, si tuvieras un poco de tiempo para escucharme; ten un poco de tiempo para mí, créeme, lo necesito porque te amo como tu no comprendes; me gustaría dialogar contigo para decirte tantas cosas...

Y como la Eucaristía no es sólo palabra de Cristo, sino evangelio puesto en acción y vivo y viviente y visualizado ante la mirada de todos los creyentes, lleno de humildad y entrega y amor, uno, al contemplarla, se ve egoísta, envidioso, soberbio. Porque allí vemos a Cristo perdonando en silencio, lavando todavía los pies sucios de sus discípulos, dando la vida por todos, enseñándonos y viviendo amor total y gratuito, en humildad y perdón permanente de olvidos y desprecios. Se queda buscando solo nuestro bien, sólo con su presencia  nos está diciendo os amo, os amo... Quien se pare y hable con Él terminará aprendiendo y viviendo y practicando todas estas virtudes suyas. La experiencia de los santos y de los menos santos, de todos sus amigos, lo demuestra.

Hay que volver al sagrario, hay que potenciar y dirigir esta marcha de toda la parroquia, con el sacerdote al frente, hacia la mayor y más abundante fuente de vida y gracia cristiana que existe: “Qué bien se yo la fonte que mana y corre, aunque es de noche. Aquesta eterna fonte está escondida, en este pan por darnos vida, aunque es de noche. Aquí se está llamando a las criaturas, y de este agua se hartan, aunque a oscuras, porque es de noche. Aquesta eterna fonte que deseo, en este pan de vida yo la veo, aunque es de noche”. (San Juan de la Cruz)

       “LA SAMARITANA: Cuando iba al pozo por agua, a la vera del brocal, hallé a mi dicha sentada.

¡Ay, samaritana mía, si tú me dieras del agua, que bebiste aquel día! SAMARITANA: Toma el cántaro y ve al pozo, no me pidas a mí el agua, que a la vera del brocal, la Dicha sigue sentada”. (José María Pemán)“Sacaréis agua con gozo de la fuente de la salvación...”  dijo el profeta. Que así sea para todos nosotros y para todos los creyentes. Que todos vayamos al sagrario, fuente de la Salvación. La fuente es Cristo; el camino, hasta la fuente, es la oración, y la luz que nos debe guiar es la fe, el amor y la esperanza, virtudes  que nos unen directamente con Dios. ¡ES EL SEÑOR!

       JESUCRISTO, EUCARISTIA DIVINA, Tú los has dado todo por nosotros…Eucaristía divina, presente en el pan consagrado ¡Cómo te deseo! ¡Cómo te busco! ¡Con qué hambre de tu presencia camino por la vida! Te añoro más cada día, me gustaría morirme de estos deseos que siento y no son míos, porque yo no los sé fabricar ni todo esto que siento. ¡Qué nostalgia de mi Dios cada día! ¡Necesito verte porque sin Tí  mis ojos no pueden ver la luz! Necesito comerte, para no morir de deseos de vida y de cielo, que eres Tú. Necesito abrazarte para hacerme contigo una ofrenda agradable al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida. Quiero comerte para ser asimilado por Tí, y entrar así, totalmente identificado con el Amado, en la misma Vida y Amor y Felicidad divina de mis Tres, por su mismo Amor Personal, que es Espíritu Santo, que hace a Dios Uno y Trino, por la total y eterna generación y aceptación del Ser de Vida y Amor en el Espíritu Santo. AMEN.

12ª MEDITACIÓN

 LA ESPIRITUALIDAD DE LA EUCARISTÍA

El sacrificio de Cristo en la cruz, anticipado en la Última Cena y presencializado como memorial en cada Eucaristía,  es un sacrificio perfecto de alabanza, adoración, satisfacción, impetración y obediencia al Padre, que no necesita  ningún otro complemento y ayuda. Según la Carta a los Hebreos, es completo en su eficacia y se ofreció “de una vez para siempre” (Hbr 7,8),  no como los del AT que necesitaban ser repetidos continuamente. Sin embargo, nosotros vamos a hablar ahora de celebrar la Eucaristía como sacrificio completo, no por parte de Cristo, que siempre lo es, como acabamos de decir, sino por parte nuestra, que podemos participar más o menos plenamente en sus gracias y beneficios, identificarnos más o menos plenamente con los sentimientos y actitudes de Cristo.

       Hay  muchas formas de participar en la santa Eucaristía, en el sacrificio de Cristo, por parte de la Iglesia, del sacerdote y de los fieles. Nosotros ahora vamos a profundizar un poco en esa participación  que Cristo quiere y la celebración eucarística nos pide y que nosotros llamamos personal y espiritual: “Haced esto en memoria mía... el que me come vivirá por mí... las palabras que yo os he hablado son espíritu y  vida...”; Jesús quiere una participación “en espíritu y verdad”,  pneumatológica, en Espíritu Santo, tal como Él la  celebró, con sus mismos sentimientos y actitudes, que supere  la celebración meramente ritual o externa. La participación ritual, como su mismo nombre indica, consiste en cumplir los ritos de la Eucaristía, especialmente los de la consagración y así la Eucaristía se realiza plenamente en sí misma, presencializando todo el misterio de Cristo por el ministerio del sacerdote.

La participación espiritual, hecha con fuego y amor de Espíritu Santo, es la asimilación y participación personal y pneumatológica del misterio, que trata de conseguir la mayor unión con los sentimientos de Cristo, y de esta forma la mayor asimilación y participación personal en el misterio por parte del sacerdote y de los participantes conscientes y activos. Es una apropiación más personal y objetiva del espíritu de la santa Eucaristía. La participación ritual se consigue por la sola  ejecución de los gestos y de las palabras requeridas para el signo sacramental, haciendo presente sobre el altar lo que significan estos gestos y palabras, esto es, de convertir el pan y el vino consagrados en una ofrenda del sacrificio de Cristo por parte de toda la Iglesia, independientemente de los sentimientos personales del sacerdote oferente y de la comunidad. Aunque el sacerdote celebre distraído y los fieles no tuviesen atención o  devoción alguna Cristo no fallaría en su ofrenda, que sería eficaz para el Padre y la Iglesia, conservando todo su valor teológico y fundamental para Cristo y el Padre, que llevaría consigo la aplicación de los méritos del calvario por medio de la ofrenda del altar, prescindiendo de la santidad del sacerdote o de los oferentes.

       Sin embargo, la Iglesia no se conforma con esta participación ritual y nos pide a todos una participación «consciente y activa», por medio de gestos y palabras, que deben llevarnos a todos los presentes a una participación más profunda, “en espíritu y verdad”, con identificación total con los sentimientos del amor extremo, adoración, actitudes y  entrega de Cristo al Padre y a los hombres. La participación espiritual nos llevará a una experiencia más personal del  sacrificio de Cristo, asimilando por la gracia los sentimientos del Señor en su vida y en su sacrificio. Y ésta es la participación plena, que nos piden Cristo y la Iglesia: «Los fieles, participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella» (LG 11); «...por el ministerio de los presbíteros se consuma el sacrificio espiritual de los fieles en unión con el sacrificio de Cristo» ( PO 2).

       El Vaticano II lo expresa así: «La santa Madre Iglesia desea ardientemente que se lleve a todos los fieles a aquella participación plena, consciente y activa en las celebraciones litúrgicas que exige la naturaleza de la liturgia misma, y a la cual tiene derecho y obligación, en virtud del bautismo, el pueblo cristiano»,“linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido” (1Ptr, 2,9; cfr 2,4-5) (SC 14). «Los pastores de almas deben vigilar para que en la acción litúrgica no sólo se observen las leyes relativas a la celebración válida y lícita, sino también para que los fieles participen en ella consciente, activa y fructuosamente» (SC 11). «...la Iglesia, con solícito cuidado, procura que los cristianos no asistan a este misterio de fe (Eucaristía) como extraños y mudos espectadores, sino que participen consciente, piadosa y activamente en la acción  sagrada»  (SC 48).   

       Con estos términos, la liturgia de la Iglesia pretende llévanos a participar en plenitud de los fines y frutos  abundantes del misterio eucarístico mediante una  participación plenamente espiritual, en el mismo Espíritu de Cristo, no sólo en sus gestos y palabras.

       El Papa Juan Pablo II en su Encíclica Ecclesia de Eucharistia nos dice: «La eficacia salvífica del sacrificio se realiza plenamente cuando se comulga recibiendo el cuerpo y la sangre del Señor: De por sí, el sacrificio eucarístico se orienta a la íntima unión de nosotros, los fieles, con Cristo mediante la comunión: le recibimos a Él mismo, que se ha ofrecido por nosotros; su cuerpo, que Él ha entregado por nosotros en la Cruz, su sangre  “derramada por muchos para perdón de los pecados” (Mt 26,28). Recordemos sus palabras: “Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí” (Jn 6,57). Jesús mismo nos asegura que esta unión, que Él pone en relación con la vida trinitaria, se realiza efectivamente» (EE.16).

       Y en el número siguiente y en relación con la  comunicación de su mismo Espíritu, añade el Papa: «Por la comunión de su cuerpo y de su sangre, Cristo nos comunica también su Espíritu». Escribe San Efrén: «Llamó al pan su cuerpo viviente, lo llenó de sí mismo y de su Espíritu.. y quien lo come con fe, come Fuego y Espíritu... Tomad, comed todos de él, y coméis con él el Espíritu Santo...»[1].

       La Iglesia pide este don divino, raíz de todos los otros dones, en la epíclesis eucarística. Se lee, por ejemplo, en la  Divina Liturgia de san Juan Crisóstomo: «Te invocamos, te rogamos y te suplicamos: manda tu Santo Espíritu sobre todos nosotros y sobre estos dones... para que sean purificación del alma, remisión de los pecados y comunicación del Espíritu Santo par cuantos participan de ellos» (Anáfora) (EE.17).

       Por eso, aunque el sacerdote cumpla todas sus obligaciones rituales de representar a Cristo y actuar en su nombre, si no se identifica con su Espíritu  y se ofrece unido a Él como víctima y sacerdote, no cumple íntegramente su misión sacerdotal. El oficio sacerdotal en la Nueva Alianza  lleva consigo “tener en nosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús...”, porque es en el altar, en la celebración de la  Eucaristía, «centro y culmen de toda la vida de la Iglesia», donde fieles y sacerdote deben asistir no como «extraños y meros espectadores» sino «consciente, activa y fructuosamente», «se consuma el sacrificio espiritual de los fieles en unión con el sacrificio de Cristo», «ofrecen la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con  ella».  Siendo Cristo vivo y resucitado el que se ofrece en la Eucaristía para la salvación y santificación de su Iglesia,  al decirnos “y cuantas veces hagáis esto acordaos de mí...”, nos pide que hagamos presente en cada uno de nosotros su emoción y amor por vosotros,  su adoración al Padre, cumpliendo su voluntad con amor extremo hasta dar la vida en el momento cumbre de su vida y de la vida de la Iglesia.

       Por tanto el sacerdote tiene una doble misión: ofrecer en nombre de Cristo y juntamente participar en estas actitudes, ofreciéndose a sí mismo en su propio nombre y en nombre de los fieles, a quienes representa. En esto no hay desdoblamiento de la actividad sacerdotal. Cierto que las dos ofrendas son distintas; un sacerdote puede ofrecer  válidamente el sacrificio en nombre de Cristo, y sin embargo, personalmente puede encerrarse en su egoísmo y no hacerse ofrenda con Cristo. La ofrenda de Cristo  nos da ejemplo de cómo tenemos que ofrecer nuestra vida  al Padre juntamente con Él, no solamente por  un mero formalismo ritual y mera pronunciación de las palabras de la Consagración.

       Los fieles también son llamados a compartir con el sacerdote la actitud de ofrenda personal. Hay una ofrenda que sólo cada uno de ellos puede y debe realizar, porque cada hombre dispone de sí mismo y nadie puede sustituir a los otros en esta ofrenda de sí mismo. Cada uno desempaña por tanto un papel esencial, cuando asiste y participa en la Eucaristía: presentar en unión con Cristo la ofrenda de su propia persona al Padre. Esta ofrenda puede realizarse de diversas maneras, y formularse de distintas formas, por ser precisamente personal, pero está claro que no consistirá nunca en los meros ritos o gestos o palabras sino  que a través de lo que dicen y significan han de entrar en el espíritu y verdad de la Eucaristía con  su cuerpo y su alma, su espíritu y su carne, su ser interior y exterior, con todo su ser y existir. Esto es lo que lleva consigo la celebración litúrgica, esta es su esencia y finalidad, así es cómo la liturgia de la Eucaristía alcanza su objetivo, no cuando simplemente asegura una participación exterior correcta, digna y piadosa a la oraciones y ceremonias sino cuando suscita en el corazón de los cristianos una auténtica entrega de sí mismos. En cada Eucaristía los cristianos son invitados por Cristo a <acordarse> de Él y de sus sentimientos para ofrecerse con Él.

       Por eso, cada Eucaristía debe ser un estímulo para renovarse en el amor a Dios y al prójimo, en medio de las pruebas y dificultades de la vida, de las cruces y sufrimientos y humillaciones, de los fallos y pecados permanentes contra esta obediencia a la voluntad del Padre y entrega a los hermanos. La santa Eucaristía nos hace aceptar estas pruebas y sufrimiento aunque sean injustos, maliciosos y de verdadera agonía como en Cristo hasta el punto de tener que decir muchas veces:“Padre, si es posible pase de mí este cáliz…”, o lleguemos a pensar que Dios no se preocupa de nosotros y nos tiene abandonados, porque no sentimos su presencia: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado...?”

       La santa  Eucaristía nos ayuda a superar las pruebas de todo tipo, uniéndonos al sacrificio de Cristo y se convierte así en la mejor y más abundante fuente de gracia, perdón, amor y generosidad, aunque a veces es a oscuras y sin arrimo alguno de consuelo aparente divino. El Espíritu Santo, espíritu de la Eucaristía, nos ayuda como a Cristo a soportarlo y ofrecerlo todo,  a ser pacientes y obedientes y  pasar por la pasión y la cruz para llegar a la resurrección y la nueva vida. En la santa Eucaristía los cristianos encuentran un estímulo y  ocasión de ofrecer su pasión y muerte al Padre que nos la acepta siempre en la del Hijo Amado. Haciéndolo así, los sufrimientos se soportan mejor con su ayuda y  suben como homenaje a Dios y llegan hasta Él como ofrenda por la salvación de nuestros hermanos.

       Así es cómo la vida cristiana tiene que convertirse en una Eucaristía. El cristianismo es una Eucaristía, es un esfuerzo de la mañana a la noche de vivir como Cristo, de hacer de la propia vida una ofrenda agradable a Dios y a los hombres, nuestros hermanos, quitando y matando en nosotros toda soberbia, avaricia, lujuria, todo pecado contra el amor a Dios y a los hermanos, comulgando con el corazón y el alma, con los sentimientos y actitudes de Cristo; es la Eucaristía que continuamos celebrando permanentemente en nuestra vida, después de haberla celebrado con Cristo sobre el altar. La ofrenda de la Eucaristía debe brillar en todos los aspectos de la existencia cristiana, y difundir su espíritu de sacrificio libremente aceptado. En la ofrenda del pan y del vino disponemos nuestro cuerpo, espíritu y vida a ofrecemos con Cristo al Padre, en la Consagración, por obra y potencia del Espíritu Santo, quedamos consagrados, ya no nos pertenecemos, porque hemos sido consagrados, transformados en Cristo, en sus sentimientos y actitudes, y cuando salimos fuera, como ya no nos pertenecemos, tenemos que vivir esta consagración, es decir, vivir, amar y trabajar como Cristo. El cáliz que se levanta hacia el cielo debe suscitar promesas de entrega, propósitos de perdonar y olvidar las ofensas como Cristo, intentos de reconciliación, aceptación de la voluntad o permisión divina aunque nos sea dolorosa, movimientos de amor fraterno como Cristo.

       Ésta es la espiritualidad de San Pablo, así vivía él la Eucaristía: “Estoy crucificado con Cristo, vivo yo pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí y  mientras vivo en esta carne  vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí”(Gal 2,20). “Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1, 20). “Lo que es para mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo” (Gal 6,14).“No quiero saber más que de Cristo y éste, crucificado...”; “Para mí la vida es Cristo”.

Así debemos vivir todos los que participamos de la santa Eucaristía. Este debe ser nuestro grito también al celebrarla. La Eucaristía tiene como fin el que los sentimientos de Cristo en su ofrenda se encarnen en cada uno de los asistentes para encontrarnos preparados cuando vengan y sintamos en nosotros los sufrimientos y la persecuciones de nuestra propia pasión y muerte del yo, las persecuciones y envidias de la vida, nuestra propia crucifixión. La Eucaristía nos invita a colocarnos dentro de la ofrenda de Cristo crucificado, de la corriente de amor de esta ofrenda; así la cruz se hará más soportable: «Una pena entre dos es menos pena».

       A través del pan y del vino, el discípulo se ofrece a sí mismo, dispuesto a que Cristo diga sobre su cuerpo y sobre su vida entera: “Esto es mi cuerpo entregado... ésta es mi sangre derramada...”  De esta forma, el sacrificio de la Iglesia viene integrado en el mismo sacrificio de Cristo, “para completar lo que falta a la Pasión de Cristo” (1Col 1,24). Por medio del signo sacramental, el sacrificio de la Iglesia se identifica espiritualmente con el sacrificio de Cristo y llega a formar una sola ofrenda  por el mismo Santo Espíritu.

       El sacrificio de Cristo no concluye con su muerte, es eucarístico, acción de gracias por la vida nueva que nos  consigue  y que viene del Padre,  por eso le da gracias al Padre ya en la Última Cena. Éste es el proceso que Jesús acepta, no quiere sólo “entregar su vida” sino también “tomarla de nuevo” en la resurrección para Él y para todos nosotros.

 Su humanidad y la nuestra deben entrar en un nuevo orden de relación con el Padre. Lo que en Él ya es gracia conseguida y aceptada por el Padre por su resurrección, en nosotros se convierte en don escatológico que se hace presente como gracia anticipada de Alianza, en esperanza cierta y segura de la Pascua definitiva en la Eucaristía celebrada. Y así se juntan el sacerdocio y la Eucaristía del cielo y de la tierra y así Cristo, los peregrinos y los santos la celebramos juntos y unidos por el mismo Espíritu Santo, potencia salvadora y resucitadora de Dios Uno y Trino.

 Y así la sacramentalidad de la Eucaristía mantiene siempre una relación estrecha de los celebrantes y participantes con la ofrenda existencial del Cristo glorioso y celeste, que abarca toda su vida, desde la Encarnación hasta la Ascensión a la derecha del Padre y tiende a comunicar al creyente el dinamismo de dicha ofrenda. Y así la Iglesia y los cristianos dan «por Cristo, con Él y en Él, a Ti Dios Omnipotente, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. Amén».

Celebrada así, la Eucaristía se convierte no sólo en <culmen> de la vida cristiana, en la cima más elevada de la Iglesia junto a la Santísima Trinidad,  sino también en <fuente> de la misma vida trinitaria en nosotros:

«Qué bien sé yo la fonte que mana y corre,

aunque es de noche.

 

1.  Aquella eterna fonte está escondida,

qué bien sé yo dó tiene su manida,

aunque es de noche.

 

3. Su origen no lo sé, pues no le tiene,

mas sé que todo origen della viene,

aunque es de noche.

 

4.  Sé que no puede ser cosa tan bella

 y que cielos y tierra beben della,

aunque es de noche.

 

11.  Aquesta eterna fonte está escondida

en este vivo pan por darnos vida

aunque es de noche.

 

12.  Aquí se está llamando a las criaturas,

y de esta agua se hartan, aunque a oscuras,

porque es de noche.

 

13.  Aquesta eterna fonte que deseo,

en este pan de vida yo la veo

aunque es de noche».

 (S. Juan de la Cruz).

 

13ª MEDITACIÓN

2ª LA ESPIRITUALIDAD DE LA EUCARISTÍA

PARTICIPACIÓN RITUAL Y PARTICIPACIÓN ESPIRITUAL  DE LA EUCARISTÍA

1. - EL ESPÍRITU SANTO, FUEGO Y POTENCIA CREADORA  DE LA EUCARISTÍA

Sólo la potencia y la fuerza del Espíritu Santo, invocado en la epíclesis de la Eucaristía, puede transformar el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo; sólo la potencia y el fuego de su Amor Personal Trinitario  puede transformar por dentro a los que comen este Cuerpo y esta Sangre; sólo Él puede hacer que nuestra participación sea verdadera y espiritual, según la fuerza y potencia de amor comunicada por Él, la misma  que llevó a Cristo a la obediencia y a la ofrenda total de su vida al Padre por este Amor Personal de Espíritu Santo del Hijo al Padre y del Padre al Hijo, aceptando su ofrenda mediante la resurrección.  Nosotros aquí y en el cielo no podemos entrar  en este amarse infinitamente del Dios Uno y Trino, si no es por la comunicación de su mismo Espíritu.

       Si el Espíritu Santo es el alma y vida y espíritu de Cristo, que realizó el misterio de la Encarnación, formándolo en el seno de la Virgen Madre, no queda lugar a dudas de que ese mismo amor le lleva a Cristo a ofrecerse al Padre en su pasión y muerte, y el mismo Espíritu Santo hace el misterio de la consagración del pan y del vino, y de la transformación en Cristo por ese mismo Espíritu de todos los que comen ese pan y ese vino. Es el Espíritu Santo el que inspira el proyecto del Padre, es el Espíritu Santo el que  mueve a Cristo a ofrecerse en el Consejo Trinitario ante el Padre: “Padre no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad...”, es el Espíritu Santo el que está presente en su bautismo de iniciación en el ministerio evangélico y le lleva lleno de fuego apostólico, sudoroso y polvoriento, por los caminos de Palestina, el que le movió a Cristo, “habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo,” a instituir la Eucaristía, llevándole a cumplir la voluntad del Padre, en adoración obedencial total hasta pasar por la pasión y la muerte en cruz, donde le entregó su espíritu al Padre en confianza y seguridad total de que aceptaría su sacrificio por el mismo Espíritu-Amor del Hijo al Padre y del Padre al Hijo resucitándolo de entre los muertos, para que todos tuviéramos vida eterna y fuéramos perdonados por el mismo Espíritu Misericordioso del Padre y del Hijo, que enviaría  porque Él se lo había pedido al Padre, que aceptó su ruego enviándolo en fuego y “verdad completa” en Pentecostés sobre los Apóstoles y la Iglesia, para llevarnos a todos hasta la verdad completa de la fe.  

       En el proyecto del Padre no todo estaba completo con la Encarnación y la pasión, muerte y resurrección del Señor, de hecho, incluso resucitado y viéndolo, los Apóstoles siguieron teniendo miedo; cuando vino el Espíritu Santo se acabaron los miedos y se abrieron todas las puertas y cerrojos y estaban tan convencidos que tenían gozo en dar la vida por Cristo. Sin el Espíritu de Cristo no hay Cristo, no hay Encarnación, no hay Iglesia; sin Espíritu Santo no hay santidad, no hay fuego, no hay “verdad completa”, no hay vivencia ni experiencia de lo que creemos o celebramos; sin Espíritu Santo, sin epíclesis, no hay Eucaristía.

       La Carta a los Hebreos, cuando describe este sacrificio, precisa que Cristo “por un Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo inmaculado a Dios” (Hbr 9, 14). A este Espíritu Eterno le pertenece hacer llegar al Padre la ofrenda del Hijo. Inspira la ofrenda, la hace nacer en el cuerpo y en el corazón de la Virgen, nuestra  Madre del alma, y ahora en la santa Eucaristía la hace llegar hasta el Padre, porque es el Don y el Amor de Dios en acción permanente. Ciertamente que es Cristo quien se ofrece, quien desea agradar al Padre, quien le obedece y se abandona a su voluntad paterna; es Él quien da la vida por los hombres pero todo esto lo hace por el Espíritu Santo, por Amor  Personal del Padre al Hijo, inspirándole el proyecto salvador, y del Hijo al Padre, aceptándolo y llevándolo a efecto en obediencia total, con amor extremo, hasta dar la vida por Dios y por los hermanos.

       Por todo esto el Espíritu Santo desempeña un papel principal en la ofrenda eucarística; sin la invocación y la potencia del Espíritu Santo no hay Eucaristía. Cristo se ofrece ahora de nuevo al Padre, de la misma manera que se ofreció entonces por el mismo Espíritu Santo. Es el Espíritu Santo el que presenta al Padre la ofrenda de amor del Hijo. Por Él, invocado en la epíclesis sobre la materia del sacrificio, se  consagra el pan y el vino. El Espíritu Santo es también quien inspira en el corazón de los participantes a Eucaristía las disposiciones de obediencia y amor esenciales para el sacrificio. Es Él quien suscita en los fieles la identificación con los sentimientos victimales de la oblación de Cristo, porque todo don, como todo amor, se realiza bajo la influencia del Supremo Amor  y Supremo Don. Si San Pablo pudo decir que el Espíritu grita en nuestros corazones: “Abba, Padre” (Rom 8,15), también podemos decir que este Espíritu es quien en la Eucaristía renueva nuestro corazón de hijo y nos hace levantar los ojos y llamar al Padre cuando le ofrecemos nuestra ofrenda, porque sin el Espíritu de Cristo no podemos hacer las acciones de Cristo.

       Por medio del Espíritu Santo, la ofrenda de la Eucaristía entra plenamente en el intercambio de amor con la Santísima Trinidad. Por su medio la Eucaristía introduce a los cristianos en la unidad del Hijo y del Padre. Por medio suyo también se realiza el sacrificio en un nivel divino. Él es quien arrastra a las almas de los fieles hasta el impulso de la generosidad de Cristo para hacerlas ofrenda agradable al Padre al estar tan identificadas con el Amado por su mismo Amor Personal, que el Padre no ve diferencia entre el Hijo y los hijos en el Hijo.

       Por tanto, el Espíritu Santo es quien diviniza el sacrifico. Él es quien lo <espiritualiza>, Él es quien  tiene que espiritualizar a toda la Iglesia, a los sacerdotes, a los fieles, al pan y al vino, llenándolos de su mismo Amor, comunicando más y más a la comunidad cristiana reunida para celebrar la Eucaristía, los mismos sentimientos y actitudes de Cristo Jesús: “Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús...” (Fil 2,5-11).

 

2. - LA  PARTICIPACIÓN  EN LA EUCARISTÍA HACE PRESENTE y plasma en nosotros a Cristo en su adoración al Padre, en obediencia total, con amor extremo, hasta dar la vida por Dios y los hombres, nuestros hermanos.

       La ofrenda de Cristo al Padre en su pasión y muerte y resurrección para salvar a los hombres es icono e imagen que debemos copiar e imitar en nuestra vida todos los participantes, sacerdotes y fieles, en la celebración de la santa Eucaristía, siguiendo sus mismas pisadas. He rezado esta mañana el himno de  Laudes, 15 de septiembre, Nuestra Señora, la Virgen de los Dolores. Ella nos sirve de madre educadora de nuestra fe y modelo en la celebración del sacrificio de Cristo. Ella contemplaba y guardaba en su corazón todo lo que veía en su Hijo. 

       En cada Eucaristía el Señor nos repite a todos lo que dijo  a la Samaritana:“Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber...”. La primera invitación del Señor es a conocer su amor, su entrega, su don, porque esto es el comienzo de toda amistad. Si no se conoce no se ama, no puede haber agradecimiento, ofrenda, alabanza, unión.. Es necesaria la meditación y la reflexión para conocer la verdad del misterio celebrado para así apreciarlo y poder luego desearlo y vivirlo. Toda la Eucaristía tiene que ser orada,  dialogada con el Señor.  Sin oración personal la litúrgica no puede alcanzar toda su eficacia y plenitud. Así es cómo el corazón humano se abre al amor divino, sin el cual nosotros  no podemos amar. El himno de Laudes de Nuestra Señora, la Virgen de los Dolores, es el STABAT MATER. Y tiene bien marcados estos dos pasos que he anunciado: mirar y meditar.

 

La Madre piadosa estaba        ¡Oh cuán triste y aflicta

junto a la cruz y lloraba          se vio la madre bendita

mientras el Hijo pendía;         de tantos tormentos llena!

cuya alma, triste y llorosa,      Cuando triste contemplaba

traspasada y dolorosa,            y dolorosa miraba

fiero cuchillo tenía                  del Hijo amado las penas.

Y ¿cuál hombre no llorara,       Por los pecados del mundo

si a la Madre contemplara        vio a Jesús en tan profundo

de Cristo, en tanto dolor?        tormento la dulce Madre.

Y ¿quién no se entristeciera,     Vio morir al Hijo amado,

Madre piadosa, si os viera         que rindió desamparado

sujeta a tanto rigor?                 el espíritu a su Padre.

 

       Celebrar y participar en la Eucaristía  lleva consigo primero, como hemos dicho,  mirar y contemplar y meditar la cruz de Cristo, los sentimientos y actitudes de Cristo en  su pasión, muerte y resurrección, que se hacen presentes todos los días en la santa Eucaristía. Todos los días, la celebración de la santa Eucaristía hace que adoremos al Dios Santo y Único, que merece nuestra adoración y obediencia total, aunque nos haga pasar como a Cristo por la pasión y la muerte de nuestro “yo”, para llevarnos a la resurrección de la nueva vida por Él, con Él y en Él, entrando así plenamente en el misterio y proyecto de la Santísima Trinidad. Esta contemplación de la cruz  es el primer paso para poder celebrar la Eucaristía “en espíritu y verdad”, como Él nos lo dijo, cuando nos prometió este misterio.

       Dice San Pablo: “Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús: El cual, siendo de condición divina... externamente como un hombre normal, se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios lo ensalzó y le dio el nombre, que está sobre todo nombre, a fin de que  ante el nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos y en los abismos, y toda lengua proclame que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil 2,5-11).   

       Cristo es la historia humana del Verbo encarnado, como salvación del hombre. El hombre Jesús se entregó sin reservas a Dios en nombre y en favor de todos los hombres. En virtud de su ser ontológico y existencial humano, su vida entera fue adoración existencial y cultual al Padre. Cristo realizó en toda su vida el culto supremo de adoración obedencial al Padre jamás ofrecido por hombre alguno. Con plena disponibilidad, como nos ha dicho la Carta a los Filipenses, estaba totalmente orientado hacia la voluntad del Padre, para cumplirla en adoración y obediencia total en la muerte en cruz.

       Toda su vida la consumió Cristo en obediencia total al Padre:“Mi comida es hacer la voluntad del que me envió”. Él vivió para realizar el proyecto que el Padre le había confiado, y siendo Dios se  hizo nada,“se anonadó”, se hizo criatura, se hizo “siervo” en la misma Encarnación, y toda su vida la vivió pendiente de los intereses del Padre,  por lo que  tuvo que sufrir muchas humillaciones durante su vida para terminar en la plenitud de su existencia, en plena juventud “haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz”. Fue el Padre, no Jesús de Nazareth, el autor del proyecto de salvación:“Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él sino que tengan vida eterna” (Jn 3,16). La Nueva Alianza fue  querida por el Padre y realizada en la sangre del Hijo en adoración obedencial.

       La adoración es una actitud religiosa del hombre frente al Dios grande e infinito, inscrita en el corazón de todo hombre, mediante la cual la criatura se vuelve agradecida hacia su Creador en manifestación de amor y dependencia total de Él: “Está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, sólo a él darás culto” (Mt 4,10). La adoración ocupa el lugar más alto de la vida, de la oración y del culto. Por eso, esta actitud religiosa es esencial para avanzar en la vida espiritual de unión e identificación con Cristo. En lenguaje bíblico la palabra y el concepto de adoración significa el culto debido a Dios, manifestado a través de ciertas acciones, especialmente  sacrificiales, por las cuales venimos a decir: Dios, Tú eres Dios, yo soy pura criatura, haz de mí lo que quieras. Por adoración el hombre se ofrece a Dios en un acto de total sumisión y reconocimiento de su grandeza como Ser Supremo y lo significaba con la muerte de animales y ofrendas. El elemento principal de ella es la entrega interior del espíritu a Dios, significada a veces, con gestos externos. La palabra más adecuada para expresar este culto es latría, que significa propiamente este culto rendido solamente a Dios.

3.1 LA ADORACIÓN AL PADRE 

 

Nuestra adoración a Dios es la que garantiza la pureza de nuestro encuentro con Él y la verdad del culto que le tributamos. Mientras el hombre adore a Dios, se incline ante Él, como ante el ser que “es digno de recibir la potencia, el honor y la soberanía”, el hombre vive en la verdad y queda libre de toda sospecha y mentira, porque la vida es el supremo valor que tenemos y entregarla sólo se puede hacer por amor supremo. 

       Este sentido, esta actitud de adoración ante el Dios Grande hace verdadero al hombre, y lo centra y da sentido pleno a su ser y existir: por qué vivo, para qué vivo... reconoce que sólo Dios es Dios y el hombre es criatura. Se libera así de la soberbia de la vida, adoradora del propio <yo>, a quien damos culto idolátrico de la mañana a la noche: “Mortificad vuestros miembros terrenos, la fornicación, la impureza, la liviandad, la concupiscencia y la avaricia, que es una especie de idolatría, por la cual viene la cólera de Dios sobre los hijos de la rebeldía” (Col 3, 5-6).

       Frente al precepto bíblico“Al Señor tu Dios adorarás y a él solo darás culto”, el hombre de todos los tiempos lleva dentro de sí mismo el instinto de adorarse a sí mismo y  preferirse a Dios. Es la tendencia natural del pecado original. Todos, por el mero hecho de nacer, venimos al mundo con esa tendencia. Podemos decir que cada uno, dentro de sí mismo, lleva un ateo, unas raíces de rebelión contra Dios, que se manifiesta en preferirnos a Dios y darnos culto sobre el culto debido a Dios, que debe ser primero y absoluto.

Mientras la cosas nos van bien, no se rebela, aunque siempre está actuando y no somos muchas veces conscientes. Pero cuando tenemos sufrimientos y cruces, cuando nos visita la enfermedad o el fracaso, nos rebelamos contra Dios: ¿Dónde está Dios? ¿Por qué a mí? En el fondo siempre nos estamos buscando a nosotros mismos. Por eso, cuando estoy dispuesto a ofrecer el sacrificio de mí mismo en el dolor y sufrimiento, en silencio y sin reflejos de gloria, prefiero a Dios sobre todo, y Él es el bien absoluto y primero. Y esta actitud prueba la verdad de mi fe y amor a Dios sobre todas las cosas.

       Jesús había dicho:“Nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos” (Jn 15,13). El sacrificio es una exigencia del amor. El supremo amor es el don de sí mismo, de la propia vida por el amado. El amor que pretendiese sólo la posesión del amado no sería verdadero. Por eso, la culminación del amor se encuentra en el sacrificio de la vida  y el sufrimiento moral, que producen las renuncias más íntimas, forman parte del amor auténtico. Dios es el único que puede solicitar un amor hasta dar la vida.

       Cuando se ofrece una cosa, hay que renunciar a la posesión de la misma. Cuando  se ofrece la propia vida hay que renunciar a la soberanía sobre la propia existencia. Y este desprendimiento se expresa principalmente mediante el gesto cultual del sacrificio. Es la expresión material, visible, de una actitud del alma, por la cual el hombre se ofrece a sí mismo mediante la ofrenda de otra cosa. Para que sea verdadero tiene que partir del amor, hacerlo desde dentro.  Y esto es lo que  nos pide la celebración de la Eucaristía, unirnos al sacrificio de Cristo y hacernos con Él víctimas y ofrendas de suave olor a Dios con los sacrificios que comporta cumplir su voluntad en la relación con Él y con los hermanos.

       El cristiano, que asiste a la Eucaristía, tiene la alegría de saber que el sacrificio ofrecido sobre el altar, llega hasta Dios infaliblemente y obtiene la gracia por medio de Cristo. El Padre quiso que este sacrificio ofrecido una vez sobre el Gólgota mereciese toda la gracia para el hombre y quiere que siga renovándose todos los días sobre el altar bajo la forma ritual y sacramental de la Eucaristía. Gracias a la Eucaristía, la humanidad puede asociarse cada vez más voluntariamente al sacrificio del Salvador ratificando así su compromiso con el sacrifico de Cristo, en nombre de todos, en la cruz y sabiendo que su sacrificio en el de Cristo será siempre aceptado por el Padre.

       En la economía de la Nueva Alianza la adoración de Dios tiene como centro, origen y modelo el misterio pascual  de Cristo, “coronado de gloria y honor por haber padecido la muerte, para que por gracia de Dios gustase la muerte por  todos” (Hbr 2,9b), que constituye a su vez el centro del culto y de la vida cristiana. La adoración del Padre, el reconocimiento de su santidad, de su señorío absoluto sobre la propia vida y sobre el mundo, ha sido ciertamente el móvil, la razón propulsora de toda la existencia de Cristo Jesús. Por eso la Eucaristía se convierte en el supremo acto de adoración al Padre por el Espíritu, en la adoración más perfecta, única. En la Eucaristía está el “todo honor y toda gloria” que la Iglesia puede tributar a Dios, y que  necesariamente tiene que pasar  «por Cristo, con Él y en Él».

       La carta a los Hebreos pone en boca del Hijo de Dios,“al entrar en este mundo” las palabras del salmo 40,7-9, en las que Cristo expresa su voluntad de adhesión plena y radical al proyecto del Padre: “No has querido sacrificios ni ofrendas, pero en su lugar me has formado un cuerpo... No te han agradado los holocaustos ni los sacrificios por el pecado. Entonces dije: Aquí estoy yo para hacer tu voluntad, como en el libro está escrito de mí” (Heb.10,5-7). Y esta actitud la vivió ya desde el comienzo de su vida apostólica, cuando se retira a la oración y a la soledad del desierto para prepararse a la misión del Padre: “Retírate, Satanás, porque está escrito: Al Señor tu Dios adorarás y a  él sólo darás culto” (Mt.4, 10). Sólo Dios merece adoración[2].

14ª MEDITACIÓN

“SE HIZO OBEDIENTE HASTA LA MUERTE Y MUERTE DE CRUZ”

 

        Hemos subrayado que el valor del sacrificio de Cristo no reside en la materialidad de derramar sangre, sino en la  obediencia al Padre, en adoración total, hasta dar la vida, como el Padre ha dispuesto. En el evangelio de Juan encontramos una declaración de Jesús que arroja mucha luz  sobre esta actitud de sumisión a la voluntad del Padre, que inspira toda la Pasión: “Por eso me ama el Padre, porque yo doy mi vida para volverla a tomar. Nadie me la quita sino que yo mismo la doy. Tengo poder para darla y poder tengo para tomarla otra vez; éste es el mandato que he recibido del Padre” (Jn 10, 17-18). En esta adoración obedencial se realiza el sacrificio del Salvador.

       San Pablo ha expuesto muy concretamente en el himno cristológico de su Carta a los Filipenses, que ya hemos mencionado varias veces, el papel de la obediencia de Cristo Jesús en la Encarnación y Pasión :“Tened en vosotros estos sentimientos de Cristo Jesús...” Este Cristo humillado, despreciado, angustiado hasta la muerte en el Huerto de los Olivos: “sentaos aquí, mientras yo voy a orar... triste está mi alma hasta la muerte; quedaos aquí mientras yo voy a orar”,   invocando al Padre, para que le libre de  ese cáliz que está a punto de beber: “Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz, pero que no se haga como yo quiero sino como tú quieres...”, por la fuerza de la oración se ha levantado decidido, dispuesto a obedecer y someterse totalmente al proyecto del Padre:“Levantaos, vamos; ya llega el que va a entregarme” (Mt 26,36-40). Cuando se levantó de su postración en el Huerto de los Olivos, el Salvador había renovado su sacrificio al Padre, ofrecido ya en la Cena. En su pasión y muerte no hizo más que cumplir lo que en esta obediencia había prometido y aceptado.

En la santa Eucaristía se hacen presentes todos estos sentimientos de Cristo, en los que nosotros podemos y debemos participar haciéndonos una ofrenda con Él. Los que asisten a Eucaristía no hacen suyo el sacrificio de Cristo si no aceptan esta actitud fundamental de obediencia y ofrenda.       

       Penetrar en el misterio de la Eucaristía es identificarse totalmente con el misterio de Cristo y someterse sin condiciones y sin reservas a una voluntad que puede conducirnos a la cruz; es aceptar obedecer a Dios hasta el heroísmo, ayudados por su gracia y su fuerza, que nos puede hacer sentir como a Pablo y a tantos santos de la Iglesia: “Me alegro con gozo en mis debilidades, para que así habite en mí la fuerza de Cristo” “cuando soy más débil, entonces  hago vivir en mí la fuerza de Dios”  “Estoy crucificado con Cristo; vivo yo pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí y mientras vivo en esta carne, vivo en la fe del Hijo de Dios que amó y se entregó por mí”.

       Unidos a Cristo ponemos en las manos de nuestro Padre del cielo el tesoro de nuestra vida y libertad y así hacemos el don más completo de nosotros mismos en un verdadero señorío sobre todo nuestro ser y existir. De esta forma, en medio de nuestros sufrimientos y debilidades, terminaremos confiándonos totalmente al Padre: “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo...”;  “Lo que es a mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual yo estoy crucificado para el mundo y el mundo para  mí” (Gal 6,14)... “Porque los judíos piden señales, los griegos buscan sabiduría, mientras que nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, locura para los gentiles, mas poder y sabiduría de Dios para los llamados...” (1Cor 1,23-24).

 

1.- LA “HORA” DE CRISTO: FIDELIDAD AL PADRE, HASTA LA MUERTE.

 

La fidelidad de toda la vida de Jesús al Padre y a la misión que le ha confiado (cf.Jn.17,4) tiene su momento culminante en la aceptación voluntaria de su pasión y muerte: “para que el mundo conozca que yo amo al Padre y que hago lo que el Padre me ha ordenado” (Jn.14,30.31).

       En efecto, Cristo no aceptó la muerte de forma pasiva, sino que consintió en ella con plena libertad (cfr Jn.10,17). La muerte para Cristo  es la coronación de una vida de fidelidad plena a Dios y de solidaridad con el hombre. Él tiene conciencia de que el Padre le pide que persevere hasta el extremo en la misión que le ha confiado. Y, como Hijo, se adhiere con amor al proyecto del Padre y  acepta la muerte como el camino de la fidelidad radical.

       En este proyecto entraba el que Cristo, a través del sufrimiento, conociese el valor  de la obediencia al Padre. Jesús aprende, pues, la obediencia filial mediante una educación dolorosa: la experiencia de la sumisión al Padre. Con su obediencia, Cristo se opuso a la desobediencia del primer hombre. (Cfr.Rom.5,19) y a la de los israelitas (3,4-7). “Habiendo ofrecido en los días de su vida mortal oraciones y súplicas con poderosos clamores y lágrimas al que era poderoso para salvarle de la muerte, fue escuchado por su reverencial temor” (Hbr 5,7-8).

       La pasión de Cristo es presentada como una petición, como una ofrenda y como un sacrificio. Estos versículos evocan una ofrenda dramática y nos enseñan que cuando pedimos algo a Dios, si es de verdad, debe ir acompañada de nuestra ofrenda total como en el Cristo de la Pasión:“Padre mío, si no es posible que pase sin que yo lo beba, hágase tu voluntad” (Mt 26,42). Es la misma actitud que, cuando al final de su actividad pública, comprende que ha llegado “su hora”: “Ahora mi alma se siente turbada. ¿Y qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora?¡Mas para esto he venido yo a esta hora! Padre, glorifica tu nombre” (Jn 12,26-27). El deseo más grande de Cristo es la gloria del Padre. Y la gloria del Padre le hace pasar por la pasión y la muerte.

       “Y aunque era Hijo, aprendió por sus padecimientos la obediencia...”(Hbr 5,7-8). Estas palabras encierran el misterio más profundo de nuestra redención: Cristo fue escuchado porque aprendió sufriendo lo que cuesta obedecer. “el amor de Dios -escribe Juan- consiste en cumplir sus mandamientos” (1Jn 5,3; cfr. Jn 14,5.21). Aquí podemos captar mejor el significado de la Encarnación y la Redención, realizadas por obediencia al proyecto del Padre.

       Cristo, que es Hijo de Dios, no es celoso de su condición filial, al contrario, por amor a nosotros, se pone a nuestra altura humana, para hacerse verdaderamente solidario con nosotros en las pruebas. Vive una situación dramática, que le hace rezar y suplicar con “grandes gritos y lágrimas”. Aquí el autor se refiere a toda la pasión de Cristo, pero especialmente cuando en su agonía reza a su Padre: “Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz; sin embargo, no se haga como yo quiero, sino como quieres tú” (Mt 26 36-47). Esta fidelidad al proyecto del Padre no le resultó fácil a Cristo sino costosa. En el Huerto de los Olivos confiesa el deseo más profundo de toda naturaleza humana: el deseo de no morir y menos de muerte cruel y violenta. En la narración de los Sinópticos: Mt.26,36-47; Mc.14,32-42 y Lc.22,40-45 aparece el profundo conflicto y la profunda lucha que se  produce en Jesús entre el instinto natural de vivir y la obediencia al Padre que le hace pasar por la muerte: “Aunque era hijo, en el sufrimiento aprendió a obedecer” (Heb.5,8).

       Humanamente, Jesús no puede comprender su muerte, que parece la negación misma de su obra de instauración del reino de Dios. El rechazo por parte de los hombres, el comportamiento de los mismos discípulos ante su agonía y pasión, sumergen a Cristo en una espantosa soledad; toca con sus propias manos la profundidad del fracaso más absurdo. Sin embargo, incluso ante la oscuridad más desoladora, Jesús sigue repitiendo la oración dirigida al Padre con inmensa angustia:“Padre si es posible... pero no se haga mi voluntad sino la tuya.” El himno cristológico de Filipenses de 2,6-11 evidencia esta obediencia radical: “Se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz”.

 

2.- CRISTO LLAMA “SATANÁS” A PEDRO POR QUERERLE ALEJAR DEL PROYECTO DEL PADRE

 

“Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Tomando la palabra Simón Pedro, dijo: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Y Jesús, respondiendo, dijo: Bienaventurado tú, Simón Bar Jona, porque no es la carne ni la sangre quien esto te lo ha revelado, sino mi Padre, que está en los cielos. Y yo te digo  a tí que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia... Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén para sufrir mucho de parte de los ancianos, de los príncipes de los sacerdotes y de los escribas, y ser muerto, y al tercer día resucitar. Pedro, tomándole aparte, se puso a amonestarle, diciendo: No quiera Dios que esto suceda. Pero Él, volviéndose, dijo a Pedro: Retírate de mí, Satanás; tú me sirves de escándalo, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres. Entonces dijo Jesús a sus discípulos: El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la hallará”(Mt 16,16-25).

       En el evangelio que acabamos de leer está muy clara la intención de Mateo: demostrar que Jesús es el Mesías que cumple la voluntad del Padre. Pero su mesianismo no es de poder político, religioso, económico, es una mesianismo de amor y paz y amor entre Dios y los hombres; el reino de Dios que Él ha venido a predicar y realizar es un reino donde Dios debe ser el único Dios de nuestra vida, a quien debemos adorar y someternos con humildad a su voluntad, aunque ésta nos lleva a la muerte del “yo”.

       En el evangelio proclamado, Pedro tiene todavía una visión mesiánica de poder y gloria humana, a pesar de haber escuchado a Cristo hablar de su misión y de cómo la va a realizar en humillación y sufrimientos; de hecho, en la  narración de Marcos, después de la predicción de su partida, el Señor los sorprende hablando de primeros y segundos puestos en el reino, que lleva también a la madre de los Zebedeo a pedir un puesto importante para sus hijos Santiago y Juan.

       De pronto, ante las palabras de Pedro, que quiere  alejar de Cristo esa sospecha de tanto sufrimiento, Jesús tiene una reacción desproporcionada: “aléjate de mí, Satanás…” Como podemos observar, el cambio ha sido radical en Cristo: Pedro pasa de ser bienaventurado a ser satanás, porque sin ser consciente de ello, Pedro ha querido alejar este sufrimiento y humillación, que es la voluntad del Padre para Cristo.

       Nosotros, siguiendo este esquema del evangelista Mateo, vamos a confesar con Pedro: “Cristo,  tú eres el Mesías, el hijo de Dios vivo”. Pero hemos de tener mucho cuidado de no confundir el mesianismo de Jesús con los falsos mesianismo de entonces y de siempre: políticos, temporales, de poder y gloria humana. El Mesías auténtico reina desde la cruz. Para no recibir como Pedro recriminaciones del Señor tengamos siempre en cuenta que para el Señor:

--  Todos los que le confesamos como Mesías, no  debemos  olvidar jamás su misión, si no queremos apartarnos de Él:  “El que quiere venirse conmigo, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga...” El que quiera vivir su vida, la que le pide su yo, su egoísmo, su soberbia y vanidad, la perderá, pero el que pierda su vida en servir y darse a los demás la ganará.-- En el cristianismo la salvación y la redención pasan por cumplir la voluntad del Padre, como Cristo, pisando sus mismas huellas de dolor y sufrimiento.

-- El dinero, el poder y el deseo de triunfo humano es la mayor tentación para la religión cristiana siempre.

-- No hay cristianismo sin cruz, porque así lo demuestra la vida de Cristo, Pablo y todos los santos de todos los tiempos. 

-- Hay que matar el “ateo”, el “no serviré”, que llevamos todos dentro y que quiere adorarse a sí mismo más que a Dios.

 

3.- LA EUCARISTÍA ES FUERZA Y SABIDURÍA DE DIOS metida por el Espíritu Santo en la debilidad de la carne.

El segundo paso, que sigue a la contemplación del sacrificio de Cristo, es la vivencia en nosotros de esas actitudes y sentimientos del Señor, que  son injertados en nuestra carne y existencia por la gracia sacramental de la celebración eucarística, especialmente, por la sagrada comunión.

Al contemplar la obediencia y los sufrimientos de Cristo, todos decimos: así tenemos  nosotros que  obedecer y amar y adorar al Padre, para cumplir y llevar a cabo el proyecto de amor que tiene sobre cada uno de  nosotros. Pero para esto necesitamos vivir y sufrir como Cristo. Y nosotros no podemos si Dios no nos da esa fuerza. Y esta fuerza y potencia nos la da Cristo por su carne llena de Espíritu  Santo, que nos lleva a sentir y vivir con Él y como Él.       Este segundo aspecto de identificación y vivencia de los mismos sentimientos y actitudes de Cristo crucificado lo refleja muy bien la segunda parte del STABAT MATER.

Hazme contigo llorar                 Virgen de vírgenes santa,

y de veras lastimar                     llore yo con ansias tantas

de sus penas mientras vivo;       que el llanto dulce me sea,

porque acompañar deseo            porque su pasión y muerte

en la cruz, donde le veo,             tenga en mi alma, de suerte

tu corazón compasivo.                que siempre sus penas vea.

Haz que su cruz me enamore      Haz que me ampare la muerte

y que en ella viva y more            de Cristo, cuando en tan fuerte

de mi fe y amor indicio               trance vida y alma estén,

porque me inflame y encienda    porque cuando quede en calma

y contigo me defienda                 el cuerpo, vaya mi alma

en el día del juicio.                      a su eterna gloria. Amén.

       La adoración es la suprema manifestación de la reverencia, del amor y del culto debidos al  Dios Supremo. Al ser lo último y más elevado de nuestro culto a Dios, la adoración unifica todos los caminos y todas las miradas y todas  las expresiones, comunitarias o personales,  que llevan  a Dios. La adoración es el último tramo de todos los caminos que conducen hasta Él, sean la Eucaristía, la oración personal o comunitaria, tanto de petición como de alabanza, las mortificaciones, sufrimientos, gozos, los trabajos. La nueva vida de amor y servicio inaugurada por Cristo y presencializada en cada Eucaristía me ayuda, me mete esta vida y este amor dentro de mí, aunque a veces sea con lágrimas y dolor.

       Por eso, toda nuestra vida debe ser un cuerpo y un espíritu, una vida y una sangre que están dispuestas a derramarse por hacer la voluntad del Padre, salvándonos y salvando así a los hermanos, los hombres. Cada Eucaristía me inyecta obediencia al Padre hasta la muerte, hasta la victimación del yo personal, de la soberbia, avaricia, egoísmo...dando muerte al hombre viejo que me empuja a preferirnos a Dios, a preferir nuestra voluntad a la suya:   “así completaré en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo”

       Jesús había declarado que la prueba principal de su amor consiste en dar la vida por los que ama: “Nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos.” Éste es el espíritu de caridad que animó el sacrificio de Cristo y se hace ahora presente en cada Eucaristía. Este amor animó toda la vida de Cristo, pero especialmente su pasión, muerte y resurrección y este amor viene a nosotros por la celebración eucarística: “El que me coma vivirá por mí”,(Jn 6,23).

       Esta Salvación por amor es permanente, porque su sacerdocio es eterno en contraposición al del AT Jesús posee un sacerdocio perpetuo y ejerce continuamente su ministerio sacerdotal: “estando siempre vivo para interceder en favor de aquellos que por él se acercan a Dios”. (Hbr 7,25)“Se ofreció de una vez para siempre” ( Hbr 7,8). Y de esta actitud de adoración al Padre nos hace Cristo partícipes en cada Eucaristía. Por ella nosotros también miramos al Padre en total sumisión a su voluntad y esta adoración la vivimos con Cristo sacramentalmente en la Eucaristía y luego existencialmente en nuestra vida. Esta actitud de adoración es fundamental en todo hombre que busca a Dios y Cristo es el mejor camino para llegar hasta el Padre. 

       Al decir “haced esto en memoria mía” el Señor nos quiere indicar a cada participante: acordaos de mi vida entregada al Padre por vosotros desde mi encarnación hasta lo último que ahora hago presente, de mi amor loco y apasionado al Padre y a todos los hombres, mis hermanos, hasta el fin de mis fuerzas y de los tiempos... de mi voz y mis manos emocionadas por el deseo de ser comido y vivir la misma vida... “Cuantas veces hagáis esto, acordaos de mí...”Sí, Cristo, quiero acordarme ahora y vivir en cada Eucaristía tus mismos sentimientos, amores, emociones y entrega total sin reservas.

15ª MEDITACIÓN:

TEOLOGÍA Y ESPIRITUALIDAD DE LA COMUNIÓNEUCARÍSTICA

 

1. LA COMIDA  DE COMUNIÓN

Durante la Última Cena, la intención fundamental de Jesús fue la ofrenda sacramental de su sacrificio, la de instituir la Eucaristía como misa y como comida espiritual a través de la comida material del pan y del vino, para que todos comiéramos  su cuerpo y sangre y nos alimentáramos de su misma vida: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida... el que me coma vivirá por mí...” El Señor instituyó esta celebración de la Alianza Nueva mediante una comida, que se convertirá en los siglos venideros en el memorial de su sacrificio, siguiendo el modelo de la antigua alianza junto al monte Sinaí: sacrificio y comida. La InstrucciónRedemptionis   Sacramentum nos recuerda que la Eucaristía no debe perder este carácter convivial y sacrificial ( RS 38).

       Los  relatos evangélicos nos muestran que las comidas en su vida apostólica fueron momentos siempre  de salvación: en casa de Simón, con la mujer arrepentida (Lc7, 36-50), fue, por ejemplo, comida de perdón; fue comida de salvación, con los recaudadores de impuestos en casa de Leví (Mt 9, 10); encuentro de gracia, perdón y amistad con Zaqueo (Lc 19,2-10); en Betania fue  signo de amistad  con los amigos Lázaro, María y Marta, incluyendo las quejas de Marta porque María permanece a los pies del Maestro (Jn 11,1). A diferencia de Juan el Bautista que ayunaba, Jesús participaba gustoso en las comidas de sus contemporáneos: “El Hijo del hombre come y bebe” (Mt 11,19).

       Esto no era nada extraño para Jesús y los Apóstoles. En la religión hebrea, en la cual ellos nacieron y vivieron, la comida tuvo siempre un papel muy importante en las relaciones de Dios con los hombres, en la ratificación de los  pactos y alianzas, que siempre se ratificaron con una comida: mediante una comida se sellan los pactos o alianzas entre Isaac y Abimelec (cfr Gen 26,26-30), entre Jacob y su suegro Labán (cfr Gen 31,53) y en concreto, en la alianza de Dios con el pueblo de Israel, donde el texto del Éxodo nos refiere una doble tradición: una, que describe al sacrificio como rito esencial de la alianza, y otra, que muestra a la comida, como expresión de esta misma alianza. En lo referente a esta última tradición se nos dice que los setenta ancianos de Israel, que habían subido con Moisés al monte, contemplaron a Dios: “Y luego comieron y bebieron” (Ex 24,11). A la contemplación se une la comida que confirma la introducción en la intimidad divina. Los sacrificios debían ser ofrecidos en un santuario elegido por Dios, y en el mismo lugar consagrado a Dios se tenían también las comidas. Así se restañaban y se potenciaban las relaciones de Dios con los hombres: comían en su presencia.

A la primera comida, que en su tiempo ratificó la alianza establecida con Moisés y los ancianos de Israel, corresponde la última comida, la Última Cena, que sellará la conclusión de la Alianza Nueva y Eterna en fidelidad a las promesas hechas a David: “En aquel día, preparará el Señor de los Ejércitos, para todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos. Y arrancará en este monte el velo que cubre a todos los pueblos, el paño que tapa a todas las naciones. Aniquilará la muerte para siempre. El Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros, y el oprobio de su pueblo los alejará de todo el país. -Lo ha dicho el Señor-  Aquel día se dirá: aquí está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos salvara; celebremos y gocemos con su salvación” ( Is 25,6-9).

       La comida hará comprender todos los beneficios y todas las gracias que Dios dará a los hombres con aquella alianza. También en el libro de Enoch, cronológicamente más cercano a la época de Cristo, la felicidad de la vida futura está representada por la imagen de un banquete celestial: “El Señor de los espíritus habitará con ellos y éstos comerán con el Hijo del hombre; tomarán  parte en su mesa por los siglos de los siglos” (62,14). La felicidad consistirá en sentarse a la mesa con el Mesías o Hijo del hombre, muy cercanos al Señor de los espíritus, es decir, a Dios.

       Naturalmente en la comida eucarística, instituida por Cristo, no es comida y bebida ordinaria lo que se come,  sino su carne gloriosa, llena de Espíritu Santo, y su sangre gloriosa, derramada por nuestros pecados. Pero el comer es esencial en toda comida, también en la eucarística: “Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida” (Jn 6,55), con la particularidad de que en la Eucaristía Jesús no implica sólo su cuerpo y sangre, sino que se implica Él mismo entero y completo.

       En la Última Cena Jesús inaugura la comida de la Nueva Alianza, que luego continuaría celebrando después de su resurrección con la comunidad de Jerusalén, que fueron encuentros de gozo y  reconocimiento y alegría por parte de los Apóstoles. Y así se siguió celebrando la Eucaristía como comida o cena hasta que empezaron a darse los abusos de que nos habla S. Pablo en su carta a los Corintios junto con el aumento de miembros en las comunidades. Entonces comenzaron a separarse Eucaristía y banquete o ágape, con el peligro que llevaba consigo de que la liturgia se convirtiera a veces  en un espectáculo para  ver a unos comer y a otros pasar hambre, más que en una comida familiar de encuentro en la fe y en la palabra, en comida  participada. 

       Una descripción interesante de la celebración de la comunión en el siglo IV aparece en una de las instrucciones catequéticas de Cirilo de Jerusalén: “Cuando os acerquéis, no vayáis con las manos extendidas o con los dedos separados, sin hacer con la mano izquierda un trono para la derecha, la cual recibirá al Rey, y luego poned en forma de copa vuestras manos y tomad el cuerpo de Cristo, recitando el Amén... Después, una vez que habéis participado del Cuerpo de Cristo, tomad el cáliz de la Sangre sin abrir las manos, y haced una reverencia, en postura del culto y adoración y repetid Amén y santificaos al recibir la Sangre de Cristo... Luego permaneced en oración y agradeced a Dios que os ha hecho dignos de tales misterios” (S.Cirilo, CM, V 21ss). Después del siglo XII la comunión bajo la especie de vino fue desapareciendo en la Iglesia de Occidente.

2.  MIRADA LITÚRGICA A LA EUCARISTÍA COMO COMUNIÓN. 

La comunión con el Cuerpo y la Sangre de Cristo no es un añadido o un complemento a la Eucaristía, sino una exigencia intencional y real de las mismas palabras de Cristo, al instituirla:“Tomad y comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo... tomad y bebed... porque ésta es mi sangre”; es decir, que, si Jesús consagró el pan y celebró la Eucaristía fue para que los comensales nos alimentásemos de su cuerpo y sangre como Él mismo había prometido varias veces durante su vida.  Los apóstoles comieron su cuerpo, su sangre, su divinidad, sus deseos de inmolarse para obedecer al Padre y de darse en alimento a todos. No cabe, por tanto, duda de que tanto por la promesa, como por las palabras de la institución de la Eucaristía, Jesús quiso ser comido como  el nuevo cordero de la Nueva Pascua y Nueva Alianza, sacrificado y comido en signo de la amistad y de pacto logrado entre Dios y los hombres por su muerte y resurrección, como era el cordero de la pascua judía: Éxodo, cap. 12. No podemos dudar de este deseo de Cristo, expresado abiertamente al empezar la Última Cena: “Ardientemente he deseado comer esta pascua con vosotros, antes de padecer”, es decir, ésta es la cena de la Pascua Nueva y en esta comida el cordero sacrificado y comido soy yo, que entrego mi vida como sacrificio y alimento por todos.

       La pascua judía era la celebración de la liberación de Egipto, del paso del mar Rojo, de la Alianza en la sangre de los sacrificios en la falda del monte Sinaí y de la entrada en la tierra prometida... La pascua cristiana, inaugurada por Cristo en la Última Cena, es la liberación del pecado, el paso de la muerte a la vida y la Nueva Alianza en la sangre de Cristo, nuevo cordero de la Nueva Alianza. Como hemos insinuado, ya desde la noche de la pascua judía,  figura e imagen de la Nueva Pascua cristiana, Dios, nuestro Padre pensaba en darnos a su Hijo como nuevo Cordero de la nueva alianza por su sangre. 

       “Yo veré la sangre y pasaré de largo, dice Dios”. Pascua significa paso, paso de Yahvé  sobre las casas de los judíos en Egipto sin herirlos,  y ahora, en la nueva pascua, paso de la muerte de Cristo a la resurrección, que se convierte en  nuestra pascua, paso, por Cristo, del pecado y de la muerte a la salvación y a la eternidad. Los Padres de la Iglesia se preguntaban qué cosa tan maravillosa vio el ángel exterminador en la sangre puesta sobre los dinteles de las casas de los judíos para pasar de largo y no hacerles daño aquella noche de la salida de la esclavitud de Egipto, en que fueron exterminados los primogénitos egipcios. En uno de los primeros textos pascuales de la Iglesia, Melitón de Sardes, ponía estas palabras: «¡Oh misterio nuevo e inexpresable!  La inmolación del cordero se convierte en  salvación para Israel, la muerte del cordero se transforma en vida del pueblo y la sangre atemorizó al ángel. Respóndeme, ángel, ¿qué fue lo que te causó temor, la muerte del cordero o la vida del Señor? ¿La sangre del cordero o el Espíritu del Señor? Está claro qué fue lo que te espantó: tú has visto el misterio de Cristo en la muerte del cordero, la vida de Cristo en la inmolación del cordero, la persona de Cristo en la figura del cordero y, por eso, no has castigado a Israel. Qué cosa tan maravillosa será la fuerza de la Eucaristía, de la Pascua cristiana, cuando ya la simple figura de ella, era la causa de la salvación».

       Queridos hermanos: Cristo hizo el sacrificio de su Cuerpo y Sangre, y quiso hacer a los suyos partícipes del mismo, mediante una comida, una cena, un banquete. Aquí está la razón de lo que os decía al principio. Está claro que Cristo quiere que todos los que asisten a la Eucaristía participen del banquete mediante la comunión. Si no se comulga, no hay participación plena e integral en los méritos y la ofrenda de Cristo, hecha sacrifico y comida. Cuando comulgamos, no sólo comemos el Cuerpo de Cristo, sino que comulgamos también con su obediencia al Padre hasta la muerte, con la adoración de su voluntad hasta el sacrificio: “Mi comida es hacer la voluntad del que me ha enviado”. La redención y salvación que Jesús realiza en la Eucaristía llega a todo el mundo, a todos los hombres, vivos y difuntos, porque nos  injerta así en la vida nueva y resucitada, prenda de la gloria futura que nos comunica:“Yo soy la resurrección y la vida, el que coma de este pan vivirá eternamente”.

       Por lo tanto, el altar, en torno al cual la Iglesia se une para la celebración de la Eucaristía, representa dos aspectos del mismo misterio de Cristo: el altar de su sacrificio y la mesa de su cena: son dos realidades inseparables. Por eso, ir a Eucaristía y no comulgar es como ir a un banquete y no comer, es un feo que hacemos al que nos invita, es tanto como quedarle a Cristo con el pan en las manos y no recibirlo, es quedar a Cristo iniciando el abrazo de la unión sacramental y quedarse sentado... Si hemos dicho que sin Eucaristía-Eucaristía no hay cristianismo, había que decir también que sin Eucaristía-comunión no puede haber vida cristiana en plenitud:“En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros” (Jn 6,53). Sabéis que muchos se escandalizaron por esto y desde aquel momento le dejaron. Hasta sus mismos apóstoles dudaron y estuvieron a punto de irse. Tuvo que preguntarles el Señor sobre sus intenciones y provocar la respuesta de Pedro: “A quién vamos a ir, tú tienes palabras de vida eterna”.

       Podemos afirmar que el sacrificio nos lleva a la Comunión, y la Comunión al sacrificio. Y en esto está toda la espiritualidad de la Comunión. Por eso, el Vaticano II, en la S. C. nos dice: «Se recomienda la participación más perfecta en la Eucaristía, recibiendo los fieles, después de la comunión del sacerdote, el cuerpo del Señor». Y es que por voluntad expresa del Señor, sacrificio y banquete, Eucaristía y comunión están inseparablemente unidos.

3. FRECUENCIA DE LA COMUNIÓN

En la Iglesia primitiva se consideraba la comunión como parte integrante de la Eucaristía, en razón de las palabras de Cristo. Esta costumbre duró hasta el siglo IV aproximadamente. Durante algún tiempo fue costumbre celebrar la Eucaristía sólo el domingo. Durante este periodo los fieles podían llevar el pan consagrado a sus casas y darse ellos mismos la comunión todos los días. La comunión se tomaba antes de cualquier alimento. A partir del siglo VIII comulgar una vez al año se había convertido en una práctica acostumbrada, incluso en los conventos. El Concilio Lateranense IV estableció como mínimo comulgar durante el tiempo de Pascua. Al final del siglo XII una nueva ola de devoción eucarística recorrió Europa, aunque el acento se ponía en la Presencia Eucarística: mirar el Santísimo Sacramento era tan eficaz como comulgar sacramentalmente y se volvió a la comunión espiritual: comunión de deseo. El Concilio de Trento trató de reanimar la comunión frecuente pero estaba reservado al siglo XX potenciar la frecuencia de la comunión con los esfuerzos del Papa Pìo X, que impulsó esta práctica y redujo la edad de la Primera Comunión a la edad del uso de razón. El Vaticano II ha hablado mucho y bien de la Eucaristía como Eucaristía, como comunión y presencia y el domingo es el día de la Eucaristía, plenamente participada por la Comunión.

15. 4. Espiritualidad de la Eucaristía como comunión 

 

La Eucaristíaes el centro y culmen de toda la vida cristiana. De la Eucaristía como misa y sacrificio deriva toda la espiritualidad eucarística como comunión y presencia. En la comunión eucarística,  Jesús quiere comunicarnos su vida, su mismo amor al Padre y a los hombres,  sus mismos sentimientos y actitudes. Por eso, lo más importante para recibir al Señor son las disposiciones del alma, no las del cuerpo. De hecho los apóstoles comulgaron después de haber comido. Por los abusos tuvo la Iglesia que proponer unas disposiciones pertinentes al cuerpo, que hoy ya no son necesarias y van desapareciendo.

       Lo importante es que cada comunión eucarística aumente mi hambre de Él, de la pureza de su alma, del fuego de su corazón, del amor abrasado a los hombres, del deseo infinito del Padre, que Él tenía. Qué adelantamos con que se acerquen personas en ayuno corporal si sus almas están sin hambre de Eucaristía, tan repletas de cosas y deseos materiales que no cabe Jesús en su corazón. Cristo quiere ser comido por almas hambrientas de unión de vida con Él, de santidad, de pureza, de generosidad, de entrega a los demás, con hambre de Dios y sed de lo Infinito. Pero si el corazón no ama, no quiere amar, para qué queremos los ayunos...

       Comulgar con una persona es querer vivir su misma vida, tener sus mismos sentimientos y deseos, querer tener sus mismas maneras de ser y de existir. Comulgar no es abrir la boca y recibir la sagrada forma y rezar dos oraciones de memoria,  sin hablarle, sin entrar en diálogo y revisión de vida con Él, sin decirle si estamos tristes o alegres y por qué... Esto es una comunión rutinaria, puro rito, con la que nunca llegamos a entrar en amistad con el que viene a nosotros en la hostia santa para amarnos y llenarnos de sus sentimientos de certeza y paz y gozo, para darnos su misma vida. Y luego algunas personas se quejan de que no sienten, no gustan a Jesús...

       Lo primero de todo es la fe, pedirla y vivirla, como lo fue con el Jesús histórico. Para creer y comulgar con Cristo-Eucaristía, necesitamos fe en su realidad eucarística, porque «este es el sacramento de nuestra fe». Cuando en Palestina le presentaban los enfermos, los tullidos, los ciegos... “Tu crees que puedo hacerlo, tú crees en mí, vosotros qué pensáis de mí..”  Y éste sigue siendo hoy el camino de encuentro con Él. A los que quieran entrar en amistad  con Él,  les  exige fe, cada vez más fe, como vemos en todos los santos, porque hay que pasar de la fe heredada a la fe personal: ¿tú qué dices de mí…?, puesto que vamos a iniciar una amistad personal íntima y profunda con Él. Todos los días hay que pedírsela: “Señor yo creo, pero aumenta mi fe”

       Las crisis de fe, las “noches” de S. Juan de la Cruz, son camino obligado para profundizar en esta fe, ayudan a potenciar la fe, la purifican, hacen que nos vayamos acomodando a los criterios del evangelio, que pasan a ser nuestros y todos esto es con trabajo y dolor. Las crisis de fe son buenísimas, porque el Espíritu Santo quiere purificarnos, quiere quitar los falsos conceptos que tenemos sobre Cristo, su evangelio y, al quitar estas adherencias de nuestra fe heredada, se nos va la vida... Cristo quiere escuchar de cada uno: Yo creo en Tí, Señor, porque te veo y te siento, no porque otros me lo ha dicho. Superada esta primera etapa de fe como conocimiento de su persona y palabra, vendrá o es simultánea la etapa de comunión en su vida, de convertirse a Él, de vivir su misma vida, de comulgar en serio con su obediencia al Padre, con su entrega a los hombres, viene la conversión en serio que dura toda la vida, como la misma comunión: “quien coma, vivirá por mí...”, pero ahora al principio es más dura, porque no se siente a Cristo, y hay que purificar y quitar muchas imperfecciones de carácter, críticas, comodidad; aquí es donde no jugamos la amistad con Cristo, la experiencia de Dios, la santidad de de vida, según los planes de Cristo, que ahora aprieta hasta el hondón del alma. Para llenarnos Él, primero tiene que vaciarnos de nosotros mismos ¡Qué poco nos conocemos, Señor! ¡qué cariño, qué ternura me tengo! Señor, me doy cuenta después que lo paso. Me adoro, me doy culto y quiero que todos me lo den, sólo quiero celebrar mi liturgia y no la tuya. Y claro, no cabemos dos “yo” en la liturgia eucarística de la vida,  eres Tú al que tengo que vivir hasta decir con S. Pablo: “para mí la vida es Cristo”,  o “estoy crucificado con Cristo, vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí...”  

       El primer efecto de la comunión eucarística en mi persona es la presencia real y auténtica de Cristo en mi alma para ser compañero permanente de mi peregrinaje por la tierra, para ser mi confidente y amigo, para compartir conmigo las alegrías y tristezas de mi existencia, convirtiéndolas en momentos de salvación y suavizando las penas con su compañía, su palabra y su amor permanente, destruyendo el pecado en mi vida. Porque en la comunión no se trata estar con el Señor unos momentos, hacerlo mío en mi corazoncito, de decirle palabras u oraciones bonitas, más o menos inspiradas y de memoria. Él viene para comunicarme su vida y yo tengo que morir a la mía que está cimentada sobre el pecado, sobre el hombre viejo, que Él viene a destruir, para que tengamos su misma vida, la vida nueva del Resucitado, de la gracia, del amor total al Padre y a los hombres. 

       Si queremos transformarnos en el alimento que recibimos por la comunión, si queremos que no seamos nosotros sino Cristo el que habite en nosotros y vivir su vida, si queremos construir la amistad con Él por la comunión eucarística sobre roca firme y no sobre arena movediza de ligerezas y superficialidad, la comunión eucarística nos llevará a la comunión de vida, mortificando en nosotros todo lo que no está de acuerdo con su vida y evangelio. Nunca podemos olvidar que comulgamos con un Cristo que en cada Eucaristía hace presente su muerte y resurrección por nosotros. Para resucitar a su vida, primero hay que morir a la nuestra de pecado, hay que crucificar mucho en nuestros ojos, sentidos, cuerpo y espíritu, para poder vivir como Él, amar como Él, ver y pensar como Él. Comulgamos con un Cristo crucificado y resucitado. Hay que vivir como Él: perdonando las injurias como Él, ayudando a los pobres como Él, echando una mano a todos los que nos necesiten, sin quedarnos con los brazos cruzados ante los problemas de los hombres; Él  quiere seguir salvando y ayudando a través de nosotros, para eso ha instituido este sacramento de la comunión eucarística.

       Qué comunión puede tener con el Señor el corazón que no perdona: “En esto conocerán que sois discípulos míos si os amáis los unos a los otros... Si vas a ofrecer tu ofrenda y allí te acuerdas de que tienes algo contra tu hermano...” Qué comunión puede haber de Jesús con los que adoran becerros de oro, o danzan bailes de lujuria o tienen su yo entronizado en su corazón y no se bajan del pedestal  para que Dios sea colocado en el centro de su corazón... Esta es la verdadera comunión con el Señor. Las comuniones verdaderas nos hacen humildes y sencillos como Él: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón...” ; nos llevan a ocupar los segundos puestos como Él, a lavar los pies de los hermanos como Él:“ejemplo os he dado, haced vosotros lo mismo”; a perdonar siempre: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”

       Una cosa es comer el cuerpo de Cristo y otra comulgar con Cristo. Comulgar es muy comprometido, es muy serio, es comulgar con la carne sacrificada y llena de sudor y sangre de Cristo, crucificarse por Él en obediencia al Padre, es estar dispuesto a correr su misma suerte, a ser injuriado, perseguido, desplazado... a no buscar honores y prebendas, a buscar los últimos puestos... a pisar sus mismas huellas de sangre, de humillación, de perdón... es muy duro... y sin Cristo es imposible.

       Señor, llegar a esta comunión perfecta contigo, comulgar con tus actitudes y sentimientos de sacerdote y víctima, de adoración hasta la muerte al Padre y de amor extremo a los hombres... me cuesta muchísimo, bueno, lo veo imposible. Lo que pasa es que ya creo en Ti y al comulgar con frecuencia, te amo un poco más cada día y ya he empezado a sentirte y saber que existes de verdad, porque la Eucaristía hace este milagro, y no sólo como si fueras verdad, como si hubieras existido, sino como existente aquí y ahora, porque la liturgia supera el espacio y el tiempo, es una cuña de eternidad metida en el tiempo y en nosotros; es Jesucristo vivo, vivo y resucitado, y ya por experiencia sé que eres verdad y eres la verdad... pasa como con el evangelio, sólo lo comprendo en la medida en que lo vivo. Las comuniones eucarísticas me van llevando, Señor, a la comunión vital contigo, a vivir poco a poco como Tú. 

       Y esta comunión vital, este proceso tiene que durar toda la vida, porque cuando ya creo que estoy purificado, que no me busco, sino que vivo tu vida... nuevamente vuelvo a caer en otra forma de amor propio y la comunión litúrgica con tu muerte, resurrección y vida me descubre otros modos de preferirme a Ti,  de preferir mi vivir al tuyo, mis criterios a los tuyos, mi afectos a los tuyos, que hacen que esta comunión vital contigo no sea total, y otra vez la purificación y la necesidad de Ti... así que no puedo dejar de comulgar y de orar y de pedirte, porque yo no entiendo ni puedo hacer esta unión vital, vivir como Tú, sólo Tú sabes y puedes y entiendes... para eso comulgo con hambre todos los días, por eso, me abandono a Ti, me entrego a Ti, confío en Ti, sólo Tú sabes y puedes. Y esto me llena de Ti y me hace feliz y ya no me imagino la vida sin Ti.  La verdad es que ya no sé vivir sin Ti, sin comulgar y comer la Eucaristía, que eres Tú.

       El día que no quiera comulgar con tus sentimientos y actitudes, con tu vida, no tendré hambre de ti; para vivir según mis criterios, mi yo, mi soberbia, mi comodidad, mis pasiones, no tengo necesidad de comunión ni de Eucaristía ni de sacramentos ni de Dios. Me basto a mí mismo. El mundo no tiene necesidad de Cristo, para vivir como vive, como un animalito, lleno de egoísmos y sensualismo y materialismos, se basta a sí mismo. Por eso el mundo está necesitando siempre un salvador para librarle de todos sus pecados y limitaciones de criterios y acciones, y sólo hay un salvador y éste es Jesucristo. Y las épocas históricas, y las vidas personales sólo son plenas y acertadas en la familia, en los matrimonios, entre los hombres, en la medida en que han creído y se han acercado a Él. Jesucristo es la plenitud del hombre y de lo humano.

       Para eso Él ha instituido este sacramento de la comunión eucarística: para estar cerca y ayudarnos, alimentarnos con su misma alegría de servir al Padre, experimentando su unión gozosa, llena de fogonazos de cielo y abrazos y besos del Viviente, de sentirnos amados por el mismo amor, luz y fuego a la vez, de la Santísima Trinidad... de sepultarnos en Él para contemplar los paisajes del misterio de Dios, de escuchar al Padre canturreando su PALABRA, una  Canción Eterna llena de Amor Personal, pronunciada a los hombres con ese mismo Amor Personal, que es Espíritu Santo, Vida y Amor y Alma del Padre y del Hijo. Para  eso instituyó Cristo la sagrada comunión ¡Cómo me amas, Señor, por qué me amas tanto, qué buscas en mí, qué puedo yo darte que Tú no tengas...!  ¡Cómo me ayudas y recompensas y estimulas mi apetito de Ti, mi hambre y  deseo de Ti!

       Las almas eucarísticas, que son muchas en parroquias,  instituciones... en la Iglesia,  no hubieran podido comulgar con los sufrimientos corredentores, que lleva consigo el cumplimiento del evangelio y de la voluntad de Dios y la purificación de los pecados sin la comunión sacramental, sin la fuerza y la ayuda del Señor. Y es que solo cuando uno a través de la comuniones ha llegado a comulgar de verdad con sus sentimientos y actitudes, es  cuando es “llagado” vitalmente por su amor, y sólo entonces ya ha empezado la amistad eterna que no se romperá nunca: “¿Por qué pues has llagado este corazón no le sanaste, y pues me los has robado,  por qué así lo dejaste, y no tomas el robo que robaste? Descubre tu presencia, y máteme tu rostro y hermosura, mira que la dolencia de amor no se cura sino con la presencia y la figura”.

       En la Iglesia y en el mundo nos faltan comuniones eucarísticas, almas eucarísticas, religiosos y sacerdotes eucarísticos, padres y madres eucarísticas, jóvenes eucarísticos ¿dónde están, con quién comulgan los jóvenes de ahora…? niñas y niños eucarísticos, es decir, cristianos identificados con Cristo por la comunión eucarística.

       Esta purificación o transformación es larga y dolorosa: ¡Cuántas lágrimas en tu presencia, Señor, días y noches, Tú el único testigo... parece que nunca va a acabar el sufrimiento, a veces años y años... Tú lo sabes! En ocasiones extremas uno siente deseos de decirte: Señor, ya está bien, no seas tan exigente, en Palestina no lo eras... Cuánta oscuridad, sequedad, desierto, dudas de Dios, de Cristo, de la Salvación, soledad ante las pruebas de vida interior y exterior, complicaciones humanas, calumnias, sufrimientos personales y familiares, humillaciones externas e internas... ¡lo que cuesta comulgar con Cristo! Especialmente con el Cristo eucarístico, con el misterio eucarístico que se hace presente en cada Eucaristía, esto es, con tu pasión, muerte y resurrección.  Es más fácil comulgar con un Cristo hecho a la medida de cada uno, parcial, de un aspecto o acción o palabra del evangelio, pero no con el Cristo eucarístico, que me pone delante del Cristo entero y completo, que muere por amor extremo al Padre y a los hombres, obedeciendo, hasta dar la vida.

       Por eso, quien come Eucaristía, quien comulga de verdad a Cristo Eucaristía, se va haciendo poco a poco Eucaristía perfecta, muere al pecado de cualquier clase que sea y  va resucitando a la vida nueva que Cristo le comunica, va viviendo su misma vida, con sus mismos sentimientos de amor a Dios y entrega a los hombres. Quien come Eucaristía termina haciéndose Eucaristía perfecta.

       En cada comunión le decimos: Jesucristo, Eucaristía divina, Tú lo has dado todo por nosotros, con amor extremo, hasta dar la vida. También yo quiero darlo todo por Ti, porque para mí Tú lo eres todo, yo quiero lo seas todo. Jesucristo Eucaritía, yo creo en Ti; Jesucristo Eucaristia, yo confío en Ti; Jesucristo Eucaristía, Tú eres el Hijo de Dios.

       El alma, que llega a esta primera y perfecta comunión con Cristo en la tierra, ya sólo desea de verdad a Cristo, y todo lo demás es con Él y por Él.

 

16ª MEDITACIÓN

LA EUCARISTÍA COMO MISA

Queridos hermanos y hermanas: Jesús lo había prometido:“Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”. Y San Juan nos dice en su evangelio que Jesús: “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”,   hasta el extremo de su amor y fuerzas, dando su vida por nosotros, y hasta el extremo de los tiempos, permaneciendo con nosotros para siempre en el pan consagrado de todos los sagrarios de la tierra.

Sinceramente es tanto lo que debo a esta presencia eucarística del Señor, a Jesús, confidente y amigo, en esta presencia tan maravillosa, que se ofrece, pero no se impone, tratándose de todo un Dios, que, cuando lo pienso un poco, le amo con todo mi cariño, y quiero compartir con vosotros este gozo desde la humildad, desde el reconocimiento de quien se siente agradecido, pero a la vez deudor, necesitado de su fuerza y amor.

Santa Teresa estuvo siempre muy unida a Jesucristo Eucaristía. En relación con la presencia de Jesús en el sagrario, exclama: «¡Oh eterno Padre, cómo aceptaste que tu Hijo quedase en manos tan pecadoras como las nuestras... no permitas, Señor, que sea tan mal tratado  en este sacramento. El se quedó entre nosotros de un modo tan admirable!»

Ella se extasiaba ante Cristo Eucaristía. Y lo mismo todos los santos, que en medio de las ocupaciones de la vida, tenían su mirada en el sagrario, siempre pensaban y estaban unidos a Jesús Eucaristía. Y la madre Teresa de Calcuta, tan amante de los pobres, que parece que no tiene tiempo para otra cosa, lo primero que hace y nos dice que  hagamos, para ver y socorrer a los pobres, es pasar ratos largos con Jesucristo Eucaristía. En la congregación de religiosas, fundada por ella para atender a los pobres, todas han de pasar todos los días largo rato ante el Santísimo; debe ser porque hoy Jesucristo en el sagrario es para ella el más pobre de los pobres, y desde luego, porque para ella, para poder verlo en los pobres, primero hay que verlo donde está con toda plenitud, en la Eucaristía. Y así en todos los santos. Ni uno solo que no sea eucarístico, que no haya tenido hambre de este pan, de esta presencia, de este tesoro escondido, ni uno solo que no haya sentido necesidad de oración eucarística, primero en fe seca y oscura, sin grandes sentimientos, para luego, avanzando poco a poco, llegar a tener una fe luminosa y ardiente, pasando por etapas de purificación de cuerpo y alma, hasta llegar al encuentro total del Cristo viviente y glorioso, compañero de viaje en el sacramento.

             LA EUCARISTÍA COMO MISA.

       Podemos considerar la Eucaristía como misa, como comunión y como presencia permanente de Jesucristo en la Hostia santa. De todos los modos de considerar la Eucaristía, el más importante es la Eucaristía como sacrificio, como misa, como pascua, como sacrificio de la Nueva Alianza, especialmente la Eucaristía del domingo, porque es el fundamento de toda nuestra vida de fe  y la que construye  la Iglesia de Cristo.

       Voy a citar unas palabras del Vaticano II donde se nos habla de esto: «La Iglesia, por una tradición apostólica que trae su origen del mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que es llamado con razón “día del Señor” o domingo. En este día los fieles deben reunirse a fin de que, escuchando la palabra de Dios y participando de la Eucaristía, recuerden las pasión, la resurrección y la gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios que los hizo renacer a la viva esperanza por la resurrección de Jesucristo entre los muertos (1Pe 1,3). Por esto, el domingo es la fiesta primordial que debe presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles...» (SC 106).

Por este texto y otros,  que podíamos citar, podemos afirmar que, sin Eucaristía dominical, no hay cristianismo, no hay Iglesia de Cristo, no hay parroquia. Porque Cristo es el fundamento de nuestra fe y salvación,  mediante el sacrificio redentor, que se hace presente en  la Eucaristía; por eso, toda Eucaristía, especialmente la dominical, es Cristo haciendo presente entre nosotros su pasión, muerte y resurrección, que nos salvó y nos sigue salvando, toda su vida, todo su misterio redentor. Sin domingo, Cristo no ha resucitado y, si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe y no tenemos salvación, dice San Pablo.

 Sin Eucaristía del domingo, no hay verdadera fe cristiana, no hay Iglesia de Cristo. No vale decir «yo soy cristiano pero no practicante». O vas a Eucaristía los domingos o eso que tú llamas cristianismo es pura invención de los hombres, pura incoherencia, religión inventada a la medida de nuestra comodidad y falta de fe; no es eso lo que Cristo quiso para sus seguidores e hizo y celebró con sus Apóstoles y ellos continuaron luego haciendo y celebrando. La Eucaristía del domingo es el centro de toda la vida parroquial.

Sobre la puerta del Cenáculo de San Pedro, hace ya más de treinta años, puse este letrero: Ninguna comunidad cristiana se construye, si no tiene como raíz y quicio la celebración de la Santísima Eucaristía». Este texto del Concilio nos dice que la Eucaristía es la que construye la parroquia, es el centro de toda su vida y apostolado, el corazón de la parroquia. La Iglesia, por una tradición que viene desde los Apóstoles, pero que empezó con el Señor resucitado, que se apareció y celebró la Eucaristía con los Apóstoles en el mismo día que resucitó, continuó celebrando cada ocho días el misterio de la salvación  presencializándolo por la Eucaristía. Luego, los Apóstoles, después de la Ascensión, continuaron haciendo lo mismo. 

Por eso, el domingo se convirtió en  la fiesta principal de los creyentes. Aunque algunos puedan pensar, sobre todo, porque es cada ocho días, que el domingo es menos importante que otras fiestas del Señor, por ejemplo, la Navidad, la Ascensión, el Viernes o Jueves Santo, la verdad es que si Cristo no hubiera resucitado, esas fiestas no existirían. Y eso es precisamente lo que celebramos cada domingo: la muerte y resurrección de Cristo, que se convierten en nuestra Salvación.

En este día del Señor resucitado, en el domingo, Jesús nos invita a la Eucaristía, a la santa misa, que es nuestra también, a ofrecernos con Él a la Santísima Trinidad, que concibió y realizó este proyecto tan maravilloso de su Encarnación, muerte y resurrección para llevarnos a su misma vida trinitaria. En el ofertorio nos ofrecemos y somos ofrecidos con el pan y el vino; por las palabras de la consagración, nosotros también quedamos consagrados como el pan y el vino ofrecidos, y ya no somos nosotros, ya no nos pertenecemos, y al no pertenecernos y estar consagrados con Cristo para la gloria del Padre y la salvación de los hombres, porque voluntariamente hemos querido correr la suerte de Cristo, cuando salimos de la Iglesia, tenemos que vivir como Cristo para glorificar a la Santísima Trinidad, cumplir su voluntad  y salvar a los hermanos, haciendo las obras de Cristo: “Mi comida es hacer la voluntad de mi Padre”;El que me come vivirá por mí”; ”Como el Padre me ha amado, así os he amado yo: permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor” (Jn15,9). 

En la consagración, obrada por la fuerza del Espíritu Santo, también nosotros nos convertimos por Él, con Él y en Él, en “alabanza de su gloria”, en alabanza y buena fama para Dios, como Cristo fue alabanza de gloria para la Santísima Trinidad y nosotros hemos de esforzarnos también con Él por serlo, como buenos hijos que deben ser la gloria de sus padres y no la deshonra. En la Comunión nos hace partícipes de sus mismos sentimientos y actitudes y para esto le envió el Padre al mundo, para que vivamos por El: “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios mandó al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él” (1Jn 4,8). Esta es la razón de su venida al mundo; el Padre quiere hacernos a todos hijos en el Hijo y que vivir así amados por Él en el Amado. Y eso es vivir y celebrar y participar en la Eucaristía, la santa Eucaristía, el sacrificio de Cristo. Es un misterio de amor y de adoración y de alabanza y de salvación, de intercesión y súplica con Cristo a la Santísima Trinidad. Y esto es el Cristianismo, la religión cristiana: intentar vivir como Cristo para gloria de Dios y salvación de los hombres.

 La Eucaristía dominical  parroquial renueva todos los domingos este pacto, esta alianza, este compromiso con Dios por Cristo, porque es Cristo resucitado y glorioso, quien, en aparición pascual, se presenta entre nosotros y nos construye como Iglesia suya y nos consagra juntamente con el pan y el vino para hacernos partícipes de sus sentimientos y actitudes de ofrenda al Padre y salvación de los hermanos y hacernos ya ciudadanos de la nueva Jerusalén, que está salvada y participa de los bienes futuros anticipándolos, encontrándonos así por la Eucaristía con el Cristo glorioso, llegados al último día y proclamando con su venida eucarística la llegada de los bienes escatológicos, es decir, definitivos: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, VEN, SEÑOR , JESÚS».

Queridos amigos, ningún domingo sin  Eucaristía. Este es mi ruego, mi consejo y exhortación por la importancia que tiene en nuestra vida espiritual. Es que mis amigos no van, es que he dejado de ir hace ya mucho tiempo, no importa, tú vuelve y la Eucaristía te salvará, el Señor te lo premiará con vitalidad de fe y vida cristiana. Los que abandonan la Eucaristía del domingo, pronto no saben de qué va Cristo, la salvación, el cristianismo, la Iglesia... El domingo es el día más importante del cristianismo y el corazón del domingo es la Eucaristía, la Eucaristía, sobre todo, si participas comulgando. Más de una vez hago referencia a unos versos que reflejan un poco esta espiritualidad.

 

Frente a tu altar, Señor, emocionado

veo hacia el cielo el cáliz levantar.

Frente a tu altar, Señor, anonadado

he visto el pan y el vino consagrar.

Frente a tu altar, Señor, humildemente

ha bajado hasta mi tu eternidad.

Frente a tu altar, Señor, he comprendido

el milagro constante de tu amor.

¡Querer Tu que mi barro esté contigo

haciendo templo a quien te ha ofendido!

¡Llorando estoy frente a tu altar, Señor!

 

(Tantos abandonos, tantos pecados, tantas faltas de fe y amor ante un Dios que tanto me quiere, llorando estoy frente a tu altar, Señor)

17ª MEDITACIÓN

LA EUCARISTÍA COMO COMUNIÓN

Queridos hermanos: Las primeras palabras de la institución de la Eucaristía, así como todo el discurso sobre el pan de vida, en el capítulo sexto de San Juan, versan sobre la Eucaristía como alimento, como comida. Lógicamente esto es posible porque el Señor está en el pan consagrado. Pero su primera intención, sus primeras palabras al consagrar el pan y el vino es para que sean nuestro alimento:”Tomad y comed... tomad y bebed...”; “Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida... el que no come mi carne... si no coméis mi carne no tendréis vida en vosotros...” Por eso, en esta fiesta del Cuerpo y de la Sangre del Señor, vamos a hablar de este deseo de Cristo de ser comido de amor y con fe por todos nosotros.

La plenitud del fruto de la Eucaristía viene a nosotros sacramentalmente por la Comunión eucarística. La Eucaristía como Comunión es el momento de mayor unión sacramental con el Señor, es el sacramento más lleno de Cristo que recibimos en la tierra, porque no recibimos una gracia sino al autor de todas las gracias y dones, no recibimos agua abundante sino la misma fuente de agua viva que salta hasta la vida eterna. Por la comunión realizamos la mayor unión posible en este mundo con Cristo y sus dones, y juntamente con Él y por Él, con el Padre y el Espíritu Santo. Por la comunión eucarística la Iglesia consolida también su unidad como Iglesia y cuerpo de Cristo: «Ninguna comunidad cristiana se  construye si no tiene como raíz y quicio la celebración de la sagrada Eucaristía» (PO 6).

Por eso, volvería a repetir aquí todas las mismas exhortaciones que dije en relación con no dejar la santa Eucaristía del domingo. Comulgad, comulgad, sintáis o no sintáis, porque el Señor está ahí, y hay que pasar por esas etapas de sequedad, que entran dentro de sus planes, para que nos acostumbremos a recibir su amistad, no por egoísmo, porque siento más o menos, porque me lo paso mejor o pero, sino principalmente por Él, porque Él es el Señor y yo soy una simple criatura, y tengo necesidad de alimentarme de Él, de tener sus mismos sentimientos y actitudes, de obedecer y buscar su voluntad y sus deseos  más que los míos, porque si no, nunca entraré en el camino de la conversión y de la amistad sincera con Él. A Dios tengo que buscarlo siempre porque Él es lo absoluto, lo primero, yo soy simple invitado, pero infinitamente elevado hasta Él por pura gratuidad, por pura benevolencia.

 Dios es siempre Dios. Yo soy simple criatura, debo recibirlo con suma humildad y devoción, porque esto es reconocerlo como mi Salvador y Señor, esto es creer en Él, esperar de Él. Luego vendrán otros sentimientos. Es que no me dice nada la comunión, es que lo hago por  rutina, tú comulga con las debidas condiciones y ya pasará toda esa sequedad, ya verás cómo algún día notarás su presencia, su cercanía, su amor, su dulzura.     

 Los santos, todos los verdaderamente santos, pasaron a veces  años y años en noche oscura de entendimiento, memoria y voluntad,  sin sentir nada, en purificación de la fe, esperanza y caridad, hasta que el Señor los vació de tanto yo y pasiones personales que tenían dentro y poco a poco pudo luego entrar en sus corazones y llegar a una unión grande con ellos. Lo importante de la religión no es sentir o no sentir, sino vivir y esforzarse por cumplir la voluntad de Dios en todo y para eso comulgo, para recibir fuerzas y estímulos, la comunión te ayudará a superar todas las pruebas, todos los pecados, todas las sequedades. La sequedad, el cansancio, si no es debido a mis pecados, no pasa nada. El Señor viene para ayudarnos en la luchas contra los pecados veniales consentidos, que son la causa principal de nuestras sequedades.

Sin conversión de nuestros pecados no hay amistad con el Dios de la pureza, de la humildad, del amor extremo a Dios y a los hombres. Por eso, la noche, la cruz y la pasión, la muerte total del yo, del pecado, que se esconde en los mil repliegues de nuestra existencia, hay que pasarlas antes de llegar a la transformación y la unión perfecta con Dios.

Cuando comulgamos, hacemos el mayor acto de fe en Dios y en todo su misterio, en su doctrina, en su evangelio; manifestamos y demostramos que creemos todo el evangelio, todo el misterio de Cristo, todo lo que  ha dicho y ha hecho, creemos que Él es Dios, que hace y realiza lo que dice y promete, que se ha encarnado por nosotros, que murió y resucitó, que está en el pan consagrado y por eso, comulgo.

 Cuando comulgamos, hacemos el mayor acto de amor a quien dijo “Tomad y Comed, esto es mi Cuerpo”, porque acogemos su entrega y su amistad, damos adoración y alabanza a su cuerpo entregado como don, y esperamos en Él como prenda de la gloria futura. Creemos y recibimos su misterio de fe y de amor:“Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida... Si no coméis mi carne no tendréis vida en vosotros...”. Le ofrecemos nuestra fe y comulgamos con sus palabras.

Cuando comulgamos, hacemos el mayor acto de esperanza, porque deseamos que se cumplan en nosotros sus promesas y por eso comulgamos, creemos y esperamos en sus palabras y en su persona:“Yo soy el pan de vida, el que coma de este pan, vivirá eternamente... si no coméis mi carne, no tenéis vida en vosotros...”. Señor, nosotros queremos tener tu vida, tu misma vida, tus mismos deseos y actitudes, tu mismo amor al Padre y a los hombres, tu misma entrega al proyecto del Padre... queremos ser humildes y sencillos como Tú, queremos imitarte en todo y vivir tu misma vida, pero yo solo no puedo, necesito de tu ayuda, de tu gracia, de tu pan de cada día, que alimenta estos sentimientos. Para los que no comulgan o no lo hacen con las debidas disposiciones, sería bueno meditasen este soneto de Lope de Vega, donde Cristo llama insistentemente a la puerta de nuestro corazón, a veces sin recibir  respuesta:

¿Qué tengo yo que mi amistad procuras,

qué interés se te sigue, Jesús mío,

que a mi puerta cubierto de rocío

pasas las noches del invierno oscuras?

 

¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,

pues no te abrí! ¡qué extraño desvarío,

si de mi ingratitud el hielo frío

secó las llagas de tus plantas puras!

 

¡Cuántas veces el ángel me decía:

<Alma, asómate ahora a la ventana

verás con cuánto amor llamar porfía¡>

¡Y cuántas, hermosura soberana,

<mañana le abriremos>, respondía,

para lo mismo responder mañana!

 

¿Habrá alguno de vosotros que responda así a Jesús? ¿Habrá corazones tan duros entre vosotros y vosotras, hermanos creyentes de esta parroquia? Que todos abramos las puertas de nuestro corazón a Cristo, que no le hagamos esperar más. Todos llenos del mismo  deseo, del mismo amor de Cristo; así hay que hacer Iglesia, parroquia, familia. Cómo cambiarían los pueblos, la juventud, los matrimonios, los hijos, si todos comulgáramos al mismo Cristo, el mismo evangelio, la misma fe. Cuando comulguéis, podéis decirle: Señor, acabo de recibirte, te tengo en mi persona, en mi alma, en mi vida, en mi corazón, que tu comunión llegue a todos los rincones de mi carácter, de mi cuerpo, de mi lengua y sentidos, que todo mi ser y existir viva unido a Ti, que no se rompa por nada esta unión, qué alegría tenerte conmigo, tengo el cielo en la tierra porque el mismo Jesucristo vivo y resucitado que sacia a los bienaventurados en el cielo, ha venido a mí ahora; porque el cielo es Dios, eres Tú, Dios mío, y Tú estás dentro de mí. Tráeme del cielo tu resurrección, que al encuentro contigo todo en mí resucite, sea vida nueva, no la mía, sino la tuya, la vida nueva de gracia que me has conseguido en la misa; Señor, que esté bien despierto en mi fe, en mi amor, en mi esperanza; cúrame, fortaléceme, ayúdame y si he de sufrir y purificarme de mis defectos, que sienta que tú estás conmigo.

¡Eucaristía divina! ¡Cómo te deseo! ¡Cómo te necesito! ¡Cómo te busco! ¡Con qué hambre de tu presencia camino por la vida! Te añoro más cada día, me gustaría morirme de estos deseos que siento y que no son míos, porque yo no los sé fabricar ni  todo esto que siento. ¡Qué nostalgia de mi Dios cada día! Necesito comerte ya, porque si no moriré de ansias del pan de vida. Necesito comerte ya para amarte y sentirme amado. Quiero comer para ser comido y asimilado por el Dios vivo. Quiero vivir mi vida siempre en comunión contigo.

18ª MEDITACIÓN

¿POR QUÉ CANTAMOS Y ADORAMOS EL PAN CONSAGRADO?

QUERIDOS HERMANOS: Hoy es la fiesta del CUERPO Y  DE LA SANGRE DE CRISTO, la fiesta de su presencia amiga en medio de los hombres. El pueblo católico, en estos tiempos tan malos para la fe, va perdiendo poco a poco la clave de su identidad cristiana, que es Cristo Eucaristía. Por eso se secan tantas vidas de jóvenes y adultos bautizados, porque se alejan de la «fuente que mana y corre, aunque es de noche. Aquesta fonte está escondida, en este vivo pan por darnos vida, aunque es de noche. Aquí se está llamando a las criaturas, y de esta agua se hartan aunque a oscuras, porque es de noche» (por la fe).

Creo que en este día, en que vamos a llevar por nuestras calles y plazas a Jesucristo Eucaristía, nosotros, los católicos creyentes y convencidos, debemos exponer con claridad, con valentía y sin complejos, los motivos de nuestra fe y amor a la Eucaristía. Y si alguien nos preguntase por qué cantamos, adoramos y sacamos en procesión este pan consagrado, nosotros respondemos con toda claridad:

 

1.- PORQUE EN ESE PAN EUCARÍSTICO está el Amor del Padre que me pensó para una Eternidad de felicidad con Él, y, roto este primer proyecto por el pecado de Adán, me envió a su propio Hijo, para recuperarlo y rehacerlo, pero con hechos maravillosos que superan el primer proyecto, como es la institución de la Eucaristía, de su presencia permanente entre los hombres. Por eso, la adoramos y exponemos públicamente al “amor de los amores”: “Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”.

 

2.- PORQUE EN ESE PAN EUCARÍSTICO está el Amor del Hijo que se hizo carne por mí, para revelarme y realizar este segundo proyecto del Padre, tan maravilloso que la Liturgia Pascual casi blasfema y como si se alegrase de que el primero fuera destruido por el pecado de los hombres: «¡Oh feliz culpa, que nos mereció un tan grande Salvador!». La Eucaristía y la Encarnación de Cristo tienen muchas cosas comunes. La Eucaristía es una encarnación continua de su amor en entrega a los hombres.

 

3.- PORQUE EN ESE PAN EUCARÍSTICO está el Cuerpo, sangre, alma y Divinidad de Cristo, que sufrió y murió por mí y resucitó para que yo tuviera comunión de vida y amor eternos con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él”; “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo, el que coma de este pan, vivirá para siempre... vivirá por mí...” .

       «La Eucaristía es verdadero banquete, en el cual Cristo se ofrece como alimento. Cuando Jesús anuncia por primera vez esta comida, los oyentes se quedaron asombrados y confusos, obligando al Maestro a recalacar la verdad objetiva de sus palabras: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros» (Jn 6,53). No se trata de alimento metafórico: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida»» (Jn 6,55) (Ecclesia de Eucharistia 16).

 

4.- PORQUE EN ESE PAN EUCARÍSTICO está Jesucristo vivo, vivo y resucitado, que antes de marcharse al cielo... “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. Y en la noche de la Última Cena, cogió un poco de pan y dijo: “Esto es mi cuerpo, esta es mi sangre que se derrama por vosotros” y como Él es Dios, así se hizo y así permanece por los siglos, como pan que se reparte con amor, como sangre que se derramada en sacrificio para el perdón de nuestros pecados. «La eficacia salvífica del sacrificio se realiza cuando se comulga recibiendo el cuerpo y la sangre del Señor. De por sí, el sacrificio eucarístico se orienta a la íntima unión de nosotros, los fieles, con Cristo mediante la comunión: le recibimos a Él mismo, que se ha ofrecido por nosotros; su cuerpo, que Él ha entregado por nosotros en la Cruz; su sangre, «derramada por muchos para perdón de los pecados» (Mt 26,28). Recordemos sus palabras: «Lo mismo que  el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo pr el Padre, también  el que me coma vivirá por míj». Jesús mismo nos asegura que esta unión, que Él pone en relación con la vida trinitaria, se realiza efectivamente» (Ecclesia de Eucharistia 16).

 

5.- PORQUE EN ESTE PAN EUCARÍSTICO está el precio que yo valgo, el que Cristo ha  pagado para rescatarme; ahí está la persona que más me ha querido, que más me ha valorado, que más ha sufrido por mí, el que más ha amado a los hombres, el único que sabe lo que valemos cada uno de nosotros, porque ha pagado el precio por cada uno. Cristo es el único que sabe de verdad lo que vale el hombre,  la mayoría de los políticos, de los filósofos, de tanto pseudo-salvadores, científicos y cantamañanas televisivos no valoran al hombre, porque no lo saben ni han pagado nada por él ni se han jugado nada por él; si es mujer, vale lo que valga su físico, y si es hombre, lo que valga su cartilla, su dinero, pero ninguno de esos da la vida por mí... El hombre es más que hombre, más que esta historia y este espacio, el hombre es eternidad. Solo Dios sabe lo que vale el hombre. Porque Dios pensó e hizo al hombre, y porque lo sabe, por eso le ama y entregó a su propio Hijo para rescatarlo. ¡Cuánto valemos! Valemos el Hijo de Dios muerto y resucitado, valemos la Eucaristía.

 

6.- PORQUE «EN LA SANTÍSIMA EUCARISTÍA SE CONTIENE TODO EL BIEN ESPIRITUAL DE LA IGLESIA, A SABER, CRISTO MISMO, PASCUA Y PAN VIVO QUE DA LA VIDA A LOS HOMBRES, VIVIFICADA Y VIVIFICANTE POR EL ESPÍRITU SANTO» (PO 6) 

 

«...los otros sacramentos, así como todos los ministerios eclesiásticos y obras de apostolado, están íntimamente unidos a la Sagrada Eucaristía y a ella se ordenan». «Ninguna Comunidad cristiana se construye si no tiene su raíz y quicio en la celebración de la santísima Eucaristía, por la que debe, consiguientemente, comenzar toda educación en el espíritu de comunidad» (PO 5 y 6).

Por todo ello y mil razones más, que no caben en libros sino sólo en el corazón de Dios, los católicos verdaderos, los que creen de verdad y viven su fe, adoramos, visitamos y celebramos los misterios de nuestra fe y salvación y nos encontramos con el mismo Cristo Jesús en la Eucaristía.

Queridos hermanos, en este día del Corpus expresemos nuestra fe y nuestro amor a Jesús Eucaristía por las calles de nuestra ciudad, mientras cantamos: «adoro te devote, latens  deitas...». Te adoro devotamente, oculta divinidad, bajo los signos sencillos del pan y del vino, porque quien te contempla con fe, se extasía de amor. ¡Adorado sea el Santísimo Sacramento del Altar!

Esta presencia de Cristo no se puede experimentar y vivir con gozo desde los sentidos, sólo la fe viva y despierta por el amor nos lleva poco a poco a reconocerla y descubrirla y gozar al Señor, al Amado, bajo las especies del pan y del vino. “¡Es el Señor!” exclamó el apóstol Juan en medio de la penumbra y niebla del lago de Genesaret después de la resurrección,  mientras los otros discípulos, menos despiertos en la fe y en el amor, no lo habían descubierto. Si no se descubre su presencia y se experimenta, para lo cual no basta una fe heredada y seca sino que hay que pasar a la fe personal e  iluminada por el fuego del amor,  el sagrario se convierte en un trasto más de la iglesia y una vida eucarística pobre indica una vida cristiana y un apostolado pobre, incluso nulo. Qué vida tan distinta en un seglar, sobre todo en un sacerdote, qué apostolado tan diferente entre una catequista, una madre, una novia eucarística y otra que no ha encontrado todavía este tesoro y no tiene intimidad con el Señor.

Conversar y pasar largos ratos con Jesús Eucaristía es vital y esencial para mi vida cristiana, sacerdotal, apostólica, familiar, profesional... para ser buen hijo, buen padre, buena madre cristiana... A los pies del Santísimo, a solas con Él, con la luz de la lamparilla de la fe y del amor encendidos, aprendemos las lecciones de amor y de entrega, de humildad y paciencia que necesitamos para amar y tratar a todos y también poco a poco nos vamos encontrando con el Cristo del Tabor en el que el Padre tiene sus complacencias y nosotros, como Pedro, Santiago y Juan, algún día luminoso de nuestra fe, cuando el Padre quiera, oiremos su voz desde el cielo de nuestra alma habitada por los TRES que nos dice: “Este es mi Hijo, el amado, escuchadle”.

Venerando y amando a Jesucristo Eucaristía, no solo me encuentro con Él, me voy encontrando poco a poco también con todo el misterio de Dios, de la Santísima Trinidad que le envía por el Padre, para cumplir su proyecto de Salvación, por la fuerza y potencia amorosa del Espíritu Santo, que lo forma y  consagra en el seno de María y en el pan y en el vino, y se nos manifiesta y revela como Palabra y Verbo de Dios, que nos revela todo el misterio de Dios. Venerándole, yo doy gloria al Padre, a su proyecto de Salvación, que le ha llevado a manifestarme su amor hasta el extremo en el Hijo muy amado, Palabra pronunciada y velada y revelada para mí en el sagrario por su Amor personal que es el Espíritu Santo y al contemplarle en esos momentos de soledad y de Tabor, iluminado yo por esa Palabra pronunciada con Amor y por el Amor, el Padre no ve en mí sino al Amado en quien ha puesto todas sus complacencias.

 

 

OCTAVA HOMILÍA DEL CORPUS CHRISTI

 

QUERIDOS HERMANOS: Nos hemos reunido este día del Corpus Christi para venerar, adorar y agradecer la presencia eucarística de Jesucristo, nuestro Dios y Señor. Este Cristo ahora viviente en la Hostia santa, que recorrerá nuestras calles esta mañana, es el mismo Cristo del evangelio, que ya permanece en nuestros sagrarios hasta el final de los tiempos, en amistad y salvación permanentemente ofrecidas.

Queridos hermanos: Está con nosotros aquí y ahora, en esta hostia santa, el cuerpo que se dejó tocar por un inmundo y un apestado de aquellos tiempos. Mirad cómo lo dice el evangelista. Se acercan a una aldea Jesús y bastante gente, mujeres, hombres y niños, una pequeña multitud. De pronto se oye un grito, un lamento, es alguien que pide socorro desde un basurero. No se ve a nadie. La gente aprieta el paso para pasar cuanto antes aquel mal olor. Mezclado entre la basura aparece un leproso, la gente huye con las narices tapadas, es un maldito, un castigado por la justicia de Dios, nadie le puede tocar, quien le toque queda impuro y debe ser purificado por el sacerdote. Jesús, el que está con nosotros y vamos a comulgar, es el único que se para, lo mira con amor y se acerca y lo toca; es el mismo evangelista el que nos lo cuenta sorprendido. El leproso ha quedado curado pero Jesús ha quedado manchado según la ley. Sin embargo, Jesús no va al templo para purificarse. Jesús lo ha hecho todo por amor, espontáneamente, no ha podido contenerse, no ha podido reprimir su compasión: es así su corazón, el corazón eucarístico de Jesús. Miremos y contemplemos ahora a este mismo Jesús en la Hostia santa que adoramos y comulgamos. Es el mismo con los mismos sentimientos.

Ahora es en Jericó, la ciudad de las palmeras. Otra vez la gente entusiasmada como siempre, no dejándole caminar ni comer ni descansar. Otra vez un grito desde la orilla del camino. Esta vez la gente no corre, pero le quiere hacer callar. Pero esta vez, como la otra vez y como siempre, Jesús lo ha oído y se para y hace que se pare toda la gente. Ante los necesitados, Jesús nunca huye, Él siempre escucha:“Domine ut videam”. “Señor, que vea”. Y aquel ciego vio y lo siguió, porque sus ojos ya no querían dejar de ver a la persona más buena y comprensiva del mundo. No lo puede remediar. Es así su corazón, el Corazón de Jesús. Y ese corazón está aquí en el pan consagrado, en nuestros sagrarios.

Ahora es en Naím; se encuentra un cortejo fúnebre con una madre viuda, llorando a su hijo muerto, a quien va enterrar. Aquí nadie grita ni llama al maestro, porque van muy apenados y nadie, ni la misma madre, se ha dado cuenta de que pasa por allí el maestro ni sospecha que Jesús pueda prestarle alguna ayuda. Pero Él, sin que nadie le pida nada, se ha anticipado personalmente. Dice el evangelista Lucas: “El Señor, al verla, se compadeció de ella y le dijo: no llores. Luego se acercó, tocó el féretro, los que lo llevaban se detuvieron; Él dijo: “joven, yo te lo mando, levántate. Y se lo entregó a su madre”.” Con su poder divino lo resucitó y nos demuestra que debemos fiarnos de su palabra: “Yo soy la resurrección y la vida, en que cree en mí aunque haya muerto vivirá”. Y ese Jesús está aquí. Y tiene los mismos sentimientos. Y nos ama y se compadece de todos. No lo puede remediar, es así su corazón, el Corazón eucarístico de Jesús.

             Y lo mismo pasó con su amigo Lázaro. En aquella ocasión dicen los evangelios que se emocionó y lloró. Es que siente de verdad nuestros problemas y angustias. Le dio pena de sus amigas Marta y María, que se habían quedado solas, sin su hermano. Fueron a la tumba y allí lloró lágrimas de amor verdadero, nos lo dicen testigos que lo vieron. Y Lázaro resucitó por su palabra todopoderosa. Y luego todos lloraron de alegría. Y nosotros también lloramos de emoción, de saber que es el mismo, que está aquí con nosotros, que nos ama así, como nadie puede amar, porque así lo ha querido Él, que es Dios y todo lo puede, y le hace feliz amándonos así y éste es el camino de amor, misericordia y perdón que Él ha escogido para encontrarse con nosotros, para relacionarse con el hombre. Y Él es Dios, es decir, no nos necesita. Todo lo hace gratuitamente. Su Corazón es así, no lo puede remediar, así es el corazón eucarístico de Jesús.

Y como este amor hacia nosotros es verdadero, no es comedia sino que le nace de lo más profundo de su corazón, en algunas ocasiones, llevado e impulsado por él, está dispuesto a jugarse la vida.

Ahora la escena es en el pórtico de Salomón. Es una multitud de hombres, muy selectos, doctores y peritos de la Ley. Quieren meterle en apuros, dejarle en ridículo y condenarle:“Esta mujer ha sido sorprendida en adulterio. La ley de Moisés manda apedrearla, tú qué dices?” No tiene escapatoria: o deja que apedreen a la mujer y dejará de ser misericordioso y la gente se alejará de Él, porque no cumple su doctrina de perdón a los pecadores, o le apedrean a Él los fariseos, por no cumplir la ley. “¿Tú qué dices?”.

Y si nos lo hubieran preguntado a nosotros sabiendo que como consecuencia de ello, íbamos a perder nuestro dinero, nuestra salud o la misma vida, ¿qué hubiéramos respondido? Pero como dijo el filósofo: el corazón tiene razones que la razón no entiende ni se le ocurren, Jesús empieza a escribir en el suelo.                        

“Tú qué dices”y Jesús ha empezado a escribir, a decirles algo por escrito, no sabemos qué fue, quizás escribió sus pecados o hechos ocultos  de los presentes... no lo sabemos, pero ellos se largaron. Y el Corazón de Jesús, el mismo que está en el sagrario, les habló alto y claro a todos los presentes, para que nosotros también le oigamos: “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. Y nadie tiró la primera ni la segunda ni ninguna... y la mujer quedó sin acusadores. ¡Dios quiera que nosotros tampoco tiremos nunca piedras a los pecadores, que tratemos de conquistarlos para el perdón de Dios, que nunca los lancemos pedradas de condena a los hermanos! Que aprendamos esta lección de perdón y misericordia que nos da el Corazón de nuestro Cristo, el Corazón de Jesús que honramos.

Quiero recordar ahora ante vosotros un hecho que me impresionó tanto que todavía lo recuerdo. Fue en Roma,  en mis años de estudio. Con los obispos españoles del Vaticano II  vimos una película: EL EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO, de Pasolini, y nunca olvidaré los ojos de Cristo a la mujer adúltera y de la mujer adúltera a Cristo; fue de las cosas que más me impresionaron de la película y en mis predicaciones lo saco algunas veces. Qué vio aquella mujer en los ojos de Cristo, que no había visto antes jamás, y menos  en los que la explotaron durante su vida. Qué ternura, qué perdón, qué amor para que saliera de aquella vida de esclava... Aquella mujer no volvió a pecar.

Santa adúltera, ruega por mí al Señor, que yo también sienta su mirada de amor, que me enamore de Él y me libere de todos lo pecados de la carne, de los sentidos, que ya no vuelva a pecar. Santa adúltera, que le mire agradecido como tú y nunca me aparte de Él.

 Los ojos de Cristo son  lagos transparentes en los que se reflejan todas las miserias nuestras y quedan purificadas por su amor, por su compasión, por su perdón....nunca miró con odio, envidia, venganza.“¿Nadie te ha condenado?, yo tampoco, véte en paz y no peques más”. Y la mujer quedó liberada de morir apedreada y fue perdonada de su pecado.

Sin embargo, ante aquellos cumplidores de la ley,  Jesús quedó ya condenado como todos los que se atreven a oponerse a los poderosos. Quedó condenado a muerte en el mismo momento que perdonó a la mujer. Pero el Corazón de Jesús es así, no lo puede remediar, es todo corazón. Y murió en la cruz por todos nuestros pecados, por los pecados del mundo.

Y ese corazón está aquí, y lo estamos adorando y lo vamos a comulgar. Y hoy los papeles se han cambiado, porque Cristo sigue siendo el mismo, pero los pecadores no quiren reconocer su pecado. Cristo reconoció, pero perdonó el pecado de la adúltera: “No quieras pecar más”, le dijo a la mujer. Hay que rezar por los pecadores, para que reconozcan su pecado y se hacer quen a Cristo que no le condena, sino que les quiere decir lo mismo: no pequéis más. Pero esto el mundo actual no quiere reconocerlo, no quiere reconocer que peca. Y para ser perdonados, todos, ellos y nosotros, sólo hace falta acercarse a Él y  convertirse a Él un poco más cada día para ir teniendo todos un  corazón limpio y misericordioso como el suyo, para que Él vaya haciendo nuestro corazón semejante al suyo. Déjate purificar y transformar por Él. Para eso viene en la comunión, para eso se queda en el sagrario, para animarnos, ayudarnos, revisarnos y purificarnos. ¡Corazón limpio y misericordioso de Jesús, haced mi corazón semejante al tuyo.

19ª MEDITACIÓN

FRUTOS DE LA COMUNIÓN EUCARÍSTICA

1.- LA COMUNIÓN ACRECIENTA NUESTRA UNIÓN Y TRANSFORMACIÓN EN CRISTO. En la descripción de los frutos de la Comunión sigo al Catecismo de la Iglesia Católica: nº 11391-1397.

       Como toda comida alimenta y fortalece la vida, el alimento eucarístico está destinado a fortalecer nuestra vida en Cristo. Éste es el efecto primero: Cristo entra como alimento espiritual en los comulgantes para estrechar cada vez más las relaciones transformantes, asimilándonos  a su propia vida.

       En la Última Cena, Jesús se define a sí mismo como vid, cuyos sarmientos deben estar unidos a Él para tener su misma vida y producir sus mismos frutos: ªPermaneced en mí y yo en vosotros... quien permanece en mí y yo en él, da  mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). La comunión tiene por tanto un efecto cristológico: así como el cuerpo formado por el Espíritu Santo en el seno de la Virgen Madre se hizo una sola realidad en Cristo y fue la humanidad que sostenía y manifestaba al Verbo de Dios, así nosotros, comiendo este pan, que es Cristo, nos hacemos una única realidad con Él y debemos vivir su misma vida:ªEl que me come vivirá por mí”. Recibir la Eucaristía como, comunión da como fruto principal la unión íntima con Cristo Jesús. En efecto, el Señor dice: “Quien come mi Carne y bebe mi Sangre habita en mí y yo en él” (Jn 6,56). La vida en Cristo encuentra su fundamento en el banquete eucarístico: “Lo mismo que me ha enviado el Padre, que vive y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí” (Jn 6,57).

       Lo expresa muy bien el Concilio de Florencia: “El efecto de este sacramento es la adhesión del hombre a Cristo. Y puesto que el hombre es incorporado a Cristo y unido a sus miembros por medio de la gracia, dicho sacramento, en  aquellos que lo reciben dignamente, aumenta la gracia y produce, para la vida espiritual, todos aquellos efectos que la comida y bebida naturales realizan en la vida sensible, sustentando, desarrollando, reparando, deleitando”. Sería bueno meditar sobre esto. Lo que el alimento material produce en nuestra vida corporal, la comunión lo realiza de manera admirable en nuestra vida espiritual. La comunión con la Carne de Cristo resucitado, “vivificada por el Espíritu Santo y vivificante” (PO5) conserva, acrecienta y renueva la vida de gracia recibida en el Bautismo. Este crecimiento de la vida cristiana necesita ser alimentado por la comunión eucarística, pan de nuestra peregrinación, hasta el momento de la muerte, cuando nos sea dada como viático.

       Por eso debemos acercarnos a este sacramento con  hambre de Cristo, y consiguientemente con fe sincera y esperanza de que la acción transformadora de Cristo tenga efecto en nuestra vida. Acercarse a la comunión es recibir a Cristo como amigo en nuestro corazón, es dejar que tome posesión de nuestra vida. Y como nuestra debilidad en el orden sobrenatural es grande, tenemos necesidad de alimentarnos todos los días para tener en nosotros los mismos sentimientos que Cristo Jesús. El poder de Cristo para transformarnos es omnipotente, pero nuestra voluntad es débil y enseguida tiende a separarse de Cristo para seguir sus propias inclinaciones. Nos queremos mucho y el ego, que está metido en la carne y en el más profundo centro de nuestro ser, se opone a esta unión con Cristo.

       La comunión frecuente es necesaria si queremos vivir con Cristo y como Cristo, tener sus mismos sentimientos y actitudes. Y esto lo expresamos en el breve diálogo que mantenemos con el sacerdote que nos da la comunión: “El cuerpo de Cristo”, y respondemos: “Amén”, queriendo así reafirmar nuestra fe y fidelidad sincera a Cristo, con el que nos encontramos  en ese momento. Nuestro “amén”,  nuestro “sí” implica en nosotros una misión de caridad, de celo apostólico, de generosa obediencia y piedad filial. La comunión eucarística es  una inyección de vida sobrenatural en nosotros y un compromiso de vivir su misma vida. La comunión realiza, fortalece y alimenta nuestra unión  espiritual y existencial con Cristo.

 

2.- LA COMUNIÓN PERDONA LOS PECADOS  VENIALES Y PRESERVA DE LOS MORTALES. Cuando nos reunimos para celebrar la Eucaristía, somos invitados a comulgar sacramental y espiritualmente con Jesús en su propia pascua, a continuar el viaje pascual iniciado en santo bautismo que nos injertó a Él, matando en  nosotros al pecado, por la inmersión en las aguas bautismales y  resurrección a la  vida nueva del Viviente y Resucitado  por la emergencia de las mismas. Este poder de romper las ataduras del pecado, del egoísmo, orgullo, sensualidad, injusticias y demás raíces del pecado original que encontramos en nosotros, se potencia por medio de la comunión sacramental con Cristo en todos los comensales de la mesa eucarística.

       Muchos tienen la experiencia de la propia debilidad, sobre todo, en el campo moral. Hacen propósitos serios y se sienten humillados cuando no los cumplen. No debemos olvidar los ejemplos de Pedro y de los otros apóstoles, que había prometido fidelidad al Maestro y lo abandonaron. Y Jesús lo sabía y los perdonó y celebró como prueba de ello la Eucaristía en la primera aparición del Resucitado. La mejor ayuda para no pecar es la ayuda de Cristo Eucaristía. Nunca  debemos considerar la Eucaristía como un premio o una recompensa apta sólo para perfectos sino una ayuda para los que quieren vivir la vida de Cristo por la gracia de Dios. Nos debemos acercar a Cristo para que nos perdone y ayude y fortalezca, como la pecadora en la casa de Simón. Éste es el sentido de la comida eucarística. Nos hacemos libres con Cristo, no somos esclavos de nadie ni de nada.

       El Cuerpo de Cristo que recibimos en la comunión es “entregado por nosotros” y la Sangre que bebemos es “derramada por muchos para el perdón de los pecados”.  Por eso la Eucaristía  no puede unirnos a Cristo sin purificarnos al mismo tiempo de los pecados cometidos y preservarnos de futuros pecados precisamente al comer su carne limpia y salvadora.

       “Cada vez que lo recibís, anunciáis la muerte del Señor”(1Cor 11,26). Si anunciamos la muerte del Señor, anunciamos también el perdón de los pecados. Si cada vez que su Sangre es derramada, lo es para el perdón de los pecados, debo recibirle siempre, para que siempre me perdone los pecados. Yo que peco siempre, debo tener siempre un remedio” (S. Ambrosio, sacr. 4,28).

       Como el alimento corporal sirve para restaurar la   pérdida de fuerzas, la Eucaristía fortalece la caridad que, en la vida cotidiana, tiende a debilitarse; y esta caridad vivificadora “borra los pecados veniales” (Concilio de Trento: DS. 1638). Dándose a nosotros, Cristo reaviva nuestro amor a Él y nos hace capaces de romper los lazos desordenados para vivir más en Él: “Porque Cristo murió por nuestro amor, cuando hacemos conmemoración de su muerte en nuestro sacrificio, pedimos que venga el Espíritu Santo y nos comunique el amor: suplicamos fervorosamente que aquel mismo amor que impulsó a Cristo a dejarse crucificar por nosotros sea infundido por el Espíritu Santo en nuestros corazones..., y llenos de caridad, muramos al pecado y vivamos para Dios” (S Fulgencio de Rupe, Fab.28,16-19).

       Por la misma caridad que enciende en nosotros, la Eucaristía nos preserva de futuros pecados mortales. Cuanto más participamos en la vida de Cristo y más progresamos en su amistad, tanto más difícil se nos hará romper con Él por el pecado mortal. La Eucaristía no está ordenada al perdón de los pecado mortales, pero tiene toda la fuerza y el amor para hacerlo porque es la realización de la Alianza y del borrón y cuenta nueva. Fue un tema muy discutido en Trento y lo es todavía. La Eucaristía es fuente de toda gracia, también de la gracia que perdona los pecados en el sacramento de la Penitencia. Es toda la salvación y redención de Cristo que se hace presente. Es el abrazo del perdón del Padre por el Hijo. Es la Nueva Alianza. Si lo es, perdona los pecados.

       Es importante en este punto recordar la recomendación dada por el Papa Pío X para la comunión frecuente y cotidiana. El Papa reaccionó contra una mentalidad que tendía a disminuir la frecuencia por sentimientos de indignidad. La conciencia de ser pecadores debe llevarnos al sacramento de la penitencia, pero esto no debe limitar su acercamiento a la comunión, que es nuestra ayuda, la ayuda del Señor contra el mal.

       «El deseo de Jesucristo y de la Iglesia, de que todos  los fieles cristianos accedan cada día al convite sagrado, consiste principalmente en que los fieles, unidos a Dios por medio del sacramento, encuentren en él la fuerza para dominar las pasiones, la purificación de las culpas leves que cometamos cada día, y la preservación de los pecados más graves, a los que está expuesta la fragilidad humana; no es sobre todo para procurar el honor y la veneración del Señor, ni para tener una recompensa o un premio por las virtudes practicadas. Por esto, el sagrado concilio de Trento llama a la Eucaristía “antídoto”, gracias al cual nos libramos de las culpas cotidianas y nos preservamos de los pecados mortales» (DS 3375).

3.- LA EUCARISTÍA HACE LA IGLESIA: CARIDAD FRATERNA.

La Eucaristíahace la Iglesia y la Iglesia hace la Eucaristía. La comunión renueva, fortalece y profundiza la incorporación a la Iglesia realizada por el bautismo: “Puesto que todos comemos un mismo pan, formamos un solo cuerpo” (1Cor 10,17).  De aquí el fruto y la exigencia de caridad fraterna para celebrar la Eucaristía.

       En la Última Cena se manifiesta claramente que la Eucaristía en la intención de Cristo es fuente de caridad y debe fomentar el amor fraterno, porque ha sido el momento elegido por el Señor para darnos el mandato nuevo del amor fraterno. Uniendo nuestra voluntad a la de Cristo podemos esperar de Él la fuerza necesaria para el aumento de amor y la reconciliación fraterna deseada. Como comida sacrificial, la Eucaristía tiende a comunicar a los participantes el amor que inspiró el sacrificio de Cristo en obediencia al Padre por amor extremo a sus hermanos, los hombres.

       El primer efecto de la comida eucarística es una unión más íntima con Cristo, como hemos dicho. Pero por este mismo efecto, porque comemos todos el mismo Cristo, se produce inseparablemente otro efecto: la unión más profunda entre  todos los que viven la vida de Cristo, es decir, la unión de su Cuerpo Místico, la Iglesia. La Eucaristía estimula el crecimiento del Cuerpo entero, Cabeza y miembros, en fidelidad al mandato recibido y realizado por el Señor: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 13,34). La Eucaristía tiende a desarrollar todos los aspectos y todas las actitudes del amor recíproco, de tal forma que de la Cabeza, que es Cristo,“se procura el crecimiento del cuerpo, para construcción de sí mismo en

el amor”(Ef 4,16).

       Jesús no ha hecho sólo un himno a la caridad sino que ha indicado el modelo:“como yo os he amado”; propone su vida como modelo de caridad y perdón. La comunión no termina en la unión con Cristo sino que con Él, en Él y por Él nos unimos a toda la Iglesia. Por ello mismo, Cristo los une a todos los fieles en un solo cuerpo: la Iglesia. La Comunión renueva, fortifica, profundiza esta incorporación a la iglesia realizada ya por el Bautismo. Por el bautismo fuimos llamados a formar un solo cuerpo en Cristo. La Comunión lo perfecciona y completa: “El cáliz de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? y el pan que partimos ¿no es comunión con el Cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan” (1Cor.10, 16-7).

       «Si vosotros mismos sois Cuerpo y miembros de Cristo, sois el sacramento que es puesto sobre la mesa del Señor, y recibís este sacramento vuestro. Respondéis “amén” (es decir, <sí> <es verdad>) a lo que recibís, con lo que respondiendo, lo reafirmáis. Oyes decir «el Cuerpo de Cristo», y respondes <amén>. Por la tanto, sé tú verdadero miembro de Cristo para que tu “amén” sea también verdadero» (S. Agustín, serm. 272). El Vaticano II, al hablar del Obispo como sumo sacerdote de su Iglesia local, nos dice: «...en la Eucaristía que él mismo (obispo) ofrece o procura que sea ofrecida y en virtud de la cual vive y crece la Iglesia… se celebra el misterio de la cena del Señor a fin de que por el cuerpo y la sangre del Señor quede unida toda la fraternidad. En toda comunidad de altar, bajo el ministerio sagrado del obispo, se manifiesta el símbolo de aquel amor y unidad del Cuerpo Místico de Cristo sin el cual no puede haber salvación» (LG 24 ).

4.- LA EUCARISTÍA COMPROMETE EN FAVOR  DE LOS POBRES.

Este amor fraterno lleva consigo una predilección cristiana especial por los pobres, como en la vida de Jesús: “Lo que hicisteis con cualquiera de estos, conmigo lo hicisteis”.

Es impresionante el modo en el que S. Juan Crisóstomo advertía la plena unión entre celebración de la Eucaristía y el compromiso de caridad con los pobres. Según él, la participación en la mesa del Señor no permite incoherencias entre Eucaristía y caridad con los pobres: «¡Que ningún Judas se acerque  a la mesa!, -exclama en una homilía- ¡...porque no era de plata aquella mesa, ni de oro el cáliz, del cual Cristo dio su sangre a sus discípulos...! ¿Quieres honrar el cuerpo de Cristo? No permitas que él esté desnudo: y no lo honres aquí en la iglesia con telas de seda, para después tolerar, fuera de aquí, que él mismo muera de frío y de desnudez. El que ha dicho: “Esto es mi cuerpo”, ha dicho también: “Me habéis visto con hambre y no me habéis dado de comer”, y “lo que no habéis hecho a uno de mis pequeños, no lo habéis hecho conmigo”. Aprendamos, pues, a ser sabios, y a honrar a Cristo como Él quiere, gastando las riquezas en los pobres. Dios no tiene necesidad de utensilios de oro sino del alma de oro. ¿Qué ventajas hay si su mesa está llena de cálices de oro, cuando Él mismo muere de hambre? Primero sacia el hambre del hambriento, y entonces con lo superfluo ornamenta su mesa»[3]

       Y el   mismo santo doctor comenta  en otro lugar: «¿Has gustado la sangre del Señor y no reconoces a tu hermano? Deshonras esta mesa, no juzgando digno de compartir tu alimento al que ha sido juzgado digno de participar en esta mesa. Dios te ha liberado de todos los pecados y te ha invitado a ella. Y tú, aún así, no te has hecho más misericordioso»[4].

5.-  LA EUCARISTÍA, PRENDA DE LA GLORIA FUTURA

En una antigua antífona de la fiesta del Corpus Christi rezamos: «¡Oh sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida, se celebra el memorial de su Pasión, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura!» Llamamos a la Eucaristía prenda de la gloria futura y anticipación de la vida eterna, porque nos hace partícipes del germen de nuestra resurrección, que es Cristo resucitado y glorioso, bien último y conclusivo del proyecto del Padre. La Eucaristía y la comunión son prenda del cielo: “El que coma de este pan tiene vida eterna... vivirá para siempre”. La unión con Cristo resucitado nos va transformando en cada Eucaristía en carne de resurrección. Es verdaderamente el sacramento de la esperanza cristiana.

       Si la Eucaristía es el memorial de la Pascua del Señor y si por nuestra comunión en el altar somos colmados «de gracia y bendición», la Eucaristía es también la anticipación de la gloria celestial, puesto que recibimos al que los ángeles y los santos contemplan resplandeciente en el banquete del reino, al Cristo glorioso y resucitado.

       La Iglesia sabe que, ya ahora, el Señor resucitado, el Viviente, viene en la Eucaristía y que está ahí en medio de nosotros. Sin embargo, esta presencia está velada. Por eso celebramos la Eucaristía «mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo», como rezamos en la Eucaristía, pidiendo además «entrar en tu reino, donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu gloria; allí enjugarás las lágrimas de nuestros ojos porque, al contemplarte como Tú eres, Dios nuestro, seremos para siempre semejantes a Ti y cantaremos eternamente tus alabanzas, por Cristo, Señor Nuestro, por quien concedes al mundo todos los bienes» (Plegaria III).

       De esta gran esperanza, la de los cielos nuevos y la tierra nueva, la de los bienes últimos escatológicos, no tenemos prenda más segura, signo más manifiesto que la Eucaristía. En efecto, cada vez que se celebra este misterio «se realiza la obra de nuestra redención» (Plegaria III) y «partimos un mismo pan que es remedio de inmortalidad, antídoto para no morir, sino para vivir en Jesucristo para siempre» (S.Ignacio de Antioquia, Eph.20,2).

6.- DIMENSIÓN ESCATOLÓGICA.

       Ahora bien, la iglesia, que se manifiesta en un determinado lugar, cuando se reúne para celebrar la Eucaristía, no está formada únicamente por los que integran la comunidad terrena. Existe una iglesia invisible, la “Jerusalén celeste”, que desciende de arriba (Apo.21,2); por eso, «en la liturgia terrena pregustamos y nos unimos por el Viviente a la liturgia celestial, que se celebra en la ciudad santa, Jerusalén del cielo, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, donde Cristo está sentado a la derecha del Padre como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero» (SC.8;50). Por la comunión eucarística, nos unimos  también a los fieles difuntos que se purifican a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo. La comunión en la Eucaristía es el más excelente  sufragio por los difuntos y el signo más expresivo de las exequias.

       Asistida por el Espíritu Santo, la iglesia peregrinante se mantiene fiel al mandato de comer el pan y beber el cáliz, anunciando la muerte y proclamando la resurrección del Señor a fin de que venga de nuevo para consumar su obra: “Pues cuantas veces comáis éste pan y bebáis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que Él venga”  (1Cor.11,26). Bajo la acción del Espíritu Santo toda celebración de la Eucaristía es súplica ardiente de la esposa: «marana tha» . Éste es el grito de toda la asamblea cuando se hace presente el Señor por la consagración: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús”.

       Un filósofo francés, Gabriel Marcel, ha escrito: «Amar a alguien es decirle: tu no morirás». Esto es lo que nos dice en cada Eucaristía Aquel, que ha vencido a la muerte: Os quiero, vosotros no moriréis. Y en la comunión eucarística nos lo dice particularmente a cada uno. Que este deseo de Cristo, pronunciado y celebrado con palabras y gestos suyos en la santa Eucaristía y comunión, nos haga vivir seguros y confiados en su amor y

salvación y lo hagamos vida en nosotros para gozo de la Santísima Trinidad, en la que nos sumergimos ya por la vida de Aquel, que, siendo Dios, se hizo hombre y murió por nosotros, para que todos pudiéramos vivir por la comunión eucarística la Vida, la Sabiduría y el Amor del Dios Único y Trinitario: PADRE, HIJO Y ESPÍRITU SANTO.

7.- AL COMULGAR, ME ENCUENTRO CON CRISTO VIVO Y CON SUS PALABRAS Y HECHOS  SALVADORES.  

La instrucción Eucharisticum mysterium  lo expresa así: «La piedad, que impulsa a los fieles a acercarse a la sagrada comunión, los lleva a participar más plenamente en el misterio pascual... permaneciendo ante Cristo el Señor, disfrutan de su trato íntimo, le abren su corazón pidiendo por sí mismos y por todos los suyos y ruegan por la paz y la salvación del mundo. Ofreciendo su vida al Padre por el Espíritu Santo, sacan de este trato admirable un aumento de su fe, esperanza y caridad» (n 50).

“¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre” (Sal.116). Estas palabras de un salmo pascual de acción de gracias brotan de lo más hondo de nuestro corazón ante el misterio que estamos celebrando: la Eucaristía, Nueva Pascua y Nueva Alianza por su sangre derramada por amor extremo a sus hermanos los hombres.

       «Reunidos en comunión con toda la Iglesia», con el Papa, los Obispos, la Iglesia entera, vamos a levantar el cáliz eucarístico invocando el nombre de Dios, alabándole, dándole gracias y ofreciendo la víctima santa para pedir al Padre una nueva efusión de su Espíritu transformante para todos nosotros.

Junto al Cuerpo y la Sangre de Cristo, Hijo de Dios, entregado por amor y presente en todos los sagrarios de la tierra, piadosamente custodiado por la fe y el amor de todos los creyentes, hemos de meditar una vez más en las maravillas de este misterio, para reencontrarnos así con el mismo Cristo de ayer, de hoy y de siempre, con todos sus hechos y dichos salvadores, con su Encarnación y Predicación, con el mismo Cristo de Palestina,  y llenarnos así de sus mismas  actitudes  de entrega y amor al Padre y a los hombres, que nos lleven también a nosotros a dar la vida por entrega a los hermanos y obediencia de adoración al Padre, en una vida y muerte como la suya.

       Queremos compartir, con todos los hermanos y hermanas en la fe, nuestra convicción profunda de que el Señor está siempre con nosotros para alimentarnos y ayudarnos y, en consecuencia, que la Eucaristía, que Él entregó a la iglesia como memorial permanente de su sacrificio pascual, es “centro, fuente y culmen” de la vida de la comunidad cristiana, porque nos permite encontrarnos con la misma  persona y los mismos hechos salvadores del Dios encarnado.

8.- ENCARNACIÓN Y EUCARISTÍA.

       La Encarnación y la Eucaristía no son dos misterios separados sino que se iluminan mutuamente y alcanzan el uno al lado del otro un mayor significado, al hacernos la Eucaristía compartir hoy la vida divina de aquel que se ha dignado compartir con el hombre (encarnación) la condición humana.

       Está claro que en la comunión eucarística el Hijo de Dios no se encarna en cada uno de los fieles que le comulgan, como lo hizo en el seno de María, sino que nos comunica su misma vida divina, como Él mismo prometió: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo; si alguno come de este pan, vivirá para siempre, y el pan que yo le daré es mi carne, vida del mundo” (Jn.6,48). De esta forma, la Eucaristía culmina y perfecciona la incorporación a Cristo realizada en el bautismo y la confirmación, y en Cristo y por Cristo, formamos un solo cuerpo con Él y con los hermanos, los que comemos el mismo pan: “Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan” (1Cor. 10,17).

       Esta unión estrechísima entre Encarnación y Eucaristía, entre el Cristo de ayer y de hoy, entre el Cristo hecho presente por la Encarnación y la Eucaristía, es posible y real porque «lo que en la plenitud de los tiempos se realizó por obra del Espíritu Santo, solamente por obra suya puede surgir ahora de la memoria de la iglesia». Es el Espíritu Santo y solamente Él, quien  no sólo es «memoria viva de la iglesia», porque con su luz y sus dones nos facilita la inteligencia  espiritual de estos misterios y de todo lo contenido en la palabra de Dios, sino que su acción, invocada en la epíclesis del  sacramento, nos hace presente (memorial) las maravillas narradas en la anámnesis (memoria) de todos los sacramentos y actualiza y hace presente en el rito sacramental los acontecimientos salvíficos que son  celebrados, desde la Encarnación hasta  la subida a los cielos, especialmente el misterio pascual, centro y culmen de toda acción litúrgica.

9.- PRESENCIA PERMANENTE.

 Y esta presencia de Cristo en la celebración de la santa Eucaristía no termina con ella, sino que existe una continuidad temporal de su morada en medio de nosotros como Él había prometido repetidas veces durante su vida. En el sagrario es el eterno Enmanuel, Dios con nosotros, todos los días hasta el fin del mundo (Mt.28,20). Es la presencia real por antonomasia, no meramente simbólica, sino verdadera y sustancial.

       Por esta maravilla de la Eucaristía, aquel, cuya delicia es “estar con los hijos de los hombres” (cf. Pr.8,31) lleva dos mil años poniendo de manifiesto, de modo especial en este misterio,  que“la plenitud de los tiempos” (Cr.Gal 4,4) no es un acontecimiento pasado sino una realidad en cierto modo presente mediante los signos sacramentales que lo perpetúan. Esta presencia permanente de Jesucristo hacía exclamar a santa Teresa de Jesús: «Héle aquí compañero nuestro en el santísimo sacramento, que no parece fue en su mano apartarse un momento de nosotros» (Vida, 22,26). Desde esta presencia Jesús nos sigue repitiendo y realizando todos sus dichos y hechos salvadores.

Lo expresamos también en este canto popular de la comunión, que tanto os deseo como vivencia a todos mis lectores, aunque a mí me falta mucho:  «Véante mis ojos, dulce Jesús bueno, véante mis ojos, múerame yo luego. Vea quien quisiere, rosas y jazmines, que si yo te viere, veré mil jardines, flor de serafines, Jesús Nazareno, véante mis ojos, múerame yo luego. No quiero contento, mi Jesús ausente, que todo es tormento, a quien esto siente. Solo me sustente tu amor y deseo, véante mis ojos, múerame yo luego».

10.-PAN DE VIDA

Pero la Eucaristía también, según el deseo del mismo Cristo, quiere ser el alimento de los que peregrinan en este mundo. “Yo soy el pan de vida, quien come de este pan, vivirá eternamente, si no coméis mi carne y no bebéis mi sangre no tenéis vida en  vosotros; el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna…” (Jn.6, 54-55).

       La Eucaristía es el pan de vida, en cualquier  necesidad de bienes básicos de vida o de gracia, de salud, de consuelo, de justicia y libertad, de muerte o de vida, de misericordia o de perdón...debe ser el alimento sustancial para el niño que se inicia en la vida cristiana o para el joven o adulto que sienten la debilidad de la carne, en la lucha diaria contra el pecado, especialmente como viático para los que están a punto de pasar de este mundo a la casa del Padre. La Eucaristía es el mejor alimento para la eternidad, para llegar hasta el final del viaje con fuerza, fe, amor y esperanza.

       La comunión sacramental produce tal grado de unión personal de los fieles con Jesucristo que cada uno puede hacer suya la expresión de San Pablo: “vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal.2,20). La comunión sacramental con Cristo nos hace partícipes de sus actitudes de entrega, de amor y misericordia, de sus ansias de glorificación del Padre y salvación de los hombres. Lo contrario sería comer,  pero no comulgar el cuerpo de Cristo o hacerlo indignamente, como nos recuerda Pablo en la primera a los Corintios: cfr1Cor11, 18).

En la Eucaristía todos somos invitados por el Padre a formar la única iglesia, como misterio de comunión con Él y con sus hijos: “La sabiduría ha preparado el banquete, mezclado el vino y puesto la mesa; ha despachado a sus criados para que lo anuncien  en los puestos que dominan la ciudad: venid a comer  mi pan y a beber el vino que he mezclado” (Pr. 9,2-3.5). No podemos, por tanto, rechazar la invitación y negarnos a entrar como el hijo mayor de la parábola (cf. Lc.15,28.30).

       Entremos, pues, con gozo a esta casa de Dios y sentémosnos a la mesa que nos tiene preparada para celebrar el banquete de bodas de su Hijo y comamos el pan de la vida preparado por Él con tanto amor y deseos.

DE LA EUCARISTÍA COMO COMUNIÓN, A LA MISIÓN.

Cuando la Eucaristía se celebra en latín, la despedida del presidente es «podéis ir en paz», que en latín se dice: «Ite, missa est». Mitto, missus significa enviar. La liturgia del misterio celebrado envía e invita a todos a cumplir en su vida ordinaria lo que allí han celebrado.  Enraizados en la vid, los sarmientos son llamados a dar fruto abundante:”Yo soy la vid, vosotros sois los sarmientos”. En efecto, la Eucaristía, a la vez que corona la iniciación de los creyentes en la vida de Cristo, los impulsa a su vez a anunciar el evangelio y a convertir en obras de caridad y de justicia cuanto han celebrado en la fe. Por eso, la Eucaristía es la fuente permanente de la misión de la iglesia. Allí encontraremos a Cristo que nos dice a todos: “Id y anunciad a mis hermanos...  amaos los unos a los otros... id al mundo entero...”

11. En LA EUCARISTÍA SE ENCUENTRA LA FUENTE Y LA CIMA DE TODO APOSTOLADO

La centralidad de la Eucaristía en la vida cristiana ha de concebirse como algo dinámico no estático, que tira de nosotros desde las regiones mas apartadas de nuestra tibieza espiritual y nos une a Jesucristo que nos toma como humanidad supletoria para seguir cumpliendo su tarea de adorador del Padre, intercesor de los hombres, redentor de todos los pecados del mundo y salvador y garante de la vida nueva nacida de la nueva pascua, el nuevo paso de lo humano a la tierra prometida de lo divino.

       En cada Eucaristía se nos aparece Cristo para realizar todo su misterio de Encarnación y para explicarnos las Escrituras y su proyecto de Salvación y para que le reconozcamos al partirnos el pan de vida. La Eucaristía es entonces un encuentro personal y eclesial, íntimo y vivencial con Él, un momento cargado de sentido salvador y transcendente para quienes le amamos y queremos compartir con Él la existencia.

       Y, como la Eucaristía no es una gracia más sino Cristo mismo en persona, se convierte en fuente y cima de toda la  vida de la Iglesia, dado que “los demás sacramentos, al igual que todos los ministerios eclesiásticos y las obras de apostolado, están unidos con la Eucaristía y a ella se ordenan” (PO.5; LG.10; SC.41).

       Por eso, la Eucaristía, como misterio de unidad y de amor de Dios con los hombres y de los hombres entre sí, es referencia esencial, criterio y modelo de la vida de la iglesia en su totalidad y para cada uno de los ministerios y servicios.

20ª MEDITACIÓN

MARÍA Y LA EUCARISTÍA

       No quisiera terminar este libro sobre la oración con el Cristo de nuestros sagrarios, sin tener una mención especial para la que fue su primer sagrario en la tierra y Madre de la Eucaristía: María. Fue Ella la que en mi vida personal me llevó hasta el encuentro personal con su Hijo y todavía lo recuerdo. Me gusta ser agradecido y todavía sigue ocupando un lugar central en mi vida. En una visita a un santuario suyo muy querido, después de un largo tiempo en oración con ella, al despedirme, sentí que me decía con toda claridad en mi interior:  pasa a mi hijo, es que hasta ahora te fijas principalmente en mí y no te has dado cuenta de que le llevo aquí en mis brazos para dártelo. Y yo repetía: Pero si contigo me va bien, pero si yo amo a tu hijo… Pero ella sabía mejor que yo que había llegado el momento de ser “cristiano”, después de largo aprendizaje y encanto “mariano”.

       “Si queremos descubrir en toda su riqueza la relación íntima que une Iglesia y Eucaristía, no podemos olvidar a María Madre y modelo de la Iglesia. En la Carta apostólica Rosarium Virginis  Mariae, presentando a la Santísima Virgen como Maestra en la contemplación del rostro de Cristo, he incluido entre los misterios de la luz también la institución de la Eucaristía. Efectivamente, María puede guiarnos hacia este Santísimo Sacramento porque tiene una relación profunda con él” (Ecclesia de Eucharistia, 53).

1. EN LA ESCUELA DE MARÍA, «MUJER EUCARÍSTICA»

Ya la piedad cristiana unió siempre a María con este misterio. Por eso, tanto en las grandes catedrales como en las chozas de los países de misión, la intuición religiosa de los fieles, al lado de la Eucaristía, puso siempre la imagen y la piedad de la Virgen. Porque la Eucaristía es el alma de la Iglesia, «centro y culmen» de toda su vida. Y María fue asociada por Dios a todo el misterio del Hijo, desde su maternidad hasta la cruz. Es lógico que así sea vista también por la Iglesia. Ella es madre de la Iglesia. Y la Iglesia se construye por la Eucaristía. 

       Desde el punto de vista bíblico y eucarístico, Juan nos ha consignado dos escenas, en los cuales María tiene su parte central al lado de Jesús. Se trata del episodio de las bodas de Caná (cf. Jn 1,1-11),  que hay que unir estrechamente al de la multiplicación de los panes, en Jn 6, y del episodio del Calvario, en Jn 19. En el primero de los signos mesiánicos obrados por Jesús está clara la intervención de María, que toma la iniciativa: “no tienen vino”. Haced lo que Él os diga”. El mismo término de “mujer”, con que Jesús designa a su madre en esta ocasión, hace referencia al Génesis 2, 23, en que Dios dice a la serpiente: “Pongo enemistad perpetua entre ti y la mujer. Y entre tu linaje y el suyo. Éste te aplastara la cabeza” (Gn 3,15). Tenemos, por tanto, que en primero de los signos obrados por Cristo Mesías se convierte el agua en vino por la iniciativa de María, y representa el inicio de una nueva etapa de la historia de la salvación sacramentaria, cuyo centro será la Eucaristía, realizada en pan y vino.

       En esta nueva economía, María también es llamada mujer en la figura de Eva, tipo de su maternidad. En el Génesis, al hablarnos de Eva, tipo de Maria, se dice: “formó Yahvé Dios a la mujer” (Gén 2,22). Este pasaje indica que la Virgen  nueva Eva -viene a ser cabeza- estirpe de una nueva generación, la de la comunidad eclesial, que se nutre de la sangre y del cuerpo eucarístico de Cristo: “El hombre (Adán-Cristo-nuevo-Adán) exclamó: Esto sí que es ya hueso de mis huesos y carne de mi carne” (v.23).

       En el Nuevo Testamento, Juan da una aportación decisiva a la dimensión eucarística de la figura de María, no sólo en el relato del primer signo mesiánico, sino también en el de la pasión, donde Jesús confía al discípulo amado a su madre y viceversa, esto es, a Juan el cuidado de su madre (cf. Jn 19,25-27). Y en ambos casos nuevamente María es designada como “mujer” por su Hijo. Es claro que al ser su propio Hijo el que la designa así, cuando lo natural hubiera sido el término “madre”, demuestra que no se trata sólo de un gesto de piedad filial por parte de Jesús, sino sobre todo de un episodio de revelación decisiva. También aquí ella es llamada mujer otra vez, como nueva Eva, para subrayar el inicio en ella de una nueva generación, la de la Iglesia, que brota del costado abierto de Cristo, nuevo Adán, del que manaron la sangre y el agua, símbolos de los sacramentos de la Iglesia. María es constituida por Cristo en Madre de los nuevos hijos nacidos de la fe y del bautismo. 

       En San Juan, María permanece siendo la madre. Si  primero era sólo la madre del Hijo, ahora es también la madre de la Iglesia. Si primero su maternidad era física, ahora es también espiritual. En el Calvario la madre de Jesús es elegida y designada la madre de los discípulos de Jesús en la figura del discípulo amado.

       Por eso la Iglesia, sacramento salvífico, además de ser esencialmente eucarística, tiene también una connotación existencial mariana. María tiene, pues, una presencia y un papel decisivo tanto en la Encarnación como en la economía salvífica-sacramentaria de la Iglesia: en las dos, ella ha dicho su “fiat” en la fe, en la esperanza y en la caridad. En ambas ella es cabeza-estirpe de una nueva generación querida por Dios: en la primera, por la generación del Hijo de Dios hecho carne en su seno; en la segunda, por la generación de la comunidad eclesial que brota del costado de Cristo, que se nutre con el cuerpo y la sangre de Cristo, engendrados por María.

       La Iglesia, por eso, no celebra nunca la Eucaristía sin invocar la intercesión de la Madre del Señor. En cada Eucaristía, «María ofrece como miembro eminente de la Iglesia no sólo su consentimiento pasado en la Encarnación y en la cruz, sino también sus méritos y la presente intercesión materna y gloriosa» (Marialis cultus 20).La encíclica Redemptoris Mater de Juan Pablo II afirma que la maternidad espiritual de María «ha sido comprendida y vivida particularmente por el pueblo cristiano en el sagrado banquete, celebración litúrgica del misterio de la Redención, en el cual Cristo, su verdadero cuerpo nacido de María Virgen, se hace presente» (RMa 44).   Y continúa el Papa: «Con razón la piedad del pueblo cristiano ha visto siempre un profundo vínculo entre la devoción a la Santísima Virgen y el culto a la Eucaristía; es un hecho de relieve en la liturgia tanto occidental como oriental, en la tradición de las Familias religiosas, en la espiritualidad de los movimientos contemporáneos, incluso los juveniles, en la pastoral de los santuarios marianos. María guía a los fieles a la Eucaristía» (RMa 44).

2.- «AVE, VERUM CORPUS NATUM DE MARÍA VIRGINE,

        La Iglesia así lo comprende y lo canta agradecida en la antífona del Corpus Christi: «Ave, verum corpus natum de María Virgine, vere passum, inmolatum in cruce pro homine». Últimamente el Papa Juan Pablo II se ha referido a esta relación de la Eucaristía con María en dos documentos. En la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae, nos dice: «Misterio de luz es, por fin, la institución de la Eucaristía, en la cual Cristo se hace alimento con su cuerpo y su sangre bajo las especies del pan y del vino, dando testimonio de su amor por la humanidad “hasta el extremo” (Jn 13,1) y por cuya salvación se ofrecerá en sacrificio. Excepto en el de Caná, en estos misterios la presencia de María queda en el trasfondo. Los evangelios apenas insinúan su eventual presencia en algún que otro momento de la predicación de Jesús (cf Mc 3,31-35; Jn 2,12) y nada dicen sobre su presencia en el Cenáculo en el momento de la institución de la Eucaristía. Pero, de algún modo, el cometido que desempeña en Caná acompaña toda la misión de Cristo. La revelación, que en el bautismo en el Jordán proviene directamente del Padre y ha resonado en el Bautista, aparece también en labios de María en Caná y se convierte en su gran invitación materna dirigida a la Iglesia de todos los tiempos: “Haced lo que él os diga” (Jn 2,5). Es una exhortación que introduce muy bien las palabras y signos de  Cristo durante su vida pública, siendo como el telón de fondo mariano de todos los misterios de luz»  (Rosarium Virginis Mariae 1).

       En otro pasaje de esta misma Carta del Rosario de la Virgen nos propone el Papa a María como modelo de contemplación cristológica, que recorre y nos ayuda a vivir la espiritualidad eucarística. Lo titula el Papa: María modelo de contemplación, y nos dice en el número 10: «La contemplación de Cristo tiene en María su modelo insuperable”. El rostro del Hijo le pertenece de un modo especial. Ha sido en su vientre donde se ha formado, tomando también de Ella una semejanza humana que evoca una intimidad espiritual ciertamente más grande aún. Nadie se ha dedicado con la asiduidad de María a la contemplación del rostro de Cristo. Los ojos de su corazón se concentran de algún modo en Él ya en la anunciación, cuando lo concibe por obra del Espíritu Santo; en los meses sucesivos empieza a sentir su presencia y a imaginar sus rasgos. Cuando por fin lo da a luz en Belén, sus ojos se vuelven también tiernamente sobre el rostro del Hijo, cuando lo “envolvió en pañales y le acostó en un pesebre» (Lc2,7).

       Desde entonces su mirada, siempre llena de adoración y asombro, no se apartará jamás de Él. Será a veces una mirada interrogadora, como en el episodio de su extravío en el templo: “Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?” (Lc 2,48); será en todo caso una mirada penetrante, capaz de leer en lo íntimo de Jesús, hasta percibir sus sentimientos escondidos y presentir sus decisiones, como en Caná (cf Jn 2,5); otras veces será una mirada dolorida, sobre todo bajo la cruz, donde todavía será, en cierto sentido, la mirada de la <parturienta>, ya que María no se limitará a compartir la pasión y la muerte del Unigénito, sino que acogerá al nuevo hijo en el discípulo predilecto confiado a Ella (cf Jn 19,26-27); en la mañana de Pascua será una mirada radiante por la alegría de la resurrección y, por fín, una mirada ardorosa por la efusión del Espíritu  en el día de Pentecostés (cf He 1,14).

3.- LOS RECUERDOS DE MARÍA

11. María vive mirando a Cristo y tiene en cuenta cada una de sus palabras: “Guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón” (Lc 2,19; cf 2,51). Los recuerdos de Jesús, impresos en su alma, la han acompañado en todo momento, llevándola a recorrer con el pensamiento los distintos episodios de su vida junto al Hijo. Han sido aquellos recuerdos los que han constituido, en cierto sentido, el <rosario> que Ella ha recitado constantemente en los días de su vida terrenal.

       Ytambién ahora, entre los cantos de alegría de la Jerusalén celestial, permanecen intactos los motivos de su acción de gracias y su alabanza. Ellos inspiran su materna solicitud hacia la Iglesia peregrina, en la que sigue desarrollando la trama de su <papel> de evangelizadora. María propone continuamente a los creyentes los “misterios” de su Hijo, con el deseo de que sean contemplados, para que puedan derramar toda su fuerza salvadora. Cuando recita el rosario, la comunidad cristiana está en sintonía con el recuerdo y con la mirada de María (RVM 10 y 11).

MARÍA, «MUJER EUCARÍSTICA»

Así llama el Papa Juan Pablo II a María en la última Carta Encíclica sobre la Eucaristía Ecclesiade eucharistía. El  capítulo sexto y último lo titulo al Papa: EN LA ESCUELA DE MARÍA, MUJER EUCARÍSTICA. En este capítulo recoge el Papa la doctrina actual de la Iglesia, especialmente de los Mariólogos, elaborando una síntesis perfecta. Ya el Vaticano II había dado una amplia visión del lugar y papel obrado por María en la obra de la salvación, cuyo «centro y culmen» siempre será la Eucaristía: «(María) al abrazar de todo corazón y sin entorpecimiento de pecado alguno la voluntad salvífica de Dios, se consagró totalmente como esclava del Señor a la persona y la obra de su Hijo, sirviendo con diligencia al misterio de la redención con Él y bajo Él, con la gracia de Dios omnipotente« (LG 56).

        «María, concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, padeciendo con su Hijo cuando moría en la cruz, cooperó de forma enteramente impar a la obra del Salvador con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad, con el fin de restaurar la vida sobrenatural de las almas” (LG 61).

       «María mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo erguida (cf. Jo 19,25), sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la víctima que ella misma había engendrado» (LG 58).

