¡TU CUERPO Y SANGRE, SEÑOR! HOMILÍAS Y MEDITACIONES EUCARÍSTICAS

¡TU CUERPO Y SANGRE,

SEÑOR!

HOMILÍAS Y MEDITACIONES

EUCARÍSTICAS

A JESUCRISTO EUCARISTÍA, SUMO Y ETERNO SACERDOTE, PAN DE VIDA ETERNA Y PRESENCIA DE AMISTAD permanentemente ofrecida a todos los hombres; y a todos mis hermanos sacerdotes, ministros del Misterio admirable de nuestra fe y Servidores de la mesa del Pan de la Palabra y del Cuerpo de Cristo, a  los que tanto quiero, respeto y recuerdo todos los días, con ferviente devoción, ante nuestro Único Sacerdote y Víctima de la Nueva Pascua y Eterna Alianza con la Trinidad Divina.   

PRÓLOGO

La Eucaristía como pasión

Hay formulaciones felices que se convierten en referencia obligada siempre que hay que decir algo sobre determinados temas. En concreto, al hablar de la Eucaristía es imprescindible afirmar: «Eucaristía es fuente y culmen de la vida y misión de la Iglesia». Desde que esta frase apareció en la constitución sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosantum Concilium, en su número 10, recogiendo la experiencia cristiana, no ha dejado de repetirse como santo y seña de todo aquel que quiera decir algo sobre el sacramento eucarístico. Si la frase ha hecho tanta fortuna es porque con ella se pone de relieve la centralidad de la Eucaristía en la vida del cristiano.

Este sacramento, en efecto, alimenta el vivir cotidiano de Pan de vida eterna; es decir, eleva lo vivido cada día a un horizonte en el que lo divino se une a lo humano y todo lo humano se proyecta hacia lo divino; pues se podía decir que la transustanciación del pan y el vino en cuerpo y sangre del Señor se realiza también místicamente en la vida de cada cristiano que lo recibe. Por eso, los que quieran que sea su centro y su corazón han de vivirlo con hondura y pasión. El autor de estas páginas es uno de esos cristianos que viven como testigos apasionados de la centralidad eucarística. Digo “vive”, porque, aunque es un valorado profesor de teología y un reconocido autor de profundos estudios sobre la Eucaristía, es también, y sobre todo, un sacerdote que cada día celebra ese maravilloso misterio con su comunidad parroquial de San Pedro, en la ciudad de Plasencia, a la que alienta -insisto en que apasionadamente- a vivir de la Eucaristía.

A lo largo de estas páginas, que ahora comienzas a leer, de la mano de Gonzalo Aparicio, -un buen guía- descubrirás la diversidad de matices de este misterio de amor en el que Jesús nos ofrece su cuerpo entregado y su sangre derramada por nosotros y por nuestra salvación. Verás, en efecto, qué es el sacrificio anticipado y perpetuado de Jesucristo, fuente de gracia para los creyentes en la Iglesia. Descubrirás que ese sacrificio es el sacramento de la Nueva y Eterna Alianza; y sentirás que la presencia permanente del cuerpo, sangre, alma y divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, bajo las especies de pan y de vino, es alimento para nuestra vida, como viático que fortalece en el camino y sagrario para el encuentro, que alivia en el cansancio y la fatiga.

En lo que ahora vas a leer podrás comprender la grandeza de este misterio y cuáles son sus consecuencias para la vida de la Iglesia, sobre todo que la Eucaristía la conforma; pues «la Iglesia hace la Eucaristía y la Eucaristía hace la Iglesia», como nos acaba de recordar Juan Pablo II en su Encíclica, Ecclesia de Eucharistía, recogido de la tradición teológica. Las comunidades cristianas, en efecto, cada vez que celebran la Eucaristía, se abren a la unidad del Pan que los hace uno en el Señor, pues «participamos en el misterio que somos», como decía San Agustín, refiriéndose a este misterio de unidad; y sus miembros quedan unidos a Cristo para su santificación; juntos manifiestan su unidad católica en la única profesión de fe, de doctrina, de vida sacramental y de orden jerárquico; y cada comunidad actualiza la tradición apostólica celebrándola en memoria y por mandato del Señor. En resumen, la Eucaristía muestra a la Iglesia que la celebra como una, santa1católica y apostólica.

Pero como la Iglesia no vive para sí misma, sino para la misión, el don de la Eucaristía es siempre un paso imprescindible para la tarea. La unión con Cristo que tiene lugar al participar en el banquete eucarístico, no sólo transforma la vida del hombre y lo une a él, también lo envía a ser su testigo. La Eucaristía, aunque se celebre en el altar de una pequeña iglesia, se celebra siempre en el altar del mundo, pues une el cielo y la tierra y por la vida de cuantos participan en su gracia impregna de santidad toda la creación. El que escucha al final de la celebración «podéis ir en paz», se sabe enviado a ser testigo de la buena noticia que ha experimentado; sabe que ha de llevar el anuncio de ese misterio fontal y cumbre de la vida cristiana a todos los rincones del mundo con su vivir y su decir, pues con obras y palabras se evangeliza. De un modo especial, la Eucaristía, vínculo de caridad dentro y fuera de la Iglesia, nos ha de llevar a vivir la comunión en el tejido de las relaciones sociales y a ofrecer amor fraterno en las situaciones humanas de pobreza, tal y como se manifiestan en nuestro entorno social.

Sólo una palabra, antes de dejarles con el autor, para recordar una actitud imprescindible con la que acercarnos a la Eucaristía: tener conciencia de que es un don para adorar. Si de verdad queremos que ese maravilloso intercambio entre Jesús sacramentado y nosotros transforme nuestra vida y sea verdaderamente fuente y culmen, hemos de abrirnos con profunda docilidad y actitud interior de fe al misterio que celebramos. Sin adoración no podemos experimentar la encarnación sacramental de Jesucristo en nosotros; y, si no se encarna, no me transforma; si no me transforma, no me renuevo; si no me renuevo, no tengo nada que compartir; si no comparto nada, no puedo ofrecer lo que no tengo cuando salga a la calle y me encuentre con los que no han podido o querido sentarse a esa mesa. El primer paso, pues, para vivir la Eucaristía es de confianza y adoración devota; sólo así podemos alimentarnos en ella y ser testigos de su eficacia salvadora.Con mi bendición y estímulo a seguir profundizando en el misterio eucarístico para el autor y para quienes lean estas reflexiones teológicas y sus consideraciones espirituales.

  Amadeo Rodríguez Magro,

          Obispo de Plasencia.

INTRODUCCIÓN

El Papa Juan Pablo II ha declarado «año de la Eucaristía», desde octubre de este año del 2004, Congreso Internacional Eucarístico de Guadalajara, Méjico, hasta finales de octubre del 2005, Sínodo de los Obispos en Roma. Queriendo ayudar según mis posibilidades a su mejor celebración me ha parecido oportuno publicar este libro de HOMILÍAS Y MEDITACIONES EUCARÍSTICAS, teniendo muy en cuenta también las aportaciones de la última Encíclica del Papa Ecclesia de Eucharistia: «La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia. Ésta experimenta con alegría cómo se realiza continuamente, en múltiples formas, la promesa del Señor: “He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fín del mundo” (Mt 28,20); en la sagrada Eucaristía, por la transformación del pan y el vino en el cuerpo y en la sangre del Señor, se alegra de esta presencia  con un intensidad única”       (Ecclesia de Eucharistia 1a).

La Eucaristíadel domingo, como mesa de la Palabra y del Sacrificio, siempre me ha parecido el corazón de toda la vida espiritual y pastoral cristiana, tanto a nivel parroquial como personal. En esto no soy nada original, lo dice la misma Encíclica antes citada: «Con razón ha proclamado el Concilio Vaticano II que el sacrificio eucarístico es “fuente y cima de toda la vida cristiana» (Ecclesia de Eucaristía 1b). El  Concilio Vaticano II:  «La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan de Vida, que da la vida a los hombres por medio del Espíritu Santo» (PO 5) «La Eucaristía aparece como la fuente y la culminación de toda la predicación evangélica...»; «...ninguna comunidad cristiana se edifica, si no tiene su raíz y quicio en la celebración de la santísima Eucaristía, por la que debe, consiguientemente, comenzarse toda la educación en el espíritu de comunidad» (PO 5 y 6).

Sin domingo no hay cristianismo y el corazón del domingo es la Eucaristía. La Eucaristía dominical es la manifestación pascual y semanal del Señor resucitado, en la que se aparece a sus discípulos y seguidores de todos los siglos para  alimentarnos con el pan de su Palabra y de su Cuerpo. Por eso, me gusta la Eucaristía dominical con su homilía, porque es el mismo Cristo entregando su vida por nosotros y explicándonos los motivos.

La homilías de este libro, al ser eucarísticas, casi todas fueron predicadas en las festividades  del Jueves Santo o del Corpus, pero su contenido vale para todos los tiempos y celebraciones que tengan como motivo o finalidad alimentar el amor a Jesucristo Eucaristía. Basta decir “en este día o en esta celebración”, donde el autor tenga escrito Jueves Santo o Corpus, y todo encaja perfectamente. Y lógicamente, aunque siempre trato de la Eucaristía, he procurado también que el contenido sea distinto, abarcando los diversos aspectos de la Eucaristía como sacrificio, comunión y presencia.

Por otra parte, todos sabemos que el estilo es la persona y, por tanto, las homilías de cada uno serán siempre  personales, en la forma, en el desarrollo y en el contenido. Todos los estilos son respetables, siempre que conserven las enseñanzas de los Apóstoles y la doctrina de la Iglesia y las normas de la liturgia y nos ayuden a conocer y amar más a Jesús Eucaristía. Estas homilías y meditaciones eucarísticas han sido escritas primeramente para que puedan servir de alimento espiritual a todos aquellos que las lean, además de los que las escucharon; segundo, quieren ser una sencilla ayuda para aquellos que ejercen el ministerio de la predicación, especialmente en esos días, en que uno no se siente inspirado o las ocupaciones pastorales no nos han dejado tiempo para pensar y orar la homilía que quisiéramos. Las meditaciones también pueden servir para Ejercicios Espirituales o días de Retiros personales o en grupo. Si os sirven para esto ¡adorado sea el Santísimo Sacramento del altar!

Estas homilías y meditaciones están pensadas y oradas principalmente para el pueblo cristiano, aunque algunas meditaciones hayan sido dirigidas a sacerdotes, variando por ellos un poco el nivel o las aplicaciones de las mismas, pero el evangelio  siempre es el mismo para todos. Y por favor, que a nadie se le ocurra expresarlas tal cual. Esto es muy personal. Este es mi estilo. El tuyo quizá sea distinto. Yo sencillamente digo a cada uno de los que las lean: hermano, aquí tienes unas ideas, medita y predica las que te guste.

Por último diré que han sido transcritas aquí tal cual fueron predicadas en la Eucaristía o donde fuera, sin ese cuidado crítico de citas y autores que se tiene, cuando van a ser publicadas; tampoco he querido retocarlas ahora, para que no pierdan nada de su inmediatez y frescura; sólo quiero que sean una humilde apor

tación y ayuda para los que las lean: el pueblo sencillo  y mis hermanos los sacerdotes. Y cuidado con uno de mis amigos predilectos, San Juan de la Cruz, a quien cito muchas veces en sus poesías y escritos, pero no pongo su nombre.

PRIMERA PARTE

HOMILÍAS  DEL JUEVES SANTO

   (Valederas para toda celebración eucarística, sustituyendo el término      «Jueves Santo» por «este día», «esta celebración». Así mismo advierto que las titulo homilías pero muchas pueden servir de meditación ante el Monumento o ante el Sagrario en dias de retiro o meditación personal).

PRIMERA HOMILÍA

QUERIDOS HERMANOS: En estos días solemnísimos de la Semana Santa, Cristo en persona debería realizar la liturgia, porque nuestras manos son torpes para tanto misterio y nuestro corazón débil para tantas emociones. Pero Cristo quiso hacerla  visiblemente sólo una vez, la primera, con su presencia corporal e histórica, y luego, oculto en la humanidad de otros hombres, los sacerdotes, quiso continuar su obra hasta el final de los tiempos. Por eso, ya que indignamente me toca esta tarde hacer presente ante vosotros la Última Cena, os pido que me creáis, porque os digo la verdad, siempre os digo la verdad, pero hoy de una forma especial en nombre de Cristo, a quien represento, aunque mi pobre vida sacerdotal más que revelaros esta presencia de Cristo en medio de vosotros,  pueda velarla.

Os pido que me creáis, cuando os hable de esta maravillosa presencia de Cristo en su ofrenda total al Padre por nosotros y nuestra salvación, de esta presencia para siempre en el pan consagrado; de su presencia también en el barro de otros hombres, los sacerdotes, y cuando os recuerde también su presencia en los hermanos, con el mandato de amarnos los unos a los otros como Él nos amó.

Todos recordáis aquella escena. La acabamos de evocar en la lectura del evangelio. Fue hace veinte siglos, aproximadamente sobre estas horas, en la paz del atardecer más luminoso de la historia, Cristo nos amó hasta el extremo, hasta el extremo de su amor y del tiempo y de sus fuerzas, e instituyó el sacramento de su Amor extremo. Aquel primer Jueves Santo Jesús estaba emocionado, no lo podía disimular, le temblaba el pan en las manos, sus palabras eran profundas, efluvios de su corazón: “Tomad y Comed, esto es mi cuerpo...”, “Bebed todos de la copa, esta es mi sangre que se derrama por vosotros...” Y como Él es Dios, así se hizo. Para Él esto no es nada, Él que hace los claveles tan rojos, unas mañanas tan limpias, unos paisajes tan bellos.

Y así amasó Jesús el primer pan de Eucaristía. Porque nos amó hasta el extremo, porque quiso permanecer siempre entre nosotros, porque Dios quiso ser nuestro amigo más íntimo, porque deseaba ser comido de amor por los que creyesen y le amasen en los siglos venideros, porque “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”, como nos dice el Apóstol Juan, que lo sabía muy bien por estar reclinado sobre su pecho aquella noche. Por eso, queridos hermanos, antes de seguir adelante, hagamos un acto de fe total y confiada en la presencia real y verdadera de Cristo en la Eucaristía. Porque Él está aquí. Siempre está ahí, en el pan consagrado, pero hoy casi barruntamos más vivamente su presencia, que quisiera como saltar de nuestros sagrarios para hacer presente otra vez la liturgia de aquel Jueves Santo, sin mediaciones sacerdotales.

       Dice la Encíclica Ecclesiade Eucharistia: «Los Apóstoles que participaron en la Última Cena, ¿comprendieron el sentido de las palabras que salieron de los labios de Cristo? Quizás no. Aquellas palabras se habrían aclarado plenamente sólo al final del <Triduum sacrum,> es decir, el papso que va dela tarde del jueves hasta la mañana del domingo. En esos días se enmarca el <mysterium paschale;> en ellos se inscribe también el <mysterium eucharisticum>» (Ecclesia de Eucharistia 2b).

Queridos hermanos, esta entrega en sacrificio, esta presencia por amor debiera revolucionar toda nuestra vida, si tuviéramos una fe viva y despierta. Descubriríamos entonces sus negros ojos judíos llenos de luz y de fuego por nosotros, expresando sentimientos y palabras que sus labios no podían expresar; esos ojos tan encendidos podrían despertar a tantos cristianos dormidos para estas realidades tan maravillosas, donde Dios habla de amor incomprensible para los humanos. Este Cristo eucaristizado nos está diciendo: Hombres, yo sé de otros cielos, de otras realidades insospechadas para vosotros, porque son propias de un Dios infinito, que os amó primero y os dio la existencia para compartir una eternidad con todos y cada uno de vosotros. Yo he venido a la tierra y he predicado este amor y os he amado hasta dar la vida para deciros y demostraros que son verdad, que el Padre existe y os ama,  y que el Padre las tiene preparadas para vosotros; yo soy“el testigo fiel”, que, por afirmarlas y estar convencido de ellas, he dado mi vida como prueba de su amor y de mi amor, de su Verdad, que soy Yo, que me hizo Hijo aceptándola: “En el principio ya existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios, la Palabra era Dios”; “Tanto amó Dios al mundo que  entregó  a su propio hijo para que perezca ninguno de los que creen en Él sino que tengan vida eterna”.

También el sacerdote, que os está predicando en este momento, se siente pobre y falto de palabras  para describir toda la emoción y profundidad de la Última Cena que estamos celebrando: Señor, yo hago lo que puedo, les repito tus palabras, tus hechos, pero no puedo robarte tu corazón que es el centro y la fuente de toda esta liturgia. Mi vida también es pobre. Yo les he dicho que Tú estás aquí por amor, en la Eucaristía que celebramos, en el pan que consagramos. Háblales tú al corazón con esas palabras que incendian, abrasan y que jamás se olvidan. Señor, Tú conservas intactas en tu corazón todas las emociones de aquel día, Tú puedes y debes hacerlas ahora presentes para todos nosotros; Señor, quémanos con ellas el corazón, porque estas cosas solo se comprenden si amamos como Tú... con ese amor que Tú mismo nos tienes que dar: “los que me coman vivirán por mí”, porque la Eucaristía es un misterio de amor, que  sólo se comprende cuando se ama así, hasta el extremo, como Tú; sólo un corazón en llamas puede captar estas realidades divinas, inabarcables para la inteligencia, solo el amor puede tocarlas y fundirse en una sola realidad en llamas con ellas, solo el amor... Señor, danos ese amor, tu amor, para que yo pueda amarte como Tú me amas.

El Jueves Santo es el día de la Eucaristía, pero también delSacerdocio. Porque después de veinte siglos, ¿de qué nos hubiera servido a nosotros tanto amor, tanta entrega, si no hubiera alguien encargado de multiplicarlo y ponerlo sobre nuestros altares? Por eso, porque en el correr de los siglos Cristo vio una multitud hambrienta de Dios, de cielo, de eternidad... Jesús hizo a los encargados de amasar este pan, esta harina divina, Jesús hizo a los sacerdotes, cuando les dio el mandato de seguir celebrando la Eucaristía: “haced esto en conmemoración mía”: seguid haciendo esto mismo vosotros; por el amor que tengo a todos los hombres, seguid consagrando vosotros y vuestros sucesores esta Hostia santa. Comunicad este poder sagrado a otros. Haced que otros puedan consagrar... y así instituyó Jesús el sacerdocio católico como prolongación de su mismo sacerdocio, con poder sobre su cuerpo  físico, la Eucaristía, y sobre su cuerpo místico, la Iglesia. Qué grandeza ser sacerdote, cuánta gracia, cuánto poder.

Cuando las almas tienen fe, se sobrecogen ante el misterio del sacerdocio, porque el sacerdote católico tiene poderes divinos, trascendentes, es sembrador, cultivador y recolector de eternidades, cultiva la salvación única y trascendente del hombre, tiene el poder divino de la Eucaristía y del perdón de los pecados:“Dijeron, éste blasfema, sólo Dios puede perdonar los pecados”.  Si tuviéramos más fe...

¡Qué bueno es el Señor! Para que nunca faltase sobre nuestros altares su ofrenda de adoración al Padre, en obediencia extrema, hasta dar la vida; para que nunca pasásemos hambre de Dios, para que siempre tuviéramos el perdón de los pecados, hizo a los sacerdotes, como continuadores de su misión y tarea. Aquella noche, de un mismo impulso de su amor, brotaron la Eucaristía y los encargados de amasarla. Por eso están y deben permanecer siempre tan unidos la Eucaristía y el sacerdocio. La Eucaristía necesita esencialmente de sacerdote para realizarse y por eso el sacerdote nunca es tan sacerdote como cuando celebra la Eucaristía: el sacerdocio tiene relación directa con la Eucaristía y la Eucaristía está pidiendo sacerdote que la realice.

“Y cuantas veces hagáis esto, acordaos de mí…”dice el Señor. Qué profundo significado encierran estas palabras para todos, especialmente para nosotros, los sacerdotes. Todos debiéramos recordarlas cuando celebramos la santa Eucaristía: “acordaos de mí...”  acordaos de mis sentimientos y deseos de redención por todos, acordaos de mi emoción y amor por vosotros, acordaos de mis ansias de alimentar en vosotros la misma vida de Dios, acordaos... y nosotros, muchas veces, estamos distraídos sin saber lo que hacemos o recibimos; bien estuvo que nos lo recordases, Señor, porque Tú verías muchas distracciones, mucha rutina, muchos olvidos y desprecios, en nuestras Eucaristías, en nuestras comuniones, distraídos sin darte importancia en los sagrarios olvidados como trastos de la iglesia, sin presencia de amigos agradecidos. Vosotros, los sacerdotes, cuando consagréis este pan y vosotros, los  comulgantes, cuando comulguéis este pan, acordaos de toda esta ternura verdadera que ahora y siempre siento por vosotros, de este cariño que me está traicionando y me obliga a quedarme para siempre tan cerca de vosotros en el pan consagrado, en la confianza de vuestra respuesta de amor... Acordaos... Nosotros, esta tarde de Jueves Santo, NO TE OLVIDAMOS, SEÑOR. Quisiéramos celebrar esta Eucaristía y comulgar tu Cuerpo con toda la ternura de nuestro corazón, que te haga olvidar todas las  distracciones e indiferencias nuestras y ajenas;  nos acordamos agradecidos ahora de todo lo que nos dijiste e hiciste y sentiste y sigues sintiendo por nosotros y recordaremos siempre agradecidos, desde lo más hondo de nuestro corazón.

Jueves Santo, día grande cargado de misterios, día especial para la comunidad creyente, nuestro día más amado, deseado y celebrado, porque es el día en que Jesús se quedó para siempre con nosotros de dos formas: una, material, en el pan consagrado; otra, humana, bajo la humanidad de otros hombres. Porque la Eucaristía es Cristo oculto y sacramentado bajo las especies del pan y del vino, y el sacerdote es también Cristo mismo, bajo el barro de otros hombres. Las apariencias son accidentales, pero los sacerdotes y el pan y el vino consagrados, por dentro, son Jesús.

Qué gozo ser sacerdote, tener un hijo sacerdote, un hermano sacerdote, un amigo sacerdote, tan cerca de Cristo, tan omnipotente... valóralo, estímalo, reza por ellos en este día, es  mejor que todos los puestos y cargos del mundo. No os maravilléis que almas santas hayan sentido en su corazón un aprecio tan grande hacia el sacerdocio, cuando Dios las ha iluminado y han podido ver con fe viva este misterio; no había nada de exagerado en sus expresiones, todo es cuestión de fe, si Dios te la da. Una Teresa de Jesús, que se quejaba dulcemente al Señor, porque no hubiera nacido hombre para poder ser sacerdote. Una Catalina de Siena, que después de contemplar su grandeza, corría presurosa a besar las huellas de los dulces Cristos de la tierra. Un S. Francisco de Asís que decía: Si yo viera venir por un camino a un ángel y a un sacerdote, correría decidido al sacerdote para besarle las manos, mientras diría al ángel: espera, porque estas manos tocan al Hijo de Dios y tienen un poder como ningún humano.

Comenzó Jesús exagerando la grandeza del sacerdocio, cuando en la Última Cena se postró ante ellos, ante los pies de los futuros sacerdotes y les dijo:“de ahora en adelante ya no os llamaré siervos, sino amigos, porque un siervo no sabe lo que hace su señor, a vosotros os llamaré amigos, porque todo lo que me ha dicho mi Padre, os lo he dado a conocer...” Y desde entonces,  los sacerdotes, somos sus íntimos y confidentes. Por eso, nos confía  su cuerpo.

Cómo me gustaría que las madres cristianas cultivaran con fe y amor en su corazón la semilla de la vocación, para transplantarla luego al corazón de sus hijos, como cultiváis en vuestras eras  las semillas de tabaco o de pimiento, para luego transplantarlas a la tierra. Hacen falta madres sacerdotales, en estos tiempos de aridez religiosa y desierto espiritual en nuestras comunidades. Queridas madres, qué maravilla tener un hijo sacerdote, que todas las mañanas toca el misterio, trae a Cristo a la tierra, lo planta entre los hombres con todos los dones de la Salvación. Si tuvieras más fe, querida madre..., hacer a Dios de un trozo de pan y que fuera Navidad y Pascua para la almas que se acercan con amor... qué ayuda prestas a Dios y qué beneficio haces a la humanidad con un hijo sacerdote. Querida madre, ¿cuánto vale un alma? Cualquiera, no sólo la tuya o la mía sino hasta la del pecador más empedernido... vale una eternidad y tu hijo, sacerdote, puede salvarla con Cristo: “vete en paz, tus pecados están  perdonados; a vosotros no os llamo siervos sino amigos...” y tu hijo es amigo de Cristo para siempre y no siervo... y en cada Eucaristía, si está despierto en la fe, entra en el misterio de la Santísima Trinidad por el Espíritu, que da vida al Hijo, mediante una nueva encarnación sacramental en el pan, para gloria del Padre y tu hijo sacerdote se mete y dialoga con los Tres sobre su proyecto por el Hijo, sacerdote y víctima de Salvación eterna para el mundo y los hombres y todo se realiza con la Potencia del Amor Personal del Espíritu Santo porque para el sacerdote, en ese momento, el tiempo ya no existe, ha terminado y a veces vienen ganas hasta de morir para vivir plenamente lo que está celebrando. Qué pena, Señor, que falte fe en el mundo, en las madres, para hablar de estas realidades a sus hijos, para decirles que Tú nos amas hasta el extremo.

 Hermanos, sabéis de mi sinceridad, y desde ella os digo: mil veces nacido, mil veces sacerdote por amor, porque Él vale más que todo lo que existe,  Cristo, Hijo de Dios, hecho pan de Eucaristía, en el Jueves Santo.

SEGUNDA HOMILÍA DE JUEVES SANTO

QUERIDOS HERMANOS: Ninguna lengua de hombre ni de ángel podrá jamás alabar suficientemente el designio y el amor de Cristo, al instituir la sagrada Eucaristía. Nadie será capaz de explicar ni de comprender lo que ocurrió aquella tarde del Jueves Santo, lo que sigue aconteciendo cada vez que un sacerdote pronuncia las palabras de la consagración sobre un trozo de pan. Todos los esfuerzos del corazón humano son incapaces de penetrar ese núcleo velado, que cubre el misterio, y que sólo admite una palabra, la que la Iglesia ha introducido en el mismo corazón de la liturgia eucarística: «Mysterium fidei»:  «Este es el misterio de nuestra fe». Y la liturgia copta responde a esta afirmación: «Amén, es verdad, nosotros lo creemos».

Fray Antonio de Molina, monje de Miraflores, escribió hace tres siglos y medio esta página vibrante y llena de amor eucarístico: «Si se junta la caridad que han tenido los hombres desde el principio del mundo hasta ahora y tendrán los que hubiere hasta el fin de él, y los méritos de todos y las alabanzas que han dado a Dios, aunque entren en cuenta las pasiones y tormentos de todos los mártires y los ejercicios y virtudes de todos los santos, profetas, patriarcas, monjes... y finalmente, junta toda la virtud y perfección que ha habido y habrá de todos los santos hasta que se acabe el mundo... Todo esto junto no da a Dios tanta honra ni tan perfecta alabanza ni le agrada tanto como una sola Eucaristía, aunque sea dicha, por el más pobre sacerdote del mundo».

Queridos hermanos, el Jueves Santo fue la primera Eucaristía del primer sacerdote del Nuevo Testamento: Jesucristo. Pero si grande fue el misterio, grande fue también el marco. Otros años, en el Jueves Santo, atraído por la excelencia del misterio eucarístico, que es el centro y corazón de todo este día, no teníamos tiempo para contemplar el marco grandioso que encuadra aquella primera Eucaristía de Jesucristo. Hoy vamos a meditar sobre este marco y vamos a tratar de explicarlo con palabras luminosas, suaves y meditativas. Este año nos quedaremos en el prólogo del gran misterio.

Siguiendo el relato que San Juan nos hace en su evangelio, podemos captar los hechos y matices que acontecieron en aquella noche llena de amores y desamores, donde se cruzaron la traición de Judas al Señor por dinero, juntamente con la huida y el abandono de los once por  miedo y  los deseos de  salvación y entrega total por parte de Cristo, en un cruce de sentimientos y contrastes de caminos humanos y divinos, que es el Jueves Santo.

Nos dice San Juan:“Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que llegaba su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. “Sabiendo...” Jesús sabía lo que tenía que hacer, aquello para lo que se había ofrecido al Padre en el seno de la Trinidad:“Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad...”  los Apóstoles barruntaban también  algo especial aquella tarde; San Juan, como reclinó la cabeza sobre el corazón de Cristo, captó más profundamente este dramatismo. Hay dos formas principales de conocer las cosas para los humanos: por el corazón o por la razón. Si el objeto de conocimiento no es pura materia, no es puro cálculo, el corazón capta mejor el objeto, poniéndose en contacto de amor y sentimientos con él. La Eucaristía no es pura materia muerta o  pura verdad abstracta, quien se acerque a ella así, no la capta; aquí no es suficiente la fe seca y puramente teórica; la Eucaristía es una realidad en llamas, es Jesucristo vivo, vivo y resucitado, amando hasta el extremo, y hay que arder en amor y fe viva para captarla. La Eucaristía no es una cosa, es una persona amando con pasión,  es Jesucristo amando hasta donde nunca comprenderemos los hombres. Sin amor no es posible captarla, sentirla y vivirla; sin fe viva, no la experimentamos, y si no la experimentamos, no la comprendemos. Es puro rito y ceremonia. Sólo se comprende  si se vive. Por eso, aunque siempre es eficaz en sí misma, a unos no les dice nada y a otros, a los santos y vivientes, los llena de su amor, de su amor vivo y quemante. 

Queridos hermanos, no os acerquéis nunca al Cristo del Jueves Santo, al Cristo de todas las Eucaristías, no os acerquéis a ningún sagrario de la tierra, no comulguéis nunca sin hambre, sin ansias de amor o al menos sin deseos de ser inflamados; si no amáis o no queréis amar como Él, no captaréis nada. Por eso, Señor, qué vergüenza siento, Señor, por este corazón mío, tan sensible para otros amores humanos, para los afectos terrenos y tan duro insensible para Ti, para tu pan consagrado, para tu entrega total y eucarística, tan insensible para Ti; celebro y comulgo sin hambre, sin deseos de Ti, sin deseos de unión y amistad contigo. Pero Tú siempre nos perdonas  y sigues esperando, empezaré de nuevo, aquella primera Eucaristía tampoco fue plena, Judas te traicionó, los Apóstoles estaban distraídos; sólo Juan, porque amaba, porque sintió los latidos de tu corazón y se entregó y confió totalmente en Tí, comprendió tus palabras y tus gestos y nos los transmitió con hondura. 

Por eso, queridos hermanos, esta tarde, lo primero que hemos de pedirle a Jesús es su amor, que nos haga partícipes del amor que siente por nosotros y así podremos comprenderle y comprender sus gestos de entrega y donación,  porque el Cristo del Jueves Santo es amor, solo amor entregado y derramado en el pan que se entrega y  se reparte, en la sangre que se derrama por todos nosotros. Podríamos aplicarle aquellos versos del alma enamorada, que, buscando sus amores, que se concentran sólo en Cristo, lo deja todo y pasa todas las mortificaciones necesarias de la carne y los sentidos, todas las pruebas de fe y purificaciones de afectos y amor a sí mismo para llegar hasta Cristo: “Buscando mis amores iré por esos montes y riberas; ni cogeré las flores, ni temeré las fieras y pasaré los fuertes y fronteras”  (Cántico Espiritual, 3).

 Esto lo hizo realidad el Señor con su Encarnación, atravesó los límites del espacio y del tiempo para hacerse hombre y ahora continúa venciendo los nuevos límites, para hacerse presente a nosotros en cada Eucaristía, permaneciendo luego en cada sagrario de la tierra, en amistad y salvación permanentemente ofrecidas, pero sin imponerse. Ha vencido por amor a nosotros todas las barreras, los muros y dificultades.

Sigamos, hermanos, con este prólogo de San Juan a la Cena del Señor, porque «La institución de la Eucaristía, en efecto, anticipaba sacramentalmente los acontecimientos que tendrían lugar poco más tarde, a partir de la agonía en Getsemaní. Vemos a Jesús que sale del Cenáculo, baja con los discípulos, atraviesa el Cedrón y llega al Huerto de los Olivos. En aquel huerto quedan aún hoy algunos árboles de olivo muy antiguos. Tal vez fueron testigos de lo que ocurrió a su sombra aquella tarde, cuando Cristo en oración experimentó una angustia mortal y “su sudor  se hizo como gotas espesas de sangre que caían en tierra” (Lc 22,44). La sangre, que poco antes habia entregado a la Iglesia como bebida de salvación el el Sacramento eucarístico, “comenzó a ser derramada” »(Ecclesia de Eucharistia, 3).

 Jesús sabe que ha llegado su “hora”, es la Hora del Padre, esa Hora para la que ha venido, por la que se ha encarnado, que le ha llevado polvoriento y sudoroso en busca de almas por los caminos de Palestina y que ahora  le va a hacer pasar por la pasión y muerte para llevarle a la resurrección y a la vida. Cristo se ve, por otra parte, en plenitud de edad y fuerza apostólica, con cuerpo y sangre perfectos, en plenitud de vida y misión; por eso, “aunque sometido a una prueba terrible, no huye ante su “Hora”: “¿Qué voy a decir? ¡Padre, líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto! (Jn 12,27). Desea que los discípulos le acompañen y, sin embargo, debe experimentar la soledad y el abandono: “¿Con que no habéis podido velar una hora conmigo? Velad y orad par que no caigáis en tentación” (Mt 26, 40-41) (Ecclesia de Eucharistia 4a).

 La agonía en Getsemaní ha sido la introducción de la agonía de la Cruz del Viernes Santo: las palabras de Jesús en Getsemaní: “Padre, si es posible, pase de mí este cáliz...”  tienen el mismo sentido que las pronunciadas desde la cruz: “¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado? Y es que en Getsemaní ya siente dentro de sí toda esta pasión de oscuridad:  la divinidad le ha dejado solo, se ha alejado  de su humanidad, no la siente, ha empezado a dejarle solo con todo el peso de la salvación de los hombres por la muerte en cruz... es la noche de la fe de Cristo, más dolorosa y cruel que la cruz, que es dolor físico... pero estando acompañado, se lleva mejor; Cristo ve que va a ser inmolado como cordero llevado al matadero y Él quiere aceptar esa voluntad del Padre, quiere inmolarse, pero le cuesta.

En el primer Jueves Santo, proféticamente realizado, como actualmente recordado en cada Eucaristía, “en memoria mía”,  son dos las partes principales del sacrificio ofrecido por Cristo al Padre y representadas ahora en el pan y el vino: el sacrificio del alma en noche y sequedad total de luz y comprensión y el sacrificio de su cuerpo que será triturado como el racimo en el lagar. Y ante estos hechos, ¿cómo reaccionó Jesús? Nos lo dice S. Lucas: “Ardientemente he deseado comer esta cena pascual con vosotros antes de padecer” (Lc 22,15); “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo...” Para comprender al Cristo del Jueves Santo uno tiene que estar dispuesto a amar mucho, tiene que haber amado mucho alguna vez...“los amó hasta el extremo”, hasta donde el amor se agota y ya no existe más fuerza, tiempo o espacio, hasta la plenitud natural, psicológica y humana posible, hasta el último átomo y latido de su corazón, hasta donde su amor infinito encuentra el límite de lo posible en abandono sensible de su divinidad. En la hora trascendente de la muerte, de la sinceridad total y definitiva, Cristo se olvida de sí, sólo piensa en nosotros, pensó en ti, en mí y nos amó y nos ama y se entrega hasta el extremo.

Por eso, desde que existe el Jueves Santo, ningún hombre, ningún católico puede sentirse solo y abandonado, porque hay un Cristo que ya pasó por ahí y baja nuevamente en cada Eucaristía hasta ahí para ayudarte y sacarte de la soledad y sufrimiento en que tes encuentres. Si nos sentimos a veces solos o abandonados es que nuestra fe es débil, poca, porque desde cualquier Eucaristía y desde cualquier sagrario de la tierra Cristo me está diciendo que me ama hasta el extremo, que piensa en tí, que no estás abandonado, que ardientemente desea celebrar la pascua de la vida y de la amistad conmigo.

Queridos hermanos, el Amor existe, la Vida existe, la Felicidad existe, la podemos encontrar en cualquier sagrario de la tierra, en cualquier Eucaristía, en cualquier comunión eucarística. Esto debe provocar en nosotros sentimientos de compañía, amistad, gozo, de no sentirnos nunca solos, hay un Dios que nos ama. Cristo me explica en cada Eucaristía que me ama hasta el extremo, y todo este amor sigue en el pan consagrado. Pidamos a Dios virtudes teologales, solo las teologales, las que nos unen directamente con Él, luego vendrá todo lo demás. Es imposible creer y no sentirse amado hasta el extremo, es imposible amar a Cristo y no sentirse feliz, aun en medio de la hora del Padre que nos hace pasar a todos, si la aceptamos, por la pasión y la muerte del yo, de la carne y del pecado, para pasar a la vida nueva y resucitada de la gracia, de la caridad verdadera, de la generosidad, de la humildad y el silencio de las cosas, que nos vienen por la amistad con Él. Cristo es “ágape”, no  “eros”. Me busca para hacerme feliz y me quiere para llenarme, no para explotarme o para vaciarme, para hacerse feliz a costa de mí. 

Sigue San Juan: “Comenzada la cena, como el diablo hubiese puesto ya en el corazón de Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarle, sabiendo que el Padre había puesto en sus manos todas las cosas, y que había salido de Dios y a El volvía, se levantó de la mesa, se quitó los vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó, luego echó agua en una jofaina y comenzó a lavar los pies de los discípulos” (13,3-5).

“Comenzada la cena...” Cristo había comido y bebido muchas veces con otros durante su vida. Le acusaron de borracho y comilón. Pero la comida en torno a la mesa congrega también los corazones y unifica sentimientos, quita diferencias. Y esta cena era especial, porque, en primer lugar, recordaba la liberación del pueblo escogido. Estamos en la celebración de la pascua judía, dentro de la cual Cristo va a instaurar la nueva pascua cristiana, el definitivo paso de Dios junto a nosotros, el pacto de amor definitivo: “Yo seré vuestro único Dios y vosotros seréis mi pueblo”. Por eso, en esta Cena, hará gestos también definitivos.

Se levanta de la mesa, lo dice San Juan, y se dispone a lavar los pies de sus discípulos, trabajo propio de esclavos. Pedro lo rechaza, pero Jesús insiste,  para que nos demos cuenta todos sus discípulos de que a la Eucaristía hay que ir siempre con sentimientos de humildad y servicio a los hermanos, limpios de amor propio, para que sepamos que el amor verdadero a Dios pasa por el amor al hermano, como Cristo nos enseñó y practicó; se quitó el manto, para decirnos a todos sus discípulos que, para comprender la Eucaristía, hay que quitarse todos los ropajes de los conceptos y sentimientos puramente humanos, el abrigo de los afectos desordenados, de los instintos y de las pasiones humanas. Nos enseña a arrodillarnos unos ante otros y lavarnos los pies mutuamente, las ofensas, las suciedades de tanta envidia, que mancha nuestro corazón y nuestros labios de crítica que nos emponzoña y mancha el cuerpo y el alma, impidiendo a Cristo morar en Él. Cristo nos enseña, en definitiva, humildad: “Porque el hombre en su soberbia se hubiera perdido para siempre si Dios en su humildad no le hubiera encontrado”. Sólo ejercitándonos en amar y ser humildes, nos vamos capacitando  para comprender esa  lección de amor y humildad, que es la Eucaristía.

Y ahora, ya lavados, pueden comprender y celebrar el misterio: “Tomad y comed, esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros” Este pan que ahora os doy es mi propio cuerpo que ya se lo ofrezco al Padre y a vosotros, como hecho profético y anticipado que realizaré mañana cruentamente en la cruz; de él quiero que comais y os alimentéis hasta que se abran un día los graneros inacabables y eternos del cielo. No os dejo huérfanos, me voy de una forma para venir de otra, no os  doy tan solo mi recuerdo, mis palabras; os dejo en este pan toda mi persona entera, mi evangelio entero y completo, toda mi vida entera, hecha adoración obediencial al Padre hasta la muerte y amor redentor por vosotros. Estaré presente con vosotros con una presencia misteriosa pero real hasta el final de los siglos. Estos panes de miga blanca o morena sentirán el ardor del horno y fuego de mi corazón y con ellos quemaré y abrasaré a los que me coman y me amen y los transformaré en amor y ofrenda al Padre. Todas las mañanas y todas las tardes de todos los días de todos los siglos bajaré del cielo a la tierra para alimentaros y estar con vosotros.“el que me coma, vivirá por mí” nunca estará solo.

“Bebed todos de este cáliz, es mi sangre que será derramada por la salvación de todos...”. Mi sangre no ha caído todavía en la tierra mezclada con sudor de muerte bajo los olivos y no ha goteado todavía desde los clavos de Gólgota, pero ha sido ofrecida ya en esta hora del Jueves Santo, ya está hecho el sacrificio.

Ya os dije antes, queridos amigos, que, en el corazón de Cristo, esta Eucaristía del jueves es tan dolorosa como la del viernes. Por fin, después de una larga espera de siglos, la sangre, que sellaba el primer pacto de la Alianza en el Sinaí, va a ser sustituida por otra sangre de valor infinito. Cesará la figura, la imagen, ha llegado lo profetizado, el verdadero Cordero, que, por su sangre derramada en el sacrificio, quita el pecado del mundo; y, por voluntad de Cristo, esta carne  sacrificada a Dios por los hombres,  se  convierte también en  banquete de acción de gracias, que celebra y hace presente  la verdadera y definitiva Pascua, el sacrificio y el banquete de la Alianza y el pacto de perdón y de amor definitivos.

 La sangre que se verterá mañana en la colina del Gólgota es sangre verdadera, sangre limpia y ardiente que se mezclará con lágrimas también de sangre. Es el bautismo de sangre con que Cristo sabía que tenía que ser bautizado, para que todos tuviéramos vida. No fue suficiente el bautismo de Juan en el Jordán con brillante teofanía, era necesario este bautismo de sangre con ocultamiento total de la divinidad, prueba tremenda para Él y para sus mismos discípulos, obligados a creer que era el Salvador del mundo el que moría como un fracasado en la cruz. No fue suficiente el bautismo de salivazos y sangre brotada de los latigazos de los que le azotaron... era necesaria toda la sangre de los clavos y de la cruz para borrar el pecado del mundo...

Y terminada la cena pascual, Cristo, siguiendo el rito judío, se levanta para cantar el himno de la liturgia pascual, el gran Hallel: “El Eterno está a favor mío, no tengo miedo ¿qué me pueden hacer los hombres? Me habían rodeado como abejas. Yo no moriré, viviré...”.

La víctima está dispuesta. Salen hacia el monte de los Olivos. El Jueves Santo termina aquí. Pero Cristo había dejado ya el pan y el vino sobre la mesa, que guardaban en su hondón la realidad de la Nueva Pascua y de la Nueva Alianza, que Cristo se disponía a realizar cruentamente el Viernes Santo.

TERCERA HOMILÍA DE JUEVES SANTO

QUERIDOS HERMANOS: Para celebrar bien la fiesta que aquí nos congrega, la fiesta de la Cena del Señor, de la institución de la Eucaristía, del sacerdocio y del amor fraterno, es necesario mucho silencio interior y una luz especial del Espíritu Santo, que nos permita penetrar en las realidades misteriosas que Jesucristo, Hijo de Dios y hombre verdadero,  realizó en esta noche memorable.

Esta tarde estamos reunidos una comunidad de católicos, unidos por la misma fe y en la misma caridad, somos una comunidad viva en virtud de una animación vital, que nos llega del Señor, del mismo Cristo y que alimenta su Espíritu. Somos su Iglesia, su mismo cuerpo y lo sentimos. Esta Iglesia posee dentro de sí un secreto, un tesoro escondido, como un corazón interior, posee al mismo Jesucristo, su fundador, su maestro, su redentor. Y fijaos bien en lo que digo: lo posee presente. ¿Realmente presente? Sí. ¿En la presencia de la comunidad porque donde dos o tres reunidos en mi nombre allí estoy yo en medio de ellos? Sí. ¿Pero algo más? ¿En la presencia de su Palabra? Sí, ¿pero más, más todavía? ¿En la presencia de sus ministros, porque el Señor ha dado a los sacerdotes un poder propio personal casi intransferible? Sí, ciertamente. Pero, por encima de todas estas presencias, Jesús ha querido quedarse presente y vivo en una presencia que es toda ella adoración al Padre y amor a los hermanos, Jesús ha querido quedarse especialmente presente, todo entero y completo, en el pan y el vino consagrados, dándose y ofreciéndose en cada Eucaristía, en amor extremo al Padre y a los hombres, es decir, vivo y resucitado, con su pasión, muerte y resurrección,  con toda su vida, desde que nace hasta que sube al cielo.     

«Este pensamiento nos lleva a sentimientos de gran asombro y gratitud,» dice el Papa Juan Pablo II en su Encíclica Ecclesia de Eucharistia. El acontecimiento pascual y la Eucaristía que lo actualiza a los largo de los siglos tienen una <capacidad> verdaderamente enorme, en la que entra toda la historia como destinataria de la gracia de la redención. Este asombro ha de inundar siempre a la Iglesia, reunida en la celebración eucarística. Pero, de modo especial, debe acompañar al ministro de la Eucaristía. En efecto, es él quien, gracias a la facultad concedida por el sacramento del Orden sacerdotal, realiza la consagracion. Con la potestad que le viene del Cristo del Cenáculo, dice: “Esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros… Éste es el cáliz de mi sangre, que será derramada por vosotros”. El sacerdote  pronuncia estas palabras o, má bien, pone su boca y su voz a disposición de Aquél que las pronunció en el Cenáculo y quiso que fueran repetidas de generación en generación por todos los que en la Iglesia participan ministerialmente del su sacerdocio” (Ecclesia de Eucharistia, 5b).

En la Eucaristía está presente totalmente Cristo, Dios y hombre, toda su vida y existencia, toda su salvación, aunque no se vea con lo ojos de la carne, porque es una presencia sacramental, es decir, escondida, velada, pero a la vez revelada, identificable. Se trata de una presencia revestida de señales especiales, que no nos dejan ver su divina y humana figura, tal como estaba en Palestina o está ahora en el cielo, pero que nos aseguran con certeza mayor que la misma visión corporal, que Él, el Jesús del Evangelio y ahora el Cristo de la gloria, resucitado y vivo, está aquí, está aquí en la Eucaristía. Creer esto es un don de la fe, sentirlo y vivirlo es un don especial de Dios para los creyentes que lo buscan y están dispuestos a sacrificar, a vaciarse de sí mismo, del propio yo, para llenarse de Él, para realizar este encuentro vital con Él, porque la  vivencia existe y es una realidad, llena de gozo, que  anticipa el cielo en la tierra.

       «La Iglesia vive del Cristo eucarístico, de Él se alimenta y por Él es iluminada. La Eucaristía es misterio de fe y, la mismo tiempo, misterio de luz. Cada vez que la Iglesia la celebra, los fieles pueden revivir de algún modo la experiencia de los dos discípulos de Emaús: “Entonces se le abrieron los ojos y le reconocieron” (Lc 24,31)» (Ecclesia de Eucharistia 6).

Son multitud los que han experimentado estos gozos eucarísticos, almas fuertes, heroicas, ocultas, silenciosas que se lo juegan todo por Él, hambrientas de los divino. A las puertas de estas vivencias quedan los rutinarios, los idolatras de sí mismos y de sus glorias, los que no renunciaron al pecado totalmente, aunque celebren o coman la Eucaristía, pero no pueden comulgar con Él, tener sus mismos sentimientos y actitudes, porque están llenos de sí mismos y no tienen tiempo ni espacio para Él.  Faltan almas silenciosas que se lo quieran jugar todo a la baza del Señor, almas serias y eucarísticas, almas con la luz del Misterio sobre el rostro, adoradores del Absoluto en espíritu y en verdad, en este misterio lleno de vida y amor. ¡Por qué tan flacas y sin vida tantas almas, tantas parroquias, tantos bautizados, tantos catequistas, apóstoles, tantos pastores!

Queridos hermanos, grande es el misterio de nuestra fe, aclamamos a la Eucaristía en la liturgia. Pero si el misterio es grande, grande correlativamente es el poder de los sacerdotes instituidos por el Señor en esta noche santa para perpetuar la Eucaristía, que contiene la humanidad y divinidad de Jesucristo. Es un misterio, pero todo él está lleno de vida y verdad. Y es precisamente esta verdad milagrosa, poseída por la Iglesia Católica y guardada con conciencia celosa y silenciosa, la que nosotros celebramos hoy y con todas nuestras fuerzas deseamos manifestar y publicar, hacer ver y comprender, exaltar y adorar. Para llegar a este misterio, el camino es la oración y la fe.

La fe que acepta lo que no ve ni comprende, fe, en el primer paso, heredada, que habrá que ir haciendo cada día más personal por la oración y la contemplación, fe seca y árida al principio, pero que barrunta con la confianza puesta en la palabra de Cristo: “Esto es mi cuerpo, esta es mi sangre”; luego, en la oración y con el evangelio en la mano y mirando todos los días al sagrario, vamos aprendiendo poco a poco, en la medida en que nos convertimos y nos vaciamos de nosotros mismos para llenarnos de Él, todas las lecciones que encierra para nosotros, vamos comulgando con sus mismos sentimientos y actitudes hasta convertirse en vivencias tan suyas y tan nuestras, que ya no podemos vivir sin ellas, que ya no sabemos distinguirlas, saber si son suyas o nuestras, porque son nuestra misma vida, vida de nuestra vida, porque a esta alturas podemos decir, como Pablo: “para mí la vida es Cristo”.

Desde la Eucaristía,  Cristo nos enseña primeramente su amor. Fijaos bien en que Jesús se presenta en este misterio, no como Él es, sino como quiere que nosotros lo veamos y consideremos, como quiere que nosotros nos acerquemos a Él. Él se nos presenta bajo el aspecto de señales especiales y expresivas, pan y vino, que son para ser comidos y asimilados. La intención de su amor es darse, entregarse, comunicarse a todos. El pan y el vino sobre nuestras mesas no sirven sino para ser consumidos, no tienen otro sentido. Este fue el sentido de su Encarnación. «Nobis natus, nobis datus…» Nacido para nosotros, se nos dio en comida. Este amor de entrega fue la motivación de toda su vida. Y la Eucaristía es el resumen de toda su existencia. “Habiendo amado a los suyos...los amó hasta el extremo...”. Cuando mire y contemple y comulgue la Eucaristía, puedo decir: Ahí está Jesús amando, ofrecido en amistad a todos, deseando ser comido, visitado. Sí, para eso está Jesús ahí. Para esto ha multiplicado su presencia sacramental en cada uno de los sagrarios de la tierra, desde los de las chozas africanas hasta los de la Catedrales románicas, góticas, barrrocas... etc. Bueno sería en este momento examinar mi respuesta a tanto amor, cuánto y cómo es mi amor a Cristo Eucaristía, cómo son mis Eucaristías y comuniones, mis visitas al sagrario, mi oración eucarística.

Otro aspecto del amor eucarístico es la unidad de los creyentes: “los que comemos un mismo pan, formamos un mismo cuerpo...”, nos dirá San Pablo. Por eso, Cristo Jesús,  en esta noche, en que instituyó la Eucaristía, lavó los pies de sus discípulos y nos dio el mandamiento nuevo:“Amaos lo unos a los otros, como yo os he amado”. San Juan no trae la institución de la Eucaristía en su evangelio, en cambio sí narra el lavatorio y el mandamiento nuevo, que, para algunos biblistas, son los frutos y efectos de la Eucaristía, contiene la institución misma. El lavarse los pies unos a otros, el perdonarnos los pecados que nos separan y nos dividen, es efecto directo de toda Eucaristía, supone haberla celebrado bien o disponerse y querer celebrarla como Cristo lo hizo, quiso y quiere siempre.  Por eso, al Jueves Santo, como al Corpus Christi, unimos espontáneamente la colecta de caridad, pero sin perder el orden, primero la Eucaristía, y desde ahí, si está bien celebrada, como Cristo quiere, nace la caridad. Pero no sólo de dinero, hay otras muchas formas de caridad, más importantes y heroicas, que no pueden ser ejercidas con dinero, sino que necesitan la misma fuerza de Cristo para perdonar a los que nos han calumniado, dañado en los hijos o en la familia, nos odian o hablan mal de los hermanos. Lo que no comprendo es cómo seguir odiando y a la vez comulgar con el Cristo que nos dijo: “amaos los unos a los otros como yo os he amado”. Para amar como Cristo nos manda e hizo en la Eucaristía no basta la caridad del dinero. Y, como ya hemos repetido varias veces, Jesús instituyó la Eucaristía en una cena pascual, queriendo expresar y realizar por ella el pacto con Dios y  la unión de  todos los comensales. Y este sentimiento, esta unión, este amor fraterno, en la intención de Jesús, es esencial para poder celebrar su cena eucarística.

 “Nosotros formamos un solo cuerpo, todos nosotros los que comemos un mismo pan”. Con esta verdad teológica San Pablo nos quiere decir: de la misma forma que los granos de trigo dispersos por el campo, triturados forman un mismo pan, así la diversidad de creyentes, esparcidos por el mundo, si amamos como Cristo, formamos su cuerpo. Es lógico que no debamos comer el mismo pan y en la misma mesa eucarística,  si no hay en nosotros una actitud de acogida y de amor y de perdón a todos los comensales de aquí y del mundo entero. Es necesario exclamar con San Agustín: «Oh sacramento de bondad, oh signo de unidad, oh vínculo de caridad». Es este otro momento para pararnos y examinar nuestras Eucaristías: quien no perdone, quien no tenga estos deseos de amor fraterno, quien no rompa dentro de sí envidias y celotipias, no puede entrar en comunión con Cristo. Cristo viene y me alimenta de estas actitudes suyas, que a nosotros nos cuestan tanto y que Él quiere en todos sus seguidores. Solo Él puede perdonar, amar a fondo perdido... Quiero, Señor, tener estos mismos entimientos tuyos, al participar de la Eucaristía, al comer tu cuerpo con mis hermanos, quiero amar más, pensar bien, hablar bien y hacer bien a todos, para eso vienes a mí, ya no soy yo, es Cristo quien quiere vivir en mí por la comunión para vivir su vida en mí, para que yo viva su misma vida.

Queridos hermanos, estamos viendo cómo estos signos utilizados por Cristo en la cena, se convierten en irradiación permanente de amor, en signos de amor universal sin límites de tiempo ni de espacio. Debemos examinarnos sobre nuestras ctitudes y disposiciones al celebrar o participar en la Eucaristía      Pero avancemos un poco más en el significado de los signos del pan y del vino. La intención de Jesús es clarísima; antes de nada, dijo: “Tomad y comed... Tomad y bebed...”.  Todo alimento entra dentro de aquel que lo come y forma la unidad de su existir. La primera comunión fue el primer día que Jesús formó esta unidad, o mejor, nosotros formamos esta unidad de vida con Jesús y qué fuerte fue en algunos de nosotros, que no lo hemos olvidado nunca y todavía recordamos con frescura y emoción lo que Jesús nos dijo y nosotros dijimos a Jesús.

En la intención de Jesús lo primero es que comiésemos su cuerpo:“Tomad y comed”, para entrar en comunión con cada uno de nosotros. Y ésta es también la intencionalidad de Jesús en el signo elegido, el pan, que es para ser comido. Pregunto ahora: ¿Se podía amar más, realizar más, expresar más el amor? Solo una mente divina pudo imaginar tales cosas y hacerlas con la perfección que las hizo. Y todo esto porque quiere ser para cada uno de nosotros lo que el alimento es para nuestro cuerpo. Quiere ser principio de vida, pero de vida nueva, de vida de gracia, no del hombre viejo, del hombre de pecado de antes. Ya lo había dicho: “Quien me coma, vivirá por mí”.

Queridos hermanos: esta intencionalidad de Cristo suscita en nosotros otros sentimientos: Oh cristianos, tenéis junto a vosotros la vida, el agua viva, no muráis de hambre, de tristeza, comulgad, comulgad bien, comulgad todos los días y sabréis lo que es vida y felicidad, comulgad como Cristo desea y quiere ser comido, con sus sentimientos de amor y de ofrenda, y encontraréis descanso y refrigerio en la lucha, compañía en la soledad, sentido de vuestro ser y existir en el mundo y en la eternidad.

Aprendamos hoy y para siempre todas estas lecciones que Jesús nos da en y desde la Eucaristía. El sacramento eucarístico no sólo es un denso misterio y compendio de verdades, es, sobre todo, un testimonio, un ejemplo, un mandamiento, una vida, todo el evangelio, Cristo entero y completo, vivo y ofrecido en ofrenda salvadora al Padre y en amistad y salvación permanentes a todos los hombres.