       Sin el cuerpo de Cristo que «ella misma había engendrado» no hubiera sido posible ni la salvación ni la Eucaristía. Por eso María es Madre de la Eucaristía,  por ser la madre de Cristo, materia y forma del Misterio eucarístico; María es arca y tienda de la Nueva Alianza, por engendrar por la potencia del Amor del Espíritu Santo la carne y la sangre de Cristo, derramada para la Nueva y Eterna Alianza de Dios con los hombres; María fue el primer sagrario de Cristo en la tierra; María fue asociada expresamente por su Hijo en el sacrificio cruento de la Eucaristía, ofreciendo su vida con Él al Padre para la salvación de los hombres, consintiendo en su ofrenda y creyendo contra toda esperanza en la Palabra de Dios, creyendo que era el redentor de los hombres el que moría en la cruz.

       Por eso y por más razones, no he querido terminar  este libro sobre la Eucaristía, sin dedicarle a María el último capítulo, como he hecho hasta ahora en mis libros publicados. Es mucho lo que Cristo confió en y a su madre y mucho lo que ella hace en la Iglesia actualmente, siempre asociada y unida totalmente a  su Hijo, su mayor tesoro y fundamento de todas sus grandezas y misiones, y es mucho también lo que todos debemos a María  «mujer eucarística». 

       Esta actitud eucarística de María ya había sido resumida por el mismo Pontífice en otro documento con estas palabras:   «Y hacia la Virgen María miran los fieles que escuchan la Palabra proclamada en la asamblea dominical, aprendiendo de ella a conservarla y meditarla en el propio corazón (cf Lc 2,19). Con María los fieles aprenden a estar a los pies de la cruz para ofrecer al Padre el sacrificio de Cristo y unir al mismo el ofrecimiento de la propia vida. Con María viven el gozo de la resurrección, haciendo propias las palabras del Magníficat que canta el don inagotable de la divina misericordia en la inexorable sucesión del tiempo: “Su misericordia alcanza de generación en generación a los que lo temen” (Lc 1,50). De domingo en domingo, el pueblo peregrino sigue las huellas de María, y su intercesión materna hace particularmente intensa y eficaz la oración que la Iglesia eleva a la Santísima Trinidad» (Dies Domini 86).        Y ahora paso ya a transcribir literalmente el capítulo sexto y último de la Encíclica Ecclesiade eucharistia, donde el Papa Juan Pablo II recoge de modo insuperable, al menos por mí, la doctrina eucarístico-mariana actual.

CAPÍTULO VI

EN LA ESCUELA DE MARÍA, “MUJER EUCARÍSTICA”

53. Si queremos descubrir en toda su riqueza la relación íntima que une Iglesia y Eucaristía, no podemos olvidar a María, Madre y modelo de la Iglesia. En la Carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, presentando a la Santísima Virgen como Maestra en la contemplación del rostro de Cristo, he incluido entre los misterios de la luz también la institución de la Eucaristía (20). Efectivamente, María puede guiamos hacia este Santísimo Sacramento porque tiene una relación profunda con Él.

       A primera vista, el Evangelio no habla de este tema. En el relato de la institución, la tarde del Jueves Santo, no se menciona a María. Se sabe, sin embargo, que estaba junto con los Apóstoles, “concordes en la oración” (cf. Hch 1, 14), en la primera comunidad reunida después de la Ascensión en espera de Pentecostés. Esta presencia suya no pudo faltar ciertamente en las celebraciones eucarísticas de los fieles de la primera generación cristiana, asiduos “en la fracción del pan” (Hch 2, 42).

       Pero, más allá de su participación en el Banquete eucarístico, la relación de María con la Eucaristía se puede delinear indirectamente a partir e su actitud interior. María es mujer “eucarística” con toda su vida. La Iglesia, tomando a María como modelo, ha de imitarla también en su relación con este santísimo Misterio.

 

54. “Mysterium fidei”. Puesto que la Eucaristía es misterio de fe, que supera de tal manera nuestro entendimiento que nos obliga al más puro abandono a la palabra de Dios, nadie como María puede ser apoyo y guía en una actitud como ésta. Repetir el gesto de Cristo en la Ultima Cena, en cumplimiento de su mandato: “¡Haced esto en conmemoración mía!”, se convierte al mismo tiempo en aceptación de la invitación de María a obedecerle sin titubeos: “Haced lo que él os diga” (Jn 2, 5). Con la solicitud materna que muestra en las bodas de Caná, María parece decirnos: “no dudéis, fiaros de la Palabra de mi Hijo. Él, que fue capaz de transformar el agua en vino, es igualmente capaz de hacer del pan y del vino su cuerpo y su sangre, entregando a los creyentes en este misterio la memoria viva de su Pascua, para hacerse así “pan de vida”.

55. En cierto sentido, María ha practicado su fe eucarística antes incluso de que ésta fuera instituida, por el hecho mismo de haber ofrecido su seno virginal para la encarnación del Verbo de Dios. La Eucaristía, mientras remite a la pasión y la resurrección, está al mismo tiempo en continuidad con la Encarnación. María concibió en la anunciación al Hijo divino, incluso en la realidad física de su cuerpo y su sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor.

       Hay, pues, una analogía profunda entre el fiat pronunciado por María a las palabras del Ángel y el amén que cada fiel pronuncia cuando recibe el cuerpo del Señor. A María se le pidió creer que quien concibió “por obra del Espíritu Santo era el Hijo de Dios” (cf. Lc 1, 30.35). En continuidad con la fe de la Virgen, en el Misterio eucarístico se nos pide creer que el mismo Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, se hace presente con todo su ser humano-divino en las especies del pan y del vino.

       “Feliz la que ha creído” (L 1, 45): María ha anticipado también en el misterio de la Encarnación la fe eucarística de la Iglesia. Cuando, en la Visitación, lleva en su seno el Verbo hecho carne, se convierte de algún modo en “ tabernáculo el primer tabernáculo de la historia” donde el Hijo de Dios, todavía invisible a los ojos de los hombres, se ofrece a la adoración de Isabel, como “irradiando” su luz a través de los ojos y la voz de María. Y la mirada embelesada de María al contemplar el rostro de Cristo recién nacido y al estrecharlo en sus brazos, ¿no es acaso el inigualable modelo de amor en el que ha de inspirarse cada comunión eucarística?

       María, con toda su vida junto a Cristo y no solamente en el Calvario, hizo suya la dimensión sacrificial de la Eucaristía. Cuandollevó al niño Jesús al templo de Jerusalén “para presentarle al Señor” (Lc 2, 22), oyó anunciar al anciano Simeón que aquel niño sería “señal de contradicción” y también que una “espada” traspasaría propia alma (cf. Lc 2, 34.35). Se preanunciaba así el drama del Hijo crucificado y, en cierto modo, se prefiguraba el “stabat Mater” de la Virgen al pie de la Cruz. Preparándose día a día para el Calvario, María vive una especie de “Eucaristía anticipada” se podría decir, una “comunión espiritual” de deseo y ofrecimiento, que culminará en la unión con el Hijo en la pasión y se manifestará después, en el período postpascual, en su participación en la celebración eucarística, presidida por los Apóstoles como “memorial” de la pasión.

       ¿Cómo imaginar los sentimientos de María al escuchar de la boca de Pedro, Juan, Santiago y los otros Apóstoles, las palabras de la Última Cena: “Éste es mi cuerpo que es entregado por nosotros”? (Lc 22, 19) Aquel cuerpo entregado como sacrificio y presente en los signos sacramentales, ¡era el mismo cuerpo concebido en su seno! Recibir la Eucaristía debía significar para María como si acogiera de nuevo en su seno el corazón que había latido al unísono con el suyo y revivir lo que había experimentado en primera persona al pie de la Cruz.

 

57. “Haced esto en recuerdo mío” (Lc 22, 19). En el “memorial” del Calvario está presente todo lo que Cristo ha llevado a cabo en su pasión y muerte. Por tanto, no falta lo que Cristo ha realizado también con su Madre para beneficio nuestro. En efecto, le confía al discípulo predilecto y, en él, le entrega a cada uno de nosotros: “¡He aquí a tu hijo!”. Igualmente dice también a todos nosotros: “¡He aquí a tu madre!” (cf. Jn19 ,26.27).  

       Vivir en la Eucaristía el memorial de la muerte de Cristo implica también recibir continuamente este don. Significa tomar con nosotros a ejemplo de Juan a quien una vez nos fue entregada como Madre. Significa asumir, al mismo tiempo, el compromiso de conformarnos a Cristo, aprendiendo de su Madre y dejándonos acompañar por ella. María está presente con la Iglesia, y como Madre de la Iglesia, en todas nuestras celebraciones eucarísticas. Así como Iglesia y Eucaristía son un binomio inseparable, lo mismo se puede decir del binomio María y Eucaristía. Por eso, el recuerdo de María en el celebración eucarística es unánime, ya desde la antigüedad, en las Iglesias de Oriente y Occidente.

 

58. En la Eucaristía, la Iglesia se une plenamente a Cristo y a su sacrificio, haciendo suyo el espíritu de María. Es una verdad que se puede profundizar releyendo el Magnificat en perspectiva eucarística. La Eucaristía, en efecto, como el canto de María, es ante todo alabanza y acción de gracias. Cuando María exclama “mi alma engrandece al Señor, mi espíritu exulta en Dios, mi salvador” lleva a Jesús en su seno. Alaba al Padre “por” Jesús, pero también lo alaba “en” Jesús y “con” Jesús. Esto es precisamente la verdadera “actitud eucarística”.

       Al mismo tiempo, María rememora las maravillas que Dios ha hecho en la historia de la salvación, según la promesa hecha a nuestros padres (cf. Lc 1, 55), anunciando la que supera a todas ellas, la encarnación redentora. En el magníficat en fin, está presente la tensión escatológica de la Eucaristía. Cada vez que el Hijo se presenta bajo la “pobreza” de las especies sacramentales, pan y vino, se pone en el mundo el germen de la nueva historia, en la que “se derriba del trono a los poderosos  y se enaltece a los humildes” (cf. Lc1, 52). María canta el “cielo nuevo” y la “tierra nueva” que se anticipan en la Eucaristía y, en cierto sentido, deja entrever su “diseño” programático. Puesto que el Magnificat expresa la espiritualidad de María, nada nos ayuda a vivir mejor el Misterio eucarístico que esta espiritualidad. ¡La Eucaristía se nos ha dado para que nuestra vida sea, como María, toda ella un magnjficat !

 

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JESUCRISTO, EUCARISTÍA DIVINA, TÚ LO HAS DADO TODO POR MÍ, CON AMOR EXTREMO, HASTA DAR LA VIDA Y QUEDARTE POR AMOR A LOS HOMBRE EN TODOS LOS SAGRARIOS DE LA TIERRA.  

 

TAMBIÈN YO QUIERO DARLO TODO POR TI, PORQUE PARA MÍ TÚ LO ERES TODO, YO QUIERO QUE LO SEAS  TODO.

 

JESUCRISTO EUCARISTÍA, YO CREO EN TI.

 

JESUCRISTO EUCARISTÍA, YO CONFÍO EN TI.

 

JESUCRISTO EUCARISTÍA, TÚ ERES EL HIJO DE DIOS.

21ª MEDITACÓN

LA EUCARISTÍA, LA MEJOR ESCUELA DE ORACIÓN

INTRODUCCIÓN

       Todos sabemos, por clásica, la definición de Santa Teresa sobre oración: «No es otra cosa oración mental, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (V 8,5). Parece como si la santa hubiera hecho esta descripción mirando al sagrario, porque allí es donde está más presente el que nos ama: Jesucristo vivo, vivo y resucitado. De esta forma, Jesucristo presente en el sagrario, se convierte en el mejor maestro de oración, y el sagrario,  en la mejor escuela.

Tratando muchas veces a solas de amistad con Jesucristo Eucaristía, casi sin darnos cuenta nosotros, «el que nos ama» nos invita a seguirle y vivir su misma vida eucarística, silenciosa,  humilde, entregada a todos por amor extremo, dándose pero sin  imponerse ... Y es así cómo la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de santidad, de unión y vivencia de los sentimientos y actitudes de Cristo.

Esto me parece que es la santidad cristiana. De esta forma,  la escuela de amistad pasa a ser escuela de santidad. Finalmente y  como consecuencia lógica, esta  vivencia de Cristo Eucaristía, trasplantada a nosotros por la unión de amor  y la experiencia, se convierte o nos transforma en llamas de amor viva y apostólica: la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de apostolado.

Pues bien, de esto se trata en este libro; este libro quiere ser una ayuda para recorrer este camino de encuentro con Jesucristo Eucaristía en  trato de amistad, pero de forma directa y vivencial, de tú a tú, a pecho descubierto, sin trampas ni literaturas. No quiere ser un libro teórico sobre Eucaristía, oración, santidad, sacerdocio, apostolado, bautizados.... Quiere ser libro de vida, quiere ser un itinerario de  encuentro personal con Jesucristo Eucaristía y el título podía haber sido también   EUCARÍSTICAS (VIVENCIAS), porque  es el nombre, que, hace más de cuarenta años,  puse en la primera página de un cuaderno de pastas grises y folios a cuadritos. Me lo llevaba siempre a la iglesia, en los primeros años de mi sacerdocio, porque así me lo habían enseñado --contemplata aliis tradere-- para anotar las ideas,  que Jesús Eucaristía me inspiraba. Más bien eran vivencias, sentimientos, fuegos y llamaradas de corazón, que yo traducía luego en ideas para predicar mis homilías. De aquí el nombre que puse a mi primer libro: EUCARÍSTICAS (VIVENCIAS).

Hay otro título, que,  en razón de la materia y del método empleados, me hubiera gustado también poner al presente libro: LA PRESENCIA EUCARÍSTICA, PRESENCIA DE AMISTAD Y SALVACIÓN PERMANENTEMENTE OFRECIDAS. Reflejaría perfectamente las intenciones de Cristo en este sacramento, que el autor ha tratado de exponer. No olvidemos que el Verbo de Dios se hizo carne, y luego una cosa, un poco de pan, por amor extremo al Padre, cumpliendo su voluntad, y por los hombres, para salvarlos. Su presencia eucarística perpetúa y prolonga su encarnación salvadora, con amor extremado, hasta el fín de los tiempos, en amistad y salvación permanentemente ofrecidas a todos los hombres. Desde su presencia en la eucaristía, sigue diciéndonos a todos, de palabra y de obra: “Vosotros sois mis amigos”, “me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”, “ya no os llamo siervos, porque todo lo que he oído a mi Padre, os lo he dado a conocer”, “yo doy la vida por mis amigos”,”Nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos”.

Esta amistad salvadora para con nosotros ha sido el motivo principal de su Encarnación y de la Eucaristía, que es una encarnación continuada. Y esto es lo que busca siempre en cada misa y comunión y desde cualquier sagrario de la tierra: salvarnos desde la cercanía de una amistad recíproca. Y esto es también lo que pretendo recordar en este libro: que Jesucristo está vivo, vivo y resucitado en la eucaristía y busca nuestra amistad, no porque Él necesite de nosotros, -- Él es Dios, ¿qué le puede dar el hombre que El no tenga?--, sino porque nosotros necesitamos de El, para realizar el proyecto maravilloso de eternidad, que la Santísima Trinidad tiene  sobre cada uno de nosotros y por el cual existimos.

Ya no podemos renunciar a este proyecto, porque si existimos, ya no dejaremos de existir; los que tenemos la dicha de vivir, ya no moriremos, somos eternidad, aquí nadie  muere ya, somos eternidad iniciada en el tiempo para fundirse en la misma eternidad de Dios Trino y Uno. De aquí la gravedad de los abortos y demás y de equivocarse, porque nos equivocamos para siempre, para siempre, para siempre. Es que somos eternos. Mi vida es más que esta vida, el hombre es más que hombre, es un misterio, que sólo Dios Trino y Uno conoce, porque nos ha creado a su imagen y semejanza y todo esto nos lo ha revelado por la Palabra hecha carne. Dios entrando dentro de sí mismo y viendose tan lleno de vida y de amor, creó a otros seres para hacerlos partícipes de su misma dicha. 

“En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios... Todas las cosas fueron hechas por El y sin El no se hizo nada de cuanto se ha hecho” (Jn 1,1-3), pero no sólo este mundo, sino la misma realidad divina, porque al contemplarse el Padre a sí mismo, en su mismo serse por sí mismo y verse tan lleno de vida, de amor, de felicidad, de hermosura,  «de túneles y cavernas insospechadas», de paisajes y felicidad y fuego de las relaciones divinas del volcán divino en eterna erupción de su esencia, se vio plenamente en su Idea y la pronunció en Palabra llena de amor para sí y se amó con fuego de su mismo Espíritu y luego la pronunció para nosotros, llena de amor en la misma Idea, Imagen y Palabra con la que se dice plenamente a Sí mismo y se dice lo grande e infinito que se es por sí mismo en gozo de amor de Espíritu Santo, y que luego la dice y la canta llena de ese mismo amor para nosotros, para toda la humanidad,  en su misma Idea y Palabra con la que se dice a sí mismo en canción eterna de amor.

¡Qué grande es ser hombre! ¡Qué suerte, qué predilección de Dios el existir, qué grandeza!  “En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres”. Ahora comprendo la Eucaristía, ahora comprendo lo que vale cada hombre, no he sido yo, ha sido Dios quien ha puesto el precio y qué alto: toda la sangre y la vida de Cristo; la Eucaristía es el precio que yo valgo, el proyecto y el amor que Dios tiene al hombre, el amor de Cristo a los suyos, todos los hombres, con amor extremo, hasta dar la vida, en obediencia total al Padre... Por eso, meditando todo esto, con qué amor voy a celebrar la eucaristía, con qué hambre y sed la voy a comer, con qué ternura y piedad y cuidado la voy a tocar y  venerar en cada sagrario de la tierra.

Esta amistad, como todas, tiene un itinerario, unas etapas, unas exigencias, una correspondencia, un abrazo y una fusión de amor y de unión total. Con toda  humildad y verdad  esto es lo que principalmente he querido describir, en la medida de mis conocimientos y experiencias sacerdotales de almas, seminaristas, grupos de oración ...etc, en este libro.

Supuesto el fundamento bíblico-teológico-dogmático, sobre lo que hay mucho escrito y bueno, yo he querido más bien hablar de Jesucristo Eucaristía en línea de experiencia de amistad particular con El, sentida y vivida por medio de la oración eucarística, personal y litúrgica, porque es lo que me interesa y necesitamos todos,  el mundo y la Iglesia. ¿Para qué quiero tener un doctorado en Teología, incluso en Cristología, si no tengo experiencia de Él, si no sentimos  su presencia y su amor, que nos demuestren que Cristo verdaderamente existe y es verdad, si no siento dentro de mí su misma vida y sentimientos, viviendo así en plenitud nuestra fe y cristianismo, nuestro injerto bautismal, nuestro sacerdocio, nuestro compromiso y misión,  nuestro  presente y eternidad?

Este camino tiene sus particularidades y singularidades; la mayor de todas, tal vez, es que se trata de un amigo, que está invisible para los ojos de la carne, lo cual, para un primerizo, es una gran dificultad, pero si se deja guiar por otros, que ya hayan hecho el recorrido, resulta más fácil caminar en esta no visibilidad de la persona amada, en la oscuridad de la fe, único camino para encontrarnos con El, porque la fe es la luz de Dios, es como un rayo del sol,  dirá infinidad de veces S. Juan de la Cruz, que supera nuestro entendimiento y facultades, y si le miramos de frente, directamente, nos ciega, por la abundancia y exceso de luz.    

Para la oración eucarística, como para todo camino, es bueno tener guías, que hayan hecho este recorrido verdaderamente, no sólo teóricamente, y que nos vayan orientando, especialmente en etapas de oscuridad de la fe y de la esperanza en el desierto de la vida, que necesariamente tenemos que atravesar  hasta llegar a la amistad total, a la tierra prometida;  en fín,  se trata de recorrer un camino verdadero, no meramente imaginativo, sino de fe y de vida, recorrido ya por mucha gente cristiana, desde los primeros tiempos, desde la misma presencia de Cristo en Palestina. Por eso, lo primero de todo será la fe, fe eucarística; lo será siempre, pero, sobre todo, en los comienzos de esta amistad; esta fe hay que pedirla y cultivarla mucho, hay que pasar de una fe heredada, como todos hemos recibido, a una fe personal, que nos lleve a la experiencia del misterio eucarístico.

De todo esto hablo en el presente libro. Unido a la fe, va el amor, la oración, la conversión... Estos tres verbos ORAR-AMAR-CONVERTIRSE tienen para mí casi el mismo significado y se conjugan igual y el orden tampoco altera el producto, pero siempre en línea de experiencia de Cristo vivo, vivo y resucitado, principalmente, en relación con su Presencia Eucarística, dejando aparte la espiritualidad de la Eucaristía como misa y comunión, de las cuales hablaré más ampliamente en otro libro, en el que ya trabajo y cuyo título podía ser: CELEBRAR Y VIVIR LA EUCARISTÍA “EN ESPÍRITU Y VERDAD”.

Quisiera añadir que muchas de las páginas del presente libro  fueron escritas  mirando al sagrario. Me gustaría que, si fuera posible, así también fueran leídas o meditadas: a los pies del Maestro, como María en Betania. Es que tengo la impresión de que ahí radica toda su fuerza. Este libro quiere ser una sencilla ayuda para el encuentro con Jesucristo Eucaristía. Si os sirven para esto, (adorado sea el santísimo sacramento del altar!

Recuerdo como si fuera hoy mismo la primera «Eucarística» vivencia, que escribí junto al sagrario de mi primer destino apostólico:

 

«Señor, Tú sabías que serían muchos los que no creerían  en Ti, Tú sabías que muchos no te seguirían ni te amarían en este sacramento, Tú sabías que muchos no tendrían hambre  de tu pan ni de tu amor ni de tu presencia eucarística, Tú sabías que el sagrario sería un trasto más de la Iglesia, al que se le ponen flores y se le adorna algunos días de fiesta... Tú lo sabías todo... y, sin embargo, te quedaste;  te quedaste para siempre en el pan consagrado, como amor inmolado por todos, como comida de amor para todos,  como presencia de  amistad ofrecida  a tus sacerdotes, a tus seguidores, a todos los hombres... Gracias, Señor, qué bueno eres , cuánto nos amas... verdaderamente nos amaste hasta el extremo, hasta el extremo de tus fuerzas y amor, hasta el extremo del tiempo, del olvido y de todo.

 

Muchas veces te digo: Señor, si Tú sabías de nuestras rutinas y faltas de amor, de  nuestros abandonos y faltas de correspondencia y, a pesar de todo, te quedaste, entonces, Señor, no mereces compasión..., porque tu lo sabías, Tú lo sabías todo....y, sin embargo,  te quedaste... Qué emoción siento, Señor, al contemplarte en cada sagrario, siempre con el mismo amor, la misma entrega....eso sí que es amar hasta el extremo de todo y del todo. Qué bueno eres, cuánto nos quieres, Tú sí que amas de verdad, nosotros no entendemos de las locuras de tu amor, nosotros somos más calculadores,  nosotros somos limitados en todo.

 

Señor, por qué me amas tanto, por qué me buscas tanto, por que te humillas tanto, por que te rebajas tanto... hasta hacerte no solo hombre sino una cosa, un poco de pan por mí.... Señor, pero qué puedo darte yo que Tú no tengas....qué puede darte el hombre.... Si Tú eres Dios, si Tú lo tienes todo... no me entra en la cabeza, no encuentro respuesta, no lo comprendo, Señor, sólo hay una explicación: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”.

 

Nos amaste hasta el extremo, cuando en el seno de la Santísima Trinidad te ofreciste al Padre por nosotros: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad” y la cumpliste   en la Ultima Cena, anticipando tu pasión y muerte por nosotros, cuando temblando de emoción, con el pan en las manos, te entregaste en sacrificio y comida y presencia permanente por todos:  “Tomad y comed, esto es mi cuerpo... Tomad y bebed, esta es mi sangre...”.

 

En tu corazón eucarístico está vivo ahora y presente todo este amor, toda esta entrega, toda esta emoción, Bla he sentido muchas veces,B  la ofrenda de tu vida al Padre y a los hombres, que te llevó a la Encarnación, a la pasión, muerte y resurrección, para que todos tuviéramos la vida nueva del resucitado y entrar así con El  en el círculo del amor trinitario del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.... y también para que nunca dudásemos de la verdad de tu amor y de tu entrega. Gracias, gracias, gracias, Señor... Átame, átanos para siempre a tu amor, a tu Eucaristía, a la sombra de tu sagrario, para que comprendamos y correspondamos a la locura de tu amor».  

22ª MEDITACIÓN

NECESIDAD DE LA FE VIVA PARA EL ENCUENTRO EUCARÍSTICO.

PRIMERA PARTE

LA EUCARISTÍA, ESCUELA DE ORACIÓN

1.- NECESIDAD ABSOLUTA DE LA FE PARA EL ENCUENTRO EUCARÍSTICO

Queridos hermanos: Me gustaría describiros un poco el camino ordinario que hay que seguir para conocer y amar a Jesucristo Eucaristía: es la oración eucarística o sencillamente la oración en general, de la que Santa Teresa nos dice ,  «que no es otra cosa oración, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama».  Al «tratar muchas veces a solas con quien sabemos que nos ama», poco a poco nos vamos adentrando y encontrando con Él en la Eucaristía que es donde está más presente  «el que nos ama» y esto es en concreto la oración eucarística, hablar, encontrarnos,  tratar de amistad con Jesucristo Eucaristía.

Éste es el mejor camino que yo conozco y he seguido para descubrirlo vivo, vivo y resucitado, y no como un tesoro escondido, sino como un tesoro mostrado, manifestado y predicado abiertamente, permanentemente ofrecido y  ofreciéndose como evangelio vivo, como amistad, como pan de vida, como confidente y amigo para todos los hombres,  en todos los sagrarios de la tierra. El sagrario es el nuevo templo de la nueva alianza para encontrarnos y alabar a Dios en la tierra, hasta que lleguemos al templo celeste y contemplarlo glorioso. No es que haya dos Cristos, siempre es el mismo, ayer, hoy y siempre, pero manifestado de forma diferente. “Destruid este templo y yo lo reedificaré en tres días. Él hablaba del templo de su cuerpo” (Jn 2,19). Cristo Eucaristía es el nuevo sacrificio, la nueva pascua, la nueva alianza, el nuevo culto, el nuevo templo, la nueva tienda de la presencia de Dios y del encuentro, en la que deben reunirse los peregrinos del desierto de la vida, hasta llegar a la tierra prometida, hasta la celebración de la pascua celeste.

Por eso,«la Iglesia, apelando a su derecho de esposa», se considera propietaria y depositaria de este tesoro, por el cual merece la pena venderlo todo para adquirirlo, y  lo guarda con esmero y cuidado extremo y le enciende permanentemente la llama de la fe y del amor más ardiente, y se arrodilla y lo adora y se lo come de amor. “No es el marido dueño de su cuerpo sino la esposa” (1Cor 7, 4). El sagrario es Jesucristo resucitado en salvación y amistad permanentemente ofrecidas. Quiero decir con esto, que no se trata de un privilegio, de un descubrimiento, que algunos cristianos encuentran por suerte o casualidad, sino que es el encuentro natural de todo creyente, que se tome en serio la fe cristiana, y quiere recorrer de verdad las etapas de este camino.

La presencia de Cristo en la Eucaristía sólo comienza a comprenderse a partir de la fe, es decir, desde una actitud de sintonía con las palabras del Señor, que Él  expresó  bien claro: “Tomad y comed, esto es mi cuerpo...”; “el que me coma, vivirá por mí...”; “...el agua, que yo le daré, se hará en él una fuente que salte hasta la vida eterna” ; “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. Y la puerta para entrar en este camino y en esta vida y verdad que nos conducen hasta Dios, es Cristo, por medio de la oración personal hecha liturgia y vida o la oración litúrgica y la vida, hecha oración personal, que para mí todo está unido, pero siempre oración, al menos «a mi parecer». Y  para encontrar en la tierra a Cristo vivo, vivo y resucitado, el sagrario es «la fonte que mana y corre, aunque es de noche», es decir, sólo por la fe, dando un sí a sus palabras, por encima de toda explicación humana, es como podemos  acercarnos a esta fuente del Amor y de la Vida y de la Salvación, que mana del  Espíritu de Cristo, que es Espíritu Santo: Fuego, Amor, Alma y Vida de mi Dios  Trino y Uno:  Padre,  Hijo y  Espíritu Santo. Ahí está la fuente divina y hasta ahí nos lleva esta agua divina: “que salta hasta la vida eterna”.

«Qué bien sé yo la fonte que mana y corre,

aunque es de noche.

Aquesta eterna fonte está escondida

 en este vivo pan por darnos vida,

aunque es de noche.

Aquí se está llamando a las criaturas,

y de esta agua se hartan, aunque a oscuras,

porque es de noche.

Aquesta viva fonte que deseo,

en este pan de vida yo la veo,

aunque es de noche».   (S. Juan de la Cruz)

El primer paso, para tocar a Jesucristo, escondido en este pan por darnos vida, llamando a las criaturas, manando hasta la vida eterna, es la fe, llena de amor y de esperanza, virtudes sobrenaturales, que nos unen directamente con Dios. Y la fe es fe, es un don de Dios, no la fabricamos nosotros, no se aprende en los libros ni en la teología, hay que pedirla, pedirla intensamente y muchas veces, durante años, en la sequedad y aparente falta de respuesta, en  noche de luz humana y en la oscuridad de nuestros saberes, con esfuerzo  y conversión permanente. El Señor espera de nosotros un respeto emocionado, que se oriente por el camino del amor y de la fe y adoración más que por el camino de la investigación y curiosidad. La presencia de amor y de totalidad por parte de Cristo reclaman presencia de donación por parte del creyente, desde lo más hondo de su corazón.

       La fe es el conocimiento, que Dios tiene de sí mismo y de su vida y amor y de su proyecto de salvación, que se convierten en misterios para el hombre, cuando Él, por ese mismo amor que nos tiene, desea comunicárnoslos. Dios y su vida son misterios para nosotros, porque nos desbordan y no podemos abarcarlos, hay que aceptarlos sólo por la confianza puesta en su palabra y en su persona, en  seguridad de amor, a oscuras del entendimiento que no puede comprender. Para subir tan alto, tan alto, hasta el corazón del  Verbo de Dios, hecho pan de eucaristía, hay que subir  «toda ciencia trascendiendo». Podíamos aplicarle los versos de  S. Juan de la Cruz: «Tras un amoroso lance, y no de esperanza falto, volé tan alto tan alto, que le dí a la caza alcance».

Nuestra fe eucarística es un sí, un amén, una respuesta  a la palabra de Cristo, predicada por los Apóstoles, celebrada en la liturgia de la Iglesia, meditada por los creyentes, vivida y experimentada por los santos y anunciada a todos los hombres. La fe y la oración, fruto de la fe, siempre será un misterio, nunca podemos abarcarla perfectamente, sino que será ella la que nos abarca a nosotros y nos domina y nos desborda, porque la oración es encuentro con el Dios vivo e infinito. Será siempre transcendiendo lo creado, en una unión con Dios sentida pero no poseída, pero deseando, siempre deseando más del Amado, en densa oscuridad de fe, llena de amor y de esperanza del encuentro pleno. Y así, envuelta en esta profunda oscuridad de la fe, más cierta y segura que todos los razonamientos humanos,  la criatura, siempre transcendida y «extasiada», salida de sí misma,  llegará  al abrazo y a la unión total con el Amado: «Oh noche que guiaste, oh noche amable más que la alborada, oh noche que juntaste Amado con amada, amada en el Amado transformada».

Sólo por la fe tocamos y nos unimos  a Dios y a sus misterios: “El evangelio es la salvación de Dios para todo el que cree. Porque en él se revela la justicia salvadora de Dios para los que creen, en virtud de su fe, como dice la Escritura: El justo vivirá por su fe” (Rom 1,16-17). A Jesucristo se llega mejor por el evangelio y cogido de la mano de los verdaderos creyentes: los santos, nuestros padres, nuestros sacerdotes... y todos los amigos de Jesús, que  han vivido el evangelio y  han recorrido este camino de oración, del encuentro eucarístico, y nos indican perfectamente cómo se llega hasta El, cuáles son las dificultades, cómo se superan.

Este camino hay que recorrerlo siempre con la certeza confiada de la fe de la Iglesia, de nuestros padres y catequistas. “Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá” (Lc 1,45). María, modelo y madre de la fe, llegó a conocer a su Hijo y a vivir todos sus misterios más y mejor más por la fe, “meditándolos en su corazón”, que por lo que veía con los ojos de la carne. Y esa fe la llevó a descubrir todo el misterio de su Hijo y permaneció fiel hasta la cima del calvario, creyendo, contra toda apariencia humana, que era el Redentor del mundo e Hijo de Dios el que moría solo y abandonado de todos, sin reflejos de gloria ni de cielo, en la cruz. San Agustín llega a decir que María fue más dichosa y más madre de Jesús por la fe, esto es, por haber creído y haberse hecho esclava de su Palabra, que por haberle concebido corporalmente.

Por la fe nosotros sabemos que Jesucristo está en el sacramento, en la Eucaristía, realizando lo que hizo y dijo. Podemos luego tratar de explicarlo según la razón y para eso es la teología, pero hasta ahora no  podemos explicarlo plenamente. Y esto es lo más importante. La fe lo ve, porque la fe es el conocimiento que Dios tiene de las cosas, aunque yo, que tengo esa fe, que participo de ese conocimiento, no lo vea, como he dicho antes, porque no puedo ver con la luz y profundidad de Dios. Solo el conocimiento místico se funde en la realidad amada y la conoce. Los místicos son los exploradores que  Moisés mandó por delante a la tierra prometida, y que, al regresar cargados de vivencias y frutos, nos hablan de las  maravillas de la tierra prometida a todos, para animarnos a seguir caminando hasta contemplarla y poseerla.

Por eso, el teólogo no puede habitar en dos mundos separados, cada uno de los cuales exija certezas contrarias en donde la afirmación de la fe no pueda ser aceptada por la razón. La teología es la luz de la fe que intenta, con la ayuda de la Palabra y el Espíritu, conquistar el mundo de la razón con palabras humanas, para que el teólogo o creyente se haga creyente por entero. Por eso, la teología es un apostolado hacia dentro, que trata de evangelizar a la razón,  llevándola a acoger el misterio ya presente en la Iglesia y en su corazón de creyente. "Deshacemos sofismas y toda altanería que se subleva contra el conocimiento de Dios y reducimos a cautiverio todo entendimiento para obediencia de Cristo" (2 Cor 10,4s). Dios, que resucita a Cristo con el poder y la gloria del Espíritu Santo, es el Señor de la teología católica. El señorío de Cristo no violenta a la inteligencia que razona, forzándola a acoger unas verdades ininteligibles. No la humilla sino que la salva de sus estrecheces, haciendola, humilde, capaz de Dios, como María, que acoge la Palabra de Dios sin comprenderla. Luego, al vivir desde la fe los misterios de Cristo, lo comprende todo desde el amor extremo de Dios al hombre.

Toda la Noche del espíritu, para S. Juan de la Cruz, está originada por este deseo de Dios, de comunicarse con su criatura; el alma queda cegada por el rayo del sol de la luz divina, que para ella se convierte en oscuridad y en ceguedad por excesiva luz y sufre por su limitación en ver y comprender cómo Dios ve su propio Ser y Verdad;  a este conocimiento profundo de Dios se llega mejor amando que razonando, por vía de amor más que por vía de inteligencia, convirtiéndose el alma en «llama de amor viva».

La teología es esclava de la fe y servidora de los fieles; no tiene que «dominar sobre la fe sino contribuir al gozo de los creyentes» (cfr 2 Cor 1,24). Ante los propios misterios la teología ha de ser modesta y llena de discreción. Sería un sacrilegio y una ingratitud empeñarse en desgarrar el velo bajo el que se revela el Señor, cuando es ya tan grande la condescendencia de aquel que se da a conocer de este modo. Para seguir siendo discreta y sumisa la teología tendrá que imitar el respeto emocionado de los apóstoles ante la aparición del Resucitado en la orillas del lago: "Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: ¿quién eres tú?”. Por lo tanto, no buscará evidencias racionales para eludir la obligación de creer; no preguntará: ¿Es verdad todo esto que hace y dice el Señor? sino que humildemente dirá: Señor ayúdanos a comprender mejor lo que nos dices y haces:“Señor, yo creo, pero aumenta mi fe”. La Eucaristía puede estudiarse desde fuera, partiendo de la elementos visibles que la constituyen o desde dentro, partiendo del misterio del que es sacramento memorial. Aquel que es para siempre la Palabra, la biblioteca inagotable de la Iglesia, su archivo inviolable,  condensó toda su vida en los signos y palabras de la Eucaristía: es su suma teológica. Para leer este libro eucarístico que es único, no basta la razón, hace falta la fe y el amor que hagan comunión de sentimientos con el que dijo: “acordaos de mí”, de mi emoción por todos vosotros, de mis deseos de entrega, de mis ansias de salvación, de mis manos temblorosas, de mi amor hasta el extremo...[5]

San Juan de la Cruz nos dirá que para conocer a Dios y sus misterios es mejor el amor que la razón, porque ésta no puede abarcarle, pero por  el amor me uno al objeto amado y me pongo en contacto con él y me fundo con él en una sola realidad en llamas. Son los místicos, los que experimentan los misterios de Dios y de la fe, que nosotros creemos desde la Teología o celebramos en la liturgia. Para S. Juan de la Cruz, la teología, el conocimiento de Dios debe ser «noticia amorosa, sabiduría de amor, llama de amor viva, que hiere de mi alma en el más profundo centro...» no conocimiento frío, teórico, sin vida. El que quiere conocer a Dios ha de arrodillarse; el sacerdote, el teólogo debe trabajar en estado de oración, debe hacer teología arrodillada.

Sin esta comunión personal de amor y sentimientos con Cristo, el libro eucarístico llega muy empobrecido al lector. Este libro hay que comerlo para comprenderlo, como Ezequiel: "Hijo de hombre, come lo que se te ofrece; come este rollo y ve luego a hablar a la casa de Israel. Yo abrí mi boca y él me hizo comer el rollo y me dijo: <Hijo de hombre aliméntate y sáciate de este rollo que yo te doy>. Lo comí y fue en mi boca dulce como miel" (Ez.3, 1-3).

2. HEMORROÍSA DIVINA, CREYENTE, DECIDIDA, ENSÉÑAME A TOCAR A CRISTO CON FE Y ESPERANZA

“Mientras les hablaba, llegó un jefe y acercándosele se postró ante Él, diciendo: Mi hija acaba de morir; pero ven, pon tu mano sobre ella y vivirá. Y levantándose Jesús, le siguió con sus discípulos. Entonces una mujer que padecía flujo de sangre hacía doce años se le acercó por detrás y le tocó la orla del vestido, diciendo para sí misma: con sólo que toque su vestido seré sana. Jesús se volvió, y, viéndola, dijo: Hija, ten confianza; tu fe te ha sanado. Y quedó sana la mujer desde aquel momento”(Mt 9, 20-26).

Seguramente todos recordaréis este pasaje evangélico, en el que se nos narra la curación de la hemorroisa. Esta pobre mujer, que padecía flujo incurable de sangre desde hacía doce años, se deslizó entre la multitud, hasta lograr tocar al Señor:“Si logro tocar la orla de su vestido, quedaré curada, se dijo. Y al instante cesó el flujo de sangre.  Y  Jesús... preguntó: ¿Quién me ha tocado?.”

 No era el hecho material lo que le importaba a Jesús. Pedro, lleno de sentido común, le dijo: Señor, te rodea una muchedumbre inmensa y te oprime por todos lados y ahora tú preguntas, ¿quién me ha tocado? Pues todos.

Pero Jesús lo dijo, porque sabía muy bien, que alguien le había tocado de una forma totalmente distinta a los demás, alguien le había tocado con fe y una virtud especial había salido de Él. No era la materialidad del acto lo que le importaba a Jesús en aquella ocasión; cuántos ciertamente de aquellos galileos habían tenido esta suerte de tocarlo y, sin embargo, no habían conseguido nada. Sólo una persona, entre aquella multitud inmensa, había tocado con fe a Jesús. Esto era lo que estaba buscando el Señor.

Queridos hermanos: Este hecho evangélico, este camino de la hemorroísa,  debe ser siempre imagen e icono de nuestro acercamiento al Señor, y una imagen real y a la vez  desoladora de lo que sigue aconteciendo hoy día.

Otra multitud de gente nos hemos reunido esta tarde en su presencia y nos reunimos en otras muchas ocasiones y, sin embargo, no salimos curados de su encuentro, porque nos falta fe. El sacerdote que celebra la Eucaristía, los fieles que la reciben y la adoran, todos los que vengan a la presencia del Señor, deben tocarlo con fe y amor para salir curados.

Y si el sacerdote como Pedro le dice: Señor, todos estos son creyentes, han venido por Tí, incluso han comido contigo, te han comulgado.....podría tal vez el Señor responderle: “pero no todos me han tocado”. Tanto al sacerdote como a los fieles nos puede faltar esa fe  necesaria para un encuentro personal, podemos estar distraídos de su amor y presencia amorosa, es más, nos puede parecer el sagrario un objeto de iglesia, una cosa sin vida,  más que la presencia personal y verdadera y realísima de Cristo.

Sin fe viva, la presencia de Cristo no es la del amigo que siempre está en casa, esperándonos, lleno de amor, lleno de esas gracias, que tanto necesitamos, para glorificar al Padre y salvar a los hombres; y por esto, sin encuentro de amistad, no podemos contagiarnos de sus deseos, sentimientos y actitudes.

En la oración eucarística, como Eucaristía continuada que es, el Señor nos dice: “Tomad y comed.. Tomad y bebed...” y lo dice para que comulguemos, nos unamos a Él. En la oración eucarística, más que abrir yo la boca para decir cosas a Cristo, la abro para acoger su don, que es el mismo Cristo pascual, vivo y resucitado por mí y para mí. El don y la gracia ya están allí, es Jesucristo resucitado para darme vida, sólo tengo que abrir los ojos, la inteligencia, el corazón para comulgarlo con el amor y el deseo y la comunicación-comunión y así la oración eucarística se convierte en una permanente comunión eucarística. Sin fe viva, callada, silenciosa y alimentada de horas de sagrario,  Cristo no puede actuar  aquí y ahora en nosotros, ni curarnos como a la hemorroisa. No puede decirnos, como dijo tantas  veces en su vida terrena “Véte, tu fe te ha salvado”.

Y no os escandalicéis, pero es posible que yo celebre la eucaristía y no le toque, y tú también puedes comulgar y no tocarle, a pesar de comerlo. No basta, pues, tocar materialmente la sagrada forma y comerla, hay que comulgarla, hay que tocarla con fe y recibirla con amor.

Y ¿cómo sé yo si le toco con fe al Señor? Muy sencillo: si quedo curado, si voy poco a poco comulgando con los sentimientos de amor, servicio, perdón, castidad, humildad de Cristo, si me voy convirtiendo en Él y viviendo poco a poco su vida.Tocar,comulgar a Cristo es tener sus mismos sentimientos, sus mismos criterios, su misma vida. Y esto supone renunciar a los míos, para vivir los suyos: “El que me coma, vivirá por mí”, nos dice el Señor en el capítulo sexto de S. Juan. Y Pablo constatará esta verdad, asegurándonos: “vivo yo pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”.

Hermanos, de hoy en adelante vamos a tener más cuidado con nuestras misas y nuestras comuniones, con nuestros ratos de iglesia, de sagrario. Vamos a tratar de tocar verdaderamente a Cristo. Creo que un momento muy importante de la fe eucarística es cuando llega ese momento, en que iluminado por la fe, uno se da cuenta de que Él está realmente allí, que está vivo, vivo y resucitado, que quiere comunicarnos todos los tesoros que guarda para nosotros, puesto que para esto vino y este fue y sigue siendo el sentido de su encarnación continuada en la Eucaristía. Pero todo esto es por las virtudes teologales de la fe, esperanza y caridad, que nos llevan y nos unen directamente con Dios.

Hemorroisa divina, creyente, decidida y valiente,  enséñame a mirar y admirar a Cristo como tú lo hiciste, quisiera tener la capacidad de provocación que tú tuviste con esos deseos de tocarle, de rozar tu cuerpo y tu vida con la suya, esa seguridad de quedar curado si le toco con fe, de presencia y de palabra, enséñame a dialogar con Cristo,  a comulgarlo y recibirlo;  reza por mí al Cristo que te curó de tu enfermedad, que le toquemos siempre con esa fe y deseos tuyos en nuestras misas, comuniones y visitas, para que quedemos curados, llenos de vida, de fe y de esperanza.

23ª MEDITACIÓN

PARA CONOCER Y DIALOGAR CON CRISTO EUCARISTÍA EL MEJOR SITIO ES EL SAGRARIO.

¡SAMARITANA MÍA, ENSÉÑAME A PEDIR A CRISTO EL AGUA DE LA FE Y DEL AMOR!

 “Tenía que pasar por Samaria. Llega, pues, a una ciudad de Samaria llamada Sicar, próxima a la heredad que dio Jacob a José, su hijo, donde estaba la fuente de Jacob. Jesús fatigado del camino, se sentó sin más junto a la fuente; era como la hora de sexta. Llega una mujer de Samaria a sacar agua, y Jesús le dice: dame de beber, pues los discípulos habían ido a la ciudad a comprar provisiones.

Dícele la mujer samaritana: ¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, mujer samaritana? Porque no se tratan judíos y samaritanos. Respondió Jesús y dijo: Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: dame de beber, tú le pedirías a Él, y Él te daría a ti agua viva. Ella le dijo: Señor, no tienes con qué sacar el agua y el pozo es hondo; ¿de dónde, pues, te viene esa agua viva?¿Acaso eres tú más grande que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo y de él bebió él mismo, sus hijos y sus rebaños? Respondió Jesús y le dijo: Quien bebe de esta agua volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le diere no tendrá jamás sed, que el agua que yo le dé se hará en él una fuente que salte hasta la vida eterna.

Díjole la mujer: Señor, dame de esa agua para que no sienta más sed ni tenga que venir aquí a sacarla. Él le dijo: Vete, llama a tu marido y ven acá. Respondió la mujer y le dijo: no tengo marido. Díjole Jesús: bien dices: no tengo marido porque tuviste cinco, y el que tienes ahora no es tu marido; en esto has dicho verdad. Díjole la mujer: Señor, veo que eres profeta.

Nuestros padres adoraron en este monte, y vosotros decís que es Jerusalén el sitio donde hay que adorar. Jesús le dijo: Créeme, mujer, que es llegada la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre... Díjole la mujer: Yo sé que el Mesías, el que se llama Cristo, está para venir, y que cuando venga nos hará saber todas las cosas. Díjole Jesús: Soy yo, el que contigo habla.

Muchos samaritanos de aquella ciudad creyeron en Él por la palabra de la mujer, que atestiguaba: Me ha dicho todo cuanto he hecho. Así que vinieron a Él y le rogaron que se quedase con ellos. Permaneció allí dos días y muchos más creyeron al oírle. Decían a la mujer: ya no creemos por tu palabra, pues nosotros mismos hemos oído y conocido que éste es verdaderamente el Salvador del mundo”(Juan 4, 4-26).

 Polvoriento, sudoroso y fatigado el Señor se ha sentado en el brocal del pozo. Está esperando a una persona muy singular. Ella no lo sabe. Por eso, al llegar y verlo, la samaritana se ha quedado sorprendida de ver a un judío sentado en el pozo, sobre todo, porque le ha pedido agua. Este encuentro ha sido cuidadosamente preparado por Jesús. Por eso, Cristo no se ha recatado en manifestar su sed material, aunque le ha empujado hasta allí, más su sed de almas, su ardor apostólico:“si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber...”.

Queridos hermanos: el mismo Cristo, exactamente el mismo, con la misma sed de almas, está sentado a la puerta de nuestros Sagrarios, del Sagrario de tu pueblo. Lleva largos años esperando el encuentro de fe contigo para entablar el deseado diálogo, pero tú tal vez no has sido fiel a la cita y no has ido a este pozo divino para sacar el agua de la vida. Él ha estado siempre aquí, esperándote, como a la samaritana. Dos  mil años lleva esperándote.

Por fín hoy estás aquí, junto a Él, que te mira con sus ojos negros de judío, imponentes, pregúntaselo a la adúltera, a la Magdalena, a las multitudes de niños, jóvenes y adultos de Palestina....que le seguían magnetizados; ¡qué vieron en esos ojos, lagos transparentes en los que se reflejaba su alma pura, su ternura por niños, jóvenes, enfermos, pecadores, su amor por todos nosotros y se purificaban con su bondad las miserias de los hombres! 

Todos sentimos esta tarde una emoción muy grande, porque hemos caído en la cuenta de que Él estaba esperándonos. Y, sentado en el brocal del Sagrario,  Cristo te provoca y te pide agua, porque tiene sed de tu alma, como aquel día tenía más sed del alma de esta mujer que del agua del pozo. Cristo Eucaristía se muere en nuestros Sagrarios de sed de amor, comprensión, correspondencia, de encontrar almas corredentoras del mundo, adoradoras del Padre, enamoradas y fervientes, sobre las que pueda volcarse y transformarlas en eucaristías perfectas.

«He aquí el corazón que tanto ha amado a los hombres,  diría a Santa Margarita y, a cambio de tanto amor, solo recibe desprecios...». Tú, al menos, que has conocido mi amor, ámame,  nos dice el Señor a los creyentes desde cada Sagrario. “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber...tú le pedirías y el te daría agua que salta hasta la vida eterna...”.

       El don de Dios a los hombres es Jesucristo, es el mayor don que existe y que es entregado a los que le aman. Para eso vino y para eso se quedó en el Sacramento. Si supiéramos, si descubriéramos quién es el que nos pide de beber... es el Hijo de Dios, la Palabra pronunciada y  cantada eternamente con Amor de Espíritu Santo por el  Padre: “Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios... Todas las cosas fueron hechas por Él, y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho. En Él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres... Vino a los suyos y los suyos no le recibieron” (Jn 1, 1-3,11). Pues bien, esa Palabra Eterna de Salvación y Felicidad, pronunciada con amor de Espíritu Santo por el Padre para los hombres, es el Señor, presente en todos los Sagrarios de la tierra. 

No debemos olvidar nunca que la religión cristiana, esencialmente, no son mandamientos ni sacramentos ni ritos ni ceremonias ni el mismo sacerdocio ni nada, esencialmente es una persona, es Jesucristo. Quien se encuentra con Él, puede ser cristiano, porque ha encontrado al Hijo Único, que  conoce y puede llevarnos al Padre y a la salvación; quien no se encuentra con Él, aunque tenga un doctorado en teología o haga todas las acciones y organigramas pastorales, no sabe lo que es auténtico cristianismo, ni ha encontrado el  gozo eterno comenzado en el tiempo.

Es que Dios nos ha llamado a la existencia por amor, tanto en la creación primera como en la segunda, y siempre en su Hijo, primero, Palabra Eterna pronunciada en silencio, lleno de amor de Espíritu Santo en su esencia divina, luego, pronunciada por nosotros en el tiempo y en este mundo en carne humana, para que vivamos su misma vida y seamos felices con su misma felicidad trinitaria, que empieza aquí abajo;  las puertas del Sagrario son las puertas de la eternidad:

“Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en Cristo nos bendijo con toda  bendición espiritual en los cielos; por cuanto que en Él nos eligió antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e inmaculados ante Él en caridad, y nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para la alabanza del esplendor de su gracia, que nos otorgó gratuitamente en el amado, en quien tenemos la redención por su sangre, la remisión de los pecados...” (Ef 1,3-7).

La religión, en definitiva, es todo un invento de Dios para amar y ser amado por el hombre, y aquí está la clave del éxtasis de amor de los místicos, al descubrir y sentir y experimentar que esto es verdad, que de verdad Dios ama al hombre desde y hasta la hondura de su ser trinitario, y el hombre, al sentirse amado así, desfallece de amor, se transciende, sale de sí por este amor divino que Dios le regala  y se adentra en la esencia de Dios, que es Amor, Amor que no puede dejar de amar, porque si dejara de amar, dejaría de existir. Esto es lo que busca el Padre por su Hijo Jesucristo, hecho carne de pan por y  para nosotros.

“En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó...” (1J 4, 8-10).

“Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y lo seamos. Carísimos, ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a El, porque le veremos tal cual es” (1Jn 3, 1-3).

           Por eso, ya puede crear otros mundos más dilatados y varios, otros cielos más infinitos y azules, pero nunca podrá existir nada más grande, más bello, más profundo, más lleno de vida y amor y de cariño y de ternuras infinitas que Jesucristo, su Verbo Encarnado. “Y hemos visto, y damos de ello testimonio, que el Padre envió a su Hijo por Salvador del mundo. Quien confesare que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios Y nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene. Dios es amor , y el que vive en amor,  permanece en Dios y Dios en él” (1Jn 4, 14-16).

Y a este Jesús es a quien yo confieso como Hijo de Dios arrodillándome ante el Sagrario, y a éste es al que yo veo cuando miro, beso, hablo o me arrodillo ante el Sagrario, yo no veo ni pan ni copón ni caja de metal o madera que lo contiene, yo sólo veo a mi Cristo, a nuestro Cristo y ese es el que me pide de beber... y si yo tengo dos gotas de fe, tengo que comulgarle, comunicarme con Él, entregarme a Él, encontrarle, amarle:“Si tú supieras quién es el que te pide de beber...”

Dímelo tú, Señor. Descúbremelo Tú personalmente. En definitiva, el único velo que me impide verte es el pecado, de cualquier clase que sea, siempre será un muro que me oculta tu rostro, me separa de Tí; por eso quiero con todas mis fuerzas destruirlo, arrancarlo de mí, aunque me cueste sangre, porque me impide el encuentro, la comunión total. “Si dijéramos que vivimos en comunión con Él y andamos en tinieblas, mentiríamos y no obraríamos según verdad”. “Y todo el que tiene en él esta esperanza, se purifica, como puro es Él. Todo el que permanece en Él no peca, y todo el que peca no le ha visto ni le ha conocido” (1Jn 1,6; 3, 3,6).

 Por eso, la samaritana, al encontrarse con Cristo, reconoció prontamente sus muchos maridos, es decir, sus pecados; los  afectos y apegos desordenados impiden ver a Cristo, creer en Cristo Eucaristía, sentir su presencia y amor; Cristo se lo insinuó, ella lo intuyó y lo comprendió y ya no tuvo maridos ni más amor que Cristo, el mejor amigo.

Señor, lucharé con todas mis fuerzas por quitar el pecado de mi vida, de cualquier clase que sea. “Los limpios de corazón verán a Dios”. Quiero estar limpio de pecado, para verte y sentirte como amigo. Quiero decir con la samaritana:“Dáme, Señor, de ese agua, que sacia hasta la vida eterna…” para que no tenga necesidad de venir todos los días a otros  pozos de aguas que no sacian plenamente; todo lo de este mundo es agua de criaturas que no sacia, yo quiero hartarme de la hartura de la divinidad, de este agua que eres Tú mismo, el único que puedes saciarme plenamente. Porque llevo años y años sacando agua de estos pozos del mundo y como mis amigos y antepasados tengo que venir cada día en busca de la felicidad, que no encuentro en ellos y que eres Tú mismo.

Señor,  tengo hambre del Dios vivo que eres Tú, del agua viva, que salta hasta la vida eterna, que eres Tú, porque ya he probado el mundo y  la felicidad que da. Déjame, Señor,  que esta tarde, cansado del camino de la vida,  lleno de sed y hambriento de eternidad y sentado junto al brocal del Sagrario, donde Tú estás, te diga: Jesús, te deseo a Tí, deseo llenarme y saciarme solo de Tí, estoy cansado de las migajas de las criaturas, sólo busco la hartura de tu Divinidad. Quien se ha encontrado contigo, ha perdido la capacidad de hambrear nada fuera de Tí. Contigo todo me sobra. Tú eres la Vida de mi vida, lléname de Tí.  «Solo Dios basta, quien a Dios tiene, nada le falta».

ORAR ES TAMBIÉN MEDITAR

La oración cristiana tiene un itinerario  más o menos recorrido por todos, pero desde el principio siempre será amar, querer amar más, buscar amor, aunque no se sienta ni seamos conscientes de ello. Y para eso el primer paso ordinariamente podrá ser lectura de amor, sobre la cual meditamos, y luego oramos y amamos y dialogamos con el Señor. La finalidad de todo siempre será el amor, lo demás serán medios, caminos, ayudas.

Cuando yo leo el evangelio, los dichos y hechos de Jesús, yo me dejo interpelar por ellos, los medito e interiorizo, para terminar siempre hablando, dialogando sobre estos dichos y hechos de Jesús con Él mismo. Y ese amor, como somos pecadores, se manifestará desde el principio en la conversión de nuestros criterios, afectos y acciones, que deberán conformarse a  los de Cristo. Aquí me juego mi amistad con Cristo, mi oración, mi unión, mi santidad.

Otras veces puedo leer y meditar lo que otros han orado sobre estos dichos y hechos de Jesús. Te voy a poner un ejemplo con esta oración de Santa Brígida, que a mí me gusta y me ayuda a interiorizar y comprender todo el amor de Cristo en su pasión y muerte y me obliga a corresponderle.

ORACIÓN DE SANTA BRÍGIDA

«Bendito seas tú, mi Señor Jesucristo, que anunciaste por adelantado tu muerte y, en la Última Cena, consagraste el pan material, convirtiéndolo en tu cuerpo glorioso, y por tu amor lo diste a los apóstoles como memorial de tu dignísima pasión, y les lavaste los pies con tus santas manos preciosas, mostrando así humildemente tu máxima humildad.

Honor a ti, mi Señor Jesucristo, porque el temor de la pasión y la muerte hizo que tu cuerpo inocente sudara sangre, sin que ello fuera obstáculo para llevar a término tu designio de redimirnos, mostrando así de manera bien clara tu caridad para con el género humano.

Bendito seas tú, mi Señor Jesucristo, que fuiste llevado  ante Caifás, y tú, que eres el juez de todos, permitiste humildemente ser entregado a Pilato, para ser juzgado por él.

Gloria a tí, mi Señor Jesucristo, por las burlas que soportaste cuando fuiste revestido de púrpura y coronado con punzantes espinas, y aguantaste con una paciencia inagotable que fuera escupida tu faz gloriosa, que te taparan los ojos y que unas manos brutales golpearan sin piedad tu mejilla y tu cuello.

Alabanza a tí, mi Señor Jesucristo, que te dejaste ligar a la columna para ser cruelmente flagelado, que permitiste que te llevaran ante el tribunal de Pilato, cubierto de sangre, apareciendo a la vista de todos, como el Cordero inocente.

Honor a tí,  mi Señor Jesucristo, que, con todo tu glorioso cuerpo ensangrentado, fuiste condenado a muerte de cruz, cargaste sobre tus sagrados hombros el madero, fuiste llevado inhumanamente al lugar del suplicio, despojado de tus vestiduras, y así quisiste ser clavado en la cruz.

Honor para siempre a tí, mi Señor Jesucristo, que, en medio de tales angustias, te dignaste mirar con amor a tu dignísima madre, que nunca pecó ni consintió jamás la más leve falta; y, para consolarla, la confiaste a tu discípulo para que cuidara de ella con toda fidelidad.

Bendito seas por siempre, mi Señor Jesucristo, que, cuando estabas agonizando, diste a todos los pecadores la esperanza del perdón, al prometer misericordiosamente la gloria del paraíso al ladrón arrepentido.

Alabanza eterna a tí, mi Señor Jesucristo, por todos y cada uno de los momentos que, en la cruz, sufriste entre las mayores amarguras y angustias por nosotros, pecadores; porque los dolores agudísimos procedentes de tus heridas penetraban en tu alma bienaventurada y atravesaban cruelmente tu corazón sagrado, hasta que dejó de latir y exhalaste el espíritu e, inclinando la cabeza, lo encomendaste humildemente a Dios tu Padre, quedando tu cuerpo invadido por la rigidez de la muerte.

Bendito seas Tú, mi Señor Jesucristo, que, por nuestra salvación, permitiste que tu costado y tu corazón fueran atravesados por la lanza y, para redimirnos, hiciste que de él brotara con abundancia tu sangre preciosa mezclada con agua.

Gloria a tí, mi Señor Jesucristo, porque quisiste que tu cuerpo bendito fuera bajado de la cruz por tus amigos y reclinado en los brazos de tu afligidísima madre, y que ella lo envolviera en lienzos y fuera enterrado en el sepulcro, permitiendo que unos soldados montaran allí guardia.

Honor por siempre a tí, mi Señor Jesucristo, que enviaste el Espíritu Santo a los corazones de los discípulos y aumentaste en sus almas el inmenso amor divino.

Bendito seas tú, glorificado y alabado por los siglos, mi Señor Jesús, que estás sentado sobre el trono, en tu reino de los cielos, en la gloria de tu divinidad, viviendo corporalmente con todos tu miembros santísimos, que tomaste de la carne de la Virgen. Y así has de venir el día del juicio a juzgar a las almas de todos los vivos y los muertos: tú que vives y reinas con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén»[6].

 

Este es el Cristo que adoramos en el sagrario. Estos son algunos de los hechos de salvación continuamente ofrecidos al Padre para nuestra salvación. Este es el ejemplo que nos da y que debemos imitar. Ahora bien, como nos ama tanto y nuestros defectos impiden esta amistad que El quiere comunicarnos desde su presencia eucarística, después del saludo y el acto de fe casi rutinario, al cabo de algún tiempo empieza a decirnos: oye, qué contento estoy con tu fe y tu amor, con que vengas a visitarme y a contarme y a tratar de amistad,  pero no estoy conforme con tu soberbia, tienes que esforzarte más en la caridad, cuidado con el genio, la afectividad...tienes que seguir avanzando, tenemos que vernos todos los días y yo quiero seguir ayudándote.

Cualquiera que se quede junto al sagrario todos los días un cuarto de hora, empezará a escuchar estas cosas, porque para eso, para hablarnos y para ayudarnos en este camino se ha quedado en la tierra, en el pan consagrado; después de dar la vida por nosotros en cada misa, se ha quedado el Señor en el sagrario, para que hagamos de nuestra vida una ofrenda agradable al Padre, como hizo Él de toda su vida, en obediencia y adoración hasta el extremo. Y todo esto nos lo quiere enseñar y comunicar. Y nosotros, si queremos ser sus amigos, tenemos que empezar a escucharlo, dialogarlo y vivirlo en nuestra propia vida. Por eso es tan importante su presencia eucarística, en la que continua ofreciendonos  todo su amor, toda su vida, toda su salvación a todos los hombres, especialmente para los que le adoran en este misterio.

24ª MEDITACIÓN

JESUCRISTO EUCARISTÍA: EL MEJOR MAESTRO DE ORACIÓN

       El cristiano, sobre todo, si es sacerdote, debe ser, como el mismo Cristo, hombre de oración. Esta es su verdadera identidad. Lo ha dicho muy claro el Papa Juan Pablo II en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte. Por otra parte, basta abrir el evangelio para ver y convencerse de que Jesús es un hombre de oración: comienza su vida pública con cuarenta días en el desierto; se levante muy de madrugada cuando todavía no ha salido el sol, para orar en descampado; pasa la noche en oración antes de elegir a los Doce; ora después del milagro de los panes y los peces, retirándose solo, al monte; ora antes de enseñar a sus discípulos a orar; ora antes de la Transfiguración; ora antes de realizar cualquier milagro; ora en la Última Cena para confiar al Padre su futuro y el de su Iglesia. En Getsemaní se entrega por completo a la voluntad del Padre. En la cruz le dirige las últimas invocaciones, llenas de angustia y de  confianza.

Por todo lo cual, para ayudarnos en este camino de conversión, ningún maestro mejor, ninguna ayuda mejor que Jesús Eucaristía. Por la oración, que nos hace encontrarnos con El y con su palabra y evangelio, vamos cambiando nuestra mente y nuestro espíritu por el suyo:“Pues el hombre natural no comprende las realidades que vienen del Espíritu de Dios; son necedad para él y no puede comprenderlas porque deben juzgarse espiritualmente. Por el contrario, el hombre espiritual lo comprende, sin que él pueda ser comprendido por nadie. Porque ¿quién conoció la mente del Señor de manera que pueda instruirle? (Is 40,3). Sin embargo, nosotros poseemos la mente de Cristo” (1Cor 2,16-18).

Es aquí, en la oración de conversión, donde nos jugamos toda nuestra vida espiritual, sacerdotal, cristiana, el apostolado... todo nuestro ser y existir, desde el papa hasta el último creyente, todos los bautizados en Cristo:  o descubres al Señor en la eucaristía  y empiezas a amarle, es decir, a convertirte a El o no quieres convertirte a El y pronto empezarás a dejar la oración porque te resulta  duro estar delante de El sin querer corregirte de tus defectos; además, no tendría sentido contemplarle, escucharle, para hacer luego lo contrario de lo que El te enseña desde la oración y su misma presencia eucarística; igualmente la santa misa no tendrá sentido personal si no queremos ofrecernos con El en adoración a la voluntad del Padre, que es nuestra santificación y  menos sentido tendrá la comunión, donde Cristo viene para vivir su vida en nosotros y salvar así actualmente a sus hermanos los hombres, por medio de nuestra humanidad prestada.

Queridos hermanos, no podemos hacer las obras de Cristo sin el amor y el espíritu de Cristo. Si no nos convertimos, si no estamos unidos a Cristo como el sarmiento a la vid, la savia irá por un sarmiento lleno de obstáculos, por una vena sanguínea tan obstruida por nuestros  defectos y pecados, que apenas puede llevar sangre y salvación de Cristo al cuerpo de tu parroquia, de tu familia, de tu grupo, de tu  apostolado. Sin unión vital y fuerte con Cristo, poco a poco tu cuerpo  apenas recibirá la vida de Cristo e irá debilitándose tu perfección y santidad evangélica.  No podemos hacer las obras de Cristo sin el espíritu de Cristo. Y para llenarnos de su Espíritu, Espíritu Santo, antes hay que vaciarse. Es lógico. No hay otra posibilidad ni nunca ha existido ni existirá, sin unión con Dios. En esto están de acuerdo todos los santos.

Ahora bien, a nadie le gusta que le señalen con el dedo, que le descubran sus pecados y esta es la razón de la dificultad de toda oración, especialmente de la oración eucarística ante el Señor, que nos quiere totalmente llenar de su amor, y  nosotros preferimos seguir llenos de nuestros defectos, de nuestro amor propio, del total e inmenso amor que nos tenemos y por eso no la aguantamos. Y así nos va. Y así le va a la Iglesia. Y así al apostolado y a nuestras acciones, que llamamos apostolado, pero que son puras acciones nuestras, porque no están hechas unidos a Cristo, con el espíritu de Cristo:“Si el sarmiento no está unido a la vid, no puede dar fruto”.

El primer apostolado es cumplir la voluntad del Padre, como Cristo:“Mi comida es hacer la voluntad del que me envió y acabar su obra” (Jn 4,34) , o con S. Pablo: “ Porque la  voluntad de Dios es vuestra santificación” (1Tes 4,3). El apostolado primero y más esencial de todos es ser santos, es estar y vivir unidos a Dios, y para ese apostolado, la oración es lo primero y esencial.

Y por esta razón, la oración ha de ser siempre el corazón y el alma de todo apostolado. Hay muchos apostolados sin Cristo, sin amor de Eucaristía, aunque se guarden las formas, pero sin conversión, como somos naturalmente pecadores, no podemos llegar al amor personal de Cristo y sin amor personal a Cristo, puede haber acciones, muy bien programadas, muy llamativas, pero no son apostolado, porque no se hacen con Cristo, mirando y llevando las almas a Cristo. Así es como definíamos antes al apostolado: llevar las almas a Dios. Ahora, la verdad es que no se a dónde las llevamos muchas veces, incluso en los mismos sacramentos, por la forma de celebrarlos.

Desde el momento en que renunciamos a la conversión permanente, nos hemos cargado la parte principal de nuestro sacerdocio como sacramento de Cristo, prolongación de Cristo, humanidad supletoria de Cristo, no podremos llegar a una amistad sincera y  vivencial con El y lógicamente se perderá la eficacia principal de nuestro apostolado,  porque Cristo lo dijo muy claro y muy serio en el evangelio: 

“Yo soy la vid verdadera y mi padre es el viñador. Todo sarmiento que en mi no lleve fruto, lo cortará; y todo el que de fruto, lo podará, para que de mas fruto... como el sarmiento no puede dar fruto de sí mismo si no permaneciere en la vid, tampoco vosotros si no permanecéis en mi. Yo soy la vid. Vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en el, ese da mucho fruto, porque sin mi no podéis hacer nada”(Jn 15 1-5).

Si no se llega a esta unión con el único Sacerdote y Apóstol y Salvador que existe, tendrás que sustituirlo por otros sacerdocios, apostolados y salvaciones... sencillamente porque no has querido que Dios te limpie del amor idolátrico que te tienes y así, aunque llegues a obispo, altos cargos y demás... estarás tan lleno de ti mismo que en tu corazón no cabe Cristo, al menos en la plenitud que El quiere y para la que te ha llamado. Pero, eso sí, esto no es impedimento para que seas buena persona, tolerante, muy comprensivo..., pero de hablar y  actuar claro y encendido y eficazmente en Cristo, nada de nada; y  no soy yo, lo ha dicho Cristo: trabajarás más mirando tu gloria que la de Dios, sencillamente porque pescar sin Cristo es trabajo inútil y las redes no se llenan de peces, de eficacia apostólica.

Y así es sencillamente la  vida de muchos cristianos, sacerdotes, religiosos, que, al no estar unidos a El con toda la intensidad y unión queel Señor quiere, lógicamente no podrán producir los frutos para los que fuimos elegidos por El. ¿De dónde les ha venido a todos los santos, así como a tantos apóstoles,  obispos, sacerdotes, hombres y mujeres cristianas, religiosos/as, padres y madres de familia, misioneros y catequistas, que han existido y existirán, su eficacia apostólica y su entusiasmo por Cristo? De la experiencia de Dios, de constatar que Cristo existe y es verdad y vive y sentirlo y palparlo... no meramente estudiarlo, aprenderlo  o creerlo como si fuera verdad. Esta fe vale para salvarnos, pero no para contagiar pasión por Cristo.

¿Por qué los Apóstoles permanecieron en el Cenáculo, llenos de miedo, con las puertas cerradas, antes de verle a Cristo resucitado? ¿Por qué incluso, cuando Cristo se les apareció y les mostró sus manos y sus pies traspasados por los clavos, permanecieron todavía encerrados y con miedo? ¿Es que no habían constatado que había resucitado, que estaba en el Padre, que tenía poder para resucitar y resucitarnos? ¿Por qué el día de Pentecostés abrieron las puertas y predicaron abiertamente y se alegraron de poder sufrir por Cristo? Porque ese día lo sintieron dentro, lo vivieron, y eso vale más que todo lo que vieron sus ojos de carne en los tres años de Palestina e incluso en la mismas apariciones de resucitado.

En el día de Pentecostés vino Cristo todo hecho fuego y llama de Espíritu Santo a sus corazones, no con experiencia puramente externa de aparición corporal, sino con presencia y fuerza de Espíritu quemante, sin mediaciones exteriores o de carne sino hecho «llama de amor viva», y esto les quemó y abrasó las entrañas, el cuerpo y el alma y esto no se puede sufrir sin comunicarlo.  “María guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón”. Ahí es donde nuestra hermosa Nazarena, la Virgen guapa aprendió a conocer a su hijo Jesucristo y todo su misterio, y lo guardaba y lo amaba y lo llenaba con su amor, pero a oscuras, por la fe, y así lo fue conociendo, «concibiendo antes en su corazón que en su cuerpo», hasta quedarse sola con El en el Calvario.

Pablo no conoció al Cristo histórico, no le vio, no habló con El, en su etapa terrena. Y ¿qué pasó? Pues que para mí y para mucha gente le amó más que otros apóstoles que lo vieron físicamente. El lo vio en vivencia y  experiencia mística, espiritual, sintiéndolo dentro, vivo y resucitado sin mediaciones de carne, sino de espíritu a espíritu. De ahí le vino toda su sabiduría de Cristo, todo su amor a Cristo, toda su vida en Cristo hasta decir. “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo”;”Para mí la vida es Cristo”. Este Cristo, fuego de vivencia y Pentecostés personal lo derribó del caballo y le hizo cambiar de dirección, convertirse del camino que llevaba, transformarse por dentro con  amor de Espíritu Santo. Nos lo dice Él mismo: “Yo sé de un cristiano, que hace catorce años fue arrebatado hasta el tercer cielo, con el cuerpo o sin el cuerpo ¿qué se yo? Dios lo sabe…  y oyó palabras arcanas que un hombre no es capaz de repetir…”  (2Cor 12,2-4).

Esta experiencia mística, esta contemplación infusa, vale más que cien apariciones externas del Señor. Tengo amigos, con tal certeza y seguridad y fuego de Cristo, que si se apareciese fuera de la Iglesia, permanecerían ante el Sagrario o en la misa o en el trabajo,  porque esta manifestación, que reciben todos los días del Señor por la oración, no aumentaría ni una milésima su fe y amor vivenciales, más quemantes y convincentes que todas las manifestaciones externas.

La mayor pobreza de la Iglesia es la pobreza  mística, de Espíriu Santo. Y lo peor es que hoy está tan generalizada esta  pobreza, tanto arriba como abajo, que resulta difícil encontrar personas que  hablen encendidamente de la persona de Cristo, de su presencia y misterio, y los escritos místicos y exigentes ordinariamente no son éxitos editoriales ni de revistas.

Repito: la mayor pobreza de la iglesia es la pobreza de vida mística, de vivencia de Dios, de deseos de santidad, de oración, de transformación en Cristo:“Estoy crucificado con Cristo, vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”, “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo”,  pero conocimiento vivencial, de espíritu a espíritu, o si quieres, comunicado por el Espíritu Santo, fuego, alma y vida de Dios Trino y Uno.

El sagrario es Jesucristo en amistad y salvación permanentemente ofrecidas al mundo, a los hombres. Por medio de su presencia eucarística, el Señor prolonga esta tarea de evangelización,  de amistad, dando así su vida por nosotros en entrega sacrificial,   invitándonos, por medio de la oración y el diálogo eucarístico,  a participar de su pasión de amor por el  Padre y por los hombres. Y nos lo dice de muchas maneras:  desde su presencia humilde y silenciosa en el sagrario, paciente de nuestros silencios y olvidos, o también a gritos, desde su entrega total en la celebración eucarística, desde el evangelio proclamado en la misa, desde la palabra profética de nuestros sacerdotes, desde la comunión para que vivamos su misma vida: “El que me come vivirá por mí”,desde su presencia testimonial en todos los sagrarios de la tierra.

Precisamente, para poder llenarnos de sus gracias y de su amor, necesita vaciarnos del nuestro, que es limitado en todo y egoísta, para llenarnos del El mismo, Verbo, Palabra, Gracia   y Hermosura del Padre, hasta la  amistad transformante de vivir su misma vida.  Nuestro amor es «ego» y empieza y termina en nosotros, aunque muchas veces, por estar totalmente identificados con él,  ni nos enteramos del cariño que nos tenemos y por el que actuamos casi siempre, aún en las cosas de Dios y de los hermanos y   del apostolado, que nos sirven muchas veces de pantalla para nuestras vanidades y orgullos.

Sólo Dios puede darnos el amor con que El se ama y nos ama, un amor que empieza, nos arrastra y finaliza  en Dios Uno y Trino, ese amor que es  la vida de Dios, del que participamos por la gracia; ese amor de Dios que pasa  necesariamente por el amor verdadero a los hermanos y si no nos lleva, entonces no es verdadero amor venido de la vida de Dios: “El Padre y yo somos uno.... el que me ama, vivirá por mí...” “Carísimos, todo el que ama es nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor. El amor de Dios hacia nosotros se manifestó en que Dios envió al mundo a su Hijo unigénito para que nosotros vivamos por El... (1Jn 4,7-10).

Todos y cada uno de nosotros, desde que somos engendrados en el seno de nuestra madre, nos queremos infinito a nosotros mismos, más que a nuestra madre, más que a Dios, y por esta inclinación original, si es necesario que la madre muera, para que el niño viva...si es necesario que la gloria de Dios quede pisoteada para que yo viva según mis antojos, para que yo consiga mi placer, mi voluntad, mi comodidad.... pues que los demás mueran y que Dios se quede en segundo lugar, porque yo me quiero sobre todas las cosas y personas y sobre el mismo Dios.

Y esto es así, aunque uno sea cardenal, obispo, religioso, consagrado o bautizado, por el mero hecho de ser pura criatura,  porque somos así, por el pecado original, desde nuestro nacimiento. Y si no nos convertimos, permanecemos así toda la vida. Y esto es más grave cuanto más alto es el lugar que ocupa uno en la construcción del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Los que están a nuestro alrededor nos llenan ordinariamente de tantas alabanzas, sin crítica alguna, que llegamos a creernos perfectos,  que todo lo hacemos bien y que no necesitamos de conversión permanente, como todo verdadero apóstol, que para serlo con verdad y con eficacia, primero y siempre, aunque sea sacerdote u obispo,  debe seguir siendo discípulo de   Cristo, hasta la santidad, hasta la unión total con El. Discípulo permanente y apóstol.

Por otra parte, si alguno trata de expresarnos defectos o deficiencias apostólicas que observa, aunque sea con toda la delicadeza y prudencia del mundo, qué difícil escucharle y valorarlo y tenerlo junto a nosotros y darle confianza;  así que para escalar puestos, a cualquier nivel que sea, ya sabemos todos lo que tenemos que hacer: dar la razón y silenciar  fallos.

Hay demasiados profetas palaciegos en la misma Iglesia de Cristo Profeta del Padre, dentro y fuera del templo, más preocupados por agradar a los hombres y buscar la propia gloria que la de Dios, que la verdadera verdad y eficacia del Evangelio.  Jeremías se quejó de esto ante el Dios, que lo elegía para estas misiones tan exigentes; el temor a sufrir, a ser censurado, rechazado, no escalar puestos, perder popularidad, ser tachado de intransigente, no justificará nunca nuestro silencio o falsa prudencia.“La palabra del Señor se volvió para mí oprobio y desprecio todo el día. Me dije: no me acordaré de el, no hablaré más en su nombre; pero la palabra era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerla, y no podía” (Jr 20,7-9).

El profeta de Dios corregirá, aunque le cueste la vida. Así lo hizo Jesús, aunque sabía que esto le llevaría a la muerte. No se puede hablar tan claro a los poderosos, sean políticos, económicos o religiosos. Él lo sabía y los profetizó, les habló en nombre de Dios. Y ya sabemos lo que le pasó por hablarles así. Hoy y siempre seguirá pasando y repitiéndose su historia en otros hermanos. Lo natural es rehuir, ser perseguidos y ocupar últimos  puestos. Así que por estos y otros motivos, porque la santidad es siempre costosa en sí misma por la muerte del yo que exige y porque además resulta  difícil hablar y ser testigos del evangelio en todos los tiempos,  los profetas del Dios vivo y verdadero, en ciertas épocas de la historia, quizás cuando son más necesarios, son cada vez menos o no los colocamos  en alto y en los púlpitos elevados para que se les oiga. Y eso que todos hemos sido enviados desde el santo bautismo  a predicar y ser testigos de la Verdad.

Esta es la causa principal de que escaseen los profetas verdaderos del Dios Vivo y de que el reino de Dios se confunda con otros reinos; han enmudecido y son pocos los profetas verdaderos, porque falta vivencia auténtica y experiencia del Dios  vivo.  Hay otras profecías y otros profetismos más aplaudidos por la masa y por el mundo. Todo se hace en principio por el evangelio, por Cristo, pero es muy diferente. El Papa nos da ejemplo a todos, habla claro y habla de aquellas cosas que nos gustan y que no nos gustan, de verdades que nos cuestan, habla de esas  páginas exigentes del Evangelio, que hoy y siempre serán absolutamente necesarias para entrar en el reino de Dios, en el reino de la amistad con Cristo, pero que se predican poco, y sin oírlas y vivirlas no podemos ser discípulos del Señor: “Quien quiera ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga...quien quiera ganar su vida, la perderá...”

Por eso escasean los profetas a ejemplo de Cristo, del Bautista, de los verdaderos y evangélicos que nos hablen en nombre de Dios y nos digan con claridad no a muchas de nuestras actitudes y criterios; primero, porque hay que estar muy limpios, y segundo, porque hay que estar dispuestos a sufrir por el reinado de Dios y quedar en segundos puestos. Y esto se nota y de esto se resiente luego la Iglesia.  Única medicina: la experiencia de Jesucristo vivo mediante la oración y la conversión permanente, que da fuerzas y ánimo para estas empresas.

La queja de Jeremías ante Yahvé, tiene su   respuesta en las palabras que Dios dirigió a Ezequiel; es durísima y nos debe hacer temblar a todos los bautizados, pero especialmente a los que hemos sido elegidos para esta misión profética:“A tí, hijo de Adán, te he puesto de atalaya en la casa de Israel; cuando escuches palabras de mi boca, les darás la alarma de mi parte. Si yo digo al  malvado: malvado, eres reo de muerte, y tu no hablas, poniendo en guardia al malvado, para que cambie de conducta; el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuentas de su sangre” (Ez 33,7B8). 

Desde nuestro propio nacimiento estamos tan llenos de  «amor propio», que nos preferimos al mismo Dios; tan llenos de nosotros mismos, de nuestra propia estima y deseos de gloria, que la ponemos como condición para todo, incluso para predicar el evangelio.

Por eso, este cambio, esta conversión solo  puede hacerla Dios, porque nosotros estamos totalmente infectados del yo egoísta  y  hasta en las cosas buenas que hacemos, el egoísmo, la vanidad, la soberbia nos acompañan como la sombra al cuerpo. Esta tarea de vaciarnos de nosotros mismos, de este querernos más que a Dios, de amarnos con todo el corazón y con toda el alma y con todas las fuerzas, esto supone la muerte del yo, la conversión total de nuestro ser, existir, amar y programar  de  nuestras vidas:“Amarás al Señor tu Dios ... con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser.. y a El solo servirás...

Y esta misma conversión, en negativo, la exige el Señor, cuando nos dice: “Si alguno quiere ser discípulo mío, nieguese a sí mismo, tome su cruz - la cruz que hemos de llevar hasta el calvario personal para crucificar nuestro yo, nuestras inclinaciones al amor propio, nuestras seguridades-  y me siga”, pisando sus mismas huellas de dolor, en totalidad de entrega a la voluntad del Padre, como Cristo(Lc16,24).La conversión no es el fín, sino el medio, el camino para realizar estas exigencias evangélicas. El fín siempre es Dios amado sobre todas las cosas.

«La paz de la oración consiste en sentirse lleno de Dios, plenificado por Dios en el propio ser y, al mismo tiempo, completamente vacío de sí mismo, afin de que El sea Todo en todas las cosas. Todo en mi nada. En la oración, todos somos como María Virgen: sin vacío interior ( sin la pobreza radical,) no hay oración, pero tampoco la hay sin la Acción del Espíritu Santo. Porque orar es tomar conciencia de mi nada ante Quien lo es todo. Porque orar es disponerme a que El me llene, me fecunde, me penetre, hasta que sea una sola cosa con El.

 Como María Virgen: alumbradora de Dios en su propia carne, pues para Dios nada hay imposible. Vacío es pobreza. Pero pobreza asumida y ofrecida en la alegría. Nadie más alegre ante los hombres que el que se siente pobre ante  Dios. Cuanto menos sea yo desde mi  mismo, desde mi voluntad de poder , tanto más seré  yo mismo de El y para los demás. Donde no hay pobreza no hay oración, porque el humano (hombre o mujer ) que quiere hacerse a sí mismo, no deja lugar dentro de sí, de su existencia, de su psiquismo a la acción creadora y recreadora del Espíritu»[7].

 Pablo es un libro abierto sobre su conversión interior de actitudes y sentimientos hasta configurarse con Cristo: En un primer momento: “ ¿Quién me liberará de este cuerpo de pecado...?He rogado a Dios que me quite esta mordedura de Satanás.... te basta mi gracia..?”  Es consciente de su pecado y quiere librarse de él. En un segundo momento percibe que para esto debe mortificar y crucificarse con Cristo, solo así puede vivir en Cristo: “Estoy crucificado con Cristo, vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí, y mientras vivo en esta carne vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mi..” Finalmente experimenta que solo así se llega a la unión total de sentimientos y vida y apostolado con su Señor: “libenter gaudebo in infirmitatibus meis...”

Ya no se queja de las pruebas y renuncias sino que “me alegro con grande gozo en mis debilidades para que habite plenamente en mí la fuerza de Cristo”; “ No quiero saber más que de mi Cristo y este crucificado”.  “En lo que a mí , Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo  en la cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo”. Y está tan seguro del amor de Cristo, que, aún en medio de las mayores purificaciones y sufrimientos, exclama en voz alta, para que todos le oigamos y no nos acobardemos ni nos echemos para atrás en las pruebas que nos vendrán necesariamente en este camino de identificación con Cristo:     “ ¿Quién nos separará del amor de Cristo? La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada? Más en todas estas cosas vencemos por aquel que nos amó. Porque estoy convencido de que ni muerte, ni la vida, ni lo presente ni lo futuro... ni criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rom 8,35-39). Pablo también fue profeta verdadero. Por eso fue perseguido fuera y dentro de la misma Iglesia.

Tanto miedo en corregir defectos de las ovejas, no querer complicaciones, no predicar a Cristo entero y completo, hace daño a la Iglesia y a las mismas ovejas, que vivimos con frecuencia en la mediocridad evangélica; no ser testigo verdadero de Cristo sino oficial y palaciego para evitar disgustos personales, ser cobardes en defender la gloria de Dios porque supone persecución o incomprensiones dentro y fuera de la Iglesia, hace que los mismos  sacramentos se reciban sin las condiciones debidas y no sirvan muchas veces ni para la gloria de Dios ni la santificación de los que los reciben: bautizos, bodas, primeras comuniones... muchos bautizados y pocos convertidos, mucha fiesta y pocas comuniones con Cristo, muchas bodas y pocos matrimonios...y así va la Iglesia de Dios en algunas partes de España. Pablo no se ahorró sufrimientos porque Cristo era su apoyo y su fuerza y su recompensa. Y para todo esto, la experiencia viva de Cristo por la oración es absolutamente necesaria. De otra forma no hay fuerza ni entusiasmo ni constancia.

25 MEDITACIÓN

ORACIÓN Y SANTIDAD, FUNDAMENTOS DEL APOSTOLADO, EN LA CARTA APOSTÓLICA DE JUAN PABLO II  “NOVO MILLENNIO INEUNTE”

Por eso, qué razón tiene el Papa Juan Pablo II, en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte, cuando invitando a la Iglesia a que se renueve pastoralmente para cumplir mejor así la misión encomendada por Cristo, nos hace todo un tratado de apostolado, de vida apostólica, pero no de métodos y organigramas, donde expresamente nos dice «no hay una fórmula mágica que nos salva», «el programa ya existe, no se trata de inventar uno nuevo», sino porque nos habla de la base y el alma y el fundamento de todo apostolado cristiano, que hay que hacerlo desde Cristo, unidos a Él por la santidad de vida, esencialmente fundada en la oración, en la Eucaristía.

Insisto que el Papa, en esta carta, los que quiere es hablarnos del apostolado que debemos hacer en este nuevo milenio que empieza, y al hacerlo, espontáneamente le sale la verdad: lo que más le interesa, al hablarnos de apostolado, es subrayar y recalcar la necesidad de la espiritualidad de todo apostolado, y para eso, la meta es la santidad, la unión con Dios y el camino imprescindible para esta santidad y unión con Dios es la oración, por eso nos habla de la necesidad absoluta de la oración, alma de toda acción apostólica: actuar unidos a Cristo desde la santidad y la oración... caminar desde Cristo, porque aquí está la fuente y la eficacia de toda actividad apostólica verdaderamente cristiana.

Qué pena tengo, pero real, que después de esta doctrina del Papa, Congresos y Convenciones, en Sínodos y reuniones pastorales, sigamos como siempre, hablando de acciones con niños, jóvenes, adultos, si tenerlas así o de la otra forma, poniendo en el modo toda la eficacia dando por supuesto lo principal: “sin mí no podéis hacer nada”; y para eso el camino más recto es la oración personal para enseñar y llevar a efecto la de los evangelizandos.

Si yo consigo que una persona ore, le he puesto en el fín de todo apostolado, en el encuentro personal con Dios, al que tratan de llevar todas las demás acciones apostólicas intermedias, en las que a veces nos pasamos años y años sin llegar a la unión con Dios, al encuentro personal y afectivo con Él.

El camino y la verdad y la vida es Cristo, y sin encuentro personal con Él no hay cristianismo, y el camino para encontrarnos con Él —ningún santo y apóstol verdadero que no lo ha dicho y hecho, es la oración: «Que no es otra cosa oración sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama».

La oración es el apostolado primero y fundamental, es empezar hablando con Él y pidiendo, para que nos diga qué y cómo llevar directamente las almas hasta Él, para no ir sin Él a la acción o las mediaciones, que a veces no llegan hasta Él; luego vendrán los medios, que son a los que únicamente llamamos y tenemos por apostolado, acciones apostólicas, que deben llegar y dirigir la mirada hasta Él, pero a veces nos entretenemos en eternos eternos apostolados de preparación para el encuentro. ¡Cuánto mejor sería llevar a las almas hasta el final, enseñarle y hacerle orar, y desde ahí recorrer el camino de santificación!

La santidad es la unión plena con Dios. Y para esta unión plena y transformante en Dios, el camino principal y fundamental y base de todos los demás es la oración contemplativa o infusa de Dios en el alma. Como por otra parte, “sin mí no podéis hacer nada” y “todo lo puedo en aquel que me conforta”, resulta que quien está totalmente unido a Dios y el que más agua de gracia divina puede llevar a los surcos de la vida de los hombres y del mundo, el mejor apóstol es el más y mejor ora.

Voy a recorrer la Carta, poniendo los números pertinentes con su mismo orden y enumeracón, para que, quien quiera ampliarlos, pueda hacerlo acercándose a la Carta, porque yo sólo cito lo que considero más importante.

Insisto que al Papa, lo que más le interesa, es hablarnos del apostolado, del nuevo dinamismo apostólico que debe tener la Iglesia al empezar el Nuevo Milenio, pero al hablarnos de apostolado, quiere subrayar y recalcar, como el primero y fundamental, la necesidad de la espiritualidad de todo apostolado, y para eso, la meta es la santidad, la unión con Dios y el camino imprescindible para esta santidad es la oración; cuanto más elevada sea, mejor, porque indica mayor unión de transformación en Dios. Por eso nos habla de la necesidad absoluta de santidad por la oración como el alma de todo apostolado.

Paso a citar algunos de los textos de la Carta Apostólica Novo millennio ineunte donde el Papa nos habla de esta experiencia de Dios; lo hago tal cual está escrito en la Carta.

Un nuevo dinamismo

15. Es mucho lo que nos espera y por eso tenemos que emprender una eficaz programación pastoral posjubilar.

Sin embargo, es importante que lo que nos propongamos, con la ayuda de Dios, esté fundado en la contemplación y en la oración. El nuestro es un tiempo de continuo movimiento, que a menudo desemboca en el activismo, con el riesgo fácil del «hacer por hacer». Tenemos que resistir a esta tentación, buscando «ser» antes que «hacer». Recordemos a este respecto el reproche de Jesús a Marta: «Tú te afanas y te preocupas por muchas cosas y sin embargo sólo una es necesaria» (Lc 10,41-42). Con este espíritu, antes de someter a vuestra consideración unas líneas de acción, deseo haceros partícipes de algunos puntos de meditación sobre el misterio de Cristo, fundamento absoluto de toda nuestra acción pastoral.

CAPÍTULO 2

UN ROSTRO PARA CONTEMPLAR

16. «Queremos ver a Jesús» (Jn 12,21). Esta petición, hecha al apóstol Felipe por algunos griegos que habían acudido a Jerusalén para la peregrinación pascual, ha resonado también espiritualmente en nuestros oídos en este Año jubilar. Como aquellos peregrinos de hace dos mil años, los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo «hablar» de Cristo, sino en cierto modo hacérselo «ver». ¿Y no es quizás cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio?

Nuestro testimonio sería, además, enormemente deficiente si nosotros no fuésemos los primeros contempladores de su rostro. El Gran Jubileo nos ha ayudado a serlo más profundamente. Al final del Jubileo, a la vez que reemprendemos el ritmo ordinario, llevando en el ánimo las ricas experiencias vividas durante este período singular, la mirada se queda más que nunca fija en el rostro del Señor.

17. La contemplación del rostro de Cristo se centra sobre todo en lo que de él dice la Sagrada Escritura que, desde el principio hasta el final, está impregnada de este misterio, señalado oscuramente en el Antiguo Testamento y revelado plenamente en el Nuevo, hasta el punto de que san Jerónimo afirma con vigor: «Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo mismo». Teniendo como fundamento la Escritura, nos abrimos a la acción del Espíritu (cf Jn 15,26), que es el origen de aquellos escritos, y, a la vez, al testimonio de los Apóstoles (cf. Ib. 27), que tuvieron la experiencia viva de Cristo, la Palabra de vida, lo vieron con sus ojos, lo escucharon con sus oídos y lo tocaron con sus manos (cf. 1Jn 1,1).

El camino de la fe

19. «Los discípulos se alegraron de ver al Señor» (Jn 20,20). El rostro que los Apóstoles contemplaron después de la resurrección era el mismo de aquel Jesús con quien habían vivido unos tres años, y que ahora los convencía de la verdad asombrosa de su nueva vida mostrándoles «las manos y el costado» (ib). Ciertamente no fue fácil creer. Los discípulos de Emaús creyeron sólo después de un laborioso itinerario del espíritu (cf Lc 24,13-35). El apóstol Tomás creyó únicamente después de haber comprobado el prodigio (cf Jn 20,24-29). En realidad, aunque se viese y se tocase su cuerpo, sólo la fe podía franquear el misterio de aquel rostro. Esta era una experiencia que los discípulos debían haber hecho ya en la vida histórica de Cristo, con las preguntas que afloraban en su mente cada vez que se sentían interpelados por sus gestos y por sus palabras. A Jesús no se llega verdaderamente más que por la fe, a través de un camino cuyas etapas nos presenta el Evangelio en la bien conocida escena de Cesarea de Filipo (cf Mt 16,13-20). A los discípulos, como haciendo un primer balance de su misión, Jesús les pregunta quién dice la «gente» que es él, recibiendo como respuesta: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o uno de los profetas» (Mt 16,14). Respuesta elevada, pero distante aún —y ¡cuánto!— de la verdad. El pueblo llega a entrever la dimensión religiosa realmente excepcional de este rabbí que habla de manera fascinante, pero no consigue encuadrarlo entre los hombres de Dios que marcaron la historia de Israel. En realidad, Jesús es muy distinto. Es precisamente este ulterior grado de conocimiento, que atañe al nivel profundo de su persona, lo que él espera de los «suyos»: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,15). Sólo la fe profesada por Pedro, y con él por la Iglesia de todos los tiempos, llega realmente al corazón, yendo a la profundidad del misterio: «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).

20. ¿Cómo llegó Pedro a esta fe? ¿Y qué se nos pide a nosotros si queremos seguir de modo cada vez más convencido sus pasos? Mateo nos da una indicación clarificadora en las palabras con que Jesús acoge la confesión de Pedro: «No te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (16,17). La expresión «carne y sangre» evoca al hombre y el modo común de conocer. Esto, en el caso de Jesús, no basta. Es necesaria una gracia de «revelación» que viene del Padre (cf ib). Lucas nos ofrece un dato que sigue la misma dirección, haciendo notar que este diálogo con los discípulos se desarrolló mientras Jesús «estaba orando a solas» (Lc 9,18).

Ambas indicaciones nos hacen tomar conciencia del hecho de que a la contemplación plena del rostro del Señor no llegamos sólo con nuestras fuerzas, sino dejándonos guiar por la gracia. Sólo la experiencia del silencio y de la oración ofrece el horizonte adecuado en el que puede madurar y desarrollarse el conocimiento más auténtico, fiel y coherente de aquel misterio, que tiene su expresión culminante en la solemne proclamación del evangelista Juan: «Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14).

La profundidad del misterio

21. ¡La Palabra y la carne, la gloria divina y su morada entre los hombres! En la unión íntima e inseparable de estas dos polaridades está la identidad de Cristo, según la formulación clásica del Concilio de Calcedonia (a. 451): «Una persona en dos naturalezas». La persona es aquella, y sólo aquella, la Palabra eterna, el hijo del Padre con sus dos naturalezas, sin confusión alguna, pero sin separación alguna posible, son la divina y la humana.

Somos conscientes de los límites de nuestros conceptos y palabras. La fórmula, aunque siempre humana, está sin embargo expresada cuidadosamente en su contenido doctrinal y nos permite asomarnos, en cierto modo, a la profundidad del misterio. Ciertamente, ¡Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre! Como elapóstol Tomás, la Iglesia está invitada continuamente por Cristo a tocar sus llagas, es decir a reconocer la plena humanidad asumida en María, entregada a la muerte, transfigurada por la resurrección: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado» (Jn 20,27). Como Tomás, la Iglesia se postra ante Cristo resucitado, en la plenitud de su divino esplendor, y exclama perennemente:

«¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28).

23. «Señor, busco tu rostro» (Sal 27[26],8). El antiguo anhelo del Salmista no podía recibir una respuesta mejor y sorprendente más que en la contemplación del rostro de Cristo. En él Dios nos ha bendecido verdaderamente y ha hecho «brillar su rostro sobre nosotros» (Sal 67[66],3). Al mismo tiempo, Dios y hombre como es, Cristo nos revela también el auténtico rostro del hombre, «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre».

Jesús es el «hombre nuevo» (cf Ef 4,24; Col 3,10) que llama a participar de su vida divina a la humanidad redimida. En el misterio de la Encarnación están las bases para una antropología que es capaz de ir más allá de sus propios límites y contradicciones, moviéndose hacia Dios mismo, más aún, hacia la meta de la «divinización», a través de la incorporación a Cristo del hombre redimido, admitido a la intimidad de la vida trinitaria. Sobre esta dimensión salvífica del misterio de la Encarnación los Padres han insistido mucho: sólo porque el Hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre, el hombre puede, en él y por medio de él, llegar a ser realmente hijo de Dios.

Rostro del Resucitado

28. La Iglesia mira ahora a Cristo resucitado. Lo hace siguiendo los pasos de Pedro, que llora por haberle renegado y retomó su camino confesando, con comprensible temor, su amor a Cristo: «Tú sabes que te quiero» (Jn 21,15.17). Lo hace unida a Pablo, que lo encontró en el camino de Damasco y quedó impactado por él: «Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia» (Flp 1,21). Después de dos mil años de estos acontecimientos, la Iglesia los vive como si hubieran sucedido hoy. En el rostro de Cristo ella, su Esposa, contempla su tesoro y su alegría. « Jesu, dulcis memoria, dans vera cordis gaudia»: ¡Cuán dulce es el recuerdo de Jesús, fuente de verdadera alegría del corazón! La Iglesia, animada por esta experiencia, retorna hoy su camino para anunciar a Cristo al mundo, al inicio del tercer milenio: Él «es el mismo ayer, hoy y siempre» (Hb 3,8).

CAPITULO 3

CAMINAR DESDE CRISTO

29. «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Esta certeza, queridos hermanos y hermanas, ha acompañado a la Iglesia durante dos milenios y se ha avivado ahora en nuestros corazones por la celebración del Jubileo. De ella debemos sacar un renovado impulso en la vida cristiana, haciendo que sea, además, la fuerza inspiradora de nuestro camino. Conscientes de esta presencia del Resucitado entre nosotros, nos planteamos hoy la pregunta dirigida a Pedro en Jerusalén, inmediatamente después de su discurso de Pentecostés: «Qué hemos de hacer, hermanos?» (Hch 2,37).

Nos lo preguntamos con confiado optimismo, aunque sin minusvalorar los problemas. No nos satisface ciertamente la ingenua convicción de que haya una fórmula mágica para los grandes desafíos de nuestro tiempo. No, no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros!

No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste. Es un programa que no cambia al variar los tiempos y las culturas, aunque tiene cuenta del tiempo y de la cultura para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz. Sin embargo, es necesario que el programa formule orientaciones pastorales adecuadas a las condiciones de cada comunidad.

Doy las gracias por la cordial adhesión con la que ha sido acogida la propuesta que hice en la Carta apostólica Tertio millennio adveniente. Sin embargo, ahora ya no estamos ante una meta inmediata, sino ante el mayor y no menos comprometedor horizonte de la pastoral ordinaria. Dentro de las coordenadas universales e irrenunciables, es necesario que el único programa del Evangelio siga introduciéndose en la historia de cada comunidad eclesial, como siempre se ha hecho. En las Iglesias locales es donde se pueden establecer aquellas indicaciones programáticas concretas —objetivos y métodos de trabajo, de formación y valorización de los agentes y la búsqueda de los medios necesarios— que permiten que el anuncio de Cristo llegue a las personas, modele las comunidades e incida profundamente mediante el testimonio de los valores evangélicos en la sociedad y en la cultura.

Por tanto, exhorto ardientemente a los Pastores de las Iglesias particulares a que, ayudados por la participación de los diversos sectores del Pueblo de Dios, señalen las etapas del camino futuro, sintonizando las opciones de cada Comunidad diocesana con las de las Iglesias colindantes y con las de la Iglesia universal.

Nos espera, pues, una apasionante tarea de renacimiento pastoral. Una obra que implica a todos. Sin embargo, deseo señalar, como punto de referencia y orientación común, algunas prioridades pastorales que la experiencia misma del Gran Jubileo ha puesto especialmente de relieve ante mis ojos.

LA SANTIDAD

30.- En primer lugar, no dudo en decir que la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es la de la santidad...Este don de santidad, por así decir, se da a cada bautizado...“Esta es la voluntad de Dios; vuestra santificación” (1Tes 4,3). Es un compromiso que no afecta sólo a algunos cristianos: “Todos los cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor” (Lumen Gentium, 40).

31.- Recordar esta verdad elemental, poniéndola como fundamento de la programación pastoral que nos atañe al inicio del nuevo milenio, podría parecer, en un primer momento, algo poco práctico. ¿Acaso se puede “programar” la santidad? ¿Qué puede significar esta palabra en la lógica de un plan pastoral? En realidad, poner la programación pastoral bajo el signo de la santidad es una opción llena de consecuencias... Como el Concilio mismo explicó, este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos “genios” de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno... Es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este alto grado de vida cristiana ordinaria. La vida entera de la comunidad eclesial y de las familias cristianas debe ir en esta dirección. Pero también es evidente que los caminos de la santidad son personales y exigen una pedagogía de la santidad verdadera y propia, que sea capaz de adaptarse a los ritmos de cada persona. Esta pedagogía debe enriquecer la propuesta dirigida a todos con las formas tradicionales de ayuda personal y de grupo, y con las formas más recientes ofrecidas en las asociaciones y en los movimientos reconocidos por la Iglesia.

LA ORACIÓN

32.- Para esta pedagogía de la santidad es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración... Es preciso aprender a orar, como aprendiendo de nuevo este arte de los labios mismos del divino Maestro, como los primeros discípulos:“Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). En la plegaria se desarrolla ese diálogo con Cristo que nos convierte en sus íntimos: “Permaneced en mí, como yo en vosotros” (Jn 15,4).

Esta reciprocidad es el fundamento mismo, el alma de la vida cristiana y una condición para toda vida pastoral auténtica. Realizada en nosotros por el Espíritu Santo, nos abre, por Cristo y en Cristo, a la contemplación del rostro del Padre. Aprender esta lógica trinitaria de la oración cristiana, viviéndola plenamente ante todo en la liturgia, cumbre y fuente de la vida eclesial (cfr. SC 10), pero también de la experiencia personal, es el secreto de un cristianismo realmente vital, que no tiene motivos para temer el futuro, porque vuelve continuamente a las fuentes y se regenera en ellas.

33.- La gran tradición mística de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente, puede enseñar mucho a este respecto. Muestra cómo la oración puede avanzar, como verdadero y propio diálogo de amor, hasta hacer que la persona humana sea poseída totalmente por el divino Amado, sensible al impulso del Espíritu y abandonada filialmente en el corazón del Padre. Entonces se realiza la experiencia viva de la promesa de Cristo: “El que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él” (Jn 14,21). Se trata de un camino sostenido enteramente por la gracia, el cual, sin embargo, requiere un intenso compromiso espiritual, que encuentre también dolorosas purificaciones (la “noche oscura”), pero que llega, de tantas formas posibles, al indecible gozo vivido por los místicos como Aunión esponsal”. ¿Cómo no recordar aquí, entre tantos testimonios espléndidos, la doctrina de san Juan de la Cruz y de santa Teresa de Jesús?

Sí, queridos hermanos y hermanas, nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas “escuelas de oración”, donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el “arrebato del corazón”. Una oración intensa, pues, que sin embargo no aparte del compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de Dios, lo abre también al amor de los hermanos, y nos hace capaces de construir la historia según el designio de Dios.

Pero se equivoca quien piense que el común de los cristianos se puede conformar con una oración superficial, incapaz de llenar su vida. Especialmente ante tantos modos en que el mundo de hoy pone a prueba la fe, no sólo serían cristianos mediocres, sino “cristianos con riesgo”. En efecto, correrían el riesgo insidioso de que su fe se debilitara progresivamente, y quizás acabarían por ceder a la seducción de los sucedáneos, acogiendo propuestas religiosas alternativas y transigiendo incluso con formas extravagantes de superstición.

Hace falta, pues, que la educación en la oración se convierta de alguna manera en un punto determinante de toda programación pastoral... Cuánto ayudaría que no sólo en las comunidades religiosas, sino también en las parroquiales, nos esforzáramos más, para que todo el ambiente espiritual estuviera marcado por la oración.”

Primacía de la gracia

38.- En la programación que nos espera, trabajar con mayor confianza en una pastoral que dé prioridad a la oración, personal y comunitaria, significa respetar un principio esencial de la visión cristiana de la vida: la primacía de la gracia. Hay una tentación que insidia siempre todo camino espiritual y la acción pastoral misma: pensar que los resultados dependen de nuestra capacidad de hacer y programar. Ciertamente, Dios nos pide una colaboración real a su gracia y, por tanto, nos invita a utilizar todos los recursos de nuestra inteligencia y capacidad operativa en nuestro servicio a la causa del Reino. Pero no se ha de olvidar que, sin Cristo, «no podemos hacer nada» (cf Jn 15,5).

La oración nos hace vivir precisamente en esta verdad. Nos recuerda constantemente la primacía de Cristo y, en relación con él, la primacía de la vida interior y de la santidad. Cuando no se respeta este principio, ¿ha de sorprender que los proyectos pastorales lleven al fracaso y dejen en el alma un humillante sentimiento de frustración? Hagamos, pues, la experiencia de los discípulos en el episodio evangélico de la pesca milagrosa: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada» (Lc 5,5). Este es el momento de la fe, de la oración, del diálogo con Dios, para abrir el corazón a la acción de la gracia y permitir a la palabra de Cristo que pase por nosotros con toda su fuerza: Duc in altum! En aquella ocasión, fue Pedro quien habló con fe: «en tu palabra, echaré las redes» (ib). Permitidie al Sucesor de Pedro que, en el comienzo de este milenio, invite a toda la Iglesia a este acto de fe, que se expresa en un renovado compromiso de oración.”

Escucha de la Palabra

39.- No cabe duda de que esta primacía de la santidad y de la oración sólo se puede concebir a partir de una renovada escucha de la palabra de Dios. Desde que el Concilio Vaticano II ha subrayado el papel preeminente de la palabra de Dios en la vida de la Iglesia, ciertamente se ha avanzado mucho en la asidua escucha y en la lectura atenta de la Sagrada Escritura. Ella ha recibido el honor que le corresponde en la oración pública de la Iglesia. Tanto las personas individualmente como las comunidades recurren ya en gran número a la Escritura, y entre los laicos mismos son muchos quienes se dedican a ella con la valiosa ayuda de estudios teológicos y bíblicos. Precisamente con esta atención a la palabra de Dios se está revitalizando principalmente la tarea de la evangelización y la catequesis. Hace falta, queridos hermanos y hermanas, consolidar y profundizar esta orientación, incluso a través de la difusión de la Biblia en las familias. Es necesario, en particular, que la escucha de la Palabra se convierta en un encuentro vital, en la antigua y siempre válida tradición de la lectio divina, que permite encontrar en el texto bíblico la palabra viva que interpela, orienta y modela la existencia.

Anuncio de la Palabra

40.- Alimentarnos de la Palabra para ser «servidores de la Palabra» en el compromiso de la evangelización, es indudablemente una prioridad para la Iglesia al comienzo del nuevo milenio. Ha pasado ya, incluso en los Países de antigua evangelización, la situación de una «sociedad cristiana», la cual, aún con las múltiples debilidades humanas, se basaba explícitamente en los valores evangélicos. Hoy se ha de afrontar con valentía una situación que cada vez es más variada y comprometida, en el contexto de la globalización y de la nueva y cambiante situación de pueblos y culturas que la caracteriza. He repetido muchas veces en estos años la «llamada» a la nueva evangelización. La reitero ahora, sobre todo para indicar que hace falta reavivar en nosotros el impulso de los orígenes, dejándonos impregnar por el ardor de a predicación apostólica después de Pentecostés. Hemos de revivir en nosotros el sentimiento apremiante de Pablo, que exclamaba: «¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1Cor 9,16).

Esta pasión suscitará en la Iglesia una nueva acción misionera, que no podrá ser delegada a unos pocos «especialistas», sino que acabará por implicar la responsabilidad de todos los miembros del Pueblo de Dios. Quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para sí, debe anunciarlo.

LA PEOR POBREZA DE LA IGLESIA ES LA POBREZA ESPIRITUAL Y MÍSTICA, ESTO ES,POBREZA DE LO QUE PREDICA Y DEBE VIVIR.

Terminado este testimonio del Papa Juan Pablo II en la Novomillennio ineunte, quisiera añadir que la mayor pobreza de la Iglesia será siempre, como ya he repetido, la pobreza mística, la pobreza de santidad, de vida de oración, sobre todo, de oración contemplativa, eucarística, porque no entiendo que uno quiera buscar y encontrarse con Cristo y no lo encuentre donde está más plena y realmente en la tierra, que es en la eucaristía como misa, comunión y sagrario: «Qué bien sé yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche. Aquesta fonte está escondida, en este pan por darnos vida, aunque es de noche. Aquí se está llamando a las criaturas y de este agua se hartan, aunque a oscuras, porque es de noche». Es por fe, caminando en la oración desde la fe. La iniciativa siempre parte de Dios que viene en mi busca.

Por eso, si los formadores de comunidades parroquiales, de noviciados y seminarios no tienen una profunda experiencia de oración y vida espiritual, insisto una vez más, será muy difícil que puedan guiarlas hasta la unión afectiva y existencial con Cristo. Es sumamente necesario y beneficioso para la Iglesia, que los obispos se preocupen de estas cosas durante el tiempo propicio, que es el tiempo de formación de los seminarios, para no estar luego toda la vida sufriendo sus consecuencias negativas tanto para el apostolado como para la misma vida diocesana, por una deficiente formación espiritual.

Me duele muchísimo tener que decir esto, porque puedo hacer sufrir y me harán sufrir, pero se trata del bien de los hermanos, que han de ser formados en el espíritu de Cristo. De los seminarios y casas de formación han de salir desde el Papa hasta el último ministro de la Iglesia. Y estoy hablando no de éste o aquel seminario u Obispo, que es el reponsable de su seminario, yo me estoy refiriendo a todos los seminarios y a todos los sacerdotes y a todos los Obispos. Y esta doctrina no es mía, sino del Papa y la responsabilidad  viene del Señor. Todos somos responsables y todos tenemos que formar hombre de oración encendida de amor a Cristo y a los hermanos.

Los seminarios son la piedra angular, la base, el corazón de vida de todas las diócesis y si el corazón está fuerte, todo el organismo también lo estará; y, si por el contrario, está débil o muerto, también lo estarán las diócesis y las parroquias y los grupos y las catequesis y todos los bautizados, que deben ser evangelizados por estos sacerdotes. Por eso, qué interés, qué cuidado, qué ocupación y preocupación tienen los buenos obispos, que hay muchos y bien despiertos y centrados en sus seminarios, por la pastoral vocacional, por el trato familiar con los seminaristas, por la selección y cuidado de los formadores.

Este es el apostolado más importante del Obispo y de toda la diócesis; qué bendición del cielo tan especial son estos obispos, que, en su esquema de diócesis, lo primero es el seminario, los sacerdotes, la formación espiritual de los pastores. Aquí se lo juega todo la Iglesia, la Diócesis, porque es la fuente de toda evangelización. Para todo obispo, su seminario y los sacerdotes debe ser la ocupación y preocupación y la oración más intensa; tiene que se algo que le salga del alma, por su vivencia y convencimiento, no por guardar apariencias y comportamientos convencionales; tiene que salir de dentro, de las entrañas de su amor loco por Cristo; ahí es donde se ve su amor auténtico a Cristo y a su Iglesia.

Cómo se nota cuando esto sale del alma, cuando se vive y apasiona; o cuando es un trabajo más de la diócesis, un compromiso más que debe hacer, pero no ha llegado a esta a esta identificación de seminario y sacerdotes con Cristo. Pidamos que Dios mande a su Iglesia Obispos que vivan su seminario. Es la presencia de Cristo que más hay que cuidar después de la del Sagrario: que esté limpia, hermosa, bien cuidada. Pero tiene que salir del alma, de la unión apasionada por Cristo. De otra forma…

La Iglesia, los consagrados, los apóstoles, cuanto más arriba estemos en la Iglesia, más necesitados estamos de santidad, de esta oración continua ante el Sacerdote y Víctima de la santificación, nuestro Señor Jesucristo. ¡Qué diferencias a veces entre seminarios y seminarios! ¡Qué envidia santa y no sólo por el número sino por la orientación, la espiritualidad, por todo esto que dice el Papa en su Carta Apostólica NMI! ¡Qué alegría ver realizados los propios sueños en los seminarios!

¿No hemos sido creados para vivir la unión eterna con Dios por la participación en gracia de su misma vida en felicidad y amor? ¿No es triste que por no aspirar o no tender o no haber llegado a esta meta, para la que únicamente fuimos creados, y es la razon, en definitiva, de nuestrso apostolado y tareas con niños, jóvenes y adultos, nos quedemos muchas veces, a veces toda la vida, en zonas intermedias de apostolado, formación y vida cristianas, sin al menos dirigir la mirada y tender hacia el fin, hacia la meta, hacia la unión y la vida de plena glorificación en Dios?

¿La deseamos? ¿Está presente en nuestras vidas y apostolado? Para mí que estas realidades divinas solo se desean si se viven. El misterio de Dios no se comprende hasta que no se vive. Y el camino de esta unión es la oración, la oración y la oración personal en conversión permanente, que nos va vaciando de nosotros mismos para llenarnos sólo de Dios en nuestro ser, cuerpo y espíritu, sentidos y alma, especialmente en la liturgia, en la Eucaristía, hasta llegar a estos grados de unión y amor divinos.

Y de la relación que expreso de la experiencia de Dios con el apostolado, siempre diré que la mayor pobreza vital y apostólica de la Iglesia será siempre la pobreza de vida mística; quiero decir, que ahora y siempre ésta será la mayor necesidad y la mayor urgencia de la vida personal y apostólica de los bautizados y ordenados; tener predicadores que hayan experimentado la Palabra que predican, que se hayan hecho palabra viva en la Palabra meditada; celebrantes de la Eucaristía que sean testigos de lo que celebran y tengan los mismos sentimientos de Cristo víctima, sacerdote y altar, porque de tanto celebrar y contemplar Eucaristía se han hecho eucaristías perfectas en Cristo; orantes que se sientan habitados por la Santísima Trinidad, fundidos en una sola realidad en llamas en mismo fuego quemante y gozoso de Dios, que su Espíritu Santo, para que, desde esa unión en llamas con Dios, puedan quemar a los hermanos a los que son enviados con esta misión de amor en el Padre, en el Hijo por la potencia de amor del Espíritu Santo. 

Si no se llega, tendemos o se camina por esta senda de santidad, de la unión total con el Señor por la oración personal, todo trabajo apostólico tenderá a ser más profesional que apostólico; sí, sí, habrá acciones y más acciones, pero muchas de ellas no serán apostólicas porque faltará el Espíritu de Cristo: habrá bautizados, pero no convertidos; casados en la Iglesia, marco bonito para fotos, pero no en Cristo, en el amor y promesa de amar como Cristo, con amor total, único y exclusivo; habrá Confirmados pero no en la fe, porque algunos expresamente afirman no tenerla y allí no puede entrar el Espíritu Santo, por muchos cantos y adornos que hayamos hecho, eso no es liturgia divina, falta lo principal, la fe y el amor a Cristo… Y para hacer las acciones de Cristo, para hacer el Apostolado de Cristo hay que seguir su consejo: “Vosotros venid a un sitio aparte… el Señor llamó a los que quiso para estar con Él y enviarlos a predicar”; el“estar con Él” es condición indispensable para hacer las cosas en el nombre y espíritu de Cristo.

26ª MEDITACIÓN

BREVE ITINERARIO DE ORACIÓN EUCARÍSTICA

 

 “APRENDED DE MÍ QUE SOY MANSO Y HUMILDE DE CORAZÓN” (MT 11, 25)

 

Esto mismo que acabo de decir, pero con otras palabras, es lo que podemos encontrar en este pasaje evangélico:

“Por aquel tiempo, tomó Jesús la palabra y dijo: Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor. Todo me lo ha dado mi Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera”. (Mt 11, 25-30).

Jesús,  movido de ternura y compasión hacia sus discípulos y hacia los que quieran seguirle, en todos los tiempos, nos invita a venir a él, a dialogar y encontrarse con su persona y su palabra, que nos llenan de paz y sentido, de seguridad, de certezas definitivas:“Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados...”  Nos lo dice hoy y ahora mismo  este mismo Cristo, que  está cerca de nosotros aquí, en el sagrario y desde ahí nos repite estas mismas palabras de Palestina. Está tratando de consolar y de ayudar a los discípulos, que se han quedado un poco perplejos por la exigencias del reino, del seguimiento...y sin embargo, nada más decir estas palabras de consuelo, no les dice, os quito esto o aquello o no es tanto como os suponéis... sino que añade, reafirmándose: “Cargad con mi yugo....” y cuál es ese yugo “ aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”.

           Esto es lo que vengo diciendo repetidas veces en este libro: sin conversión no hay amistad ni discipulado ni seguimiento del Señor. Y por ese camino nos tienen que venir todas las gracias sobrenaturales, todos los conocimientos y amores a Dios y a su Hijo.“Nadie conoce al Padre sino el Hijo...” La fe no son verdades ni ritos ni ceremonias, la fe fundamentalmente es creer y aceptar a una persona y esa persona es Jesucristo. El cristianismo es fundamentalmente una persona, Jesucristo, y éste, crucificado. Somos seguidores de un crucificado

“En aquel tiempo, empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los senadores, sumos sacerdotes y letrados y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día. Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo: ¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte. Jesús se volvió y dijo a Pedro: Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios. Entonces dijo a los discípulos: El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida , la perderá; pero el que la pierde por mi, la encontrará”(Mt 16,21-25).

Quisiera resaltar que el pobre Pedro, que quiso decirle al Señor, que no se preocupase, que eso no pasaría, recibió una de las palabras más duras del evangelio.(Satanás! Y es que para Cristo, como para todos los santos, la voluntad del Padre está por encima de todo y  nadie le apartará de este camino, que les lleva a la unión suprema con Él,  aunque sea un camino lleno de sufrimientos y de cruz y dolor. A veces, este convencimiento, les hace decir a los santos ciertas frases, que suenan a puro dolorismo, de buscar el dolor por el dolor. ¡jamás las interpretéis así! No quieren el dolor por el dolor sino que están tan convencidos de que han de abrazarse con el crucificado para identificarse con Él, que identifican unión con Cristo y sufrimiento, cristianismo y dolor.

       Creer en una persona, en Jesucristo, quiere decir, aceptar su persona, su amistad, porque nos fiamos de ella y tendemos a hacernos una cosa con ella por el amor, aunque nos cueste sacrificios. Lo que se cree, en el fondo, no son verdades, ideas ni siquiera tan elevadas como el cielo, la gracia, la vida eterna, el pecado....sino que se  cree y  se fía uno de esta persona y esto es la mejor forma de amarla y honrarla.  Si fuera lo primero saber verdades, la religión sería cuestión de inteligencia y los sabios serían los preferidos en el reino. Pero bien claramente dice Jesús que no es así, que es cuestión de fiarse, de amar y confiar en su persona y, por tanto, el cristianismo es cuestión de amor, porque es cuestión de amistad. Arreglados van los que quieran encontrarse con Cristo única o principalmente por el entendimiento o las ideas o la misma teología. Jesucristo, la eucaristía, el misterio cristiano es cuestión de amor, la teología va detrás de la fe y debe ser siempre sierva respetuosa, humilde, arrodillada, sobre todo, cuando no comprenda.

Pregunten a los santos, que son los que verdaderamente han conocido a Cristo y  su evangelio y en Él encontraron el tesoro de su vida, por el cual lo dejaron todo; pregunten modernamente a Santa Teresa del Niño Jesús, beata Isabel de la Trinidad, a Teresa de Calcuta y tantos santos «ignorantes»de la teología especulativa, que viven aún  en este mundo. Todo lo aprendieron por la oración y  la amistad con Cristo Eucaristía. Entonces es cuando entran los deseos de estudiar y leer teología, mucha teología, como Teresa de Jesús.

 Por eso, Jesús anima a todos a que le busquen así, porque es la mejor y más completa forma de encontrarle: “Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor”. Y para que no quede ningún resquicio, por donde pueda escaparse el sentido que Él quiere dar a estas palabras suyas ni vengan luego los sabios con interpretaciones manipuladas,  añade:“Todo me lo ha dado mi Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”. Da gracias al Padre por manifestarse a los sencillos, porque el mensaje y la palabra de Cristo sobre el reino, sobre el amor del Padre y su plan de salvación, la fraternidad que Dios quiere entre todos los hombres, la verdadera justicia, la paz de la humanidad no se comprende totalmente por vía de inteligencia e ideas humanas sino por revelación de amor, que Dios concede a la gente sencilla y se niega a los sabios autosuficientes.

Los que están más vacíos de sí mismos, “los pobres en el espíritu”, los que no se fían de sí mismos son los que se abren a Dios, a su revelación en Cristo y a los mismos hermanos con mayor facilidad. Porque la fe-confianza en Dios es la que nos da acceso a este conocimiento superior de Dios, en el que sólo nos puede introducir el Hijo, que es su Palabra pronunciada con Amor-Espíritu Santo para nosotros. La verdadera teología siempre se estudiará de rodillas, es decir, dando  preferencia a la fe y al amor, pisando sus huellas, siempre será  arrodillada.

       La fe cristiana es una clase especial de conocimiento porque es Asabiduría amorosa@según S. Juan de la Cruz. Hay una base objetiva de contenido intelectual, pero que no se comprende si no se vive, si no se ama, si el Espíritu Santo no nos lleva hasta la verdad completa. Mucho sabían los discípulos sobre Cristo, incluso lo vieron resucitado, pero hasta que no vino el Espíritu Santo, no llegaron a la verdad completa, porque entonces fue cuando no solo conocieron sino que vivieron en su corazón al Señor y dieron la vida por Él. Por el Cristo simplemente conocido por la teología o una fe teórica, pocos están dispuestos a dar la vida. Buena será la teología, pero siempre llena de amor.

Fijáos qué cambio en S. Tomás de Aquino al final de su vida. Quería quemar todo lo que había escrito. Es que la teología completa, la verdad completa, como afirma el Señor, en el evangelio, pasa por el amor, por el Espíritu Santo. Preguntádselo a los mismos Apóstoles: han visto al Señor resucitado, le han tocado y siguen con miedo; desaparece el Señor, no le ven con los ojos de la carne, pero sí con los ojos del amor, porque viene el Señor a su corazón hecho fuego de Espíritu Santo y abren los cerrojos y las puertas y predican abiertamente y dan la vida por Él. San Juan de la Cruz habla de «sabiduría amorosa», «noticia amorosa», «llama de amor viva», y «aunque a V.R. le falte el ejercicio de Teología escolástica con que se entienden las verdades divinas, no la falta el de la mística, que se sabe por amor, en que no solamente se saben mas juntamente se gustan » (Prólogo C, 4).

Acabo de leer un libro de F. X. Durrwel, que termina así:  «He dicho que el misterio pascual desborda por todos lados y es imposible en pocas líneas hacer una síntesis. Sin embargo, existe una palabra capaz por sí sola de enlazar toda la gavilla:  «Lo que las inmensidades no pueden encerrar, se deja contener en lo que hay de más pequeño. Tal es exactamente el sello de los divino». San Juan nos ha proporcionado la palabra a la medida de lo inconmensurable: “Dios es amor” (Jn 4,16). El infinito no es sino Amor... Tanto para el conocimiento como para la santidad de vida “el amor es el vínculo de la perfección” (Col 3,14): he ahí el nombre de la síntesis.

Se sabe así que hay un conocimiento mucho más elevado que la ciencia teológica: “Quiero mostraros un camino mejor”, dice San Pablo (1Cor 12,31), el del amor; que conoce por comunión. La teología es sólo una aproximación; únicamente el Espíritu de amor Aintroduce en la verdad total@(Jn 16,13). Jesús es la morada de Dios entre los hombres: el misterio encarnado. Para conocer, es necesario vivir en esa morada. Jesús es la morada y es, al mismo tiempo, la puerta de entrada: “Yo soy la puerta” (Jn 10, 9). El Espíritu Santo es la llave. En la hora de la Pascua de Jesús, se ha dado vuelta a la llave de amor, y se ha abierto, ancha, la puerta; es invita a conocer amando»[8].

Creer, en definitiva, es aceptar por amor la persona de Jesucristo, reconocer al Dios de Jesucristo, optar por su evangelio, seguirle, aceptando su estilo de vida y de compromisos porque le creemos  vivo, vivo y resucitado. Y por eso Jesús se ofrece y presenta en este evangelio como el único camino, que nos puede llevar al Padre, porque es el Hijo: “Todo me lo ha dado mi Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera reveler”.

 Y si a pesar de esta reflexión evangélica, que acabo de hacer, alguno siguiera un poco asustado con todo lo dicho anteriormente sobre la conversión total y renuncia al yo que el Señor exige, quisiera con esta reflexión, que pongo a continuación,  demostrar que este es el plan de Dios al crearnos y que para esto hemos sido redimidos. Quiero animar a todos a entregarse confiadamente a Dios, que nos ama infinitamente y por eso nos purifica de todo lo que no es Él, para llenarnos plenamente de su amor. De esta forma quiero ayudar un poco a comprender el amor primero, infinito e inabarcable de Dios, que es último y eterno y definitivo. Para que nadie se eche para atrás y  superemos la muerte del yo, martirizados por el fuego abrasador del amor infinito de Dios, que quiere llevarnos a su mismo fuego de amor trinitario, pero que antes debe quemar todas nuestras impurezas, limitaciones e imperfecciones, frutos del pecado original, que nos inclina al amor propio, por encima del amor absoluto y primero a Dios.

27ª MEDITACIÓN

LA PUERTA DEL SAGRARIO ES PUERTA DE CIELO Y ETERNIDAD

 

       El mismo Cristo, que sacia a los bienaventurados en el cielo y que llenó las ansias de amor y felicidad de los santos y santas, desde S. Juan, San Pablo, San Pedro, la samaritana, Zaqueo...etc hasta los últimos canonizados, es al que nosotros contemplamos y tenemos en la Custodia y en nuestros sagrarios. La Eucaristía es la entrada, la puerta del cielo, aquí abajo en la tierra.

Yo conozco hermanos y hermanas seglares como vosotros, casados y solteros, que tienen vivencia, experiencia de eucaristía y aman y se pasan horas y horas...  (tienen  llave de la iglesia) y rezan por la Iglesia, las parroquias, los sacerdotes, los enfermos, los necesitados de todo tipo, los problemas de los hombres todo el tiempo que pueden....pero es que luego son los que más y mejor me ayudan en la catequesis, en los grupos.... pero insisto que no se llega enseguida, antes hay que recorrer un camino largo y purificador de inmolación y muerte de nuestro yo, como Jesús, el camino de nuestra pascua, de nuestro desierto, del paso del pecado a la vida nueva: celebrar y participar la eucaristía es vivirla en nuestra propia carne.

¿Por qué  el mismo que sacia a los bienaventurados en el cielo no me sacia a mí? Si Cristo está ahí, ofrecido en entrega al Padre y en amistad a los hombres, ¿por que no lo siento? ¿Por qué no hay más devoción eucarística? ¿Por qué las parroquias, los jóvenes y adultos no vienen todos los días a esta fuente de amor y energía sobrenatural? Pues porque esto exige conversión, como he repetido miles de veces en este libro, y faltan también vivientes del misterio.

Al faltar vivientes, faltan también pedagogos y mistagogos eucarísticos, nos hacen falta guías experimentados, que antes hayan recorrido este camino, personas verdaderamente creyentes, exploradores como los que Moisés envió a la tierra prometida,  que luego volvieron  cargados de los frutos de ella, y entusiasmaron a los israelitas para conquistarla.

Antes de llegar a la tierra prometida, al cielo de la Eucaristía hay que pasar el mar rojo y morir al pecado, hay que vivir la gracia del bautismo y sepultar y morir al hombre viejo, y para esto, hay que atravesar  el desierto y orar mucho, hay que tener hambre del maná y del agua que brota de la piedra golpeada por Moisés, y“la piedra era Cristo”; “no como el maná que comieron vuestrso padres en el desierto…el que coma de este pan que yo le daré...vivirá por mí.

Y para eso, para poder luego enseñarlo, primero hay que vivirlo, antes hay que recorrer este camino de encuentro con el Señor en la Eucaristía, que lleva consigo aguantar mucho en humillaciones, olvidos, críticas y demostrar que estás dispuesto a quedarte solo con Él, que Él es tu único Dios y lo Absoluto de tu vida. Y repito que esto no se contagia ni se enseña ni se sabe ni siquiera  teóricamente si no se ha vivido y realizado en la propia  vida y para eso hay que matar el pecado original, que es el amor propio, el amor a nosotros mismos, que quiere imponerse por encima del amor a Dios y los hermanos, hay que derrocar todos los ídolos de la propia gloria, consumismo, criterios, para que sea Dios el único Señor de tu vida. ¿ Estás dispuesto?

“Hermanos míos; Teneos por muy dichosos, cuando os veáis asediados por toda clase de pruebas. Sabed que, al ponerse a prueba vuestra fe, os dará constancia y si la constancia llega hasta el final, seréis perfectos e íntegros, sin falta alguna” (Sant 1, 24).

De todas formas, no te asustes, porque todo esto que te digo de golpe, hay que ir haciéndolo, soportándolo, sufriéndolo poco a poco, como el Señor quiere, durante años y cómo y cuándo Él quiere y según sus planes. No olvides que cuarenta años duró la travesía del desierto hasta la tierra prometida. Y son muchísimos los que atraviesan este desierto y llagan a la amistad con Jesucristo Eucaristía. Precisamente para ayudarte  se ha quedado  Jesús en la Eucaristía,  tan cerca de nosotros, para echarnos una mano, para que aprendamos su ejemplo de humildad y de entrega en silencio, para repetirnos continuamente  todo su evangelio, así cerquita:“si quieres ser mi discípulo, si quieres seguirme, si quieres ser de verdad mi íntimo...  no tengáis miedo, Yo estoy con vosotros hasta el final de los tiempos.., Yo soy el camino, la verdad y la vida...” “vosotros sois mi amigos, nadie ama más que aquel que da la vida por el amado...” “No tengáis miedo a los hombres, porque no hay nada cubierto que no llegue a descubrirse, nada escondido que no llegue a saberse”; “Si uno se pone de mi parte ante los hombres, yo también me pondré de su parte ante mi Padre del cielo”.

Y si coges a S. Juan:  “Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y lo seamos. Por esto el mundo no nos conoce, porque no le conoce a Él. Carísimos, ahora somos hijos de Dios, aunque aun no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que, cuando  se  manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es”; “Todo el que permanece en Él no peca, y todo el que peca no le ha visto ni le ha conocido” (1Jn 3,1-3;6).

Y uno empieza el camino y tropieza; otras veces se cansa y cae, pero vuelve a levantarse y siempre se levanta, aunque caiga muchas veces; es más,  cuando parece que todo se ha acabado, que ya no queda nada, que ya no hay remedio... como Jesús está tan cerca... te mira con amor y sientes su cercanía y otra vez continúas hasta que van llegando, después de años, esos momentos  en que la oración ya no es pura reflexión sino que, después de una purificación más o menos intensa ,uno empieza a sentir  la presencia y el amor de Cristo vivo, vivo, vivo...

La oración discursiva y meditativa se hace afectiva, se hace amor, y ya no tienes que reflexionar mucho para dialogar con Él y empiezas a llamarle y tratarle de tú a tú a Cristo, y en lugar de comentarios sobre sus verdades y sobre Él, te sale el diálogo directo con Él, el boca a boca, a pecho descubierto, sin intermediarios de libros y autores,  y ya sólo es cuestión de dejarse amar y sentirse amado cada día más, de formas distintas, y ya todo empieza a verse de otra forma, porque está  iluminado por la luz y la presencia del Señor, pero ya no cuesta nada sino todo lo contrario, uno se goza en la presencia del Amado, porque  hay experiencia del Dios vivo y Trino, y uno experimenta que es Verdad, que todo es Verdad, que Cristo es Verdad, es la Verdad y que existe y que todo el evangelio es Verdad y Vida y que Jesús existe  y está en el sagrario y ahora ya a vivir el cielo anticipado porque el cielo es Dios y Dios está en mi corazón y en el sagrario, aunque estamos en la tierra y no faltarán las pruebas, pero todo será desde la fe iluminada, «mística teología», «noticia amorosa».     

Y así es como el sagrario se convierte en puerta del cielo. Pero perdonad que insista, esto exige una conversión permanente, y, al menos en mí, esta no acabará sino media hora después de mi muerte, porque  hasta la media hora después de mi muerte, no habrá muerto  mi  yo, este yo que tanto quiero y mimo, más que a Dios.

En definitiva, en el pan y en el vino adoramos al Cristo glorioso, anticipo y prenda del cielo... «Oh sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida, se celebra el memorial de  su pasión, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura. Le diste el pan del cielo. Que contiene en sí todo deleite». De esta forma, que os he explicado, es cómo la Eucaristía se convierte para toda persona, que la adora, en puerta del cielo.

En cada comunión Cristo nos dice: Tú eres eternidad, tu vida es más que esta vida, tú vales más que este tiempo y este espacio, tú vales una eternidad, yo soy esa eternidad, que tú buscas, incrustada ahora en el tiempo por mi presencia eucarística, yo la  he merecido para tí, yo soy tu Vida, tu vida eterna ya comenzada, “vosotros y yo somos uno”, y yo soy eternidad y cielo del Padre y de todos los bienaventurados. 

Qué tiene que ver todo esto que llamas vida con lo que el Padre te ha preparado en esta mesa de la Eucaristía. Tú no la valoras porque no conoces lo que hay dentro. El hombre,  si se allege de man,  si no conoce la Eucaristía, no sabe lo que vale, porque se valora y mide sólo por el dinero y placer y éxitos de tierra; sin embargo tú vales mucho, vales infinito, te lo  lo digo yo, que he dado mi vida por tí, vales eternidad en Dios, y te lo manifiesto y demuestro con la Eucaristía, en la que he dado mi vida por tí,  tú vales la vida de un Dios encarnado y te lo ha dicho mi Padre, con mi muerte: “tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él”; tú  vales una eternidad, porque  no existe ya la muerte para tí, te lo digo en cada Eucaristía: “ el que me come vivirá eternamente”, “el que coma de este pan vivirá eternamente” y por el amor del Padre, tu historia y  tu vida,  a pesar de tus pecados y olvidos y abandonos, por mi amor manifestado especialmente en mi muerte y resurrección, presencializados y ofrecidos en la eucaristía,  tendrán un final feliz, porque los bienes escatológicos, los últimos, ya se hacen presentes en la Eucaristía: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, VEN, SEÑOR JESÚS». 

 

Tú vales tanto para el Padre Dios, que en Getsemaní y en mi pasión, -y siento que no hayas caído en la cuenta de ello,-  el Padre se olvidó de mí para conseguirte a tí.  “Padre, si es posible pase de mí este cáliz...” y el Padre no me hizo caso y te prefirió a tí... Y yo le decía al Padre en mi corazón, porque entonces no podía ni pronunciar palabra, Padre ¿ pero es que te has olvidado de mí, pero es que no soy tu Hijo, el Amado, el predilecto? ¿ pero es que te avergüenzas de mí? ¿Tú también me abandonas como los hombres, ya no soy tu hijo amado....? Y ni caso me hizo, porque el Padre estaba entusiasmado con los millones de hijos e hijas que iba a conseguir con mi pasión y muerte, y prefirió mi muerte para conseguiros a todos como hijos por el Hijo. Y como fuí tan obediente al Padre y Él lo que quería es recuperar vuestras eternidades, realizar el proyecto que tuvo al crearos para haceros partícipes de la misma felicidad que disfrutamos en la esencia trinitaria, os resucitó a todos en mi resurrección, porque me resucitó por amor a mí pero también me resucitó por amor a  vosotros, buscó vuestra felicidad eterna con el precio máximo de toda mi sangre y mi vida para vuestro bien, porque  la resurrección fue su respuesta a mi obediencia para todos vosotros y me hizo Señor y os sentó con  mi humanidad para siempre a su derecha.        

Pues bien, todo este misterio es lo que hago presente en cada misa, cuando por medio del sacerdote, que me presta su humanidad, sus manos y su voz, yo consagro el pan y el vino y se vuelve a hacer presente toda mi vida, desde mi Encarnación hasta mi Ascensión, todo aquello  que sufrí y merecí por ti.  Por todo esto, debes celebrar y participar con suma devoción en la misa, debes estar más atento y desde el banco no tienes que pensar en otra cosa y eso es mi paga porque os quiero infinitamente y para la eternidad y ese amor  me hace feliz en mi entrega por vosotros:“éste es el cuerpo que se entrega, ésta es la sangre que se derrama por vosotros” “Y cuantas veces hagáis esto, acordaos de Mí”. Gracias, porque os acordáis de mi amor y con esto glorificáis al Padre y me honráis a mí.

Querido hermano, por la Eucaristía nos sumergimos en la vida de Dios por su Verbo, nos sumergimos  en el círculo trinitario donde amarás al Padre en el Hijo por el Espíritu, en un volcán continuo de fuego y dicha y felicidad y resplandores divinos, que ya aquí abajo se barrunta y se puede experimentar, como lo han sentido infinidad de santos, místicos y almas buenas... Hace unos meses operaron de cáncer a una amiga mía. Le quitaron un pecho y le dijeron que era cáncer maligno . Al cabo de algún tiempo fuí a visitarla de nuevo.  Todavía no sabían el resultado. Al mes  volví al hospital y me dijo textualmente- éstas cosas no se olvidan- ahora me dicen los médicos que no tengo nada, que estoy totalmente curada... ¡ya que me había hecho a la idea de irme con el Señor...!

Por la Eucaristía tu historia tendrá un final feliz. Visité otra vez a una operada de cáncer a la que había quitado diversas partes del hígado, riñón... muchas cosas; al despedirme, le digo: pediré al Señor que te cures, me respondió: pídale no que me cure sino que cumpla su voluntad.... Son almas eucarísticas.

Querido hermano, da gracias, medita, alaba, bendice, adora a Jesucristo Eucaristía que trajo y realizó este proyecto del Padre  con el Espíritu Santo, Espíritu de vida, “que resucitó a Jesús de entre los muertos, el mismo Espíritu resucitará nuestros cuerpos mortals”. La adoración eucarística es alimento de vida eterna, que anticipa los bienes escatológicos descritos por Juan en el Apocalipsis. Toda la liturgia del Apocalipsis es liturgia de la Eucaristía celeste, del Viviente, del Resucitado, del Cordero degollado, en compañía de los resucitados para glorificación de la Santísima Trinidad.  Es figura de la adoración de toda la humanidad redimida por elcordero degollado ante el trono de Dios y por eso ya lo ensayamos  cantando aquí abajo el mismo canto que los bienaventurados en el cielo: SANTO, SANTO, SANTO ES EL SEÑOR, LLENOS ESTÁN EL CIELO Y LA TIERRA DE SU GLORIA.

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CAMPAÑA DE LOS CINCO MINUTOS DIARIOS DE ORACIÓN EUCARÍSTICA

 

CARTEL DE LOS CINCO MINUTOS DE ORACIÓN CON EL SEÑOR EN EL SAGRARIO QUE PUSE EN LA PUERTA DE LA IGLESIA DEL CRISTO DE LAS BATALLAS:

QUERIDO HERMANO/A

NO SE VAYA DE ESTA IGLESIA SIN HABLAR CON JESUCRISTO PRESENTE EN EL SAGRARIO.

 

PUEDEMIRARLE CON MIRADA DE AMOR.

 

PUEDEHABLARLE DE SUS COSAS Y PROBLEMAS.

 

PUEDEREZARLE ALGUNA DE LAS ORACIONES QUE SABE.

 

PUEDECOGER ALGUNA DE LAS HOJAS DE LA MESA, LEERLA Y COMENTARLA CON ÉL.

 

PUEDE...PERO NO SE VAYA SIN DECIRLE ALGO. ÉL LLEVA DOS MIL AÑOS ESPERÁNDOLE.

28ª MEDOTACIÓN

 

 LA EUCARISTÍA, LA MEJOR ESCUELA DE APOSTOLADO Y DE VIDA CRISTIANA

 

La Eucaristía, la mejor escuela de oración y santidad, se convierte en la  mejor escuela de apostolado: «Hace falta, pues, que la educación en la oración se convierta de alguna manera en un punto determinante de toda la programación pastoral» (NMI 34). Hoy que se habla tanto de compromiso solidario y del voluntariado con los más pobres, una persona que ha trabajado hasta la muerte por los más pobres, que son los moribundos y  los niños abandonados en las calles nos habla de la necesidad absoluta de la oración para ver a Cristo en esos rostros y poder trabajar cristianamente con ellos. Lo dice muy claro la Madre Teresa de Calcuta:

«No es posible comprometerse en el apostolado directo sin ser un alma de oración. Tenemos que ser conscientes de que somos uno con Cristo, como Él era consciente de que era uno con el Padre. Nuestra actividad es verdaderamente apostólica sólo en la medida en que le permitimos que actúe en nosotros a través de nosotros con su poder, con su deseo, con su amor».[9]

“He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Y Jesús es Verdad y es la Verdad y no puede engañarnos y lo está cumpliendo a tope en la Eucaristía. La dificultad estriba más en nosotros que en el amor y los deseos de Jesús. Porque a Él le sobran entrega y ganas de seguir amando y salvando a los hombres, pero a nosotros no nos entra en la cabeza, que el Verbo de Dios, el amado eterna e infinitamente por el Padre e igualmente amante infinitamente en el mismo Espíritu Santo, “ tenga sus delicias en estar con los hijos de los hombres”, que somos como somos, finitos, limitados y que fallamos a cada paso. En cada misa Cristo nos dice: te quiero, os quiero y doy la vida por ti y por todos los hombres, y mi mayor alegría es que creas en mí y me sigas, que me metas en tu corazón, para que vivamos unidos una misma vida, la mía que te regalo, para que se la entregues a los hermanos, a todos los hombres; toma este pan y  cómeme, soy yo,  este es mi cuerpo que se entrega por tí... al comer mi carne, comes mis actitudes y sentimientos y  debes vivir en mí y   por mí y así debes entregarte a los hombres y así te harás igual a mí y serás hijo en el Hijo y el Padre ya no distinguirá entre los dos, y, estando unidos, verá en tí al Amado, en quien ha puesto  sus complacencias. Y entonces, Cristo, a través de nuestra humanidad supletoria, que se la prestamos, seguirá salvando a los hombres, renovando todo su misterio de Salvación y  Redención  del mundo, cumpliendo la voluntad del Padre, con amor extremo, hasta dar la vida, pero en nosotros y por nosotros. Esta presencia de Cristo enviado y apóstol es en nosotros sacerdotes una  realidad  ontológica, por el sacramento del Orden: «por la imposición de las manos y de la oración consacratoria del Obispo, se transforma en imagen real, viva y transparente de Cristo Sacerdote: una representación sacramental de Jesucristo Cabeza y Pastor» (PDV. 15).

Toda la vida de Cristo, toda su salvación y evangelio y misión se  presencializan en cada misa  y  por la comunión nos comunica todos sus misterios de vida y misión y salvación, y así nos convertimos en humanidades supletorias de la suya, que ya no puede actuar, porque quedó destrozada y ahora, resucitada, ya no es histórica y temporal como la nuestra: “El que me come vivirá por mí”.” Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo los amó hasta el extremo...”  Hasta el extremo de su fuerza, de su amor, de su sangre.... Hasta el dintel de lo infinito, de lo divinamente intransferible nos ha amado Cristo Jesús. Así debemos amarle. Quien adora, come o celebra bien la eucaristía termina haciéndose eucaristía perfecta.

Y ahora uno se pregunta lo de siempre: Pero qué le puedo yo dar a Cristo que Él no tenga. No entendemos su amor de entrega total al Padre por nosotros desde el seno de la Trinidad:  “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios... Aquí estoy para cumplir tu voluntad.”. Cristo se queda en el sagrario para buscar continuadores de su tarea y misión salvadora. Por eso la eucaristía, como encarnación continuada de Cristo y aceptada por el Padre, también es obra de los Tres; es obra del Padre, que le sigue enviando para la salvación de los hombres; del Hijo que obedece y sigue aceptando y salvando a los hombres por la celebración de la Eucaristía; del Espíritu Santo, que formó su cuerpo sacerdotal y victimal en el seno de María y ahora, invocado en la epíclesis de la misa,  lo hace presente en el pan.    

En la eucaristía se nos hace presente el proyecto salvador del amor trinitario del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo; en el Hijo, «encarnado»  en el pan, con fuerza y amor de Espíritu Santo, se nos hacen presentes las Tres Divinas Personas y también toda la historia de Salvación y todo su amor eterno y salvador para con nosotros. Todo esto, el entender este exceso de amor, esta entrega tan insospechada, extrema y gratuita de los Tres en el Hijo, nos cuesta mucho a los hombres, que somos limitados y  finitos en amar, que  somos calculadores en nuestras entregas, que, en definitiva, ante este amor infinito, no somos nada, ni entendemos nada,  si no fuera por la fe, que oscuramente nos da noticias de este amor. Y digo oscuramente, no porque la fe, la luz de Dios, la comunicación no sea clara y manifiesta, sino porque nuestras pupilas humanas tienen miopía y cataratas de limitaciones humanas para ver y comprender la luz divina y por su misma naturaleza nuestro entendimiento y nuestro corazón no están capacitados y preparados y adecuados para tanta luz y tanto amor. Es el exceso de luz divina, que excede como rayo a las pupilas humanas de la  razón, lo que impide ver a nuestros ojos, que no están acostumbrados a estas verdades y resplandores y amores, y, por eso, hay que purificar, limpiar criterios y afectos, adecuar las facultades, que diría San  Juan de la Cruz.

Por eso, para comprender esta realidad en llamas, que es  la Eucaristía, el Señor tiene que limpiar todo lo sucio que tenemos dentro, toda la humedad del leño viejo y de pecado que somos, tanta ignorancia de lo divino, de lo que Dios tiene y encierra para sí y para nosotros. Como dice San Juan de la Cruz, primero hay que acercar el leño al fuego de la oración; nosotros tenemos que acercarnos al fuego de Cristo, mediante la oración eucarística, para que nos vaya contagiando su fuego y sus ansias apostólicas, desde el Padre que le sigue enviando continuamente por amor y ternura eterna hacia el hombre.

Por esta causa, la Eucaristía es también amor extremo del Padre “que tanto amó al mundo que entregó a su propio Hijo...”; luego, el fuego de la oración, que es unión con Dios, lo empieza a calentar y a poner a la misma temperatura que el fuego, para poder quemarlo y  transformarlo, pero para eso y antes de convertirse en llama de amor viva, el fuego pone negro el madero antes de prenderlo: son las noches y las purificaciones.. Lo explica muy bien San Juan de la Cruz: «Lo primero, podemos entender cómo la misma luz y sabiduría amorosa que se ha de unir y transformar en el alma es la misma que al principio la purga y dispone; así como el mismo fuego que transforma en sí al madero, incorporándose en él , es el que primero le estuvo disponiendo para el mismo efecto» ( N II 3).

Aunque San Juan de la Cruz se refiere a la oración en general, pero contemplativa, vale para todo encuentro con Cristo, especialmente eucarístico: «De donde, para mayor claridad de lo dicho y de lo que se ha de decir, conviene aquí notar que esta purgativa y amorosa noticia o luz divina que aquí decimos, de la misma manera se ha en el alma purgándole y disponiéndola para unirla consigo perfectamente, que se ha el fuego en el madero para transformarle en sí; porque el fuego material, en aplicándose al madero, lo primero que hace es comenzarle a secar, echándole la humedad fuera y haciéndole llorar el agua que en sí tiene; luego le   va poniendo negro, oscuro y feo y aun de mal olor y  yéndole secando poco a poco, le va sacando luz y echando afuera todos los accidentes feos y oscuros que tiene contrarios al fuego, y finalmente, comenzándole a ponerle hermoso con el mismo fuego; en el cual término, ya de parte del madero ninguna pasión hay ni acción propia, salva la gravedad y cantidad más espesa que la del fuego, porque las propiedades de fuego y acciones tiene en sí; porque está seco, y seco está; caliente, y caliente está; claro y esclarece; está ligero mucho más que antes, obrando el fuego en él esta propiedades y efectos»  (IIN 13, 3-6).

Por esto mismo la escuela de la oración eucarística se convierte en la escuela más eficaz de apostolado, purificando y quitando los pecados del apóstol, que impiden la unión de los sarmientos a la vid para dar fruto, y le ilumina a la vez con el fuego del amor para lanzarle a la acción. Y, cuando el fuego prende al madero, al apóstol, entonces se hace una misma llama de amor viva con Él, es ascua viva y encendida en su fuego de  Amor de Espíritu Santo:  Dios y el hombre en una sola realidad en llamas, el que envía y el enviado, la misión y la persona, el mensaje y el mensajero: «¡Oh llama de amor viva, / qué tiernamente hieres/ de mi alma en el más profundo centro!» Son todos los verdaderos santos apóstoles, sacerdotes, religiosos, padres de familia...que han existido y seguirán existiendo.

Juan Pablo II en su Carta Apostólica NMI. ha insistido repetidas veces en la oración como fundamento y prioridad de la acción pastoral: «Trabajar con mayor confianza en una pastoral que dé prioridad a la oración, personal y comunitaria, significa respetar un principio esencial de la visión cristiana de la vida: la primacía de la gracia. Hay una tentación que insidia siempre todo camino espiritual y la acción pastoral misma: pensar que los   resultados dependen de nuestra capacidad de hacer y programar. Ciertamente, Dios nos pide una colaboración real a su gracia y, por tanto, nos invita a utilizar todos los recursos de nuestra inteligencia y capacidad operativa en nuestros servicios a la causa del Reino. Pero no se ha de olvidar que sin Cristo “no podemos hacer nada” (cf. Juan 15, 5). La oración nos hace vivir precisamente en esta verdad. Nos recuerda constantemente la primacía de Cristo y, en relación con Él, la primacía de la vida interior y de la santidad».[10]

Lo dice muy bien el Responsorio breve de II Vísperas del Oficio de Pastores: « V. Éste es el que ama a sus hermanos * El que ora mucho por su pueblo. R.  El que entregó su vida por sus hermanos.* El que ora mucho por su pueblo».

 Para comprender y saber de Eucaristía, hay que estar en llamas, como Cristo Jesús, al instituirla; aquella noche del Jueves Santo, el Señor no lo podía disimular,  le temblaba el pan en las manos, qué deseos, qué emoción..., y por eso mismo,  qué vergüenza siento yo de mi rutina y ligereza al celebrarla, al comulgar y comer ese pan ardiente, en visitarlo en el sagrario siempre con los brazos abiertos al amor y a la amistad. Si uno logra esta unión de amor con el Señor, entonces uno no tiene que envidiar a los apóstoles ni a los contemporáneos del Cristo de Palestina, porque de hecho, ni siquiera con la  resurrección, los apóstoles llegaron a quemarse de amor a Cristo sino sólo cuando ese  Cristo,  se hizo Espíritu Santo, se hizo llama, se hizo fuego transformante por dentro, se hizo Pentecostés. Ya se lo había dicho antes y repetidamente Jesús:  “Os conviene que yo me vaya porque si yo no me voy no vendrá a vosotros el Espíritu Santo... Pero si yo me voy, os lo enviaré.. Él os llevará hasta la verdad completa”. Que la eucaristía, fuego divino de Cristo, nos queme y nos transforme en llama de amor viva y apostólica, a todos los bautizados, llamados a la santidad, especialmente a los sacerdotes, consagrados con la fuerza del Espíritu Santo, Llama viva del Amor Trinitario.  

LA VIVENCIA DE CRISTO EUCARISTÍA, LLAMA ARDIENTE DE CARIDAD APOSTÓLICA

 La verdad completa es la que baja de la mente al corazón y se hace vivencia. Y así fue en Pentecostés. Entonces sí que se acabó el miedo para  los apóstoles y se quitaron los cerrojos y se  abrieron las puertas y predicaron convencidos de Cristo y del Padre y del Espíritu Santo, a quienes entonces conocieron en  “verdad completa”, verdad hecha fuego y amor. Conocieron el evangelio y amaron a Cristo más profunda y vitalmente que en todas las correrías apostólicas anteriores y milagros y la misma  predicación exterior de Cristo; ahora ya estaban dispuestos a morir por Él, estaban convencidos, sentían su presencia y su fuerza porque Cristo les habló con su fuego de amor y los quemó y los abrasó con el fuego de Pentecostés. No olvidemos nunca que estas realidades sobrenaturales no se comprenden hasta que no se viven. A palo seco o conocimiento puramente teórico, incluso teológico, es como si uno creyera, como si fuera verdad, pero no es verdad completa, amada y vivida.

Pablo no vio ni conoció visiblemente al Cristo histórico, pero lo sintió muy dentro por la  experiencia mística, que da más certeza, amor y vivencia que cien apariciones externas del Señor. Y llegó a un amor y entrega, que otros apóstoles no llegaron, aunque le habían visto y escuchado y tocado físicamente. Cuando Dios baja así y toca las almas, vienen las ansias apostólicas, los deseos de conquistar el mundo para la Salvación, ganas hasta de morir por Cristo y su evangelio, como les pasó a los Apóstoles,  lo cual contrasta con tanto miedo a veces de predicar el evangelio completo, sin mutilaciones, más pendiente el profeta palaciego de agradar a los hombres que a Dios, más pendiente de no sufrir por el evangelio que de predicar la verdad completa, sobre todo a los poderosos, a los que muchas veces nos dirigimos con profetismos oficiales, que no les echa en cara su pecado ni sus errores. Cuántas mutilaciones de la verdad y del mensaje evangélico en los diálogos y en la predicación a gente poderosa en la esfera religiosa, económica o política.

También hoy tenemos profetas verdaderos, obispos, sacerdotes y seglares, que hablan claro de Dios y del evangelio, profetas que nos entusiasman, que viven pendientes y celosos de la gloria de Dios y salvación de los hermanos por la fuerza de la oración y del  sacrificio y comunión eucarísticas, verdaderos pastores de almas, siempre obedientes a la voluntad del Padre, con amor extremo, hasta dar la vida, sin que se les trabe la lengua.

El profeta verdadero de Dios sabe que siempre que predique las exigencias evangélicas, que condenan a los poderosos y molestan a la masa poco exigente, sufrirá la incomprensión y hasta la muerte de su fama, estima y carrera, porque resulta  «poco prudente» para los instalados de arriba y de abajo. Pero tiene que hacerlo porque no puede traicionar al mensaje ni al que le envía; el amor a Dios y a los hermanos ha de estar sobre todas las cosas: “Si a mí me han perseguido, a vosotros también...” “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”.

 Y así terminó el Profeta a quien tenemos que imitar. Y  así se salvó y nos salvó. Y así hay que salvar las almas. Así las han salvado siempre los santos, los que pisaron las mismas huellas de Profeta y Sacerdote y Víctima de la misión confiada por el Padre.  Hablando así, siendo profeta verdadero, es posible que no se llegue al poder y a los puestos elevados, porque esto no agrada ni a la misma Iglesia so pretexto de prudencia- prudencia de la carne-, pero Dios es su paga en gozo, juntamente con los salvados por su profetismo verdadero.

             Si lo profetas callan, los lobos actuales: muchos políticos sin sentido del hombre y de transcendencia, el materialismo de  los medios de comunicación, de tanto cantamañanas de la tele y de los tertulianos bufones de las radios irán destruyendo la identidad cristiana, la fe en Dios y en su Hijo, único Salvador del mundo. Al mundo no le salvan los políticos ni los técnicos ni los pseudocientíficos, solo hay una Salvador, es Jesucristo. Él es el único Salvador del mundo.

 Si los profetas callan, los fieles se quedarán  sin defensa, sin ayuda y orientación,  abandonados en las fauces de estos lobos devoradores de toda bondad y  verdad  cristianas sobre el hombre, la familia, la vida; si los profetas callan, entonces los címbalos sonantes de los medios, huecos y vacíos,  se convertirán en los maestros y sacerdotes de la vida, de la moral y de la familia y no recibirán  la respuesta respetuosa y debida desde la fe y la moral y el mensaje y la sociología cristianas. El problema de la fe se ha convertido en problema moral ahora en España, no hay moral, se mata a los niños y ya todo está aceptado. De esta forma nos destruimos en todos los sentidos: humano, moral y religioso. Por culpa de tanto silencio profético, muchas ovejas, multitudes de bautizados están desorientadas y van muriendo poco a poco para la fe y para la vida de una Iglesia ridiculizada y un evangelio directamente perseguido desde estos modernos púlpitos tan poderosos.

Hay que estar más pendientes y hablar más claro a las multinacionales de la pornografía y del consumismo, a los materialistas del ateísmo práctico, de una vida sin Dios, que son los que quieren gobernar hoy y regular toda la vida de los hombres  con leyes de vida, de educación y de ética  contrarios al evangelio... que fabrican niños, jóvenes y adultos que les puedan votar según sus ideologías y les puedan comprar sus productos inmorales y consumistas fabricados por los poderosos del dinero y,  en definitiva, manipulan todo para que todos  piensen, vivan y se diviertan y se casen y practiquen el aborto y la eutanasia como ellos quieren para su fines egoístas.

Aquel niño de hace quince o veinte años es el hombre de hoy, el cristiano del divorcio y del adulterio y del aborto, del amor   libre, de las parejas de homosexuales o de hecho, de niños por encargo de laboratorio, el de los bautizos y primeras comuniones y bodas actuales sin fe en Jesucristo... Hubo muchos silencios y cobardías por parte de la Iglesia, en orientación ética y moral humana, que no era meterse en política, sino orientar sobre las consecuencias previstas de unos votos, que iban a emplearse contra la Iglesia, contra Cristo y su evangelio, contra la moral y la vida... y así muchos católicos votaron a personas que emplearon esos votos en blasfemar contra Cristo, en perseguir su religión, su evangelio, su salvación, en negar o impedir la enseñanza religiosa... Ahora ya sabemos a donde llevaron esos votos y opciones políticas de una mayoría católica. No se puede decir sí y  no a Cristo a la vez, no se puede estar con Cristo y contra Cristo a la vez,  no podemos ayudar a los que nuevamente lo han crucificado y se mofan de Él, a los que han machacado los principios morales  reguladores de la familia, del concepto del hombre y de la vida, esenciales para la fe y la vivencia del cristianismo.

Todos tenemos que hablar más claro, los seglares, los sacerdotes y  los obispos,  sin tantos documentos puramente oficiales, a veces  tan impersonales, ambiguos e insulsos que no se entienden y aburren, mientras los lobos van destrozando el rebaño de Cristo,  y las ovejas no han tenido quien las defendiera clara y abiertamente. Pero no duele Dios, no duele Cristo, no duelen las eternidades de los hermanos, no duele el proyecto del Padre, la entrega del Hijo, el Amor-gloria de nuestro Dios; duele más  no salir zarandeado en la televisión o en la prensa,  duele más  mi puesto, mi falsa prudencia, mi fama que quedaría destrozada por los lobos de turno, que dominan la tele, los medios, la prensa. Qué testimonios tan maravillosos de obispos y sacerdotes tuvimos también en aquellos comienzos de la democracia Pero fueron pocos, muy pocos. Estos sí que hablaron claro y se les entendía perfectamente lo que decían y querían expresar. Pero tristemente la mayoría fueron «prudentes» y esto ha hecho mucho daño en España.