Es justo que hoy, Jueves Santo, celebremos este amor de Cristo, que lo adoremos y lo comulguemos. Es justo también que celebremos en este día nuestro amor a Jesucristo, que realizó este misterio de amor; que celebremos también nuestro amor al Padre, que lo programó y al Espíritu Santo, que lo llevó a término con su potencia de Amor y ahora, invocado en la consagración, lo hace presente transformando  el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo. Es justo que hoy celebremos y nos comprometamos a amarnos los unos a los otros como Cristo hizo y lo desea y nos lo pide en cada Eucaristía.

 Hoy es la fiesta del Amor del Dios infinito, Trino y Uno, en Cristo, a los hombres: Señor, aquí nos tienes dispuestos a amarte. 

CUARTA HOMILÍA DE JUEVES SANTO

Queridos hermanos: El Jueves Santo encierra muchos y maravillosos misterios. Pero, entre todos, el más grande es la Eucaristía. “El Señor Jesús, la noche en que fue entregado” 1Cor 11, 23), instituyó el Sacrificio Eucarístico de su cuerpo y de su sangre. Las palabras del apóstol Pablo nos llevan a las circunstancias dramáticas en que nació la Eucaristía. En ella está insicrito de forma indeleble el acontecimiento de la pasión y muerte del Señor. No sólo lo evoca sino que lo hace sacramentalmente presente. Es el sacrificio de la Cruz que se perpetúa por los siglos… (la salvación) no queda relegada al pasado, pues «todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos…» (Ecclesia de Eucharistia 11ª).

Es tan in impresionante este misterio, que la misma liturgia, extasiada en cada  Eucaristía ante la grandeza de lo que realiza, nada más terminar la consagración, por medio del sacerdote, nos invita a venerar lo que  acaba de realizarse sobre nuestros altares, diciendo: «¡Grande es el misterio de nuestra fe!» Y el pueblo, admirado por su grandeza, exclama:  «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús».

Tengo que confesar, sin embargo, que la liturgia copta supera en esta aclamación a la liturgia romana y me impresiona su respuesta extasiada ante el misterio eucarístico, que  acaba de realizarse: «Amén, creo, hasta expirar mi último aliento confesaré que esto es el Cuerpo dador de vida de tu Unigénito Hijo, de nuestro Señor y Dios, de nuestro Salvador Jesucristo. El cuerpo que recibió de la Virgen María, Señora y Reina nuestra, la Madre purísima de Dios. A su divinidad unió Dios ese cuerpo, sin mezcla, fusión o cambio. Creo que su divinidad no ha estado separada ni por un momento de su humanidad. El es quien se dio por nosotros, en perdón de los pecados, para traernos la vida y salvación eternas. Creo, creo, creo que todas estas cosas son así».

Todavía lo recuerdo con emoción y fue hace años, en una  Eucaristía, celebrada en la cripta de los Papas en la Basílica de San Pedro en Roma, cuando pude escucharlo por vez primera; quedé admirado de sus bailes y cantos ante el Señor.

Y la verdad es, queridos hermanos, que para el hombre creyente, no son posibles otras palabras ante el misterio realizado por el amor extremo de Cristo en la noche suprema. La Iglesia, que en los Apóstoles recibió el tesoro y las palabras de Cristo, no recibió, no pudo recibir explicación plena del mismo, porque la palabra siempre será pobre para expresar el inabarcable amor divino. Heredó de Cristo gestos y palabras: “Haced esto en memoria mía”, y ella, fiel a su Señor, por la liturgia, realiza con fe inconmovible lo mandado.

       «Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, memorial de la muerte y resurrección de su Señor, se hace realmente presente este acontecimiento central de salvación y  se realiza la obra de nuestra salvación» (LG 3). «Este sacrificio es tan decisivo para la salvación del género humano, que Jesucristo lo ha realizado y ha vuelto al Padre sólo después de habernos dejado el medio para participar de él, como si hubíeramos estado presentes. Así todo fiel puede tomar parte en él, obteniendo frutos inagotablemente. Ésta es la fe, de la que han vivido a lo largo de los siglos las generaciones cristianas. Ésta es la fe que el Magisterio de la Iglesia ha reiterado continuamente con gozosa gratitud por tan inestimable don. Deseo, una vez más, llamar la atención sobre esta verdad, poniéndome con vosotros, mis queridos hermanos y hermanas, en adoración delante de este Misterio: Misterio grande, Misterio de misericordia. ¿Qué más podía hacer Jesús por nosotros? Verdaderamente, en la Eucaristía nos muestra un amor que llega “hasta el extremo” (Jn 13,1), un amor que no conoce medida” (Ecclesia de Eucharistia 11b).

El apóstol Juan, que en la Última Cena ocupó el lugar inmediato a Jesús, quedó marcado profundamente por la experiencia de esta hora. Lo que vivió en aquellos momentos, lo expresó en estas palabras, que tantas veces hemos repetido:“Jesús, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. Por lo tanto, para Juan y para todos nosotros, la Eucaristía es amor extremo de Jesús a su Padre y a los hombres. Durante dos mil años, los hombres han luchado, han reflexionado, han rezado para desentrañar el sentido de este misterio. Y no hay más explicación que la de Juan: “Dios es amor... en esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que El nos amó y envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados” (1Jn 4,10). Jesucristo es Amor extremo de Dios a los hombres. Por eso no dudo en expresar mi temor al tratar de explicar el contenido de lo que Cristo realizó aquella noche cargada de misterios. Lo que Jesús hizo transciende lo humano, todo este tiempo y espacio. Solo la fe y el amor pueden tocar y sentir este misterio, pero no explicarlo.

Para acercarse a la Eucaristía, como ella es todo el misterio de Dios en relación al hombre, toda la salvación, todo el evangelio, hay que creer no solo en ella, sino en todas las verdades que la preparan y preceden: hay que creer en el amor eterno y gratuito de la Santísima Trinidad, que me crea sin necesitar nada absolutamente del hombre, sino solo para hacerle compartir eternamente su misma dicha: “en esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que El  nos amó…”  y la lógica de sentido añade: nos amó primero, cuando nos existíamos; si existo es que Dios me ama y me ha llamado a compartir una eternidad de gozo con Él; si existo,  es porque Él viéndome en su inteligencia infinita me amó, y con un beso de amor me dio la existencia y me prefirió a millones y millones de seres que no existirán nunca.

En segundo lugar hay que creer que, perdido este primer proyecto de amor sobre el hombre, por el pecado de Adán, Dios no sabe vivir sin él y sale en su busca por medio de Hijo; es la segunda parte del texto antes citado: “y entregó a su Hijo como propiciación de nuestros pecados” (1Jn 4,9-10); “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad...” (Hbr 10,5) ).  “Este aspecto de caridad universal sacrificial del Sacramento eucarístico se funda en las palabras mismas del Salvador. Al instituirlo, no se limitó a decir «este es mi cuerpo», «Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre», sino que añadió «entregado por vosotros… derramada por vosotros» (Lc 22,19-20). No afirmó solamente que lo que les daba de comer y beber era su cuerpo y su sangre, sino que manifestó su valor sacrificial, haciendo presente de modo sacramental su sacrificio, que cumpliría después en la cruz algunas horas más tarde, para la salvacion de todos” (Ecclesia de Eucharistia 12ª).

Cristo es la manifestación del amor extremo e invisible de un Dios-Trinidad, Amor infinito que me ha llamado a compartir con Él su eternidad trinitaria de gozo y felicidad; hay que creer que Cristo me revela y me manifiesta este amor desde la Encarnación hasta la Ascensión a los cielos, para seguir adorando la voluntad del Padre y salvando a los hombres; hay que creer que la Eucaristía  es el compendio y el resumen de toda esta historia de amor y salvación que se hace presente en cada Eucaristía, en un trozo de pan; hay que creer sencillamente que Dios es Amor, su esencia es amar y si dejara de amar dejaría de existir, por eso no tiene más remedio que amarme y perdonarme, porque eso le hace ser feliz. Y ahora pregunto: ¿por qué me ama tanto, por qué me ama así? ¿qué le puedo dar yo a Dios que Él no

tenga?  “Señor yo creo, pero aumenta mi fe”.

La Eucaristíaes amor extremo de Dios Trinidad por su criatura, algo inexplicable, incomprensible para la mente humana, pero realizado por su Hijo para salvación de todos, por obra del Espíritu Santo, para cumplir el proyecto del Padre, para alabanza de gloria de los Tres y gozo de los hombres, de aquellos que creen en Él y viven enamoradas de su presencia eucarística.

Los hechos, que ocurrieron aquella noche, todos los sabemos, porque hemos meditado en ellos muchas veces,  especialmente en estos días de la Semana Santa. Después de la cena pascual judía, Cristo ha tomado un poco de pan y ha dicho las palabras: “Tomad y comed, este es mi cuerpo que se entrega por vosotros”; “Tomad y bebed, esta mi sangre que se derrama por la salvación de muchos...” Y a seguidas, ha instituido el sacerdocio con el mandato de seguir celebrando estos misterios. “Haced esto en conmemoración mía”. Este Jueves Santo vamos a reflexionar un poco sobre estas palabras de Jesús  profundizando más en su contenido: “Haced esto en conmemoración mía”.

Lo primero que quiero explicar esta tarde es que la Eucaristía es memorial, no mero recuerdo de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Recordar es traer a la memoria un hecho que no se hace presente y por eso lo evocamos mediante el recuerdo: por ejemplo, todos los años celebramos los cumpleaños, pero no hacemos presente el hecho de nuestro  nacimiento. Cuando digo memorial, sin embargo, quiero expresar más que esto; no es simple recuerdo sino que, al recordar, se hace presente el hecho mencionado.

Por eso, al afirmar que la Eucaristía es el memorial de la muerte y resurrección de Cristo, afirmo y creo que en cada Eucaristía se hacen  presentes, se presencializan estos hechos salvadores de la vida de Cristo, su pasión, muerte y resurrección; es más, se hace presente toda la vida de Cristo, desde su nacimiento hasta su Ascensión a los cielos. El recuerdo no hace presente el hecho y menos tal y como aconteció. El memorial sí lo hace presente, superando las dimensiones del espacio y del tiempo, hace presente a las personas y sus sentimientos; en la consagración, es como si con unas tijeras divinas se cortase toda la vida de Cristo, desde que se ofreció al Padre hasta que subió a los cielos, y se hicieran presentes sobre el altar, con las mismas palabras y gestos,  los mismos sentimientos y actitudes que tuvo Cristo.

Cuando afirmo que la Eucaristía es un memorial, afirmo que la Eucaristía hace presente a Jesús y todo lo que Él hizo y vivió y padeció y sintió. Por ella y en ella está tan real y verdaderamente presente Jesús, como lo estuvo en aquella Noche santa; en cada Eucaristía está en medio de nosotros, como lo estuvo en Palestina y ahora en el cielo. No es que vuelva a sufrir y a derramar sangre ni a repetir aquellos mismos gestos y palabras, sino que todo aquello cortado por la tijeras divinas se hace presente en cada Eucaristía, la diga el Papa o cualquier sacerdote, siempre el mismo hecho, las mismas actitudes, los mismos y únicos sentimientos, porque no hay más Eucaristía que una, la de Cristo, la que celebré aquella Noche santa y que los sacerdotes hacemos presente en cada Eucaristía, por el mandato de Cristo: “Haced esto en conmemoración mía”.

Hoy, Jueves Santo, recordamos los hechos y dichos de Jesús, que en la Eucaristía de hoy y de siempre los presencializamos. Los hacemos presentes, recordando, como en la Última Cena los hizo presentes, anticipándolos, “profetizándolos”. En cada Eucaristía me encuentro con el mismo Cristo, con el mismo amor, la misma entrega, el mismo deseo de amistad... no hay otro ni otras actitudes, ni se repiten, son la mismas y únicas del Jueves Santo y de toda su vida, única e irrepetible, que se presencializan, se hacen presentes, como aquella vez, en cada Eucaristía. Bastaría esto para quedarme en contemplación amorosa después de cada consagración, después de cada Eucaristía, hoy y todos los días.

 La Eucaristía necesita para ser comprendida ojos llenos de fe y amor, no sólo de teología seca y árida o de liturgia de meros ritos externos, que no llegan hasta el hondón del  misterio. Qué poco y qué

superficialmente se contempla, se adora, se medita, se comulga, se penetra en la Eucaristía. “Cuantas veces comáis este pan y bebáis de esta copa, anunciáis la muerte del Señor hasta que vuelva”. Es decir, cada vez que comulgamos, entramos en comunión con el acto único que selló la nueva Alianza, nos quiere decir San Pablo. Veneremos y adoremos este amor de Cristo presente entre nosotros no como puro recuerdo sino como aquella y única vez en que realizó estos misterios preñados de ternura y salvación para el hombre.

“¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré el cáliz de la salvación, invocando su nombre”. Este salmo nos indica cuáles deben ser nuestras disposiciones y nuestra respuesta admirativa ante este misterio. Alabar y bendecir, <benedicere>, decir cosas bellas al Señor, por tanta pasión de amor y entrega en favor nuestro.

 En primer lugar, la Eucaristía, ofrecida por Cristo al Padre en cumplimiento de su voluntad, es el sacrificio de adoración y alabanza a la Santísima Trinidad, porque en ella Cristo le entrega en obediencia lo que más vale, su vida, y hace así el acto de adoración máximo que se puede hacer. Por eso, la Eucaristía es el “sacrificium vital”, el sacrificio por excelencia. Cada vez que la celebramos, damos al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo el mayor culto y veneración posible en la Iglesia, superior a todos los demás juntos. Y por eso también, la vida y el ministerio y las ocupaciones y la profesión de cada uno de nosotros, seglares y sacerdotes, deben estar  preñadas de esta alabanza y adoración de Cristo a Dios Trino y Uno, uniéndonos a Él en una sola ofrenda,  transformándonos todos en el mismo “sacrificium crucis”, que se convierte en el sacrificio de la adoración perfecta a Dios. De aquí sacan sus deseos de victimación y alabanza y de adoración las almas eucarísticas, de aquí los santos sacerdotes, las santas y santos religiosos, madres y padres cristianos, todos los buenos cristianos que han existido y existirán, ofrecen sacrificialmente su vida con Cristo al Padre.

El memorial de la muerte y resurrección de Cristo sigue siendo, por ese amor de Cristo, obedeciendo en adoración al Padre hasta el extremo, la fuente de remisión de deudas y pecados. La Eucaristía es la fuente del perdón, tiene más poder y valor que la confesión, porque de aquí le viene a este sacramento toda su capacidad de perdonar: de la muerte y resurrección de Cristo. Este paso pascual de la muerte a la vida en ningún sacramento tiene su plenitud como en la santa Eucaristía. Aquí vuelve Dios a darnos la mano, a renovar el pacto y la amistad, la alianza que habíamos roto por nuestros pecados. No hay pecado que no pueda ser perdonado por la fuerza de la Eucaristía, aunque el canal de esta gracia la Iglesia lo administre también por el sacramento de la Penitencia.

Y como Cristo es el Amado del Padre, el Hijo predilecto, cuando queramos pedir y suplicar al Padre, por vivos y difuntos alguna gracia de cuerpo y alma, ningún mérito mayor, ninguna fuerza convincente mayor, nada mejor que ponerle al Padre, delante de nuestras peticines, al Hijo amado, por el cual nos concede todo lo que le pidamos. Que no lo olvidemos y demos esta alabanza y gozo a la Santísima Trinidad por la Eucaristía, Memorial de la Pascua de Cristo.

QUINTA HOMILÍA DE JUEVES SANTO

QUERIDOS HERMANOS: Hoy es Jueves Santo y el Jueves Santo es anochecer de amores, de redenciones, de traiciones. Anochecer de amores de Cristo a su Padre y a todos los hombres, amando hasta los límites de sus fuerzas y del tiempo: es  anochecer de la institución de la Eucaristía y del Sacerdocio y del Mandato Nuevo. Es anochecer de la redención y salvación del mundo: anochecer de la Nueva Pascua y la Nueva Alianza.  Dios de rodillas ante sus discípulos y ante el mundo, para limpiar toda suciedad y pecados: anochecer del mandato nuevo. Anochecer de traiciones de Judas y de todos, de venta por dinero, anochecer  de un Dios que quiere servir al hombre y de unos hombres que quieren servirse de Dios. Por eso, el Jueves Santo es Amor, redención, entrega, traición y perdones, pero por encima de todo, el Jueves Santo es Eucaristía, mesa grande sin aristas, redonda, donde se juntan todos los comensales, en torno al pan que unifica, alimenta y congrega, donde las diferencias se difuminan y el amor se agranda y comparte.

El hombre se mide por la grandeza y la profundidad de su amor y hoy es día de proclamar a Jesucristo como culmen y modelo de todo amor, amor que se hizo visible en aquel que se arrodilla ante sus íntimos, como si fuera su esclavo, aún del traidor; amor que se entrega y se da por nosotros en comida y en cruz; amor que desea la eternidad de todos los hombres con la entrega de su vida, porque, en definitiva, esto es la eucaristía. Hoy sólo quiero deciros que Él existe, que Él es Verdad, que Él es Amor, que Él es sacrificio de salvación, que está aquí en el pan y en el vino consagrado. Y dicho esto, no quisiera añadir nada más para no distraeros de este misterio, para no ocultar con mi palabra  tanta verdad.

¡Parroquia de San Pedro, tú a los pies de Cristo, arrodíllate, aprende de Él a perdonar, a entregarte, a servir! ¡Parroquia de San Pedro, ponte de rodillas ante este misterio y pide fe y amor para adorarlo! ¡Parroquia de San Pedro, toda entera, por la Eucaristía, consúmete como la lámpara de aceite mirando y contemplando a tu Señor, alumbra e indica con tu fe esta incomprensible presencia del Amado y del Amor, mira y clava tus ojos en el pan consagrado hasta que lo transparenten y vean al Hijo Amado en canto de amor por el hombre, ansiado el  encuentro definitivo con Él sin mediaciones de ningún tipo!      ¿Por qué pues has llagado este corazón/ no le sanaste, /y, pues me lo has robado,/ por qué así lo dejaste, /y no tomas el robo que robaste? /Descubre tu presencia/ y máteme tu rostro y hermosura,/ mira que la dolencia de amor/que no se cura,/ sino con la presencia y la figura…” (San Juan de la Cruz)

La iglesia parroquial es hoy un cenáculo donde Cristo va a hacer presente la cena pascual. El párroco presta su humanidad a Cristo y es presencia sacramental del  Señor. Hay una numerosa concurrencia de invitados: hombres, mujeres y niños, la comunidad de sus íntimos en el siglo XXI. Estamos todos reunidos, la mesa preparada y“Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la mesa, se quita el manto y tomando una toalla se la ciñe; luego echa agua en una jofaina y se pone a lavar los pies a los discípulos secándoselos con la toalla que se había ceñido”.

 Hermanos, este es el gran ejemplo de humildad, de servicio, de caridad que Cristo nos da. Para San Juan esto supone la Eucaristía, es continuación de la Eucaristía, es efecto de la Eucaristía. Por amor es capaz de arrodillarse, de lavar los pies de sus criaturas, es decir, de echar sobre sí la suciedad de todos mis pecados y llevarlos a la cruz, para lavarlos con su sangre, en el fuego de un holocausto perfecto.

Después del lavatorio, entra en escena Judas. Jesús se sienta a la mesa y mientras comían, dijo: “Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar”. Ellos, consternados, se pusieron a preguntarse unos a otros:“¿soy yo acaso, Maestro? Entonces preguntó Judas el que lo iba a entregar:”¡Soy yo acaso, Maestro? El respondió: Así es”.

Jesús ha ido consciente al suplicio, ha sabido quién lo entregaba:“Mi amigo me traicionará con un beso”; “El que meta la mano conmigo en el plato, me entregará en manos de los pecadores”. Terrible traición la de Judas, pero con ella Jesús iba a redimir también nuestras traiciones y cobardías y los de toda la humanidad. Ante esta traición, es lógico que el corazón de toda la asamblea aquí reunida tiemble esta tarde. Porque todos hemos pecado y todos nuestros pecados han sido traiciones a su amor y causa de su entrega sacrificial. 

“Era de noche”,dice San Juan. La noche es signo de pecado, de dolor y de muerte, de traiciones, noche oscura del inescrutable  misterio de Dios, que redime el pecado del mundo con la sangre y la muerte del Hijo. No hubo compasión para Él. En Getsemaní implorará la ayuda del Padre:“Padre, si es posible, pase de mí este cáliz”,  pero el Padre está tan pendiente de la salvación de los hombres, desea tanto, tanto, que nosotros seamos de nuevo hijos suyos, que se olvida del Hijo por los nuevos hijos que va a conseguir. Ante esto, como ante toda acción misteriosa de Dios, sólo cabe la aceptación y la adoración de sus designios de amor incomprensibles para el hombre. Horror del pecado de Judas, horror de nuestros propios pecados.

 “Hijo de Dios, reza la liturgia griega, Tú me admites como comensal en tu maravillosa Cena. Yo no entregaré tu misterio a tus enemigos. Yo no te daré un beso como Judas, sino que, como el buen ladrón, me arrepiento y te digo: acuérdate de mí, Señor, en tu reino”.

Pero en esta noche, no celebramos tan solo el día en que Jesús fue entregado, sino principalmente el día, en el que nuestro Señor se entregó a nosotros y por nosotros:“El Señor Jesús, en la noche en que iba a ser entregado, tomó pan, lo bendijo y lo entregó a sus discípulos, diciendo”: “Tomad y comed todos de él, esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros, haced esto en memoria mía...”.  Entregar quiere decir que yo doy del todo una cosa, soltándola de mis manos para que pase a otra persona. Si yo entrego así una cosa, ya no tengo ningún derecho, ningún poder sobre ella. Derecho y poder pasan a su nuevo dueño y depositario. Esto lleva consigo el riesgo de que el nuevo depositario no sepa valorar y guardar esta entrega. 

Todo esto vale para todo lo humano pero especialmente para este tesoro de la Eucaristía, misterio de amor para almas en fe y en adoración, que no siempre sabemos valorar y guardar con la fidelidad y el amor merecidos todo el pueblo cristiano, especialmente los sacerdotes, que hemos recibido directamente del Señor este don infinito; ¡qué generosidad, qué confianza ha depositado Cristo en nosotros, en mí, sacerdote! No quiero defraudarle. Él se me ha entregado todo entero en este don sin reservas y la verdad es que no quiero defraudarle. Él ha hecho ya todo lo que tenía que hacer. Ya no tiene ningún dominio sobre este tesoro. Él solo tiene que obedecerme, hacer y recibir lo que yo haga... Es Jesucristo, es el Hijo de Dios, el Padre me lo ha confiado y tengo que dar un día cuenta de ello. Jesucristo Eucaristía, Tú lo has dado todo por mí, con amor extremo, hasta dar la vida; también yo quiero darlo todo por Tí, porque para mí Tú lo eres todo, yo quiero que lo seas todo. ¡Jesucristo Eucaristía, yo creo en Ti! ¡Jesucristo Eucaristía, yo confío en Ti! ¡ Jesucristo Eucaristía, Tú eres el Hijo de Dios, Tú los puedes todo!

Hermanos todos, parroquia y sacerdote de San Pedro, vosotros habéis recibido esta presencia corporal de Dios, cómo la cuidas, cómo la veneras, cómo lo agradeces. Aquí está el fundamento y la base y la fuente de todo apostolado, de toda vida cristiana, de la vitalidad de grupos, de todas las instituciones cristianas, de todas la catequesis, de toda la vida parroquial.  

Qué pensar de tantos cristianos hermanos que no pisan la iglesia, que no valoran el tesoro que encierra, cómo llamarlos católicos, cómo decir que creen y aman a Jesucristo, teniendo por insípida la comida del Señor. Pobre sacerdote, cómo no llorar tanto abandono de la Eucaristía, de las Eucaristías, de las comuniones, del sagrario; cómo no sufrir si verdaderamente tú crees en este misterio, que aquí está la fuente de gracia y salvación de toda la parroquia, que se te ha confiado. Si no te duelen estas ausencias y abandonos, cómo poder decir que crees en Él, que lo amas, que sabes y vives la Eucaristía,  como fuente de todo tu hacer apostólico y sacerdotal.

Quisiera terminar hoy con un texto de San Juan de Ávila:     «El sacerdote en el altar representa, en la Eucaristía, a Jesucristo Nuestro Señor, principal sacerdote y fuente de nuestro sacerdocio; y es mucha razón, que quien le imita en el oficio, lo imite en los gemidos, oración y lágrimas, que en la misma que celebró el Viernes Santo en la cruz, en el monte Calvario, derramó por los pecados del mundo: “Et exauditus est pro sua reverentia”, como dice San Pablo. En este espejo sacerdotal se ha de mirar el sacerdote, para conformarse en los deseos y oración con Él; y, ofreciéndose delante del acatamiento del Padre por los pecados y remedio del mundo, ofrecerse también a sí mismo, hacienda y honra y la misma vida, por sí y por todo el mundo. Y de esta manera será oído, según su medida y semejanza con Él, en la oración y gemidos» (TRATADO DEL SACERDOCIO).

Cristo, permíteme levantarme en este momento de la cena, y salir apresuradamente afuera y poniéndome a la puerta de tu casa, gritar a todos los que llevan tu nombre sin amarte, sin tener hambre de tí, permíteme gritarles: Oh vosotros, los sedientos de plenitud de vida, de sentido y de felicidad, venid a las aguas... aún los que no tenéis dinero. Venid, comed y comprad sin dinero, bebed el vino sagrado sin pagar. Dadme oídos y venid; así esta tarde de Jueves Santo no habrá ningún espacio vacío en el mesa del Señor, así Cristo podrá llenar con vuestra presencia la ausencia de Judas, así se llenarán nuestros cenáculos, las iglesias del mundo entero, como muchedumbres inmensas, movidas como trigales por el viento de una sola fe y un mismo amor: Jesucristo Eucaristía.

SEXTA HOMILÍA DEL JUEVES SANTO

QUERIDOS HERMANOS: Hoy es Jueves Santo. El mundo creyente y católico vuelve una vez más a sumergirse en el misterio asombroso de un Dios, que nos ofrece la Eucaristía, como encuentro vivo y consubstancial con Él en su cuerpo humano, lleno de la Divinidad , triturado como racimo por la pasión y la muerte, pero resucitado por la promesa llena de vida y amor del Padre. Por la pasión y la muerte se convirtió en grano de trigo sembrado en la tierra, pero convertido, por la fuerza y potencia del Espíritu del Padre, en grano de trigo florecido para la espiga de la Eucaristía. Fue también racimo triturado entre clavos para el vino de la Salvación. Esta tarde, nuevamente vamos a repetir las palabras y gestos de Cristo en la Última Cena, porque siguen siendo los únicos capaces de hacer presente la Eucaristía y todo lo que aconteció en aquella noche preñada de misterios.

Los misterios del Jueves Santo son tesoros  de nuestra fe y de nuestra salvación, grabados en la memoria viva de la Iglesia, que es el Espíritu Santo, que invocado en la epíclesis de la Eucaristía, por su poder y fuego de amor transformante que todo lo puede, convierte el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo y presencializa así, metahistóricamente, más allá del tiempo y del espacio, el memorial de la muerte y resurrección de Cristo en amor extremado y en entrega total, con sus mismos sentimientos y actitudes.

Cada año volvemos a hacer presentes  las mismas palabras, las mismas acciones, los mismos sentimientos, que tuvo Jesús en la Última Cena, que no repetimos, sino que por las palabras de la consagración se hace presente toda su vida, desde que nació hasta que subió al cielo: el mismo amor, los mismos gestos, el mismo lavatorio, los mismos sentimientos, la misma y única entrega, porque no es una repetición teatral, sino un memorial, que hace presente todo lo que Crito dijo e hizo aquella noche santa. 

Luego, después de haberlo hecho presente y de haberlo celebrado y comido con amor, todo este misterio lo guardamos  en el Monumento y permanecemos en adoración junto a Él,  hasta mañana, Viernes Santo, en que ya no lo celebramos con misa, porque ha muerto el supremo sacerdote, Jesucristo, y litúrgicamente no puede hacerlo presente como el Jueves Santo; en el Viernes, sólo comemos el pan eucaristico adorado en el  Monumento,lo comemos y lo guardamos en nuestros sagrarios, donde el misterio, sus palabras, sus gestos, su entrega, sus deseos de amistad permanecen vivos y eternamente ofrecidos a Dios y a los hombres todo el año, todas las horas, todos los días, sin cansancio, sin rutina de ninguna clase, con el mismo amor y la misma entrega, siempre viva, encendida, entusiasmada y entusiasmante. Para expresar esta admiración de los creyentes, no tengo ahora a mano en mi memoria otras palabras más sugerentes y expresivas que las del prefacio romano: «Es justo y necesario, darte gracias, Padre Santo, por Cristo Señor Nuestro. Él, verdadero y único sacerdote, al instituir el sacrificio de la eterna alianza, se ofreció a sí mismo como víctima de Salvación y nos mandó perpetuar esta ofrenda en conmemoración suya… Su carne, inmolada por nosotros, es alimento que nos fortalece; su sangre, derramada por nosotros, es bebida que nos purifica». Y luego la súplica del alma creyente: «Te pedimos, Padre, que la celebración de estos santos misterios, nos lleve a alcanzar la plenitud de amor y de vida».

Queridos hermanos, que Dios nos lo conceda este año, que haga realidad en cada uno de nosotros todo lo que recordamos y alabamos en este prefacio, que nos llene de su amor y de su vida. Y ahora antes de terminar, quiero recordaros lo que fue para Jesucristo y tiene que seguir siendo para nosotros el Jueves Santo. Éste día tiene que ser para la Iglesia:

Día deseado:“Ardientemente he deseado comer esta cena pascual con vosotros” ¿Cómo lo deseamos y preparamos  nosotros? ¿Tenemos hambre de Cristo Eucaristía, creemos con fe y amor todo lo que encierra este día hasta desearlo como Cristo? ¿Qué va a significar para mí este Jueves Santo? (Silencio).

 

Día de su amor: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. ¿Amo a Cristo, le amo de palabra y de obra como Él me amó? ¿Cómo le expreso mis sentimientos de amor en palabras de oración y diálogo? ¿Qué le digo, cuántas veces le digo que le amo, cuántas veces busco yo este encuentro tan ardientemente deseado y buscado por Él?  (Silencio).

 

Día del sacerdocio: “Haced esto en memoría mia”. ¿Me acuerdo de los sentimientos y deseos de Cristo al instituir la Eucaristía? ¿Me acuerdo de su emoción y entrega? ¿Cómo es la mía? Haced esto vosotros y vuestros sucesores en el ministerio de la Eucaristía. Qué maravilla ser sacerdote de Cristo, qué gracia tan singular tener un hijo sacerdote, un hermano sacerdote, un amigo sacerdote. ¿Pido por las vocaciones y por la santidad de los sacerdotes? ¿Amo el sacerdocio y soy agradecido a todas las gracias que me vienen por su medio? Qué ayuda en una parroquia, qué compañía, qué necesidad de estas almas, madres y hermanas sacerdotales.        Queridas madres, queridos padres, qué gracia, qué privilegio, lo veréis más claro en el cielo, tener un hijo sembrador de eternidades, de cielo, de salvación; todo lo de aquí abajo, pasa: ser alto ejecutivo, empresario, cargo político, presidente... todo pasa,  lo que hacen los sacerdotes es eterno. Tener un hijo sacerdote, que influye ante el Señor por todos, que es presencia de Cristo en medio de vosotros. Qué hermoso tener un hermano, un amigo sacerdote, es estar más cerca de Cristo, de su evangelio, de su amor, de sus ilusiones, de sus proyectos de salvación.

       «El sacerdote ordenado realiza como representante de Cristo el Sacrificio eucarístico. Como he tenido ocasión de aclarar en otra ocasión, <in persona Christi>, quiere decir más que <en nombre>  o también <en vez de Cristo>. In <persona>: es decir, en la identificación específica, sacramental, con el «sumo y eterno Sacerdote», que es el autor y el sujeto principal de su propio sacrificio, en el que, en verdad, no puede ser sustituido por nadie. El ministerio de los sacerdotes es un don que supera radicalmente la potestad de la asamblea y es insustituible para la consagración eucarística… La asamblea que se reúne para celebrar la Eucaristía necesita absolutamente, para que sea realmente asamblea eucarística, un sacerdote ordenado que la presida» (Ecclesia de Eucharistia 29ª).

Querida comunidad de San Pedro, es Jueves Santo, y yo no quiero ni puedo mentir en este día: os digo desde lo más sincero y profundo de mi corazón: no tengáis miedo en entregar vuestros hijos y hermanos a Dios para que sean sacerdotes. Madres que comulgáis y luego si tu hijo te insinúa algo en este sentido, ponéis dificultades; hermanas de futuros sacerdotes,  qué comuniones son esas, cómo decir a Cristo te amo y luego rechazar el que uno de los vuestros sea sacerdote. 

Necesitamos madres sacerdotales, al cristianismo actual le faltan madres sacerdotales, madres que conciban con la ilusión de que su hijo sea sacerdote, se dedique tan sólo a sembrar, cultivar y recolectar eternidades. El Señor nos conceda madres y padres y hermanas sacerdotales este Jueves Santo.

SÉPTIMA HOMILÍA DEL JUEVES SANTO

QUERIDOS HERMANOS: En esta tarde santa, nosotros, al celebrar la Última Cena del Señor con sus discípulos, recordamos y hacemos presentes todos sus gestos y palabras, descritos emocionada y fielmente por los evangelistas. La Iglesia invoca en la epíclesis de la consagración al Espíritu Santo, que es la memoria y la potencia de Dios, que hace presente lo que se celebra, recordando. Y ese Amor Personal de Jesucristo vivo, resucitado y glorioso vuelve a poner ante nosotros todos los misterios de la Última Cena por la potencia de su Amor Personal, que es Espíritu Santo, como lo hizoz la primera y única vez. La diferencia es que ahora son nuevos los comensales, somos los hombres de todos los tiempos. Así que el Señor ahora nos lavará los pies en esta Eucaristía, oiremos su mandato nuevo de amarnos los unos a los otros por vez primera y se hará presente para nosotros como para los Apóstoles todo el misterio de la institución de la Eucaristía y del sacerdocio.

Son muchos los nombres con que se ha designado a la Eucaristía en el correr de los tiempos, incluso por los mismos  Apóstoles. El Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica enumera y analiza varios. Ninguno agota su rico contenido, pero todos añaden nuevos aspectos que nos hacen descubrir su riqueza. Nosotros hoy vamos a meditar sobre uno especialmente, sobre la Eucaristía como Cena del Señor.

San Pablo llama a la Eucaristía la “cena del Señor”. La razón está en que Cristo la instituyó en el marco de una cena, la cena ritual de la pascua judía, celebrada para recordar y renovar  el pacto de amistad, la Alianza realizada por Dios con Moisés y su pueblo en el monte Sinaí, mediante el sacrificio y el derramamiento de la sangre sobre el pueblo y sobre el altar, que representaba a Dios, con lo que Dios se comprometía a ser el Salvador de su pueblo y el pueblo aceptaba este compromiso de que Dios fuera su único Dios, obligándose por esta Alianza el pueblo a cumplir sus mandatos y Dios perdonaba sus pecados y se comprometía a seguir renovando sus milagros en favor de su pueblo; al rociar con la sangre al pueblo, éste se hacía en cierto modo “consanguíneo” de Dios, familia de Dios, y los dos se comprometían de por vida a defenderse contra los enemigos.

Tanto ésta cena ritual de los judios, como la Última Cena del Señor, como cualquier comida en torno a una mesa,  significa  y realiza la unión de los comensales, y en ésta de hoy, del Jueves Santo, se significa y se realiza la unión de los comensales con Jesucristo, y, por Él, con el Padre. Toda comida expresa y alimenta la fraternidad, la acogida mutua, la amistad. Cenar y comer juntos no es sólo nutrirse, introducir calorías en nuestro cuerpo. Es confraternizar, compartir, trato de amistad. Por eso, toda Eucaristía, por ser la comida del cuerpo de Cristo, es exigencia y alimento de amor mutuo, es sacramento de amistad con Dios y con los hermanos.

La Eucaristíaes el banquete del reino de Dios y este reino nos exige a todos tener a Dios como único Padre y a los hombres, sobre todo a los que comen la cena del Señor, como hermanos. Éste es el reino que Cristo ha traído desde el seno y el corazón de la Trinidad a la tierra de los hombres: que sean todos hijos del mismo Padre y hermanos entre sí. Por esto, a Dios sólo le podemos llamar Padre nuestro, si los hombres nos sentamos a compartir como hermanos la misma mesa de la Eucaristía y de la vida.

Esto lo entendieron y practicaron perfectamente los primeros cristianos, tan cercanos a Cristo y su mensaje transmitido por los Apóstoles,  hasta el punto de poner sus bienes en común y poder recibir de los que los contemplaban el comentario de “mirad cómo se aman”. Ellos sabían muy bien lo que Cristo pretendió al instituir la Cena y, entre otros fines, Jesús expresó muy claramente: “Este es mi mandamiento, que os améis unos a otros como yo os he amado” “En esto conocerán que sois mis discípulos, en que os amáis los unos a los otros”.  Y Él dio su vida por nosotros y, hecho pan de vida, quiso ser partido y repartido entre los comensales.

Por eso, en los primeros tiempos, cada uno llevaba a la cena lo que podía de alimentos y dinero, pero, sobre todo, amor. En las Eucaristías de los primeros cristianos se ponían todos los alimentos en común sobre la mesa y también, todo lo que reflexionaban sobre los dichos y hechos de Jesús; el que dirigía la asamblea rezaba unas oraciones, daban gracias, compartían los alimentos y, al final, un sacerdote consagraba el pan y el vino y todos comulgaban en el mismo pan, en el mismo Cristo, en la misma cena, en la misma mesa, en la misma Palabra, en los mismos alimentos y todos se sentían hermanos.

Pero, en el correr de los años, esta unión y comunión se fue perdiendo en la celebración de la cena, hasta llegar a suprimirse la cena previa a la consagración. Hoy apenas quedan signos de esta comensalidad en nuestras Eucaristías, aunque seguimos hablando de mesa, manteles, alimentos, “dichosos los llamados a la cena del Señor”.

Una de las razones principales estuvo en el egoísmo natural, muy poco evangélico, de no querer compartir los alimentos con todos. San Pablo salió al paso de estas diferencias, que rompen el fundamento, la  base y el fruto de la Eucaristía, que es el amor mutuo y el compartir el amor y los bienes, como el Señor lo dijo y lo hizo. De esta forma el ágape se convirtió en desprecio de los pobres. Eso ya no es la cena del Señor. “Cuando os reunís en vuestras asambleas, los ricos engordan, mientras los pobres pasan hambre. Eso ya no es comer la cena del Señor”  (1Cor. 11,20).

En el siglo II desaparece este ágape, esta cena en común que servía de soporte a la celebración eucarística, porque ya no existía el amor mutuo y la amistad necesaria para realizarla. Sin embargo, ahora y siempre y en cualquier lugar que se celebre, la Eucaristía será siempre una exigencia de amor mutuo, una proclamación de la fraternidad querida por el Señor, una conciencia y exigencia viva del amor y ayuda que unos a otros nos debemos en razón de las palabras y de los signos que celebramos, todos dirigidos a romper aquellos  egoísmos e individualismos que impiden la unión y la  comunidad.

 Y esto es lo que yo, en nombre del Señor, quiero proclamar y recordar esta tarde del Jueves Santo, en que meditamos y contemplamos en su presencia todo lo que Él instituyó y celebró y nos encomendó en este día. Y al presencializarlo, comprometernos con los deseos de Cristo y tratar de pedir perdón por no haberlo hecho antes mejor y empezar de nuevo, si es necesario. Esta será la mejor forma de celebrar la Cena del Señor.

Cuando entramos en la Iglesia para celebrar la Eucaristia, venimos de una sociedad, que ha roto los lazos de unión y favorece las divisiones y las luchas competitivas: ¿Salimos como entramos? ¿No nos convertimos a la unión y fraternidad evangélica? ¿Cómo podemos encarnar y vivir mejor estas exigencias de Eucaristía? ¿Qué actitudes y comportamientos debemos rectificar para celebrar con verdad la Cena del Señor?

La Eucaristíaes exigencia permanente de amistad, de servicios mutuos, de compartir más el tiempo, los afectos, los bienes con los hermanos en la misma fe y en el mismo pan, especialmente con los más necesitados, con los pobres de todo tipo. Hoy la pobreza tiene muchos nombres: los ancianos, los deprimidos, los que viven solos, en nuestra misma familia puede haber personas necesitadas de amor, de tiempo, de comprensión, de ayuda moral, espiritual… Esta celebración que estamos realizando y la Adoración ante el Monumento hasta la tarde del Viernes deben ayudarnos a perdonar a todos y ser mas caritativos con todos. Que el Señor con sus palabras y gestos eucarísticos nos ayude a comprender su voluntad, a superar todas las divisiones; que esta celebración, la comunión y la adoración eucarística vayan sembrando cada día los gérmenes de la unidad tan orada y deseada por Él en su oración de la Última Cena y nos haga descubrir los compromisos del amor fraterno, que encierra la Eucaristía.

OCTAVA HOMILÍA DEL JUEVES SANTO

QUERIDOS HERMANOS: En este día tan entrañable para la Comunidad cristiana, nosotros, seguidores y amigos de Jesús, hacemos memoria de sus palabras y gestos últimos, especialmente en la institución de la Eucaristía. El Jueves Santo es el día eucarístico por excelencia: día de su entrega en sacrificio martirial por nosotros, día de sus deseos de ser comido en comida fraterna por todos los suyos, día en que quiso quedarse para siempre en el sagrario en amistad ofrecida permanentemente a todos.

Ante este misterio de la Eucaristía, me vienen espontáneamente a los labios las palabras del himno eucarístico de Santo Tomás de Aquino, que cantamos en la festividad del Corpus Christi, pero también en muchas otras ocasiones: «Adoro te devote, latens Deitas»: Te adoro devotamente, oculta divinidad, que vives bajo estos signos sencillos del pan y del vino. Todo mi ser y mi corazón se doblan y se arrodillan ante Tí, porque, quien te contemple con fe, desfallece y se extasía de amor... O aquella estrofa del Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz: «Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el amado, cesó todo y dejéme dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado».

Estos días son para pasar largos ratos ante el Señor Eucaristía, para contemplar y extasiarse de amor eucarístico, para mirar al Amado y dejar nuestros cuidados del mundo y de las cosas entre las azucenas olvidado. Para un cristiano, la Semana Santa debe ser toda entera para el Señor, para vivir y meditar sus misterios santos, que son muchos y muy profundos, todos llenos de amor loco y apasionado por los hombre. Desde la Hostia Santa, que quedará expuesta como siempre después de la Cena del Señor, Jesús me está enseñando amor hasta el extremo, entrega total; me enseña humildad: se olvida de sí mismo, de lo que es y se rebaja y se arrodilla pidiendo mi amor y mi amistad; me enseña servicio: se pone a servir a los Apóstoles y quiere llenarme de sus actitudes y alimentar sentimientos evangélicos en mi vida; me enseña también fidelidad plena: aunque los hombres no comprendan tanto amor, ni crean en su presencia, Él cumple su palabra de quedarse con nosotros en el pan consagrado hasta el final de los tiempos, todo un Dios se humilla y busca al hombre para llenarle de divinidad; qué bueno es Jesús, Él sí que es un amigo verdadero, sin egoísmos ni traiciones, lleno de delicadezas y perdones. Es Dios, el Infinito hecho pan  por amor al hombre.

¿Qué queremos decir hoy de Cristo hecho pan de Eucaristía? Queremos decir que ese trozo de pan es el quicio y gozne de toda diócesis, de toda parroquia, de todo católico. Todo critianismo, todo cristiano, que no gire en torno a la Eucaristía, está desquiciado. Toda parroquia, que no gira en torno a la Eucaristía, está desquiciada. Quiere decir que toda parroquia y todo creyente tiene que girar en torno a la Eucaristía, porque el cristianismo no son cosas ni ritos ni preceptos, el cristianismo esencialmente es una persona, es Cristo mismo, y sin Cristo, sin Eucaristía, no hay cristianismo, ni fraternidad, ni comunidad. Es más, tenemos que observar nuestro comportamiento con la presencia de Cristo en el sagrario, nuestra relación con el pan consagrado, porque lo que hacemos con el pan, se lo estamos haciendo al mismo Cristo, directamente, no a una imagen o figura. No amo, no me arrodillo, no venero, no respeto, no valoro el pan consagrado, celebro de cualquier modo... no amo, no venero, no respeto al mismo Cristo.

 Por eso, para saber de la santidad de una persona, sea sacerdote o seglar, hay que tener mucho cuidado con su comportamiento con Jesús Eucaristía, porque de ahí han de recibir su fuerza y verdad nuestra vida cristiana, nuestra srelaciones con los demás, nuestras predicaciones sobre Cristo o  su evangelio,  todo nuestro apostolado, todo recibe su fuerza de la Eucaristía como de su fuente; toda nuestra vida personal y apostólica nos lo jugamos en nuestra relación y comportamiento con Jesucristo Eucaristía. Cuando veo tanta ligereza después de la Eucaristía, hablando o comportándonos como si Cristo ya no estuviese presente en el sagrario, no valorando que es Dios, como si no viera lo que hacemos, me da pena,  porque esto indica que no hemos tocado y sentido a  Cristo vivo. 

Si queremos enfervorizar una parroquia, empecemos por revisar nuestras celebraciones eucarísticas, nuestras visitas al Santísimo, nuestras comuniones, nuestras liturgias y acciones eucarísticas. Si queremos enfervorizar a nuestra familia y nuestros hijos, empecemos por revisar nuestra vida eucarística: si queremos enfervorizar nuestras catequesis y catequistas, nuestros grupos cristianos de cualquier clase que sean, empecemos por revisar nuestra relación con la Eucaristía, tratemos todos, sacerdotes y seglares, de amar más a Cristo Eucaristía, de imitar sus virtudes eucarísticas: humildad, entrega, silencio, perdón continuo; revisemos nuestra relación eucarística con Él, nuestra oración eucarística, nuestros comportamientos eucarísticos.

 El Vaticano II nos dice: «...en la santísima Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo por su carne, que da la vida los hombres, vivificada y vivificante por el Espíritu Santo... los otros sacramentos, así como todos los ministerios eclesiásticos y obras de apostolado, están  íntimamente trabados con la sagrada Eucaristía y a ella se ordenan....” (PO 5). “Ninguna comunidad cristiana se edifica si no tiene su raíz y quicio en la celebración de la santísima Eucaristía, por la que debe, consiguientemente, comenzarse toda educación en el espíritu de comunidad» (PO 6).

 Horas de sagrario y adoración eucarísticas son horas de santificación directa y llameante, apostólicas y salvadoras  para el mundo y los hombres, redentoras de tanto pecado y materialismo inundante y secularizante, que ya no respetan ni los dinteles de los templos y entra dentro de nuestras iglesias. Necesitamos iglesias abiertas todo el día para que los creyentes puedan visitar, orar y adorar a Jesucristo Sacramentado, fuente y manantial de vida cristiana para todos los hombres: «...la Eucaristía aparece como la fuente y la culminación de toda la predicación evangélica» (PO 5).

       «Si la Eucaristía es centro y cumbre de la vida de la Iglesia», también lo es del ministerio sacerdotal. Por eso, con ánimo agradecido a Jesucristo, nuestro Señor, reitero que la Eucaristía «es la principal y central razón de ser del sacramento del sacerdocio, nacido efectivamente en el momento de la institución de la Eucaristía y a la vez que ella» (Ecclesia de Eucharistia 31b).

En esta tarde del Jueves Santo, Cristo no sólo ha querido prolongar su presencia en el pan de la Eucaristía sino también en la presencia de otros hombres, los sacerdotes, a los que confiere su misión y el encargo recibido del Padre. Toda la carta a los Hebreos nos repite que Cristo es el único sacerdote del Nuevo Testamento de modo que los demás, que han sido elegidos por Él, no son sino prolongación suya, prolongadores de su misión de santificar, predicar y guiar al pueblo de Dios. Jesús fue sacerdote por su misma Encarnación, por la unión en su persona de la naturaleza divina y humana, que le convierte así en puente, en pontífice entre lo divino y lo humano.

Por eso rompió radicalmente con el sacerdocio del Antiguo Testamento que lo era por línea de sangre o de familia. No necesita el sacramento del Orden porque Jesús por su mismo ser y existir, es y fue mediador entre Dios y los hombres. No hubo un instante en que su naturaleza divino-humana no fuera sacerdotal. Lo fue desde la misma Encarnación. Y ejerció su sacerdocio desde el mismo instante de su concepción en el seno de María y lo consumó en la Ultima Cena anticipando el Viernes y el Sábado de Gloria. «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús».

Los sacerdotes prolongan la Encarnación de Cristo, son Cristo Encarnado, son presencia sacramental de Cristo, prolongan su Palabra y su Salvación y  su Vida ¿No hay en esta asamblea algún joven o adulto que quiera ser prolongación de Cristo? ¿Queridas madres, que amáis tanto a Cristo y a su Iglesia, por qué no echáis esta simiente en vuestro corazón y la cultiváis con vuestra oración eucarística para que nazcan hijos que quiera ser sacerdotes? Necesitamos madres sacerdotales. Queridos cristianos, necesitamos vuestra oración y vuestras obras y sufrimientos por las vocaciones, para que surjan en vuestras familias hijos o hermanos sacerdotes. ¿No podríais rezar un poco más, querer y ayudar un poco más a los que ya son sacerdotes? Porque al ser sacramento de Cristo, no en una materia muerta, como un trozo de pan, sino en carne viva, en el barro de los hombres, esto nos obliga a vivir su misma vida, a pisar sus mismas huellas, a ser santos como Cristo y esto cuesta y a veces no podemos y necesitamos vuestra oración y vuestra ayuda.

 El sacerdote es sacramento de la presencia y de la vida de Cristo, de la mediación de Cristo, de la ofrenda victimal de Cristo, de la salvación de Cristo, de su perdón, de sus gracias, de sus dones,  pero también de su testimonio, de su amor al Padre y a los hombres y nuestro corazón es de carne y se cansa y duda y no abarca ¿Podéis ayudarnos con vuestro cariño? Con vuestra ayuda nos será más fácil, menos costoso prolongar a Cristo, representar y reproducir a Cristo ante la mirada de Dios y de los hombres, como puse en la estampa de mi ordenación y primera Eucaristía, ser, en definitiva, un signo sencillo pero viviente de Cristo.   

El sacerdote, en razón del sacramento, está más  obligado a una santidad de vida, porque Él es el que actúa a través de mi humanidad; yo se la he prestado para siempre, para este tiempo y para toda la eternidad y no la quiero tener para ninguna otra persona u ocupación. Estoy consagrado a Él de por vida y jamás me desposaría con nadie aunque me estuviera permitido, porque me he entregado a Él totalmente y he perdido la capacidad de poder amar esponsalmente a nadie. Mi corazón solo quiero que sea para Él, pero soy pecador, por eso pido vuestra oración, vuestro acompañamiento, vuestra ayuda espiritual. 

Al tener que pisar sus mismas huellas, tengo también que llevar en mi cuerpo las señales de la pasión de Cristo, sus mismas marcas de amor y dolor. Por eso, como San Pablo a su discípulo Timoteo, valoro este don y doy gracias por él al Señor: “Doy gracias a Cristo Jesús, nuestro Señor, que me hizo capaz, se fió de mi y me confió este ministerio” (1Tim 1,12). Doy gracias a Dios con San Pablo porque me ha llamado y me ha hecho capaz de ser y realizar un misterio y ministerio que yo no podía imaginar. Como rezamos en el prefacio de este día:  “Cristo, con amor de hermano, ha elegido a hombres de este pueblo, para que por la imposición de las manos, participen de su sagrada misión”.

“Se fió de mí”, a pesar del pasado de Pablo, a pesar de mi pasado... Cristo me ha preferido, me ha llamado y me sigue llamando en un acto de confianza plena a estar con Él y enviarme a predicar, en un acto de predilección eterna, que jamás sabré agradecer ni por toda la eternidad, cuando todo lo vea a plena luz y amor y me goce eternamente en la contemplación de mi identificación con su sacerdocio celeste a la derecha del Padre y así ya para siempre, para siempre, para siempre..., toda la eternidad sacerdote celeste con Cristo glorioso para alabanza de  gloria de la Santísima Trinidad y mis hermanos, los redimidos. Y esta confianza depositada por el Señor en nosotros, los sacerdotes, debe llevarnos a una correspondencia de gratitud y confianza inquebrantable en su persona y en su misión: “Sé de quien me he fiado y estoy firmemente persuadido de que tiene poder para asegurar hasta el último día el encargo que me dio”.

Finalmente, la celebración de la Última Cena incluye el don de la comunión fraterna y solidaria, que nos obliga en el Señor a compartir cuanto somos y tenemos:“Un mandamiento nuevo os doy...”, “Habéis visto lo que he hecho con vosotros...haced vosotros lo mismo...” Hoy es el día de la Eucaristía, pero por ello mismo y por voluntad de Cristo, es un día especial de vivir y recordar la obligación de amarnos fraternalmente, día del encuentro y acogida entre  todos los hombres, y no solo económica sino más bien de cambiar actitudes y criterios  y valores en nuestra conciencia individual y social egoísta. Y ahora ya, sentémonos a la mesa y celebremos la Eucaristía

NOVENA HOMILÍA DEL JUEVES SANTO

QUERIDOS HERMANOS: Qué fe, qué amor más grandes son necesarios para poder captar toda la emoción de Cristo, toda su entrega al Padre y a nosotros, los hombres, en este día del Jueves Santo, que ahora estamos recordando, no sólo como memoria sino como memorial, esto es, presencializándolo. Cada palabra, cada gesto de Cristo con sus discípulos en la sala grande de la Cena son un misterio de amor hasta el extremo, son expresiones de entrega total y generosa del amigo que da la vida por los amigos. Es tan denso el Jueves Santo, que de su contenido, de su espíritu y vida, de su espiritualidad podemos y debemos vivir todo el año, toda la vida: partir y repartir la vida como Jesús, lavarnos mutuamente los pies, perdonar a los que nos van a crucificar. En el silencio emocionado de la noche han sonado las palabras solemnes de Cristo:“Este es mi cuerpo que se entrega... esta es mi sangre que se derrama...”  Cuando todas las palabras ya han sido dichas y pronunciadas, solamente quedan los gestos, como símbolos definitivos, que encierran todos esos sentidos y misterios, que las palabras no pueden explicar ni encerrar.

 La institución de la Eucaristía, como sacrificio, como comunión y como presencia eterna de amistad ofrecida al hombre, es el mayor gesto, el mayor símbolo de amor dado en la historia. Solo Cristo podía hacerlo. Toda su vida, desde el seno de María, había sido Eucaristía perfecta: adoración al Padre hasta la muerte: “mi comida es hacer la voluntad del que me ha enviado…” y también entrega total y hasta el extremo a los hombres, predicando, sanando y dando la vida por nosotros:“Nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos…” y Él la dio por los amigos y por los enemigos.  Arrancó desde su ofrecimiento al Padre, como nos lo dice la carta a los Hebreos: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad” y ahora, en el último instante de su vida, quiere confirmar esta ofrenda, como sacramento perenne de su amor al Padre y a los hombres.

El sacramento de la Eucaristía, instituido por Cristo en la Última Cena, es la prolongación en el tiempo de su pasión, muerte y resurrección por los hombres, es presencia humilde y silenciosa de Jesucristo entre nosotros, es deseo de alimentar nuestras vidas en dirección de fraternidad humana y trascendencia divina como alimento de eternidad. La Eucaristía es Cristo presente, como ofrenda y víctima, que se sacrifica, como amigo que permanece por amor junto a los suyos, como comida y alimento de nuestra fe, nuestro amor y nuestra esperanza cristiana. Por eso «La Iglesia vive continuamente del sacrificio redentor, y accede a él no solamente a través de un recuerdo lleno de fe, sino también en un contacto actual, puesto que este sacrificio se hace presente, perpetuándose sacramentalmente en cada comunidad que lo ofrece por manos del ministro consagrado. De este modo, la Eucaristía aplica a los hombres de hoy la reconciliación obtenida por Cristo una vez por todas para la humanidad de todos los tiempos. En efecto, el sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son, pues, un único sacrificio. Ya lo decía elocuentemente san Juan Crisóstomo: «nosotros ofrecemos siempre el mismo Cordero, y no uno hoy y otro mañana, sino siempre el mismo. Por esta razón el sacrifico es siempre uno solo… También nosotros ofrecemos ahora aquella víctima, que se ofreció entonces y que jamás se consumirá» (Ecclesia de Eucharistia 12b).