Repito: No nos salva la técnica, ni los medios de comunicación,  ni tanto cantamañanas de la tele, ni el consumismo, ni los políticos, dueños hoy absolutos de la verdad sobre el hombre, la vida, la familia, que tanto daño han hecho con sus leyes y siguen haciendo, sólo hay un Salvador, es Jesucristo. Y esto hay que creerlo muy de verdad, mejor, hay que vivirlo para predicarlo. Nos hacen falta almas de oración profunda y unión verdadera con el Señor.

Y nada de extremismos de ningún tipo ni de gestos llamativos, simplemente hay que predicar el evangelio, a Cristo, el mismo ayer, hoy y siempre. Y por favor, no llamar prudencia a la cobardía de la carne. Y hacerlo siempre con entrañas de misericordia, de perdón, de acogida, la misma que Dios emplea con nosotros, en toda la historia de la Salvación, personal y comunitaria. Para eso, hoy y siempre hay que estar dispuestos a dar la vida, hay que estar muy convencidos para predicarlo, hay que llegar a ciertos niveles de intimidad y vivencia de oración y vida espiritual,  como lo estuvieron desde Abrahán y Moisés hasta los últimos perseguidos, torturados y mártires. Todos ellos han vivido y profesado los sentimientos de San Pablo, que llegó a vivir y decir convencido: “Estoy crucificado con Cristo, vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi, y mientras vivo en esta carne, vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí”. Para mí la vida es Cristo y una ganancia el morir”.

San Juan de la Cruz, recogiendo sus propias vivencias y la de otros muchos, que se confiaron a él,  lo expresó repetidas veces. Para él vale la pena morir al propio yo, lleno de cobardías e imperfecciones y que busca su comodidad y el no sufrir, aunque  lo exijan Cristo y su evangelio,  vale la pena pasar por la noche de la purificación y del dolor de todo lo que no es Dios en nosotros, como lo expresa al Santo en la misma nota que pone en su libro de la Noche: « (Nota: «Noche oscura: Canciones de el alma que se goza de haber llegado al alto estado de la perfección, que es la unión con Dios, por el camino de la negación espiritual. Del mesmo autor)» (IN 5) . 

El apóstol identificado con JESÚS-CRISTO-VERBO atrae toda la ternura del Padre, que lo pronuncia y lo llama hijo en el Hijo, y lo recrea y se embelesa contemplándolo en su esencia-imagen, que es su Verbo- Palabra de canción eterna  silabeada y cantada con amor esencial y personal de Espíritu Santo, y lo pronuncia y lo envía eternamente presente en su Verbo eterno y  ha entrado así en el seno íntimo del Ser por sí mismo del infinito ser y amor trinitario participado.

Y por la humanidad  prestada e identificada totalmente con el Verbo-Cristo-Jesús es también “o Kyrios”  Señor, sentado a la derecha del Padre, dispuesto con entrañas de ternura y misericordia a juzgar a los que fue enviado... Quien condenará entonces?.¿ será el Padre que nos envió al que más quería?)será el Hijo que murió por amor extremo? ¿será el Cristo resucitado, eucaristía perfecta hasta la locura, hasta los extremos de la entrega total ?  ¡ Oh la gloria del apóstol en el Apóstol por su eucaristía divina, Verbo Eternamente enviado y encarnado y pronunciado con amor de Espíritu Santo en un trozo de pan...! «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven Señor Jesús»».

          Hoy, como siempre, para ser testigo del Viviente, la Iglesia   necesita la experiencia, la vivencia del Dios vivo. Siempre la ha necesitado, pero hoy más que otras veces, por el secularismo y materialismo reinante, que destruye a Dios y la fe en El. Falta experiencia del Padre creador y origen del proyecto de amor sobre el hombre; del Cristo salvador y obediente, amante hasta el extremo de dar la vida; del Espíritu  santificador que habita y dirige las almas. Falta sentir con Cristo y debiera ser la cosa más natural, porque todos hemos sido injertados en El por el santo bautismo y llamados por tanto a esta vivencia de amistad y sentimientos con El. Y cuanto más arriba está uno en la iglesia, más necesaria es esta experiencia, porque si los montañeros que deben dirigir la escalada de la liberación de los pecados, de la vida cristiana, de la unión con Dios, de la oración, del entusiasmo por Cristo y su reino de vida humana y divina, no tienen experiencia del camino ni conocen las etapas y rutas principales del monte del amor divino, por no haberlo recorrido personalmente,  mal pueden dirigir a otros en su marcha hasta la cima, aunque lo tengan por encargo y misión. Hacia aquí debe dirigirse principalmente la formación permanente de los pastores, hacia la dimensión espiritual.

Grave sería que esto fallase en la  misma formación de los candidatos, por falta de profesores o formadores aptos, porque entonces no tendríamos esa  formación  ni siquiera teóricamente, quiero decir,  los conocimientos teóricos de oración, santidad, unión con Dios... absolutamente necesarios para recorrer este camino del envío apostólico. Y más grave  todavía, si fallan los responsables de dirigir a los mismos pastores. Me refiero a los señores  Obispos o responsables diocesanos, porque al no vivir  «estas cosas», no se ocupan ni preocupan de ellas, y envían sin provisiones de lo esencial y vital para un camino tan importante: sembrar, cultivar y recolectar eternidades, no vidas de solo cien o doscientos años, sino que han de vivir o morir eternamente; sin haberlo preparado ascéticamente les envían a un camino tan exigente: prestar a Cristo la propia humanidad; y consiguientemente tan duro, sobre todo al principio, porque ponen tareas divinas, transcendentes y eternas en hombros o vasijas de barro,  y para un camino tan largo, porque es para toda la vida.

Necesitamos maestros de oración y vida espiritual, de unión con Cristo, fundamento de todo envío y vida apostólica. Necesitamos más entusiasmo, más vida, más gozo, más experiencia de Dios en sacerdotes y obispos.

Cristo, la Iglesia que Él instituyó y quiere,  no necesita tanto de programadores pastorales ni de organigramas ni de técnicas, sino de personas que tengan su espíritu, que le amen y se hayan encontrado con Él, como Pablo, Juan, todos los Apóstoles verdaderos que a través de los siglos existieron y seguirán existiendo. Así  lo exigió  y lo predicó en su vida y  evangelio:“sin mí no podéis hacer nada... yo soy la vid, vosotros los sarmientos...el sarmiento no puede dar fruto si no está unido a la vid”.

Jesús repitió a los Apóstoles que era necesario que Él se marchase al cielo, para enviarles el Espíritu Santo, que les había de llevar hasta la verdad completa. Verdad completa es la que no se queda solo en la inteligencia sino que llega al corazón y lo quema como les pasó a ellos, que, al sentir a Cristo hecho llama y fuego el día de Pentecostés, quitaron los cerrojos y abrieron las puertas y predicaron claro y sin miedo, cosa que no hicieron incluso cuando le habían visto resucitado. Ahora lo ven no desde fuera sino desde dentro, desde la vivencia.  

Necesitamos testigos del Viviente, que  habiendo experimentado en sí mismo la liberación de sus pecados y el gozo de su encuentro, puedan luego decirnos que Cristo existe y es verdad, que el evangelio es verdad, que la vida eterna es verdad, porque la han experimentado...y luego puedan comunicarlo  por contagio, con una vida silenciosa, callada y sin grandes manifestaciones llamativas. Vidas sencillas de tantos sacerdotes olvidados, dando su vida por Cristo, en los pueblos de nuestra diócesis y de toda la Iglesia.  Porque todo lo que es amor a Cristo y a su Iglesia, se comunica principalmente por contagio, como el fuego, con palabras y hechos contagiados de amor quemante. Y hay que contagiar mucho y quemar más de Cristo a este mundo y no quedarnos principalmente en estructuras, medios y reformas puramente externas, que si luego no van llenas de amor a Dios, no son capaces de cambiar el corazón de los hombres.

Son muchos en la Iglesia los que opinan así. Hoy que se habla tanto del compromiso solidario y del voluntariado con los más pobres, la Madre Teresa de Calcuta, que ha tocado la pobreza como pocos, que ha curado muchas heridas, que ha recogido a los niños y moribundos de las calles para que mueran con dignidad, esta nueva santa nos habla de la oración para poder realizar estos compromisos cristianamente: «No es posible comprometerse en el apostolado directo sin ser un alma de oración.. Tenemos que ser conscientes de que somos uno con Cristo, como él era consciente de que era uno con el Padre. Nuestra actividad es verdaderamente apostólica sólo en la medida en que le permitimos que actúe en nosotros a través de nosotros con su poder, con su deseo con su amor»  «Cuando los discípulos pidieron a Jesús que les enseñara a orar, les respondió: «Cuando oréis, decid: Padre nuestro...No les enseñó ningún método ni técnica particular. Sólo les dijo que tenemos que orar a Dios como nuestro Padre, como un Padre amoroso. He dicho a los obispos que los discípulos vieron cómo el Maestro oraba con frecuencia, incluso durante noches enteras. Las gentes deberían veros orar y reconoceros como personas de oración. Entonces, cuando les habléis sobre la oración os escucharán.... La necesidad que tenemos de oración es tan grande porque sin ella no somos capaces de ver a Cristo bajo el semblante sufriente de los más pobres de los pobres... Hablad a Dios; dejad que Dios os hable; dejad que Jesús ore en vosotros. Orar significa hablar con Dios. Él es mi Padre. Jesús lo es todo para mí»[11].     

Quiero ahora citar a otro autor moderno: «En el campo eclesial hay actualmente un exceso de palabras, como lo hay de actividades que no son siempre el fruto madurado al calor de la contemplación, el desbordar de una experiencia mística. Podrá una Iglesia así ofrecer el marco adecuado para que los hombres de hoy puedan tener la experiencia de Dios? Me temo que no. Y me duele tener que hacer esta constatación, porque el mundo de hoy está enfermo de ruidos y necesita urgentemente una cura de silencio, de sosiego, de retorno a los umbrales del ser. ¿Y quién mejor que la Esposa del Verbo Encarnado para enseñar a la humanidad actual los caminos de la recuperación del yo profundo?

Cualquiera que conozca, siquiera mínimamente, la orientación actual de la Iglesia, podrá  convenir conmigo en que sobra  tecnicismo pastoral, discurso homilético y catequético y falta el fuego de la palabra ( lenguas de fuego de Pentecostés) que irradia y abrasa por donde se mueve. Palabra que sólo puede ser la de una experiencia compartida. Palabra que se amasa y cuece en el largo silencio de la contemplación.

El silencio es garantía de eficacia evangelizadora. El siglo venidero pedirá cuentas a unas iglesias que no acertaron a dar la primacía pastoral al cultivo del silencio interior, preámbulo y requisito de todo encuentro vivo con el Señor. Antes y más que los imperativos de un dogma, una moral, un culto, una disciplina, una acción social, debe hoy la iglesia educar en la vida interior, en el camino orante en el seguimiento del carisma contemplativo de Jesús de Nazaret... como la auténtica obediencia ( estar a la escucha) de la fe, para llegar así a ser instrumento válido del reino.       Nunca han faltado en la Iglesia, - ni faltan hoy las voces que, proféticamente (es decir, en nombre del Dios vivo) invitan a todos los creyentes a perderse el la aventura del silencio del corazón. Si, según la expresión de D. Bonhoeffer, «la palabra no llega al que alborota, sino al que calla», tenemos que ayudar con todos los medios a nuestro alcance al hombre de hoy ( que alborota demasiado) a que aprenda a callar, a escuchar en profundidad, a fín de que pueda ser alcanzado por la Palabra, que quiere engendrar en él vida divina... Juan de Yepes introduciría en sus Dichos de Luz y Amor, 98: «Una palabra pronunció el Padre y fue su Hijo; esa Palabra habla siempre en el eterno silencio y en silencio tiene  que ser escuchada por el alma»[12]

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En este punto,  añado unas notas de San Juan de Avila, escritas con motivo de los Concilios de su tiempo, notas muy interesantes y siempre actuales para la Iglesia Universal y Particular, en las que todo el afán o el principal es a veces reuniones y más reuniones, asambleas, sínodos para  programaciones de apostolado y poco  sobre la espiritualidad de esa misma evangelización, o muy poco  en la reforma y santidad de vida de los seminarios y evangelizadores, que nunca se logrará por decretos como San Juan de Avila  afirma en este  memorial primero al Concilio de Trento (1551).

«El camino usado de muchos para reformación de costumbres caídas suele ser hacer buenas leyes y mandar que se guarden so graves penas, lo cual hecho tienen por bien proveído el negocio. Mas  como no hay fundamento de virtud en los súbditos para cumplir estas buenas leyes, y por esto les son cargosas, han por fuerza de buscar malicias para contraminarlas, y disimuladamente huir de ellas o advertidamente quebrantarlas. Y como el castigar sea cosa molesta al que castiga y al castigado, tiene el negocio mal fin, y suele parar en lo que ahora está: que es mucha maldad con muchas y muy buenas leyes».

«Saquemos, pues, por estas experiencias en iglesias particulares lo que de estos mandamientos puede resultar en toda la Iglesia, pues que por una gota de agua se conoce el sabor de toda el agua de la mar. Y entenderemos, por lo que vemos, que aprovecha poco mandar bien si no hay virtud para ejecutar lo mandado y que todas las buenas leyes no aprovecharán más que decir el maestro a los niños: sed buenos, y dejarlos. Y esto torno a afirmar que todas las buenas leyes posibles a hacerse no serán bastantes para el remedio del hombre, pues que la de Dios no lo fue. (Gracias a Aquel que vino a trabajar para dar fuerza y ayuda para que la Ley se guardase, ganándonos con su muerte el Espíritu de la Vida, con el cual es el hombre hecho amador de la Ley y le es cosa suave cumplirla!

Si quiere, pues, el sacro Concilio que se cumplan sus buenas leyes y las pasadas, tome trabajo, aunque sea grande, para hacer que los eclesiásticos sean tales, que more en ellos la gracia de la virtud de Jesucristo, lo cual alcanzado, fácilmente cumplirán lo mandado, y aun harán más por amor que la Ley manda por fuerza. Mas aquí es el trabajo y la hora del parto, y donde yo temo nuestros pecados y la tibieza de los mayores: que, como hacer buenos hombres es negocio de muy gran trabajo, y los mayores, o no tienen ciencia para guiar esta danza, o caridad para sufrir cosa tan prolija y molesta a sus personas y haciendas, conténtanse con decir a sus inferiores: «Sed buenos, y si no, pagármelo habéis»..... provéase el Papa y los demás en criar a los clérigos, como a hijos, con aquel cuidado que pide una dignidad tan alta como han de recibir, y entonces tendrán mucha gloria en tener hijos sabios y mucho gozo y descanso en tener buenos hijos, y gozarse ha toda la Iglesia con buenos ministros».

LA EUCARISTÍA, LA MEJOR ESCUELA  DE VIDA CRISTIANA

Ahora tenemos muchas escuelas y universidades, incluso en las parroquias tenemos muchas clases de biblia, de teología, de liturgia... nuestras madres y nuestros padres no tuvieron más escuela que el sagrario y punto.  Allí lo aprendieron todo para ser buenos cristianos. Allí escucharon y seguimos nosotros escuchando a Jesús que nos dice: “sígueme”, “amáos los unos a los otros como yo os he amado”,“no podéis servir a dos señores, no podéis servir a Dios y al dinero” “.venid y os haré pescadores de hombres”,“vosotros sois mis amigos”, “no tengáis miedo, yo he vencido al mundo”, “ sin mí no podéis hacer nada, yo soy la vid, vosotros , los sarmientos, el sarmiento no puede llevar fruto si no está unido a la vid...”   

¿Y qué pasa cuando yo escucho del Señor estas palabras? Pues que si no aguanto estas  enseñanzas, estas exigencias, este diálogo personal con El, porque me cuesta, porque no quiero convertirme, porque no quiero renunciar a mis bienes, me marcho para que no pueda echarme en cara mi falta de fe en El, mi falta de generosidad en seguirle, para que no me señale con el dedo mis defectos.... y así estaré distanciado respecto a su presencia eucarística durante toda mi vida, con las consiguientes consecuencias negativas que esta postura llevará consigo. Podré incluso, tratar de legitimar mi postura, diciendo que Cristo está en muchos sitios, está en la Palabra, en los hermanos...que es muy cómodo quedarse en la iglesia, que más apostolado y menos quedarse de brazos cruzados,  pero en el fondo es que no aguanto su presencia eucarística que me señala mis defectos y me invita a seguirle: “Si alguno quiere ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga”.

MEDIOCRIDAD, NO.-Y  me pregunto cómo podré yo luego entusiasmar a la gente  con Cristo, predicar que el Señor es Dios, el bien absoluto y primero de la vida, por el cual hay que venderlo todo...si yo no lo practico ni sé cómo se hace. Creo que esta es la causa principal de la pobreza espiritual de los cristianos y de que muchas partes importantes del evangelio no se prediquen, porque no se viven y se conocen por la propia experiencia. Si el Señor empieza a exigirme en la oración, en el diálogo personal con El, y yo no quiero convertirme, poco a poco me iré alejando de este trato de amistad  para no escucharlo, aunque las formas externas las guardaré toda la vida, es decir, seguiré  comulgando, rezando, haciendo otras cosas, incluso más llamativas, también en mi apostolado, pero he firmado mi mediocridad  cristiana, sacerdotal, apostólica...

Al alejarme cada día más del sagrario, me alejo a la vez de la oración , y, aunque Jesús a voces me esté llamando todos los días, porque me quiere ayudar, terminaré por no oírle y todo se convertirá en pura rutina y así será toda mi vida espiritual y religiosa. Y esto es más claro que el agua:  si Cristo en persona me aburre en la oración, cómo podré  entusiasmar a los demás con El, no se qué apostolado pueda hacer por él, cómo contagiaré deseos de El, ni sé  como podré enseñar a los demás el camino de la oración, cómo podré  ser guía de los hermanos en este camino de encuentro con El. Naturalmente  hablaré de oración y de amistad con Cristo, de organigramas y apostolado,  pero teóricamente, como lo hacen otros muchos en la Iglesia de Dios.

Esta es la causa de que no toda actividad ni todo apostolado, tanto de seglares como de los sacerdotes, sea verdadero apostolado, para el cual, según Cristo, hay que estar unidos a El, como los sarmientos a la vid única y verdadera,  para poder dar fruto. Y a veces este canal, que tiene que llevar al cuerpo de la Iglesia el agua que salta hasta la vida eterna o la vena que debe llevar la sangre desde el corazón salvador de Cristo hasta las partes más necesitadas del cuerpo místico, esta vena y este canal, que soy yo y cada cristiano, está tan obstruido por las imperfecciones que  apenas llevamos unas gotas o casi nada de sangre para poder vitalizar y regar las partes del cuerpo afectadas por parálisis espiritual. Así que zonas importantes de la Iglesia, de arriba y de abajo, siguen negras e infartadas, sin vida espiritual ni amor y servicio verdaderos a Dios y a los hermanos.        Porque mal es que este canal obstruido sea un seglar, un catequista, un miembro de nuestros grupos o una madre, con la necesidad que tenemos de madres cristianas, porque con ellas casi no necesitamos ni curas; lo más grave y dañino es si somos sacerdotes. Menos mal que la gran mayoría de la Iglesia está conectada a la vid, que es Cristo Eucaristía. Aquí es donde está la fuente que mana y corre, aunque es de noche, es decir, por la fe, como nos dice S. Juan de la Cruz.  Por favor, no pongamos la eficacia apostólica, la fuerza de la acción evangelizadora y misionera en los organigramas o programaciones, donde, como nos ha dicho el Papa en la Carta Apostólica N.M.I. ya está todo dicho, sino en la raíz de todo apostolado y vida cristiana: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos... todo sarmiento que no está unido a la vid, no puede dar fruto...”.

CARA A CARA CON CRISTO. Por eso, este encuentro eucarístico, la oración personal, este cara a cara personal y directo con Cristo es fundamental para nuestra vida espiritual. Añadiría que, aunque todos sabemos que la eucaristía como sacrificio es el fundamento, sin embargo la eucaristía como presencia tiene unos matices que nos descubre y pone más en evidencia la realidad de nuestra relación con Cristo. Porque en las eucaristías tenemos la asamblea, los cantos, las lecturas,  respondemos y nos damos la paz, nos saludamos, escuchamos al sacerdote.... pero con tanto movimiento a lo mejor salimos de la iglesia, sin haber escuchado a Cristo, es más, sin haberle incluso saludado personalmente.

       Sin embargo, en la oración personal, ante el sagrario, no hay intermediarios ni distracciones,  es un diálogo a pecho descubierto, de tú a tú con Jesús, que me habla, me enfervoriza o tal vez, si El lo cree necesario, me echa en cara mi mediocridad, mi falta de entrega, que me dice:  no estoy de acuerdo en esto y esto, corrige esta forma de ser o actuar.... y claro, allí, solos ante El en el sagrario, no hay escapatoria de cantos o respuestas de la  misa, allí es uno el que tiene que dar la respuesta, y no las hay litúrgicas oficiales; por eso,  si no estoy dispuesto a cambiar, no aguanto este trato directo con Cristo Eucaristía y dejo la visita diaria. ¿Cómo buscarle en otras presencias cuando allí es donde está más plena y realmente presente?

Si aguanto el cara a cara, cayendo y levantándome todos los días, aunque tarde años, encontraré en su presencia eucarística  luz, consuelo, gozo, que nada ni nadie podrán quitarme y me comeré a los niños, a los jóvenes, a los enfermos, quemaré de amor verdadero y seguimiento de Cristo allí donde trabaje y me encuentre, lo contagiaré todo de amor y seguimiento de El, llegaré a la unión afectiva y efectiva, oracional y apostólica con El. Y esto se llama santidad y para esto es la oración eucarística, porque  la oración es el   alma de todo apostolado, como se titulaba un  libro de mi juventud. Y a esto nos invita el Señor desde su presencia eucarística y para esto se ha quedado tan cerca de nosotros.

29ª MEDITACIÓN

 ORAR ES QUERER CONVERTIRSE A DIOS EN  TODAS LAS COSAS. LA ORACIÓN PERMENTE EXIGE CONVERSIÓN PERMANENTE.

 

       Y si orar es querer amar a Dios sobre todas las cosas, como orar es convertirse, automáticamente, orar es querer convertirse a Dios en todas las cosas. Sin conversión permanente, no puede haber oración permanente.  Sin conversión permanente no puede haber oración continua y permanente. Esta es la dificultad máxima para orar en cristiano, prescindo de otras religiones, y la causa principal de que se ore tampoco en el pueblo cristiano y la razón fundamental del abandono de la oración por parte de sacerdotes, religiosos y almas consagradas.

Lo diré una y mil veces, ahora y siempre y por todos los siglos: la oración, desde el primer arranque, desde el primer kilómetro hasta el último, nos invita,  nos pide y exige la conversión, aunque el alma no sea muy consciente de ello en los comienzos, porque se trata de empezar a amar o querer amar a Dios sobre todas las cosas, es decir, como Él se ama esencialmente y nos ama y permanece en su serse eternamente amado de su misma esencia.

“Dios es amor”,dice San Juan, su esencia es amar y amarse para serse en acto eterno de amar y ser amado, y si dejara de amar y amarse así, dejaría de existir. Podía haber dicho San Juan que Dios es el poder, omnipotente, porque lo puede todo, o que es la Suprema Sabiduría, porque es la Verdad, pero no, cuando San Juan nos quiere definir a Dios en una palabra, nos dice que Dios es Amor, su esencia es amar y si dejara de amar, dejaría de existir. Así que está condenado a amanos siempre, aunque seamos pecadores y desagradecidos.

       Y como estamos hechos a su imagen y semejanza, nosotros estamos hechos por amor y para amar, pero el pecado nos ha tarado y  ha puesto el centro de este amor en nosotros mismos y no en Dios. Así que tenemos que participar de su amor por la gracia para poder amarnos y amarle como Él se ama. Porque por su misma naturaleza, que nosotros participamos por gracia, así es cómo Dios se ama y nos ama y  no puede amar de otra forma, porque dejaría de ser y existir, dejaría de ser Dios.

Y este amor es a la vez su felicidad y la nuestra, a la que Él gratuitamente, en razón de su amarse tan infinitamente a sí mismo nos invita, porque estamos hechos a su imagen y semejanza por creación y, sobre todo, por recreación en el Hijo Amado, Imagen perfecta de sí mismo, que nos hace partícipes de su misma vida, de su mismo ser y existir, por participación gratuita de su mismo amor a sí mismo.“Lo que era desde el principio... porque la vida se ha manifestado..., os anunciamos la vida eterna, que estaba en el Padre y se nos manifestó, a fin de que viváis también en comunión con nosotros. Y esta comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1Jn 1-4).

Este es el gran tesoro que llevamos con nosotros mismos, la lotería que nos ha tocado a todos los hombres por el hecho de existir. Si existimos, hemos sido llamados por Él para ser sus hijos adoptivos, y Dios nos pertenece, es nuestra herencia, tengo derecho a exigírsela: Dios, Tú me perteneces.... Esto es algo inconcebible para nosotros, porque hemos sido convocados de la nada por puro amor infinito de Dios, que no necesita de nada ni de nadie para existir y ser feliz y crea al hombre por pura gratuidad, para hacerle partícipe de su misma vida, amor, felicidad, eternidad...“Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y lo seamos.... Carísimos, ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es” (1Jn 3,1-3).

       Esta es la gran suerte de esta especie animal, tal vez más imperfecta que otras en sus genomas o evolución, pero  que, cuando Dios quiso, la amó en su inteligencia infinita y con un beso de amor le dio la suerte y el privilegio de fundirse eternamente en su mismo amor y felicidad. Y esta es la gran evolución sobrenatural, que a todos nos interesa. La otra, la natural del «homo erectus», «habilis», «sapiens», «nehandertalensis», «romaionensis, «australopithecus», que apareció hace cuatro millones de años, aunque ahora con el recién descubierto homínido del Chad, parece que los expertos opinan que apareció hace seis millones de años... que  estudien los científicos, a los que les importa poco echar millones y millones de años entre una etapa y otra;  todavía no están seguros de cómo Dios la ha dirigido, aunque algunos, al irla descubriendo, parece como si la fueran creando, y al no querer aceptar por principio al Creador del principio,  digan que todo, con millones y millones de combinaciones, se hizo por casualidad. Y en definitiva, millones más, millones menos, todo es nada comparado con lo que nos espera y ya ha comenzado: la  eternidad en Dios.

La casualidad necesita elementos previos, solo Dios es origen sin origen, tanto en lo natural como en lo sobrenatural.  Ellos que descubran el modo y admiren al Creador Primero, pero que no llamen casualidad a Dios. Millones y millones de combinaciones... y todo, por casualidad... ¡Qué trabajo llamar a las cosas por su nombre y aceptar al Dios grande y providente y todo amor generoso e infinito para el hombre, que nos desborda en el principio, en el medio y al fin de la Historia de Salvación! ¿Para qué la ciencia, los programas, los laboratorios, si todo es por casualidad o existen sin lógica ni  principio ni leyes fijas?

       A mí sólo me interesa, que he sido elegido para vivir eternamente con Dios. Ha enviado a su mismo Hijo para decírmelo y este Hijo me merece toda confianza por su vida, doctrina, milagros, muerte y resurrección. Por otra parte, esta es la gran locura del hombre, su gran tragedia, si la pierde, la mayor pérdida que puede sufrir, si no la descubre por la revelación del mismo Dios; y esta es, a la vez y por lo mismo, la gran responsabilidad de la Iglesia, especialmente de los sacerdotes, si se despistan por otros caminos que no llevan a descubrirla, predicarla, comunicarla por la Palabra hecha carne y por los sacramentos, si nos quedamos  en organigramas, en programaciones y acciones pastorales siempre horizontales sin la dirección de trascendencia y eternidad, sacramentos que se quedan y se celebran en el signo pero que no llegan a lo significado, que no llevan hasta Dios ni llegan hasta la eternidad sino sólo atienden al tiempo que pasa; reuniones, programaciones  y celebraciones que no son apostolado, si se quedan en mirar y celebrar  más al rostro transitorio de lo que hacemos o celebramos, que al alma, al espíritu, a la parte eterna, trascendente y definitiva de lo que contienen, del evangelio, del mensaje, de la liturgia....más a lo transitorio que a lo transcendente, hasta donde todo debe dirigirse, buscando  la gloria de Dios y la salvación eterna del hombre.

“En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, os lo diría, porque me voy a prepararos el lugar . Cuando yo me haya ido y os haya preparado el lugar, de nuevo volveré y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy, estéis también vosotros. Pues, para donde yo voy, ya sabéis el camino”(Jn 11,24).

Porque da la sensación a veces de que se ha perdido la orientación trascendente de la Iglesia y de su acción apostólica, que pasa también por la encarnación y lo humano, para dirigirlo y finalizarlo todo hacia lo divino, hacia Dios.  Da la sensación de que lo humano, la encarnación, ciertamente necesaria, pero nunca fin  principal y menos exclusivo de la evangelización,  es lo que más  preocupa en nuestras reuniones pastorales y hasta en la misma administración de los sacramentos, donde trabajamos y nos fatigamos en añadir ritos y ceremonias, incluso a la misma eucaristía, como si no fuera completísima en sí misma, y de lo esencial hablamos poco y  nos preocupa menos.

Y esto produce gran pobreza pastoral, cuando vemos, incluso a nuestra Iglesia y a sus ministros, más preocupados por los medios de apostolado que por el fín, más preocupados y ocupados por agradar a los hombres en la celebración de los mismos sacramentos que de buscar la verdadera eficacia sobrenatural y transcendente de los mismos así como de toda  evangelización y apostolado. En conseguir esta finalidad eterna está la gloria de Dios. «La gloria de Dios es que el hombre viva... y la vida del hombre es la visión intuitiva de Dios». (San Hilario)

¡Señor, que este niño que bautizo, que estos niños que hoy te reciben por vez primera, que estos adultos que celebran estos sacramentos, lleguen al puerto de tu amor eterno, que estos sacramentos, que esta celebración que estamos haciendo les ayude a su salvación eterna y definitiva, a conocerte y amarte más como único fin de su vida, más que simplemente les resulte divertida... Señor, que te reciban bien, que se salven eternamente, que ninguno se pierda, que tú eres Dios y lo único que importa, por encima de tantas ceremonias que a veces despistan de lo esencial !

Queridos amigos, este es el misterio de la Iglesia, su única razón de existir, su único y esencial sentido, este el misterio de Cristo, el Hijo Amado del Padre, que fue enviado para hacernos partícipes de la misma felicidad del Dios trino y uno; esto es lo único que vale, que existe, lo demás es como si no existiera.

¿Qué tiene que ver el mundo entero, todos los cargos, éxitos, carreras, dineros, todo lo bueno del mundo comparado con lo que nos espera y que ya podemos empezar a gustar en Jesucristo Eucaristía? El es el pan de la vida eterna, de nuestra felicidad eterna, nuestra eternidad,  nuestra suerte de existir, nuestro cielo en la tierra,  El es el pan de la vida eterna, “El que coma de este pan vivirá eternamente”.

A la luz de esto hay que leer todo el capítulo sexto de San Juan  sobre el pan de vida eterna, el pan de Dios, el pan de la eternidad: “Les contestó Jesús y les dijo: vosotros me buscáis porque habéis comido los panes y os habéis saciado; procuraros no el alimento que perece sino el que permanece hasta la vida eterna” (Jn 6, 26).Toda la pastoral, todos los sacramentos, especialmente la Eucaristía, deben conducirnos hasta Cristo, “pan del cielo, pan de vida eterna”, hasta el encuentro con El; de otra forma, el apostolado y los mismos sacramentos no cumplirán su fin: hacer uno en Cristo-Verbo amado eternamente por el Padre en fuego de Espíritu Santo.

Estamos destinados, ya en la tierra, comiendo este pan de eternidad,  a  sumergirnos en este amor, porque Dios no puede amar de otra manera.Y esto es lo que nos ha encargado, y esto es el apostolado, el mismo encargo que el Hijo ha recibido del Padre. “Como el Padre me ha enviado así os envío yo”(Jn 20, 21).“Y ésta es la voluntad del que me ha enviado: que yo no pierda nada de lo que me dio, sino que lo resucite en el último día. Porque ésta es la voluntad de mi Padre, que todo el que ve al Hijo y cree en El tenga la vida eterna y yo le resucitaré en el último día” (Jn  6, 38-40).  “El que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en él. Así como me envió mi Padre vivo, y vivo yo por mi Padre, así también el que me come vivirá por mí” (Jn 6,51).

Nos lo dice el Señor, nos lo dice San Juan, os lo digo yo y perdonad mi atrevimiento, pero es que estoy totalmente convencido,  Dios nos ama gratuitamente, por puro amor, y nos ha creado para vivir con El eternamente felices en su infinito  abrazo y beso y amor Trinitario. Pablo lo describe así: “Enseñamos una sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios antes de los siglos para vuestra gloria. Ninguno de los príncipes de este siglo la han conocido; pues, si la hubieren conocido, nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria. Sino como está escrito:  ni el  ojó vió, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman. Y Dios nos lo ha revelado por el Espíritu”  (1Cor 2,7-10).

 Es que Dios es así, su corazón trinitario, por ser tri-unidad, unidad de los Tres  es así... amar y ser amado; no  puede ser y existir de otra manera. El hombre es un «capricho de Dios» y solo Él puede descubrirnos lo que ha soñado para el hombre. Cuando se descubre, eso es el éxtasis, la mística, la experiencia de Dios, el sueño de amor de los místicos, la transformación en Dios, sentirse amados por el mismo Dios Trinidad en unidad esencial y relacional con ellos por participación de su mismo amor esencial y eterno.

Y en esto consiste la felicidad eterna, la misma de Dios en Tres Personas que se aman infinitamente y que es verdad y que existe y que uno puede empezar a gustar en este mundo y se acabaron entonces las crisis de esperanza y afectividad y soledad y todo...bueno, hasta que Dios quiera, porque esto parece que no se acaba del todo nunca, aunque de forma muy distinta... y eso es la vivencia del misterio de Dios, la experiencia de la Eucaristía, la mística cristiana, la mística de San Juan: “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que El nos amó primero y envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados”; la de Pablo: “deseo morir para estar con Cristo..., para mí la vida es Cristo y una ganancia el morir; la de San Juan de la Cruz, Santa Teresa, Santa Catalina de Siena, San Juan de Avila, San Ignacio de Loyola, beata Isabel de la Stma. Trinidad, Teresita, Charles de Foucaud....la de todos los santos.

Por la vida de gracia en plenitud de participación de la vida divina trinitaria posible en este mundo y por la oración, que es conocimiento por amor de esta vida, el alma vive el misterio trinitario. La meta de sus atrevidas aspiraciones es «llegar a la consumación de amor de Dios..., que es venir a amar a Dios con la pureza y perfección que ella es amada de él, para pagarse en esto a la vez». (Can B 38, 2).

Estoy seguro de que a estas alturas algún lector estará diciéndose dentro de sí: todo esto está bien, pero qué tiene que ver todo lo del amor y felicidad de Dios con el tema de la oración que estamos tratando. Y le respondo. Pues muy  sencillo. Como la oración tiene esta finalidad, la de hacernos amigos de Dios, la de llevarnos a este amor de Dios que es nuestra felicidad, el camino para conseguirlo es vaciarnos de todo lo que no es Dios en nuestro corazón, para llenarnos de Él.

«Porque no sería una verdadera y total transformación si no se transformarse el alma en las Tres Personas de la Santísima Trinidad en revelado y manifiesto grado... con aquella su aspiración divina muy subidamente levante el alma y la informa y habilita para que ella aspire en Dios la misma aspiración de amor que el Padre aspira en el Hijo y el Hijo en el Padre, que es el mismo Espíritu Santo que a ella le aspira en el Padre y el Hijo en la dicha transformación, para unirla consigo» (Can B 39, 6).

Oh Dios te amo, te amo, te amo, qué grande, qué infinito, qué inconcebible eres, no podemos comprenderte, sólo desde el amor podemos unirnos a Tí y tocarte un poco y conocerte y saber que existes para amarte y amarnos, que existimos para hacernos felices con tu misma felicidad,  pero no por ideas o conocimientos sino por contagio, por toque personal, por quemaduras de tu amor; qué lejos se queda la inteligencia, la teología de tus misterios, tantas cosas que están bien y son verdad, pero se quedan tan lejos...

       La oración es diálogo de amistad con Jesucristo, en el cual, el Señor, una vez que le saludamos, empieza a decirnos que nos ama, precisamente, con su misma presencia silenciosa y humilde y permanente en el sagrario. Nos habla sin palabras, solo con mirarle, con su presencia silenciosa, sin nimbos de gloria ni luces celestiales o adornos especiales, como están a veces algunas imágenes de los santos, más veneradas y llenas de velitas que el mismo sagrario, mejor dicho, que Cristo en el sagrario.

Da pena ver la humildad de la presencia de Jesucristo en los sagrarios sin flores, sin presencias de amor, sin una mirada y una oración; presencia silenciosa del que es la Palabra, toda llena de hermosura y poder del Padre, por la cual ha sido hecho todo y todo finaliza en Él; presencia humilde del que “no tiene figura humana”, ahora ya sólo es una cosa, un poco de pan, para saciar el hambre de eternidad de los hombres;  presencia humilde del que lo puede todo y no necesita nada del hombre y, sin embargo, está ahí necesitado de todos y sin quejarse de nada, ni de olvidos ni desprecios, sin exigir nada, sin imponerse...por si tú lo quieres mirar y así se siente pagado el Hijo predilecto del mismo Dios;  presencia humilde, sin ser reconocida y venerada por muchos cristianos, sin importancia para algunos, que no tienen inconveniente en sustituirla por otras presencias,  y preferirlas y todo porque no han gustado la Presencia por excelencia, la de Jesucristo en la Eucaristía. Ahí está el Señor en presencia humilde, sin humillar a los que no le aman ni le miran, no escuchando ni obedeciendo tampoco a los nuevos «Santiagos», que piden fuego del cielo para exterminar a todos los que no creen en Él ni le quieren recibir en su corazón; ahí está Él, ofreciéndose a todos pero sin imponerse, ofreciéndose a todos los que libremente quieran su amistad; presencia olvidada hasta en los mismos seminarios o casas de formación o noviciados, que han olvidado con frecuencia, dónde está «la fuente que mana y corre, aunque es de noche»,  que han olvidado donde está la puerta de salvación y la vida, que debe llevar la savia a todos los sarmientos  de la Iglesia, especialmente a los canales más importantes de la misma, para comunicar su fuerza a todo creyente.

       Jesucristo en el sagrario es el corazón de la Iglesia y de la gracia y salvación, es  ayuda y  amistad permanentemente ofrecidas a todos los hombres;  para eso se quedó en el pan consagrado y ahí está cumpliendo su palabra. Él nos ama de verdad. Así debemos amarle también nosotros. De su presencia debemos aprender humildad, silencio, generosidad, entrega sin cansarnos, dando luz y amor a este mundo. La presencia de Cristo, la contemplación de Cristo en el sagrario siempre nos está hablando de esto, nos está comunicando todo esto, no está invitando continuamente a encontrarnos con Él, a reducir a lo esencial nuestra vida y apostolado, nos está saliendo al encuentro, nos está invitando a orar, a hablar con Él, a imitarle; por eso, todos debemos ser visitadores del sagrario y atarnos para siempre a la sombra de la tienda de la Presencia de Dios entre los hombres.

30ª MEDITACIÓN

LA ESPIRITUALIDAD Y VIVENCIA DE LA PRESENCIA EUCARÍSTICA: SENTIMIENTOS Y ACTITUDES QUE SUSCITA Y ALIMENTA.

Pues bien, amigos, esta adoración de Cristo al Padre hasta la muerte es la base de la espiritualidad propia de la Adoración Nocturna. Esta es la actitud, con la que tenemos que celebrar y  comulgar y adorar la Eucaristía, por aquí tiene que ir la adoración de la presencia del Señor y asimilación de sus actitudes victimales por la salvación de los hombres, sometiéndonos en todo al Padre, que nos hará pasar por la muerte de nuestro yo, para llevarnos a la resurrección de la vida nueva. Y sin muerte no hay pascua, no hay vida nueva, no hay amistad con Cristo. Esto lo podemos observar y comprobar en la vida de todos los santos, más o menos místicos, sabios o ignorantes, activos o pasivos, teólogos o gente sencilla, que han seguido al Señor. Y esto es celebrar y vivir la eucaristía, participar en la eucaristía, adorar la eucaristía.

Todos ellos, como nosotros, tenemos que empezar preguntándonos quién está ahí en el sagrario,  para que una vez creída su presencia inicialmente: "el Señor está ahí y nos llama", ir luego avanzando en este diálogo, preguntándonos en profundidad : por quién, cómo y por qué está ahí. Y todo esto le lleva tiempo al Señor explicárnoslo y realizarlo; primero, porque tenemos que hacer silencio de las demás voces, intereses, egoísmos, pasiones y pecados que hay en nosotros y ocultan su presencia y  nos impiden verlo y escucharlo --los limpios de corazón verán a Dios--, y segundo, porque se tarda tiempo en aprender este lenguaje, que es más existencial que de palabras, es decir, de purificación y adecuación y disponibilidad y de entrega total del alma y de la vida,  para que la eucaristía vaya entrando por amor y asimilación en nuestra vida y no por puro conocimiento.

No olvidemos que  la Eucaristía se comprende en la medida en que se vive. Quitar el yo personal y los propios ídolos, que nuestro yo ha entronizado en el corazón, es lo que nos exige la celebración de la santísima Eucaristía por un Cristo, que se sometió a la voluntad del Padre, sacrificando y entregando su vida por cumplirla, aunque desde su humanidad  le costó y no lo comprendía. En cada misa, Cristo, con su testimonio, nos grita: “Amarás al Señor, tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser...” y realiza su sacrificio, en el que prefiere la obediencia al Padre sobre su propia vida:  “Padre, si es posible... pero no se haga mi voluntad sino la tuya...”. La meta de la presencia real y de la consiguiente adoración es siempre la participación en sus actitudes de obediencia y adoración al Padre, movidos por su Espíritu de Amor; sólo el Amor puede realizar esta conversión y esta adoración-muerte para la vida nueva.

Por esto, la oración y la adoración y  todo culto eucarístico fuera de la misa hay que vivirlos como prolongación de la santa misa y  de este modo nunca son actos distintos y separados sino siempre en conexión con lo que se ha celebrado. Y este ha sido más o menos siempre el espíritu de las visitas al Señor, en los años de nuestra infancia y juventud, donde sólo había una misa por la mañana en latín y el resto del día, las iglesias permanecías abiertas todo el día para la oración y la visita. Siempre había gente a todas horas.

¡Qué maravilla! Niños, jóvenes, mayores, novios, nuestras madres... que no sabían mucho de teología o liturgia, pero lo aprendieron todo de Jesús Eucaristía, a ser íntegras, servidoras, humildes, ilusionadas con que un hijo suyo se consagrara al Señor.

       Ahora las iglesias están cerradas y no sólo por los robos. Aquel pueblo tenía fe, hoy estamos en la oscuridad y en la noche de la fe. Hay que rezar mucho para que pase pronto. Cristo vencerá e iluminará la historia. Su presencia eucarística   no es estática sino dinámica en dos sentidos: que Cristo sigue ofreciéndose y que Cristo nos pide nuestra identificación con su ofrenda.

La adoración eucarística debe convertirse en  mistagogia  del misterio pascual. Aquí radica lo específico de la Adoración Eucarística, sea Nocturna o Diurna,  de la Visita al Santísimo o de cualquier otro tipo de oración eucarística, buscada y querida ante el Santísimo, como expresión de amor y unión total con Él. La adoración eucarística  nos une a los sentimientos litúrgicos-sacramentales de la misa celebrada por Cristo para renovar su entrega, su sacrificio y su presencia, ofrecida totalmente a Dios y a los hombres, que continuamos visitando y adorando para que el Señor nos ayude a ofrecernos y a adorar al Padre como Él.

Es claramente ésta la finalidad por la que la Iglesia, "apelando a sus derechos de esposa” ha decidido conservar el cuerpo de su Señor junto a ella, incluso fuera de la misa, para prolongar la comunión de vida y amor con Él. Nosotros le buscamos, como María Magdalena la mañana de Pascua, no para embalsamarle, sino para honrarle y agradecerle todo lo que sufrido y amado y conseguido en la pascua realizada por nosotros y para nosotros. Por esta causa, una vez celebrada la misa, nosotros seguimos orando con estas actitudes ofrecidas por Cristo en el santo sacrificio. Brevemente voy a exponer aquí algunas rampas de lanzamiento para la oración personal eucarística; lo hago, para ayudaros un poco a los adoradores nocturnos en vuestro diálogo personal con Jesucristo presente en la Custodia Santa:

A). La presencia eucarística de Jesucristo en la Hostia ofrecida e inmolada, nos recuerda, como prolongación del sacrificio eucarístico, que Cristo se ha hecho presente y obediente hasta la muerte y muerte en cruz, adorando al Padre con toda su humanidad, como dice San Pablo: “Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús: El cual , siendo de condición divina, no consideró como botín codiciado el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo, tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y apareciendo externamente como un hombre normal, se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios lo ensalzó y le dio el nombre, que está sobre todo nombre, a fín de que ante el nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos y en los abismos, y toda lengua proclame que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil 2, 5-11).

Nuestra diálogo podría ir por esta línea: «Cristo, también yo quiero obedecer al Padre, aunque eso me lleve a la muerte de mi yo, quiero renunciar cada día a mi voluntad, a mis proyectos y preferencias, a mis deseos de poder, de seguridades, dinero, placer... Tengo que morir más a mí mismo, a mi yo, que me lleva al egoísmo, a mi amor propio, a mis planes, quiero tener más presente siempre el proyecto de Dios sobre mi vida y esto lleva consigo morir a mis gustos, ambiciones,  sacrificando todo por Él, obedeciendo hasta la muerte como Tú lo hiciste, para que disponga de mi vida, según su voluntad.

Señor, esta obediencia te hizo pasar por la pasión y la muerte para llegar a la resurrección. También  yo quiero estar dispuesto a poner la cruz en mi cuerpo, en mis sentidos y hacer actual en mi vida tu pasión y muerte para pasar a la vida nueva, de hijo de Dios; pero Tú sabes que yo solo no puedo, lo intento cada día y vuelvo a caer; hoy lo intentaré  de nuevo y me entrego  a Ti, Tú puedes hacerlo, Señor, ayúdame, te lo pido,  lo  espero confiadamente de Tí, para eso he venido, yo no sé adorar con todo mi ser, si Tú no me enseñas y me das fuerzas...».

B). Un segundo sentimiento lo expresa así la LG 5 : «los fieles... participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida de la Iglesia, ofrecen la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella».

La presencia eucarística es la prolongación de esa ofrenda. El diálogo podía escoger estas tonalidades:  «Señor, quiero hacer de mi vida una ofrenda agradable al Padre, quiero vivir solo para agradarle, darle gloria, quiero ser alabanza de  gloria de la Santísima Trinidad. Quiero hacerme contigo una ofrenda: mira en el ofertorio del pan y del vino me ofreceré, ofreceré mi cuerpo y mi alma como materia del sacrificio contigo, luego en la consagración quedaré  consagrado, ya no me pertenezco, soy una cosa contigo, y cuando salga a la calle, como ya no pertenezco sino que he quedado consagrado contigo,  quiero vivir sólo para Tí, con tu mismo amor, con tu mismo fuego, con tu mismo Espíritu, que he comulgado en la misa.

Quiero prestarte mi humanidad, mi cuerpo, mi espíritu, mi persona entera, quiero ser como una humanidad supletoria tuya. Tú destrozaste tu humanidad por cumplir la voluntad del Padre, aquí tiene ahora la mía... trátame con cuidado, Señor, que soy muy débil, tú lo sabes, me echo enseguida para atrás, me da horror sufrir, ser humillado...         

Tu humanidad ya no es temporal; conservas ahora ciertamente el fuego del amor al Padre y a los hombres y tienes los mismos deseos y sentimientos, pero ya no tienes un cuerpo capaz de sufrir, aquí tienes el mío... pero ya sabes que soy débil... necesito una y otra vez tu presencia, tu amor, tu eucaristía, que me enseñe, me fortalezca, por eso estoy aquí, por eso he venido a orar ante su presencia, y vendré muchas veces, enséñame y ayúdame a adorar como Tú al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida.

Quisiera, Señor, rezarte con el salmista: “Por ti he aguantado afrentas y la vergüenza cubrió mi rostro. He venido a ser extraño para mis hermanos, y extranjero para los hijos de mi madre. Porque me consume el celo de tu casa; los denuestos de los que te vituperan caen sobre mi. Cuando lloro y ayuno, toman pretexto contra mi... Pero mi oración se dirige a tí.... Que me escuche tu gran bondad, que tu fidelidad me ayude... Miradlo los humildes y alegráos; buscad al Señor y vivirá vuestro corazón, porque el Señor escucha a sus pobres”.

     C). Otro  sentimiento que no puede faltar está motivado por las palabras de Cristo: "Cuando hagáis esto, acordaos de mí”. «Señor, de cuántas cosas me tenía que acordar ahora, que estoy ante tu presencia eucarística,   pero quiero acordarme especialmente de tu amor por mí, de tu cariño a todos, de tu entrega. Señor, yo no quiero olvidarte nunca, y menos de aquellos momentos en que te entregaste por mí, por todos...cuánto me amas,  cuánto me entregas, me regalas...  “este es mi  cuerpo, esta mi sangre derramada por vosotros...”.

 Con qué fervor quiero celebrar la misa, comulgar con tus sentimientos, vivirlos ahora por la oración ante tu presencia y practicarlos luego en mi vida; Señor,  por qué me amas tanto, por qué el Padre me ama hasta ese extremo de preferirme y traicionar a su propio Hijo, por qué te entregas  hasta el extremo de tus fuerzas, de tu vida, por qué una muerte tan dolorosa... cómo me amas... cuánto me quieres; es que yo valgo mucho para Cristo, yo valgo mucho para el Padre, ellos me valoran más que todos los hombres , valgo infinito, Padre Dios, cómo me amas así, pero qué buscas en mí....Cristo mío, confidente y amigo, Tú tan emocionado, tan delicado, tan entregado; yo, tan rutinario, tan limitado, siempre  tan egoísta,  soy pura criatura, y tu eres Dios, no comprendo cómo puedes quererme tanto y tener tanto interés por mí, siendo tu el Todo y  yo la nada. Si es mi  amor y cariño, lo que te falta y me pides, yo quiero dártelo todo, Señor, tómalo, quiero ser tuyo, totalmente tuyo, te quiero.   

D).  En el "Acordaos de mí", debe entrar también el amor a los hermanos,- no olvidar jamás en la vida que el amor a Dios siempre pasa por el amor a los hermanos-,  porque así lo dijo, lo quiso y lo hizo Jesús: en cada Eucaristía Cristo me enseña y me invita a amar hasta el extremo a Dios y a los hijos de Dios, que son todos los hombres. 

«Sí, Cristo, quiero acordarme  ahora de tus sentimientos, de tu entrega total sin reservas, sin límites al Padre y  a los hombres, quiero acordarme de tu emoción en darte en comida y bebida;  estoy tan lejos de este amor, cómo necesito que me enseñes, que me ayudes, que me perdones, sí, quiero amarte, necesito amar a los hermanos, sin límites, sin muros ni separaciones de ningún tipo, como pan que se reparte, que se da para ser comido por todos.

“Acordaos de mí”.Contemplándote ahora en el pan consagrado me acuerdo de tí y de lo que hiciste por mí y por todos y puedo decir: he ahí a mi Cristo amando hasta el extremo, redimiendo, perdonando a todos, entregándose por salvar al hermano. Así Tengo que amar yo.

Señor, no puedo sentarme a tu mesa, adorarte, si no hay en mí esos sentimientos de acogida, de amor, de perdón a los hermanos, a todos los hombres. Si no lo practico, no será porque no lo sepa, ya que me acuerdo de Tí y de tu entrega en cada Eucaristía, en cada sagrario, en cada comunión; desde el seminario,  comprendí que el amor a Tí pasa por el amor a los hermanos y cuánto me ha costado toda la vida. Cuánto me exiges, qué duro a veces perdonar, olvidar las ofensas, las palabras envidiosas, las mentiras, la malicia de los otros... pero dándome Tú tan buen ejemplo, quiero acordarme de Tí, ayúdame, que yo no puedo, yo soy pobre de amor e indigente de tu gracia, necesitado siempre de tu amor, cómo me cuesta olvidar las ofensas, reaccionar amando ante las envidias, las críticas injustas, ver que te  excluyen y tú... siempre olvidar y  perdonar,  olvidar y amar;  yo solo no puedo, Señor, porque sé muy bien por tu Eucaristía y comunión,  que no puede  haber jamás entre los miembros de tu cuerpo, separaciones, olvidos, rencores, pero me cuesta reaccionar, como tú, amando, perdonando, olvidando...“Esto no es comer la cena del Señor...”, por eso  estoy aquí,  comulgando contigo, porque Tú has dicho: “el que me coma vivirá por mí” y yo quiero vivir como Tú, quiero vivir tu misma vida, tus mismos sentimientos y entrega.

E). No tengo tiempo para indicar todos los posibles caminos de dialogo, de oración, de santidad que nacen de la Eucaristía porque son innumerables:  adoración, alabanza, glorificación del Padre, acción de gracias, peticiones, ofrenda...pero no puede faltar el sentimiento de intercesión que Jesús continúa con su presencia eucarística.

Jesús se ofreció por todos y por todas nuestras necesidades y problemas  y yo tengo que aprender a interceder por los hermanos en mi vida,  debo pedir y ofrecer el sacrificio de Cristo y el de mi vida por todos, vivos y difuntos, por la Iglesia santa, por el Papa, los Obispos y por todas las cosas necesarias para la fe y el amor cristianos...por las necesidades de los hermanos: hambre, justicia, explotación...

Ya he repetido que la Eucaristía es inagotable en su riqueza,  porque es sencillamente Cristo entero y completo, viviendo y ofreciéndose por todos; por eso mismo, es la mejor ocasión que tenemos nosotros para pedir e interceder por todos y para todos, vivos y difuntos ante el Padre, que ha aceptado la entrega del Hijo Amado en el sacrificio eucarístico.

El adorador  no se encierra en su intimismo individualista sino que, identificándose con Cristo, se abre a toda la Iglesia y al mundo entero: adora y da gracias como Él, intercede y repara como Él. La adoración nocturna es más que la simple devoción eucarística o simple visita u oración hecha ante el sagrario. Es un apostolado que os ha sido confiado para que oréis por toda la Iglesia y por todos los hombres, con Cristo y en Cristo, ofreciendo adoración y acción de gracias, reparando y suplicando por todos los hermanos prolongáis las actitudes de Cristo en la misa y en el sagrario.

Un adorador eucarístico, por tanto, tiene que tener muy presentes su parroquia, los niños de primera comunión, todos los jóvenes, los matrimonios, las familias, los que sufren, los pobres de todo tipo, los deprimidos, las misiones, los enfermos, la escuela, la televisión y la prensa que tanto daño están haciendo en el pueblo cristiano, todos los medios de comunicación. Sobre todo, debemos pedir por la santidad de la Iglesia, especialmente de los sacerdotes y seminaristas, los seminarios, las vocaciones, los religiosos y religiosas,  los monjes y monjas. Mientras un adorador está orando, los frutos de su oración tienen que extenderse al mundo entero. Y así a la vez que evita todo individualismo y egoísmo, evita también toda dicotomía entre oración y vida, porque  vivirá la oración con las actitudes de Cristo, con las finalidades de su pasión y muerte, de su Encarnación: glorificación del Padre y salvación de los hombres. Y así adoración e intercesión y vida se complementan.

Y esto hay que decirlo alto y claro a la gente, a los creyentes, cuando tratéis de hacer propaganda en la parroquia y fuera de ella y conseguir nuevos miembros. Cuando voy a la Adoración Nocturna no pienso ni pido sólo por mí, mis intereses o familia. Por la noche, en los turnos de vela ante el Señor, pienso y pido por todo el pueblo , por la parroquia, por  la diócesis, por los niños, jóvenes, misiones, los enfermos.

Y así surgirán  nuevos adoradores y sera más estimada vuestra obra, más valoradas vuestras vigilias. Y así no soy yo solo el que oro, el que me santifico, es Cristo quien ora por mí y en mí y  yo le ayudo con mi oración a la santificación de mi parroquia y mis hermanos, los hombres. Soy ciudadano del mundo entero aunque esté sólo ante el Señor.

Y el Seminario dirá que recéis,  y las parroquias dirán que tengáis presente a los niños y jóvenes, y todos, al conoceros mejor y realizar vosotros mejor vuestra misión litúrgico-sacramental, os encomendarán  sus necesidades espirituales y materiales.

Hay unos textos de San Juan de Avila, que, aunque referidos directamente a la oración de intercesión, que tienen que hacer los sacerdotes por sus ovejas, las motivaciones que expresan, valen para todos los cristianos, bautizados u ordenados, activos o contemplativos, puesto que todos debemos orar por los hermanos, máxime los adoradores nocturnos:

«¡Válgame Dios, y qué gran negocio es oración santa y consagrar y ofrecer el cuerpo de Jesucristo! Juntas las pone la santa Iglesia, porque, para hacerse bien hechas y ser de grande valor, juntas han de andar.  Conviénele  orar al sacerdote, porque es medianero entre Dios y los hombres; y para que la oración no sea seca, ofrece el don que amansa la ira de Dios, que es Jesucristo Nuestro Señor, del cual se entiende “munus absconditus extinguit iras”. Y porque esta obligación que el sacerdote tiene de orar, y no como quiera, sino con mucha suavidad y olor bueno que deleite a Dios, como el incienso corporal a los hombres, está tan olvidada y no conocida, como si no fuese, convendrá hablar de ella un poco largo, para que así, con la lumbre de la verdad sacada de la palabra de Dios y dichos de sus santos, reciba nuestra ceguedad alguna lumbre para conocer nuestra obligación y nos provoquemos a pedir al Señor fuerzas para cumplirla» [13].

«Tal fue la oración de Moisés, cuando alcanzó perdón para el pueblo, y la de otros muchos; y tal conviene que sea la del sacerdote, pues es oficial de este oficio, y constituido de Dios en él»[14].

«...mediante su oración, alcanzan que la misma predicación y buenos ejercicios se hagan con fruto, y también les alcanzan bienes y evitan males por el medio de la sola oración....la cual no es tibia sino con gemidos tan entrañables, causados del Espíritu Santo tan imposibles de ser entendidos de quien no tiene experiencia de ellos, que aun los que los tienen no los saben contar; por eso se dice que pide Él, pues tan poderosamente nos hace pedir»[15].

«Y si a todo cristiano está encomendado el ejercicio de oración, y que sea con instancia y compasión, llorando con los que lloran, )con cuánta más razón debe hacer esto el que tiene por propio oficio pedir limosna para los pobres, salud para los enfermos, rescate para los encarcelados, perdón para los culpados, vida para los muertos, conservación de ella para los vivos, conversión para los infieles y , en fin, que, mediante su oración y sacrificio, se aplique a los hombres el mucho bien que el Señor en la cruz les ganó»[16] .

«Padres, ¿hales acaecido esto algunas veces? ¿Han peleado tan fuertemente con Dios, con la fuerza de la oración, queriendo él castigar y suplicándole que no lo hiciese, que ha dicho Dios: ¡Déjame que ejercite mi enojo! Y no querer nosotros dejarlo, y, en fin, vencerlo” 17

31ª MEDITACIÓN

 FRUTOS Y FINES DE LA EUCARISTÍA

PRIMERA MEDITACIÓN

Los fines y frutos de la Eucaristía son los mismos que Cristo obtuvo al dar su vida por nosotros en su pasión, muerte y resurrección: Adorar al Padre en obediencia total, dándole gracias por todos los beneficios de la Salvación de los hombres obtenidos por su sacrificio y aceptados por la resurrección del Hijo: fín eucarístico-latréutico-impetratorio-propiciatorio.

Lógicamente estos fines y los sentimientos y actitudes se entremezclan entre sí y se complementan. Ni qué decir tiene que si estos son los deseos y súplicas e intenciones de Cristo, también deben ser los nuestros al celebrar la Eucaristía y eso son los llamados frutos y fines de la Eucaristía: dar gracias y adorar al Padre por el sacrificio de su Hijo, ofrecernos y elevar nuestras peticiones de perdón y salvación por todos los hombres y pedir a Dios en Jesucristo por todas las necesidades de la Iglesia, del mundo, de vivos y difuntos y el perdón de nuestros pecados. Esto lo quiso el Señor al decirnos: “Haced esto en memoria de mí”.

LA EUCARISTÍA: ACCIÓN DE GRACIAS

Este sentimiento litúrgico es tan fuerte en la celebración de la Eucaristía que ha pasado a ser uno de los nombres empleados para designarla, como nos dice el Catecismo de la Iglesia, a quien voy a seguir un poco en este apartado. Los evangelios sinópticos, lo mismo que Pablo, nos cuentan que antes de consagrar el pan, Jesús lo “bendijo” (Mt 26,27; Mc 14,23; Lc22,19), y al consagrar el vino “dio gracias”. La bendición se pronunciaba sobre los alimentos con una fórmula de reconocimiento y alabanza  dirigida a Dios. Así se hacía en el pueblo judío.

       Nosotros, en la Eucaristía, damos con Cristo gracias al Padre porque aceptó el sacrificio de su Hijo como memorial de la Nueva y Eterna Alianza, celebrada en la Última Cena, y nos concedió por ella todos los dones y gracias de la Salvación. Esta acción de gracias está especialmente expresada en la liturgia de la Eucaristía por el prefacio y la PLEGARIA EUCARÍSTICA, parte esencial de la misma. Damos gracias al Padre por la acogida de la salvación de su Hijo, que se ofreció en muerte en cruz por sus hermanos los hombres y porque “tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio hijo para que no perezca ninguno de los que creen en él”. No debiéramos olvidarlo nunca, para ser más agradecidos con este Padre tan bueno, que nos creó y nos recreó en el Hijo, y agradecer también a este Hijo, el Amado, que dio su vida por nosotros. 

       Dice el Catecismo de la Iglesia: «La Eucaristía, sacramento de nuestra salvación realizada por Cristo en la cruz, es también un sacrificio de alabanza en acción de gracias por la obra de la creación. En el sacrificio eucarístico, toda la creación amada por Dios es presentada al Padre a través de la  muerte y resurrección de Cristo. Por Cristo la Iglesia puede ofrecer el sacrificio de alabanza en acción de gracias por todo lo que Dios ha hecho de bueno, de bello y de justo en la creación y en la humanidad. La Eucaristía es un sacrificio de acción de gracias al Padre, una bendición por la cual la Iglesia expresa su reconocimiento a Dios por sus beneficios... La Eucaristía es también el sacrificio de alabanza por medio del cual la Iglesia canta la gloria de Dios en nombre de toda la creación. Este sacrificio de alabanza sólo es posible a través de Cristo: Él une los fieles a su persona, a su alabanza y a su intercesión, de manera que el sacrificio de alabanza al Padre es ofrecido por Cristo y con Cristo para ser aceptadoen Él»   (1359-1361).

       Cuando la Iglesia renueva sobre el altar la Cena del Señor, quiere hacerlo en contexto pascual, participando en los  sentimientos de adoración y acción de gracias al Padre por todos los beneficios del sacrificio del Hijo. Esta acción de gracias no sólo se expresa por las palabras de Jesús sino sobre todo por su vida, que se ofrece totalmente y es aceptada por el Padre por la resurrección.

       Por eso, el homenaje de gratitud se traduce en una ofrenda completa de sí mismo. Cristo se entrega a sí mismo para agradecer al Padre su proyecto salvador. Igual tenemos que ofrecernos nosotros al Padre,  dando gracias con palabras y con obras, con nuestra persona y vida, que son aceptadas siempre, porque en el Hijo ya hemos sido aceptados por el Padre. Celebrando la Eucaristía,  agradecidos, damos gracias de todo corazón al Padre, “por Cristo, con Él y en Él, a Ti Dios Padre Omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria, por los siglos de los siglos. Amén”. 

LA EUCARISTÍA, OFRENDA PROPICIATORIA

El Concilio de Trento definió el valor propiciatorio de la Eucaristía contra los Reformadores que sostenían sólo el valor de alabanza y acción de gracias. Cristo, obedeciendo al proyecto del Padre, quiso hacer con su vida y con su muerte una Alianza nueva, que consiguiendo el perdón de todos los pecados, cuya hondura y gravedad sólo Él conocía, instaurase la paz y la unión definitiva entre Dios y los hombres. Con esta obediencia de Cristo quedan borradas y destruidas todas las desobediencia de Adán y de la humanidad entera y el Padre retira su condena, porque Cristo ha pagado el precio. Es la Redención objetiva en la cruz que tenemos que hacer nuestra por la Eucaristía, abriéndonos a su amor. El hombre, ayudado por el amor de Dios, debe cooperar a destruir el pecado en su vida y en la de los hermanos.

       En la consagración del vino el sacerdote menciona expresamente la sangre de Cristo “que será derramada para el perdón de los pecados”. El  mismo Jesús, según lo que nos dice el Evangelio de Mateo, anuncia en la Cena que el fin de su sacrificio era obtener el perdón de los pecados  para toda la humanidad. Cuando antes dice que el Hijo del hombre había venido para “dar su vida en rescate por muchos”, expresa el mismo aspecto del sacrificio. Por el sacrificio de la cruz, Cristo se entregó para libertarnos de la esclavitud del pecado.

       Es verdad que el pecado continúa haciendo estragos en el seno de la humanidad, esclavizando a las almas. “Todo aquel que comete el pecado es esclavo del pecado” (Jn 8,34)). El pecado oscurece la inteligencia y la subordina a egoísmos; debilita la voluntad haciéndola esclava de pasiones degradantes; endurece el corazón atándole y haciéndole incapaz de amar. El pecador es menos hombre después de su pecado, es menos dueño de sí mismo y se siente encadenado a satisfacciones, a placeres que le seducen y le envilecen. Al comenzar la santa Eucaristía, tanto el sacerdote que celebra la Eucaristía como los fieles que participan tenemos conciencia de nuestras obras, pensamientos y acciones manchadas; por eso comenzamos pidiendo perdón. Por eso nos unimos a Cristo en la celebración de la Eucaristía en la que Él pide y se ofrece por los pecados del mundo y cuando comulgamos, participamos en el perdón de Dios comiendo la carne “del Cordero que quita el pecado del mundo”. Todos estamos llamados a hacernos ofrenda con Cristo por los pecados de los hermanos.

       San Pablo dice que Cristo “desposeyó de su poder a los Principados y a las Potestades, y los entregó como espectáculo al mundo, poniéndoles en su cortejo triunfal” (Col 1,15). La Eucaristía renueva esta victoria. Es lo que había anunciado Jesús ya antes de su Pasión: “Ahora el príncipe de este mundo será arrojado fuera. Y Yo cuando sea levantado de la tierra atraeré a Mí todas las cosas” (Jn 12,32).

       Por grande que sea el poder del pecado en el mundo, la Eucaristía es la fuerza infinita del amor y perdón de Dios. El sacrificio del amor de Cristo sobrepasa infinitamente las cobardías y maldades y egoísmos de nuestros pecados y de la humanidad. Cuando sufrimos en nosotros mismos el pecado y la debilidad de la carne y la soberbia de la vida y el orgullo que se rebela, la santa Eucaristía es un refugio seguro y una medicina que nos cura todas estas maldades y heridas. Para cada uno de nosotros Cristo sigue siendo “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” .El calvario es la cima de la Alianza: nos une y restablece siempre la amistad con Dios. Por eso es la fuente del perdón y de la misericordia y de toda gracia que nos llegan por los demás sacramentos.

LA EUCARISTÍA, FUENTE DEL AMOR FRATERNO Y CRISTIANO.

La celebración de la Eucaristía es la celebración de la Nueva Alianza, que tiene dos dimensiones esenciales: una vertical, hacia Dios, y otra, horizontal, de unión con los hombres. La Eucaristía lleva por tanto  amor a Dios y a los hermanos. El amor de Cristo llega a todos los hombres en la Eucaristía; participar, por tanto,  en verdad de la Eucaristía me lleva a amar a todos como Cristo los ha amado, hasta dar la vida.

       El culto cristiano consiste en transformar la propia vida por la caridad que viene de Dios y que siempre tiene el signo de la cruz de Cristo, esto es, la verticalidad del amor obedencial al Padre y la horizontalidad del amor gratuito a los hombres.“Os exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios, a ofrecer vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, como culto espiritual vuestro” (Rom 12,1).

       Es paradójico que el evangelio de Juan que nos habla largamente de la Última Cena no relata la institución de la Eucaristía mientras que todos los sinópticos la describen con detalle. El cuarto evangelio, sin embargo, nos trae ampliamente desarrollada la escena del lavatorio de los pies de los discípulos por parte de Jesús, cosa que no hacen los otros evangelistas. Lógicamente S. Juan no pretende con esto negar la institución de la Eucaristía, porque era cosa bien conocida ya por la tradición primitiva y por el mismo S. Pablo, pero el cuarto evangelio no tiene la costumbre de repetir aquellos hechos y dichos, que ya son suficientemente conocidos por los otros Evangelios, porque los supone conocidos.

       San Juan había ya hablado largamente de la Eucaristía en el discurso sobre el pan de vida en el capítulo sexto: “El pan que yo os daré es mi carne para la vida del mundo” (v 51). Por eso no insiste en este argumento en la Ultima Cena y nos narra, sin embargo, el lavatorio de los pies a los discípulos en el lugar que corresponde a la institución del sacramento eucarístico; en el lugar donde todos esperamos leer el relato de su institución, cuando hacemos referencia a la Última Cena, S. Juan nos narra el lavatorio de los pies y el mandato del amor fraterno. No cabe duda de que el evangelista Juan lo hizo conscientemente, porque ha tenido un motivo y pretende un fin determinado.

       La opinión de varios comentaristas modernos, desde el protestante francés Cullmann, hasta el anglicano Dodd, pasando por el católico P. Tillar y otros actuales es que el cuarto evangelio supone la institución de la Eucaristía y pasa a describirnos más específica y concretamente el fruto y finalidad y espíritu de la Eucaristía: la caridad fraterna. La hipótesis es interesante. Todos sabemos que S. Juan es el evangelista místico, que, junto con S. Pablo, tiene experiencia y vivencia de los misterios de Cristo y más que los hechos y dichos externos nos quiere transmitir el espíritu y la interioridad de Cristo y la vivencia de sus misterios. Dios es amor y al amor se llega mejor y más profundamente por el fuego que por el conocimiento teórico y frío, porque éste se queda en el exterior pero el otro entra dentro y lo vive. A Cristo como a su evangelio no se les comprende hasta que no se viven. Y esto es lo que hace el evangelista Juan: vive la Eucaristía y descubre que es amor extremo a Dios y a los hermanos. A través del lavatorio de los pies, podemos descubrir que para Juan, el efecto verdadero y propio de la Eucaristía, aunque no explícitamente expresado por él, pero que podemos intuir en la narración de este hecho, es hacer ver y comprender la actitud de humildad y humillación de Jesús, su entrega total de amor y caridad y servicio, realizados en la Eucaristía y que son también  simbolizados y repetidos en el lavatorio de los pies a los discípulos.

       Por lo tanto, las palabras referidas por los sinópticos: “Este es mi cuerpo entregado por vosotros; haced esto en memoria de mí”, vendrían interpretadas y comentadas por estas otras palabras de Juan: “Os he dado ejemplo; haced lo que yo he hecho”. El amor fraterno es la gracia que la Eucaristía, memorial de la inmolación de Cristo por amor extremo a nosotros, debe dar y producir en nosotros. Y por eso el sentido de este ejemplo que Cristo ha querido dar a sus discípulos en la escena del lavatorio de los pies encuentra el comentario explícito y concreto a seguidas del hecho, donde nos da el mandamiento nuevo del amor como Él nos ha amado: “Un precepto nuevo os doy: que os améis unos a otros como yo os he amado, así también amaos mutuamente. En esto conocerán todos que sois mis discípulos: si tenéis amor unos para con otros” (Jn 13,34-35); “Éste es mi precepto: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 1413).

       ¿Por qué llama Jesús nuevo a este mandamiento? ¿No estaba ya mandado y era un deber el amor fraterno en el seno del judaísmo? En verdad la clave de la explicación, el elemento específico que hace del amor un precepto nuevo, se encuentra en las palabras “como yo os he amado”, en clara e implícita referencia a la institución de la Eucaristia. Todo el capítulo trece de S. Juan pone explícitamente la vida y la muerte de Jesús bajo el signo de su amor extremo a los hombres cumpliendo el proyecto del Padre. Y así es como comienza el capítulo: “Antes de la fiesta de Pascua, viendo Jesús que llegaba su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo…” Como Jesús, también nosotros, debemos mantener siempre unidas estas dos dimensiones del amor, si queremos vivir de verdad la Nueva Alianza. Celebrar la Eucaristía es tener los mismos sentimientos y actitudes de amor y de entrega de Cristo a Dios y a los hombres, que Él hace presentes y vive en cada celebración eucarística, porque se ofreció “de una vez para siempre” (Hbr 7,8) en este misterio. Jesús quiere meterlos dentro de nuestro espíritu por su mismo Espíritu,  invocado en la epíclesis sobre el pan y sobre la Iglesia y la asamblea, para que «fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu» (Plegaria III).

       Esta misma doctrina, con diversos matices, vuelve Juan a proponernos en su primera Carta, bella y profunda. En algunos puntos completa su evangelio. En efecto, ella invita al cristiano a quitar de sí todo pecado, especialmente contra el amor fraterno, y vivir en conformidad con la voluntad de Dios a ejemplo del Maestro: a hacer lo que Él y como Él lo ha hecho: hay que dar la vida por los hermanos: “en esto hemos conocido el amor: en que Él dio su vida por nosotros; también nosotros tenemos que dar la vida por los hermanos” (1Jn 3,13). Aunque la carta no trata aquí directamente de un amor martirial, nos pide una entrega de amor que tiende de suyo a la entrega total de sí mismo. Y en este mismo sentido el texto más explícito y significativo es el siguiente: “Pero el que guarda su palabra, en ése la caridad de Dios es verdaderamente perfecta. En esto conocemos que estamos en Él. Quien dice que permanece en Él, debe andar como Él anduvo” (1Jn 2,5-6).

       Por la Eucaristía Cristo viene a nosotros, nos une a Él a sus sentimientos y actitudes, entre los cuales la caridad perfecta a Dios y a los hermanos es el principal y motor de toda su vida:  “Éste es mi mandamiento, que os améis unos a otros como yo os he amado”, “Os he dado ejemplo, haced vosotros lo mismo”; Ahora bien, “quien permanece en él..,” quien está unido a Él, quien celebra la Eucaristía con Él, quien come su Cuerpo, come también su corazón, su amor, su entrega, sus mismos sentimientos de misericordia y perdón, su reaccionar siempre amando ante las ofensas... “debe andar como Él anduvo”.

       La primera dimensión es esencial: recibimos el amor que procede del Padre a través del corazón de Cristo, y, como dice S Juan, no podemos amar a Dios y a los hermanos si Dios no nos hace partícipe de su Amor Personal, Espíritu Santo: no podemos amar si primero Dios no nos ama: “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que Él nos amó a nosotros y envió a su Hijo para librarnos de nuestros pecados...” (1Jn 4,10)). Y así lo afirma en su evangelio: “Como el Padre me ama a mí, así os amo yo a vosotros. Permaneced en mi amor” (Jn 15,9).De aquí deriva el amor a los hermanos, el don y el servicio total de uno mismo a los hermanos, sin buscar recompensas, amando gratuitamente, como sólo Dios puede amar y nos ama y nosotros tenemos que aprender a amar en y por la Eucaristía.

       En la Eucaristía se hace presente la cruz de Cristo con ambas dimensiones, vertical y horizontal, en que fue clavado y por la que fuimos salvados. La vertical la vivió Cristo en una docilidad filial y total al Padre; la horizontal, en apertura completa a todos los hombres, aunque sean pecadores o indignos. En el centro de la cruz, para unir estas dos dimensiones está el corazón de Jesús traspasado por la lanza del amor crucificado. El fuego divino, que transformó esta muerte en sacrificio de alianza no ha sido otra cosa que el fuego de la caridad, el fuego del Espíritu Santo. Lo afirma S. Pablo en su carta a los Efesios: “Cristo nos ha amado (con amor de Espíritu Santo)y se entregó a sí mismo por nosotros como ofrenda y sacrificio de suave olor a Dios” (Ef 5,2). Y lo recalca la Carta a los Hebreos: “Porque si la sangre de los machos cabríos y de los toros ...santifica a los inmundos...¡cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo como víctima sin defecto limpiará nuestra conciencia de las obras muertas para dar culto al Dios vivo! (Hbr 9, 13-14)

       Dice S. Agustín que el sacrificio sobre el altar de piedra va acompañado del sacrificio sobre el altar del corazón. La participación viva en la Eucaristía demuestra su fecundidad en toda obra de misericordia, en toda obra buena, en todo consejo bueno, en todos los esfuerzos por amar al hermano como Cristo; así es cómo la Eucaristía es alimento de mi vida personal, así es como Cristo quiere que el amor a Él y a los hermanos, la Eucaristía y la vida , el culto y servicio a Dios y el servicio a los hombres estén estrechamente unidos.

       La  Eucaristía acabará como signo cuando retorne Cristo para consumar la Pascua Gloriosa en un encuentro ya consumado y definitivo y bienaventurado de Dios con los hombres, que ha de progresar en profundidad y anchura toda la eternidad. Por eso en la Eucaristía la Iglesia mira siempre al futuro consumado, a la escatología, al final bienaventurado de todo y de todos en  el Amor de Dios Uno y Trino que nos llega en cada Eucaristía por el Hijo, Cristo Glorioso, que se hace presente  bajo los velos de los signos.

       Quisiera terminar este tema con el pasaje conclusivo de la carta a los Hebreos, que abundantemente venimos comentando: “El Dios de la paz, que sacó de entre los muertos, por la sangre de la alianza eterna, al gran Pastor de las ovejas, nuestro Señor Jesús, os haga perfectos en todo bien, para hacer su voluntad, cumpliendo en vosotros lo que es grato en su presencia, por Jesucristo, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén” (Hbr 13,20-21).

       El autor pide que el Dios de la paz, el Dios de la alianza realice en nosotros lo que le agrada, lo que nos hace perfectos en el amor, que nos ha de venir necesariamente de Él. En la antigua alianza Dios prescribía lo que había que hacer mediante una ley externa. Pero eso fracasó. Ahora quiere inscribirla en el corazón de los hombres mediante su Espíritu: “Yo pondré mi ley en su interior y la escribiré en su corazón...” (Jer 31,31-33). Y esto lo hace por Jesucristo Eucaristía, por su cuerpo comido y su sangre derramada  en amor de Espíritu Santo. 

       Sin el Espíritu de Cristo, si el Amor de Cristo no se pueden hacer las acciones de Cristo, no podemos amar a los hermanos como Cristo, no podemos perdonar, no podemos cooperar a la salvación y la redención de los hombres: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, tampoco vosotros si no permanecéis en mí” (Jn 15,4-5).

       Acojamos esta acción de Dios en nosotros por Jesucristo con amor y gratitud. Nosotros terminamos con el himno de alabanza dirigido a Dios por el autor de la carta a los Hebreos: “Por Él (Cristo)ofrezcamos de continuo a Dios un sacrificio de alabanza, esto es, el fruto de los labios que bendicen su nombre....” “por Jesucristo, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén” (Hbr 13,15.21). Hagamos también nosotros nuestra ofrenda de alabanza al Padre por la Eucaristía, por medio de Cristo,  para  gloria  de  Dios y  salvación de los  hombres nuestros  hermanos.

LA EUCARISTÍA NOS ENSEÑA  Y EMPUJA  AL  PERDÓN DE NUESTROS  ENEMIGOS

S. Juan ha puesto de manifiesto hasta qué punto el amor del Padre se ha manifestado en la cruz del Cristo: “Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó)a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él sino que tengan vida eterna”. Y Pablo nos dice igualmente que Dios nos revela su Amor Personal, Amor de Espíritu Santo, a través de la muerte en cruz del Hijo Amado, que nos manifiesta su amor, muriendo por nosotros, que no éramos gratos a Él, sino pecadores: “Y la esperanza no quedará confundida, pues el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado. Pues Cristo, siendo todavía nosotros pecadores, a su tiempo murió por unos impíos. Porque a duras penas morirá uno por un justo, pues por el bueno uno se anime a morir. Más acredita Dios su amor para con nosotros, en que siendo todavía pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rom 5,6-8).El Padre nos muestra su amor entregando su Hijo a la muerte por nosotros y el Hijo nos revela su amor total y apasionado, dando su vida por nosotros, con amor extremo.

       Jesús ha sido el primero en poner en práctica este amor a los enemigos, impuesto a sus discípulos como mandamiento. En el Calvario manifiesta los sentimientos de indulgencia y perdón que quería tener para con sus adversarios. Pide al Padre misericordia para ellos e incluso fue la última petición que hizo a su Padre: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Bajo este perdón expresamente declarado en favor de los que le daban muerte, había un amor más fundamental por todos a los que el pecado les convertía en enemigos de Dios, y que ahora recibían el abrazo del Padre por la Nueva Alianza sellada en su sangre: “Bebed de él todos, que ésta es mi sangre de la alianza, que será derramada por muchos para remisión de los pecados” (Mt 26,28).

       Desde entonces, la Eucaristía, al hacer presente todos los hechos y dichos salvadores de Cristo, se presenta ante todos los participantes como un ejemplo de amor y perdón de los enemigos que nos invita a todos los cristianos a conformarnos y unirnos a los sentimientos de Cristo. La ofrenda de Cristo sobre el altar  es la expresión de un amor al prójimo que supera todas la barreras y diferencias, que sobrepasa cualquier hostilidad, que substituye la venganza por la piedad y que responde a las ofensas con una bondad mayor. Muestra que la caridad divina perdona siempre y exige del cristiano una caridad semejante: que reaccione ante las ofensas no odiando sino perdonando y amando siempre, llegando así hasta el amor a los enemigos con la fuerza de Cristo que ayuda nuestra debilidad. 

       El maestro había ya formulado la exigencia de caridad contenida en toda ofrenda:“Si cuando presentas tu ofrenda junto al altar, te acuerdas allí de que tu hermano tiene algo contra tí, deja tu ofrenda delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano y vuelve luego a presentar tu ofrenda” Mt 5,23-24). Estas palabras nos muestran las disposiciones que debe tener un cristiano cuando asiste consciente a Eucaristía. La disposición de caridad es por tanto condición impuesta por Dios para que la ofrenda le sea grata. En este ambiente de caridad fue instituida la Eucaristía y en este ambiente debe ser celebrada siempre y continuada con nuestra vida y testimonio en la calle y en la relación con los hombres “para que den gloria a vuestro Padre del cielo...”, Aen esto conocerán que sois discípulos míos en que os amáis los unos a los otros como yo os he amado”. San Juan no narra la institución de la Eucaristía, según algunos autores, porque el lavatorio de los pies y el precepto del amor mutuo expresan los efectos de la misma:“Si yo, pues, os he lavado los pies, siendo vuestro Señor y  Maestro, también habéis de lavaros vosotros los pies unos a otros. Porque yo os he dado ejemplo para que vosotros también hagáis como yo he hecho... Si esto aprendéis, seréis dichosos si lo practicáis” (Jn 13, 12-14;17).

       La Eucaristía renueva esta dimensión del amor y tiende a ensanchar el corazón de los cristianos según las dimensiones del corazón del Padre y del Hijo. Así la Eucaristía es el lugar del amor a los pecadores, a los que nos odian, a los que nos hacen mal, porque el Padre y el Hijo lo hicieron por el amor del Espíritu Santo y lo renuevan en cada Eucaristía en la ofrenda sacrificial del Hijo aceptada por el Padre.

VALOR  IMPETRATORIO DE LA EUCARISTÍA

La santa Eucaristía, «al ser fuente y culmen de toda la vida de la Iglesia», al ser la fuente y el origen de toda gracia divina, se convierte por sí misma en el camino principal y esencial de toda gracia que viene de Dios a nosotros, porque el camino es Cristo. La Eucaristía es el medio más rápido y eficaz para obtener gracias: al poner ante los ojos del Padre celestial el sacrificio del Calvario, al ver al Amado ofrecer su vida por todos en obediencia a Él, lo predispone a la benevolencia más completa. Ninguna oración de súplica puede obtener un abogado y un defensor más poderoso y unas motivaciones más fuertes. Por eso, la santa Eucaristía es la mejor oración y ofrenda para obtener de Dios todo don y beneficio: es la mejor plegaria para pedir y obtener gracia y favores ante Dios.

       La causa de su valor propiciatorio es el amor infinito del Hijo al Padre manifestado en el sacrificio de su vida y del Padre al Hijo aceptándolo con amor infinito por ser el sacrificio del Amado, por el cual nos lo concede todo por la Nueva y Eterna Alianza de amistad en su sangre derramada. La Eucaristía es la oración más poderosa y el medio más eficaz para pedir y obtener toda gracia para vivos y difuntos, porque el Padre no puede resistirse a la súplica del Hijo, a su generosa ofrenda.

El mismo Cristo fue quien quiso que se lo pidiéramos todo al Padre por medio de Él: “En verdad, en verdad os digo: Cuanto pidiereis al Padre en mi nombre os lo dará. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid y recibiréis, para que sea cumplido vuestro gozo” (Jn 1624).

POR LOS VIVOS

A la Eucaristía se le ha reconocido desde siempre su valor impetratorio por los vivos y sus necesidades. De hecho siempre hubo Eucaristías de petición de gracias, las  “témporas”, por las cosechas, por el perdón, por la paz... Sin embargo, no puede decirse que todos los cristianos lo tengan en la conveniente estima. Aparte de las Eucaristías que encargan celebrar por sus difuntos, muchos no se preocupan de confiar a la Eucaristía, por encima de sus propias peticiones,  las intenciones a las que conceden mayor importancia, tanto personales como familiares: pedir por el aumento de la fe personal o en los hijos, la paz entre las familias desunidas, por conseguir un mayor amor a Dios, para que sus hijos vuelvan al seno de la Iglesia, por la catequesis o grupos, por la unión de los matrimonios, por la salud de los enfermos, deprimidos, perseguidos..., conscientes de que Cristo puede, con su amor y ofrenda filial, obtener todo lo que nosotros no podemos obtener, 

       Todas nuestras inquietudes y preocupaciones se las podemos confiar a Cristo que se ofrece en el altar. Él nos ama y nos quiere ayudar porque somos sus amigos.“No hay mayor amigo que el que da la vida por los amigos”. Él da su vida por nosotros, por nuestras intenciones, gozos, inquietudes espirituales y materiales.                Y por encima de todas necesidades personales, siempre tenemos que pedirle por la Iglesia, por la  extensión del Reino de Dios, como Él nos enseñó en el Padre nuestro. Esta es siempre la intención primera de Cristo en la Eucaristía, porque este es el proyecto del Padre, para esto se encarnó y murió, para que todos los hombres entren dentro de la Alianza y consigan los fines de su Encarnación y redención que la Eucaristía hace presente.

POR LOS DIFUNTOS

Y si la Iglesia reconoció el valor impetratorio y propiciatorio de la Eucaristía aplicada por los pecados y necesidades de los humanos, más presente estuvo siempre el sufragio por los difuntos, que se remonta al siglo II. Y la razón y el motivo siempre es el mismo: porque es Cristo el que las presenta y se ofrece Él mismo, expresamente, por los pecados de todos, vivos y difuntos. Cuando ofrecemos una Eucaristía por un difunto determinado se ofrecen por él especialmente los méritos de Cristo para disminución de la pena que padece por sus pecados.

Tenemos que decir que los difuntos del Purgatorio ya están salvados, pero necesitan purificarse totalmente de las  consecuencias de haberse preferido a sí mismo a Dios y las secuelas que esto ha tenido en la vida de los demás a los que hemos servido de escándalo y mal ejemplo para sus vidas.  Nosotros tenemos la certeza de que las Eucaristías ofrecidas por ellos les ayudan a conseguir la plena identificación con Cristo muerto y resucitado y entrar así en gozo de la Stma. Trinidad. Si no conseguimos  aquí abajo la purgación plena de nuestro egoísmo, como ocurre en los santos, el purgatorio nos limpiará de toda impureza con fuego de Espíritu Santo. Y cuando el difunto por el que ofrecemos la Eucaristía ha conseguido la salvación, los frutos se aplican a otros difuntos, hasta que toda la Iglesia sea la esposa del Cordero.   

       No olvidemos que la Eucaristía hace presente la muerte y resurrección del Señor. Cristo es “o Kurios” sentado con pleno poder a la derecha del Padre. Tiene poder en el cielo y en la tierra, en este mundo y en la eternidad, porque nos hace presentes los bienes últimos, escatológicos. Por eso nosotros confiamos totalmente en Él y sabemos que su amor y su redención no terminan hasta que hayamos conseguido entrar plenamente en el Reino de Dios, en el Amor del Dios Uno y Trino.

       Independientemente del sufragio ofrecido por un difunto concreto, la Iglesia reza en la Eucaristía por todos los difuntos. Todas las almas del Purgatorio forman la comunidad purgante, que se beneficia en cada Eucaristía de la ofrenda expiatoria e impetratoria de Jesús sobre el altar, y de la oración y ofrenda de la Iglesia peregrina.

32ª MEDITACIÓN

FRUTOS Y FINES DE LA EUCARISTÍA

SEGUNDA MEDITACIÓN

LA EUCARISTÍA COMO COMUNIÓN: “QUIEN ME COMA VIVIRÁ POR MÍ”

       El primer efecto de la comunión eucarística en mi persona es la presencia real y auténtica de Cristo en mi alma para ser compañero permanente de mi peregrinaje por la tierra, para ser mi confidente y amigo, para compartir conmigo las alegrías y tristezas de mi existencia, convirtiéndolas en momentos de salvación y suavizando las penas con su compañía, su palabra y su amor permanente, destruyendo el pecado en mi vida. Porque en la comunión no se trata estar con el Señor unos momentos, hacerlo mío en mi corazoncito, de decirle palabras u oraciones bonitas, más o menos inspiradas y de memoria. Él viene para comunicarme su vida y yo tengo que morir a la mía que está cimentada sobre el pecado, sobre el hombre viejo, que Él viene a destruir, para que tengamos su misma vida, la vida nueva del Resucitado, de la gracia, del amor total al Padre y a los hombres. 

       Si queremos transformarnos en el alimento que recibimos por la comunión, si queremos que no seamos nosotros sino Cristo el que habite en nosotros y vivir su vida, si queremos construir la amistad con Él por la comunión eucarística sobre roca firme y no sobre arena movediza de ligerezas y superficialidad, la comunión eucarística nos llevará a la comunión de vida, mortificando en nosotros todo lo que no está de acuerdo con su vida y evangelio. Nunca podemos olvidar que comulgamos con un Cristo que en cada Eucaristía hace presente su muerte y resurrección por nosotros. Para resucitar a su vida, primero hay que morir a la nuestra de pecado, hay que crucificar mucho en nuestros ojos, sentidos, cuerpo y espíritu, para poder vivir como Él, amar como Él, ver y pensar como Él. Comulgamos con un Cristo crucificado y resucitado. Hay que vivir como Él: perdonando las injurias como Él, ayudando a los pobres como Él, echando una mano a todos los que nos necesiten, sin quedarnos con los brazos cruzados ante los problemas de los hombres; Él  quiere seguir salvando y ayudando a través de nosotros, para eso ha instituido este sacramento de la comunión eucarística.

       Qué comunión puede tener con el Señor el corazón que no perdona: “En esto conocerán que sois discípulos míos si os amáis los unos a los otros... Si vas a ofrecer tu ofrenda y allí te acuerdas de que tienes algo contra tu hermano...” Qué comunión puede haber de Jesús con los que adoran becerros de oro, o danzan bailes de lujuria o tienen su yo entronizado en su corazón y no se bajan del pedestal  para que Dios sea colocado en el centro de su corazón... Esta es la verdadera comunión con el Señor. Las comuniones verdaderas nos hacen humildes y sencillos como Él: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón...”; nos llevan a ocupar los segundos puestos como Él, a lavar los pies de los hermanos como Él:“ejemplo os he dado, haced vosotros lo mismo”; a perdonar siempre: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”

       Una cosa es comer el cuerpo de Cristo y otra comulgar con Cristo. Comulgar es muy comprometido, es muy serio, es comulgar con la carne sacrificada y llena de sudor y sangre de Cristo, crucificarse por Él en obediencia al Padre, es estar dispuesto a correr su misma suerte, a ser injuriado, perseguido, desplazado... a no buscar honores y prebendas, a buscar los últimos puestos... a pisar sus mismas huellas de sangre, de humillación, de perdón... es muy duro... y sin Cristo es imposible.

       Señor, llegar a esta comunión perfecta contigo, comulgar con tus actitudes y sentimientos de sacerdote y víctima, de adoración hasta la muerte al Padre y de amor extremo a los hombres... me cuesta muchísimo, bueno, lo veo imposible. Lo que pasa es que ya creo en Ti y al comulgar con frecuencia, te amo un poco más cada día y ya he empezado a sentirte y saber que existes de verdad, porque la Eucaristía hace este milagro, y no sólo como si fueras verdad, como si hubieras existido, sino como existente aquí y ahora, porque la liturgia supera el espacio y el tiempo, es una cuña de eternidad metida en el tiempo y en nosotros; es Jesucristo vivo, vivo y resucitado, y ya por experiencia sé que eres verdad y eres la verdad... pasa como con el evangelio, sólo lo comprendo en la medida en que lo vivo. Las comuniones eucarísticas me van llevando, Señor, a la comunión vital contigo, a vivir poco a poco como Tú. 

       Y esta comunión vital, este proceso tiene que durar toda la vida, porque cuando ya creo que estoy purificado, que no me busco, sino que vivo tu vida... nuevamente vuelvo a caer en otra forma de amor propio y la comunión litúrgica con tu muerte, resurrección y vida me descubre otros modos de preferirme a Ti,  de preferir mi vivir al tuyo, mis criterios a los tuyos, mi afectos a los tuyos, que hacen que esta comunión vital contigo no sea total, y otra vez la purificación y la necesidad de Ti... así que no puedo dejar de comulgar y de orar y de pedirte, porque yo no entiendo ni puedo hacer esta unión vital, vivir como Tú, sólo Tú sabes y puedes y entiendes... para eso comulgo con hambre todos los días, por eso, me abandono a Ti, me entrego a Ti, confío en Ti, sólo Tú sabes y puedes. Y esto me llena de Ti y me hace feliz y ya no me imagino la vida sin Ti.  La verdad es que ya no sé vivir sin Ti, sin comulgar y comer la Eucaristía, que eres Tú.

       El día que no quiera comulgar con tus sentimientos y actitudes, con tu vida, no tendré hambre de ti; para vivir según mis criterios, mi yo, mi soberbia, mi comodidad, mis pasiones, no tengo necesidad de comunión ni de Eucaristía ni de sacramentos ni de Dios. Me basto a mí mismo. El mundo no tiene necesidad de Cristo, para vivir como vive, como un animalito, lleno de egoísmos y sensualismo y materialismos, se basta a sí mismo. Por eso el mundo está necesitando siempre un salvador para librarle de todos sus pecados y limitaciones de criterios y acciones, y sólo hay un salvador y éste es Jesucristo. Y las épocas históricas, y las vidas personales sólo son plenas y acertadas en la familia, en los matrimonios, entre los hombres, en la medida en que han creído y se han acercado a Él. Jesucristo es la plenitud del hombre y de lo humano.

       Para eso Él ha instituido este sacramento de la comunión eucarística: para estar cerca y ayudarnos, alimentarnos con su misma alegría de servir al Padre, experimentando su unión gozosa, llena de fogonazos de cielo y abrazos y besos del Viviente, de sentirnos amados por el mismo amor, luz y fuego a la vez, de la Santísima Trinidad... de sepultarnos en Él para contemplar los paisajes del misterio de Dios, de escuchar al Padre canturreando su PALABRA, una  Canción Eterna llena de Amor Personal, pronunciada a los hombres con ese mismo Amor Personal, que es Espíritu Santo, Vida y Amor y Alma del Padre y del Hijo. Para  eso instituyó Cristo la sagrada comunión ¡Cómo me amas, Señor, por qué me amas tanto, qué buscas en mí, qué puedo yo darte que Tú no tengas...!  ¡Cómo me ayudas y recompensas y estimulas mi apetito de Ti, mi hambre y  deseo de Ti!

       Las almas eucarísticas, que son muchas en parroquias,  instituciones... en la Iglesia,  no hubieran podido comulgar con los sufrimientos corredentores, que lleva consigo el cumplimiento del evangelio y de la voluntad de Dios y la purificación de los pecados sin la comunión sacramental, sin la fuerza y la ayuda del Señor. Y es que solo cuando uno a través de la comuniones ha llegado a comulgar de verdad con sus sentimientos y actitudes, es  cuando es “llagado” vitalmente por su amor, y sólo entonces ya ha empezado la amistad eterna que no se romperá nunca: “¿Por qué pues has llagado este corazón no le sanaste, y pues me los has robado,  por qué así lo dejaste, y no tomas el robo que robaste? Descubre tu presencia, y máteme tu rostro y hermosura, mira que la dolencia de amor no se cura sino con la presencia y la figura”.

       En la Iglesia y en el mundo nos faltan comuniones eucarísticas, almas eucarísticas, religiosos y sacerdotes eucarísticos, padres y madres eucarísticas, jóvenes eucarísticos ¿dónde están, con quién comulgan los jóvenes de ahora…? niñas y niños eucarísticos, es decir, cristianos identificados con Cristo por la comunión eucarística.

       Esta purificación o transformación es larga y dolorosa: ¡Cuántas lágrimas en tu presencia, Señor, días y noches, Tú el único testigo... parece que nunca va a acabar el sufrimiento, a veces años y años... Tú lo sabes! En ocasiones extremas uno siente deseos de decirte: Señor, ya está bien, no seas tan exigente, en Palestina no lo eras... Cuánta oscuridad, sequedad, desierto, dudas de Dios, de Cristo, de la Salvación, soledad ante las pruebas de vida interior y exterior, complicaciones humanas, calumnias, sufrimientos personales y familiares, humillaciones externas e internas... ¡lo que cuesta comulgar con Cristo! Especialmente con el Cristo eucarístico, con el misterio eucarístico que se hace presente en cada Eucaristía, esto es, con tu pasión, muerte y resurrección.  Es más fácil comulgar con un Cristo hecho a la medida de cada uno, parcial, de un aspecto o acción o palabra del evangelio, pero no con el Cristo eucarístico, que me pone delante del Cristo entero y completo, que muere por amor extremo al Padre y a los hombres, obedeciendo, hasta dar la vida.

       Por eso, quien come Eucaristía, quien comulga de verdad a Cristo Eucaristía, se va haciendo poco a poco Eucaristía perfecta, muere al pecado de cualquier clase que sea y  va resucitando a la vida nueva que Cristo le comunica, va viviendo su misma vida, con sus mismos sentimientos de amor a Dios y entrega a los hombres. Quien come Eucaristía termina haciéndose Eucaristía perfecta.

       En cada comunión le decimos: Jesucristo, Eucaristía divina, Tú lo has dado todo por nosotros, con amor extremo, hasta dar la vida. También yo quiero darlo todo por Ti, porque para mí Tú lo eres todo, yo quiero lo seas todo. Jesucristo Eucaritía, yo creo en Ti; Jesucristo Eucaristia, yo confío en Ti; Jesucristo Eucaristía, Tú eres el Hijo de Dios.

       El alma, que llega a esta primera y perfecta comunión con Cristo en la tierra, ya sólo desea de verdad a Cristo, y todo lo demás es con Él y por Él. Lo expresamos también en este canto popular de la comunión, que tanto os deseo como vivencia a todos mis lectores, aunque a mí me falta mucho:  «Véante mis ojos, dulce Jesús bueno, véante mis ojos, múerame yo luego. Vea quien quisiere, rosas y jazmines, que si yo te viere, veré mil jardines, flor de serafines, Jesús Nazareno, véante mis ojos, múerame yo luego. No quiero contento, mi Jesús ausente, que todo es tormento, a quien esto siente. Solo me sustente tu amor y deseo, véante mis ojos, múerame yo luego».

33ª MEDITACIÓN

FRUTOS Y FINES DE LA EUCARISTÍA

TERCERA MEDITACIÓN

LA COMUNIÓN ACRECIENTA NUESTRA UNIÓN CON CRISTO.

       Frutos de la comunión eucarística.       En la descripción de los frutos de la Comunión sigo al Catecismo de la Iglesia Católica: nº 11391-1397.

       Como toda comida alimenta y fortalece la vida, el alimento eucarístico está destinado a fortalecer nuestra vida en Cristo. Éste es el efecto primero: Cristo entra como alimento espiritual en los comulgantes para estrechar cada vez más las relaciones transformantes, asimilándonos  a su propia vida.

       En la Última Cena, Jesús se define a sí mismo como vid, cuyos sarmientos deben estar unidos a Él para tener su misma vida y producir sus mismos frutos: ªPermaneced en mí y yo en vosotros... quien permanece en mí y yo en él, da  mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). La comunión tiene por tanto un efecto cristológico: así como el cuerpo formado por el Espíritu Santo en el seno de la Virgen Madre se hizo una sola realidad en Cristo y fue la humanidad que sostenía y manifestaba al Verbo de Dios, así nosotros, comiendo este pan, que es Cristo, nos hacemos una única realidad con Él y debemos vivir su misma vida:ªEl que me come vivirá por mí”. Recibir la Eucaristía como, comunión da como fruto principal la unión íntima con Cristo Jesús. En efecto, el Señor dice: “Quien come mi Carne y bebe mi Sangre habita en mí y yo en él” (Jn 6,56). La vida en Cristo encuentra su fundamento en el banquete eucarístico: “Lo mismo que me ha enviado el Padre, que vive y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí” (Jn 6,57).

       Lo expresa muy bien el Concilio de Florencia: “El efecto de este sacramento es la adhesión del hombre a Cristo. Y puesto que el hombre es incorporado a Cristo y unido a sus miembros por medio de la gracia, dicho sacramento, en  aquellos que lo reciben dignamente, aumenta la gracia y produce, para la vida espiritual, todos aquellos efectos que la comida y bebida naturales realizan en la vida sensible, sustentando, desarrollando, reparando, deleitando”. Sería bueno meditar sobre esto. Lo que el alimento material produce en nuestra vida corporal, la comunión lo realiza de manera admirable en nuestra vida espiritual. La comunión con la Carne de Cristo resucitado, “vivificada por el Espíritu Santo y vivificante” (PO5) conserva, acrecienta y renueva la vida de gracia recibida en el Bautismo. Este crecimiento de la vida cristiana necesita ser alimentado por la comunión eucarística, pan de nuestra peregrinación, hasta el momento de la muerte, cuando nos sea dada como viático.

       Por eso debemos acercarnos a este sacramento con  hambre de Cristo, y consiguientemente con fe sincera y esperanza de que la acción transformadora de Cristo tenga efecto en nuestra vida. Acercarse a la comunión es recibir a Cristo como amigo en nuestro corazón, es dejar que tome posesión de nuestra vida. Y como nuestra debilidad en el orden sobrenatural es grande, tenemos necesidad de alimentarnos todos los días para tener en nosotros los mismos sentimientos que Cristo Jesús. El poder de Cristo para transformarnos es omnipotente, pero nuestra voluntad es débil y enseguida tiende a separarse de Cristo para seguir sus propias inclinaciones. Nos queremos mucho y el ego, que está metido en la carne y en el más profundo centro de nuestro ser, se opone a esta unión con Cristo.

       La comunión frecuente es necesaria si queremos vivir con Cristo y como Cristo, tener sus mismos sentimientos y actitudes. Y esto lo expresamos en el breve diálogo que mantenemos con el sacerdote que nos da la comunión: “El cuerpo de Cristo”, y respondemos: “Amén”, queriendo así reafirmar nuestra fe y fidelidad sincera a Cristo, con el que nos encontramos  en ese momento. Nuestro “amén”,  nuestro “sí” implica en nosotros una misión de caridad, de celo apostólico, de generosa obediencia y piedad filial. La comunión eucarística es  una inyección de vida sobrenatural en nosotros y un compromiso de vivir su misma vida. La comunión realiza, fortalece y alimenta nuestra unión  espiritual y existencial con Cristo.

LA COMUNIÓN PERDONA LOS PECADOS  VENIALES Y PRESERVA DE LOS MORTALES.

Cuando nos reunimos para celebrar la Eucaristía, somos invitados a comulgar sacramental y espiritualmente con Jesús en su propia pascua, a continuar el viaje pascual iniciado en santo bautismo que nos injertó a Él, matando en  nosotros al pecado, por la inmersión en las aguas bautismales y  resurrección a la  vida nueva del Viviente y Resucitado  por la emergencia de las mismas. Este poder de romper las ataduras del pecado, del egoísmo, orgullo, sensualidad, injusticias y demás raíces del pecado original que encontramos en nosotros, se potencia por medio de la comunión sacramental con Cristo en todos los comensales de la mesa eucarística.

       Muchos tienen la experiencia de la propia debilidad, sobre todo, en el campo moral. Hacen propósitos serios y se sienten humillados cuando no los cumplen. No debemos olvidar los ejemplos de Pedro y de los otros apóstoles, que había prometido fidelidad al Maestro y lo abandonaron. Y Jesús lo sabía y los perdonó y celebró como prueba de ello la Eucaristía en la primera aparición del Resucitado. La mejor ayuda para no pecar es la ayuda de Cristo Eucaristía. Nunca  debemos considerar la Eucaristía como un premio o una recompensa apta sólo para perfectos sino una ayuda para los que quieren vivir la vida de Cristo por la gracia de Dios. Nos debemos acercar a Cristo para que nos perdone y ayude y fortalezca, como la pecadora en la casa de Simón. Éste es el sentido de la comida eucarística. Nos hacemos libres con Cristo, no somos esclavos de nadie ni de nada.

       El Cuerpo de Cristo que recibimos en la comunión es “entregado por nosotros” y la Sangre que bebemos es “derramada por muchos para el perdón de los pecados”.  Por eso la Eucaristía  no puede unirnos a Cristo sin purificarnos al mismo tiempo de los pecados cometidos y preservarnos de futuros pecados precisamente al comer su carne limpia y salvadora.

       “Cada vez que lo recibís, anunciáis la muerte del Señor”(1Cor 11,26). Si anunciamos la muerte del Señor, anunciamos también el perdón de los pecados. Si cada vez que su Sangre es derramada, lo es para el perdón de los pecados, debo recibirle siempre, para que siempre me perdone los pecados. Yo que peco siempre, debo tener siempre un remedio” (S. Ambrosio, sacr. 4,28).

       Como el alimento corporal sirve para restaurar la   pérdida de fuerzas, la Eucaristía fortalece la caridad que, en la vida cotidiana, tiende a debilitarse; y esta caridad vivificadora “borra los pecados veniales” (Concilio de Trento: DS. 1638). Dándose a nosotros, Cristo reaviva nuestro amor a Él y nos hace capaces de romper los lazos desordenados para vivir más en Él: “Porque Cristo murió por nuestro amor, cuando hacemos conmemoración de su muerte en nuestro sacrificio, pedimos que venga el Espíritu Santo y nos comunique el amor: suplicamos fervorosamente que aquel mismo amor que impulsó a Cristo a dejarse crucificar por nosotros sea infundido por el Espíritu Santo en nuestros corazones..., y llenos de caridad, muramos al pecado y vivamos para Dios” (S Fulgencio de Rupe, Fab.28,16-19).

       Por la misma caridad que enciende en nosotros, la Eucaristía nos preserva de futuros pecados mortales. Cuanto más participamos en la vida de Cristo y más progresamos en su amistad, tanto más difícil se nos hará romper con Él por el pecado mortal. La Eucaristía no está ordenada al perdón de los pecado mortales, pero tiene toda la fuerza y el amor para hacerlo porque es la realización de la Alianza y del borrón y cuenta nueva. Fue un tema muy discutido en Trento y lo es todavía. La Eucaristía es fuente de toda gracia, también de la gracia que perdona los pecados en el sacramento de la Penitencia. Es toda la salvación y redención de Cristo que se hace presente. Es el abrazo del perdón del Padre por el Hijo. Es la Nueva Alianza. Si lo es, perdona los pecados.

       Es importante en este punto recordar la recomendación dada por el Papa Pío X para la comunión frecuente y cotidiana. El Papa reaccionó contra una mentalidad que tendía a disminuir la frecuencia por sentimientos de indignidad. La conciencia de ser pecadores debe llevarnos al sacramento de la penitencia, pero esto no debe limitar su acercamiento a la comunión, que es nuestra ayuda, la ayuda del Señor contra el mal.

       «El deseo de Jesucristo y de la Iglesia, de que todos  los fieles cristianos accedan cada día al convite sagrado, consiste principalmente en que los fieles, unidos a Dios por medio del sacramento, encuentren en él la fuerza para dominar las pasiones, la purificación de las culpas leves que cometamos cada día, y la preservación de los pecados más graves, a los que está expuesta la fragilidad humana; no es sobre todo para procurar el honor y la veneración del Señor, ni para tener una recompensa o un premio por las virtudes practicadas. Por esto, el sagrado concilio de Trento llama a la Eucaristía “antídoto”, gracias al cual nos libramos de las culpas cotidianas y nos preservamos de los pecados mortales» (DS 3375).

34ª MEDITACIÓN

FRUTOS Y FINES DE LA EUCARISTÍA

CUARTA MEDITACIÓN: LA EUCARISTÍA HACE LA IGLESIA: CARIDAD FRATERNA

       La Eucaristía hace la Iglesia y la Iglesia hace la Eucaristía. La comunión renueva, fortalece y profundiza la incorporación a la Iglesia realizada por el bautismo: “Puesto que todos comemos un mismo pan, formamos un solo cuerpo” (1Cor 10,17).  De aquí el fruto y la exigencia de caridad fraterna para celebrar la Eucaristía.

       En la Última Cena se manifiesta claramente que la Eucaristía en la intención de Cristo es fuente de caridad y debe fomentar el amor fraterno, porque ha sido el momento elegido por el Señor para darnos el mandato nuevo del amor fraterno. Uniendo nuestra voluntad a la de Cristo podemos esperar de Él la fuerza necesaria para el aumento de amor y la reconciliación fraterna deseada. Como comida sacrificial, la Eucaristía tiende a comunicar a los participantes el amor que inspiró el sacrificio de Cristo en obediencia al Padre por amor extremo a sus hermanos, los hombres.

       El primer efecto de la comida eucarística es una unión más íntima con Cristo, como hemos dicho. Pero por este mismo efecto, porque comemos todos el mismo Cristo, se produce inseparablemente otro efecto: la unión más profunda entre  todos los que viven la vida de Cristo, es decir, la unión de su Cuerpo Místico, la Iglesia. La Eucaristía estimula el crecimiento del Cuerpo entero, Cabeza y miembros, en fidelidad al mandato recibido y realizado por el Señor: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 13,34). La Eucaristía tiende a desarrollar todos los aspectos y todas las actitudes del amor recíproco, de tal forma que de la Cabeza, que es Cristo,“se procura el crecimiento del cuerpo, para construcción de sí mismo en el amor” (Ef 4,16).     

       Jesús no ha hecho sólo un himno a la caridad sino que ha indicado el modelo:“como yo os he amado”; propone su vida como modelo de caridad y perdón. La comunión no termina en la unión con Cristo sino que con Él, en Él y por Él nos unimos a toda la Iglesia. Por ello mismo, Cristo los une a todos los fieles en un solo cuerpo: la Iglesia. La Comunión renueva, fortifica, profundiza esta incorporación a la iglesia realizada ya por el Bautismo. Por el bautismo fuimos llamados a formar un solo cuerpo en Cristo. La Comunión lo perfecciona y completa: “El cáliz de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? y el pan que partimos ¿no es comunión con el Cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan” (1Cor.10, 16-7).

       «Si vosotros mismos sois Cuerpo y miembros de Cristo, sois el sacramento que es puesto sobre la mesa del Señor, y recibís este sacramento vuestro. Respondéis “amén” (es decir, <sí> <es verdad>) a lo que recibís, con lo que respondiendo, lo reafirmáis. Oyes decir «el Cuerpo de Cristo», y respondes <amén>. Por la tanto, sé tú verdadero miembro de Cristo para que tu “amén” sea también verdadero» (S. Agustín, serm. 272).

El Vaticano II, al hablar del Obispo como sumo sacerdote de su Iglesia local, nos dice: «...en la Eucaristía que él mismo (obispo) ofrece o procura que sea ofrecida y en virtud de la cual vive y crece la Iglesia… se celebra el misterio de la cena del Señor a fin de que por el cuerpo y la sangre del Señor quede unida toda la fraternidad. En toda comunidad de altar, bajo el ministerio sagrado del obispo, se manifiesta el símbolo de aquel amor y unidad del Cuerpo Místico de Cristo sin el cual no puede haber salvación» (LG 24 )

LA EUCARISTÍA COMPROMETE EN FAVOR  DE LOS POBRES.

Este amor fraterno lleva consigo una predilección cristiana especial por los pobres, como en la vida de Jesús: “Lo que hicisteis con cualquiera de estos, conmigo lo hicisteis”.

Es impresionante el modo en el que S. Juan Crisóstomo advertía la plena unión entre celebración de la Eucaristía y el compromiso de caridad con los pobres. Según él, la participación en la mesa del Señor no permite incoherencias entre Eucaristía y caridad con los pobres: «¡Que ningún Judas se acerque  a la mesa!, -exclama en una homilía- ¡...porque no era de plata aquella mesa, ni de oro el cáliz, del cual Cristo dio su sangre a sus discípulos...! ¿Quieres honrar el cuerpo de Cristo? No permitas que él esté desnudo: y no lo honres aquí en la iglesia con telas de seda, para después tolerar, fuera de aquí, que él mismo muera de frío y de desnudez. El que ha dicho: “Esto es mi cuerpo”, ha dicho también: “Me habéis visto con hambre y no me habéis dado de comer”, y “lo que no habéis hecho a uno de mis pequeños, no lo habéis hecho conmigo”. Aprendamos, pues, a ser sabios, y a honrar a Cristo como Él quiere, gastando las riquezas en los pobres. Dios no tiene necesidad de utensilios de oro sino del alma de oro. ¿Qué ventajas hay si su mesa está llena de cálices de oro, cuando Él mismo muere de hambre? Primero sacia el hambre del hambriento, y entonces con lo superfluo ornamenta su mesa»[17]

       Y el   mismo santo doctor comenta  en otro lugar: «¿Has gustado la sangre del Señor y no reconoces a tu hermano? Deshonras esta mesa, no juzgando digno de compartir tu alimento al que ha sido juzgado digno de participar en esta mesa. Dios te ha liberado de todos los pecados y te ha invitado a ella. Y tú, aún así, no te has hecho más misericordioso»[18].

LA EUCARISTÍA, PRENDA DE LA GLORIA FUTURA

En una antigua antífona de la fiesta del Corpus Christi rezamos: «¡Oh sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida, se celebra el memorial de su Pasión, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura!» Llamamos a la Eucaristía prenda de la gloria futura y anticipación de la vida eterna, porque nos hace partícipes del germen de nuestra resurrección, que es Cristo resucitado y glorioso, bien último y conclusivo del proyecto del Padre. La Eucaristía y la comunión son prenda del cielo: “El que coma de este pan tiene vida eterna... vivirá para siempre”. La unión con Cristo resucitado nos va transformando en cada Eucaristía en carne de resurrección. Es verdaderamente el sacramento de la esperanza cristiana.

       Si la Eucaristía es el memorial de la Pascua del Señor y si por nuestra comunión en el altar somos colmados «de gracia y bendición», la Eucaristía es también la anticipación de la gloria celestial, puesto que recibimos al que los ángeles y los santos contemplan resplandeciente en el banquete del reino, al Cristo glorioso y resucitado.

       La Iglesia sabe que, ya ahora, el Señor resucitado, el Viviente, viene en la Eucaristía y que está ahí en medio de nosotros. Sin embargo, esta presencia está velada. Por eso celebramos la Eucaristía «mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo», como rezamos en la Eucaristía, pidiendo además «entrar en tu reino, donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu gloria; allí enjugarás las lágrimas de nuestros ojos porque, al contemplarte como Tú eres, Dios nuestro, seremos para siempre semejantes a Ti y cantaremos eternamente tus alabanzas, por Cristo, Señor Nuestro, por quien concedes al mundo todos los bienes» (Plegaria III).

       De esta gran esperanza, la de los cielos nuevos y la tierra nueva, la de los bienes últimos escatológicos, no tenemos prenda más segura, signo más manifiesto que la Eucaristía. En efecto, cada vez que se celebra este misterio «se realiza la obra de nuestra redención» (Plegaria III) y «partimos un mismo pan que es remedio de inmortalidad, antídoto para no morir, sino para vivir en Jesucristo para siempre» (S.Ignacio de Antioquia, Eph.20,2).

DIMENSIÓN ESCATOLÓGICA.

       Ahora bien, la iglesia, que se manifiesta en un determinado lugar, cuando se reúne para celebrar la Eucaristía, no está formada únicamente por los que integran la comunidad terrena. Existe una iglesia invisible, la “Jerusalén celeste”, que desciende de arriba (Apo.21,2); por eso, «en la liturgia terrena pregustamos y nos unimos por el Viviente a la liturgia celestial, que se celebra en la ciudad santa, Jerusalén del cielo, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, donde Cristo está sentado a la derecha del Padre como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero» (SC.8;50). Por la comunión eucarística, nos unimos  también a los fieles difuntos que se purifican a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo. La comunión en la Eucaristía es el más excelente  sufragio por los difuntos y el signo más expresivo de las exequias.

       Asistida por el Espíritu Santo, la iglesia peregrinante se mantiene fiel al mandato de comer el pan y beber el cáliz, anunciando la muerte y proclamando la resurrección del Señor a fin de que venga de nuevo para consumar su obra: “Pues cuantas veces comáis éste pan y bebáis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que Él venga”  (1Cor.11,26). Bajo la acción del Espíritu Santo toda celebración de la Eucaristía es súplica ardiente de la esposa: «marana tha» . Éste es el grito de toda la asamblea cuando se hace presente el Señor por la consagración: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús”.

       Un filósofo francés, Gabriel Marcel, ha escrito: «Amar a alguien es decirle: tu no morirás». Esto es lo que nos dice en cada Eucaristía Aquel, que ha vencido a la muerte:os quiero, vosotros no moriréis. Y en la comunión eucarística nos lo dice particularmente a cada uno. Que este deseo de Cristo, pronunciado y celebrado con palabras y gestos suyos en la santa Eucaristía y comunión, nos haga vivir seguros y confiados en su amor y salvación y lo hagamos vida en nosotros para gozo de la Santísima Trinidad, en la que nos sumergimos ya por la vida de Aquel, que, siendo Dios, se hizo hombre y murió por nosotros, para que todos pudiéramos vivir por la comunión eucarística la Vida, la Sabiduría y el Amor del Dios Único y Trinitario: PADRE, HIJO Y ESPÍRITU SANTO.

AL COMULGAR, ME ENCUENTRO EN VIVO  CON TODOS LOS  DICHOS Y HECHOS SALVADORES DEL SEÑOR.  

La instrucción Eucharisticum mysterium  lo expresa así: «La piedad, que impulsa a los fieles a acercarse a la sagrada comunión, los lleva a participar más plenamente en el misterio pascual... permaneciendo ante Cristo el Señor, disfrutan de su trato íntimo, le abren su corazón pidiendo por sí mismos y por todos los suyos y ruegan por la paz y la salvación del mundo. Ofreciendo su vida al Padre por el Espíritu Santo, sacan de este trato admirable un aumento de su fe, esperanza y caridad» (n 50).

“¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre” (Sal.116). Estas palabras de un salmo pascual de acción de gracias brotan de lo más hondo de nuestro corazón ante el misterio que estamos celebrando: la Eucaristía, Nueva Pascua y Nueva Alianza por su sangre derramada por amor extremo a sus hermanos los hombres.

       «Reunidos en comunión con toda la Iglesia», con el Papa, los Obispos, la Iglesia entera, vamos a levantar el cáliz eucarístico invocando el nombre de Dios, alabándole, dándole gracias y ofreciendo la víctima santa para pedir al Padre una nueva efusión de su Espíritu transformante para todos nosotros.

Junto al Cuerpo y la Sangre de Cristo, Hijo de Dios, entregado por amor y presente en todos los sagrarios de la tierra, piadosamente custodiado por la fe y el amor de todos los creyentes, hemos de meditar una vez más en las maravillas de este misterio, para reencontrarnos así con el mismo Cristo de ayer, de hoy y de siempre, con todos sus hechos y dichos salvadores, con su Encarnación y Predicación, con el mismo Cristo de Palestina,  y llenarnos así de sus mismas  actitudes  de entrega y amor al Padre y a los hombres, que nos lleven también a nosotros a dar la vida por entrega a los hermanos y obediencia de adoración al Padre, en una vida y muerte como la suya.

       Queremos compartir, con todos los hermanos y hermanas en la fe, nuestra convicción profunda de que el Señor está siempre con nosotros para alimentarnos y ayudarnos y, en consecuencia, que la Eucaristía, que Él entregó a la iglesia como memorial permanente de su sacrificio pascual, es “centro, fuente y culmen” de la vida de la comunidad cristiana, porque nos permite encontrarnos con la misma  persona y los hechos salvadores del Dios encarnado.

ENCARNACIÓN Y EUCARISTÍA.

       La Encarnación y la Eucaristía no son dos misterios separados sino que se iluminan mutuamente y alcanzan el uno al lado del otro un mayor significado, al hacernos la Eucaristía compartir hoy la vida divina de aquel que se ha dignado compartir con el hombre (encarnación) la condición humana.

       Está claro que en la comunión eucarística el Hijo de Dios no se encarna en cada uno de los fieles que le comulgan, como lo hizo en el seno de María, sino que nos comunica su misma vida divina, como Él mismo prometió: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo; si alguno come de este pan, vivirá para siempre, y el pan que yo le daré es mi carne, vida del mundo” (Jn.6,48). De esta forma, la Eucaristía culmina y perfecciona la incorporación a Cristo realizada en el bautismo y la confirmación, y en Cristo y por Cristo, formamos un solo cuerpo con Él y con los hermanos, los que comemos el mismo pan: “Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan” (1Cor. 10,17).

       Esta unión estrechísima entre Encarnación y Eucaristía, entre el Cristo de ayer y de hoy, entre el Cristo hecho presente por la Encarnación y la Eucaristía, es posible y real porque «lo que en la plenitud de los tiempos se realizó por obra del Espíritu Santo, solamente por obra suya puede surgir ahora de la memoria de la iglesia». Es el Espíritu Santo y solamente Él, quien  no sólo es «memoria viva de la iglesia», porque con su luz y sus dones nos facilita la inteligencia  espiritual de estos misterios y de todo lo contenido en la palabra de Dios, sino que su acción, invocada en la epíclesis del  sacramento, nos hace presente (memorial) las maravillas narradas en la anámnesis (memoria) de todos los sacramentos y actualiza y hace presente en el rito sacramental los acontecimientos salvíficos que son  celebrados, desde la Encarnación hasta  la subida a los cielos, especialmente el misterio pascual, centro y culmen de toda acción litúrgica.

PRESENCIA PERMANENTE.

 Y esta presencia de Cristo en la celebración de la santa Eucaristía no termina con ella, sino que existe una continuidad temporal de su morada en medio de nosotros como Él había prometido repetidas veces durante su vida. En el sagrario es el eterno Enmanuel, Dios con nosotros, todos los días hasta el fin del mundo (Mt.28,20). Es la presencia real por antonomasia, no meramente simbólica, sino verdadera y sustancial.

       Por esta maravilla de la Eucaristía, aquel, cuya delicia es “estar con los hijos de los hombres” (cf. Pr.8,31) lleva dos mil años poniendo de manifiesto, de modo especial en este misterio,  que“la plenitud de los tiempos” (Cr.Gal 4,4) no es un acontecimiento pasado sino una realidad en cierto modo presente mediante los signos sacramentales que lo perpetúan. Esta presencia permanente de Jesucristo hacía exclamar a santa Teresa de Jesús: «Héle aquí compañero nuestro en el santísimo sacramento, que no parece fue en su mano apartarse un momento de nosotros» (Vida, 22,26). Desde esta presencia Jesús nos sigue repitiendo y realizando todos sus dichos y hechos salvadores.

PAN DE VIDA

Pero la Eucaristía también, según el deseo del mismo Cristo, quiere ser el alimento de los que peregrinan en este mundo. “Yo soy el pan de vida, quien come de este pan, vivirá eternamente, si no coméis mi carne y no bebéis mi sangre no tenéis vida en  vosotros; el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna…” (Jn.6, 54-55).

       La Eucaristía es el pan de vida, en cualquier  necesidad de bienes básicos de vida o de gracia, de salud, de consuelo, de justicia y libertad, de muerte o de vida, de misericordia o de perdón...debe ser el alimento sustancial para el niño que se inicia en la vida cristiana o para el joven o adulto que sienten la debilidad de la carne, en la lucha diaria contra el pecado, especialmente como viático para los que están a punto de pasar de este mundo a la casa del Padre. La Eucaristía es el mejor alimento para la eternidad, para llegar hasta el final del viaje con fuerza, fe, amor y esperanza.

       La comunión sacramental produce tal grado de unión personal de los fieles con Jesucristo que cada uno puede hacer suya la expresión de San Pablo: “vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal.2,20). La comunión sacramental con Cristo nos hace partícipes de sus actitudes de entrega, de amor y misericordia, de sus ansias de glorificación del Padre y salvación de los hombres. Lo contrario sería comer,  pero no comulgar el cuerpo de Cristo o hacerlo indignamente, como nos recuerda Pablo en la primera a los Corintios: cfr1Cor11, 18-21.

En la Eucaristía todos somos invitados por el Padre a formar la única iglesia, como misterio de comunión con Él y con sus hijos: “La sabiduría ha preparado el banquete, mezclado el vino y puesto la mesa; ha despachado a sus criados para que lo anuncien  en los puestos que dominan la ciudad: venid a comer  mi pan y a beber el vino que he mezclado” (Pr. 9,2-3.5). No podemos, por tanto, rechazar la invitación y negarnos a entrar como el hijo mayor de la parábola (cf. Lc.15,28.30).

       Entremos, pues, con gozo a esta casa de Dios y sentémosnos a la mesa que nos tiene preparada para celebrar el banquete de bodas de su Hijo y comamos el pan de la vida preparado por Él con tanto amor y deseos.

DE LA EUCARISTÍA COMO COMUNIÓN, A LA MISIÓN.

Cuando la Eucaristía se celebra en latín, la despedida del presidente es «podéis ir en paz», que en latín se dice: «Ite, missa est». Mitto, missus significa enviar. La liturgia del misterio celebrado envía e invita a todos a cumplir en su vida ordinaria lo que allí han celebrado.  Enraizados en la vid, los sarmientos son llamados a dar fruto abundante:”Yo soy la vid, vosotros sois los sarmientos”. En efecto, la Eucaristía, a la vez que corona la iniciación de los creyentes en la vida de Cristo, los impulsa a su vez a anunciar el evangelio y a convertir en obras de caridad y de justicia cuanto han celebrado en la fe. Por eso, la Eucaristía es la fuente permanente de la misión de la iglesia. Allí encontraremos a Cristo que nos dice a todos: “Id y anunciad a mis hermanos...  amaos los unos a los otros... id al mundo entero...”

EN LA EUCARISTÍA SE ENCUENTRA LA FUENTE Y LA CIMA DE TODO APOSTOLADO

La centralidad de la Eucaristía en la vida cristiana ha de concebirse como algo dinámico no estático, que tira de nosotros desde las regiones mas apartadas de nuestra tibieza espiritual y nos une a Jesucristo que nos toma como humanidad supletoria para seguir cumpliendo su tarea de adorador del Padre, intercesor de los hombres, redentor de todos los pecados del mundo y salvador y garante de la vida nueva nacida de la nueva pascua, el nuevo paso de lo humano a la tierra prometida de lo divino.

       En cada Eucaristía se nos aparece Cristo para realizar todo su misterio de Encarnación y para explicarnos las Escrituras y su proyecto de Salvación y para que le reconozcamos al partirnos el pan de vida. La Eucaristía es entonces un encuentro personal y eclesial, íntimo y vivencial con Él, un momento cargado de sentido salvador y transcendente para quienes le amamos y queremos compartir con Él la existencia.

       Y, como la Eucaristía no es una gracia más sino Cristo mismo en persona, se convierte en fuente y cima de toda la  vida de la Iglesia, dado que “los demás sacramentos, al igual que todos los ministerios eclesiásticos y las obras de apostolado, están unidos con la Eucaristía y a ella se ordenan” (PO.5; LG.10; SC.41).

       Por eso, la Eucaristía, como misterio de unidad y de amor de Dios con los hombres y de los hombres entre sí, es referencia esencial, criterio y modelo de la vida de la iglesia en su totalidad y para cada uno de los ministerios y servicios.

35ª MEDITACIÓN

ESPIRITUALIDAD DE LA PRESENCIA EUCARÍSTICA

LA ESPIRITUALIDAD Y PASTORAL DE LA  ADORACIÓN EUCARÍSTICA.(Meditación dirigida a los Adoradores Nocturnos)

       La Iglesia Católica siempre ha tenido, como fundamento de su fe y vida cristiana, la certeza de la presencia real de Nuestro Señor Jesucristo bajo los signos sacramentales del pan y del vino eucarísticos. Esta fe la ha vivido especialmente durante siglos en la adoración de este misterio, objeto primordial del culto y de la espiritualidad de la Adoración Nocturna. Para legitimar esta adoración ante el Santísimo Sacramento y afirmar a la vez, que la oración ante Jesús Sacramentado, es el modo supremo y cumbre de toda oración personal y comunitaria fuera de la Eucaristía,  quiero, en primer lugar, explicar un poco desde la teología bíblica y litúrgica este misterio, para que la Presencia Eucarística del Señor sea más valorada y vivida por los Adoradores Nocturnos, que nos sentimos verdaderamente privilegiados, necesitados y agradecidos a Jesucristo, el Señor, confidente y amigo en todos los sagrarios de la tierra.

       «¡Oh eterno Padre, exclama S. Teresa, cómo aceptaste que tu Hijo quedase en manos tan pecadoras como las nuestras! ¡Es posible que tu ternura permita que esté expuesto cada día a tan malos tratos! ¿Por qué ha de ser todo nuestro bien a su costa? ¿No ha de haber quien hable por este amantísimo cordero? Si tu Hijo no dejó nada de hacer para darnos a nosotros, pobres pecadores, un don tan grande como el de la Eucaristía, no permitas, oh Señor, que sea tan mal tratado. Él se quedó entre nosotros de un modo tan admirable...»

       Y aquí el alma de Teresa se extasía... Ya sabéis que la mayor parte de sus revelaciones o visiones: «me dijo el Señor, vi al Señor...» las tuvo Teresa después de haber comulgado o en ratos de oración ante Cristo Eucaristía.  Por esto, cuando Teresa define la oración mental, parece que lo hace como oración hecha ante el sagrario, como si estuviera mirando al Señor Sacramentado: «Que no es otra cosa, a mi parecer, oración, sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas, con quien sabemos que nos ama». Y ya la oímos decir anteriormente: «¿Es posible que tu ternura permita que esté expuesto cada día a tan malos tratos...? ¿Por qué ha de ser todo nuestro bien a su costa...? No permitas, oh Señor, que sea tan mal tratado… Él se quedó entre nosotros de un modo tan admirable…»  

       Los adoradores, igual que los sacerdotes o cualquier cristiano, tenemos que tener mucho cuidado con nuestro comportamiento y con todo lo relacionado con la Eucaristía, que es siempre el Señor vivo, vivo y resucitado, porque se trata, no de un cuadro o una imagen suya, sino de Él mismo en persona y si a su persona no la respetamos, no la valoramos, poco podemos valorar todo lo demás referente a Él, todo lo que Él nos ha dado, su evangelio, su gracia, sus sacramentos, porque la Eucaristía es Cristo todo entero y completo, todo el evangelio entero y completo, toda la salvación entera y completa. 

       Observando a veces nuestro comportamiento con Jesús Eucaristía, pienso que muchos cristianos  no aumentarán su fe en ella ni les invitará a creer o a mirarle con más amor o entablar amistad con Él, porque nosotros “pasamos” del sagrario y muchas veces pasamos ante el sagrario, como si fuera un trasto más de la Iglesia, hablamos antes o después de la Eucaristía como si el templo no estuviera habitado por Él, y consiguientemente la genuflexión, exceptúo imposibilidad física, ya no hace falta.

       Sin embargo, todos sabemos que el  cristianismo es fundamentalmente una persona, es Cristo. Por eso, nuestro comportamiento interior y exterior con Cristo Eucaristía es el termómetro de nuestra vida espiritual. Es muy difícil, porque sería  una contradicción, que Cristo en persona no nos interese ni seamos delicados personalmente con Él en su presencia real y verdadera en la Eucaristía y luego nos interesemos por sus cosas, por su evangelio, por su liturgia, por los sacramentos, por sus diversas encarnaciones en la Palabra, en los hermanos, en los pobres, porque Él sea  más conocido y amado.

       Cuidar el altar, el sagrario, mantener los manteles limpios, los corporales bien planchados, cuánta fe personal, cuánto amor y apostolado y eficacia y salvación de los hermanos y amistad personal con Cristo  encierran. Y cuánta ternura, vivencia y amistad verdadera hay en los silencios  guardados dentro del templo, porque uno sabe que está Él, y lo respetamos, amamos y adoramos, aunque otros estén hablando,  después de la celebración eucarística, como si Él ya no estuviera presente. Repito porque esto conviene repetirlo muchas veces, qué buen testimonio, cuánta teología y fe verdaderas hay en un silencio guardado porque Él está ahí, cuánta teología vivida en  una genuflexión bien hecha, en unos gestos conscientemente realizados en la Eucaristía; indican que hay verdadera vivencia y amistad con Jesucristo, el Viviente y Resucitado.

       Ésta es una forma muy importante de ser  «testigos del Viviente», para muchos que no creen en su presencia eucarística o se olvidan de ella, dando así  pruebas con nuestra adoración personal del Señor, de que Él está allí presente, aunque no lo veamos físicamente o en una imagen. Es que si he celebrado y predicado la mejor homilía, aunque sea  sobre la misma Eucaristía, pero nada más terminar, hablo en la Iglesia y me comporto como si Él no estuviera presente,  me he cargado todo lo que he predicado y celebrado, porque no creo o no respeto su permanencia sacramental en la presencia eucarística, es decir, todo el misterio eucarístico completo: Eucaristía, comunión y presencia.

       Cómo educamos con nuestro silencio religioso en el templo o con la exigencia del mismo en Eucaristías y funerales o bodas... De esta forma, al no exigirse el silencio debido en el templo de Dios, no catequizamos ni educamos en la piedad eucarística y será más difícil ver a niños y mayores junto al sagrario porque actuando así lo convertimos en un trasto más de la iglesia. Así resulta que algunos sagrarios están llenos de polvo, descuido y olvido. Qué Eucaristías, qué evangelio, qué Cristo se habrá predicado en esas iglesias. Queridos amigos, el Señor no es una momia, está vivo, vivo y resucitado, así lo quiso Él mismo, no lo asegura la fe de la Iglesia, la experiencia de los santos y nosotros lo creemos.

       El Vaticano II insiste repetidas veces sobre esta verdad fundamental de nuestra fe católica:  « La casa de oración en que se celebra y se guarda la santísima Eucaristía y ...en que se adora, para auxilio y consuelo de los fieles, la presencia del Hijo de Dios, salvador nuestro... debe ser nítida, dispuesta para la oración y las sagradas solemnidades» (PO.5).

 

 (Nota: Para sacerdotes este tema se trata repetidas veces en la Exhortación Apostólica Pastores dabo vobis de  Juan Pablo II, el Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, de la Congregación del clero, algunas cartas  del papa Juan Pablo II  a los sacerdotes en el Jueves Santo y en la Encíclica del Papa Juan Pablo II sobre la Eucaristía Ecclesiade Eucharistía).  

En los últimos siglos, la adoración eucarística ha constituido una de las formas de oración más queridas y practicadas por los cristianos en la Iglesia Católica. Iniciativas como la promoción de la Visita al Santísimo, la Adoración Nocturna, la Adoración Perpetua, las Cuarenta Horas... etc. se han multiplicado y han constituido una especie de constelación de prácticas devocionales, que tienen su centro en la celebración del Jueves Santo y del Corpus Christi.

       Junto a estas prácticas del pueblo cristiano, otra serie de iniciativas ha surgido con fuerza: las congregaciones religiosas que, como elemento fundacional y fundamental de su forma de vida y carisma religioso, dedican una gran parte de su tiempo a la Adoración del Santísimo Sacramento. Por todo esto, quiero deciros que vuestra Adoración Nocturna está dentro del corazón de la liturgia y de la vida de la Iglesia. Sois eternamente actuales, porque esto mismo, sólo que iluminados por la luz y los resplandores celestes del amor trinitario, constituye la gloria y felicidad del cielo. Sólo quien tenga un poco de experiencia, quien tenga algunos “fogonazos” dados gratuitamente por el Señor, después de alguna purificación y limpieza de pecados, podrá barruntar y comprobar que todo esto es verdad gozosa y consoladora.

       La renovación litúrgica, iniciada por el Concilio Vaticano II, ha llegado también tanto a la teología como a la liturgia de la Adoración Nocturna y ha puesto en su lugar correcto la adoración del Señor. Ya no se da aquel desfase,  que todos hemos conocido y practicado en los años sesenta, en los que celebrábamos la Eucaristía al final de la Vigilia, al despedirnos, con la llegada del día. Recuerdo perfectamente que empezábamos directamente con la Exposición del Señor en la Custodia y luego venían los turnos de vela. La forma actual, fruto de la teología y liturgia del Concilio Vaticano II es correcta en todos los aspectos.   

       Al principio, este reajuste ha podido parecerle a alguno, que era una pérdida para la Eucaristía como presencia y como adoración, como si la Presencia eucarística no fuese suficientemente valorada. Es evidente que tal impresión no tiene ningún fundamento teológico ni pastoral, y, para que nos convenzamos de esto, conviene dar unas pequeñas nociones de los tres momentos de la Eucaristía para que cada uno tenga su estimación y su sitio en la piedad cristiana.

       Veremos así que la celebración de la Eucaristía es el aspecto fundante y principal de este misterio, «centro y culmen de toda la vida de la Iglesia»; veremos que para que haya pascua, es decir, pasión, muerte y resurrección de Cristo presencializadas,  tiene que estar lógicamente presente el Señor, y que, si el Señor se hace presente, es para ofrecer su vida al Padre y a los hombres como salvación, que conseguimos especialmente por la comunión eucarística.Después de la Eucaristía,  el cuerpo, ofrecido en sacrificio y en comunión,  se guarda para que puedan comulgarlo los que no pueden venir a la iglesia; también para que todos los creyentes, mediante la adoración y las visitas al sagrario, podamos seguir participando en su pascua, comulgando con los mismos sentimientos y actitudes de Cristo, presente en la Hostia santa.

       Adorándole en  la oración eucarística, nos identificamos  con los sentimientos de Cristo Eucaristía, que sigue ofreciéndose  al Padre y dándose en comida  y en amistad a los hombres. Si alguien nos pregunta qué hacemos allí parados mirando la Hostia Santa, diremos solamente: ¡ES EL SEÑOR! He aquí en síntesis la espiritualidad de la Presencia Eucarística, de la que debe vivir todo cristiano, pero especialmente todo Adorador Nocturno. Esta espiritualidad, orada y vivida en oración personal, podría expresarse así: Señor, te adoro aquí presente en el pan consagrado, creo que estás ahí amándome, ofreciéndote e intercediendo por todos ante el Padre. Qué maravilla que me quieras hasta este extremo, te amo, te amo y quiero inmolarme contigo al Padre y  por los hermanos; quiero comulgar con tus sentimientos de caridad, humildad, servicio  y entrega en este sacramento... quiero contemplarte para imitarte y recordarte, para aprender y recibir de Ti las fuerzas necesarias para vivir como Tú quieres, como un discípulo fiel e identificado con su maestro.

       Por aquí tiene que ir la espiritualidad del Adorador Nocturno o Diurno. Si  nuestros adoradores viven con estas actitudes sus turnos de Vela, sus Vigilias, nos encontraremos con Cristo presente, camino, verdad y vida y nos sentiremos más animados para recorrer el camino de la santidad con su ayuda y presencia y alimento eucarístico.

36ª MEDITACIÓN

SENTIMIENTOS Y VIVENCIAS DE EUCARISTÍA

Un segundo sentimiento lo expresa así la LG.5 : «Los fieles... participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida de la Iglesia, ofrecen la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella».

       La presencia eucarística es la prolongación de esa ofrenda. El diálogo podía escoger esta vereda: Señor, quiero hacer de mi vida una ofrenda agradable al Padre, quiero vivir sólo para agradarle, darle gloria, quiero ser alabanza de gloria de la Santísima Trinidad. Quiero hacerme contigo una ofrenda: mira en el ofertorio del pan y del vino me ofreceré, ofreceré mi cuerpo y mi alma como materia del sacrificio contigo, luego en la consagración quedaré  consagrado, ya no me pertenezco, soy una cosa contigo, y cuando salga a la calle, como ya no me pertenezco sino que he quedado consagrado contigo, quiero vivir sólo para Ti, con tu mismo amor, con tu mismo fuego, con tu mismo Espíritu, que he comulgado en la Eucaristía.

Quiero prestarte mi humanidad, mi cuerpo, mi espíritu, mi persona entera, quiero ser como una humanidad supletoria tuya. Tú destrozaste tu humanidad por cumplir la voluntad del Padre, aquí tienes ahora la mía... trátame con cuidado, Señor, que soy muy débil, tú lo sabes, me echo enseguida para atrás, me da horror sufrir, ser humillado.

Tu humanidad ya no es temporal; conservas ahora ciertamente el fuego del amor al Padre y a los hombres y tienes los mismos deseos y sentimientos, pero ya no tienes un cuerpo capaz de sufrir, aquí tienes el mío... pero ya sabes que soy débil...  necesito una y otra vez tu presencia, tu amor, tu Eucaristía, que me enseñe, me fortalezca, por eso estoy aquí, por eso he venido a orar ante su presencia, y vendré muchas veces, enséñame y ayúdame adorar como Tú al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida.

Quisiera, Señor, rezarte con el salmista: “Por ti he aguantado afrentas y la vergüenza cubrió mi rostro. He venido a ser extraño para mis hermanos, y extranjero para los hijos de mi madre. Porque me consume el celo de tu casa; los denuestos de los que te vituperan caen sobre mí. Cuando lloro y ayuno, toman pretexto contra mí... Pero mi oración se dirige a tí... Que me escuche tu gran bondad, que tu fidelidad me ayude... Miradlo los humildes y alegraos; buscad al Señor y vivirá vuestro corazón. Porque el Señor escucha a sus pobres” (Sal 69).

       Otro  sentimiento que no puede faltar está motivado por las palabras de Cristo: “Cuando hagáis esto, acordaos de mí...”  Señor, de cuántas cosas me tenía que acordar ahora, que estoy ante tu presencia eucarística, pero quiero acordarme especialmente de tu amor por mí, de tu cariño a todos, de tu entrega. Señor, yo no quiero olvidarte nunca, y menos de aquellos momentos en que te entregaste por mí, por todos... cuánto me amas, cuánto me entregas, me regalas...“Éste es mi  cuerpo… Ésta mi sangre derramada por vosotros...” Con qué fervor quiero celebrar la Eucaristía, comulgar con tus sentimientos, imitarlos y vivirlos ahora por la oración ante tu presencia; Señor, por qué me amas tanto, por qué el Padre me ama hasta ese extremo de preferirme y traicionar a su propio Hijo, por qué te entregas hasta el extremo de tus fuerzas, de tu vida, por qué una muerte tan dolorosa... cómo me amas... cuánto me quieres; es que yo valgo mucho para Cristo, yo valgo mucho para el Padre, ellos me valoran más que todos los hombres, valgo infinito, Padre Dios, cómo me amas así, pero qué buscas en mí... Cristo mío, confidente y amigo, Tú tan emocionado, tan delicado, tan entregado, yo, tan rutinario, tan limitado, siempre tan egoísta, soy pura criatura, y Tú eres Dios, no comprendo cómo puedes quererme tanto y tener tanto interés por mí, siendo Tú el Todo y  yo la nada. Si es mi  amor y cariño, lo que te falta y me pides, yo quiero dártelo todo, Señor, tómalo, quiero ser tuyo, totalmente tuyo, te quiero.   

En el “Acordaos de mí...”, debe entrar también el amor a los hermanos, -no olvidar jamás en la vida que el amor a Dios siempre pasa por el amor a los hermanos-,  porque así lo dijo, lo quiso y lo hizo Jesús: en cada Eucaristía Cristo me enseña y me invita a amar hasta el extremo a Dios y a los hijos de Dios, que son todos los hombres:  Sí, Cristo, quiero acordarme  ahora de tus sentimientos, de tu entrega total sin reservas, sin límites al Padre y a los hombres, quiero acordarme de tu emoción en darte en comida y bebida; estoy tan lejos de este amor, cómo necesito que me enseñes, que me ayudes, que me perdones, sí, quiero amarte, necesito amar a los hermanos, sin límites, sin muros ni separaciones de ningún tipo, como pan que se reparte, que se da para ser comido por todos. “Acordaos de mí”: Contemplándote ahora en el pan consagrado me acuerdo de Tí y de lo que hiciste por mí y por todos y puedo decir: he ahí a mi Cristo amando hasta el extremo, redimiendo, perdonando a todos, entregándose por salvar al hermano. Tengo que amar también yo así.

       Señor, no puedo sentarme a tu mesa, adorarte, si no hay en mí esos sentimientos de acogida, de amor, de perdón a los hermanos, a todos los hombres. Si no lo practico, no será porque no lo sepa, ya que me acuerdo de Ti y de tu entrega en cada Eucaristía, en cada sagrario, en cada comunión; desde el seminario, comprendí que el amor a Ti pasa por el amor a los hermanos y cuánto me ha costado toda la vida. Cuánto me exiges, qué duro a veces perdonar, olvidar las ofensas, las palabras envidiosas, las mentiras, la malicia de lo otros... pero dándome Tú tan buen ejemplo, quiero acordarme de Ti, ayúdame, que yo no puedo, yo soy pobre de amor e indigente de tu gracia, necesitado siempre de tu amor, cómo me cuesta olvidar las ofensas, reaccionar amando ante las envidias, las críticas injustas, ver que te excluyen y Tú... siempre olvidar y  perdonar, olvidar y amar, yo solo no puedo, Señor, porque sé muy bien por tu Eucaristía y comunión, que no puede haber jamás entre los miembros de tu cuerpo, separaciones, olvidos, rencores, pero me cuesta reaccionar, como tú, amando, perdonando, olvidando... “Esto no es comer la cena del Señor..”, por eso  estoy aquí,  comulgando contigo, porque Tú has dicho: “el que me coma vivirá por mí” y yo quiero vivir como Tú, quiero vivir tu misma vida, tus mismos sentimientos y entrega.

       “Acordaos de mí...”  El Espíritu Santo, invocado en la epíclesis de la santa Eucaristía, es el que realiza la presencia sacramental de Cristo en el pan y en el vino consagrados, como una continuación de la Encarnación del Verbo en el seno de María. Y ese mismo Espíritu, Memoria de la Iglesia, cuando estamos en la presencia del Pan que ha consagrado y sabe que el Padre soñó para morada y amistad con los hombres, como tienda de su presencia, ese mismo Espíritu que es la Intimidad del Consejo y del Amor de los Tres cuando decidieron esta presencia tan total y real en consejo trinitario, es  el mismo que nos lo recuerda ahora y abre nuestro entendimiento y, sobre todo, nuestro corazón, para que comprendamos las Escrituras y sus misterios, a Dios Padre y su proyecto de amor y salvación,  al Fuego y Pasión y Potencia de Amor Personal con que lo ideó y lo llevó y sigue llevando a efecto en un hombre divino, Jesús de Nazaret: “Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio Hijo”.

       ¡Jesús, qué grande eres, qué tesoros encierras dentro de la Hostia Santa, cómo te quiero! Ahora comprendo un poco por qué dijiste, después de realizar el misterio eucarístico:  “Acordaos de mí...”, ¡Cristo bendito! no sé cómo puede uno correr en la celebración de la Eucaristía o aburrirse cuando hay tanto que recordar y pensar y vivir y amar y quemarse y adorar y descubrir tantas y tantas cosas, tantos y tantos misterios y misterios... galerías y galerías de minas y cavernas de la infinita esencia de Dios, como dice S. Juan de la Cruz del alma que ha llegado a la oración de contemplación, en la que todo es contemplar y amar más que reflexionar o decir palabras.

       Todos sabéis, porque así lo hemos practicado muchas veces, que en la oración se empieza por rezar oraciones, reflexionar, meditar verdades y luego, avanzando, pasamos de la oración discursiva a la afectiva, en la que uno empieza más a dialogar de amor y con amor que a dialogar con razones, empieza a sentir y a vivir más del amor que de ideas y reflexiones para finalizar en las últimas etapas, sólo amando:  oración de quietud, de silencio de las potencias, de transformación en Dios: “Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el Amado, cesó todo y dejéme dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado”.

       Yo también, como Juan, quiero aprenderlo todo en la Eucaristía, en la Eucaristía reclinando mi cabeza en el corazón del Amado, de mi Cristo, sintiendo los latidos de su corazón, escuchando directamente de Él palabras de amor, las mismas de entonces y de ahora, que sigue hablándome en cada Eucaristía. Para mí liturgia y vida y oración todo es lo mismo en el fondo, la liturgia es oración y vida, y la oración es liturgia. En definitiva, ¿no es la Eucaristía también oración y plegaria eucarística? ¿No es la plegaria eucarística  lo más importante de la Eucaristía, la que realiza el misterio?

       Para comprender un poco todo lo que encierra el “acordaos de mí” necesitamos una eternidad, y sólo para empezar a comprenderlo, porque el amor de Dios no tiene fín. Por eso, y lo tengo bien estudiado, en la oración sanjuanista, cuanto más elevada es, menos se habla y más se ama, y al final, sólo se ama y se siente uno amado por el mismo Dios infinito y trinitario. Por eso el alma enamorada dirá: “Ya no guardo ganado ni ya tengo otro oficio, que solo en amar es mi ejercicio...” Se acabaron los signos y los trabajos de ritos y las apariencias del pan porque hemos llegado al corazón de la liturgia que es Cristo, que viene a nosotros, hemos llegado al corazón mismo de lo celebrado y significado, todo lo demás fueron medios para el encuentro de salvación; ¡qué infinita, qué hermosa, qué rica, qué profunda es la liturgia católica, siempre que trascendamos el rito, siempre que se rasgue el velo del templo, el velo de los signos! ¡cuántas cavernas, descubrimientos y sorpresas infinitas y continuas nos reserva! Parece que las ceremonias son normas, ritos, gestos externos, pero la verdad es que todo va preñado de presencia, amor y vida de Cristo y de Trinidad. Hasta aquí quiere mi madre la Iglesia que llegue cuando celebro los sacramentos, su liturgia, esta es la meta. Yo quisiera ayudarme de las mediaciones y amar la liturgia, como Teresa de Jesús, porque en ellas me va la vida, pero no quedar atrapado por los signos y las mediaciones o convertirlas en fin. Yo las necesito y las quiero para encontrar al Amado, su vida y salvación, la gloria de mi Dios, sin ellas sean lo único que descubra o lo más importante, sino que las estudio y las ejecuto sin que me esclavicen, para que me lleven a lo celebrado, al misterio: «y quedéme no sabiendo, toda ciencia trascendiendo».

       En cada Eucaristía, en cada comunión, en cada sagrario Cristo sigue diciéndonos:“Acordaos de mí...”, de las ilusiones que el Padre puso en mí, soy su Hijo amado, el  predilecto, no sabéis lo que me ama y las cosas y palabras que me dice con amor, en canción de Amor Personal y Eterno, me lo dicho todo y totalmente lo que es y me ama con una Palabra llena de Amor Personal al darme su paternidad y aceptar yo con el mismo Amor Personal ser su Hijo: la Filiación que con potencia infinita de amor de Espíritu Santo me comunica y engendra; con qué pasión de Padre me la entrega y con qué pasión de amor de Hijo yo la recibo, no sabéis todo lo que me dice en canciones y éxtasis de amores eternos, lo que esto significa para mí y que yo quiero comunicároslo y compartirlo como amigo con vosotros; acordaos del Fuego de mi Dios, que ha depositado en mi corazón para vosotros, su mismo Fuego y Gozo y Espíritu; “acordaos de mí”, de mi emoción, de mi ternura personal por vosotros, de mi amor vivo, vivo y real y verdadero que ahora siento por vosotros en este pan, por fuera pan, por dentro mi persona amándoos hasta el extremo, en espera silenciosa, humilde, pero quemante por vosotros, deseándoos a todos para el abrazo de amistad, para el beso personal para el que fuisteis creados y el Padre me ha dado para vosotros, tantas y tantas cosas que uno va aprendiendo luego en la Eucaristía y ante el sagrario, porque si el Espíritu Santo es la memoria del Padre y de la Iglesia, el sagrario es la memoria de Jesucristo entero y completo, desde el seno del Padre hasta Pentecostés.

       Digo yo que si esta memoria del Espíritu Santo, este recuerdo, “acordaos de mí”, no será la causa de que todos los santos de todos los tiempos y tantas y tantas personas, verdaderamente celebrantes de ahora mismo, hayan celebrado  y sigan haciéndolo despacio, recogidos, contemplando, como si ya estuvieran en la eternidad, “recordando” por el Espíritu de Cristo lo que hay dentro del pan y de la Eucaristía y de la Eucaristía y de las acciones litúrgicas tan preñadas como están de recuerdos y realidades presentes y tan hermosas del Señor, viviendo más de lo que hay dentro que de su exterioridad, cosa que nunca debe preocupar a algunos más que el contenido, que es, en definitiva, el fín y la razón de ser de las mismas.

       “Acordaos de mí”; recordando a Jesucristo, lo que dijo, lo que hace presente, lo que Él deseó ardientemente, lo que soñó de amistad con nosotros y ahora ya gozoso y consumado y resucitado, puede realizarlo con cada uno de los participantes... el abrazo y el pacto de alianza nueva y eterna de amistad que firma en cada Eucaristía, aunque le haya ofendido y olvidado hasta lo indecible, lo que te sientes amado, querido, perdonado por Él en cada Eucaristía, en cada comunión, digo yo... pregunto si esto no necesita otro ritmo o deba tenerse más en cuenta... digo yo... que si no aprovecharía más a la Iglesia y a los hombres algunos despistes de estos... Para Teresa de Jesús la liturgia era Cristo, amarla era amar a Cristo, por eso valoraba tanto los canales de su amor, que son los signos externos, que siempre, bien hechos y entendidos, ayudan, pero sin quedarnos en ellos, sino llegando hasta el «centro y culmen», la fuente que mana y corre, que es Cristo. 

5) No tengo tiempo para indicar todos los posibles caminos de diálogo, de oración, de santidad que nacen de la Eucaristía porque son innumerables: adoración, alabanza, glorificación del Padre, acción de gracias,  pero no puede faltar el sentimiento de intercesión que Jesús continúa con su presencia eucarística. Jesús se ofreció por todos y por todas nuestras necesidades y problemas y yo tengo que aprender a interceder por los hermanos en mi vida, debo pedir y ofrecer el sacrificio de Cristo y el de mi vida por todos, vivos y difuntos, por la Iglesia santa, por el Papa, los Obispos y por todas las cosas necesarias para la fe y el amor cristianos... por las necesidades de los hermanos: hambre, justicia, explotación... Ya he repetido que la Eucaristía es inagotable en su riqueza, porque es sencillamente Cristo entero y completo, viviendo y ofreciéndose por todos; por eso mismo, es la mejor ocasión que tenemos nosotros para pedir e interceder por todos y para todos, vivos y difuntos ante el Padre, que ha aceptado la entrega del Hijo Amado en el sacrificio eucarístico.

El adorador no se encierra en su intimismo individualista sino que, identificándose con Cristo, se abre a toda la Iglesia y al mundo entero: adora y da gracias como Él, intercede y repara como Él. La adoración nocturna es más que la simple devoción eucarística o simple visita u oración hecha ante el sagrario. Es un apostolado que os ha sido confiado para que oréis por toda la iglesia y por todos los hombres, con Cristo y en Cristo, ofreciendo adoración y acción de gracias, reparando y suplicando por todos los hermanos, prolongáis las actitudes de Cristo en la Eucaristía y en el sagrario.

       Un adorador eucarístico, por tanto, tiene que tener muy presentes su parroquia, los niños de primera comunión, todos los jóvenes, los matrimonios, las familias, los que sufren, los pobres de todo tipo, los deprimidos, las misiones, los enfermos, la escuela, la televisión y la prensa que tanto daño están haciendo en el pueblo cristiano, todos los medios de comunicación. Sobre todo, debemos pedir por la santidad de la Iglesia, especialmente de los sacerdotes y seminaristas, los seminarios, las vocaciones, los religiosos y religiosas, los monjes y monjas. Mientras un adorador está orando, los frutos de su oración tienen que extenderse al mundo entero. Y así a la vez que evita todo individualismo y egoísmo, evita también toda dicotomía entre oración y vida, porque vivirá la oración con las actitudes de Cristo, con las finalidades de su pasión y muerte, de su Encarnación: glorificación del Padre y salvación de los hombres. Y así, adoración e intercesión y vida se complementan.

Hay unos textos de S. Juan de Ávila, que, aunque referidos directamente a la oración de intercesión que tienen que hacer los sacerdotes por sus ovejas, las motivaciones, que expresan, valen para todos los cristianos, bautizados u ordenados, activos o contemplativos, puesto que todos debemos orar por los hermanos, máxime los adoradores nocturnos:

«...¡Válgame Dios, y qué gran negocio es oración santa y consagrar y ofrecer el cuerpo de Jesucristo! Juntas las pone la santa Iglesia, porque, para hacerse bien hechas y ser de grande valor, juntas han de andar. Conviénele orar al sacerdote, porque es medianero entre Dios y los hombres; y para que la oración no sea seca, ofrece el don que amansa la ira de Dios, que es Jesucristo Nuestro Señor, del cual se entiende <munus absconditus extinguit iras>. Y porque esta obligación que el sacerdote tiene de orar, y no como quiera, sino con mucha suavidad y olor bueno que deleite a Dios, como el incienso corporal a los hombres, está tan olvidada, immo no conocida, como si no fuese, convendrá hablar de ella un poco largo, para que así, con la lumbre de la verdad sacada de la palabra de Dios y dichos de sus santos, reciba nuestra ceguedad alguna lumbre para conocer nuestra obligación y nos provoquemos a pedir al Señor fuerzas para cumplirla»[19]

 

«Tal fue la oración de Moisés, cuando alcanzó perdón para el pueblo, y la de otros muchos; y tal conviene que sea la del sacerdote, pues es oficial de este oficio, y constituido de Dios en él» (pag. 145).

«...mediante su oración, alcanzan que la misma predicación y buenos ejercicios se hagan con fruto, y también les alcanzan bienes y evitan males por el medio de la sola oración....la cual no es tibia sino con gemidos tan entrañables, causados del Espíritu Santo tan imposibles de ser entendidos de quien no tiene experiencia de ellos, que aun los que los tienen no lo saben contar; por eso se dice que pide Él, pues tan poderosamente nos hace pedir» (Pag.147).

«Y si a todo cristiano está encomendado el ejercicio de oración, y que sea con instancia y compasión, llorando con los que lloran, ¡con cuánta más razón debe hacer esto el que tiene por propio oficio pedir limosna para los pobres, salud para los enfermos, rescate para los encarcelados, perdón para los culpados, vida para los muertos, conservación de ella para los vivos, conversión para los infieles y, en fin, que, mediante su oración y sacrificio, se aplique a los hombres el mucho bien que el Señor en la cruz les ganó!» (Pag. 149).

37ª MEDITACIÓN:

 “MIRA QUE ESTOY A LA PUERTA LLAMANDO…”: APOCALIPSIS:

LA CENA CONEL SEÑOR (Ap 3,20)

       Queridos hermanos: Hoy, festividad de todos los santos, celebramos con gozo con los que han muerto y viven ya con el Señor, y con esperanza segura y confiada para los que aún peregrinamos hacia la casa del Padre, el final feliz de nuestras vidas, que terminarán en la misma felicidad eterna de la Santísima Trinidad, de nuestro Dios, que es amor y por amor nos creo para compartir con Él su misma esencia infinita, llena de luz y de amor.

       En el Apocalipsis, San Juan escribe, al final de su vida, siete cartas a siete Iglesias para animarlas en su fe y esperanza en el Señor vivo y resucitado, que es el Cordero sin mancha sentado en el trono de Dios y que recibe el canto de los ángeles y ancianos y de todos los salvados, que nadie podía enumerar, de toda lengua y nación, como nos ha dicho la primera lectura de hoy.

       La última carta del Apocalipsis va dirigida a la Iglesia de Laodicea, hoy destruida totalmente, que se  encontraba en una colina sobre el valle del río Lyco. Era una ciudad industriosa y productora de finos colirios para los ojos; pero religiosamente era una ciudad con grandes lacras morales, como podemos ver por la misma descripción que San Juan hace de sus pecados. El Apóstol la invita al arrepentimiento, que vuelva al fervor de los años mejores. Y para ello, al final de la misma, les invita a volver a la celebración de la Eucaristía, como la recibieron de los Apóstoles. Es un texto precioso con las palabras del Señor, que habéis oído muchas veces, pero que vamos a meditar sobre él, aunque a primera vista parezca que no tiene que ver mucho con la fiesta que estamos celebrando: “Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3,20).

       En estas palabras de Jesús, que llama a la puerta, hay en primer lugar una declaración que indica su amor para aquella Iglesia y, en definitiva, para cada fiel: “Mira que estoy a la puerta y llamo”. Es un gesto exquisito de búsqueda del amor de la criatura por parte de Dios en Jesús, y, a la vez, de respeto por su libertad. El mismo San Juan nos dirá en una de sus cartas “ Dios es Amor… en esto consiste el amor no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que nos amó primero y envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados.”  La iniciativa de amor y salvación siempre es de Dios, pero el hombre tiene que abrirle por la fe y el amor su corazón, para que Dios pueda entrar dentro de nosotros. Dios no violenta la libertad del hombre. Dios no entra en el corazón del hombre si éste no le abre. Ésta imagen de llamar a la puerta nos recuerda el simbolismo del esposo y la esposa en el Cantar de los Cantares. Allí, en el Antiguo Testamento, se aplica a Dios y a Israel; ahora se aplica a Cristo y a la Iglesia. Es Dios que solicita el amor de sus criaturas, de cada uno de los hombres a los que crea por amor y para el amor eterno del cielo.

       Y esa voz que llama es la de Jesús, la del Buen Pastor, la del Redentor, la de Cristo glorioso, la del Hijo y el Verbo encarnado primero en humanidad como la nuestra y luego, en un trozo de pan, para el banquete de la Eucaristía. Hay un soneto que nos recuerda este texto del Apocalipsis que estamos comentando y que muchos aprendimos en nuestra juventud, más eucarística y religiosa que la actual:“Qué tengo yo que mi amistad procuras?.....” Expresa admirablemente esta imagen de Cristo llamando a la puerta del alma. También el cuarto evangelio alude a la voz del novio en el último testimonio del Bautista acerca de Jesús: “El que tiene a la novia es el novio; pero el amigo del novio, el que asiste y le oye, se alegra mucho con la voz del novio. Esta es, pues, mi alegría, que ha alcanzado su plenitud” (Jn 3,29).

LA RESPUESTA

       La llamada de Jesús espera una respuesta. Esta se describe en condicional: “Si alguno oye mi voz y me abre la puerta”. La respuesta comienza con el hecho de reconocer la voz de Cristo. Pero el paso decisivo es abrirle la puerta, abrir la puerta al Redentor. Esta imagen de entrar por la puerta es la que se utiliza en los años jubilares. Y este abrir la puerta de nuestro corazón a Cristo es primero por la fe, creer en Él, en su evangelio y salvación. Luego viene el amor, cumplir su voluntad, los mandamientos de Dios. Esto significa abrir la puerta de nuestra vida y existencia a Dios. Vivir teniéndolo presente, abriéndole continuamente nuestro corazón, nuestra inteligencia y voluntad. Por eso “Si alguno oye mi voz y me abre la puerta”…

LA PROMESA DE LA CENA CON EL SEÑOR

       Entonces “Entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo”.La promesa está expresada en futuro y con una fórmula de comunión: La primera parte de la promesa,“Entraré en su casa”, significa la venida de Jesús a la vida del creyente para tomar posesión de ella. Esta imagen nos recuerda algunos pasajes evangélicos: en el evangelio del último domingo, Jesús que entra en casa de Zaqueo para salvarle y es tal su alegría por recibir en su casa al Señor, que está dispuesto a quedarse pobre para enriquecerse sólo con su Amistad(Lc 19,1-10); también nos recuerda cuando Jesús entra en casa de Marta y María para hospedarse y cenar en amistad con los tres hermanos(Lc 10,38-42). Este es el sentido de la vida para un cristiano. Ha sido llamado al banquete y a la amistad con Dios en el cielo. La entrada de Jesús es la entrada del Redentor, del Dios Amor. Este deseo de Jesús de entrar en cada uno de nosotros nos recuerda la gran promesa de la Nueva Alianza, de la inhabitación de la Santísima Trinidad en el alma en gracia: “Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23). También aquí hay primero una condición, la misma del texto: hay que amar, cumplir la voluntad de Dios, vivir el evangelio: “si alguno me ama”… La promesa de venir a habitar en el creyente es sustancialmente la misma que encontramos en el Apocalipsis. Significa que Dios penetra en la vida del fiel y toma posesión de ella, como tomó posesión de la Tienda de la Presencia o del Encuentro en el Desierto y luego  del Templo de Jerusalén en el Antiguo Testamento y en el seno de la Virgen María, para empezar el Nuevo Testamento. Y ahora ya permanece con nosotros hasta el final de los tiempos en el Sagrario.

       La segunda parte de la promesa es: “Cenaré con él y él conmigo”. Compartiremos la mesa, nos sentaremos uno junto al otro, seremos amigos, confidentes, amigos. El simbolismo de la cena entraña además una nota de sosiego, de paz, de comunión de personas. La expresión “Cenaré con él y él conmigo” es una fórmula que implica una alianza de amor, que empieza en la Eucaristía y será eterna en el cielo, en los santos y santas que ya están en el banquete eterno de la amistad con Dios Trino y Uno.

DIMENSIÓN EUCARÍSTICA DEL SIMBOLISMO DE LA CENA DEL SEÑOR

       El simbolismo de la Cena con el Señor tiene un significado riquísimo que no pretendemos agotar ahora. Recordemos la dimensión de vida eterna que se expresa frecuentemente en la parábolas con la idea del banquete (Lc 14,15); que empezó ya en el A.T. con la Alianza, el pacto de amistad entre Dios y los israelitas y sellada con una comida de comunión, de amistad (Ex 24,11); en el Apocalipsis el banquete esponsal es signo del Reino de los cielos, de la amistad con Dios conseguida para toda la eternidad, la fiesta de todos los santos que hoy celebramos: “Alegrémonos y regocijémonos y démosle gloria por que han llegado las Bodas del Cordero y su Esposa se ha engalanado” (Ap 19,7). Estas bodas tienen también su banquete: “Dichosos los invitados al banquete de Bodas del Cordero” (Ap 19,9); Todos nosotros hemos sido invitados a estas bodas y nuestros santos, todos los salvados que abrieron la puerta a Cristo y por Él al Dios Uno y Trino la están celebrando. Había que meditar, rezar e invocar y pedir más la ayuda y protección de nuestros santos.

       La dimensión eucarística de éste simbolismo de la Cena con el Señor es evidente. El Nuevo Testamento habla de la Cena de Jesús como el momento de su máximo amor para con los hombres (Jn 13,1-2); Lc 22,14-15; 1 Cor 11). Por otra parte la Eucaristía es el alimento de la vida eterna simbolizada en la Cena: « Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesus». En el banquete de la Pascua y de la Nueva y Eterna Alianza que es La Eucaristía, el Señor nos invita y nosotros, «ven Señor Jesus» le invitamos a que venga en el pan eucarístico. Por eso la Eucaristía es mayor amistad e intimidad con el Señor en la tierra, porque se nos da en amor y amistad extrema, hasta dar la vida para vivir su amistad: “Nadie ama más, es decir, es más amigo, que aquel que da la vida por los amigos.

       Los discípulos de Emaús reconocen a Jesús al ponerse a cenar con ellos, al partir el pan. Es la fuerza transformadora de la Cena con el Señor: es el encuentro, la potenciación de la fe y del amor, la certeza de que Cristo está vivo y nos ama, la conversión. El contexto en que aparecen esta invitación y esta promesa en el Libro del Apocalipsis, contiene una rica descripción del proceso de la conversión hasta llegar a la comunión eucarística. Primero es escuchar la voz de Jesús en el evangelio y en la predicación de la Iglesia. Después es abrir la puerta a Cristo creyendo en él, en su divinidad y su humanidad, en su condición de Redentor. A continuación Jesús entra en la vida del creyente en un proceso de continua intimidad: “El que tiene mis mandamientos y los guarda, ese es el que me ama; y el que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él” (Jn 14,21). Esta intimidad se convierte en morada permanente del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en el corazón del creyente. La entrada de Jesús es la venida de la Trinidad a morar en el cristiano. Todo culmina en la comunión eucarística, en la Cena con el Señor. Admirablemente lo ha expresado Jesús en el Discurso Eucarístico de Cafarnaún: “El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí” (Jn 6,56-57). El cielo será la continuación de esa comunión eucarística, de esa morada divina: «Y oí una fuerte voz que decía desde el trono: Ésta es la morada de Dios con los hombres. Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su pueblo y Él, Dios-con-ellos, será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado’» (Ap 21,3-4).

38º MEDITACIÓN

 HOMILÍAS EUCARÍSTICAS

 (17 Homilias del Corpus y 19 del Jueves Santo en mi libro publicado por EDIBESA: TU CUERPO Y SANGRE, SEÑOR)

TERCERA HOMILÍA DEL CORPUS CHRISTI

QUERIDOS HERMANOS: Hoy es la fiesta del CUERPO Y  DE LA SANGRE DE CRISTO, la fiesta de su presencia amiga en medio de los hombres. El pueblo católico, en estos tiempos tan malos para la fe, va perdiendo poco a poco la clave de su identidad cristiana, que es Cristo Eucaristía. Por eso se secan tantas vidas de jóvenes y adultos bautizados, porque se alejan de la «fuente que mana y corre, aunque es de noche. Aquesta fonte está escondida, en este vivo pan por darnos vida, aunque es de noche. Aquí se está llamando a las criaturas, y de esta agua se hartan aunque a oscuras, porque es de noche» (por la fe).

Creo que en este día, en que vamos a llevar por nuestras calles y plazas a Jesucristo Eucaristía, nosotros, los católicos creyentes y convencidos, debemos exponer con claridad, con valentía y sin complejos, los motivos de nuestra fe y amor a la Eucaristía. Y si alguien nos preguntase por qué cantamos, adoramos y sacamos en procesión este pan consagrado, nosotros respondemos con toda claridad:

 

1.- PORQUE EN ESE PAN EUCARÍSTICO está el Amor del Padre que me pensó para una Eternidad de felicidad con Él, y, roto este primer proyecto por el pecado de Adán, me envió a su propio Hijo, para recuperarlo y rehacerlo, pero con hechos maravillosos que superan el primer proyecto, como es la institución de la Eucaristía, de su presencia permanente entre los hombres. Por eso, la adoramos y exponemos públicamente al “amor de los amores”: “Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”.

 

2.- PORQUE EN ESE PAN EUCARÍSTICO está el Amor del Hijo que se hizo carne por mí, para revelarme y realizar este segundo proyecto del Padre, tan maravilloso que la Liturgia Pascual casi blasfema y como si se alegrase de que el primero fuera destruido por el pecado de los hombres: «¡Oh feliz culpa, que nos mereció un tan grande Salvador!». La Eucaristía y la Encarnación de Cristo tienen muchas cosas comunes. La Eucaristía es una encarnación continua de su amor en entrega a los hombres.

 

3.- PORQUE EN ESE PAN EUCARÍSTICO está el Cuerpo, sangre, alma y Divinidad de Cristo, que sufrió y murió por mí y resucitó para que yo tuviera comunión de vida y amor eternos con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él”; “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo, el que coma de este pan, vivirá para siempre... vivirá por mí...” .

       «La Eucaristía es verdadero banquete, en el cual Cristo se ofrece como alimento. Cuando Jesús anuncia por primera vez esta comida, los oyentes se quedaron asombrados y confusos, obligando al Maestro a recalacar la verdad objetiva de sus palabras: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros» (Jn 6,53). No se trata de alimento metafórico: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida»» (Jn 6,55) (Ecclesia de Eucharistia 16).

 

4.- PORQUE EN ESE PAN EUCARÍSTICO está Jesucristo vivo, vivo y resucitado, que antes de marcharse al cielo... “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. Y en la noche de la Última Cena, cogió un poco de pan y dijo: “Esto es mi cuerpo, esta es mi sangre que se derrama por vosotros” y como Él es Dios, así se hizo y así permanece por los siglos, como pan que se reparte con amor, como sangre que se derramada en sacrificio para el perdón de nuestros pecados. «La eficacia salvífica del sacrificio se realiza cuando se comulga recibiendo el cuerpo y la sangre del Señor. De por sí, el sacrificio eucarístico se orienta a la íntima unión de nosotros, los fieles, con Cristo mediante la comunión: le recibimos a Él mismo, que se ha ofrecido por nosotros; su cuerpo, que Él ha entregado por nosotros en la Cruz; su sangre, «derramada por muchos para perdón de los pecados» (Mt 26,28). Recordemos sus palabras: «Lo mismo que  el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo pr el Padre, también  el que me coma vivirá por míj». Jesús mismo nos asegura que esta unión, que Él pone en relación con la vida trinitaria, se realiza efectivamente» (Ecclesia de Eucharistia 16).

 

5.- PORQUE EN ESTE PAN EUCARÍSTICO está el precio que yo valgo, el que Cristo ha  pagado para rescatarme; ahí está la persona que más me ha querido, que más me ha valorado, que más ha sufrido por mí, el que más ha amado a los hombres, el único que sabe lo que valemos cada uno de nosotros, porque ha pagado el precio por cada uno. Cristo es el único que sabe de verdad lo que vale el hombre,  la mayoría de los políticos, de los filósofos, de tanto pseudo-salvadores, científicos y cantamañanas televisivos no valoran al hombre, porque no lo saben ni han pagado nada por él ni se han jugado nada por él; si es mujer, vale lo que valga su físico, y si es hombre, lo que valga su cartilla, su dinero, pero ninguno de esos da la vida por mí... El hombre es más que hombre, más que esta historia y este espacio, el hombre es eternidad. Solo Dios sabe lo que vale el hombre. Porque Dios pensó e hizo al hombre, y porque lo sabe, por eso le ama y entregó a su propio Hijo para rescatarlo. ¡Cuánto valemos! Valemos el Hijo de Dios muerto y resucitado, valemos la Eucaristía.

 

6.- PORQUE «EN LA SANTÍSIMA EUCARISTÍA SE CONTIENE TODO EL BIEN ESPIRITUAL DE LA IGLESIA, A SABER, CRISTO MISMO, PASCUA Y PAN VIVO QUE DA LA VIDA A LOS HOMBRES, VIVIFICADA Y VIVIFICANTE POR EL ESPÍRITU SANTO» (PO 6) 

 

«...los otros sacramentos, así como todos los ministerios eclesiásticos y obras de apostolado, están íntimamente unidos a la Sagrada Eucaristía y a ella se ordenan». «Ninguna Comunidad cristiana se construye si no tiene su raíz y quicio en la celebración de la santísima Eucaristía, por la que debe, consiguientemente, comenzar toda educación en el espíritu de comunidad» (PO 5 y 6).

Por todo ello y mil razones más, que no caben en libros sino sólo en el corazón de Dios, los católicos verdaderos, los que creen de verdad y viven su fe, adoramos, visitamos y celebramos los misterios de nuestra fe y salvación y nos encontramos con el mismo Cristo Jesús en la Eucaristía.

Queridos hermanos, en este día del Corpus expresemos nuestra fe y nuestro amor a Jesús Eucaristía por las calles de nuestra ciudad, mientras cantamos: «adoro te devote, latens  deitas...». Te adoro devotamente, oculta divinidad, bajo los signos sencillos del pan y del vino, porque quien te contempla con fe, se extasía de amor. ¡Adorado sea el Santísimo Sacramento del Altar!

Esta presencia de Cristo no se puede experimentar y vivir con gozo desde los sentidos, sólo la fe viva y despierta por el amor nos lleva poco a poco a reconocerla y descubrirla y gozar al Señor, al Amado, bajo las especies del pan y del vino. “¡Es el Señor!” exclamó el apóstol Juan en medio de la penumbra y niebla del lago de Genesaret después de la resurrección,  mientras los otros discípulos, menos despiertos en la fe y en el amor, no lo habían descubierto. Si no se descubre su presencia y se experimenta, para lo cual no basta una fe heredada y seca sino que hay que pasar a la fe personal e  iluminada por el fuego del amor,  el sagrario se convierte en un trasto más de la iglesia y una vida eucarística pobre indica una vida cristiana y un apostolado pobre, incluso nulo. Qué vida tan distinta en un seglar, sobre todo en un sacerdote, qué apostolado tan diferente entre una catequista, una madre, una novia eucarística y otra que no ha encontrado todavía este tesoro y no tiene intimidad con el Señor.

Conversar y pasar largos ratos con Jesús Eucaristía es vital y esencial para mi vida cristiana, sacerdotal, apostólica, familiar, profesional... para ser buen hijo, buen padre, buena madre cristiana... A los pies del Santísimo, a solas con Él, con la luz de la lamparilla de la fe y del amor encendidos, aprendemos las lecciones de amor y de entrega, de humildad y paciencia que necesitamos para amar y tratar a todos y también poco a poco nos vamos encontrando con el Cristo del Tabor en el que el Padre tiene sus complacencias y nosotros, como Pedro, Santiago y Juan, algún día luminoso de nuestra fe, cuando el Padre quiera, oiremos su voz desde el cielo de nuestra alma habitada por los TRES que nos dice: “Este es mi Hijo, el amado, escuchadle”.

Venerando y amando a Jesucristo Eucaristía, no solo me encuentro con Él, me voy encontrando poco a poco también con todo el misterio de Dios, de la Santísima Trinidad que le envía por el Padre, para cumplir su proyecto de Salvación, por la fuerza y potencia amorosa del Espíritu Santo, que lo forma y  consagra en el seno de María y en el pan y en el vino, y se nos manifiesta y revela como Palabra y Verbo de Dios, que nos revela todo el misterio de Dios. Venerándole, yo doy gloria al Padre, a su proyecto de Salvación, que le ha llevado a manifestarme su amor hasta el extremo en el Hijo muy amado, Palabra pronunciada y velada y revelada para mí en el sagrario por su Amor personal que es el Espíritu Santo y al contemplarle en esos momentos de soledad y de Tabor, iluminado yo por esa Palabra pronunciada con Amor y por el Amor, el Padre no ve en mí sino al Amado en quien ha puesto todas sus complacencias.

39ª MEDITACIÓN

CUARTA HOMILÍA DEL CORPUS

Queridos hermanos y hermanas: Jesús lo había prometido:“Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”. Y San Juan nos dice en su evangelio que Jesús: “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”,   hasta el extremo de su amor y fuerzas, dando su vida por nosotros, y hasta el extremo de los tiempos, permaneciendo con nosotros para siempre en el pan consagrado de todos los sagrarios de la tierra.

Sinceramente es tanto lo que debo a esta presencia eucarística del Señor, a Jesús, confidente y amigo, en esta presencia tan maravillosa, que se ofrece, pero no se impone, tratándose de todo un Dios, que, cuando lo pienso un poco, le amo con todo mi cariño, y quiero compartir con vosotros este gozo desde la humildad, desde el reconocimiento de quien se siente agradecido, pero a la vez deudor, necesitado de su fuerza y amor.

Santa Teresa estuvo siempre muy unida a Jesucristo Eucaristía. En relación con la presencia de Jesús en el sagrario, exclama: «¡Oh eterno Padre, cómo aceptaste que tu Hijo quedase en manos tan pecadoras como las nuestras... no permitas, Señor, que sea tan mal tratado  en este sacramento. El se quedó entre nosotros de un modo tan admirable!»

Ella se extasiaba ante Cristo Eucaristía. Y lo mismo todos los santos, que en medio de las ocupaciones de la vida, tenían su mirada en el sagrario, siempre pensaban y estaban unidos a Jesús Eucaristía. Y la madre Teresa de Calcuta, tan amante de los pobres, que parece que no tiene tiempo para otra cosa, lo primero que hace y nos dice que  hagamos, para ver y socorrer a los pobres, es pasar ratos largos con Jesucristo Eucaristía. En la congregación de religiosas, fundada por ella para atender a los pobres, todas han de pasar todos los días largo rato ante el Santísimo; debe ser porque hoy Jesucristo en el sagrario es para ella el más pobre de los pobres, y desde luego, porque para ella, para poder verlo en los pobres, primero hay que verlo donde está con toda plenitud, en la Eucaristía. Y así en todos los santos. Ni uno solo que no sea eucarístico, que no haya tenido hambre de este pan, de esta presencia, de este tesoro escondido, ni uno solo que no haya sentido necesidad de oración eucarística, primero en fe seca y oscura, sin grandes sentimientos, para luego, avanzando poco a poco, llegar a tener una fe luminosa y ardiente, pasando por etapas de purificación de cuerpo y alma, hasta llegar al encuentro total del Cristo viviente y glorioso, compañero de viaje en el sacramento.

             LA EUCARISTÍA COMO MISA.

       Podemos considerar la Eucaristía como misa, como comunión y como presencia permanente de Jesucristo en la Hostia santa. De todos los modos de considerar la Eucaristía, el más importante es la Eucaristía como sacrificio, como misa, como pascua, como sacrificio de la Nueva Alianza, especialmente la Eucaristía del domingo, porque es el fundamento de toda nuestra vida de fe  y la que construye  la Iglesia de Cristo.

       Voy a citar unas palabras del Vaticano II donde se nos habla de esto: «La Iglesia, por una tradición apostólica que trae su origen del mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que es llamado con razón “día del Señor” o domingo. En este día los fieles deben reunirse a fin de que, escuchando la palabra de Dios y participando de la Eucaristía, recuerden las pasión, la resurrección y la gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios que los hizo renacer a la viva esperanza por la resurrección de Jesucristo entre los muertos (1Pe 1,3). Por esto, el domingo es la fiesta primordial que debe presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles...» (SC 106).

Por este texto y otros,  que podíamos citar, podemos afirmar que, sin Eucaristía dominical, no hay cristianismo, no hay Iglesia de Cristo, no hay parroquia. Porque Cristo es el fundamento de nuestra fe y salvación,  mediante el sacrificio redentor, que se hace presente en  la Eucaristía; por eso, toda Eucaristía, especialmente la dominical, es Cristo haciendo presente entre nosotros su pasión, muerte y resurrección, que nos salvó y nos sigue salvando, toda su vida, todo su misterio redentor. Sin domingo, Cristo no ha resucitado y, si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe y no tenemos salvación, dice San Pablo.

 Sin Eucaristía del domingo, no hay verdadera fe cristiana, no hay Iglesia de Cristo. No vale decir «yo soy cristiano pero no practicante». O vas a Eucaristía los domingos o eso que tú llamas cristianismo es pura invención de los hombres, pura incoherencia, religión inventada a la medida de nuestra comodidad y falta de fe; no es eso lo que Cristo quiso para sus seguidores e hizo y celebró con sus Apóstoles y ellos continuaron luego haciendo y celebrando. La Eucaristía del domingo es el centro de toda la vida parroquial.

Sobre la puerta del Cenáculo de San Pedro, hace ya más de treinta años, puse este letrero: Ninguna comunidad cristiana se construye, si no tiene como raíz y quicio la celebración de la Santísima Eucaristía». Este texto del Concilio nos dice que la Eucaristía es la que construye la parroquia, es el centro de toda su vida y apostolado, el corazón de la parroquia. La Iglesia, por una tradición que viene desde los Apóstoles, pero que empezó con el Señor resucitado, que se apareció y celebró la Eucaristía con los Apóstoles en el mismo día que resucitó, continuó celebrando cada ocho días el misterio de la salvación  presencializándolo por la Eucaristía. Luego, los Apóstoles, después de la Ascensión, continuaron haciendo lo mismo. 

Por eso, el domingo se convirtió en  la fiesta principal de los creyentes. Aunque algunos puedan pensar, sobre todo, porque es cada ocho días, que el domingo es menos importante que otras fiestas del Señor, por ejemplo, la Navidad, la Ascensión, el Viernes o Jueves Santo, la verdad es que si Cristo no hubiera resucitado, esas fiestas no existirían. Y eso es precisamente lo que celebramos cada domingo: la muerte y resurrección de Cristo, que se convierten en nuestra Salvación.

En este día del Señor resucitado, en el domingo, Jesús nos invita a la Eucaristía, a la santa misa, que es nuestra también, a ofrecernos con Él a la Santísima Trinidad, que concibió y realizó este proyecto tan maravilloso de su Encarnación, muerte y resurrección para llevarnos a su misma vida trinitaria. En el ofertorio nos ofrecemos y somos ofrecidos con el pan y el vino; por las palabras de la consagración, nosotros también quedamos consagrados como el pan y el vino ofrecidos, y ya no somos nosotros, ya no nos pertenecemos, y al no pertenecernos y estar consagrados con Cristo para la gloria del Padre y la salvación de los hombres, porque voluntariamente hemos querido correr la suerte de Cristo, cuando salimos de la Iglesia, tenemos que vivir como Cristo para glorificar a la Santísima Trinidad, cumplir su voluntad  y salvar a los hermanos, haciendo las obras de Cristo: “Mi comida es hacer la voluntad de mi Padre”;El que me come vivirá por mí”; ”Como el Padre me ha amado, así os he amado yo: permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor” (Jn15,9). 

En la consagración, obrada por la fuerza del Espíritu Santo, también nosotros nos convertimos por Él, con Él y en Él, en “alabanza de su gloria”, en alabanza y buena fama para Dios, como Cristo fue alabanza de gloria para la Santísima Trinidad y nosotros hemos de esforzarnos también con Él por serlo, como buenos hijos que deben ser la gloria de sus padres y no la deshonra. En la Comunión nos hace partícipes de sus mismos sentimientos y actitudes y para esto le envió el Padre al mundo, para que vivamos por El: “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios mandó al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él” (1Jn 4,8). Esta es la razón de su venida al mundo; el Padre quiere hacernos a todos hijos en el Hijo y que vivir así amados por Él en el Amado. Y eso es vivir y celebrar y participar en la Eucaristía, la santa Eucaristía, el sacrificio de Cristo. Es un misterio de amor y de adoración y de alabanza y de salvación, de intercesión y súplica con Cristo a la Santísima Trinidad. Y esto es el Cristianismo, la religión cristiana: intentar vivir como Cristo para gloria de Dios y salvación de los hombres.

 La Eucaristía dominical  parroquial renueva todos los domingos este pacto, esta alianza, este compromiso con Dios por Cristo, porque es Cristo resucitado y glorioso, quien, en aparición pascual, se presenta entre nosotros y nos construye como Iglesia suya y nos consagra juntamente con el pan y el vino para hacernos partícipes de sus sentimientos y actitudes de ofrenda al Padre y salvación de los hermanos y hacernos ya ciudadanos de la nueva Jerusalén, que está salvada y participa de los bienes futuros anticipándolos, encontrándonos así por la Eucaristía con el Cristo glorioso, llegados al último día y proclamando con su venida eucarística la llegada de los bienes escatológicos, es decir, definitivos: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, VEN, SEÑOR , JESÚS».

Queridos amigos, ningún domingo sin  Eucaristía. Este es mi ruego, mi consejo y exhortación por la importancia que tiene en nuestra vida espiritual. Es que mis amigos no van, es que he dejado de ir hace ya mucho tiempo, no importa, tú vuelve y la Eucaristía te salvará, el Señor te lo premiará con vitalidad de fe y vida cristiana. Los que abandonan la Eucaristía del domingo, pronto no saben de qué va Cristo, la salvación, el cristianismo, la Iglesia... El domingo es el día más importante del cristianismo y el corazón del domingo es la Eucaristía, la Eucaristía, sobre todo, si participas comulgando. Más de una vez hago referencia a unos versos que reflejan un poco esta espiritualidad.

Frente a tu altar, Señor, emocionado

veo hacia el cielo el cáliz levantar.

Frente a tu altar, Señor, anonadado

he visto el pan y el vino consagrar.

Frente a tu altar, Señor, humildemente

ha bajado hasta mi tu eternidad.

Frente a tu altar, Señor, he comprendido

el milagro constante de tu amor.

¡Querer Tu que mi barro esté contigo

haciendo templo a quien te ha ofendido!

¡Llorando estoy frente a tu altar, Señor!

(Tantos abandonos, tantos pecados, tantas faltas de fe y amor ante un Dios que tanto me quiere, llorando estoy frente a tu altar, Señor)

QUINTA HOMILÍA DEL CORPUS

LA EUCARISTÍA COMOCOMUNIÓN

Queridos hermanos: Las primeras palabras de la institución de la Eucaristía, así como todo el discurso sobre el pan de vida, en el capítulo sexto de San Juan, versan sobre la Eucaristía como alimento, como comida. Lógicamente esto es posible porque el Señor está en el pan consagrado. Pero su primera intención, sus primeras palabras al consagrar el pan y el vino es para que sean nuestro alimento:”Tomad y comed... tomad y bebed...”; “Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida... el que no come mi carne... si no coméis mi carne no tendréis vida en vosotros...” Por eso, en esta fiesta del Cuerpo y de la Sangre del Señor, vamos a hablar de este deseo de Cristo de ser comido de amor y con fe por todos nosotros.

La plenitud del fruto de la Eucaristía viene a nosotros sacramentalmente por la Comunión eucarística. La Eucaristía como Comunión es el momento de mayor unión sacramental con el Señor, es el sacramento más lleno de Cristo que recibimos en la tierra, porque no recibimos una gracia sino al autor de todas las gracias y dones, no recibimos agua abundante sino la misma fuente de agua viva que salta hasta la vida eterna. Por la comunión realizamos la mayor unión posible en este mundo con Cristo y sus dones, y juntamente con Él y por Él, con el Padre y el Espíritu Santo. Por la comunión eucarística la Iglesia consolida también su unidad como Iglesia y cuerpo de Cristo: «Ninguna comunidad cristiana se  construye si no tiene como raíz y quicio la celebración de la sagrada Eucaristía» (PO 6).

Por eso, volvería a repetir aquí todas las mismas exhortaciones que dije en relación con no dejar la santa Eucaristía del domingo. Comulgad, comulgad, sintáis o no sintáis, porque el Señor está ahí, y hay que pasar por esas etapas de sequedad, que entran dentro de sus planes, para que nos acostumbremos a recibir su amistad, no por egoísmo, porque siento más o menos, porque me lo paso mejor o pero, sino principalmente por Él, porque Él es el Señor y yo soy una simple criatura, y tengo necesidad de alimentarme de Él, de tener sus mismos sentimientos y actitudes, de obedecer y buscar su voluntad y sus deseos  más que los míos, porque si no, nunca entraré en el camino de la conversión y de la amistad sincera con Él. A Dios tengo que buscarlo siempre porque Él es lo absoluto, lo primero, yo soy simple invitado, pero infinitamente elevado hasta Él por pura gratuidad, por pura benevolencia.

 Dios es siempre Dios. Yo soy simple criatura, debo recibirlo con suma humildad y devoción, porque esto es reconocerlo como mi Salvador y Señor, esto es creer en Él, esperar de Él. Luego vendrán otros sentimientos. Es que no me dice nada la comunión, es que lo hago por  rutina, tú comulga con las debidas condiciones y ya pasará toda esa sequedad, ya verás cómo algún día notarás su presencia, su cercanía, su amor, su dulzura.     

 Los santos, todos los verdaderamente santos, pasaron a veces  años y años en noche oscura de entendimiento, memoria y voluntad,  sin sentir nada, en purificación de la fe, esperanza y caridad, hasta que el Señor los vació de tanto yo y pasiones personales que tenían dentro y poco a poco pudo luego entrar en sus corazones y llegar a una unión grande con ellos. Lo importante de la religión no es sentir o no sentir, sino vivir y esforzarse por cumplir la voluntad de Dios en todo y para eso comulgo, para recibir fuerzas y estímulos, la comunión te ayudará a superar todas las pruebas, todos los pecados, todas las sequedades. La sequedad, el cansancio, si no es debido a mis pecados, no pasa nada. El Señor viene para ayudarnos en la luchas contra los pecados veniales consentidos, que son la causa principal de nuestras sequedades.

Sin conversión de nuestros pecados no hay amistad con el Dios de la pureza, de la humildad, del amor extremo a Dios y a los hombres. Por eso, la noche, la cruz y la pasión, la muerte total del yo, del pecado, que se esconde en los mil repliegues de nuestra existencia, hay que pasarlas antes de llegar a la transformación y la unión perfecta con Dios.

Cuando comulgamos, hacemos el mayor acto de fe en Dios y en todo su misterio, en su doctrina, en su evangelio; manifestamos y demostramos que creemos todo el evangelio, todo el misterio de Cristo, todo lo que  ha dicho y ha hecho, creemos que Él es Dios, que hace y realiza lo que dice y promete, que se ha encarnado por nosotros, que murió y resucitó, que está en el pan consagrado y por eso, comulgo.

 Cuando comulgamos, hacemos el mayor acto de amor a quien dijo “Tomad y Comed, esto es mi Cuerpo”, porque acogemos su entrega y su amistad, damos adoración y alabanza a su cuerpo entregado como don, y esperamos en Él como prenda de la gloria futura. Creemos y recibimos su misterio de fe y de amor:“Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida... Si no coméis mi carne no tendréis vida en vosotros...”. Le ofrecemos nuestra fe y comulgamos con sus palabras.

Cuando comulgamos, hacemos el mayor acto de esperanza, porque deseamos que se cumplan en nosotros sus promesas y por eso comulgamos, creemos y esperamos en sus palabras y en su persona:“Yo soy el pan de vida, el que coma de este pan, vivirá eternamente... si no coméis mi carne, no tenéis vida en vosotros...”. Señor, nosotros queremos tener tu vida, tu misma vida, tus mismos deseos y actitudes, tu mismo amor al Padre y a los hombres, tu misma entrega al proyecto del Padre... queremos ser humildes y sencillos como Tú, queremos imitarte en todo y vivir tu misma vida, pero yo solo no puedo, necesito de tu ayuda, de tu gracia, de tu pan de cada día, que alimenta estos sentimientos. Para los que no comulgan o no lo hacen con las debidas disposiciones, sería bueno meditasen este soneto de Lope de Vega, donde Cristo llama insistentemente a la puerta de nuestro corazón, a veces sin recibir  respuesta:

¿Qué tengo yo que mi amistad procuras,

qué interés se te sigue, Jesús mío,

que a mi puerta cubierto de rocío

pasas las noches del invierno oscuras?

¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,

pues no te abrí! ¡qué extraño desvarío,

si de mi ingratitud el hielo frío

secó las llagas de tus plantas puras!

¡Cuántas veces el ángel me decía:

<Alma, asómate ahora a la ventana

verás con cuánto amor llamar porfía¡>

¡Y cuántas, hermosura soberana,

<mañana le abriremos>, respondía,

para lo mismo responder mañana!

¿Habrá alguno de vosotros que responda así a Jesús? ¿Habrá corazones tan duros entre vosotros y vosotras, hermanos creyentes de esta parroquia? Que todos abramos las puertas de nuestro corazón a Cristo, que no le hagamos esperar más. Todos llenos del mismo  deseo, del mismo amor de Cristo; así hay que hacer Iglesia, parroquia, familia. Cómo cambiarían los pueblos, la juventud, los matrimonios, los hijos, si todos comulgáramos al mismo Cristo, el mismo evangelio, la misma fe. Cuando comulguéis, podéis decirle: Señor, acabo de recibirte, te tengo en mi persona, en mi alma, en mi vida, en mi corazón, que tu comunión llegue a todos los rincones de mi carácter, de mi cuerpo, de mi lengua y sentidos, que todo mi ser y existir viva unido a Ti, que no se rompa por nada esta unión, qué alegría tenerte conmigo, tengo el cielo en la tierra porque el mismo Jesucristo vivo y resucitado que sacia a los bienaventurados en el cielo, ha venido a mí ahora; porque el cielo es Dios, eres Tú, Dios mío, y Tú estás dentro de mí. Tráeme del cielo tu resurrección, que al encuentro contigo todo en mí resucite, sea vida nueva, no la mía, sino la tuya, la vida nueva de gracia que me has conseguido en la misa; Señor, que esté bien despierto en mi fe, en mi amor, en mi esperanza; cúrame, fortaléceme, ayúdame y si he de sufrir y purificarme de mis defectos, que sienta que tú estás conmigo.

¡Eucaristía divina! ¡Cómo te deseo! ¡Cómo te necesito! ¡Cómo te busco! ¡Con qué hambre de tu presencia camino por la vida! Te añoro más cada día, me gustaría morirme de estos deseos que siento y que no son míos, porque yo no los sé fabricar ni  todo esto que siento. ¡Qué nostalgia de mi Dios cada día! Necesito comerte ya, porque si no moriré de ansias del pan de vida. Necesito comerte ya para amarte y sentirme amado. Quiero comer para ser comido y asimilado por el Dios vivo. Quiero vivir mi vida siempre en comunión contigo.

SEXTA HOMILÍA DEL CORPUS

Queridos hermanos: Estamos en la festividad del Corpus y la mejor manera de celebrar este día es mirar con amor a Cristo en su presencia eucarística, desde donde nos está expresando su amor, entregándonos su salvación y dándose permanentemente en amistad a todos los hombres. El se quedó con todo su amor; nosotros, al menos hoy, debemos corresponder a tanto amor, adorándole, venerándole, mirándole  agradecidos en su entrega hasta el extremo.

          LA EUCARISTÍA COMO PRESENCIA

Cuando celebramos la Eucaristía, después de haber comulgado, el pan consagrado se guarda en el sagrario para la comunión de los enfermos y para la veneración de los fieles. Allí permanece el Señor vivo y resucitado en Eucaristía perfecta, es decir, no estáticamente, como si fuera un cuadro, una imagen, sino vivo, dinámico, ofreciendo al Padre su vida por nosotros, intercediendo por todos, dando su vida por los hombres. Es un misterio, un sacramento permanente de amor y salvación. Pablo VI en su encíclica Mysterium fidei nos dice: «Durante el día, los fieles no omitan la visita al Santísimo Sacramento... La visita es prueba de gratitud, signo de amor y deber de adoración a Cristo Nuestro Señor, allí presente».

Cada uno de nosotros puede decirle al Señor: Señor, sé que estás ahí, en el sagrario. Sé que me amas, me miras, me proteges y me esperas todos los días. Lo sé, aunque a veces viva olvidando esta verdad y me porte como tú no mereces ni yo debiera. Quisiera sentir más tu presencia y ser atrapado por este ardiente deseo, que se llama Jesús Eucaristía, porque  cuando se tiene, ya no se cura.

Quiero saber, Señor, por qué me buscas así, por qué te humillas tanto, por qué vienes en mi busca haciéndote un poco de pan, una cosa, humillándote más que en la Encarnación, en  que te hiciste hombre. Tú que eres Dios y todo lo puedes ¿por qué te has quedado aquí en el sagrario? ¿Qué  puedo yo darte que tú no tengas?

Y Jesús nos dice a todos algo que no podemos comprender bien en la tierra sino que tenemos que esperar al cielo para saberlo: Lo tengo todo menos tu amor, si tú no me lo das. Y sin ti no puedo ser feliz. Vine a buscarte y quiero encontrarte para vivir una amistad eterna que empieza en el tiempo. Y es que debemos de valer mucho para el Padre, por lo mucho que nos ama y ha sufrido por nosotros el Hijo. Nosotros no nos valoramos todo lo que valemos. Solo Dios sabe lo que vale el hombre para El: “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero y envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados” (1Jn 4,3).

Entonces, Señor, si yo valgo tanto para Ti, más que lo que yo me valoro y valoro a mis hermanos, ayúdame a descubrirlo y a vivir sólo para Ti, que tanto me quieres, que me quieres desde siempre y para siempre, porque Tú me pensaste desde toda la eternidad. Quiero desde ahora escucharte en visitas hechas a tu casa, quiero contarte mis cosas, mis dudas, mis problemas, que ya los sabes, pero que quieres escucharlos nuevamente de mí, quiero estar contigo, ayúdame a creer más en Ti, a quererte más y esperar  y buscar más tu amistad:

Estáte, Señor, conmigo, siempre, sin jamás partirte,                      

y, cuando decidas irte,

llévame, Señor, contigo,

porque el pensar que te irás,

me causa un terrible miedo,

de si yo sin ti me quedo,

de si tú sin mí te vas.

Llévame en tu compañía,

donde tu vayas, Jesús,

porque bien sé que eres tú

la vida del alma mía;

si tu vida no me das,

yo sé que vivir no puedo,

ni si yo sin ti me quedo,

ni si tú sin mí te vas.

Las puertas del sagrario son para muchas almas las puertas del cielo y de la eternidad ya en la tierra, las puertas de la esperanza abiertas; el sagrario para la parroquia y para todos los creyentes es “la fuente que mana y corre”, aunque no lo veamos con los ojos de la carne, porque la Eucaristía supera la razón, sino por la fe, que todo lo ve y nos lo comunica; el sagrario es el maná escondido ofrecido en comida siempre, mañana y noche, es la tienda de la presencia de Dios entre los hombres. Siempre está el Señor, bien despierto, intercediendo y continuando la Eucaristía por nosotros ante el altar de la tierra y el altar del Padre en el cielo. Por eso no me gusta que el sagrario esté muy separado del altar y tampoco me importaría si está sobre un altar en que ordinariamente no se ofrece la misa. El sagrario para la parroquia es su corazón, desde donde extiende y comunica la sangre de la vida divina a todos los feligreses y al mundo entero. Lo dice Cristo, el evangelio, la Iglesia, los santos, la experiencia de los siglos y de los místicos...

Así los expresa San Juan de la Cruz:

Qué bien sé yo la fuente que mana y corre,

aunque es de noche.

Aquesta fonte está escondida,

en esta pan por darnos vida,aunque es de noche.                                                   

Aquí se está llamando a las criaturas,

y de este agua se hartan aunque a oscuras,

porque es de noche.

Aquesta eterna fonte que deseo,

en este pan de vida yo la veo,

 aunque es de noche.

(Es por la fe, que es oscura al entendimiento)

Para San Juan de la Cruz, como para todos los que quieran adentrarse en el misterio de Dios, tiene que ser a oscuras de todo lo humano, que es limitado para entender y captar al Dios infinito.  Por eso hay que ir hacia Dios  «toda ciencia trascendiendo», para meterse en el Ser y el Amor del Ser y del Amor Infinito que todo lo supera. Para las almas que llegan a estas alturas, sólo hay una realidad superior a estos ratos de oración silenciosa y contemplativa ante el sagrario: la Eternidad en el Dios Trinitario, la visión cara a cara de la Santísima Trinidad en su esencia infinita, en el éxtasis trinitario y eterno, hasta donde es posible a la pura criatura.

Por eso, aunque nosotros no lo comprendamos, muchas de estas almas desean de verdad morir para ir a Dios, porque los bienes de esta vida no les dicen  nada. Es lo más lógico y fácil de comprender: «Vivo sin vivir en mí y de tal manera espero, que muero porque no muero. Sácame de aquesta vida, mi Dios y dáme la muerte, no me tengas impedida en este lazo tan fuerte, mira que peno por verte y mi mal es ta entero, que muero porque no muero». Solo desean el encuentro total con Cristo, a quien han llegado a descubrir en la Eucaristía y ya no quieren otra compañía. Nosotros, si tuviéramos estas vivencias, también lo desearíamos. Es cuestión de amor. Si subiéramos hasta esas cumbres, nos quemaríamos también.

Para eso hay que purificarse mucho, en el silencio, sin testigos ni excusas ni explicaciones, renunciando a nuestra soberbia, envidia, ira, lujuria..., sólo deseando al Señor y cumplir su voluntad. Hay que dejar que el Señor desde el sagrario nos vaya diciendo y quitando nuestros pecados, sin echarnos para atrás. “Los limpios de corazón verán a Dios”. Sentirse amado es la felicidad humana. Sentirse amado por Dios es la felicidad suprema, que desborda la capacidad del hombre limitado.

Queridos hermanos y hermanas: Jesús lo había prometido:“Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”. Y San Juan nos dice en su evangelio que Jesús: “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo...” hasta el extremo de su amor y fuerzas, dando su vida por nosotros, y hasta el extremo de los tiempos, permaneciendo con nosotros en el pan consagrado de todos los sagrarios de la tierra.

Las almas de Eucaristía, las almas de sagrario, las almas despiertas de fe y amor a Cristo son felices, aún en medio de pruebas y sufrimientos en la tierra, porque su corazón ya no es suyo, ya no es propiedad humana, se lo ha robado Dios y ya no saben vivir sin El: «¿Por qué, pues has llagado aqueste corazón, no lo sanaste? Y, pues me lo has robado, ¿por qué así lo dejaste y no tomas el robo que robaste?» (C.9)

¡Señor, ya que me has robado el corazón, el amor y la vida, pues llévame ya contigo!

40ª MEDITACIÓN

QUINTA HOMILÍA

INTRODUCCIÓN

       Todos sabemos, por clásica, la definición de Santa Teresa sobre oración: «No es otra cosa oración mental, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (V 8,5). Parece como si la santa hubiera hecho esta descripción mirando al sagrario, porque allí es donde está más presente el que nos ama: Jesucristo vivo, vivo y resucitado. De esta forma, Jesucristo presente en el sagrario, se convierte en el mejor maestro de oración, y el sagrario,  en la mejor escuela.

Tratando muchas veces a solas de amistad con Jesucristo Eucaristía, casi sin darnos cuenta nosotros, «el que nos ama» nos invita a seguirle y vivir su misma vida eucarística, silenciosa,  humilde, entregada a todos por amor extremo, dándose pero sin  imponerse ... Y es así cómo la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de santidad, de unión y vivencia de los sentimientos y actitudes de Cristo.

Esto me parece que es la santidad cristiana. De esta forma,  la escuela de amistad pasa a ser escuela de santidad. Finalmente y  como consecuencia lógica, esta  vivencia de Cristo Eucaristía, trasplantada a nosotros por la unión de amor  y la experiencia, se convierte o nos transforma en llamas de amor viva y apostólica: la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de apostolado.

Pues bien, de esto se trata en este libro; este libro quiere ser una ayuda para recorrer este camino de encuentro con Jesucristo Eucaristía en  trato de amistad, pero de forma directa y vivencial, de tú a tú, a pecho descubierto, sin trampas ni literaturas. No quiere ser un libro teórico sobre Eucaristía, oración, santidad, sacerdocio, apostolado, bautizados.... Quiere ser libro de vida, quiere ser un itinerario de  encuentro personal con Jesucristo Eucaristía y el título podía haber sido también   EUCARÍSTICAS (VIVENCIAS), porque  es el nombre, que, hace más de cuarenta años,  puse en la primera página de un cuaderno de pastas grises y folios a cuadritos. Me lo llevaba siempre a la iglesia, en los primeros años de mi sacerdocio, porque así me lo habían enseñado --contemplata aliis tradere-- para anotar las ideas,  que Jesús Eucaristía me inspiraba. Más bien eran vivencias, sentimientos, fuegos y llamaradas de corazón, que yo traducía luego en ideas para predicar mis homilías. De aquí el nombre que puse a mi primer libro: EUCARÍSTICAS (VIVENCIAS).

Hay otro título, que,  en razón de la materia y del método empleados, me hubiera gustado también poner al presente libro: LA PRESENCIA EUCARÍSTICA, PRESENCIA DE AMISTAD Y SALVACIÓN PERMANENTEMENTE OFRECIDAS. Reflejaría perfectamente las intenciones de Cristo en este sacramento, que el autor ha tratado de exponer. No olvidemos que el Verbo de Dios se hizo carne, y luego una cosa, un poco de pan, por amor extremo al Padre, cumpliendo su voluntad, y por los hombres, para salvarlos. Su presencia eucarística perpetúa y prolonga su encarnación salvadora, con amor extremado, hasta el fín de los tiempos, en amistad y salvación permanentemente ofrecidas a todos los hombres. Desde su presencia en la eucaristía, sigue diciéndonos a todos, de palabra y de obra: “Vosotros sois mis amigos”, “me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”, “ya no os llamo siervos, porque todo lo que he oído a mi Padre, os lo he dado a conocer”, “yo doy la vida por mis amigos”,”Nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos”.

Esta amistad salvadora para con nosotros ha sido el motivo principal de su Encarnación y de la Eucaristía, que es una encarnación continuada. Y esto es lo que busca siempre en cada misa y comunión y desde cualquier sagrario de la tierra: salvarnos desde la cercanía de una amistad recíproca. Y esto es también lo que pretendo recordar en este libro: que Jesucristo está vivo, vivo y resucitado en la eucaristía y busca nuestra amistad, no porque Él necesite de nosotros, -- Él es Dios, ¿qué le puede dar el hombre que El no tenga?--, sino porque nosotros necesitamos de El, para realizar el proyecto maravilloso de eternidad, que la Santísima Trinidad tiene  sobre cada uno de nosotros y por el cual existimos.

Ya no podemos renunciar a este proyecto, porque si existimos, ya no dejaremos de existir; los que tenemos la dicha de vivir, ya no moriremos, somos eternidad, aquí nadie  muere ya, somos eternidad iniciada en el tiempo para fundirse en la misma eternidad de Dios Trino y Uno. De aquí la gravedad de los abortos y demás y de equivocarse, porque nos equivocamos para siempre, para siempre, para siempre. Es que somos eternos. Mi vida es más que esta vida, el hombre es más que hombre, es un misterio, que sólo Dios Trino y Uno conoce, porque nos ha creado a su imagen y semejanza y todo esto nos lo ha revelado por la Palabra hecha carne. Dios entrando dentro de sí mismo y viendose tan lleno de vida y de amor, creó a otros seres para hacerlos partícipes de su misma dicha. 

“En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios... Todas las cosas fueron hechas por El y sin El no se hizo nada de cuanto se ha hecho” (Jn 1,1-3), pero no sólo este mundo, sino la misma realidad divina, porque al contemplarse el Padre a sí mismo, en su mismo serse por sí mismo y verse tan lleno de vida, de amor, de felicidad, de hermosura,  «de túneles y cavernas insospechadas», de paisajes y felicidad y fuego de las relaciones divinas del volcán divino en eterna erupción de su esencia, se vio plenamente en su Idea y la pronunció en Palabra llena de amor para sí y se amó con fuego de su mismo Espíritu y luego la pronunció para nosotros, llena de amor en la misma Idea, Imagen y Palabra con la que se dice plenamente a Sí mismo y se dice lo grande e infinito que se es por sí mismo en gozo de amor de Espíritu Santo, y que luego la dice y la canta llena de ese mismo amor para nosotros, para toda la humanidad,  en su misma Idea y Palabra con la que se dice a sí mismo en canción eterna de amor.

¡Qué grande es ser hombre! ¡Qué suerte, qué predilección de Dios el existir, qué grandeza!  “En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres”. Ahora comprendo la Eucaristía, ahora comprendo lo que vale cada hombre, no he sido yo, ha sido Dios quien ha puesto el precio y qué alto: toda la sangre y la vida de Cristo; la Eucaristía es el precio que yo valgo, el proyecto y el amor que Dios tiene al hombre, el amor de Cristo a los suyos, todos los hombres, con amor extremo, hasta dar la vida, en obediencia total al Padre... Por eso, meditando todo esto, con qué amor voy a celebrar la eucaristía, con qué hambre y sed la voy a comer, con qué ternura y piedad y cuidado la voy a tocar y  venerar en cada sagrario de la tierra.

Esta amistad, como todas, tiene un itinerario, unas etapas, unas exigencias, una correspondencia, un abrazo y una fusión de amor y de unión total. Con toda  humildad y verdad  esto es lo que principalmente he querido describir, en la medida de mis conocimientos y experiencias sacerdotales de almas, seminaristas, grupos de oración ...etc, en este libro.

Supuesto el fundamento bíblico-teológico-dogmático, sobre lo que hay mucho escrito y bueno, yo he querido más bien hablar de Jesucristo Eucaristía en línea de experiencia de amistad particular con El, sentida y vivida por medio de la oración eucarística, personal y litúrgica, porque es lo que me interesa y necesitamos todos,  el mundo y la Iglesia. ¿Para qué quiero tener un doctorado en Teología, incluso en Cristología, si no tengo experiencia de Él, si no sentimos  su presencia y su amor, que nos demuestren que Cristo verdaderamente existe y es verdad, si no siento dentro de mí su misma vida y sentimientos, viviendo así en plenitud nuestra fe y cristianismo, nuestro injerto bautismal, nuestro sacerdocio, nuestro compromiso y misión,  nuestro  presente y eternidad?

Este camino tiene sus particularidades y singularidades; la mayor de todas, tal vez, es que se trata de un amigo, que está invisible para los ojos de la carne, lo cual, para un primerizo, es una gran dificultad, pero si se deja guiar por otros, que ya hayan hecho el recorrido, resulta más fácil caminar en esta no visibilidad de la persona amada, en la oscuridad de la fe, único camino para encontrarnos con El, porque la fe es la luz de Dios, es como un rayo del sol,  dirá infinidad de veces S. Juan de la Cruz, que supera nuestro entendimiento y facultades, y si le miramos de frente, directamente, nos ciega, por la abundancia y exceso de luz.    

Para la oración eucarística, como para todo camino, es bueno tener guías, que hayan hecho este recorrido verdaderamente, no sólo teóricamente, y que nos vayan orientando, especialmente en etapas de oscuridad de la fe y de la esperanza en el desierto de la vida, que necesariamente tenemos que atravesar  hasta llegar a la amistad total, a la tierra prometida;  en fín,  se trata de recorrer un camino verdadero, no meramente imaginativo, sino de fe y de vida, recorrido ya por mucha gente cristiana, desde los primeros tiempos, desde la misma presencia de Cristo en Palestina. Por eso, lo primero de todo será la fe, fe eucarística; lo será siempre, pero, sobre todo, en los comienzos de esta amistad; esta fe hay que pedirla y cultivarla mucho, hay que pasar de una fe heredada, como todos hemos recibido, a una fe personal, que nos lleve a la experiencia del misterio eucarístico.

De todo esto hablo en el presente libro. Unido a la fe, va el amor, la oración, la conversión... Estos tres verbos ORAR-AMAR-CONVERTIRSE tienen para mí casi el mismo significado y se conjugan igual y el orden tampoco altera el producto, pero siempre en línea de experiencia de Cristo vivo, vivo y resucitado, principalmente, en relación con su Presencia Eucarística, dejando aparte la espiritualidad de la Eucaristía como misa y comunión, de las cuales hablaré más ampliamente en otro libro, en el que ya trabajo y cuyo título podía ser: CELEBRAR Y VIVIR LA EUCARISTÍA “EN ESPÍRITU Y VERDAD”.

Quisiera añadir que muchas de las páginas del presente libro  fueron escritas  mirando al sagrario. Me gustaría que, si fuera posible, así también fueran leídas o meditadas: a los pies del Maestro, como María en Betania. Es que tengo la impresión de que ahí radica toda su fuerza. Este libro quiere ser una sencilla ayuda para el encuentro con Jesucristo Eucaristía. Si os sirven para esto, (adorado sea el santísimo sacramento del altar!

Recuerdo como si fuera hoy mismo la primera «Eucarística» vivencia, que escribí junto al sagrario de mi primer destino apostólico:

«Señor, Tú sabías que serían muchos los que no creerían  en Ti, Tú sabías que muchos no te seguirían ni te amarían en este sacramento, Tú sabías que muchos no tendrían hambre  de tu pan ni de tu amor ni de tu presencia eucarística, Tú sabías que el sagrario sería un trasto más de la Iglesia, al que se le ponen flores y se le adorna algunos días de fiesta... Tú lo sabías todo... y, sin embargo, te quedaste;  te quedaste para siempre en el pan consagrado, como amor inmolado por todos, como comida de amor para todos,  como presencia de  amistad ofrecida  a tus sacerdotes, a tus seguidores, a todos los hombres... Gracias, Señor, qué bueno eres , cuánto nos amas... verdaderamente nos amaste hasta el extremo, hasta el extremo de tus fuerzas y amor, hasta el extremo del tiempo, del olvido y de todo.

Muchas veces te digo: Señor, si Tú sabías de nuestras rutinas y faltas de amor, de  nuestros abandonos y faltas de correspondencia y, a pesar de todo, te quedaste, entonces, Señor, no mereces compasión..., porque tu lo sabías, Tú lo sabías todo....y, sin embargo,  te quedaste... Qué emoción siento, Señor, al contemplarte en cada sagrario, siempre con el mismo amor, la misma entrega....eso sí que es amar hasta el extremo de todo y del todo. Qué bueno eres, cuánto nos quieres, Tú sí que amas de verdad, nosotros no entendemos de las locuras de tu amor, nosotros somos más calculadores,  nosotros somos limitados en todo.

Señor, por qué me amas tanto, por qué me buscas tanto, por que te humillas tanto, por que te rebajas tanto... hasta hacerte no solo hombre sino una cosa, un poco de pan por mí.... Señor, pero qué puedo darte yo que Tú no tengas....qué puede darte el hombre.... Si Tú eres Dios, si Tú lo tienes todo... no me entra en la cabeza, no encuentro respuesta, no lo comprendo, Señor, sólo hay una explicación: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”.

Nos amaste hasta el extremo, cuando en el seno de la Santísima Trinidad te ofreciste al Padre por nosotros: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad” y la cumpliste   en la Ultima Cena, anticipando tu pasión y muerte por nosotros, cuando temblando de emoción, con el pan en las manos, te entregaste en sacrificio y comida y presencia permanente por todos:  “Tomad y comed, esto es mi cuerpo... Tomad y bebed, esta es mi sangre...”.

En tu corazón eucarístico está vivo ahora y presente todo este amor, toda esta entrega, toda esta emoción, Bla he sentido muchas veces,B  la ofrenda de tu vida al Padre y a los hombres, que te llevó a la Encarnación, a la pasión, muerte y resurrección, para que todos tuviéramos la vida nueva del resucitado y entrar así con El  en el círculo del amor trinitario del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.... y también para que nunca dudásemos de la verdad de tu amor y de tu entrega. Gracias, gracias, gracias, Señor... Átame, átanos para siempre a tu amor, a tu Eucaristía, a la sombra de tu sagrario, para que comprendamos y correspondamos a la locura de tu amor».  

SEXTA HOMILÍA

LA ORACIÓN ANTEEL SAGRARIO, ESCUELA DE VIDA

(El periódico ALFA Y OMEGA escribjá así: El sacerdote don Gonzalo Aparicio contagia, al hablar, su celo por la Eucaristía. Los ratos libres que le deja su actividad en la parroquia de San Pedro, en Plasencia, le han permitido escribir el libro La Eucaristía, la mejor escuela de oración, santidad y apostolado. A continuación reproducimós, por su interés, un extracto del libro)

Ahora tenemos muchas escuelas y universidades; incluso en las parroquias tenemos muchas clases de Biblia, de teología, de liturgia..., pero nuestros padres y nuestras madres no tuvieron más escuela que el sagrario, y punto. Allí lo aprendieron todo para ser buenos cristianos. Allí escucharon — y seguimos escuchando nosotros también - a Jesis, que nos dice: “Sígueme; amaos los unos a los otros como y os he amado; no podéis servir a dos señores, no podéis servir a Dios y al dinero; venid, y os haré pescadores de hombres; vosotros sois mis amigos; no tengáis miedo, yo he vencido al mundo; sin mi no podéis hacer nada; yo soy la vid vosotros los sarmientos; el sarmiento no puede llevar fruto si no está unido a la vid”. Y qué ocurre cuando yo escucho del Señor estas paiabrás? Pues que, si no aguanto estas enseñanzas, estas exigencias, este diálógo peronál con El - porque me cuesta, porque no quiero convertirme, porque no quieró rénunciar a mis bienes-, me marcho para que no pueda echarme en cara mi falta de fe en El, mi falta de generosidad en seguirle, para que no señale con el dedo mis defectos..., y así estaré distanciado con respecto a su presencia eucarística durante toda ini vida, con las consiguientes consecuencias negativas que esto llevará consigo. Podré incluso tratar de legitimar mi actitud diciendo que Cristo está en muchos sitios: en la Palabra, en los hermanos..., que es muy cómodo quedarse en la iglesia, que más apostolado y menos quedarse de• brazos cruzados; peró, en el fondo, lo que pasa es que no aguantamos su presencia, que me señala mis defectos y me invita a seguirle: “Si alguno quiere ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga.

MEDIOCRIDAD, NO

Me pregunto cómo podré yo entusiasmar a la gente con Cristo, predicar que el Señor es Dios, el Bien absoluto y primero de la vida, por el cual hay que venderlo todo..., si yo mismo no lo practico ni sé como se hace. Creo que esta es la causa principal de la pobreza espiritual de los cristianos, y de que muchas partes importantes del evangelio no se conozcan ni se prediquen. Si el Señor empieza a exigirme en la oración, en el diálogo eucarístico con El, y yo no quiero convertirme, poco a poco me iré alejando de ese trato de amistad para no escucharle, aunque las formas externas las guardaré toda la vida; es decir, seguiré comulgando, rezando, haciendo otras cosas, incluso más llamativas, también en mi apostolado, pero he afirmado mi mediocridad cristiana, sacerdotal y apostólica. Al alejarme cada día más del sagrario, me alejo a la vez de la oración, y aunque Jesús me está llamando a voces todos los días - porque me quiere ayudar -, terminaré por no oírle, y todo se convertirá en pura rutina. Esto es más claro que el agua:

Si Cristo en persona me aburre en la oración, ¿cómo podré entusiasmar a los demás con El? No sabría qué apostolado hacer por El, cómo contagiar deseos de El, cómo enseñar a los demás el camino de la oración, cómo podré ser guía para los hermanos en este camino de encuentro con El. Naturalmente, hablaré de encuentro y amistad con Cristo, de organigramas y apostolados, pero lo haré teóricamente, como lo hacen otros muchos en laIglesia. Esta es la causa de que no toda actividad ni apostolado, tanto de seglares como de sacerdotes, sea verdadero apostolado, para el cual hay que estar unido a Cristo como los sarmientos a la vid única y verdadera, para poder dar fruto. A veces este canal, que tiene que llevar al cuerpo de la Iglesia el agua que salta hasta la vida eterna, o la arteria, que debe llevar la sangre desde el corazón de Cristo hasta las partes más necesitadas del cuerpo místico están tan obstruidos por las imperfecciones, que apenas podemos llevar unas gotas para regar las partes del cuerpó afectadas por parálisis espiritual. Así que zonas de la Iglesia, de arriba y de abajo. sig.1en negras e infartadas, sin vida espiritual, ni amor ni servicio verdaderos a Dios y a los hermanos. Porque mal está que el canal obstruido sea un seglar, un catequista o una madre — con la necesidad que tenemos de madres cristianas -, pero lo grave y dañino es que esto nos suceda a los sacerdo.es. Menos mal que la gran mayoría de la Iglesia esta unida a la vid, que es Cristo Eucaristía, y tiene limpio el canal. Aquí, en Cristo Eucaristía, es donde está la frente que man.i y corre, aunque es de noche * es decir, por la fe vivencial — como nos dice san Juan de la Cruz. Pero, por favor, no pongamos la eficacia apostólica, la fuerza de la acción evangelizadora y misionera en los organigramas o programas, donde - como nos ha dicho el Papa en la Carta apostólica “Novo Millennio Ineunte” ya está todo dicho. Volvamos a la Verdad, a la raíz de todo apostolado y vida cristiana: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos: todo sarmiento que no esté unido a la vid, no puede darfruto “(Palabras de. Jesús en el Evangelio)

Cara a cara con Cristo

Por eso, este encuentro eucarístico, la oración personal, este cara a cara personal y directa con Cristo es fundamental para nuestra vida espiritual. La Eucaristía como presencia tiene unos matices que nos descubren la realidad de ñuestra relación con Cristo. Porque en la Eucaristía tenernos la asamblea, los cantos, las lecturas, respondemos y nos damos la paz, nos siida tios, escucharnos al sacerdote..., pero, con tanto movimiento, a veces salimos de la iglesia sin haber escuchado a Cristo, sin haberle saludado personalmente.Sin embargo, cí la oración personal, ante el sagrario, no hay intermediarios ni distracciones; se trata de un diálogo a pecho descubierto, un tú a tú con Jesús que me habla, me enfervoriza y, tal vez, silo cree necesario, me echa en cara mi mediocridad, mi falta de entrega y me dice: No estoy de acuerdo con esto, corrige esta forma de actuar... Y, claro, allí, solos ante él, no hay escapatoria de cantos o respuestas; cada uno es el que tiene que dar la respuesta personal, no la litúrgica y oficial. Por eso, si no estoy dispuesto a cambiar, si no aguanto este trato directo con Cristo y dejo la visita diaria, ¿cómo buscarle en otras presencias cuando allí esti más plena y realmente presente?

Si aguanto el cara a cara, cayendo y levantándome todos los días - aunque tarde años -, encontraré en su presencia eucarística luz, fuerza, ánimo, compañía,consuelo y gozo, que nada ni nadie podrán quitarme; y quemará de amor verdadero y seguimiento de Cristo allí donde trabaje y me encuentre; lo contagiaré todo de amor y sentimiento hacia El, llegaré a la unión afectiva y efectiva, oracional y apostólica, con El. Esto se llama santidad, y para esto está la Eucaristía, porque la oración es el alma de todo apostolado, TÍtulaba un libro de mi juventud.

FOLLETO DE LA ADORACIÓN EUCARÍSTICA

GONZALO APARICIO SÁNCHEZ

Custodía de la Parroquia de San Pedro, Plasencia, en la que el Señor es adorado todos los días, de 7 a 12,30 del medidía, hora de santa misa.

(Publico aquí este folleto ordenado y completo por si alguno quiere publicarlo para su parroquia o darlo en algún retiro, aunque sus meditaciones ya están expuestas en otras páginas de este mismo libro, pero aquí está ordenado y completo).

LA ADORACIÓN EUCARÍSTICA

INTRODUCCIÓN  

Muy queridos hermanos sacerdotes, adoradores y adoradoras nocturnas, amigas y amigos todos, en Jesucristo Eucaristía: Recibí hace días una llamada telefónica desde Navalmoral, reconocí enseguida a David que me decía: vamos a tener una reunión de los consiliarios de Adoración Nocturna, nos gustaría que nos hablaras de la Eucaristía, y podía ser, ya que estamos finalizando el año paulino: San Pablo y la Eucaristía, está aquí Galayo, ahora se pone, y Galayo se puso y me dijo lo mismo, pero añadió que al tratarse de Adoradores Nocturnos era mejor que tratase sólo el tema de la Adoración Eucarística, porque no había tiempo para tanto; así que de San Pablo hablaré tres minutos, porque me interesa sólo decir una cosa que hemos de aprender de él y de la que he oído poco o casi nada en este año paulino que termina: que Pablo, todo Pablo, todo lo que fue e hizo, su vida y apostolado y gozo permanente en medio de luchas y noches, se lo debe a su unión total con Cristo por la oración, oración mística transformativa que le dio la experiencia de lo que hacía y decía y le hizo exclamar: “ para mí la vida es Cristo...Ya no soy yo, es Cristo quien vive en mí... no quiero saber más que de mi Cristo y éste crucificado...”. Me gustaría que lo leyerais   en las primeras páginas de mi libro sobre San Pablo, segunda edición.

Pues bien, aquí estoy, con sumo gozo. Porque para mí, como para todos vosotros,  es gozo grande  hablar, meditar, animarnos y renovarnos en nuestra fe y amor eucarísticos, especialmente en esas horas nocturnas o diurnas de adoración, alabanza y amistad con Jesucristo Eucaristía.

El hecho de estar con el Señor Sacramentado, de buscarle y hablarle durante tantas noches y años y años, sólo ya con vuestra constancia, vosotros, adoradores y adoradoras nocturnas, le estáis diciendo: Jesucristo, Eucaristía divina, cuánto te deseamos, cómo te buscamos, con qué hambre de ti caminamos por la vida, qué nostalgia de mi Dios todo el día y noche: Jesucristo Eucaristía, nosotros queremos verte, para tener la luz del camino, la verdad y la vida; nosotros queremos comulgarte para tener tu misma vida, tus mismos sentimientos, tu mismo amor; queremos que todos te conozcan y te amen,  y en tu entrega eucarística, queremos hacernos contigo sacerdote y víctima agradable al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida. Queremos entrar así en el misterio de nuestro Dios Trino y Uno por la potencia de amor del Espíritu Santo.

Trataremos, en primer lugar, de explicar un poco qué es la Adoración Eucarística, qué verdades o contenidos teológicos encierra: Teología de la Adoración Eucarística; luego en la segunda parte, veremos cómo propagarla: Pastoral de la Adoración Eucarística; para terminar, en la tercera parte, explicando cómo practicarla y vivirla,  que es la mejor forma de propagarla y el mejor apostolado para llegar las almas a Cristo: Espiritualidad de la Adoración Eucarística.

Pero antes de nada, antes de pasar a la primera parte, dos palabras del Catecismo de la Iglesia Católica sobre lo que es adoración:

2096 La adoración es el primer acto de la virtud de la religión. Adorar a Dios es reconocerle como Dios, como Creador y Salvador, Señor y Dueño de todo lo que existe, como Amor infinito y misericordioso. “Adorarás al Señor tu Dios y sólo a él darás culto” (Lc 4, 8), dice Jesús citando el Deuteronomio (6, 13).

2097 Adorar a Dios es reconocer, con respeto y sumisión absolutos, la “nada de la criatura”, que sólo existe por Dios. Adorar a Dios es alabarlo, exaltarle y humillarse a sí mismo, como hace María en el Magníficat, confesando con gratitud que El ha hecho grandes cosas y que su nombre es santo (cf Lc 1, 46-49). La adoración del Dios único libera al hombre del repliegue sobre sí mismo, de la esclavitud del pecado y de la idolatría del mundo.

PRIMERA PARTE

TEOLOGÍA BÍBLICA DE LA ADORACIÓN EUCARÍSTICA

Para tratar de la Adoración Eucarística, primero hay que tratar de la Eucaristía, como misa, que le hace presente «porque ninguna comunidad se construye si no tiene como raíz y quicio la celebración de la Santísima Eucaristía... porque la Santísima Eucaristía es centro y culmen de toda la vida de la Iglesia...»Vaticano II. Nosotros adoramos al Pan consagrado y adoramos y pasamos ratos de amistad con el Cristo vivo, vivo y resucitado de nuestros Sagrarios porque previamente Él ha celebrado la Pascua con nosotros por mediación del ministro sacerdotal que hace presente a Cristo presencializando todo su misterio de Salvación; y una vez terminada la celebración de la Eucaristía, el sacerdote lleva al Sagrario a este Cristo en este estado de Sacerdote y Víctima de oblación por nosotros para que puedan comulgarlo y participar de sus sentimientos nuestros enfermos y para que todos los creyente podamos hablar y estar con El, siempre que queramos y lo necesitemos; se queda en el sagrario con nosotros hasta el final de los tiempos y de sus fuerzas y de su amor, dándolo todo en amistad permanentemente ofrecida a todos los hombres.

Por eso, en esta reflexión eucarística no vamos a empezar adorándolo primero y luego celebrando la Eucaristía, como hacíamos en la Adoración Nocturna de nuestros primeros años de Seminario,  sino que para comprender todo el misterio de la  Adoración Eucarística, para saber quien es el Cristo que adoramos, por qué se quedó en el pan consagrado y qué vida, sentimientos y amores conserva en esa presencia de amor, vamos a hablar en primer lugar muy brevemente de la Eucaristía como misa, como Pascua, como Alianza, para comprender y adorar con más plenitud a Cristo Eucaristía como presencia permanente de este amor extremo, de esta Pascua celebrada permanentemente y de su pacto de Alianza nueva y eterna realizada y realizándose en el pan entregado y en la sangre derramada por nosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados.

1.1. PASCUA JUDIA. Para comprender el misterio eucarístico y todo lo que encierra de Pascua y Alianza, como de maná y agua viva brotando de la roca en la travesía del desierto,  tenemos que empezar mirando el Antiguo Testamento.  Sobre esto hablaba largamente yo en un artículo publicado el año 2000 sobre la Eucaristía, del Instituto Teológico del Seminario. Ahora solo quiero telegráficamente hacer unas afirmaciones breves, imprescindibles para comprender un poco este misterio, sin detenerme en explicarlo, porque todos vosotros lo sabéis, igual que yo, y lo único que pretendo es recordar con vosotros que:

-- Si queremos explicar la Eucaristía con la Biblia, hemos de comenzar por la comprensión de la pascua hebrea en la cual encuentra su raíz, contexto y profecía. Ya lo dijo Galbiati (L'Eucaristia nella Biblia,Milano 1969) afirmando que uno de los motivos de las dificultades y superficial entendimiento de este misterio radica en el desconocimiento del AT. Y esto lo decimos conscientes al mismo tiempo de que la Eucaristía sobrepasa de modo radical e insospechado las perspectivas mismas del Antiguo Testamento, ya que muchas de sus profecías y figuras no encuentran plenitud de sentido sino en ella misma.

-- Recordemos, pues el A.T. Vayamos al Éxodo: La pascua hebrea, como acontecimiento histórico, comprende la noche de la cena del cordero y la salida de la esclavitud de Egipto, el paso por el Mar Rojo, la Alianza en la falda del Monte Sinaí, el banquete sacrificial, la sangre derramada del sacrificio...la travesía del desierto, el agua viva brotando de la roca, el maná...

-- Desde el N.T descubrimos el sentido del sacrificio del cordero, que es Cristo; cordero  sin defectos... con cuya sangre ungían las puertas para liberarse del ángel exterminador; en esa sangre hemos sido nosotros redimidos en la Pascua cristiana; luego viene la travesía del mar Rojo y del desierto, travesía por Cristo de la esclavitud del pecado a la tierra prometida de la amistad con Dios, la nueva Alianza y pacto de amor, el desierto de la fe, el agua y el maná para atravesar ese desierto: “Yo soy el agua viva, vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron, yo soy el pan de vida...”. El éxodo es el evangelio del AT., la buena noticia de un Dios que ha salvado a su pueblo y lo seguirá salvando en el futuro. Fijaos si hay aquí materia para meditar, para contemplar, para adorar, para predicar...

-- La Pascuahebrea, como acontecimiento histórico, era celebraba como memorial, todos los años, por los judíos como signo de identidad y pertenencia al pueblo de Dios y así era explicado por el anciano ante la pregunta del más pequeño de los comensales y así lo hizo el Señor, el Jueves Santo, como memorial de la Nueva Alianza y la Nueva Pascua.

-- Esta intervención salvífica de Dios, que, como sabemos constituye el primer credo de Israel (Dt 26,5-9), va ligada en el relato a la celebración de un sacrificio-banquete: "Este será un memorial entre vosotros y lo celebraréis como fiesta en honor de Yahvé de generación en generación". Este ritual está descrito dos veces en el libro del Éxodo: en Ex 12,1-14 como orden dada por Dios a Moisés y en 12,21-27 como orden transmitida por Moisés.

-- Los Padres de la Iglesia se preguntaban qué sangre tan preciosa veía el Padre Dios en los dinteles de las puertas de los judíos para mandar a su ángel no castigarlos. Y respondían: Veía la sangre de Cristo, veía la Eucaristía (Melitón de Sardes, Homilía de Pascua, siglo II).

1.2. LA EUCARISTÍA COMO MEMORIAL: Toda la liturgia, especialmente la Eucarística, no es un mero recuerdo de la Última Cena, sino que es memorial, que hace presente en sacramento--misterio toda la vida de Cristo, a Cristo entero y completo, especialmente su pasión, muerte y resurrección, “de una vez para siempre”, como nos dice San Pablo en la carta a los Hebreos,   superando los límites de espacio y tiempo, porque el hecho ya está eternizado, es siempre el mismo, en presente eterno y total y permanente en la presencia del cordero degollado ante el trono del Padre.

       Es como si en cada misa, Cristo, El Señor, especialmente en la consagración del pan y del vino, cortara con unas tijeras divinas, no solo el hecho evocado sino toda su vida hecha ofrenda agradable y satisfactoria al Padre. Es que cada vez que un sacerdote pronuncia las palabras de la consagración, mejor dicho, hace de ministro sacerdotal porque el único sacerdote es Cristo haciendo presente toda su vida que fue ofrenda al Padre por la salvación de los hombre desde su Encarnación hasta Ascensión al Cielo, haciéndola así contemporánea a los testigos presentes, los adoradores o fieles,  es Cristo quien por el ministerio sacerdotal de los presbíteros consagra y presencializa toda su vida, palabra, pasión y muerte y resurrección, dando así la oportunidad a los hombres de todos los tiempos de ser testigos y beneficiarios del su misterio salvador, de su persona, de su amor, de su intimidad, de rozarlo y tocarlo...

 Así que muchas veces le digo a nuestro Cristo cuando consagra su pan de vida: Cristo bendito, este pan tiene aroma de Pascua, olor y sabor del pan de tus manos en el Jueves santo, ya eternizado y hecho memorial, siento tus manos temblorosas, tu emoción y sentimientos que estás haciendo presentes, que me estrechan para decirme: tus pecados están perdonados, y los de mi pueblo y estrechamos la mano y la siento, haciendo un pacto eterno de perdón y alianza eterna de amistad como Moisés en el Monte Sinaí, como en los tratos de nuestra gente, de nuestros padres en tiempos pasados.

Siento vivo, como si se acabara de dármelo, su abrazo, el reclinar de Juan sobre su pecho, amigo adorado, con aroma y perfume de Pascua. Oigo a Cristo que nos dice al consagrar: os amo, doy mi vida por vosotros... y vuelvo a escuchar la despedida y oración sacerdotal completa de la Última Cena.

Queridos amigos,  la irreversibilidad de las cosas temporales queda superada por el poder de Dios, que es en sí eternidad encarnada en el tiempo. La misa no es mero recuerdo, es memorial que hace presente todo el misterio. Aquel que es para siempre la Palabra, la biblioteca inagotable del Padre y de la Iglesia, su archivo inviolable  condensó toda su vida en los signos y palabras de la Eucaristía: es su suma teológica. Para leer este libro eucarístico que es único, no basta la razón, hace falta el amor que haga comunión de sentimientos con el que dijo: "acordaos de mí," de mi emoción por todos vosotros, de mis deseos de entrega, de mis ansias de salvación, de mis manos temblorosas...

Sin esta comunión personal de sentimientos con Cristo, el libro eucarístico llega muy empobrecido al lector. No hay liturgia verdadera, irrupción de Dios en el tiempo para tocar, salvar y transformar al hombre. Este libro hay que comerlo para comprenderlo, como Ezequiel:"Hijo de hombre, come lo que se te ofrece; come este rollo y ve luego a hablar a la casa de Israel. Yo abrí mi boca y él me hizo comer el rollo y me dijo: "Hijo de hombre aliméntate y sáciate de este rollo que yo te doy." Lo comí y fue en mi boca dulce como miel" (Ez.3, 1-3).

Los que tienen esta experiencia, los que no sólo creen sino que viven y sienten lo que creen y celebran en este misterio, los testigos, los sarmientos totalmente unidos a la vid, que debemos ser todos, los místicos, san Juan de la Cruz nos dirá que para conocer a Dios y sus misterios el mejor camino es la oración, y la oración es amor más que razón y teología, porque ésta no puede abarcarle, pero por  el amor me uno al objeto amado y me pongo en contacto con él y me fundo en una sola realidad en llamas con el. Esto es la liturgia, o tenía que ser, no correr de acá para allá, pura exterioridad sin entrar en el corazón de los signos y encontrarse con Cristo resucitado y glorioso que ha irrumpido en el tiempo para estar con nosotros, para celebrar con nosotros sus misterios, para salvarnos y ser nuestro camino, verdad   y vida de amigo.

Todo esto los místicos lo experimentan por el amor, pero todos hemos sido llamados a la mística, a la santidad, a la unión vital de los sarmientos con Cristo vid de vida, a sentir este amor, todos estamos llamados a la experiencia de la Eucaristía, a vivir lo que celebramos, eso es ser sanctus, unión total del sarmiento con la vid hasta sentir cómo la savia corre a través de nosotros a los racimos de nuestras parroquias. Para eso se quedó Cristo en el pan: “Vosotros sois mis amigos”, a vosotros no os llamo siervos, porque un siervo no sabe lo que hace su Señor, a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que me ha dado mi Padre, os lo he dado a conocer”.

       A Cristo, como a los sacramentos o el evangelio, no se les  comprenden hasta que no se viven. Este será siempre el trabajo de la Iglesia y de cada creyente, que se convierte en problema para todo seguidor y discípulo de Cristo, sea cura, fraile o monja o bautizado, al necesitar permanentemente la conversión, la transformación de su vida en Cristo, en el Cristo que contemplamos y adoramos y comulgamos, y esto supone siempre cruz, sufrimiento de una vida que quiere ser suya, humillaciones soportadas en amor, segundos puestos, envidias perdonadas y reaccionar siempre ante las críticas o incomprensiones perdonando, amando por Cristo que va morando y viviendo cada día más su misma vida en nosotros.

       A mí me gustaría que se hablase más de estas realidades esenciales de nuestra fe en Cristo en nuestras reuniones, charlas, predicaciones, formación permanente. Aunque resulte duro y antipático escucharlas porque resulta mucho más vivirlas. Y al vivir más estos sentimientos de Cristo en mí, voy teniendo cada día más vivencia y experiencia de su persona y amor como realidad y no solo como idea o teología. Y me convierto en explorador de la tierra prometida, y voy subiendo con esfuerzo por el monte Tabor hasta verle transfigurado y poder decir con total verdad y convencimiento y vivencia: qué bien se está aquí adorando, contemplando a mi Cristo, Verbo de Dios y Hermosura del Padre y Amigo y Redentor de los hombres.

1.3. El mejor camino para encontrar a Cristo Eucaristía es la oración, hablar con Él: «Que no es otra cosa oración... tratando muchas veces a solas...» Hasta aquí hay que llegar desde la fe heredada para hacerla personal; ya no creo por lo que otros me han dicho y enseñado, aunque sean mis padres, los catequistas, lo teólogos, sino por lo que yo he visto y palpado; hasta aquí hay que llegar desde un conocimiento puramente teórico, como el de todos, que no es vivo y directo y personal; por eso los primeros pasos de la oración, la oración meditativa, reflexiva, coger el evangelio y meditarlo, es costoso, me distraigo hasta que empieza escuchar directamente al Señor en oración afectiva, donde sin pensar mucho directamente hablo con Él, mejor, El empieza a decirme lo que tengo que corregir para ser seguidor suyo y ya hay encuentro personal, trato de amistad con el que me ama, para luego avanzando en la oración afectiva, durante años y según la generosidad de las almas, llego a la contemplativa, que muchos no llegamos, en la que ya no necesito libros para amarle y hablarle, es más, me aburren. Ya los abandono para toda mi vida como medio para encontrarme con Él. Vamos este es el camino que he visto en algunos feligreses míos. Me gustaría que fueran más.

       Por eso, si Cristo me aburre, si no he llegado a la oración afectiva, al diálogo y encuentro personal de hablarle de tú a tu, en lugar de Oh Señor, Oh Dios, si no he pasado de la oración heredada, de lo que me han dicho de Él a la oración personal, a lo que yo voy descubriendo y amando...si el sagrario no me dice nada o poco, cómo voy a entusiasmar a mi gente con Él, cómo voy a enseñar el camino del encuentro, cómo voy a enseñar a descubrirlo y adorarlo, si a mi personalmente  me aburre y no me ven pasar ratos junto a Él, cómo puedo conducirlos hasta Él, cómo decir que ahí está Dios, el Señor y Creador y Salvador del mundo, el principio y fin de todo cuanto existe y paso junto a Él como si el Sagrario estuviera vacío,  y después de la misa, o antes, hablo y me porto en la Iglesia como si Él no estuviera allí.

       El Cristo del Evangelio, que vino en nuestra búsqueda, está tan deseoso de nuestra amistad y a veces tan abandonado en algunos sagrarios, tan deseoso de encuentro de amistad, que se entrega por nada: por un simple gesto, por una mirada de amor. Y así empieza una amistad que no terminará ya  nunca, es eterna. Cómo me gustaría que se hablase más de este camino, de la oración propiamente eucarística, mira que los últimos papas y documentos hablan con entusiasmo hasta la saciedad de este dirigir las almas a Dios por la oración-conversión eucarística.

       Muchas acciones, y más acciones y dinámicas en nuestros apostolados, pero no todas las acciones son apostolado si no las hacemos con el Espíritu de Cristo. Muchas acciones a veces, pero pocas llegan hasta Cristo, hasta su persona, se quedan en zonas intermedias. Hablamos mucho de verdades y poco de personas divinas, término de todo apostolado. Sin embargo, en la adoración eucarística están juntos el camino y el término de toda nuestra actividad apostólica: adoración y Eucaristía; llevar las almas a Dios era la definición antes del sacerdocio y apostolado sacerdotal.

       Y orar es hablar con Cristo. Por eso, S. Teresa, S. Juan de la Cruz, madre Teresa de Calcuta, cualquiera que hace oración sabe que todo el negocio está no en pensar mucho sino en amar mucho. La oración es cuestión de amar, de querer amar más a Dios. Este camino hasta la experiencia de lo que creemos o celebramos  es la mística. Conocer y amar a Cristo, no por contemplación de ideas o teologías sino por vivencia, por sentirme realmente habitado por Él: “Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a Él y viviremos en Él”.  Y entonces se van acabando las dudas, y las noches, hasta desear sufrir por Cristo como Pablo: “Estoy crucificado, vivo yo, pero no soy yo es Cristo quien vive en mí”; esta es la única razón de la adoración, de la comunión y de la misa;  esta será siempre la razón de ser de la Iglesia, de los sacramentos, de nuestro ser y existir como bautizados o sacerdotes, sobre todo como adoradores eucarísticos, llegar a ser testigo de lo que creemos, de lo que celebramos, lo he repetido muchas veces. Nos lo están repitiendo continuamente los Papas y la mayor parte de los documentos de la Iglesia: qué cantidad de ellos insistiendo continuamente en la Adoración Eucarística.

       Cómo puedo yo, Gonzalo, aunque sea sacerdote,  cómo yo adorador o adoradora nocturna, cómo voy entusiasmar a mi gente con Cristo Eucaristía si a mí personalmente me aburre y no me ven junto a El todos los días. La gente dirá: Si eso fuera verdad, se comería el Sagrario. Tengo que tener cuidado en no convertirme en un profesional de la Eucaristía, que la predico o trato como si fuera una cosa o un sistema filosófico de verdades, puramente teórico, pero no Cristo en persona, a quien hablo, trato y me tiene enamorado y seducido porque lo siento y lo vivo. 

1.4. Orar, amar y convertirse dicen lo mismo y se conjugan igual.

Para eso, sólo conozco un camino, un único camino, y estoy tan convencido de ello, que algunas veces le digo al Señor, quítame la gracia, humíllame, quítame hasta la fe, pero jamás me quites la oración-conversión, el encuentro diario contigo en el amor, porque aunque esté en el éxtasis, si dejo la oración-conversión, terminaré en el llano de la mediocridad y caeré en el cumplo y miento, en lo puramente profesional y me faltará el entusiasmo y el convencimiento de mi Cristo vivo y resucitado.

       Pero aunque esté en pecado o con fe muerta, si hago oración-conversión, dejaré el pecado, la mediocridad y por la oración, sobre todo eucarística, llegaré a sentirlo vivo y presente en mi corazón. Realmente  todo se debo a la oración, a mi encuentro diario con Cristo Eucaristía, en gracia o en pecado, en noches de fe o en resplandores de Tabor.

Y este camino de la oración, como he dicho, tiene tres nombres, que se conjugan igual, y da lo mismo el orden en que se pongan: amar, orar y convertirse; quiero amar, quiero orar y convertirme; me canso de orar, me he cansado de amar y convertirme; quiero convertirme, quiero amar y estar con el Señor. Y así es cómo ve voy vaciando de mí y llenando de Él, de su vida y sentimientos y amor a los demás y siento así su gozo y perfume y aliento y abrazo y perdón hasta decirle  estáte, Señor, conmigo, siempre sin jamás partirte y cuando decidas irte, llévame, Señor, contigo, porque el pensar que te irás me causa un terrible miedo... y si lo siento muy vivo... puedo hasta decirle: que muero porque no muero. No lo considero nada extraordinario.

Esto es para todos, todos hemos sido llamados a esta unión de amistad, a la santidad, a la unión vital y total con Cristo. Pero vamos a ver, hermanos, ¿Cristo está vivo no está, está en el pan consagrado o no está...? En mi parroquia tengo almas contemplativas y místicas, que han llegado a estas vivencias. Pero siempre por la conversión de su vida en la de Cristo.  

Amar, orar y convertirse es el único camino. Preguntárselo a los santos de todos los tiempos. Y nos hay excepciones. Luego se dedicarían a los pobres o a los ricos, a la vida activa o contemplativa, serán obispos o simples bautizado, pero el camino único para todos será la oración-conversión, la oración-vida: que no es otra cosa... ¡Cuánto me gustaría que se hablase más de todo esto! “El que quiera ser discípulo mío, niéguese a sí mismo... no podéis servir a dos señores... convertíos y creed el evangelio”.

La conversión es imprescindible para entrar en el reino de Dios, en la amistad con la Trinidad. La no conversión, el cansarnos de poner la cruz en nuestros sentidos, mente, corazón, porque cuesta, el terminar abandonando la conversión permanente que debe durar toda la vida porque tenemos el pecado original metido en nosotros es la causa de la falta de santidad en nuestras vidas, y lógicamente, de la falta de experiencia de lo que creemos y celebramos, porque nuestro yo le impide a Cristo entrar dentro de nosotros.

Por eso nos estancamos en la vida de unión con Dios y abandonamos la oración verdadera, que lleva a vivir en Cristo; y así la oración tanto personal como litúrgica no es encuentro con Cristo sino con nosotros mismos, puro subjetivismo, donde nos encontramos solos y por eso no nos dice nada y nos aburrimos.

1.5. POR ESO, LA EUCARISTÍA ES LA MEJOR ESCUELA DE ORACIÓN, SANTIDAD Y APOSTOLADO. Precisamente este es el título del primer libro que escribí sobre la Eucaristía. En la introducción decía: Todos  sabemos, por clásica, la definición de Santa Teresa sobre oración: «No es otra cosa oración mental, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (V 8,5). Parece como si la santa hubiera hecho esta descripción mirando al sagrario, porque allí es donde está más presente el que nos ama: Jesucristo vivo, vivo y resucitado. De esta forma, Jesucristo presente en el sagrario, se convierte en el mejor maestro de oración, y el sagrario,  en la mejor escuela.

Tratando muchas veces a solas de amistad con Jesucristo Eucaristía, casi sin darnos cuenta nosotros, «el que nos ama» nos invita a seguirle y vivir su misma vida eucarística, silenciosa,  humilde, entregada a todos por amor extremo, dándose pero sin  imponerse... Y es así cómo la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de santidad, de unión y vivencia de los sentimientos y actitudes de Cristo.

Esto me parece que es la santidad cristiana. De esta forma,  la escuela de amistad pasa a ser escuela de santidad. Finalmente y  como consecuencia lógica, esta  vivencia de Cristo Eucaristía, trasplantada a nosotros por la unión de amor  y la experiencia, se convierte o nos transforma en llamas de amor viva y apostólica: la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de apostolado.

La Eucaristíano es una tesis teológica, es una persona, una persona viva, es Cristo en persona, es el Verbo, la Hermosura del Padre, Palabra de su Amor que el Padre canta y pronuncia al Hijo en canción eterna de amor cuyo eco llega a la tierra en carne humana por el mismo Espíritu de un Padre que me quiere hijo en el Hijo, que soñó conmigo desde toda la eternidad, me creó para una eternidad de amor y felicidad con Él y me dio la vida en el sí de mis padres, y este Hijo viéndole al Padre entristecido porque este primer proyecto de amor se había roto por el hombre, le dice: “Padre, aquí estoy para hacer tu voluntad...”, y viene en mi búsqueda y se hace primero hombre y luego un poco de pan para salvarme y quererme cerca, ser mi amigo, para perpetuar su Palabra, Salvación y Alianza y pacto eterno de amistad con los hombres, pero siempre y únicamente en su Espíritu de Amor, en ese mismo amor con que el Padre le ama al Hijo y el Hijo, aceptando su Espíritu de Amor le hace Padre, en el mismo Amor, no hay otro y en ese amor con que Dios me ama por su Hijo tengo que entrar yo, y para eso tengo que sacrificar, ser sacerdote y víctima y ofrenda de mi amor a mí mismo, a mi yo, para poderle amar con el amor con que El me ama  que es amor de Espíritu Santo, Amor de Pentecostés que les hizo a los Apóstoles abrir los cerrojos y las puerta cerradas por miedo a los judíos, aunque le habían visto resucitado y en apariciones a Cristo, pero hasta que no llega este mismo Cristo hecho fuego de Espíritu Santo, hecho llama de amor viva, estando en oración con María la madre de Jesús, no sienten esa vivencia que ya no pueden callar, aunque quieran, aunque los maten y los llevará hasta la muerte por Cristo, como a los Apóstoles, porque es ya el amor infinito de Cristo en ellos dando la vida por los hermanos.

Pienso que la causa principal de no aumentar el número de Adoradores y de rutina y cansancio posibles está ciertamente hoy en la falta de fe eucarística del pueblo cristiano, pero también en la falta de entusiasmo y experiencia en nosotros, al no valorar ni comprender ni vivir ni ser testigos de todo este misterio de salvación y redención y amistad que hay en el Cristo vivo, vivo de nuestras eucaristías, hecho sacramento de perdón y amistad permanentemente ofrecida desde nuestros sagrarios, que merece toda nuestra admiración como se lo manifestaban las multitudes en Palestina, atraídas por su Verdad y Dulzura y Belleza, Hermosura del Hijo Único de Dios, que vino en nuestra búsqueda por puro amor, porque Él es Dios y no podemos darle nada que Él no tenga, excepto nuestro amor. 

SEGUNDA  PARTE

PASTORAL DE LA PRESENCIA EUCARÍSTICA

La Iglesia Católicasiempre ha tenido, como fundamento de su fe y vida cristiana, la certeza de la presencia real de Nuestro Señor Jesucristo bajo los signos sacramentales del pan y del vino eucarísticos y siempre ha inculcado su devoción. La mejor forma de predicar e inculcar la oración o adoración eucarística es vivirla. Se comunica por contagio, por ver a los adoradores junto a la Custodia santa. Si Cristo quiso encarnarse fue para que su humanidad fuera signo sensible y eficaz de su salvación y amor a sus hermanos los hombres en la tierra; al tener que subir a los cielos quiso que el signo de su presencia permanente entre nosotros fuera el el Pan Eucarístico: “Yo soy el pan de vida”. Ahí tenemos que encontrarnos con Él y con su gracia y con su vida y amor.

2.1. La Pastoral de la  Adoración Eucarística.

       La humanidad de Cristo encarnado y prepascual era personalmente el sacramento de su presencia y la salvación en el tiempo; ahora, el sacramento de la presencia del Cristo Pascual, y resucitado y sentado a la derecha del Padre es el pan y vino eucarísticos, es la Eucaristía. Y la Iglesia, por mandato de Cristo, cumple hoy el cometido de visibilizar a Cristo Pascual y eterno, a Cristo entero y completo, todo su misterio de amor y salvación, por la potencia de Amor del Espíritu Santo, en la celebración de la Eucaristía, en las palabras y gestos litúrgicos.

 El pan consagrado es la visibilización del mismo que dijo “me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos, habiendo amado a los suyos los amó hasta el fin...del tiempo”. En cada sagrario está Cristo diciéndome: te amo, te busco, doy mi vida por ti. Esta fe la ha vivido la Iglesia especialmente durante siglos en la adoración de este misterio, objeto primordial del culto y de la espiritualidad de la Adoración Nocturna.

       Esta adoración ante el Santísimo Sacramento es el modo supremo y cumbre de toda oración personal y comunitaria fuera de la Eucaristía:«¡Oh eterno Padre, exclama S. Teresa, cómo aceptaste que tu Hijo quedase en manos tan pecadoras como las nuestras! ¡Es posible que tu ternura permita que esté expuesto cada día a tan malos tratos! ¿Por qué ha de ser todo nuestro bien a su costa? ¿No ha de haber quien hable por este amantísimo cordero? Si tu Hijo no dejó nada de hacer para darnos a nosotros, pobres pecadores, un don tan grande como el de la Eucaristía, no permitas, oh Señor, que sea tan mal tratado. Él se quedó entre nosotros de un modo tan admirable...»

       Y aquí el alma de Teresa se extasía... Ya sabéis que la mayor parte de sus revelaciones o visiones: «me dijo el Señor, ví al Señor...» las tuvo Teresa después de haber comulgado o en ratos de oración ante Cristo Eucaristía. Por esto, cuando Teresa define la oración, parece que lo hace mirando al Señor Sacramentado: «Que no es otra cosa, sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas, con quien sabemos que nos ama».

       Por eso, todo orante, sacerdote o seglar, ha de tener mucho cuidado con su  comportamiento y con todo lo relacionado con la Eucaristía, que es siempre el Señor vivo, vivo y resucitado, porque se trata, no de un cuadro o una imagen suya, sino de Él mismo en persona, y si a Cristo en persona en el sagrario no lo respetamos y lo hacemos respetar, aunque muchos no lo comprendan y a nosotros nos cuesten incomprensiones y disgustos, si no lo honramos y veneramos con nuestro silencio y comportamiento, incluso externo, poco podemos valorar todo lo demás referente a Él, todo lo que Él nos ha dado, su evangelio, su gracia, sus sacramentos, porque la Eucaristía es Cristo presente en persona, todo entero y completo, todo el evangelio entero y completo, toda la salvación entera y completa. 

       Observando a veces nuestro comportamiento con Jesús Eucaristía, pienso que muchos cristianos no aumentarán su fe en ella ni les invitará a creer o a mirarle con más amor o entablar amistad con Él, porque nosotros, los adoradores o simples cristianos, no podemos  <pasar> del sagrario, como algo propio de beatos,  y muchas veces pasamos ante el sagrario, como si fuera un trasto más de la Iglesia, hablamos antes o después de la Eucaristía como si el Señor ya no estuviera allí presente, con lo que cual nos cargamos todo lo que hemos celebrado o predicado.

       Sin embargo, todos sabemos que el cristianismo es fundamentalmente una persona, es Cristo. Por eso, nuestro comportamiento interior y exterior con Cristo Eucaristía es el termómetro de nuestra vida espiritual. Es muy difícil, porque sería una contradicción,  que Cristo en persona no nos interese ni seamos delicados personalmente con Él en su presencia real y verdadera en la Eucaristía y luego digamos que le amamos y buscamos en el evangelio, en el apostolado, en los hermanos, cuando teniéndolo tan cerca, le hacemos poco caso.

       Cuidar el altar, el sagrario, mantener los manteles limpios, los corporales bien planchados ¡cuánta fe personal, cuánto amor y apostolado y eficacia y salvación de los hermanos y amistad personal con Cristo  encierran! Y ¡cuánta ternura, vivencia y amistad verdadera hay en los silencios  guardados dentro del templo, en la visita diaria oracional ante el Sagrario, porque uno sabe que está Él, y lo respetamos, amamos y adoramos, aunque otros estén hablando,  después de la celebración eucarística, como si Él ya no estuviera presente!

       El Vaticano II insiste repetidas veces sobre esta verdad fundamental de nuestra fe católica: «La casa de oración en que se celebra y se guarda la santísima Eucaristía y ...en que se adora, para auxilio y consuelo de los fieles, la presencia del Hijo de Dios, salvador nuestro... debe ser nítida, dispuesta para la oración y las sagradas solemnidades» (PO.5).

       En los últimos siglos, la adoración eucarística ha constituido una de las formas de oración más queridas y practicadas por los cristianos en la Iglesia Católica. Iniciativas como la promoción de la Visita al Santísimo, la Adoración Nocturna, la Adoración Perpetua, las Cuarenta Horas... etc. se han multiplicado y han constituido una especie de constelación de prácticas devocionales, que tienen su centro en la celebración del Jueves Santo y del Corpus Christi.

2.2. La Eucaristía, apostolado y ofrenda de oración e intercesión.

No tengo tiempo para indicar todos los posibles caminos de dialogo, de oración, de santidad que nacen de la Eucaristía porque son innumerables: adoración, alabanza, glorificación del Padre, acción de gracias, pero no puede faltar el sentimiento de intercesión que Jesús continúa con su presencia eucarística. Es la intersección continua y permanente que hace sentado a la derecha del Padre y que está sacramentalizada en el pan eucarístico y ofrecido en la misa.

       Jesús se ofreció por todos y por todas nuestras necesidades y problemas y yo tengo que aprender a interceder por los hermanos en mi vida, debo pedir y ofrecer el sacrificio de Cristo y el de mi vida por todos, vivos y difuntos, por la Iglesia santa, por el Papa, los Obispos y por todas las actividades necesarias para la fe y el amor cristianos... por las necesidades de los hermanos: hambre, justicia, explotación...

       Ya he repetido que la Eucaristía es inagotable en su riqueza, porque es sencillamente Cristo entero y completo, viviendo y ofreciéndose por todos; por eso mismo, es la mejor ocasión que tenemos nosotros para pedir e interceder por todos y para todos, vivos y difuntos ante el Padre, que ha aceptado la entrega del Hijo Amado en el sacrificio eucarístico.

       El adorador no se encierra en su individualismo intimista, sino que, identificándose con Cristo, se abre a toda la Iglesia y al mundo entero: adora y da gracias como Él, intercede y repara como Él. La adoración nocturna es más que la simple devoción eucarística o simple visita u oración hecha ante el sagrario. Es un apostolado que os ha sido confiado para que oréis por toda la iglesia y por todos los hombres, con Cristo y por Cristo, ofreciendo adoración y súplicas y acciones de gracias, reparando y suplicando por todos los hermanos, uniéndoos y prolongando las actitudes de Cristo en la Eucaristía y en el sagrario.

       Un adorador eucarístico, por tanto, tiene que tener muy presentes su parroquia, los niños de primera comunión, todos los jóvenes, los matrimonios, las familias, los que sufren, los pobres de todo tipo, los deprimidos, las misiones, los enfermos, la escuela, la televisión y la prensa que tanto daño están haciendo en el pueblo cristiano, todos los medios de comunicación. Sobre todo, debemos pedir por la santidad de la Iglesia, cimentada en la santidad de los obispos, de los sacerdotes y de los seminaristas, por el seminario y sus vocaciones, por los jóvenes de nuestras comunidades, para que sean generosos en seguir la voz de Cristo en el ministerio presbiteral.

       Mientras un adorador está orando, los frutos de su oración tienen que extenderse al mundo entero. Y así a la vez que evita todo individualismo y egoísmo, evita también toda dicotomía entre oración y vida, porque  vivirá la oración con las actitudes de Cristo, con las finalidades de su pasión y muerte, de su Encarnación: glorificación del Padre y salvación de los hombres. Y así, adoración e intercesión y vida se complementan.

2. 3. Hay unos textos de S. Juan de Ávila, que, aunque referidos directamente a la oración de intercesión que tienen que hacer los sacerdotes por sus ovejas, las motivaciones, que expresan, valen para todos los cristianos, bautizados u ordenados, activos o contemplativos, puesto que todos debemos orar por los hermanos, máxime los adoradores nocturnos: «...¡Válgame Dios, y qué gran negocio es oración santa y consagrar y ofrecer el cuerpo de Jesucristo! Juntas las pone la santa Iglesia, porque, para hacerse bien hechas y ser de grande valor, juntas han de andar. Conviénele orar al sacerdote, porque es medianero entre Dios y los hombres; y para que la oración no sea seca, ofrece el don que amansa la ira de Dios, que es Jesucristo Nuestro Señor, del cual se entiende “munus absconditus extinguit iras”. Y porque esta obligación que el sacerdote tiene de orar, y no como quiera, sino con mucha suavidad y olor bueno que deleite a Dios, como el incienso corporal a los hombres, está tan olvidada, immo no conocida, como si no fuese, convendrá hablar de ella un poco largo, para que así, con la lumbre de la verdad sacada de la palabra de Dios y dichos de sus santos, reciba nuestra ceguedad alguna lumbre para conocer nuestra obligación y nos provoquemos a pedir al Señor fuerzas para cumplirla» (Cfr ESQUERDA BIFET, San Juan de Ávila. pgs. 143-44 del libro, Escritos Sacerdotales, de BAC minor, Madrid 1969).

«Tal fue la oración de Moisés, cuando alcanzó perdón para el pueblo, y la de otros muchos; y tal conviene que sea la del sacerdote, pues es oficial de este oficio, y  constituido de Dios en él» (pag. 145).

«...mediante su oración, alcanzan que la misma predicación y buenos ejercicios se hagan con fruto, y también les alcanzan bienes y evitan males por el medio de la sola oración... la cual no es tibia sino con gemidos tan entrañables, causados del Espíritu Santo tan imposibles de ser entendidos de quien no tiene experiencia de ellos, que aun los que los tienen no lo saben contar; por eso se dice que pide Él, pues tan poderosamente nos hace pedir» (Pag.147).

«Y si a todo cristiano está encomendado el ejercicio de oración, y que sea con instancia y compasión, llorando con los que lloran, ¡con cuánta más razón debe hacer esto el que tiene por propio oficio pedir limosna para los pobres, salud para los enfermos, rescate para los encarcelados, perdón para los culpados, vida para los muertos, conservación de ella para los vivos, conversión para los infieles y, en fin, que, mediante su oración y sacrificio, se aplique a los hombres el mucho bien que el Señor en la cruz les ganó!» (Pag. 149).

 

TERCERA PARTE

3.- LA ESPIRITUALIDAD DE LA PRESENCIA EUCARÍSTICA: VIVENCIAS Y ACTITUDES QUE SUSCITA Y ALIMENTA.

La meta de la presencia real y de la consiguiente adoración es siempre la participación en sus actitudes de obediencia y adoración al Padre, movidos por su Espíritu de Amor; sólo el Amor puede realizar esta conversión y esta adoración-muerte para la vida nueva. Por esto, la oración y la adoración y todo culto eucarístico fuera de la Eucaristía hay que vivirlos como prolongación de la santa Eucaristía y  de este modo nunca son actos distintos y separados sino siempre en conexión con lo que se ha celebrado.

3. 1. Por la Adoración Eucarística aprendemos y asimilamos los sentimientos de Cristo ofrecidos en la misa

       Pues bien, amigos, esta adoración de Cristo al Padre hasta la muerte es la base de la espiritualidad propia de la Adoración Nocturna que debe transformarnos a nosotros en una adoración perpetua al Padre, como Cristo, adorándole, en obediencia total, con amor extremo, hasta dar la vida y consumar el sacrificio perfectos de toda nuestra vida. Esta es la actitud, con la que tenemos que celebrar y  comulgar y adorar la Eucaristía, por aquí tiene que ir la adoración de la presencia del Señor y asimilación de sus actitudes victimales por la salvación de los hombres, sometiéndonos en todo al Padre, que nos hará pasar por la muerte de nuestro yo, para llevarnos a la resurrección de la vida nueva.

       Y sin muerte no hay pascua, no hay vida nueva, no hay amistad con Cristo. Esto lo podemos observar y comprobar en la vida de todos los santos, más o menos sabios o ignorantes, activos o pasivos, teólogos o gente sencilla, que han seguido al Señor. Y esto es celebrar y vivir la Eucaristía, participar en la Eucaristía, adorar la Eucaristía.

       Todos ellos, como nosotros, tenemos que empezar preguntándonos quién está ahí en el sagrario,  para que una vez creída su presencia inicialmente: “El Señor está ahí y nos llama”, ir luego avanzando en este diálogo, preguntándonos en profundidad: por quién, cómo y por qué está ahí.

       Y todo esto le lleva tiempo al Señor explicárnoslo y realizarlo; primero, porque tenemos que hacer silencio de las demás voces, intereses, egoísmos, pasiones y pecados que hay en nosotros y ocultan su presencia y nos impiden verlo y escucharlo –“los limpios de corazón verán a Dios”- y segundo, porque se tarda tiempo en aprender este lenguaje, que es más existencial que de palabras, es decir, de purificación y adecuación y disponibilidad y de entrega total de vida, para que la Eucaristía vaya entrando por amor y asimilación en nuestra ser y existir, no en puro conocimiento o teología o liturgia ritual sin sentir la irrupción de Dios en el tiempo, en los ritos, en el pan consagrado, en nuestras vidas.

       No olvidemos que la Eucaristía se comprende hasta que no se vive, y se comprende en la medida en que se vive. Quitar el yo personal y los propios ídolos, que nuestro yo ha entronizado en el corazón, es lo que nos exige la adoración del único y verdadero Dios, destronando nuestros ídolos, el yo personal, imitando a un Cristo, que se sometió a la voluntad del Padre, en obediencia y adoración, sacrificando y entregando su vida por cumplirla, aunque desde su humanidad,  le costó y no lo comprendía.

       Desde su presencia eucarística, Cristo, con su testimonio, nos grita: “Amarás al Señor, tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser...”  y realiza su sacrificio, en el que prefiere la obediencia al Padre sobre su propia vida: “Padre  si es posible... pero no se haga mi voluntad sino la tuya...”

        Y éste ha sido más o menos siempre el espíritu de las visitas al Señor, en los años de nuestra infancia y juventud, donde sólo había una Eucaristía por la mañana en latín y el resto del día, las iglesias permanecías abiertas todo el día para la oración y la visita. Siempre había gente a todas horas. ¡Qué maravilla! Niños, jóvenes, mayores, novios, nuestras madres... que no sabían mucho de teología o liturgia, pero lo aprendieron todo de Jesús Eucaristía, a ser íntegras, servidoras, humildes, ilusionadas con que un hijo suyo se consagrara al Señor.

       Ahora las iglesias están cerradas y no sólo por los robos. Aquel pueblo tenía fe, hoy estamos en la oscuridad y en la noche de la fe. Hay que rezar mucho para que pase pronto. Cristo vencerá e iluminará la historia. Su presencia eucarística   no es estática sino dinámica en dos sentidos: que Cristo sigue ofreciéndose y que Cristo nos pide nuestra identificación con su ofrenda.

       La adoración eucarística debe convertirse en  mistagogia, en una catequesis y vivencia permanente del misterio pascual. Aquí radica lo específico de la Adoración Eucarística, sea Nocturna o Diurna, de la Visita al Santísimo o de cualquier otro tipo de oración eucarística, buscada y querida ante el Santísimo, como expresión de amor y unión total con Él.

       La adoración eucarística nos une a los sentimientos litúrgicos y sacramentales de la Eucaristía celebrada por Cristo para renovar su entrega, su sacrificio y su presencia, ofrecida totalmente a Dios y a los hombres, que continuamos visitando y adorando para que el Señor nos ayude a ofrecernos y a adorar al Padre como Él. Es claramente ésta la finalidad por la que la Iglesia, “apelando a sus derechos de esposa” ha decidido conservar el cuerpo de su Señor junto a ella, incluso fuera de la Eucaristía, para prolongar la comunión de vida y amor con Él. Nosotros le buscamos, como María Magdalena la mañana de Pascua, no para embalsamarle, sino para honrarle y agradecerle toda la pascua realizada por nosotros y para nosotros.

       Por esta causa, una vez celebrada la Eucaristía, nosotros seguimos orando con estas actitudes ofrecidas por Cristo en el santo sacrificio. Brevemente voy a exponer aquí algunas rampas de lanzamiento para la oración personal eucarística; lo hago, para poner mojones de este camino de diálogo personal, de oración, de contemplación, de adoración y encuentro personal con Jesucristo presente en la Custodia Santa; es una especie de mistagogia o iniciación a ser adorador de Jesucristo Eucaristía

3. 2 La presencia eucarística de Cristo nos enseña a recordar y vivir su vida,   haciéndola presente: “y cuantas veces hagáis esto, acordaos de mi”.

La presencia eucarística de Jesucristo en la Hostia ofrecida e inmolada, nos recuerda, como prolongación del sacrificio eucarístico, que Cristo se ha hecho presente y obediente hasta la muerte y muerte en cruz, adorando al Padre con toda su humanidad, como dice San Pablo: “Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús: El cual, siendo de condición divina, no consideró como botín codiciado el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo, tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y apareciendo externamente como un hombre normal, se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios lo ensalzó y le dio el nombre, que está sobre todo nombre, a fín de que ante el nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos y en los abismos, y toda lengua proclame que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil 2,5-11).

3.3. Un primer sentimiento: Yo también quiero obedecer al Padre hasta la muerte.

       Nuestro diálogo podría ir por esta línea: Cristo Eucaristía, también yo quiero obedecer al Padre, como Tú, aunque eso me lleve a la muerte de mi yo, quiero renunciar cada día a mi voluntad, a mis proyectos y preferencias, a mis deseos de poder, de seguridades, dinero, placer... Tengo que morir más a mí mismo, a mi yo, que me lleva al egoísmo, a mi amor propio, a mis planes, quiero tener más presente siempre el proyecto de Dios sobre mi vida y esto lleva consigo morir a mis gustos, ambiciones, sacrificando todo por Él, obedeciendo hasta la muerte como Tú lo hiciste, para que el Padre disponga de mi vida, según su voluntad.

       Señor, esta obediencia te hizo pasar por la pasión y la muerte para llegar a la resurrección. También  yo quiero estar dispuesto a poner la cruz en mi cuerpo, en mis sentidos y hacer actual en mi vida tu pasión y muerte para pasar a la vida nueva, de hijo de Dios; pero Tú sabes que yo solo no puedo, lo intento cada día y vuelvo a caer; hoy lo intentaré de nuevo y me entrego  a Ti; Señor, ayúdame, lo  espero confiadamente de Ti, para eso he venido, yo no sé adorar con todo mi ser, me cuesta poner de rodillas mi vida ante ti, y mira que lo pretendo, pero vuelvo a adorarme, yo quiero adorarte sólo a ti, porque tú eres Dios, yo soy pura criatura, pero yo no puedo si Tú no me enseñas y me das fuerzas... por eso he vuelto esta noche para estar contigo y que me ayudes. Y aquí, en la presencia del Señor, uno analiza su vida, sus fallos, sus aciertos, cómo va la vivencia de la Eucaristía, como misa, comunión, presencia, qué ratos pasa junto al Sagrario...Y pide y llora y reza y le cuenta sus penas y alegrías y las de los suyos y de su parroquia y la catequesis...etc.

3. 4. Un segundo sentimiento: Señor, quiero hacerme ofrenda contigo al Padre                                                                                                        

Lo expresa así el Vaticano II: «Los fieles...participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida de la Iglesia, ofrecen la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella» (la LG.5).

       La presencia eucarística es la prolongación de esa ofrenda, de la misa. El diálogo podía escoger esta vereda: Señor, quiero hacer de mi vida una ofrenda agradable al Padre, quiero vivir sólo para agradarle, darle gloria, quiero ser alabanza de  gloria de la Santísima Trinidad, in laudem gloriae Ejus.

       Quiero hacerme contigo una ofrenda: mira en el ofertorio del pan y del vino me ofreceré, ofreceré mi cuerpo y mi alma como materia del sacrificio contigo, luego en la consagración quedaré  consagrado, ya no me pertenezco, ya soy una cosa contigo, seré sacerdote y víctima de mi ofrenda, y cuando salga a la calle, como ya no me pertenezco sino que he quedado consagrado contigo,  quiero vivir sólo contigo para los intereses del Padre, con tu mismo amor, con tu mismo fuego, con tu mismo Espíritu, que he comulgado en la Eucaristía: San Pablo: “ es Cristo quien vive en mí...”

       Quiero prestarte mi humanidad, mi cuerpo, mi espíritu, mi persona entera, quiero ser como una humanidad supletoria tuya. Tú destrozaste tu humanidad por cumplir la voluntad del Padre, aquí tienes ahora la mía... trátame con cuidado, Señor, que soy muy débil, tú lo sabes, me echo enseguida para atrás, me da horror sufrir, ser humillado, ocupar el segundo puesto, soportar la envidia, las críticas injustas... “Estoy crucificado con Cristo, vivo yo pero no soy yo...”.

       Tu humanidad ya no es temporal; pero conservas totalmente el fuego del amor al Padre y a los hombres y tienes los mismos deseos y sentimientos, pero ya no tienes un cuerpo capaz de sufrir, aquí tienes el mío, pero ya sabes que soy débil,  necesito una y otra vez tu presencia, tu amor, tu Eucaristía, que me enseñe, me fortalezca, por eso estoy aquí, por eso he venido a orar ante su presencia, y vendré muchas veces, enséñame y ayúdame adorar como Tú al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida.

       Quisiera, Señor, rezarte con el salmista: “Por ti he aguantado afrentas y la vergüenza cubrió mi rostro. He venido a ser extraño para mis hermanos, y extranjero para los hijos de mi madre. Porque me consume el celo de tu casa; los denuestos de los que te vituperan caen sobre mí. Cuando lloro y ayuno, toman pretexto contra mí... Pero mi oración se dirige a tí.... Que me escuche tu gran bondad, que tu fidelidad me ayude... Miradlo los humildes y alegraos; buscad al Señor y vivirá vuestro corazón. Porque el Señor escucha a sus pobres” (Sal 69).

3. 5. Otro  sentimiento: “Acordaos de mi”: Señor, quiero acordarme...

Otro sentimiento que no puede faltar al adorarlo en su presencia eucarística está motivado por las palabras de Cristo: “Cuando hagáis esto, acordaos de mí...” Señor, de cuántas cosas me tenía que acordar ahora, que estoy ante tu presencia eucarística, me quiero acordar de toda tu vida, de tu Encarnación hasta  tu Ascensión, de toda tu Palabra, de todo el evangelio, pero quiero acordarme especialmente de tu amor por mí, de tu cariño a todos, de tu entrega. Señor, yo no quiero olvidarte nunca, y menos de aquellos momentos en que te entregaste por mí, por todos... cuánto me amas, cuánto nos deseas, nos regalas...“Éste es mi cuerpo, Ésta mi sangre derramada por vosotros...”

       Con qué fervor quiero celebrar la Eucaristía, comulgar con tus sentimientos, imitarlos y vivirlos ahora por la oración ante tu presencia; Señor, por qué me amas tanto, por qué te rebajas tanto, por qué me buscas tanto, porqué el Padre me ama hasta ese extremo de preferirme y traicionar a su propio Hijo, por qué te entregas hasta el extremo de tus fuerzas, de tu vida, por qué una muerte tan dolorosa... cómo me amas... cuánto me quieres; es que yo valgo mucho para Ti, Cristo, yo valgo mucho para el Padre: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo...”, ellos me valoran más que todos los hombres, valgo infinito, Padre Dios, cómo me amas así, pero qué buscas en mí... te amo, te amo, te amo... Tu amor me basta.

       Cristo mío, confidente y amigo, Tú tan emocionado, tan delicado, tan entregado,  yo, tan rutinario, tan limitado, siempre  tan egoísta, soy pura criatura, y Tú eres Dios, no comprendo cómo puedes quererme tanto y tener tanto interés por mí, siendo Tú el Todo y  yo la nada. Si es mi  amor y cariño, lo que te falta y me pides, yo quiero dártelo todo, qué honor para una simple criatura que el Dios infinito busque su amor. Señor, tómalo, quiero ser tuyo, totalmente tuyo, te quiero.

3. 6.  En el “acordaos de mí”..., entra el amor de Cristo a los hermanos

Debe entrar también el amor a los hermanos, -no olvidar jamás en la vida que el amor a Dios siempre pasa por el amor a los hermanos-, porque así lo dijo, lo quiso y lo hizo Jesús: en cada Eucaristía Cristo me enseña y me invita a amar hasta el extremo a Dios y a los hijos de Dios, que son todos los hombres.

       Sí, Cristo, quiero acordarme  ahora de tus sentimientos, de tu entrega total sin reservas, sin límites al Padre y a los hombres, quiero acordarme de tu emoción en darte en comida y bebida; estoy tan lejos de este amor, cómo necesito que me enseñes, que me ayudes, que me perdones, sí, quiero amarte, necesito amar a los hermanos, sin límites, sin muros ni separaciones de ningún tipo, como pan que se reparte, que se da para ser comido por todos.

       “Acordaos de mí…”: Contemplándote ahora en el pan consagrado me acuerdo de Tí y de lo que hiciste por mí y por todos y puedo decir: he ahí a mi Cristo amando hasta el extremo, redimiendo, perdonando a todos, entregándose por salvar al hermano. Tengo que amar también yo así, arrodillándome, lavando los pies de mis hermanos, dándome en comida de amor como Tú, pisando luego tus mismas huellas hasta la muerte en cruz...

       Señor, no puedo sentarme a tu mesa, adorarte, si no hay en mí esos sentimientos de acogida, de amor, de perdón a los hermanos, a todos los hombres. Si no lo practico, no será porque no lo sepa, ya que me acuerdo de Tí y de tu entrega en cada Eucaristía, en cada sagrario, en cada comunión; desde el seminario, comprendí que el amor a Tí pasa por el amor a los hermanos y cuánto me ha costado toda la vida.

       Cuánto me exiges, qué duro a veces perdonar, olvidar las ofensas, las palabras envidiosas, las mentiras, la malicia de lo otros, pero dándome Tú tan buen ejemplo, quiero acordarme de Ti, ayúdame, que yo no puedo, yo soy pobre de amor e indigente de tu gracia, necesitado siempre de tu amor.

       Cómo me cuesta olvidar las ofensas, reaccionar amando ante las envidias, las críticas injustas, ver que te excluyen y Tú... siempre olvidar y perdonar,  olvidar y amar, yo solo no puedo, Señor, porque sé muy bien por tu Eucaristía y comunión, que no puede  haber jamás entre los miembros de tu cuerpo, separaciones, olvidos, rencores, pero me cuesta reaccionar, como Tú, amando, perdonando, olvidando...“Esto no es comer la cena del Señor...”, por eso  estoy aquí,  comulgando contigo, porque Tú has dicho: “el que me coma vivirá por mí” y yo quiero vivir como Tú, quiero vivir tu misma vida, tus mismos sentimientos y entrega.

       “Acordaos de mí...”El Espíritu Santo, invocado en la epíclesis de la santa Eucaristía, es el que realiza la presencia sacramental de Cristo en el pan consagrado, como una continuación de la Encarnación del Verbo en el seno de María. Toda la vida de la Iglesia, todos los sacramentos se realizan por la potencia del Espíritu Santo. 

       Y ese mismo Espíritu, Memoria de la Iglesia, cuando estamos en la presencia del Pan que ha consagrado y sabe que el Padre soñó para morada y amistad con los hombres, como tienda de su presencia, de la santa y una Trinidad, ese mismo Espíritu que es la Vida y Amor de mi Dios Trino y Uno, cuando decidieron en consejo trinitario esta presencia tan total y real de la Eucaristía, es el mismo que nos lo recuerda ahora y abre nuestro entendimiento y, sobre todo, nuestro corazón, para que comprendamos las Escrituras y comprendamos a un Dios Padre, que nos soñó y nos creó para una eternidad de gozo con Él, a un Hijo que vino en nuestra búsqueda y nos salvó y no abrió las puertas del cielo, al Espíritu de amor que les une y nos une con Él en su mismo Fuego y Potencia de Amor Personal con que lo ideó y lo llevó y sigue llevando a efecto en un hombre divino, Jesús de Nazaret: “Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio Hijo”.

       ¡Jesús, qué grande eres, qué tesoros encierras dentro de la Hostia santa, cómo te quiero! Ahora comprendo un poco por qué dijiste, después de realizar el misterio eucarístico: “Acordaos de mí...”, me acuerdo, me acuerdo de ti, te adoro y te amo aquí presente.

       ¡Cristo bendito! no sé cómo puede uno correr en la celebración de la Eucaristía o aburrirse en la Adoración Eucarística cuando hay tanto que recordar y pensar y vivir y amar y quemarse y adorar y descubrir y vivir tantas y tantas cosas, tantos y tantos misterios y misterios... galerías y galerías de minas y cavernas de la infinita esencia de Dios, como dice San Juan de la Cruz: “Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el Amado, cesó todo y dejéme dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado”.

3. 7.  Yo también, como Juan, quiero reclinar mi cabeza sobre tu corazón eucarístico…

Quiero aprenderlo todo en la Eucaristía, de la Eucaristía  reclinando mi cabeza en el corazón del  Amado, de mi Cristo,  sintiendo los latidos de su corazón, escuchando directamente de Él palabras de amor, las mismas de entonces y de ahora, que sigue hablándome en cada Eucaristía. En definitiva, ¿no es la Eucaristía también oración y plegaria eucarística? ¿No es la plegaria eucarística  lo más importante de la Eucaristía, la que realiza el misterio?

       Para comprender un poco todo lo que encierra el “acordaos de mí” necesitamos una eternidad, y sólo para empezar a comprenderlo, porque el amor de Dios no tiene fín. Por eso, y lo tengo bien estudiado, en la oración sanjuanista, cuanto más elevada es, menos se habla y más se ama, y al final, sólo se ama y se siente uno amado por el mismo Dios infinito y trinitario.

       Por eso el alma enamorada dirá: “Ya no guardo ganado ni ya tengo otro oficio, que solo en amar es mi ejercicio...” Se acabaron los signos y los trabajos de ritos y las apariencias del pan porque hemos llegado al corazón de la liturgia que es Cristo, que viene a nosotros, hemos llegado al corazón mismo de lo celebrado y significado, todo lo demás fueron medios para el encuentro de salvación; ¡qué infinita, qué hermosa, qué rica, qué profunda es la liturgia católica, siempre que trascendamos el rito, siempre que se rasgue el velo del templo, el  velo de los signos! ¡cuántas cavernas, descubrimientos y sorpresas infinitas y continuas nos reserva!

       Para mí liturgia y  vida y  oración todo es lo mismo en el fondo, la liturgia es oración y vida, y la vida y la oración es liturgia.  Parece que las ceremonias son normas, ritos, gestos externos de la Eucaristía, pero la verdad es que todo va preñado de presencia, amor y vida de Cristo y de Trinidad. Hasta aquí quiere mi madre la Iglesia que llegue cuando celebro la Eucaristía; por la liturgia sagrada Dios irrumpe en el tiempo para encontrarse con el hombre y llenarlo de su amor y salvación.

       Yo quisiera ayudarme de las mediaciones y amar la liturgia, como Teresa de Jesús, porque en el corazón del rito me encuentro con el cordero degollado delante del trono de Dios, pero no quedar atrapado por los signos y las mediaciones o convertirlas en fin y andar de acá para allá con más movimientos. Yo sólo las hago para encontrarme al Amado, su vida y salvación, la gloria de mi Dios, sin quedarme en ellas, sino caminos para llegar a la Trinidad que irrumpe en el tiempo para encontrarse con el hombre. Y cuando por el rito llego al corazón de la liturgia: «Entréme donde no supe y quedéme no sabiendo, toda sciencia trascendiendo.

Yo no supe dónde entraba, pero, cuando allí me vi, sin saber dónde me estaba, grandes cosas entendí; no diré lo que sentí, que me quedé no sabiendo, toda sciencia trascendiendo».

       En cada Eucaristía, en cada comunión, en cada sagrario Cristo sigue diciéndonos:

 “Acordaos de mí...,” de las ilusiones que el Padre puso en mí, soy su Hijo amado, el predilecto, no sabéis lo que me ama y las cosas y palabras que me dice con amor, en canción de Amor Personal y Eterno, me lo ha dicho todo y totalmente lo que es y me ama con una Palabra llena de Amor Personal al darme su paternidad y aceptar yo con el mismo Amor Personal ser su Hijo y el Padre te quiere hijo en mí, en el Hijo con esa misma potencia infinita de amor de Espíritu Santo me comunica y engendra; con qué pasión de Padre te la entrega y con qué pasión de amor de Hijo tú la recibes en Mí, no sabéis todo lo  que me dice en canciones y éxtasis de amores eternos, lo que esto significa para mí y y para ti que yo quiero comunicároslo y compartirlo como amigo con vosotros; acordaos del Fuego de mi Dios, que ha depositado en mi corazón para vosotros, su mismo Fuego y Gozo y Espíritu. La Eucaristía es el cielo en la tierra, la morada de la Trinidad para los que han llegado a estas alturas, a esta unión de oración mística, unitiva, contemplativa, transformativa.

 “Acordaos de mí”, de mi emoción, de mi ternura personal por vosotros, de mi amor vivo, vivo y real y verdadero que ahora siento por vosotros en este pan, por fuera pan, por dentro mi persona amándoos hasta el extremo, en espera silenciosa, humilde, pero quemante por vosotros, deseándoos a todos para el abrazo de amistad, para el beso personal para el que fuisteis creados y el Padre me ha dado para vosotros, tantas y tantas cosas que uno va aprendiendo luego en la Eucaristía y ante el sagrario, porque si el Espíritu Santo es la memoria del Padre y de la Iglesia, el sagrario es la memoria de Jesucristo entero y completo, desde el seno del Padre hasta Pentecostés.

       “Acordaos de mí”, digo yo que si esta memoria del Espíritu Santo, este recuerdo, no será la causa de que todos los santos de todos los tiempos y tantas y tantas personas, verdaderamente celebrantes de ahora mismo, hayan celebrado  y sigan haciéndolo despacio, recogidos, contemplando, como si ya estuvieran en la eternidad, “recordando” por el Espíritu de Cristo lo que hay dentro del pan y de la Eucaristía y de la Eucaristía y de las acciones litúrgicas tan preñadas como están de recuerdos y realidades  presentes y tan hermosas del Señor, viviendo más de lo que hay dentro que de su exterioridad, cosa que nunca debe preocupar a algunos más que el contenido, que es, en definitiva, el fín y la razón de ser de las mismas.

       “Acordaos de mí”; recordando a Jesucristo, lo que dijo, lo que hace presente, lo que Él deseó ardientemente, lo que soñó de amistad con nosotros y ahora ya gozoso y consumado y resucitado, puede realizarlo con cada uno de los participantes... el abrazo y el pacto de alianza nueva y eterna de amistad que firma en cada Eucaristía, aunque le haya ofendido y olvidado hasta lo indecible, lo que te sientes amado, querido, perdonado por Él en cada Eucaristía, en cada comunión, digo yo... pregunto si esto no necesita otro ritmo o deba tenerse más en cuenta.... como canta San Juan de la Cruz:

«Qué bien se yo la fuente que mana y corre,

aunque es de noche. (A oscuras de los sentidos, sólo por la fe)

Aquesta eterna fonte está escondida,

en este vivo pan por darnos vida,

aunque es de noche.

Aquí se está llamando a las criaturas

Y de esta agua se hartan, aunque oscuras,

Porque es de noche.

Aquesta viva fuente que deseo,

En este pan de vida yo la veo,

Aunque es de noche»

       Quiero terminar esta reflexión invitándoos a todos a dirigir una mirada llena de amor y agradecimiento a Cristo esperando nuestra presencia y amistad en todos los sagrarios de la tierra y por el cual nos vienen todas las gracias de la salvación:

       Jesucristo, Eucaristía perfecta de obediencia, adoración y alabanza al Padre y sacerdote único del Altísimo: Tú lo has dado todo por nosotros con amor extremo hasta dar la vida y quedarte siempre en el sagrario; también nosotros queremos darlo todo por Ti y ser siempre tuyos, porque para nosotros Tú lo eres todo, queremos que lo seas todo.

JESUCRISTO EUCARISTÍA, NOSOTROS CREEMOS EN TI.

JESUCRISTO EUCARISTÍA, NOSOTROS CONFIAMOS EN TI

¡TÚ ERES EL HIJO DE DIOS, EL ÚNICO SALVADOR DEL MUNDO.  


[1] Homilía IV para la Semana Santa: CSCO 413/Syr.182,55) (EE. 17).

[3] Homilía sobre el Evangelio de Mateo, 50, 2-4, PG 58, c.508-509.

[4]S. Juan Crisóstomo, hom. in 1Cor,27,4.

[5] Cfr F. X. DURRWELL, La Eucaristía, Sacramento Pascual, Sígueme, Salamanca  1892, pag.13).

[6] Liturgia de las Horas, III, pgs. 1391-93, De las oraciones atribuidas a Santa Brígida.

[7] ANTONIO LÓPEZ BAEZA: Un Dios locamente enamorado de tí, Sal Terrae 2002, pag. 93-4).

[8] F.X. DURRWEL, Cristo, Nuestra Pascua,  Editorial Ciudad Nueva, MADRID  2003, pag 176.

[9] JEAN  MAALOUF, Escritos Esenciales. Madre Teresa de Calcuta. Sal Terrae  2002, p. 79)

[10] NMI 38.

[11] Ibidem ,  pag. 79)                    

[12] (ANTONIO LÓPEZ BAEZA: Un Dios locamente enamorado de ti:  Sal Terrae  2002.  pag 101-102.

[13]J. ESQUERDA BIFET,  San Juan de Ávila, Escritos Sacerdotales, BAC minor  Madrid 1969, pgs. 143-44.

[14] Ibid.  pag. 145.

[15] Ibid. pag.147.

[16]Ibid. pag. 149).

[17] Homilía sobre el Evangelio de Mateo, 50, 2-4, PG 58, c.508-509.

[18]S. Juan Crisóstomo, hom. in 1Cor,27,4.

[19]J. ESQUERDA BIFET, San Juan de Ávila, Escritos Sacerdotales, BAC minor, Madrid 1969, s. 143-44.

GONZALO APARICIO SÁNCHEZ

 LA SANTA MISA Y EL SACERDOTE II

MEDITACIONES

PARROQUIA DE SAN PEDRO. PLASENCIA. 1966-2018

DEDICO ESTE LIBRO:

            A Jesucristo Eucaristía, confidente y amigo desde mi infancia y juventud por el amor eucarístico de mis padres Fermín y Graciana.

            A mi seminario y  superiores que me enseñaron este camino de la Eucaristia y a mis queridos feligreses de San Pedro de Plasencia, de los que he sido pastor y párroco durante cincuenta y dos años hasta mi jubilación, abriendo la Iglesia del Cristo de las Batallas a las 7 de la mañana, exponiendo al Señor a las 8, rezando Laudes con ellos a las 9, dándoles la comunión antes del trabajo, celebrando la Eucaristía a las 12, 30 y a las 7 en el Cristo y mi amigo D. José a las 7,30 en San Pedro, tres misas todos los día en mi Parroquia de 2500 habitantes y siete los domingos y fiestas y orando todos los jueves con ellos en el Cristo de las Batallas, en Adoración ante la Santa Custodia, de 5 a 7 de la tarde pidiendo por las vocaciones y santidad de los sacerdotes.

            Y a todos mis hermanos sacerdotes, ministros de la Eucaristía, a los que tanto valoro y recuerdo todos los días, con plena devoción, ante Jesús Eucaristía.

PRÓLOGO

            La Eucaristía ocupa un lugar central desde el principio en el ministerio sacerdotal de Gonzalo Aparicio Sánchez, y, en especial, su dedicación a la adoración y a la oración eucarística. Prueba de ello son sus libros publicados  «EUCARÍSTICAS» (Plasencia, 2000) y «LA EUCARISTÍA, LA MEJOR ESCUELA DE ORACIÓN, SANTIDAD Y APOSTOLADO», (EDIBESA, Madrid, 2004), donde él nos transmite su fuerte experiencia espiritual y pastoral en relación con la Eucaristía.

            Ahora nos regala este nuevo libro, también sobre el tema por él tan querido de la Eucaristía, pero con una intencionalidad catequética. Su ardiente vivencia eucarística en la celebración litúrgica y en la contemplación orante no quiere guardarla para sí de forma intimista, porque él es pastor de una comunidad parroquial, sino que desea transmitirla a sus lectores en estas páginas para que ayude a experimentar a Cristo vivo y resucitado en la celebración de la Eucaristía en “espíritu y verdad”.

            Ayudar a los fieles a entender más profundamente el misterio de la cercanía de Cristo a nosotros en la Eucaristía es su objetivo. Desgraciadamente, muchos cristianos, que incluso participan de forma habitual en la Eucaristía dominical, no dejan de ser meros «espectadores» del misterio eucarístico, que acontece antes sus ojos, sin llegar a comprender el mínimo deseable para que sea posible su participación y vivencia. Con este libro, su autor  nos ofrece una catequesis sencilla de los aspectos litúrgicos, teológicos y espirituales de la Eucaristía que ayude a mejorar la celebración y vivencia del misterio central de nuestra fe.

            Quienes conocemos a Gonzalo sabemos de su constante preocupación por transmitir a todos aquellos a quienes se dirige en sus homilías, conferencias y charlas, que la Eucaristía es el centro del domingo; que sin Eucaristía no hay domingo y que sin domingo no hay cristianismo. Esta convicción que él nos explica tan bien en estas páginas, nos ayuda a darnos cuenta del gran problema con el que hoy se encuentra la Iglesia ante el amplio número de bautizados que se ausentan de forma habitual de la celebración dominical. Facilitar este material a los fieles de las parroquias hará posible subsanar la falta de comprensión del misterio culmen de la fe y vida cristianas.

            Agradecemos a su autor el servicio que hace a la Iglesia. Gonzalo, después de largos años de ejercicio del ministerio, quiere ahora servirse de la pluma para continuar  respondiendo al Señor en su vocación de ser sacerdote llamado a evangelizar. Así lo enseñó el famoso teólogo H. de Lubac en su libro MEDITACIÓN SOBRE LA IGLESIA: la Eucaristía hace la Iglesia y la Iglesia hace la Eucaristía. Gonzalo quiere ser colaborador eficaz en la construcción de la Iglesia del Señor, fruto y consecuencia del misterio eucarístico, al que nos acerca este libro.

Juan Carlos Fernández de Simón Soriano

Párroco de Santa Teresa de Jesús.

Malagón (Ciudad Real).

2004

SIGLAS Y ABREVIATURAS DE DOCUMENTOS

CD = Christus Dominus. Decreto del Vaticano II sobre el      Oficio Pastoral de los Obispos.                 

CEC = Catecismo de la Iglesia Católica

CIC = Código de Derecho Canónico

DD =  Dies Domini. Carta Apostólica de            Juan Pablo II sobre la Santificación del Domingo (Edibesa, Madrid 1998)

DS =  El Magisterio de la Iglesia. Denzinger

DV = Dei Verbum. Constitución del Vaticano II sobre la Divina Revelación

EE   = Ecclessia de Eucharistía. Carta Encíclica de Juan Pablo II    sobre la Eucaristía (Edibesa, Madrid 2003)

EM = Eucharisticum Mysterium. Instrucción S. C. Ritos, 25    mayo 1967

LG = Lumen Gentium. Constitución dogmática del Vaticano            II sobre la Iglesia

MC = Marialis Cultus. Exhortación Apostólica de Pablo VI.           

MS  =  Missale Romanum. El Misal Romano

OGMR = Ordenaciòn General del Misal Romano

OGLH = Ordenación General de la Liturgia de las Horas

OLM  = Ordenación de las Lecturas del Misal           

PO =  Presbyterorum Ordinis. Decreto del Vaticano II sobre            el Ministerio y Vida de los Presbíteros

RMa = Redemptoris Mater. Encíclica de Juan Pablo II sobre la Virgen María en la vida de la Iglesia peregrina

RVM  = Rosarium Virginis Mariae. Carta Apostólica de Juan          Pablo II sobre el Rosario de la Virgen María.

SC = Sacrosantum Concilium. Constitución del Vaticano II sobre la Sagrada Liturgia

RS  =  “Redemptionis Sacramentum”. Instrucción de la Congregación para el Culto Divino y Disciplina de los Sacramentos, 25 de marzo 2004. (Edibesa, 2004Madrid)

ABREVIATURAS DE AUTORES

A. HAMMAN Y F. QUERÉ-JAULMES, El misterio de la Pascua, Desclée 1998.

ALEXANDER GERKEN, Teología de la Eucaristía. Madrid 1991.

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INTRODUCCIÓN

             Por la gracia de Dios, son muchos los años que llevo ejerciendo la actividad pastoral con niños, jóvenes y adultos en vida parroquial intensa. Si partimos de la base de que «...en la santísima Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo por su carne, que da vida a los hombres...» (PO 5); si como el mismo Decreto sobre la Vida y el Ministerio de los Presbíteros añade en el número siguiente: «...ninguna comunidad cristiana se construye si no tiene su raíz y quicio en la celebración de la Santísima Eucaristía, por la que debe comenzarse, consiguientemente, toda educación en el espíritu de comunidad» (PO 6), al cual podemos añadir también y del mismo Vaticano II: «En el cumplimiento de la obra de santificación, procuren los párrocos que la celebración del sacrificio eucarístico sea centro y culminación de toda la vida de la comunidad cristiana» (CD 30F), que podemos complementar con la afirmación: «La catequesis del misterio eucarístico debe tender a inculcar en los fieles que la celebración de la Eucaristía es verdaderamente el centro de toda la vida cristiana» (EM 6), llegaremos a la conclusión de la importancia única y exclusiva que la Eucaristía tiene para la vida de la Iglesia y que este misterio debe ser celebrado y vivido con intensidad pastoral y espiritual permanente  por nuestras comunidades cristianas.

            La celebración de la Eucaristía, entre todos los actos litúrgico, es el que más nos ayuda a configurarnos con Cristo, a tener su mismos criterios y sentimientos, a entregarnos hasta el extremo a Dios y a los hermanos. Por eso, la Eucaristía es el sacramento que más y mejor provoca y realiza y mejora la conversión y asimilación de lo que celebramos y por tanto más plenamente nos une y santifica y nos transforma en lo que celebramos y comulgamos en actitudes de fe y amor; esta asimilación de los gestos y acciones litúrgicas se consiguen y adquieren especialmente mediante la oración y la unión con Cristo Sacerdote celebrante, esto es, mediante la celebración de la Eucaristía “en espíritu y verdad”, título escogido para el libro.

Esto es lo que pretendo pastoralmente con estas páginas: «Que los cristianos no asistan a este Misterio de fe como extraños y mudos espectadores, sino que comprendiéndolo bien a través de los ritos y oraciones, participen consciente, piadosa y activamente» (SC 48); «Mas para asegurar esta plena eficacia es necesario que los fieles se acerquen a la Sagrada Liturgia con recta disposición de ánimo, pongan su alma en consonancia con su voz, y colaboren con la gracia divina…,vigilar para que en la acción litúrgica no sólo se observen las leyes relativas a la celebración válida y lícita, sino también que los fieles participen en ella consciente, activa y fructuosamente» (SC11).

            Y he tomado, como icono, la Eucaristía del domingo, por varias razones, pero especialmente, porque el «dies Domini» se manifiesta así también como «dies Ecclesiae». Se comprende entonces por qué la dimensión comunitaria de la celebración  dominical deba ser particularmente  destacada a nivel pastoral. Entre las numerosas actividades que desarrolla una parroquia «ninguna es tan vital o formativa para la comunidad como la celebración dominical del día del Señor y de su Eucaristía... para fomentar el sentido de la comunidad eclesial, que se manifiesta y alimenta especialmente en la celebración comunitaria del domingo…» (Dies Domini 35).

            En mis predicaciones repito con frecuencia: Sin domingo no hay cristianismo y el corazón del domingo es la Eucaristía, o más breve: sin Eucaristía de domingo no hay cristianismo.

Pues bien, este libro quiere ser una ayuda para todos los que queremos celebrarestos misterios esenciales de nuestra fe, según el mandato de Cristo: “Y cuantas veces hagáis esto, acordaos de mí”. Acordaos de que en la Eucaristía realizo la Nueva y Eterna Alianza de Dios con todos los hombres por mi sangre derramada que es la Nueva Pascua en mi muerte y resurrección que alcanza y anticipa la vuestra. Y nosotros con gozo recordamos y celebramos todos los domingos este mandato del Señor con toda su entrega y emoción y lo celebramos como memorial de su muerte y resurrección.

            Esta es la intención de este libro. Quiero dar una explicación sencilla de estos conceptos teológicos-bíblicos-litúrgicos de la Eucaristía como Nueva Pascua y Nueva Alianza. Me gustaría que si alguna vez preguntasen a nuestros feligreses al salir de la Eucaristía dominical sobre el misterio que acaban de celebrar, en concreto, qué es la Eucaristía, no tuviéramos que sufrir los pastores por su silencio o respuestas poco adecuadas, que tal vez podrían echarnos en cara   la poca formación recibida en este sentido, sencillamente porque nosotros, sin darnos cuenta, creemos que ellos lo saben como nosotros. Olvidamos las riadas que todos los años: niños de primera comunión, jóvenes de Confirmación, nuevos feligreses... vienen a nuestras iglesias. Que al menos esto no se produzca por falta de la catequesis pertinente: “Y ¿cómo creerán sin haber oído de Él? Y ¿cómo oirán si nadie les predica...? Luego la fe viene de la audición, y la audición, por la palabra de Cristo?”  (Rm 10, 14  y 17).

            En esta edición he partido de una explicación litúrgico-pastoral sencilla de la Eucaristía en su celebración, para pasar luego a la parte bíblico-teológica de la Eucaristía y terminar con la espiritualidad de la misma, mirando siempre a la vivencia del misterio. Al menos lo he pretendido. De ahí el tono y la invitación, como lo hacen todos  los párrocos con sus feligreses, a celebrar bien el misterio para vivirlo.

            Quiero terminar este introducción añadiendo unas notas sobre el último documento publicado sobre la Eucaristía, esto es, la Instrucción de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina  de los Sacramentos Redemptionis Sacramentum,  abril 2004, sobre algunas normas que deben observarse o evitar acerca de la Santísima Eucaristía.

            La Instrucción Redemptionis Sacrametum es un documento que insiste en cuidar el sacramento de la Eucaristía en su conjunto. Ya lo advertía el Papa Juan Pablo II en su última Encíclica de sobre la Eucaristía: Ecclesia de eucharistia. Y esto me parece que se debe a una cierta sensibilidad eucarística en este momento del Pontificado de Juan Pablo II. 

            La Instrucción tiene como objetivo principal evitar los abusos actuales, que puedan darse y que deforman la naturaleza de la Eucaristía. Lo dice expresamente en el nº 4 : «No se puede callar ante los abusos, incluso gravísimos, contra la naturaleza de la Liturgia y de los sacramentos, también contra la tradición y autoridad de la Iglesia…»

            Quiero también reseñar especialmente la obligación de los Obispos diocesanos en favorecer el derecho de los fieles a visitar y adorar al Santísimo sacramento de la Eucaristía (n 139); es más, recomienda a los Obispos que en ciudades o núcleos urbanos importantes designe una Iglesia para la adoración perpetua  (n 140).

            Y me parece muy oportuna esta última frase del nº 39,  que es también el lema de todo este libro sobre la Eucaristía: «También se debe recordar que la fuerza de la acción litúrgica no está en el cambio frecuente de los ritos, sino, verdaderamente, en profundizar en la palabra de Dios y en el misterio que se celebra». Y esto se consigue principalmente, como explicaré ampliamente en este libro, por la unión litúrgico-espiritual con Cristo en la celebración y comunión eucarística.

         CAPÍTULO I

 EL DOMINGO CRISTIANO: ORIGEN E IMPORTANCIA

 

1.- SIN DOMINGO NO HAY CRISTIANISMO

El título completo que puse a una Hoja Parroquial hace más de cincuenta años fue este: Sin domingo no hay cristianismo y el corazón del domingo es la Eucaristía y luego lo cambié: sin misa de domingo no hay cristianismo y expuse las razones que todos sabéis, porque este tema es frecuente en mis homilías y que paso a exponer un poco porque la Eucaristía dominical es para el pueblo cristiano la profesión de su fe y la celebración de su salvación.

            Por eso, disfruté mucho leyendo la Carta Apostólica que publicó el Papa Juan Pablo II sobre el DOMINGO: «DIES DOMINI». Yo hice un resumen breve para homilías y otro, pastoral y más amplio, para temas de los grupos parroquiales. Tomaré de ambos, pero antes quisiera decir lo que escribí en aquella Hoja Parroquial, tal cual, para que no pierda frescura.

            Sin domingo no hay cristianismo. El Domingo  nace de la Pascua. La Pascua es la Resurrección del Señor: fundamento de nuestra fe. El Domingo es la Pascua  semanal. La importancia que tiene el Triduo Pascual, -Jueves Santo, Viernes Santo y Pascua- en relación con el año litúrgico, la tiene el Domingo en relación al resto de la semana.

El domingo de Pascua de Resurrección es el primer domingo del año, la fiesta que da origen a todos los domingos y a todas las fiestas, el día más grande de la  historia, que recordamos y celebramos todos los domingos del año. Mirad cómo lo expresa el Vaticano II: La Iglesia, por una tradición apostólica que trae su origen del mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día en que es llamado con razón «día del Señor, o domingo».

            En este día los fieles deben reunirse a fín de que escuchando la palabra de Dios y participando de la Eucaristía, recuerden  la pasión, la resurrección y la gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios que los hizo renacer a la viva esperanza por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos (1P.1,3).

            Por esto, “ …el domingo es la fiesta primordial que debe    presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles, de modo  que sea también el día de alegría y de liberación del  trabajo... puesto que el domingo es el fundamento y el   núcleo del año litúrgico” (SC.106).

Aquí, en este texto, está toda la teología y espiritualidad del domingo. Jesús resucitó “el día primero de la semana”, esto es, el día siguiente al sábado, según el calendario judío; ese   día, por ser el más importante de su vida, se le llamó «día del Señor», en latín <dominica>, en español, domingo: ese es el día en que el Señor resucitó y celebró la Eucaristía con sus  discípulos, llenos de miedo, para animarles y fortalecerle en la fe.

A los ocho días volvió a aparecerse y celebró la Eucaristía y así varios domingos. Después subió al cielo y los Apóstoles y los cristianos siguieron llamándolo “día del Señor,” y celebrando la Eucaristía, como lo había hecho el Señor; y desde entonces celebramos la Eucaristía en el domingo: «Día en que Cristo resucitó y nos hizo partícipe de su resurrección», como rezamos en la Plegaria Eucarística II.

Es el Señor quién instituyó el domingo, no la Iglesia, y es Él quien quiere que todos sus discípulos nos reunamos en torno a Él para celebrar su pasión, muerte y resurrección mediante la Eucaristía, para hacer Iglesia, alimentar nuestras vidas con su presencia, con su palabra y con el pan de la vida eterna y dar las gracias y alabanzas y bendiciones a Dios por todas estas maravillas.

            La Eucaristía del domingo es el corazón de la Iglesia, es el cristianismo condensado, es Cristo compendiando en una acción sagrada toda su vida entregada y todos sus hechos salvadores, manifestando así su amor misericordioso a los hombres, por la sangre derramada y por su cuerpo entregado, aceptados por el Padre resucitándolo y poniéndole a su derecha en el cielo.

El domingo es la manifestación semanal, la parusía sacramental del mismo Jesús que se encarnó en el seno de María Virgen por el poder del Espíritu Santo, recorrió los caminos de Palestina predicando el reino de Dios y que con su pasión, muerte y resurrección se hace presente en cada Eucaristía, especialmente el domingo  renuevando el pacto y la alianza nueva y eterna de amor y de perdón del Padre Dios en favor de todos los hombres, liberándonos de todos nuestros pecados y esclavitudes y guiándonos con la palabra de la verdad.

            No debieran olvidar todo esto los que dicen ser católicos pero no practican su fe viviendo el domingo, porque su incoherencia e ignorancia quedaría superada si leyeran los evangelios y encontraran a Jesucristo resucitado celebrar la Eucaristía  con los apóstoles en su manifestación en el primer día de pascua, en el domingo primera de la historia, llamado así precisamente por esto. Creer es celebrar y dar gracias por la fe en el Resucitado, en el Viviente. Nosotros seguimos esta tradición santa, entregada por el Señor a los Apóstoles, reuniéndose en las casas y celebrando la Eucaristía cada ocho días. Y así, desde ellos, ha llegado hasta nosotros. Quien no celebra la Eucaristía el domingo no sabe de qué va el cristianismo, no es ni hace iglesia de Cristo y rompe el cuerpo de Cristo.

            Y luego seguía en esta hoja parroquial haciendo una referencia a los padres de niños de primera comunión, que piden el sacramento para sus hijos: Si tú pides el sacramento de la Eucaristía para tu hijo, debes entrar primero en tu corazón con honradez y ver si tienes fe en la Eucaristía, en Jesucristo presente y celebrante principal del sacramento que pides y si tú vives tu fe cristiana participando todos los domingos en la asamblea Santa del Señor, donde Él parte para todos el pan de la palabra y de la Eucaristía, entonces puedes con honradez pedir este sacramento.

            Si vosotros, queridos padres, no tuvierais esta fe y esta práctica, estoy seguro de que podéis ser personas buenas y honradas, pero no podéis pedir un sacramento, la Eucaristía, la primera comunión de vuestro hijo, sencillamente porque no creéis en ella y no la celebráis cada domingo y porque no debes iniciar a tu hijo en una forma de vivir el cristianismo, el amor a Cristo, que no es coherente y que le llevará a un cristianismo sociológico, vacío y muerto.

Si tú entregas a tu hijo a la parroquia para que le forme y prepare para la Primera Comunión, si vosotros, padres, no fueseis buscando sólo o principalmente la fiesta en lo que tiene de social y externo, los regalos, los banquetes... como si fuera una boda, si cuando tú llevas a tu hijo a la parroquia fueras buscando lo que debe ser, que tu hijo conozca y ame más a Jesucristo, especialmente en este sacramento, cosa que a veces ni lo buscáis ni pensáis siquiera.... entonces comprenderíais que la mejor catequesis y preparación es la Eucaristía del domingo para vosotros y para vuestros hijos. Ya sabéis lo que hago repetir continuamente a vuestros hijos: «si tenemos padres cristianos, no necesitamos ni curas...» y esto es lo que está fallando ahora en las familias: los padres cristianos.

            Si un niño no ve rezar a sus padres, no los ve arrodillarse, no los ve en la iglesia los domingo en la Eucaristía, como su padre es el que más le quiere y desea para él lo mejor: el yudo, el inglés, el deporte, el ordenador... eso sí se lo busca y lo encuentra para él…, entonces, por lógica, la Eucaristía será abandonada en cuanto haga la Primera Comunión, por estas otras cosas más interesantes... que su padre practica.  Por eso, a los niños, desde el primer día de catequesis, les hago repetir y les explico una segunda afirmación que todos repiten muchas veces durante el año: «sin Eucaristía de domingo, no hay primera comunión», porque así lo hago en mi parroquia, de forma que los que no quieren o se van a los campos o fines de semana fuera... en mi parroquia no puedo prepararlos para un encuentro con el Señor que todos los domingos desprecian.  De aquí la tercera afirmación que repiten en Eucaristías y catequesis: «hacer la primera comunión es ser amigos de Jesús para siempre».La primera comunión no es un día, no es una fiesta, es el comienzo de una fiesta, de una amistad que debe durar toda la vida.

            Estas actitudes y comportamientos de los padres contrarios a la auténtica vida cristiana se convierten en un drama amargo y triste para los niños y para los sacerdotes, que tienen que educarlos en la verdadera fe de la Iglesia y por deber y conciencia deben exigir a los niños la Eucaristía del domingo como la mejor y principal forma de prepararse consciente y válidamente para la primera comunión.          

            El drama viene cuando los padres no practican ni quieren convertirse a la fe verdadera. Es la esquizofrenia: ¿como estar instruyendo a tu hijo en el misterio eucarístico, cómo decirle que Cristo es el Señor resucitado, el Dios infinito que nos ama y ha muerto por nosotros, para que tengamos vida buena y cristiana y para eso viene cada domingo y celebra la Eucaristía, alimentándonos con el evangelio y el pan de vida, para el cual se está preparando, y que Jesús le espera cada domingo y lo siente mucho si no está en Eucaristía con los otros niños para enseñarle cómo lo tienen que recibir y celebrar el día de su primera comunión ¿Cómo decirles que la Eucaristía del domingo es lo más grande de la Iglesia, lo que nos hace cristianos, discípulos y amigos de Jesús, nos hace su Iglesia, es el corazón de este cuerpo que somos todos, el centro y culmen y alimento de toda la vida cristiana y luego ve que sus padres no van a Eucaristía? ¿Cómo decirle al niño que estos dos o cuatro años de catequesis son para poder participar luego, como persona adulta para la Iglesia, en la Eucaristía de cada domingo que es el culmen y el centro de toda la vida cristiana y que sin Eucaristía de domingo no hay cristianismo si está viendo que sus padres no van a la Eucaristía los domingos? Repito: es la esquizofrenia religiosa, el desquiciamiento de toda su vida religiosa y el vacío de su vida cristiana. Así está la Iglesia en algunas épocas de su historia.

            “Eso no es comer la cena del Señor” habría que decir con S. Pablo. No se quejen luego de los regalos y de los trajes, porque esta forma de celebrar la Eucaristía es otro traje más llamativo, hecho a medida del consumismo de la fe. ¿Qué hacer? Pues lo que hizo Jesucristo, venir cada domingo y sentarse a la mesa con los que creen en Él y no se inventan una fe y un cristianismo a su medida consumista, y celebrar su muerte y resurrección, -su pascua-,  y en esta pascua ir poco a poco pasando a todos sus discípulos de la muerte a la vida nueva, del pecado a la gracia. Y como Jesucristo lo hizo y es el autor y garante de nuestra fe y de todos los sacramentos, no quiere cristianos sin domingo ni domingos  sin Eucaristía.

Así lo quiere Cristo: “Haced esto en memoria mía”; así lo sabemos y debemos predicarlo los sacerdotes y catequistas enviados para introducir en el misterio a los más pequeños del Reino, así debieran practicarlo los padres que piden el sacramento de la Eucaristía para sus hijos: «culmen y fuente de toda la vida cristiana»; ya me diréis qué vida cristiana en unos padres que no van a Eucaristía y en unos niños, que precisamente cuando se les está educando para el gran misterio de nuestra fe, ya están viendo y oyendo a sus padres que no hace falta ir a Eucaristía los domingos, que  harán la primera y última Comunión, y tan contentos sus padres con el consentimiento de  algunos hermanos sacerdotes que lo consienten...

 Sin Eucaristía de domingo todo lo demás es perder tiempo y traicionar el evangelio. Y el exigirlo es cooperar a que la Iglesia sea lo que Cristo quiere y para lo cual la instituyó y se encarnó y murió y resucitó. Que luego los niños y niñas dejan de venir a Eucaristía, porque sólo nos quedamos con aquellos cuyos padres practican, pues lo lamentamos y seguiremos rezando y trabajando en esta línea, pero serán menos, ya que algunos padres se van reenganchado y vuelven a la práctica dominical, y de todas formas habremos cumplido nuestra misión y el Señor hará lo que nosotros no podemos: hay que hacer lo que se pueda y lo que no, se compra hecho, esto es, se reza, se pide con lágrimas y todos los días ante el Señor por estos niños y por estos padres.

            He hablado de los niños y niñas de Primera Comunión y de sus padres y madres, porque las razones y los motivos son los mismos para todos los creyentes. Lo especifico más en ellos, para que se vea el origen, ya desde el principio, de la falta de estima por la Eucaristía en los cristianos, precisamente en el momento de iniciarse para el gran sacramento. Quiero terminar este apartado con un texto de Juan Pablo II en la carta que paso a exponer a continuación: «La asamblea dominical es un lugar privilegiado de unidad... A este respecto, se ha de recordar que corresponde ante todo a los padres educar a sus hijos para la participación en la Eucaristía dominical, ayudados por los catequistas, los cuales se han de preocupar de incluir en el proceso formativo de los muchachos que les han sido confiados la iniciación a la Eucaristía, ilustrando el motivo profundo de la obligatoriedad del precepto”.

 2.  CARTA APOSTÓLICA DE JUAN PABLO II DIES DOMINI SOBRE LA SANTIFICACIÓN DEL DOMINGO.

Trataré de poner lo que considero más importante de esta Carta y lo haré siguiendo los capítulos y enumeración de la misma para mayor claridad y por si algún lector quiere ampliar estos apuntes con su lectura completa. Empiezo:

1.- EL DÍA DEL SEÑOR -como ha sido llamado el domingo desde los tiempos apostólicos- ha tenido siempre, en la historia de la Iglesia, una consideración privilegiada por su estrecha relación con el núcleo mismo del misterio cristiano. En efecto, el domingo recuerda, en la sucesión semanal del tiempo, el día de la resurrección de Cristo. Es laPascua de la semana, en la que se  celebra la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, la realización en Él de la primera creación y el inicio de la “nueva creación” (cf 2Cor 5,17). Es el eco del gozo, primero titubeante y después arrebatador, que los apóstoles experimentaron la tarde de aquel mismo día, cuando fueron visitados por Jesús resucitado y recibieron el don de su paz y de su Espíritu (cf Jn 20,19-23).