       Y «Al entregar su sacrificio a la Iglesia, Cristo ha querido además hacer suyo el sacrificio espiritual de la Iglesia, llamada a ofrecersetambién a sí misma unida al sacrificio de Cristo». Por lo que concierne a todos los fieles, el Concilio Vaticano II enseña que «al participar en el sacrificio eucarístico, fuente y cima de la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y a sí mismos con ella» (Ecclesia de Eucharistia 13b).

Adoremos, pues, con amor este misterio, contemplemos a Cristo presente en el pan consagrado con fe y devoción rendida, vivamos en comunión con Él amando hasta el extremo, repartiendo nuestra vida en pedazos de Salvación entre los hermanos, con una presencia humilde como la suya. Debe ser un esfuerzo por vivir en nosotros lo que contemplamos en este Misterio, asimilarlo, hacerlo vivencia y vida de nuestra vida. Así también nosotros nos iremos haciendo Eucaristía perfecta, vida entregada y repartida, como pan de Cristo, que adora al Padre, cumpliendo su voluntad, y alimenta a los hermanos.

 «Ave, verum corpus natum de Maria Virgine...» «Te adoro verdadero cuerpo nacido de María Virgen, que has padecido y has sido inmolado en la cruz, te adoro» «O memoriale mortis Domini, panis vivus vitam prestans homini...» Oh memorial de la muerte del Señor, pan vivo que das vida al hombre, haz que mi alma viva de tí y que siempre guste y saboree al Señor...”

En este día, Jesús, después de instituir la Eucaristía, instituyó el sacerdocio. El sacerdocio es como otra Eucaristía. La Eucaristía es Cristo consagrado bajo las especies de pan y de vino. El sacerdote es Cristo consagrado en el barro de otros hombres. En la Eucaristía, por fuera se ve pan, por dentro es Cristo. En el sacerdocio, por fuera, el barro de otros hombres, por dentro, Cristo. Es el mismo Cristo encarnado de dos maneras. Y esto es Palabra y Acción transformante  de Dios, teología y liturgia viva, sin nada de fantasía ni literatura.

Es la realidad hecha por Jesucristo en esta noche y para toda la vida, con pan y vino y con la voluntad de otros hombres que se le entregan y son consagrados por y en su mismo Amor de Espíritu Santo. El Espíritu Santo, Fuerza y Potencia de Dios, es el Amor Personal del Dios Trinitario, que hizo posible la Encarnación, formando el cuerpo de Cristo, en el seno de María, y ese mismo Amor Personal de Dios es el que forma y transforma la humanidad de otros hombres en humanidad supletoria de Cristo, para que Él pueda seguir realizando hasta el final de los tiempos el encargo de Salvación confiado por el Padre: “Yo me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos...”.

Se queda hasta el final de los tiempos especialmente con dos presencias sacramentales: presencia sacramental en el pan y en el vino, y esta otra, menos valorada y conocida por el pueblo de Dios, pero igualmente verdadera y sacramental: la presencia de Cristo en la humanidad de los sacerdotes. 

       «Y de este carácter central de la Eucaristía en la vida y en el ministerio de los sacerdotes se deriva también su puesto central en la pastoral de las vocaciones sacerdotales. Ante todo, porque la plegaria por las vocaciones encuentra en ella la máxima unión con la oración de Cristo sumo y eterno Sacerdote; pero también porque la diligencia y esmero de los sacerdotes en el ministerio eucarístico, unido a la promoción de la participación consciente, activa y fructuosa de los fieles en la Eucaristía, es un ejemplo eficaz y un incentivo a la respuesta generosa de los jóvenes a la llamada de Dios. Él se sirve a menudo del ejemplo de la caridad pastoral ferviente de un sacerdote para sembrar y desarrollar en el corazón del joven el germen de la llamada al sacerdocio». (Ecclesia de Eucharistia 31c)

Cuando hay mucha fe, el pueblo cristiano vio esto siempre claro: el sacerdote es otro Cristo, y veneró el sacerdocio, y las madres tenían como un privilegio el que alguno de sus hijos fuera llamado por el Señor y los mismos jóvenes y niños expresaban claramente en la catequesis o en la escuela sus deseos de ser sacerdote y se entusiasmaban con esta realidad sobrenatural; se veneraba a Cristo Sacerdote y a la Eucaristía, y al sacerdote, como prolongación y unión con estos misterios. Cuando la fe decrece y no hay ambiente creyente, pasa lo que ahora: Cristo abandonado en el sagrario, Cristo abandonado en los sacerdotes; Eucaristías dominicales vacías, seminarios vacíos, no hay hambre de pan eucarístico, no hay hambre de ser sacerdote, de entrega, de santidad...

La valoración y la estima del sacerdocio católico dice y habla muy claro de la profundidad de nuestra fe y de la sinceridad de nuestras comuniones: no se puede comulgar con Cristo y luego hablar mal de los sacerdotes, no se puede ser padres y madres fervorosas y luego recibir un disgusto, si uno de nuestros hijos nos dice que quiere ser sacerdote y, en cambio, recibimos alegría si ese mismo hijo nos dice que quiere ser  informático, abogado, médico... cualquier cosa, menos sacerdote.

Querida madre, dónde está la verdad de tu amor a Cristo, la verdad de tus comuniones, qué le quieres expresar a Cristo, cuando dices mecánicamente a Cristo que le amas y luego, si un hijo tuyo quiere amarle de verdad, tratas de alejarlo de esa fuente de salvación, de verdad y de amor total que es Cristo, que es el sacerdocio; perdona que te lo diga, son rutinarias y sin vivencia alguna: así que hasta los mismos niños, por el ambiente de la casa y de la calle se avergüenzan en estos tiempos de confesar que quieren ser sacerdotes y la semilla puesta por Dios en su corazón muere, aún antes de nacer,  y no se atreven, como en tiempos pasados, a levantar la mano si el sacerdote pregunta quién quiere ser sacerdote; no saben ni donde está el seminario. Y en este tema, no toda la culpa es de los padre, también los sacerdotes teníamos que preguntarnos por nuestros entusiasmo por el seminario, por la vocaciones, por sembrar la semilla en los corazones de los niños y de los jóvenes.

       Antes las familias tenían como un don de Dios y como un honor el que uno  de sus hijos fuera llamado al sacerdocio y las gentes cristianas respetaban esta decisión; ahora ni los amigos ni, sobre todo, las amigas ayudan y favorecen y respetan esta elección de Dios. Nuestra devoción a los sacerdotes dice muy claro la verdad y profundidad y autenticidad de nuestra fe. Por eso, en todas las parroquias Dios nos da el consuelo de encontrar almas verdaderamente sacerdotales, que nos sirven de consuelo, de ayuda y de estímulo. Y por eso, con todas mis fuerzas y con toda la emoción de mi corazón quiero decirles: Gracias, gracias por vuestra presencia y oración, que Dios os bendiga, que os lo premie y recompense y agradezca y os diga cosas bellas en vuestro corazón.

También quiero deciros a todos que ser sacerdote es lo más grande y maravilloso que Dios me ha concedido. Y con verdad y humildad he de afirmar también con San Pablo que tan gran misterio lo llevamos en vasijas de barro. Mucho ha de esforzarse el sacerdote para que no se rompa ni corrompa esta vasija con imperfecciones y pecados. Mucho debe rezar y cultivar y regar esta semilla que Dios depositó en su corazón. Y mucho también ha de valorar y proteger el pueblo cristiano a sus sacerdotes, a los portadores de su salvación. Pidamos todos los días, pero especialmente todos los jueves de la semana,  que deben ser eucarísticos y sacerdotales, por la vocaciones, por la santidad de los elegidos, pidamos insistentemente al dueño de la mies que dé decisión, valentía, fe viva a nuestros jóvenes para que entreguen su vida para la gloria de Dios y la salvación de los hermanos. Tener todo esto presente es la mejor forma de celebrar el Jueves Santo, recordándolo todos los jueves eucarísticos del año. Pidamos por los seminarios, por la santidad de la Iglesia, especialmente de los sacerdotes, seminaristas y consagrados, por las chicas y chicos que sienten vocación religiosa..., pidamos por las vocaciones.

Finalmente, en la cena de despedida, hay dos gestos de Cristo reveladores del amor fraterno: son el lavatorio de pies y la cena compartida. “Hijos míos, me queda poco tiempo de estar con vosotros; un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. La señal por la que conocerán que sois discípulos míos será que os amáis los unos a los otros”. Y así nos dejó Cristo el amor fraterno como signo de fe, pertenencia cristiana y tarea apostólica y eclesial para toda la vida. Desde entonces un discípulo debe tener como meta y referencia el amor extremo de Cristo a los suyos: “Como yo os he amado”.

Por eso es precisamente nuevo, porque ya no es amar ni siquiera como uno se ama a sí mismo sino como Cristo nos ha amado,  hasta dar la vida. El cumplimiento de este mandato hay que renovarlo todos los días y todos los instantes de nuestra jornada, porque es mandato de Cristo, porque Él lo quiere, porque Él nos lo dejó como tarea permanente de todo cristiano, como signo de autenticidad de nuestra fe, nuestro amor y nuestra pertenencia a Él. Hay mucho que meditar, reflexionar, revisar y esforzarse en este sentido, hasta que se cumpla perfectamente como Cristo quiere. Oremos y pidamos estos días para que así sea, para que se cumpla y lo cumplamos, para que sea el signo de nuestra identidad cristiana y comunitaria, especialmente con los que tenemos cerca, con los que conviven con nosotros. No es fácil esta tarea ni es cosa solo de una temporada, sino que todos los días y a todas las horas tenemos que amarnos por voluntad y deseo de Cristo, especialmente debemos ser más delicados y esforzarnos con los pobres, los enfermos, los pecadores, con los que nos hacen mal, con todos, sean del color y de la raza que sean.

 Qué difícil, Señor, cumplir en verdad y plenitud este mandamiento, danos tu amor, de otra forma nosotros no podemos. Hay que amar más, entregarnos más si queremos agradar a Cristo Eucaristía y vivir su amor y entrega en  la Eucaristía. Cristo nos lo pide. Es un mandato. He aquí la tarea permanente, la conversión permanente de todo cristiano: revisar todos los días el amor fraterno en nuestras visitas al Señor, en nuestras comuniones eucarísticas, en nuestras Eucaristías.

DÉCIMA HOMILÍA DEL JUEVES SANTO

 

QUERIDOS HERMANOS:“Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”.

Sublime resumen e introducción de Juan  a los últimos gestos y palabras de Cristo,  que dan sentido e iluminan y son principio, medio y fin de su existencia, de toda su vida, centrada en este doble motivación: adoración al Padre, cumpliendo su voluntad y entrega a los hombres, sus hermanos, hasta dar la vida.

“Estaban cenando, -nos dice San Juan-, y Jesús, sabiendo que el Padre lo había puesto todo en sus  manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la mesa y se pone a lavar los pies de sus discípulos”.

Este gesto del lavatorio de los pies, junto con el mandato nuevo, reseñado por San Juan en lugar de la institución de la Eucaristía, es un símbolo, tiene para San Juan el valor de signo: significa la Eucaristía, el fruto de la Eucaristía, el preludio y ambiente de la Eucaristía, que es y deber ser siempre el amor fraterno y el servicio. Y lo pone precisamente señalando la traición de Judas con beso y por unas monedas; acompañado por unos discípulos que se duermen en medio de la tragedia de su Maestro; distraídos hasta el último momento en discutir sobre lo primeros  puestos del reino;  despreocupados ante la oración agónica de Jesús en Getsemaní, abandonado por todos los suyos en la prueba suprema y Pedro negándolo abiertamente ante una criada del sumo sacerdote. Podíamos añadir también: y a pesar de la mediocridad de muchos cristianos de todos los tiempos en corresponder y agradecer todo este misterio de amor y de entrega total por nosotros, hasta la muerte, viéndolo  y sabiéndolo todo el Señor.

Pero como el amor de Cristo es verdadero,  no se quedó en palabras tan sólo, sino que lo manifiesta y realiza a través de acciones, empezando por el lavatorio de los pies y la institución de la Eucaristía, siguiendo con el mandato de amarnos los unos a los otros.

 Lavatorio de los pies de los discípulos e institución de la Eucaristía son, en el fondo, signos paralelos del amor sin fronteras de Cristo. Para ambos gestos aplica Jesús el mismo mandato de repetirlos:“Haced esto en memoria mía”, dice de la Eucaristía. Y respecto al lavatorio de los pies: “Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, también vosotros lo hagáis”.  Nosotros, admirados por la realidad de la Eucaristía, quizás hemos infravalorado el signo del lavatorio de los pies. Pero es también un gesto de amor y servicio hasta el extremo de la humillación y por eso, con toda lógica, Pedro lo rechaza: “no me lavarás los pies  jamás”, “si no te lavo los pies, no tendrás nada que ver conmigo”. Es una frase dura de Jesús, que solemos interpretar como una mera exhortación al bueno de Pedro, para que se deje lavar los pies, como los demás.

En principio, nos sorprenden estas palabras tan duras del Señor, porque todos nosotros nos sentimos identificados con Pedro, que se siente indigno de que su querido y admirado maestro le lave los pies. En la frase de Pedro, “no  me lavarás los pies”, está resonando la misma humildad de Juan el Bautista cuando se reconocía indigno de desatarle la correa de las sandalias. Y, sin embargo, la frase de Cristo a Pedro es contundente: “si no te lavo los pies, no tienes nada que ver conmigo”. Y es que Pedro piensa bien según el criterio humano, pero el pensamiento de los hombres no coincide muchas veces con el de Dios. Jesús quiere decirle: si no aceptas la nueva imagen de Dios, si no aceptas este gesto de servicio, si no estás dispuesto a ponerte de rodillas ante tus hermanos, no podrás nunca celebrar la Eucaristía, no podrás formar parte de mis seguidores, no podrás presidirlos en el amor, donde como os he dicho, “el que sea primero que se haga servidor de todos”.

El Jueves Santo es el día del amor fraterno, ciertamente, pero, antes y muy por encima de todo, es la fiesta del amor de Dios, la manifestación más esplendorosa de su pasión de amor  por el hombre, manifestada por Jesús en el lavatorio de los pies y en el precepto de amarnos como Él nos amó. Todo esto explica la gran solemnidad y detalle, con que Juan describe este gesto y, sin embargo, no menciona la institución de la Eucaristía, porque para Juan el lavatorio nos explica y nos dice lo que produce y significa este sacramento.

Hoy Pablo nos recuerda esta institución en la segunda Lectura:“...he recibido esta tradición que procede del Señor...” “Cada vez que coméis de este pan y bebéis de esta copa, proclamáis la muerte del Señor hasta que vuelva”. Es decir, hay que estar limpios y humillarse por amor ante los hermanos para estar preparados y poder celebrar la Eucaristía, resumen de toda la vida de Cristo, que fue amor y servicio hasta la muerte física, psicológica y espiritual. Desde la Encarnación hasta la cruz Jesús estuvo siempre sirviendo, de rodillas ante el Padre y los hombres: “siendo Dios tomó la condición de esclavo.., se humilló y anonadó por amor extremo”.  “Igual que el hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por todos” (Mc 10,45). Y Cristo quiere que esta vida de servicio marque la vida de su Iglesia y sus seguidores, de todos los cristianos, y esté presente siempre en su Iglesia. “¿Comprendéis lo que yo he hecho con vosotros?” es la pregunta de Jesús a sus discípulos. Y ésta es la pregunta que resuena ahora también en esta iglesia, ésta es la pregunta que ahora nos dirige a cada uno de nosotros en este día del Jueves Santo. “Así tenéis que hacer vosotros”. Desde esta perspectiva se comprende, se explica y se vislumbra el amor nuevo que Cristo quiere entre sus discípulos. Tal vez, desde este horizonte, podamos mejor captar aquellas palabras de Jesús: “Si no te lavas los pies, no tienes nada que ver conmigo”, es decir, quedarás excluido de mi amistad, de ser verdadero discípulo mío. 

Por lo tanto, hermanos, si no enfocamos nuestra vida como servicio y dedicación a los hermanos, no tendremos parte con Cristo. Si no tienes experiencia de que Él te ha amado primero, te ha lavado los pies, si no meditas estos gestos, es más difícil vivir la espiritualidad de la Eucaristía: servicio a Dios y a los hermanos, como lo es también el sacerdocio. Y de aquí surgen las fuerzas y el ejemplo para el amor fraterno: de la experiencia del amor y humillación de Cristo por nosotros. Por eso Juan lo verá todo muy claro: “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que El nos amó y envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados” (1Jn 4,10); quiere decirnos Juan: en esto consiste el amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, en que Él nos amó primero, en que Él se entregó por nosotros, en que Él se ha arrodillado y nos ha lavado a todos los pies y las manos y la cabeza y el corazón y todo el cuerpo con su gracia y con su ejemplo. 

       Muchos son los problemas que oscurecen el horizonte de nuestro tiempo. Baste pensar en la urgencia de trabajar por la paz, de poner premisas sólidas de justicia y solidaridad en las relaciones entre los pueblos, de defender  la vida humana desde su concepción hasta su término natural. Y ¿qué decir, además, de tantas contradicciones de un mundo <globalizado>, donde los más débiles, los más pequeños y los más pobres parecen tener bien poco que esperar? En este mundo es donde tiene que brillar la esperanza cristiana. También por eso el Señor ha querido quedarse con nosotros en la Eucaristía, grabando en esta presencia sacrificial y convivial la promesa de una humanidad renovada por su amor. Es significativo que el Evangelio de Juan, allí donde los Sinópticos narran la institución de la Eucaristía, propone, ilustrando así su sentido profundo, el relato del «lavatorio de los pies,» en el cual Jesús se hace maestro de comunión y servicio (Cf Jn 13,1-20).

       El apóstol Pablo, por su parte, califica como <indigno> de una comunidad cristiana que se participe en la Cena del Señor, si se hace en un contexto de división e indiferencia hacia los pobres (Cf 1Cor 11, 17.22.27.34).

       «¿Deseas honrar el cuerpo de Cristo? No lo desprecies, pues, cuando lo encuentres desnudo en los pobres, ni lo honres aquí en el templo con lienzos de seda, si al salir lo abandonas en su frio y desnudez. Porque el mismo que dijo: “esto es mi cuerpo”, y con su palabra llevó a realidad lo que deciía, afirmó también: “Tuve hambre y no me disteis de comer,” y más adelante: “Siempre que dejasteis de hacerlo a uno de estos pequeñuelos, a mí en persona lo dejasteis de hacer” (….). ¿De qué seviría adornar  la mesa de Cristo con vasos de oro, si el mismo Cristo muere de hambre? Da primero de comer al hambriento, y luego, con lo que sobre, adornarás la mesa de Cristo»: San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de Mateo, 50, 3-4: PG 58, 508-509 (Ecclesia de Eucharistia 20b).

Y termina Juan este discurso de la Cena:“...dijo Jesús: ejemplo os he dado, haced vosotros lo mismo”.  Amén significa “así es” y esto es lo que yo pide y expresa Juan con este texto que acabo de citar: así es en Cristo, y que así sea también en su Iglesia, entre nosotros.

UNDÉCIMA HOMILÍA DEL JUEVES SANTO

QUERIDOS HERMANOS: La santa Cuaresma, que nos ha servido de preparación, termina en el Jueves Santo, inicio de la Pascua, en la que celebramos los misterios más importantes de nuestra fe. Durante el Triduo Pascual, que hoy comenzamos, se nos invita a reflexionar y a vivir con fervor sincero y profundo los misterios centrales de nuestra salvación, participando en las solemnes acciones litúrgicas, que nos ayudan a revivir los últimos días de la vida de Cristo. Para todos nosotros estos días revisten un valor perenne y esencial de la fe católica. Hoy, Jueves Santo, estamos llamados a vivir tres dones supremos del amor de Dios: La institución de la Eucaristía, el sacerdocio católico y el mandato nuevo del amor fraterno.

“Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo los amó hasta el extremo”,nos dice San Juan en su evangelio. Los hombres jamás comprenderemos lo que pasó aquella tarde del primer Jueves Santo en el Cenáculo, lo que pasa en cada Eucaristía, siempre que un sacerdote coge un poco de pan y vino entre sus manos y pronuncia las mismas palabras de Cristo en la Última Cena. Todo el amor y la locura y la pasión y el perdón y la entrega y las gracias y los dones y la Salvación de Cristo se quedaron para siempre en el pan consagrado, mejor dicho, no se quedaron sus dones y sus gracias, se quedó Él mismo, como don y como gracia total, porque como he repetido muchas veces, la Eucaristía es Cristo entero y completo.

Por eso, nosotros, los católicos, los creyentes de todos los tiempos, adoramos este pan, que es Cristo mismo, vivo y vivificante. Por eso, en este día, nuestra mirada y nuestro corazón se dirigen a Él, para darle gracias por tantos beneficios; hoy todos estamos obligados a hacer la comunión más fervorosa que podamos, para que el Señor tenga el gozo de verse correspondido y saber que nosotros hemos comprendido su amor y su entrega. 

       Dice Santo Tomás de Aquino: «¡Oh banquete precioso y admirable, banquete saludable y lleno de toda suavidad! ¿Qué puede haber, en efecto, de más precioso que este banquete en el cual no se nos ofrece, para comer, la carne de becerros o de machos cabríos, como se hacía antiguamente, bajo la ley, sino al mismo Cristo, verdadero Dios?

       No hay ningún sacramento más saludable que éste, pues por él se borran los pecados, se aumentan las virtudes y se nutre el alma con la abundancia de todos los dones espirituales. Se ofrece, en la Iglesia, por los vivos y por los difuntos, para que a todos aproveche, ya que ha sido establecido a la salvación de todos.

       Finalmente, nadie es capaz de expresar la suavidad de este sacramento, en el cual gustamos la suavidad espiritual en su misma fuente y celebramos la memoria del inmenso y sublime amor que Cristo mostró en su pasión. Por eso, para que la inmensidad de este amor se imprimiese más profundamente en el corazón de los fieles, en la Última Cena, cuando, después de celebrar la Pascua con sus discípulos, iba a pasar de este mundo al Padre, Cristo instituyó este sacramento como el memorial perenne de su pasión, como el cumplimiento de las antiguas figuras y la más maravillosa de sus obras; y lo dejó a los suyos como singular consuelo en las tristezas de su ausencia». (Opúsculo 57, lect. 1-4)

Aquella tarde, durante la Cena, Jesús, anticipando sacramentalmente el sacrificio que iba a consumar el Viernes Santo en la cruz, se entregó en sacrificio, bajo las especies de pan y de vino, como Él ya había anunciado repetidas veces, especialmente después de la multiplicación de los panes, narrada en el capítulo sexto del evangelio de Juan.

Escribiendo a los Corintios, hacia el año 52-56, el Apóstol Pablo confirmaba a los primeros cristianos en la verdad y la certeza del misterio eucarístico, transmitiéndoles lo que Él mismo había recibido, como lo hemos podido leer en la segunda lectura de la Eucaristía de hoy:“El Señor Jesús, la noche en que iba a ser entregado, tomó pan y, después de dar gracias, lo partió y dijo: “Este es mi cuerpo que se entrega por vosotros, haced esto en recuerdo de mí”.  Así mismo también la copa, después de cenar, diciendo: Esta  copa es la nueva alianza en mi sangre. Cuantas veces la bebáis, hacedlo en recuerdo mío” (1Cor11, 23-25).

Este testimonio de Pablo es de suma importancias y nos revela lo que Jesús dijo e hizo en la Última Cena, manifestando de forma clara su intención sacrificial, mediante la consagración del pan y del vino. De esta forma se convierte en el nuevo cordero de la nueva Pascua cristiana y definitiva, en sustitución de los corderos sacrificados por los judíos en su Pascua, para conmemorar la liberación de la esclavitud de los egipcios y la salida hacia la tierra prometida, figura e imagen de la definitiva liberación de la esclavitud del pecado y de la muerte por la pasión, muerte y resurrección de Cristo.

El centro y el corazón del Jueves Santo es la Eucaristía como Pascua liberadora de Cristo. En ella, mediante la sangre derramada en sacrificio-banquete, se realiza el pacto definitivo de alianza eterna entre Dios y los hombres, como se realizó en el Antiguo Testamento, para que podamos entrar en la tierra prometida, en la amistad y en la felicidad divina, vedada por el pecado a la criatura, pero reconquistada por Cristo y ofrecida gratuitamente a todos los hombres. Y así se construye la Iglesia mediante el sacrificio de Cristo: «Cuantas veces se celebra en el altar el sacrificio de la cruz, en el que Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado (1Cor 5,7), se realiza la obra de nuestra redención. El sacramento del pan eucarístico significa y al mismo tiempo realiza la unidad de los creyentes, que forman un solo cuerpo en Cristo (cf 1 Cor 10,17) (LG 3)… Análogamente a la alianza del Sinaí, sellada con el sacrificio y la aspersión con la sangre“Entonces tomó Moisés la sangre, roció con ella al pueblo y dijo: “Esta es la sangre de la Alianza que Yahvé ha hecho con vosotros, según todas estas palabras” (Ex 24,8), los gestos y las palabras de Jesús en la Última Cena fundaron la nueva comunidad mesiánica, el Pueblo de la Nueva Alianza» (Ecclesia de Eucharistia 21b y 21c)

       Y de la misma forma que en la Alianza del Sinaí todos comieron de los becerros sacrificados, el sacrificio de la misa es también banquete de la víctima ofrecida. En la Eucaristía Cristo se nos da como alimento, para fortalecernos con su cuerpo y sangre, para alimentarnos de su gracia, de sus sentimientos y actitudes.

«Los Apóstoles, aceptando la invitación de Jesús en el Cenáculo: «Tomad, comed… Bebed de ella todos…» (Mt 26,26.27), entraron por vez primera en comunión sacramental con Él. Desde aquel momento, y hasta al final de los siglos, la Iglesia se edifica a través de la comunión sacramental con el Hijo de Dios inmolado por nosotros: «Haced esto en recuerdo mío… Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en recuerdo mío» (1 Cor 11,24-25; cf Lc 22,19) (Ecclesia de Eucharistia 21c).

       «La incorporación a Cristo, que tiene lugar por el bautismo, se renueva y se consolida continuamente con la participación en el Sacrificio eucarístico, sobre todo cuando ésta es plena mediante la comunión sacramental. Podemos decir que no solamente cada uno de nosotros recibe a Cristo, sino que también Cristo nos recibe a cada uno de nosotros. Él estrecha su amistad con nosotros: «Vosotros sois mis amigos» (Jn 15,14). Más aún, nosotros vivimos gracias a Él: «el que me come vivirá por mí» (Jn 6, 57. En la comunión eucarística se realiza de manera sublime que Cristo y el discípulo «estén» el uno en el otro: «Permaneced en mí, como yo en vosotros» (Jn 15,4)… Por tanto, la Iglesia recibe la fueza espiritual necesaria para cumplir su misión perpetuando en el Eucaristía el sacrificio de la Cruz y comulgando el cuerpo y la sangre de Cristo. Así, la Eucaristía es la “fuente”  y  la mismo tiempo, la “cumbre” de toda la evangelización, puesto que su objetivo es la comunión de los hombres con Cristo y en Él, con el Padre y con el Espíritu Santo» (Ecclesia de Eucharistía 22ª, 22b).

Quiero insistir un poco más en este aspecto  de que el Señor, en la comunión eucarística, se entrega todo entero, no sólo nos hace participar de su cuerpo y sangre, en lo que  ordinariamente insistimos, sino que Cristo nos entrega su mismo Espíritu, que es Amor Esencial y Personal de Espíritu Santo. Citaré una vez más palabras del Papa Juan Pablo II: «Por la comunión de su cuerpo y de su sangre, Cristo nos comunica también su Espíritu. Escribe san Efrén: «Llamó al pan su cuerpo viviente, lo llenó de sí mismo y de su Espíritu… Y quien lo come con fe, come Fuego y Espíritu… Tomad, comed todos de él, y coméis con él el Espíritu Santo. En efecto, es verdaderamente mi cuerpo y el que lo come vivirá eternamente» (Homilía IV para la Semana Santa: CSCO 13/Syr. 182,55). La Iglesia pide este don divino, raíz de todos los otros dones, en la epíclesis eucarisitica. Se lee, por ejemplo, en la Divina Liturgia de san Juan Crisóstomo: «Te invocamos, te rogamos y te suplicamos: manda tu Santo Espíritu sobre todos nosotros y sobre estos dones… para que sean purificación del alma, remisión de los pecados y comunicación del Espíritu Santo para cuantos participan de ellos» (Anáfora). Y, en el Misal Romano, el celebrante implira que: «Fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu» (Plegaria Eucarística III). Así, con el don de su cuerpo y de su sangre, Cristo acrecienta en nosotros el don de su Espíritu, infundido ya en el Bautismo e impreso como «sello» en el sacramento de la Confirmación (Ecclesia de Eucaristía 17).