2.- La resurrección de Jesús es el dato originario en el que se fundamenta la fe cristiana (cfr. 1Cor 15,14) Quienes han recibido la gracia de creer en el Señor resucitado pueden descubrir el significado de este día semanal con la emoción vibrante que hacia decir a San Jerónimo: “El domingo es el día de la resurrección; es el día de los cristianos; es nuestro día”.

3.- Su importancia fundamental, reconocida siempre en los dos mil años de historia, ha sido reafirmada por el Concilio Vaticano II: «La Iglesia, desde la tradición apostólica que tiene su origen en el mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que se llama con razón “día del Señor” o “domingo» (SC 106).

6.- ...Actuando así nos situamos en la perenne tradición de la Iglesia, recordada firmemente por el concilio Vaticano II al enseñar que, en el domingo, «los fieles deben reunirse en asamblea a fin de que, escuchando la palabra de Dios y participando en la Eucaristía, hagan memoria de la pasión, resurrección y gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios que los ha regenerado para una esperanza viva por medio de la resurrección de Jesucristo de entre los muertos» (cf 1Pe 1,3).

CAPITULO I

DIES   DOMINI

CELEBRACIÓN DE LA OBRA DEL CREADOR.

“Por medio de la Palabra se hizo todo” (Jn 1,3)

  8.- En la experiencia cristiana el domingo es ...la celebración de la “nueva creación”. El Verbo... gracias a su misterio de Hijo eterno del Padre, es origen y fin del universo. Lo afirma Juan en el prólogo de su Evangelio:“Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de los que se ha hecho”

El “shabbat”: gozoso descanso del Creador.

11.- Si en la primera página del Génesis es ejemplar para el hombre el <trabajo> de Dios, lo es también su <descanso>. “Concluyó en el séptimo día su trabajo” (Gén 2,2). Aquí tenemos también un antropomorfismo lleno de un fecundo mensaje. En efecto, el <descanso> de Dios no puede interpretarse banalmente como una especie de <inactividad> de Dios. El acto creador que está en la base del mundo es permanente por su naturaleza y Dios nunca cesa de actuar... El descanso divino del séptimo día no se refiere a un Dios inactivo, sino que subraya la plenitud de la realización llevada a término y expresa el descanso de Dios frente a un trabajo “bien hecho” (Gén 1,31), salido de sus manos para dirigir al mismouna mirada llena de gozosa complacencia: una mirada <contemplativa>, que ya no aspira a nuevas obras, sino más bien a gozar de la belleza de lo realizado; una mirada sobre las cosas, pero de modo particular sobre el hombre, vértice de la creación.

  14.- El día del descanso es tal ante todo porque es el día <bendecido> y <santificado> por Dios, o sea, separado de los otros días para ser, entre todos, el «día del Señor».

15.- En realidad, toda la vida del hombre y todo su tiempo deben ser vividos como alabanza y agradecimiento al Creador. Pero la relación del hombre con Dios necesita también momentos de oración explícita, en los que dicha relación se convierte en diálogo intenso, que implica todas las dimensiones de la persona. El «día del Señor» es, por excelencia, el día de esta relación, en la que el hombre eleva a Dios su canto, haciéndose voz de toda la creación.

Del sábado al domingo

18.- En efecto, el misterio pascual es la revelación plena del misterio de los orígenes, el vértice de la historia de la salvación y la anticipación del fin escatológico del mundo. Lo que Dios obró en la creación y lo que hizo por su pueblo en el Éxodo encontró en la muerte y resurrección de Cristo su cumplimiento... A la luz de este misterio, el sentido del precepto veterotestamentario sobre el día del Señor es recuperado, integrado y revelado plenamente en la gloria que brilla en el rostro de Cristo resucitado (cf Cor 4,5). Del <sábado> se pasa al «primer día después del sábado»; del séptimo día al primer día: el “dies Domini”  se convierte en “el dies Christi”.

CAPÍTULO  II

DIES   CHRISTI

EL DÍA DEL SEÑOR RESUCITADO Y EL DON DEL   ESPÍRITU

 La Pascua semanal

19.- «Celebramos el domingo por la venerable resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, no sólo en la Pascua, sino cada semana»: así escribía, a principios del siglo V, el papa Inocencio I, testimoniando una práctica consolidada que se había ido desarrollando desde los primeros años después de la resurrección del Señor. San Basilio habla del «santo domingo, honrado por la resurrección del Señor, primicia de todos los demás días». San Agustín llama al domingo «sacramento de la Pascua».

            Esta profunda relación del domingo con la resurrección del Señor es puesta de relieve con fuerza por todas las Iglesias, tanto en Occidente como en Oriente. En la tradición de las Iglesias orientales, en particular, cada domingo, es la “anastásimos heméra”, el día de la resurrección, y precisamente por ello es el centro de todo el culto.

20.- Según el concorde testimonio evangélico, la resurrección de Jesucristo de entre los muertos tuvo lugar“el primer día después del sábado” (Mc16,2.9; Lc24,1; Jn 20,1). Aquel mismo día el Resucitado se manifestó a los dos discípulos de Emaús (cf Lc 24,13-35) y se apareció a los once apóstoles reunidos (cf Lc 24,36; Jn 20,19). Ocho días después -como testimonia el Evangelio de Juan (cf 20,26)- los discípulos estaban nuevamente reunidos cuando Jesús se les apareció y se hizo reconocer por Tomás, mostrándole las señales de la pasión. Era domingo el día de Pentecostés, primer día de la octava semana después de la pascua judía (cf Hech 2,1), cuando con la efusión del Espíritu Santo se cumplió la promesa hecha por Jesús a los apóstoles después de la resurrección (cf Lc 24,49; Hech 1,4-5). Fue el día del primer anuncio y de los primeros bautismos: Pedro proclamó a la multitud reunida que Cristo había resucitado y “los que acogieron su palabra fueron bautizados” (Hch 2,41). Fue la epifanía de la Iglesia, manifestada como pueblo en el que se congregan en unidad, más allá de toda diversidad, los hijos de Dios dispersos.

El primer día de la semana

21.-. Sobre esta base y desde los tiempos apostólicos, el primer día después del <sábado>, primero de la semana, comenzó a marcar el ritmo mismo de la vida de los discípulos de Cristo (cf 1Cor 16,2)... El libro del Apocalipsis testimonia la costumbre de llamar a este primer día de la semana el “día del Señor”. De hecho, ésta será una de las características que distinguirá a los cristianos respecto al mundo circundante. En efecto, cuando los cristianos decían «día del Señor», lo hacían dando a este término el pleno significado que deriva del mensaje pascual: “Cristo Jesús es Señor” (Flp 2,11; cf Hech2,36).

El día del don del Espíritu

28.- La luz de Cristo resucitado está íntimamente vinculada al <fuego> del Espíritu y ambas imágenes indican el sentido del domingo cristiano. Apareciéndose a los apóstoles la tarde de Pascua, Jesús sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20,22-23). La efusión del Espíritu fue el gran don del Resucitado a sus discípulos el domingo de Pascua. Era también domingo, cuando cincuenta días después de la resurrección, el Espíritu, como“viento impetuoso” y “fuego” (Hch 2,2-3), descendió con fuerza sobre los apóstoles reunidos con María... La «Pascua de la semana» se convierte así como en el «Pentecostés de la semana», donde los cristianos reviven la experiencia gozosa del encuentro de los apóstoles con el Resucitado, dejándose vivificar por el soplo de su Espíritu.

El día de la fe

Por todas estas dimensiones que lo caracterizan, el domingo es por excelencia el día de la fe. En él el Espíritu Santo, «memoria» viva de la Iglesia (cf Jn 14,26) hace la primera manifestación del Resucitado un acontecimiento que se renueva en el <hoy> de cada discípulo de Cristo. Sí, el domingo es el día de la fe. Lo subraya el hecho de que la liturgia eucarística dominical... prevé la profesión de la fe. El <Credo> recitado o cantado, pone de relieve el carácter bautismal y pascual del domingo... Acogiendo la Palabra y recibiendo el Cuerpo del Señor, contempla a Jesús resucitado, presente en los “santos signos” y confiesa con el apóstol Tomás “Señor mío y Dios mío” (Jn 20,28).

Un día irrenunciable

30.- Se comprende así por qué, incluso en el contexto de las dificultades de nuestro tiempo, la identidad de este día debe ser salvaguardada y sobre todo vivida profundamente... el día del Señor ha marcado la historia bimilenaria de la Iglesia. ¿Cómo se podría pensar que no continúe  caracterizando su futuro? En particular, la Iglesia se siente llamada a una nueva labor catequética y pastoral, para que ninguno, en las condiciones normales de vida, se vea privado del flujo abundante de gracia que lleva consigo la celebración del día del Señor.

CAPÍTULO III

DIES   ECCLESIAE

LA ASAMBLEA EUCARÍSTICA, CENTRO DEL DOMINGO.

La presencia del Resucitado

31.- “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). Esta promesa de Cristo sigue siendo escuchada en la Iglesia como secreto fecundo de su vida y fuente de su esperanza. Aunque el domingo es el día de la resurrección, no es sólo el recuerdo de un acontecimiento pasado, sino que es celebración de la presencia viva del resucitado en medio de los suyos.

            Para que esta presencia sea anunciada y vivida de manera adecuada no basta que los discípulos de Cristo oren individualmente y recuerden en su interior, en lo recóndito de su corazón la muerte y la resurrección de Cristo. En efecto no han sido salvados sólo individuamente sino como miembros del Cuerpo místico. Por eso es importante que se reúnan, para expresar así plenamente la identidad misma de la Iglesia, la ekklesía, asamblea convocada por el Señor resucitado, el cual ofreció su vida“para reunir en uno a los Hijos de Dios que estaban  dispersos” (Jn 11,52).

            En la asamblea de los discípulos de Cristo se perpetúa en el tiempo la imagen de la primera comunidad cristiana, descrita como modelo por Lucas en los Hechos de los Apóstoles, cuando relata que los primeros bautizados “acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones” (2,42).

La asamblea eucarística

32.-. Esta realidad de la vida eclesial tiene en la Eucaristía no sólo una fuerza expresiva especial, sino su “fuente”. La Eucaristía nutre y modela a la Iglesia...

33. En efecto, precisamente en la Eucaristía dominical es donde los cristianos reviven de manera particularmente intensa la experiencia que tuvieron los apóstoles la tarde de Pascua, cuando el Resucitado se les manifestó estando reunidos (cf Jn 20,19). Al volver Cristo entre ellos “ochos días más tarde” (Jn 20,26), se ve prefigurada en su origen la costumbre de la comunidad cristiana de reunirse cada octavo día, en el “día del Señor” o domingo, para profesar la fe en su resurrección y recoger los frutos. Esta íntima relación entre manifestación del Resucitado y la Eucaristía es sugerida por el Evangelio de Lucas en la narración sobre los dos discípulos de Emaús, a los que acompañó Cristo mismo, guiándolos hacia la comprensión de la Palabra y sentándose después a la mesa con ellos, que lo reconocieron cuando “tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando” (24,30. Los gestos de Jesús en este relato son los mismos que Él hizo en la Última Cena, con una clara alusión a la “fracción del pan”, nombre dado a la Eucaristía en la época apostólica.

La Eucaristía dominical

34.- La Eucaristía dominical, sin embargo, con la obligación de la presencia comunitaria y la especial solemnidad que la caracterizan, precisamente porque se celebra “el día en que Cristo ha vencido a la muerte y nos ha hecho partícipes de su vida inmortal”, subraya con nuevo énfasis la propia dimensión eclesial, quedando como paradigma para las otras celebraciones  eucarísticas. Cada comunidad, al reunir a todos sus miembros para la “fracción del pan”, se siente como el lugar en el que se realiza concretamente el misterio de la Iglesia... implorando al Padre que se acuerde “de la Iglesia extendida por toda la tierra”.

El día de la Iglesia

35.- El dies Domini se manifiesta así también como dies Ecclesiae. Se comprende entonces por qué la dimensión comunitaria de la celebración dominical deba ser particularmente destacada a nivel pastoral. Como he tenido oportunidad de recordar en otra ocasión, entre las numerosas actividades que desarrolla una parroquia «ninguna es tan vital o formativa para la comunidad como la celebración dominical del día del Señor y de su Eucaristía» para «fomentar el sentido de la comunidad eclesial, que se manifiesta y alimenta especialmente en la celebración comunitaria del domingo, sea en torno al obispo, especialmente en la catedral, sea en la asamblea parroquial, cuyo pastor hace las veces del obispo».

36 La asamblea dominical es un lugar privilegiado de unidad... A este respecto, se ha de recordar que corresponde ante todo a los padres educar a sus hijos para la participación en la Eucaristía dominical, ayudados por los catequistas, los cuales se han de preocupar de incluir en el proceso formativo de los muchachos que les han sido confiados la iniciación a la Eucaristía, ilustrando el motivo profundo de la obligatoriedad del precepto. A ello contribuirá también, cuando las circunstancias lo aconsejen, la celebración de Eucaristías para niños, según las varias modalidades previstas por las normas litúrgicas... En domingo, día de la asamblea no se han de fomentar las Eucaristías de grupos pequeños...

La mesa de la Palabra

39.- En la asamblea dominical, como en cada celebración eucarística, el encuentro con el Resucitado se realiza mediante la participación en la doble mesa de la Palabra y del Pan de vida. La primera continúa ofreciendo la comprensión de la historia de la salvación y, particularmente, la del misterio pascual. En la segunda se hace real, sustancial y duradera la presencia del Señor Resucitado a través del memorial de su pasión y resurrección, y se ofrece el pan de vida y de la gloria futura.

El concilio Vaticano II ha recordado que «liturgia de la palabra y la liturgia eucarística, están tan estrechamente unidas entre sí, que constituyen un único acto de culto...» Naturalmente se confía mucho en la responsabilidad de quienes ejercen el ministerio de la Palabra.

La mesa del Cuerpo de Cristo

42.- En efecto, la Eucaristía es la viva actualización del sacrificio de la Cruz.Bajo las especies de pan y de vino, sobre las que se ha invocado la efusión del Espíritu Santo, Cristo se ofrece al Padre con el mismo gesto de inmolación con que se ofreció en la cruz... «En la Eucaristía el sacrifico de Cristo es también el sacrificio de los miembros de su Cuerpo. La vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquieren así un valor nuevo».

Banquete pascual y encuentro fraterno

 44.- Este aspecto comunitario se manifiesta especialmente en el carácter de banquete pascual propio de la Eucaristía, en la cual Cristo mismo se hace alimento. En efecto, «Cristo entregó a la Iglesia este sacrificio para que los fieles participen de Él tanto espiritualmente por la fe y la caridad como sacramentalmente por el banquete de la sagrada comunión. Y la participación en la cena del Señor es siempre comunión con Cristo que se ofrece en sacrificio al Padre por nosotros. Por eso la Iglesia recomienda a los fieles comulgar... cuando estén en las debidas condiciones... particularmente insistente con ocasión de la Eucaristía del domingo y de los otros días festivos». Es importante, además, que se tenga conciencia clara de la íntima vinculación entre la comunión con Cristo y la comunión con los hermanos.

 De la Eucaristía a la “misión”

45.- Al recibir el pan de vida, los discípulos de Cristo se disponen a afrontar, con la fuerza del Resucitado y de su Espíritu, los cometidos que les esperan en su vida ordinaria.

El precepto dominical

46.- Al ser la Eucaristía el verdadero centro del domingo, se comprende por qué, desde los primeros siglos, los Pastores no han dejado de recordar a sus fieles la necesidad de participar en la asamblea litúrgica. «Dejad todo en el día del Señor -dice, por ejemplo, el tratado del siglo III titulado Didascalia de los Apóstoles- y corred con diligencia a vuestras asambleas, porque es vuestra alabanza a Dios. Pues, ¿qué disculpa tendrán ante Dios aquellos que no se reúnen en el día del Señor para escuchar la palabra de vida y nutrirse con el alimento divino que es eterno?»  «...fueron muchos los cristianos valerosos que aceptaron la muerte con tal de no faltar a la Eucaristía dominical”. Es el caso de los mártires de Abitinia, en África proconsular, que respondieron a sus acusadores: “Sin temor alguno hemos celebrado la cena del Señor, porque no se puede aplazar; es nuestra ley»; «nosotros no podemos vivir sin la cena del Señor».

47.- La Iglesia no ha cesado de afirmar esta obligación de conciencia, basada en una exigencia interior que los cristianos de los primeros siglos sentían con tanta fuerza, aunque al principio no se consideró necesario prescribirla. Sólo más tarde, ante la tibieza y negligencia de algunos, ha debido explicitar el deber de participar en la Eucaristía dominical.

48.- Corresponde de manera particular a los obispos preocuparse de que el «domingo sea reconocido por todos los fieles, santificado y celebrado como verdadero <día del Señor>, en el que la Iglesia se reúne para renovar el recuerdo de su misterio pascual con la escucha de la Palabra de Dios, la ofrenda del sacrificio del Señor, la santificación del día mediante la oración, las obras de caridad y la abstención del trabajo».

Celebración animosa y animada por el canto

50.- A este respecto, es importante prestar atención al canto de la asamblea, porque es particularmente adecuado para expresar la alegría del corazón, pone de relieve la solemnidad y favorece la participación de la única fe y del mismo amor. Por ello, se debe favorecer su calidad, tanto por lo que se refiera a los textos como a la melodía... digno de la tradición eclesial, que tiene, en materia de música sacra, un patrimonio de valor inestimable.

CAPÍTULO  IV

DIES HOMINIS

 

EL DOMINGO DÍA DE LA ALEGRÍA, DESCANSO Y SOLIDARIDAD.

55.- San Agustín, haciéndose intérprete de la extendida conciencia eclesial, pone de relieve el carácter de alegría de la Pascua semanal: «Se dejan de lado los ayunos y se ora estando de pie como signo de la resurrección; por esto todos los domingos se canta el aleluya».

La observancia del sábado

63.- Cristo vino a realizar un nuevo <éxodo>, a dar la libertad a los oprimidos... Así se entiende por qué los cristianos, anunciadores de la liberación realizada por la sangre de Cristo, se sintieron autorizados a trasladar el sentido del sábado al día de la resurrección. En efecto, la Pascua de Cristo ha liberado al hombre de una esclavitud mucho más radical de la que pesaba sobre un pueblo oprimido: la esclavitud del pecado, que aleja al hombre de Dios, lo aleja de sí mismo y de los demás, poniendo siempre en la historia nuevas semillas de maldad y de violencia.

Día de solidaridad

69.- El domingo debe ofrecer también a los fieles la ocasión de dedicarse a las actividades de misericordia, de caridad y de apostolado.

70.- De hecho, desde los tiempos apostólicos, la reunión dominical fue para los cristianos un momento para compartir fraternalmente con los más pobres.... Es más que nunca importante escuchar las severas exhortaciones de Pablo a la comunidad de Corinto, culpable de haber humillado a los pobres en el ágape fraterno que acompañaba a la «cena del Señor»:“Cuando os reunís, pues, en común, eso ya no es comer la cena del Señor; porque cada uno come primero su propia cena, y mientras uno pasa hambre, otro se embriaga. ¿No tenéis casas para comer y beber? ¿O en tan poco tenéis la Iglesia de Dios, y así avergonzáis a los que no tienen?” (1Cor 11,20-22).

73.- Vivido así, no sólo la Eucaristía dominical sino todo el domingo se convierte en una gran escuela de caridad, de justicia y de paz. La presencia del Resucitado en medio de los suyos se convierte en proyecto de solidaridad, urgencia de renovación interior, dirigida a cambiar las estructuras de pecado en las que los individuos, las comunidades.

CAPÍTULO V

DIES DIERUM

EL DOMINGO FIESTA PRIMORDIAL REVELADORA DEL SENTIDO DEL TIEMPO.

Cristo Alfa y Omega del tiempo

74.- En el cristianismo el tiempo tiene una importancia fundamental. Dentro de su dimensión se crea el mundo, en su interior se desarrolla la historia de la salvación, que tiene su culmen en la «plenitud de los tiempos» de la Encarnación y su término en el retorno glorioso del Hijo de Dios al final de los tiempos. En Jesucristo, Verbo encarnado, el tiempo llega a ser una dimensión de Dios, que en sí mismo es eterno. Cristo es el Señor del tiempo, su principio y su cumplimiento; cada año, cada día y cada momento son abarcados por su Encarnación y resurrección, para de este modo encontrarse de nuevo en la «plenitud de los tiempos».

75.- Al ser el domingo la Pascua semanal, en la que se recuerda y se hace presente el día en el cual Cristo resucitó de entre los muertos, es también el día que revela el sentido del tiempo. El domingo prefigura el día final, el de la “Parusía”, anticipada ya de alguna manera en el acontecimiento de la Resurrección.

El domingo en el año litúrgico

76.- Si el día del Señor, con su ritmo semanal, está enraizado en la tradición más antigua de la Iglesia y es de vital importancia para el cristiano, no ha tardado en implantarse otro ritmo: el ciclo anual. Desde el siglo II, la celebración por parte de los cristianos de la Pascua anual, junto con la de la Pascua semanal, ha permitido dar mayor espacio a la meditación del misterio de Cristo muerto y resucitado. Vinculada íntimamente con el misterio pascual, adquiere un relieve especial la solemnidad de Pentecostés, en la que se celebra la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles reunidos con María, y el comienzo de la misión hacia todos los pueblos.

77.- Esta lógica conmemorativa ha guiado la estructuración de todo el año litúrgico. Como recuerda el concilio Vaticano II, la Iglesia ha querido distribuir en el curso del año “todo el misterio de Cristo, desde la Encarnación y el Nacimiento hasta la Ascensión, el día de Pentecostés y la expectativa de la feliz esperanza y venida del Señor. Al conmemorar así los misterios de la redención, abre la riqueza de las virtudes y de los méritos de su Señor, de modo que se los hace presentes en cierto modo, durante todo tiempo, a los fieles para que los alcancen y se llenen de la gracia de la salvación”.

78.- Asimismo, «en la celebración de este ciclo anual de los misterios de Cristo, la santa Iglesia venera con especial amor a la bienaventurada Madre de Dios, la Virgen María, unida con su vínculo indisoluble a la obra salvadora de su Hijo».

                                   CONCLUSIÓN

81 Grande es ciertamente la riqueza espiritual y pastoral del domingo, tal como la tradición nos lo ha transmitido. El domingo, considerando globalmente sus significados y sus implicaciones, es como una síntesis de la vida cristiana y una condición para vivirla bien. Es de importancia capital que cada fiel esté convencido de que no puede vivir su fe, con la participación plena en la vida de la comunidad cristiana, sin tomar parte regularmente en la asamblea eucarística dominical.

Si en la Eucaristía se realiza la plenitud del culto que los hombres deben a Dios y que no se puede comparar con ninguna otra experiencia religiosa, esto se manifiesta con eficacia particular precisamente en la reunión dominical de toda la comunidad, obediente a la voz del Resucitado que la convoca, para darle la luz de su Palabra y el alimento de su Cuerpo como fuente sacramental perenne de redención. La gracia que mana de esta fuente renueva a los hombres, la vida y la historia.

83.- Descubierto y vivido así, el domingo es como el alma de los otros días, y en este sentido se puede recordar la reflexión de Orígenes según el cual el cristiano perfecto «está siempre en el día del Señor, celebra siempre el domingo». El domingo es una auténtica escuela, un itinerario permanente de pedagogía eclesial.

84.- Y de domingo en domingo, la comunidad cristiana iluminada por Cristo camina hacia el domingo sin fin de la Jerusalén celestial, cuando se completará en todas sus facetas la mística Ciudad de Dios, que “no necesita ni del sol ni de luna que la alumbren, porque la ilumina la gloria de Dios, y su lámpara es el Cordero” (Ap 21,23).

85.- En esta tensión hacia la meta la Iglesia es sostenida y animada por el Espíritu. Él despierta su memoria y actualiza para cada generación de creyentes el acontecimiento de la Resurrección.

86.- Encomiendo la viva acogida de esta Carta apostólica, por parte de la comunidad cristiana, a la intercesión de la santísima Virgen. Ella, sin quitar nada al papel central de Cristo y de su Espíritu, está presente en cada domingo de la Iglesia. Lo requiere el mismo misterio de Cristo: en efecto, ¿cómo podría ella, que es laMater Domini y lamater Ecclesiae, no estar presente por un título especial, el día que es a la vez Dies Domini y Dies Ecclesiae?

Hacia la Virgen María miran los fieles que escuchan la Palabra proclamada en la asamblea dominical, aprendiendo de ella a conservarla y meditarla en el propio corazón (cfr Lc 2,19).  Con María, los fieles aprenden a estar a los pies de la cruz para ofrecer al Padre el sacrificio de Cristo y unir al mismo el ofrecimiento de la propia vida. Con María viven el gozo de la resurrección, haciendo propias las palabras del Magnificat que cantan el don inagotable de la divina misericordia en la inexorable sucesión del tiempo: “Su misericordia alcanza de generación en generación a los que lo temen” (Lc 1,50). De domingo en domingo, el pueblo peregrino sigue las huellas de María, y su intercesión materna hace particularmente intensa y eficaz la oración que la Iglesia eleva a la Santísima Trinidad.

87.- El domingo, con su solemnidad ordinaria, seguirá marcando el tiempo de la peregrinación de la Iglesia hasta el domingo sin ocaso. Esto producirá sus frutos en las comunidades cristianas y ejercerá benéficos influjos en toda sociedad civil. Que los hombres y las mujeres del tercer milenio, encontrándose con la Iglesia que cada domingo celebra gozosamente el misterio del que fluye toda su vida, puedan encontrar también al mismo Cristo Resucitado. Y que su discípulos renovándose constantemente en el memorial semana de la Pascua, sean anunciadores cada vez más creíbles del Evangelio y constructores activos de la civilización del amor.

CAPÍTULO II

 LA EUCARISTÍA COMO MISA-SACRIFICIO

2. 1.    «ÉSTE ES EL MISTERIO DE NUESTRA FE»

Así proclamamos solemnemente a la Eucaristía después de la Consagración. Este grito aclamatorio es una invitación a orar, a pedir luz y gracia al Espíritu Santo, para comprender un poco la teología del misterio eucarístico. Sólo la fe iluminada y el amor encendido nos pueden poner en contacto con esta realidad en llamas que es Cristo resucitado y glorioso, celebrando para todos nosotros su triunfo sobre el pecado y la muerte que nos separaba de Dios y vencidos por su pasión, muerte y resurrección en la Eucaristía, en la que los presencializa sobre el altar y los ofrece al Padre por amor extremo, dando la vida en sacrificio, haciendo la Nueva y Eterna Alianza con Dios en su “cuerpo entregado y su sangre derramada”.

            La Eucaristía habría que estudiarla de rodillas, habría que celebrarla de rodillas, como yo sorprendí un día a una de mis feligresas que llevaba la comunión a los enfermos: me la encontré por la calle, la acompañé y me encontré con la sorpresa; me aclaró que los sacerdotes deben hacerlo de pie pero los seglares de rodillas, porque así lo hicieron Magdalena y aquella pecadora del banquete de Mateo... porque es Cristo en persona. Desde el convencimiento de que es y seguirá siendo un misterio, de que nos quedan muchos aspectos y realidades por captar y descubrir, vamos a decir algo de la Eucaristía como Eucaristía, como sacrificio desde la teología católica.

            Creer en la Eucaristía es creer en todo el evangelio, en Cristo entero y completo, en el Credo completo. Toda la teología católica está compendiada en la Eucaristía y puesta en acción: “Tomad y comed, esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros... tomad y bebed todos de él, porque este es el cáliz de mi sangre, sangre de la Alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros, para el perdón de los pecados...”

            La celebración de la Eucaristía ha sido deseada por el mismo Jesús y entregada a la Iglesia. La víspera de la Pasión, mientras estaba a la mesa con sus discípulos, quiso que participaran vitalmente de su Pascua: en el atardecer tenso del Cenáculo, las palabras del Señor han sonado firmes y vibrantes. ¿Qué lengua de hombre o de ángel podrá comprender y alabar el designio, el misterio de amor de Cristo al instituir la Eucaristía? ¿Cómo no asombrarse del hecho de que Aquel, que es Dios, se ofrezca como alimento y bebida a quienes son sus mismas criaturas? Tanto abajamiento y humildad nos confunden. Nadie será capaz de explicar lo que ocurrió aquel primer Jueves Santo de la historia, lo que sigue ocurriendo cada vez que un sacerdote pronuncia las palabras de la consagración sobre un poco de pan y de vino. Sólo hay una palabra que lo toca un poco y manifiesta su asombro: «Mysterium fidei».

            La liturgia copta es más expresiva que la romana:   «Amén, es verdad, nosotros lo creemos. Creo, creo, hasta expirar mi último aliento confesaré que esto es el Cuerpo dador de vida de tu Unigénito Hijo, de nuestro Señor y Dios, de nuestro Salvador Jesucristo. El cuerpo que recibió de la Virgen María, Señora y Reina nuestra, la Madre purísima de Dios. A su divinidad unió Dios ese cuerpo, sin mezcla, confusión o cambio. Creo que la divinidad no ha estado separada ni por un momento de su humanidad. Él es quien se dió por nosotros en perdón de los pecados para traernos la vida y salvación eternas. Creo, creo, creo que todas estas cosas son así».

            Y la verdad, hermanos, que para el hombre creyente no son posibles otras palabras. La Iglesia, en los Apóstoles, recibió el tesoro, los gestos, las palabras: “Haced esto en memoria mía”, pero no posee una plena explicación y comprensión del misterio, que ha de ser tocado y aceptado y poseído sólo por la fe: “Misterio de fe”.

            El apóstol Juan, que en la Última Cena ocupó el lugar inmediato a Jesús, apoyado sobre su corazón, quedó  marcado para siempre por la experiencia de esta hora. Lo que él vivió en aquellos momentos lo expresó en estas palabras: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”, hasta el extremo de sus fuerzas, hasta el extremo de su amor y de su vida, hasta el extremo del tiempo.         La Eucaristía, todo lo que ella contiene y significa es Amor infinito del Amado, de Jesucristo, al Padre y a los suyos. Es un hecho divino. Trasciende nuestras categorías humanas. Para captar y comprenderla un poco hay que captar y vivir otras verdades.

Hay que creer en Jesucristo, verdadero Dios, verdadero hombre y en todo lo que va desde su Encarnación hasta su muerte y resurrección porque la Eucaristía es creer y aceptar a Cristo entero y completo; la Eucaristía debe ser entendida desde el contexto de un Dios que me ama eternamente y no quiere vivir sin mí, que ha pronunciado mi nombre desde toda la eternidad y me ha dado la existencia para compartir conmigo una eternidad de gozo y amistad; que ha enviado a su propio Hijo para decirme todo en su Palabra, llena de Amor, de Espíritu Santo, y no sólo me ha  preferido a millones y millones de seres que no existirán y si yo existo es porque Él me ama, sino que me ha preferido a su propio Hijo, parece una blasfemia, pero es verdad, ahí están los hechos: “Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó)a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él...”; el Padre ha hecho a su Hijo Amado carne del sacrificio redentor y de la Alianza  con el Dios Trino y Uno, alimento de vida divina, de resurrección y  vida eterna para todos los hombres. 

Por todo esto, la Eucaristía no es sólo el compendio de la fe, es también el compendio de todo el amor de Dios Trinidad a los hombres, de todo el amor que el Padre manifestó y proyectó para los hombres por su Hijo, y de todo el amor que el Hijo manifestó y realizó en obediencia y adoración al Padre, con amor extremo de Espíritu Santo,  hasta dar la vida, como víctima de la Nueva Alianza con los hombres.

La Eucaristía compendia todo el Amor Personal, Espíritu Santo, del Padre y del Hijo a los hombres. Se llama Eucaristía porque Cristo la instituyó en acción de gracias, dando alabanzas al Padre por todos los beneficios de la Redención concedidos y aceptados plenamente por el Padre mediante la resurrección y la vida nueva de plenitud filial realizados proféticamente en la Última Cena y consumados cruentamente el Viernes Santo y que ahora hacemos presente en cada Eucaristía.

            Dice el Vaticano II, en la Constitución sobre la Iglesia, 47: «Nuestro Salvador, en la Última Cena, la noche que le traicionaban, instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y de su sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz y confiar así a su Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección: sacramento de piedad, vínculo de caridad, banquete pascual: en el cual se recibe como alimento a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria venidera».

            Antes dije que la  Eucaristía compendia toda la vida   de Cristo, toda la teología católica. Quisiera ahora  recordar algunas cosas, siguiendo el Catecismo de la Iglesia Católica. Quiero recordar que en la Eucaristía Cristo ofrece toda su vida al Padre y está presente todo entero y toda entera porque toda ella fue una ofrenda al Padre desde la Encarnación hasta su Ascensión a los cielos.

El Hijo de Dios“ha bajado del cielo no para hacer su voluntad sino la voluntad del que le ha enviado” (Jn 6,38), “al entrar en el mundo, dice... He aquí que vengo para hacer tu voluntad.. En virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Cristo” (Hbr 10,5-10). Desde el primer instante de su Encarnación, el Hijo acepta el designio divino de salvación en su misión redentora:“Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra” (Jn 12, 34).

            Este deseo de aceptar este designio de amor en obediencia al Padre anima toda su vida porque vino para ser ofrenda del sacrificio redentor: “El mundo ha de saber que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado” (Jn 14,31). Y cuando llega su hora, la hora asignada por el Padre, dice:“Padre, líbrame de esta hora, pero si para esta hora he venido” (Jn 12,27). “El cáliz que me ha dado el Padre ¿no lo voy a beber?(Jn 18,11). “Todo se ha cumplido”, dice en la cruz. Toda la vida de Cristo expresa su misión: “servir y dar su vida en rescate por muchos”. Jesús, al aceptar libremente en su corazón humano el amor del Padre hacia los hombres, “los amó hasta el extremo” (Jn 13,1), “porque nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13). Y todo esto lo hizo presente y memorial en la Última Cena al decir: “Tomad y comed, esto es mi cuerpo que será entregado por vosotros... esta es mi sangre que va a ser derramada por muchos..”

            El cáliz de la Nueva Alianza que Jesús anticipó en la  Cena al ofrecerse a sí mismo, lo acepta a continuación de  manos del Padre en su agonía de Getsemaní, haciéndose obediente hasta la muerte. Jesús ora: “Padre mío, si es posible que pase de mí este cáliz…”(Mt 26,39). Expresa así el horror que representa la muerte para su naturaleza humana. Pero al aceptar la voluntad del Padre, la muerte de Cristo es a la vez sacrificio pascual que lleva a cabo la redención definitiva, mediante el pacto de amistad o Nueva y Eterna Alianza de Dios con los hombres por medio del “Cordero que quita el pecado del mundo” (cfr 1Cor. 11,25), que devuelve al hombre la comunión con Dios reconciliándole con Él “por la sangre derramada por muchos para la remisión de los pecados” (Mt 26,28).  

            El “amor hasta el extremo” (Jn 13,1) es el que confiere valor de redención y reparación, de expiación y satisfacción al sacrificio de Cristo. La existencia en Cristo de la persona divina del Hijo, que al mismo tiempo sobrepasa y abraza a todas las personas humanas y le constituye cabeza de toda la humanidad, hace posible su sacrificio redentor por todos. Ningún hombre, aunque fuese el más santo, estaba en condiciones de tomar sobre sí los pecados de todos los hombres y ofrecerse en sacrificio por todos. Y el Padre, resucitándolo para Él y para nosotros, demuestra que acepta el sacrificio de la Nueva Alianza en su sangre, que ya estamos salvados y que es verdad todo lo que dijo e hizo.

            Cristo había salido de Dios y a Dios volvía en la Nueva Pascua, una vez realizado el pacto o la Nueva Alianza entre Dios y los hombres, que presencializamos en cada Eucaristía. Por eso la Eucaristía es la Nueva y Definitiva Pascua y Alianza.

2. 2. LA EUCARISTÍA, MEMORIAL DE LA NUEVA PASCUA Y NUEVA ALIANZA EN CRISTO

Jesucristo es Dios hecho hombre, es la Revelación del Misterio de Dios en carne como la nuestra, es la realización del proyecto del Dios Trino en el Hijo, nacido de mujer por obra del Espíritu Santo. La Eucaristía, que es una encarnación continuada, es el resumen de todo este misterio de Dios revelado en Jesucristo, es el compendio sacramental de todo el misterio de Cristo y de la Historia de la Salvación.

Como nos dice el Catecismo de la Iglesia: «La riqueza inagotable de este sacramento se expresa mediante los distintos nombres que se le da. Cada uno de estos nombres evoca alguno de sus aspectos. Se le llama: Eucaristía, porque es acción de gracias a Dios... Banquete del Señor, porque se trata la Cena que el Señor celebró con sus discípulos la víspera de su pasión... Fracción del pan… Asamblea eucarística... Memorial de la pasión y de la resurrección de Cristo, Santo Sacrificio... Santa y divina liturgia... Comunión... Santa Eucaristía...» (1328-1332).

            El misterio redentor de Cristo, inaugurado en el seno de la Virgen y manifestado plenamente en la cruz, penetra toda la historia y consagra la humanidad de una generación a otra. Verdaderamente la Pascua de Jesús es un hecho  histórico de eficacia perenne: cada vez que celebramos la Eucaristía  obtenemos la gracia de la redención que brota de la muerte y resurrección del Señor hasta que vuelva. De hecho, da testimonio de que Dios está con nosotros, que para nosotros y para todos: «en el sacramento de la Eucaristía el Salvador, encarnado en el seno de María hace veinte siglos, sigue ofreciéndose a la humanidad como fuente de gracia divina» (Prefacio II de Navidad).

            El misterio pascual nace en el corazón del Padre, que envía a su Hijo hecho obediente hasta la muerte y es resucitado por el Espíritu para nuestra justificación: la Eucaristía es obra de toda la Trinidad. La Eucaristía es la  Nueva Pascua instituida por Jesús en la Última Cena como memorial de su pasión, muerte y resurrección y dejada como memorial a su Iglesia: «Por eso, Señor, nosotros tus  siervos, y todo tu pueblo santo, al celebrar este memorial de la pasión gloriosa de Jesucristo, tu Hijo, nuestro Señor; de su santa resurrección del lugar de los muertos y de su admirable ascensión a los cielos, te ofrecemos, Dios de gloria y majestad, de los mismos bienes que nos has dado, el sacrificio puro, inmaculado y santo: pan de vida eterna y cáliz de eterna salvación» (Plegaria I).

            La Pascua cristiana tiene su anticipo e imagen en la pascua hebrea. Es en el Antiguo Testamento, como hemos dicho, donde encontramos figuras y hechos, que la hacen más comprensible y que sirven de anticipo y marco al misterio eucarístico instituido por Cristo. MAX THURIAN[1] nos dirá, «que la Eucaristía sólo puede comprenderse en su significado profundo, si se la explica por la tradición litúrgica del Antiguo Testamento. Si se interpretase la comida eucarística, como un acto nuevo y totalmente independiente, no llegaríamos a sus raíces más profundas».

            Esto se comprueba cuando uno se adentra en el mundo espiritual propio del Nuevo Testamento. Toda la vida de Cristo, todos sus dichos y hechos salvadores no se pueden comprender en profundidad si se desconoce el mundo y los hechos salvadores del Antiguo Testamento. La irrupción del reinado de Dios en esta tierra abarca indisolublemente los dos mundos tan distintos al exterior como son el del Viejo y el del Nuevo Testamento.

Por eso, toda la tradición apostólica, patrística y eclesial ha relacionado siempre la Eucaristía con figuras e instituciones del Antiguo Testamento: Pascua, Alianza, Memorial... y ésta es la razón por la que comenzamos nuestra exposición con el estudio breve de estas tres realidades veterotestamentarias que le dan pié y fundamento, aunque superadas lógicamente por la realidad misma de la Eucaristía. 

            Nosotros queremos explicar fundamentalmente la santa Eucaristía tal como fue instituida por Cristo en la Última Cena, esto es, como Nueva Pascua y Nueva Alianza; así la realizó el Señor y así nos mandó celebrarla en su nombre y así la ha celebrado siempre la Iglesia, como memorial de la Nueva Pascua y de la Nueva Alianza en Cristo. Y los haremos este estudio desde una mirada y una teología eminentemente bíblica y espiritual.

Lo hago convencido de la importancia que la espiritualidad tiene para la comprensión de la verdad teológicamente estudiada, no sólo para su vivencia. «La Iglesia se ha sentido siempre apasionada por una Eucaristía comprendida, y su búsqueda, que prosigue desde hace siglos, no acabará mañana, ya que por muy penetrante que sea el pensamiento humano, no abarcará jamás la amplitud de este misterio»[2]. Para explicar mejor la Eucaristía como Pascua del Señor, podemos hacernos tres preguntas:

 Qué significó para el pueblo judío la Pascua y su celebración.

 Qué significó para Jesucristo.

 Qué debe significar para nosotros.

2.3- ANTIGUO TESTAMENTO: PASCUA HEBREA

2.3.1. EL SACRIFICIO Y LA CENA DEL CORDERO PASCUAL

La pascua hebrea, como acontecimiento histórico, comprende la noche de la cena del cordero y la salida de la esclavitud de Egipto, el paso por el Mar Rojo, la travesía del desierto, la Alianza en la falda del Monte Sinaí, el banquete sacrificial....La pascua judía, iniciada con la cena del cordero pascual y continuada con hechos extraordinarios como el maná, el agua viva brotada de la roca... es la institución veterotestamentaria que arroja más sentido y comprensión sobre el contenido, las palabras y los gestos de Cristo en la Última Cena.

            Si queremos explicar la Eucaristía con la Biblia, hemos de comenzar por la comprensión de la pascua hebrea en la cual encuentra su raíz, contexto y profecía. Diversos pasajes del Éxodo, en el capítulo 12, sobre todo, y del Deuteronomio, en el capítulo 16, nos dan a conocer elementos bien concretos del rito pascual que anticipan la Cena del Señor. La pascua es el banquete anual que el pueblo judío celebra en conmemoración de la liberación de Egipto y de los hechos que la acompañaron. Es el comienzo del éxodo, de la salida de la esclavitud, el comienzo singularísimo de la historia de Israel, en el que Yahvé interviene en favor de su pueblo cumpliendo las promesas de Abrahán, para establecer con ellos una alianza que sellará su existencia como pueblo elegido.

            “Yahvé dijo a Moisés y a Arón en tierra de Egipto: Este mes será para vosotros el comienzo del año, el mes primero del año. Hablad a toda la asamblea de Israel y decidles: El día diez de este mes tome cada uno según las casas paternas  una res menor por cada casa. Si la casa fuere menor de lo necesario para comer la res, tome a su vecino, al de la casa cercana, según el número de personas, computándolo para la res según lo que cada cual puede comer. La res será sin defecto, macho, primal, cordero o cabrito. La reservarás hasta el día catorce de este mes y toda la asamblea de Israel lo inmolará entre dos luces. Tomarán de su sangre y untarán los postes y el dintel de la casa donde se coma. Comerán la carne esa misma noche, la comerán asada al fuego, con panes ácimos y lechugas silvestres. No comerán nada de él crudo, ni cocido al agua; todo asado al fuego, cabeza, patas y entrañas. No dejaréis nada para el día siguiente; si algo quedare, lo quemaréis. Habéis de comerlo así: ceñidos los lomos, calzados los pies y el báculo en la mano y comiendo de prisa, es la Pascua de Yahvé. Esa noche pasaré yo por la tierra de Egipto y mataré a todos los primogénitos de la tierra de Egipto, desde los hombres hasta los animales, y castigaré a todos los dioses de Egipto. Yo, Yahvé. La sangre servirá de señal en las casas donde estéis; yo veré la sangre y pasaré de largo, y no habrá para vosotros plaga mortal cuando yo hiera la tierra de Egipto. Este día será para vosotros memorable y lo celebraréis solemnemente en honor de Yahvé de generación en generación: será una fiesta a perpetuidad”  (Ex.12,1-14).

Es Pascua de Yahvé(v 11). La palabra pesah, (en los v.11,21,27,43,48) pasando por el arameo, ha llegado a ser en griego y en latínpascha, del verbo pesah... Podemos traducir saltar o pasar como se traduce ordinariamente este verbo: “pasar por” “pasar por encima de”... Por tanto, “este paso por encima” que exime y exceptúa a las viviendas de los Israelitas, tiene sentido de salvación. La explicación se dará más completamente en los versículos siguientes...

            Los Padres de la Iglesia se preguntaban qué sangre tan  preciosa veía el Padre Dios en los dinteles de las puertas de los judíos para mandar a su ángel no castigarlos. Y respondían: «Veía la sangre de Cristo, veía la Eucaristía». 

En uno de los primeros textos pascuales de la Iglesia leemos estas palabras: «¡Oh misterio nuevo e inexpresable! La inmolación del cordero se convierte en salvación de Israel, la muerte del cordero en vida del pueblo y la sangre atemorizó al ángel. Respóndeme, ¿oh ángel, qué fue lo que te llenó de temor? Está claro: tú has visto el misterio del Señor cumpliéndose en el cordero, la vida del Señor en la inmolación del cordero, la figura del Señor en la muerte del cordero y por esto no has castigado a Israel»[3]. Y el PSEUDO HIPÓLITO exclama: «¿Cuál será la fuerza de la realidad cuando la simple figura de ella era causa de salvación?»[4]. Para los Padres y para la Iglesia está claro que desde la noche del éxodo Dios contemplaba ya la Eucaristía y pensaba en darnos el verdadero Cordero Salvador:“Cuando yo vea la sangre, pasaré de largo ante vosotros y no habrá plaga exterminadora...” (Ex.12,13).

             Todo esto lo cree y lo reza la liturgia de la Iglesia en uno de sus prefacios pascuales, con mayor expresividad en su versión latina: «...pascha nostrum inmolatus est Christus: qui oblatione sui corporis, antiqua sacrificia in crucis  veritate perfecit, et seipsum pro nostra salute commendans, idem sacerdos, altare y agnus exhibuit... «Cristo, nuestra pascua, (cordero pascual) ha sido inmolado. Porque él, con la inmolación de su cuerpo en la cruz, dio pleno cumplimiento a lo que anunciaban los sacrificios de la antigua alianza y, ofreciéndose a sí mismo, quiso ser al mismo tiempo sacerdote, víctima y altar».

            El Éxodo, pues, no es sólo el momento de partida, después de la cena del cordero, en aquella noche llena de acontecimientos, que dan fin a la esclavitud en Egipto sino que abarca también otros muchos hechos extraordinarios, mencionados anteriormente, que nos ayudan a comprender mejor el contenido del misterio eucarístico. Y si la Eucaristía contiene todo el misterio de Cristo, el éxodo pascual es el evangelio del AT y la buena noticia de un Dios que ha salvado a su pueblo y lo seguirá salvando en el futuro.

            Así viene proclamado al comienzo del decálogo: “Yo soy Yahvé, tu Dios, que te sacó de la tierra de Egipto, de aquel lugar de esclavitud” (Ex. 20,2). Esto quedará por todos los siglos como el artículo fundamental del credo histórico de Israel: “Mi padre era un Arameo errante... Los egipcios nos maltrataron, nos oprimieron y nos impusieron una dura esclavitud. Entonces clamamos al Señor, Dios de nuestros antepasados y el Señor escuchó nuestra voz y vio nuestra miseria, nuestra angustia y nuestra opresión. El Señor nos sacó de Egipto con mano fuerte  y brazo poderoso en medio de gran temor, señales y prodigios; nos condujo a este lugar y nos dio esta tierra, que mana leche y miel” (Deut. 26,5-10).

            Esta antiquísima fórmula, que acompañaba a la ofrenda sacrificial de las primicias, equivale a una profesión de fe (Deut. 17) y va ligada en el relato a la celebración de un sacrificio banquete: “Este será un memorial entre vosotros y lo celebraréis como fiesta en honor de Yahvé de generación en generación”.

Este ritual está descrito dos veces en el libro del Éxodo: en Ex. 12,1-14 como orden dada por Dios a Moisés y en 12,21-27 como orden transmitida por Moisés al pueblo. Tanto el uno como el otro contienen elementos que se refieren solo a aquella noche y otros que miran a las celebraciones futuras. La celebración de la pascua tenía lugar el día 15 del primer mes, (mes de Abib, llamado Nisán después del exilio) comenzando con la tarde del día 14. Es el inicio de la primavera y la noche de la tarde del 14 era precisamente plenilunio.          “Cuando os pregunten vuestros hijos: «¿qué significa para vosotros este rito?», responderéis: «“Este es el sacrificio de la pascua de Yahvé, que pasó de largo por las casas de los israelitas cuando hirió a los egipcios y salvó vuestras casas» (Ex.12,26-27). Y, celebrándolo así, es como este rito se convierte en memorial de la Pascua Judía, esto es, de la liberación de Egipto, del paso del mar Rojo, de la alianza con su pueblo.

2.3. 2.  ALIANZA POR LA SANGRE

Como el éxodo ha sido el acontecimiento determinante de la historia de la Salvación de Israel en el AT., así la Alianza va a ser la institución fundamental que regule las relaciones entre Dios y su pueblo y el punto de referencia esencial para juzgar el comportamiento de la comunidad, tanto de sus jefes como de cada uno de los componentes del pueblo de Dios. El mismo término de alianza, su contenido y obligaciones tienen como base pactos y compromisos sociales nacidos  entre los pueblos y clanes familiares.

            Sobre la base de la solidaridad de la sangre, fortísima entre los pueblos nómadas, se establecieron pactos entre individuos y clanes familiares de diversa sangre, a fin de hacer  uniones que tuvieran el mismo valor y fuerza que ésta, por lo que se hacían como <consanguíneos>. Un rito consistente en un cambio de sangre simbolizaba y sancionaba el ingreso de un individuo o de un grupo familiar en el otro grupo como si tuvieran un mismo origen, con la consiguiente participación en los mismos derechos y obligaciones familiares.

Bajo este aspecto, la Alianza de Israel con Yahvé, simbolizada por la sangre derramada mitad sobre el altar, que representa a Dios, mitad sobre el pueblo, indicaba la participación de Israel en los bienes de Dios y, en un cierto sentido, la asunción por parte Dios de los intereses de Israel. Otras veces este rito consistía en un convite sacrificial, por el que se significaba la participación para siempre en los mismos bienes y derechos de los contrayentes.

            La alianza, contraída por Dios con su pueblo en el desierto, emplea la sangre con este significado vital que tenía entre los hebreos y viene a significar la comunión de vida que de ahora en adelante existirá entre Dios e Israel. Dice Yahvé a Moisés: “Ya habéis visto lo que he hecho con los egipcios y cómo a vosotros os he llevado sobre alas de águila y os he traído a mí. Ahora, pues, si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra; seréis para mí un reino de sacerdotes y  nación santa” (Ex. 19,3-6). El rito de la conclusión de la alianza tiene lugar en el monte llamado Sinaí en los pasajes atribuidos al Yahvista (Ex. 19, 11b-18) y Horeb en los atribuidos al Elohista (Ex.33,6): “Moisés vino y comunicó al pueblo todo lo que le había dicho Yahvé y todas sus leyes. Y todo el pueblo respondió a una: Cumpliremos todo lo que ha dicho Yahvé. Entonces escribió Moisés todas las  palabras de Yahvé y levantándose muy de mañana, alzó al pié del monte un altar  y doce estelas por las doce tribus de Israel. Luego mandó a algunos jóvenes de los israelitas que ofreciesen holocaustos e inmolaran novillos como sacrificio de comunión para Yahvé. Moisés tomó la mitad de la sangre y la puso en una vasija y la otra mitad la derramó sobre el altar. Tomó a continuación el código de la alianza y lo leyó en presencia del pueblo, el cual dijo: Obedeceremos y cumpliremos todo lo que ha dicho Yahvé. Entonces Moisés tomó la sangre y roció al pueblo, diciendo: Esta es la sangre de la alianza, que el Señor ha hecho  con vosotros, según las palabras ya dichas”  (Ex.24, 3-9).    

            La sangre, derramada después del juramento tanto sobre el altar como sobre el mismo pueblo, significa una nueva unión más fuerte que se dará de ahora en adelante entre Dios e Israel y de Israel con su Dios. Y así interpreta Moisés este gesto simbólico al decir: “Esta es la sangre de la Alianza...”

La Alianza de Dios con su pueblo implica una comunidad de vida, una verdadera y eficaz armonía de voluntad entre los dos contrayentes, que en razón de la Alianza tendrán los mismos fines y objetivos. Israel aceptará la voluntad de Dios expresada en sus “palabras” y de este modo entrará en los planes de Dios.

Todo lo dicho aquí es muy importante para nuestra exposición, porque Jesús mismo, en la institución de la Eucaristía, cita la fórmula ritual de Moisés y la incorpora para siempre a las palabras de la consagración: “Esta es mi sangre, la sangre de la alianza...”  (Mt. 26, 28). Mediante esta nueva alianza, Dios quiere conducir a su nuevo pueblo a una vida de comunión con Él, y los hombres son invitados a entrar en este designio de Dios, conformándose en todo a su voluntad.

            MAX THURIAN verá una similitud litúrgica grande entre las dos alianzas por medio de la sangre: “Uno se siente inclinado a ver en este relato de la alianza del Sinaí un preliturgia cristiana: 1) Sacrificio en el que Moisés presenta a Dios la sangre de la alianza sobre el altar (5-6); 2) lectura por Moisés de la Palabra de Dios en el libro de la Alianza (7); Compromiso de obediencia por el pueblo en su responso (7b); comunicación de la sangre de la Alianza por Moisés al pueblo con las palabras: esta es la sangre de la Alianza...(8); De idéntico modo, en la nueva alianza, palabra y sacramento están estrechamente vinculados y la comunión con Dios implica obediencia a la palabra escuchada  y recepción del cuerpo y sangre de Cristo”[5].

            La alianza sinaítica  fue una etapa maravillosa de la historia de la salvación del pueblo de Dios; pero era sólo eso, una etapa, ya que la alianza de Dios había de extenderse a todos los pueblos. En los planes de Dios toda la humanidad había de formar parte de su Alianza definitiva por medio de la sangre de Cristo.

Por eso, cuando esta alianza sinaítica se rompe por la infidelidad del pueblo de Israel, Dios, por los profetas, promete una nueva y definitiva: “He aquí que vienen días (oráculo de Yahvé) en que yo pactaré con la casa de Israel y la casa de Judá, no como la alianza que hice con sus padres cuando, tomándolos de la mano, los saqué de la tierra de Egipto, pues ellos quebrantaron mi alianza y yo los rechacé -oráculo de Yahvé. Porque ésta será la alianza que yo haré con la casa de Israel después de aquellos días, oráculo de Yahvé: Yo pondré mi ley en su interior y la escribiré en su corazón, y seré su Dios y ellos serán mi pueblo... Yo perdonaré su maldad y no me acordaré más de sus pecados” (Jr.31, 31-34).

Todos estos hechos y profecías son implícitamente evocados por Jesús en la Última Cena, al mencionar su sangre, como sangre de la nueva alianza: “Bebed todos de él, porque ésta es la sangre de la alianza, que se derrama por muchos para el perdón de los pecados...”  (Mt. 26,27).

2.3.3 .LA PASCUA HEBREA COMO MEMORIAL: CELEBRACIÓN RITUAL

Memorial es un concepto bíblico fundamental en toda la vida de Israel y en particular en la celebración ritual de la Pascua. Asociado a un rito permanente que tiene como objeto recordar las hazañas que Dios hizo en el pasado y que se vuelven a poner ante los ojos de Yahvé, para que recordándolas, Dios renueve la salvación y la liberación concedidas a Israel: “Este día será un día memorable para vosotros y lo celebraréis como fiesta del Señor, institución perpetua para todas las generaciones”  (Ex.12, 14). “Dijo, pues, Moisés al pueblo. “Acordaos de este día en que salisteis de Egipto, de la casa de la servidumbre…” (Ex.13, 3-10).

En la celebración de la cena pascual, los padres tenían la obligación de dar una catequesis a los hijos más pequeños sobre el significado de aquella cena, que estaban celebrando y de sus ritos: “Cuando hayáis entrado en la tierra que el Señor os va a dar, como ha prometido, observaréis este rito. Y cuando vuestros hijos os pregunten: ¿qué significa este rito? responderéis: Es el sacrificio de la pascua en honor del Señor, que pasó de largo ante las casas de los israelitas de Egipto, cuando castigó a los egipcios y perdonó a nuestras familias”  (Ex.12, 25-27).

            El rito pascual celebrado de esta forma se convierte en una institución permanente, unido indisolublemente al hecho de la liberación de Egipto y es un memorial de toda la realidad del éxodo. El memorial pascual no era mera evocación y recuerdo subjetivo del pasado. Al hacer presente el rito, se quería recordar a Dios las maravillas realizadas antiguamente, para que las siguiera realizando en el presente, en favor de su pueblo. También servía para recordar al pueblo los compromisos contraídos con Dios por la Alianza, que ahora tenía que hacer actuales.

            En el lenguaje bíblico, los términos <acordarse> y <memoria> tienen un sentido más pleno que un simple recuerdo memorístico de un hecho pasado. Se podía referir tanto a Dios como al hombre. Que «Dios se acuerde de alguien» quiere decir que Dios obre en favor de él. Así en el Génesis 8,1: “Dios se acordó de Noé y de todos los animales que estaban en el arca”, expresa que Dios hizo cesar el diluvio teniendo en cuenta la promesa hecha a Noé. “Acuérdate de mí”, que tantas veces aparece en los salmos, indica que Dios tenga presente al hombre y lo salve de los peligros y dificultades. Cuando se refiere a hechos gloriosos y pasados entre Dios y el hombre, quiere decir que Dios renueve o haga activa la promesa o la realidad. En el cántico de Zacarías, que anuncia el comienzo de la era mesiánica, se pide a Dios que se acuerde de las promesas hechas en la Alianza[6].  

            Desde la Biblia, este sentido pasó a la liturgia y en el rito de la Pascua, la memoria o el recuerdo del nombre de Yahvé era inseparable de la misma, porque Dios había iniciado su intervención en favor de Israel revelando a Moisés su nombre “Yahvé” (Ex.3,14-15), que sería para siempre un memorial, esto es, el medio para invocar todos sus beneficios: “Éste es mi nombre para siempre, así me recordarán de generación en generación” (Ex.3,15).

            Por tanto, el rito memorial, por excelencia, del pueblo judío era el rito pascual. Esta memoria pascual, repetida periódicamente, provoca de una parte, el agradecimiento del pueblo a Dios por la salvación recibida, y por otra, en cuanto institución divina, obliga a Dios a <acordarse>, esto es, a revivir y renovar los prodigios hechos en favor de su pueblo, según las palabras del salmo 111,4-5: “Ha hecho maravillas memorables, el Señor es compasivo y misericordioso: Da alimento a los que le honran, acordándose siempre de su alianza”.

            La comprensión bíblica de la pascua como memorial es el sustrato que está en la base conceptual e institucional de las palabras de Jesús: “Haced esto en memoria mía” (Lc 22, 19; 1Cor 11, 24-25), que San Pablo comenta en concreto: “Así, pues, siempre que coméis de este pan y bebéis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que Él venga” (1Cor 11,26). La Eucaristía será para los creyentes en los siglos venideros el <memorial> de la obra redentora de Cristo. De esta forma, la categoría bíblica de <memorial>, fundiéndose con la categoría, también bíblica, del signo profético, del que  hablaremos enseguida, ayudan a comprender mejor la realidad de la Eucaristía, como memorial de la Pascua de Cristo.

            Quiero terminar este apartado añadiendo que la pascua judía no sólo era memorial de una liberación pasada que Dios hace presente, sino que después del exilio miraba cada vez más al futuro. Ello era debido a que los profetas contemplaban la venida de un  nuevo Moisés. Yahvé era la  garantía y la esperanza mesiánica en el futuro.

2.3.4 NUEVO TESTAMENTO: JESUCRISTO, NUEVA PASCUA, NUEVA ALIANZA

Entramos ya en el Nuevo Testamento. La Eucaristía es una maravilla que podría parecer increíble si no estuviera garantizada por la transmisión fiel de los evangelios y de Pablo. Aquí están las bases de toda la comprensión del misterio eucarístico. Y lo primero será comprobar ciertamente que Cristo instituyó la Eucaristía en un contexto pascual, es más, la mayoría de los autores avalan que lo hizo en el marco de la cena pascual judía.

            Ateniéndonos a los sinópticos, Jesús celebró la Última Cena“el primer día de los Ázimos”, la noche del 14 al 15 de Nisán, al ocaso del sol; por consiguiente, fue una cena pascual judía y todos los acontecimientos de la pasión tuvieron lugar del 14 al 15. Sin embargo, según el evangelio de Juan (Jn.13, 1. 29; 18, 28), Jesús muere el día 14, pues ese día los corderos eran inmolados en el templo y, puesto el sol, se comía la cena pascual. Según S. Juan, Jesús adelantó la cena veinticuatro horas y los acontecimientos de la pasión tuvieron lugar del 13 al 14. Lógicamente se han dado intentos de armonización entre los sinópticos y Juan, pero no podemos detenernos mucho tiempo en este aspecto. En lo que no hay duda ni discusión alguna es que la última cena se celebró en un marco y contexto pascuales. Es más, para los sinópticos es totalmente cierto que la Última Cena fue la cena pascual judía y que en ella Cristo instituyó la Eucaristía. “El primer día de los Ázimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dijeron a Jesús sus discípulos:¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?” (Mc.14,12).

            Los días de los panes sin levadura eran siete y el primero empezaba la tarde del día 14. En aquella tarde, entre la hora 15 y la puesta del sol, debía de sacrificarse el cordero en el templo (Mt.26,17). Las expresiones de Jesús: “preparar la pascua” “comer la pascua” lo confirman: “¿Dónde está la habitación en que voy a comer la Pascua con mis discípulos?”  (Mc.14,14).  Mateo subraya que las directrices del Maestro se siguieron fielmente: “Los discípulos cumplieron las instrucciones de Jesús y prepararon la Pascua”  ( Mt.26,19).  No sólo el término usado «pascua» indica indudablemente la cena pascual, sino el cuidado particular, con que Jesús da las instrucciones, confirma la naturaleza pascual de la comida, corroborada por el mismo testimonio de Jesús: “Ardientemente he deseado comer esta pascua con vosotros antes de padecer...”(Lc.22,15).

            Hay además una convergencia de detalles en la misma celebración de la cena que avalan esta afirmación explícita de los evangelios. JOAQUÍN JEREMÍAS lo demuestra con una incomparable finura de análisis y con una irrefutable abundancia de pruebas, que sólo un especialista puede elaborar gracias a su meticulosa precisión, a veces demasiado sutil, y a su extraordinario conocimiento de fuentes rabínicas. He aquí un resumen:

-- Se menciona que la Última Cena tuvo lugar en Jerusalén y sabemos que la fiesta de pascua desde el año 621 a. C. había dejado de ser una fiesta doméstica para convertirse en una fiesta de peregrinación a Jerusalén.

-- Se utiliza un local prestado (Mc.14,13-15), según la costumbre judía de ceder gratuitamente a los peregrinos ciertos locales.

-- Jesús come en esta ocasión con los Doce; la celebración de la pascua exigía la presencia, al menos, de diez personas.

-- Tiene lugar al atardecer y recostados sobre la mesa, como se hacía en aquel tiempo, y no sentados.

-- El hecho de que Jesús parta el pan durante la cena, “mientras comían” Mc.14,18-22),  es significativo,  pues en una comida ordinaria se partía al principio.

-- El vino rojo era el propio de la cena pascual.

-- El himno que se canta (Mc.14,26;Mt.26,30) era el himno Hallel, que se recitaba en la cena pascual.

-- Jesús anuncia durante la cena su pasión inminente y sabemos que la explicación de los elementos especiales de la comida era parte integrante del rito pascual.

-- Al añadir el tema del memorial:“Haced esto en memoria mía”, especifica que la cena se celebraba en el ambiente pascual, y el Maestro se ha servido de él para instituir el nuevo rito como memorial de su sacrificio[7]. No hay que maravillarse, por tanto, de que ya en el siglo IV, Efrén el Sirio, aludiendo a las notas de la cena pascual de Cristo, entonara esta bienaventuranza: “Dichosa eres tú, oh noche última, porque en ti se ha cumplido la noche de Egipto. El Señor nuestro en ti ha comido la pequeña pascua y se convierte el mismo en la gran Pascua... He aquí la pascua que pasa y la Pascua que no pasa. He aquí la figura y he aquí su cumplimiento” (Himnos sobre  los ázimos)[8].           

Para comprender mejor la institución de la Eucaristía como memorial de la Pascua de Cristo dentro de la pascua judía podríamos añadir el paralelismo entre los ritos de la pascua hebrea y los gestos de Jesús en esta noche:

-- El banquete se iniciaba con la bendición inicial: se llenaba el primer cáliz y, sobre él, el padre de familia, o el más anciano del grupo, recitaba la bendición o alabanza a Dios por la fiesta y todos bebían.

-- Después de lavarse las manos, se traían las hierbas o lechugas amargas y se mezclaban en la salsa. Se comía una parte. Entonces se traía el cordero con el pan ázimo, pero no se comía.

-- Se llenaba la segunda copa de vino y se explicaba el simbolismo de los alimentos: el cordero recordaba la liberación de Egipto; los ázimos, la prisa de la salida; las hierbas amargas, la amargura de Egipto.  Después se cantaba

la primera parte de Hallel (Salmo 112-113,8). Entonces todos  bebían.

-- Se lavaban de nuevo las manos y el padre de familia tomaba el pan y lo bendecía, lo partía y daba un trozo a cada uno de los presentes.

-- Después se comía el cordero con el pan ázimo y ya no se tomaba más alimento. Se lavaban de nuevo las manos.

-- Se llenaba luego la tercera copa, llamada de la bendición porque el padre recitaba la bendición sobre ella y se bebía.

-- Se llegaba así a la cuarta copa y se recitaba la segunda parte del Hallel (113,118). Se bebe esta copa y terminaba la cena pascual.

Este rito pascual fue seguido por Jesús en la Última Cena, como luego veremos.

2. 3. 5. LOS TEXTOS DE LA INSTITUCIÓN DE LA EUCARISTÍA

Vamos a estudiar ahora los textos más antiguos que dan testimonio de la Eucaristía. Empezamos por el de Pablo en su carta a los Corintios.

EL TESTIMONIO DE PABLO

El testimonio más antiguo sobre la Eucaristía es el de San Pablo en su primera carta a los Corintios; la carta fue escrita en torno al año 56-57, siendo anterior a los evangelios. “Porque yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he transmitido: Que el Señor Jesús, en la noche en que iban  a entregarlo, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros: Haced esto en memoria mía” (1Cor.11, 23-25).

El contenido de la acción de Jesús está perfectamente explicitado no solo por sus palabras sino también por sus gestos. El Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, con un gesto profético anticipa el hecho de su muerte mediante el pan que se convierte en su cuerpo entregado por todos y repartido entre los apóstoles. El cuerpo ofrecido y la sangre derramada es la nueva alianza en su sangre, no en la del cordero. El es el nuevo cordero y la nueva alianza. Este es el significado esencial de esta cena pascual para Pablo: “Cada vez que coméis  este pan y bebéis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que vuelva” (1Cor. 11,26). El Señor vuelve en la resurrección, que inaugura los bienes escatológicos para todos.

            “He recibido del Señor”significa para Pablo que no depende en el origen de esta verdad de sí mismo, de su conocimiento particular, sino que ha recibido una tradición que Jesús mismo originó y realizó con sus palabras y gestos en la Última Cena. Él transmite aquella tradición a los Corintios con la plena conciencia de que el valor de la tradición estaba  garantizado no sólo por el recuerdo sino por la autoridad misma de Cristo, que había instituido la Eucaristía.

 En la misma carta, Pablo vuelve a recurrir a la autoridad de la tradición en otra verdad fundamental de la fe cristiana: la muerte y resurrección del Señor:“Porque lo primero que yo os transmití, tal como lo había recibido, fue esto: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras”  (15.3-4). Para Pablo como para todo creyente, sin resurrección de Cristo no hay cristianismo.”Vana es nuestra fe” (1Cor.15, 17). Todo lo que Cristo dijo e hizo es verdad porque Él ha resucitado y la resurrección de Cristo arroja luz de verdad sobre toda su persona -hechos y dichos- desde su nacimiento hasta su muerte. Es el Hijo de Dios encarnado.

            Pues bien, Pablo quiere quedar bien claro que estas dos verdades esenciales de la fe cristiana, las ha recibido de la tradición de la Iglesia y en ella se apoya. Este apoyo en la tradición sobre la Eucaristía, lo pone directamente en el Señor: “Porque yo he recibido una  tradición, que procede  del Señor y que a mi vez os he transmitido...” (11,23); en cambio, en la resurrección, atestigua simplemente la tradición: “Porque lo  primero que yo os transmití, tal como lo había recibido...” (15,3).

            Esta orden está también recogida en el Evangelio de Lucas para la consagración del pan (Lc.22,19), mientras que en Pablo se repite en la consagración del pan y del vino. Los Apóstoles comprendieron que la intención de Jesús abarcaba tanto al pan como al vino, con la invitación de comer su cuerpo y beber su sangre. En ambas consagraciones, Jesús sigue el rito del pan y del vino de la pascua judía, pero transformando radicalmente su significado y contenido, como sabemos por la comprensión de los apóstoles. La nueva pascua se hará en conmemoración de Cristo.

2. 3. 6. SIGNIFICADO DE LAS PALABRAS DE CRISTO.

Veamos ahora el significado que Cristo dio a sus palabras y gestos institucionales, primero, en sus elementos particulares y después, en su significación general.

 “Habiendo bendecido, tomó el pan en sus manos y lo partió diciendo: Tomad y comed, esto es mi cuerpo”, “por vosotros”añade Pablo; “entregado”, Lucas. Si antes hemos mencionado los elementos esenciales y el rito de celebración de la pascua judía es para que ahora comprendamos mejor y en su sentido pleno los gestos y las palabras de la institución de la pascua de Cristo. Jesús toma en sus manos el pan y bendecía como hacía el padre de familia en la pascua judía. “Tomad y comed”, porque Jesús quería expresar la unión íntima entre comunión y sacrificio, quería darse como comida pascual. “Esto” (touto) referido tanto al cuerpo como a la sangre indica que El no sólo hace la ofrenda sino que es realmente la persona ofrecida. “es” (touto estín) “esto es”; esta cópula no aparece en hebreo, puesto que en esta lengua el valor copulativo está implícito.

“Mi cuerpo”: el texto griego usa el término “soma”. “Entregado” y “derramada” son participios que, según J. Jeremías, tanto en hebreo como en arameo, son intemporales, ya que su tiempo se determina por el contexto. En nuestro caso habría que traducir: es la sangre que  será derramada en la cruz. La preposiciones “por”, en griego “iper” o “peri”, es una clara alusión al sentido expiatorio que Cristo da a su muerte, como en cualquier sacrificio expiatorio de Israel.“El cual se entregó (“iper emon”) “por nosotros” a fin de rescatarnos de toda esclavitud: Tit.2, 14.

            “Esta es la sangre de la alianza”. Jesús utiliza aquí la copa tercera o copa de bendición y la pone en relación directa con su sangre, que derramará en la cruz. Se trata de la sangre que sellará la nueva y definitiva alianza en sustitución de aquella con que Moisés selló la antigua (Ex.24,8). Sobre los términos “esta”, “derramada”, remitimos a lo dicho a propósito del pan.

            “Haced esto en memoria mía”:con estas palabras Jesús expresa su clara intención de que los apóstoles y sus sucesores deben repetir este rito, este memorial eucarístico instituido por él. Estas palabras las pronunció ciertamente. Si no aparecen en Mateo y Marcos es debido al hecho mismo de estar repitiéndose continuamente lo establecido por Jesús, de estar realizándose lo que mandó Jesús.

            Llegados a este momento estamos ya en condición de entender la Eucaristía como memorial de la Nueva Pascua y de la Nueva Alianza instituida por Jesucristo. Pero sin olvidar por ello que la distancia entre el memorial del AT y del NT es infinita, como afirma DURRWELL: «Pero la diferencia es demasiado grande. Una cosa es el cordero comido y otra el  acontecimiento celebrado... el acontecimiento que se celebra es ese hombre mismo, su misterio personal, entero, el de su muerte en la que es glorificado... las dos pascuas, la judía y la cristiana, coinciden en sus dimensiones, pero en profundidad la distancia que las separa es infinita…»[9]. En la Eucaristía, Jesús sustituye el antiguo memorial por el memorial de la nueva pascua que realiza en su muerte y resurrección. Lo afirma claramente Pablo:“Porque cuantas veces comiereis este pan y bebiereis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que venga” (1Cor. 11,26).

2. 3.7. SIGNO PROFÉTICO Y MEMORIAL

Para comprender el significado total de lo que Cristo instituyó en la Última Cena, no basta estudiar y comprender la significación particularizada de las palabras institucionales. Hoy día se recurre frecuentemente al concepto de signo profético como clave de comprensión de lo que Jesús hizo. Cristo anticipó proféticamente sobre el pan y el vino su sacrificio en la cruz. Es un aspecto añadido al memorial: de la misma manera que el memorial veterotestamentario hacía de algún modo presente la acción salvadora de Dios en el pasado, así el Señor, que instauró la cena en el contexto pascual, anticipa el misterio de su muerte en la Ultima Cena.

            JOSÉ ESPINEL hace tres años publicó un volumen, LA EUCARISTÍA DEL NUEVO TESTAMENTO, ampliación de otro anterior, sobre la Eucaristía como acción profética. Resumiendo su pensamiento diríamos, que para comprender lo que es un signo o acción profética, empezaríamos por explicar lo que es una parábola en acción. Es un gesto que  fundamentalmente se dirige a la inteligencia para hacerle comprender lo que se anuncia y que se realizará en el futuro. Es, por ejemplo, el episodio de Saúl cuando hizo pedazos a dos bueyes y mandó estos trozos ensangrentados a todas las regiones de Israel por medio de mensajeros para decirles: «Esto les sucederá a los bueyes de todo el que no siga a Saúl y Samuel» (1Sam. 11,7).

            El signo profético, sin embargo, es mucho más porque no se mueve sólo en el nivel del conocimiento, sino en el nivel de la acción. Es un hecho o gesto que hace ya presente lo que dice, anticipa el acontecimiento y produce el juicio salvador o punitivo de Dios. Por ejemplo: cuando Jeremías pone un yugo sobre su cuello para significar que una nación extranjera se va a apoderar de Jerusalén, los falsos profetas se lo quitan inmediatamente para que no se realice la invasión. Veían en el gesto el comienzo de la tragedia.

            Después de todo lo dicho, lo que Jesús hace en la Última Cena podría bien ser calificado de gesto profético. Todo lo que sucederá el día siguiente en su persona, con su cuerpo destrozado y su sangre derramada, es anticipado por Él en aquella mesa. Las palabras que acompañan al gesto de Jesús no sólo hacen presente su muerte sino que explican su sentido salvífico. Esta muerte es la verdadera y definitiva pascua, el único y verdadero sacrificio de expiación, la nueva alianza.

            Los apóstoles, conocedores del lenguaje de los profetas, no tuvieron dificultad en entender y comprender que lo que Jesús hacía aquella noche era un gesto profético, una palabra divinamente eficaz, que realizaba lo que decía. Comprendían que el acontecimiento redentor estaba ya presente en la acción de Jesús. El signo profético y el memorial son dos conceptos correlativos: uno actualiza anticipando y el otro recordando. Jesús, en la última cena, no quiere darnos una catequesis, una enseñanza teórica, sino que anticipa verdadera y realísticamente el misterio de su pasión  y muerte. La Eucaristía, que celebra ahora la Iglesia, es el memorial, que, <recordando>, hace presente el misterio realizado por Jesús en la Cena.

            Jesús, aquella noche, no se limita a pronunciar sobre el pan y el vino la bendición sino que los pone en estrecha relación con la suerte de su cuerpo y sangre en la cruz, dándole el mismo sentido sacrificial que compete a su muerte. Cristo es, pues, la víctima pascual que sustituye al cordero inmolado en el templo. Es el nuevo Cordero en el que se realiza la nueva y definitiva pascua de liberación sobre el mundo. Y esta interpretación es la de San Pablo en 1Cor. 10,6: “La copa de bendición que bendecimos, ¿no es acaso la comunión en la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es acaso comunión con el cuerpo de Cristo?”

            Por tanto, el Señor, en el marco de la pascua judía, da a los suyos su cuerpo y su sangre: cuerpo y sangre que se inmolarán en la cruz históricamente y hará a los suyos beneficiarios de los frutos de la salvación. En consecuencia, si esta comida sacrificial encierra la presencia de la víctima, podemos y debemos entender en sentido plenamente real las palabras de Cristo:“Esto es mi cuerpo, esto es mi sangre”. Es la presencia de la víctima, requerida en esta comida sacrificial, que nos hace partícipes del sacrificio de Cristo en la cruz, la que da al verbo ser toda su plenitud de sentido.

            Resumiendo: Una vez examinados los pasajes del NT sobre la Eucaristía, vemos en ella la condensación de las profecías y figuras del Antiguo. Los temas de la Alianza antigua se concentran en ella: pascua, alianza en la sangre, banquete, memorial... Todos ellos son sintetizados de forma admirable en el gesto más sencillo que se pueda imaginar: un poco de pan y de vino que Jesús pone, en el marco de la Cena Pascual, en conexión con su muerte en la cruz.

            La Eucaristía es, por tanto, la renovación del sacrificio de la cruz en el que se nos da a comer la víctima pascual en banquete de comunión. Es, asimismo, prolongación de la encarnación y prenda de resurrección en el Espíritu, pues comemos a Cristo resucitado que nos hace partícipes de los bienes escatológicos: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección ¡Ven, Señor Jesús!» La Escritura presenta la Eucaristía en toda su inabarcable riqueza; riqueza que la Tradición tendrá que ir desglosando poco a poco para poder comprenderla y asimilarla. Este misterio de la Pascua redentora de Cristo se hace presente en cada Eucaristía, en cada celebración litúrgica de la Eucaristía.

            Pero ¿cómo se hace presente? Esto es algo que el texto bíblico no precisa. Sólo afirma que allí está el cuerpo y la sangre de Cristo, Cristo mismo, inmolado y sacrificado. ¿Cómo se renueva ahora sobre el altar el sacrificio de Cristo? ¿Es renovación, representación, presencialización? Esta respuesta es ahora ocupación de la teología y la reflexión de la Iglesia y este empeño constituirá la última parte de nuestro trabajo. Para no alargarnos, no voy a enumerar aquí todas las explicaciones que se han dado a lo largo de los siglos; sólo voy a seguir la senda más recta que nos ha conducido hasta la que actualmente  considero más concorde con la tradición  bíblica, patrística y eclesial.

2. 3. 8. TEORÍA SACRAMENTAL

Decíamos que el Señor está ahí inmolado  y sacrificado por nosotros, dándose en comida para todos. Pero queremos saber: ¿Cómo está ahí presente, de qué forma podemos explicar esto? En nuestros días, la teología ha ido abandonando poco a poco el método de recurrir a una noción general de sacrificio para  aplicarla luego a la Eucaristía, para probar que es sacrificio. En los textos de teología de los años anteriores al Vaticano II se pueden ver un sinnúmero de opiniones a este respecto, que ahora ya no se exponen por considerarlas superadas.

            Conscientes de la unicidad del sacrificio de Cristo en la cruz y en la Eucaristía, provistos del mejor conocimiento de la tradición de la Iglesia y de su celebración litúrgica, los teólogos de hoy recurren a la idea fundamental de que el único sacrificio de Cristo en la cruz se hace presente <in Sacramento>, <in mysterio>. Según esto, el sacrificio eucarístico se realiza y tiene lugar en el plano de la causalidad sacramental, la cual no se limita a significar el hecho o la acción de Cristo, sino que  la hace presente en el hecho significado. La Eucaristía es el sacrificio de la cruz sacramentalmente presente en el hoy y en aquí de la Iglesia. Afirma ALEXANDER GERKEN: « En su existencia de resucitado, Cristo posee, en virtud de su obediencia, el poder sobre los tiempos, es decir, el poder de situar su inmolación en el presente de los que creen en Él»[10]. El sacrificio eucarístico no significa o hace tan sólo presente  la gracia salvadora de la cruz, sino que hace presente a Cristo sacrificado, fuente de la misma gracia.

            El sacrificio histórico de Cristo, como tal hecho histórico, tuvo lugar en unas coordenadas determinadas de tiempo y espacio que hoy se superan, afirma O.CASEL, mistéricamente, es decir, por la celebración litúrgica de los misterios cristianos[11]. Según esto, cada Eucaristía hace presente el mismo misterio de Cristo, la misma realidad y los mismos sentimientos y actitudes de entrega e inmolación que tuvo y que son irrepetibles; sólo fue crucificado y murió una y única vez, y todo esto y único es lo que Él hace presente sobre el altar, superando los límites temporales e históricos, como Señor del tiempo y eternidad. Y lo puede hacer así, porque la realidad que hace presente ya está en realidad eternizada y la hace presente no de forma temporal e histórica sino sacramental, metahistóricamente, por un sacramento que actualiza, presencializa y contiene en toda su fuerza salvadora el mismo sacrificio de la cruz, hecho presente, por cada celebración eucarística.

            Cristo, como realidad típica y primordial, trasciende ya los límites del tiempo y del espacio, y eternizado, eterno presente,  tiene el poder de hacerse presente-eterno en el hoy y el aquí de la Iglesia peregrina y escatológica a la vez. Los sacramentos no sólo producen la gracia que significan, sino que hacen presente a Cristo perdonando, bautizando, consagrando... Cristo es el que bautiza y solo Él puede perdonar los pecados. Toda la liturgia, especialmente la eucarística, hace presente en memoria-sacramento-misterio el mismo hecho ya eternizado, porque Jesús ya es el Cristo, el Señor del cosmos y sus leyes. La eternidad contiene el tiempo pero no se mueve ni existe en él sino trascendiéndolo. En cada celebración litúrgica eucarística es como si se cortase con las tijeras del poder divino no sólo el hecho evocado y significado actuando eficazmente, sino que se hace presente Cristo con toda su existencia encarnada, que fue ofrenda victimal y obedencial al Padre desde el comienzo de la misma: “Padre, no quieres ofrendas ni sacrificios... aquí estoy para hacer tu voluntad” (Hbr.10,5); consumada luego en su pasión y muerte y aceptada por el Padre en la resurrección, por la consagración: “Esto es mi cuerpo entregado... esta es mi sangre derramada,” la hace contemporánea a los testigos presentes, nosotros, reproduciendo así todo su misterio existencial, significado y expresado especialmente con su muerte y resurrección.

            La Eucaristía contiene todo el misterio de Cristo, todo lo que Cristo encarnó y resucitó en vida nueva para todos, dando así la oportunidad a los hombres de todos los tiempos de ser testigos y beneficiarios de su misterio salvador, de su persona, de sus sentimientos, de su intimidad, de rozarlo y tocarlo... Y todo esto, porque Cristo ha transcendido ya la historia y el espacio. Es el Cristo celeste el que vive y ofrece en sacrificio eterno su inmolación pascual, que fue de toda su vida, pero significado y realizado especialmente en su pasión, muerte y resurrección. La irreversibilidad de las cosas temporales queda superada por el poder de Dios, que es en sí eterno presente, eternidad incrustada en el tiempo. Si todo esto es cuestión de poder, Dios lo tiene. Y si lo es de amor, también lo tiene, porque es Dios Amor Eterno y Gratuito.

2. 3. 9. EL SACRIFICIO DE LA EUCARISTÍA ES EL MISMO DE LA CRUZ

 La carta a los Hebreos nos enseña que el sacrificio de Cristo en la cruz es único y definitivo sacrificio de expiación por los pecados. No hay otro. El problema está, como hemos dicho, en mostrar cómo un sacrificio que tuvo lugar hace dos mil años se hace presente aquí y ahora. Creo que la respuesta está en la misma carta. El sacrificio  de Cristo ha sido ofrecido“de una vez para siempre” (Hbr.10,11-14), y en esa única vez ha sido aceptado por el Padre y mantiene esa presencia única y definitiva que perdura de forma gloriosa en el cielo y se hace presente en la tierra por la consagración.

El sacrificio, ya aceptado por el Padre, mediante la resurrección y ascensión y colocación a su derecha, en sacrificio celeste que perdura eternamente presentado por Cristo ante el Padre, hecho intercesión y ofrenda agradable, con las llagas ya gloriosas, es el que se hace presente sacramentalmente -<in  misterio>-, sobre el altar, -no otro ni una representación del mismo- velado  sí por el pan y el vino y las leyes intramundanas, pero el mismo y único. Y es así cómo Jesús se presenta a nosotros y resucita para nosotros en la visibilidad de este sacramento. La Eucaristía es una forma permanente de aparición pascual, signo visible de las realidades invisibles, como lo ha expresado muy bien JUAN PABLO II en la Carta Apostólica DIES DOMINI  nº 75.

            Al resucitar a su Hijo, el Padre“hace habitar en Él corporalmente toda la plenitud de la divinidad...” (Col. 1,19;2, 9) y realiza de este modo la salvación en totalidad escatológica, sin que tenga que añadirse nada en adelante para completarla. En la resurrección y en virtud de la muerte filial (Flp.2, 8ss) es donde Cristo recibe el título de Señor (Rom.10,9ss): nombre de la omnipotencia escatológica. La realidad escatológica, lo último ya está presente en la Eucaristía: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección ¡Ven Señor Jesús!». Por la Eucaristía viene el esjatón, el final, Cristo eterno y glorioso, consumado está viniendo... No puedo pararme por ahora más en este aspecto poco tratado. Lo haré más adelante.

            Por la Eucaristía se hace presente la escatología, el Cristo que juzga al hombre y la historia... La pascua es el día del Señorío, el de la revelación última, (Jn.8,28), el de la resurrección de los muertos (Rom.1,4), del juicio final (Fn.12,31), el de la salvación total: es el día del Señor, el último día. Todo esto hemos de tenerlo en cuenta si queremos captar el sentido pleno y total de la Eucaristía, memorial de la pascua de Cristo, que por su muerte y resurrección nos ha <pasado> ya al Padre y desde allí, por la celebración litúrgica, viene al lado de los suyos, y haciéndose  presente como realidad y salvación escatológica, comunica a los creyentes los frutos últimos y definitivos ya conseguidos que son Él mismo: El mismo y único que nació, murió y resucitó, el cordero inmolado y glorioso ante el trono de Dios Trino y Uno: El Cristo glorioso y escatológico, el VIVIENTE del Apocalipsis, que nos dice en cada Eucaristía: “No temas nada. Yo soy el primero y el último. El Viviente. Estuve entre los muertos, pero ahora vivo para siempre” (Ap.1,18).

            Esto es lo que se hace presente en la Eucaristía.  ¿Cómo? Como memorial profético, en virtud del mandato: “Haced esto en memoria de mí”. La fe me asegura que Cristo está presente en la Eucaristía, como está en la cena, está en la cruz y está en el santuario celeste. Está realizando íntegramente todo su misterio de salvación y presencializándolo en el aquí y ahora aunque no podemos explicarlo plenamente. Por la fe sé que está  y lo realiza ciertamente. Y esto es lo más importante. La fe lo ve, porque la fe es participación en el conocimiento que Dios tiene de sí y de las cosas, y aunque yo participo de ese conocimiento, no lo puedo ver como Él. Dios me desborda en todo, en el ver y comprender.

            La vivencia, el conocimiento místico, sin embargo, tiene su fuente de conocimiento en el amor. San Juan de la Cruz afirmará muchas veces que es una forma de conocer más plena que por vía del entendimiento, porque en la “noticia amorosa”, en la «sabiduría de amor» de la vivencia, tocando y haciéndose una realidad en llamas con el objeto amado, percibe mejor la realidad y sus latidos. Los verdaderos místicos son los exploradores que Moisés envió delante a explorar la tierra prometida, para que anticipándose en su contemplación, volvieran luego cargados de frutos para explicarnos su hermosura y animarnos a conseguirla.

Es otra forma de conocer el objeto, también humana, lógica, espiritual. Dice S. Juan de la Cruz: «...pues aunque a V.R. le falte el ejercicio de la teología escolástica con que se  entienden las verdades divinas, no le falta el de la mística, que se sabe por amor, en que no solamente se saben, más juntamente se gustan» (C.E.3).

            Por esto, el teólogo no puede habitar en dos mundos separados, cada uno de los cuales exija certezas contrarias; certezas contrarias, no,  pero sí distintas en su forma de verlas, en donde la afirmación de la fe no pueda ser aceptada por la razón. La teología es la luz de la fe que intenta extenderse al terreno de la razón, a fin de que el hombre se haga creyente por entero. La teología es un apostolado hacia dentro, con una misión hacia dentro: evangelizar la razón, llevándola a acoger el misterio ya presente en la Iglesia y en su corazón de creyente que también conoce por el amor.

 El conocimiento a los místicos le viene por el amor que se pone en contacto directo mediante la vivencia con el objeto amado y no encuentra tantos límites como la razón para captarlo. “Deshacemos sofismas y toda altanería que se subleva contra el conocimiento de Dios y reducimos a cautiverio todo entendimiento para obediencia de Cristo” (2Cor.10, 4ss). Dios, que resucita a Cristo por el poder y la gloria del Espíritu Santo, es el Señor de la teología católica.

 El señorío de Cristo no violenta a la inteligencia que razona, forzándola a acoger unas verdades ininteligibles. No la humilla sino que la salva de sus estrecheces, haciéndola humilde, capaz de Dios como María, que acoge la Palabra Dios sin comprenderla. La teología es esclava de la fe y de los fieles, no señora; no tiene que «dominar sobre la fe, sino contribuir al gozo» de los creyentes (Cf.2Cor. 1,24).

            DURRWELL nos dirá «que ante los propios misterios, la teología ha de ser modesta y llena de discreción. Sería un sacrilegio y una ingratitud empeñarse en desgarrar el velo bajo el que se revela el Señor, cuando es ya tan grande la condescendencia de aquel que se da a conocer de este modo.

Para seguir siendo discreta la teología tendrá que imitar el respeto emocionado de los apóstoles ante la aparición del Resucitado en la orilla del lago: “Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: ¿quién eres tú? Ya sabían que era el Señor” (Jn. 21,12).  Por consiguiente, no buscará evidencias racionales para eludir la obligación de creer; no preguntará: ¿Es verdad lo que dice el Señor?, sino Señor, ayúdanos a comprender mejor lo que dices»[12].

            La Eucaristía puede estudiarse desde fuera, partiendo de los elementos visibles que la constituyen o desde dentro, partiendo del misterio del que es sacramento-memorial. Aquí es donde vale el axioma: «lex orandi, lex credendi». Aquel que es para siempre la Palabra, Jesucristo, la biblioteca inagotable de la Iglesia, su archivo inviolable condensó toda su vida en los signos y palabras de la Eucaristía: es su suma teológica.

 Para leer este libro eucarístico que es único, no basta la razón, hace falta el amor que haga comunión de sentimientos con el que dijo: “acordaos de mí”, de mi amor por vosotros, de mis sentimientos, de mis deseos de entrega, de mis ansias de salvación, del pan en mis manos temblorosas...

            Sin esta comunión personal de sentimientos con Cristo, el libro eucarístico llega muy empobrecido al lector. Este libro hay que comerlo para comprenderlo, como Ezequiel:“Hijo de hombre, come lo que se te ofrece; come este rollo y ve luego a hablar a la casa de Israel. Yo abrí mi boca y él me hizo comer el rollo y me dijo: “Hijo de hombre, aliméntate y sáciate de este rollo que yo te doy”. Lo comí y fue en mi boca dulce como la miel” (Ez. 3,1-3).

La vivencia mística eucarística conoce por experiencia, viviéndola, lo que nosotros celebramos y explicamos en teología. Pero no con un conocimiento frío, teórico, sin vida, que muchas veces por no vivirse, llega incluso a olvidarse.

El que quiera conocer verdaderamente a Dios ha de arrodillarse; el sacerdote, el  teólogo, debe trabajar en estado de oración, debe hacer teología arrodillada. La Eucaristía es ese libro que hay que leer como San Pablo: a partir de Cristo pascual, que es el misterio escatológico. El Cristo de la fe. La teología de la Eucaristía es una teleología, un discurso a partir del fin.

Es la plenitud escatológica de la Salvación que hace presente las realidades futuras, nos llena de vida eterna, y perdura en eterno presente del pasado y del futuro; no hay otro ni mejor ni más sacrificio porque no hay más que un Cristo, que es Señor y la eternidad ya ha comenzado[13].

            El sacerdote no hace presente el sacrificio de Cristo sino que hace presente a Cristo que ofrece su único y definitivo sacrificio que fue toda su vida, desde la Encarnación hasta la resurrección, pero que significó y realizó singularmente con pasión y muerte <gloriosa>, por estar dirigida a la resurrección.

Al ser Cristo glorioso el que hace presente su resurrección, se hace presente el Cristo doloroso que ofrece su sacrificio ya celeste al Padre del cielo y en la tierra a su Iglesia por el pan y el vino consagrados. El sacrificio ha recibido ya la plenitud total de salvación y eficacia redentora por el Padre que ha acogido al Hijo desde el más allá y lo ha colmado de la gloria divina. Jesús había anunciado varias veces que su muerte estaba unida inseparablemente a su coronación gloriosa. El sacrificio debía ser afrontado solamente en la perspectiva de aquel final feliz. Por eso, el mensaje cristiano no puede separar nunca muerte y resurrección.

Por eso debemos admitir cierta anticipación del estado glorioso del Salvador en el momento de la celebración de la Última Cena. Juan anticipó esta gloria en la misma muerte de Cristo en la cruz. Sólo el Cristo glorioso posee el poder de renovar la ofrenda de su cuerpo y de su sangre en sacrificio.

Así se explica por qué la celebración de la Eucaristía no se realiza sólo en memoria de la pasión de  Cristo, sino también en memoria de su resurrección y ascensión. Es Cristo resucitado el que baja al altar. Y como Salvador resucitado es como se ofrece como alimento y bebida en la comida eucarística. Así lo rezamos en las Plegarias Eucarísticas.

            Es más, me atrevo a decir: si la vida de Cristo hombre nació en el seno de la Santísima Trinidad como proyecto salvador de los Tres a realizar por el Verbo: “Padre, sacrificios y ofrendas no quieres... aquí estoy para hacer tu voluntad...” (Hbr. 10,5) y se le dotó de un cuerpo humano:“... pero me has dado un cuerpo” (Ibid.) nacido de María, esa voluntad ha sido ya consumada pascualmente -mediante el paso definitivo al Padre, a los bienes escatológicos- esjatón pascual y ya no hay más novedad posible en el mismo seno del Dios Trino y Uno (según su proyecto) y el mismo fuego de Espíritu Santo que lo sacó del seno trinitario, lo impulsó a encarnarse, lo manifestó como Hijo y lo llevó sudoroso y polvoriento por lo caminos de Palestina predicando la Buena Nueva de Salvación y Eternidad para todos los hombres hasta el testimonio martirial de su vida por ellos...  “ardientemente he deseado comer esta pascua con vosotros…” al ser aceptada y recibida ya esa entrega personal de Jesucristo en el mismo seno del Amor Trinitario, por el mismo Espíritu Santo de donde había nacido..., perdura ya eternamente como sacerdote y víctima ofrecida, aceptada y adorada ante el trono de Dios Trino y Uno, como afirma repetidamente la liturgia del Apocalipsis.

            Al hacerse presente todo el misterio de Cristo, cada celebrante o participante puede decir en la Eucaristía, con Santa Gertrudis, este texto que leí, cuando preparaba la charla, en la Liturgia de las Horas en el día de su memoria: «Por todo ello, te ofrezco en reparación, Padre amantísimo, todo lo que sufrió tu Hijo amado, desde el momento en que, reclinado sobre paja en el pesebre, comenzó a llorar, pasando luego por las necesidades de la infancia, las limitaciones de la edad pueril, las dificultades de la adolescencia, los ímpetus juveniles, hasta la hora en que, inclinando la cabeza, entregó su espíritu en la  cruz, dando un fuerte grito. También te ofrezco, Padre amantísimo, para suplir todas mis negligencias, la santidad y perfección absoluta con que pensó, habló y obró siempre tu Unigénito, desde el momento en que, enviado desde el trono celestial, hizo su entrada en este mundo hasta el momento en que presentó, ante tu mirada paternal, la gloria de su humanidad vencedora...»[14].

            Y también, en clave de memorial, se puede rezar este texto de santa Brígida, tomado de la Liturgia de las Horas, en su recuerdo: «Bendito seas tú, mi Señor Jesucristo, que anunciaste por adelantado tu muerte y, en la Última Cena, consagraste el pan material, convirtiéndolo en tu cuerpo glorioso y por amor lo diste a los apóstoles como memorial de tu dignísima pasión... Honor a Ti, mi Señor Jesucristo, porque el temor de la pasión y muerte hizo que tu cuerpo inocente sudara sangre... Bendito seas tú, mi Señor Jesucristo,  que fuiste llevado ante Caifás... Gloria a Ti por las burlas que soportaste cuando fuiste revestido de púrpura y coronado de punzantes espinas... Alabanza a Ti, mi Señor Jesucristo, que te dejaste ligar a la columna para ser cruelmente flagelado... Bendito seas Tú, glorificado y alabado por los siglos, mi Señor Jesucristo, que estás sentado sobre el trono en tu reino de los cielos, en la gloria de la divinidad, viviendo corporalmente con todos tus miembros santísimos, que tomaste de la Virgen…»[15].

            Al decir “haced esto en memoria mía” el Señor nos quiere indicar a cada participante: acordaos de mi vida entregada al Padre por vosotros desde mi encarnación hasta lo último que ahora hago presente, de mi amor loco y apasionado hasta el fin de mis fuerzas y de los tiempos...de mi voz y mis manos emocionadas...

“Cuantas veces hagáis esto, acordaos de mí...”No nos olvidamos, Señor. Y todo esto se hace presente en cada Eucaristía y Jesús “se recuerda” para la Stma. Trinidad, para Él y para nosotros, haciéndolo presente. Así es como Jesucristo, proyecto salvador de los hombres, sale del Padre por el Espíritu Santo y en la Eucaristía, vuelve a Él, como proyecto final escatológico logrado por el mismo Espíritu en el Hijo-hombre, y en ella y por ella participamos de la única e irreversible devolución del hombre y del  mundo al Padre, que Él, el Hijo eterno y, al mismo tiempo, verdadero hombre, hizo de una vez para siempre. Por eso, la Eucaristía es Cristo entero y completo, el evangelio entero y completo, la fe cristiana entera y completa. Nada del misterio de Cristo queda fuera de la Eucaristía. Ni siquiera el misterio de Dios Trino y Uno manifestado por el Padre enviando al Hijo movido por el Espíritu Santo, unión de la Trinidad y Eucaristía.

He hablado de la Eucaristía en la medida en que he podido captarla y expresarla como creyente, no sólo como teólogo. Hay otra forma mucho mejor de presentar la Eucaristía: es la que el sacerdote hace sencillamente cuando eleva el pan consagrado y el cáliz a la vista de la asamblea y solicita de ella la fe: «¡Este es el sacramento de nuestra fe!» Y hay una manera mejor de acogerla: es la que practicamos cuando respondemos al sacerdote en la misma fe: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡Ven, Señor Jesús!»

            Quiero terminar esta sencilla lección teológica haciendo uso de la inclusión semítica en la que para subrayar la importancia de una afirmación, se repite al final del discurso: Hermanos y amigos: ¡Realmente grande es el misterio de nuestra fe!

CAPÍTULO III

LA ESPIRITUALIDAD DE LA EUCARISTÍA

3. 1. PARTICIPACIÓN RITUAL Y ESPIRITUAL  DE LA EUCARISTÍA

El sacrificio de Cristo en la cruz, anticipado en la Última Cena y presencializado como memorial en cada Eucaristía,  es un sacrificio perfecto de alabanza, adoración, satisfacción, impetración y obediencia al Padre, que no necesita  ningún otro complemento y ayuda. Según la Carta a los Hebreos, es completo en su eficacia y se ofreció “de una vez para siempre” (Hbr 7,8),  no como los del AT que necesitaban ser repetidos continuamente. Sin embargo, nosotros vamos a hablar ahora de celebrar la Eucaristía como sacrificio completo, no por parte de Cristo, que siempre lo es, como acabamos de decir, sino por parte nuestra, que podemos participar más o menos plenamente en sus gracias y beneficios, identificarnos más o menos plenamente con los sentimientos y actitudes de Cristo.

            Hay  muchas formas de participar en la santa Eucaristía, en el sacrificio de Cristo, por parte de la Iglesia, del sacerdote y de los fieles. Nosotros ahora vamos a profundizar un poco en esa participación  que Cristo quiere y la celebración eucarística nos pide y que nosotros llamamos personal y espiritual: “Haced esto en memoria mía... el que me come vivirá por mí... las palabras que yo os he hablado son espíritu y  vida...”; Jesús quiere una participación “en espíritu y verdad”,  pneumatológica, en Espíritu Santo, tal como Él la  celebró, con sus mismos sentimientos y actitudes, que supere  la celebración meramente ritual o externa. La participación ritual, como su mismo nombre indica, consiste en cumplir los ritos de la Eucaristía, especialmente los de la consagración y así la Eucaristía se realiza plenamente en sí misma, presencializando todo el misterio de Cristo por el ministerio del sacerdote.

La participación espiritual, hecha con fuego y amor de Espíritu Santo, es la asimilación y participación personal y pneumatológica del misterio, que trata de conseguir la mayor unión con los sentimientos de Cristo, y de esta forma la mayor asimilación y participación personal en el misterio por parte del sacerdote y de los participantes conscientes y activos. Es una apropiación más personal y objetiva del espíritu de la santa Eucaristía.

La participación ritual se consigue por la sola  ejecución de los gestos y de las palabras requeridas para el signo sacramental, haciendo presente sobre el altar lo que significan estos gestos y palabras, esto es, de convertir el pan y el vino consagrados en una ofrenda del sacrificio de Cristo por parte de toda la Iglesia, independientemente de los sentimientos personales del sacerdote oferente y de la comunidad.

Aunque el sacerdote celebre distraído y los fieles no tuviesen atención o  devoción alguna Cristo no fallaría en su ofrenda, que sería eficaz para el Padre y la Iglesia, conservando todo su valor teológico y fundamental para Cristo y el Padre, que llevaría consigo la aplicación de los méritos del calvario y de toda su vida por medio de la ofrenda del altar, prescindiendo de la santidad del sacerdote o de los oferentes.

            Sin embargo, la Iglesia no se conforma con esta participación ritual y nos pide a todos una participación «consciente y activa», por medio de gestos y palabras, que deben llevarnos a todos los presentes a una participación más profunda, “en espíritu y verdad”, con identificación total con los sentimientos del amor extremo, adoración, actitudes y  entrega de Cristo al Padre y a los hombres.

La participación espiritual nos llevará a una experiencia más personal del  sacrificio de Cristo, asimilando por la gracia los sentimientos del Señor en su vida y en su sacrificio. Y ésta es la participación plena, que nos piden Cristo y la Iglesia: «Los fieles, participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella» (LG 11); «...por el ministerio de los presbíteros se consuma el sacrificio espiritual de los fieles en unión con el sacrificio de Cristo» ( PO 2).

            El Vaticano II lo expresa así: «La santa Madre Iglesia desea ardientemente que se lleve a todos los fieles a aquella participación plena, consciente y activa en las celebraciones litúrgicas que exige la naturaleza de la liturgia misma, y a la cual tiene derecho y obligación, en virtud del bautismo, el pueblo cristiano»,“linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido” (1Ptr, 2,9; cfr 2,4-5) (SC 14). «Los pastores de almas deben vigilar para que en la acción litúrgica no sólo se observen las leyes relativas a la celebración válida y lícita, sino también para que los fieles participen en ella consciente, activa y fructuosamente» (SC 11). «...la Iglesia, con solícito cuidado, procura que los cristianos no asistan a este misterio de fe (Eucaristía) como extraños y mudos espectadores, sino que participen consciente, piadosa y activamente en la acción  sagrada»  (SC 48).   

            Con estos términos, la liturgia de la Iglesia pretende llévanos a participar en plenitud de los fines y frutos  abundantes del misterio eucarístico mediante una  participación plenamente espiritual, en el mismo Espíritu de Cristo, no sólo en sus gestos y palabras.

            El Papa Juan Pablo II en su Encíclica Ecclesia de Eucharistia nos dice: «La eficacia salvífica del sacrificio se realiza plenamente cuando se comulga recibiendo el cuerpo y la sangre del Señor: De por sí, el sacrificio eucarístico se orienta a la íntima unión de nosotros, los fieles, con Cristo mediante la comunión: le recibimos a Él mismo, que se ha ofrecido por nosotros; su cuerpo, que Él ha entregado por nosotros en la Cruz, su sangre  “derramada por muchos para perdón de los pecados” (Mt 26,28). Recordemos sus palabras: “Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí” (Jn 6,57). Jesús mismo nos asegura que esta unión, que Él pone en relación con la vida trinitaria, se realiza efectivamente» (EE.16).

            Y en el número siguiente y en relación con la  comunicación de su mismo Espíritu, añade el Papa: «Por la comunión de su cuerpo y de su sangre, Cristo nos comunica también su Espíritu». Escribe San Efrén: «Llamó al pan su cuerpo viviente, lo llenó de sí mismo y de su Espíritu.. y quien lo come con fe, come Fuego y Espíritu... Tomad, comed todos de él, y coméis con él el Espíritu Santo...»[16].

            La Iglesia pide este don divino, raíz de todos los otros dones, en la epíclesis eucarística. Se lee, por ejemplo, en la  Divina Liturgia de san Juan Crisóstomo: «Te invocamos, te rogamos y te suplicamos: manda tu Santo Espíritu sobre todos nosotros y sobre estos dones... para que sean purificación del alma, remisión de los pecados y comunicación del Espíritu Santo par cuantos participan de ellos» (Anáfora) (EE.17).

            Por eso, aunque el sacerdote cumpla todas sus obligaciones rituales de representar a Cristo y actuar en su nombre, si no se identifica con su Espíritu  y se ofrece unido a Él como víctima y sacerdote, no cumple íntegramente su misión sacerdotal. El oficio sacerdotal en la Nueva Alianza  lleva consigo “tener en nosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús...”, porque es en el altar, en la celebración de la  Eucaristía, «centro y culmen de toda la vida de la Iglesia», donde fieles y sacerdote deben asistir no como «extraños y meros espectadores» sino «consciente, activa y fructuosamente», «se consuma el sacrificio espiritual de los fieles en unión con el sacrificio de Cristo», «ofrecen la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con  ella».  Siendo Cristo vivo y resucitado el que se ofrece en la Eucaristía para la salvación y santificación de su Iglesia,  al decirnos “y cuantas veces hagáis esto acordaos de mí...”, nos pide que hagamos presente en cada uno de nosotros su emoción y amor por vosotros,  su adoración al Padre, cumpliendo su voluntad con amor extremo hasta dar la vida en el momento cumbre de su vida y de la vida de la Iglesia.

            Por tanto el sacerdote tiene una doble misión: ofrecer en nombre de Cristo y juntamente participar en estas actitudes, ofreciéndose a sí mismo en su propio nombre y en nombre de los fieles, a quienes representa. En esto no hay desdoblamiento de la actividad sacerdotal. Cierto que las dos ofrendas son distintas; un sacerdote puede ofrecer  válidamente el sacrificio en nombre de Cristo, y sin embargo, personalmente puede encerrarse en su egoísmo y no hacerse ofrenda con Cristo. La ofrenda de Cristo  nos da ejemplo de cómo tenemos que ofrecer nuestra vida  al Padre juntamente con Él, no solamente por  un mero formalismo ritual y mera pronunciación de las palabras de la Consagración.

            Los fieles también son llamados a compartir con el sacerdote la actitud de ofrenda personal. Hay una ofrenda que sólo cada uno de ellos puede y debe realizar, porque cada hombre dispone de sí mismo y nadie puede sustituir a los otros en esta ofrenda de sí mismo. Cada uno desempaña por tanto un papel esencial, cuando asiste y participa en la Eucaristía: presentar en unión con Cristo la ofrenda de su propia persona al Padre. Esta ofrenda puede realizarse de diversas maneras, y formularse de distintas formas, por ser precisamente personal, pero está claro que no consistirá nunca en los meros ritos o gestos o palabras sino  que a través de lo que dicen y significan han de entrar en el espíritu y verdad de la Eucaristía con  su cuerpo y su alma, su espíritu y su carne, su ser interior y exterior, con todo su ser y existir. Esto es lo que lleva consigo la celebración litúrgica, esta es su esencia y finalidad, así es cómo la liturgia de la Eucaristía alcanza su objetivo, no cuando simplemente asegura una participación exterior correcta, digna y piadosa a la oraciones y ceremonias sino cuando suscita en el corazón de los cristianos una auténtica entrega de sí mismos. En cada Eucaristía los cristianos son invitados por Cristo a <acordarse> de Él y de sus sentimientos para ofrecerse con Él.

            Por eso, cada Eucaristía debe ser un estímulo para renovarse en el amor a Dios y al prójimo, en medio de las pruebas y dificultades de la vida, de las cruces y sufrimientos y humillaciones, de los fallos y pecados permanentes contra esta obediencia a la voluntad del Padre y entrega a los hermanos. La santa Eucaristía nos hace aceptar estas pruebas y sufrimiento aunque sean injustos, maliciosos y de verdadera agonía como en Cristo hasta el punto de tener que decir muchas veces:“Padre, si es posible pase de mí este cáliz…”, o pensemos que Dios no se preocupa de nosotros y nos tiene abandonados, al no sentir su presencia: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado...?”

            La santa  Eucaristía nos ayuda a superar las pruebas de todo tipo, uniéndonos al sacrificio de Cristo y se convierte así en la mejor y más abundante fuente de gracia, perdón, amor y generosidad, aunque a veces es a oscuras y sin arrimo alguno de consuelo aparente divino. El Espíritu Santo, espíritu de la Eucaristía, nos ayuda como a Cristo a soportarlo y ofrecerlo todo,  a ser pacientes y obedientes y  pasar por la pasión y la cruz para llegar a la resurrección y la nueva vida. En la santa Eucaristía los cristianos encuentran un estímulo y  ocasión de ofrecer su pasión y muerte al Padre que nos la acepta siempre en la del Hijo Amado. Haciéndolo así, los sufrimientos se soportan mejor con su ayuda y  suben como homenaje a Dios y llegan hasta Él como ofrenda por la salvación de nuestros hermanos.

            Así es cómo la vida cristiana tiene que convertirse en una Eucaristía perfecta. El cristianismo es una Eucaristía, es un esfuerzo de la mañana a la noche de vivir como Cristo, de hacer de la propia vida una ofrenda agradable a Dios y a los hombres, nuestros hermanos, quitando y matando en nosotros toda soberbia, avaricia, lujuria, todo pecado contra el amor a Dios y a los hermanos, comulgando con el corazón y el alma, con los sentimientos y actitudes de Cristo; es la Eucaristía que continuamos celebrando en nuestra vida, después de haberla celebrado con Cristo sobre el altar.

La ofrenda de la Eucaristía debe brillar en todos los aspectos de la existencia cristiana, y difundir su espíritu de sacrificio libremente aceptado. En la ofrenda del pan y del vino disponemos nuestro cuerpo, espíritu y vida a ofrecemos con Cristo al Padre, en la Consagración, por obra y potencia del Espíritu Santo, quedamos consagrados, ya no nos pertenecemos, porque hemos sido consagrados, transformados en Cristo, en sus sentimientos y actitudes, y cuando salimos fuera, como ya no nos pertenecemos, tenemos que vivir esta consagración, es decir, vivir, amar y trabajar en Cristo y como Cristo. El cáliz que se levanta hacia el cielo debe suscitar promesas de entrega, propósitos de perdonar y olvidar las ofensas como Cristo, intentos de reconciliación, aceptación de la voluntad o permisión divina aunque nos sea dolorosa, todo en Cristo y por Cristo.

            Ésta es la espiritualidad de San Pablo, así vivía él la Eucaristía: “Estoy crucificado con Cristo, vivo yo pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí y  mientras vivo en esta carne  vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí”(Gal 2,20). “Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1, 20). “Lo que es para mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo” (Gal 6,14).“No quiero saber más que de Cristo y éste, crucificado...Para mí la vida es Cristo”.

Así debemos vivir todos los que participamos de la santa Eucaristía. Este debe ser nuestro grito también al celebrarla. La Eucaristía tiene como fin el que los sentimientos de Cristo en su ofrenda se encarnen en cada uno de los asistentes para encontrarnos preparados cuando vengan y sintamos en nosotros los sufrimientos y la persecuciones de nuestra propia pasión y muerte del yo, las persecuciones y envidias de la vida, nuestra propia crucifixión. La Eucaristía nos invita a colocarnos dentro de la ofrenda de Cristo crucificado, de la corriente de amor de esta ofrenda; así la cruz se hará más soportable: «Una pena entre dos es menos pena».

            A través del pan y del vino, el discípulo se ofrece a sí mismo, dispuesto a que Cristo diga sobre su cuerpo y sobre su vida entera: “Esto es mi cuerpo entregado... ésta es mi sangre derramada...”  De esta forma, el sacrificio de la Iglesia viene integrado en el mismo sacrificio de Cristo, “para completar lo que falta a la Pasión de Cristo” (1Col 1,24). Por medio del signo sacramental, el sacrificio de la Iglesia se identifica espiritualmente con el sacrificio de Cristo y llega a formar una sola ofrenda  por el mismo Santo Espíritu.

            El sacrificio de Cristo no concluye con su muerte, es eucarístico, acción de gracias por la vida nueva que nos  consigue  y que viene del Padre,  por eso le da gracias al Padre ya en la Última Cena. Éste es el proceso que Jesús acepta, no quiere sólo “entregar su vida” sino también “tomarla de nuevo” en la resurrección para Él y para todos nosotros.

Su humanidad y la nuestra deben entrar en un nuevo orden de relación con el Padre. Lo que en Él ya es gracia conseguida y aceptada por el Padre por su resurrección, en nosotros se convierte en don escatológico que se hace presente como gracia anticipada de Alianza, en esperanza cierta y segura de la Pascua definitiva en la Eucaristía celebrada.

Y así se juntan el sacerdocio y la Eucaristía del cielo y de la tierra y así Cristo, los peregrinos y los santos la celebramos juntos y unidos por el mismo Espíritu Santo, potencia salvadora y resucitadora de Dios Uno y Trino. Y así la sacramentalidad de la Eucaristía mantiene siempre una relación estrecha de los celebrantes y participantes con la ofrenda existencial del Cristo glorioso y celeste, que abarca toda su vida, desde la Encarnación hasta la Ascensión a la derecha del Padre y tiende a comunicar al creyente el dinamismo de dicha ofrenda. Y así la Iglesia y los cristianos dan «por Cristo, con Él y en Él, a Ti Dios Omnipotente, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. Amén».

            Celebrada así, la Eucaristía se convierte no sólo en <culmen> de la vida cristiana, en la cima más elevada de la Iglesia junto a la Santísima Trinidad,  sino también en <fuente> de la misma vida trinitaria en nosotros:  

«Qué bien sé yo la fonte que mana y corre,

aunque es de noche.

1.  Aquella eterna fonte está escondida,

qué bien sé yo dó tiene su manida,

aunque es de noche.

3. Su origen no lo sé, pues no le tiene,

mas sé que todo origen della viene,

aunque es de noche.

11.  Aquesta eterna fonte está escondida

en este vivo pan por darnos vida

aunque es de noche.

12.  Aquí se está llamando a las criaturas,

y de esta agua se hartan, aunque a oscuras,

porque es de noche.

13.  Aquesta eterna fonte que deseo,

en este pan de vida yo la veo

aunque es de noche». (S. Juan de la Cruz).

3. 2. EL ESPÍRITU SANTO, FUEGO Y POTENCIA CREADORA  DE LA EUCARISTÍA

Sólo la potencia y la fuerza del Espíritu Santo, invocado en la epíclesis de la Eucaristía, puede transformar el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo; sólo la potencia y el fuego de su Amor Personal Trinitario  puede transformar por dentro a los que comen este Cuerpo y esta Sangre; sólo Él puede hacer que nuestra participación sea verdadera y espiritual, según la fuerza y potencia de amor comunicada por Él, la misma  que llevó a Cristo a la obediencia y a la ofrenda total de su vida al Padre por este Amor Personal de Espíritu Santo del Hijo al Padre y del Padre al Hijo, aceptando su ofrenda mediante la resurrección.  Nosotros aquí y en el cielo no podemos entrar  en este amarse infinitamente del Dios Uno y Trino, si no es por la comunicación de su mismo Espíritu.

            Si el Espíritu Santo es el alma y vida y espíritu de Cristo, que realizó el misterio de la Encarnación, formándolo en el seno de la Virgen Madre, no queda lugar a dudas de que ese mismo amor le lleva a Cristo a ofrecerse al Padre en su pasión y muerte, y el mismo Espíritu Santo hace el misterio de la consagración del pan y del vino, y de la transformación en Cristo por ese mismo Espíritu de todos los que comen ese pan y ese vino. Es el Espíritu Santo el que inspira el proyecto del Padre, es el Espíritu Santo el que  mueve a Cristo a ofrecerse en el Consejo Trinitario ante el Padre: “Padre no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad...”, es el Espíritu Santo el que está presente en su bautismo de iniciación en el ministerio evangélico y le lleva lleno de fuego apostólico, sudoroso y polvoriento, por los caminos de Palestina, el que le movió a Cristo, “habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo,” a instituir la Eucaristía, llevándole a cumplir la voluntad del Padre, en adoración obedencial total hasta pasar por la pasión y la muerte en cruz, donde le entregó su espíritu al Padre en confianza y seguridad total de que aceptaría su sacrificio por el mismo Espíritu-Amor del Hijo al Padre y del Padre al Hijo resucitándolo de entre los muertos, para que todos tuviéramos vida eterna y fuéramos perdonados por el mismo Espíritu Misericordioso del Padre y del Hijo, que enviaría  porque Él se lo había pedido al Padre, que aceptó su ruego enviándolo en fuego y “verdad completa” en Pentecostés sobre los Apóstoles y la Iglesia, para llevarnos a todos hasta la verdad completa de la fe.             

            En el proyecto del Padre no todo estaba completo con la Encarnación y la pasión, muerte y resurrección del Señor, de hecho, incluso resucitado y viéndolo, los Apóstoles siguieron teniendo miedo; cuando vino el Espíritu Santo se acabaron los miedos y se abrieron todas las puertas y cerrojos y estaban tan convencidos que tenían gozo en dar la vida por Cristo. Sin el Espíritu de Cristo no hay Cristo, no hay Encarnación, no hay Iglesia; sin Espíritu Santo no hay santidad, no hay fuego, no hay “verdad completa”, no hay vivencia ni experiencia de lo que creemos o celebramos; sin Espíritu Santo, sin epíclesis, no hay Eucaristía.

            La Carta a los Hebreos, cuando describe este sacrificio, precisa que Cristo “por un Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo inmaculado a Dios” (Hbr 9, 14). A este Espíritu Eterno le pertenece hacer llegar al Padre la ofrenda del Hijo. Inspira la ofrenda, la hace nacer en el cuerpo y en el corazón de la Virgen, nuestra  Madre del alma, y ahora en la santa Eucaristía la hace llegar hasta el Padre, porque es el Don y el Amor de Dios en acción permanente. Ciertamente que es Cristo quien se ofrece, quien desea agradar al Padre, quien le obedece y se abandona a su voluntad paterna; es Él quien da la vida por los hombres pero todo esto lo hace por el Espíritu Santo, por Amor  Personal del Padre al Hijo, inspirándole el proyecto salvador, y del Hijo al Padre, aceptándolo y llevándolo a efecto en obediencia total, con amor extremo, hasta dar la vida por Dios y por los hermanos.

            Por todo esto el Espíritu Santo desempeña un papel principal en la ofrenda eucarística; sin la invocación y la potencia del Espíritu Santo no hay Eucaristía. Cristo se ofrece ahora de nuevo al Padre, de la misma manera que se ofreció entonces por el mismo Espíritu Santo. Es el Espíritu Santo el que presenta al Padre la ofrenda de amor del Hijo. Por Él, invocado en la epíclesis sobre la materia del sacrificio, se  consagra el pan y el vino. El Espíritu Santo es también quien inspira en el corazón de los participantes a Eucaristía las disposiciones de obediencia y amor esenciales para el sacrificio.

Es Él quien suscita en los fieles la identificación con los sentimientos victimales de la oblación de Cristo, porque todo don, como todo amor, se realiza bajo la influencia del Supremo Amor  y Supremo Don. Si San Pablo pudo decir que el Espíritu grita en nuestros corazones: “Abba, Padre” (Rom 8,15), también podemos decir que este Espíritu es quien en la Eucaristía renueva nuestro corazón de hijo y nos hace levantar los ojos y llamar al Padre cuando le ofrecemos nuestra ofrenda, porque sin el Espíritu de Cristo no podemos hacer las acciones de Cristo.

            Por medio del Espíritu Santo, la ofrenda de la Eucaristía entra plenamente en el intercambio de amor con la Santísima Trinidad. Por su medio la Eucaristía introduce a los cristianos en la unidad del Hijo y del Padre. Por medio suyo también se realiza el sacrificio en un nivel divino. Él es quien arrastra a las almas de los fieles hasta la generosidad de Cristo para hacerlas ofrenda agradable al Padre al estar tan identificadas con el Amado por su mismo Amor Personal, que el Padre no ve diferencia entre el Hijo y los hijos en el Hijo.

            Por tanto, el Espíritu Santo es quien diviniza el sacrifico. Él es quien lo <espiritualiza>, Él es quien  tiene que espiritualizar a toda la Iglesia, a los sacerdotes, a los fieles, al pan y al vino, llenándolos de su mismo Amor a toda  la comunidad cristiana reunida para celebrar la Eucaristía, los mismos sentimientos y actitudes de Cristo Jesús: “Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús...” (Fil 2,5-11).

3. 3. LA  PARTICIPACIÓN PLENA DE LA EUCARISTÍA EN NOSOTROS NOS LLENA DE CRISTO Y SU GRACIA

            En la Eucaristía Cristo hace presente su adoración al Padre, en obediencia total, con amor extremo, hasta dar la vida por Dios y los hombres, nuestros hermanos.

La Eucaritía hace presente la ofrenda de Cristo al Padre en su pasión y muerte y resurrección para salvar a los hombres y es icono e imagen que debemos copiar e imitar en nuestra vida todos los participantes, sacerdotes y fieles, en la celebración de la santa Eucaristía, siguiendo sus mismas pisadas.

He rezado esta mañana el himno de  Laudes, 15 de septiembre, Nuestra Señora, la Virgen de los Dolores. Ella nos sirve de madre educadora de nuestra fe y modelo en la celebración del sacrificio de Cristo. Ella contemplaba y guardaba en su corazón todo lo que veía en su Hijo. 

            En cada Eucaristía el Señor nos repite a todos lo que dijo  a la Samaritana:“Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber...”.

La primera invitación del Señor es a conocer su amor, su entrega, su don, porque esto es el comienzo de toda amistad. Si no se conoce no se ama, no puede haber agradecimiento, ofrenda, alabanza, unión.. Es necesaria la meditación y la reflexión para conocer la verdad del misterio celebrado para así apreciarlo y poder luego desearlo y vivirlo.

Toda la Eucaristía tiene que ser orada,  dialogada con el Señor.  Sin oración personal la litúrgica no puede alcanzar toda su eficacia y plenitud.

Así es cómo el corazón humano se abre al amor divino, sin el cual nosotros  no podemos amar. El himno de Laudes de Nuestra Señora, la Virgen de los Dolores, es el STABAT MATER. Y tiene bien marcados estos dos pasos que he anunciado: mirar y meditar.

La Madre piadosa estaba        ¡Oh cuán triste y aflicta

junto a la cruz y lloraba            se vio la madre bendita

mientras el Hijo pendía;           de tantos tormentos llena!

cuya alma, triste y llorosa,       Cuando triste contemplaba

traspasada y dolorosa,               y dolorosa miraba

fiero cuchillo tenía                 del Hijo amado las penas.

Y ¿cuál hombre no llorara,      Por los pecados del mundo

si a la Madre contemplara       vio a Jesús en tan profundo

de Cristo, en tanto dolor?          tormento la dulce Madre.

Y ¿quién no se entristeciera,     Vio morir al Hijo amado,

Madre piadosa, si os viera         que rindió desamparado

sujeta a tanto rigor?                   el espíritu a su Padre.

Celebrar y participar en la Eucaristía  lleva consigo primero, como hemos dicho,  mirar y contemplar y meditar la cruz de Cristo, los sentimientos y actitudes de Cristo en  su pasión, muerte y resurrección, que se hacen presentes todos los días en la santa Eucaristía. Todos los días, la celebración de la santa Eucaristía hace que adoremos al Dios Santo y Único, que merece nuestra adoración y obediencia total, aunque nos haga pasar como a Cristo por la pasión y la muerte de nuestro “yo”, para llevarnos a la resurrección de la nueva vida por Él, con Él y en Él, entrando así plenamente en el misterio y proyecto de la Santísima Trinidad. Esta contemplación de la cruz  es el primer paso para poder celebrar la Eucaristía “en espíritu y verdad”, como Él nos lo dijo, cuando nos prometió este misterio.

            Dice San Pablo: “Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús: El cual, siendo de condición divina... externamente como un hombre normal, se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios lo ensalzó y le dio el nombre, que está sobre todo nombre, a fin de que  ante el nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos y en los abismos, y toda lengua proclame que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil 2,5-11).

            Cristo es la historia humana del Verbo encarnado, como salvación del hombre. El hombre Jesús se entregó sin reservas a Dios en nombre y en favor de todos los hombres. En virtud de su ser ontológico y existencial humano, su vida entera fue adoración existencial y cultual al Padre. Cristo realizó en toda su vida el culto supremo de adoración obedencial al Padre jamás ofrecido por hombre alguno. Con plena disponibilidad, como nos ha dicho la Carta a los Filipenses, estaba totalmente orientado hacia la voluntad del Padre, para cumplirla en adoración y obediencia total en la muerte en cruz.

            Toda su vida la consumió Cristo en obediencia total al Padre:“Mi comida es hacer la voluntad del que me envió”. Él vivió para realizar el proyecto que el Padre le había confiado, y siendo Dios se  hizo nada,“se anonadó”, se hizo criatura, se hizo “siervo” en la misma Encarnación, y toda su vida la vivió pendiente de los intereses del Padre,  por lo que  tuvo que sufrir muchas humillaciones durante su vida para terminar en la plenitud de su existencia, en plena juventud “haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz”. Fue el Padre, no Jesús de Nazareth, el autor del proyecto de salvación:“Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él sino que tengan vida eterna” (Jn 3,16). La Nueva Alianza fue  querida por el Padre y realizada en la sangre del Hijo en adoración obedencial.

            La adoración es una actitud religiosa del hombre frente al Dios grande e infinito, inscrita en el corazón de todo hombre, mediante la cual la criatura se vuelve agradecida hacia su Creador en manifestación de amor y dependencia total de Él: “Está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, sólo a él darás culto” (Mt 4,10). La adoración ocupa el lugar más alto de la vida, de la oración y del culto. Por eso, esta actitud religiosa es esencial para avanzar en la vida espiritual de unión e identificación con Cristo. En lenguaje bíblico la palabra y el concepto de adoración significa el culto debido a Dios, manifestado a través de ciertas acciones, especialmente  sacrificiales, por las cuales venimos a decir: Dios, Tú eres Dios, yo soy pura criatura, haz de mí lo que quieras. Por adoración el hombre se ofrece a Dios en un acto de total sumisión y reconocimiento de su grandeza como Ser Supremo y lo significaba con la muerte de animales y ofrendas. El elemento principal de ella es la entrega interior del espíritu a Dios, significada a veces, con gestos externos. La palabra más adecuada para expresar este culto es latría, que significa propiamente este culto rendido solamente a Dios.

3.3.1 LA ADORACIÓN AL PADRE 

Nuestra adoración a Dios es la que garantiza la pureza de nuestro encuentro con Él y la verdad del culto que le tributamos. Mientras el hombre adore a Dios, se incline ante Él, como ante el ser que “es digno de recibir la potencia, el honor y la soberanía”, el hombre vive en la verdad y queda libre de toda sospecha y mentira, porque la vida es el supremo valor que tenemos y entregarla sólo se puede hacer por amor supremo. 

            Este sentido, esta actitud de adoración ante el Dios Grande hace verdadero al hombre, y lo centra y da sentido pleno a su ser y existir: por qué vivo, para qué vivo... reconoce que sólo Dios es Dios y el hombre es criatura. Se libera así de la soberbia de la vida, adoradora del propio <yo>, a quien damos culto idolátrico de la mañana a la noche: “Mortificad vuestros miembros terrenos, la fornicación, la impureza, la liviandad, la concupiscencia y la avaricia, que es una especie de idolatría, por la cual viene la cólera de Dios sobre los hijos de la rebeldía” (Col 3, 5-6).

            Frente al precepto bíblico“Al Señor tu Dios adorarás y a él solo darás culto”, el hombre de todos los tiempos lleva dentro de sí mismo el instinto de adorarse a sí mismo y  preferirse a Dios. Es la tendencia natural del pecado original. Todos, por el mero hecho de nacer, venimos al mundo con esa tendencia. Podemos decir que cada uno, dentro de sí mismo, lleva un ateo, unas raíces de rebelión contra Dios, que se manifiesta en preferirnos a Dios y darnos culto sobre el culto debido a Dios, que debe ser primero y absoluto.

Mientras la cosas nos van bien, no se rebela, aunque siempre está actuando y no somos muchas veces conscientes. Pero cuando tenemos sufrimientos y cruces, cuando nos visita la enfermedad o el fracaso, nos rebelamos contra Dios: ¿Dónde está Dios? ¿Por qué a mí? En el fondo siempre nos estamos buscando a nosotros mismos. Por eso, cuando estoy dispuesto a ofrecer el sacrificio de mí mismo en el dolor y sufrimiento, en silencio y sin reflejos de gloria, prefiero a Dios sobre todo, y Él es el bien absoluto y primero. Y esta actitud prueba la verdad de mi fe y amor a Dios sobre todas las cosas.

            Jesús había dicho:“Nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos” (Jn 15,13). El sacrificio es una exigencia del amor. El supremo amor es el don de sí mismo, de la propia vida por el amado. El amor que pretendiese sólo la posesión del amado no sería verdadero. Por eso, la culminación del amor se encuentra en el sacrificio de la vida  y el sufrimiento moral, que producen las renuncias más íntimas, forman parte del amor auténtico. Dios es el único que puede solicitar un amor hasta dar la vida.

            Cuando se ofrece una cosa, hay que renunciar a la posesión de la misma. Cuando  se ofrece la propia vida hay que renunciar a la soberanía sobre la propia existencia. Y este desprendimiento se expresa principalmente mediante el gesto cultual del sacrificio. Es la expresión material, visible, de una actitud del alma, por la cual el hombre se ofrece a sí mismo mediante la ofrenda de otra cosa. Para que sea verdadero tiene que partir del amor, hacerlo desde dentro.  Y esto es lo que  nos pide la celebración de la Eucaristía, unirnos al sacrificio de Cristo y hacernos con Él víctimas y ofrendas de suave olor a Dios con los sacrificios que comporta cumplir su voluntad en la relación con Él y con los hermanos.

            El cristiano, que asiste a la Eucaristía, tiene la alegría de saber que el sacrificio ofrecido sobre el altar, llega hasta Dios infaliblemente y obtiene la gracia por medio de Cristo. El Padre quiso que este sacrificio ofrecido una vez sobre el Gólgota mereciese toda la gracia para el hombre y quiere que siga renovándose todos los días sobre el altar bajo la forma ritual y sacramental de la Eucaristía. Gracias a la Eucaristía, la humanidad puede asociarse cada vez más voluntariamente al sacrificio del Salvador ratificando así su compromiso con el sacrifico de Cristo, en nombre de todos, en la cruz y sabiendo que su sacrificio en el de Cristo será siempre aceptado por el Padre.

            En la economía de la Nueva Alianza la adoración de Dios tiene como centro, origen y modelo el misterio pascual  de Cristo, “coronado de gloria y honor por haber padecido la muerte, para que por gracia de Dios gustase la muerte por  todos” (Hbr 2,9b), que constituye a su vez el centro del culto y de la vida cristiana. La adoración del Padre, el reconocimiento de su santidad, de su señorío absoluto sobre la propia vida y sobre el mundo, ha sido ciertamente el móvil, la razón propulsora de toda la existencia de Cristo Jesús. Por eso la Eucaristía se convierte en el supremo acto de adoración al Padre por el Espíritu, en la adoración más perfecta, única. En la Eucaristía está el “todo honor y toda gloria” que la Iglesia puede tributar a Dios, y que tiene que pasar  «por Cristo, con Él y en Él».

            La carta a los Hebreos pone en boca del Hijo de Dios,“al entrar en este mundo” las palabras del salmo 40,7-9, en las que Cristo expresa su voluntad de adhesión plena y radical al proyecto del Padre: “No has querido sacrificios ni ofrendas, pero en su lugar me has formado un cuerpo... No te han agradado los holocaustos ni los sacrificios por el pecado. Entonces dije: Aquí estoy yo para hacer tu voluntad, como en el libro está escrito de mí” (Heb.10,5-7).       

Y esta actitud la vivió ya desde el comienzo de su vida apostólica, cuando se retira a la oración y a la soledad del desierto para prepararse a la misión que el Padre le ha confiado; ante el tentador, proclama sin ambages, que sólo Dios es digno de adoración verdadera: “Retírate, Satanás, porque está escrito: Al Señor tu Dios adorarás y a  él sólo darás culto” (Mt.4, 10). Sólo Dios merece adoración[17].

3. 3, 2. LA OBEDIENCIA AL PADRE

Hemos subrayado que el valor del sacrificio de Cristo no reside en la materialidad de derramar sangre, sino en la  obediencia al Padre, en adoración total, hasta dar la vida, como el Padre ha dispuesto. En el evangelio de Juan encontramos una declaración de Jesús que arroja mucha luz  sobre esta actitud de sumisión a la voluntad del Padre, que inspira toda la Pasión: “Por eso me ama el Padre, porque yo doy mi vida para volverla a tomar. Nadie me la quita sino que yo mismo la doy. Tengo poder para darla y poder tengo para tomarla otra vez; éste es el mandato que he recibido del Padre” (Jn 10, 17-18). En esta adoración obedencial se realiza el sacrificio del Salvador.

            San Pablo ha expuesto muy concretamente en el himno cristológico de su Carta a los Filipenses, que ya hemos mencionado varias veces, el papel de la obediencia de Cristo Jesús en la Encarnación y Pasión :“Tened en vosotros estos sentimientos de Cristo Jesús...” Este Cristo humillado, despreciado, angustiado hasta la muerte en el Huerto de los Olivos: “sentaos aquí, mientras yo voy a orar... triste está mi alma hasta la muerte; quedaos aquí mientras yo voy a orar”,   invocando al Padre, para que le libre de  ese cáliz que está a punto de beber: “Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz, pero que no se haga como yo quiero sino como tú quieres...”, por la fuerza de la oración se ha levantado decidido, dispuesto a obedecer y someterse totalmente al proyecto del Padre:“Levantaos, vamos; ya llega el que va a entregarme” (Mt 26,36-40). Cuando se levantó de su postración en el Huerto de los Olivos, el Salvador había renovado su sacrificio al Padre, ofrecido ya en la Cena. En su pasión y muerte no hizo más que cumplir lo que en esta obediencia había prometido y aceptado.

En la santa Eucaristía se hacen presentes todos estos sentimientos de Cristo, en los que nosotros podemos y debemos participar haciéndonos una ofrenda con Él. Los que asisten a Eucaristía deben hacer suyo el sacrificio de Cristo aceptando esta actitud fundamental de obediencia y ofrenda.            

            Penetrar en el misterio de la Eucaristía es identificarse totalmente con el misterio de Cristo y someterse sin condiciones y sin reservas a una voluntad que puede conducirnos a la cruz; es aceptar obedecer a Dios hasta el heroísmo, ayudados por su gracia y su fuerza, que nos puede hacer sentir como a Pablo y a tantos santos de la Iglesia: “Me alegro con gozo en mis debilidades, para que así habite en mí la fuerza de Cristo” “cuando soy más débil, entonces  hago vivir en mí la fuerza de Dios”  “Estoy crucificado con Cristo; vivo yo pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí y mientras vivo en esta carne, vivo en la fe del Hijo de Dios que amó y se entregó por mí”.

            Unidos a Cristo hacemos el don más completo de nosotros mismos en un verdadero señorío sobre todo nuestro ser y existir. De esta forma, en medio de nuestros sufrimientos y debilidades, terminaremos confiándonos totalmente al Padre: “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo...”;  “Lo que es a mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual yo estoy crucificado para el mundo y el mundo para  mí” (Gal 6,14)... “Porque los judíos piden señales, los griegos buscan sabiduría, mientras que nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, locura para los gentiles, mas poder y sabiduría de Dios para los llamados...” (1Cor 1,23-24).

3. 4. LA “HORA” DE CRISTO: FIDELIDAD AL PADRE, HASTA LA MUERTE.

La fidelidad de toda la vida de Jesús al Padre y a la misión que le ha confiado (cf.Jn.17,4) tiene su momento culminante en la aceptación voluntaria de su pasión y muerte: “para que el mundo conozca que yo amo al Padre y que hago lo que el Padre me ha ordenado” (Jn.14,30.31).

            En efecto, Cristo no aceptó la muerte de forma pasiva, sino que consintió en ella con plena libertad (cfr Jn.10,17). La muerte para Cristo  es la coronación de una vida de fidelidad plena a Dios y de solidaridad con el hombre. Él tiene conciencia de que el Padre le pide que persevere hasta el extremo en la misión que le ha confiado. Y, como Hijo, se adhiere con amor al proyecto del Padre y  acepta la muerte como el camino de la fidelidad radical.

            En este proyecto entraba el que Cristo, a través del sufrimiento, conociese el valor  de la obediencia al Padre. Jesús aprende, pues, la obediencia filial mediante una educación dolorosa: la experiencia de la sumisión al Padre. Con su obediencia, Cristo se opuso a la desobediencia del primer hombre. (Cfr.Rom.5,19) y a la de los israelitas (3,4-7). “Habiendo ofrecido en los días de su vida mortal oraciones y súplicas con poderosos clamores y lágrimas al que era poderoso para salvarle de la muerte, fue escuchado por su reverencial temor” (Hbr 5,7-8).

            La pasión de Cristo es presentada como una petición, como una ofrenda y como un sacrificio. Estos versículos evocan una ofrenda dramática y nos enseñan que cuando pedimos algo a Dios, si es de verdad, debe ir acompañada de nuestra ofrenda total como en el Cristo de la Pasión:“Padre mío, si no es posible que pase sin que yo lo beba, hágase tu voluntad” (Mt 26,42). Es la misma actitud que, cuando al final de su actividad pública, comprende que ha llegado “su hora”: “Ahora mi alma se siente turbada. ¿Y qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora?¡Mas para esto he venido yo a esta hora! Padre, glorifica tu nombre” (Jn 12,26-27). El deseo más grande de Cristo es la gloria del Padre. Y la gloria del Padre le hace pasar por la pasión y la muerte.

            “Y aunque era Hijo, aprendió por sus padecimientos la obediencia...”(Hbr 5,7-8). Estas palabras encierran el misterio más profundo de nuestra redención: Cristo fue escuchado porque aprendió sufriendo lo que cuesta obedecer. “el amor de Dios -escribe Juan- consiste en cumplir sus mandamientos” (1Jn 5,3; cfr. Jn 14,5.21). Aquí podemos captar mejor el significado de la Encarnación y la Redención, realizadas por obediencia al proyecto del Padre.

            Cristo, que es Hijo de Dios, no es celoso de su condición filial, al contrario, por amor a nosotros, se pone a nuestra altura humana, para hacerse verdaderamente solidario con nosotros en las pruebas. Vive una situación dramática, que le hace rezar y suplicar con “grandes gritos y lágrimas”. Aquí el autor se refiere a toda la pasión de Cristo, pero especialmente cuando en su agonía reza a su Padre: “Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz; sin embargo, no se haga como yo quiero, sino como quieres tú” (Mt 26 36-47).

 Esta fidelidad al proyecto del Padre no le resultó fácil a Cristo sino costosa. En el Huerto de los Olivos confiesa el deseo más profundo de toda naturaleza humana: el deseo de no morir y menos de muerte cruel y violenta. En la narración de los Sinópticos: Mt.26,36-47; Mc.14,32-42 y Lc.22,40-45 aparece el profundo conflicto y la profunda lucha que se  produce en Jesús entre el instinto natural de vivir y la obediencia al Padre que le hace pasar por la muerte: “Aunque era hijo, en el sufrimiento aprendió a obedecer” (Heb.5,8).

            Humanamente, Jesús no puede comprender su muerte, que parece la negación misma de su obra de instauración del reino de Dios. El rechazo por parte de los hombres, el comportamiento de los mismos discípulos ante su agonía y pasión, sumergen a Cristo en una espantosa soledad; toca con sus propias manos la profundidad del fracaso más absurdo. Sin embargo, incluso ante la oscuridad más desoladora, Jesús sigue repitiendo la oración dirigida al Padre con inmensa angustia:“Padre si es posible... pero no se haga mi voluntad sino la tuya.” El himno cristológico de Filipenses de 2,6-11 evidencia esta obediencia radical: “Se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz”.

3. 5. CRISTO LLAMA “SATANÁS” A PEDRO POR QUERERLE ALEJAR DEL PROYECTO DEL PADRE

“Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Tomando la palabra Simón Pedro, dijo: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Y Jesús, respondiendo, dijo: Bienaventurado tú, Simón Bar Jona, porque no es la carne ni la sangre quien esto te lo ha revelado, sino mi Padre, que está en los cielos. Y yo te digo  a tí que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia... Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén para sufrir mucho de parte de los ancianos, de los príncipes de los sacerdotes y de los escribas, y ser muerto, y al tercer día resucitar. Pedro, tomándole aparte, se puso a amonestarle, diciendo: No quiera Dios que esto suceda. Pero Él, volviéndose, dijo a Pedro: Retírate de mí, Satanás; tú me sirves de escándalo, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres. Entonces dijo Jesús a sus discípulos: El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la hallará”(Mt 16,16-25).

            En el evangelio que acabamos de leer está muy clara la intención de Mateo: demostrar que Jesús es el Mesías que cumple la voluntad del Padre. Pero su mesianismo no es de poder político, religioso, económico, es una mesianismo de amor y paz y amor entre Dios y los hombres; el reino de Dios que Él ha venido a predicar y realizar es un reino donde Dios debe ser el único Dios de nuestra vida, a quien debemos adorar y someternos con humildad a su voluntad, aunque ésta nos lleva a la muerte del “yo”.

            En el evangelio proclamado, Pedro tiene todavía una visión mesiánica de poder y gloria humana, a pesar de haber escuchado a Cristo hablar de su misión y de cómo la va a realizar en humillación y sufrimientos; de hecho, en la  narración de Marcos, después de la predicción de su partida, el Señor los sorprende hablando de primeros y segundos puestos en el reino, que lleva también a la madre de los Zebedeo a pedir un puesto importante para sus hijos Santiago y Juan.

            De pronto, ante las palabras de Pedro, que quiere  alejar de Cristo esa sospecha de tanto sufrimiento, Jesús tiene una reacción desproporcionada: “aléjate de mí, Satanás…” Como podemos observar, el cambio ha sido radical: Pedro pasa de ser bienaventurado a ser satanás, porque sin ser consciente Pedro ha querido alejar este sufrimiento y humillación, voluntad del Padre para Cristo.

            Nosotros, siguiendo este esquema del evangelista Mateo, vamos a confesar con Pedro: “Cristo,  tú eres el Mesías, el hijo de Dios vivo”. Pero hemos de tener mucho cuidado de no confundir el mesianismo de Jesús con los falsos mesianismo de entonces y de siempre: políticos, temporales, de poder y gloria humana. El Mesías auténtico reina desde la cruz. Para no recibir como Pedro recriminaciones del Señor tengamos siempre en cuenta que para el Señor:

--  Todos los que le confesamos como Mesías, no  debemos  olvidar jamás su misión, si no queremos apartarnos de Él:  “El que quiere venirse conmigo, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga...” El que quiera vivir su vida, la que le pide su yo, su egoísmo, su soberbia y vanidad, la perderá, pero el que pierda su vida en servir y darse a los demás la ganará.

- En el cristianismo la salvación y la redención pasan por cumplir la voluntad del Padre, como Cristo, pisando sus mismas huellas de dolor y sufrimiento y muerte para llegar a la resurrección y a una vida nueva, muriendo al yo y al pecado.

-- El dinero, el poder y el deseo de triunfo del yo carnal es la mayor tentación para la religión cristiana siempre. Por eso, no hay cristianismo sin cruz, sin muerte del yo que se prefiere a Dios y a su voluntad, como lo vemos en la vida de todos los santos de todos los tiempos. 

-- Hay que matar el “ateo”, el “no serviré”, que llevamos todos dentro y que quiere adorarse a sí mismo más que a Dios.

3. 6. LA EUCARISTÍA ES FUERZA Y SABIDURÍA DE DIOS  POR EL ESPÍRITU SANTO EN LA DEBILIDAD DE LA CARNE.

El segundo paso, que sigue a la contemplación del sacrificio de Cristo, es la vivencia en nosotros de esas actitudes y sentimientos del Señor, que  son injertados en nuestra carne y existencia por la gracia sacramental de la celebración eucarística, especialmente, por la sagrada comunión.

Al contemplar la obediencia y los sufrimientos de Cristo, todos decimos: así tenemos  nosotros que  obedecer y amar y adorar al Padre, para cumplir y llevar a cabo el proyecto de amor que tiene sobre cada uno de  nosotros. Pero para esto necesitamos vivir y sufrir como Cristo. Y nosotros no podemos si Dios no nos da esa fuerza. Y esta fuerza y potencia nos la da Cristo por su carne llena de Espíritu  Santo, que nos lleva a sentir y vivir con Él y como Él.       Este segundo aspecto de identificación con los  sentimientos de Cristo crucificado lo refleja muy bien la segunda parte del STABAT MATER:

Hazme contigo llorar                 Virgen de vírgenes santa,

y de veras lastimar                     llore yo con ansias tantas

de sus penas mientras vivo;      que el llanto dulce me sea,

porque acompañar deseo          porque su pasión y muerte

en la cruz, donde le veo,          tenga en mi alma, de suerte

tu corazón compasivo.             que siempre sus penas vea.

Haz que su cruz me enamore Haz que me ampare la muerte

y que en ella viva y more      de Cristo, cuando en tan fuerte

de mi fe y amor indicio               trance vida y alma estén,

porque me inflame y encienda    porque cuando quede en calma

y contigo me defienda                 el cuerpo, vaya mi alma

en el día del juicio.                   a su eterna gloria. Amén.

            La adoración es la suprema manifestación de la reverencia, del amor y del culto debidos al  Dios Supremo. Al ser lo último y más elevado de nuestro culto a Dios, la adoración unifica todos los caminos y todas las miradas y todas  las expresiones, comunitarias o personales,  que llevan  a Dios. La adoración es el último tramo de todos los caminos que conducen hasta Él, sean la Eucaristía, la oración personal o comunitaria, tanto de petición como de alabanza, las mortificaciones, sufrimientos, gozos, los trabajos. La nueva vida de amor y servicio inaugurada por Cristo y presencializada en cada Eucaristía me ayuda, me mete esta vida y este amor dentro de mí, aunque a veces sea con lágrimas y dolor.

            Por eso, toda nuestra vida debe ser un cuerpo y un espíritu, una vida y una sangre que están dispuestas a derramarse por hacer la voluntad del Padre, salvándonos y salvando así a los hermanos, los hombres. Cada Eucaristía me inyecta obediencia al Padre hasta la muerte, hasta la victimación del yo personal, de la soberbia, avaricia, egoísmo...dando muerte al hombre viejo que me empuja a preferirnos a Dios, a preferir nuestra voluntad a la suya:   “así completaré en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo”

            Jesús había declarado que la prueba principal de su amor consiste en dar la vida por los que ama: “Nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos.” Éste es el espíritu de caridad que animó el sacrificio de Cristo y se hace ahora presente en cada Eucaristía. Este amor animó toda la vida de Cristo, pero especialmente su pasión, muerte y resurrección y este amor viene a nosotros por la celebración eucarística: “El que me coma vivirá por mí”,(Jn 6,23).

            Esta Salvación por amor es permanente, porque su sacerdocio es eterno en contraposición al del AT Jesús posee un sacerdocio perpetuo y ejerce continuamente su ministerio sacerdotal: “estando siempre vivo para interceder en favor de aquellos que por él se acercan a Dios”. (Hbr 7,25)“Se ofreció de una vez para siempre” ( Hbr 7,8). Y de esta actitud de adoración al Padre nos hace Cristo partícipes en cada Eucaristía. Por ella nosotros también miramos al Padre en total sumisión a su voluntad y esta adoración la vivimos con Cristo sacramentalmente en la Eucaristía y luego existencialmente en nuestra vida. Esta actitud de adoración es fundamental en todo hombre que busca a Dios y Cristo es el mejor camino para llegar hasta el Padre. 

            Al decir “haced esto en memoria mía” el Señor nos quiere indicar a cada participante: acordaos de mi vida entregada al Padre por vosotros desde mi encarnación hasta lo último que ahora hago presente, de mi amor loco y apasionado al Padre y a todos los hombres, mis hermanos, hasta el fin de mis fuerzas y de los tiempos... de mi voz y mis manos emocionadas por el deseo de ser comido y vivir la misma vida... “Cuantas veces hagáis esto, acordaos de mí...”Sí, Cristo, quiero acordarme ahora y vivir en cada Eucaristía tus mismos sentimientos, amores  y entrega total sin reservas.

3. 7. LA EUCARISTÍA, FUENTE DEL AMOR FRATERNO Y CRISTIANO.

La celebración de la Eucaristía es la celebración de la Nueva Alianza, que tiene dos dimensiones esenciales: una vertical, hacia Dios, y otra, horizontal, de unión con los hombres. La Eucaristía lleva por tanto  amor a Dios y a los hermanos. El amor de Cristo llega a todos los hombres en la Eucaristía; participar, por tanto,  en verdad de la Eucaristía me lleva a amar a todos como Cristo los ha amado, hasta dar la vida.

            El culto cristiano consiste en transformar la propia vida por la caridad que viene de Dios y que siempre tiene el signo de la cruz de Cristo, esto es, la verticalidad del amor obedencial al Padre y la horizontalidad del amor gratuito a los hombres.“Os exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios, a ofrecer vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, como culto espiritual vuestro” (Rom 12,1).

            Es paradójico que el evangelio de Juan que nos habla largamente de la Última Cena no relata la institución de la Eucaristía mientras que todos los sinópticos la describen con detalle. El cuarto evangelio, sin embargo, nos trae ampliamente desarrollada la escena del lavatorio de los pies de los discípulos por parte de Jesús, cosa que no hacen los otros evangelistas. Lógicamente S. Juan no pretende con esto negar la institución de la Eucaristía, porque era cosa bien conocida ya por la tradición primitiva y por el mismo S. Pablo, pero el cuarto evangelio no tiene la costumbre de repetir aquellos hechos y dichos, que ya son suficientemente conocidos por los otros Evangelios, porque los supone conocidos.

            San Juan había ya hablado largamente de la Eucaristía en el discurso sobre el pan de vida en el capítulo sexto: “El pan que yo os daré es mi carne para la vida del mundo” (v 51). Por eso no insiste en este argumento en la Ultima Cena y nos narra, sin embargo, el lavatorio de los pies a los discípulos en el lugar que corresponde a la institución del sacramento eucarístico; en el lugar donde todos esperamos leer el relato de su institución, cuando hacemos referencia a la Última Cena, S. Juan nos narra el lavatorio de los pies y el mandato del amor fraterno. No cabe duda de que el evangelista Juan lo hizo conscientemente, porque ha tenido un motivo y pretende un fin determinado.

            La opinión de varios comentaristas modernos, desde el protestante francés Cullmann, hasta el anglicano Dodd, pasando por el católico P. Tillar y otros actuales es que el cuarto evangelio supone la institución de la Eucaristía y pasa a describirnos más específica y concretamente el fruto y finalidad y espíritu de la Eucaristía: la caridad fraterna. La hipótesis es interesante.

Todos sabemos que S. Juan es el evangelista místico, que, junto con S. Pablo, tiene experiencia y vivencia de los misterios de Cristo y más que los hechos y dichos externos nos quiere transmitir el espíritu y la interioridad de Cristo y la vivencia de sus misterios. Dios es amor y al amor se llega mejor y más profundamente por el fuego que por el conocimiento teórico y frío, porque éste se queda en el exterior pero el otro entra dentro y lo vive.

A Cristo como a su evangelio no se les comprende hasta que no se viven. Y esto es lo que hace el evangelista Juan: vive la Eucaristía y descubre que es amor extremo a Dios y a los hermanos. A través del lavatorio de los pies, podemos descubrir que para Juan, el efecto verdadero y propio de la Eucaristía, aunque no explícitamente expresado por él, pero que podemos intuir en la narración de este hecho, es hacer ver y comprender la actitud de humildad y humillación de Jesús, su entrega total de amor y caridad y servicio, realizados en la Eucaristía y que son también  simbolizados y repetidos en el lavatorio de los pies a los discípulos.

            Por lo tanto, las palabras referidas por los sinópticos: “Este es mi cuerpo entregado por vosotros; haced esto en memoria de mí”, vendrían interpretadas y comentadas por estas otras palabras de Juan: “Os he dado ejemplo; haced lo que yo he hecho”. El amor fraterno es la gracia que la Eucaristía, memorial de la inmolación de Cristo por amor extremo a nosotros, debe dar y producir en nosotros.

Y por eso el sentido de este ejemplo que Cristo ha querido dar a sus discípulos en la escena del lavatorio de los pies encuentra el comentario explícito y concreto a seguidas del hecho, donde nos da el mandamiento nuevo del amor como Él nos ha amado: “Un precepto nuevo os doy: que os améis unos a otros como yo os he amado, así también amaos mutuamente. En esto conocerán todos que sois mis discípulos: si tenéis amor unos para con otros” (Jn 13,34-35); “Éste es mi precepto: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 1413).

            ¿Por qué llama Jesús nuevo a este mandamiento? ¿No estaba ya mandado y era un deber el amor fraterno en el seno del judaísmo? En verdad la clave de la explicación, el elemento específico que hace del amor un precepto nuevo, se encuentra en las palabras “como yo os he amado”, en clara e implícita referencia a la institución de la Eucaristia.

Todo el capítulo trece de S. Juan pone explícitamente la vida y la muerte de Jesús bajo el signo de su amor extremo a los hombres cumpliendo el proyecto del Padre. Y así es como comienza el capítulo: “Antes de la fiesta de Pascua, viendo Jesús que llegaba su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo…”

Como Jesús, también nosotros, debemos mantener siempre unidas estas dos dimensiones del amor, si queremos vivir de verdad la Nueva Alianza. Celebrar la Eucaristía es tener los mismos sentimientos y actitudes de amor y de entrega de Cristo a Dios y a los hombres, que Él hace presentes y vive en cada celebración eucarística, porque se ofreció “de una vez para siempre” (Hbr 7,8) en este misterio. Jesús quiere meterlos dentro de nuestro espíritu por su mismo Espíritu,  invocado en la epíclesis sobre el pan y sobre la Iglesia y la asamblea, para que «fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu» (Plegaria III).

            Esta misma doctrina, con diversos matices, vuelve Juan a proponernos en su primera Carta, bella y profunda. En algunos puntos completa su evangelio. En efecto, ella invita al cristiano a quitar de sí todo pecado, especialmente contra el amor fraterno, y vivir en conformidad con la voluntad de Dios a ejemplo del Maestro: a hacer lo que Él y como Él lo ha hecho: hay que dar la vida por los hermanos: “en esto hemos conocido el amor: en que Él dio su vida por nosotros; también nosotros tenemos que dar la vida por los hermanos” (1Jn 3,13).

Aunque la carta no trata aquí directamente de un amor martirial, nos pide una entrega de amor que tiende de suyo a la entrega total de sí mismo. Y en este mismo sentido el texto más explícito y significativo es el siguiente: “Pero el que guarda su palabra, en ése la caridad de Dios es verdaderamente perfecta. En esto conocemos que estamos en Él. Quien dice que permanece en Él, debe andar como Él anduvo” (1Jn 2,5-6).

            Por la Eucaristía Cristo viene a nosotros, nos une a Él a sus sentimientos y actitudes, entre los cuales la caridad perfecta a Dios y a los hermanos es el principal y motor de toda su vida:  “Éste es mi mandamiento, que os améis unos a otros como yo os he amado”, “Os he dado ejemplo, haced vosotros lo mismo”; Ahora bien, “quien permanece en él..,” quien está unido a Él, quien celebra la Eucaristía con Él, quien come su Cuerpo, come también su corazón, su amor, su entrega, sus mismos sentimientos de misericordia y perdón, su reaccionar siempre amando ante las ofensas... “debe andar como Él anduvo”.

            La primera dimensión es esencial: recibimos el amor que procede del Padre a través del corazón de Cristo, y, como dice S Juan, no podemos amar a Dios y a los hermanos si Dios no nos hace partícipe de su Amor Personal, Espíritu Santo: no podemos amar si primero Dios no nos ama: “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que Él nos amó a nosotros y envió a su Hijo para librarnos de nuestros pecados...” (1Jn 4,10)). Y así lo afirma en su evangelio: “Como el Padre me ama a mí, así os amo yo a vosotros. Permaneced en mi amor” (Jn 15,9).De aquí deriva el amor a los hermanos, el don y el servicio total de uno mismo a los hermanos, sin buscar recompensas, amando gratuitamente, como sólo Dios puede amar y nos ama y nosotros tenemos que aprender a amar en y por la Eucaristía.

            En la Eucaristía se hace presente la cruz de Cristo con ambas dimensiones, vertical y horizontal, en que fue clavado y por la que fuimos salvados. La vertical la vivió Cristo en una docilidad filial y total al Padre; la horizontal, en apertura completa a todos los hombres, aunque sean pecadores o indignos. En el centro de la cruz, para unir estas dos dimensiones está el corazón de Jesús traspasado por la lanza del amor crucificado.

 El fuego divino, que transformó esta muerte en sacrificio de alianza no ha sido otra cosa que el fuego de la caridad, el fuego del Espíritu Santo. Lo afirma S. Pablo en su carta a los Efesios: “Cristo nos ha amado (con amor de Espíritu Santo)y se entregó a sí mismo por nosotros como ofrenda y sacrificio de suave olor a Dios” (Ef 5,2). Y lo recalca la Carta a los Hebreos: “Porque si la sangre de los machos cabríos y de los toros ...santifica a los inmundos...¡cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo como víctima sin defecto limpiará nuestra conciencia de las obras muertas para dar culto al Dios vivo! (Hbr 9, 13-14)

            Dice S. Agustín que el sacrificio sobre el altar de piedra va acompañado del sacrificio sobre el altar del corazón. La participación viva en la Eucaristía demuestra su fecundidad en toda obra de misericordia, en toda obra buena, en todo consejo bueno, en todos los esfuerzos por amar al hermano como Cristo; así es cómo la Eucaristía es alimento de mi vida personal, así es como Cristo quiere que el amor a Él y a los hermanos, la Eucaristía y la vida , el culto y servicio a Dios y el servicio a los hombres estén estrechamente unidos.

            La  Eucaristía acabará como signo cuando retorne Cristo para consumar la Pascua Gloriosa en un encuentro ya consumado y definitivo y bienaventurado de Dios con los hombres, que ha de progresar en profundidad y anchura toda la eternidad. Por eso en la Eucaristía la Iglesia mira siempre al futuro consumado, a la escatología, al final bienaventurado de todo y de todos en  el Amor de Dios Uno y Trino que nos llega en cada Eucaristía por el Hijo, Cristo Glorioso, que se hace presente  bajo los velos de los signos.

            Quisiera terminar este tema con el pasaje conclusivo de la carta a los Hebreos, que abundantemente venimos comentando: “El Dios de la paz, que sacó de entre los muertos, por la sangre de la alianza eterna, al gran Pastor de las ovejas, nuestro Señor Jesús, os haga perfectos en todo bien, para hacer su voluntad, cumpliendo en vosotros lo que es grato en su presencia, por Jesucristo, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén” (Hbr 13,20-21).

            El autor pide que el Dios de la paz, el Dios de la alianza realice en nosotros lo que le agrada, lo que nos hace perfectos en el amor, que nos ha de venir necesariamente de Él. En la antigua alianza Dios prescribía lo que había que hacer mediante una ley externa. Pero eso fracasó. Ahora quiere inscribirla en el corazón de los hombres mediante su Espíritu: “Yo pondré mi ley en su interior y la escribiré en su corazón...” (Jer 31,31-33). Y esto lo hace por Jesucristo Eucaristía, por su cuerpo comido y su sangre derramada  en amor de Espíritu Santo. 