Y el Señor, juntamente con la Eucaristía  pascual, nos entrega finalmente su sacerdocio nuevo, no heredado por sangre de familia, como el de Moisés, sino por elección libre y amorosa de Dios, con la tarea y el encargo de alimentar y dirigir al nuevo pueblo adquirido por Dios mediante la Nueva Pascua y la Nueva Alianza, por la sangre de Cristo,  Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.

La Eucaristíay el sacerdocio católico, como ministerio eucarístico, reservado a los Apóstoles y sus sucesores,  nacieron del mismo impulso de amor de Cristo en la Última Cena. Por eso están y deben estar siempre unidos. Sin sacerdotes no hay Eucaristía y sin Eucaristía no hay sacerdocio y no sólo en el plano sacramental sino también en el plano vivencial y espiritual: vida eucarística pobre o poco fervorosa en los sacerdotes, equivale a vida sacerdotal en peligro o tal vez  perdida y vagando por zonas no evangélicas, nos ha dicho últimamente en un discurso el Papa Juan Pablo II. Es más, incluso entre los seglares creyentes, no es explicable ni  puede comprenderse teológica y devocionalmente que una persona  sea muy eucarística y luego no ame ni se interese y rece por los sacerdotes, por el sacerdocio, por el seminario, por las vocaciones. Algo importante falla en esa piedad cristiana, en esa parroquia, en ese pueblo creyente. Esta incongruencia indica y manifiesta más que pura ignorancia, una piedad eucarística superficial, poco profunda, poco anclada en el mismo corazón de Cristo Eucaristía. Y esto precisamente lo afirmamos por la existencia y prueba de lo contrario, es decir, porque las personas, que en nuestras comunidades, los mismos sacerdotes que se interesan por el seminario y los sacerdotes, aunque desgraciadamente sean pocos, son almas profundamente eucarísticas

Queridos hermanos, tenéis que apreciar más el sacerdocio instituido por Cristo en amor extremo a los hombres, hay que pedir y rezar más por ellos, por la vocaciones, tenemos que orar por el seminario, por la santidad de los elegidos, a fin de que estén a la altura de su misión y ministerio. La Eucaristía y el sacerdocio no son sólo verdades para creer, hay que vivirlas, y para conseguirlo debemos orar por ellas,  especialmente en este día. Y rezar para que todos los Obispos tengan como principal ocupación y preocupación, pero no teórica sino de verdad, que se note por sus continuas visitas, predicación y diálogo con los sacerdotes, con el seminario, interesándose por los sacerdotes, la santidad de la Iglesia, especialmente de los elegidos.

Finalmente, del mismo amor del Corazón de Cristo, ha brotado el mandato nuevo: “Hijos míos, os doy un mandamiento nuevo, que os améis unos a otros como yo os he amado. La señal por la que conocerán que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros” (Jn.13,1-5).

Pocas veces la palabra y la realidad del amor han estado tan adulteradas como hoy en día: matrimonios rotos, abortos, eutanasia, embriones vivos destruidos, adulterios, padres ancianos abandonados, niños recién nacidos en basureros, millones de hambrientos, barrios sin agua, luz... eso no es amor de Cristo, eso no lo quiere ni lo hubiera hecho jamás el Señor;  por eso será conveniente insistir hoy como ayer en la palabra y recomendación de Cristo: “como yo os he amado”, esto es, amando gratuitamente, sirviendo, dándose sin egoísmos, arrodillándonos, lavándonos mutuamente las ofensas, perdonando los pecados de los hermanos, dando la vida por todos...

Ante tanto pecado y abandono del amor:“Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”. En este día tenemos que sensibilizarnos más con los que sufren física, psíquica o moralmente, con los marginados, con los enfermos y ancianos, con los hambrientos del mundo. Es día del amor fraterno, de la caridad universal. Donde hay caridad y amor, allí está el Señor, allí está el Señor, cantamos con frecuencia.

Sólo por Tí, Cristo, se llega a amar y servir y perdonar de verdad a los hermanos. Lo demás es pura demagogia. Lo confirman el evangelio y la experiencia de cada día. Sean estos sentimientos de Cristo los nuestros también, al  menos en este día. Dios quiera que lo sean siempre. Esforcémonos por vivirlos y hacerlos vida en nosotros. Sea ésta nuestra mejor celebración de los misterios del Jueves Santo.

DUODÉCIMA HOMILÍA DEL  JUEVES SANTO

QUERIDOS HERMANOS: Hoy es Jueves Santo y en este día tan lleno de vida y misterios entrañables para la comunidad cristiana, nosotros, seguidores y discípulos de Cristo, hacemos memoria de sus palabras y gestos en la Ultima Cena. San Juan de Ávila, uno de los santos eucarísticos y sacerdotales más grandes de España y de la Iglesia Católica, que tuvo relación con Santa Teresa, S. Ignacio de Loyola, S. Pedro de Alcántara y otros muchos, comentando esta frase en uno de sus sermones del Jueves Santo, se dirige al Señor con estas palabras:

«¡Qué caminos, qué sendas llevaste, Señor, desde que en este mundo entraste, tan llenos de luz, que dan sabiduría a los ignorantes y calor a los tibios! ¡Con cuánta verdad dijiste: Yo soy la luz del mundo. Luz fue tu nacimiento, luz tu circuncisión, tu huir a Egipto, tu desechar honras, y esta luz crece hasta hacerse perfecto día. El día perfecto es hoy y mañana en los cuales obras cosas tan admirables, que parezcan olvidar las pasadas; tan llenas de luz, que parezcan oscurecer las que son muy lúcidas! ¡Qué denodado estáis hoy para hacer hazañas nunca oídas ni vistas en el mundo y nunca de nadie pensadas! ¿Quién vio, quién oyó que Dios se diese en manjar a los hombres y que el Criador sea manjar de sus criaturas? ¿Quién oyó que Dios se ofreciese a ser deshonrado y atormentado hasta morir por amor de los hombres, ofensores de Él?

Estas, Señor, son invenciones de tu amor, que hace día perfecto, pues no puede más subir el amor de lo que tú lo encumbraste hoy y mañana, dándote a comer hoy a los que con amor tienen hambre de ti y mañana padeciendo hasta hartar el hambre de la malquerencia que tienen tus enemigos de hacerte mal. Día perfecto en amar, día perfecto en padecer... de manera que no hay más que subir al amor que adonde tú los has subido. «In finem dilexit eos...» has amado a los tuyos hasta el fin, pues amaste hasta donde nadie llegó ni puede llegar».

Queridos hermanos: no tiene nada de particular que los santos se llenen de admiración y veneración ante estos misterios del amor divino, pues hasta nosotros, que tenemos fe tan flaca y débil, barruntamos en estos días el paso encendido del Señor, al sentir y experimentar un poco estos misterios, que a ellos les hacía enloquecer de ternura y correspondencia.

¡Qué bueno eres, Jesús! Tú sí que me amas de verdad. Tú sí que eres sincero en tus palabras y en tu entrega hasta el fin de tus fuerzas, hasta la muerte, hasta el fin de los tiempos. Quien te encuentra ha encontrado la vida, el tesoro más grande del mundo y de la existencia humana, el mejor amigo sobre la tierra y la eternidad. Jesús, tú estás vivo para las almas en fe ardiente y en amor verdadero. Admíteme entre tus íntimos y amigos. Tú eres el amigo, el mejor amigo para las alegrías y las penas, que quieres incomprensiblemente ser amigos de todos los hombres, especialmente de los más pobres, desarrapados, miserables, pecadores, desagradecidos.

Mi Señor Jesucristo Eucaristía, amigo del alma y de la eternidad, que siendo Dios infinito y sin necesitar nada de nadie -¿qué te puede dar el hombre que Tú no tengas?- te abajaste y te hiciste siervo, siendo el Señor del Universo para ganarnos a todos a tu cielo y a tu misma felicidad.

Viniste y ya no quisiste dejarnos solos, viniste y ya no te fuiste, porque viniste lleno de amor, no por puro compromiso, como quien cumple una tarea y se marcha, porque su corazón está en otro sitio. Tu Padre te mandó la tarea de salvar a los hombres, pero en el modo y la forma y la verdad te diferencias totalmente de nosotros; porque a nosotros, nuestros padres nos mandan hacer algo, y lo hacemos por compromiso y una vez terminado, nosotros volvemos a lo nuestro, si estamos en el campo, volvemos a casa. Tú, en cambio, no lo hiciste por compromiso, no te fuiste una vez terminada la obra, sino que porque nos amabas de verdad, quisiste por amor loco y apasionado, y sólo por amor, permanecer siempre entre nosotros.

Yo creo, Señor, en tu amor verdadero, en que me amas de verdad y me buscas y te arrodillas por encontrarme como amigo, aunque yo no comprendo tu amor y tu comportamiento, no lo comprendo, no lo comprendo, cuando te veo buscarme con tal pasión y empeño como si de ello dependiese tu felicidad; no comprendo cómo nos amaste hasta ese extremo, podías haber inventado otras formas menos dolorosas para ti, y nos hubieras salvado lo mismo, pero no, sino que “tanto amó Dios al mundo, que entregó (traicionó) a su propio Hijo”.  Y todo esto es verdad, sí, es verdad que existes y me amas y me buscas así.

Con verdadera pasión de amor te pregunto: ¿No eres Dios?  ¿Pues no eres infinito? Tú en el sagrario siempre te estás ofreciendo en amistad permanente y verdadera... Tú no te cansas, Tú no te arrepientes de esperar, Tú no te aburres, porque estás  siempre esperando, siempre amando, siempre perdonando a los hombres, siempre soñando con los hombres. Aquel cuya delicia es estar con los hijos de los hombres, lleva dos mil años esperándonos, poniendo de  manifiesto que lo que dijo: “me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos” ; es verdad que nos quieres y buscas mi cercanía y la amistad con los hombres y no solo para salvarlos sino  porque eres feliz amando así y quieres que seamos felices en tu amistad, eternamente felices e iguales a Tí en eternidad, en cielo, en Trinidad, nos quieres hacer iguales a Ti, para que vivamos tu misma vida, felicidad, amor haciéndonos hijos en el Hijo, en amados y predilectos del Padre como el Amado, para que el Padre no vea diferencia entre Tú y nosotros y ponga en nosotros todas sus complacencias como las puso en  Ti.  

Esta presencia permanente de Jesús en el sagrario hacia exclamar a Santa Teresa: «Héle aquí compañero nuestro en el Santísimo Sacramento, que no parece fue en su mano apartarse un momento de nosotros».

Queridos hermanos, muchas veces pienso que, aunque no se hubiera quedado con nosotros en el sagrario, bastaría con lo que hizo por todos nosotros para demostrarnos un amor extremo, para que nosotros estuviéramos para siempre agradecidos a su amor, a su proyecto, a su entrega... Así que no tiene nada de extraño que, cuando las almas llegan a tener experiencia de esto, ya no quieran separarse jamás del amor y la amistad del Señor. Jamás ha existido un santo que no fuera eucarístico, que no pasara largos ratos todos los días ante Jesús sacramentado, en oración silenciosa, adorante, transformante...

La Eucaristía, hermanos, es también el pan que sostiene a cuantos peregrinamos en este mundo, como lo fue también para Elías en el camino hacia el monte Orbe (Cfr.1Re 19, 4-8).“Tomad y comed...” Esta verdad hace exclamar a la liturgia de la Iglesia: «Oh sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida, se celebra el memorial de su pasión, el alma se llena de gracias y se nos da la prenda de la gloria futura». Los mismos signos elegidos por el Señor, el pan y el vino, denotan el carácter de la Eucaristía como alimento estrechamente unido a nuestra vida cristiana, a nuestro desarrollo espiritual, como son la comida y la bebida naturales.

Ya lo había anunciado el mismo Cristo anticipadamente en la multiplicación de los panes y peces: “Si no coméis mi carne y no bebéis mi sangre no tendréis vida en vosotros; el que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna”  (Jn6,54-55). La Eucaristía es el alimento que necesitan para vivir en cristiano tanto los niños como los jóvenes y los adultos y cuando no se come, la debilidad de la vida cristiana, de la vida moral y religiosa se nota y llega a veces a ser extrema.     Uno puede estar débil, flaco, pero cuando se come con hambre el pan de la vida, crece y aumenta la fe, el amor, la esperanza, los deseos de amar a Dios y a los hombres, porque produce tal grado de unión con el corazón y los sentimientos de Cristo que nos contagiamos de Él, que vivimos como Él, como dice San Pablo: “vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí y mientras vivo en esta carne vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mi” (Gal2,20).

Queridos hermanos, por amor a Cristo, para corresponder a tanto amor, hoy no puede faltar la comunión más amorosa y agradecida que podamos, por lo menos hoy, con. 

DÉCIMOTERCERA HOMILÍA DEL JUEVES SANTO

QUERIDOS HERMANOS:“¡Es la pascua del Señor!”   Esta exclamación, que acabamos de escuchar en la primera lectura del libro del Éxodo, nosotros podemos repetirla con más verdad que entonces, en este día del Jueves Santo, porque aquella pascua era figura e imagen de la Pascua definitiva, que iba a instaurar Cristo por la Eucaristía. La Eucaristía es la nueva Pascua de Cristo. Y queremos tomar nota de esta expresión para explicar hoy un poco catequéticamente su contenido.

Sin conocer el Antiguo Testamento nosotros no podemos comprender con profundidad lo que contiene la pascua cristiana, porque la pascua judía es anticipo e imagen de la nueva y definitiva pascua inaugurada por Cristo con su muerte y resurrección.  No se pueden entender en plenitud las palabras y gestos de Cristo en la Última Cena: “Ardientemente he deseado comer esta pascua con vosotros...” si no tenemos presente “el paso de Yahvé”, que liberó a su pueblo escogido de la esclavitud de Egipto, que respetó las casas judías y a sus moradores por haber señalado los dinteles de sus puertas con la sangre del cordero, que comieron esa noche, este paso o pascua de Yahvé, que les llevó luego por el desierto hasta la tierra prometida, que les alimentó con el maná y les dio de beber de la roca viva  y, sobre todo, que hizo posible un pacto de amistad con ellos en las faldas del Monte Sinaí, estableciendo la alianza con su pueblo en la sangre de los becerros sacrificados, celebrando también con esta carne sacrificada la comida del compromiso y de la alianza realizada, mediante el derramamiento de esa sangre sacrificada y derramada sobre el pueblo y sobre el altar, que representaba a Dios, que al ser rociados ambos, quedaban como <consanguíneos>. 

En este Jueves Santo quiero hablaros sobre estas realidades: Pascua, Alianza, Sangre, Banquete sacrificial y demás, para que así comprendáis y celebréis mejor la Pascua de Cristo, instituida por El en este día.

 Cada año el pueblo judío, como estaba mandado, tenía que reunirse para recordar y celebrar estos hechos, mediante una cena ritual, y al hacer memoria de ellos, renovar sus sentimientos de gratitud a Yahvé y pedirle que siguiera renovando en el presente estas maravillas, que había obrado en tiempos pasados, por amor a su pueblo. En este Jueves Santo quiero daros una breve catequesis sobre los contenidos de la expresión: “Es la Pascua del Señor”. Para muchos esta expresión les llevará a recordar el precepto de la Iglesia de “comulgar por Pascua florida”. Pero su contenido es mucho más amplio y, para celebrarla bien, hay que comprender primero lo que encierra.

Queridos hermanos, para explicar mejor estos conceptos podemos hacernos tres preguntas:

1)  Qué fue la Pascua Judía;

2) Qué es la Pascua Cristiana instituida por Cristo;

3) Qué debe ser para nosotros la Pascua Cristiana.

1) La Pascua es el banquete anual que el pueblo judío celebra en conmemoración de la liberación de Egipto. Es el comienzo del éxodo, de la salida de la esclavitud, el comienzo singularísimo de la historia de Israel en el que Yahvé interviene en favor de su pueblo, cumpliendo las promesas de Abraham, para establecer con ellos una alianza, que sellará su existencia como pueblo elegido. En la primera lectura de hoy hemos leído este hecho:

"Dijo Yahvé a Moisés y a Aarón en el país de Egipto: "Este mes será para vosotros el comienzo de los meses; será el primero de los meses del año... Hablad a toda la comunidad de Israel y decid: el día 10 de este mes tomará cada uno para sí una res de ganado menor... lo guardaréis hasta el día 14 del mes; y toda la asamblea de la comunidad de los israelitas lo inmolará entre dos luces. Luego tomarán la sangre y untarán las jambas y el dintel de las casas donde lo coman... Es pascua de Yahvé... La sangre será vuestra señal en las casas donde moráis. Cuando yo vea la sangre, pasaré de largo ante vosotros y no habrá entre vosotros plaga exterminadora, cuando yo hiera al país de Egipto. Este será un día memorable para vosotros y lo celebraréis como fiesta en honor de Yahvé, de generación en generación. Decretaréis que sea fiesta para siempre" (Ex 12,1-14). El Éxodo, pues, abarca la noche de la celebración, el paso del mar Rojo y la alianza en el desierto. El Éxodo es el evangelio del AT, la buena noticia de un Dios que ha salvado a su pueblo y lo seguirá salvando en el futuro.

Esta intervención salvífica de Dios, que, como sabemos, constituye el primer credo de Israel (Dt 26,5-9), va ligada en el relato a la celebración de un sacrificio-banquete:"Este será un memorial entre vosotros y lo celebraréis como fiesta en honor de Yahvé de generación en generación”.

La celebración de la pascua tenía lugar el día 15 del primer mes, (mes de Abib, llamado Nisán después del exilio) comenzando con la tarde del día 14. Es el inicio de la primavera y la noche de la tarde del 14 era precisamente plenilunio: "Cuando os pregunten vuestros hijos”: ¿qué significa para vosotros este rito?, responderéis: Este es el sacrificio de la pascua de Yahvé, que pasó de largo por las casas de los israelitas cuando hirió a los egipcios y salvó vuestras casas" (Ex 12,26-27). Y celebrándolo así es como este rito se convierte en memorial de la Pascua Judía.

2) LA ALIANZA

Dios, que había liberado al pueblo de Israel sacándolo de Egipto, lo conduce al desierto, donde tiene lugar la alianza que establece con él. La alianza, contraída por Dios con su pueblo en el desierto, emplea la sangre con el significado de vida que tenía entre los hebreos y viene a significar la comunión de vida que de ahora en adelante existirá entre Dios y su pueblo. Dice así Dios a Moisés: "Ya habéis visto lo que he hecho con los egipcios y cómo a vosotros os he llevado sobre alas de águila y os he traído a mí. Ahora, pues, si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra; seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa" (Ex19,3-6).

Este rito de la alianza viene a significar que entre Dios y su pueblo se va a dar una vida en común, una alianza. Y cuando esta alianza se rompe por la infidelidad del pueblo, Dios, por los profetas, promete una nueva y definitiva:

"He aquí que vienen días (oráculo de Yahvé) en que yo pactaré con la casa de Israel (y con la casa de Judá) una nueva alianza; no como la alianza que pacté con vuestros padres cuando los tomé de la mano para sacarlos de Egipto, que allí rompieron mi alianza... sino que ésta será la alianza que yo pacte con la casa de Israel... pondré mi ley en sus corazones y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (Jer.31,31-33).

 

             B.- LA PASCUA JUDÍA COMO MEMORIAL: CELEBRACIÓN RITUAL

El memorial va asociado a un rito que tiene como objeto recordar las hazañas que Dios hizo en el pasado y que se vuelven a poner ante los ojos de Yahvé para que recordándolas, Dios actualice la salvación y la liberación concedidas a Israel. El memorial, por excelencia, era la celebración ritual de la pascua mediante la cena anual, en la cual el pueblo recordaba el acontecimiento salvífico, que le había dado su existencia como pueblo y esperaba la presencia continua y salvadora de Dios.

"Dijo, pues, Moisés al pueblo: "Acordaos de este día en que salisteis de Egipto, de la casa de la servidumbre..." (Ex 13,3-10) Es esencialmente repetición de lo que Yahvé había dicho ya a Moisés:"Este será un día memorial para vosotros y lo celebraréis como fiesta en honor de Yahvé de generación en generación” (Ex 12,14).

II.- NUEVO TESTAMENTO: JESUCRISTO: NUEVA PASCUA, NUEVA ALIANZA

Queridos hermanos: la segunda pregunta que nos hacíamos era ésta: ¿qué significó para Jesús celebrar el Jueves Santo la nueva pascua? Dicen los evangelios, que al aproximarse las fiestas de la Pascua judía, Jesús mandó   dos discípulos a un amigo para decirle:“Mi tiempo se ha cumplido: haré la Pascua en tu casa con mis discípulos” (Lc.22,15). Y estando todos reunidos en torno a la mesa para celebrar la Pascua judía, dijo:“Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros” ¿Por qué lo había deseado tanto? Porque en esta última pascua judía con sus discípulos Jesús iba a instituir la pascua suya, la cristiana, la definitiva, la que nosotros celebramos ahora, la que llevó a plenitud lo anunciado y celebrado en la pascua judía. Y ¿cómo lo hizo?  Al terminar de cenar,“tomó un poco de pan y dijo: Tomad y comed todos de él...”

Entramos ya en el Nuevo Testamento. Aquí están las bases de toda la comprensión del misterio eucarístico: "El primer día de los Ázimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dicen sus discípulos”: ¿Dónde quieres que vayamos a hacer los preparativos para que comas el cordero de pascua? "Entonces envía a dos de sus discípulos y les dice: Id a la ciudad; os saldrá al encuentro un hombre llevando un cántaro de agua; seguidle, y allí donde entre, decid al dueño de la casa: el maestro dice:¿Dónde está mi sala, donde pueda comer la pascua con mis discípulos? El os enseñará en el piso superior una sala grande, ya dispuesta y preparada: haced allí los preparativos para nosotros”. Los discípulos salieron, llegaron a la ciudad, lo encontraron todo como les había dicho y prepararon la pascua” (Mc 14,12-16).

Vemos ahora cómo los temas de la Antigua Alianza se concentran ahora en la Eucaristía: pascua, alianza, sacrificio, banquete... Todos ellos vienen sintetizados de forma admirable en el gesto más sencillo que se pueda imaginar: un poco de pan y de vino que Jesús pone, en el  marco de la cena pascual judía, en conexión con su muerte en la cruz. La Eucaristía aparece así al mismo tiempo como el origen y fundamento del nuevo pueblo de Dios, liberado ahora por la muerte pascual de Cristo y fundado en la sangre de la Nueva Alianza, derramada en la cruz…La Eucaristía contiene anticipadamente, sobre todo, el sacrificio mismo de la cruz y la misma víctima pascual que nos es dada a comer para que podamos participar en ella. La Pascua redentora de Cristo fue instituida en la Última Cena por Cristo, después de haber comido la cena pascual judía con sus ritos y oraciones. Y lo hizo, como hemos dicho, cogiendo un poco de pan y vino y diciendo lo que significaban y realizaban: la Nueva y Eterna Pacua cristiana: “Tomad y comed todos de é, esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros”, “tomad y bebed, esta es la sangre que sederrama por todos, haced esto en memoria mia”.

Queridos hermanos: Celebremos la pascua del Señor y sintámonos salvados y redimidos de todos nuestros pecados y participemos en el banquete del Cuerpo y la Sangre de Cristo.. Qué riqueza, qué misterios tan grandes nos da la Eucaristía, como Pascua del Señor. Por eso, ella nos alimenta para llegar a la patria prometida, pero la definitiva, el encuentro glorioso con nuestro Dios Trino y Uno. Para llegar hasta allí, la Eucaristía el camino y el alimento. Celebremos con fe y comamos con hambre de Dios el pan de la nueva vida y de la nueva alianza.

DÉCIMOCUARTA HOMILÍA DEL JUEVES SANTO

 

Queridos hermanos: El año pasado nos hacíamos tres  preguntas: 1)  Qué fue la Pascua judía; 2) Qué es la Pascua cristiana instituida por Cristo; 3) Qué debe ser para nosotros la Pascua Cristiana.

Como también el año pasado respondíamos a las dos primeras, este año vamos a responder a la  tercera pregunta:      ¿Qué debe significar para nosotros la Pascua Cristiana? El Jueves Santo, la Pascua Cristiana debe hacernos recordar todos los misterios antiguos superados infinitamente por la Nueva Pascua y la Nueva Alianza que es Cristo. Esta pascua la celebramos cada día en la Eucaristía, semanalmente el domingo y anualmente durante la semana santa: Jueves Santo, Viernes Santo y Domingo de Resurrección. Lo hacemos así porque El nos lo mandó: “Haced esto en conmemoración mía.” Y nosotros, fieles a su mandato, anunciamos la muerte de Cristo y proclamamos su resurrección hasta que Él vuelva (2ª. Lectura). Hoy, Jueves Santo, tenemos que agradecer al Señor estos dones y vivir de su contenido espiritual.

¡Cuánto tenemos que cambiar todos en este sentido!      ¿Por qué es tan poco valorada y celebrada la Pascua Cristiana por los mismos cristianos, cristianos que se alejan de los actos litúrgicos de estos días para irse de vacaciones o asistir a las celebraciones muchas veces folklóricas de las procesiones de Semana Santa, sin querer escuchar una palabra de los sacerdotes, que le expliquen el motivo de la Semana Santa y de las mismas procesiones y centre el corazón de los misterios que celebramos estos días?

¿Qué debe ser para nosotros la Pascua? Dice San Agustín: «Jesús pasó de este mundo al Padre a través de su pasión, abriéndonos a nosotros camino, para que creyendo en su resurrección pasemos también nosotros de la muerte a lavida» (Enarra. in Psal. 120,6).

            La pascua para nosotros, como lo fue para el pueblo                        elegido y, sobre todo,  para Cristo, debe ser un paso, un tránsito nuevo y diverso. San Pablo lo describe muy bien como el paso del hombre viejo de pecado a vida de la gracia, de la muerte espiritual a la vida nueva en Cristo, de la muerte material a la resurrección eterna, a la pascua eterna. No podemos permanecer esclavos como los judíos en Egipto. Con Cristo, a través de la muerte en nosotros del egoísmo, del materialismo y  hedonismo hemos de pasar a la nueva vida; con la pascua del Señor, con su paso de la muerte a la vida, nosotros tenemos que pasar del amor a nosotros mismos y las criaturas al amor y adoración de Dios como lo primero y absoluto de nuestra vida, y esto supone la muerte con sagre de nuestro yo, que tanto se ama y se prefiere a Dios; pasar con más generosidad al amor y servicio de  los hermanos, tener más paciencia, más humildad, más castidad, más fe, que se traducirá, como en Jesús,  en dar más la vida por los hermanos. Nos lo dice San Juan: “En esto hemos conocido el amor de Dios, en que El dio su vida por nosotros; también nosotros debemos dar la vida por los hermanos” (Jn3,16).

       “La Pascua de Cristo incluye con la pasión y muerte, también su resurrección. Es lo que recuerda la aclamación del pueblo después de la consagración: «Proclamamos tu resurrección». Efectivamente, el sacrificio eucaristico no sólo hace presente el misterio de la pasión y muerte del Salvador, sino también el misterio de la resurrección, que corona su sacrificio. En cuanto viviente y resucitado, Cristo se hace en la Eucaristía «pan de vida» (Jn 6,35.48), «pan vivo» (Jn 6,51. San Ambrosio lo recordaba a los neófitos, como una aplicación del acontecimiento de la resurrección a su vida: «Si hoy Cristo está en ti, Él resucita para ti cada día»” (De sacramentis, V, 4, 26, 6: CSEL 73,70) (Ecclesia de Eucharistia 14).

Es necesario convertir los ritos pascuales en realidad viviente, en signos vivos de gracia para nosotros y para el mundo. La Pascua de Cristo es la  Eucaristía que construye la Iglesia y crea la comunidad, ésta es  nuestra Pascua, el paso salvador de Dios sobre nosotros. Hermanos, sólo si nos esforzamos por celebrarla y vivirla como Jesús mandó a los Apóstoles, con sus mismos sentimientos y actitudes de amor y de entrega, de perdón y de humildad, de servicio y redención de los pecados, podremos decir: ¡ES LA PASCUA DEL SEÑOR!

Por eso os pido, que por amor a tanto amor de Cristo, no olvidéis de darle gracias por todo lo que nos alcanzó con su pasion, muerte y resurrección, que se hacen presentes en cada Eucaristía, nuestra Pascua permanente del perdón de nuestros pecados. Merece todo nuestro agradecimiento, rezad así:

   -Gracias, Señor, por tu Eucaristía, ardientemente deseada.