            Sin el Espíritu de Cristo, si el Amor de Cristo no se pueden hacer las acciones de Cristo, no podemos amar a los hermanos como Cristo, no podemos perdonar, no podemos cooperar a la salvación y la redención de los hombres: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, tampoco vosotros si no permanecéis en mí” (Jn 15,4-5).

            Acojamos esta acción de Dios en nosotros por Jesucristo con amor y gratitud. Nosotros terminamos con el himno de alabanza dirigido a Dios por el autor de la carta a los Hebreos: “Por Él (Cristo)ofrezcamos de continuo a Dios un sacrificio de alabanza, esto es, el fruto de los labios que bendicen su nombre....” “por Jesucristo, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén” (Hbr 13,15.21). Hagamos también nosotros nuestra ofrenda de alabanza al Padre por la Eucaristía, por medio de Cristo,  para  gloria  de  Dios y  salvación de los  hombres nuestros  hermanos.

3. 8. LA EUCARISTÍA NOS ENSEÑA  Y EMPUJA  AL  PERDÓN DE NUESTROS  ENEMIGOS

S. Juan ha puesto de manifiesto hasta qué punto el amor del Padre se ha manifestado en la cruz del Cristo: “Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó)a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él sino que tengan vida eterna”. Y Pablo nos dice igualmente que Dios nos revela su Amor Personal, Amor de Espíritu Santo, a través de la muerte en cruz del Hijo Amado, que nos manifiesta su amor, muriendo por nosotros, que no éramos gratos a Él, sino pecadores: “Y la esperanza no quedará confundida, pues el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado. Pues Cristo, siendo todavía nosotros pecadores, a su tiempo murió por unos impíos. Porque a duras penas morirá uno por un justo, pues por el bueno uno se anime a morir. Más acredita Dios su amor para con nosotros, en que siendo todavía pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rom 5,6-8).El Padre nos muestra su amor entregando su Hijo a la muerte por nosotros y el Hijo nos revela su amor total y apasionado, dando su vida por nosotros, con amor extremo.

            Jesús ha sido el primero en poner en práctica este amor a los enemigos, impuesto a sus discípulos como mandamiento. En el Calvario manifiesta los sentimientos de indulgencia y perdón que quería tener para con sus adversarios. Pide al Padre misericordia para ellos e incluso fue la última petición que hizo a su Padre: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Bajo este perdón expresamente declarado en favor de los que le daban muerte, había un amor más fundamental por todos a los que el pecado les convertía en enemigos de Dios, y que ahora recibían el abrazo del Padre por la Nueva Alianza sellada en su sangre: “Bebed de él todos, que ésta es mi sangre de la alianza, que será derramada por muchos para remisión de los pecados” (Mt 26,28).

            Desde entonces, la Eucaristía, al hacer presente todos los hechos y dichos salvadores de Cristo, se presenta ante todos los participantes como un ejemplo de amor y perdón de los enemigos que nos invita a todos los cristianos a conformarnos y unirnos a los sentimientos de Cristo. La ofrenda de Cristo sobre el altar  es la expresión de un amor al prójimo que supera todas la barreras y diferencias, que sobrepasa cualquier hostilidad, que substituye la venganza por la piedad y que responde a las ofensas con una bondad mayor. Muestra que la caridad divina perdona siempre y exige del cristiano una caridad semejante: que reaccione ante las ofensas no odiando sino perdonando y amando siempre, llegando así hasta el amor a los enemigos con la fuerza de Cristo que ayuda nuestra debilidad. 

            El maestro había ya formulado la exigencia de caridad contenida en toda ofrenda:“Si cuando presentas tu ofrenda junto al altar, te acuerdas allí de que tu hermano tiene algo contra tí, deja tu ofrenda delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano y vuelve luego a presentar tu ofrenda” Mt 5,23-24). Estas palabras nos muestran las disposiciones que debe tener un cristiano cuando asiste consciente a Eucaristía. La disposición de caridad es por tanto condición impuesta por Dios para que la ofrenda le sea grata. En este ambiente de caridad fue instituida la Eucaristía y en este ambiente debe ser celebrada siempre y continuada con nuestra vida y testimonio en la calle y en la relación con los hombres “para que den gloria a vuestro Padre del cielo...”, Aen esto conocerán que sois discípulos míos en que os amáis los unos a los otros como yo os he amado”. San Juan no narra la institución de la Eucaristía, según algunos autores, porque el lavatorio de los pies y el precepto del amor mutuo expresan los efectos de la misma:“Si yo, pues, os he lavado los pies, siendo vuestro Señor y  Maestro, también habéis de lavaros vosotros los pies unos a otros. Porque yo os he dado ejemplo para que vosotros también hagáis como yo he hecho... Si esto aprendéis, seréis dichosos si lo practicáis” (Jn 13, 12-14;17).

            La Eucaristía renueva esta dimensión del amor y tiende a ensanchar el corazón de los cristianos según las dimensiones del corazón del Padre y del Hijo. Así la Eucaristía es el lugar del amor a los pecadores, a los que nos odian, a los que nos hacen mal, porque el Padre y el Hijo lo hicieron por el amor del Espíritu Santo y lo renuevan en cada Eucaristía en la ofrenda sacrificial del Hijo aceptada por el Padre.

3. 9. EL PADRE ME AMÓ MÁS EN LA SEGUNDA CREACIÓN POR EL HIJO MUERTO Y RESUCITADO

“En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados”(1Jn 4,10).

Si existo, es que Dios me ama. Ha pensado en mí. Ha sido una mirada de su amor divino, la que contemplándome en su esencia infinita, llena de luz y de amor, me ha dado la existencia como un cheque firmado ya y avalado para vivir y estar siempre con Él,  en  una eternidad dichosa,  que ya no va a acabar nunca y que ya nadie puede arrebatarme porque ya existo, porque me ha creado primero en su Palabra creadora y luego recreado en su Palabra salvadora.“Nada se hizo sin ella... todo se hizo por ella” (Jn 1,3).

Si existo, es que Dios  me ha preferidoa millones y millones de seres que no existirán nunca, que permanecerán en la no existencia, porque la mirada amorosa del ser infinito me ha mirado a mí y me ha preferido... Yo he sido preferido, tú has sido preferido, hermano. Estímate, autovalórate, apréciate, Dios te ha elegido entre millones y millones que no existirán. Qué bien lo expresa S. Pablo: “Hermanos, sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien: a los que ha llamado conforme a su designio. A los que había escogido, Dios los predestinó a ser imagen de su Hijo para que Él fuera el primogénito de muchos hermanos. A los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó” (Rom 8, 28.3).

Es un privilegio el existir. Expresa que Dios te ama, piensa en ti, te ha preferido. Ha sido una mirada amorosa del Dios infinito, la que contemplando la posibilidad de existencia de millones y millones de seres posibles, ha pronunciado mi nombre con ternura y  me ha dado el ser humano ¡Qué grande es ser, existir, ser hombre, mujer...! Dice un autor de nuestros días: «No debo, pues, mirar hacia fuera para tener la prueba de que Dios me ama; yo mismo soy la prueba. Existo, luego soy amado». (G. Marcel).

Si existo, yo valgo mucho, porque todo un Dios me ha valorado y amado y señalado  con su dedo creador. ¡Qué bien lo expresó Miguel Ángel en la capilla Sixtina! ¡Qué grande eres, hombre, valórate! Y valora a todos los vivientes, negros o amarillos, altos o bajos, todos han sido singularmente amados por Dios, no desprecies a nadie, Dios los ama y los ama por puro amor, por puro placer de que existan para hacerlos felices eternamente, porque Dios no tiene necesidad de ninguno de nosotros. Dios no crea porque nos necesite. Dios crea por amor, por pura gratuidad. Dios  crea para llenarnos de su vida, porque  nos ama y esto le hace feliz.

            Por eso, con qué respeto, con qué cariño tenemos que mirarnos unos a otros... porque fíjate bien, una vez que existimos, ya no moriremos nunca, nunca... somos eternos. Aquí nadie muere. Los muertos están todos vivos. Si existo, yo soy un proyecto de Dios, pero un proyecto eterno, ya no caeré en la nada, en el vacío. Qué alegría existir, qué gozo ser viviente. Mueve tus dedos, tus manos, si existes, no morirás nunca; mira bien a los que te rodean, vivirán siempre, somos semejantes a Dios, por ser amados por Dios.

            Desde aquí se comprende mejor lo que valemos: Jesucristo, su persona y su palabra y su pasión y muerte y resurrección son los signos claros de lo que yo valgo para el Padre y para Cristo, de lo que el Padre y el Hijo me aman.

Si existo, es que estoy llamado a ser feliz, a ser amado y amar por el Dios Trino y Uno; este es el fin del hombre. Y por eso su gracia es ya vida eterna que empieza aquí abajo y los santos y los místicos la desarrollan tanto, que no se queda en semilla como en mí, sino que florece en eternidad anticipada, como los cerezos de mi tierra en primavera. “En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, os lo diría, porque voy a prepararos el lugar. Cuando yo me haya ido y os haya preparado el lugar, de nuevo volveré  y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy estéis también vosotros” (Jn 14,2-4). “Padre, los que tú me has dado, quiero que donde esté yo estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria, que tú me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo” (Jn 17, 24).

            Convendría a estas alturas volver al texto de S. Juan, que ha inspirado esta reflexión: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados” (1Jn.4, 9-10).

3. 10.  “Y NOS ENVIÓ A SU HIJO COMO PROPICIACIÓN DE NUESTROS PECADOS”

En la contemplación de la segunda parte entraría muy directamente S. Pablo, para quien el misterio de Cristo, enviado por el Padre como redención de nuestros pecados,  es un misterio que le habla muy claramente de esta predilección de Dios por el hombre, de este misterio escondido por los siglos en corazón de Dios y revelado en la plenitud de los tiempos por la Palabra hecha carne, especialmente por la pasión, muerte y resurrección del Señor. “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí; y mientras vivo en esta carne, vivo de la fe del Hijo de Dios, que me amó hasta  entregarse por mí” (Gal 2,19-20). 

            S. Juan, que estuvo junto a Cristo en la cruz, resumió  todo este misterio de dolor y de entrega en estas palabras: “Tanto amó Dios al hombre, que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que  creen en él” (Jn 3,16). No le entra en la cabeza que Dios ame así al hombre hasta este extremo, por eso, el “entregó” tiene sabor de “traicionó”. Y realmente, en el momento cumbre de la vida de Cristo, que es  su pasión y muerte, esta realidad de crudeza impresionante es percibida por S. Pablo como plenitud de amor y totalidad de entrega dolorosa y extrema. Al contemplar a Cristo doliente y torturado, no puede menos de exclamar : “Me amó y se entregó por mí”. Por eso, S. Pablo, que lo considera “todo basura y estiércol, comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo”, llegará a decir: “No quiero saber más que de mi Cristo y éste crucificado...”

            Queridos hermanos, qué será el hombre, qué encerrará  en su realidad para el mismo Dios que lo crea... qué seré yo, qué serás tú, y todos los hombres, pero qué será el hombre para Dios, que no le abandona ni caído y no le deja postrado en su muerte pecadora. Yo creo que Dios se ha pasado con nosotros.  “Tanto amó Dios al hombre que entregó (traicionó) a su propio Hijo”.

Porque  no hay justicia. No me digáis que Dios fue justo. Los ángeles se pueden quejar, si pudieran, de injusticia ante Dios. Bueno, no sabemos todo lo que Dios ha hecho por levantarlos. Cayó el ángel, cayó el hombre. Para el hombre hubo redentor, su propio Hijo, para el ángel no hubo redentor. Por qué para nosotros sí y para ellos no. Dónde está la igualdad, qué ocurre aquí... es el misterio de predilección de amor de Dios por el hombre. “Tanto amó Dios al hombre, que...(traicionó)”  Por esto, Cristo crucificado es la máxima expresión del amor del Padre y del Hijo: “nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos” y  Cristo la dio por todos nosotros.

            Este Dios  infinito, lleno de compasión y ternura por el hombre, viéndole caído y alejado para siempre de su proyecto de felicidad, entra dentro de sí mismo, y mirando todo su ser que es amor también misericordioso, y toda su sabiduría y todo su poder descubre un nuevo proyecto de salvación, que a nosotros nos escandaliza, porque en él abandona a su propio Hijo, prefirió en ese momento el amor a los hombres al de su Hijo.

No tiene nada de particular que la Iglesia, al celebrar este misterio en su liturgia, lo exprese admirativamente casi con una blasfemia:«Oh felix culpa...» oh feliz culpa, que nos ha merecido un tal Salvador. Esto es blasfemo, la liturgia ha perdido la cabeza,  oh feliz pecado, pero cómo puede decir esto, dónde está la prudencia y la moderación de las palabras sagradas, llamar cosa buena al pecado, oh feliz culpa, que nos ha merecido un tal salvador, un proyecto de amor todavía más lleno de amor y condescendencia divina y plenitud que el primero.

            Cuando S. Pablo lo describe, parece que estuviera en esos momentos dentro del consejo Trinitario. En la plenitud de los tiempos, dice S. Pablo, no pudiendo Dios contener ya más tiempo este misterio de amor en su corazón, explota y lo pronuncia y nos lo revela a nosotros. Y este pensamiento y este proyecto de salvación es su propio Hijo, pronunciado en Palabra y Revelación llena de Amor de su mismo Espíritu, es Palabra ungida de Espíritu Santo, es Jesucristo, la explosión del amor de Dios a los hombres. En Él nos dice: os amo, os  amo hasta la locura, hasta el extremo, hasta perder la cabeza.

Y esto es lo que descubre San Pablo en Cristo Crucificado: “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley” ( Gal 4,4). “Y nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para la alabanza del esplendor de su gracia, que nos otorgó gratuitamente en el amado, en quien tenemos la redención  por su sangre...” (Ef 1,3-7).

            Para S. Juan de la Cruz, Cristo crucificado tiene el pecho lastimado por el amor, cuyos tesoros nos abrió desde el árbol de la cruz: «Y al cabo de un gran rato se ha encumbrado/ sobre un árbol do abrió sus brazos bellos,/ y muerto se ha quedado, asido de ellos,/ el pecho del amor muy lastimado».

Cuando en los días de la Semana Santa, leo la Pasión o la contemplo en las procesiones, que son una catequesis puesta en acción, me conmueve ver pasar a Cristo junto a mí, escupido, abofeteado, triturado... Y siempre me pregunto lo mismo: por qué, Señor, por qué fue necesario tanto sufrimiento, tanto dolor, tanto escarnio... Fue necesario para que el hombre nunca pueda dudar de la verdad del amor de Dios. No los ha dicho antes S. Juan: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo”.

            Por todo esto, cuando miro al Sagrario y el Señor me explica todo lo que sufrió por mí y por todos, desde la Encarnación hasta su Resurrección, yo sólo veo una cosa: amor, amor loco de Dios al hombre. Jesucristo, la Eucaristía, Jesucristo Eucaristía es Dios personalmente amando locamente a los hombres. Este es el único sentido de su vida, desde la Encarnación hasta la muerte y la resurrección.

Y en su nacimiento y en su cuna no veo ni mula ni buey ni pastores... solo amor, infinito amor que se hace tiempo y espacio y criatura por nosotros...“Siendo Dios… se hizo semejante a nosotros en todo menos en el pecado...”; en el Cristo polvoriento y jadeante de los caminos de Palestina, que no tiene tiempo a veces ni para comer ni descansar, en el Cristo de la Samaritana a la que va  a buscar y se sienta agotado junto al pozo porque tiene sed de su alma, en el Cristo de la adúltera, de Zaqueo... sólo veo amor; y como aquel es el mismo Cristo del sagrario, en el sagrario sólo veo amor, amor extremo, apasionado, ofreciéndose sin imponerse, hasta dar la vida en silencio y olvidos,  sólo amor...

            Y todavía este corazón mío, tan sensible para otros amores y otros afectos y otras personas, tan sentido en las penas  propias y ajenas, no se va a conmover ante el amor tan “lastimado” de Dios, de mi Cristo... tan duro va a ser para su Dios  Señor y tan sensible para los amores humanos. Dios mío, pero quién y qué soy yo, qué es el hombre, para que le busques de esta manera; qué puede darte el hombre que Tú  no tengas, qué buscas en mí, qué ves en nosotros para buscarnos así... no lo comprendo, no me entra en la cabeza. Cristo, quiero amarte, amarte de verdad, ser todo y sólo tuyo, porque nadie me ha amado como Tú. Ayúdame. Aumenta mi fe, mi amor, mi deseo de Ti.  Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo.

            Hay un momento de la pasión de Cristo, que me impresiona fuertemente, siempre que viene a mi mente, porque es donde yo veo reflejada también esta predilección del Padre por el hombre y que S. Juan expresa maravillosamente en las palabras antes citadas: “Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio Hijo”.

Es en Getsemaní. Cristo está solo, en la soledad más terrible que haya podido experimentar persona alguna, solo de Dios y solo de los hombres. La Divinidad le ha abandonado,  siente sólo su humanidad en “la hora” elegida por el proyecto del Padre según S. Juan, no  siente ni barrunta su ser divino... es un misterio. Y en aquella hora de angustia, el Hijo clama al Padre: “Padre, si es posible, pase de mi este cáliz...”

Y allí nadie le escucha ni le atiende, nadie le da una palabra por respuesta, no hay ni una palabra de ayuda, de consuelo,  una explicación para Él...  Cristo, qué pasa aquí. Cristo, dónde está tu Padre, no era tu Padre Dios, un Dios bueno y misericordioso que se compadece de todos, no decías Tú que te quería, no dijo Él que Tú eras su Hijo amado... dónde está su amor al Hijo.. No te fiabas totalmente de Él... qué ha ocurrido… Es que ya no eres su Hijo, es que se avergüenza de Ti... Padre Dios, eres injusto con tu Hijo, es que ya no le quieres como a Hijo, no ha sido un hijo fiel, no ha defendido tu gloria, no era el hijo bueno cuya comida era hacer la voluntad de su Padre, no era tu hijo amado en el que tenías todas tus complacencias...

            Qué pasa, hermanos, cómo explicar este misterio...El Padre Dios, en ese momento, tan esperado por Él desde toda la eternidad, está tan pendiente de la salvación de los nuevos hijos, que por la muerte tan dolorosa del Hijo va a conseguir, que no oye ni atiende a sus gemidos de dolor, sino que tiene ya los brazos abiertos para abrazar a los nuevos hijos que van a ser salvados y redimidos  por el Hijo y por ellos se ha olvidado hasta del Hijo de sus complacencias, del Hijo Amado: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio hijo”.  Por eso, mirando a este mismo Cristo, esta tarde en el sagrario, quiero decir con S. Pablo desde   lo más profundo de mi corazón: “Me amó y se entregó por mí”; “No quiero saber más que de mi Cristo y éste, crucificado”.

            Y nuevamente vuelven a mi mente  los interrogantes: pero qué es el hombre, qué será el hombre para Dios, qué seremos tú y yo para el Dios infinito, que proyecta este camino de Salvación tan duro y cruel para su propio Hijo, tan cómodo y espléndido para el hombre; qué grande debe ser el hombre, cuando Dios se rebaja y le busca y le pide su amor... Qué será el hombre para este Dios, cuando este Dios tan grande se rebaja tanto, se humilla tanto y busca tan extremadamente el amor de este hombre. Qué será el hombre para Cristo, que se rebajó hasta este extremo para buscar el amor del hombre.

             Dios mío, no te comprendo, no te abarco y sólo me queda una respuesta, es una revelación de tu amor que contradice toda la teología que estudié, pero que el conocimiento de tu amor me lleva a insinuarla, a exponerla con duda para que no me condenen como hereje. Te pregunto, Señor, ¿es que me pides de esta forma tan extrema mi amor porque lo necesitas? ¿Es que sin él no serías infinitamente feliz? ¿Es que necesitas sentir mi amor, meterme en tu misma esencia divina, en tu amor trinitario y esencial, para ser totalmente feliz de haber realizado tu proyecto infinito? ¿Es que me quieres de tal forma que sin mí no quieres ser totalmente feliz?

Padre bueno,  que Tú hayas decidido en consejo con los Tres no querer ser feliz sin el hombre, ya me cuesta trabajo comprenderlo, porque el hombre no puede darte nada que tú no tengas, que no lo haya recibido y lo siga recibiendo de Ti; comprendo también que te llene tan infinitamente tu Hijo en reciprocidad de amor que hayas querido hacernos a todos semejantes a Él, tener y hacer de todos los hombres tu Hijo, lo comprendo pero bueno... no me entra en la cabeza, pero es que viendo lo que has hecho por el hombre es como decirnos que mis Tres, el Dios infinito Trino y Uno no puede ser feliz sin el hombre, es como cambiar toda la teología donde Dios no necesita del hombre para nada, al menos así me lo enseñaron a mí, pero ahora veo por amor, que Dios también necesita del hombre, al menos lo parece por su forma de amar y buscarlo... y esto es herejía teológica, aunque no mística, tal y como yo la siento y la gozo y me extasía. Bueno, debe ser que me pase como a S. Pablo, cuando se metió en la profundidad de Dios que le subió a los cielos de su gloria y empezó a “desvariar”.

            Señor, dime qué soy yo para ti, qué es el hombre para tu Padre, para Dios Trino y Uno, que os llevó hasta esos extremos:  “Tened los mismos sentimientos que Cristo Jesús, quien, existiendo en forma de Dios... se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres; y en la condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz, por lo cual Dios le exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús doble la rodilla todo cuanto hay en los cielos, en la tierra y en las regiones subterráneas, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” ( Fil 2,5-11).

            Dios mío, quiero amarte. Quiero corresponder a tanto amor y quiero que me vayas explicando desde tu presencia en el sagrario, por qué tanto amor del Padre, porque Tú eres el único que puedes explicármelo, el único que lo comprendes, porque ese amor te ha herido y llagado, lo has sentido, Tú eres ese amor hecho carne y hecho pan, Tú eres el único que lo sabes, porque te diste totalmente a Él y lo abrazaste y te  empujó hasta dar la vida y yo necesito saberlo, para corresponder y no decepcionar a un Dios tan generoso y tan bueno, al Dios más grande, al Dios revelado por Jesucristo, en su persona, palabras y obras, un Dios que me quiere de esta forma tan extremada.       Señor, si Tú me predicas y me pides tan dramáticamente, con tu vida y tu muerte y tu palabra, mi amor para el Padre, si el Padre lo necesita y lo quiere tanto, como me lo ha demostrado, no quiero fallarle, no quiero faltar a un Dios tan bueno, tan generoso y si para eso tengo que mortificar mi cuerpo, mi inteligencia, mi voluntad, para adecuarlas a su verdad y su amor, purifica cuanto quieras y como quieras, que venga abajo mi vida, mis ideales egoístas, mi salud, mis cargos y honores... solo quiero ser de un Dios que ama así. Toma mi  corazón, purifícalo de tanto egoísmo, de tanta suciedad, de tanto yo, de tanta carne pecadora, de tanto afecto desordenado... pero de verdad, límpialo y no me hagas caso. Y cuando llegue mi Getsemaní personal y me encuentre solo y sin testigos de mi entrega, de mi sufrimiento, de mi postración y hundimiento a solas... ahora te lo digo por si entonces fuera cobarde, no me hagas caso... hágase tu voluntad y adquiera yo esa unión con los Tres que más me quieren y que yo tanto deseo amar. Sólo Dios, sólo Dios, sólo Dios en el sí de mi ser y amar y existir.   

            Hermano, cuánto vale un hombre, cuánto vales tú. Qué tremenda y casi infinita se ve desde aquí la responsabilidad de los sacerdotes, cultivadores de eternidades, qué terror cuando uno ve a Cristo cumplir tan dolorosamente la voluntad cruel y tremenda del Padre, que le hace pasar por la muerte, por tanto sufrimiento para llevar por gracia la misma vida divina y trinitaria a los nuevos hijos, y si hijos, también herederos. Podemos decir y exigir: Dios me pertenece, porque Él lo ha querido así. Bendito y Alabado y Adorado sea por los siglos infinitos, amén.

             Qué ignorancia sobrenatural y falta de ardor apostólico a veces en nosotros, sacerdotes, que no sabemos de qué va este negocio, porque no sabemos lo que vale un alma, que no trabajamos hasta la extenuación como Cristo hizo y nos dio ejemplo, no sudamos ni nos esforzamos todo lo que debiéramos  o nos dedicamos al apostolado, pero olvidando  lo fundamental y primero del envío divino, que son las eternidades de los hombres, el sentido y orientación trascendente de toda acción apostólica, quedándonos a veces en ritos y ceremonias pasajeras que no llevan a lo esencial: Dios y la salvación eterna, no meramente terrena y humana.

 Un sacerdote no puede perder jamás el sentido de eternidad y debe dirigirse siempre hacia los bienes últimos y escatológicos, mediante la virtud de la esperanza, que es el cénit y la meta de la fe y el amor, porque la esperanza nos dice si son verdaderas y sinceras la fe y el amor que decimos tener a Dios, ya que una fe y un amor que no desean y buscan el encuentro con Dios, aunque sea pasando por la misma muerte, poca fe y poco amor y deseo de Dios son, si me da miedo o no quiero encontrarme con el Dios creído por la fe y amado por la virtud de la caridad. La virtud de la esperanza sobrenatural criba y me dice la verdad de la fe y del amor.

            Para esto, esencialmente para esto, vino Cristo, y si multiplicó panes y solucionó problemas humanos, lo hizo, pero no fue esto para lo que vino y se encarnó ni es lo primero de su misión por parte del Padre. A los sacerdotes nos tienen que doler más las eternidades de los hombres, creados por Dios para Dios, y vivimos más ocupados y preocupados por otros asuntos pastorales que son transitorios; qué pena que duela tan poco y apenas salga en nuestras conversaciones la salvación última,  la eternidad de nuestros hermanos, olvidando su precio, que es toda la sangre de Cristo, por no vivirlo, como Él, en nuestra propia carne: un alma vale infinito, vale toda la sangre de Cristo, vale tanto como Dios, porque tuvo que venir a buscarte Dios a la tierra y se hizo pequeño y hasta un trozo de pan para buscarnos y salvarnos:“¿De qué le sirve a un hombre ganar  el mundo entero, si pierde su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del Hombre vendrá entre sus ángeles con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta” (Mt 16 26-7).

Cuando un sacerdote sabe lo que vale un alma para Dios, siente pavor y sudor de sangre, no se despista jamás de lo esencial, del verdadero apostolado, son profetas dispuestos a hablar claro a los poderes políticos y religiosos y están dispuestos a ser corredentores con Cristo, jugándose la vida a esta baza de Dios, aunque sin nimbos de gloria ni de cargos ni poder, ni reflejos de perfección ni santidad, muriendo como Cristo, a veces incomprendido por los suyos.

            Pero a estos sacerdotes, como a Cristo, como al Padre, le duelen las almas de los hombres, es lo único que les duele y que buscan y que cultivan, sin perderse en otras cosas, las añadiduras del mundo y de sus complacencias puramente humanas, porque las sienten en sus entrañas, sobre todo, cuando comprenden que han de pasar por incomprensiones de los mismos hermanos, para llevarlas hasta lo único que importa y por lo cual vino Cristo y nos envió por el mundo como prolongación sacramental de su persona y salvación eterna, sin quedarnos en los medios y en otros pasos, que ciertamente hay que dar, como apoyos humanos, pero que no son la finalidad última y permanente del envío y de la misión del verdadero apostolado de Cristo. “Vosotros me buscáis porque habéis comido los panes y os habéis saciado; procuraros no el alimento que perece, sino el alimento que permanece hasta la vida eterna” (Jn 6,26). Todo hay que orientarlo hacia Dios, hacia la vida eterna con Dios, para la cual hemos sido creados.

Y esto no son invenciones nuestras. Ha sido Dios Trino y Uno, quien lo ha pensado; ha sido el Hijo, quien lo ha ejecutado; ha sido el Espíritu Santo, quien lo ha movido todo por amor, así consta en la Sagrada Escritura, que es Historia de Salvación: ha sido Dios quien ha puesto el precio del hombre y quien lo ha pagado. Y todo por ti y por mí y por todos los hombres.

Y esta es la tarea esencial de la Iglesia, de la evangelización, la esencia irrenunciable del mensaje cristiano, lo que hay que predicar siempre y en toda ocasión, frente al materialismo reinante, que destruye la identidad cristiana, para que no se olvide, para que no perdamos el sentido y la razón esencial de la Iglesia, del evangelio, de los sacramentos, que son para principalmente  para conservar y alimentar ya desde ahora la vida nueva,  para ser eternidades de Dios, encarnadas en el mundo, que esperan su manifestación gloriosa.“Oh Dios misericordioso y eterno... concédenos pasar a través de los bienes pasajeros de este mundo sin perder los eternos y definitivos del cielo”, rezamos en la liturgia.

            Por eso, hay que estar muy atentos y en continua revisión del fín último de todo: “llevar las almas a Dios”, como decían los antiguos, para no quedarse o pararse en otras tareas intermedias, que si hay que hacerlas, porque otros no las hagan, las haremos, pero no constituyen la razón de nuestra misión sacerdotal, como prolongación sacramental de Cristo y su apostolado.

            La Iglesia tiene también dimensión caritativa, enseñar al que no sabe, dar de comer a los hambrientos, desde el amor del Padre que nos ama como hijos y quiere que nos ocupemos de todo y de todos, pero con cierto orden y preferencias en cuanto a la intención, causa final, aunque lo inmediato tengan que ser otros servicios... como Cristo, que curó y dio de comer, pero fue enviado por el Padre para predicar la buena noticia, esta fue la razón de su envío y misión.

Y así el sacerdote, si hay que curar y dar de comer, se hace orientándolo todo a la predicación y vivencia del evangelio, por lo tanto no es su misión primera y menos exclusiva:“Id al mundo entero y predicad el evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer, será condenado... les acompañarán estos signos... impondrán las manos a los enfermos y quedarán sanos. Ellos se fueron y proclamaron el Evangelio por todas partes, y el Señor actuaba con ellos y confirmaba la Palabra con los signos que los acompañaban” (Mc16,15-20).

            Los sacerdotes tenemos que atender a las necesidades inmediatas materiales de los hermanos, pero no es su misión primera y menos exclusiva,  ni lo son los derechos humanos ni la reforma de las estructuras... sino predicar el evangelio, el mandato nuevo y la salvación a todos los hombres, santificarlos y desde aquí, cambiar las estructuras y defender los derechos humanos, y hacer hospitales y dar de comer a los hambrientos, si es necesario y otros no lo hacen. Nosotros debiéramos formar a nuestros cristianos seglares para que lo hagan. Pero insisto que lo fundamental es «La gloria de Dios es que el hombre viva. Y la vida de los hombres es la visión de Dios» (San Ireneo). Gloria sean dadas por  ello a la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, que nos han llamado a esta intimidad con ellos y a vivir su misma vida.

            Dios me ama..., me ama..., me ama... y qué me importan entonces todos los demás amores, riquezas, tesoros..., qué importa incluso que yo no sea importante para nadie, si lo soy para Dios; qué importa la misma muerte, si no existe. Voy por todo esto a amarle y a dedicarme más a Él, a entregarme totalmente a Él, máxime cuando quedándome en nada de nada, me encuentro con el TODO de TODO, que es Él.

            Me gustaría terminar con unas palabras de S. Juan de la Cruz, extasiado ante el misterio del amor divino: Y cómo esto sea no hay más saber ni poder para decirlo, sino dar a entender cómo el Hijo de Dios nos alcanzó este alto estado y nos mereció este subido puesto de poder ser hijos de Dios, como dice San Juan diciendo: «Padre, quiero que los que me has dado, que donde yo estoy también ellos estén conmigo, para que vean la claridad que me diste, es a saber que tengan por participación en nosotros la misma obra que yo por naturaleza, que es aspirar el Espíritu Santo.

Y dice más: no ruego, Padre, solamente por estos presentes, sino también por aquellos que han de creer por su doctrina en Mí. Que todos ellos sean una misma cosa de la manera que Tú, Padre, estás en Mí, y yo en Ti; así ellos en nosotros sean una misma cosa.  Y yo la claridad que me has dado he dado a ellos, para que sean una misma cosa, como nosotros somos una misma cosa, yo en ellos y Tú en mí  porque sean perfectos en uno; porque conozca el mundo que Tú me enviaste y los amaste como me amaste a mí, que es comunicándoles el mismo amor que al Hijo, aunque no naturalmente como al Hijo...» (Can B 39,5).

            «¡Oh almas criadas para estas grandezas y para ellas llamadas! ¿qué hacéis? ¿en qué os entretenéis? Vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias. ¡Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tanta luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos, no viendo que, en tanto que buscáis grandezas y glorias, os quedáis miserables, y bajos, de tantos bienes hechos ignorantes e indignos!» (Can B, 39.7).

            Concluyo con S. Juan: “Dios es amor”. Todavía más simple, con palabras de Jesús:“el Padre os ama”. Repetidlas muchas veces. Creed y confiad plenamente en ellas. El Padre me ama. Dios  me ama y nadie podrá quitarme esta verdad de mi vida.

            «Mi alma se ha empleado y todo mi caudal en su servicio: ya no guardo ganado ni ya tengo otro oficio, que ya solo en amar es mi ejercicio» (Can B 28). Y comenta así esta canción S. Juan de la Cruz: «Adviertan, pues, aquí los que son muy activos, que piensan ceñir al mundo con sus predicaciones y obras exteriores, que mucho más provecho harían a la Iglesia y mucho más agradarían a Dios, dejado aparte el buen ejemplo que  de sí darían, si gastasen siquiera la mitad de este tiempo en estarse con Dios en oración, y habiendo cobrado fuerzas espirituales en ellas; porque de otra manera todo es martillar y hace poco más que nada, y a veces nada, y aun a veces daño. Porque Dios os libre que se comience a perder la sal (Mt 5,13), que, aunque más parezca hace algopor fuera, en sustancia no será nada, cuando está cierto que las buenas obras no se pueden hacer sino en virtud de Dios» (Can 28, 3).

            Perdámonos ahora unos momentos en el amor de Dios. Aquí, en ese trozo de pan, por fuera pan, por dentro Cristo,  está encerrado todo este misterio del amor de Dios Uno y Trino. Que Él nos lo explique. El sagrario es Jesucristo vivo y resucitado, en amistad y salvación permanentemente ofrecidas a los hombres. Está aquí la Revelación del Amor del Padre, el Enviado, vivo y resucitado, confidente y amigo. Para Ti, Señor, mi abrazo y mi beso más fuerte; y desde aquí, a todos los hombres, mis hermanos, sobre todo a los más necesitados de tu salvación.

3. 11. FRUTOS Y FINES DE LA EUCARISTÍA: “HACED ESTO EN MEMORIA MÍA”

Los fines y frutos de la Eucaristía son los mismos que Cristo obtuvo al dar su vida por nosotros en su pasión, muerte y resurrección: Adorar al Padre en obediencia total, dándole gracias por todos los beneficios de la Salvación de los hombres obtenidos por su sacrificio y aceptados por la resurrección del Hijo: fín eucarístico-latréutico-impetratorio-propiciatorio.

Lógicamente estos fines y los sentimientos y actitudes se entremezclan entre sí y se complementan. Ni qué decir tiene que si estos son los deseos y súplicas e intenciones de Cristo, también deben ser los nuestros al celebrar la Eucaristía y eso son los llamados frutos y fines de la Eucaristía: dar gracias y adorar al Padre por el sacrificio de su Hijo, ofrecernos y elevar nuestras peticiones de perdón y salvación por todos los hombres y pedir a Dios en Jesucristo por todas las necesidades de la Iglesia, del mundo, de vivos y difuntos y el perdón de nuestros pecados:“Haced esto en memoria de mí”.

LA EUCARISTÍA: ACCIÓN DE GRACIAS

Este sentimiento litúrgico, hecho personal y sacerdotal, es tan fuerte en la celebración de la Eucaristía que ha pasado a ser uno de los nombres empleados para designarla, como nos dice el Catecismo de la Iglesia. Los evangelios sinópticos, lo mismo que Pablo, nos cuentan que antes de consagrar el pan, Jesús lo “bendijo” (Mt 26,27; Mc 14,23; Lc22,19), y al consagrar el vino “dio gracias”. La bendición se pronunciaba sobre los alimentos con una fórmula de reconocimiento y alabanza  dirigida a Dios. Así se hacía en el pueblo judío.

            Nosotros, en la Eucaristía, damos con Cristo gracias al Padre porque aceptó el sacrificio de su Hijo como memorial de la Nueva y Eterna Alianza, celebrada en la Última Cena, y nos concedió por ella todos los dones y gracias de la Salvación. Esta acción de gracias está especialmente expresada en la liturgia de la Eucaristía por el prefacio y la PLEGARIA EUCARÍSTICA, parte esencial de la misma. Damos gracias al Padre por la acogida de la salvación de su Hijo, que se ofreció en muerte en cruz por sus hermanos los hombres y porque “tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio hijo para que no perezca ninguno de los que creen en él”. No debiéramos olvidarlo nunca, para ser más agradecidos con este Padre tan bueno, que nos creó y nos recreó en el Hijo, y agradecer también a este Hijo, el Amado, que dio su vida por nosotros. 

            Dice el Catecismo de la Iglesia: «La Eucaristía, sacramento de nuestra salvación realizada por Cristo en la cruz, es también un sacrificio de alabanza en acción de gracias por la obra de la creación. En el sacrificio eucarístico, toda la creación amada por Dios es presentada al Padre a través de la  muerte y resurrección de Cristo. Por Cristo la Iglesia puede ofrecer el sacrificio de alabanza en acción de gracias por todo lo que Dios ha hecho de bueno, de bello y de justo en la creación y en la humanidad. La Eucaristía es un sacrificio de acción de gracias al Padre, una bendición por la cual la Iglesia expresa su reconocimiento a Dios por sus beneficios...

La Eucaristía es también el sacrificio de alabanza por medio del cual la Iglesia canta la gloria de Dios en nombre de toda la creación. Este sacrificio de alabanza sólo es posible a través de Cristo: Él une los fieles a su persona, a su alabanza y a su intercesión, de manera que el sacrificio de alabanza al Padre es ofrecido por Cristo y con Cristo para ser aceptadoen Él»   (1359-1361).

            Cuando la Iglesia renueva sobre el altar la Cena del Señor, quiere hacerlo en contexto pascual, participando en los  sentimientos de adoración y acción de gracias al Padre por todos los beneficios del sacrificio del Hijo. Esta acción de gracias no sólo se expresa por las palabras de Jesús sino sobre todo por su vida, que se ofrece totalmente y es aceptada por el Padre por la resurrección.

            Por eso, el homenaje de gratitud se traduce en una ofrenda completa de sí mismo. Cristo se entrega a sí mismo para agradecer al Padre su proyecto salvador. Igual tenemos que ofrecernos nosotros al Padre,  dando gracias con palabras y con obras, con nuestra persona y vida, que son aceptadas siempre, porque en el Hijo ya hemos sido aceptados por el Padre. Celebrando la Eucaristía,  agradecidos, damos gracias de todo corazón al Padre, “por Cristo, con Él y en Él, a Ti Dios Padre Omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria, por los siglos de los siglos. Amén”. 

3. 12. LA EUCARISTÍA, OFRENDA PROPICIATORIA

El Concilio de Trento definió el valor propiciatorio de la Eucaristía contra los Reformadores que sostenían sólo el valor de alabanza y acción de gracias. Cristo, obedeciendo al proyecto del Padre, quiso hacer con su vida y con su muerte una Alianza nueva, que consiguiendo el perdón de todos los pecados, cuya hondura y gravedad sólo Él conocía, instaurase la paz y la unión definitiva entre Dios y los hombres. Con esta obediencia de Cristo quedan borradas y destruidas todas las desobediencia de Adán y de la humanidad entera y el Padre retira su condena, porque Cristo ha pagado el precio. Es la Redención objetiva en la cruz que tenemos que hacer nuestra por la Eucaristía, abriéndonos a su amor. El hombre, ayudado por el amor de Dios, debe cooperar a destruir el pecado en su vida y en la de los hermanos.

            En la consagración del vino el sacerdote menciona expresamente la sangre de Cristo “que será derramada para el perdón de los pecados”. El  mismo Jesús, según lo que nos dice el Evangelio de Mateo, anuncia en la Cena que el fin de su sacrificio era obtener el perdón de los pecados  para toda la humanidad. Cuando antes dice que el Hijo del hombre había venido para “dar su vida en rescate por muchos”, expresa el mismo aspecto del sacrificio. Por el sacrificio de la cruz, Cristo se entregó para libertarnos de la esclavitud del pecado.

            Es verdad que el pecado continúa haciendo estragos en el seno de la humanidad, esclavizando a las almas. “Todo aquel que comete el pecado es esclavo del pecado” (Jn 8,34)). El pecado oscurece la inteligencia y la subordina a egoísmos; debilita la voluntad haciéndola esclava de pasiones degradantes; endurece el corazón atándole y haciéndole incapaz de amar. El pecador es menos hombre después de su pecado, es menos dueño de sí mismo y se siente encadenado a satisfacciones, a placeres que le seducen y le envilecen.

 Al comenzar la santa Eucaristía, tanto el sacerdote que celebra la Eucaristía como los fieles que participan tenemos conciencia de nuestras obras, pensamientos y acciones manchadas; por eso comenzamos pidiendo perdón. Por eso nos unimos a Cristo en la celebración de la Eucaristía en la que Él pide y se ofrece por los pecados del mundo y cuando comulgamos, participamos en el perdón de Dios comiendo la carne “del Cordero que quita el pecado del mundo”. Todos estamos llamados a hacernos ofrenda con Cristo por los pecados de los hermanos.

            San Pablo dice que Cristo “desposeyó de su poder a los Principados y a las Potestades, y los entregó como espectáculo al mundo, poniéndoles en su cortejo triunfal” (Col 1,15). La Eucaristía renueva esta victoria. Es lo que había anunciado Jesús ya antes de su Pasión: “Ahora el príncipe de este mundo será arrojado fuera. Y Yo cuando sea levantado de la tierra atraeré a Mí todas las cosas” (Jn 12,32).

            Por grande que sea el poder del pecado en el mundo, la Eucaristía es la fuerza infinita del amor y perdón de Dios. El sacrificio del amor de Cristo sobrepasa infinitamente las cobardías y maldades y egoísmos de nuestros pecados y de la humanidad. Cuando sufrimos en nosotros mismos el pecado y la debilidad de la carne y la soberbia de la vida y el orgullo que se rebela, la santa Eucaristía es un refugio seguro y una medicina que nos cura todas estas maldades y heridas. Para cada uno de nosotros Cristo sigue siendo “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” .El calvario es la cima de la Alianza: nos une y restablece siempre la amistad con Dios. Por eso es la fuente del perdón y de la misericordia y de toda gracia que nos llegan por los demás sacramentos.

3.  13. VALOR  IMPETRATORIO DE LA EUCARISTÍA

La santa Eucaristía, «al ser fuente y culmen de toda la vida de la Iglesia», al ser la fuente y el origen de toda gracia divina, se convierte por sí misma en el camino principal y esencial de toda gracia que viene de Dios a nosotros, porque el camino es Cristo. La Eucaristía es el medio más rápido y eficaz para obtener gracias: al poner ante los ojos del Padre celestial el sacrificio del Calvario, al ver al Amado ofrecer su vida por todos en obediencia a Él, lo predispone a la benevolencia más completa.

 Ninguna oración de súplica puede obtener un abogado y un defensor más poderoso y unas motivaciones más fuertes. Por eso, la santa Eucaristía es la mejor oración y ofrenda para obtener de Dios todo don y beneficio: es la mejor plegaria para pedir y obtener gracia y favores ante Dios.

            La causa de su valor propiciatorio es el amor infinito del Hijo al Padre manifestado en el sacrificio de su vida y del Padre al Hijo aceptándolo con amor infinito por ser el sacrificio del Amado, por el cual nos lo concede todo por la Nueva y Eterna Alianza de amistad en su sangre derramada. La Eucaristía es la oración más poderosa y el medio más eficaz para pedir y obtener toda gracia para vivos y difuntos, porque el Padre no puede resistirse a la súplica del Hijo, a su generosa ofrenda.

El mismo Cristo fue quien quiso que se lo pidiéramos todo al Padre por medio de Él: “En verdad, en verdad os digo: Cuanto pidiereis al Padre en mi nombre os lo dará. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid y recibiréis, para que sea cumplido vuestro gozo” (Jn 1624).

POR LOS VIVOS

A la Eucaristía se le ha reconocido desde siempre su valor impetratorio por los vivos y sus necesidades. De hecho siempre hubo Eucaristías de petición de gracias, las  “témporas”, por las cosechas, por el perdón, por la paz... Sin embargo, no puede decirse que todos los cristianos lo tengan en la conveniente estima.

Aparte de las Eucaristías que encargan celebrar por sus difuntos, muchos no se preocupan de confiar a la Eucaristía, por encima de sus propias peticiones,  las intenciones a las que conceden mayor importancia, tanto personales como familiares: pedir por el aumento de la fe personal o en los hijos, la paz entre las familias desunidas, por conseguir un mayor amor a Dios, para que sus hijos vuelvan al seno de la Iglesia, por la catequesis o grupos, por la unión de los matrimonios, por la salud de los enfermos, deprimidos, perseguidos..., conscientes de que Cristo puede, con su amor y ofrenda filial, obtener todo lo que nosotros no podemos obtener, 

            Todas nuestras inquietudes y preocupaciones se las podemos confiar a Cristo que se ofrece en el altar. Él nos ama y nos quiere ayudar porque somos sus amigos.“No hay mayor amigo que el que da la vida por los amigos”. Él da su vida por nosotros, por nuestras intenciones, gozos, problemas, inquietudes espirituales y materiales.

            Y por encima de todas necesidades personales, siempre tenemos que pedirle por la Iglesia, por la  extensión del Reino de Dios, como Él nos enseñó en el Padre nuestro. Esta es siempre la intención primera de Cristo en la Eucaristía, porque este es el proyecto del Padre, para esto se encarnó y murió, para que todos los hombres entren dentro de la Alianza y consigan los fines de su Encarnación y redención que la Eucaristía hace presente.

POR LOS DIFUNTOS

Y si la Iglesia reconoció el valor impetratorio y propiciatorio de la Eucaristía aplicada por los pecados y necesidades de los humanos, más presente estuvo siempre el sufragio por los difuntos, que se remonta al siglo II. Y la razón y el motivo siempre es el mismo: porque es Cristo el que las presenta y se ofrece Él mismo, expresamente, por los pecados de todos, vivos y difuntos. Cuando ofrecemos una Eucaristía por un difunto determinado se ofrecen por él especialmente los méritos de Cristo para disminución de la pena que padece por sus pecados.

Tenemos que decir que los difuntos del Purgatorio ya están salvados, pero necesitan purificarse totalmente de las  consecuencias de haberse preferido a sí mismo a Dios y las secuelas que esto ha tenido en la vida de los demás a los que hemos servido de escándalo y mal ejemplo para sus vidas.

 Nosotros tenemos la certeza de que las Eucaristías ofrecidas por ellos les ayudan a conseguir la plena identificación con Cristo muerto y resucitado y entrar así en gozo de la Stma. Trinidad. Si no conseguimos  aquí abajo la purgación plena de nuestro egoísmo, como ocurre en los santos, el purgatorio nos limpiará de toda impureza con fuego de Espíritu Santo. Y cuando el difunto por el que ofrecemos la Eucaristía ha conseguido la salvación, los frutos se aplican a otros difuntos, hasta que toda la Iglesia sea la esposa del Cordero.          

            No olvidemos que la Eucaristía hace presente la muerte y resurrección del Señor. Cristo es “o Kurios” sentado con pleno poder a la derecha del Padre. Tiene poder en el cielo y en la tierra, en este mundo y en la eternidad, porque nos hace presentes los bienes últimos, escatológicos. Por eso nosotros confiamos totalmente en Él y sabemos que su amor y su redención no terminan hasta que hayamos conseguido entrar plenamente en el Reino de Dios, en el Amor del Dios Uno y Trino.

            Independientemente del sufragio ofrecido por un difunto concreto, la Iglesia reza en la Eucaristía por todos los difuntos. Todas las almas del Purgatorio forman la comunidad purgante, que se beneficia en cada Eucaristía de la ofrenda expiatoria e impetratoria de Jesús sobre el altar, y de la oración y ofrenda de la Iglesia peregrina.         

CAPÍTULO IV

TEOLOGÍA Y ESPIRITUALIDAD DE LA COMUNIÓN

4. 1. LA COMIDA  DE LA COMUNIÓN

Durante la Última Cena, la intención fundamental de Jesús fue la ofrenda sacramental de su sacrificio, la de instituir la Eucaristía como misa y como comida espiritual a través de la comida material del pan y del vino, para que todos comiéramos  su cuerpo y sangre y nos alimentáramos de su misma vida: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida... el que me coma vivirá por mí...”.

 El Señor instituyó esta celebración de la Alianza Nueva mediante una comida, que se convertirá en los siglos venideros en el memorial de su sacrificio, siguiendo el modelo de la antigua alianza junto al monte Sinaí: sacrificio y comida. La InstrucciónRedemptionis   Sacramentum nos recuerda que la Eucaristía no debe perder este carácter convivial y sacrificial ( RS 38).

            Los  relatos evangélicos nos muestran que las comidas en su vida apostólica fueron momentos siempre  de salvación: en casa de Simón, con la mujer arrepentida (Lc7, 36-50), fue, por ejemplo, comida de perdón; fue comida de salvación, con los recaudadores de impuestos en casa de Leví (Mt 9, 10); encuentro de gracia, perdón y amistad con Zaqueo (Lc 19,2-10); en Betania fue  signo de amistad  con los amigos Lázaro, María y Marta, incluyendo las quejas de Marta porque María permanece a los pies del Maestro (Jn 11,1). A diferencia de Juan el Bautista que ayunaba, Jesús participaba gustoso en las comidas de sus contemporáneos: “El Hijo del hombre come y bebe” (Mt 11,19).

            Esto no era nada extraño para Jesús y los Apóstoles. En la religión hebrea, en la cual ellos nacieron y vivieron, la comida tuvo siempre un papel muy importante en las relaciones de Dios con los hombres, en la ratificación de los  pactos y alianzas, que siempre se ratificaron con una comida: mediante una comida se sellan los pactos o alianzas entre Isaac y Abimelec (cfr Gen 26,26-30), entre Jacob y su suegro Labán (cfr Gen 31,53) y en concreto, en la alianza de Dios con el pueblo de Israel, donde el texto del Éxodo nos refiere una doble tradición: una, que describe al sacrificio como rito esencial de la alianza, y otra, que muestra a la comida, como expresión de esta misma alianza.

 En lo referente a esta última tradición se nos dice que los setenta ancianos de Israel, que habían subido con Moisés al monte, contemplaron a Dios: “Y luego comieron y bebieron” (Ex 24,11). A la contemplación se une la comida que confirma la introducción en la intimidad divina. Los sacrificios debían ser ofrecidos en un santuario elegido por Dios, y en el mismo lugar consagrado a Dios se tenían también las comidas. Así se restañaban y se potenciaban las relaciones de Dios con los hombres: comían en su presencia.

A la primera comida, que en su tiempo ratificó la alianza establecida con Moisés y los ancianos de Israel, corresponde la última comida, la Última Cena, que sellará la conclusión de la Alianza Nueva y Eterna en fidelidad a las promesas hechas a David: “En aquel día, preparará el Señor de los Ejércitos, para todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos. Y arrancará en este monte el velo que cubre a todos los pueblos, el paño que tapa a todas las naciones. Aniquilará la muerte para siempre. El Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros, y el oprobio de su pueblo los alejará de todo el país. -Lo ha dicho el Señor-  Aquel día se dirá: aquí está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos salvara; celebremos y gocemos con su salvación” ( Is 25,6-9).

            La comida hará comprender todos los beneficios y todas las gracias que Dios dará a los hombres con aquella alianza. También en el libro de Enoch,  más cercano a la época de Cristo, la felicidad de la vida futura está representada por la imagen de un banquete celestial: “El Señor de los espíritus habitará con ellos y éstos comerán con el Hijo del hombre; tomarán  parte en su mesa por los siglos de los siglos” (62,14). La felicidad consistirá en sentarse a la mesa con el Mesías o Hijo del hombre, al Señor de los espíritus, es decir, a Dios.

            Naturalmente en la comida eucarística, instituida por Cristo, no es comida y bebida ordinaria lo que se come,  sino su carne gloriosa, llena de Espíritu Santo, y su sangre gloriosa, derramada por nuestros pecados. Pero el comer es esencial en toda comida, también en la eucarística: “Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida” (Jn 6,55), con la particularidad de que en la Eucaristía Jesús no implica sólo su cuerpo y sangre, sino que se implica Él mismo entero y completo.

            En la Última Cena Jesús inaugura la comida de la Nueva Alianza, que luego continuaría celebrando después de su resurrección con la comunidad de Jerusalén, que fueron encuentros de gozo y  reconocimiento y alegría por parte de los Apóstoles. Y así se siguió celebrando la Eucaristía como comida o cena hasta que empezaron a darse los abusos de que nos habla S. Pablo en su carta a los Corintios junto con el aumento de miembros en las comunidades. Entonces comenzaron a separarse Eucaristía y banquete o ágape, con el peligro que llevaba consigo de que la liturgia se convirtiera a veces  en un espectáculo para  ver a unos comer y a otros pasar hambre, más que en una comida familiar de encuentro en la fe y en la palabra, en comida  participada. 

            Una descripción interesante de la celebración de la comunión en el siglo IV aparece en una de las instrucciones catequéticas de Cirilo de Jerusalén: “Cuando os acerquéis, no vayáis con las manos extendidas o con los dedos separados, sin hacer con la mano izquierda un trono para la derecha, la cual recibirá al Rey, y luego poned en forma de copa vuestras manos y tomad el cuerpo de Cristo, recitando el Amén... Después, una vez que habéis participado del Cuerpo de Cristo, tomad el cáliz de la Sangre sin abrir las manos, y haced una reverencia, en postura del culto y adoración y repetid Amén y santificaos al recibir la Sangre de Cristo... Luego permaneced en oración y agradeced a Dios que os ha hecho dignos de tales misterios” (S.Cirilo, CM, V 21ss). Después del siglo XII la comunión bajo la especie de vino fue desapareciendo en la Iglesia de Occidente.

4. 2.  MIRADA LITÚRGICA A LA EUCARISTÍA COMO COMUNIÓN. 

La comunión con el Cuerpo y la Sangre de Cristo no es un añadido o un complemento a la Eucaristía, sino una exigencia intencional y real de las mismas palabras de Cristo, al instituirla:“Tomad y comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo... tomad y bebed... porque ésta es mi sangre”; es decir, que, si Jesús consagró el pan y celebró la Eucaristía fue para que los comensales nos alimentásemos de su cuerpo y sangre como Él mismo había prometido varias veces durante su vida. 

Los apóstoles comieron su cuerpo, su sangre, su divinidad, sus deseos de inmolarse para obedecer al Padre y de darse en alimento a todos. No cabe, por tanto, duda de que tanto por la promesa, como por las palabras de la institución de la Eucaristía, Jesús quiso ser comido como  el nuevo cordero de la Nueva Pascua y Nueva Alianza, sacrificado y comido en signo de la amistad y de pacto logrado entre Dios y los hombres por su muerte y resurrección, como era el cordero de la pascua judía: Éxodo, cap. 12. No podemos dudar de este deseo de Cristo, expresado abiertamente al empezar la Última Cena: “Ardientemente he deseado comer esta pascua con vosotros, antes de padecer”, es decir, ésta es la cena de la Pascua Nueva y en esta comida el cordero sacrificado y comido soy yo, que entrego mi vida como sacrificio y alimento por todos.

            La pascua judía era la celebración de la liberación de Egipto, del paso del mar Rojo, de la Alianza en la sangre de los sacrificios en la falda del monte Sinaí y de la entrada en la tierra prometida... La pascua cristiana, inaugurada por Cristo en la Última Cena, es la liberación del pecado, el paso de la muerte a la vida y la Nueva Alianza en la sangre de Cristo, nuevo cordero de la Nueva Alianza. Como hemos insinuado, ya desde la noche de la pascua judía,  figura e imagen de la Nueva Pascua cristiana, Dios, nuestro Padre pensaba en darnos a su Hijo como nuevo Cordero de la nueva alianza por su sangre. 

            “Yo veré la sangre y pasaré de largo, dice Dios”. Pascua significa paso, paso de Yahvé  sobre las casas de los judíos en Egipto sin herirlos,  y ahora, en la nueva pascua, paso de la muerte de Cristo a la resurrección, que se convierte en  nuestra pascua, paso, por Cristo, del pecado y de la muerte a la salvación y a la eternidad. Los Padres de la Iglesia se preguntaban qué cosa tan maravillosa vio el ángel exterminador en la sangre puesta sobre los dinteles de las casas de los judíos para pasar de largo y no hacerles daño aquella noche de la salida de la esclavitud de Egipto, en que fueron exterminados los primogénitos egipcios.

En uno de los primeros textos pascuales de la Iglesia, Melitón de Sardes, ponía estas palabras: «¡Oh misterio nuevo e inexpresable!  La inmolación del cordero se convierte en  salvación para Israel, la muerte del cordero se transforma en vida del pueblo y la sangre atemorizó al ángel. Respóndeme, ángel, ¿qué fue lo que te causó temor, la muerte del cordero o la vida del Señor? ¿La sangre del cordero o el Espíritu del Señor? Está claro qué fue lo que te espantó: tú has visto el misterio de Cristo en la muerte del cordero, la vida de Cristo en la inmolación del cordero, la persona de Cristo en la figura del cordero y, por eso, no has castigado a Israel. Qué cosa tan maravillosa será la fuerza de la Eucaristía, de la Pascua cristiana, cuando ya la simple figura de ella, era la causa de la salvación».

            Queridos hermanos: Cristo hizo el sacrificio de su Cuerpo y Sangre, y quiso hacer a los suyos partícipes del mismo, mediante una comida, una cena, un banquete. Aquí está la razón de lo que os decía al principio. Está claro que Cristo quiere que todos los que asisten a la Eucaristía participen del banquete mediante la comunión. Si no se comulga, no hay participación plena e integral en los méritos y la ofrenda de Cristo, hecha sacrifico y comida. Cuando comulgamos, no sólo comemos el Cuerpo de Cristo, sino que comulgamos también con su obediencia al Padre hasta la muerte, con la adoración de su voluntad hasta el sacrificio: “Mi comida es hacer la voluntad del que me ha enviado”. La redención y salvación que Jesús realiza en la Eucaristía llega a todo el mundo, a todos los hombres, vivos y difuntos, porque nos  injerta así en la vida nueva y resucitada, prenda de la gloria futura que nos comunica:“Yo soy la resurrección y la vida, el que coma de este pan vivirá eternamente”.

            Por lo tanto, el altar, en torno al cual la Iglesia se une para la celebración de la Eucaristía, representa dos aspectos del mismo misterio de Cristo: el altar de su sacrificio y la mesa de su cena: son dos realidades inseparables. Por eso, ir a Eucaristía y no comulgar es como ir a un banquete y no comer, es un feo que hacemos al que nos invita, es tanto como quedarle a Cristo con el pan en las manos y no recibirlo, es quedar a Cristo iniciando el abrazo de la unión sacramental y quedarse sentado...

Si hemos dicho que sin Eucaristía sacrificio-misa no hay cristianismo, había que decir también que sin Eucaristía-comunión no puede haber vida cristiana en plenitud:“En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros” (Jn 6,53). Sabéis que muchos se escandalizaron por esto y desde aquel momento le dejaron. Hasta sus mismos apóstoles dudaron y estuvieron a punto de irse. Tuvo que preguntarles el Señor sobre sus intenciones y provocar la respuesta de Pedro: “A quién vamos a ir, tú tienes palabras de vida eterna”.

            Podemos afirmar que el sacrificio nos lleva a la Comunión, y la Comunión al sacrificio. Y en esto está toda la espiritualidad de la Comunión. Por eso, el Vaticano II, en la S. C. nos dice: «Se recomienda la participación más perfecta en la Eucaristía, recibiendo los fieles, después de la comunión del sacerdote, el cuerpo del Señor». Y es que por voluntad expresa del Señor, sacrificio y banquete, Eucaristía y comunión están inseparablemente unidos.

4. 3. FRECUENCIA DE LA COMUNIÓN

En la Iglesia primitiva se consideraba la comunión como parte integrante de la Eucaristía, en razón de las palabras de Cristo. Esta costumbre duró hasta el siglo IV aproximadamente. Durante algún tiempo fue costumbre celebrar la Eucaristía sólo el domingo. Durante este periodo los fieles podían llevar el pan consagrado a sus casas y darse ellos mismos la comunión todos los días. La comunión se tomaba antes de cualquier alimento. A partir del siglo VIII comulgar una vez al año se había convertido en una práctica acostumbrada, incluso en los conventos.

 El Concilio Lateranense IV estableció como mínimo comulgar durante el tiempo de Pascua. Al final del siglo XII una nueva ola de devoción eucarística recorrió Europa, aunque el acento se ponía en la Presencia Eucarística: mirar el Santísimo Sacramento era tan eficaz como comulgar sacramentalmente y se volvió a la comunión espiritual: comunión de deseo. El Concilio de Trento trató de reanimar la comunión frecuente pero estaba reservado al siglo XX potenciar la frecuencia de la comunión con los esfuerzos del Papa Pìo X, que impulsó esta práctica y redujo la edad de la Primera Comunión a la edad del uso de razón. El Vaticano II ha hablado mucho y bien de la Eucaristía como Eucaristía, como comunión y presencia y el domingo es el día de la Eucaristía, plenamente participada por la Comunión.

4. 4. ESPIRITUALIDAD DE LA EUCARISTÍA COMO COMUNIÓN 

La Eucaristía es el centro y culmen de toda la vida cristiana. De la Eucaristía como misa y sacrificio deriva toda la espiritualidad eucarística como comunión y presencia. En la comunión eucarística,  Jesús quiere comunicarnos su vida, su mismo amor al Padre y a los hombres,  sus mismos sentimientos y actitudes. Por eso, lo más importante para recibir al Señor son las disposiciones del alma, no las del cuerpo. De hecho los apóstoles comulgaron después de haber comido. Por los abusos tuvo la Iglesia que proponer unas disposiciones pertinentes al cuerpo, que hoy ya no son necesarias y van desapareciendo.

            Lo importante es que cada comunión eucarística aumente mi hambre de Él, de la pureza de su alma, del fuego de su corazón, del amor abrasado a los hombres, del deseo infinito del Padre, que Él tenía. Qué adelantamos con que se acerquen personas en ayuno corporal si sus almas están sin hambre de Eucaristía, tan repletas de cosas y deseos materiales que no cabe Jesús en su corazón. Cristo quiere ser comido por almas hambrientas de unión de vida con Él, de santidad, de pureza, de generosidad, de entrega a los demás, con hambre de Dios y sed de lo Infinito. Pero si el corazón no ama, no quiere amar, para qué queremos los ayunos...

            Comulgar con una persona es querer vivir su misma vida, tener sus mismos sentimientos y deseos, querer tener sus mismas maneras de ser y de existir. Comulgar no es abrir la boca y recibir la sagrada forma y rezar dos oraciones de memoria,  sin hablarle, sin entrar en diálogo y revisión de vida con Él, sin decirle si estamos tristes o alegres y por qué... Esto es una comunión rutinaria, puro rito, con la que nunca llegamos a entrar en amistad con el que viene a nosotros en la hostia santa para amarnos y llenarnos de sus sentimientos de certeza y paz y gozo, para darnos su misma vida. Y luego algunas personas se quejan de que no sienten, no gustan a Jesús...

            Lo primero de todo es la fe, pedirla y vivirla, como lo fue con el Jesús histórico. Para creer y comulgar con Cristo-Eucaristía, necesitamos fe en su realidad eucarística, porque «este es el sacramento de nuestra fe». Cuando en Palestina le presentaban los enfermos, los tullidos, los ciegos... “Tu crees que puedo hacerlo, tú crees en mí, vosotros qué pensáis de mí..”  Y éste sigue siendo hoy el camino de encuentro con Él. A los que quieran entrar en amistad  con Él,  les  exige fe, cada vez más fe, como vemos en todos los santos, porque hay que pasar de la fe heredada a la fe personal: ¿tú qué dices de mí…?, puesto que vamos a iniciar una amistad personal íntima y profunda con Él. Todos los días hay que pedírsela: “Señor yo creo, pero aumenta mi fe”

            Las crisis de fe, las “noches” de S. Juan de la Cruz, son camino obligado para profundizar en esta fe, ayudan a potenciar la fe, la purifican, hacen que nos vayamos acomodando a los criterios del evangelio, que pasan a ser nuestros y todos esto es con trabajo y dolor. Las crisis de fe son buenísimas, porque el Espíritu Santo quiere purificarnos, quiere quitar los falsos conceptos que tenemos sobre Cristo, su evangelio y, al quitar estas adherencias de nuestra fe heredada, se nos va la vida... Cristo quiere escuchar de cada uno: Yo creo en Tí, Señor, porque creo en tu vida, en tu palabra, en tu persona, en tu evangelio, en tus palabras sacramentales aunque no te vea físicamente a Ti, te veo y te siento.

 Superada esta primera etapa de fe como conocimiento de su persona y palabra, vendrá o es simultánea la etapa de comunión en su vida, de convertirse a Él, de vivir su misma vida, de comulgar en serio con su obediencia al Padre, con su entrega a los hombres, viene la conversión en serio que dura toda la vida, como la misma comunión: “quien coma, vivirá por mí...”, pero ahora al principio es más dura, porque no se siente a Cristo, y hay que purificar y quitar muchas imperfecciones de carácter, críticas, comodidad; aquí es donde no jugamos la amistad con Cristo, la experiencia de Dios, la santidad de de vida, según los planes de Cristo, que ahora aprieta hasta el hondón del alma.

Para llenarnos Él, primero tiene que vaciarnos de nosotros mismos ¡Qué poco nos conocemos, Señor! ¡qué cariño, qué ternura me tengo! Señor, me doy cuenta después que lo paso. Me adoro, me doy culto y quiero que todos me lo den, sólo quiero celebrar mi liturgia y no la tuya. Y claro, no cabemos dos “yo” en la liturgia eucarística de la vida,  eres Tú al que tengo que vivir hasta decir con S. Pablo: “para mí la vida es Cristo”,  o “estoy crucificado con Cristo, vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí...”  

            El primer efecto de la comunión eucarística en mi persona es la presencia real y auténtica de Cristo en mi alma para ser compañero permanente de mi peregrinaje por la tierra, para ser mi confidente y amigo, para compartir conmigo las alegrías y tristezas de mi existencia, convirtiéndolas en momentos de salvación y suavizando las penas con su compañía, su palabra y su amor permanente, destruyendo el pecado en mi vida. Porque en la comunión no se trata estar con el Señor unos momentos, hacerlo mío en mi corazoncito, de decirle palabras u oraciones bonitas, más o menos inspiradas y de memoria. Él viene para comunicarme su vida y yo tengo que morir a la mía que está cimentada sobre el pecado, sobre el hombre viejo, que Él viene a destruir, para que tengamos su misma vida, la vida nueva del Resucitado, de la gracia, del amor total al Padre y a los hombres. 

            Si queremos transformarnos en el alimento que recibimos por la comunión, si queremos que no seamos nosotros sino Cristo el que habite en nosotros y vivir su vida, si queremos construir la amistad con Él por la comunión eucarística sobre roca firme y no sobre arena movediza de ligerezas y superficialidad, la comunión eucarística nos llevará a la comunión de vida, mortificando en nosotros todo lo que no está de acuerdo con su vida y evangelio.

Nunca podemos olvidar que comulgamos con un Cristo que en cada Eucaristía hace presente su muerte y resurrección por nosotros. Para resucitar a su vida, primero hay que morir a la nuestra de pecado, hay que crucificar mucho en nuestros ojos, sentidos, cuerpo y espíritu, para poder vivir como Él, amar como Él, ver y pensar como Él.

 Comulgamos con un Cristo crucificado y resucitado. Hay que vivir como Él: perdonando las injurias como Él, ayudando a los pobres como Él, echando una mano a todos los que nos necesiten, sin quedarnos con los brazos cruzados ante los problemas de los hombres; Él  quiere seguir salvando y ayudando a través de nosotros, para eso ha instituido este sacramento de la comunión eucarística.

            Qué comunión puede tener con el Señor el corazón que no perdona: “En esto conocerán que sois discípulos míos si os amáis los unos a los otros... Si vas a ofrecer tu ofrenda y allí te acuerdas de que tienes algo contra tu hermano...” Qué comunión puede haber de Jesús con los que adoran becerros de oro, o danzan bailes de lujuria o tienen su yo entronizado en su corazón y no se bajan del pedestal  para que Dios sea colocado en el centro de su corazón... Esta es la verdadera comunión con el Señor. Las comuniones verdaderas nos hacen humildes y sencillos como Él: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón...” ; nos llevan a ocupar los segundos puestos como Él, a lavar los pies de los hermanos como Él:“ejemplo os he dado, haced vosotros lo mismo”; a perdonar siempre: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”

            Una cosa es comer el cuerpo de Cristo y otra comulgar con Cristo. Comulgar es muy comprometido, es muy serio, es comulgar con la carne sacrificada y llena de sudor y sangre de Cristo, crucificarse por Él en obediencia al Padre, es estar dispuesto a correr su misma suerte, a ser injuriado, perseguido, desplazado... a no buscar honores y prebendas, a buscar los últimos puestos... a pisar sus mismas huellas de sangre, de humillación, de perdón... es muy duro... y sin Cristo es imposible.

            Señor, llegar a esta comunión perfecta contigo, comulgar con tus actitudes y sentimientos de sacerdote y víctima, de adoración hasta la muerte al Padre y de amor extremo a los hombres... me cuesta muchísimo, bueno, lo veo imposible. Lo que pasa es que ya creo en Ti y al comulgar con frecuencia, te amo un poco más cada día y ya he empezado a sentirte y saber que existes de verdad, porque la Eucaristía hace este milagro, y no sólo como si fueras verdad, como si hubieras existido, sino como existente aquí y ahora, porque la liturgia supera el espacio y el tiempo, es una cuña de eternidad metida en el tiempo y en nosotros; es Jesucristo vivo, vivo y resucitado, y ya por experiencia sé que eres verdad y eres la verdad... pasa como con el evangelio, sólo lo comprendo en la medida en que lo vivo. Las comuniones eucarísticas me van llevando, Señor, a la comunión vital contigo, a vivir poco a poco como Tú. 

            Y esta comunión vital, este proceso tiene que durar toda la vida, porque cuando ya creo que estoy purificado, que no me busco, sino que vivo tu vida... nuevamente vuelvo a caer en otra forma de amor propio y la comunión litúrgica con tu muerte, resurrección y vida me descubre otros modos de preferirme a Ti,  de preferir mi vivir al tuyo, mis criterios a los tuyos, mi afectos a los tuyos, que hacen que esta comunión vital contigo no sea total, y otra vez la purificación y la necesidad de Ti... así que no puedo dejar de comulgar y de orar y de pedirte, porque yo no entiendo ni puedo hacer esta unión vital, vivir como Tú, sólo Tú sabes y puedes y entiendes... para eso comulgo con hambre todos los días, por eso, me abandono a Ti, me entrego a Ti, confío en Ti, sólo Tú sabes y puedes. Y esto me llena de Ti y me hace feliz y ya no me imagino la vida sin Ti.  La verdad es que ya no sé vivir sin Ti, sin comulgar y comer la Eucaristía, que eres Tú.

            El día que no quiera comulgar con tus sentimientos y actitudes, con tu vida, no tendré hambre de ti; para vivir según mis criterios, mi yo, mi soberbia, mi comodidad, mis pasiones, no tengo necesidad de comunión ni de Eucaristía ni de sacramentos ni de Dios. Me basto a mí mismo. El mundo no tiene necesidad de Cristo, para vivir como vive, como un animalito, lleno de egoísmos y sensualismo y materialismos, se basta a sí mismo. Por eso el mundo está necesitando siempre un salvador para librarle de todos sus pecados y limitaciones de criterios y acciones, y sólo hay un salvador y éste es Jesucristo. Y las épocas históricas, y las vidas personales sólo son plenas y acertadas en la familia, en los matrimonios, entre los hombres, en la medida en que han creído y se han acercado a Él. Jesucristo es la plenitud del hombre y de lo humano.

            Para eso Él ha instituido este sacramento de la comunión eucarística: para estar cerca y ayudarnos, alimentarnos con su misma alegría de servir al Padre, experimentando su unión gozosa, llena de fogonazos de cielo y abrazos y besos del Viviente, de sentirnos amados por el mismo amor, luz y fuego a la vez, de la Santísima Trinidad... de sepultarnos en Él para contemplar los paisajes del misterio de Dios, de escuchar al Padre canturreando su PALABRA, una  Canción Eterna llena de Amor Personal, pronunciada a los hombres con ese mismo Amor Personal, que es Espíritu Santo, Vida y Amor y Alma del Padre y del Hijo. Para  eso instituyó Cristo la sagrada comunión ¡Cómo me amas, Señor, por qué me amas tanto, qué buscas en mí, qué puedo yo darte que Tú no tengas...!  ¡Cómo me ayudas y recompensas y estimulas mi apetito de Ti, mi hambre y  deseo de Ti!

            Las almas eucarísticas, que son muchas en parroquias,  instituciones... en la Iglesia,  no hubieran podido comulgar con los sufrimientos corredentores, que lleva consigo el cumplimiento del evangelio y de la voluntad de Dios y la purificación de los pecados sin la comunión sacramental, sin la fuerza y la ayuda del Señor. Y es que solo cuando uno a través de la comuniones ha llegado a comulgar de verdad con sus sentimientos y actitudes, es  cuando es “llagado” vitalmente por su amor, y sólo entonces ya ha empezado la amistad eterna que no se romperá nunca: “¿Por qué pues has llagado este corazón no le sanaste, y pues me los has robado,  por qué así lo dejaste, y no tomas el robo que robaste? Descubre tu presencia, y máteme tu rostro y hermosura, mira que la dolencia de amor no se cura sino con la presencia y la figura”.

            En la Iglesia y en el mundo nos faltan comuniones eucarísticas, almas eucarísticas, religiosos y sacerdotes eucarísticos, padres y madres eucarísticas, jóvenes eucarísticos ¿dónde están, con quién comulgan los jóvenes de ahora…? niñas y niños eucarísticos, es decir, cristianos que se van identificando con Cristo más cada día por la oración y la comunión eucarística.

            Esta purificación o transformación es larga y dolorosa: ¡Cuántas lágrimas en tu presencia, Señor, días y noches, Tú el único testigo... parece que nunca va a acabar el sufrimiento, a veces años y años... Tú lo sabes! En ocasiones extremas uno siente deseos de decirte: Señor, ya está bien, no seas tan exigente, en Palestina no lo eras... Cuánta oscuridad, sequedad, desierto, dudas de Dios, de Cristo, de la Salvación, soledad ante las pruebas de vida interior y exterior, complicaciones humanas, calumnias, sufrimientos personales y familiares, humillaciones externas e internas... ¡lo que cuesta comulgar con Cristo! Especialmente con el Cristo eucarístico, con el misterio eucarístico que se hace presente en cada Eucaristía, esto es, con tu pasión, muerte y resurrección.  Es más fácil comulgar con un Cristo hecho a la medida de cada uno, parcial, de un aspecto o acción o palabra del evangelio, pero no con el Cristo eucarístico, que es el Cristo entero y completo, que  nace y vive y predica y muere por amor extremo al Padre y a los hombres, obedeciendo, hasta dar la vida, para que todos la tengamos eterna.

            Por eso, quien come Eucaristía, quien comulga de verdad a Cristo Eucaristía, se va haciendo poco a poco Eucaristía perfecta, muere al pecado de cualquier clase que sea y  va resucitando a la vida nueva que Cristo le comunica, va viviendo su misma vida, con sus mismos sentimientos de amor a Dios y entrega a los hombres. Quien come Eucaristía termina haciéndose Eucaristía perfecta.

            En cada comunión le decimos: Jesucristo, Eucaristía divina, Tú lo has dado todo por nosotros, con amor extremo, hasta dar la vida. También yo quiero darlo todo por Ti, porque para mí Tú lo eres todo, yo quiero lo seas todo. Jesucristo Eucaritía, yo creo en Ti; Jesucristo Eucaristia, yo confío en Ti; Jesucristo Eucaristía, Tú eres el Hijo de Dios.

            El alma, que llega a esta primera y perfecta comunión con Cristo en la tierra, ya sólo desea de verdad a Cristo, y todo lo demás es con Él y por Él. Lo expresamos también en este canto popular de la comunión, que tanto os deseo como vivencia a todos mis lectores, aunque a mí me falta mucho:  «Véante mis ojos, dulce Jesús bueno, véante mis ojos, múerame yo luego. Vea quien quisiere, rosas y jazmines, que si yo te viere, veré mil jardines, flor de serafines, Jesús Nazareno, véante mis ojos, múerame yo luego. No quiero contento, mi Jesús ausente, que todo es tormento, a quien esto siente. Solo me sustente tu amor y deseo, véante mis ojos, múerame yo luego».

4. 5. LA COMUNIÓN EUCARÍSTICA ACRECIENTA NUESTRA UNIÓN Y TRANSFORMACIÓN EN CRISTO.

            En la descripción de los frutos de la Comunión sigo al Catecismo de la Iglesia Católica: nº 11391-1397.

            Como toda comida alimenta y fortalece la vida, el alimento eucarístico está destinado a fortalecer nuestra vida en Cristo. Éste es el efecto primero: Cristo entra como alimento espiritual en los comulgantes para estrechar cada vez más las relaciones transformantes, asimilándonos  a su propia vida.

            En la Última Cena, Jesús se define a sí mismo como vid, cuyos sarmientos deben estar unidos a Él para tener su misma vida y producir sus mismos frutos: ªPermaneced en mí y yo en vosotros... quien permanece en mí y yo en él, da  mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). La comunión tiene por tanto un efecto cristológico: así como el cuerpo formado por el Espíritu Santo en el seno de la Virgen Madre se hizo una sola realidad en Cristo y fue la humanidad que sostenía y manifestaba al Verbo de Dios, así nosotros, comiendo este pan, que es Cristo, nos hacemos una única realidad con Él y debemos vivir su misma vida:ªEl que me come vivirá por mí”. Recibir la Eucaristía como, comunión da como fruto principal la unión íntima con Cristo Jesús. En efecto, el Señor dice: “Quien come mi Carne y bebe mi Sangre habita en mí y yo en él” (Jn 6,56). La vida en Cristo encuentra su fundamento en el banquete eucarístico: “Lo mismo que me ha enviado el Padre, que vive y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí” (Jn 6,57).

            Lo expresa muy bien el Concilio de Florencia: “El efecto de este sacramento es la adhesión del hombre a Cristo. Y puesto que el hombre es incorporado a Cristo y unido a sus miembros por medio de la gracia, dicho sacramento, en  aquellos que lo reciben dignamente, aumenta la gracia y produce, para la vida espiritual, todos aquellos efectos que la comida y bebida naturales realizan en la vida sensible, sustentando, desarrollando, reparando, deleitando”. Sería bueno meditar sobre esto. Lo que el alimento material produce en nuestra vida corporal, la comunión lo realiza de manera admirable en nuestra vida espiritual. La comunión con la Carne de Cristo resucitado, “vivificada por el Espíritu Santo y vivificante” (PO5) conserva, acrecienta y renueva la vida de gracia recibida en el Bautismo. Este crecimiento de la vida cristiana necesita ser alimentado por la comunión eucarística, pan de nuestra peregrinación, hasta el momento de la muerte, cuando nos sea dada como viático.

            Por eso debemos acercarnos a este sacramento con  hambre de Cristo, y consiguientemente con fe sincera y esperanza de que la acción transformadora de Cristo tenga efecto en nuestra vida. Acercarse a la comunión es recibir a Cristo como amigo en nuestro corazón, es dejar que tome posesión de nuestra vida. Y como nuestra debilidad en el orden sobrenatural es grande, tenemos necesidad de alimentarnos todos los días para tener en nosotros los mismos sentimientos que Cristo Jesús. El poder de Cristo para transformarnos es omnipotente, pero nuestra voluntad es débil y enseguida tiende a separarse de Cristo para seguir sus propias inclinaciones. Nos queremos mucho y el ego, que está metido en la carne y en el más profundo centro de nuestro ser, se opone a esta unión con Cristo.

            La comunión frecuente es necesaria si queremos vivir con Cristo y como Cristo, tener sus mismos sentimientos y actitudes. La comunión eucarística es  una inyección de vida sobrenatural en nosotros y un compromiso de vivir su misma vida. La comunión realiza, fortalece y alimenta nuestra unión  espiritual y existencial con Cristo.

4. 6. LA COMUNIÓN PERDONA LOS PECADOS  VENIALES Y PRESERVA DE LOS MORTALES.

Cuando nos reunimos para celebrar la Eucaristía, somos invitados a comulgar sacramental y espiritualmente con Jesús en su propia pascua, a continuar el viaje pascual iniciado en santo bautismo que nos injertó a Él, matando en  nosotros al pecado, por la inmersión en las aguas bautismales y  resurrección a la  vida nueva del Viviente y Resucitado  por la emergencia de las mismas. Este poder de romper las ataduras del pecado, del egoísmo, orgullo, sensualidad, injusticias y demás raíces del pecado original que encontramos en nosotros, se potencia por medio de la comunión sacramental con Cristo en todos los comensales de la mesa eucarística.

            Muchos tienen la experiencia de la propia debilidad, sobre todo, en el campo moral. Hacen propósitos serios y se sienten humillados cuando no los cumplen. No debemos olvidar los ejemplos de Pedro y de los otros apóstoles, que había prometido fidelidad al Maestro y lo abandonaron. Y Jesús lo sabía y los perdonó y celebró como prueba de ello la Eucaristía en la primera aparición del Resucitado. La mejor ayuda para no pecar es la ayuda de Cristo Eucaristía. Nunca  debemos considerar la Eucaristía como un premio o una recompensa apta sólo para perfectos sino una ayuda para los que quieren vivir la vida de Cristo por la gracia de Dios. Nos debemos acercar a Cristo para que nos perdone y ayude y fortalezca, como la pecadora en la casa de Simón. Éste es el sentido de la comida eucarística. Nos hacemos libres con Cristo, no somos esclavos de nadie ni de nada.

            El Cuerpo de Cristo que recibimos en la comunión es “entregado por nosotros” y la Sangre que bebemos es “derramada por muchos para el perdón de los pecados”.  Por eso la Eucaristía  no puede unirnos a Cristo sin purificarnos al mismo tiempo de los pecados cometidos y preservarnos de futuros pecados precisamente al comer su carne limpia y salvadora.

            “Cada vez que lo recibís, anunciáis la muerte del Señor”(1Cor 11,26). Si anunciamos la muerte del Señor, anunciamos también el perdón de los pecados. Si cada vez que su Sangre es derramada, lo es para el perdón de los pecados, debo recibirle siempre, para que siempre me perdone los pecados. Yo que peco siempre, debo tener siempre un remedio” (S. Ambrosio, sacr. 4,28).

            Como el alimento corporal sirve para restaurar la   pérdida de fuerzas, la Eucaristía fortalece la caridad que, en la vida cotidiana, tiende a debilitarse; y esta caridad vivificadora “borra los pecados veniales” (Concilio de Trento: DS. 1638). Dándose a nosotros, Cristo reaviva nuestro amor a Él y nos hace capaces de romper los lazos desordenados para vivir más en Él: “Porque Cristo murió por nuestro amor, cuando hacemos conmemoración de su muerte en nuestro sacrificio, pedimos que venga el Espíritu Santo y nos comunique el amor: suplicamos fervorosamente que aquel mismo amor que impulsó a Cristo a dejarse crucificar por nosotros sea infundido por el Espíritu Santo en nuestros corazones..., y llenos de caridad, muramos al pecado y vivamos para Dios” (S Fulgencio de Rupe, Fab.28,16-19).

            Por la misma caridad que enciende en nosotros, la Eucaristía nos preserva de futuros pecados mortales. Cuanto más participamos en la vida de Cristo y más progresamos en su amistad, tanto más difícil se nos hará romper con Él por el pecado mortal. La Eucaristía no está ordenada al perdón de los pecado mortales, pero tiene toda la fuerza y el amor para hacerlo porque es la realización de la Alianza y del borrón y cuenta nueva. Fue un tema muy discutido en Trento y lo es todavía.     Es importante en este punto recordar la recomendación dada por el Papa Pío X para la comunión frecuente y cotidiana. El Papa reaccionó contra una mentalidad que tendía a disminuir la frecuencia por sentimientos de indignidad. La conciencia de ser pecadores debe llevarnos al sacramento de la penitencia, pero esto no debe limitar su acercamiento a la comunión, que es nuestra ayuda, la ayuda del Señor contra el mal. El deseo de Jesucristo y de la Iglesia, de que todos  los fieles cristianos accedan cada día al convite sagrado, consiste principalmente en que los fieles, unidos a Dios por medio del sacramento, encuentren en él la fuerza para dominar las pasiones, la purificación de las culpas leves que cometamos cada día, y la preservación de los pecados más graves, a los que está expuesta la fragilidad humana; no es sobre todo para procurar el honor y la veneración del Señor, ni para tener una recompensa o un premio por las virtudes practicadas. Por esto, el sagrado concilio de Trento llama a la Eucaristía “antídoto”, gracias al cual nos libramos de las culpas cotidianas y nos preservamos de los pecados mortales» (DS 3375).

4. 7. LA EUCARISTÍA-COMUNIÓN HACE IGLESIA: CARIDAD FRATERNA.

La Eucaristía hace la Iglesia y la Iglesia hace la Eucaristía. La comunión renueva, fortalece y profundiza la incorporación a la Iglesia realizada por el bautismo: “Puesto que todos comemos un mismo pan, formamos un solo cuerpo” (1Cor 10,17).  De aquí el fruto y la exigencia de caridad fraterna para celebrar la Eucaristía.

            En la Última Cena se manifiesta claramente que la Eucaristía en la intención de Cristo es fuente de caridad y debe fomentar el amor fraterno, porque ha sido el momento elegido por el Señor para darnos el mandato nuevo del amor fraterno. Uniendo nuestra voluntad a la de Cristo podemos esperar de Él la fuerza necesaria para el aumento de amor y la reconciliación fraterna deseada. Como comida sacrificial, la Eucaristía tiende a comunicar a los participantes el amor que inspiró el sacrificio de Cristo en obediencia al Padre por amor extremo a sus hermanos, los hombres.

            El primer efecto de la comida eucarística es una unión más íntima con Cristo, como hemos dicho. Pero por este mismo efecto, porque comemos todos el mismo Cristo, se produce inseparablemente otro efecto: la unión más profunda entre  todos los que viven la vida de Cristo, es decir, la unión de su Cuerpo Místico, la Iglesia. La Eucaristía estimula el crecimiento del Cuerpo entero, Cabeza y miembros, en fidelidad al mandato recibido y realizado por el Señor: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 13,34). La Eucaristía tiende a desarrollar todos los aspectos y todas las actitudes del amor recíproco, de tal forma que de la Cabeza, que es Cristo,“se procura el crecimiento del cuerpo, para construcción de sí mismo en el amor” (Ef 4,16).       

            Jesús no ha hecho sólo un himno a la caridad sino que ha indicado el modelo:“como yo os he amado”; propone su vida como modelo de caridad y perdón. La comunión no termina en la unión con Cristo sino que con Él, en Él y por Él nos unimos a toda la Iglesia. Por ello mismo, Cristo los une a todos los fieles en un solo cuerpo: la Iglesia. La Comunión renueva, fortifica, profundiza esta incorporación a la iglesia realizada ya por el Bautismo. Por el bautismo fuimos llamados a formar un solo cuerpo en Cristo. La Comunión lo perfecciona y completa: “El cáliz de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? y el pan que partimos ¿no es comunión con el Cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan” (1Cor.10, 16-7).

            «Si vosotros mismos sois Cuerpo y miembros de Cristo, sois el sacramento que es puesto sobre la mesa del Señor, y recibís este sacramento vuestro. Respondéis “amén” (es decir, <sí> <es verdad>) a lo que recibís, con lo que respondiendo, lo reafirmáis. Oyes decir «el Cuerpo de Cristo», y respondes <amén>. Por la tanto, sé tú verdadero miembro de Cristo para que tu “amén” sea también verdadero» (S. Agustín, serm. 272).

El Vaticano II, al hablar del Obispo como sumo sacerdote de su Iglesia local, nos dice: «...en la Eucaristía que él mismo (obispo) ofrece o procura que sea ofrecida y en virtud de la cual vive y crece la Iglesia… se celebra el misterio de la cena del Señor a fin de que por el cuerpo y la sangre del Señor quede unida toda la fraternidad. En toda comunidad de altar, bajo el ministerio sagrado del obispo, se manifiesta el símbolo de aquel amor y unidad del Cuerpo Místico de Cristo sin el cual no puede haber salvación» (LG 24 ).

4. 8. LA COMUNIÓN EUCARÍSTICA COMPROMETE EN FAVOR  DE LOS POBRES.

Este amor fraterno lleva consigo una predilección cristiana especial por los pobres, como en la vida de Jesús: “Lo que hicisteis con cualquiera de estos, conmigo lo hicisteis”.

Es impresionante el modo en el que S. Juan Crisóstomo advertía la plena unión entre celebración de la Eucaristía y el compromiso de caridad con los pobres. Según él, la participación en la mesa del Señor no permite incoherencias entre Eucaristía y caridad con los pobres: «¡Que ningún Judas se acerque  a la mesa!, -exclama en una homilía- ¡...porque no era de plata aquella mesa, ni de oro el cáliz, del cual Cristo dio su sangre a sus discípulos...! ¿Quieres honrar el cuerpo de Cristo? No permitas que él esté desnudo: y no lo honres aquí en la iglesia con telas de seda, para después tolerar, fuera de aquí, que él mismo muera de frío y de desnudez. El que ha dicho: “Esto es mi cuerpo”, ha dicho también: “Me habéis visto con hambre y no me habéis dado de comer”, y “lo que no habéis hecho a uno de mis pequeños, no lo habéis hecho conmigo”. Aprendamos, pues, a ser sabios, y a honrar a Cristo como Él quiere, gastando las riquezas en los pobres. Dios no tiene necesidad de utensilios de oro sino del alma de oro. ¿Qué ventajas hay si su mesa está llena de cálices de oro, cuando Él mismo muere de hambre? Primero sacia el hambre del hambriento, y entonces con lo superfluo ornamenta su mesa»[18].  

            Y el   mismo santo doctor comenta  en otro lugar: «¿Has gustado la sangre del Señor y no reconoces a tu hermano? Deshonras esta mesa, no juzgando digno de compartir tu alimento al que ha sido juzgado digno de participar en esta mesa. Dios te ha liberado de todos los pecados y te ha invitado a ella. Y tú, aún así, no te has hecho más misericordioso»[19].

4. 9.  EL BANQUETE DE LA EUCARISTÍA, PRENDA DE LA GLORIA FUTURA

En una antigua antífona de la fiesta del Corpus Christi rezamos: «¡Oh sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida, se celebra el memorial de su Pasión, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura!» Llamamos a la Eucaristía prenda de la gloria futura y anticipación de la vida eterna, porque nos hace partícipes del germen de nuestra resurrección, que es Cristo resucitado y glorioso, bien último y conclusivo del proyecto del Padre. La Eucaristía y la comunión son prenda del cielo: “El que coma de este pan tiene vida eterna... vivirá para siempre”. La unión con Cristo resucitado nos va transformando en cada Eucaristía en carne de resurrección. Es verdaderamente el sacramento de la esperanza cristiana.

            Si la Eucaristía es el memorial de la Pascua del Señor y si por nuestra comunión en el altar somos colmados «de gracia y bendición», la Eucaristía es también la anticipación de la gloria celestial, puesto que recibimos al que los ángeles y los santos contemplan resplandeciente en el banquete del reino, al Cristo glorioso y resucitado.

            La Iglesia sabe que, ya ahora, el Señor resucitado, el Viviente, viene en la Eucaristía y que está ahí en medio de nosotros. Sin embargo, esta presencia está velada. Por eso celebramos la Eucaristía «mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo», como rezamos en la Eucaristía, pidiendo además «entrar en tu reino, donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu gloria; allí enjugarás las lágrimas de nuestros ojos porque, al contemplarte como Tú eres, Dios nuestro, seremos para siempre semejantes a Ti y cantaremos eternamente tus alabanzas, por Cristo, Señor Nuestro, por quien concedes al mundo todos los bienes» (Plegaria III).

            De esta gran esperanza, la de los cielos nuevos y la tierra nueva, la de los bienes últimos escatológicos, no tenemos prenda más segura, signo más manifiesto que la Eucaristía. En efecto, cada vez que se celebra este misterio «se realiza la obra de nuestra redención» (Plegaria III) y «partimos un mismo pan que es remedio de inmortalidad, antídoto para no morir, sino para vivir en Jesucristo para siempre» (S.Ignacio de Antioquia, Eph.20,2).

 DIMENSIÓN ESCATOLÓGICA.

            Ahora bien, la iglesia, que se manifiesta en un determinado lugar, cuando se reúne para celebrar la Eucaristía, no está formada únicamente por los que integran la comunidad terrena. Existe una iglesia invisible, la “Jerusalén celeste”, que desciende de arriba (Apo.21,2); por eso, «en la liturgia terrena pregustamos y nos unimos por el Viviente a la liturgia celestial, que se celebra en la ciudad santa, Jerusalén del cielo, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, donde Cristo está sentado a la derecha del Padre como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero» (SC.8;50). Por la comunión eucarística, nos unimos  también a los fieles difuntos que se purifican a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo. La comunión en la Eucaristía es el más excelente  sufragio por los difuntos y el signo más expresivo de las exequias.

            Asistida por el Espíritu Santo, la iglesia peregrinante se mantiene fiel al mandato de comer el pan y beber el cáliz, anunciando la muerte y proclamando la resurrección del Señor a fin de que venga de nuevo para consumar su obra: “Pues cuantas veces comáis éste pan y bebáis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que Él venga”  (1Cor.11,26). Bajo la acción del Espíritu Santo toda celebración de la Eucaristía es súplica ardiente de la esposa: «marana tha» . Éste es el grito de toda la asamblea cuando se hace presente el Señor por la consagración: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús”.

            Un filósofo francés, Gabriel Marcel, ha escrito: «Amar a alguien es decirle: tu no morirás». Esto es lo que nos dice en cada Eucaristía Aquel, que ha vencido a la muerte: Os quiero, vosotros no moriréis. Y en la comunión eucarística nos lo dice particularmente a cada uno. Que este deseo de Cristo, pronunciado y celebrado con palabras y gestos suyos en la santa Eucaristía y comunión, nos haga vivir seguros y confiados en su amor y salvación y lo hagamos vida en nosotros para gozo de la Santísima Trinidad, en la que nos sumergimos ya por la vida de Aquel, que, siendo Dios, se hizo hombre y murió por nosotros, para que todos pudiéramos vivir por la comunión eucarística la Vida, la Sabiduría y el Amor del Dios Único y Trinitario: PADRE, HIJO Y ESPÍRITU SANTO.

4. 10. AL COMULGAR, ME ENCUENTRO EN VIVO  CON TODOS LOS  DICHOS Y HECHOS SALVADORES DEL SEÑOR.  

La instrucción Eucharisticum mysterium  lo expresa así: «La piedad, que impulsa a los fieles a acercarse a la sagrada comunión, los lleva a participar más plenamente en el misterio pascual... permaneciendo ante Cristo el Señor, disfrutan de su trato íntimo, le abren su corazón pidiendo por sí mismos y por todos los suyos y ruegan por la paz y la salvación del mundo. Ofreciendo su vida al Padre por el Espíritu Santo, sacan de este trato admirable un aumento de su fe, esperanza y caridad» (n 50).

“¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre” (Sal.116). Estas palabras de un salmo pascual de acción de gracias brotan de lo más hondo de nuestro corazón ante el misterio que estamos celebrando: la Eucaristía, Nueva Pascua y Nueva Alianza por su sangre derramada por amor extremo a sus hermanos los hombres.

            «Reunidos en comunión con toda la Iglesia», con el Papa, los Obispos, la Iglesia entera, vamos a levantar el cáliz eucarístico invocando el nombre de Dios, alabándole, dándole gracias y ofreciendo la víctima santa para pedir al Padre una nueva efusión de su Espíritu transformante para todos nosotros.

Junto al Cuerpo y la Sangre de Cristo, Hijo de Dios, entregado por amor y presente en todos los sagrarios de la tierra, piadosamente custodiado por la fe y el amor de todos los creyentes, hemos de meditar una vez más en las maravillas de este misterio, para reencontrarnos así con el mismo Cristo de ayer, de hoy y de siempre, con todos sus hechos y dichos salvadores, con su Encarnación y Predicación, con el mismo Cristo de Palestina,  y llenarnos así de sus mismas  actitudes  de entrega y amor al Padre y a los hombres, que nos lleven también a nosotros a dar la vida por entrega a los hermanos y obediencia de adoración al Padre, en una vida y muerte como la suya.

            Queremos compartir, con todos los hermanos y hermanas en la fe, nuestra convicción profunda de que el Señor está siempre con nosotros para alimentarnos y ayudarnos y, en consecuencia, que la Eucaristía, que Él entregó a la iglesia como memorial permanente de su sacrificio pascual, es “centro, fuente y culmen” de la vida de la comunidad cristiana, porque nos permite encontrarnos con la misma  persona y los mismos hechos salvadores del Dios encarnado.

4.10. 1.  ENCARNACIÓN Y EUCARISTÍA.

            La Encarnación y la Eucaristía no son dos misterios separados sino que se iluminan mutuamente y alcanzan el uno al lado del otro un mayor significado, al hacernos la Eucaristía compartir hoy la vida divina de aquel que se ha dignado compartir con el hombre (encarnación) la condición humana.

            Está claro que en la comunión eucarística el Hijo de Dios no se encarna en cada uno de los fieles que le comulgan, como lo hizo en el seno de María, sino que nos comunica su misma vida divina, como Él mismo prometió: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo; si alguno come de este pan, vivirá para siempre, y el pan que yo le daré es mi carne, vida del mundo” (Jn.6,48). De esta forma, la Eucaristía culmina y perfecciona la incorporación a Cristo realizada en el bautismo y la confirmación, y en Cristo y por Cristo, formamos un solo cuerpo con Él y con los hermanos, los que comemos el mismo pan: “Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan” (1Cor. 10,17).

            Esta unión estrechísima entre Encarnación y Eucaristía, entre el Cristo de ayer y de hoy, entre el Cristo hecho presente por la Encarnación y la Eucaristía, es posible y real porque «lo que en la plenitud de los tiempos se realizó por obra del Espíritu Santo, solamente por obra suya puede surgir ahora de la memoria de la iglesia». Es el Espíritu Santo y solamente Él, quien  no sólo es «memoria viva de la iglesia», porque con su luz y sus dones nos facilita la inteligencia  espiritual de estos misterios y de todo lo contenido en la palabra de Dios, sino que su acción, invocada en la epíclesis del  sacramento, nos hace presente (memorial) las maravillas narradas en la anámnesis (memoria) de todos los sacramentos y actualiza y hace presente en el rito sacramental los acontecimientos salvíficos que son  celebrados, desde la Encarnación hasta  la subida a los cielos, especialmente el misterio pascual, centro y culmen de toda acción litúrgica.

4.10.2.  PRESENCIA PERMANENTE.

 Y esta presencia de Cristo en la celebración de la santa Eucaristía no termina con ella, sino que existe una continuidad temporal de su morada en medio de nosotros como Él había prometido repetidas veces durante su vida. En el sagrario es el eterno Enmanuel, Dios con nosotros, todos los días hasta el fin del mundo (Mt.28,20). Es la presencia real por antonomasia, no meramente simbólica, sino verdadera y sustancial.

            Por esta maravilla de la Eucaristía, aquel, cuya delicia es “estar con los hijos de los hombres” (cf. Pr.8,31) lleva dos mil años poniendo de manifiesto, de modo especial en este misterio,  que“la plenitud de los tiempos” (Cr.Gal 4,4) no es un acontecimiento pasado sino una realidad en cierto modo presente mediante los signos sacramentales que lo perpetúan. Esta presencia permanente de Jesucristo hacía exclamar a santa Teresa de Jesús: «Héle aquí compañero nuestro en el santísimo sacramento, que no parece fue en su mano apartarse un momento de nosotros» (Vida, 22,26). Desde esta presencia Jesús nos sigue repitiendo y realizando todos sus dichos y hechos salvadores.

4.10. 3.  PAN DE VIDA ETERNA

Pero la Eucaristía también, según el deseo del mismo Cristo, quiere ser el alimento de los que peregrinan en este mundo. “Yo soy el pan de vida, quien come de este pan, vivirá eternamente, si no coméis mi carne y no bebéis mi sangre no tenéis vida en  vosotros; el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna…” (Jn.6, 54-55).

            La Eucaristía es el pan de vida, en cualquier  necesidad de bienes básicos de vida o de gracia, de salud, de consuelo, de justicia y libertad, de muerte o de vida, de misericordia o de perdón...debe ser el alimento sustancial para el niño que se inicia en la vida cristiana o para el joven o adulto que sienten la debilidad de la carne, en la lucha diaria contra el pecado, especialmente como viático para los que están a punto de pasar de este mundo a la casa del Padre. La Eucaristía es el mejor alimento para la eternidad, para llegar hasta el final del viaje con fuerza, fe, amor y esperanza.

            La comunión sacramental produce tal grado de unión personal de los fieles con Jesucristo que cada uno puede hacer suya la expresión de San Pablo: “vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal.2,20). La comunión sacramental con Cristo nos hace partícipes de sus actitudes de entrega, de amor y misericordia, de sus ansias de glorificación del Padre y salvación de los hombres. Lo contrario sería comer,  pero no comulgar el cuerpo de Cristo o hacerlo indignamente, como nos recuerda Pablo en la primera a los Corintios: cfr1Cor11, 18-21.

En la Eucaristía todos somos invitados por el Padre a formar la única iglesia, como misterio de comunión con Él y con sus hijos: “La sabiduría ha preparado el banquete, mezclado el vino y puesto la mesa; ha despachado a sus criados para que lo anuncien  en los puestos que dominan la ciudad: venid a comer  mi pan y a beber el vino que he mezclado” (Pr. 9,2-3.5). No podemos, por tanto, rechazar la invitación y negarnos a entrar como el hijo mayor de la parábola (cf. Lc.15,28.30).

            Entremos, pues, con gozo a esta casa de Dios y sentémonos a la mesa que nos tiene preparada para celebrar el banquete de bodas de su Hijo y comamos el pan de la vida preparado por Él con tanto amor y deseos.

DE LA EUCARISTÍA COMO COMUNIÓN, A LA MISIÓN. 

Cuando la Eucaristía se celebra en latín, la despedida del presidente es «podéis ir en paz», que en latín se dice: «Ite, missa est». Mitto, missus significa enviar. La liturgia del misterio celebrado envía e invita a todos a cumplir en su vida ordinaria lo que allí han celebrado.  Enraizados en la vid, los sarmientos son llamados a dar fruto abundante:”Yo soy la vid, vosotros sois los sarmientos”. En efecto, la Eucaristía, a la vez que corona la iniciación de los creyentes en la vida de Cristo, los impulsa a su vez a anunciar el evangelio y a convertir en obras de caridad y de justicia cuanto han celebrado en la fe. Por eso, la Eucaristía es la fuente permanente de la misión de la iglesia. Allí encontraremos a Cristo que nos dice a todos: “Id y anunciad a mis hermanos...  amaos los unos a los otros... id al mundo entero...”

4. 11. EN LA EUCARISTÍA SE ENCUENTRA LA FUENTE Y LA CIMA DE TODO APOSTOLADO

La centralidad de la Eucaristía en la vida cristiana ha de concebirse como algo dinámico no estático, que tira de nosotros desde las regiones mas apartadas de nuestra tibieza espiritual y nos une a Jesucristo que nos toma como humanidad supletoria para seguir cumpliendo su tarea de adorador del Padre, intercesor de los hombres, redentor de todos los pecados del mundo y salvador y garante de la vida nueva nacida de la nueva pascua, el nuevo paso de lo humano a la tierra prometida de lo divino.

            Y, como la Eucaristía no es una gracia más sino Cristo mismo en persona, se convierte en fuente y cima de toda la  vida de la Iglesia, dado que “los demás sacramentos, al igual que todos los ministerios eclesiásticos y las obras de apostolado, están unidos con la Eucaristía y a ella se ordenan” (PO.5; LG.10; SC.41).

En cada Eucaristía se nos aparece Cristo para realizar todo su misterio de Encarnación y para explicarnos las Escrituras y su proyecto de Salvación y para que le reconozcamos al partirnos el pan de vida. La Eucaristía es entonces un encuentro personal y eclesial, íntimo y vivencial con Él, un momento cargado de sentido salvador y transcendente para quienes le amamos y queremos compartir con Él la existencia. Por eso, la Eucaristía, como misterio de unidad y de amor de Dios con los hombres y de los hombres entre sí, es referencia esencial, criterio y modelo de la vida de la iglesia en su totalidad y para cada uno de los ministerios y servicios.

CAPÍTULO V

ESPIRITUALIDAD DE LA PRESENCIA   EUCARÍSTICA

(Meditación dirigida a los Adoradores Nocturnos)

5.1. LA ESPIRITUALIDAD Y PASTORAL DE LA  ADORACIÓN EUCARÍSTICA.

La Iglesia Católica siempre ha tenido, como fundamento de su fe y vida cristiana, la certeza de la presencia real de Nuestro Señor Jesucristo bajo los signos sacramentales del pan y del vino eucarísticos. Esta fe la ha vivido especialmente durante siglos en la adoración de este misterio, objeto primordial del culto y de la espiritualidad de la Adoración Nocturna.

            Para legitimar esta adoración ante el Santísimo Sacramento y afirmar a la vez, que la oración ante Jesús Sacramentado, es el modo supremo y cumbre de toda oración personal y comunitaria fuera de la Eucaristía,  quiero, en primer lugar, explicar un poco desde la teología bíblica y litúrgica este misterio, para que la Presencia Eucarística del Señor sea más valorada y vivida por los Adoradores Nocturnos, que nos sentimos verdaderamente privilegiados, necesitados y agradecidos a Jesucristo, el Señor, confidente y amigo en todos los sagrarios de la tierra.

            «¡Oh eterno Padre, exclama S. Teresa, cómo aceptaste que tu Hijo quedase en manos tan pecadoras como las nuestras! ¡Es posible que tu ternura permita que esté expuesto cada día a tan malos tratos! ¿Por qué ha de ser todo nuestro bien a su costa? ¿No ha de haber quien hable por este amantísimo cordero? Si tu Hijo no dejó nada de hacer para darnos a nosotros, pobres pecadores, un don tan grande como el de la Eucaristía, no permitas, oh Señor, que sea tan mal tratado. Él se quedó entre nosotros de un modo tan admirable...»

            Y aquí el alma de Teresa se extasía... Ya sabéis que la mayor parte de sus revelaciones o visiones: «me dijo el Señor, vi al Señor...» las tuvo Teresa después de haber comulgado o en ratos de oración ante Cristo Eucaristía. 

            Por esto, cuando Teresa define la oración mental, parece que lo hace como oración hecha ante el sagrario, como si estuviera mirando al Señor Sacramentado: «Que no es otra cosa, a mi parecer, oración, sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas, con quien sabemos que nos ama». Y ya la oímos decir anteriormente: «¿Es posible que tu ternura permita que esté expuesto cada día a tan malos tratos...? ¿Por qué ha de ser todo nuestro bien a su costa...? No permitas, oh Señor, que sea tan mal tratado... Él se quedó entre nosotros de un modo tan admirable…».      

            Los adoradores, igual que los sacerdotes o cualquier cristiano, tenemos que tener mucho cuidado con nuestro comportamiento y con todo lo relacionado con la Eucaristía, que es siempre el Señor vivo, vivo y resucitado, porque se trata, no de un cuadro o una imagen suya, sino de Él mismo en persona y si a su persona no la respetamos, no la valoramos, poco podemos valorar todo lo demás referente a Él, todo lo que Él nos ha dado, su evangelio, su gracia, sus sacramentos, porque la Eucaristía es Cristo todo entero y completo, todo el evangelio entero y completo, toda la salvación entera y completa. 

            Observando a veces nuestro comportamiento con Jesús Eucaristía, pienso que muchos cristianos no aumentarán su fe en ella ni les invitará a creer o a mirarle con más amor o entablar amistad con Él, porque nosotros <pasamos> del sagrario y muchas veces pasamos ante el sagrario, como si fuera un trasto más de la Iglesia, hablamos antes o después de la Eucaristía como si el templo no estuviera habitado por Él, y la genuflexión, exceptúo imposibilidad física, ya no hace falta.

            Sin embargo, todos sabemos que el cristianismo es una persona fundamentalmente  es Cristo. Por eso, nuestro comportamiento interior y exterior con Cristo Eucaristía es el termómetro de nuestra vida espiritual. Es muy difícil, porque sería una contradicción,  que Cristo en persona no nos interese ni seamos delicados personalmente con Él en su presencia real y verdadera en la Eucaristía y luego nos interesemos por sus cosas, por su evangelio, por su liturgia, por los sacramentos, por sus diversas encarnaciones en la Palabra, en los hermanos, en los pobres, porque Él sea  más conocido y amado.

            Cuidar el altar, el sagrario, mantener los manteles limpios, los corporales bien planchados ¡cuánta fe personal, cuánto amor y apostolado y eficacia y salvación de los hermanos y amistad personal con Cristo  encierran! Y ¡cuánta ternura, vivencia y amistad verdadera hay en los silencios  guardados dentro del templo, porque uno sabe que está Él, y lo respetamos, amamos y adoramos, aunque otros estén hablando,  después de la celebración eucarística, como si Él ya no estuviera presente!

            Repito porque esto conviene repetirlo muchas veces, qué buen testimonio, cuánta teología y fe verdaderas hay en un silencio guardado porque Él está ahí, cuánta teología vivida en  una genuflexión bien hecha, en unos gestos conscientemente realizados en la Eucaristía; indican que hay verdadera vivencia y amistad con Jesucristo, el Viviente y Resucitado.

            Ésta es una forma muy importante de ser «testigos del Viviente», para muchos que no creen en su presencia eucarística o se olvidan de ella, dando así  pruebas con nuestra adoración personal del Señor, de que Él está allí presente, aunque no lo veamos físicamente o en una imagen.

            Es que si he celebrado y predicado la mejor homilía, aunque sea  sobre la misma Eucaristía, pero nada más terminar, hablo en la Iglesia y me comporto como si Él no estuviera presente, me he cargado todo lo que he predicado y celebrado, porque no creo o no respeto su permanencia sacramental en la presencia eucarística, es decir, todo el misterio eucarístico completo: Eucaristía, comunión y presencia.

            Cómo educamos con nuestro silencio religioso en el templo o con la exigencia del mismo en Eucaristías y funerales o bodas... De esta forma, al no exigirse el silencio debido en el templo de Dios, no catequizamos ni educamos en la piedad eucarística y será más difícil ver a niños y mayores junto al sagrario porque actuando así lo convertimos en un trasto más de la iglesia. Así resulta que algunos sagrarios están llenos de polvo, descuido y olvido.

            Qué Eucaristías, qué evangelio, qué Cristo se habrá predicado en esas iglesias. Queridos amigos, el Señor no es una momia, está vivo, vivo y resucitado, así lo quiso Él mismo, no lo asegura la fe de la Iglesia, la experiencia de los santos y nosotros lo creemos.

            El Vaticano II insiste repetidas veces sobre esta verdad fundamental de nuestra fe católica: «La casa de oración en que se celebra y se guarda la santísima Eucaristía y ...en que se adora, para auxilio y consuelo de los fieles, la presencia del Hijo de Dios, salvador nuestro... debe ser nítida, dispuesta para la oración y las sagradas solemnidades» (PO.5).

 (Nota: Para sacerdotes este tema se trata repetidas veces en la EXHORTACIÓN APOSTÓLICA PASTORES DABO VOBIS DE  JUAN PABLO II, EL DIRECTORIO PARA EL MINISTERIO Y LA VIDA DE LOS PRESBÍTEROS, de la CONGREGACIÓN DEL CLERO, ALGUNAS CARTAS  del Papa Juan Pablo II  a los sacerdotes en el JUEVES SANTO y en la última Encíclica del Papa Juan Pablo II sobre la Eucaristía, que acaba de salir ECCLESIA DE EUCHARISTÍA).     

            En los últimos siglos, la adoración eucarística ha constituido una de las formas de oración más queridas y practicadas por los cristianos en la Iglesia Católica. Iniciativas como la promoción de la Visita al Santísimo, la Adoración Nocturna, la Adoración Perpetua, las Cuarenta Horas... etc. se han multiplicado y han constituido una especie de constelación de prácticas devocionales, que tienen su centro en la celebración del Jueves Santo y del Corpus Christi.

            Junto a estas prácticas del pueblo cristiano, otra serie de iniciativas ha surgido con fuerza: las congregaciones religiosas que, como elemento fundacional y fundamental de su forma de vida y carisma religioso, dedican una gran parte de su tiempo a la Adoración del Santísimo Sacramento. Por todo esto, quiero deciros que vuestra Adoración Nocturna está dentro del corazón de la liturgia y de la vida de la Iglesia. Sois eternamente actuales, porque esto mismo, sólo que iluminados por la luz y los resplandores celestes del amor trinitario, constituye la gloria y felicidad del cielo. Sólo quien tenga un poco de experiencia, quien tenga algunos “fogonazos” dados gratuitamente por el Señor, después de alguna purificación y limpieza de pecados, podrá barruntar y comprobar que todo esto es verdad gozosa y consoladora.

            La renovación litúrgica, iniciada por el Concilio Vaticano II, ha llegado también tanto a la teología como a la liturgia de la Adoración Nocturna y ha puesto en su lugar correcto la adoración del Señor. Ya no se da aquel desfase,  que todos hemos conocido y practicado en los años sesenta, en los que celebrábamos la Eucaristía al final de la Vigilia, al despedirnos, con la llegada del día. Recuerdo perfectamente que empezábamos directamente con la Exposición del Señor en la Custodia y luego venían los turnos de vela. La forma actual, fruto de la teología y liturgia del Concilio Vaticano II es correcta en todos los aspectos.       

            Al principio, este reajuste ha podido parecerle a alguno, que era una pérdida para la Eucaristía como presencia y como adoración, como si la Presencia eucarística no fuese suficientemente valorada. Es evidente que tal impresión no tiene ningún fundamento teológico ni pastoral, y, para que nos convenzamos de esto, conviene dar unas pequeñas nociones de los tres momentos de la Eucaristía para que cada uno tenga su estimación y su sitio en la piedad cristiana.

            Veremos así que la celebración de la Eucaristía es el aspecto fundante y principal de este misterio, «centro y culmen de toda la vida de la Iglesia»; veremos que para que haya pascua, es decir, pasión, muerte y resurrección de Cristo presencializadas, tiene que estar lógicamente presente el Señor, y que, si el Señor se hace presente, es para ofrecer su vida al Padre y a los hombres como salvación, que conseguimos especialmente por la comunión eucarística.Después de la Eucaristía,  el cuerpo, ofrecido en sacrificio y en comunión,  se guarda para que puedan comulgarlo los que no pueden venir a la iglesia; también para que todos los creyentes, mediante la adoración y las visitas al sagrario, podamos seguir participando en su pascua, comulgando con los mismos sentimientos y actitudes de Cristo, presente en la Hostia santa.

            Adorándole en  la oración eucarística, nos identificamos  con los sentimientos de Cristo Eucaristía, que sigue ofreciéndose  al Padre y dándose en comida  y en amistad a los hombres. Si alguien nos pregunta qué hacemos allí parados mirando la Hostia Santa, diremos solamente: ¡ES EL SEÑOR! He aquí en síntesis la espiritualidad de la Presencia Eucarística, de la que debe vivir todo cristiano, pero especialmente todo Adorador Nocturno.

            Esta espiritualidad, orada y vivida en oración personal, podría expresarse así: Señor, te adoro aquí presente en el pan consagrado, creo que estás ahí amándome, ofreciéndote e intercediendo por todos  ante el Padre. Qué maravilla que me quieras hasta este extremo, te amo, te amo y quiero inmolarme contigo al Padre y  por los hermanos; quiero comulgar con tus sentimientos de caridad, humildad, servicio y entrega en este sacramento... quiero contemplarte para imitarte y recordarte, para aprender y recibir de Ti las fuerzas necesarias para vivir como Tú quieres, como un discípulo fiel e identificado con su maestro. Por aquí tiene que ir la espiritualidad del Adorador Nocturno o Diurno. Si  nuestros adoradores viven con estas actitudes sus turnos de Vela, sus Vigilias, nos encontraremos con Cristo presente, camino, verdad y vida y nos sentiremos más animados para recorrer el camino de la santidad con su ayuda y presencia y alimento eucarístico.

5. 2. LA ESPIRITUALIDAD Y VIVENCIA DE LA PRESENCIA EUCARÍSTICA: SENTIMIENTOS  QUE SUSCITA Y ALIMENTA.

Pues bien, amigos, esta adoración de Cristo al Padre hasta la muerte es la base de la espiritualidad propia de la Adoración Nocturna. Esta es la actitud, con la que tenemos que celebrar y  comulgar y adorar la Eucaristía, por aquí tiene que ir la adoración de la presencia del Señor y asimilación de sus actitudes victimales por la salvación de los hombres, sometiéndonos en todo al Padre, que nos hará pasar por la muerte de nuestro yo, para llevarnos a la resurrección de la vida nueva.

            Y sin muerte no hay pascua, no hay vida nueva, no hay amistad con Cristo. Esto lo podemos observar y comprobar en la vida de todos los santos, más o menos místicos, sabios o ignorantes, activos o pasivos, teólogos o gente sencilla, que han seguido al Señor. Y esto es celebrar y vivir la Eucaristía, participar en la Eucaristía, adorar la Eucaristía.

            Todos ellos, como nosotros, tenemos que empezar preguntándonos quién está ahí en el sagrario,  para que una vez creída su presencia inicialmente: “El Señor está ahí y nos llama”, ir luego avanzando en este diálogo, preguntándonos en profundidad : por quién, cómo y por qué está ahí.

            Y todo esto le lleva tiempo al Señor explicárnoslo y realizarlo; primero, porque tenemos que hacer silencio de las demás voces, intereses, egoísmos, pasiones y pecados que hay en nosotros y ocultan su presencia y nos impiden verlo y escucharlo –“los limpios de corazón verán a Dios”- y segundo, porque se tarda tiempo en aprender este lenguaje, que es más existencial que de palabras, es decir, de purificación y adecuación y disponibilidad y de entrega total del alma y de la vida, para que la Eucaristía vaya entrando por amor y asimilación en nuestra vida y no por puro conocimiento.

            No olvidemos que la Eucaristía se comprende en la medida en que se vive. Quitar el yo personal y los propios ídolos, que nuestro yo ha entronizado en el corazón, es lo que nos exige la celebración de la santísima Eucaristía por un Cristo, que se sometió a la voluntad del Padre, sacrificando y entregando su vida por cumplirla, aunque desde su humanidad,  le costó y no lo comprendía.

            En cada Eucaristía, Cristo, con su testimonio, nos grita: “Amarás al Señor, tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser...”  y realiza su sacrificio, en el que prefiere la obediencia al Padre sobre su propia vida: “Padre  si es posible... pero no se haga mi voluntad sino la tuya...”

            La meta de la presencia real y de la consiguiente adoración es siempre la participación en sus actitudes de obediencia y adoración al Padre, movidos por su Espíritu de Amor; sólo el Amor puede realizar esta conversión y esta adoración-muerte para la vida nueva. Por esto, la oración y la adoración y todo culto eucarístico fuera de la Eucaristía hay que vivirlos como prolongación de la santa Eucaristía y  de este modo nunca son actos distintos y separados sino siempre en conexión con lo que se ha celebrado.

            Y éste ha sido más o menos siempre el espíritu de las visitas al Señor, en los años de nuestra infancia y juventud, donde sólo había una Eucaristía por la mañana en latín y el resto del día, las iglesias permanecías abiertas todo el día para la oración y la visita. Siempre había gente a todas horas. ¡Qué maravilla! Niños, jóvenes, mayores, novios, nuestras madres... que no sabían mucho de teología o liturgia, pero lo aprendieron todo de Jesús Eucaristía, a ser íntegras, servidoras, humildes, ilusionadas con que un hijo suyo se consagrara al Señor.

            Ahora las iglesias están cerradas y no sólo por los robos. Aquel pueblo tenía fe, hoy estamos en la oscuridad y en la noche de la fe. Hay que rezar mucho para que pase pronto. Cristo vencerá e iluminará la historia. Su presencia eucarística   no es estática sino dinámica en dos sentidos: que Cristo sigue ofreciéndose y que Cristo nos pide nuestra identificación con su ofrenda. La adoración eucarística debe convertirse en  mistagogia del misterio pascual. Aquí radica lo específico de la Adoración Eucarística, sea Nocturna o Diurna, de la Visita al Santísimo o de cualquier otro tipo de oración eucarística, buscada y querida ante el Santísimo, como expresión de amor y unión total con Él. La adoración eucarística nos une a los sentimientos litúrgicos y sacramentales de la Eucaristía celebrada por Cristo para renovar su entrega, su sacrificio y su presencia, ofrecida totalmente a Dios y a los hombres, que continuamos visitando y adorando para que el Señor nos ayude a ofrecernos y a adorar al Padre como Él.

            Es claramente ésta la finalidad por la que la Iglesia, “apelando a sus derechos de esposa” ha decidido conservar el cuerpo de su Señor junto a ella, incluso fuera de la Eucaristía, para prolongar la comunión de vida y amor con Él. Nosotros le buscamos, como María Magdalena la mañana de Pascua, no para embalsamarle, sino para honrarle y agradecerle toda la pascua realizada por nosotros y para nosotros.

            Por esta causa, una vez celebrada la Eucaristía, nosotros seguimos orando con estas actitudes ofrecidas por Cristo en el santo sacrificio. Brevemente voy a exponer aquí algunas rampas de lanzamiento para la oración personal eucarística; lo hago, para ayudaros un poco a los adoradores en vuestro diálogo personal con Jesucristo presente en la Custodia Santa.

5. 2 .1. LA PRESENCIA EUCARÍSTICA DE CRISTO NOS ENSEÑA MUCHAS COSAS RECORDANDO:“Y CUANTAS VECES HAGAIS ESTO, ACORDAOS DE MI”.

La presencia eucarística de Jesucristo en la Hostia ofrecida e inmolada, nos recuerda, como prolongación del sacrificio eucarístico, que Cristo se ha hecho presente y obediente hasta la muerte y muerte en cruz, adorando al Padre con toda su humanidad, como dice San Pablo: “Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús: El cual, siendo de condición divina, no consideró como botín codiciado el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo, tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y apareciendo externamente como un hombre normal, se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios lo ensalzó y le dio el nombre, que está sobre todo nombre, a fín de que ante el nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos y en los abismos, y toda lengua proclame que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil 2,5-11).

            Nuestro diálogo podría ir por esta línea: Cristo, también yo quiero obedecer al Padre, aunque eso me lleve a la muerte de mi yo, quiero renunciar cada día a mi voluntad, a mis proyectos y preferencias, a mis deseos de poder, de seguridades, dinero, placer... Tengo que morir más a mí mismo, a mi yo, que me lleva al egoísmo, a mi amor propio, a mis planes, quiero tener más presente siempre el proyecto de Dios sobre mi vida y esto lleva consigo morir a mis gustos, ambiciones, sacrificando todo por Él, obedeciendo hasta la muerte como Tú lo hiciste, para que disponga de mi vida, según su voluntad.

            Señor, esta obediencia te hizo pasar por la pasión y la muerte para llegar a la resurrección. También  yo quiero estar dispuesto a poner la cruz en mi cuerpo, en mis sentidos y hacer actual en mi vida tu pasión y muerte para pasar a la vida nueva, de hijo de Dios; pero Tú sabes que yo solo no puedo, lo intento cada día y vuelvo a caer; hoy lo intentaré de nuevo y me entrego  a Ti; Señor, ayúdame, lo  espero confiadamente de Ti, para eso he venido, yo no sé adorar con todo mi ser, si Tú no me enseñas y me das fuerzas...

5.-2.2. UN SEGUNDO SENTIMIENTO

Lo expresa así el Vaticano II: «Los fieles... participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida de la Iglesia, ofrecen la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella» (la LG.5). 

La presencia eucarística es la prolongación de esa ofrenda. El diálogo podía escoger esta vereda: Señor, quiero hacer de mi vida una ofrenda agradable al Padre, quiero vivir sólo para agradarle, darle gloria, quiero ser alabanza de  gloria de la Santísima Trinidad.

            Quiero hacerme contigo una ofrenda: mira en el ofertorio del pan y del vino me ofreceré, ofreceré mi cuerpo y mi alma como materia del sacrificio contigo, luego en la consagración quedaré  consagrado, ya no me pertenezco, soy una cosa contigo, y cuando salga a la calle, como ya no me pertenezco sino que he quedado consagrado contigo,  quiero vivir sólo para Ti, con tu mismo amor, con tu mismo fuego, con tu mismo Espíritu, que he comulgado en la Eucaristía.

            Quiero prestarte mi humanidad, mi cuerpo, mi espíritu, mi persona entera, quiero ser como una humanidad supletoria tuya. Tú destrozaste tu humanidad por cumplir la voluntad del Padre, aquí tienes ahora la mía... trátame con cuidado, Señor, que soy muy débil, tú lo sabes, me echo enseguida para atrás, me da horror sufrir, ser humillado.

            Tu humanidad ya no es temporal; conservas ahora ciertamente el fuego del amor al Padre y a los hombres y tienes los mismos deseos y sentimientos, pero ya no tienes un cuerpo capaz de sufrir, aquí tienes el mío, pero ya sabes que soy débil,  necesito una y otra vez tu presencia, tu amor, tu Eucaristía, que me enseñe, me fortalezca, por eso estoy aquí, por eso he venido a orar ante su presencia, y vendré muchas veces, enséñame y ayúdame adorar como Tú al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida.

            Quisiera, Señor, rezarte con el salmista: “Por ti he aguantado afrentas y la vergüenza cubrió mi rostro. He venido a ser extraño para mis hermanos, y extranjero para los hijos de mi madre. Porque me consume el celo de tu casa; los denuestos de los que te vituperan caen sobre mí. Cuando lloro y ayuno, toman pretexto contra mí... Pero mi oración se dirige a tí.... Que me escuche tu gran bondad, que tu fidelidad me ayude. Miradlo los humildes y alegráos; buscad al Señor y vivirá vuestro corazón. Porque el Señor escucha a sus pobres”(69).

5.2..  3. Otro  sentimiento

Que no puede faltar está motivado por las palabras de Cristo: “Cuando hagáis esto, acordaos de mí...” Señor, de cuántas cosas me tenía que acordar ahora, que estoy ante tu presencia eucarística, pero quiero acordarme especialmente de tu amor por mí, de tu cariño a todos, de tu entrega. Señor, yo no quiero olvidarte nunca, y menos de aquellos momentos en que te entregaste por mí, por todos... cuánto me amas, cuánto me entregas, me regalas...“Éste es mi cuerpo, Ésta mi sangre derramada por vosotros...”

            Con qué fervor quiero celebrar la Eucaristía, comulgar con tus sentimientos, imitarlos y vivirlos ahora por la oración ante tu presencia; Señor, por qué me amas tanto, por qué el Padre me ama hasta ese extremo de preferirme y traicionar a su propio Hijo, por qué te entregas hasta el extremo de tus fuerzas, de tu vida, por qué una muerte tan dolorosa... cómo me amas... cuánto me quieres; es que yo valgo mucho para Cristo, yo valgo mucho para el Padre, ellos me valoran más que todos los hombres, valgo infinito, Padre Dios, cómo me amas así, pero qué buscas en mí...

            Cristo mío, confidente y amigo, Tú tan emocionado, tan delicado, tan entregado,  yo, tan rutinario, tan limitado, siempre  tan egoísta, soy pura criatura, y Tú eres Dios, no comprendo cómo puedes quererme tanto y tener tanto interés por mí, siendo Tú el Todo y  yo la nada. Si es mi  amor y cariño, lo que te falta y me pides, yo quiero dártelo todo, Señor, tómalo, quiero ser tuyo, totalmente tuyo, te quiero.        

5.2. 4. En el “acordaos de mí”...,

Debe entrar también el amor a los hermanos, -no olvidar jamás en la vida que el amor a Dios siempre pasa por el amor a los hermanos-, porque así lo dijo, lo quiso y lo hizo Jesús: en cada Eucaristía Cristo me enseña y me invita a amar hasta el extremo a Dios y a los hijos de Dios, que son todos los hombres.

            Sí, Cristo, quiero acordarme  ahora de tus sentimientos, de tu entrega total sin reservas, sin límites al Padre y a los hombres, quiero acordarme de tu emoción en darte en comida y bebida; estoy tan lejos de este amor, cómo necesito que me enseñes, que me ayudes, que me perdones, sí, quiero amarte, necesito amar a los hermanos, sin límites, sin muros ni separaciones de ningún tipo, como pan que se reparte, que se da para ser comido por todos.

            “Acordaos de mí…”: Contemplándote ahora en el pan consagrado me acuerdo de Tí y de lo que hiciste por mí y por todos y puedo decir: he ahí a mi Cristo amando hasta el extremo, redimiendo, perdonando a todos, entregándose por salvar al hermano. Tengo que amar también yo así.

            Señor, no puedo sentarme a tu mesa, adorarte, si no hay en mí esos sentimientos de acogida, de amor, de perdón a los hermanos, a todos los hombres. Si no lo practico, no será porque no lo sepa, ya que me acuerdo de Tí y de tu entrega en cada Eucaristía, en cada sagrario, en cada comunión; desde el seminario, comprendí que el amor a Tí pasa por el amor a los hermanos y cuánto me ha costado toda la vida.

            Cuánto me exiges, qué duro a veces perdonar, olvidar las ofensas, las palabras envidiosas, las mentiras, la malicia de lo otros, pero dándome Tú tan buen ejemplo, quiero acordarme de Ti, ayúdame, que yo no puedo, yo soy pobre de amor e indigente de tu gracia, necesitado siempre de tu amor.

            Cómo me cuesta olvidar las ofensas, reaccionar amando ante las envidias, las críticas injustas, ver que te excluyen y Tú... siempre olvidar y perdonar,  olvidar y amar, yo solo no puedo, Señor, porque sé muy bien por tu Eucaristía y comunión, que no puede  haber jamás entre los miembros de tu cuerpo, separaciones, olvidos, rencores, pero me cuesta reaccionar, como Tú, amando, perdonando, olvidando...“Esto no es comer la cena del Señor...”, por eso  estoy aquí,  comulgando contigo, porque Tú has dicho: “el que me coma vivirá por mí” y yo quiero vivir como Tú, quiero vivir tu misma vida, tus mismos sentimientos y entrega.

            “Acordaos de mí...”El Espíritu Santo, invocado en la epíclesis de la santa Eucaristía, es el que realiza la presencia sacramental de Cristo en el pan y en el vino consagrados, como una continuación de la Encarnación del Verbo en el seno de María.

            Y ese mismo Espíritu, Memoria de la Iglesia, cuando estamos en la presencia del Pan que ha consagrado y sabe que el Padre soñó para morada y amistad con los hombres, como tienda de su presencia, ese mismo Espíritu que es la Intimidad del Consejo y del Amor de los Tres cuando decidieron esta presencia tan total y real en consejo trinitario, es el mismo que nos lo recuerda ahora y abre nuestro entendimiento y, sobre todo, nuestro corazón, para que comprendamos las Escrituras y sus misterios, a Dios Padre y su proyecto de amor y salvación,  al Fuego y Pasión y Potencia de Amor Personal con que lo ideó y lo llevó y sigue llevando a efecto en un hombre divino, Jesús de Nazaret: “Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio Hijo”.

            ¡Jesús, qué grande eres, qué tesoros encierras dentro de la Hostia santa, cómo te quiero! Ahora comprendo un poco por qué dijiste, después de realizar el misterio eucarístico:  “Acordaos de mí...”,

            ¡Cristo bendito! no sé cómo puede uno correr en la celebración de la Eucaristía o aburrirse cuando hay tanto que recordar y pensar y vivir y amar y quemarse y adorar y descubrir tantas y tantas cosas, tantos y tantos misterios y misterios... galerías y galerías de minas y cavernas de la infinita esencia de Dios, como dice San Juan de la Cruz del alma que ha llegado a la oración de contemplación, en la que todo es contemplar y amar más que reflexionar o decir palabras.

            Todos sabéis, porque así lo hemos practicado muchas veces, que en la oración se empieza por rezar oraciones, reflexionar, meditar verdades y luego, avanzando, pasamos de la oración discursiva a la afectiva, en la que uno empieza más a dialogar de amor y con amor que a dialogar con razones, empieza a sentir y a vivir más del amor que de ideas y reflexiones para finalizar en las últimas etapas, sólo amando:  oración de quietud, de silencio de las potencias, de transformación en Dios: “Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el Amado, cesó todo y dejéme dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado”.

5.2. 5. Yo también, como Juan…

Quiero aprenderlo todo en la Eucaristía, en la Eucaristía  reclinando mi cabeza en el corazón del  Amado, de mi Cristo,  sintiendo los latidos de su corazón, escuchando directamente de Él palabras de amor, las mismas de entonces y de ahora, que sigue hablándome en cada Eucaristía.           

            Para mí liturgia y  vida y  oración todo es lo mismo en el fondo, la liturgia es oración y vida, y la oración es liturgia.  En definitiva, ¿no es la Eucaristía también oración y plegaria eucarística? ¿No es la plegaria eucarística  lo más importante de la Eucaristía, la que realiza el misterio?

            Para comprender un poco todo lo que encierra el “acordaos de mí” necesitamos una eternidad, y sólo para empezar a comprenderlo, porque el amor de Dios no tiene fín. Por eso, y lo tengo bien estudiado, en la oración sanjuanista, cuanto más elevada es, menos se habla y más se ama, y al final, sólo se ama y se siente uno amado por el mismo Dios infinito y trinitario.

            Por eso el alma enamorada dirá: “Ya no guardo ganado ni ya tengo otro oficio, que solo en amar es mi ejercicio...” Se acabaron los signos y los trabajos de ritos y las apariencias del pan porque hemos llegado al corazón de la liturgia que es Cristo, que viene a nosotros, hemos llegado al corazón mismo de lo celebrado y significado, todo lo demás fueron medios para el encuentro de salvación; ¡qué infinita, qué hermosa, qué rica, qué profunda es la liturgia católica, siempre que trascendamos el rito, siempre que se rasgue el velo del templo, el  velo de los signos! ¡cuántas cavernas, descubrimientos y sorpresas infinitas y continuas nos reserva!

            Parece que las ceremonias son normas, ritos, gestos externos, pero la verdad es que todo va preñado de presencia, amor y vida de Cristo y de Trinidad. Hasta aquí quiere mi madre la Iglesia que llegue cuando celebro los sacramentos, su liturgia, esta es la meta.

            Yo quisiera ayudarme de las mediaciones y amar la liturgia, como Teresa de Jesús, porque en ellas me va la vida, pero no quedar atrapado por los signos y las mediaciones o convertirlas en fin. Yo las necesito y las quiero para encontrar al Amado, su vida y salvación, la gloria de mi Dios, sin ellas sean lo único que descubra o lo más importante, sino que las estudio y las ejecuto sin que me esclavicen, para que me lleven a lo celebrado, al misterio: “y quedéme no sabiendo, toda ciencia trascendiendo”.

            En cada Eucaristía, en cada comunión, en cada sagrario Cristo sigue diciéndonos:“Acordaos de mí...,” de las ilusiones que el Padre puso en mí, soy su Hijo amado, el predilecto, no sabéis lo que me ama y las cosas y palabras que me dice con amor, en canción de Amor Personal y Eterno, me lo ha dicho todo y totalmente lo que es y me ama con una Palabra llena de Amor Personal al darme su paternidad y aceptar yo con el mismo Amor Personal ser su Hijo: la Filiación que con  potencia infinita de amor de Espíritu Santo me comunica y engendra; con qué pasión de Padre me la entrega y con qué pasión de amor de Hijo yo la recibo, no sabéis todo lo  que me dice en canciones y éxtasis de amores eternos, lo que esto significa para mí y que yo quiero comunicároslo y compartirlo como amigo con vosotros; acordaos del Fuego de mi Dios, que ha depositado en mi corazón para vosotros, su mismo Fuego y Gozo y Espíritu.

             “Acordaos de mí”, de mi emoción, de mi ternura personal por vosotros, de mi amor vivo, vivo y real y verdadero que ahora siento por vosotros en este pan, por fuera pan, por dentro mi persona amándoos hasta el extremo, en espera silenciosa, humilde, pero quemante por vosotros, deseándoos a todos para el abrazo de amistad, para el beso personal para el que fuisteis creados y el Padre me ha dado para vosotros, tantas y tantas cosas que uno va aprendiendo luego en la Eucaristía y ante el sagrario, porque si el Espíritu Santo es la memoria del Padre y de la Iglesia, el sagrario es la memoria de Jesucristo entero y completo, desde el seno del Padre hasta Pentecostés.

            “Acordaos de mí”, digo yo que si esta memoria del Espíritu Santo, este recuerdo, no será la causa de que todos los santos de todos los tiempos y tantas y tantas personas, verdaderamente celebrantes de ahora mismo, hayan celebrado  y sigan haciéndolo despacio, recogidos, contemplando, como si ya estuvieran en la eternidad, “recordando” por el Espíritu de Cristo lo que hay dentro del pan y de la Eucaristía y de la Eucaristía y de las acciones litúrgicas tan preñadas como están de recuerdos y realidades  presentes y tan hermosas del Señor, viviendo más de lo que hay dentro que de su exterioridad, cosa que nunca debe preocupar a algunos más que el contenido, que es, en definitiva, el fín y la razón de ser de las mismas.

            “Acordaos de mí”; recordando a Jesucristo, lo que dijo, lo que hace presente, lo que Él deseó ardientemente, lo que soñó de amistad con nosotros y ahora ya gozoso y consumado y resucitado, puede realizarlo con cada uno de los participantes... el abrazo y el pacto de alianza nueva y eterna de amistad que firma en cada Eucaristía, aunque le haya ofendido y olvidado hasta lo indecible, lo que te sientes amado, querido, perdonado por Él en cada Eucaristía, en cada comunión, digo yo... pregunto si esto no necesita otro ritmo o deba tenerse más en cuenta... digo yo... que si no aprovecharía más a la Iglesia y a los hombres algunos despistes de estos...

            Para Teresa de Jesús la liturgia era Cristo, amarla era amar a Cristo, por eso valoraba tanto los canales de su amor, que son los signos externos, que siempre, bien hechos y entendidos, ayudan, pero sin quedarnos en ellos, sino llegando hasta el “centro y culmen”, la fuente que mana y corre, Cristo. 

5.2. 6. La Eucaristía como apostolado de oración y ofrenda de intercesión.

No tengo tiempo para indicar todos los posibles caminos de dialogo, de oración, de santidad que nacen de la Eucaristía porque son innumerables: adoración, alabanza, glorificación del Padre, acción de gracias, pero no puede faltar el sentimiento de intercesión que Jesús continúa con su presencia eucarística.

            Jesús se ofreció por todos y por todas nuestras necesidades y problemas y yo tengo que aprender a interceder por los hermanos en mi vida, debo pedir y ofrecer el sacrificio de Cristo y el de mi vida por todos, vivos y difuntos, por la Iglesia santa, por el Papa, los Obispos y por todas las cosas necesarias para la fe y el amor cristianos... por las necesidades de los hermanos: hambre, justicia, explotación...

            Ya he repetido que la Eucaristía es inagotable en su riqueza, porque es sencillamente Cristo entero y completo, viviendo y ofreciéndose por todos; por eso mismo, es la mejor ocasión que tenemos nosotros para pedir e interceder por todos y para todos, vivos y difuntos ante el Padre, que ha aceptado la entrega del Hijo Amado en el sacrificio eucarístico.

            El adorador no se encierra en su individualismo intimista, sino que, identificándose con Cristo, se abre a toda la Iglesia y al mundo entero: adora y da gracias como Él, intercede y repara como Él. La adoración nocturna es más que la simple devoción eucarística o simple visita u oración hecha ante el sagrario. Es un apostolado que os ha sido confiado para que oréis por toda la iglesia y por todos los hombres, con Cristo y en Cristo, ofreciendo adoración y acción de gracias, reparando y suplicando por todos los hermanos, prolongáis las actitudes de Cristo en la Eucaristía y en el sagrario.

            Un adorador eucarístico, por tanto, tiene que tener muy presentes su parroquia, los niños de primera comunión, todos los jóvenes, los matrimonios, las familias, los que sufren, los pobres de todo tipo, los deprimidos, las misiones, los enfermos, la escuela, la televisión y la prensa que tanto daño están haciendo en el pueblo cristiano, todos los medios de comunicación. Sobre todo, debemos pedir por la santidad de la Iglesia, especialmente de los sacerdotes y seminaristas, los seminarios, las vocaciones, los religiosos y religiosas, los monjes y monjas.

            Mientras un adorador está orando, los frutos de su oración tienen que extenderse al mundo entero. Y así a la vez que evita todo individualismo y egoísmo, evita también toda dicotomía entre oración y vida, porque  vivirá la oración con las actitudes de Cristo, con las finalidades de su pasión y muerte, de su Encarnación: glorificación del Padre y salvación de los hombres. Y así, adoración e intercesión y vida se complementan.

Hay unos textos de S. Juan de Avila, que, aunque referidos directamente a la oración de intercesión que tienen que hacer los sacerdotes por sus ovejas, las motivaciones, que expresan, valen para todos los cristianos, bautizados u ordenados, activos o contemplativos, puesto que todos debemos orar por los hermanos, máxime los adoradores nocturnos: «...¡Válgame Dios, y qué gran negocio es oración santa y consagrar y ofrecer el cuerpo de Jesucristo! Juntas las pone la santa Iglesia, porque, para hacerse bien hechas y ser de grande valor, juntas han de andar. Conviénele orar al sacerdote, porque es medianero entre Dios y los hombres; y para que la oración no sea seca, ofrece el don que amansa la ira de Dios, que es Jesucristo Nuestro Señor, del cual se entiende “munus absconditus extinguit iras”. Y porque esta obligación que el sacerdote tiene de orar, y no como quiera, sino con mucha suavidad y olor bueno que deleite a Dios, como el incienso corporal a los hombres, está tan olvidada, immo no conocida, como si no fuese, convendrá hablar de ella un poco largo, para que así, con la lumbre de la verdad sacada de la palabra de Dios y dichos de sus santos, reciba nuestra ceguedad alguna lumbre para conocer nuestra obligación y nos provoquemos a pedir al Señor fuerzas para cumplirla» (Cfr ESQUERDA BIFET, San Juan de Ávila. pgs. 143-44 del libro, Escritos Sacerdotales, de BAC minor, Madrid 1969).

«Tal fue la oración de Moisés, cuando alcanzó perdón para el pueblo, y la de otros muchos; y tal conviene que sea la del sacerdote, pues es oficial de este oficio, y  constituido de Dios en él» (pag. 145).

«...mediante su oración, alcanzan que la misma predicación y buenos ejercicios se hagan con fruto, y también les alcanzan bienes y evitan males por el medio de la sola oración... la cual no es tibia sino con gemidos tan entrañables, causados del Espíritu Santo tan imposibles de ser entendidos de quien no tiene experiencia de ellos, que aun los que los tienen no lo saben contar; por eso se dice que pide Él, pues tan poderosamente nos hace pedir» (Pag.147).

CAPÍTULO SEXTO

EN LA ESCUELA DE MARÍA, «MUJER EUCARÍSTICA»

6. 1. MARÍA Y LA EUCARISTÍA

Ya la piedad cristiana unió siempre a María con este misterio. Por eso, tanto en las grandes catedrales como en las chozas de los países de misión, la intuición religiosa de los fieles, al lado de la Eucaristía, puso siempre la imagen y la piedad de la Virgen. Porque la Eucaristía es el alma de la Iglesia, «centro y culmen» de toda su vida. Y María fue asociada por Dios a todo el misterio del Hijo, desde su maternidad hasta la cruz. Es lógico que así sea vista también por la Iglesia. Ella es madre de la Iglesia. Y la Iglesia se construye por la Eucaristía. 

            Desde el punto de vista bíblico y eucarístico, Juan nos ha consignado dos escenas, en los cuales María tiene su parte central al lado de Jesús. Se trata del episodio de las bodas de Caná (cf. Jn 1,1-11),  que hay que unir estrechamente al de la multiplicación de los panes, en Jn 6, y del episodio del Calvario, en Jn 19.

En el primero de los signos mesiánicos obrados por Jesús está clara la intervención de María, que toma la iniciativa: “no tienen vino”. Haced lo que Él os diga”. El mismo término de “mujer”, con que Jesús designa a su madre en esta ocasión, hace referencia al Génesis 2, 23, en que Dios dice a la serpiente: “Pongo enemistad perpetua entre ti y la mujer. Y entre tu linaje y el suyo. Éste te aplastara la cabeza” (Gn 3,15). Tenemos, por tanto, que en primero de los signos obrados por Cristo Mesías se convierte el agua en vino por la iniciativa de María, y representa el inicio de una nueva etapa de la historia de la salvación sacramentaria, cuyo centro será la Eucaristía, realizada en pan y vino.

            En esta nueva economía, María también es llamada mujer en la figura de Eva, tipo de su maternidad. En el Génesis, al hablarnos de Eva, tipo de Maria, se dice: “formó Yahvé Dios a la mujer” (Gén 2,22). Este pasaje indica que la Virgen  nueva Eva -viene a ser cabeza- estirpe de una nueva generación, la de la comunidad eclesial, que se nutre de la sangre y del cuerpo eucarístico de Cristo: “El hombre (Adán-Cristo-nuevo-Adán) exclamó: Esto sí que es ya hueso de mis huesos y carne de mi carne” (v.23).

            En el Nuevo Testamento, Juan da una aportación decisiva a la dimensión eucarística de la figura de María, no sólo en el relato del primer signo mesiánico, sino también en el de la pasión, donde Jesús confía al discípulo amado a su madre y viceversa, esto es, a Juan el cuidado de su madre (cf. Jn 19,25-27). Y en ambos casos nuevamente María es designada como “mujer” por su Hijo. Es claro que al ser su propio Hijo el que la designa así, cuando lo natural hubiera sido el término “madre”, demuestra que no se trata sólo de un gesto de piedad filial por parte de Jesús, sino sobre todo de un episodio de revelación decisiva.

También aquí ella es llamada mujer otra vez, como nueva Eva, para subrayar el inicio en ella de una nueva generación, la de la Iglesia, que brota del costado abierto de Cristo, nuevo Adán, del que manaron la sangre y el agua, símbolos de los sacramentos de la Iglesia. María es constituida por Cristo en Madre de los nuevos hijos nacidos de la fe y del bautismo. 

            En San Juan, María permanece siendo la madre. Si  primero era sólo la madre del Hijo, ahora es también la madre de la Iglesia. Si primero su maternidad era física, ahora es también espiritual. En el Calvario la madre de Jesús es elegida y designada la madre de los discípulos de Jesús en la figura del discípulo amado.

            Por eso la Iglesia, sacramento salvífico, además de ser esencialmente eucarística, tiene también una connotación existencial mariana. María tiene, pues, una presencia y un papel decisivo tanto en la Encarnación como en la economía salvífica-sacramentaria de la Iglesia: en las dos, ella ha dicho su “fiat” en la fe, en la esperanza y en la caridad. En ambas ella es cabeza-estirpe de una nueva generación querida por Dios: en la primera, por la generación del Hijo de Dios hecho carne en su seno; en la segunda, por la generación de la comunidad eclesial que brota del costado de Cristo, que se nutre con el cuerpo y la sangre de Cristo, engendrados por María.

            La Iglesia, por eso, no celebra nunca la Eucaristía sin invocar la intercesión de la Madre del Señor. En cada Eucaristía, «María ofrece como miembro eminente de la Iglesia no sólo su consentimiento pasado en la Encarnación y en la cruz, sino también sus méritos y la presente intercesión materna y gloriosa» (Marialis cultus 20).

La encíclica Redemptoris Mater de Juan Pablo II afirma que la maternidad espiritual de María «ha sido comprendida y vivida particularmente por el pueblo cristiano en el sagrado banquete, celebración litúrgica del misterio de la Redención, en el cual Cristo, su verdadero cuerpo nacido de María Virgen, se hace presente» (RMa 44).   Y continúa el Papa: «Con razón la piedad del pueblo cristiano ha visto siempre un profundo vínculo entre la devoción a la Santísima Virgen y el culto a la Eucaristía; es un hecho de relieve en la liturgia tanto occidental como oriental, en la tradición de las Familias religiosas, en la espiritualidad de los movimientos contemporáneos, incluso los juveniles, en la pastoral de los santuarios marianos. María guía a los fieles a la Eucaristía» (RMa 44).

             La Iglesia así lo comprende y lo canta agradecida en la antífona del Corpus Christi: «Ave, verum corpus natum de María Virgine, vere passum, inmolatum in cruce pro homine». Últimamente el Papa Juan Pablo II se ha referido a esta relación de la Eucaristía con María en dos documentos.

En la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae, nos dice: «Misterio de luz es, por fin, la institución de la Eucaristía, en la cual Cristo se hace alimento con su cuerpo y su sangre bajo las especies del pan y del vino, dando testimonio de su amor por la humanidad “hasta el extremo” (Jn 13,1) y por cuya salvación se ofrecerá en sacrificio. Excepto en el de Caná, en estos misterios la presencia de María queda en el trasfondo. Los evangelios apenas insinúan su eventual presencia en algún que otro momento de la predicación de Jesús (cf Mc 3,31-35; Jn 2,12) y nada dicen sobre su presencia en el Cenáculo en el momento de la institución de la Eucaristía. Pero, de algún modo, el cometido que desempeña en Caná acompaña toda la misión de Cristo.

La revelación, que en el bautismo en el Jordán proviene directamente del Padre y ha resonado en el Bautista, aparece también en labios de María en Caná y se convierte en su gran invitación materna dirigida a la Iglesia de todos los tiempos: “Haced lo que él os diga” (Jn 2,5). Es una exhortación que introduce muy bien las palabras y signos de  Cristo durante su vida pública, siendo como el telón de fondo mariano de todos los misterios de luz»  (Rosarium Virginis Mariae 1).

            En otro pasaje de esta misma Carta del Rosario de la Virgen nos propone el Papa a María como modelo de contemplación cristológica, que recorre y nos ayuda a vivir la espiritualidad eucarística. Lo titula el Papa: María modelo de contemplación, y nos dice en el número 10: «La contemplación de Cristo tiene en María su modelo insuperable”. El rostro del Hijo le pertenece de un modo especial. Ha sido en su vientre donde se ha formado, tomando también de Ella una semejanza humana que evoca una intimidad espiritual ciertamente más grande aún. Nadie se ha dedicado con la asiduidad de María a la contemplación del rostro de Cristo. Los ojos de su corazón se concentran de algún modo en Él ya en la anunciación, cuando lo concibe por obra del Espíritu Santo; en los meses sucesivos empieza a sentir su presencia y a imaginar sus rasgos. Cuando por fin lo da a luz en Belén, sus ojos se vuelven también tiernamente sobre el rostro del Hijo, cuando lo “envolvió en pañales y le acostó en un pesebre» (Lc2,7).

            Desde entonces su mirada, siempre llena de adoración y asombro, no se apartará jamás de Él. Será a veces una mirada interrogadora, como en el episodio de su extravío en el templo: “Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?” (Lc 2,48); será en todo caso una mirada penetrante, capaz de leer en lo íntimo de Jesús, hasta percibir sus sentimientos escondidos y presentir sus decisiones, como en Caná (cf Jn 2,5); otras veces será una mirada dolorida, sobre todo bajo la cruz, donde todavía será, en cierto sentido, la mirada de la <parturienta>, ya que María no se limitará a compartir la pasión y la muerte del Unigénito, sino que acogerá al nuevo hijo en el discípulo predilecto confiado a Ella (cf Jn 19,26-27); en la mañana de Pascua será una mirada radiante por la alegría de la resurrección y, por fín, una mirada ardorosa por la efusión del Espíritu  en el día de Pentecostés (cf He 1,14).

LOS RECUERDOS DE MARÍA

 María vive mirando a Cristo y tiene en cuenta cada una de sus palabras: “Guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón” (Lc 2,19; cf 2,51). Los recuerdos de Jesús, impresos en su alma, la han acompañado en todo momento, llevándola a recorrer con el pensamiento los distintos episodios de su vida junto al Hijo. Han sido aquellos recuerdos los que han constituido, en cierto sentido, el <rosario> que Ella ha recitado constantemente en vida terrenal.

            Ytambién ahora, entre los cantos de alegría de la Jerusalén celestial, permanecen intactos los motivos de su acción de gracias y su alabanza. Ellos inspiran su materna solicitud hacia la Iglesia peregrina, en la que sigue desarrollando la trama de su <papel> de evangelizadora. María propone continuamente a los creyentes los “misterios” de su Hijo, con el deseo de que sean contemplados, para que puedan derramar toda su fuerza salvadora. Cuando recita el rosario, la comunidad cristiana está en sintonía con el recuerdo y con la mirada de María (RVM 10 y 11).

6.  2. MARÍA, «MUJER EUCARÍSTICA»

Así llama el Papa Juan Pablo II a María en la última Carta Encíclica sobre la Eucaristía Ecclesia de eucharistía. El  capítulo sexto y último lo titulo al Papa: EN LA ESCUELA DE MARÍA, MUJER EUCARÍSTICA. En este capítulo recoge el Papa la doctrina actual de la Iglesia, especialmente de los Mariólogos, elaborando una síntesis perfecta. Ya el Vaticano II había dado una amplia visión del lugar y papel obrado por María en la obra de la salvación, cuyo «centro y culmen» siempre será la Eucaristía: «(María) al abrazar de todo corazón y sin pecado alguno la voluntad salvífica de Dios, se consagró totalmente como esclava del Señor a la persona y la obra de su Hijo, sirviendo con diligencia al misterio de la redención con Él y bajo Él, con la gracia de Dios omnipotente« (LG 56).

             «María, concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, padeciendo con su Hijo cuando moría en la cruz, cooperó de forma enteramente impar a la obra del Salvador con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad, con el fin de restaurar la vida sobrenatural de las almas” (LG 61).

            «María mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo erguida (cf. Jo 19,25), sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la víctima que ella misma había engendrado» (LG 58).

            Sin el cuerpo de Cristo que «ella misma había engendrado» no hubiera sido posible ni la salvación ni la Eucaristía. Por eso María es Madre de la Eucaristía,  por ser la madre de Cristo, materia y forma del Misterio eucarístico; María es arca y tienda de la Nueva Alianza, por engendrar por la potencia del Amor del Espíritu Santo la carne y la sangre de Cristo, derramada para la Nueva y Eterna Alianza de Dios con los hombres; María fue el primer sagrario de Cristo en la tierra; María fue asociada expresamente por su Hijo en el sacrificio cruento de la Eucaristía, ofreciendo su vida con Él al Padre para la salvación de los hombres, consintiendo en su ofrenda y creyendo contra toda esperanza en la Palabra de Dios, creyendo que era el redentor de los hombres el que moría en la cruz.

            Por eso y por más razones, no he querido terminar  este libro sobre la Eucaristía, sin dedicarle a María el último capítulo, como he hecho hasta ahora en otros libro míos libros publicados. Es mucho lo que Cristo confió en y a su madre y mucho lo que ella hace en la Iglesia actualmente, siempre asociada y unida totalmente a  su Hijo, su mayor tesoro y fundamento de todas sus grandezas y misiones, y es mucho también lo que todos debemos a María  «mujer eucarística». 

            Esta actitud eucarística de María ya había sido resumida por el mismo Pontífice en otro documento con estas palabras:   «Y hacia la Virgen María miran los fieles que escuchan la Palabra proclamada en la asamblea dominical, aprendiendo de ella a conservarla y meditarla en el propio corazón (cf Lc 2,19). Con María los fieles aprenden a estar a los pies de la cruz para ofrecer al Padre el sacrificio de Cristo y unir al mismo el ofrecimiento de la propia vida. Con María viven el gozo de la resurrección, haciendo propias las palabras del Magníficat que canta el don inagotable de la divina misericordia en la inexorable sucesión del tiempo: “Su misericordia alcanza de generación en generación a los que lo temen” (Lc 1,50). De domingo en domingo, el pueblo peregrino sigue las huellas de María, y su intercesión materna hace particularmente intensa y eficaz la oración que la Iglesia eleva a la Santísima Trinidad» (Dies Domini 86).

            Y ahora paso ya a transcribir literalmente el capítulo sexto y último de la Encíclica Ecclesia de eucharistia, donde el Papa Juan Pablo II recoge de modo insuperable, al menos para mí, la doctrina eucarístico-mariana actual. Uno disfruta leyendo y meditando estas verdades.

6.3. JUAN PABLO II: “ECCLESIA DE EUCHARISTIA”

CAPÍTULO VI

EN LA ESCUELA DE MARÍA, “MUJER EUCARÍSTICA”

53. Si queremos descubrir en toda su riqueza la relación íntima que une Iglesia y Eucaristía, no podemos olvidar a María, Madre y modelo de la Iglesia. En la Carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, presentando a la Santísima Virgen como Maestra en la contemplación del rostro de Cristo, he incluido entre los misterios de la luz también la institución de la Eucaristía (20). Efectivamente, María puede guiamos hacia este Santísimo Sacramento porque tiene una relación profunda con Él.

            A primera vista, el Evangelio no habla de este tema. En el relato de la institución, la tarde del Jueves Santo, no se menciona a María. Se sabe, sin embargo, que estaba junto con los Apóstoles, “concordes en la oración” (cf. Hch 1, 14), en la primera comunidad reunida después de la Ascensión en espera de Pentecostés. Esta presencia suya no pudo faltar ciertamente en las celebraciones eucarísticas de los fieles de la primera generación cristiana, asiduos “en la fracción del pan” (Hch 2, 42).

            Pero, más allá de su participación en el Banquete eucarístico, la relación de María con la Eucaristía se puede delinear indirectamente a partir e su actitud interior. María es mujer “eucarística” con toda su vida. La Iglesia, tomando a María como modelo, ha de imitarla también en su relación con este santísimo Misterio.

54. “Mysterium fidei”. Puesto que la Eucaristía es misterio de fe, que supera de tal manera nuestro entendimiento que nos obliga al más puro abandono a la palabra de Dios, nadie como María puede ser apoyo y guía en una actitud como ésta. Repetir el gesto de Cristo en la Ultima Cena, en cumplimiento de su mandato: “¡Haced esto en conmemoración mía!”, se convierte al mismo tiempo en aceptación de la invitación de María a obedecerle sin titubeos: “Haced lo que él os diga” (Jn 2, 5). Con la solicitud materna que muestra en las bodas de Caná, María parece decirnos: “no dudéis, fiaros de la Palabra de mi Hijo. Él, que fue capaz de transformar el agua en vino, es igualmente capaz de hacer del pan y del vino su cuerpo y su sangre, entregando a los creyentes en este misterio la memoria viva de su Pascua, para hacerse así “pan de vida”.

55. En cierto sentido, María ha practicado su fe eucarística antes incluso de que ésta fuera instituida, por el hecho mismo de haber ofrecido su seno virginal para la encarnación del Verbo de Dios. La Eucaristía, mientras remite a la pasión y la resurrección, está al mismo tiempo en continuidad con la Encarnación. María concibió en la anunciación al Hijo divino, incluso en la realidad física de su cuerpo y su sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor.

            Hay, pues, una analogía profunda entre el fiat pronunciado por María a las palabras del Ángel y el amén que cada fiel pronuncia cuando recibe el cuerpo del Señor. A María se le pidió creer que quien concibió “por obra del Espíritu Santo era el Hijo de Dios” (cf. Lc 1, 30.35). En continuidad con la fe de la Virgen, en el Misterio eucarístico se nos pide creer que el mismo Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, se hace presente con todo su ser humano-divino en las especies del pan y del vino.

            “Feliz la que ha creído” (L 1, 45): María ha anticipado también en el misterio de la Encarnación la fe eucarística de la Iglesia. Cuando en la Visitación lleva en su seno el Verbo hecho carne, se convierte de algún modo en “ tabernáculo el primer tabernáculo de la historia” donde el Hijo de Dios, todavía invisible a los ojos de los hombres, se ofrece a la adoración de Isabel, como “irradiando” su luz a través de los ojos y la voz de María. Y la mirada embelesada de María al contemplar el rostro de Cristo recién nacido y al estrecharlo en sus brazos, ¿no es acaso el inigualable modelo de amor en el que ha de inspirarse cada comunión eucarística?

            María, con toda su vida junto a Cristo y no solamente en el Calvario, hizo suya la dimensión sacrificial de la Eucaristía. Cuando llevó al niño Jesús al templo de Jerusalén “para presentarle al Señor” (Lc 2, 22), oyó anunciar al anciano Simeón que aquel niño sería “señal de contradicción” y también que una “espada” traspasaría propia alma (cf. Lc 2, 34.35). Se preanunciaba así el drama del Hijo crucificado y, en cierto modo, se prefiguraba el “stabat Mater” de la Virgen al pie de la Cruz. Preparándose día a día para el Calvario, María vive una especie de “Eucaristía anticipada” se podría decir, una “comunión espiritual” de deseo y ofrecimiento, que culminará en la unión con el Hijo en la pasión y se manifestará después, en el período postpascual, en su participación en la celebración eucarística, presidida por los Apóstoles como “memorial” de la pasión.

            ¿Cómo imaginar los sentimientos de María al escuchar de la boca de Pedro, Juan, Santiago y los otros Apóstoles, las palabras de la Última Cena: “Éste es mi cuerpo que es entregado por nosotros”? (Lc 22, 19) Aquel cuerpo entregado como sacrificio y presente en los signos sacramentales, ¡era el mismo cuerpo concebido en su seno! Recibir la Eucaristía debía significar para María como si acogiera de nuevo en su seno el corazón que había latido al unísono con el suyo y revivir lo que había experimentado en persona al pie de la Cruz.

57. “Haced esto en recuerdo mío” (Lc 22, 19). En el “memorial” del Calvario está presente todo lo que Cristo ha llevado a cabo en su pasión y muerte. Por tanto, no falta lo que Cristo ha realizado también con su Madre para beneficio nuestro. En efecto, le confía al discípulo predilecto y, en él, le entrega a cada uno de nosotros: “¡He aquí a tu hijo!”. Igualmente dice también a todos nosotros: “¡He aquí a tu madre!” (cf. Jn19 ,26.27).  

            Vivir en la Eucaristía el memorial de la muerte de Cristo implica también recibir continuamente este don. Significa tomar con nosotros a ejemplo de Juan a quien una vez nos fue entregada como Madre. Significa asumir, al mismo tiempo, el compromiso de conformarnos a Cristo, aprendiendo de su Madre y dejándonos acompañar por ella. María está presente con la Iglesia, y como Madre de la Iglesia, en todas nuestras celebraciones eucarísticas. Así como Iglesia y Eucaristía son un binomio inseparable, lo mismo se puede decir del binomio María y Eucaristía. Por eso, el recuerdo de María en el celebración eucarística es unánime, ya desde la antigüedad, en las Iglesias de Oriente y Occidente.

58. En la Eucaristía, la Iglesia se une plenamente a Cristo y a su sacrificio, haciendo suyo el espíritu de María. Es una verdad que se puede profundizar releyendo el Magnificat en perspectiva eucarística. La Eucaristía, en efecto, como el canto de María, es ante todo alabanza y acción de gracias. Cuando María exclama “mi alma engrandece al Señor, mi espíritu exulta en Dios, mi salvador” lleva a Jesús en su seno. Alaba al Padre “por” Jesús, pero también lo alaba “en” Jesús y “con” Jesús. Esto es precisamente la verdadera “actitud eucarística”.

            Al mismo tiempo, María rememora las maravillas que Dios ha hecho en la historia de la salvación, según la promesa hecha a nuestros padres (cf. Lc 1, 55), anunciando la que supera a todas ellas, la encarnación redentora. En el magníficat en fin, está presente la tensión escatológica de la Eucaristía. Cada vez que el Hijo se presenta bajo la “pobreza” de las especies sacramentales, pan y vino, se pone en el mundo el germen de la nueva historia, en la que “se derriba del trono a los poderosos  y se enaltece a los humildes” (cf. Lc1, 52). María canta el “cielo nuevo” y la “tierra nueva” que se anticipan en la Eucaristía y, en cierto sentido, deja entrever su “diseño” programático. Puesto que el Magnificat expresa la espiritualidad de María, nada nos ayuda a vivir mejor el Misterio eucarístico que esta espiritualidad. ¡La Eucaristía se nos ha dado para que nuestra vida sea, como María, toda ella un magnjficat !

¡JESUCRISTO EUCARISTÍA, HIJO DE DIOS VIVO, SACERDOTE ÚNICO DEL ALTÍSIMO Y EUCARISTÍA PERFECTA DE OBEDIENCIA, ADORACIÓN Y ALABANZA AL PADRE POR SALVACIÓN DE LOS HOMBRES¡

¡TÚ LO HAS DADO TODO POR MI CON AMOR EXTREMO, HASTA DAR LA VIDA, Y PERMANECER SIEMPRE EN EL SAGRARIO EN INTERCESIÓN Y  PERENNE AL PADRE POR LA SALVACIÓN DEL MUNDO Y EN AMISTAD OFRECIDA A TODOS LOS HOMBRES, TUS HERMANOS¡

¡TAMBIÈN YO QUIERO DARLO TODO POR TI, Y PERMANECER CONTIGO IMPLORANDO LA MISERICORDIA DIVINA SOBRE MI PARROQUIA Y SOBRE EL MUNDO  ENTERO.

QUIERO HACERME CONTIGO EN CADA MISA UNA OFRENDA  DE AMOR AGRADABLE AL PADRE POR  TODOS LOS HOMBRES MIS HERMANOS, PORQUE PARA MÍ TÚ LO ERES TODO, YO QUIERO QUE LO SEAS  TODO¡

¡JESUCRISTO, EUCARISTÍA PERFECTA DE OBEDIENCIA Y ADORACIÓN AL PADRE, YO CREO EN TI!

¡JESUCRISTO, SACERDOTE Y SALVADOR ÚNICO  DE  LOS HOMBRES, YO CONFÍO EN TI!

¡TÚ ERES EL HIJO DE DIOS HECHO CARNE Y PAN DE EUCARISTÍA POR AMOR EXTREMO A TODOS NOSOTROS HASTA EL FIN DE LOS TIEMPOS¡

¡QUÉ GOZO HABERTE CONOCIDO, SER TU SACERDOTE Y AMIGO, VIVIR EN TU MISMA CASA, BAJO TU MISMO TECHO¡

ÍNDICE

Prólogo……………………………………………………...…..…….5

Siglas y abreviaturas………………………………………………… 7

Abreviaturas de autores……………………………………………....8

Introducción ……………………………………………………...…..9

CAPITUO PRIMERO

EL DOMINGO CRISTIANO

1. Sin domingo no hay cristianismo ...................................................13

2. Carta Apostólica «DIES DÓMINI»  de Juan Pablo II ……..…….19

DIES DÓMINI

CELEBRACIÓN DE LA OBRA DEL CREADOR

Por medio de la Palabra se hizo todo ……………………………….20

El «shabbat», gozoso descanso del Creador ……………………….20

Del sábado al domingo …………………………...…………….…..20

DIES CHRISTI

EL DÍA DEL SEÑOR RESUCITADO Y EL DON DEL ESPÍRITU

La Pascua semanal .............................................................................22

El primer día de la semana  ...........................................................    24

El día del don del Espíritu ................................................................ 26

El día de la fe ...............................................................................      28

Un día irrenunciable  .....................................,....................................25

DIES ECCLESIAE

LA ASAMBLEA EUCARÍSTICA, CENTRO DEL DOMINGO

 La presencia del Resucitado ............................................................ 26

La asamblea eucaristica  ................................,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,...,,,,,, 27

La Eucaristía dominical  ................................................................... 27

El Día de la Iglesia   ...........................................................................28

La mesa de la Palabra ....................................................................... 29

La mesa del Cuerpo de Cristo .......................................................... 29

Banquete pascual y encuentro fraterno .......................................      27

El precepto dominical  .....................................................................  28

Celebración animada por el canto  ..............................................       28

DIES HOMINIS

EL DOMINGO, DÍA DE LA ALEGRÍA Y SOLIDARIDAD

La observancia del sábado ...............................................................  29

Día de solidaridad  ..................................................................... 31                                           

DIES DIERUM

EL DOMINGO, FIESTA PRIMORDIAL DEL TIEMPO

Cristo, Alfa y Omega del tiempo ....................................................  31

El domingo en el año litúrgico ......................................................... 32

Conclusión…... ...............................................................................  .34

CAPÍTULO II

TEOLOGÍA DE LA EUCARISTÍA SACRIFICIO

2,1.- La teología de la Eucaristía sacrificio……………………........35

2.2.- La Eucaristía, memorial de la Nueva  Pascua……………… 39
2.3.- Antiguo Testamento: Pascua hebrea………………………... ..41

2.3.1.-El Sacrificio y la Cena del Cordero Pascual .......... 42
2.3.2.-La alianza por la sangre………………………….. 46
2.3.3.  La Pascua hebrea como memorial: el rito celebrativo……….49

2.3.4. Nuevo Testamento: Jesucristo, nueva Pascua, nueva Alianza51
2.3.5.- Los textos de la institución de la Eucaristía……….. 54
2.3.5.-     El testimonio de Pablo………………………………....     56

2.3.6.- Significado de las palabras de Cristo……………54
2.3.7.-Signo profético y memorial……………………… …   57
2.3.8.Teoría sacramental………..………………………………….61
2.3.9.-El sacrificio de la misa es el mismo de la cruz……………… 63

CAPÍTULO III

LA ESPIRITUALIDAD DE LA EUCARISTÍA

3,1.- Participación ritual y espiritual de la Eucaristía……………….72

3,2.- El Espíritu Santo, potencia creadora de Eucaristía………… 80 

3,3.- La participación en la Eucaristía nos lleva a imitar a Jesús …..83

La adoración  al Padre .....................................................................  86

La obediencia .................,,,,,...............................................................89

3,4.- La “hora” de Jesús: fidelidad hasta la muerte..........................90

3,5.- Cristo llama “santanás” a Pedro ................................................92

3,6.- La Eucaristía es fuerza de Dios en la debilidad de la carne.......94

3,7.- La Eucaristía, fuente del amor cristiano y fraterno...................97

3,8.-La Eucaristía nos enseña a perdonar a  los enemigos………....103

3,9.- “En esto consiste el amor de Dios…  amó primero” ………..105

3,10.-“Y envió a su hijo en propiciación de nuestros pecados” …107

3,11.- Frutos y fines de la Eucaristía   …………………………….119

3,11.- La Eucaristía, acción de gracias…………… .......................121        

3,12.- La Eucaristía, ofrenda propiciatoria .....................................122

3,13.- La Eucaristía, súplica impetratoria ........................................123

Por los vivos .................................................................................... 124

Por los difuntos ………………....................................................... 124                       

CAPÍTULO IV

TEOLOGÍA Y ESPIRITUALIDAD DE LA COMUNIÓN

4,1.- La comida de la comunión...................................................... 127

4,2.- Mirada litúgica a la Eucaristía como comunión …………...  130

4,3.- Frecuencia de la comunión  ………………………………… 132

4,4.- Espiritualidad de la comunión  ……………………………... 133

4,5.- Frutos de la comunión : unión con Cristo................................140

4,6.- La comunión perdona los pecados veniale..............................142

4,7.- La Eucaristía hace la Iglesia: caridad fraterna.... ………….…144

4,8.- La Eucaristía compromete en favor de los pobres …..…….. 146

4,9.- La Eucaristía, prenda de la gloria futura ............................ …147

4,10.- Al comulgar me encuentro en vivo con Cristo………….…. 150

Con todos sus hechos salvadores: Eucaristía y Encarnación…..… 151

Con todos sus dichos salvadores: presencia de amigo……………. 152

Pan reciente y diario de amor extremobajado del cielo……………153

4,11.- La Eucaristía «fuente y culmen de todo apostolado»…….  154

CÁPITULO V

ESPIRITUALIDAD DE LA PRESENCIA EUCARÍSTICA

6,1.-Espiritualidad de la Adoración Eucarística  … ........................155

6,2.-Espiritualidad y vivencia de la Presencia Eucarística……... 160

                                   CAPÍTULO VI

EN LA ESCUELA DE MARÍA, «MUJER EUCARÍSTICA»

1. María y la Eucaristía…… .......................................…………….173

2. Los recuerdos de María  ...............................................................177

3. Juan Pablo II:”Ecclesia de Eucaristia”: En la escuela de María...179

Altar, Sagrario y Expositor de mi querida parroquia de San Miguel de Jaraíz de la Vera, donde hice mi primera comunión, ayudé como monaguillo, nació y se alimentó mi vocación sacerdotal y celebré mi primera misa.

D. Gonzalo Aparicio Sánchez es párroco de San Pedro en Plasencia, profesor de Teología Espíritual en el Instituto Teológico del Seminario y Canónigo Penitenciario de la S.I. Catedral.  Hizo sus estudios en Plasencia y en Roma: Doctor en Teología, Licenciado en Teología Moral y Pastoral, Diplomado en Teología Espiritual. Su pasión desde siempre es la pastoral parroquial, donde cultiva grupos de hombres, mujeres, matrimonios y hasta niños de primera comunión, con el convencimiento de que la comunidad cristiana y humana debe ser fermentada por pequeños grupos semanales de Formación y Vida Cristiana, que se componen de tres partes principales: Escucha compartida y meditada de las Lecturas del domingo, revisión de vida personal para la  conversión permanente: oración diaria, caridad fraterna y conversión de vida, terminando con la parte doctrinal y teológica del libro pertinente meditado por cada uno de los miembros del grupo durante la semana . D. Gonzalo, como fruto principal de su vida de oración y de sus estudios así como de sus clases de Teología Espiritual en el Seminario y en sus grupos de oración de la parroquia ha publicado varios libros, preferentemente sobre la Oración y la Espiritualidad Eucarística y Sacerdotal.


[1] MAX THURIAN, La Eucaristía, Memorial del Señor, Salamanca 1967  p.28.

[2] Cfr.  DURRWELL F.X, La Eucaristía, Sacramento Pascual, pg.11).

[3]A. HAMMAN Y F. QUERÉ-JAULMES, ibidem, Ps. Hipólito, sobre la Pascua, 3; Sch.27, p. 121) 

[4]A. HAMMAN Y F. QUERÉ-JAULMES, El misterio de la Pascua, Melitón de Sardes, homilía de Pascua, 31.; Sch 123, p. 76.

[5]MAX THURIAN, o. c., pag 217

[6]Cfr. GALBIATI, o. c. pag. 137.

[7] JOAQUÍN JEREMÍAS, o. c.  pg. 42-64.

[8]Cfr  U. NERI, o. c. p.90.

[9]F. X. DURRWELL, o. c. pag 26-27.

[10]ALEXANDER GERKEN, o. c. pag 221

[11] Misterio de la Ekklesía,  p. 32-35 

[12]F.X.  DURRWELL, o. c. pag 13-20.

[13]Cf. F. X. DURRWELL. pag 3-14).

[14]  Liturgia de la Horas, IV, pags. 1370-1373 (Libro 2,23,1.3.5.8.10: SCh 139,330-340).

[15]Liturgia de la Horas, IV, pp.408-410 (Oración 2: Revelationum S. Birgittae libri, 2, Roma 1628).

[16] Homilía IV para la Semana Santa: CSCO 413/Syr.182,55) (EE. 17).

[17] Cfr. CONCEPCIÓN GONZÁLEZ, La adoración eucarística,  Madrid, 1990

[18] Homilía sobre el Evangelio de Mateo, 50, 2-4, PG 58, c.508-509.

[19]S. Juan Crisóstomo, homilía. in 1Cor,27,4.

GONZALO APARICIO SÁNCHEZ

  LA SANTA MISA Y EL SACERDOTE

MEDITACIONES

PARROQUIA DE SAN PEDRO. PLASENCIA. 1966-2018

EDIBESA

MADRID. 2004 (1ª Edición)

Cuadro de portada: Misa de Martín de Tours Anónimo

Museo de Bellas Artes de Budapest

ALGUNOS DE MIS LIBROS PUBLICADOS SOBRE LA EUCARISTÍA

Este libro publicado en su primera edición en el 2004 por Edibesa y del cual he tomado  la mayor parte de estas meditaciones y homilías tenía esta dedicatoria que quiero repetir ahora:

       A Jesucristo Eucaristía, confidente y amigo desde mi infancia y juventud por el amor eucarístico de mis padres Fermín y Graciana.

       A mi seminario y  superiores que me enseñaron este camino de la Eucaristia y a mis queridos feligreses de la parrroquia de San Pedro de Plasencia, de los que he sido pastor y párroco durante cincuenta y dos años hasta mi jubilación, abriendo la Iglesia del Cristo de las Batallas a las 7 de la mañana, exponiendo al Señor a las 8, rezando a seguidas Laudes con grupo de 40-50 cristianos, dándoles la comunión a algunos antes de irse al trabajo, y quedanto el Señor Expuesto toda la mañaña hasta las 12, 30 en que se hacia la Reserva para celebrar sobre el altar la Santa Misa y por la tarde otra Eucaristía a las 7 tarde en el Cristo y a las 7,30 mi compañero sacerdote D. José en San Pedro, tres misas todos los día en mi Parroquia de dos mil quinientos habitantes y siete  Eucaristías los domingos y fiestas; todos los jueves: Exposición del Señor una hora antes de misa para orar y pedir por las vocaciones y santidad de los sacerdotes, a los que tanto valoro y recuerdo todos los días, ante Jesús Eucaristía y Adoración del Señor en la Santa Custodia. Todos los primeros viernes, de 5 a 7 de la tarde, antes de la misa,

1º RETIRO ESPIRITUAL SACERDOTAL SOBRE LA SANTA MISA

INTRODUCCIÓN

Al transcribir esta meditación en el verano del 2001, me encontré con un texto de la Clausura del Congreso Eucarístico Nacional de Santiago, que paso gustoso a copiar: “Aprender esta donación libérrima de uno mismo es imposible sin la contemplación del misterio eucarístico, que se prolonga, una vez celebrada la Eucaristía, en la adoración y en otras formas de piedad eucarística, que han sostenido y sostienen la vida cristiana de tantos seguidores de Jesús. La oración ante la Eucaristía, reservada o expuesta solemnemente, es el acto de fe más sencillo y auténtico en la presencia del Señor resucitado en medio de nosotros. Es la confesión humilde de que el Verbo se ha hecho carne, y pan, para saciar a su pueblo con la certeza de su compañía. Es la fe hecha adoración y silencio.

Una comunidad cristiana que perdiera la piedad eucarística, expresada de modo eminente en la adoración, se alejaría progresivamente de las fuentes de su propio vivir. La presencia real, substancial de Cristo en las especies consagradas es memoria viva y actual de su misterio pascual, señal de la cercanía de su amor “crucificado” y “glorioso”, de su Corazón abierto a las necesidades del hombre pobre y pecador, certeza de su compañía hasta el final de los tiempos y promesa ya cumplida de que la posesión del Reino de los cielos se inicia aquí, cuando nos sentamos a la mesa del banquete eucarístico.

Iniciar a los niños, jóvenes y adultos en el aprecio de la presencia real de Cristo en nuestros tabernáculos, en la “visita al Santísimo”, no es un elemento secundario de la fe y vida cristiana, del que se puede prescindir sin riesgo para la integridad de las mismas; es una exigencia elemental que brota del aprecio a la plena verdad de la fe que constituye el sacramento: ¡Dios está aquí, venid, adorémosle! Es el test que determina si una comunidad cristiana reconoce que la resurrección de Cristo, cúlmen de la Pascua nueva y eterna, tiene, en la Eucaristía, la concreción sacramental inmediata, como aparece en el relato de Emaús.

Recuperar la piedad eucarística no es sólo una exigencia de la fe en la presencia real de Cristo, sacerdote y víctima, en el pan consagrado, alimento de inmortalidad; es también, exigencia de una evangelización que quiera ser fecunda según el estilo de vida evangélico. ¿No sería obligado preguntarse en esta ocasión solemnísima, si la esterilidad de muchos planteamientos pastorales y la desproporción entre muchos esfuerzos, sin duda generosos, y los escasos resultados que obtenemos, no se debe en gran parte a la escasa dosis de contemplación y de adoración ante el Señor en la Eucaristía? Es ahí donde el discípulo bebe el celo del maestro por la salvación de los hombres; donde declina sus juicios para aceptar la sabiduría de la cruz; donde desconfía de sí para someterse a la enseñanza de quien es la Verdad; donde somete al querer del Señor lo que conviene o no hacer en su Iglesia; donde examina sus fracasos; recompone sus fuerzas y aprende a morir para que otros vivan. Adorar al Señor es asegurar nuestra condición de siervos y reconocer que ni“el que planta es algo ni el que riega, sino Dios que hace crecer” (1Cor 3,7). Adorar a Cristo es garantizar a la Iglesia y a los hombres que el apostolado es, antes de obra humana, iniciativa de Dios que, al enviar a su Hijo al mundo, nos dio al Apóstol y Sacerdote de nuestra fe.”

PRIMERA MEDITACIÓN DEL RETIRO

Queridos hermanos sacerdotes, qué claro y evangélico es este texto del Congreso Eucarístico que acabo de transcribir. Por todo esto qué necesario es que el apóstol vuelva con frecuencia a estar con Jesús para comprobar la autenticidad y la continuidad de la entrega primera. Fuera de ese trato personal e íntimo con el Señor no tienen valor ninguno ni las genialidades apostólicas ni la perfección técnica de los programas pastorales.

Si la Eucaristía es el centro y cúlmen de toda la vida apostólica de la Iglesia, ¿cómo prescindir prácticamente de ella en mi vida personal? ¿cómo podrá estar centrado mi apostolado, cómo entusiasmar a mi gente, a mi parroquia con la Eucaristía, con Jesucristo, con su mensaje, cómo hacer que la valoren y la amen, si yo personalmente no la valoro en mi vida? ¿De qué vale que la Eucaristía sea teológica y vitalmente centro y cúlmen de toda la vida de la Iglesia, si al no serlo para mí, impido que lo sea para mi gente? Entonces ¿qué les estoy dando, enseñando a mis feligreses? Si creyéramos de verdad lo que creemos, si mi fe estuviera en vela y despierta, me encontraría con Él y cenaríamos juntos la cena de la amistad eucarística y encontraría el sentido pleno a mi vida sacerdotal y apostólica.

Durante siglos, muchos cristianos no tuvieron otra escuela de teología o de formación o de agentes pastorales, como ahora decimos, no tuvieron otro camino para conocer a Cristo y su evangelio, otro fundamento de su apostolado, otra revelación que el sagrario de su pueblo. Allí lo aprendieron y lo siguen aprendiendo todo sobre Cristo, sobre el evangelio, sobre la vida cristiana y apostólica, allí aprendieron humildad, servicio, perdón, entusiasmo por Cristo, hasta el punto de contagiarnos a nosotros, porque la fe y el amor a Cristo se comunican por contagio, por testimonio y vivencia, porque cuando es pura enseñanza teórica, no llega a la vida, al corazón; allí lo aprendieron directamente todo y únicamente de Cristo, en sus ratos de silencio y oración ante el sagrario. Y luego escucharemos a San Ignacio en los Ejercicios Espirituales: “Que no el mucho saber harta y satisface al ánima sino el sentir y gustar de las cosas internamente...” Sentir a Cristo, gustar a Cristo cuesta mucho, hay que dejar afectos, hay que purificar, hay que pasar noches y purificaciones del sentido y del espíritu, que nos vacían de nosotros mismos, de nuestros criterios y sentidos para llenarnos de Cristo.

Queridos amigos, por todo esto y por muchas más cosas, la Eucaristía es la mejor escuela de oración, santidad y apostolado, es la mejor escuela de formación permanente de los sacerdotes y de todos los cristianos. Junto al sagrario se van aprendiendo muchas cosas del Padre, de su amor a los hombres, de su entrega al mundo por el envío de su Hijo, de las razones últimas de la encarnación de Cristo, de su sacerdocio y el nuestro, del apostolado, de la conversión, de la paciencia de Dios, de la misericordia de Dios ante el olvido de los hombres...

Y cuando se vive en esta actitud de adoración permanente eucarística, aunque haya fallos, porque somos limitados y finitos, no pasa nada, absolutamente nada, si tú has descubierto el amor del Padre entregando al Hijo por ti, desde cualquier sagrario, porque ese Dios y ese Hijo son verdaderamente Padre comprensivo y amigo del alma que te quieren de verdad, porque Él sabe bien este oficio y te pone sobre sus hombros y se atreve a cantar una canción de amor mientras te lleva al redil de su corazón o, como Padre del hijo pródigo, no te deja echar el rollo que todos nos preparamos para excusarnos de nuestros pecados y debilidades, porque solo le interesas Tú.

Una de las cosas por las que más he necesitado de la Eucaristía es por la misericordia de Cristo, la he necesitado tanto, tanto... y la sigo necesitando, soy pecador en activo, no jubilado. Allí he vuelto a sentir su abrazo, a escuchar su palabra: “te perdono…preparad la cena, los zapatos nuevos, el vestido nuevo... sígueme... vete en paz, te envío como yo he sido enviado, no tengáis miedo, yo he vencido al mundo... estaré con vosotros hasta el final...” Él siempre me ha perdonado, siempre me ha abrazado, nunca me ha negado su misericordia. Eso sí, siempre hay que levantarse, conversión permanente, reemprender la marcha; si esto falla, no hay nada, si uno deja de convertirse le sobra todo, la Eucaristía, la oración, la gracia, los sacramentos, le sobra hasta Dios, porque para vivir como vivimos muchas veces, nos bastamos a nosotros mismos.

Queridos hermanos, cuánta teología, cuánta liturgia, cuán- to apostolado y eficacia apostólica hay en un sacerdote de rodillas o sentado junto al sagrario media hora o veinte minutos todos los días. Está diciendo que Cristo ha resucitado y está con nosotros; si ha resucitado, todo lo que dijo e hizo es verdad, es verdad todo lo que sabe de Cristo y de la Iglesia, todo lo que estudió, es verdad toda su vida, todo su sacerdocio y su apostolado. Junto a Cristo Eucaristía, todo su ser y actuar sacerdotal adquiere luz, fuerza, verdad y autenticidad; está diciendo que cree todo el evangelio, las partes que cuestan y las que no cuestan, que cree en la Eucaristía y lo que permanece después de la Eucaristía, lo que hacen sus manos sacerdotales, que cree, venera y adora a Cristo y todo su misterio, todo lo que ha hecho y ha dicho Cristo. ¡Qué maravilla ser sacerdote! No os sorprendáis de que almas santas, de fe muy viva, hayan sentido y vivido y expresado su emoción respecto al sacerdocio, besando incluso sus pisadas, como testimonio de su amor y devoción.

Empezó el mismo Jesús exagerando su grandeza, en la misma noche de la institución, postrándose humildemente de rodillas ante los Apóstoles y los futuros sacerdotes, para lavarles los pies y el corazón y todo su ser para poder recibir este sacramento: “les dijo: ya no os llamaré siervos, os llamo amigos, porque un siervo no sabe lo que hace su señor, a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que me ha dicho mi Padre os lo he dado a conocer...” (Jn 15,14). Y eso se lo sigue diciendo el Señor a todos y cada uno de los sacerdotes, a los que elige y consagra por la fuerza de su Espíritu, que es Espíritu Santo, para que sean presencia y prolongación sacramental de su Persona, de su Palabra, de su Salvación y de su Misión.

Es grande ser sacerdote por la proximidad a Dios, por la identificación con la persona y el misterio de Cristo, por la continuidad de su tarea, por la eficacia de su poder: “Esto es mi cuerpo, esta es mi sangre”; por la grandeza de su misericordia: “Yo te absuelvo de tus pecados”, “yo te perdono”;por la abundancia de gracias que reparte: “yo te bautizo” “El cuerpo de Cristo”. El sacerdote es sembrador de eternidades, cultivador de bienes eternos, recolector de las vidas eternas de los hijos de Dios, a los que introduce ya en la tierra en la amistad con el Dios Trino y Uno.

¡Qué grande es ser sacerdote! ¡Qué grande y eficaz es el sacerdote junto al Sagrario! ¡Qué apostolado más pleno y total! ¡Cómo sube de precio y de calidad su ser y existir junto al Señor! ¡Cómo se transparentan y se clarifican y se verifican las vidas, las teorías, las actitudes y sentimientos sacerdotales para con Cristo y la Iglesia y los hermanos! Realmente Cristo Eucaristía y nuestra vida de amistad con Él habla, dice muy claro de nuestra fe y amor a Él y a su Iglesia La vida eucarística, lo afirma el Vaticano II, es centro y quicio, es decir, centra y descentra, dice si están centradas o descentradas nuestras vidas cristiana, si estamos centrados o desquiciados sacerdotalmente.

Por eso, os invito, hermanos, a volver junto al sagrario. Hay que recuperar la catequesis del sagrario, de la presencia real y permanente de Cristo, hecho pan de vida permanente para los hombres. Y con el sagrario hay que recuperar la oración reposada y el silencio, la alabanza y la acción de gracias, la petición y la súplica inmediata ante el Señor, la conversación diaria con el Amigo. Y entonces, a más horas de sagrario, tendríamos más vitalidad de nuestra fe y de nuestro amor y de nuestros feligreses.

Es necesario revisar nuestra relación con la Eucaristía para potenciar y recobrar nuestra vida sacerdotal. Y qué pasaría, hermanos, si todo nuestro arciprestazgo, si nuestra diócesis, si todas las diócesis del mundo se comprometiera a pasar un rato ante el Sagrario todos los días? ¿Qué efectos personales, comunitarios y apostólicos produciría? ¿Qué movimientos sacerdotales, qué vitalidad, qué renovación se originaría? Y si estamos todos convencidos de la verdad y de la importancia de la Eucaristía para nosotros y para nuestro apostolado, ¿por qué no lo hacemos?

Dice Juan Pablo II: “Los sacerdotes no podrán realizarse plenamente, si la Eucaristía no es para ellos el centro de su vida. Devoción eucarística descuidada y sin amor, sacerdocio flojo, más aún, en peligro”. Si uno se pasa ratos junto al sagrario todos los días, primero va almacenando ese calor, y un día, tanto calor almacenado, se prende y se hace fuego y vivencia de Cristo. Lo dice mejor Santa Teresa: “Es como llegarnos al fuego, que aunque le haya muy grande, si estáis desviados y escondéis la mano, mal os podéis calentar, aunque todavía da más calor que no estar a donde no hay fuego. Mas otra cosa es querernos llegar a Él, que si el alma está dispuesta - digo con deseo de perder el frío- y si está allá un rato, queda para muchas horas en calor”[1].

El que contempla Eucaristía, se hace Eucaristía, pascua, sacrificio redentor, pasa a su parroquia de mediocre a fervorosa, se hace ofrenda y queda consagrado a la voluntad del Padre que le hará pasar por la pasión y muerte para llevarle a la resurrección, a la vida nueva. Y con él, va su parroquia. Es la pascua nueva y eterna, la nueva alianza en la sangre de Cristo.

El que contempla Eucaristía se hace Eucaristía, comunión, amor fraterno, corrección fraterna, lavatorio de los pies, servicio gratuito, generosidad, porque comulga a Cristo, no solamente lo come, y al comerlo, siente que todos somos el mismo cuerpo de Cristo, porque comemos el mismo pan.

El que contempla la Eucaristía descubre que es presencia y amistad y salvación de Cristo permanentemente ofrecidas al hombre, sin imponerse, ayudándonos siempre con humildad, en silencio ante los desprecios, lleno de generosidad y fidelidad, enseñándonos continuamente amor gratuito y desinteresado, total, sin encontrar a veces, muchas veces, agradecimiento y reconocimiento por parte de algunos.

El que contempla la Eucaristía se hace Eucaristía perfecta, cada día más, y encuentra la puerta de la eternidad y del cielo, porque el cielo es Dios y Dios está en Jesucristo dentro del pan consagrado. En la Eucaristía se hacen presentes los bienes escatológicos: Cristo vivo, vivo y resucitado y celeste, “cordero degollado ante el trono de Dios”, “sentado a su derecha” “que intercede por todos ante el Padre” “llega el último día” “el día del Señor”: “anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús” “et futurae gloriae pignus datur” y la escatología y los bienes últimos ya han empezado por Jesucristo Eucaristía.

Por la Eucaristía, «Cristo ha resucitado y vive con nosotros», como puse después del Concilio en un letrero de hierro forjado en el Cenáculo de San Pedro,. Y luego en la misma puerta del Cenáculo: “Ninguna comunidad cristiana se construye si no tiene como raíz y quicio la celebración de la santísima Eucaristía”.

Esta presencia del Señor se siente a veces tan cercana, que notas su mano sobre ti, como si la sacara del sagrario para decirte palabras de amor y de misericordia y de ternura... y uno cae emocionado de rodillas: Oye, sacerdote mío, un poco de calma, tienes tiempo para todos y para tus cosas, pero no para mí, yo me he quedado aquí para ser tu amigo, para ayudarte en tu vida y apostolado, sin mí no puedes hacer nada; mira, estoy aquí, porque yo no me olvido de ti, te lo estoy diciendo con mi presencia, pero te lo diría mejor aún, si tuvieras un poco de tiempo para escucharme; ten un poco de tiempo para mí, créeme, lo necesito porque te amo como tu no comprendes; me gustaría dialogar contigo para decirte tantas cosas...

Y como la Eucaristía no es solo palabra de Cristo, sino evangelio puesto en acción y vivo y viviente y visualizado ante la mirada de todos los creyentes, lleno de humildad y entrega y amor, uno, al contemplarla, se ve egoísta, envidioso, soberbio. Porque allí vemos a Cristo perdonando en silencio, lavando todavía los pies sucios de sus discípulos, dando la vida por todos, enseñándonos y viviendo amor total y gratuito, en humildad y perdón permanente de olvidos y desprecios. Se queda buscando sólo nuestro bien, sólo con su presencia nos está diciendo os amo, os amo... Quien se pare y hable con Él terminará aprendiendo y viviendo y practicando todas estas virtudes suyas. La experiencia de los santos y de los menos santos, de todos sus amigos, lo demuestra.

Hay que volver al sagrario, hay que potenciar y dirigir esta marcha de toda la parroquia, con el sacerdote al frente, hacia la mayor y más abundante fuente de vida y gracia cristiana que existe: “Qué bien sé yo la fonte que mana y corre, aunque es de noche. Aquesta eterna fonte está escondida, en este pan por darnos vida, aunque es de noche. Aquí se está llamando a las criaturas, y de este agua se hartan, aunque a oscuras, porque es de noche. Aquesta eterna fonte que deseo, en este pan de vida yo la veo, aunque es de noche” (San Juan de la Cruz).

LA SAMARITANA

Cuando iba al pozo por agua,

a la vera del brocal,

hallé a mi dicha sentada.

- ¡Ay, samaritana mía,

si tú me dieras del agua,

que bebiste aquel día!         

Toma el cántaro y ve al pozo,

no me pidas a mí el agua,

que a la vera del brocal,

la Dicha sigue sentada.

(José María Pemán).

“Sacaréis agua con gozo de la fuente de la salvación...” dijo el profeta. Que así sea para todos nosotros y para todos los creyentes. Que todos vayamos al sagrario, fuente de la Salvación. La fuente es Cristo; el camino, hasta la fuente, es la oración, y la luz que nos debe guiar es la fe, el amor y la esperanza, virtudes que nos unen directamente con Dios. ¡ES EL SEÑOR!

JESUCRITO, EUCARISTÍA DIVINA, presente en el pan consagrado ¡Cómo te deseo! ¡Cómo te busco! ¡Con qué hambre de tí camino por la vida! Te añoro más cada día, me gustaría morirme de estos deseos que siento y no son míos, porque yo no los sé fabricar ni todo esto que siento.¡Qué nostalgia de mi Dios todo el día! ¡Necesito verte para tener la luz del “Camino, la Verdad y la Vida”. Necesito comerte, para tener tu misma vida, tus mismos sentimientos, tu mismo amor, para no morir de deseos de vida y de cielo, que eres Tú. Y en tu entrega eucarística quiero hacerme contigo una ofrenda agradable al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida. Quiero comerte para ser asimilado por Ti, y entrar así, totalmente identificado con el Amado, en la misma Vida y Amor y Felicidad divina de mis Tres, por la potencia de su mismo Amor Personal, que es Espíritu Santo. AMÉN.

SEGUNDA MEDITACIÓN DEL RETIRO

PRESENCIA DE CRISTO EN LA EUCARISTIA-MISA

Queridos hermanos sacerdotes: en esta meditación quiero hablaros de la presencia real del Señor resucitado en la Eucaristía como sacrificio-misa, que Él hace presente por medio del sacerdote. Todos los aspectos del misterio eucarístico “confluyen en lo que más pone a prueba nuestra fe: el misterio de la presencia real”. Creemos firmemente que bajo las especies eucarísticas está realmente presente el Señor. Esta es la fe de la Iglesia que hunde sus raíces en la misma Verdad revelada en la fuente de la Sagrada Escritura desde la institución de la Eucaristía por el Señor en el Jueves Santo primero de la historia.

En los relatos de la institución de la Eucaristía se nos indica que Jesús se da a sí mismo bajo las apariencias de pan y de vino como el nuevo sacrificio pascual (carne y sangre) para la comida. También en el cuarto evangelio se afirma esta presencia real sacramental de Cristo en la Eucaristía. Por voluntad del Padre es el mismo Jesús quien da a comer su carne y a beber su sangre: “Mi Padre es quien os da a vosotros el verdadero pan del cielo... El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”. De los datos bíblicos brota la convicción de que Cristo se hace realmente presente en la Eucaristía para dar a sus discípulos, en las especies de pan y de vino su propio cuerpo y sangre como alimento y bebida.

Desde esta perspectiva de presencia y donación los apóstoles Juan y Pablo sacaron algunas consecuencias para la vida personal y comunitaria del creyente. San Juan insiste en la dimensión personal: “El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él. El Padre, que me ha enviado, posee la vida, y yo vivo por Él. Así también, el que me coma vivirá por mí». San Pablo incide especialmente en la perspectiva comunitaria: “Pues si el pan es uno solo y todos participamos de ese único pan, todos formamos un solo cuerpo” .

       Sobre la presencia real, el Concilio Vaticano II afirma que la Eucaristía es memorial de del sacrificio de la cruz: “Cristo instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz, y a confiar así a su Esposa, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección”.

Pablo VI se hace eco de las diferentes presencias que Cristo tiene en la Iglesia y, en el contexto de éstas resalta la peculiaridad de la presencia eucarística: “Esta presencia se llama ‘real’ no por exclusión, como si las demás no fueran ‘reales’, sino por antonomasia, ya que es sustancial, ya que por ella ciertamente se hace presente Cristo, Dios y hombre, entero e íntegro”.

       Siguiendo la tradición viva de la Iglesia, afirma que sólo en virtud del cambio sustancial del pan y del vino se puede afirmar que los elementos eucarísticos son el cuerpo y la sangre de Cristo. Una vez realizada esta conversión sustancial, se puede decir que las especies de pan y de vino adquieren un nuevo significado, porque contienen una nueva realidad.

       Así lo declaraba Pablo VI con estos términos tan precisos: “Realizada la transustanciación, las especies de pan y vino adquieren, sin duda, un nuevo significado y un nuevo fin, puesto que ya no son el pan ordinario y la ordinaria bebida, sino el signo de una cosa sagrada, signo de un alimento espiritual; pero en tanto adquieren un nuevo significado y un nuevo fin en cuento contienen ‘una realidad’ que con razón denominamos ontológica.

Porque bajo dichas especies ya no existe lo que había antes, sino una cosa completamente diversa; y esto no únicamente por el juicio de la Iglesia, sino por la realidad objetiva, puesto que, convertida la sustancia o naturaleza del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Cristo, no queda ya nada del pan y del vino, sino las solas especies”.

Pablo VI recalcaba que esta presencia tiene lugar en la realidad objetiva, más allá de la fe de los creyentes. La conexión entre la presencia real y la transustanciación aparece muy resaltada en el “Credo del Pueblo de Dios”. Pablo VI después de afirmar la presencia verdadera, real y sustancial del Señor en la Eucaristía, sostenía: “En este sacramento, Cristo no puede hacerse presente de otra manera que por la conversión de toda la sustancia de pan en su cuerpo y la conversión de toda la sustancia de vino en su sangre, permaneciendo solamente íntegras las propiedades del pan y del vino que percibimos por nuestros sentidos. La cual conversión misteriosa es llamada por la santa Iglesia, conveniente y propiamente, transustanciación”.

El Papa deseaba mostrar que el cambio tiene lugar “en la misma naturaleza de las cosas, independientemente del conocimiento del creyente”. Posteriormente, el Catecismo de la Iglesia Católica y Juan Pablo II hablaron de la presencia real del Señor en la Eucaristía en los mismos términos, citando expresamente la doctrina del Concilio de Trento.

En efecto, como nos dice el Santo Padre, “después de la consagración, la Asamblea de los fieles, consciente de estar ante la presencia real de Cristo crucificado y resucitado, hace esta aclamación: Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡ven Señor Jesús!. Con los ojos de la fe la comunidad reconoce a Jesús vivo y, junto con Tomás, llena de maravilla, puede repetir: Señor mío y Dios mío (Jn.20,28)”). Por lo tanto, en la Eucaristía actualizamos todo el misterio pascual de Cristo: pasión, muerte y resurrección. Como exponermo a continuación.

TERCERA MEDITACIÓN DEL RETIRO

       VIVENCIAS Y SENTIMIENTOS DE LA SANTA MISA

Queridos hermanos sacerdotes: ¿Cúales son los sentimientos o vivencias principales que debemos tener todos nosotros los creyentes, especiamente los sacerdotes, cuando participamos en la Eucaristía-misa?

La eucaristía, tanto como misa, como comunión o como presencia de Cristo en el sagrario,  nos enseña y exige a todos los participantes recordar y vivir su vida, hacién­dola presente en nosotros, como él nos dijo: “y cuantas veces hagáis esto, acordaos de mi”.

La presencia eucarística de Jesucristo en el Sagrario, o en la Hostia ofre­cida e inmolada en la santa misa o comida y asimilada por nosotros en la sagrada comunión, es decir, Cristo en la Eucaristía como misa, como comunión o presencia en el Sagrario, nos recuerda a todos nosotros y nos hace presente, como prolongación del sacrificio eucarístico, que Cristo amó al Padre y por amor al Padre y salvarnos a todos los hombres se hizo obediente hasta la muerte y muerte en cruz, adorando al Padre con toda su humani­dad, como dice San Pablo: “Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús: El cual, siendo de condición divina, no consid­eró como botín codiciado el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo, tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y apareciendo externamente como un hombre normal, se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios lo ensalzó y le dio el nombre, que está sobre todo nombre, a fín de que ante el nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos y en los abismos, y toda lengua proclame que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil 2,5–11).

¿Cúales son los sentimientos o vivencias que provoca y debemos tener todos nosotros, tanto sacerdotes como religiosas y cristianos cuando participamos en la misa?

1.- UN PRIMER SENTIMIENTO O VIVENCIA: YO TAMBIÉN QUIE­RO OBEDECER AL PADRE HASTA LA MUERTE.

Nuestro diálogo podría ir por esta línea: Cristo Eucar­istía, también yo quiero obedecer al Padre, como Tú, aunque eso me lleve a la muerte de mi yo, quiero renunciar cada día a mi voluntad, a mis proyectos y preferencias, a mis deseos de poder, de seguridades, dinero, placer... Tengo que morir más a mí mismo, a mi yo, que me lleva al egoísmo, a mi amor propio, a mis planes, quiero tener más presente siempre el proyecto de Dios sobre mi vida y esto lleva consigo morir a mis gustos, ambi­ciones, sacrificando todo por Él, obedeciendo hasta la muerte como Tú lo hiciste, para que el Padre disponga de mi vida, según su voluntad.

Señor, esta obediencia te hizo pasar por la pasión y la muerte para llegar a la resurrección. También yo quiero estar dispuesto a poner la cruz en mi cuerpo, en mis sentidos y hacer actual en mi vida tu pasión y muerte para pasar a la vida nueva, de hijo de Dios; pero Tú sabes que yo solo no puedo, lo intento cada día y vuelvo a caer; hoy lo intentaré de nuevo y me entrego a Ti; Señor, ayúdame, lo espero confiada­mente de Ti, para eso he venido, yo no sé adorar con todo mi ser, me cuesta poner de rodillas mi vida ante ti, y mira que lo pretendo, pero vuelvo a adorarme, yo quiero adorarte sólo a ti, porque tú eres Dios, yo soy pura criatura, pero yo no puedo si Tú no me enseñas y me das fuerzas... por eso he vuelto esta noche para estar contigo y que me ayudes. Y aquí, en la pres­encia del Señor, uno analiza su vida, sus fallos, sus aciertos, cómo va la vivencia de la Eucaristía, como misa, comunión, presencia, qué ratos pasa junto al Sagrario...Y pide y llora y reza y le cuenta sus penas y alegrías y las de los suyos y de su parroquia y la catequesis...etc.

2. UN SEGUNDO SENTIMIENTO: SEÑOR, QUIE­RO  HACERME OFRENDA CONTIGO AL PADRE

Lo expresa así el Vaticano II: «Los fieles...participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida de la Iglesia, ofrecen la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos junta­mente con ella» (la LG.5).

La presencia eucarística es la prolongación de esa ofren­da, de la misa. El diálogo podía escoger esta vereda: Señor, quie­ro hacer de mi vida una ofrenda agradable al Padre, quiero vivir sólo para agradarle, darle gloria, quiero ser alabanza de gloria de la Santísima Trinidad, in laudem gloriae Ejus.

Quiero hacerme contigo una ofrenda: mira en el ofertorio del pan y del vino me ofreceré, ofreceré mi cuerpo y mi alma como materia del sacrificio contigo, luego en la consagración quedaré consagrado, ya no me pertenezco, ya soy una cosa contigo, seré sacerdote y víctima de mi ofrenda, y cuando salga a la calle, como ya no me pertenezco sino que he quedado consagrado contigo, quiero vivir sólo contigo para los intereses del Padre, con tu mismo amor, con tu mismo fuego, con tu mismo Espíritu, que he comulgado en la Eucaristía: San Pablo: “ es Cristo quien vive en mí...”

Quiero prestarte mi humanidad, mi cuerpo, mi espíritu, mi persona entera, quiero ser como una humanidad supletoria tuya. Tú destrozaste tu humanidad por cumplir la voluntad del Padre, aquí tienes ahora la mía... trátame con cuidado, Señor, que soy muy débil, tú lo sabes, me echo enseguida para atrás, me da horror sufrir, ser humillado, ocupar el segundo puesto, soportar la envidia, las críticas injustas... “Estoy crucificado con Cristo, vivo yo pero no soy yo...”.

Tu humanidad ya no es temporal; pero conservas total­mente el fuego del amor al Padre y a los hombres y tienes los mismos deseos y sentimientos, pero ya no tienes un cuerpo capaz de sufrir, aquí tienes el mío, pero ya sabes que soy débil, necesito una y otra vez tu presencia, tu amor, tu Eucaristía, que me enseñe, me fortalezca, por eso estoy aquí, por eso he venido a orar ante su presencia, y vendré muchas veces, enséñame y ayúdame adorar como Tú al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida.

Quisiera, Señor, rezarte con el salmista: “Por ti he aguantado afrentas y la vergüenza cubrió mi rostro. He venido a ser extraño para mis hermanos, y extranjero para los hijos de mi madre. Porque me consume el celo de tu casa; los denuestos de los que te vituperan caen sobre mí. Cuando lloro y ayuno, toman pretexto contra mí... Pero mi oración se dirige a tí.... Que me escuche tu gran bondad, que tu fidelidad me ayude... Miradlo los humildes y alegraos; buscad al Señor y vivirá vues­tro corazón. Porque el Señor escucha a sus pobres” (Sal 69).

3.- OTRO SENTIMIENTO: “ACORDAOS DE MI”

SEÑOR, QUIERO ACORDARME... Otro sentimiento que no puede faltar al adorarlo en su presencia eucarística está motivado por las palabras de Cristo: “Cuando hagáis esto, acordaos de mí...” Señor, de cuántas cosas me tenía que acordar ahora, que estoy ante tu presencia eucarísti­ca, me quiero acordar de toda tu vida, de tu Encarnación hasta tu Ascensión, de toda tu Palabra, de todo ñel evangelio, pero quiero acordarme especialmente de tu amor por mí, de tu cariño a todos, de tu entrega. Señor, yo no quiero olvidarte nunca, y menos de aquellos momentos en que te entregaste por mí, por todos... cuán­to me amas, cuánto nos deseas, nos regalas... “Éste es mi cuerpo, Ésta mi sangre derramada por vosotros...”

Con qué fervor quiero celebrar la Eucaristía, comulgar con tus sentimientos, imitarlos y vivirlos ahora por la oración ante tu presencia; Señor, por qué me amas tanto, por qué te reba­jas tanto, por qué me buscas tanto, porqué el Padre me ama hasta ese extremo de preferirme y traicionar a su propio Hijo, por qué te entregas hasta el extremo de tus fuerzas, de tu vida, por qué una muerte tan dolorosa... cómo me amas... cuánto me quieres; es que yo valgo mucho para Ti, Cristo, yo valgo mucho para el Padre: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo...”, ellos me valoran más que todos los hombres, valgo infinito, Padre Dios, cómo me amas así, pero qué buscas en mí... te amo, te amo, te amo... Tu amor me basta.

Cristo mío, confidente y amigo, Tú tan emocionado, tan delicado, tan entregado, yo, tan rutinario, tan limitado, siempre tan egoísta, soy pura criatura, y Tú eres Dios, no comprendo cómo puedes quererme tanto y tener tanto interés por mí, siendo Tú el Todo y yo la nada. Si es mi amor y cariño, lo que te falta y me pides, yo quiero dártelo todo, qué honor para una simple cria­tura que el Dios infinito busque su amor. Señor, tómalo, quiero ser tuyo, totalmente tuyo, te quiero.

3. 2. EN EL “ACORDAOS DE MÍ”..., ENTRA EL AMOR DE CRISTO A LOS HERMANOS

Debe entrar también el amor a los hermanos, –no olvidar jamás en la vida que el amor a Dios siempre pasa por el amor a los hermanos–, porque así lo dijo, lo quiso y lo hizo Jesús: en cada Eucaristía Cristo me enseña y me invita a amar hasta el extremo a Dios y a los hijos de Dios, que son todos los hombres.

Sí, Cristo, quiero acordarme ahora de tus sentimientos, de tu entrega total sin reservas, sin límites al Padre y a los hombres, quiero acordarme de tu emoción en darte en comida y bebida; estoy tan lejos de este amor, cómo necesito que me enseñes, que me ayudes, que me perdones, sí, quiero amarte, necesito amar a los hermanos, sin límites, sin muros ni separaciones de ningún tipo, como pan que se reparte, que se da para ser comido por todos.

“Acordaos de mí…”: Contemplándote ahora en el pan consagrado me acuerdo de Tí y de lo que hiciste por mí y por todos y puedo decir: he ahí a mi Cristo amando hasta el extremo, redimiendo, perdonando a todos, entregándose por salvar al hermano. Tengo que amar también yo así, arrodillándome, lavan­do los pies de mis hermanos, dándome en comida de amor como Tú, pisando luego tus mismas huellas hasta la muerte en cruz...

Señor, no puedo sentarme a tu mesa, adorarte, si no hay en mí esos sentimientos de acogida, de amor, de perdón a los hermanos, a todos los hombres. Si no lo practico, no será porque no lo sepa, ya que me acuerdo de Tí y de tu entrega en cada Euca­ristía, en cada sagrario, en cada comunión; desde el seminario, comprendí que el amor a Tí pasa por el amor a los hermanos y cuánto me ha costado toda la vida.

Cuánto me exiges, qué duro a veces perdonar, olvidar las ofensas, las palabras envidiosas, las mentiras, la malicia de lo otros, pero dándome Tú tan buen ejemplo, quiero acordarme de Ti, ayúdame, que yo no puedo, yo soy pobre de amor e indigente de tu gracia, necesitado siempre de tu amor.

Cómo me cuesta olvidar las ofensas, reaccionar amando ante las envidias, las críticas injustas, ver que te excluyen y Tú... siempre olvidar y perdonar, olvidar y amar, yo solo no puedo, Señor, porque sé muy bien por tu Eucaristía y comunión, que no puede haber jamás entre los miembros de tu cuerpo, separaciones, olvidos, rencores, pero me cuesta reaccionar, como Tú, amando, perdonando, olvidando... “Esto no es comer la cena del Señor...”, por eso estoy aquí, comulgando contigo, porque Tú has dicho: “el que me coma vivirá por mí” y yo quiero vivir como Tú, quiero vivir tu misma vida, tus mismos sentimientos y entrega.

“Acordaos de mí...” El Espíritu Santo, invocado en la epíclesis de la santa Eucaristía, es el que realiza la presencia sacramental de Cristo en el pan consagrado, como una continu­ación de la Encarnación del Verbo en el seno de María. Toda la vida de la Iglesia, todos los sacramentos se realizan por la poten­cia del Espíritu Santo.

Y ese mismo Espíritu, Memoria de la Iglesia, cuando estamos en la presencia del Pan que ha consagrado y sabe que el Padre soñó para morada y amistad con los hombres, como tienda de su presencia, de la santa y una Trinidad, ese mismo Espíritu que es la Vida y Amor de mi Dios Trino y Uno, cuan­do decidieron en consejo trinitario esta presencia tan total y real de la Eucaristía, es el mismo que nos lo recuerda ahora y abre nuestro entendimiento y, sobre todo, nuestro corazón, para que comprendamos las Escrituras y comprendamos a un Dios Padre, que nos soñó y nos creó para una eternidad de gozo con Él, a un Hijo que vino en nuestra búsqueda y nos salvó y no abrió las puertas del cielo, al Espíritu de amor que les une y nos une con Él en su mismo Fuego y Potencia de Amor Personal con que lo ideó y lo llevó y sigue llevando a efecto en un hombre divino, Jesús de Nazaret: “Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio Hijo”.

¡Jesús, qué grande eres, qué tesoros encierras dentro de la Hostia santa, cómo te quiero! Ahora comprendo un poco por qué dijiste, después de realizar el misterio eucarístico: “Acord­aos de mí...”, me acuerdo, me acuerdo de ti, te adoro y te amo aquí presente. ¡Cristo bendito! no sé cómo puede uno correr en la cele­bración de la Eucaristía o aburrirse en la Adoración Eucarísti­ca cuando hay tanto que recordar y pensar y vivir y amar y quemarse y adorar y descubrir y vivir tantas y tantas cosas, tantos y tantos misterios y misterios... galerías y galerías de minas y cavernas de la infinita esencia de Dios, como dice San Juan de la Cruz: “Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el Amado, cesó todo y dejéme dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado”.

3. 3.- LA EXPERIENCIA Y EL GOZO DE SER  SACERDOTE

       En el Año Sacerdotal que se prolongó hasta el 11 de junio de 2010, celebré gozosamente con mis compañeros de curso, ingresados en el seminario menor de Plasencia en octubre del 1948, nuestras bodas de oro sacerdotales, mis cincuenta años de sacerdote de Cristo.

       Y precisamente las celebramos el 11 de junio, día en que concluyó el Año Sacerdotal proclamado por el Papa Benedicto XVI con motivo del 150 aniversario de la muerte (dies natalis) de San Juan María Vianney.

       Ese día, cincuenta años atrás, en la Catedral placentina, fuimos consagrados sacerdotes todos los del curso por nuestro queridísimo obispo Juan Pedro Zarranz y Pueyo.

       Uno de esos días, en mi oración, hablando con Cristo, Sacerdote Único del Altísimo, le hice la siguiente pregunta: «Jesucristo, Eucaristía perfecta y Sacerdote Único del Altísimo, confidente y amigo del alma, nosotros te decimos todos los días lo que tú eres para nosotros; y veo que te agrada, porque nos lo demuestras con afectos y gozos que nos comunicas en ratos de oración, en el trabajo apostólico, sobre todo, en la santa misa; yo, ahora, en nombre de todos los sacerdotes, especialmente de mis condiscípulos, que este año hacemos las bodas de oro, te pregunto a Ti: ¿qué soy yo, qué somos nosotros, los sacerdotes para Ti?».

       Y así sentí su respuesta: «Vosotros, los sacerdotes, sois mi corazón y mi vida, mi amor y mi entrega total al Padre y a mis hermanos, los hombres; querido sacerdote, tú eres todo mi ser y existir en el tiempo, tú eres mi adoración y alabanza al Padre y puente eterno en mí de salvación, de la gracia y vida divina para nuestros hermanos, los hombres; tú eres mis manos y mis pies; tú eres mi vida y mi palabra, mi amor y mi ser y existir encarnado en tu humanidad

prestada».
       «Tú, querido sacerdote, eres y vives --seguía experimentando en la oración— mi sacerdocio encarnado y hecho vida en ti, en todos vosotros, en la humanidad y vida que me habéis entregado, en las manos y el corazón que me prestáis desde el día de vuestra ordenación, y por eso, sin ti, no puedo dar gloria al Padre ni salvar a los hombres en la realización histórica y actual de Salvación; sin vosotros, sacerdotes, no sé ni quiero ni puedo vivir, porque os he amado eternamente, os he elegido y sois presencia sacramental de mi persona y vida; os lo dije en la larga oración de despedida y ordenación sacerdotal de la Última Cena, llena de pasión de amor que luego se derramará en sacrificio: “... en aquel día conoceréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros.., yo soy la vid, vosotros, los sarmientos... a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre, os lo he dado a conocer... En verdad, en verdad os digo que quien recibe al que yo enviare, a mí me recibe, y el que me recibe a mí, recibe a quien me ha enviado; “Haced esto en memoria mía”.

       «Te he soñado en el seno del Padre y te besé con un beso de Amor de Espíritu Santo, el Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre; y el día 11 de junio del 1960, fuiste ungido y consagrado sacerdos in aeternum, porque fuiste injertado en el Único Sacerdote del Altísimo por la potencia de Amor del Espíritu Santo. Para eso te elegí y te llamé por tu nombre y te preferí entre millones de hombres que existirán; te necesito para ser feliz y hacer feliz al Padre, al Dios Trino y Uno, que te eligió entre millones de seres; eres un privilegiado; eres un cheque de salvación eterna para los hombres firmado con mi sangre en que te concedo todo lo que pides porque lo haces «in persona Christi» “in laudem gloriae eius” (Trinitatis).

       Sin tu humanidad prestada, amado sacerdote, yo no podría consagrar, ni perdonar ni bautizar... contigo y en ti quiero ejercer ante el Padre eternamente la alabanza de su gloria, serás mi sacerdote eternamente para la salvación de los hombres, lo seguirás ejerciendo como adoración y alabanza y glorificación eternamente en el cielo junto a mí “Cordero degollado ante el trono de Dios...”, eternamente intercediendo por ellos , como lo hacen ya los que os han precedido, cuyos nombres están para siempre inscritos con fuego del Dios Amor, Abrazo y Beso eterno de Dios Tri-Unidad, Amor de Espíritu Santo: «Tu es sacerdos in aeternum». «Queridos sacerdotes, os necesito. El Sacerdote Único del Altísimo os necesita»; así lo escucho con gozo en la asamblea santa reunida en torno a mí: «Tú necesitas mis manos, mi cansancio que a otros descansen, amor que quiera seguir amando».

CUARTA MEDITACIÓN DEL RETIRO

LA ESPIRITUALIDAD DE LA EUCARISTÍA

PARTICIPACIÓN RITUAL Y ESPIRITUAL  DE LA EUCARISTÍA

El sacrificio de Cristo en la cruz, anticipado en la Última Cena y presencializado como memorial en cada Eucaristía,  es un sacrificio perfecto de alabanza, adoración, satisfacción, impetración y obediencia al Padre, que no necesita  ningún otro complemento y ayuda. Según la Carta a los Hebreos, es completo en su eficacia y se ofreció “de una vez para siempre” (Hbr 7,8),  no como los del AT que necesitaban ser repetidos continuamente. Sin embargo, nosotros vamos a hablar ahora de celebrar la Eucaristía como sacrificio completo, no por parte de Cristo, que siempre lo es, como acabamos de decir, sino por parte nuestra, que podemos participar más o menos plenamente en sus gracias y beneficios, identificarnos más o menos plenamente con los sentimientos y actitudes de Cristo.

       Hay  muchas formas de participar en la santa Eucaristía, en el sacrificio de Cristo, por parte de la Iglesia, del sacerdote y de los fieles. Nosotros ahora vamos a profundizar un poco en esa participación  que Cristo quiere y la celebración eucarística nos pide y que nosotros llamamos personal y espiritual: “Haced esto en memoria mía... el que me come vivirá por mí... las palabras que yo os he hablado son espíritu y  vida...”; Jesús quiere una participación “en espíritu y verdad”,  pneumatológica, en Espíritu Santo, tal como Él la  celebró, con sus mismos sentimientos y actitudes, que supere  la celebración meramente ritual o externa. La participación ritual, como su mismo nombre indica, consiste en cumplir los ritos de la Eucaristía, especialmente los de la consagración y así la Eucaristía se realiza plenamente en sí misma, presencializando todo el misterio de Cristo por el ministerio del sacerdote.

La participación espiritual, hecha con fuego y amor de Espíritu Santo, es la asimilación y participación personal y pneumatológica del misterio, que trata de conseguir la mayor unión con los sentimientos de Cristo, y de esta forma la mayor asimilación y participación personal en el misterio por parte del sacerdote y de los participantes conscientes y activos. Es una apropiación más personal y objetiva del espíritu de la santa Eucaristía.

La participación ritual se consigue por la sola  ejecución de los gestos y de las palabras requeridas para el signo sacramental, haciendo presente sobre el altar lo que significan estos gestos y palabras, esto es, de convertir el pan y el vino consagrados en una ofrenda del sacrificio de Cristo por parte de toda la Iglesia, independientemente de los sentimientos personales del sacerdote oferente y de la comunidad.

Aunque el sacerdote celebre distraído y los fieles no tuviesen atención o  devoción alguna Cristo no fallaría en su ofrenda, que sería eficaz para el Padre y la Iglesia, conservando todo su valor teológico y fundamental para Cristo y el Padre, que llevaría consigo la aplicación de los méritos del calvario y de toda su vida por medio de la ofrenda del altar, prescindiendo de la santidad del sacerdote o de los oferentes.

       Sin embargo, la Iglesia no se conforma con esta participación ritual y nos pide a todos una participación «consciente y activa», por medio de gestos y palabras, que deben llevarnos a todos los presentes a una participación más profunda, “en espíritu y verdad”, con identificación total con los sentimientos del amor extremo, adoración, actitudes y  entrega de Cristo al Padre y a los hombres.

La participación espiritual nos llevará a una experiencia más personal del  sacrificio de Cristo, asimilando por la gracia los sentimientos del Señor en su vida y en su sacrificio. Y ésta es la participación plena, que nos piden Cristo y la Iglesia: «Los fieles, participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella» (LG 11); «...por el ministerio de los presbíteros se consuma el sacrificio espiritual de los fieles en unión con el sacrificio de Cristo» ( PO 2).

       El Vaticano II lo expresa así: «La santa Madre Iglesia desea ardientemente que se lleve a todos los fieles a aquella participación plena, consciente y activa en las celebraciones litúrgicas que exige la naturaleza de la liturgia misma, y a la cual tiene derecho y obligación, en virtud del bautismo, el pueblo cristiano»,“linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido” (1Ptr, 2,9; cfr 2,4-5) (SC 14). «Los pastores de almas deben vigilar para que en la acción litúrgica no sólo se observen las leyes relativas a la celebración válida y lícita, sino también para que los fieles participen en ella consciente, activa y fructuosamente» (SC 11). «...la Iglesia, con solícito cuidado, procura que los cristianos no asistan a este misterio de fe (Eucaristía) como extraños y mudos espectadores, sino que participen consciente, piadosa y activamente en la acción  sagrada»  (SC 48).   

       Con estos términos, la liturgia de la Iglesia pretende llévanos a participar en plenitud de los fines y frutos  abundantes del misterio eucarístico mediante una  participación plenamente espiritual, en el mismo Espíritu de Cristo, no sólo en sus gestos y palabras.

       El Papa Juan Pablo II en su Encíclica Ecclesia de Eucharistia nos dice: «La eficacia salvífica del sacrificio se realiza plenamente cuando se comulga recibiendo el cuerpo y la sangre del Señor: De por sí, el sacrificio eucarístico se orienta a la íntima unión de nosotros, los fieles, con Cristo mediante la comunión: le recibimos a Él mismo, que se ha ofrecido por nosotros; su cuerpo, que Él ha entregado por nosotros en la Cruz, su sangre  “derramada por muchos para perdón de los pecados” (Mt 26,28). Recordemos sus palabras: “Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí” (Jn 6,57). Jesús mismo nos asegura que esta unión, que Él pone en relación con la vida trinitaria, se realiza efectivamente» (EE.16).

       Y en el número siguiente y en relación con la  comunicación de su mismo Espíritu, añade el Papa: «Por la comunión de su cuerpo y de su sangre, Cristo nos comunica también su Espíritu». Escribe San Efrén: «Llamó al pan su cuerpo viviente, lo llenó de sí mismo y de su Espíritu.. y quien lo come con fe, come Fuego y Espíritu... Tomad, comed todos de él, y coméis con él el Espíritu Santo...»[2].

       La Iglesia pide este don divino, raíz de todos los otros dones, en la epíclesis eucarística. Se lee, por ejemplo, en la  Divina Liturgia de san Juan Crisóstomo: «Te invocamos, te rogamos y te suplicamos: manda tu Santo Espíritu sobre todos nosotros y sobre estos dones... para que sean purificación del alma, remisión de los pecados y comunicación del Espíritu Santo par cuantos participan de ellos» (Anáfora) (EE.17).

       Por eso, aunque el sacerdote cumpla todas sus obligaciones rituales de representar a Cristo y actuar en su nombre, si no se identifica con su Espíritu  y se ofrece unido a Él como víctima y sacerdote, no cumple íntegramente su misión sacerdotal. El oficio sacerdotal en la Nueva Alianza  lleva consigo “tener en nosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús...”, porque es en el altar, en la celebración de la  Eucaristía, «centro y culmen de toda la vida de la Iglesia», donde fieles y sacerdote deben asistir no como «extraños y meros espectadores» sino «consciente, activa y fructuosamente», «se consuma el sacrificio espiritual de los fieles en unión con el sacrificio de Cristo», «ofrecen la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con  ella».  Siendo Cristo vivo y resucitado el que se ofrece en la Eucaristía para la salvación y santificación de su Iglesia,  al decirnos “y cuantas veces hagáis esto acordaos de mí...”, nos pide que hagamos presente en cada uno de nosotros su emoción y amor por vosotros,  su adoración al Padre, cumpliendo su voluntad con amor extremo hasta dar la vida en el momento cumbre de su vida y de la vida de la Iglesia.

       Por tanto el sacerdote tiene una doble misión: ofrecer en nombre de Cristo y juntamente participar en estas actitudes, ofreciéndose a sí mismo en su propio nombre y en nombre de los fieles, a quienes representa. En esto no hay desdoblamiento de la actividad sacerdotal. Cierto que las dos ofrendas son distintas; un sacerdote puede ofrecer  válidamente el sacrificio en nombre de Cristo, y sin embargo, personalmente puede encerrarse en su egoísmo y no hacerse ofrenda con Cristo. La ofrenda de Cristo  nos da ejemplo de cómo tenemos que ofrecer nuestra vida  al Padre juntamente con Él, no solamente por  un mero formalismo ritual y mera pronunciación de las palabras de la Consagración.

       Los fieles también son llamados a compartir con el sacerdote la actitud de ofrenda personal. Hay una ofrenda que sólo cada uno de ellos puede y debe realizar, porque cada hombre dispone de sí mismo y nadie puede sustituir a los otros en esta ofrenda de sí mismo. Cada uno desempaña por tanto un papel esencial, cuando asiste y participa en la Eucaristía: presentar en unión con Cristo la ofrenda de su propia persona al Padre.

Esta ofrenda puede realizarse de diversas maneras, y formularse de distintas formas, por ser precisamente personal, pero está claro que no consistirá nunca en los meros ritos o gestos o palabras sino  que a través de lo que dicen y significan han de entrar en el espíritu y verdad de la Eucaristía con  su cuerpo y su alma, su espíritu y su carne, su ser interior y exterior, con todo su ser y existir.

Esto es lo que lleva consigo la celebración litúrgica, esta es su esencia y finalidad, así es cómo la liturgia de la Eucaristía alcanza su objetivo, no cuando simplemente asegura una participación exterior correcta, digna y piadosa a la oraciones y ceremonias sino cuando suscita en el corazón de los cristianos una auténtica entrega de sí mismos. En cada Eucaristía los cristianos son invitados por Cristo a <acordarse> de Él y de sus sentimientos para ofrecerse con Él.

       Por eso, cada Eucaristía debe ser un estímulo para renovarse en el amor a Dios y al prójimo, en medio de las pruebas y dificultades de la vida, de las cruces y sufrimientos y humillaciones, de los fallos y pecados permanentes contra esta obediencia a la voluntad del Padre y entrega a los hermanos. La santa Eucaristía nos hace aceptar estas pruebas y sufrimiento aunque sean injustos, maliciosos y de verdadera agonía como en Cristo hasta el punto de tener que decir muchas veces:“Padre, si es posible pase de mí este cáliz…”, o pensemos que Dios no se preocupa de nosotros y nos tiene abandonados, al no sentir su presencia: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado...?”

       La santa  Eucaristía nos ayuda a superar las pruebas de todo tipo, uniéndonos al sacrificio de Cristo y se convierte así en la mejor y más abundante fuente de gracia, perdón, amor y generosidad, aunque a veces es a oscuras y sin arrimo alguno de consuelo aparente divino. El Espíritu Santo, espíritu de la Eucaristía, nos ayuda como a Cristo a soportarlo y ofrecerlo todo,  a ser pacientes y obedientes y  pasar por la pasión y la cruz para llegar a la resurrección y la nueva vida. En la santa Eucaristía los cristianos encuentran un estímulo y  ocasión de ofrecer su pasión y muerte al Padre que nos la acepta siempre en la del Hijo Amado. Haciéndolo así, los sufrimientos se soportan mejor con su ayuda y  suben como homenaje a Dios y ofrenda por la salvación de nuestros hermanos.

       Así es cómo la vida cristiana tiene que convertirse en una Eucaristía perfecta. El cristianismo es una Eucaristía, es un esfuerzo de la mañana a la noche de vivir como Cristo, de hacer de la propia vida una ofrenda agradable a Dios y a los hombres, nuestros hermanos, quitando y matando en nosotros toda soberbia, avaricia, lujuria, todo pecado contra el amor a Dios y a los hermanos, comulgando con el corazón y el alma, con los sentimientos y actitudes de Cristo; es la Eucaristía que continuamos celebrando en nuestra vida, después de haberla celebrado con Cristo sobre el altar.

La ofrenda de la Eucaristía debe brillar en todos los aspectos de la existencia cristiana, y difundir su espíritu de sacrificio libremente aceptado. En la ofrenda del pan y del vino disponemos nuestro cuerpo, espíritu y vida a ofrecemos con Cristo al Padre, en la Consagración, por obra y potencia del Espíritu Santo, quedamos consagrados, ya no nos pertenecemos, porque hemos sido consagrados, transformados en Cristo, en sus sentimientos y actitudes, y cuando salimos fuera, como ya no nos pertenecemos, tenemos que vivir esta consagración, es decir, vivir, amar y trabajar en Cristo y como Cristo. El cáliz que se levanta hacia el cielo debe suscitar promesas de entrega, propósitos de perdonar y olvidar las ofensas como Cristo, intentos de reconciliación, aceptación de la voluntad o permisión divina aunque nos sea dolorosa, todo en Cristo y por Cristo.

       Ésta es la espiritualidad de San Pablo, así vivía él la Eucaristía: “Estoy crucificado con Cristo, vivo yo pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí y  mientras vivo en esta carne  vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí”(Gal 2,20). “Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1, 20). “Lo que es para mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo” (Gal 6,14).“No quiero saber más que de Cristo y éste, crucificado...Para mí la vida es Cristo”.

Así debemos vivir todos los que participamos de la santa Eucaristía. Este debe ser nuestro grito también al celebrarla. La Eucaristía tiene como fin el que los sentimientos de Cristo en su ofrenda se encarnen en cada uno de los asistentes para encontrarnos preparados cuando vengan y sintamos en nosotros los sufrimientos y la persecuciones de nuestra propia pasión y muerte del yo, las persecuciones y envidias de la vida, nuestra propia crucifixión. La Eucaristía nos invita a colocarnos dentro de la ofrenda de Cristo crucificado, de la corriente de amor de esta ofrenda; así la cruz se hará más soportable: «Una pena entre dos es menos pena».

       A través del pan y del vino, el discípulo se ofrece a sí mismo, dispuesto a que Cristo diga sobre su cuerpo y sobre su vida entera: “Esto es mi cuerpo entregado... ésta es mi sangre derramada...”  De esta forma, el sacrificio de la Iglesia viene integrado en el mismo sacrificio de Cristo, “para completar lo que falta a la Pasión de Cristo” (1Col 1,24). Por medio del signo sacramental, el sacrificio de la Iglesia se identifica espiritualmente con el sacrificio de Cristo y llega a formar una sola ofrenda  por el mismo Santo Espíritu.

       El sacrificio de Cristo no concluye con su muerte, es eucarístico, acción de gracias por la vida nueva que nos  consigue  y que viene del Padre,  por eso le da gracias al Padre ya en la Última Cena. Éste es el proceso que Jesús acepta, no quiere sólo “entregar su vida” sino también “tomarla de nuevo” en la resurrección para Él y para todos nosotros.

Su humanidad y la nuestra deben entrar en un nuevo orden de relación con el Padre. Lo que en Él ya es gracia conseguida y aceptada por el Padre por su resurrección, en nosotros se convierte en don escatológico que se hace presente como gracia anticipada de Alianza, en esperanza cierta y segura de la Pascua definitiva en la Eucaristía celebrada.

Y así se juntan el sacerdocio y la Eucaristía del cielo y de la tierra y así Cristo, los peregrinos y los santos la celebramos juntos y unidos por el mismo Espíritu Santo, potencia salvadora y resucitadora de Dios Uno y Trino. Y así la sacramentalidad de la Eucaristía mantiene siempre una relación estrecha de los celebrantes y participantes con la ofrenda existencial del Cristo glorioso y celeste, que abarca toda su vida, desde la Encarnación hasta la Ascensión a la derecha del Padre y tiende a comunicar al creyente el dinamismo de dicha ofrenda. Y así la Iglesia y los cristianos dan «por Cristo, con Él y en Él, a Ti Dios Omnipotente, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. Amén».

       Celebrada así, la Eucaristía se convierte no sólo en <culmen> de la vida cristiana, en la cima más elevada de la Iglesia junto a la Santísima Trinidad,  sino también en <fuente> de la misma vida trinitaria en nosotros: 

«Qué bien sé yo la fonte que mana y corre,

aunque es de noche.

1.  Aquella eterna fonte está escondida,

qué bien sé yo dó tiene su manida,

aunque es de noche.

11.  Aquesta eterna fonte está escondida

en este vivo pan por darnos vida

aunque es de noche.

12.  Aquí se está llamando a las criaturas,

y de esta agua se hartan, aunque a oscuras,

porque es de noche.

13.  Aquesta eterna fonte que deseo,

en este pan de vida yo la veo

aunque es de noche». (S. Juan de la Cruz).

MEDITACIONES SOBRE LA SANTA MISA

PRIMERA MEDITACIÓN:

LA EUCARISTÍA COMO MISA-SACRIFICIO

«ÉSTE ES EL MISTERIO DE NUESTRA FE»

Queridos hermanos sacerdotes: Así proclamamos solemnemente a la Eucaristía después de la Consagración. Este grito aclamatorio es una invitación a orar, a pedir luz y gracia al Espíritu Santo, para comprender un poco la teología del misterio eucarístico. Sólo la fe iluminada y el amor encendido nos pueden poner en contacto con esta realidad en llamas que es Cristo resucitado y glorioso, celebrando para todos nosotros su triunfo sobre el pecado y la muerte que nos separaba de Dios y vencidos por su pasión, muerte y resurrección en la Eucaristía, en la que los presencializa sobre el altar y los ofrece al Padre por amor extremo, dando la vida en sacrificio, haciendo la Nueva y Eterna Alianza con Dios en su “cuerpo entregado y su sangre derramada”.

       La Eucaristía habría que estudiarla de rodillas, habría que celebrarla de rodillas, como yo sorprendí un día a una de mis feligresas que llevaba la comunión a los enfermos: me la encontré por la calle, la acompañé y me encontré con la sorpresa; me aclaró que los sacerdotes deben hacerlo de pie pero los seglares de rodillas, porque así lo hicieron Magdalena y aquella pecadora del banquete de Mateo... porque es Cristo en persona. Desde el convencimiento de que es y seguirá siendo un misterio, de que nos quedan muchos aspectos y realidades por captar y descubrir, vamos a decir algo de la Eucaristía como Eucaristía, como sacrificio desde la teología católica.

       Creer en la Eucaristía es creer en todo el evangelio, en Cristo entero y completo, en el Credo completo. Toda la teología católica está compendiada en la Eucaristía y puesta en acción: “Tomad y comed, esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros... tomad y bebed todos de él, porque este es el cáliz de mi sangre, sangre de la Alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros, para el perdón de los pecados...”

       La celebración de la Eucaristía ha sido deseada por el mismo Jesús y entregada a la Iglesia. La víspera de la Pasión, mientras estaba a la mesa con sus discípulos, quiso que participaran vitalmente de su Pascua: en el atardecer tenso del Cenáculo, las palabras del Señor han sonado firmes y vibrantes. ¿Qué lengua de hombre o de ángel podrá comprender y alabar el designio, el misterio de amor de Cristo al instituir la Eucaristía? ¿Cómo no asombrarse del hecho de que Aquel, que es Dios, se ofrezca como alimento y bebida a quienes son sus mismas criaturas? Tanto abajamiento y humildad nos confunden. Nadie será capaz de explicar lo que ocurrió aquel primer Jueves Santo de la historia, lo que sigue ocurriendo cada vez que un sacerdote pronuncia las palabras de la consagración sobre un poco de pan y de vino. Sólo hay una palabra que lo toca un poco y manifiesta su asombro: «Mysterium fidei».

       La liturgia copta es más expresiva que la romana:   «Amén, es verdad, nosotros lo creemos. Creo, creo, hasta expirar mi último aliento confesaré que esto es el Cuerpo dador de vida de tu Unigénito Hijo, de nuestro Señor y Dios, de nuestro Salvador Jesucristo. El cuerpo que recibió de la Virgen María, Señora y Reina nuestra, la Madre purísima de Dios. A su divinidad unió Dios ese cuerpo, sin mezcla, confusión o cambio. Creo que la divinidad no ha estado separada ni por un momento de su humanidad. Él es quien se dió por nosotros en perdón de los pecados para traernos la vida y salvación eternas. Creo, creo, creo que todas estas cosas son así».

       Y la verdad, hermanos, que para el hombre creyente no son posibles otras palabras. La Iglesia, en los Apóstoles, recibió el tesoro, los gestos, las palabras: “Haced esto en memoria mía”, pero no posee una plena explicación y comprensión del misterio, que ha de ser tocado y aceptado y poseído sólo por la fe: “Misterio de fe”.

       El apóstol Juan, que en la Última Cena ocupó el lugar inmediato a Jesús, apoyado sobre su corazón, quedó  marcado para siempre por la experiencia de esta hora. Lo que él vivió en aquellos momentos lo expresó en estas palabras: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”, hasta el extremo de sus fuerzas, hasta el extremo de su amor y de su vida, hasta el extremo del tiempo.       La Eucaristía, todo lo que ella contiene y significa es Amor infinito del Amado, de Jesucristo, al Padre y a los suyos. Es un hecho divino. Trasciende nuestras categorías humanas. Para captar y comprenderla un poco hay que captar y vivir otras verdades.

Hay que creer en Jesucristo, verdadero Dios, verdadero hombre y en todo lo que va desde su Encarnación hasta su muerte y resurrección porque la Eucaristía es creer y aceptar a Cristo entero y completo; la Eucaristía debe ser entendida desde el contexto de un Dios que me ama eternamente y no quiere vivir sin mí, que ha pronunciado mi nombre desde toda la eternidad y me ha dado la existencia para compartir conmigo una eternidad de gozo y amistad; que ha enviado a su propio Hijo para decirme todo en su Palabra, llena de Amor, de Espíritu Santo, y no sólo me ha  preferido a millones y millones de seres que no existirán y si yo existo es porque Él me ama, sino que me ha preferido a su propio Hijo, parece una blasfemia, pero es verdad, ahí están los hechos: “Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó)a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él...”; el Padre ha hecho a su Hijo Amado carne del sacrificio redentor y de la Alianza  con el Dios Trino y Uno, alimento de vida divina, de resurrección y  vida eterna para todos los hombres. 

Por todo esto, la Eucaristía no es sólo el compendio de la fe, es también el compendio de todo el amor de Dios Trinidad a los hombres, de todo el amor que el Padre manifestó y proyectó para los hombres por su Hijo, y de todo el amor que el Hijo manifestó y realizó en obediencia y adoración al Padre, con amor extremo de Espíritu Santo,  hasta dar la vida, como víctima de la Nueva Alianza con los hombres.

La Eucaristía compendia todo el Amor Personal, Espíritu Santo, del Padre y del Hijo a los hombres. Se llama Eucaristía porque Cristo la instituyó en acción de gracias, dando alabanzas al Padre por todos los beneficios de la Redención concedidos y aceptados plenamente por el Padre mediante la resurrección y la vida nueva de plenitud filial realizados proféticamente en la Última Cena y consumados cruentamente el Viernes Santo y que ahora hacemos presente en cada Eucaristía.

       Dice el Vaticano II, en la Constitución sobre la Iglesia, 47: «Nuestro Salvador, en la Última Cena, la noche que le traicionaban, instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y de su sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz y confiar así a su Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección: sacramento de piedad, vínculo de caridad, banquete pascual: en el cual se recibe como alimento a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria venidera».

       Antes dije que la  Eucaristía compendia toda la vida   de Cristo, toda la teología católica. Quisiera ahora  recordar algunas cosas, siguiendo el Catecismo de la Iglesia Católica. Quiero recordar que en la Eucaristía Cristo ofrece toda su vida al Padre y está presente todo entero y toda entera porque toda ella fue una ofrenda al Padre desde la Encarnación hasta su Ascensión a los cielos.

El Hijo de Dios“ha bajado del cielo no para hacer su voluntad sino la voluntad del que le ha enviado” (Jn 6,38), “al entrar en el mundo, dice... He aquí que vengo para hacer tu voluntad.. En virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Cristo” (Hbr 10,5-10). Desde el primer instante de su Encarnación, el Hijo acepta el designio divino de salvación en su misión redentora:“Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra” (Jn 12, 34).

       Este deseo de aceptar este designio de amor en obediencia al Padre anima toda su vida porque vino para ser ofrenda del sacrificio redentor: “El mundo ha de saber que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado” (Jn 14,31). Y cuando llega su hora, la hora asignada por el Padre, dice:“Padre, líbrame de esta hora, pero si para esta hora he venido” (Jn 12,27). “El cáliz que me ha dado el Padre ¿no lo voy a beber?(Jn 18,11). “Todo se ha cumplido”, dice en la cruz. Toda la vida de Cristo expresa su misión: “servir y dar su vida en rescate por muchos”. Jesús, al aceptar libremente en su corazón humano el amor del Padre hacia los hombres, “los amó hasta el extremo” (Jn 13,1), “porque nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13). Y todo esto lo hizo presente y memorial en la Última Cena al decir: “Tomad y comed, esto es mi cuerpo que será entregado por vosotros... esta es mi sangre que va a ser derramada por muchos..”

       El cáliz de la Nueva Alianza que Jesús anticipó en la  Cena al ofrecerse a sí mismo, lo acepta a continuación de  manos del Padre en su agonía de Getsemaní, haciéndose obediente hasta la muerte. Jesús ora: “Padre mío, si es posible que pase de mí este cáliz…”(Mt 26,39). Expresa así el horror que representa la muerte para su naturaleza humana. Pero al aceptar la voluntad del Padre, la muerte de Cristo es a la vez sacrificio pascual que lleva a cabo la redención definitiva, mediante el pacto de amistad o Nueva y Eterna Alianza de Dios con los hombres por medio del “Cordero que quita el pecado del mundo” (cfr 1Cor. 11,25), que devuelve al hombre la comunión con Dios reconciliándole con Él “por la sangre derramada por muchos para la remisión de los pecados” (Mt 26,28).

       El “amor hasta el extremo” (Jn 13,1) es el que confiere valor de redención y reparación, de expiación y satisfacción al sacrificio de Cristo. La existencia en Cristo de la persona divina del Hijo, que al mismo tiempo sobrepasa y abraza a todas las personas humanas y le constituye cabeza de toda la humanidad, hace posible su sacrificio redentor por todos. Ningún hombre, aunque fuese el más santo, estaba en condiciones de tomar sobre sí los pecados de todos los hombres y ofrecerse en sacrificio por todos. Y el Padre, resucitándolo para Él y para nosotros, demuestra que acepta el sacrificio de la Nueva Alianza en su sangre, que ya estamos salvados y que es verdad todo lo que dijo e hizo.

       Cristo Jesús había salido de Dios y a Dios volvía en la Nueva Pascua, una vez realizado el pacto o la Nueva Alianza entre Dios y los hombres, que realizamos en cada Eucaristía. Por eso la Eucaristía es la Nueva y Definitiva Pascua y Alianza.

SEGUNDA MEDITACIÓN

LA PARTICIPACIÓN EN LA SANTA MISA

Hay muchas formas de participar en la santa Eucaristía, como sacrificio y comunión con Cristo, tanto por parte de la Iglesia, como del sacerdote y de los fieles. Nosotros ahora, en este libro, vamos a profundizar un poco en la participación  eucarística, que Cristo quiere y nos pide en este sacramento, y  por la que instituyó la Eucaristía.

       Cristo, en definitiva, no instituyó este sacramento para unas ceremonias y ritos correctos y bellos, llenos de simbolismos, sino de realidades maravillosas.Cristo sólo pretendió que  le comiéramos llenos de fe y de amor, y al comerle así, viviéramos su misma vida, con sus mismos afectos, sentimientos y actitudes de amor al Padre, de unión con  Él  y de entrega a los hombres, en el sacrificio de nuestra propia vida; Él solo pretendió y pretende de esta forma, hacernos totalmente felices y empezar el cielo, la amistad del cielo, en la tierra, porque el cielo es Dios y Dios está dentro de nosotros, o mejor, nosotros dentro de Él, de su Esencia Trinitaria, por el Hijo Amado.  

       En cada misa, Él vuelve a hacer presentes estos sentimientos, y hay que estar muy despiertos en la fe y en el amor, para vivirlos y sentirlos, porque allí están íntegros y completos, porque es el mismo Cristo y la misma Cena, con el mismo fuego, pasión y amor de Espíritu Santo por su Padre y por todos los hombres.    Es el mismo Cristo vivo, vivo y resucitado, el que se hace presente, el que se ofrece en sacrificio de amor y comida de comunión y permanece en presencia de amistad eternamente ofrecida a todos los hombres.

       En la misma celebración de la Cena lo expresó bien claro el Señor: “Tomad y comed… tomad y bebed…esta es  mi sangre derramada por vosotros…” Esta fue y sigue siendo la intención primera y la gracia primera que debemos pedir, cuando comulgamos y celebramos con Cristo  su Eucaristía, su acción de gracias al Padre por todos los beneficios de su muerte y resurrrección, en concreto, poder.

       Es esto lo que tanto Él desea: “Y cuantas veces hagáis esto, acordaos de mi…”  acordaos de mi adoración al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida en esta Cena, que hace presente toda mi vida vivida y anticipa todo el misterio de mañana, Viernes Santo…

       Acordaós de mi amor y entrega por vosotros, de mis deseos de amistad, de mis manos temblorosas y llenas de emoción en esta noche santa, de mis deseos de que seamos uno y vivais mi propia vida en relación con el Padre y los hombres, nuestros hermanos… En cada misa, acordaos de todo esto. No nos olvidamos, Señor. Y eso es vivir la santa misa y la comunión con Cristo.

       Por eso es un feo muy grande y falta de delicadeza y amor al Señor, que no participemos con sintonía de amor en su sacrificio, en el único que ofreció y hace presente todos los días para nosotros, los hombres del siglo XXI, o que no comulguemos con su ilusión y sentimientos en ese pan, en que nos entrega toda su persona, todo su misterio completo, haciendo presentes todos sus dichos y hechos salvadores: Encarnación, Nacimiento, Palabra predicada con fuerza, sudoroso y polvoriento por aquellos caminos de Palestina,  Lázaro, María, adúltera, leproso… y finalmente su pasión, muerte, resurrección e intercesión permanente ante el Padre en gloria y triunfo definitivo: todo está presente en la Eucaristía. 

       Para esto quiso y quiere que comamos su pan, sus mismos sentimientos y actitudes de adoración al Padre en obediencia total hasta la muerte y de amor y entrega a los hermanos para su salvación; para esto viene lleno de ilusión y se hace presente con el mismo amor de la Última Cena;  es un feo que no comulguemos acordándonos de Él y de su sentimientos de amor o que meramente comamos el pan, pero no comulguemos con su  vida: “El que me coma vivirá por mí”… Con estas palabras quiere decirnos: quiero que comais mi carne y bebais mi sangre, porque, al que me coma, le ayudaré a vivir mi misma vida de adoración total al Padre y de entrega total a los hermanos, con amor extremo, hasta dar la vida: “yo en vosotros, vosotros en mí…las palabras que yo os he hablado son espíritu y  vida…”

       Esta participación, que la celebración misma y las palabras de Cristo nos piden, es una participación plena y profunda, auténticia, una participación “en Espíritu y Verdad”, que nosotros llamamos personal y espiritual, vida según el Espíritu de Cristo, Espíritu Santo.

       Jesús quiere que vivamos con Él la santa Misa y la Comunión en unidad de sentimientos y actitudes en relación con el Padre, con Él y con los hombres, nuestros hermanos.       Para esto quiere que celebremos la Eucaristía y comamos su cuerpo, “para que vivamos por Él” y podamos ofrecernos con Él en adoración total a la voluntad del Padre, y poder sentir su presencia de amigo y hermano y su gozo y sus palabras de amor y su entrega, hasta llegar a la unión e identificación total con Él, para poder decir con San Pablo: “ya no soy yo, es Cristo quien vive en mí”; “vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí y mientras vivo en esta carne vivo en la fe del Dios que me amó y se entregó por mi”.

LA PARTICIPACIÓN RITUAL Y ESPIRITUAL  EN LA EUCARISTÍA

El sacrificio de Cristo en la cruz, anticipado en la Última Cena y presencializado como memorial en cada Eucaristía, es un sacrificio perfecto de alabanza, adoración, satisfacción, impetración y obediencia al Padre, que no necesita  ningún otro complemento y ayuda. Según la Carta a los Hebreos, es completo en su eficacia y se ofreció “de una vez para siempre” (Hbr 7,8),  no como los del AT, que necesitaban ser repetidos continuamente.

       Sin embargo, nosotros vamos a hablar ahora de celebrar la Eucaristía como sacrificio completo, no por parte de Cristo, que siempre lo es, como acabamos de decir, sino por parte nuestra, que podemos participar más o menos plenamente en sus gracias y beneficios, identificarnos más o menos plenamente con los sentimientos y actitudes de Cristo.

       Hay  muchas formas de participar en la santa Eucaristía, en el sacrificio de Cristo, por parte de la Iglesia, del sacerdote y de los fieles. Nosotros ahora vamos a profundizar un poco en esa participación  que Cristo quiere y la celebración eucarística nos pide y que nosotros llamamos personal y espiritual: “Haced esto en memoria mía... el que me come vivirá por  mí... las palabras que yo os he hablado son espíritu y  vida...”

       Jesús quiere una participación “en Espíritu y en Verdad”, esto es, una participación pneumatológica, hecha en su mismo amor que es Espíritu Santo, en su misma Verdad que es El mismo, Verbo y Palabra del Padre pronunciada con ese mismo amor Personal de Espíritu Santo para salvación de todos los hombres; es el Espíritu y la Verdad que vienen a nosotros por los sacramentos, especialmente por la Eucaristía, y que viven en nosotros por participación de la gracia de ese mismo Amor y Verdad del Dios Trino y Uno, en el cual quiere sumergirnos, para que nos identifiquemos totalmente con Él y celebremos y vivamos la misa con Él, tal como Él la celebra, con sus mismos sentimientos y actitudes, que supere la celebración meramente ritual o externa.

       La participación ritual, como su mismo nombre indica, consiste en cumplir los  ritos de la Eucaristía, especialmente los de la consagración y así la Eucaristía se realiza plenamente en sí misma, presencializando todo el misterio de Cristo por el ministerio del sacerdote.

       La participación espiritual, hecha con fuego y amor de Espíritu Santo, es la asimilación y participación personal y pneumatológica del misterio, que trata de conseguir la mayor unión con los sentimientos de Cristo, y de esta forma la mayor asimilación y participación personal en el misterio por parte del sacerdote y de los participantes conscientes y activos. Es una apropiación más personal y objetiva del espíritu de la santa Eucaristía.

       La participación ritual se consigue por la sola  ejecución de los gestos y de las palabras requeridas para el signo sacramental, haciendo presente sobre el altar lo que significan estos gestos y palabras, esto es, de convertir el pan y el vino consagrados en una ofrenda del sacrificio de Cristo por parte de toda la Iglesia, independientemente de los sentimientos personales del sacerdote oferente y de la comunidad.

       Aunque el sacerdote celebre distraído y los fieles no tuviesen atención o devoción alguna, Cristo no fallaría en su ofrenda, que sería eficaz para el Padre y la Iglesia, conservando todo su valor teológico y fundamental para Cristo y el Padre, que llevaría consigo la aplicación de los méritos del Calvario por medio de la ofrenda del altar, prescindiendo de la santidad del sacerdote o de los oferentes.

       Sin embargo, la Iglesia no se conforma con esta participación ritual y nos pide a todos una participación “consciente y activa”, por medio de gestos y palabras, que deben llevarnos a todos los presentes a una participación más profunda, “en Espíritu y en Verdad”, con identificación total con los sentimientos del amor extremo, adoración, actitudes y  entrega de Cristo al Padre y a los hombres.

       La participación espiritual  nos llevará a una experiencia más personal del sacrificio de Cristo, asimilando por la gracia los sentimientos del Señor en su vida y en su sacrificio. Y ésta  es la participación plena, que nos piden Cristo y la Iglesia:  “Los fieles, participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella” (LG 11);

“...por el ministerio de los presbíteros se consuma el sacrificio espiritual de los fieles en unión con el sacrificio de Cristo” (PO 2).

       El Vaticano II lo expresa así: «La santa Madre Iglesia desea ardientemente que se lleve a todos los fieles a aquella participación plena, consciente y activa en las celebraciones litúrgicas que exige la naturaleza de la liturgia misma, y a la cual tiene derecho y obligación, en virtud del bautismo, el pueblo cristiano,“linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido” (1Ptr, 2,9;cfr 2,4-5) (SC 14). “Los pastores de almas deben vigilar para que en la acción litúrgica no sólo se observen las leyes relativas a la celebración válida y lícita, sino también para que los fieles participen en ella consciente, activa y fructuosamente” (SC 11). “...la Iglesia, con solícito cuidado, procura que los cristianos no asistan a este misterio de fe (Eucaristía) como extraños y mudos espectadores, sino que participen consciente, piadosa y activamente en la acción  sagrada»  (SC 48).   

       Con estos términos, la liturgia de la Iglesia pretende llevarnos  a participar en plenitud de la espiritualidad, de los fines y frutos abundantes del misterio eucarístico, mediante una  participación plenamente espiritual, en el mismo Espíritu de Cristo, no sólo en sus gestos y palabras.

       El Papa Juan Pablo II en su última Encíclica ECCLESIA DE EUCHARISTIA nos dice: «La eficacia salvífica del sacrificio se realiza plenamente cuando se comulga recibiendo el cuerpo y la sangre del Señor: De por sí, el sacrificio eucarístico se orienta a la íntima unión de  nosotros, los fieles, con Cristo mediante la comunión: le recibimos a Él mismo, que se ha ofrecido por nosotros; su cuerpo, que Él ha entregado por nosotros en la Cruz, su sangre “derramada por muchos para perdón de los pecados” (Mt 26,28). Recordemos sus palabras: “Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí” (Jn 6,57). Jesús mismo nos asegura que esta unión, que Él pone en relación con la vida trinitaria, se realiza efectivamente» (EE.16).

       Y en el número siguiente y en relación con la  comunicación de su mismo Espíritu, añade el Papa: “Por la comunión de su cuerpo y de su sangre, Cristo nos comunica también su Espíritu. Escribe San Efrén: «Llamó al pan su cuerpo viviente, lo llenó de sí mismo y de su Espíritu… y quien lo come con fe, come Fuego y Espíritu... Tomad, comed todos de él, y coméis con él el Espíritu Santo...» (Homilía IV para la Semana Santa: CSCO 413/Syr.182,55) (EE. 17).

       La Iglesia pide este don divino, raíz de todos los otros dones, en la epíclesis eucarística. Se lee, por ejemplo, en la  Divina Liturgia de san Juan Crisóstomo: «Te invocamos, te rogamos y te suplicamos: manda tu Santo Espíritu sobre todos nosotros y sobre estos dones... para que sean purificación del alma, remisión de los pecados y comunicación del Espíritu Santo par cuantos participan de ellos» (Anáfora) (EE.17).

       Por eso, aunque el sacerdote cumpla todas sus obligaciones  rituales de representar a Cristo y actuar en su nombre, si no se identifica con su Espíritu  y se ofrece unido a Él como víctima y sacerdote, no cumple íntegramente su misión sacerdotal.

       El oficio sacerdotal en la Nueva Alianza  lleva consigo “tener en nosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús...”, porque es en el altar, en la celebración de la  Eucaristía, «centro y culmen de toda la vida de la Iglesia», donde fieles y  sacerdote deben asistir no como «extraños y meros espectadores” sino “consciente, activa y fructuosamente», «se consuma el sacrificio espiritual de los fieles en unión con el sacrificio de Cristo», «ofrecen la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con  ella». 

       Siendo Cristo vivo y resucitado el que se ofrece en la Eucaristía para la salvación y santificación de su Iglesia,  al decirnos “y cuantas veces hagáis esto acordaos de mí…”, nos pide que hagamos presente en cada uno de nosotros su emoción y amor por vosotros, su adoración al Padre, cumpliendo su voluntad con amor extremo hasta dar la vida en el momento cumbre de su vida y de la vida de la Iglesia.

       Por tanto el sacerdote tiene una doble misión: ofrecer en nombre de Cristo y juntamente participar en estas actitudes, ofreciéndose a sí mismo en su propio nombre y en nombre de los fieles, a quienes representa. En esto no hay desdoblamiento de la actividad sacerdotal. Cierto que las dos ofrendas son distintas; un sacerdote puede ofrecer  válidamente el sacrificio en nombre de Cristo, y sin embargo, personalmente puede encerrarse en su egoísmo y no hacerse ofrenda con Cristo. La ofrenda de Cristo  nos da ejemplo de cómo tenemos que ofrecer nuestra vida  al Padre juntamente con Él, no solamente por un mero formalismo ritual y mera pronunciación de las palabra de la Consagración.

       Los fieles también son llamados a compartir con el sacerdote la actitud de ofrenda personal. Hay una ofrenda que sólo cada uno de ellos puede y debe realizar, porque cada hombre dispone de sí mismo y nadie puede sustituir a los otros en esta ofrenda de sí mismo.

       Cada uno desempaña por tanto un papel esencial, cuando asiste y participa en la Eucaristía: presentar en unión con Cristo la ofrenda de su propia persona al Padre. Esta ofrenda puede realizarse de diversas maneras, y formularse de distintas formas, por ser precisamente personal, pero está claro que no consistirá nunca en los meros ritos o gestos o palabras sino que a través de lo que dicen y significan han de entrar en el espíritu y verdad de la Eucaristía con  su cuerpo y su alma, su espíritu y su carne, su ser interior y exterior, con todo su ser y existir.

        Esto es lo que lleva consigo la celebración litúrgica, esta es su esencia y finalidad, así es cómo la liturgia de la Eucaristía alcanza su objetivo, no cuando simplemente asegura una participación exterior correcta, digna y piadosa a las oraciones y ceremonias sino cuando suscita en el corazón de los cristianos una auténtica entrega de sí mismos. En cada Eucaristía los cristianos son invitados por Cristo a “acordarse” de Él y de sus sentimientos para ofrecerse con Él.

       Por eso, cada Eucaristía debe ser un estímulo para renovarse en el amor a Dios y al prójimo, en medio de las pruebas y dificultades de la vida, de las cruces y sufrimientos y humillaciones, de los fallos y pecados permanentes contra esta obediencia a la voluntad del Padre y entrega a los hermanos.

       La santa Eucaristía nos hace aceptar estas pruebas y sufrimiento aunque sean injustos, maliciosos y de verdadera agonía como en Cristo hasta el punto de tener que decir muchas veces:“Padre, si es posible pase de mí este cáliz..”, o leguemos a pensar que Dios no se preocupa de nosotros y nos tiene abandonados, porque no sentimos su presencia: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado...?”

       La santa  Eucaristía nos ayuda a superar las pruebas de todo tipo, uniéndonos al sacrificio de Cristo y se convierte así en la mejor y más abundante fuente de gracia, perdón, amor y generosidad, aunque a veces es a oscuras y sin arrimo alguno de consuelo aparente divino.

       El Espíritu Santo, espíritu de la Eucaristía, nos ayuda como a Cristo a soportarlo y ofrecerlo todo,  a ser pacientes y obedientes y pasar por la pasión y la cruz para llegar a la resurrección y la nueva vida.

       En la santa Eucaristía los cristianos encuentran un estímulo y ocasión de ofrecer su pasión y muerte al Padre que nos la acepta siempre en la del Hijo Amado. Haciéndolo así,  los sufrimientos se soportan mejor con su ayuda y  suben como homenaje a Dios y llegan hasta Él como ofrenda por la salvación de nuestros hermanos.

       Así es como la vida cristiana tiene que convertirse en una Eucaristía. El cristianismo es una Eucaristía, es un esfuerzo de la mañana a la noche de vivir como Cristo, de hacer de la propia vida una ofrenda agradable a Dios y a los hombres, nuestros hermanos, quitando y matando en nosotros toda soberbia, avaricia, lujuria, todo pecado contra el amor a Dios y a los hermanos, comulgando con el corazón y el alma, con los sentimientos y actitudes de Cristo; es la Eucaristía que continuamos celebrando permanentemente en nuestra vida, después de haberla celebrado con Cristo sobre el altar.

       La ofrenda de la Eucaristía debe brillar en todos los aspectos de la existencia cristiana, y difundir su espíritu de sacrificio libremente aceptado. En la ofrenda del pan y del vino disponemos nuestro cuerpo, espíritu y vida a ofrecernos con Cristo al Padre, en la Consagración, por obra y potencia del Espíritu Santo, quedamos consagrados, ya no nos pertenecemos, porque hemos sido consagrados, transformados en Cristo, en sus sentimientos y actitudes, y cuando salimos fuera, como ya no nos pertenecemos, tenemos que vivir esta consagración, es decir, vivir, amar y trabajr como Cristo.

       El cáliz que se levanta hacia el cielo debe suscitar promesas de entrega, propósitos de perdonar y olvidar las ofensas como Cristo, intentos de reconciliación, aceptación de la voluntad o permisión divina aunque nos sea dolorosa, movimientos de amor fraterno como Cristo.

       Ésta es la espiritualidad de San Pablo, así vivía él la Eucaristía: “Estoy crucificado con Cristo, vivo yo pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí y mientras vivo en esta carne  vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí”(Gal 2,20). “Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1, 20). “Lo que es para mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo” (Gal 6,14).“No quiero saber Emás que de Cristo y éste, crucificado...” “Para mí la vida es Cristo”.

       Así debemos vivir todos los que participamos de la santa Eucaristía. Este debe ser nuestro grito también al celebrarla. La celebración de la Eucaristía tiene como finalidad el que en cada uno de los asistentes se encarnen los sentimientos de Cristo en su ofrenda para que cuando vengan y sintamos en nosotros los sufrimientos y la persecuciones de nuestra propia pasión y muerte del yo nos  encontremos preparados a nuestra propia crucifixión de pecados.

       La Eucaristía nos invita a colocarnos dentro de la ofrenda de Cristo crucificado, de la corriente de amor de esta ofrenda; así la cruz se hará más soportable: “una pena entre dos es menos pena”.

       A través del pan y del vino, el discípulo se ofrece a sí mismo, dispuesto a que Cristo diga sobre su cuerpo y sobre su vida entera: “Esto es mi cuerpo entregado... ésta es mi sangre derramada...” De esta forma, el sacrificio de la Iglesia viene integrado en el mismo sacrificio de Cristo, “para completar lo que falta a la Pasión de Cristo” (1Col 1,24). Por medio del signo sacramental, el sacrificio de la Iglesia se identifica espiritualmente con el sacrificio de Cristo y llega a formar una sola ofrenda  por el mismo Santo Espíritu.

       El sacrificio de Cristo no concluye con su muerte, es eucarístico, acción de gracias por la vida nueva que nos  consigue y que viene del Padre,  por eso le da gracias al Padre ya en la Última Cena. Éste es el proceso que Jesús acepta, no quiere sólo “entregar su vida” sino también “tomarla de nuevo” en la resurrección para Él y para todos nosotros. Su humanidad y la nuestra deben entrar en un nuevo orden de relación con el Padre.

       Lo que en Él ya es gracia conseguida y aceptada por el Padre por su resurrección, en nosotros se convierte en don escatológico que se hace presente como gracia anticipada de Alianza, en esperanza cierta y segura de la Pascua definitiva en la Eucaristía celebrada.

       Y así  se juntan el sacerdocio y la Eucaristía del cielo y de la tierra y así Cristo, los peregrinos y los santos la celebramos juntos y unidos por el mismo Espíritu Santo, potencia salvadora y resucitadora de Dios Uno y Trino.

Y así la sacramentalidad de la Eucaristía mantiene siempre una relación estrecha de los celebrantes y participantes con la ofrenda existencial del Cristo glorioso y celeste, que abarca toda su vida, desde la Encarnación hasta la Ascensión a la derecha del Padre y tiende a comunicar al creyente el dinamismo de dicha ofrenda. Y así la Iglesia y los cristianos dan “por Cristo, con Él y en Él, a Ti Dios Omnipotente, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. Amén”

       Celebrada así, la Eucaristía se convierte no sólo en <culmen> de la vida cristiana, en la cima más elevada de la Iglesia junto a la Santísima Trinidad,  sino también en <fuente> de la misma vida trinitaria en nosotros:  

Qué bien sé yo la fonte que mana y corre,

aunque es de noche.

1.  Aquella eterna fonte está escondida,

     qué bien sé yo dó tiene su manida,

     aunque es de noche

11.  Aquesta eterna fonte está escondida

     en este vivo pan por darnos vida

       aunque es de noche.

12.  Aquí se está llamando a las criaturas,

       y de esta agua se hartan, aunque a oscuras,

       porque es de noche.

13.  Aquesta eterna fonte que deseo,

       en este pan de vida yo la veo

       aunque es de noche.     (San Juan de la Cruz)

TERCERA MEDITACIÓN

LA EUCARISTÍA, CENTRO Y CULMEN DE LA VIDA DE LA IGLESIA

QUERIDOS HERMANOS SACERDOTES: En la Carta Apostólica “Novo millennio ineunte” de carácter programático, Juan Pablo II, describe una perspectiva de compromiso pastoral basado en la contemplación del rostro de Cristo: “Los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo ‘hablar’ de Cristo, sino en cierto modo hacérselo ‘ver’. ¿Y no es quizás cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio?. Nuestro testimonio sería, además, enormemente deficiente si nosotros no fuésemos los primeros contempladores de su rostro”.

Desde la contemplación del rostro de Cristo se puede avanzar por la senda de la santidad mediante el arte de la oración. Este compromiso pastoral “se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste”.

No hay que olvidar que “la mirada de la Iglesia se dirige continuamente a su Señor, presente en el Sacramento del altar, en el cual descubre la plena manifestación de su inmenso amor”. En efecto, la Eucaristía es fuente, centro y cumbre tanto de la vida del cristiano como de la vida de la Iglesia y, en consecuencia, de su pastoral.

La experiencia gozosa y profunda de la Eucaristía representa para nosotros un programa pastoral para vivir la fe cristiana en este momento histórico. Por este motivo, después de haber recibido con inmenso gozo, con toda la Iglesia, la primera Encíclica del Santo Padre Benedicto XVI, «Deus Caritas est», deseo entregaros estas meditaciones en las que  quiero mostrar las dimensiones fundamentales del misterio eucarístico cuya celebración es tan decisiva para nosotros sacerdotes, para la vida cristiana y para el ejercicio de la Caridad.

EL MISTERIO DE LA EUCARISTÍA

El misterio de la Eucaristía, tan extraordinariamente rico, incluye diversas dimensiones íntimamente unidas entre sí. Al hablar de la institución de la Eucaristía y de su relación con el misterio pascual, afirma el Concilio Vaticano II: “Nuestro Salvador, en la última Cena, la noche que le traicionaban, instituyó el sacrificio eucarístico de su Cuerpo y Sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz y confiar a su Esposa, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección: sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad, banquete pascual, en el cual se recibe como alimento a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria venidera”.

El texto conciliar recoge los aspectos fundamentales del misterio eucarístico. Se puede afirmar que la Eucaristía es la actualización y recapitulación sacramental de todo el misterio cristiano. Es el legado recapitulador de la vida, muerte y resurrección de Jesucristo; es glorificación de Dios y salvación para el ser humano; vivencia personal a la vez que eclesial; don al mismo tiempo que tarea. La Iglesia ha contemplado siempre en la Eucaristía el misterio central de su fe.

Es evidente que este misterio no puede ser entendido a partir de uno solo de sus aspectos. La Eucaristia debe ser contemplada principalmente como misa, comunión y presencia  en el Sagrario. De modo conciso deseo subrayar algunas dimensiones del único misterio eucarístico.El sacramento de la Eucaristía es la manifestación del amor fontal del Padre que envía a su Hijo y al Espíritu Santo para nuestra salvación.

En la celebración de la Santa Misa actualizamos la historia de la salvación donde actúan la Trinidad Santa. La institución de la Eucaristía nos conduce al Cenáculo donde se encuentra el Señor con sus discípulos. En efecto, “para dejarles una prenda de este amor, para no alejarse nunca de los suyos y hacerles partícipes de su Pascua, (el Señor) instituyó la Eucaristía como memorial de su muerte y de su resurrección y ordenó a sus apóstoles celebrarlo hasta su retorno, constituyéndoles entonces sacerdotes del Nuevo testamento”.

No se trata de un don entre otros muchos, aunque sea muy valioso, sino del “don por excelencia”. Con palabras que rezuman una intensa emoción Juan Pablo II, se preguntaba: “¿Qué más podía hacer Jesús por nosotros? Verdaderamente, en la Eucaristía nos muestra un amor que llega ‘hasta el extremo’ (Jn.13,1), un amor que no conoce medida”.

El Concilio Vaticano II describe de esta forma la inmensa riqueza del don de la Eucaristía: “Y es que en la santísima Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo por su carne, que da la vida a los hombres, vivificada y vivificante por el Espíritu Santo”. 

La Sagrada Eucaristía es un misterio de fe.

El sacerdote después de la consagración exclama: “Este es el misterio de nuestra fe”. El pueblo fiel contesta con esta aclamación: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡ven, Señor Jesús!”. La Eucaristía es el misterio al que debemos acercarnos “con humilde reverencia, no buscando razones humanas que deben callar, sino adhiriéndonos firmemente a la Revelación divina”.

Este misterio supera totalmente la luz de la inteligencia humana, sólo puede ser acogido y contemplado con los ojos de la fe. Los Santos Padres y Doctores de la Iglesia han destacado esta dimensión de la Eucaristía. S. Juan Crisóstomo habla de esta realidad con términos claros y precisos: “Inclinémonos ante Dios, y no le contradigamos aun cuando lo que Él dice pueda parecer contrario a nuestra razón y a nuestra inteligencia, sino que su palabra prevalezca sobre nuestra razón e inteligencia.

Observemos esta misma conducta respecto al misterio eucarístico, no considerando solamente lo que cae bajo los sentidos, sino atendiendo a sus palabras, porque su palabra no puede engañar”. S. Cirilo de Jerusalén, exhorta a los fieles con estas palabras: “No veas en el pan y en el vino meros y naturales elementos, porque el Señor ha dicho expresamente que son su cuerpo y su sangre: la fe te lo asegura, aunque los sentidos te sugieran otra cosa”.

Durante su vida pública Jesús se presentó a sí mismo como la verdadera y única luz del mundo: “Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no caminará a oscuras, sino que tendrá la luz de la vida”. El signo de la curación del ciego de nacimiento adquiere en este punto una significación especial. Jesús declara entonces: “Mientras estoy en el mundo yo soy la luz del mundo”. De hecho Él vino al mundo para ser luz: “Yo he venido al mundo como luz, para que todo el que cree en mí no siga en tinieblas”.

Cuando Judas sale del Cenáculo, para entregar a Jesús, el evangelista nota intencionadamente: “Era de noche”; el mismo Jesús al ser arrestado declara: “Esta es vuestra hora y el poder de las tinieblas”.

EL MAGISTERIO DE LA IGLESIA.

El Magisterio de la Iglesia, ha expresado esta verdad de fe en diversas ocasiones. Los últimos Papas han hablado con fervor y repetidas veces sobre esta realidad. Sobre la presencia real, el Concilio Vaticano II afirma que la Eucaristía es memorial de del sacrificio de la cruz: “Cristo instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz, y a confiar así a su Esposa, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección” .

Pablo VI se hace eco de las diferentes presencias que Cristo tiene en la Iglesia y, en el contexto de éstas resalta la peculiaridad de la presencia eucarística: “Esta presencia se llama ‘real’ no por exclusión, como si las demás no fueran ‘reales’, sino por antonomasia, ya que es sustancial, ya que por ella ciertamente se hace presente Cristo, Dios y hombre, entero e íntegro”.

       Siguiendo la tradición viva de la Iglesia, afirma que sólo en virtud del cambio sustancial del pan y del vino se puede afirmar que los elementos eucarísticos son el cuerpo y la sangre de Cristo. Una vez realizada esta conversión sustancial, se puede decir que las especies de pan y de vino adquieren un nuevo significado, porque contienen una nueva realidad.

Así lo declaraba Pablo VI con estos términos tan precisos: “Realizada la transustanciación, las especies de pan y vino adquieren, sin duda, un nuevo significado y un nuevo fin, puesto que ya no son el pan ordinario y la ordinaria bebida, sino el signo de una cosa sagrada, signo de un alimento espiritual; pero en tanto adquieren un nuevo significado y un nuevo fin en cuento contienen ‘una realidad’ que con razón denominamos ontológica.

Porque bajo dichas especies ya no existe lo que había antes, sino una cosa completamente diversa; y esto no únicamente por el juicio de la Iglesia, sino por la realidad objetiva, puesto que, convertida la sustancia o naturaleza del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Cristo, no queda ya nada del pan y del vino, sino las solas especies”.

Pablo VI recalcaba que esta presencia tiene lugar en la realidad objetiva, más allá de la fe de los creyentes. La conexión entre la presencia real y la transustanciación aparece muy resaltada en el “Credo del Pueblo de Dios”. Pablo VI después de afirmar la presencia verdadera, real y sustancial del Señor en la Eucaristía, sostenía: “En este sacramento, Cristo no puede hacerse presente de otra manera que por la conversión de toda la sustancia de pan en su cuerpo y la conversión de toda la sustancia de vino en su sangre, permaneciendo solamente íntegras las propiedades del pan y del vino que percibimos por nuestros sentidos. La cual conversión misteriosa es llamada por la santa Iglesia, conveniente y propiamente, transustanciación”.

El Papa deseaba mostrar que el cambio tiene lugar “en la misma naturaleza de las cosas, independientemente del conocimiento del creyente”8. Posteriormente, el Catecismo de la Iglesia Católica y Juan Pablo II hablaron de la presencia real del Señor en la Eucaristía en los mismos términos, citando expresamente la doctrina del Concilio de Trento y de Pablo VI.

CUARTA MEDITACIÓN

LA EUCARISTÍA, SACRAMENTO DEL ÚNICO SACRIFICIO DE CRISTO

Entre las denominaciones del misterio eucarístico se nombra el de ‘Santo Sacrificio’ porque actualiza el único sacrificio de Cristo Salvador e incluye la ofrenda de la Iglesia; o también Santo Sacrificio de la Misa, ‘sacrificio de alabanza’ (Hch.13,15), sacrifico espiritual, sacrifico puro y santo, puesto que completa y supera todos los sacrificios de la Antigua Alianza”.

El Catecismo de la Iglesia Católica recoge los diversos calificativos que la Sagrada Escritura da al Sacrificio de la Misa. a) En la Eucaristía se actualiza el mismo sacrificio de Cristo. La Eucaristía es verdadero sacrificio por ser memorial de la Pascua de Cristo. El carácter sacrificial de la Eucaristía nos lo recuerdan las mismas palabras de la institución: “Esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros” y “Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre, que será derramada por vosotros (Lc.22, 19-20)”.

Así pues, “en la Eucaristía, Cristo da el mismo cuerpo que por nosotros entregó en la cruz y la sangre misma que ‘derramó por muchos... para la remisión de los pecados’ (Mt.26,28)”. En la Santa Misa se hace presente el sacrificio de la cruz, porque es su memorial y gracias a él los hombres pueden acoger su fruto.

El Catecismo de la Iglesia Católica, para explicitar esta verdad eucarística, nos remite a un texto básico del Concilio de Trento donde se describe con cierto detalle el carácter sacrificial de la Eucaristía: “Cristo, nuestro Dios y Señor (…) se ofreció a Dios Padre (…) una vez por todas, muriendo como intercesor sobre el altar de la cruz, a fin de realizar para ellos (los hombres) una redención eterna. Sin embargo, como su muerte no podía poner fin a su sacerdocio (Heb.7,24.27), en la última Cena, ‘la noche en que fue entregado’ (ICor.11,23), quiso dejar a la Iglesia, su esposa amada, un sacrificio visible (como lo reclama la naturaleza humana) (…) donde sería representado el sacrificio sangriento que iba a realizarse una única vez en la cruz, cuya memoria se perpetuaría hasta el fin de los siglos y cuya virtud saludable se aplicaría a la redención de los pecados que cometemos cada día”.

De esta forma, mediante la Eucaristía llega a los hombres de hoy la gracia de la reconciliación obtenida por Cristo de una vez para siempre. Así el sacrificio de Cristo y el de la Eucaristía son un único sacrificio, porque “Es una y la misma víctima, que se ofrece ahora por el ministerio de los sacerdotes que se ofreció a sí misma entonces en la cruz. Sólo difiere la manera de ofrecer”

LA EUCARISTÍA, SACRIFICIO DE LA IGLESIA

La Eucaristía es también sacrificio de la Iglesia, porque sus miembros se ofrecen a sí mismos junto con la Víctima divina. En la Eucaristía el sacrificio de Cristo lo ofrecemos en Él y con Él, lo presentamos ante el Padre y participamos en su misma actitud de sacrificio pascual y de auto-ofrenda. El sacrificio pascual se prolonga en la historia en el Cuerpo de Cristo. Es el sacrificio también de la comunidad unida a Cristo.

Con ello la Iglesia no pretende hacer una obra suya, meritoria. No se intenta hacer un nuevo sacrificio al lado del de Cristo. Al contrario, la Iglesia es y vive por el Espíritu del sacrificio de Cristo, acogiéndolo en la fe, desarrollando toda su virtualidad, asociándose activamente a él. La Iglesia es consciente de que sólo lo puede hacer “en memoria de él” y lo que ella hace tiene eficacia sólo “por él, con él y en él”.

Los creyentes aceptan profundamente el acontecimiento de la Cruz de Cristo y se dejan penetrar por su fuerza salvadora. La Iglesia es, vive y celebra el memorial del sacrificio pascual con su Señor y Esposo. Esto acontece sacramentalmente en el gesto eucarístico, pero también se realiza en su vida entera.

Al sacrificio ritual le corresponde el sacrificio vivencial, espiritual, de la ofrenda de toda la vida. En este sentido se trata de vivir a fondo las exigencias eucarísticas del sacerdocio común de todos los bautizados. La vida de Cristo fue una entrega ofrecida al Padre por todos los hombres. Toda su vida fue una verdadera “diakonía” que culmina con su pasión y muerte en la Cruz. Toda la Iglesia se une a la ofrenda y a la intercesión de Cristo.

La Iglesia que peregrina en este mundo, pastores y fieles, participa en la celebración del sacrificio eucarístico de Cristo: “Encargado del ministerio de Pedro en la Iglesia, el Papa es asociado a toda celebración de la Eucaristía en la que es nombrado como signo y servidor de la unidad de la Iglesia universal.

El Obispo del lugar es siempre responsable de la Eucaristía, incluso cuando es presidida por un presbítero; el nombre del Obispo se pronuncia en ella para significar su presidencia de la Iglesia particular en medio del presbiterio y con la asistencia de los diáconos. La comunidad intercede también por todos los ministros que, por ella y con ella, ofrecen el Sacrificio Eucarístico”. La Iglesia celebra el santo Sacrificio de la Misa como comunidad jerárquica. Cada miembro participa activamente desde su misión concreta en la comunidad cristiana.

LA IGLESIA DEL CIELO SE UNE SIEMPRE A LA OFRENDA DE CRISTO.

En la celebración eucarística estamos en comunión “con la santísima Virgen María y haciendo memoria de ella, así como de todos los santos y santas. En la Eucaristía, la Iglesia, con María, está como al pie de la cruz, unida a la ofrenda y a la intercesión de Cristo”. Juan Pablo II nos invitaba a todos a entrar en la escuela de María, Mujer ‘eucarística” También se ofrece el sacrifico eucarístico “por los fieles difuntos que han muerto en Cristo y todavía no están plenamente purificados, para que puedan entrar en la luz y la paz de Cristo”.

Considero muy oportuno recordar aquella recomendación tan llena de fe de santa Mónica dirigida a san Agustín y a su hermano poco antes de fallecer: “Enterrad este cuerpo dondequiera, y no tengáis más cuidado de él; lo que únicamente pido y os encomiendo muy de veras es que os acordéis de mí en el altar del Señor, dondequiera que os halléis”. Es muy consoladora la verdad de la comunión de los santos que no se rompe ni siquiera con la muerte: “La unión de los viadores con los hermanos que se durmieron en la paz de Cristo, de ninguna manera se interrumpe, antes bien, según la constante fe de la Iglesia, se robustece con la comunicación de bienes espirituales”.

En la Eucaristía actualizamos sacramentalmente la comunión entre todos los miembros del Cuerpo de Cristo. En la celebración litúrgica alcanza su verdadera expresión el carácter sacrificial de la Eucaristía sobre todo en las anáforas. En ellas se une la anamnesis con la acción de gracias como sacrificio vivo y santo, a la vez que se afirma que la ofrenda de la Iglesia está unida a la víctima inmolada que nos reconcilia, y transforma nuestra vida en ofrenda permanente: “Así pues, Padre, al celebrar ahora el memorial de la pasión salvadora de tu Hijo (…), te ofrecemos, en esta acción de gracias, el sacrificio vivo y santo. Dirige tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia, y reconoce en ella la Víctima por cuya inmolación quisiste devolvernos tu amistad (…). Que Él nos transforme en ofrenda permanente”.

En la santa Misa se ofrece el único sacrificio agradable por el que Cristo nos ha redimido, pero un sacrificio que el mismo Dios “ha preparado a su Iglesia”, para una salvación actual que se extiende a todos los hombres y también a los difuntos. En las diversas anáforas se destacan la dimensiones cristológica (“Dirige tu mirada, Padre santo, sobre esta ofrenda: es Jesucristo que se ofrece con su cuerpo y con sus sangre y, por este sacrificio nos abre el camino hacia ti”), pneumatológica sin la cual no hay Eucaristía (“santifica estos dones con la efusión de tu Espíritu”)94 y eclesiológica del sacrificio eucarístico (“Acéptanos también a nosotros, Padre santo, juntamente con la ofrenda de tu Hijo” ).

QUINTA MEDITACIÓN

LA EUCARISTÍA, SACRIFICIO DE CRISTO Y DEL SACERDOTE

La Eucaristia-misa hace presente todo el misterio salvador de Cristo por medio del sacerdote. Para esto la Eucaristía del domingo es lo primero y esencial para nosotros y la vida cristiana de los nuestros, por varias razones, pero especialmente, porque el «dies Domini» se manifiesta así también como «dies Ecclesiae».

Se comprende entonces por qué la dimensión comunitaria de la celebración  dominical deba ser particularmente  destacada a nivel pastoral. Entre las numerosas actividades que desarrolla una parroquia «ninguna es tan vital o formativa para la comunidad como la celebración dominical del día del Señor y de su Eucaristía... para fomentar el sentido de la comunidad eclesial, que se manifiesta y alimenta especialmente en la celebración comunitaria del domingo…» (Dies Domini 35).

       Por eso, en mis predicaciones repito con frecuencia: Sin domingo no hay cristianismo y el corazón del domingo es la Eucaristía, o más breve: sin Eucaristía de domingo no hay cristianismo. Y con los niños/as de Primera Comunión, después de explicárselo, les digo y exijo que lo digan ellos en sus casas con fuerza a sus padres: Sin misa del domingo, no hay primera comunión. Y así lo he cumplido en mi vida pastoral con los disgustos pertinentes, principalmente porque algunos se fueron a otras parroquias donde no…

Pues bien, este rato de oración quiere ser una ayuda para todos los que queremos celebrarestos misterios esenciales de nuestra fe, según el mandato de Cristo: “Y cuantas veces hagáis esto, acordaos de mí”. Acordaos, nos dice el Señor en cada misa, sobre todo del domingo, de que en la Eucaristía realizo la Nueva y Eterna Alianza de Dios con todos los hombres por mi sangre derramada que es la Nueva Pascua en mi muerte y resurrección que alcanza y anticipa la vuestra. Y nosotros con gozo recordamos y celebramos todos los domingos este mandato del Señor con toda su entrega y emoción y lo celebramos como memorial de su muerte y resurrección y de la nuestra. Celebramos nuestra resurreccion en Cristo glorioso ya y salvador nuestro.

       Y esto es lo primero que quiero deciros y que meditemos en esta oración. Esta es la intención de esta primera meditación. Quiero dar una explicación sencilla de estos conceptos teológicos-bíblicos-litúrgicos de la Eucaristía como Nueva Pascua y Nueva Alianza. Me gustaría que si alguna vez preguntasen a nuestros feligreses al salir de la Eucaristía dominical sobre el misterio que acaban de celebrar, en concreto, qué es la Eucaristía, no tuviéramos que sufrir los pastores por su silencio o respuestas poco adecuadas, que tal vez podrían echarnos en cara   la poca formación recibida en este sentido, porque nosotros, sin darnos cuenta y ser conscientes de esto, creemos que ellos lo saben como nosotros. Y si no lo saben es porque no los practican y no lo practican porque tal vez nosotros no lo predicamos porque no lo vivimos.  Que al menos esto no se produzca por falta de la predicación pertinente: “Y ¿cómo creerán sin haber oído de Él? Y ¿cómo oirán si nadie les predica...? Luego la fe viene de la audición, y la audición, por la palabra de Cristo?”  (Rm 10, 14  y 17).

       Quiero terminar esta meditación añadiendo unas notas sobre el último documento publicado sobre la Eucaristía, esto es, la Instrucción de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina  de los Sacramentos Redemptionis Sacramentum,  abril 2004, sobre algunas normas que deben observarse o evitar acerca de la Santísima Eucaristía.

       La Instrucción Redemptionis Sacrametum es un documento que insiste en cuidar el sacramento de la Eucaristía en su conjunto. Ya lo advertía el Papa Juan Pablo II en su última Encíclica de sobre la Eucaristía: Ecclesia de eucharistia. Y esto me parece que se debe a una cierta sensibilidad eucarística en este momento del Pontificado de Juan Pablo II. 

       Esta Instrucción tiene como objetivo principal evitar los abusos actuales, que puedan darse y que deforman la naturaleza de la Eucaristía. Lo dice expresamente en el nº 4: «No se puede callar ante los abusos, incluso gravísimos, contra la naturaleza de la Liturgia y de los sacramentos, también contra la tradición y autoridad de la Iglesia…»

       Quiero también reseñar especialmente la obligación de los Obispos diocesanos en favorecer el derecho de los fieles a visitar y adorar al Santísimo sacramento de la Eucaristía (n 139); es más, recomienda a los Obispos que en ciudades o núcleos urbanos importantes designe una Iglesia para la adoración perpetua.

       Y me parece muy oportuna esta última frase del nº 39,  que es también el lema de todo este libro sobre la Eucaristía: «También se debe recordar que la fuerza de la acción litúrgica no está en el cambio frecuente de los ritos, sino, verdaderamente, en profundizar en la palabra de Dios y en el misterio que se celebra». Y esto se consigue principalmente, como explicaré ampliamente en estas meditacones por la unión litúrgico-espiritual con Cristo en la celebración y comunión eucarística.

       La celebración de la Eucaristía, entre todos los actos litúrgico, es el que más nos ayuda a configurarnos con Cristo, a tener su mismos criterios y sentimientos, a entregarnos hasta el extremo a Dios y a los hermanos. Por eso, la Eucaristía es el sacramento que más y mejor provoca y realiza y mejora la conversión y asimilación de lo que celebramos y por tanto más plenamente nos une y santifica y nos transforma en lo que celebramos y comulgamos en actitudes de fe y amor; esta asimilación de los gestos y acciones litúrgicas se consiguen y adquieren especialmente mediante la oración y la unión con Cristo Sacerdote celebrante, esto es, mediante la celebración de la Eucaristía “en espíritu y verdad”, título escogido para el libro.

Esto es lo que pretendo pastoralmente con estas meditaciones para mis hermanos sacerdotes: «Que los cristianos no asistan a este Misterio de fe como extraños y mudos espectadores, sino que comprendiéndolo bien a través de los ritos y oraciones, participen consciente, piadosa y activamente» (SC 48); «Mas para asegurar esta plena eficacia es necesario que nosotros sacerdotes como los fieles nos acerquemos  a la Sagrada Liturgia Eucarística con recta disposición de ánimo, pongamos nuestro espíritu en consonancia con lo que celebramos identifícándonos con Cristo sacerdote y ofrenda y colaboremos así con la gracia divina…,vigilar para que en la acción litúrgica no sólo se observen las leyes relativas a la celebración válida y lícita, sino también que los fieles participen en ella consciente, activa y fructuosamente… (SC11).

       En la Carta Apostólica “Novo millennio ineunte” de carácter programático y muy trabajada por mí en algunos de mis libros, Juan Pablo II, describe una perspectiva de compromiso pastoral basado en la contemplación del rostro de Cristo: “Los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo ‘hablar’ de Cristo, sino en cierto modo hacérselo ‘ver’. ¿Y no es quizás cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio?. Nuestro testimonio sería, además, enormemente deficiente si nosotros no fuésemos los primeros contempladores de su rostro”

       También el Sr. Obispo de Ourense, D. Luis Quinteiro Fiuza escribió una Carta Pastoral: LA EUCARISTÍA FUENTE DE VIDA ECLESIAL (2006) muy interesante y que citaré en alguna de estas meditaciones eucarístico-sacerdotales, cosa que no pude hacer en la edición de este libro porque lo publiqué dos años antes. Está claro que desde la contemplación del rostro de Cristo por la oración se puede avanzar por la senda de la santidad y de la eficacia apostólica porque como ya nos dijo y nos dice en la oración todos los días el Señor “sin mí no podéis hacer nada.”

Nuestro compromiso pastoral “se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste”. No hay que olvidar que “la mirada de la Iglesia se dirige continuamente a su Señor, presente en el Sacramento del altar, en el cual descubre la plena manifestación de su inmenso amor”. En efecto, como antes dije, la Eucaristía es fuente, centro y cumbre tanto de la vida del cristiano como de la vida de la Iglesia y, en consecuencia, de su pastoral (EM 6).

El misterio de la Eucaristía, tan extraordinariamente rico, incluye diversas dimensiones íntimamente unidas entre sí. Al hablar de la institución de la Eucaristía y de su relación con el misterio pascual, afirma el Concilio Vaticano II: “Nuestro Salvador, en la última Cena, la noche que le traicionaban, instituyó el sacrificio eucarístico de su Cuerpo y Sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz y confiar a su Esposa, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección: sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad, banquete pascual, en el cual se recibe como alimento a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria venidera”.

El texto conciliar recoge los aspectos fundamentales del misterio eucarístico. Se puede afirmar que la Eucaristía es la actualización y recapitulación sacramental de todo el misterio cristiano. Es el legado recapitulador de la vida, muerte y resurrección de Jesucristo; es glorificación de Dios y salvación para el ser humano; vivencia personal a la vez que eclesial; don al mismo tiempo que tarea. La Iglesia ha contemplado siempre en la Eucaristía el misterio central de su fe.

El Concilio Vaticano II describe de esta forma la inmensa riqueza del don de la Eucaristía: “Y es que en la santísima Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo por su carne, que da la vida a los hombres, vivificada y vivificante por el Espíritu Santo”.

La Sagrada Eucaristía es un misterio de fe. El sacerdote después de la consagración exclama: “Este es el misterio de nuestra fe”. El pueblo fiel contesta con esta aclamación: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡ven, Señor Jesús!”. La Eucaristía es el misterio al que debemos acercarnos “con humilde reverencia, no buscando razones humanas que deben callar, sino adhiriéndonos firmemente a la Revelación divina”.

Este misterio supera totalmente la luz de la inteligencia humana, sólo puede ser acogido y contemplado con los ojos de la fe. Los Santos Padres y Doctores de la Iglesia han destacado esta dimensión de la Eucaristía. S. Juan Crisóstomo habla de esta realidad con términos claros y precisos: “Inclinémonos ante Dios, y no le contradigamos aun cuando lo que Él dice pueda parecer contrario a nuestra razón y a nuestra inteligencia, sino que su palabra prevalezca sobre nuestra razón e inteligencia. Observemos esta misma conducta respecto al misterio eucarístico, no considerando solamente lo que cae bajo los sentidos, sino atendiendo a sus palabras, porque su palabra no puede engañar”.

S. Cirilo de Jerusalén, exhorta a los fieles con estas palabras: “No veas en el pan y en el vino meros y naturales elementos, porque el Señor ha dicho expresamente que son su cuerpo y su sangre: la fe te lo asegura, aunque los sentidos te sugieran otra cosa”.

Los fieles cristianos, haciéndose eco de las palabras de Santo Tomás de Aquino, cantan frecuentemente: “En ti se engaña la vista, el tacto, el gusto; solamente se cree al oído con certeza. Creo lo que ha dicho el Hijo de Dios, pues no hay nada más verdadero que la Palabra de la verdad”. Cristo en la Eucaristía está realmente presente y vivo y actúa con su Espíritu.

Pablo VI, después de alabar los notables esfuerzos de los teólogos, advierte con toda claridad que “toda explicación teológica que intente buscar alguna inteligencia de este misterio, debe mantener, para estar de acuerdo con la fe católica, que en la realidad misma, independiente de nuestro espíritu, el pan y el vino han dejado de existir después de la consagración, de suerte que el Cuerpo y la Sangre adorables de Cristo Jesús son los que están realmente delante de nosotros” 16. 3) Un misterio de Luz.

Juan Pablo II presentó el año de la Eucaristía siguiendo el icono de los dos discípulos de Emaús. El camino emprendido por estos dos discípulos es también el camino del hombre de hoy. En efecto, “En el camino de nuestras dudas e inquietudes, y a veces de nuestras amargas desilusiones, el divino Caminante sigue haciéndose nuestro compañero para introducirnos, con la interpretación de las Escrituras, en la comprensión de los misterios de Dios”.

Durante su vida pública Jesús se presentó a sí mismo como la verdadera y única luz del mundo: “Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no caminará a oscuras, sino que tendrá la luz de la vida”. El signo de la curación del ciego de nacimiento adquiere en este punto una significación especial. Jesús declara entonces: “Mientras estoy en el mundo yo soy la luz del mundo”.

SEXTA MEDITACIÓN

LA MISA Y EL SACERDOTE

Queridos hermanos sacerdotes: El misterio eucarístico encierra en sí mismo una pluralidad de aspectos que os quero señalar brevemente. Recojo un texto de la Instrucción “Eucharisticum mysterium” que nos ofrece una admirable síntesis de los aspectos centrales de la Eucaristía: “Por eso la Misa o Cena del Señor es a la vez e inseparablemente: sacrificio en el que se perpetúa el sacrificio de la cruz; memorial de la muerte y resurrección del Señor, que dijo: ‘Haced esto en memoria mía’ (Lc.22,19); banquete sagrado, en el que, por la comunión del cuerpo y de la sangre del Señor, el pueblo de Dios participa en los bienes del sacrificio pascual, renueva la nueva alianza entre Dios y los hombres sellada de una vez para siempre con la sangre de Cristo, y prefigura y anticipa en la fe y en la esperanza el banquete escatológico en el reino del Padre, anunciando la muerte del Señor hasta que venga”.

LA IGLESIA HACE LA EUCARISTÍA

Jesucristo es el único sumo Sacerdote de la nueva Alianza. Él es el gran celebrante de la Eucaristía. A través del Espíritu Santo se hace presente de múltiples maneras en la celebración de la Eucaristía: en su Palabra y bajo las especies del pan y del vino, en la persona del sacerdote y en la propia comunidad que celebra. La Eucaristía tiene, por tanto, su origen en Cristo y es un don de Dios.

       Sin embargo, desde un punto visible y externo, la Eucaristía es el sacramento central de la Iglesia, en el que se manifiesta de modo especial la verdadera naturaleza, la estructura ministerial y la acción sacerdotal de todo el pueblo de Dios. Es la Iglesia entera la que está de algún modo presente, como pueblo sacerdotal, ejerciendo su universal sacerdocio.

Así se reconoce en el Misal de Pablo VI, cuando se dice: “La celebración de la Misa, como acción de Cristo y del pueblo de Dios jerárquicamente ordenado, es el centro de toda la vida cristiana para la Iglesia, tanto universal como local y para cada uno de los fieles” .

TODA LA IGLESIA, COMO PUEBLO SACERDOTAL, PARTICIPA EN LA CELEBRACIÓN DE LA EUCARISTÍA.

El Concilio Vaticano II recordó de nuevo la doctrina del sacerdocio común, invitando a todos los fieles presentes en la celebración de la Eucaristía a participar en ella de forma consciente, piadosa y activa. Promover y facilitar esta participación de todos en la celebración eucarística es uno de nuestros grandes deseos como párrocos y sacerdotes de nuestras comunidades. Participación activa que no puede ser entendida de un modo meramente exterior y activista.

Al hablar del ejercicio del sacerdocio común en los sacramentos, el Concilio describe la participación en la Eucaristía con estos términos que resume toda la riqueza de la Eucaristía para todos los participantes como pueblo de Dios sacerdotal: “Participando (los fieles) del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella. Y así, sea por la oblación o sea por la sagrada comunión, todos tienen en la celebración litúrgica una parte propia, no confusamente, sino cada uno de modo distinto. Más aún, confortados con el Cuerpo de Cristo en la sagrada liturgia eucarística, muestran de un modo concreto la unidad del pueblo de Dios, significada con propiedad y maravillosamente realizada por este augustísimo sacramento”. Por eso siempres la participacion en la santa misa debe ser siempre tanto para el sacerdote como para todos los fieles una participacion consciente, piadosa y santificadora. 

 La participación en la santa Misa conlleva interrumpir la actividad y la rutina cotidianas para alabar la bondad de Dios, de la que vivimos y de la que tenemos experiencia día tras día y para darle gracias a Dios por habernos dado a Jesucristo como Camino, Verdad y Vida.

En la celebración eucarística tenemos también la oportunidad de descubrir lo que es esencial para nuestra vida, sobre aquello que nos sustenta y sostiene. En la Eucaristía tomamos conciencia de la fuente de la que nos alimentamos y del fin para el que vivimos. Está claro que no nos alimentamos de nosotros mismos, ni vivimos por nosotros mismos ni para nosotros mismos.

La celebración de la Eucaristía no debería ser un acto ceremonioso y triste, sino una fiesta alegre y viva. Todos los que en ella participan –niños, jóvenes, adultos y ancianos– deberían hacerlo con todas las dimensiones de la personalidad propia de cada uno en sus circunstancias porque el gozo en el Señor es nuestra fuerza.

El Apóstol Pablo nos insiste: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. Que todo el mundo os conozca por vuestra bondad. El Señor está cerca. Que nada os angustie; al contrario, en cualquier situación presentad vuestros deseos a Dios orando, suplicando y dando gracias”. La Eucaristía ha de ser una verdadera celebración festiva llena del gozo más auténtico. 

Por otro lado, en la celebración de la Eucaristía ha de mantenerse el respeto ante el Dios santo y ante la presencia de nuestro Señor en el sacramento. Debe ser también un espacio para el silencio, la meditación, la adoración y el encuentro personal con Dios. En este sentido, la liturgia nunca es un medio para un fin, sino un fin en sí misma. Contribuye a la glorificación de Dios y, por eso mismo, a la salvación del ser humano. Es necesario redescubrir la riqueza de la Eucaristía y elucidar su sentido. La verdadera formación litúrgica, que llegue al fondo no sólo del entendimiento, sino del corazón, es imprescindible para una participación más provechosa en el don de la Eucaristía.

Son múltiples los ministerios que los fieles laicos pueden y deben asumir en la celebración eucarística. Todos ellos desempeñan un auténtico ministerio litúrgico que merecen nuestra gratitud y reconocimiento. Desde esta perspectiva, la Eucaristía es expresión de una Asamblea participativa.

Todo el pueblo de Dios es sujeto participativo de la acción litúrgica de la Iglesia. De ahí que “las acciones litúrgicas no son acciones privadas, sino celebraciones de la Iglesia, que es ‘sacramento de unidad’, pueblo santo congregado y ordenado bajo la dirección de los obispos. Por eso, pertenecen a todo el cuerpo de la Iglesia, lo manifiestan y lo implican; pero cada uno de los miembros de este cuerpo recibe un influjo diverso según la diversidad de órdenes, funciones y participación actual” 161. Se trata, como ya dije, de una participación que actualiza el sacerdocio universal y que expresa la unidad en la diversidad de oficios y ministerios.

EUCARISTÍA Y EL MINISTERIO ORDENADO.

La acción eucarística de la Iglesia se expresa y ejerce de modo diferenciado, haciendo en ella cada uno todo y sólo aquello que le pertenece. No se debe caer, por tanto, ni en una confusión de funciones y ministerios, ni en una absorción de los mismos. Jesús no sólo llamó al pueblo en general. A los Doce los llamó y envió de un modo especial, confiándoles también la celebración de la Cena: “Haced esto en memoria mía” .

La Eucaristía manifiesta la participación y comunión de todo el Pueblo de Dios en su estructura jerárquica. Esta ordenación jerárquica se manifiesta sobre todo en la Eucaristía presidida por el Obispo, rodeado del presbiterio y con la actuación adecuada de todos los servicios y ministerios.

En la Eucaristía dominical, donde se reúne la Asamblea en un determinado lugar, se representa a la Iglesia entera en comunión con el Obispo y con las otras Iglesias. Juan Pablo II describe con cierta amplitud el tema de la apostolicidad de la Iglesia y de la Eucaristía. Me detendré en aquellos aspectos que muestran cómo la Eucaristía es esencialmente Apostólica.

Los Apóstoles están en íntima relación con la Eucaristía, porque Jesús les confió este Sacramento y ellos y sus sucesores lo trasmitieron hasta nosotros. “La Iglesia celebra la Eucaristía a lo largo de los siglos precisamente en continuidad con la acción de los Apóstoles, obedientes al mandato del Señor”.

En un segundo sentido la Eucaristía es Apostólica, pues se celebra en conformidad con la fe de los Apóstoles. Durante la bimilenaria historia del Pueblo de la nueva Alianza, el Magisterio de la Iglesia ha ido precisando con sumo cuidado la doctrina sobre la Eucaristía. De este modo se ha salvaguardado la fe Apostólica en este Misterio tan excelso. “Esta fe permanece inalterada y es esencial para la Iglesia que perdure así».

En tercer lugar, la sucesión Apostólica necesariamente conlleva el sacramento del Orden. Esta sucesión es esencial para que haya Iglesia en sentido propio y pleno. Más todavía, la sucesión de los Apóstoles en la misión pastoral afecta esencialmente a la celebración eucarística. “En efecto, como enseña el Concilio Vaticano II, los fieles ‘participan en la celebración de la Eucaristía en virtud de su sacerdocio real’, pero es el sacerdocio ordenado quien ‘realiza como representante de Cristo el sacrificio eucarístico y lo ofrece a Dios en nombre de todo el pueblo” 169. 36. Ni el ministerio sacerdotal ni la Eucaristía pueden ser derivados ‘desde abajo’, a partir de la comunidad. Ambos superan radicalmente la potestad de la Asamblea.

Para la celebración eucarística es irrenunciable el ministerio del sacerdote ordenado. La Eucaristía, que se funda en la previa acción salvífica de Dios, es signo pleno de la permanente donación y condescendencia del Padre por Cristo en el Espíritu Santo. Este advenimiento de la salvación ‘desde fuera’ y ‘desde arriba’, cobra expresión simbólico-sacramental en el envío del sacerdote a la comunidad.

Es cierto que el sacerdote, en cuanto destinatario de la salvación, forma parte de la comunidad cristiana. Como cualquier otro cristiano depende a diario y siempre de nuevo del perdón y la misericordia de Dios, de su ayuda y de su gracia. Sin embargo, en el ejercicio de su ministerio sacerdotal se halla frente a la comunidad como representante de Aquel que es Cabeza de la Iglesia y verdadero Celebrante primordial. En este sentido, el sacerdote ordenado “realiza como representante de Cristo el Sacrificio eucarístico”. El sacerdote actúa, entonces, “in persona Christi Capitis”.

La palabra autorizada de Juan Pablo II nos ofrecía el significado preciso de esta expresión: “in persona Christi quiere decir más que ‘en nombre’ o también, ‘en vez’ de Cristo. In ‘persona’: es decir, en la identificación específica, sacramental con el ‘sumo y eterno Sacerdote’, que es el autor y el sujeto principal de su propio sacrificio, en el que, en verdad, no puede ser sustituido por nadie”. El ministerio del sacerdote ordenado “es insustituible en cualquier caso para unir válidamente la consagración eucarística al sacrificio de la Cruz y a la Última Cena”.

EL MINISTERIO SACERDOTAL ES CONSTITUTIVO PARA LA CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA.

La Asamblea que es convocada para celebrar la Eucaristía necesita absolutamente un sacerdote ordenado que la presida. La función de presidir la Eucaristía no consiste sólo en realizar determinados ritos o en pronunciar ciertos textos, sino en actuar permanentemente “en la persona de Cristo”, a quien representa, y “en nombre de la Iglesia”, elevando al Padre la plegaria y la ofrenda del Pueblo santo, siendo instrumento dócil en las manos del Señor para la santificación de la comunidad eclesial. 

Si la Eucaristía es centro y cumbre de la vida de la Iglesia, lo es también del ministerio sacerdotal. La praxis de la celebración diaria de la Eucaristía tiene una importancia decisiva para la vida espiritual de los presbíteros. La Eucaristía “es la principal y central razón de ser del sacramento del sacerdocio, nacido efectivamente en el momento de la institución de la Eucaristía y a la vez que ella”.

Son múltiples y variadas las actividades pastorales del presbítero. Hoy día existe en su vida un serio peligro de dispersión. La caridad pastoral debe ser el vínculo que dé unidad a toda la vida del presbítero. Esta caridad pastoral que tiene su fuente específica en el sacramento del Orden, halla su expresión plena y su alimento supremo en la Eucaristía. “El alma sacerdotal ha de reproducir en sí misma lo que se hace en el ara sacrificial”.

En consecuencia, “la caridad pastoral del sacerdote no sólo fluye de la Eucaristía, sino que encuentra su más alta realización en su celebración, así como también recibe de ella la gracia y la responsabilidad de impregnar de manera ‘sacrificial’ toda su existencia”.

En la celebración cotidiana de la Eucaristía el sacerdote encuentra la fuerza necesaria para afrontar, sin caer en la dispersión, los diversos quehaceres pastorales. “Cada jornada será así verdaderamente eucarística” . En este sentido, “el presbítero tiene que ser ante todo adorador y contemplativo de la Eucaristía a partir del mismo momento en que la celebra”.

SÉPTIMA MEDITACIÓN

LA EUCARISTÍA HACE LA IGLESIA

Queridos hermanos sacerdotes: Todos sabéis que la Eucaristía hace la Iglesia como dice el Vaticano II porque la relación entre el misterio de la Eucaristía y la Iglesia implica también el efecto de la Eucaristía en la Iglesia. La influencia de la Eucaristía es tal que puede decirse que la Iglesia es objeto de la Eucaristía o, con otras palabras, “la Eucaristía hace la Iglesia”. De esta forma la Iglesia es objeto principal de la Eucaristía que ella ‘hace’; es beneficiaria primera del acontecimiento que celebra. Mediante la Eucaristía “la Iglesia vive y crece continuamente”.

La significación de la Eucaristía para la vida de cada Iglesia particular es tal que “no se construye ninguna comunidad cristiana si no tiene su raíz y quicio en la celebración de la santísima Eucaristía, por la que debe, consiguientemente, empezar toda la formación en el espíritu de comunidad”: Vaticano II.

A) En la Eucaristía la Iglesia toma conciencia de su identidad y de su misión. Mientras peregrina en la tierra, la Iglesia está llamada a mantener y promover tanto la comunión con el Dios trinitario como la comunión entre los hombres.

La Eucaristía hace y significa a la Iglesia como comunión. No es casualidad que el término “comunión” sea uno de los nombres específicos del Santísimo Sacramento. Se llama “comunión, porque por este sacramento nos unimos a Cristo que nos hace partícipes de su Cuerpo y de su Sangre para formar un solo cuerpo”.

En la Eucaristía la Iglesia toma conciencia de su identidad y de su misión. Se puede afirmar que la Eucaristía es el lugar más privilegiado de expresión, realización e identificación de la Iglesia, el momento decisivo de su crecimiento en verdadero Cuerpo de Cristo, al servicio de toda la humanidad. El misterio entero de la Iglesia, en su ser, su aparecer y sus signos más auténticos, se manifiesta de modo especial en la Eucaristía.

Como nos indica el Santo Padre, Benedicto XVI “la Eucaristía podría considerarse también como una ‘lente’ mediante la cual comprobar continuamente el rostro y el camino de la Iglesia, que Cristo fundó para que todo hombre pudiera conocer el amor de Dios y hallar en él plenitud de vida”. Por ser la persona de Cristo, la Eucaristía puede considerarse como fundamento y base de la Iglesia. Como enseña el Concilio de Trento, los otros sacramentos poseen la fuerza de santificar; en la Eucaristía, en cambio, está presente el mismo autor de la santificación.

Más todavía, enseña el Concilio Vaticano II : “En la sagrada Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona, nuestra pascua y pan vivo, que, por su carne vivificada y vivificante por el Espíritu Santo, da vida a los hombres, que de esta forma son invitados y estimulados a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas las cosas creadas, juntamentecon él”.

En la Eucaristía se actualiza el misterio pascual de Cristo. La Iglesia celebra en la Eucaristía el sacrificio mismo de Cristo, que es origen y fuente de la comunidad cristiana. Cristo es el redentor de la Iglesia, que se entregó por ella para acogerla como Esposa santa e inmaculada. Este amor hasta el extremo del Esposo a su Esposa se perpetúa hasta el final de los tiempos en la celebración eucarística. Compenetrándose plenamente con el misterio pascual, la Iglesia realiza en la Eucaristía la plenitud de su ser.

B) En la Eucaristía se va generando el misterio de la Iglesia. La Eucaristía es generadora de Iglesia que brota y nace cada día del misterio eucarístico como fuente inagotable de comunión. Es en la Eucaristía donde una multitud de seres humanos llegan a ser el Cuerpo de Cristo, al participar de su persona –de su Cuerpo y Sangre– e incorporarse a ella. La Eucaristía es “la suprema manifestación sacramental de la comunión en la Iglesia”.

La Eucaristía a la vez que actualiza la obra de nuestra redención, representa y realiza la unidad de la Iglesia: “La unidad de los fieles, que constituyen un solo cuerpo en Cristo, está representado y se realiza por el sacramento del pan eucarístico (cfr.ICor.10,17).

Todos los hombres están llamados a esta unión en Cristo, luz del mundo, de quien procedemos, por quien vivimos y hacia quien caminamos”. La unión con Cristo conlleva la unión con los hermanos. Los dos discípulos de Emaús, cuando descubren el rostro del Resucitado al partir el pan, vuelven a Jerusalén junto a los demás: “En aquel mismo instante se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los once y a todos los demás”.

En la misma alegoría de la vid y los sarmientos, el Señor nos recuerda el mandamiento nuevo: “Mi mandamiento es éste: Amaos los unos a los otros como yo os he amado”. No es posible permanecer unidos a la Vid verdadera, sino estamos en comunión con los demás miembros del Cuerpo de Cristo. En el misterio eucarístico tenemos la oportunidad de participar del único Pan de vida: “Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre... el que come mi Carne y bebe mi Sangre, tiene vida eterna... permanece en mí y yo en él”.

La participación en el único Pan y en la única Sangre nos hace un solo Cuerpo: “El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no nos hace entrar en comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no nos hace entrar en comunión con la sangre de Cristo? Pues si el pan es uno solo y todos participamos de ese único pan, todos formamos un solo cuerpo”.

En el sacramento de la Eucaristía se va edificando la Iglesia como misterio de comunión. San Agustín comenta admirablemente el texto del Apóstol: “Si vosotros mismos sois Cuerpo y miembros de Cristo, sois el sacramento que es puesto sobre la mesa del Señor, y recibís este sacramento vuestro. Respondéis ‘amén (es decir, ‘sí’, ‘es verdad’) a lo que recibís, con lo que, respondiendo, lo

reafirmáis. Oyes decir ‘el Cuerpo de Cristo’, y respondes ‘amén’. Por lo tanto, sé tú verdadero miembro de Cristo para que tu ‘amén’ sea también verdadero”.

 La reflexión cristiana que arranca sobre todo del mensaje paulino, ha utilizado constantemente la conocida comparación del pan formado por muchos granos de trigo, molidos, convertidos en harina, amasados por el agua del bautismo y cocidos por el fuego del Espíritu, para mostrar las raíces de la unidad de la Iglesia y para exhortar a los cristianos a la convivencia concorde y pacífica.

La Constitución “Lumen Gentium” sintetiza la doctrina paulina en los siguientes términos: “En la fracción del pan eucarístico compartimos realmente el cuerpo del Señor, que nos eleva a la comunión con Él y entre nosotros. Porque el pan es uno, aunque muchos, somos un solo cuerpo todos los que participamos de un mismo pan (ICor.10,17). Así todos somos miembros de su cuerpo (cfr.ICor.12,27) y cada uno miembro del otro (Rom.12,5)” .

Es evidente, nos indicaba Juan Pablo II que “la Eucaristía crea comunión y educa a la comunión”. Las divisiones que puedan existir entre los fieles cristianos contradicen abiertamente las exigencias radicales de la Eucaristía. En la celebración eucarística el día del Señor ha de convertirse también en el día de la Iglesia: “Precisamente a través de la participación eucarística, el día del Señor se convierte también en el día de la Iglesia, que puede desempeñar así de manera eficaz su papel de sacramento de unidad”.

En cada Eucaristía nos sentimos urgidos a reproducir entre nosotros aquel mismo ideal de comunión que animaba a los primeros cristianos. Aquella Iglesia, congregada en torno a los Apóstoles y convocada por la Palabra de Dios para la fracción del pan, vive en profundidad la comunión entre todos sus miembros.

El Santo Padre, Benedicto XVI nos habla de la Eucaristía como fuente de comunión con Cristo y entre nosotros con estas palabras: “En la Eucaristía, el Señor se nos da con su cuerpo, con su alma y su divinidad, y nosotros nos convertimos en una sola cosa con él y entre nosotros”.

OCTAVA MEDITACIÓN

EL SACRIFICIO DE LA EUCARISTÍA ES EL MISMO DE LA CRUZ, OFRECIDO DE UNA VEZ PARA SIEMPRE EN LA ÚLTIMA CENA

La carta a los Hebreos nos enseña que el sacrificio de Cristo en la cruz es único y definitivo sacrificio de expiación por los pecados. No hay otro. El problema está, como hemos dicho, en mostrar cómo un sacrificio que tuvo lugar hace dos mil años se hace presente aquí y ahora. Creo que la respuesta está en la misma carta. El sacrificio  de Cristo ha sido ofrecido“de una vez para siempre” (Hbr.10,11-14), y en esa única vez ha sido aceptado por el Padre y mantiene esa presencia única, definitiva y escatológica, que perdura de forma gloriosa en el cielo y se hace presente por la consagración en la tierra.

       El sacrificio, ya aceptado por el Padre, mediante la resurrección y ascensión y colocación a su derecha, en sacrificio celeste que perdura eternamente presentado por Cristo ante el Padre, hecho intercesión y ofrenda agradable, con las llagas ya gloriosas, es el que se hace presente sacramentalmente -«in  mysterio»- sobre el altar, no otro ni una representación del mismo, velado  sí por el pan y el vino y las leyes intramundanas, pero el mismo y único.

       Y es así cómo Jesús se presenta a nosotros y resucita para nosotros en la visibilidad de este sacramento. La Eucaristía es una forma permanente de aparición pascual, signo visible de las realidades invisibles, como lo ha expresado muy bien JUAN PABLO II en la Carta Apostólica DIES DOMINI, nº 75. Al resucitar a su Hijo, el Padre“hace habitar en Él corporalmente toda la plenitud de la divinidad...” (Col. 1,19;2,9) y realiza de este modo la salvación en totalidad escatológica, sin que tenga que añadirse nada en adelante para completarla. En la resurrección y en virtud de la muerte filial (Flp.2,8ss) es donde Cristo recibe el título de Señor (Rom.10,9ss): nombre de la omnipotencia escatológica.

       En la realidad escatológica, lo último ya está presente en la Eucaristía: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección ¡Ven Señor Jesús!». Por la Eucaristía viene el esjatón, el final, Cristo eterno y glorioso, consumado está viniendo... No puedo pararme por ahora más en este aspecto poco tratado. Por la Eucaristía se hace presente la escatología, el Cristo que juzga al hombre y la historia. La pascua es el día del Señorío, el de la revelación última, (Jn.8,28), el de la resurrección de los muertos (Rom.1,4), del juicio final (Fn.12,31), el de la salvación total: es el día del Señor, el último día. Todo esto hemos de tenerlo en cuenta si queremos captar el sentido pleno y total de la Eucaristía, memorial de la pascua de Cristo, que por su muerte y resurrección nos ha <pasado> ya al Padre y desde allí, por la celebración litúrgica, viene al lado de los suyos, y haciéndose presente como realidad y salvación escatológica, comunica a los creyentes los frutos últimos y definitivos ya conseguidos que son Él mismo: El mismo y único que nació, murió y resucitó, el cordero inmolado y glorioso ante el trono de Dios Trino y Uno: El Cristo glorioso y escatológico, el VIVIENTE del Apocalipsis, que nos dice en cada Eucaristía: “No temas nada. Yo soy el primero y el último. El Viviente. Estuve entre los muertos, pero ahora vivo para siempre” (Ap.1,18).

       Esto es lo que se hace presente en la Eucaristía.  ¿Cómo? Como memorial profético, en virtud del mandato: “Haced esto en memoria de mí”. La fe me asegura que Cristo está presente en la Eucaristía, como está en la cena, está en la cruz y está en el santuario celeste. Está realizando íntegramente todo su misterio de salvación y presencializándolo en el aquí y ahora, aunque no podemos explicarlo plenamente. Por la fe sé que está  y lo realiza ciertamente. Y esto es lo más importante. La fe lo ve, porque la fe es participación en el conocimiento que Dios tiene de sí y de las cosas, y aunque yo participo de ese conocimiento, no lo puedo ver como Él. Dios me desborda en todo, en el ver y comprender.