   -Gracias, Señor, porque te hiciste pan y vino y te partiste en                trozos para alimentar nuestras débiles fuerzas.  

   -Gracias, Señor, porque en el pan y en el vino te entregas personalmente a cada uno de nosotros en amistad, perdón y salvación.

   -Gracias, Señor, porque nos amaste hasta el extremo de tus fuerzas, hasta el extremo de tu vida, hasta el extremo de los tiempos, hasta el extremo de tu amor.

   -Gracias, Señor, porque en cada Eucaristía nos enseñas silencio, humildad, entrega, olvido de uno mismo para darte a los hermanos.

   -Gracias, Señor, porque cada Eucaristía nos recuerda que somos hermanos y nos invita a compartir amor, vida y preocupaciones con los que comemos el mismo pan.

   -Gracias, Señor, porque todos los días puedo celebrar contigo mi pascua, mi liberación, mi pacto de amistad contigo, mi tránsito del pecado a la vida nueva.

   -Gracias, Señor, porque quieres que celebremos todos los días esta Cena eucarística  en recuerdo de Tí, acordándonos de tu amor apasionado por cada uno de nosotros.

   -Gracias, Señor, porque todos los días Tú nos esperas con impaciencia, con cariño, para ofrecernos juntamente  contigo al Padre en adoración, en Eucaristía perfecta. 

   -Gracias, Señor, por el sacerdocio. Gracias, por tu Eucaristía,

    DÉCIMOQUINTA HOMILÍA DEL JUEVES SANTO

(Día institucional de las Vigilias Eucarísticas Parroquiales, que luego pasaron a llamarse Jueves Eucarísticos, y que celebramos todos los jueves en el Cristo de las Batallas)

 

QUERIDOS HERMANOS:“Tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo... Tomad y bebed todos de él, porque éste el cáliz de mi sangre...” Con estas palabras, continuamente repetidas en la Eucaristía, Jesús nos entrega su persona y su salvación y su evangelio en cada Eucaristía. Si la costumbre o el tiempo hubieran amortiguado en los creyentes la vitalidad y el asombro de la fe en el Misterio Eucarístico, la liturgia de este día nos invita a reavivarla desde la más íntimo de nuestro ser, a contemplarla con la mirada más profunda y amorosa de nuestro corazón, para penetrar en este misterio inefable, que se produjo ante la mirada atónita de los discípulos y que hoy se renueva sin cesar, ante nosotros, en nuestros altares con la misma verdad y realidad de entonces.

Realidad que fue  un tremendo contraste entre la entrega total de amor por parte de Cristo y la traición de Judas y el abandono también de los discípulos. Es la historia que se repite hasta nuestros días y que hace exclamar a Santa Teresa: «¡Oh eterno Padre! ¿Cómo aceptaste que tu Hijo quedase en manos tan enemigas como las nuestras? ¿Es posible que tu ternura permita que esté expuesto cada día a tan malos tratos? ¿No ha de haber quien hable por este amantísimo Cordero? Si tu Hijo divino no dejó nada de hacer para darnos a nosotros, pobres pecadores, un don tan grande como el de la Eucaristía, no permitas ¡oh Señor! que sea tan maltratado. Él se quedó entre nosotros de un modo tan admirable...»  (Camino 35,3).

Pues bien, hermanos, queremos y pedimos a Cristo, que este Jueves Santo sea el comienzo renovado de una mejor forma de tratar a Jesucristo Eucaristía en los tres aspectos principales de sacrificio, comunión y presencia, para que nos llenemos de todos sus dones y gracias eucarísticas, para que Él sea siempre el centro de nuestra vida personal y parroquial, la fuente de agua permanente de nuestro apostolado, y para que también pongamos fin a la cantidad de abandonos y desprecios que Jesús recibe en este sacramento.

Los cristianos fervorosos tampoco pueden olvidar que sin sacerdocio no hay Eucaristía. Jesús los instituyó juntos y unidos en este día del Jueves Santo. Por eso es necesario que el pueblo cristiano se interese y rece por esta realidad esencial para la Iglesia: el sacerdocio católico: que rece por el aumento y santidad de los ministros de la Eucaristía y demás sacramentos de Cristo, por el que es profeta de su Palabra y sacerdote de su sacrificio eucarístico, culmen y fuente de toda gracia, de la cual nace toda su caridad y vida cristiana. Hay que rezar más por la santidad de la Iglesia, especialmente de los sacerdotes y los seminaristas, por los seminarios, para que no falten vocaciones y sean escuelas de oración, santidad y apostolado de hombres que estén unidos a Cristo como los sarmientos a la vid. Por todo esto, teniendo presentes Eucaristía, Santidad y Sacerdocio, hace tiempo que estoy  pensando en establecer una obra apostólica que favorezca el cultivo de estos tres aspectos. Y lo instituimos hoy, después de llevar dos años con vosotros, en este Jueves Santo de 1968.

Es algo muy fácil y sencillo; es un pequeño proyecto eucarístico  que llevo en mi corazón y que, teniendo en cuenta la espiritualidad propia del Jueves Santo, para mayor veneración de la Eucaristía en todos sus aspectos y santificación de nuestra parroquia y contando con vuestra colaboración, quisiera instaurar con otro nombre: se trata de  las antiguas vigilias parroquiales, que empezamos a celebrar ya en 1966, nada más llegar a la parroquia, a las diez de la noche,  y que ahora ya instituimos de una manera oficial y fija para todo el curso parroquial, pero a las cinco de la tarde. También queremos instituir la Visita Permanente Eucarística para dar respuesta al amor total de Cristo en la Eucaristía y para beber continuamente de esta fuente de gracia que mana y corre, aunque no se ve con los ojos de la carne sino solo desde la fe.

Por esta razón institucional quiero en este Jueves Santo referirme especialmente a la Presencia Eucarística. Es difícil para nosotros situarnos en ese clima de intimidad y de amor en el que Jesús realizó este don de su presencia permanente como amigo, como salvador, como maestro, como alimento, todo nos lo entregó el Señor con la Eucaristía. Esta debe ser la espiritualidad de la Vigilia Eucarística de los jueves de cada semana y de la Visita Permanente: aprender directamente, desde su presencia en el sagrario, el evangelio,  su vida de donación y servicio, silencio, humildad, perdón de nuestros olvidos y abandonos, su amor total hasta dar la vida, comulgar con sus actitudes de adoración al Padre y salvación de los hombres. Si Jesucristo nos los da todo y nos lo enseña todo en la Eucaristía y permanece en el sagrario como amigo y confidente, para enseñárnoslo todo, es justo que también nosotros en la Eucaristía y por la Eucaristía tratemos de entregarle todo lo que somos y tenemos, nuestro amor y nuestro tiempo, nuestra vida y nuestra disponibilidad y aprendamos todo esto desde la Eucaristía, que es la mejor escuela de oración, santidad y apostolado. Este es el sentido y fin de estos apostolados eucarísticos.

Queremos retornar y volver continuamente al sagrario como morada de Jesucristo amigo y confidente, queremos que niños, jóvenes, mujeres y hombres se encuentren todos los días con el Amigo Salvador y ofrecido en amistad, queremos escucharle y seguirle como las gentes de Palestina, queremos contarle nuestras alegrías y  nuestras penas, queremos hablarle con toda confianza, visitarle con la plena seguridad de que siempre está en casa, de que siempre nos está esperando, de que siempre nos escucha. Jamás habrá un amigo más atento, mejor dispuesto hacia todo lo nuestro, hacia todo lo que le contemos y pidamos.

Porque nosotros sabemos por la fe y por experiencia oracional, que el Cristo del sagrario se identifica con el Cristo de la Historia y de la Eternidad. No hay dos Cristos, sino uno solo, siempre el mismo, en diversas situaciones. Nosotros, en la Hostia Santa, en cada sagrario de la tierra, poseemos al Cristo de todos los misterios de la Redención: al Cristo sediento de la Samaritana, perdonador de la Magdalena, al Cristo de los brazos abiertos del hijo pródigo, al buen pastor de las ovejas, al Cristo del Tabor, al sufriente y redentor de Getsemaní, al Cristo vivo y resucitado, sentado a la derecha del Padre. Está aquí con nosotros, en cada ciudad, en cada parroquia, en cada sagrario. Y esta presencia debe transformar, orientar y llenar de sentido toda nuestra vida. No podemos adorarlo, decirle te quiero, y luego rechazar su evangelio en nuestra vida, no defender su causa, no propagar su reino, avergonzarnos de ser sus seguidores. Nosotros le amamos y creemos en Él. Y por eso vamos a esforzarnos, para que toda nuestra vida y nuestra parroquia gire en torno a Él, tenga como centro la Eucaristía. Nosotros, creyentes en Cristo, Sacramentado por amor extremo, queremos reunirnos largamente, sin prisas, en horas de la tarde en torno al Señor, al Maestro, al Amigo, al Hijo de Dios, el Redentor de los hombres y del mundo, como el grupo de sus discípulos para escucharle, para sentirle cerca, para amarle, para poner en El nuestra esperanza.  

 Señor, Tú dijiste que donde estuviera nuestro tesoro, allí estaría nuestro corazón. Pues bien, nosotros queremos que Tú seas nuestro tesoro y que, por tanto, nuestro corazón y nuestro gozo estén totalmente en Tí. Pero Tú sabes que esto no basta. Necesitamos  tu gracia y la fe necesita de la presencia de tu amor, porque nos cansa a veces este camino largo y de desierto, estamos muy apegados a nuestro yo que no quiere morir para que vivamos en Ti, esto yo que se prefiere siempre a Ti. Por eso, me da pena el abandono de amistad en que te tenemos los creyentes, a pesar que Tú quisiste quedarte con nosotros precisamente para ayudarnos en la travesía de la fe y de la vida.

Queridos feligreses, por todos estos motivos, queremos convocar a toda la parroquia, para que todos los jueves del año no reunamos de 5,30 a 7,30 para celebrar la Eucaristía y continuar luego, prolongando el diálogo y la acción de gracias en una  oración larga con un marcado sentido eucarístico y sacerdotal, es decir, para orar por los sacerdotes, los seminaristas y el seminario, para pedir el aumento de las vocaciones, para agradecer el sacerdocio católico...

Muchos cristianos tienen la costumbre, a lo largo del día, de detenerse en la iglesia para hacer una visita a Jesús sacramentado. Son momentos de intimidad con el Señor, en los que el creyente se ejercita brevemente en la oración personal, pide, da gracias, dialoga de sus asuntos con el Señor. Lo hace, porque nosotros sabemos que Él está siempre ahí, atentísimo a lo que queramos decirle: una jaculatoria, un acto de fe o de amor, una petición de perdón o de ayuda, o simplemente estar allí con Él, sin decirle nada, porque sabemos que Él está allí, que nos ve... Después, cuando dejamos el templo, como Él es nuestro amigo Salvador, salimos de allí reconfortados, animados, ha crecido en nosotros la paz y la luz que necesitábamos y tenemos deseos de ser más humildes, más prudentes, más castos, ser mejores, empezar de nuevo.

La oración eucarística ante el Santísimo nos ayuda a encontrar al Señor y luego, una vez que nos hemos encontrado,  Jesucristo Eucaristía se convierte en el mejor maestro de oración, santidad y apostolado; poco a poco Él nos va convirtiendo en llama de amor vida, de caridad, de entrega y generosidad.

«Es como llegarnos al fuego, dice Santa Teresa, que aunque le haya muy grande, si estáis desviadas y escondéis la mano, mal os podéis calentar, aunque todavía da más calor que no estar a donde no hay fuego. Mas otra cosa es querernos llegar a él, que si el alma está dispuesta -digo que esté con deseo de perder el frío- y se está allá un rato, queda para muchas horas en calor» (Camino, 35, 1).

La práctica de la visita y oración eucarísticas es algo que tenemos que fomentar por todos los medios a nuestro alcance, firmemente convencidos de que el Señor «en aqueste pan está escondido, para darnos vida, aunque es de noche”, es decir, es po fe, no se ve con los sentidos» (San Juan de la Cruz).El que practique la oración eucarística encontrará en estos encuentros paz y serenidad; Cristo sabrá dar paciencia y fortaleza en la lucha, luz y entusiasmo en la fe, vigor para vencer las tentaciones, profundidad en la convicciones cristianas, fervor en el amor y servicio al Señor: “Venid también vosotros aparte, a un lugar solitario, para descansar un poco”, nos dice a todos el Señor. Es una invitación que no podemos rechazar, es Jesús quien nos lo pide. Quienes la acepten, comprobarán sus beneficios. Nosotros creemos que la Vigilia Eucarística (ahora Jueves Eucarísticos) y la Visita producirán abundantes frutos en nuestra parroquia. Así sea. 

SEGUNDA PARTE

HOMILÍAS DEL CORPUS CHRISTI

PRIMERA HOMILÍA DEL CORPUS CHRISTI

QUERIDOS HERMANOS: Con gozo y emoción estamos celebrando la festividad del Corpus Christi, del Cuerpo y Sangre del Señor. La primera fiesta del Corpus se celebró en la diócesis de Lieja, en el año 1246, por petición reiterada de Juliana de Cornillon. Algunos años más tarde, en el 1264, el Papa Urbano IV hizo de esta fiesta del Cuerpo de Cristo una festividad de precepto para toda la Iglesia Universal, manifestando así la importancia que tiene para la vida cristiana y para la Iglesia la veneración y adoración del Cuerpo Eucarístico de nuestro Señor Jesucristo.

       Jesucristo, el Hijo de Dios y el Salvador del mundo, quiso quedarse con nosotros hasta el final de los tiempos en el pan consagrado, como lo había prometido después de la multiplicación de los panes y de los peces y realizó esta promesa en la noche del Jueves Santo. En la Eucaristía y en todos los sagrarios de la tierra está presente el mismo Cristo venido del seno del Padre, nacido de María Virgen, muerto y resucitado por nosotros. No está como en Palestina, con presencia temporal y mortal sino que está ya glorioso y resucitado, como está desde la resurrección, triunfante y celeste, sentado a la derecha del Padre, intercediendo por nosotros desde el sagrario y en el cielo.

El mismo Cristo que contemplan los bienaventurados en el cielo, es el que nosotros adoramos y contemplamos por la fe en el pan consagrado. Permanece así entre los hombres cumpliendo su promesa:“Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”. Dice Santo Tomás de Aquino en el oficio de las Horas de este día: «En la última cena, después de haber celebrado la Pascua con sus discípulos, cuando iba a pasar de este mundo al Padre, Cristo instituyó este sacramento, como el memorial perpetuo de su pasión... el más grande de los milagros... y les dejó este sacramento como consuelo incomparable a quienes su ausencia llenaría de tristeza...»

El sacramento de la Eucaristía como misa, comunión y presencia de amistad es el mayor de todos los sacramentos, porque contiene al mismo Cristo, el evangelio entero y completo,  la salvación entera y completa, que se hace presente para hacernos partícipes de su vida, alimentando y transformado nuestras vidas, cristificándolas, haciéndolas como la suya.

En este día del Cuerpo y de la Sangre del Señor nos fijamos y veneramos especialmente la Eucaristía como presencia de Cristo en el pan consagrado, como sacramento permanente en el sagrario. «No veas --exhorta San Cirilo de Jerusalén-- en el pan y en el vino meros y naturales elementos, porque el Señor ha dicho expresamente que son su cuerpo y su sangre: la fe te lo asegura, aunque los sentidos te sugieran otra cosa» (Catequesis mistagogicas, IV,6:SCh 126, 138).

«Adorote devote, latens Deitas, seguiremos cantando con el Doctor Angélico. Ante este misterio de amor, la razón humana experimenta toda su limitación. Se comprende cómo, a lo largo de los siglos, esta verdad haya obligado a la teología a hacer arduos esfuerzos para entenderla. Son esfuerzo loables, tanto más útiles y penetrantes cuanto mejor consiguen conjugar el ejercicio crítico del pensamiento con la fe viva de la Iglesia, percibida especialmente en el carisma de la verdad del Magisterio y en la comprensión interna de los misterios, a la que llegan todos sobre todo los santos» (Ecclesia de Eucharistia 15c)

Esta Presencia de Jesús Sacramentado junto a nosotros, en nuestras iglesias, junto a nuestras casas y nuestras vidas, debe convertirse en el centro espiritual de toda la comunidad cristiana, de toda la parroquia y de todo cristiano. Cuando estamos junto al Sagrario estamos con la misma intimidad que si estuviéramos en el cielo en su presencia. Por eso se ha dicho que el sagrario es la puerta del cielo y así los experimentan muchas almas, puesto que el cielo es Dios y el mismo Hijo de Dios que contemplan los bienaventurados del cielo, el mismo, vivo, vivo y resucitado, lo experimentamos nosotros como amigo y confidente en el sagrario. Y esta presencia del Señor en la Eucaristía debe ser amada, correspondida y respetada y tratada por todos los creyentes con mucho cuidado, con mucho amor,  porque nos jugamos toda nuestra vida cristiana. Al entrar en la iglesia hay que mirar al sagrario con amor, tenemos que guardar silencio y compostura en su presencia, pensar y vivir en esos momentos para Él, hacer bien la genuflexión, siempre que podamos,  como signo de adoración y reconocimiento. Cuánta fe, teología y amor hay en una genuflexión bien hecha,  con ternura y mirándole, siempre que se pueda físicamente, y, por el contrario, qué poca fe, qué poca delicadeza  expresa a veces la ligereza de nuestros comportamientos en su presencia eucarística, especialmente en el arreglo y cuidado del sagrario, en las flores y la lámpara siempre encendida, signo de nuestro amor y nuestra fe permanente; con qué facilidad y poco respeto se habla a veces en la iglesia, antes o después de las Eucaristías, como si allí ya no estuviera Dios, el Señor.

       Precisamente nunca debemos olvidar que el Cristo del Sagrario es el mismo que acaba de sacrificarse por nosotros en la misa, de ofrecerse por nuestra salvación y que ahora, en el Sagrario, continúa intercediendo y sacrificándose por nosotros.

Me parecen muy oportunas en este sentido la doctrina y enseñanzas del Directorio:

La adoración eucarística

       «La adoración del Santísimo Sacramento es una expresión particularmente extendida del culto a la Eucaristía, al cual la Iglesiaexhorta a los Pastores y fieles. Su forma primigenia se puede remontar a la adoración que el Jueves Santo sigue a la celebración de la misa en la cena del Señor y a la reserva de las Sagradas Especies. Esta resulta muy significativa del vínculo que existe entre la celebración del memorial del sacrificio del Señor y su presencia permanente en las Especies consagradas.

       La reserva de las Especies Sagradas, motivada sobre todo por la necesidad de poder disponer de las mismas en cualquier momento, para administrar el Viático a los enfermos, hizo nacer en los fieles la loable costumbre de recogerse en oración ante el sagrario, para adorar a Cristo presente en el Sacramento.

       La piedad que mueve a los fieles a postrarse ante la santa Eucaristía, les atrae para participar de una manera más profunda en el misterio pascual y a responder con gratitud al don de aquel que mediante su humanidad infunde incesantemente la vida divina en los miembros de su Cuerpo.   Al detenerse junto a Cristo Señor, disfrutan su íntima familiaridad, y ante Él abren su corazón rogando por ellos y por sus seres queridos y rezan por la paz y la salvación del mundo. Al ofrecer toda su vida con Cristo al Padre en el Espíritu Santo, alcanzan de este maravilloso intercambio un aumento de fe, de esperanza y de caridad. De esta manera cultivan las disposiciones adecuadas para celebrar, con la devoción que es conveniente, el memorial del Señor y recibir frecuentemente el Pan que nos ha dado el Padre”.

       La adoración del Santísimo Sacramento, en la que confluyen formas litúrgicas y expresiones de piedad popular entre las que no es fácil establecer claramente los límites, puede realizarse de diversas maneras:

   -la simple visita alSantísimo Sacramento reservado en el sagrario: breve encuentro con Cristo, motivado por la fe en su presencia y caracterizado por la oración silenciosa.

   -adoración ante el santísimo Sacramento expuesto, según las normas litúrgicas, en la custodia o en la píxide, de forma prolongada o breve;

   -la denominada Adoración perpetua o la de las Cuarenta Horas, que comprometen a toda una comunidad religiosa, a una asociación eucarística o a una comunidad parroquial, y dan ocasión a numerosas expresiones de piedad eucarística.

       En estos momentos de adoración se debe ayudar a los fieles para que empleen la Sagrada Escritura como incomparable libro de oración, para que empleen cantos y oraciones adecuadas, para que se familiaricen con algunos modelos sencillos de la Liturgia de las Horas, para que sigan el ritmo del año litúrgico, para que permanezcan en oración silenciosa. De este modo comprenderán progresivamente que durante la adoración del Santísimo Sacramento no se deben realizar otras prácticas devocionales en honor de la Virgen María y de los santos. Sin embargo, dado el estrecho vínculo que une a María con Cristo, el rezo del Rosario podría ayudar a dar a la oración una profunda orientación cristológica, meditando en él los misterios de la Encarnación y de la Redención». (Directorio, nn. 164-165)

Queridos hermanos: Iniciado este diálogo con el Señor en el sagrario, pronto empezamos a escuchar a Cristo, que en el silencio del templo, sentados delante de Él, nos señala con el dedo y nos dice con lo que está y no está de acuerdo de nuestra vida:  “el que quiera ser discípulo mío, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga” y aquí está el momento decisivo y trascendental: si empiezo a convertirme, si comprendo que amar a Dios es hacer lo que Él quiere: “Amarás al Señor, tu Dios con todo tu corazón, con todas tus fuerzas, con todo tu ser”, si escucho a Cristo que me dice y me pide: “mi comida es hacer la voluntad del que me ha enviado” y empiezo a alimentarme de la humildad, paciencia, generosidad, amor evangélico, del que Él me da ejemplo y practica en el sagrario, si empiezo a comprender que mi vida tiene que ser una conversión permanente a su misma vida, para hacer de mi vida una ofrenda agradable al Padre como la suya, necesitando a cada paso de Cristo, de oírle y escucharle, de recibir orientaciones y fuerza, ayudas, porque yo estaré siempre pobre  y necesiado de su gracia, de su oración, de sus sentimientos y actitudes, si comprendo y me comprometo en  mi conversión, entonces llegaré a cimas insospechadas, al Tabor en la tierra. Podrá haber caídas pero ya no serán graves, luego serán más leves y luego quedarán para siempre las imperfecciones propias de la materia heredada con un genoma determinado, que más que imperfecciones son estilos diferentes de vivir. Siempre seremos criaturas, simples criaturas elevadas sólo por la misericordia y el poder y el amor de Dios infinito.

Y el camino siempre será personal, trato íntimo entre Cristo y el alma, guiada por su Espíritu, que es amor y luz y fuerza, pero que actúa como y cuando quiere. Queridos hermanos, termino esta homilía repitiendo esta idea: me gustaría que todos los feligreses, desde el párroco hasta el niño de primera comunión, cada uno tuviera su tienda junto al sagrario para desde allí escuchar, contemplar, aprender, imitar, y adorar tanto amor, tanta amistad, tanto cielo anticipado pero visto y aprendido directamente del  mismo Cristo. Me gustaría introducir a todos, pero especialmente a los niños y a los jóvenes, sin excluir a nadie, en el sagrario, en este trato diario, íntimo, amoroso, gratificante con Jesucristo Eucaristía. A Él sean dados todo honor y gloria por los siglos de los siglos. mén

 

SEGUNDA HOMILÍA DEL CORPUS CHRISTI

 

QUERIDOS HERMANOS Y AMIGOS: La Eucaristía es una Encarnación continuada, que prolonga no sólo la presencia sino todo el misterio vivido y realizado por Cristo, el Hijo de Dios, enviado por el Padre, por obra del Espíritu Santo. La Eucaristía, como la Encarnación, tienen diversas etapas y aspectos semejantes que deben ser meditados.

En primer lugar, ambas son un don de Dios a los hombres, porque ambas son obra del Espíritu Santo, Supremo Don Divino, y son dones para la salvación de los hombres, por medio del Hijo, encarnado en naturaleza humana en una primera etapa y, luego, en un poco de pan y vino en la segunda; ambas también son una manifestación palpable del amor de Dios al hombre. Si San Juan, refiriéndose a Cristo,  nos dice que “tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo Unigénito”, esta entrega podemos interpretarla tanto en sentido de encarnación como de entrega eucarística; en ambas nos deja la presencia real del Hijo, aunque de diverso modo. De Ana de Gonzaga, princesa del Palatinado, Bossuet cita estas notas íntimas: «Si Dios llevó a cabo cosas tan maravillosas para manifestar su amor en la Encarnación, qué no habrá hecho para consumarlo en la Eucaristía, para darse no en general sino en particular a cada cristiano».

Por parte de Jesucristo, el Hijo de Dios, el motivo esencial en ambas etapas fue siempre el amor extremo. Lo dijo muy claro El: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad”. Y se encarnó. Y antes de la Última Cena nos dice a todos: “Ardientemente he deseado comer esta cena pascual con vosotros”; “Esto es mi Cuerpo, esta es mi sangre, que se entrega por vosotros”; “Permaneceré con vosotros hasta el final de los tiempos”; “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”. Lo maravilloso de todo esto no es que yo ame a Cristo sino que “El me amó primero” y en esto consiste el amor verdadero y misterioso, como dice San Juan, no en que yo quiera ser amigo de Cristo, de Dios, esto es lógico para el que tenga fe, porque Dios es Dios,  lo extraordinario es que Él, que es infinitamente feliz y lo tiene todo,  me ame a mí que soy pura criatura, que no le puedo dar nada que Él no  tenga. 

Por eso, queridos hermanos,  tanto la Encarnación como la Eucaristía son iniciativas divinas. Creer esto, vivirlo, experimentarlo y sentirlo realmente... eso es la mayor felicidad que existe. Resumiendo: La Encarnación y la Eucaristía son obra del amor del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, que se realizan por Cristo; el mismo amor que le movió a bajar a la tierra le movió también a entregarse por nosotros en la cruz y en el pan consagrado y a buscarnos ahora en cada rincón del mundo, para llenarnos de su amor y felicidad.

La Encarnacióny la Eucaristía coinciden también en el sujeto que las realiza: la presencia corporal de Cristo, aunque en diversidad de situación. Y coinciden en su finalidad: la glorificación de la Santísima Trinidad y la salvación de los hombres. Si para que haya Eucaristía se requiere la presencia sacramental de Jesucristo, para que hubiera Encarnación ésta fue esencial. Y si para realizar el sacrificio de Cristo en la cruz, para salvar a los hombres ésta fue necesaria, ahora también es necesaria su presencia para el sacrificio de la Eucaristía, para proclamar su muerte salvadora y el perdón de los pecados. Dice S. Ambrosio: «Si anunciamos la muerte del Señor, anunciamos la redención de los pecados. Si por la Eucaristía en todo tiempo su sangre es derramada, es derramada para  perdón de los pecados».

La Encarnaciónhizo que el Hijo de Dios viniera y habitara en la tierra, la Eucaristía hace que el Hijo de Dios viva y habite hasta el final de los tiempos en el mundo, allí históricamente, en espacio y tiempo, aquí metahistóricamente, más allá del espacio y del tiempo. Pero siempre el mismo Cristo. Las almas eucarísticas no distinguen en la realidad ambas presencias, quiero decir, cuando dialogan con el Señor, lo pasado lo ven como presente, como si lo estuviera realizando ahora y predicando ahora y perdonado ahora y lo viven con el Cristo del evangelio y del cielo y ahora presente en el presente del tiempo y del espacio y de siempre. Quiero deciros unas palabras de S. Francisco de Asís en su testamento: «El Señor me daba una fe tan profunda en las iglesias, que oraba simplemente de esta manera: Te adoro, oh Señor Jesucristo, en todas las iglesias del mundo y te bendigo, porque has redimido al mundo entero por tu cruz. Una iglesia es la casa de Dios, más aún que la casa del pueblo cristiano».

Por eso, incluso el templo católico más pobre está lleno de un misterio, de una presencia, que la habita, y nosotros debemos percibirla por la fe y mejor, por el amor. Toda iglesia está habitada. Posee la presencia real, corporal de Cristo; el sagrario de cada iglesia es la morada de Dios entre los hombres. El pan consagrado es Cristo encarnado no en carne sino en una cosa por su amor extremo al hombre, a cada hombre, también a mí. Debiera pensar cómo correspondo yo a tanto amor y generosidad de Cristo. Esta presencia de Cristo es o puede ser un reproche vivo a mi falta de fe, de amistad, de delicadeza para con Él. Cristo se ha quedado en la Eucaristía para que todo hombre, toda mujer, todo niño puedan entrar y encontrarse continuamente con Él, con el Jesús del evangelio. Todos, por grandes que sean nuestros pecados o abismal nuestra torpeza, podemos  acercarnos a Él, como lo hicieron todos los hombres de su tiempo, los limpios y los pecadores, los leprosos, los tullidos, los necesitados, los ricos y los pobres.