       La vivencia, el conocimiento místico, sin embargo, tiene su fuente de conocimiento en el amor. San Juan de la Cruz afirmará muchas veces que es una forma de conocer más plena que por vía del entendimiento, porque en la <noticia amorosa>, en la <sabiduría de amor>, la vivencia, tocando y haciéndose una realidad en llamas con el objeto amado, percibe mejor la realidad y sus latidos.

       Los verdaderos místicos son los exploradores que Moisés envió delante a explorar la tierra prometida, para que anticipándose en su contemplación, volvieran luego cargados de frutos para explicarnos su hermosura y animarnos a conseguirla.

       Es otra forma de conocer el objeto, también humana, lógica, espiritual. Dice San Juan de la Cruz: «...pues aunque a V.R. le falte el ejercicio de la teología escolástica con que se  entienden las verdades divinas, no le falta el de la mística, que se sabe por amor, en que no solamente se saben, más juntamente se gustan» (CE.3).

       Por esto, el teólogo no puede habitar en dos mundos separados, cada uno de los cuales exija certezas contrarias en donde la afirmación de la fe no pueda ser aceptada por la razón. La teología es la luz de la fe que intenta extenderse al terreno de la razón, a fin de que el hombre se haga creyente por entero. La teología es un apostolado hacia dentro, con una misión hacia dentro: evangelizar la razón, llevándola a acoger el misterio ya presente en la Iglesia y en su corazón de creyente que también conoce por el amor.

       El conocimiento a los místicos les viene por el amor, que se pone en contacto directo, mediante la vivencia, con el objeto amado y no encuentra tantos límites como la razón para captarlo. “Deshacemos sofismas y toda altanería que se subleva contra el conocimiento de Dios y reducimos a cautiverio todo entendimiento para obediencia de Cristo” (2Cor.10,4s). Dios, que resucita a Cristo por el poder y la gloria del Espíritu Santo, es el Señor de la teología católica.

       El señorío de Cristo no violenta a la inteligencia que razona, forzándola a acoger unas verdades ininteligibles. No la humilla sino que la salva de sus estrecheces, haciéndola humilde, capaz de Dios como María, que acoge la Palabra Dios sin comprenderla. La teología es esclava de la fe y de los fieles, no señora; no tiene que «dominar sobre la fe, sino contribuir al gozo» de los creyentes (Cf.2Cor. 1,24).

       DURRWELL nos dirá «que ante los propios misterios, la teología ha de ser modesta y llena de discreción. Sería un sacrilegio y una ingratitud empeñarse en desgarrar el velo bajo el que se revela el Señor, cuando es ya tan grande la condescendencia de aquel que se da a conocer de este modo.     Para seguir siendo discreta, la teología tendrá que imitar el respeto emocionado de los apóstoles ante la aparición del Resucitado en la orilla del lago: “Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: ¿quién eres tú? Ya sabían que era el Señor” (Jn. 21,12). Por consiguiente, no buscará evidencias racionales para eludir la obligación de creer; no preguntará: ¿Es verdad lo que dice el Señor?, sino Señor, ayúdanos a comprender mejor lo que dices»  (cfr. o. c. pag. 13-20 ).

       La Eucaristía puede estudiarse desde fuera, partiendo de los elementos visibles que la constituyen o desde dentro, partiendo del misterio del que es sacramento-memorial. Aquí es donde vale el axioma: «lex orandi, lex credendi». Aquel que es para siempre la Palabra, Jesucristo, la biblioteca inagotable de la Iglesia, su archivo inviolable condensó toda su vida en los signos y palabras de la Eucaristía: es su suma teológica.

       Para leer este libro eucarístico que es único, no basta la razón, hace falta el amor que haga comunión de sentimientos con el que dijo: «acordaos de mí», de mi amor por vosotros, de mis sentimientos, de mis deseos de entrega, de mis ansias de salvación, del pan en mis manos temblorosas...

       Sin esta comunión personal de sentimientos con Cristo, el libro eucarístico llega muy empobrecido al lector. Este libro hay que comerlo para comprenderlo, como Ezequiel:“Hijo de hombre, come lo que se te ofrece; come este rollo y ve luego a hablar a la casa de Israel. Yo abrí mi boca y él me hizo comer el rollo y me dijo: “Hijo de hombre, aliméntate y sáciate de este rollo que yo te doy”. Lo comí y fue en mi boca dulce como la miel” (Ez. 3,1-3).

       La vivencia mística eucarística conoce por experiencia, viviéndola, lo que nosotros celebramos y explicamos en teología. Pero no con un conocimiento frío, teórico, sin vida, que muchas veces por no vivirse, llega incluso a olvidarse. El que quiera conocer verdaderamente a Dios ha de arrodillarse; el sacerdote, el teólogo, debe trabajar en estado de oración, debe hacer teología arrodillada.

       La Eucaristía es ese libro que hay que leer como San Pablo: a partir de Cristo pascual, que es el misterio escatológico. El Cristo de la fe. La teología de la Eucaristía es una teleología, un discurso a partir del fin. Es la plenitud escatológica de la Salvación que hace presente las realidades futuras, nos llena de vida eterna, y perdura en eterno presente del pasado y del futuro; no hay otro ni más sacrificio porque no hay más que un Cristo, que es Señor y la eternidad ya ha comenzado (cf. DURRWELL. o.c. 13-14).

       El sacerdote no hace presente el sacrificio de Cristo sino que hace presente a Cristo que ofrece su único y definitivo sacrificio que fue toda su vida, desde la Encarnación hasta la resurrección, pero que significó y realizó singularmente con pasión y muerte <gloriosa>, por estar dirigida a la resurrección. Al ser Cristo glorioso el que hace presente su resurrección, se hace presente el Cristo doloroso que ofrece su sacrificio ya celeste al Padre del cielo y en la tierra a su Iglesia por el pan y el vino consagrados.

       El sacrificio ha recibido ya la plenitud total de salvación y eficacia redentora por el Padre que ha acogido al Hijo desde el más allá y lo ha colmado de la gloria divina. Jesús había anunciado varias veces que su muerte estaba unida inseparablemente a su coronación gloriosa. El sacrificio debía ser afrontado solamente en la perspectiva de aquel final feliz. Por eso, el mensaje cristiano no puede separar nunca muerte y resurrección.

       Por eso debemos admitir cierta anticipación del estado glorioso del Salvador en el momento de la celebración de la Última Cena. Juan anticipó esta gloria en la misma muerte de Cristo en la cruz. Sólo el Cristo glorioso posee el poder de renovar la ofrenda de su cuerpo y de su sangre en sacrificio. Así se explica por qué la celebración de la Eucaristía no se realiza sólo en memoria de la pasión de Cristo, sino también en memoria de su resurrección y ascensión. Es Cristo resucitado el que baja al altar. Y como Salvador resucitado es como se ofrece como alimento y bebida en la comida eucarística. Así lo rezamos en la Plegarias Eucarísticas.

NOVENA MEDITACIÓN

CRISTO POR LA EUCARISTÍA HACE PRESENTE TODO SU MISTERIO SALVADOR

 “Haced esto en memoria de mí”. En la Eucaristía no se repite nada: ni los deseos de Cristo de dar su vida por nosotros, ni su sufrimiento ni su ofrenda, sino que se presencializa el mismo sacerdote y la misma víctima del Cenáculo, de la cruz y del cielo. Por muchas celebraciones que se hagan, nunca se repite el sacrificio, siempre es el mismo, porque no se representa otra vez sino que se presencializa el mismo y único sacrificio ofrecido de una vez para siempre. Puede haber muchas intenciones sacerdotales en la concelebración, tantas como sacerdotes, pero el sacrificio siempre es único y el mismo.

       Por lo tanto, la Eucaristía, por ser memorial <in mysterio> de la realidad de Cristo,  presencializa la misma y eterna pascua, la misma y eterna Alianza, la misma víctima, intenciones, deseos sacerdotales y sacrificiales, el único sacrificio de la cruz ya consumado y aceptado por el Padre porque le resucitó sentándolo a su derecha y es ya para siempre el cordero degollado y glorioso ante el trono de Dios, pura intercesión por nosotros y con el cual conectamos en cada Eucaristía.

       Es más, me atrevo a decir: si la vida de Cristo hombre nació en el seno de la Santísima Trinidad como proyecto salvador de los Tres a realizar por el Verbo: “Padre, sacrificios y ofrendas no quieres... aquí estoy para hacer tu voluntad...” (Hbr. 10,5) y se le dotó de un cuerpo humano:“...pero me has dado un cuerpo” (Ibid.) nacido de María, esa voluntad ha sido ya consumada pascualmente -mediante el paso definitivo al Padre, a los bienes escatológicos- esjatón pascual y ya no hay más novedad posible en el mismo seno del Dios Trino y Uno (según su proyecto) y el mismo fuego  de Espíritu Santo que lo sacó del seno trinitario, lo impulsó a encarnarse, lo manifestó como Hijo y lo llevó sudoroso y polvoriento por lo caminos de Palestina predicando la Buena Nueva de Salvación y Eternidad para todos los hombres hasta el testimonio martirial de su vida por ellos... “ardientemente he deseado comer esta pascua con vosotros…” al ser aceptada y recibida ya esa entrega personal de Jesucristo en el mismo seno del Amor Trinitario, por el mismo Espíritu Santo de donde había nacido, perdura ya eternamente como sacerdote y víctima ofrecida, aceptada y adorada ante el trono de Dios Trino y Uno, como afirma repetidamente la liturgia del Apocalipsis.

       Así pues, todo el misterio de Cristo, desde que nace como proyecto en el seno del Padre y se encarna en el seno de María: “La Palabraestaba junto a Dios... la Palabra se hizo carne” (Jn.1,1;14 ), con toda su vida encarnada, con sus ansias de amor y de entrega: “Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo...” (Lc.22,15), desde la Encarnación hasta la Ascensión, especialmente pasión, muerte y resurrección, es lo que se hace presente, al hacer el sacerdote por el Espíritu Santo la memoria de Cristo como Él quiso «recordarse y ser recordado» por <la memoria<z de su Iglesia, eternamente ante Dios y por la Eucaristía ante los hombres.

       Al hacerse presente todo el misterio de Cristo, cada celebrante o participante puede decir en la Eucaristía, con Santa Gertrudis, este texto que leí, cuando preparaba la charla, en la Liturgia de las Horas en el día de su memoria:

       «Por todo ello, te ofrezco en reparación, Padre amantísimo, todo lo que sufrió tu Hijo amado, desde el momento en que, reclinado sobre paja en el pesebre, comenzó a llorar, pasando luego por las necesidades de la infancia, las limitaciones de la edad pueril, las dificultades de la adolescencia, los ímpetus juveniles, hasta la hora en que, inclinando la cabeza, entregó su espíritu en la  cruz, dando un fuerte grito. También te ofrezco, Padre amantísimo, para suplir todas mis negligencias, la santidad y perfección absoluta con que pensó, habló y obró siempre tu Unigénito, desde el momento en que, enviado desde el trono celestial, hizo su entrada en este mundo hasta el momento en que presentó, ante tu mirada paternal, la gloria de su humanidad vencedora...» (Libro 2,23,1.3.5.8.10: SCh 139,330-340) (Liturgia de la Horas, IV, pags. 1370-1373 )

       Y también, en clave de memorial, se puede rezar este texto de S. Brígida, tomado de la Liturgia de las Horas:

       «Bendito seas tú, mi Señor Jesucristo, que anunciaste por adelantado tu muerte y, en la Última Cena, consagraste el pan material, convirtiéndolo en tu cuerpo glorioso y por amor lo diste a los apóstoles como memorial de tu dignísima pasión... Honor a Ti, mi Señor Jesucristo, porque el temor de la pasión y muerte hizo que tu cuerpo inocente sudara sangre... Bendito seas tú, mi Señor Jesucristo, que fuiste llevado ante Caifás... Gloria a Ti por las burlas que soportaste cuando fuiste revestido de púrpura y coronado de punzantes espinas... Alabanza a Ti, mi Señor Jesucristo, que te dejaste ligar a la columna para ser cruelmente flagelado... Bendito seas Tú, glorificado y alabado por los siglos, mi Señor Jesucristo, que estás sentado sobre el trono en tu reino de los cielos, en la gloria de la divinidad, viviendo corporalmente con todos tus miembros santísimos, que tomaste de la Virgen» (Oración 2: Revelationum S. Birgittae libri, 2, Roma 1628,pp.408-410).

       Al decir “haced esto en memoria mía” el Señor nos quiere indicar a cada participante: acordaos de mi vida entregada al Padre por vosotros desde mi encarnación hasta lo último que ahora hago presente, de mi amor loco y apasionado hasta el fin de mis fuerzas y de los tiempos... de mi voz y mis manos emocionadas... “Cuantas veces hagáis esto, acordaos de mí...”  No nos olvidamos, Señor.

       Y todo esto se hace presente en cada Eucaristía y Jesús “se recuerda” para la Stma. Trinidad, para Él y para nosotros, haciéndolo presente. Así es como Jesucristo, proyecto salvador de los hombres, sale del Padre por el Espíritu Santo y en la Eucaristía, vuelve a Él, como proyecto final escatológico logrado por el mismo Espíritu en el Hijo-hombre, y en ella y por ella participamos de la única e irreversible devolución del hombre y del mundo al Padre, que Él, el Hijo eterno y, al mismo tiempo, verdadero hombre, hizo de una vez para siempre.

       Por eso, la Eucaristía es Cristo entero y completo, el evangelio entero y completo, la fe cristiana entera y completa. Nada del misterio de Cristo queda fuera de la Eucaristía. Ni siquiera el misterio de Dios Trino y Uno manifestado por el Padre enviando al Hijo movido por el Espíritu Santo-unión de la Trinidad y Eucaristía proclamada y exigida por el Papa en este año jubilar.

       He hablado de la Eucaristía, queridos amigos, en la medida en que he podido captarla y expresarla yo mismo como creyente, no sólo como teólogo. En definitiva, he tratado de expresarla en palabras humanas. Hay otra forma mucho mejor de presentar la Eucaristía: es la que el sacerdote hace sencillamente cuando eleva el pan consagrado y el cáliz a la vista de la asamblea y solicita de ella la fe: «¡Este es el sacramento de nuestra fe!» Y hay una manera mejor de acogerla: es la que practicamos cuando respondemos al sacerdote en la misma fe: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección ¡Ven, Señor Jesús!».

       No me gustaría terminar este tema sin citar en versión breve el pasaje tan conmovedor y maravilloso de los Mártires de Abitinia (año 304), verdaderos mártires de la Eucaristía del domingo: «Fueron presentados al procónsul por los oficiales del tribunal. Se le informó que se trataba de un grupo de cristianos que habían sido sorprendidos celebrando una reunión de culto de sus misterios. El primero de los mártires torturados, Télica, gritó: Somos cristianos, por eso nos hemos reunido... Saturnino, lleno del Espíritu, le respondió: Hemos celebrado tranquilamente el día del Señor, porque la celebración del día del Señor no puede omitirse... Mientras atormentaban al sacerdote, saltó Emérito, un lector: ...nosotros no podemos vivir sin celebrar el misterio del Señor «sine dominica non possumus» (Actas de los Mártires,  Ruiz Bueno, BAC 75, pp. 975-94).

       Quiero terminar esta sencilla lección teológica haciendo uso de la inclusión semítica en la que para subrayar la importancia de una afirmación, se repite al final del discurso: Hermanos y amigos: ¡Realmente grande es el misterio de nuestra fe!

DÉCIMA MEDITACIÓN

LA  EUCARISTÍA NOS LLENA DE CRISTO Y SU GRACIA

       En la Eucaristía Cristo hace presente su adoración al Padre, en obediencia total, con amor extremo, hasta dar la vida por Dios y los hombres, nuestros hermanos.La Eucaritía hace presente la ofrenda de Cristo al Padre en su pasión y muerte y resurrección para salvar a los hombres y es icono e imagen que debemos copiar e imitar en nuestra vida todos los participantes, sacerdotes y fieles, en la celebración de la santa Eucaristía, siguiendo sus mismas pisadas.

He rezado esta mañana el himno de  Laudes, 15 de septiembre, Nuestra Señora, la Virgen de los Dolores. Ella nos sirve de madre educadora de nuestra fe y modelo en la celebración del sacrificio de Cristo. Ella contemplaba y guardaba en su corazón todo lo que veía en su Hijo. 

       En cada Eucaristía el Señor nos repite a todos lo que dijo  a la Samaritana:“Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber...”. La primera invitación del Señor es a conocer su amor, su entrega, su don, porque esto es el comienzo de toda amistad. Si no se conoce no se ama, no puede haber agradecimiento, ofrenda, alabanza, unión.. Es necesaria la meditación y la reflexión para conocer la verdad del misterio celebrado para así apreciarlo y poder luego desearlo y vivirlo.

Toda la Eucaristía tiene que ser orada,  dialogada con el Señor.  Sin oración personal la litúrgica no puede alcanzar toda su eficacia y plenitud.

Así es cómo el corazón humano se abre al amor divino, sin el cual nosotros  no podemos amar. El himno de Laudes de Nuestra Señora, la Virgen de los Dolores, es el STABAT MATER. Y tiene bien marcados estos dos pasos que he anunciado: mirar y meditar:

La Madre piadosa estaba           ¡Oh cuán triste y aflicta

junto a la cruz y lloraba             se vio la madre bendita

mientras el Hijo pendía;            de tantos tormentos llena!

cuya alma, triste y llorosa,        Cuando triste contemplaba

traspasada y dolorosa,              y dolorosa miraba

fiero cuchillo tenía                    del Hijo amado las penas.

Y ¿cuál hombre no llorara,        Por los pecados del mundo

si a la Madre contemplara         vio a Jesús en tan profundo

de Cristo, en tanto dolor?         tormento la dulce Madre.

Y ¿quién no se entristeciera,     Vio morir al Hijo amado,

Madre piadosa, si os viera         que rindió desamparado

sujeta a tanto rigor?                el espíritu a su Padre.

Celebrar y participar en la Eucaristía  lleva consigo primero, como hemos dicho,  mirar y contemplar y meditar la cruz de Cristo, los sentimientos y actitudes de Cristo en  su pasión, muerte y resurrección, que se hacen presentes todos los días en la santa Eucaristía. Todos los días, la celebración de la santa Eucaristía hace que adoremos al Dios Santo y Único, que merece nuestra adoración y obediencia total, aunque nos haga pasar como a Cristo por la pasión y la muerte de nuestro “yo”, para llevarnos a la resurrección de la nueva vida por Él, con Él y en Él, entrando así plenamente en el misterio y proyecto de la Santísima Trinidad. Esta contemplación de la cruz  es el primer paso para poder celebrar la Eucaristía “en espíritu y verdad”, como Él nos lo dijo, cuando nos prometió este misterio.

       Dice San Pablo: “Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús: El cual, siendo de condición divina... externamente como un hombre normal, se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios lo ensalzó y le dio el nombre, que está sobre todo nombre, a fin de que  ante el nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos y en los abismos, y toda lengua proclame que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil 2,5-11).

       Cristo es la historia humana del Verbo encarnado, como salvación del hombre. El hombre Jesús se entregó sin reservas a Dios en nombre y en favor de todos los hombres. En virtud de su ser ontológico y existencial humano, su vida entera fue adoración existencial y cultual al Padre. Cristo realizó en toda su vida el culto supremo de adoración obedencial al Padre jamás ofrecido por hombre alguno. Con plena disponibilidad, como nos ha dicho la Carta a los Filipenses, estaba totalmente orientado hacia la voluntad del Padre, para cumplirla en adoración y obediencia total en la muerte en cruz.

       Toda su vida la consumió Cristo en obediencia total al Padre:“Mi comida es hacer la voluntad del que me envió”. Él vivió para realizar el proyecto que el Padre le había confiado, y siendo Dios se  hizo nada,“se anonadó”, se hizo criatura, se hizo “siervo” en la misma Encarnación, y toda su vida la vivió pendiente de los intereses del Padre,  por lo que  tuvo que sufrir muchas humillaciones durante su vida para terminar en la plenitud de su existencia, en plena juventud “haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz”. Fue el Padre, no Jesús de Nazareth, el autor del proyecto de salvación:“Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él sino que tengan vida eterna” (Jn 3,16). La Nueva Alianza fue  querida por el Padre y realizada en la sangre del Hijo en adoración obedencial.

       La adoración es una actitud religiosa del hombre frente al Dios grande e infinito, inscrita en el corazón de todo hombre, mediante la cual la criatura se vuelve agradecida hacia su Creador en manifestación de amor y dependencia total de Él: “Está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, sólo a él darás culto” (Mt 4,10).

La adoración ocupa el lugar más alto de la vida, de la oración y del culto. Por eso, esta actitud religiosa es esencial para avanzar en la vida espiritual de unión e identificación con Cristo. En lenguaje bíblico la palabra y el concepto de adoración significa el culto debido a Dios, manifestado a través de ciertas acciones, especialmente  sacrificiales, por las cuales venimos a decir: Dios, Tú eres Dios, yo soy pura criatura, haz de mí lo que quieras.

Por adoración el hombre se ofrece a Dios en un acto de total sumisión y reconocimiento de su grandeza como Ser Supremo y lo significaba con la muerte de animales y ofrendas. El elemento principal de ella es la entrega interior del espíritu a Dios, significada a veces, con gestos externos. La palabra más adecuada para expresar este culto es latría, que significa propiamente este culto rendido solamente a Dios.

11ª MEDITACIÓN

LA EUCARISTÍA ES FUERZA Y SABIDURÍA DE DIOS  POR EL ESPÍRITU SANTO EN LA DEBILIDAD DE LA CARNE.

El segundo paso, que sigue a la contemplación del sacrificio de Cristo, es la vivencia en nosotros de esas actitudes y sentimientos del Señor, que  son injertados en nuestra carne y existencia por la gracia sacramental de la celebración eucarística, especialmente, por la sagrada comunión.

Al contemplar la obediencia y los sufrimientos de Cristo, todos decimos: así tenemos  nosotros que  obedecer y amar y adorar al Padre, para cumplir y llevar a cabo el proyecto de amor que tiene sobre cada uno de  nosotros. Pero para esto necesitamos vivir y sufrir como Cristo. Y nosotros no podemos si Dios no nos da esa fuerza. Y esta fuerza y potencia nos la da Cristo por su carne llena de Espíritu  Santo, que nos lleva a sentir y vivir con Él y como Él.       Este segundo aspecto de identificación con los  sentimientos de Cristo crucificado lo refleja muy bien la segunda parte del STABAT MATER:

Hazme contigo llorar                 Virgen de vírgenes santa,

y de veras lastimar                     llore yo con ansias tantas

de sus penas mientras vivo;      que el llanto dulce me sea,

porque acompañar deseo          porque su pasión y muerte

en la cruz, donde le veo,          tenga en mi alma, de suerte

tu corazón compasivo.             que siempre sus penas vea.

Haz que su cruz me enamore Haz que me ampare la muerte

y que en ella viva y more      de Cristo, cuando en tan fuerte

de mi fe y amor indicio               trance vida y alma estén,

porque me inflame y encienda    porque cuando quede en calma

y contigo me defienda                 el cuerpo, vaya mi alma

en el día del juicio.                   a su eterna gloria. Amén.

       La adoración es la suprema manifestación de la reverencia, del amor y del culto debidos al  Dios Supremo. Al ser lo último y más elevado de nuestro culto a Dios, la adoración unifica todos los caminos y todas las miradas y todas  las expresiones, comunitarias o personales,  que llevan  a Dios. La adoración es el último tramo de todos los caminos que conducen hasta Él, sean la Eucaristía, la oración personal o comunitaria, tanto de petición como de alabanza, las mortificaciones, sufrimientos, gozos, los trabajos. La nueva vida de amor y servicio inaugurada por Cristo y presencializada en cada Eucaristía me ayuda, me mete esta vida y este amor dentro de mí, aunque a veces sea con lágrimas y dolor.

       Por eso, toda nuestra vida debe ser un cuerpo y un espíritu, una vida y una sangre que están dispuestas a derramarse por hacer la voluntad del Padre, salvándonos y salvando así a los hermanos, los hombres. Cada Eucaristía me inyecta obediencia al Padre hasta la muerte, hasta la victimación del yo personal, de la soberbia, avaricia, egoísmo...dando muerte al hombre viejo que me empuja a preferirnos a Dios, a preferir nuestra voluntad a la suya:   “así completaré en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo”

       Jesús había declarado que la prueba principal de su amor consiste en dar la vida por los que ama: “Nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos.” Éste es el espíritu de caridad que animó el sacrificio de Cristo y se hace ahora presente en cada Eucaristía. Este amor animó toda la vida de Cristo, pero especialmente su pasión, muerte y resurrección y este amor viene a nosotros por la celebración eucarística: “El que me coma vivirá por mí”,(Jn 6,23).

       Esta Salvación por amor es permanente, porque su sacerdocio es eterno en contraposición al del AT Jesús posee un sacerdocio perpetuo y ejerce continuamente su ministerio sacerdotal: “estando siempre vivo para interceder en favor de aquellos que por él se acercan a Dios”. (Hbr 7,25)“Se ofreció de una vez para siempre” ( Hbr 7,8). Y de esta actitud de adoración al Padre nos hace Cristo partícipes en cada Eucaristía. Por ella nosotros también miramos al Padre en total sumisión a su voluntad y esta adoración la vivimos con Cristo sacramentalmente en la Eucaristía y luego existencialmente en nuestra vida. Esta actitud de adoración es fundamental en todo hombre que busca a Dios y Cristo es el mejor camino para llegar hasta el Padre. 

       Al decir “haced esto en memoria mía” el Señor nos quiere indicar a cada participante: acordaos de mi vida entregada al Padre por vosotros desde mi encarnación hasta lo último que ahora hago presente, de mi amor loco y apasionado al Padre y a todos los hombres, mis hermanos, hasta el fin de mis fuerzas y de los tiempos... de mi voz y mis manos emocionadas por el deseo de ser comido y vivir la misma vida... “Cuantas veces hagáis esto, acordaos de mí...”Sí, Cristo, quiero acordarme ahora y vivir en cada Eucaristía tus mismos sentimientos, amores  y entrega total sin reservas.

EL ESPÍRITU SANTO, FUEGO Y POTENCIA CREADORA  DE LA EUCARISTÍA

Sólo la potencia y la fuerza del Espíritu Santo, invocado en la epíclesis de la Eucaristía, puede transformar el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo; sólo la potencia y el fuego de su Amor Personal Trinitario  puede transformar por dentro a los que comen este Cuerpo y esta Sangre; sólo Él puede hacer que nuestra participación sea verdadera y espiritual, según la fuerza y potencia de amor comunicada por Él, la misma  que llevó a Cristo a la obediencia y a la ofrenda total de su vida al Padre por este Amor Personal de Espíritu Santo del Hijo al Padre y del Padre al Hijo, aceptando su ofrenda mediante la resurrección.  Nosotros aquí y en el cielo no podemos entrar  en este amarse infinitamente del Dios Uno y Trino, si no es por la comunicación de su mismo Espíritu.

       Si el Espíritu Santo es el alma y vida y espíritu de Cristo, que realizó el misterio de la Encarnación, formándolo en el seno de la Virgen Madre, no queda lugar a dudas de que ese mismo amor le lleva a Cristo a ofrecerse al Padre en su pasión y muerte, y el mismo Espíritu Santo hace el misterio de la consagración del pan y del vino, y de la transformación en Cristo por ese mismo Espíritu de todos los que comen ese pan y ese vino. Es el Espíritu Santo el que inspira el proyecto del Padre, es el Espíritu Santo el que  mueve a Cristo a ofrecerse en el Consejo Trinitario ante el Padre: “Padre no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad...”, es el Espíritu Santo el que está presente en su bautismo de iniciación en el ministerio evangélico y le lleva lleno de fuego apostólico, sudoroso y polvoriento, por los caminos de Palestina, el que le movió a Cristo, “habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo,” a instituir la Eucaristía, llevándole a cumplir la voluntad del Padre, en adoración obedencial total hasta pasar por la pasión y la muerte en cruz, donde le entregó su espíritu al Padre en confianza y seguridad total de que aceptaría su sacrificio por el mismo Espíritu-Amor del Hijo al Padre y del Padre al Hijo resucitándolo de entre los muertos, para que todos tuviéramos vida eterna y fuéramos perdonados por el mismo Espíritu Misericordioso del Padre y del Hijo, que enviaría  porque Él se lo había pedido al Padre, que aceptó su ruego enviándolo en fuego y “verdad completa” en Pentecostés sobre los Apóstoles y la Iglesia, para llevarnos a todos hasta la verdad completa de la fe.  

       En el proyecto del Padre no todo estaba completo con la Encarnación y la pasión, muerte y resurrección del Señor, de hecho, incluso resucitado y viéndolo, los Apóstoles siguieron teniendo miedo; cuando vino el Espíritu Santo se acabaron los miedos y se abrieron todas las puertas y cerrojos y estaban tan convencidos que tenían gozo en dar la vida por Cristo. Sin el Espíritu de Cristo no hay Cristo, no hay Encarnación, no hay Iglesia; sin Espíritu Santo no hay santidad, no hay fuego, no hay “verdad completa”, no hay vivencia ni experiencia de lo que creemos o celebramos; sin Espíritu Santo, sin epíclesis, no hay Eucaristía.

       La Carta a los Hebreos, cuando describe este sacrificio, precisa que Cristo “por un Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo inmaculado a Dios” (Hbr 9, 14). A este Espíritu Eterno le pertenece hacer llegar al Padre la ofrenda del Hijo. Inspira la ofrenda, la hace nacer en el cuerpo y en el corazón de la Virgen, nuestra  Madre del alma, y ahora en la santa Eucaristía la hace llegar hasta el Padre, porque es el Don y el Amor de Dios en acción permanente. Ciertamente que es Cristo quien se ofrece, quien desea agradar al Padre, quien le obedece y se abandona a su voluntad paterna; es Él quien da la vida por los hombres pero todo esto lo hace por el Espíritu Santo, por Amor  Personal del Padre al Hijo, inspirándole el proyecto salvador, y del Hijo al Padre, aceptándolo y llevándolo a efecto en obediencia total, con amor extremo, hasta dar la vida por Dios y por los hermanos.

       Por todo esto el Espíritu Santo desempeña un papel principal en la ofrenda eucarística; sin la invocación y la potencia del Espíritu Santo no hay Eucaristía. Cristo se ofrece ahora de nuevo al Padre, de la misma manera que se ofreció entonces por el mismo Espíritu Santo. Es el Espíritu Santo el que presenta al Padre la ofrenda de amor del Hijo. Por Él, invocado en la epíclesis sobre la materia del sacrificio, se  consagra el pan y el vino. El Espíritu Santo es también quien inspira en el corazón de los participantes a Eucaristía las disposiciones de obediencia y amor esenciales para el sacrificio.

Es Él quien suscita en los fieles la identificación con los sentimientos victimales de la oblación de Cristo, porque todo don, como todo amor, se realiza bajo la influencia del Supremo Amor  y Supremo Don. Si San Pablo pudo decir que el Espíritu grita en nuestros corazones: “Abba, Padre” (Rom 8,15), también podemos decir que este Espíritu es quien en la Eucaristía renueva nuestro corazón de hijo y nos hace levantar los ojos y llamar al Padre cuando le ofrecemos nuestra ofrenda, porque sin el Espíritu de Cristo no podemos hacer las acciones de Cristo.

       Por medio del Espíritu Santo, la ofrenda de la Eucaristía entra plenamente en el intercambio de amor con la Santísima Trinidad. Por su medio la Eucaristía introduce a los cristianos en la unidad del Hijo y del Padre. Por medio suyo también se realiza el sacrificio en un nivel divino. Él es quien arrastra a las almas de los fieles hasta la generosidad de Cristo para hacerlas ofrenda agradable al Padre al estar tan identificadas con el Amado por su mismo Amor Personal, que el Padre no ve diferencia entre el Hijo y los hijos en el Hijo.

       Por tanto, el Espíritu Santo es quien diviniza el sacrifico. Él es quien lo <espiritualiza>, Él es quien  tiene que espiritualizar a toda la Iglesia, a los sacerdotes, a los fieles, al pan y al vino, llenándolos de su mismo Amor a toda  la comunidad cristiana reunida para celebrar la Eucaristía, los mismos sentimientos y actitudes de Cristo Jesús: “Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús...” (Fil 2,5-11).

12ª  MEDITACIÓN

LA ADORACIÓN AL PADRE

Nuestra adoración a Dios es la que garantiza la pureza de nuestro encuentro con Él y la verdad del culto que le tributamos. Mientras el hombre adore a Dios, se incline ante Él, como ante el ser que “es digno de recibir la potencia, el honor y la soberanía”, el hombre vive en la verdad y queda libre de toda sospecha y mentira, porque la vida es el supremo valor que tenemos y entregarla sólo se puede hacer por amor supremo. 

       Este sentido, esta actitud de adoración ante el Dios Grande hace verdadero al hombre, y lo centra y da sentido pleno a su ser y existir: por qué vivo, para qué vivo... reconoce que sólo Dios es Dios y el hombre es criatura. Se libera así de la soberbia de la vida, adoradora del propio <yo>, a quien damos culto idolátrico de la mañana a la noche: “Mortificad vuestros miembros terrenos, la fornicación, la impureza, la liviandad, la concupiscencia y la avaricia, que es una especie de idolatría, por la cual viene la cólera de Dios sobre los hijos de la rebeldía” (Col 3, 5-6).

       Frente al precepto bíblico“Al Señor tu Dios adorarás y a él solo darás culto”, el hombre de todos los tiempos lleva dentro de sí mismo el instinto de adorarse a sí mismo y  preferirse a Dios. Es la tendencia natural del pecado original. Todos, por el mero hecho de nacer, venimos al mundo con esa tendencia. Podemos decir que cada uno, dentro de sí mismo, lleva un ateo, unas raíces de rebelión contra Dios, que se manifiesta en preferirnos a Dios y darnos culto sobre el culto debido a Dios, que debe ser primero y absoluto.

Mientras la cosas nos van bien, no se rebela, aunque siempre está actuando y no somos muchas veces conscientes. Pero cuando tenemos sufrimientos y cruces, cuando nos visita la enfermedad o el fracaso, nos rebelamos contra Dios: ¿Dónde está Dios? ¿Por qué a mí? En el fondo siempre nos estamos buscando a nosotros mismos. Por eso, cuando estoy dispuesto a ofrecer el sacrificio de mí mismo en el dolor y sufrimiento, en silencio y sin reflejos de gloria, prefiero a Dios sobre todo, y Él es el bien absoluto y primero. Y esta actitud prueba la verdad de mi fe y amor a Dios sobre todas las cosas.

       Jesús había dicho:“Nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos” (Jn 15,13). El sacrificio es una exigencia del amor. El supremo amor es el don de sí mismo, de la propia vida por el amado. El amor que pretendiese sólo la posesión del amado no sería verdadero. Por eso, la culminación del amor se encuentra en el sacrificio de la vida  y el sufrimiento moral, que producen las renuncias más íntimas, forman parte del amor auténtico y Dios es el único que puede solicitar hasta dar la vida.

       Cuando se ofrece una cosa, hay que renunciar a la posesión de la misma. Cuando  se ofrece la propia vida hay que renunciar a la soberanía sobre la propia existencia. Y este desprendimiento se expresa principalmente mediante el gesto cultual del sacrificio. Es la expresión material, visible, de una actitud del alma, por la cual el hombre se ofrece a sí mismo mediante la ofrenda de otra cosa. Para que sea verdadero tiene que partir del amor, hacerlo desde dentro.  Y esto es lo que  nos pide la celebración de la Eucaristía, unirnos al sacrificio de Cristo y hacernos con Él víctimas y ofrendas de suave olor a Dios con los sacrificios que comporta cumplir su voluntad en la relación con Él y con los hermanos.

       El cristiano, que asiste a la Eucaristía, tiene la alegría de saber que el sacrificio ofrecido sobre el altar, llega hasta Dios infaliblemente y obtiene la gracia por medio de Cristo. El Padre quiso que este sacrificio ofrecido una vez sobre el Gólgota mereciese toda la gracia para el hombre y quiere que siga renovándose todos los días sobre el altar bajo la forma ritual y sacramental de la Eucaristía. Gracias a la Eucaristía, la humanidad puede asociarse cada vez más voluntariamente al sacrificio del Salvador ratificando así su compromiso con el sacrifico de Cristo, en nombre de todos, en la cruz y sabiendo que su sacrificio en el de Cristo será siempre aceptado por el Padre.

       En la economía de la Nueva Alianza la adoración de Dios tiene como centro, origen y modelo el misterio pascual  de Cristo, “coronado de gloria y honor por haber padecido la muerte, para que por gracia de Dios gustase la muerte por  todos” (Hbr 2,9b), que constituye a su vez el centro del culto y de la vida cristiana. La adoración del Padre, el reconocimiento de su santidad, de su señorío absoluto sobre la propia vida y sobre el mundo, ha sido ciertamente el móvil, la razón propulsora de toda la existencia de Cristo Jesús. Por eso la Eucaristía se convierte en el supremo acto de adoración al Padre por el Espíritu, en la adoración más perfecta, única. En la Eucaristía está el “todo honor y toda gloria” que la Iglesia puede tributar a Dios, y que tiene que pasar  «por Cristo, con Él y en Él».

       La carta a los Hebreos pone en boca del Hijo de Dios,“al entrar en este mundo” las palabras del salmo 40,7-9, en las que Cristo expresa su voluntad de adhesión plena y radical al proyecto del Padre: “No has querido sacrificios ni ofrendas, pero en su lugar me has formado un cuerpo... No te han agradado los holocaustos ni los sacrificios por el pecado. Entonces dije: Aquí estoy yo para hacer tu voluntad, como en el libro está escrito de mí” (Heb.10,5-7).    

Y esta actitud la vivió ya desde el comienzo de su vida apostólica, cuando se retira a la oración y a la soledad del desierto para prepararse a la misión que el Padre le ha confiado; ante el tentador, proclama sin ambages, que sólo Dios es digno de adoración verdadera: “Retírate, Satanás, porque está escrito: Al Señor tu Dios adorarás y a  él sólo darás culto” (Mt.4, 10). Sólo Dios merece adoración[3].

LA OBEDIENCIA AL PADRE

Hemos subrayado que el valor del sacrificio de Cristo no reside en la materialidad de derramar sangre, sino en la  obediencia al Padre, en adoración total, hasta dar la vida, como el Padre ha dispuesto. En el evangelio de Juan encontramos una declaración de Jesús que arroja mucha luz  sobre esta actitud de sumisión a la voluntad del Padre, que inspira toda la Pasión: “Por eso me ama el Padre, porque yo doy mi vida para volverla a tomar. Nadie me la quita sino que yo mismo la doy. Tengo poder para darla y poder tengo para tomarla otra vez; éste es el mandato que he recibido del Padre” (Jn 10, 17-18). En esta adoración obedencial se realiza el sacrificio del Salvador.

       San Pablo ha expuesto muy concretamente en el himno cristológico de su Carta a los Filipenses, que ya hemos mencionado varias veces, el papel de la obediencia de Cristo Jesús en la Encarnación y Pasión :“Tened en vosotros estos sentimientos de Cristo Jesús...” Este Cristo humillado, despreciado, angustiado hasta la muerte en el Huerto de los Olivos: “sentaos aquí, mientras yo voy a orar... triste está mi alma hasta la muerte; quedaos aquí mientras yo voy a orar”,   invocando al Padre, para que le libre de  ese cáliz que está a punto de beber: “Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz, pero que no se haga como yo quiero sino como tú quieres...”, por la fuerza de la oración se ha levantado decidido, dispuesto a obedecer y someterse totalmente al proyecto del Padre:“Levantaos, vamos; ya llega el que va a entregarme” (Mt 26,36-40). Cuando se levantó de su postración en el Huerto de los Olivos, el Salvador había renovado su sacrificio al Padre, ofrecido ya en la Cena. En su pasión y muerte no hizo más que cumplir lo que en esta obediencia había prometido y aceptado.

En la santa Eucaristía se hacen presentes todos estos sentimientos de Cristo, en los que nosotros podemos y debemos participar haciéndonos una ofrenda con Él. Los que asisten a Eucaristía deben hacer suyo el sacrificio de Cristo aceptando esta actitud fundamental de obediencia y ofrenda.

       Penetrar en el misterio de la Eucaristía es identificarse totalmente con el misterio de Cristo y someterse sin condiciones y sin reservas a una voluntad que puede conducirnos a la cruz; es aceptar obedecer a Dios hasta el heroísmo, ayudados por su gracia y su fuerza, que nos puede hacer sentir como a Pablo y a tantos santos de la Iglesia: “Me alegro con gozo en mis debilidades, para que así habite en mí la fuerza de Cristo” “cuando soy más débil, entonces  hago vivir en mí la fuerza de Dios”  “Estoy crucificado con Cristo; vivo yo pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí y mientras vivo en esta carne, vivo en la fe del Hijo de Dios que amó y se entregó por mí”.

       Unidos a Cristo hacemos el don más completo de nosotros mismos en un verdadero señorío sobre todo nuestro ser y existir. De esta forma, en medio de nuestros sufrimientos y debilidades, terminaremos confiándonos totalmente al Padre: “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo...”;  “Lo que es a mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual yo estoy crucificado para el mundo y el mundo para  mí” (Gal 6,14)... “Porque los judíos piden señales, los griegos buscan sabiduría, mientras que nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, locura para los gentiles, mas poder y sabiduría de Dios para los llamados...” (1Cor 1,23-24).

LA “HORA” DE CRISTO: FIDELIDAD AL PADRE, HASTA LA MUERTE

La fidelidad de toda la vida de Jesús al Padre y a la misión que le ha confiado (cf.Jn.17,4) tiene su momento culminante en la aceptación voluntaria de su pasión y muerte: “para que el mundo conozca que yo amo al Padre y que hago lo que el Padre me ha ordenado” (Jn.14,30.31).

       En efecto, Cristo no aceptó la muerte de forma pasiva, sino que consintió en ella con plena libertad (cfr Jn.10,17). La muerte para Cristo  es la coronación de una vida de fidelidad plena a Dios y de solidaridad con el hombre. Él tiene conciencia de que el Padre le pide que persevere hasta el extremo en la misión que le ha confiado. Y, como Hijo, se adhiere con amor al proyecto del Padre y  acepta la muerte como el camino de la fidelidad radical.

       En este proyecto entraba el que Cristo, a través del sufrimiento, conociese el valor  de la obediencia al Padre. Jesús aprende, pues, la obediencia filial mediante una educación dolorosa: la experiencia de la sumisión al Padre. Con su obediencia, Cristo se opuso a la desobediencia del primer hombre. (Cfr.Rom.5,19) y a la de los israelitas (3,4-7). “Habiendo ofrecido en los días de su vida mortal oraciones y súplicas con poderosos clamores y lágrimas al que era poderoso para salvarle de la muerte, fue escuchado por su reverencial temor” (Hbr 5,7-8).

       La pasión de Cristo es presentada como una petición, como una ofrenda y como un sacrificio. Estos versículos evocan una ofrenda dramática y nos enseñan que cuando pedimos algo a Dios, si es de verdad, debe ir acompañada de nuestra ofrenda total como en el Cristo de la Pasión:“Padre mío, si no es posible que pase sin que yo lo beba, hágase tu voluntad” (Mt 26,42). Es la misma actitud que, cuando al final de su actividad pública, comprende que ha llegado “su hora”: “Ahora mi alma se siente turbada. ¿Y qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora?¡Mas para esto he venido yo a esta hora! Padre, glorifica tu nombre” (Jn 12,26-27). El deseo más grande de Cristo es la gloria del Padre. Y la gloria del Padre le hace pasar por la pasión y la muerte.

       “Y aunque era Hijo, aprendió por sus padecimientos la obediencia...”(Hbr 5,7-8). Estas palabras encierran el misterio más profundo de nuestra redención: Cristo fue escuchado porque aprendió sufriendo lo que cuesta obedecer. “el amor de Dios -escribe Juan- consiste en cumplir sus mandamientos” (1Jn 5,3; cfr. Jn 14,5.21). Aquí podemos captar mejor el significado de la Encarnación y la Redención, realizadas por obediencia al proyecto del Padre.

       Cristo, que es Hijo de Dios, no es celoso de su condición filial, al contrario, por amor a nosotros, se pone a nuestra altura humana, para hacerse verdaderamente solidario con nosotros en las pruebas. Vive una situación dramática, que le hace rezar y suplicar con “grandes gritos y lágrimas”. Aquí el autor se refiere a toda la pasión de Cristo, pero especialmente cuando en su agonía reza a su Padre: “Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz; sin embargo, no se haga como yo quiero, sino como quieres tú” (Mt 26 36-47).

 Esta fidelidad al proyecto del Padre no le resultó fácil a Cristo sino costosa. En el Huerto de los Olivos confiesa el deseo más profundo de toda naturaleza humana: el deseo de no morir y menos de muerte cruel y violenta. En la narración de los Sinópticos: Mt.26,36-47; Mc.14,32-42 y Lc.22,40-45 aparece el profundo conflicto y la profunda lucha que se  produce en Jesús entre el instinto natural de vivir y la obediencia al Padre que le hace pasar por la muerte: “Aunque era hijo, en el sufrimiento aprendió a obedecer” (Heb.5,8).

       Humanamente, Jesús no puede comprender su muerte, que parece la negación misma de su obra de instauración del reino de Dios. El rechazo por parte de los hombres, el comportamiento de los mismos discípulos ante su agonía y pasión, sumergen a Cristo en una espantosa soledad; toca con sus propias manos la profundidad del fracaso más absurdo. Sin embargo, incluso ante la oscuridad más desoladora, Jesús sigue repitiendo la oración dirigida al Padre con inmensa angustia:“Padre si es posible... pero no se haga mi voluntad sino la tuya.” El himno cristológico de Filipenses de 2,6-11 evidencia esta obediencia radical: “Se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz”.

CRISTO LLAMA “SATANÁS” A PEDRO POR QUERERLE ALEJAR DEL PROYECTO DEL PADRE

“Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Tomando la palabra Simón Pedro, dijo: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Y Jesús, respondiendo, dijo: Bienaventurado tú, Simón Bar Jona, porque no es la carne ni la sangre quien esto te lo ha revelado, sino mi Padre, que está en los cielos. Y yo te digo  a tí que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia... Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén para sufrir mucho de parte de los ancianos, de los príncipes de los sacerdotes y de los escribas, y ser muerto, y al tercer día resucitar. Pedro, tomándole aparte, se puso a amonestarle, diciendo: No quiera Dios que esto suceda. Pero Él, volviéndose, dijo a Pedro: Retírate de mí, Satanás; tú me sirves de escándalo, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres. Entonces dijo Jesús a sus discípulos: El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la hallará”(Mt 16,16-25).

       En el evangelio que acabamos de leer está muy clara la intención de Mateo: demostrar que Jesús es el Mesías que cumple la voluntad del Padre. Pero su mesianismo no es de poder político, religioso, económico, es una mesianismo de amor y paz y amor entre Dios y los hombres; el reino de Dios que Él ha venido a predicar y realizar es un reino donde Dios debe ser el único Dios de nuestra vida, a quien debemos adorar y someternos con humildad a su voluntad, aunque ésta nos lleva a la muerte del “yo”.

       En el evangelio proclamado, Pedro tiene todavía una visión mesiánica de poder y gloria humana, a pesar de haber escuchado a Cristo hablar de su misión y de cómo la va a realizar en humillación y sufrimientos; de hecho, en la  narración de Marcos, después de la predicción de su partida, el Señor los sorprende hablando de primeros y segundos puestos en el reino, que lleva también a la madre de los Zebedeo a pedir un puesto importante para sus hijos Santiago y Juan.

       De pronto, ante las palabras de Pedro, que quiere  alejar de Cristo esa sospecha de tanto sufrimiento, Jesús tiene una reacción desproporcionada: “aléjate de mí, Satanás…” Como podemos observar, el cambio ha sido radical: Pedro pasa de ser bienaventurado a ser satanás, porque sin ser consciente Pedro ha querido alejar este sufrimiento y humillación, voluntad del Padre para Cristo.

       Nosotros, siguiendo este esquema del evangelista Mateo, vamos a confesar con Pedro: “Cristo,  tú eres el Mesías, el hijo de Dios vivo”. Pero hemos de tener mucho cuidado de no confundir el mesianismo de Jesús con los falsos mesianismo de entonces y de siempre: políticos, temporales, de poder y gloria humana. El Mesías auténtico reina desde la cruz. Para no recibir como Pedro recriminaciones del Señor tengamos siempre en cuenta que para el Señor:

--  Todos los que le confesamos como Mesías, no  debemos  olvidar jamás su misión, si no queremos apartarnos de Él:  “El que quiere venirse conmigo, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga...” El que quiera vivir su vida, la que le pide su yo, su egoísmo, su soberbia y vanidad, la perderá, pero el que pierda su vida en servir y darse a los demás la ganará.

- En el cristianismo la salvación y la redención pasan por cumplir la voluntad del Padre, como Cristo, pisando sus mismas huellas de dolor y sufrimiento y muerte para llegar a la resurrección y a una vida nueva, muriendo al yo y al pecado.

-- El dinero, el poder y el deseo de triunfo del yo carnal es la mayor tentación para la religión cristiana siempre. Por eso, no hay cristianismo sin cruz, sin muerte del yo que se prefiere a Dios y a su voluntad. 

-- Hay que matar el “ateo”, el “no serviré”, que llevamos todos dentro y que quiere adorarse a sí mismo más que a Dios.

13ª  MEDITACIÓN

LA EUCARISTÍA, FUENTE DEL AMOR FRATERNO Y CRISTIANO.

La celebración de la Eucaristía es la celebración de la Nueva Alianza, que tiene dos dimensiones esenciales: una vertical, hacia Dios, y otra, horizontal, de unión con los hombres. La Eucaristía lleva por tanto  amor a Dios y a los hermanos. El amor de Cristo llega a todos los hombres en la Eucaristía; participar, por tanto,  en verdad de la Eucaristía me lleva a amar a todos como Cristo los ha amado, hasta dar la vida.

       El culto cristiano consiste en transformar la propia vida por la caridad que viene de Dios y que siempre tiene el signo de la cruz de Cristo, esto es, la verticalidad del amor obedencial al Padre y la horizontalidad del amor gratuito a los hombres.“Os exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios, a ofrecer vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, como culto espiritual vuestro” (Rom 12,1).

       Es paradójico que el evangelio de Juan que nos habla largamente de la Última Cena no relata la institución de la Eucaristía mientras que todos los sinópticos la describen con detalle. El cuarto evangelio, sin embargo, nos trae ampliamente desarrollada la escena del lavatorio de los pies de los discípulos por parte de Jesús, cosa que no hacen los otros evangelistas. Lógicamente S. Juan no pretende con esto negar la institución de la Eucaristía, porque era cosa bien conocida ya por la tradición primitiva y por el mismo S. Pablo, pero el cuarto evangelio no tiene la costumbre de repetir aquellos hechos y dichos, que ya son suficientemente conocidos por los otros Evangelios, porque los supone conocidos.

       San Juan había ya hablado largamente de la Eucaristía en el discurso sobre el pan de vida en el capítulo sexto: “El pan que yo os daré es mi carne para la vida del mundo” (v 51). Por eso no insiste en este argumento en la Ultima Cena y nos narra, sin embargo, el lavatorio de los pies a los discípulos en el lugar que corresponde a la institución del sacramento eucarístico; en el lugar donde todos esperamos leer el relato de su institución, cuando hacemos referencia a la Última Cena, S. Juan nos narra el lavatorio de los pies y el mandato del amor fraterno. No cabe duda de que el evangelista Juan lo hizo conscientemente, porque ha tenido un motivo y pretende un fin determinado.

       La opinión de varios comentaristas modernos, desde el protestante francés Cullmann, hasta el anglicano Dodd, pasando por el católico P. Tillar y otros actuales es que el cuarto evangelio supone la institución de la Eucaristía y pasa a describirnos más específica y concretamente el fruto y finalidad y espíritu de la Eucaristía: la caridad fraterna. La hipótesis es interesante.

Todos sabemos que S. Juan es el evangelista místico, que, junto con S. Pablo, tiene experiencia y vivencia de los misterios de Cristo y más que los hechos y dichos externos nos quiere transmitir el espíritu y la interioridad de Cristo y la vivencia de sus misterios. Dios es amor y al amor se llega mejor y más profundamente por el fuego que por el conocimiento teórico y frío, porque éste se queda en el exterior pero el otro entra dentro y lo vive.

A Cristo como a su evangelio no se les comprende hasta que no se viven. Y esto es lo que hace el evangelista Juan: vive la Eucaristía y descubre que es amor extremo a Dios y a los hermanos. A través del lavatorio de los pies, podemos descubrir que para Juan, el efecto verdadero y propio de la Eucaristía, aunque no explícitamente expresado por él, pero que podemos intuir en la narración de este hecho, es hacer ver y comprender la actitud de humildad y humillación de Jesús, su entrega total de amor y caridad y servicio, realizados en la Eucaristía y que son también  simbolizados y repetidos en el lavatorio de los pies a los discípulos.

       Por lo tanto, las palabras referidas por los sinópticos: “Este es mi cuerpo entregado por vosotros; haced esto en memoria de mí”, vendrían interpretadas y comentadas por estas otras palabras de Juan: “Os he dado ejemplo; haced lo que yo he hecho”. El amor fraterno es la gracia que la Eucaristía, memorial de la inmolación de Cristo por amor extremo a nosotros, debe dar y producir en nosotros.

Y por eso el sentido de este ejemplo que Cristo ha querido dar a sus discípulos en la escena del lavatorio de los pies encuentra el comentario explícito y concreto a seguidas del hecho, donde nos da el mandamiento nuevo del amor como Él nos ha amado: “Un precepto nuevo os doy: que os améis unos a otros como yo os he amado, así también amaos mutuamente. En esto conocerán todos que sois mis discípulos: si tenéis amor unos para con otros” (Jn 13,34-35); “Éste es mi precepto: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 1413).

       ¿Por qué llama Jesús nuevo a este mandamiento? ¿No estaba ya mandado y era un deber el amor fraterno en el seno del judaísmo? En verdad la clave de la explicación, el elemento específico que hace del amor un precepto nuevo, se encuentra en las palabras “como yo os he amado”, en clara e implícita referencia a la institución de la Eucaristia.

Todo el capítulo trece de S. Juan pone explícitamente la vida y la muerte de Jesús bajo el signo de su amor extremo a los hombres cumpliendo el proyecto del Padre. Y así es como comienza el capítulo: “Antes de la fiesta de Pascua, viendo Jesús que llegaba su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo…”

Como Jesús, también nosotros, debemos mantener siempre unidas estas dos dimensiones del amor, si queremos vivir de verdad la Nueva Alianza. Celebrar la Eucaristía es tener los mismos sentimientos y actitudes de amor y de entrega de Cristo a Dios y a los hombres, que Él hace presentes y vive en cada celebración eucarística, porque se ofreció “de una vez para siempre” (Hbr 7,8) en este misterio. Jesús quiere meterlos dentro de nuestro espíritu por su mismo Espíritu,  invocado en la epíclesis sobre el pan y sobre la Iglesia y la asamblea, para que «fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu» (Plegaria III).

       Esta misma doctrina, con diversos matices, vuelve Juan a proponernos en su primera Carta, bella y profunda. En algunos puntos completa su evangelio. En efecto, ella invita al cristiano a quitar de sí todo pecado, especialmente contra el amor fraterno, y vivir en conformidad con la voluntad de Dios a ejemplo del Maestro: a hacer lo que Él y como Él lo ha hecho: hay que dar la vida por los hermanos: “en esto hemos conocido el amor: en que Él dio su vida por nosotros; también nosotros tenemos que dar la vida por los hermanos” (1Jn 3,13).

Aunque la carta no trata aquí directamente de un amor martirial, nos pide una entrega de amor que tiende de suyo a la entrega total de sí mismo. Y en este mismo sentido el texto más explícito y significativo es el siguiente: “Pero el que guarda su palabra, en ése la caridad de Dios es verdaderamente perfecta. En esto conocemos que estamos en Él. Quien dice que permanece en Él, debe andar como Él anduvo” (1Jn 2,5-6).

       Por la Eucaristía Cristo viene a nosotros, nos une a Él a sus sentimientos y actitudes, entre los cuales la caridad perfecta a Dios y a los hermanos es el principal y motor de toda su vida:  “Éste es mi mandamiento, que os améis unos a otros como yo os he amado”, “Os he dado ejemplo, haced vosotros lo mismo”; Ahora bien, “quien permanece en él..,” quien está unido a Él, quien celebra la Eucaristía con Él, quien come su Cuerpo, come también su corazón, su amor, su entrega, sus mismos sentimientos de misericordia y perdón, su reaccionar siempre amando ante las ofensas... “debe andar como Él anduvo”.

       La primera dimensión es esencial: recibimos el amor que procede del Padre a través del corazón de Cristo, y, como dice S Juan, no podemos amar a Dios y a los hermanos si Dios no nos hace partícipe de su Amor Personal, Espíritu Santo: no podemos amar si primero Dios no nos ama: “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que Él nos amó a nosotros y envió a su Hijo para librarnos de nuestros pecados...” (1Jn 4,10)). Y así lo afirma en su evangelio: “Como el Padre me ama a mí, así os amo yo a vosotros. Permaneced en mi amor” (Jn 15,9).De aquí deriva el amor a los hermanos, el don y el servicio total de uno mismo a los hermanos, sin buscar recompensas, amando gratuitamente, como sólo Dios puede amar y nos ama y nosotros tenemos que aprender a amar en y por la Eucaristía.

       En la Eucaristía se hace presente la cruz de Cristo con ambas dimensiones, vertical y horizontal, en que fue clavado y por la que fuimos salvados. La vertical la vivió Cristo en una docilidad filial y total al Padre; la horizontal, en apertura completa a todos los hombres, aunque sean pecadores o indignos. En el centro de la cruz, para unir estas dos dimensiones está el corazón de Jesús traspasado por la lanza del amor crucificado.

 El fuego divino, que transformó esta muerte en sacrificio de alianza no ha sido otra cosa que el fuego de la caridad, el fuego del Espíritu Santo. Lo afirma S. Pablo en su carta a los Efesios: “Cristo nos ha amado (con amor de Espíritu Santo)y se entregó a sí mismo por nosotros como ofrenda y sacrificio de suave olor a Dios” (Ef 5,2). Y lo recalca la Carta a los Hebreos: “Porque si la sangre de los machos cabríos y de los toros ...santifica a los inmundos...¡cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo como víctima sin defecto limpiará nuestra conciencia de las obras muertas para dar culto al Dios vivo! (Hbr 9, 13-14)

       Dice S. Agustín que el sacrificio sobre el altar de piedra va acompañado del sacrificio sobre el altar del corazón. La participación viva en la Eucaristía demuestra su fecundidad en toda obra de misericordia, en toda obra buena, en todo consejo bueno, en todos los esfuerzos por amar al hermano como Cristo; así es cómo la Eucaristía es alimento de mi vida personal, así es como Cristo quiere que el amor a Él y a los hermanos, la Eucaristía y la vida , el culto y servicio a Dios y el servicio a los hombres estén estrechamente unidos.

       La  Eucaristía acabará como signo cuando retorne Cristo para consumar la Pascua Gloriosa en un encuentro ya consumado y definitivo y bienaventurado de Dios con los hombres, que ha de progresar en profundidad y anchura toda la eternidad. Por eso en la Eucaristía la Iglesia mira siempre al futuro consumado, a la escatología, al final bienaventurado de todo y de todos en  el Amor de Dios Uno y Trino que nos llega en cada Eucaristía por el Hijo, Cristo Glorioso, que se hace presente  bajo los velos de los signos.

       Quisiera terminar este tema con el pasaje conclusivo de la carta a los Hebreos, que abundantemente venimos comentando: “El Dios de la paz, que sacó de entre los muertos, por la sangre de la alianza eterna, al gran Pastor de las ovejas, nuestro Señor Jesús, os haga perfectos en todo bien, para hacer su voluntad, cumpliendo en vosotros lo que es grato en su presencia, por Jesucristo, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén” (Hbr 13,20-21).

       El autor pide que el Dios de la paz, el Dios de la alianza realice en nosotros lo que le agrada, lo que nos hace perfectos en el amor, que nos ha de venir necesariamente de Él. En la antigua alianza Dios prescribía lo que había que hacer mediante una ley externa. Pero eso fracasó. Ahora quiere inscribirla en el corazón de los hombres mediante su Espíritu: “Yo pondré mi ley en su interior y la escribiré en su corazón...” (Jer 31,31-33). Y esto lo hace por Jesucristo Eucaristía, por su cuerpo comido y su sangre derramada  en amor de Espíritu Santo. 

       Sin el Espíritu de Cristo, si el Amor de Cristo no se pueden hacer las acciones de Cristo, no podemos amar a los hermanos como Cristo, no podemos perdonar, no podemos cooperar a la salvación y la redención de los hombres: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, tampoco vosotros si no permanecéis en mí” (Jn 15,4-5).

       Acojamos esta acción de Dios en nosotros por Jesucristo con amor y gratitud. Nosotros terminamos con el himno de alabanza dirigido a Dios por el autor de la carta a los Hebreos: “Por Él (Cristo)ofrezcamos de continuo a Dios un sacrificio de alabanza, esto es, el fruto de los labios que bendicen su nombre....” “por Jesucristo, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén” (Hbr 13,15.21). Hagamos también nosotros nuestra ofrenda de alabanza al Padre por la Eucaristía, por medio de Cristo,  para  gloria  de  Dios y  salvación de los  hombres nuestros  hermanos.

14ª MEDITACIÓN

LA EUCARISTÍA NOS ENSEÑA  Y EMPUJA  AL  PERDÓN DE NUESTROS  ENEMIGOS

S. Juan ha puesto de manifiesto hasta qué punto el amor del Padre se ha manifestado en la cruz del Cristo: “Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó)a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él sino que tengan vida eterna”. Y Pablo nos dice igualmente que Dios nos revela su Amor Personal, Amor de Espíritu Santo, a través de la muerte en cruz del Hijo Amado, que nos manifiesta su amor, muriendo por nosotros, que no éramos gratos a Él, sino pecadores: “Y la esperanza no quedará confundida, pues el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado. Pues Cristo, siendo todavía nosotros pecadores, a su tiempo murió por unos impíos. Porque a duras penas morirá uno por un justo, pues por el bueno uno se anime a morir. Más acredita Dios su amor para con nosotros, en que siendo todavía pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rom 5,6-8).El Padre nos muestra su amor entregando su Hijo a la muerte por nosotros y el Hijo nos revela su amor total y apasionado, dando su vida por nosotros, con amor extremo.

       Jesús ha sido el primero en poner en práctica este amor a los enemigos, impuesto a sus discípulos como mandamiento. En el Calvario manifiesta los sentimientos de indulgencia y perdón que quería tener para con sus adversarios. Pide al Padre misericordia para ellos e incluso fue la última petición que hizo a su Padre: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Bajo este perdón expresamente declarado en favor de los que le daban muerte, había un amor más fundamental por todos a los que el pecado les convertía en enemigos de Dios, y que ahora recibían el abrazo del Padre por la Nueva Alianza sellada en su sangre: “Bebed de él todos, que ésta es mi sangre de la alianza, que será derramada por muchos para remisión de los pecados” (Mt 26,28).

       Desde entonces, la Eucaristía, al hacer presente todos los hechos y dichos salvadores de Cristo, se presenta ante todos los participantes como un ejemplo de amor y perdón de los enemigos que nos invita a todos los cristianos a conformarnos y unirnos a los sentimientos de Cristo. La ofrenda de Cristo sobre el altar  es la expresión de un amor al prójimo que supera todas la barreras y diferencias, que sobrepasa cualquier hostilidad, que substituye la venganza por la piedad y que responde a las ofensas con una bondad mayor. Muestra que la caridad divina perdona siempre y exige del cristiano una caridad semejante: que reaccione ante las ofensas no odiando sino perdonando y amando siempre, llegando así hasta el amor a los enemigos con la fuerza de Cristo que ayuda nuestra debilidad. 

       El maestro había ya formulado la exigencia de caridad contenida en toda ofrenda:“Si cuando presentas tu ofrenda junto al altar, te acuerdas allí de que tu hermano tiene algo contra tí, deja tu ofrenda delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano y vuelve luego a presentar tu ofrenda” Mt 5,23-24). Estas palabras nos muestran las disposiciones que debe tener un cristiano cuando asiste consciente a Eucaristía. La disposición de caridad es por tanto condición impuesta por Dios para que la ofrenda le sea grata. En este ambiente de caridad fue instituida la Eucaristía y en este ambiente debe ser celebrada siempre y continuada con nuestra vida y testimonio en la calle y en la relación con los hombres “para que den gloria a vuestro Padre del cielo...”, Aen esto conocerán que sois discípulos míos en que os amáis los unos a los otros como yo os he amado”. San Juan no narra la institución de la Eucaristía, según algunos autores, porque el lavatorio de los pies y el precepto del amor mutuo expresan los efectos de la misma:“Si yo, pues, os he lavado los pies, siendo vuestro Señor y  Maestro, también habéis de lavaros vosotros los pies unos a otros. Porque yo os he dado ejemplo para que vosotros también hagáis como yo he hecho... Si esto aprendéis, seréis dichosos si lo practicáis” (Jn 13, 12-14;17).

       La Eucaristía renueva esta dimensión del amor y tiende a ensanchar el corazón de los cristianos según las dimensiones del corazón del Padre y del Hijo. Así la Eucaristía es el lugar del amor a los pecadores, a los que nos odian, a los que nos hacen mal, porque el Padre y el Hijo lo hicieron por el amor del Espíritu Santo y lo renuevan en cada Eucaristía en la ofrenda sacrificial del Hijo aceptada por el Padre.

EL PADRE ME AMÓ MÁS EN LA SEGUNDA CREACIÓN POR EL HIJO MUERTO Y RESUCITADO

“En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados”(1Jn 4,10).

Si existo, es que Dios me ama. Ha pensado en mí. Ha sido una mirada de su amor divino, la que contemplándome en su esencia infinita, llena de luz y de amor, me ha dado la existencia como un cheque firmado ya y avalado para vivir y estar siempre con Él,  en  una eternidad dichosa,  que ya no va a acabar nunca y que ya nadie puede arrebatarme porque ya existo, porque me ha creado primero en su Palabra creadora y luego recreado en su Palabra salvadora.“Nada se hizo sin ella... todo se hizo por ella” (Jn 1,3).

Si existo, es que Dios  me ha preferidoa millones y millones de seres que no existirán nunca, que permanecerán en la no existencia, porque la mirada amorosa del ser infinito me ha mirado a mí y me ha preferido... Yo he sido preferido, tú has sido preferido, hermano. Estímate, autovalórate, apréciate, Dios te ha elegido entre millones y millones que no existirán. Qué bien lo expresa S. Pablo: “Hermanos, sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien: a los que ha llamado conforme a su designio. A los que había escogido, Dios los predestinó a ser imagen de su Hijo para que Él fuera el primogénito de muchos hermanos. A los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó” (Rom 8, 28.3).

Es un privilegio el existir. Expresa que Dios te ama, piensa en ti, te ha preferido. Ha sido una mirada amorosa del Dios infinito, la que contemplando la posibilidad de existencia de millones y millones de seres posibles, ha pronunciado mi nombre con ternura y  me ha dado el ser humano ¡Qué grande es ser, existir, ser hombre, mujer...! Dice un autor de nuestros días: «No debo, pues, mirar hacia fuera para tener la prueba de que Dios me ama; yo mismo soy la prueba. Existo, luego soy amado». (G. Marcel).

Si existo, yo valgo mucho, porque todo un Dios me ha valorado y amado y señalado  con su dedo creador. ¡Qué bien lo expresó Miguel Ángel en la capilla Sixtina! ¡Qué grande eres, hombre, valórate! Y valora a todos los vivientes, negros o amarillos, altos o bajos, todos han sido singularmente amados por Dios, no desprecies a nadie, Dios los ama y los ama por puro amor, por puro placer de que existan para hacerlos felices eternamente, porque Dios no tiene necesidad de ninguno de nosotros. Dios no crea porque nos necesite. Dios crea por amor, por pura gratuidad. Dios  crea para llenarnos de su vida, porque  nos ama y esto le hace feliz.

       Por eso, con qué respeto, con qué cariño tenemos que mirarnos unos a otros... porque fíjate bien, una vez que existimos, ya no moriremos nunca, nunca... somos eternos. Aquí nadie muere. Los muertos están todos vivos. Si existo, yo soy un proyecto de Dios, pero un proyecto eterno, ya no caeré en la nada, en el vacío. Qué alegría existir, qué gozo ser viviente. Mueve tus dedos, tus manos, si existes, no morirás nunca; mira bien a los que te rodean, vivirán siempre, somos semejantes a Dios, por ser amados por Dios.

       Desde aquí se comprende mejor lo que valemos: Jesucristo, su persona y su palabra y su pasión y muerte y resurrección son los signos claros de lo que yo valgo para el Padre y para Cristo, de lo que el Padre y el Hijo me aman.

Si existo, es que estoy llamado a ser feliz, a ser amado y amar por el Dios Trino y Uno; este es el fin del hombre. Y por eso su gracia es ya vida eterna que empieza aquí abajo y los santos y los místicos la desarrollan tanto, que no se queda en semilla como en mí, sino que florece en eternidad anticipada, como los cerezos de mi tierra en primavera. “En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, os lo diría, porque voy a prepararos el lugar. Cuando yo me haya ido y os haya preparado el lugar, de nuevo volveré  y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy estéis también vosotros” (Jn 14,2-4). “Padre, los que tú me has dado, quiero que donde esté yo estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria, que tú me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo” (Jn 17, 24).

       Convendría a estas alturas volver al texto de S. Juan, que ha inspirado esta reflexión: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados” (1Jn.4, 9-10).

15ª  MEDITACIÓN

 “Y NOS ENVIÓ A SU HIJO COMO PROPICIACIÓN DE NUESTROS PECADOS”

En la contemplación de la segunda parte entraría muy directamente S. Pablo, para quien el misterio de Cristo, enviado por el Padre como redención de nuestros pecados,  es un misterio que le habla muy claramente de esta predilección de Dios por el hombre, de este misterio escondido por los siglos en corazón de Dios y revelado en la plenitud de los tiempos por la Palabra hecha carne, especialmente por la pasión, muerte y resurrección del Señor. “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí; y mientras vivo en esta carne, vivo de la fe del Hijo de Dios, que me amó hasta  entregarse por mí” (Gal 2,19-20). 

       S. Juan, que estuvo junto a Cristo en la cruz, resumió  todo este misterio de dolor y de entrega en estas palabras: “Tanto amó Dios al hombre, que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que  creen en él” (Jn 3,16). No le entra en la cabeza que Dios ame así al hombre hasta este extremo, por eso, el “entregó” tiene sabor de “traicionó”. Y realmente, en el momento cumbre de la vida de Cristo, que es  su pasión y muerte, esta realidad de crudeza impresionante es percibida por S. Pablo como plenitud de amor y totalidad de entrega dolorosa y extrema. Al contemplar a Cristo doliente y torturado, no puede menos de exclamar : “Me amó y se entregó por mí”. Por eso, S. Pablo, que lo considera “todo basura y estiércol, comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo”, llegará a decir: “No quiero saber más que de mi Cristo y éste crucificado...”

       Queridos hermanos, qué será el hombre, qué encerrará  en su realidad para el mismo Dios que lo crea... qué seré yo, qué serás tú, y todos los hombres, pero qué será el hombre para Dios, que no le abandona ni caído y no le deja postrado en su muerte pecadora. Yo creo que Dios se ha pasado con nosotros.  “Tanto amó Dios al hombre que entregó (traicionó) a su propio Hijo”.

Porque  no hay justicia. No me digáis que Dios fue justo. Los ángeles se pueden quejar, si pudieran, de injusticia ante Dios. Bueno, no sabemos todo lo que Dios ha hecho por levantarlos. Cayó el ángel, cayó el hombre. Para el hombre hubo redentor, su propio Hijo, para el ángel no hubo redentor. Por qué para nosotros sí y para ellos no. Dónde está la igualdad, qué ocurre aquí... es el misterio de predilección de amor de Dios por el hombre. “Tanto amó Dios al hombre, que...(traicionó)”  Por esto, Cristo crucificado es la máxima expresión del amor del Padre y del Hijo: “nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos” y Cristo la dio por todos nosotros.

       Este Dios  infinito, lleno de compasión y ternura por el hombre, viéndole caído y alejado para siempre de su proyecto de felicidad, entra dentro de sí mismo, y mirando todo su ser que es amor también misericordioso, y toda su sabiduría y todo su poder descubre un nuevo proyecto de salvación, que a nosotros nos escandaliza, porque en él abandona a su propio Hijo, prefirió en ese momento el amor a los hombres al de su Hijo.

No tiene nada de particular que la Iglesia, al celebrar este misterio en su liturgia, lo exprese admirativamente casi con una blasfemia:«Oh felix culpa...» oh feliz culpa, que nos ha merecido un tal Salvador. Esto es blasfemo, la liturgia ha perdido la cabeza,  oh feliz pecado, pero cómo puede decir esto, dónde está la prudencia y la moderación de las palabras sagradas, llamar cosa buena al pecado, oh feliz culpa, que nos ha merecido un tal salvador, un proyecto de amor todavía más lleno de amor y condescendencia divina y plenitud que el primero.

       Cuando S. Pablo lo describe, parece que estuviera en esos momentos dentro del consejo Trinitario. En la plenitud de los tiempos, dice S. Pablo, no pudiendo Dios contener ya más tiempo este misterio de amor en su corazón, explota y lo pronuncia y nos lo revela a nosotros. Y este pensamiento y este proyecto de salvación es su propio Hijo, pronunciado en Palabra y Revelación llena de Amor de su mismo Espíritu, es Palabra ungida de Espíritu Santo, es Jesucristo, la explosión del amor de Dios a los hombres. En Él nos dice: os amo, os  amo hasta la locura, hasta el extremo, hasta perder la cabeza.

Y esto es lo que descubre San Pablo en Cristo Crucificado: “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley” ( Gal 4,4). “Y nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para la alabanza del esplendor de su gracia, que nos otorgó gratuitamente en el amado, en quien tenemos la redención  por su sangre...” (Ef 1,3-7).

       Para S. Juan de la Cruz, Cristo crucificado tiene el pecho lastimado por el amor, cuyos tesoros nos abrió desde el árbol de la cruz: «Y al cabo de un gran rato se ha encumbrado/ sobre un árbol do abrió sus brazos bellos,/ y muerto se ha quedado, asido de ellos,/ el pecho del amor muy lastimado».

Cuando en los días de la Semana Santa, leo la Pasión o la contemplo en las procesiones, que son una catequesis puesta en acción, me conmueve ver pasar a Cristo junto a mí, escupido, abofeteado, triturado... Y siempre me pregunto lo mismo: por qué, Señor, por qué fue necesario tanto sufrimiento, tanto dolor, tanto escarnio... Fue necesario para que el hombre nunca pueda dudar de la verdad del amor de Dios. No los dice antes S. Juan: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo”.

       Por todo esto, cuando miro al Sagrario y el Señor me explica todo lo que sufrió por mí y por todos, desde la Encarnación hasta su Resurrección, yo sólo veo una cosa: amor, amor loco de Dios al hombre. Jesucristo, la Eucaristía, Jesucristo Eucaristía es Dios personalmente amando locamente a los hombres. Este es el único sentido de su vida, desde la Encarnación hasta la muerte y la resurrección.

Y en su nacimiento y en su cuna no veo ni mula ni buey ni pastores... solo amor, infinito amor que se hace tiempo y espacio y criatura por nosotros...“Siendo Dios… se hizo semejante a nosotros en todo menos en el pecado...”; en el Cristo polvoriento y jadeante de los caminos de Palestina, que no tiene tiempo a veces ni para comer ni descansar, en el Cristo de la Samaritana a la que va  a buscar y se sienta agotado junto al pozo porque tiene sed de su alma, en el Cristo de la adúltera, de Zaqueo... sólo veo amor; y como aquel es el mismo Cristo del sagrario, en el sagrario sólo veo amor, amor extremo, apasionado, ofreciéndose sin imponerse, hasta dar la vida en silencio y olvidos,  sólo amor...

       Y todavía este corazón mío, tan sensible para otros amores y otros afectos y otras personas, tan sentido en las penas  propias y ajenas, no se va a conmover ante el amor tan “lastimado” de Dios, de mi Cristo... tan duro va a ser para su Dios  Señor y tan sensible para los amores humanos. Dios mío, pero quién y qué soy yo, qué es el hombre, para que le busques de esta manera; qué puede darte el hombre que Tú  no tengas, qué buscas en mí, qué ves en nosotros para buscarnos así... no lo comprendo, no me entra en la cabeza. Cristo, quiero amarte, amarte de verdad, ser todo y sólo tuyo, porque nadie me ha amado como Tú. Ayúdame. Aumenta mi fe, mi amor, mi deseo de Ti.  Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo.

       Hay un momento de la pasión de Cristo, que me impresiona fuertemente, siempre que viene a mi mente, porque es donde yo veo reflejada también esta predilección del Padre por el hombre y que S. Juan expresa maravillosamente en las palabras antes citadas: “Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio Hijo”. Es en Getsemaní. Cristo está solo, en la soledad más terrible que haya podido experimentar persona alguna, solo de Dios y solo de los hombres. La Divinidad le ha abandonado,  siente sólo su humanidad en “la hora” elegida por el proyecto del Padre según S. Juan, no  siente ni barrunta su ser divino... es un misterio. Y en aquella hora de angustia, el Hijo clama al Padre: “Padre, si es posible, pase de mi este cáliz...”

Y allí nadie le escucha ni le atiende, nadie le da una palabra por respuesta, no hay ni una palabra de ayuda, de consuelo,  una explicación para Él...  Cristo, qué pasa aquí. Cristo, dónde está tu Padre, no era tu Padre Dios, un Dios bueno y misericordioso que se compadece de todos, no decías Tú que te quería, no dijo Él que Tú eras su Hijo amado... dónde está su amor al Hijo.. No te fiabas totalmente de Él... qué ha ocurrido… Es que ya no eres su Hijo, es que se avergüenza de Ti... Padre Dios, eres injusto con tu Hijo, es que ya no le quieres como a Hijo, no ha sido un hijo fiel, no ha defendido tu gloria, no era el hijo bueno cuya comida era hacer la voluntad de su Padre, no era tu hijo amado en el que tenías todas tus complacencias...

       Qué pasa, hermanos, cómo explicar este misterio...El Padre Dios, en ese momento, tan esperado por Él desde toda la eternidad, está tan pendiente de la salvación de los nuevos hijos, que por la muerte tan dolorosa del Hijo va a conseguir, que no oye ni atiende a sus gemidos de dolor, sino que tiene ya los brazos abiertos para abrazar a los nuevos hijos que van a ser salvados y redimidos  por el Hijo y por ellos se ha olvidado hasta del Hijo de sus complacencias, del Hijo Amado: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio hijo”.  Por eso, mirando a este mismo Cristo, esta tarde en el sagrario, quiero decir con S. Pablo desde   lo más profundo de mi corazón: “Me amó y se entregó por mí”; “No quiero saber más que de mi Cristo y éste, crucificado”.

       Y nuevamente vuelven a mi mente  los interrogantes: pero qué es el hombre, qué será el hombre para Dios, qué seremos tú y yo para el Dios infinito, que proyecta este camino de Salvación tan duro y cruel para su propio Hijo, tan cómodo y espléndido para el hombre; qué grande debe ser el hombre, cuando Dios se rebaja y le busca y le pide su amor... Qué será el hombre para este Dios, cuando este Dios tan grande se rebaja tanto, se humilla tanto y busca tan extremadamente el amor de este hombre. Qué será el hombre para Cristo, que se rebajó hasta este extremo para buscar el amor del hombre.

        Dios mío, no te comprendo, no te abarco y sólo me queda una respuesta, es una revelación de tu amor que contradice toda la teología que estudié, pero que el conocimiento de tu amor me lleva a insinuarla, a exponerla con duda para que no me condenen como hereje. Te pregunto, Señor, ¿es que me pides de esta forma tan extrema mi amor porque lo necesitas? ¿Es que sin él no serías infinitamente feliz? ¿Es que necesitas sentir mi amor, meterme en tu misma esencia divina, en tu amor trinitario y esencial, para ser totalmente feliz de haber realizado tu proyecto infinito? ¿Es que me quieres de tal forma que sin mí no quieres ser totalmente feliz?

Padre bueno,  que Tú hayas decidido en consejo con los Tres no querer ser feliz sin el hombre, ya me cuesta trabajo comprenderlo, porque el hombre no puede darte nada que tú no tengas, que no lo haya recibido y lo siga recibiendo de Ti; comprendo también que te llene tan infinitamente tu Hijo en reciprocidad de amor que hayas querido hacernos a todos semejantes a Él, tener y hacer de todos los hombres tu Hijo, lo comprendo pero bueno... no me entra en la cabeza, pero es que viendo lo que has hecho por el hombre es como decirnos que mis Tres, el Dios infinito Trino y Uno no puede ser feliz sin el hombre, es como cambiar toda la teología donde Dios no necesita del hombre para nada, al menos así me lo enseñaron a mí, pero ahora veo por amor, que Dios también necesita del hombre, al menos lo parece por su forma de amar y buscarlo... y esto es herejía teológica, aunque no mística, tal y como yo la siento y la gozo y me extasía. Bueno, debe ser que me pase como a S. Pablo, cuando se metió en la profundidad de Dios que le subió a los cielos de su gloria y empezó a “desvariar”.

       Señor, dime qué soy yo para ti, qué es el hombre para tu Padre, para Dios Trino y Uno, que os llevó hasta esos extremos:  “Tened los mismos sentimientos que Cristo Jesús, quien, existiendo en forma de Dios... se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres…se humilló, hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz, por lo cual Dios le exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre…toda lengua confiese que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” ( Fil 2,5-11).

       Dios mío, quiero amarte. Quiero corresponder a tanto amor y quiero que me vayas explicando desde tu presencia en el sagrario, por qué tanto amor del Padre, porque Tú eres el único que puedes explicármelo, el único que lo comprendes, porque ese amor te ha herido y llagado, lo has sentido, Tú eres ese amor hecho carne y hecho pan, Tú eres el único que lo sabes, porque te diste totalmente a Él y lo abrazaste y te  empujó hasta dar la vida y yo necesito saberlo, para corresponder y no decepcionar a un Dios tan generoso y tan bueno, al Dios más grande, al Dios revelado por Jesucristo, en su persona, palabras y obras, un Dios que me quiere de esta forma tan extremada. 

Señor, si Tú me predicas y me pides tan dramáticamente, con tu vida y tu muerte y tu palabra, mi amor para el Padre, si el Padre lo necesita y lo quiere tanto, como me lo ha demostrado, no quiero fallarle, no quiero faltar a un Dios tan bueno, tan generoso y si para eso tengo que mortificar mi cuerpo, mi inteligencia, mi voluntad, para adecuarlas a su verdad y su amor, purifica cuanto quieras y como quieras, que venga abajo mi vida, mis ideales egoístas, mi salud, mis cargos y honores... solo quiero ser de un Dios que ama así.

Toma mi  corazón, purifícalo de tanto egoísmo, de tanta suciedad, de tanto yo, de tanta carne pecadora, de tanto afecto desordenado... pero de verdad, límpialo y no me hagas caso. Y cuando llegue mi Getsemaní personal y me encuentre solo y sin testigos de mi entrega, de mi sufrimiento, de mi postración y hundimiento a solas... ahora te lo digo por si entonces fuera cobarde, no me hagas caso... hágase tu voluntad y adquiera yo esa unión con los Tres que más me quieren y que yo tanto deseo amar. Sólo Dios, sólo Dios, sólo Dios en el sí de mi ser y amar y existir.   

16ª MEDITACIÓN

LOS SACERDOTES SOMOS RESPONSABLES DE ETERNIDADES

       Hermano sacerdote, cuánto vale un hombre, cuánto vales tú. Qué tremenda y casi infinita se ve desde aquí la responsabilidad de los sacerdotes, cultivadores de eternidades, qué terror cuando uno ve a Cristo cumplir tan dolorosamente la voluntad cruel y tremenda del Padre, que le hace pasar por la muerte, por tanto sufrimiento para llevar por gracia la misma vida divina y trinitaria a los nuevos hijos, y si hijos, también herederos. Podemos decir y exigir: Dios me pertenece, porque Él lo ha querido así. Bendito y Alabado y Adorado sea por los siglos, amén.

        Qué ignorancia sobrenatural y falta de ardor apostólico a veces en nosotros, sacerdotes, que no sabemos de qué va este negocio, porque no sabemos lo que vale un alma, que no trabajamos hasta la extenuación como Cristo hizo y nos dio ejemplo, no sudamos ni nos esforzamos todo lo que debiéramos  o nos dedicamos al apostolado, pero olvidando  lo fundamental y primero del envío divino, que son las eternidades de los hombres, el sentido y orientación trascendente de toda acción apostólica, quedándonos a veces en ritos y ceremonias pasajeras que no llevan a lo esencial: Dios y la salvación eterna, no meramente terrena y humana.

 Un sacerdote no puede perder jamás el sentido de eternidad y debe dirigirse siempre hacia los bienes últimos y escatológicos, mediante la virtud de la esperanza, que es el cénit y la meta de la fe y el amor, porque la esperanza nos dice si son verdaderas y sinceras la fe y el amor que decimos tener a Dios, ya que una fe y un amor que no desean y buscan el encuentro con Dios, aunque sea pasando por la misma muerte, poca fe y poco amor y deseo de Dios son, si me da miedo o no quiero encontrarme con el Dios creído por la fe y amado por la virtud de la caridad. La virtud de la esperanza sobrenatural criba y me dice la verdad de la fe y del amor.

       Para esto, esencialmente para esto, vino Cristo, y si multiplicó panes y solucionó problemas humanos, lo hizo, pero no fue esto para lo que vino y se encarnó ni es lo primero de su misión por parte del Padre. A los sacerdotes nos tienen que doler más las eternidades de los hombres, creados por Dios para Dios, y vivimos más ocupados y preocupados por otros asuntos pastorales que son transitorios; qué pena que duela tan poco y apenas salga en nuestras conversaciones la salvación última,  la eternidad de nuestros hermanos, olvidando su precio, que es toda la sangre de Cristo, por no vivirlo, como Él, en nuestra propia carne: un alma vale infinito, vale toda la sangre de Cristo, vale tanto como Dios, porque tuvo que venir a buscarte Dios a la tierra y se hizo pequeño y hasta un trozo de pan para buscarnos y salvarnos:“¿De qué le sirve a un hombre ganar  el mundo entero, si pierde su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del Hombre vendrá entre sus ángeles con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta” (Mt 16 26-7).

Cuando un sacerdote sabe lo que vale un alma para Dios, siente pavor y sudor de sangre, no se despista jamás de lo esencial, del verdadero apostolado, son profetas dispuestos a hablar claro a los poderes políticos y religiosos y están dispuestos a ser corredentores con Cristo, jugándose la vida a esta baza de Dios, aunque sin nimbos de gloria ni de cargos ni poder, ni reflejos de perfección ni santidad, muriendo como Cristo, a veces incomprendido por los suyos.

       Pero a estos sacerdotes, como a Cristo, como al Padre, le duelen las almas de los hombres, es lo único que les duele y que buscan y que cultivan, sin perderse en otras cosas, las añadiduras del mundo y de sus complacencias puramente humanas, porque las sienten en sus entrañas, sobre todo, cuando comprenden que han de pasar por incomprensiones de los mismos hermanos, para llevarlas hasta lo único que importa y por lo cual vino Cristo y nos envió por el mundo como prolongación sacramental de su persona y salvación eterna, sin quedarnos en los medios y en otros pasos, que ciertamente hay que dar, como apoyos humanos, pero que no son la finalidad última y permanente del envío y de la misión del verdadero apostolado de Cristo. “Vosotros me buscáis porque habéis comido los panes y os habéis saciado; procuraros no el alimento que perece, sino el alimento que permanece hasta la vida eterna” (Jn 6,26). Todo hay que orientarlo hacia Dios, hacia la vida eterna con Dios, para la cual hemos sido creados.

Y esto no son invenciones nuestras. Ha sido Dios Trino y Uno, quien lo ha pensado; ha sido el Hijo, quien lo ha ejecutado; ha sido el Espíritu Santo, quien lo ha movido todo por amor, así consta en la Sagrada Escritura, que es Historia de Salvación: ha sido Dios quien ha puesto el precio del hombre y quien lo ha pagado. Y todo por ti y por mí y por todos los hombres.

Y esta es la tarea esencial de la Iglesia, de la evangelización, la esencia irrenunciable del mensaje cristiano, lo que hay que predicar siempre y en toda ocasión, frente al materialismo reinante, que destruye la identidad cristiana, para que no se olvide, para que no perdamos el sentido y la razón esencial de la Iglesia, del evangelio, de los sacramentos, que son para principalmente  para conservar y alimentar ya desde ahora la vida nueva,  para ser eternidades de Dios, encarnadas en el mundo, que esperan su manifestación gloriosa.“Oh Dios misericordioso y eterno... concédenos pasar a través de los bienes pasajeros de este mundo sin perder los eternos y definitivos del cielo”, rezamos en la liturgia.

       Por eso, hay que estar muy atentos y en continua revisión del fín último de todo: “llevar las almas a Dios”, como decían los antiguos, para no quedarse o pararse en otras tareas intermedias, que si hay que hacerlas, porque otros no las hagan, las haremos, pero no constituyen la razón de nuestra misión sacerdotal, como prolongación sacramental de Cristo y su apostolado.

       La Iglesia tiene también dimensión caritativa, enseñar al que no sabe, dar de comer a los hambrientos, desde el amor del Padre que nos ama como hijos y quiere que nos ocupemos de todo y de todos, pero con cierto orden y preferencias en cuanto a la intención, causa final, aunque lo inmediato tengan que ser otros servicios... como Cristo, que curó y dio de comer, pero fue enviado por el Padre para predicar la buena noticia, esta fue la razón de su envío y misión.

Y así el sacerdote, si hay que curar y dar de comer, se hace orientándolo todo a la predicación y vivencia del evangelio, por lo tanto no es su misión primera y menos exclusiva:“Id al mundo entero y predicad el evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer, será condenado... les acompañarán estos signos... impondrán las manos a los enfermos y quedarán sanos. Ellos se fueron y proclamaron el Evangelio por todas partes, y el Señor actuaba con ellos y confirmaba la Palabra con los signos que los acompañaban” (Mc16,15).

       Los sacerdotes tenemos que atender a las necesidades inmediatas materiales de los hermanos, pero no es su misión primera y menos exclusiva,  ni lo son los derechos humanos ni la reforma de las estructuras... sino predicar el evangelio, el mandato nuevo y la salvación a todos los hombres, santificarlos y desde aquí, cambiar las estructuras y defender los derechos humanos, y hacer hospitales y dar de comer a los hambrientos, si es necesario y otros no lo hacen. Nosotros debiéramos formar a nuestros cristianos seglares para que lo hagan. Pero insisto que lo fundamental es «La gloria de Dios es que el hombre viva. Y la vida de los hombres es la visión de Dios» (San Ireneo). Gloria sean dadas por  ello a la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, que nos han llamado a esta intimidad con ellos y a vivir su misma vida.

       Dios me ama..., me ama..., me ama... y qué me importan entonces todos los demás amores, riquezas, tesoros..., qué importa incluso que yo no sea importante para nadie, si lo soy para Dios; qué importa la misma muerte, si no existe. Voy por todo esto a amarle y a dedicarme más a Él, a entregarme totalmente a Él, máxime cuando quedándome en nada de nada, me encuentro con el TODO de TODO, que es Él.

       Me gustaría terminar con unas palabras de S. Juan de la Cruz, extasiado ante el misterio del amor divino: Y cómo esto sea no hay más saber ni poder para decirlo, sino dar a entender cómo el Hijo de Dios nos alcanzó este alto estado y nos mereció este subido puesto de poder ser hijos de Dios, como dice San Juan diciendo: «Padre, quiero que los que me has dado, que donde yo estoy también ellos estén conmigo, para que vean la claridad que me diste, es a saber que tengan por participación en nosotros la misma obra que yo por naturaleza, que es aspirar el Espíritu Santo.

Y dice más: no ruego, Padre, solamente por estos presentes, sino también por aquellos que han de creer por su doctrina en Mí. Que todos ellos sean una misma cosa de la manera que Tú, Padre, estás en Mí, y yo en Ti; así ellos en nosotros sean una misma cosa.  Y yo la claridad que me has dado he dado a ellos, para que sean una misma cosa, como nosotros somos una misma cosa, yo en ellos y Tú en mí  porque sean perfectos en uno; porque conozca el mundo que Tú me enviaste y los amaste como me amaste a mí, que es comunicándoles el mismo amor que al Hijo, aunque no naturalmente como al Hijo...» (Can B 39,5).

       «¡Oh almas criadas para estas grandezas y para ellas llamadas! ¿qué hacéis? ¿en qué os entretenéis? Vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias. ¡Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tanta luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos, no viendo que, en tanto que buscáis grandezas y glorias, os quedáis miserables, y bajos, de tantos bienes hechos ignorantes e indignos!» (Can B, 39.7).

       Concluyo con S. Juan: “Dios es amor”. Todavía más simple, con palabras de Jesús:“el Padre os ama”. Repetidlas muchas veces. Creed y confiad plenamente en ellas. El Padre me ama. Dios  me ama y nadie podrá quitarme esta verdad de mi vida.

       «Mi alma se ha empleado y todo mi caudal en su servicio: ya no guardo ganado ni ya tengo otro oficio, que ya solo en amar es mi ejercicio» (Can B 28). Y comenta así esta canción S. Juan de la Cruz: «Adviertan, pues, aquí los que son muy activos, que piensan ceñir al mundo con sus predicaciones y obras exteriores, que mucho más provecho harían a la Iglesia y mucho más agradarían a Dios, dejado aparte el buen ejemplo que  de sí darían, si gastasen siquiera la mitad de este tiempo en estarse con Dios en oración, y habiendo cobrado fuerzas espirituales en ellas; porque de otra manera todo es martillar y hace poco más que nada, y a veces nada, y aun a veces daño. Porque Dios os libre que se comience a perder la sal (Mt 5,13), que, aunque más parezca hace algopor fuera, en sustancia no será nada, cuando está cierto que las buenas obras no se pueden hacer sino en virtud de Dios»(Can 28, 3).

       Perdámonos ahora unos momentos en el amor de Dios. Aquí, en ese trozo de pan, por fuera pan, por dentro Cristo,  está encerrado todo este misterio del amor de Dios Uno y Trino. Que Él nos lo explique. El sagrario es Jesucristo vivo y resucitado, en amistad y salvación permanentemente ofrecidas a los hombres. Está aquí la Revelación del Amor del Padre, el Enviado, vivo y resucitado, confidente y amigo. Para Ti, Señor, mi abrazo y mi beso más fuerte; y desde aquí, a todos los hombres, mis hermanos necesitados de tu salvación.

17ª  MEDITACIÓN

FINES DE LA EUCARISTÍA: “HACED ESTO EN MEMORIA MÍA”

Los fines y frutos de la Eucaristía son los mismos que Cristo obtuvo al dar su vida por nosotros en su pasión, muerte y resurrección: Adorar al Padre en obediencia total, dándole gracias por todos los beneficios de la Salvación de los hombres obtenidos por su sacrificio y aceptados por la resurrección del Hijo: fín eucarístico-latréutico-impetratorio-propiciatorio.

Lógicamente estos fines y los sentimientos y actitudes se entremezclan entre sí y se complementan. Ni qué decir tiene que si estos son los deseos y súplicas e intenciones de Cristo, también deben ser los nuestros al celebrar la Eucaristía y eso son los llamados frutos y fines de la Eucaristía: dar gracias y adorar al Padre por el sacrificio de su Hijo, ofrecernos y elevar nuestras peticiones de perdón y salvación por todos los hombres y pedir a Dios en Jesucristo por todas las necesidades de la Iglesia, del mundo, de vivos y difuntos y el perdón de nuestros pecados:“Haced esto en memoria de mí”.

LA EUCARISTÍA: ACCIÓN DE GRACIAS

Este sentimiento litúrgico, hecho personal y sacerdotal, es tan fuerte en la celebración de la Eucaristía que ha pasado a ser uno de los nombres empleados para designarla, como nos dice el Catecismo de la Iglesia. Los evangelios sinópticos, lo mismo que Pablo, nos cuentan que antes de consagrar el pan, Jesús lo “bendijo” (Mt 26,27; Mc 14,23; Lc22,19), y al consagrar el vino “dio gracias”. La bendición se pronunciaba sobre los alimentos con una fórmula de reconocimiento y alabanza  dirigida a Dios. Así se hacía en el pueblo judío.

       Nosotros, en la Eucaristía, damos con Cristo gracias al Padre porque aceptó el sacrificio de su Hijo como memorial de la Nueva y Eterna Alianza, celebrada en la Última Cena, y nos concedió por ella todos los dones y gracias de la Salvación. Esta acción de gracias está especialmente expresada en la liturgia de la Eucaristía por el prefacio y la PLEGARIA EUCARÍSTICA, parte esencial de la misma. Damos gracias al Padre por la acogida de la salvación de su Hijo, que se ofreció en muerte en cruz por sus hermanos los hombres y porque “tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio hijo para que no perezca ninguno de los que creen en él”. No debiéramos olvidarlo nunca, para ser más agradecidos con este Padre tan bueno, que nos creó y nos recreó en el Hijo, y agradecer también a este Hijo, el Amado, que dio su vida por nosotros. 

       Dice el Catecismo de la Iglesia: «La Eucaristía, sacramento de nuestra salvación realizada por Cristo en la cruz, es también un sacrificio de alabanza en acción de gracias por la obra de la creación. En el sacrificio eucarístico, toda la creación amada por Dios es presentada al Padre a través de la  muerte y resurrección de Cristo. Por Cristo la Iglesia puede ofrecer el sacrificio de alabanza en acción de gracias por todo lo que Dios ha hecho de bueno, de bello y de justo en la creación y en la humanidad. La Eucaristía es un sacrificio de acción de gracias al Padre, una bendición por la cual la Iglesia expresa su reconocimiento a Dios por sus beneficios...

La Eucaristía es también el sacrificio de alabanza por medio del cual la Iglesia canta la gloria de Dios en nombre de toda la creación. Este sacrificio de alabanza sólo es posible a través de Cristo: Él une los fieles a su persona, a su alabanza y a su intercesión, de manera que el sacrificio de alabanza al Padre es ofrecido por Cristo y con Cristo para ser aceptadoen Él»   (1359-1361).

       Cuando la Iglesia renueva sobre el altar la Cena del Señor, quiere hacerlo en contexto pascual, participando en los  sentimientos de adoración y acción de gracias al Padre por todos los beneficios del sacrificio del Hijo. Esta acción de gracias no sólo se expresa por las palabras de Jesús sino sobre todo por su vida, que se ofrece totalmente y es aceptada por el Padre por la resurrección.

       Por eso, el homenaje de gratitud se traduce en una ofrenda completa de sí mismo. Cristo se entrega a sí mismo para agradecer al Padre su proyecto salvador. Igual tenemos que ofrecernos nosotros al Padre,  dando gracias con palabras y con obras, con nuestra persona y vida, que son aceptadas siempre, porque en el Hijo ya hemos sido aceptados por el Padre. Celebrando la Eucaristía,  agradecidos, damos gracias de todo corazón al Padre, “por Cristo, con Él y en Él, a Ti Dios Padre Omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria, por los siglos de los siglos. Amén”. 

LA EUCARISTÍA, OFRENDA PROPICIATORIA

El Concilio de Trento definió el valor propiciatorio de la Eucaristía contra los Reformadores que sostenían sólo el valor de alabanza y acción de gracias. Cristo, obedeciendo al proyecto del Padre, quiso hacer con su vida y con su muerte una Alianza nueva, que consiguiendo el perdón de todos los pecados, cuya hondura y gravedad sólo Él conocía, instaurase la paz y la unión definitiva entre Dios y los hombres. Con esta obediencia de Cristo quedan borradas y destruidas todas las desobediencia de Adán y de la humanidad entera y el Padre retira su condena, porque Cristo ha pagado el precio. Es la Redención objetiva en la cruz que tenemos que hacer nuestra por la Eucaristía, abriéndonos a su amor. El hombre, ayudado por el amor de Dios, debe cooperar a destruir el pecado en su vida y en la de los hermanos.

       En la consagración del vino el sacerdote menciona expresamente la sangre de Cristo “que será derramada para el perdón de los pecados”. El  mismo Jesús, según lo que nos dice el Evangelio de Mateo, anuncia en la Cena que el fin de su sacrificio era obtener el perdón de los pecados  para toda la humanidad. Cuando antes dice que el Hijo del hombre había venido para “dar su vida en rescate por muchos”, expresa el mismo aspecto del sacrificio. Por el sacrificio de la cruz, Cristo se entregó para libertarnos de la esclavitud del pecado.

       Es verdad que el pecado continúa haciendo estragos en el seno de la humanidad, esclavizando a las almas. “Todo aquel que comete el pecado es esclavo del pecado” (Jn 8,34)). El pecado oscurece la inteligencia y la subordina a egoísmos; debilita la voluntad haciéndola esclava de pasiones degradantes; endurece el corazón atándole y haciéndole incapaz de amar. El pecador es menos hombre después de su pecado, es menos dueño de sí mismo y se siente encadenado a satisfacciones, a placeres que le seducen y le envilecen.

 Al comenzar la santa Eucaristía, tanto el sacerdote que celebra la Eucaristía como los fieles que participan tenemos conciencia de nuestras obras, pensamientos y acciones manchadas; por eso comenzamos pidiendo perdón. Por eso nos unimos a Cristo en la celebración de la Eucaristía en la que Él pide y se ofrece por los pecados del mundo y cuando comulgamos, participamos en el perdón de Dios comiendo la carne “del Cordero que quita el pecado del mundo”. Todos estamos llamados a hacernos ofrenda con Cristo por los pecados de los hermanos.

       San Pablo dice que Cristo “desposeyó de su poder a los Principados y a las Potestades, y los entregó como espectáculo al mundo, poniéndoles en su cortejo triunfal” (Col 1,15). La Eucaristía renueva esta victoria. Es lo que había anunciado Jesús ya antes de su Pasión: “Ahora el príncipe de este mundo será arrojado fuera. Y Yo cuando sea levantado de la tierra atraeré a Mí todas las cosas” (Jn 12,32).

       Por grande que sea el poder del pecado en el mundo, la Eucaristía es la fuerza infinita del amor y perdón de Dios. El sacrificio del amor de Cristo sobrepasa infinitamente las cobardías y maldades y egoísmos de nuestros pecados y de la humanidad. Cuando sufrimos en nosotros mismos el pecado y la debilidad de la carne y la soberbia de la vida y el orgullo que se rebela, la santa Eucaristía es un refugio seguro y una medicina que nos cura todas estas maldades y heridas. Para cada uno de nosotros Cristo sigue siendo “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” .El calvario es la cima de la Alianza: nos une y restablece siempre la amistad con Dios. Por eso es la fuente del perdón y de la misericordia y de toda gracia que nos llegan por los demás sacramentos.

VALOR  IMPETRATORIO DE LA EUCARISTÍA

La santa Eucaristía, «al ser fuente y culmen de toda la vida de la Iglesia», al ser la fuente y el origen de toda gracia divina, se convierte por sí misma en el camino principal y esencial de toda gracia que viene de Dios a nosotros, porque el camino es Cristo. La Eucaristía es el medio más rápido y eficaz para obtener gracias: al poner ante los ojos del Padre celestial el sacrificio del Calvario, al ver al Amado ofrecer su vida por todos en obediencia a Él, lo predispone a la benevolencia más completa.

 Ninguna oración de súplica puede obtener un abogado y un defensor más poderoso y unas motivaciones más fuertes. Por eso, la santa Eucaristía es la mejor oración y ofrenda para obtener de Dios todo don y beneficio: es la mejor plegaria para pedir y obtener gracia y favores ante Dios.

       La causa de su valor propiciatorio es el amor infinito del Hijo al Padre manifestado en el sacrificio de su vida y del Padre al Hijo aceptándolo con amor infinito por ser el sacrificio del Amado, por el cual nos lo concede todo por la Nueva y Eterna Alianza de amistad en su sangre derramada. La Eucaristía es la oración más poderosa y el medio más eficaz para pedir y obtener toda gracia para vivos y difuntos, porque el Padre no puede resistirse a la súplica del Hijo, a su generosa ofrenda.

El mismo Cristo fue quien quiso que se lo pidiéramos todo al Padre por medio de Él: “En verdad, en verdad os digo: Cuanto pidiereis al Padre en mi nombre os lo dará. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid y recibiréis, para que sea cumplido vuestro gozo” (Jn 1624).

POR LOS VIVOS

A la Eucaristía se le ha reconocido desde siempre su valor impetratorio por los vivos y sus necesidades. De hecho siempre hubo Eucaristías de petición de gracias, las  “témporas”, por las cosechas, por el perdón, por la paz... Sin embargo, no puede decirse que todos los cristianos lo tengan en la conveniente estima.

Aparte de las Eucaristías que encargan celebrar por sus difuntos, muchos no se preocupan de confiar a la Eucaristía, por encima de sus propias peticiones,  las intenciones a las que conceden mayor importancia, tanto personales como familiares: pedir por el aumento de la fe personal o en los hijos, la paz entre las familias desunidas, por conseguir un mayor amor a Dios, para que sus hijos vuelvan al seno de la Iglesia, por la catequesis o grupos, por la unión de los matrimonios, por la salud de los enfermos, deprimidos, perseguidos..., conscientes de que Cristo puede, con su amor y ofrenda filial, obtener todo lo que nosotros no podemos obtener, 

       Todas nuestras inquietudes y preocupaciones se las podemos confiar a Cristo que se ofrece en el altar. Él nos ama y nos quiere ayudar porque somos sus amigos.“No hay mayor amigo que el que da la vida por los amigos”. Él da su vida por nosotros, por nuestras intenciones, gozos, problemas, inquietudes espirituales y materiales.

       Y por encima de todas necesidades personales, siempre tenemos que pedirle por la Iglesia, por la  extensión del Reino de Dios, como Él nos enseñó en el Padre nuestro. Esta es siempre la intención primera de Cristo en la Eucaristía, porque este es el proyecto del Padre, para esto se encarnó y murió, para que todos los hombres entren dentro de la Alianza y consigan los fines de su Encarnación y redención que la Eucaristía hace presente.

POR LOS DIFUNTOS

Y si la Iglesia reconoció el valor impetratorio y propiciatorio de la Eucaristía aplicada por los pecados y necesidades de los humanos, más presente estuvo siempre el sufragio por los difuntos, que se remonta al siglo II. Y la razón y el motivo siempre es el mismo: porque es Cristo el que las presenta y se ofrece Él mismo, expresamente, por los pecados de todos, vivos y difuntos. Cuando ofrecemos una Eucaristía por un difunto determinado se ofrecen por él especialmente los méritos de Cristo para disminución de la pena que padece por sus pecados.

Tenemos que decir que los difuntos del Purgatorio ya están salvados, pero necesitan purificarse totalmente de las  consecuencias de haberse preferido a sí mismo a Dios y las secuelas que esto ha tenido en la vida de los demás a los que hemos servido de escándalo y mal ejemplo para sus vidas.

 Nosotros tenemos la certeza de que las Eucaristías ofrecidas por ellos les ayudan a conseguir la plena identificación con Cristo muerto y resucitado y entrar así en gozo de la Stma. Trinidad. Si no conseguimos  aquí abajo la purgación plena de nuestro egoísmo, como ocurre en los santos, el purgatorio nos limpiará de toda impureza con fuego de Espíritu Santo. Y cuando el difunto por el que ofrecemos la Eucaristía ha conseguido la salvación, los frutos se aplican a otros difuntos, hasta que toda la Iglesia sea la esposa del Cordero.   

       No olvidemos que la Eucaristía hace presente la muerte y resurrección del Señor. Cristo es “o Kurios” sentado con pleno poder a la derecha del Padre. Tiene poder en el cielo y en la tierra, en este mundo y en la eternidad, porque nos hace presentes los bienes últimos, escatológicos. Por eso nosotros confiamos totalmente en Él y sabemos que su amor y su redención no terminan hasta que hayamos conseguido entrar plenamente en el Reino de Dios, en el Amor del Dios Uno y Trino.

       Independientemente del sufragio ofrecido por un difunto concreto, la Iglesia reza en la Eucaristía por todos los difuntos. Todas las almas del Purgatorio forman la comunidad purgante, que se beneficia en cada Eucaristía de la ofrenda expiatoria e impetratoria de Jesús sobre el altar, y de la oración y ofrenda de la Iglesia peregrina.

La Eucaristía es prenda de la gloria futura. Imprime a la Iglesia una tensión escatológica.

El pan y el vino eucarísticos están transidos del poder de la resurrección que empieza a obrar ya en nosotros: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día…el que coma de este pan vivirá para siempre” 326. A su vez, la Eucaristía es alimento del Pueblo peregrino327. Es fuente de esperanza activa y comprometida con la historia concreta.

El Concilio Vaticano II, tras indicar que la actividad humana encuentra su perfección en el misterio pascual y que es preciso entregarse al servicio temporal de los hombres, concluye: “El Señor dejó a los suyos una prenda de esta esperanza y un alimento para el camino en aquel sacramento de la fe, en el que los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre, se convierten en su cuerpo y sangre gloriosos en la cena de la comunión fraterna y la pregustación del banquete celestial” 328.

La comunidad cristiana se reúne para celebrar la Eucaristía y así poder recorrer la historia con Cristo en su paso hacia el Padre. La Eucaristía es fuente de reconciliación y nos da fuerza para ir en busca de los ausentes.

18ª  MEDITACIÓN

SIN DOMINGO NO HAY CRISTIANISMO

Queridos hermanos sacerdotes: El título completo que puse a una Hoja Parroquial hace más de cincuenta años fue este: Sin domingo no hay cristianismo y el corazón del domingo es la Eucaristía y luego lo cambié: sin misa de domingo no hay cristianismo y expuse las razones que todos sabéis, porque este tema es frecuente en mis homilías y que paso a exponer un poco porque la Eucaristía dominical es para el pueblo cristiano la profesión de su fe y la celebración de su salvación.

       Por eso, disfruté mucho leyendo la Carta Apostólica que publicó el Papa Juan Pablo II sobre el DOMINGO: «DIES DOMINI». Yo hice un resumen breve para homilías y otro, pastoral y más amplio, para temas de los grupos parroquiales. Tomaré de ambos, pero antes quisiera decir lo que escribí en aquella Hoja Parroquial, tal cual, para que no pierda frescura.

       Sin domingo no hay cristianismo. El Domingo  nace de la Pascua. La Pascua es la Resurrección del Señor: fundamento de nuestra fe. El Domingo es la Pascua  semanal. La importancia que tiene el Triduo Pascual, -Jueves Santo, Viernes Santo y Pascua- en relación con el año litúrgico, la tiene el Domingo en relación al resto de la semana.

El domingo de Pascua de Resurrección es el primer domingo del año, la fiesta que da origen a todos los domingos y a todas las fiestas, el día más grande de la  historia, que recordamos y celebramos todos los domingos del año. Mirad cómo lo expresa el Vaticano II:<<La Iglesia, por una tradición apostólica que trae su origen del mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día en que es llamado con razón «día del Señor, o domingo».

       <<En este día los fieles deben reunirse a fín de que escuchando la palabra de Dios y participando de la Eucaristía, recuerden  la pasión, la resurrección y la gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios que los hizo renacer a la viva esperanza por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos (1P.1,3)>>.

       Por esto, “ …el domingo es la fiesta primordial que debe    presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles, de modo  que sea también el día de alegría y de liberación del  trabajo... puesto que el domingo es el fundamento y el   núcleo del año litúrgico” (SC.106).

Aquí, en este texto, está toda la teología y espiritualidad del domingo. Jesús resucitó “el día primero de la semana”, esto es, el día siguiente al sábado, según el calendario judío; ese   día, por ser el más importante de su vida, se le llamó «día del Señor», en latín <dominica>, en español, domingo: ese es el día en que el Señor resucitó y celebró la Eucaristía con sus  discípulos, llenos de miedo, para animarles y fortalecerle en la fe.

A los ocho días volvió a aparecerse y celebró la Eucaristía y así varios domingos. Después subió al cielo y los Apóstoles y los cristianos siguieron llamándolo “día del Señor,” y celebrando la Eucaristía, como lo había hecho el Señor; y desde entonces celebramos la Eucaristía en el domingo: «Día en que Cristo resucitó y nos hizo partícipe de su resurrección», como rezamos en la Plegaria Eucarística II.

Es el Señor quién instituyó el domingo, no la Iglesia, y es Él quien quiere que todos sus discípulos nos reunamos en torno a Él para celebrar su pasión, muerte y resurrección mediante la Eucaristía, para hacer Iglesia, alimentar nuestras vidas con su presencia, con su palabra y con el pan de la vida eterna y dar las gracias y alabanzas y bendiciones a Dios por todas estas maravillas.

       La Eucaristía del domingo es el corazón de la Iglesia, es el cristianismo condensado, es Cristo compendiando en una acción sagrada toda su vida entregada y todos sus hechos salvadores, manifestando así su amor misericordioso a los hombres, por la sangre derramada y por su cuerpo entregado, aceptados por el Padre resucitándolo y poniéndole a su derecha en el cielo.

El domingo es la manifestación semanal, la parusía sacramental del mismo Jesús que se encarnó en el seno de María Virgen por el poder del Espíritu Santo, recorrió los caminos de Palestina predicando el reino de Dios y que con su pasión, muerte y resurrección se hace presente en cada Eucaristía, especialmente el domingo  renuevando el pacto y la alianza nueva y eterna de amor y de perdón del Padre Dios en favor de todos los hombres, liberándonos de todos nuestros pecados y esclavitudes y guiándonos con la palabra de la verdad.

       No debieran olvidar todo esto los que dicen ser católicos pero no practican su fe viviendo el domingo, porque su incoherencia e ignorancia quedaría superada si leyeran los evangelios y encontraran a Jesucristo resucitado celebrar la Eucaristía  con los apóstoles en su manifestación en el primer día de pascua, en el domingo primera de la historia, llamado así precisamente por esto. Creer es celebrar y dar gracias por la fe en el Resucitado, en el Viviente. Nosotros seguimos esta tradición santa, entregada por el Señor a los Apóstoles, reuniéndose en las casas y celebrando la Eucaristía cada ocho días. Y así, desde ellos, ha llegado hasta nosotros. Quien no celebra la Eucaristía el domingo no sabe de qué va el cristianismo, no es ni hace iglesia de Cristo.

       Y luego seguía en esta hoja parroquial haciendo una referencia a los padres de niños de primera comunión, que piden el sacramento para sus hijos: Si tú pides el sacramento de la Eucaristía para tu hijo, debes entrar primero en tu corazón con honradez y ver si tienes fe en la Eucaristía, en Jesucristo presente y celebrante principal del sacramento que pides y si tú vives tu fe cristiana participando todos los domingos en la asamblea Santa del Señor, donde Él parte para todos el pan de la palabra y de la Eucaristía, entonces puedes con honradez pedir este sacramento.

       Si vosotros, queridos padres, no tuvierais esta fe y esta práctica, estoy seguro de que podéis ser personas buenas y honradas, pero no podéis pedir un sacramento, la Eucaristía, la primera comunión de vuestro hijo, sencillamente porque no creéis en ella y no la celebráis cada domingo y no debes iniciar a tu hijo en una forma de vivir el cristianismo, el amor a Cristo, que no es coherente y que le llevará a un cristianismo sociológico, vacío y muerto. La experiencia demuestra que será la primera comunión del hijo y la última, porque al no venir y practicar sus padres ellos les imitarán.

LA MISA DEL DOMINGO Y LOS PADRES DE PRIMERA COMUNIÓN:

En una de mis hojas parroquiales, refiriéndome a la misa obligatoria de los niños todos los domingos, hacía una referencia a los padres de niños de primera comunión, que piden el sacramento para sus hijos: Si tú pides el sacramento de la Eucaristía para tu hijo, debes entrar primero en tu corazón con honradez y ver si tienes fe en la Eucaristía, en Jesucristo presente y celebrante principal del sacramento que pides y si tú vives tu fe cristiana participando todos los domingos en la asamblea Santa del Señor, donde Él parte para todos el pan de la palabra y de la Eucaristía, entonces puedes con honradez pedir este sacramento.

       Si vosotros, queridos padres, no tuvierais esta fe y esta práctica, estoy seguro de que podéis ser personas buenas y honradas, pero no podéis pedir un sacramento, la Eucaristía, la primera comunión de vuestro hijo, sencillamente porque no creéis en ella y no la celebráis cada domingo y no debes iniciar a tu hijo en una forma de vivir el cristianismo, el amor a Cristo, que no es coherente y que le llevará a un cristianismo sociológico, vacío y muerto. La experiencia demuestra que será la primera comunión del hijo y la última, porque al no venir y practicar sus padres ellos les imitarán.

Si tú entregas a tu hijo a la parroquia para que le forme y prepare para la Primera Comunión, si vosotros, padres, no fueseis buscando sólo o principalmente la fiesta en lo que tiene de social y externo, los regalos, los banquetes... como si fuera una boda, si cuando tú llevas a tu hijo a la parroquia fueras buscando lo que debe ser, que tu hijo conozca y ame más a Jesucristo, especialmente en este sacramento, cosa que a veces ni lo buscáis ni pensáis siquiera.... entonces comprenderíais que la mejor catequesis y preparación es la Eucaristía del domingo para vosotros y para vuestros hijos. Ya sabéis lo que hago repetir continuamente a vuestros hijos: «si tenemos padres cristianos, no necesitamos ni curas...» y esto es lo que está fallando ahora en las familias: los padres cristianos.

       Si un niño no ve rezar a sus padres, no los ve arrodillarse, no los ve en la iglesia los domingo en la Eucaristía, como su padre es el que más le quiere y desea para él lo mejor: el yudo, el inglés, el deporte, el ordenador... eso sí se lo busca y lo encuentra para él…, entonces, por lógica, la Eucaristía será abandonada en cuanto haga la Primera Comunión, por estas otras cosas más interesantes... que su padre practica.  Por eso, a los niños, desde el primer día de catequesis, les hago repetir y les explico una segunda afirmación que todos repiten muchas veces durante el año: «sin Eucaristía de domingo, no hay primera comunión», porque así lo hago en mi parroquia, de forma que los que no quieren o se van a los campos o fines de semana fuera... en mi parroquia no puedo prepararlos para un encuentro con el Señor que todos los domingos desprecian.  De aquí la tercera afirmación que repiten en Eucaristías y catequesis: «hacer la primera comunión es ser amigos de Jesús para siempre».La primera comunión no es un día, no es una fiesta, es el comienzo de una fiesta, de una amistad que debe durar toda la vida.

       Estas actitudes y comportamientos de los padres contrarios a la auténtica vida cristiana se convierten en un drama amargo y triste para los niños y para los sacerdotes, que tienen que educarlos en la verdadera fe de la Iglesia y por deber y conciencia deben exigir a los niños la Eucaristía del domingo como la mejor y principal forma de prepararse consciente y válidamente para la primera comunión.          

       El drama viene cuando los padres no practican ni quieren convertirse a la fe verdadera. Es la esquizofrenia: ¿como estar instruyendo a tu hijo en el misterio eucarístico, cómo decirle que Cristo es el Señor resucitado, el Dios infinito que nos ama y ha muerto por nosotros, para que tengamos vida buena y cristiana y para eso viene cada domingo y celebra la Eucaristía, alimentándonos con el evangelio y el pan de vida, para el cual se está preparando, y que Jesús le espera cada domingo y lo siente mucho si no está en Eucaristía con los otros niños para enseñarle cómo lo tienen que recibir y celebrar el día de su primera comunión ¿Cómo decirles que la Eucaristía del domingo es lo más grande de la Iglesia, lo que nos hace cristianos, discípulos y amigos de Jesús, nos hace su Iglesia, es el corazón de este cuerpo que somos todos, el centro y culmen y alimento de toda la vida cristiana y luego ve que sus padres no van a Eucaristía? ¿Cómo decirle al niño que estos dos o cuatro años de catequesis son para poder participar luego, como persona adulta para la Iglesia, en la Eucaristía de cada domingo que es el culmen y el centro de toda la vida cristiana y que sin Eucaristía de domingo no hay cristianismo si está viendo que sus padres no van a la Eucaristía los domingos? Repito: es la esquizofrenia religiosa, el desquiciamiento de toda su vida religiosa y el vacío de su vida cristiana. Así está la Iglesia en algunas épocas de su historia.

       “Eso no es comer la cena del Señor”habría que decir con S. Pablo. No se quejen luego de los regalos y de los trajes, porque esta forma de celebrar la Eucaristía es otro traje más llamativo, hecho a medida del consumismo de la fe. ¿Qué hacer? Pues lo que hizo Jesucristo, venir cada domingo y sentarse a la mesa con los que creen en Él y no se inventan una fe y un cristianismo a su medida consumista, y celebrar su muerte y resurrección, -su pascua-,  y en esta pascua ir poco a poco pasando a todos sus discípulos de la muerte a la vida nueva, del pecado a la gracia. Y como Jesucristo lo hizo y es el autor y garante de nuestra fe y de todos los sacramentos, no quiere cristianos sin domingo ni domingos  sin Eucaristía.

Así lo quiere Cristo: “Haced esto en memoria mía”; así lo sabemos y debemos predicarlo los sacerdotes y catequistas enviados para introducir en el misterio a los más pequeños del Reino, así debieran practicarlo los padres que piden el sacramento de la Eucaristía para sus hijos: «culmen y fuente de toda la vida cristiana»; ya me diréis qué vida cristiana en unos padres que no van a Eucaristía y en unos niños, que precisamente cuando se les está educando para el gran misterio de nuestra fe, ya están viendo y oyendo a sus padres que no hace falta ir a Eucaristía los domingos, que  harán la primera y última Comunión, y tan contentos sus padres con el consentimiento de  algunos hermanos sacerdotes que lo consienten...

 Sin Eucaristía de domingo todo lo demás es perder tiempo y traicionar el evangelio. Y el exigirlo es cooperar a que la Iglesia sea lo que Cristo quiere y para lo cual la instituyó y se encarnó y murió y resucitó. Que luego los niños y niñas dejan de venir a Eucaristía, porque sólo nos quedamos con aquellos cuyos padres practican, pues lo lamentamos y seguiremos rezando y trabajando en esta línea, pero serán menos, ya que algunos padres se van reenganchado y vuelven a la práctica dominical, y de todas formas habremos cumplido nuestra misión y el Señor hará lo que nosotros no podemos: hay que hacer lo que se pueda y lo que no, se compra hecho, esto es, se reza, se pide con lágrimas y todos los días ante el Señor por estos niños y por estos padres.

        He hablado de los niños y niñas de Primera Comunión y de sus padres y madres, porque las razones y los motivos son los mismos para todos los creyentes. Lo especifico más en ellos, para que se vea el origen, ya desde el principio, de la falta de estima por la Eucaristía en los cristianos, precisamente en el momento de iniciarse para el gran sacramento. Quiero terminar este apartado con un texto de Juan Pablo II en la carta que paso a exponer a continuación: «La asamblea dominical es un lugar privilegiado de unidad... A este respecto, se ha de recordar que corresponde ante todo a los padres educar a sus hijos para la participación en la Eucaristía dominical, ayudados por los catequistas, los cuales se han de preocupar de incluir en el proceso formativo de los muchachos que les han sido confiados la iniciación a la Eucaristía, ilustrando el motivo profundo de la obligatoriedad del precepto”.

19ª  MEDITACIÓN

2º RETIRO ESPIRITUAL SACERDOTAL

PRIMERA MEDITACIÓN

LA EUCARISTÍA, MEMORIAL DE LA NUEVA PASCUA Y NUEVA ALIANZA EN CRISTO

Jesucristo es Dios hecho hombre, es la Revelación del Misterio de Dios en carne como la nuestra, es la realización del proyecto del Dios Trino en el Hijo, nacido de mujer por obra del Espíritu Santo. La Eucaristía, que es una encarnación continuada, es el resumen de todo este misterio de Dios revelado en Jesucristo, es el compendio sacramental de todo el misterio de Cristo y de la Historia de la Salvación.

Como nos dice el Catecismo de la Iglesia: «La riqueza inagotable de este sacramento se expresa mediante los distintos nombres que se le da. Cada uno de estos nombres evoca alguno de sus aspectos. Se le llama: Eucaristía, porque es acción de gracias a Dios... Banquete del Señor, porque se trata la Cena que el Señor celebró con sus discípulos la víspera de su pasión... Fracción del pan… Asamblea eucarística... Memorial de la pasión y de la resurrección de Cristo, Santo Sacrificio... Santa y divina liturgia... Comunión... Santa Eucaristía...» (1328-1332).

       El misterio redentor de Cristo, inaugurado en el seno de la Virgen y manifestado plenamente en la cruz, penetra toda la historia y consagra la humanidad de una generación a otra. Verdaderamente la Pascua de Jesús es un hecho  histórico de eficacia perenne: cada vez que celebramos la Eucaristía  obtenemos la gracia de la redención que brota de la muerte y resurrección del Señor hasta que vuelva. De hecho, da testimonio de que Dios está con nosotros, que para nosotros y para todos: «en el sacramento de la Eucaristía el Salvador, encarnado en el seno de María hace veinte siglos, sigue ofreciéndose a la humanidad como fuente de gracia divina» (Prefacio II de Navidad).

       El misterio pascual nace en el corazón del Padre, que envía a su Hijo hecho obediente hasta la muerte y es resucitado por el Espíritu para nuestra justificación: la Eucaristía es obra de toda la Trinidad. La Eucaristía es la  Nueva Pascua instituida por Jesús en la Última Cena como memorial de su pasión, muerte y resurrección y dejada como memorial a su Iglesia: «Por eso, Señor, nosotros tus  siervos, y todo tu pueblo santo, al celebrar este memorial de la pasión gloriosa de Jesucristo, tu Hijo, nuestro Señor; de su santa resurrección del lugar de los muertos y de su admirable ascensión a los cielos, te ofrecemos, Dios de gloria y majestad, de los mismos bienes que nos has dado, el sacrificio puro, inmaculado y santo: pan de vida eterna y cáliz de eterna salvación» (Plegaria I).

       La Pascua cristiana tiene su anticipo e imagen en la pascua hebrea. Es en el Antiguo Testamento, como hemos dicho, donde encontramos figuras y hechos, que la hacen más comprensible y que sirven de anticipo y marco al misterio eucarístico instituido por Cristo. MAX THURIAN[4] nos dirá, «que la Eucaristía sólo puede comprenderse en su significado profundo, si se la explica por la tradición litúrgica del Antiguo Testamento. Si se interpretase la comida eucarística, como un acto nuevo y totalmente independiente, no llegaríamos a sus raíces más profundas».

       Esto se comprueba cuando uno se adentra en el mundo espiritual propio del Nuevo Testamento. Toda la vida de Cristo, todos sus dichos y hechos salvadores no se pueden comprender en profundidad si se desconoce el mundo y los hechos salvadores del Antiguo Testamento. La irrupción del reinado de Dios en esta tierra abarca indisolublemente los dos mundos tan distintos al exterior como son el del Viejo y el del Nuevo Testamento.

Por eso, toda la tradición apostólica, patrística y eclesial ha relacionado siempre la Eucaristía con figuras e instituciones del Antiguo Testamento: Pascua, Alianza, Memorial... y ésta es la razón por la que comenzamos nuestra exposición con el estudio breve de estas tres realidades veterotestamentarias que le dan pié y fundamento, aunque superadas lógicamente por la realidad misma de la Eucaristía. 

       Nosotros queremos explicar fundamentalmente la santa Eucaristía tal como fue instituida por Cristo en la Última Cena, esto es, como Nueva Pascua y Nueva Alianza; así la realizó el Señor y así nos mandó celebrarla en su nombre y así la ha celebrado siempre la Iglesia, como memorial de la Nueva Pascua y de la Nueva Alianza en Cristo. Y los haremos este estudio desde una mirada y una teología eminentemente bíblica y espiritual.

Lo hago convencido de la importancia que la espiritualidad tiene para la comprensión de la verdad teológicamente estudiada, no sólo para su vivencia. «La Iglesia se ha sentido siempre apasionada por una Eucaristía comprendida, y su búsqueda, que prosigue desde hace siglos, no acabará mañana, ya que por muy penetrante que sea el pensamiento humano, no abarcará jamás la amplitud de este misterio»[5]. Para explicar mejor la Eucaristía como Pascua del Señor, podemos hacernos tres preguntas:

 Qué significó para el pueblo judío la Pascua y su celebración.

 Qué significó para Jesucristo.

 Qué debe significar para nosotros.

ANTIGUO TESTAMENTO: PASCUA HEBREA

EL SACRIFICIO Y LA CENA DEL CORDERO PASCUAL

La pascua hebrea, como acontecimiento histórico, comprende la noche de la cena del cordero y la salida de la esclavitud de Egipto, el paso por el Mar Rojo, la travesía del desierto, la Alianza en la falda del Monte Sinaí, el banquete sacrificial....La pascua judía, iniciada con la cena del cordero pascual y continuada con hechos extraordinarios como el maná, el agua viva brotada de la roca... es la institución veterotestamentaria que arroja más sentido y comprensión sobre el contenido, las palabras y los gestos de Cristo en la Última Cena.

        La pascua es el banquete anual que el pueblo judío celebra en conmemoración de la liberación de Egipto y de los hechos que la acompañaron. Es el comienzo del éxodo, de la salida de la esclavitud, el comienzo singularísimo de la historia de Israel, en el que Yahvé interviene en favor de su pueblo cumpliendo las promesas de Abrahán, para establecer con ellos una alianza que sellará su existencia como pueblo elegido.

       “Yahvé dijo a Moisés y a Arón en tierra de Egipto: Este mes será para vosotros el comienzo del año, el mes primero del año… Comerán la carne esa misma noche, la comerán asada al fuego, con panes ácimos y lechugas silvestres… Esa noche pasaré yo por la tierra de Egipto y mataré a todos los primogénitos de la tierra de Egipto, desde los hombres hasta los animales, y castigaré a todos los dioses de Egipto… Este día será para vosotros memorable y lo celebraréis solemnemente en honor de Yahvé de generación en generación: será una fiesta a perpetuidad”  (Ex.12,1-14).

       Los Padres de la Iglesia se preguntaban qué sangre tan  preciosa veía el Padre Dios en los dinteles de las puertas de los judíos para mandar a su ángel no castigarlos. Y respondían: «Veía la sangre de Cristo, veía la Eucaristía». 

En uno de los primeros textos pascuales de la Iglesia leemos estas palabras: «¡Oh misterio nuevo e inexpresable! La inmolación del cordero se convierte en salvación de Israel, la muerte del cordero en vida del pueblo y la sangre atemorizó al ángel. Respóndeme, ¿oh ángel, qué fue lo que te llenó de temor? Está claro: tú has visto el misterio del Señor cumpliéndose en el cordero, la vida del Señor en la inmolación del cordero, la figura del Señor en la muerte del cordero y por esto no has castigado a Israel»[6]. Y el PSEUDO HIPÓLITO exclama: «¿Cuál será la fuerza de la realidad cuando la simple figura de ella era causa de salvación?»[7]. Para los Padres y para la Iglesia está claro que desde la noche del éxodo Dios contemplaba ya la Eucaristía y pensaba en darnos el verdadero Cordero Salvador:“Cuando yo vea la sangre, pasaré de largo ante vosotros y no habrá plaga exterminadora...” (Ex.12,13).

             Todo esto lo cree y lo reza la liturgia de la Iglesia en uno de sus prefacios pascuales, con mayor expresividad en su versión latina: «...pascha nostrum inmolatus est Christus: qui oblatione sui corporis, antiqua sacrificia in crucis  veritate perfecit, et seipsum pro nostra salute commendans, idem sacerdos, altare y agnus exhibuit... «Cristo, nuestra pascua, (cordero pascual) ha sido inmolado. Porque él, con la inmolación de su cuerpo en la cruz, dio pleno cumplimiento a lo que anunciaban los sacrificios de la antigua alianza y, ofreciéndose a sí mismo, quiso ser al mismo tiempo sacerdote, víctima y altar».

NUEVO TESTAMENTO: JESUCRISTO, NUEVA PASCUA, NUEVA ALIANZA

Entramos ya en el Nuevo Testamento. La Eucaristía es una maravilla que podría parecer increíble si no estuviera garantizada por la transmisión fiel de los evangelios y de Pablo. Aquí están las bases de toda la comprensión del misterio eucarístico. Y lo primero será comprobar ciertamente que Cristo instituyó la Eucaristía en un contexto pascual, es más, la mayoría de los autores avalan que lo hizo en el marco de la cena pascual judía.

       Ateniéndonos a los sinópticos, Jesús celebró la Última Cena“el primer día de los Ázimos”, la noche del 14 al 15 de Nisán, al ocaso del sol; por consiguiente, fue una cena pascual judía y todos los acontecimientos de la pasión tuvieron lugar del 14 al 15. Sin embargo, según el evangelio de Juan (Jn.13, 1. 29; 18, 28), Jesús muere el día 14, pues ese día los corderos eran inmolados en el templo y, puesto el sol, se comía la cena pascual. Según S. Juan, Jesús adelantó la cena veinticuatro horas y los acontecimientos de la pasión tuvieron lugar del 13 al 14. Lógicamente se han dado intentos de armonización entre los sinópticos y Juan, pero no podemos detenernos mucho tiempo en este aspecto. En lo que no hay duda ni discusión alguna es que la última cena se celebró en un marco y contexto pascuales. Es más, para los sinópticos es totalmente cierto que la Última Cena fue la cena pascual judía y que en ella Cristo instituyó la Eucaristía. “El primer día de los Ázimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dijeron a Jesús sus discípulos:¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?” (Mc.14,12).

       Los días de los panes sin levadura eran siete y el primero empezaba la tarde del día 14. En aquella tarde, entre la hora 15 y la puesta del sol, debía de sacrificarse el cordero en el templo (Mt.26,17). Las expresiones de Jesús: “preparar la pascua” “comer la pascua” lo confirman: “¿Dónde está la habitación en que voy a comer la Pascua con mis discípulos?”  (Mc.14,14).  Mateo subraya que las directrices del Maestro se siguieron fielmente: “Los discípulos cumplieron las instrucciones de Jesús y prepararon la Pascua”  ( Mt.26,19).  No sólo el término usado «pascua» indica indudablemente la cena pascual, sino el cuidado particular, con que Jesús da las instrucciones, confirma la naturaleza pascual de la comida, corroborada por el mismo testimonio de Jesús: “Ardientemente he deseado comer esta pascua con vosotros antes de padecer...”(Lc.22,15).

       Hay además una convergencia de detalles en la misma celebración de la cena que avalan esta afirmación explícita de los evangelios. JOAQUÍN JEREMÍAS lo demuestra con una incomparable finura de análisis y con una irrefutable abundancia de pruebas, que sólo un especialista puede elaborar gracias a su meticulosa precisión, a veces demasiado sutil, y a su extraordinario conocimiento de fuentes rabínicas. He aquí un resumen:

-- Se menciona que la Última Cena tuvo lugar en Jerusalén y sabemos que la fiesta de pascua desde el año 621 a. C. había dejado de ser una fiesta doméstica para convertirse en una fiesta de peregrinación a Jerusalén.

-- Se utiliza un local prestado (Mc.14,13-15), según la costumbre judía de ceder gratuitamente a los peregrinos ciertos locales.

-- Jesús come en esta ocasión con los Doce; la celebración de la pascua exigía la presencia, al menos, de diez personas.

-- Tiene lugar al atardecer y recostados sobre la mesa, como se hacía en aquel tiempo, y no sentados.

-- El hecho de que Jesús parta el pan durante la cena, “mientras comían” Mc.14,18-22),  es significativo,  pues en una comida ordinaria se partía al principio.

-- El vino rojo era el propio de la cena pascual.

-- El himno que se canta (Mc.14,26;Mt.26,30) era el himno Hallel, que se recitaba en la cena pascual.

-- Jesús anuncia durante la cena su pasión inminente y sabemos que la explicación de los elementos especiales de la comida era parte integrante del rito pascual.

-- Al añadir el tema del memorial:“Haced esto en memoria mía”, especifica que la cena se celebraba en el ambiente pascual, y el Maestro se ha servido de él para instituir el nuevo rito como memorial de su sacrificio[8]. No hay que maravillarse, por tanto, de que ya en el siglo IV, Efrén el Sirio, aludiendo a las notas de la cena pascual de Cristo, entonara esta bienaventuranza: “Dichosa eres tú, oh noche última, porque en ti se ha cumplido la noche de Egipto. El Señor nuestro en ti ha comido la pequeña pascua y se convierte el mismo en la gran Pascua... He aquí la pascua que pasa y la Pascua que no pasa. He aquí la figura y he aquí su cumplimiento” (Himnos sobre  los ázimos)[9].

Para comprender mejor la institución de la Eucaristía como memorial de la Pascua de Cristo dentro de la pascua judía podríamos añadir el paralelismo entre los ritos de la pascua hebrea y los gestos de Jesús en esta noche:

-- El banquete se iniciaba con la bendición inicial: se llenaba el primer cáliz y, sobre él, el padre de familia, o el más anciano del grupo, recitaba la bendición o alabanza a Dios por la fiesta y todos bebían.

-- Después de lavarse las manos, se traían las hierbas o lechugas amargas y se mezclaban en la salsa. Se comía una parte. Entonces se traía el cordero con el pan ázimo, pero no se comía.

-- Se llenaba la segunda copa de vino y se explicaba el simbolismo de los alimentos: el cordero recordaba la liberación de Egipto; los ázimos, la prisa de la salida; las hierbas amargas, la amargura de Egipto.  Después se cantaba

la primera parte de Hallel (Salmo 112-113,8). Entonces todos  bebían.

-- Se lavaban de nuevo las manos y el padre de familia tomaba el pan y lo bendecía, lo partía y daba un trozo a cada uno de los presentes.

-- Después se comía el cordero con el pan ázimo y ya no se tomaba más alimento. Se lavaban de nuevo las manos.

-- Se llenaba luego la tercera copa, llamada de la bendición porque el padre recitaba la bendición sobre ella y se bebía.

-- Se llegaba así a la cuarta copa y se recitaba la segunda parte del Hallel (113,118). Se bebe esta copa y terminaba la cena pascual.

Este rito pascual fue seguido por Jesús en la Última Cena, como luego veremos. Y todo esto se hace presente en cada Eucaristía y Jesús “se recuerda” para la Stma. Trinidad, para Él y para nosotros, haciéndolo presente. Así es como Jesucristo, proyecto salvador de los hombres, sale del Padre por el Espíritu Santo y en la Eucaristía, vuelve a Él, como proyecto final escatológico logrado por el mismo Espíritu en el Hijo-hombre, y en ella y por ella participamos de la única e irreversible devolución del hombre y del  mundo al Padre, que Él, el Hijo eterno y, al mismo tiempo, verdadero hombre, hizo de una vez para siempre. Por eso, la Eucaristía es Cristo entero y completo, el evangelio entero y completo, la fe cristiana entera y completa. Nada del misterio de Cristo queda fuera de la Eucaristía. Ni siquiera el misterio de Dios Trino y Uno manifestado por el Padre enviando al Hijo movido por el Espíritu Santo, unión de la Trinidad y Eucaristía.

He hablado de la Eucaristía en la medida en que he podido captarla y expresarla como creyente, no sólo como teólogo. Hay otra forma mucho mejor de presentar la Eucaristía: es la que el sacerdote hace sencillamente cuando eleva el pan consagrado y el cáliz a la vista de la asamblea y solicita de ella la fe: «¡Este es el sacramento de nuestra fe!» Y hay una manera mejor de acogerla: es la que practicamos cuando respondemos al sacerdote en la misma fe: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡Ven, Señor Jesús!»

       Quiero terminar esta sencilla lección teológica haciendo uso de la inclusión semítica en la que para subrayar la importancia de una afirmación, se repite al final del discurso: Hermanos y amigos: ¡Realmente grande es el misterio de nuestra fe!

¡QUÉ BELLEZA TAN GRANDE SER Y EXISTIR EN CRISTO, ÚNICO SACERDOTE DEL ALTÍSIMO!

       Queridos amigos:

       ¡Qué gozo ser sacerdote de Cristo! ¡Qué gozo saber que el Padre  nos soñó y nos creó para ser sacerdotes “in laudem gloriae eius”, para  alabanza de su gloria, en el Hijo amado y encarnado, Sacerdote Único del Altísimo, para una eternidad de felicidad pontifical con Él, como puentes entre el cielo y  la tierra, para llevar los dones y la gracia de Dios a los hombres y  llevar el amor y agradecimiento de los hombres hasta Dios,  en el mismo ser y existir sacerdotal del Hijo ya triunfante y glorioso, “Cordero degollado ante el trono de Dios”!

       ¡Qué gozo ser prolongación en el tiempo y en la eternidad, ante el trono del Padre, aclamado por los ancianos y los santos, del Hijo que, viendo al Padre entristecido por el pecado de Adán que nos impedía ser hijos y herederos de su misma felicidad, le dijo: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad”; y vino en nuestra búsqueda para abrirnos a todos los hombres las puertas de la eternidad y felicidad con Dios, y fue consagrado y ungido  Sacerdote del Altísimo “por obra del Espíritu Santo” en el seno de María, Madre sacerdotal de Cristo, y nos escogió a nosotros para vivir y existir y actuar siempre en Él y como Él, para hacernos en Él y con Él canales de gracia y salvación para los hombres y de amistad y amor divino por ese mismo Beso y Abrazo de Espíritu Santo en la Trinidad Divina!

       ¡Que gozo más grande haber sido elegido, preferido entre millones de hombres para ser y existir en Él, porque Él pronunció mi nombre con amor divino de Espíritu Santo y en el día de mi ordenación sacerdotal me besó, me ungió, me consagró con su mismo Espíritu, Espíritu de Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, y me unió y me identificó con su ser y existir sacerdotal por la potencia de Amor de su mismo Espíritu, y se encarnó en mí y yo le presté mi humanidad para que siguiera amando, perdonando, consagrando, ya que Él resucitado y celeste, está fuera ya del tiempo y del espacio y necesita la humanidad supletoria de otros hombres para seguir salvando a nuestros hermanos, los hombres! El sacerdote es otro Cristo.

       ¡Qué gozo ser otro Cristo, presencia sacramental de Cristo, prolongación de su ser y existir sacerdotal, poseer su «exousia», poder actuar «in persona Christi», ser prolongación sacramental de su Salvación!

       Soy otro Cristo, sí, es verdad, humanidad prestada, corazón y vida prestada para siempre, pies y manos prestadas eternamente, también en el cielo, y lo quiero ser y me esforzaré de tal forma ya en la tierra, que el Padre no encuentre diferencias entre el Hijo y los hijos, entre el Hijo Sacerdote y los hijos sacerdotes.

       Quiero ser, como Él, un cheque de salvación eterna para mis hermanos los hombres firmado por el Padre en el mismo y Único Sacerdote, nacido de mi hermosa nazarena, Virgen bella, madre sacerdotal, María, Cristo Jesús, que rompió el cheque de la deuda que teníamos contraída desde nuestros primeros padres.

       En el sacramento del Orden, por la unción de Amor del Espíritu Santo, Dios Amor, Abrazo y Beso del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, nos une a Jesucristo,  Único Sacerdote del Altísimo,  identificándonos en su mismo ser y existir sacerdotal, hasta tal punto que el Padre acepta nuestro sacrificio eucarístico, como realmente es, esto es, ofrecido por su Sacerdote Único identificado con los hijos sacerdotes y elegidos sacerdotes por el mismo Padre, que se siente complacido totalmente por este sacrificio porque no ve diferencias entre Cristo y los otros «cristos» que le han prestado su humanidad para que sea Él quien pueda seguir salvando, ya que es el único sacerdote, el único pontífice, con el cual nos identificamos, el único puente entre lo humano y lo divino, por donde nos vienen todos los bienes de la Salvación a los hombres, y por donde suben todas nuestras súplicas y alabanzas al Padre.

20ª MEDITACIÓN

MARÍA, MUJER “EUCARÍSTICA”.

QUERIDOS HERMANOS SACERDOTES, hemos visto cómo la Iglesia hace la Eucaristía, pero también cómo la Eucaristía hace la Iglesia. Allí donde está la Eucaristía, allí está la Iglesia. Ahora bien, enseñaba Juan Pablo II, “si queremos descubrir en toda su riqueza la relación íntima que une Iglesia y Eucaristía, no podemos olvidar a María, Madre y modelo de la Iglesia”. Al ser la Virgen el miembro humano más excelso de la Iglesia, es obvio que se puede hablar de ella como mujer “eucarística”.

En la Carta Apostólica “Rosarium Virginis Mariae”, Juan Pablo II, al hablar de la Virgen como Maestra en la contemplación del rostro de Cristo, incluyó entre los misterios de luz la “institución de la Eucaristía”. María puede guiarnos en la contemplación del rostro eucarístico de Cristo, porque tiene una relación muy estrecha con él:

“A primera vista, el Evangelio no habla de este tema. En el relato de la institución, la tarde del Jueves Santo, no se menciona a María. Se sabe, sin embargo, que estaba junto a los Apóstoles, ‘concordes en la oración’ (cfr.Hech.1,14), en la primera comunidad reunida después de la Ascensión en espera de Pentecostés. Esta presencia suya no pudo faltar ciertamente en las celebraciones eucarísticas de los fieles de la primera generación cristiana, ‘asiduos en la fracción del pan’ (Hech.2,42)”.

A) MARÍA, MUJER EUCARÍSTICA EN TODAS LAS DIMENSIONES DE SU VIDA 

La relación de María con la Eucaristía se puede mostrar indirectamente a partir de su actitud interior. María es mujer eucarística en toda su vida. La Eucaristía es misterio de fe que supera totalmente la luz de nuestro entendimiento. Es necesaria la luz de la fe. María puede ser apoyo y guía en toda actitud creyente.

 En efecto, “María es la ‘Virgen oyente’, que acoge con fe la palabra de Dios: fe, que para ella fue premisa y camino hacia la Maternidad divina”. Ante la propuesta del Arcángel, la Virgen responde: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. La Iglesia desde el día de la institución de la Eucaristía no dejó de cumplir el mandato del Señor: “Haced esto en memoria mía”. Estas palabras nos recuerdan aquellas de la Virgen que nos invitan a obedecer a su Hijo sin titubeos:“Haced lo que Él os diga”.

Juan Pablo II comentaba la relación entre ambas expresiones con estas palabras: “Con la solicitud materna que muestra en las bodas de Caná, María parece decirnos: ‘no dudéis, fiaros de la Palabra de mi Hijo. Él, que fue capaz de transformar el agua en vino, es igualmente capaz de hacer del pan y del vino su cuerpo y su sangre, entregando a los creyentes en este misterio la memoria viva de su Pascua, para hacerse así pan de vida”. A lo largo de su vida, la Virgen vivió una permanente actitud eucarística, incluso antes de la institución de este sacramento. En primer lugar “por el hecho mismo de haber ofrecido su seno virginal para la encarnación del Verbo de Dios”.

Con timidez humilde, pero con fe confiada, la Virgen pronuncia su “Sí». La Virgen nos muestra en su “Sí» un corazón generosamente obediente. La morada de un pecho casto se hace de repente templo de Dios. En la “comunión” de María gestante, Jesús vive en Ella día y noche durante nueve meses. Así pues, “María concibió en la encarnación al Hijo divino, incluso en la realidad física de su cuerpo y de su sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor” . La Virgen “no fue un instrumento puramente pasivo en las manos de Dios, sino que cooperó a la salvación de los hombres con fe y obediencia libres”.

 Hemos de seguir las huellas de la fe de María: una fe generosa que se abre a la Palabra de Dios y que acoge la voluntad de Dios. Cada uno de nosotros debe estar pronto a responder así, como Ella, en la fe y en la obediencia, para cooperar, cada uno en la propia esfera de responsabilidad, a la edificación del Reino de Dios.

En este sentido existe una notable analogía entre el “fiat” pronunciado por María en las palabras del ángel y el “amén” que cada fiel pronuncia cuando recibe el Cuerpo del Señor 216. Después de su “fiat”, María sintió que el Verbo se hizo carne en su seno. Llena de Dios se pone en camino para visitar y ayudar a su parienta, Isabel. De esta forma se convierte en el Arca de la nueva Alianza.

Es la primera Custodia que preside la primera procesión del Corpus Christi. Juan Pablo II nos ofrecía un comentario de tinte eucarístico del encuentro de María con Isabel: “Cuando en la Visitación, lleva en su seno el Verbo hecho carne, se convierte de algún modo en ‘tabernáculo’ –el primer ‘tabernáculo’ de la historia– donde el Hijo de Dios, todavía invisible a los ojos de los hombres, se ofrece a la adoración de Isabel, como ‘irradiando’ su luz a través de los ojos y la voz de María”.

Más tarde, María al contemplar embelesada el rostro de su Hijo recién nacido, se convierte en modelo de amor en el que ha de inspirarse cada comunión eucarística. María durante toda su vida hace suya la dimensión sacrificial de la Eucaristía. En la presentación del niño Jesús en el templo, Simeón y Ana representan a todas las gentes expectantes que salen al encuentro del Salvador. Jesús es reconocido como “luz de las naciones” y “gloria de Israel”, pero también como “signo de contradicción”

Precisamente la espada de dolor predicha a María, su Madre, profetiza otra oblación perfecta y única, la de la Cruz que dará la salvación a todos los pueblos. El anciano Simeón se dirige a María con estas palabras: “Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción... a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones. Y a ti misma una espada te atravesará el alma”.

 En estos términos se describe la concreta dimensión histórica en la cual el Hijo de Dios cumplirá su misión, es decir, en la incomprensión y en el dolor. María ha de vivir en el sufrimiento su obediencia de fe al lado del Salvador que sufre. La profecía de Simeón se va cumpliendo y “María vive una especie de ‘Eucaristía anticipada’ se podría decir, una ‘comunión espiritual’ de deseo y ofrecimiento, que culminará en la unión con el Hijo en la pasión y se manifestará después, en el período postpascual, en su participación en la celebración eucarística, presidida por los Apóstoles, como ‘memorial’ de la pasión”.

Las palabras de la institución de la Eucaristía “Esto es mi cuerpo que es entregado por vosotros” tienen un eco especial en el corazón de María, pues “aquel cuerpo entregado como sacrificio y presente en los signos sacramentales, ¡era el mismo cuerpo concebido en su seno!”.

En la Eucaristía Jesús se nos da como “Pan de vida” en la comunión. Este momento de la celebración eucarística tuvo en la vida de la Virgen una intensidad especial y única: “Recibir la Eucaristía debía significar para María como si acogiera de nuevo en su seno el corazón que había latido al unísono con el suyo y revivir lo que había experimentado en primera persona al pie de la Cruz”.

                                             ÍNDICE

1º RETIRO ESPIRITUAL SACERDOTAL SOBRE LA SANTA MISA………  ………5

PRIMERA MEDITACIÓN:LA EUCARISTÍA COMO MISA-SACRIFICIO…………28

2ª MEDITACIÓN: LA PARTICIPACIÓN EN LA SANTA MISA…………………..…32

3ª MEDITACIÓN:LA EUCARISTÍA CENTRO Y CULMEN DE  VIDA…………..41

4ª MEDITACIÓN: LA ESPIRITUALIDAD DE LA EUCARISTÍA……………………….45

5ª MEDITACIÓN: LA EUCARISTÍA, SACRIFICIO DE CRISTO Y DEL SACERDOTE……………………………………………………………………………………………….48

6ª MEDITACIÓN: LA MISA Y EL SACERDOTE…………………..……………..……….53

7ª MEDITACIÓN: LA EUCARISTÍA HACE LA IGLESIA……….……………...…….58

8ª MEDITACIÓN EL SACRIFICIO DE LA EUCARISTÍA ES LA

ÚLTIMA CENA......................................................…………………….…….61

9ª MEDITACIÓN: LA EUCARISTÍA HACE PRESENTE TODO

EL MISTERIO SALVADOR ………………………………………………………………………….65

10ª MEDITACIÓN: LA  EUCARISTÍA NOS LLENA DE LA GRACIA CRISTO.68

11ª MEDITACIÓN: LA EUCARISTÍA ES FUERZA Y SABIDURÍA DE DIOS

EN CARNE DÉBIL………………………………………………………………………………………70

12ª  MEDITACIÓN: LA ADORACIÓN AL PADRE………………………….………..74

13ª  MEDITACIÓN: LA EUCARISTÍA, FUENTE DEL AMOR FRATERNO……..81

14ª MEDITACIÓN: LA EUCARISTÍA NOS PIDE PERDONAR A  ENEMIGOS.85

15ª  MEDITACIÓN: “Y NOS ENVIÓ A SU HIJO…”………………………,,,………… 89

16ª MEDITACIÓN: EL SACERDOTE, RESPONSABLE DE ETERNIDADES..94

17ª  MEDITACIÓN: FINES DE LA EUCARISTÍA: “HACED ESTO…”………..98

18ª  MEDITACIÓN SIN DOMINGO NO HAY CRISTIANISMO……,………...104

19ª  2º RETIRO ESPIRITUAL SACERDOTAL ……………………………………………109

20ª MEDITACIÓN: MARÍA, MUJER “EUCARÍSTICA”…………….………………..117

GONZALO APARICIO SÁNCHEZ

DEDICO ESTE LIBRO A JESUCRISTO EUCARISTÍA, SUMO Y ETERNO SACERDOTE, PAN DE VIDA ETERNA Y PRESENCIA DE AMISTAD permanentemente ofrecida a todos los hombres; y también a todos mis hermanos sacerdotes, ministros del Misterio Eucarístico y Servidores de la mesa del Pan de la Palabra y del Cuerpo de Cristo, a  los que tanto quiero, respeto y recuerdo todos los días, con ferviente devoción, ante nuestro Único Sacerdote y Víctima de la Nueva Pascua y Eterna Alianza Dios Trinidad.   

Parroquia de San Pedro.- Plasencia.- 1966-2018

PRÓLOGO

LA EUCARISTÍA COMO PASIÓN

Hayformulaciones felices que se convierten en referencia obligada siempre que hay que decir algo sobre determinados temas. En concreto, al hablar de la Eucaristía es imprescindible afirmar: «Eucaristía es fuente y culmen de la vida y misión de la Iglesia». Desde que esta frase apareció en la constitución sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosantum Concilium, en su número 10, recogiendo la experiencia cristiana, no ha dejado de repetirse como santo y seña de todo aquel que quiera decir algo sobre el sacramento eucarístico. Si la frase ha hecho tanta fortuna es porque con ella se pone de relieve la centralidad de la Eucaristía en la vida del cristiano.

Este sacramento, en efecto, alimenta el vivir cotidiano de Pan de vida eterna; es decir, eleva lo vivido cada día a un horizonte en el que lo divino se une a lo humano y todo lo humano se proyecta hacia lo divino; pues se podía decir que la transustanciación del pan y el vino en cuerpo y sangre del Señor se realiza también místicamente en la vida de cada cristiano que lo recibe. Por eso, los que quieran que sea su centro y su corazón han de vivirlo con hondura y pasión. El autor de estas páginas es uno de esos cristianos que viven como testigos apasionados de la centralidad eucarística. Digo “vive”, porque, aunque es un valorado profesor de teología y un reconocido autor de profundos estudios sobre la Eucaristía, es también, y sobre todo, un sacerdote que cada día celebra ese maravilloso misterio con su comunidad parroquial de San Pedro, en la ciudad de Plasencia, a la que alienta -insisto en que apasionadamente- a vivir de la Eucaristía.

A lo largo de estas páginas, que ahora comienzas a leer, de la mano de Gonzalo Aparicio, -un buen guía- descubrirás la diversidad de matices de este misterio de amor en el que Jesús nos ofrece su cuerpo entregado y su sangre derramada por nosotros y por nuestra salvación. Verás, en efecto, qué es el sacrificio anticipado y perpetuado de Jesucristo, fuente de gracia para los creyentes en la Iglesia. Descubrirás que ese sacrificio es el sacramento de la Nueva y Eterna Alianza; y sentirás que la presencia permanente del cuerpo, sangre, alma y divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, bajo las especies de pan y de vino, es alimento para nuestra vida, como viático que fortalece en el camino y sagrario para el encuentro, que alivia en el cansancio y la fatiga.

En lo que ahora vas a leer podrás comprender la grandeza de este misterio y cuáles son sus consecuencias para la vida de la Iglesia, sobre todo que la Eucaristía la conforma; pues «la Iglesia hace la Eucaristía y la Eucaristía hace la Iglesia», como nos acaba de recordar Juan Pablo II en su Encíclica, Ecclesia de Eucharistía, recogido de la tradición teológica. Las comunidades cristianas, en efecto, cada vez que celebran la Eucaristía, se abren a la unidad del Pan que los hace uno en el Señor, pues «participamos en el misterio que somos», como decía San Agustín, refiriéndose a este misterio de unidad; y sus miembros quedan unidos a Cristo para su santificación; juntos manifiestan su unidad católica en la única profesión de fe, de doctrina, de vida sacramental y de orden jerárquico; y cada comunidad actualiza la tradición apostólica celebrándola en memoria y por mandato del Señor. En resumen, la Eucaristía muestra a la Iglesia que la celebra como una, santa1católica y apostólica.

Pero como la Iglesia no vive para sí misma, sino para la misión, el don de la Eucaristía es siempre un paso imprescindible para la tarea. La unión con Cristo que tiene lugar al participar en el banquete eucarístico, no sólo transforma la vida del hombre y lo une a él, también lo envía a ser su testigo. La Eucaristía, aunque se celebre en el altar de una pequeña iglesia, se celebra siempre en el altar del mundo, pues une el cielo y la tierra y por la vida de cuantos participan en su gracia impregna de santidad toda la creación. El que escucha al final de la celebración «podéis ir en paz», se sabe enviado a ser testigo de la buena noticia que ha experimentado; sabe que ha de llevar el anuncio de ese misteriofontal y cumbre de la vida cristiana a todos los rincones del mundo con su vivir y su decir, pues con obras y palabras se evangeliza. De un modo especial, la Eucaristía, vínculo de caridad dentro y fuera de la Iglesia, nos ha de llevar a vivir la comunión en el tejido de las relaciones sociales y a ofrecer amor fraterno en las situaciones humanas de pobreza, tal y como se manifiestan en nuestro entorno social.

Sólo una palabra, antes de dejarles con el autor, para recordar una actitud imprescindible con la que acercarnos a la Eucaristía: tener conciencia de que es un don para adorar. Si de verdad queremos que ese maravilloso intercambio entre Jesús sacramentado y nosotros transforme nuestra vida y sea verdaderamente fuente y culmen, hemos de abrirnos con profunda docilidad y actitud interior de fe al misterio que celebramos. Sin adoración no podemos experimentar la encarnación sacramental de Jesucristo en nosotros; y, si no se encarna, no me transforma; si no me transforma, no me renuevo; si no me renuevo, no tengo nada que compartir; si no comparto nada, no puedo ofrecer lo que no tengo cuando salga a la calle y me encuentre con los que no han podido o querido sentarse a esa mesa. El primer paso, pues, para vivir la Eucaristía es de confianza y adoración devota; sólo así podemos alimentarnos en ella y ser testigos de su eficacia salvadora.Con mi bendición y estímulo a seguir profundizando en el misterio eucarístico para el autor y para quienes lean estas reflexiones teológicas y sus consideraciones espirituales.

Amadeo Rodríguez Magro, Obispo de Plasencia.

ADVERTENCIA

Las homilías y meditaciones de este libro están pensadas y oradas principalmente para el pueblo cristiano, aunque algunas meditaciones hayan sido dirigidas a sacerdotes, variando por ellos un poco el nivel o las aplicaciones de las mismas, pero el evangelio  siempre es el mismo para todos.

Por este motivo y otras razones me ha parecido oportuno publicarlo entero y completo, como lo editó hace años  EDIBESA.


[1] Santa Teresa, Camino, cap 35

[2] Homilía IV para la Semana Santa: CSCO 413/Syr.182,55) (EE. 17).

[3] Cfr. CONCEPCIÓN GONZÁLEZ, La adoración eucarística,  Madrid, 1990

[4] MAX THURIAN, La Eucaristía, Memorial del Señor, Salamanca 1967  p.28.

[5] Cfr.  DURRWELL F.X, La Eucaristía, Sacramento Pascual, pg.11).

[6]A. HAMMAN Y F. QUERÉ-JAULMES, ibidem, Ps. Hipólito, sobre la Pascua, 3; Sch.27, p. 121) 

[7]A. HAMMAN Y F. QUERÉ-JAULMES, El misterio de la Pascua, Melitón de Sardes, homilía de Pascua, 31.; Sch 123, p. 76.

[8] JOAQUÍN JEREMÍAS, o. c.  pg. 42-64.

[9]Cfr  U. NERI, o. c. p.90.

 

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