Cuando un cristiano sincero te pregunte qué tiene que hacer para buscar y encontrar al Señor, díle que vaya junto al sagrario, rece alguna oración, o le hable de sus cosas y problemas... o abra el evangelio y medite, o simplemente mire al sagrario, sin hacer nada más que mirar, porque eso es oración: mirar al Señor. La fiesta del Corpus Christi nos recuerda cada año esta presencia maravillosa de Cristo en amistad siempre ofrecida a todos los hombres; seamos agradecidos y visitémosle con frecuencia, todos los días; El se quedó para eso.

El Cristo de las Batallas es un templo que siempre está abierto; qué trabajo cuesta cuando pasas por ahí, decir: el Señor está dentro, voy a entrar a visitarle, a estar un rato con Él. Qué gracias y dones recibirás.

TERCERA HOMILÍA DEL CORPUS CHRISTI

 

QUERIDOS HERMANOS: Hoy es la fiesta del CUERPO Y  DE LA SANGRE DE CRISTO, la fiesta de su presencia amiga en medio de los hombres. El pueblo católico, en estos tiempos tan malos para la fe, va perdiendo poco a poco la clave de su identidad cristiana, que es Cristo Eucaristía. Por eso se secan tantas vidas de jóvenes y adultos bautizados, porque se alejan de la «fuente que mana y corre, aunque es de noche. Aquesta fonte está escondida, en este vivo pan por darnos vida, aunque es de noche. Aquí se está llamando a las criaturas, y de esta agua se hartan aunque a oscuras, porque es de noche» (por la fe).

Creo que en este día, en que vamos a llevar por nuestras calles y plazas a Jesucristo Eucaristía, nosotros, los católicos creyentes y convencidos, debemos exponer con claridad, con valentía y sin complejos, los motivos de nuestra fe y amor a la Eucaristía. Y si alguien nos preguntase por qué cantamos, adoramos y sacamos en procesión este pan consagrado, nosotros respondemos con toda claridad:

 

1.- PORQUE EN ESE PAN EUCARÍSTICO está el Amor del Padre que me pensó para una Eternidad de felicidad con Él, y, roto este primer proyecto por el pecado de Adán, me envió a su propio Hijo, para recuperarlo y rehacerlo, pero con hechos maravillosos que superan el primer proyecto, como es la institución de la Eucaristía, de su presencia permanente entre los hombres. Por eso, la adoramos y exponemos públicamente al “amor de los amores”: “Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”.

 

2.- PORQUE EN ESE PAN EUCARÍSTICO está el Amor del Hijo que se hizo carne por mí, para revelarme y realizar este segundo proyecto del Padre, tan maravilloso que la Liturgia Pascual casi blasfema y como si se alegrase de que el primero fuera destruido por el pecado de los hombres: «¡Oh feliz culpa, que nos mereció un tan grande Salvador!». La Eucaristía y la Encarnación de Cristo tienen muchas cosas comunes. La Eucaristía es una encarnación continua de su amor en entrega a los hombres.

 

3.- PORQUE EN ESE PAN EUCARÍSTICO está el Cuerpo, sangre, alma y Divinidad de Cristo, que sufrió y murió por mí y resucitó para que yo tuviera comunión de vida y amor eternos con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él”; “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo, el que coma de este pan, vivirá para siempre... vivirá por mí...” .

       «La Eucaristía es verdadero banquete, en el cual Cristo se ofrece como alimento. Cuando Jesús anuncia por primera vez esta comida, los oyentes se quedaron asombrados y confusos, obligando al Maestro a recalacar la verdad objetiva de sus palabras: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros» (Jn 6,53). No se trata de alimento metafórico: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida»» (Jn 6,55) (Ecclesia de Eucharistia 16).

 

4.- PORQUE EN ESE PAN EUCARÍSTICO está Jesucristo vivo, vivo y resucitado, que antes de marcharse al cielo... “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. Y en la noche de la Última Cena, cogió un poco de pan y dijo: “Esto es mi cuerpo, esta es mi sangre que se derrama por vosotros” y como Él es Dios, así se hizo y así permanece por los siglos, como pan que se reparte con amor, como sangre que se derramada en sacrificio para el perdón de nuestros pecados. «La eficacia salvífica del sacrificio se realiza cuando se comulga recibiendo el cuerpo y la sangre del Señor. De por sí, el sacrificio eucarístico se orienta a la íntima unión de nosotros, los fieles, con Cristo mediante la comunión: le recibimos a Él mismo, que se ha ofrecido por nosotros; su cuerpo, que Él ha entregado por nosotros en la Cruz; su sangre, «derramada por muchos para perdón de los pecados» (Mt 26,28). Recordemos sus palabras: «Lo mismo que  el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo pr el Padre, también  el que me coma vivirá por míj». Jesús mismo nos asegura que esta unión, que Él pone en relación con la vida trinitaria, se realiza efectivamente» (Ecclesia de Eucharistia 16).

 

5.- PORQUE EN ESTE PAN EUCARÍSTICO está el precio que yo valgo, el que Cristo ha  pagado para rescatarme; ahí está la persona que más me ha querido, que más me ha valorado, que más ha sufrido por mí, el que más ha amado a los hombres, el único que sabe lo que valemos cada uno de nosotros, porque ha pagado el precio por cada uno. Cristo es el único que sabe de verdad lo que vale el hombre,  la mayoría de los políticos, de los filósofos, de tanto pseudo-salvadores, científicos y cantamañanas televisivos no valoran al hombre, porque no lo saben ni han pagado nada por él ni se han jugado nada por él; si es mujer, vale lo que valga su físico, y si es hombre, lo que valga su cartilla, su dinero, pero ninguno de esos da la vida por mí... El hombre es más que hombre, más que esta historia y este espacio, el hombre es eternidad. Solo Dios sabe lo que vale el hombre. Porque Dios pensó e hizo al hombre, y porque lo sabe, por eso le ama y entregó a su propio Hijo para rescatarlo. ¡Cuánto valemos! Valemos el Hijo de Dios muerto y resucitado, valemos la Eucaristía.

 

6.- PORQUE «EN LA SANTÍSIMA EUCARISTÍA SE CONTIENE TODO EL BIEN ESPIRITUAL DE LA IGLESIA, A SABER, CRISTO MISMO, PASCUA Y PAN VIVO QUE DA LA VIDA A LOS HOMBRES, VIVIFICADA Y VIVIFICANTE POR EL ESPÍRITU SANTO» (PO 6) 

 

«...los otros sacramentos, así como todos los ministerios eclesiásticos y obras de apostolado, están íntimamente unidos a la Sagrada Eucaristía y a ella se ordenan». «Ninguna Comunidad cristiana se construye si no tiene su raíz y quicio en la celebración de la santísima Eucaristía, por la que debe, consiguientemente, comenzar toda educación en el espíritu de comunidad» (PO 5 y 6).

Por todo ello y mil razones más, que no caben en libros sino sólo en el corazón de Dios, los católicos verdaderos, los que creen de verdad y viven su fe, adoramos, visitamos y celebramos los misterios de nuestra fe y salvación y nos encontramos con el mismo Cristo Jesús en la Eucaristía.

Queridos hermanos, en este día del Corpus expresemos nuestra fe y nuestro amor a Jesús Eucaristía por las calles de nuestra ciudad, mientras cantamos: «adoro te devote, latens  deitas...». Te adoro devotamente, oculta divinidad, bajo los signos sencillos del pan y del vino, porque quien te contempla con fe, se extasía de amor. ¡Adorado sea el Santísimo Sacramento del Altar!

Esta presencia de Cristo no se puede experimentar y vivir con gozo desde los sentidos, sólo la fe viva y despierta por el amor nos lleva poco a poco a reconocerla y descubrirla y gozar al Señor, al Amado, bajo las especies del pan y del vino. “¡Es el Señor!” exclamó el apóstol Juan en medio de la penumbra y niebla del lago de Genesaret después de la resurrección,  mientras los otros discípulos, menos despiertos en la fe y en el amor, no lo habían descubierto. Si no se descubre su presencia y se experimenta, para lo cual no basta una fe heredada y seca sino que hay que pasar a la fe personal e  iluminada por el fuego del amor,  el sagrario se convierte en un trasto más de la iglesia y una vida eucarística pobre indica una vida cristiana y un apostolado pobre, incluso nulo. Qué vida tan distinta en un seglar, sobre todo en un sacerdote, qué apostolado tan diferente entre una catequista, una madre, una novia eucarística y otra que no ha encontrado todavía este tesoro y no tiene intimidad con el Señor.

Conversar y pasar largos ratos con Jesús Eucaristía es vital y esencial para mi vida cristiana, sacerdotal, apostólica, familiar, profesional... para ser buen hijo, buen padre, buena madre cristiana... A los pies del Santísimo, a solas con Él, con la luz de la lamparilla de la fe y del amor encendidos, aprendemos las lecciones de amor y de entrega, de humildad y paciencia que necesitamos para amar y tratar a todos y también poco a poco nos vamos encontrando con el Cristo del Tabor en el que el Padre tiene sus complacencias y nosotros, como Pedro, Santiago y Juan, algún día luminoso de nuestra fe, cuando el Padre quiera, oiremos su voz desde el cielo de nuestra alma habitada por los TRES que nos dice: “Este es mi Hijo, el amado, escuchadle”.

Venerando y amando a Jesucristo Eucaristía, no solo me encuentro con Él, me voy encontrando poco a poco también con todo el misterio de Dios, de la Santísima Trinidad que le envía por el Padre, para cumplir su proyecto de Salvación, por la fuerza y potencia amorosa del Espíritu Santo, que lo forma y  consagra en el seno de María y en el pan y en el vino, y se nos manifiesta y revela como Palabra y Verbo de Dios, que nos revela todo el misterio de Dios. Venerándole, yo doy gloria al Padre, a su proyecto de Salvación, que le ha llevado a manifestarme su amor hasta el extremo en el Hijo muy amado, Palabra pronunciada y velada y revelada para mí en el sagrario por su Amor personal que es el Espíritu Santo y al contemplarle en esos momentos de soledad y de Tabor, iluminado yo por esa Palabra pronunciada con Amor y por el Amor, el Padre no ve en mí sino al Amado en quien ha puesto todas sus complacencias.

CUARTA HOMILÍA DEL CORPUS

         

Queridos hermanos y hermanas: Jesús lo había prometido:“Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”. Y San Juan nos dice en su evangelio que Jesús: “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”,   hasta el extremo de su amor y fuerzas, dando su vida por nosotros, y hasta el extremo de los tiempos, permaneciendo con nosotros para siempre en el pan consagrado de todos los sagrarios de la tierra.

Sinceramente es tanto lo que debo a esta presencia eucarística del Señor, a Jesús, confidente y amigo, en esta presencia tan maravillosa, que se ofrece, pero no se impone, tratándose de todo un Dios, que, cuando lo pienso un poco, le amo con todo mi cariño, y quiero compartir con vosotros este gozo desde la humildad, desde el reconocimiento de quien se siente agradecido, pero a la vez deudor, necesitado de su fuerza y amor.

Santa Teresa estuvo siempre muy unida a Jesucristo Eucaristía. En relación con la presencia de Jesús en el sagrario, exclama: «¡Oh eterno Padre, cómo aceptaste que tu Hijo quedase en manos tan pecadoras como las nuestras... no permitas, Señor, que sea tan mal tratado  en este sacramento. El se quedó entre nosotros de un modo tan admirable!»

Ella se extasiaba ante Cristo Eucaristía. Y lo mismo todos los santos, que en medio de las ocupaciones de la vida, tenían su mirada en el sagrario, siempre pensaban y estaban unidos a Jesús Eucaristía. Y la madre Teresa de Calcuta, tan amante de los pobres, que parece que no tiene tiempo para otra cosa, lo primero que hace y nos dice que  hagamos, para ver y socorrer a los pobres, es pasar ratos largos con Jesucristo Eucaristía. En la congregación de religiosas, fundada por ella para atender a los pobres, todas han de pasar todos los días largo rato ante el Santísimo; debe ser porque hoy Jesucristo en el sagrario es para ella el más pobre de los pobres, y desde luego, porque para ella, para poder verlo en los pobres, primero hay que verlo donde está con toda plenitud, en la Eucaristía. Y así en todos los santos. Ni uno solo que no sea eucarístico, que no haya tenido hambre de este pan, de esta presencia, de este tesoro escondido, ni uno solo que no haya sentido necesidad de oración eucarística, primero en fe seca y oscura, sin grandes sentimientos, para luego, avanzando poco a poco, llegar a tener una fe luminosa y ardiente, pasando por etapas de purificación de cuerpo y alma, hasta llegar al encuentro total del Cristo viviente y glorioso, compañero de viaje en el sacramento.

LA EUCARISTÍA COMOMISA.

 

       Podemos considerar la Eucaristía como misa, como comunión y como presencia permanente de Jesucristo en la Hostia santa. De todos los modos de considerar la Eucaristía, el más importante es la Eucaristía como sacrificio, como misa, como pascua, como sacrificio de la Nueva Alianza, especialmente la Eucaristía del domingo, porque es el fundamento de toda nuestra vida de fe  y la que construye  la Iglesia de Cristo.

       Voy a citar unas palabras del Vaticano II donde se nos habla de esto: «La Iglesia, por una tradición apostólica que trae su origen del mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que es llamado con razón “día del Señor” o domingo. En este día los fieles deben reunirse a fin de que, escuchando la palabra de Dios y participando de la Eucaristía, recuerden las pasión, la resurrección y la gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios que los hizo renacer a la viva esperanza por la resurrección de Jesucristo entre los muertos (1Pe 1,3). Por esto, el domingo es la fiesta primordial que debe presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles...» (SC 106).

Por este texto y otros,  que podíamos citar, podemos afirmar que, sin Eucaristía dominical, no hay cristianismo, no hay Iglesia de Cristo, no hay parroquia. Porque Cristo es el fundamento de nuestra fe y salvación,  mediante el sacrificio redentor, que se hace presente en  la Eucaristía; por eso, toda Eucaristía, especialmente la dominical, es Cristo haciendo presente entre nosotros su pasión, muerte y resurrección, que nos salvó y nos sigue salvando, toda su vida, todo su misterio redentor. Sin domingo, Cristo no ha resucitado y, si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe y no tenemos salvación, dice San Pablo.

 Sin Eucaristía del domingo, no hay verdadera fe cristiana, no hay Iglesia de Cristo. No vale decir «yo soy cristiano pero no practicante». O vas a Eucaristía los domingos o eso que tú llamas cristianismo es pura invención de los hombres, pura incoherencia, religión inventada a la medida de nuestra comodidad y falta de fe; no es eso lo que Cristo quiso para sus seguidores e hizo y celebró con sus Apóstoles y ellos continuaron luego haciendo y celebrando. La Eucaristía del domingo es el centro de toda la vida parroquial.

Sobre la puerta del Cenáculo de San Pedro, hace ya más de treinta años, puse este letrero: Ninguna comunidad cristiana se construye, si no tiene como raíz y quicio la celebración de la Santísima Eucaristía». Este texto del Concilio nos dice que la Eucaristía es la que construye la parroquia, es el centro de toda su vida y apostolado, el corazón de la parroquia. La Iglesia, por una tradición que viene desde los Apóstoles, pero que empezó con el Señor resucitado, que se apareció y celebró la Eucaristía con los Apóstoles en el mismo día que resucitó, continuó celebrando cada ocho días el misterio de la salvación  presencializándolo por la Eucaristía. Luego, los Apóstoles, después de la Ascensión, continuaron haciendo lo mismo. 

Por eso, el domingo se convirtió en  la fiesta principal de los creyentes. Aunque algunos puedan pensar, sobre todo, porque es cada ocho días, que el domingo es menos importante que otras fiestas del Señor, por ejemplo, la Navidad, la Ascensión, el Viernes o Jueves Santo, la verdad es que si Cristo no hubiera resucitado, esas fiestas no existirían. Y eso es precisamente lo que celebramos cada domingo: la muerte y resurrección de Cristo, que se convierten en nuestra Salvación.

En este día del Señor resucitado, en el domingo, Jesús nos invita a la Eucaristía, a la santa misa, que es nuestra también, a ofrecernos con Él a la Santísima Trinidad, que concibió y realizó este proyecto tan maravilloso de su Encarnación, muerte y resurrección para llevarnos a su misma vida trinitaria. En el ofertorio nos ofrecemos y somos ofrecidos con el pan y el vino; por las palabras de la consagración, nosotros también quedamos consagrados como el pan y el vino ofrecidos, y ya no somos nosotros, ya no nos pertenecemos, y al no pertenecernos y estar consagrados con Cristo para la gloria del Padre y la salvación de los hombres, porque voluntariamente hemos querido correr la suerte de Cristo, cuando salimos de la Iglesia, tenemos que vivir como Cristo para glorificar a la Santísima Trinidad, cumplir su voluntad  y salvar a los hermanos, haciendo las obras de Cristo: “Mi comida es hacer la voluntad de mi Padre”;El que me come vivirá por mí”; ”Como el Padre me ha amado, así os he amado yo: permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor” (Jn15,9). 

En la consagración, obrada por la fuerza del Espíritu Santo, también nosotros nos convertimos por Él, con Él y en Él, en “alabanza de su gloria”, en alabanza y buena fama para Dios, como Cristo fue alabanza de gloria para la Santísima Trinidad y nosotros hemos de esforzarnos también con Él por serlo, como buenos hijos que deben ser la gloria de sus padres y no la deshonra. En la Comunión nos hace partícipes de sus mismos sentimientos y actitudes y para esto le envió el Padre al mundo, para que vivamos por El: “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios mandó al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él” (1Jn 4,8). Esta es la razón de su venida al mundo; el Padre quiere hacernos a todos hijos en el Hijo y que vivir así amados por Él en el Amado. Y eso es vivir y celebrar y participar en la Eucaristía, la santa Eucaristía, el sacrificio de Cristo. Es un misterio de amor y de adoración y de alabanza y de salvación, de intercesión y súplica con Cristo a la Santísima Trinidad. Y esto es el Cristianismo, la religión cristiana: intentar vivir como Cristo para gloria de Dios y salvación de los hombres.

 La Eucaristía dominical  parroquial renueva todos los domingos este pacto, esta alianza, este compromiso con Dios por Cristo, porque es Cristo resucitado y glorioso, quien, en aparición pascual, se presenta entre nosotros y nos construye como Iglesia suya y nos consagra juntamente con el pan y el vino para hacernos partícipes de sus sentimientos y actitudes de ofrenda al Padre y salvación de los hermanos y hacernos ya ciudadanos de la nueva Jerusalén, que está salvada y participa de los bienes futuros anticipándolos, encontrándonos así por la Eucaristía con el Cristo glorioso, llegados al último día y proclamando con su venida eucarística la llegada de los bienes escatológicos, es decir, definitivos: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, VEN, SEÑOR , JESÚS».

Queridos amigos, ningún domingo sin  Eucaristía. Este es mi ruego, mi consejo y exhortación por la importancia que tiene en nuestra vida espiritual. Es que mis amigos no van, es que he dejado de ir hace ya mucho tiempo, no importa, tú vuelve y la Eucaristía te salvará, el Señor te lo premiará con vitalidad de fe y vida cristiana. Los que abandonan la Eucaristía del domingo, pronto no saben de qué va Cristo, la salvación, el cristianismo, la Iglesia... El domingo es el día más importante del cristianismo y el corazón del domingo es la Eucaristía, la Eucaristía, sobre todo, si participas comulgando. Más de una vez hago referencia a unos versos que reflejan un poco esta espiritualidad.

 

Frente a tu altar, Señor, emocionado

veo hacia el cielo el cáliz levantar.

Frente a tu altar, Señor, anonadado

he visto el pan y el vino consagrar.

Frente a tu altar, Señor, humildemente

ha bajado hasta mi tu eternidad.

Frente a tu altar, Señor, he comprendido

el milagro constante de tu amor.

¡Querer Tu que mi barro esté contigo

haciendo templo a quien te ha ofendido!

¡Llorando estoy frente a tu altar, Señor!

 

(Tantos abandonos, tantos pecados, tantas faltas de fe y amor ante un Dios que tanto me quiere, llorando estoy frente a tu altar, Señor)

QUINTA HOMILÍA DEL CORPUS

Queridos hermanos: Las primeras palabras de la institución de la Eucaristía, así como todo el discurso sobre el pan de vida, en el capítulo sexto de San Juan, versan sobre la Eucaristía como alimento, como comida. Lógicamente esto es posible porque el Señor está en el pan consagrado. Pero su primera intención, sus primeras palabras al consagrar el pan y el vino es para que sean nuestro alimento:”Tomad y comed... tomad y bebed...”; “Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida... el que no come mi carne... si no coméis mi carne no tendréis vida en vosotros...” Por eso, en esta fiesta del Cuerpo y de la Sangre del Señor, vamos a hablar de este deseo de Cristo de ser comido de amor y con fe por todos nosotros.

LA EUCARISTÍA COMOCOMUNIÓN

La plenitud del fruto de la Eucaristía viene a nosotros sacramentalmente por la Comunión eucarística. La Eucaristía como Comunión es el momento de mayor unión sacramental con el Señor, es el sacramento más lleno de Cristo que recibimos en la tierra, porque no recibimos una gracia sino al autor de todas las gracias y dones, no recibimos agua abundante sino la misma fuente de agua viva que salta hasta la vida eterna. Por la comunión realizamos la mayor unión posible en este mundo con Cristo y sus dones, y juntamente con Él y por Él, con el Padre y el Espíritu Santo. Por la comunión eucarística la Iglesia consolida también su unidad como Iglesia y cuerpo de Cristo: «Ninguna comunidad cristiana se  construye si no tiene como raíz y quicio la celebración de la sagrada Eucaristía» (PO 6).

Por eso, volvería a repetir aquí todas las mismas exhortaciones que dije en relación con no dejar la santa Eucaristía del domingo. Comulgad, comulgad, sintáis o no sintáis, porque el Señor está ahí, y hay que pasar por esas etapas de sequedad, que entran dentro de sus planes, para que nos acostumbremos a recibir su amistad, no por egoísmo, porque siento más o menos, porque me lo paso mejor o pero, sino principalmente por Él, porque Él es el Señor y yo soy una simple criatura, y tengo necesidad de alimentarme de Él, de tener sus mismos sentimientos y actitudes, de obedecer y buscar su voluntad y sus deseos  más que los míos, porque si no, nunca entraré en el camino de la conversión y de la amistad sincera con Él. A Dios tengo que buscarlo siempre porque Él es lo absoluto, lo primero, yo soy simple invitado, pero infinitamente elevado hasta Él por pura gratuidad, por pura benevolencia.

 Dios es siempre Dios. Yo soy simple criatura, debo recibirlo con suma humildad y devoción, porque esto es reconocerlo como mi Salvador y Señor, esto es creer en Él, esperar de Él. Luego vendrán otros sentimientos. Es que no me dice nada la comunión, es que lo hago por  rutina, tú comulga con las debidas condiciones y ya pasará toda esa sequedad, ya verás cómo algún día notarás su presencia, su cercanía, su amor, su dulzura.     

 Los santos, todos los verdaderamente santos, pasaron a veces  años y años en noche oscura de entendimiento, memoria y voluntad,  sin sentir nada, en purificación de la fe, esperanza y caridad, hasta que el Señor los vació de tanto yo y pasiones personales que tenían dentro y poco a poco pudo luego entrar en sus corazones y llegar a una unión grande con ellos. Lo importante de la religión no es sentir o no sentir, sino vivir y esforzarse por cumplir la voluntad de Dios en todo y para eso comulgo, para recibir fuerzas y estímulos, la comunión te ayudará a superar todas las pruebas, todos los pecados, todas las sequedades. La sequedad, el cansancio, si no es debido a mis pecados, no pasa nada. El Señor viene para ayudarnos en la luchas contra los pecados veniales consentidos, que son la causa principal de nuestras sequedades.

Sin conversión de nuestros pecados no hay amistad con el Dios de la pureza, de la humildad, del amor extremo a Dios y a los hombres. Por eso, la noche, la cruz y la pasión, la muerte total del yo, del pecado, que se esconde en los mil repliegues de nuestra existencia, hay que pasarlas antes de llegar a la transformación y la unión perfecta con Dios.

Cuando comulgamos, hacemos el mayor acto de fe en Dios y en todo su misterio, en su doctrina, en su evangelio; manifestamos y demostramos que creemos todo el evangelio, todo el misterio de Cristo, todo lo que  ha dicho y ha hecho, creemos que Él es Dios, que hace y realiza lo que dice y promete, que se ha encarnado por nosotros, que murió y resucitó, que está en el pan consagrado y por eso, comulgo.

 Cuando comulgamos, hacemos el mayor acto de amor a quien dijo “Tomad y Comed, esto es mi Cuerpo”, porque acogemos su entrega y su amistad, damos adoración y alabanza a su cuerpo entregado como don, y esperamos en Él como prenda de la gloria futura. Creemos y recibimos su misterio de fe y de amor:“Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida... Si no coméis mi carne no tendréis vida en vosotros...”. Le ofrecemos nuestra fe y comulgamos con sus palabras.

Cuando comulgamos, hacemos el mayor acto de esperanza, porque deseamos que se cumplan en nosotros sus promesas y por eso comulgamos, creemos y esperamos en sus palabras y en su persona:“Yo soy el pan de vida, el que coma de este pan, vivirá eternamente... si no coméis mi carne, no tenéis vida en vosotros...”. Señor, nosotros queremos tener tu vida, tu misma vida, tus mismos deseos y actitudes, tu mismo amor al Padre y a los hombres, tu misma entrega al proyecto del Padre... queremos ser humildes y sencillos como Tú, queremos imitarte en todo y vivir tu misma vida, pero yo solo no puedo, necesito de tu ayuda, de tu gracia, de tu pan de cada día, que alimenta estos sentimientos. Para los que no comulgan o no lo hacen con las debidas disposiciones, sería bueno meditasen este soneto de Lope de Vega, donde Cristo llama a la puerta de nuestro corazón, a veces sin recibir  respuesta:

¿Qué tengo yo que mi amistad procuras,

qué interés se te sigue, Jesús mío,

que a mi puerta cubierto de rocío

pasas las noches del invierno oscuras?

 

¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,

pues no te abrí! ¡qué extraño desvarío,

si de mi ingratitud el hielo frío

secó las llagas de tus plantas puras!

 

¡Cuántas veces el ángel me decía:

<Alma, asómate ahora a la ventana

verás con cuánto amor llamar porfía¡>

 

¡Y cuántas, hermosura soberana,

<mañana le abriremos>, respondía,

para lo mismo responder mañana!

¿Habrá alguno de vosotros que responda así a Jesús? ¿Habrá corazones tan duros entre vosotros y vosotras, hermanos creyentes de esta parroquia? Que todos abramos las puertas de nuestro corazón a Cristo, que no le hagamos esperar más. Todos llenos del mismo  deseo, del mismo amor de Cristo; así hay que hacer Iglesia, parroquia, familia. Cómo cambiarían los pueblos, la juventud, los matrimonios, los hijos, si todos comulgáramos al mismo Cristo, el mismo evangelio, la misma fe. Cuando comulguéis, podéis decirle: Señor, acabo de recibirte, te tengo en mi persona, en mi alma, en mi vida, en mi corazón, que tu comunión llegue a todos los rincones de mi carácter, de mi cuerpo, de mi lengua y sentidos, que todo mi ser y existir viva unido a Ti, que no se rompa por nada esta unión, qué alegría tenerte conmigo, tengo el cielo en la tierra porque el mismo Jesucristo vivo y resucitado que sacia a los bienaventurados en el cielo, ha venido a mí ahora; porque el cielo es Dios, eres Tú, Dios mío, y Tú estás dentro de mí. Tráeme del cielo tu resurrección, que al encuentro contigo todo en mí resucite, sea vida nueva, no la mía, sino la tuya, la vida nueva de gracia que me has conseguido en la misa; Señor, que esté bien despierto en mi fe, en mi amor, en mi esperanza; cúrame, fortaléceme, ayúdame y si he de sufrir y purificarme de mis defectos, que sienta que tú estás conmigo.

¡Eucaristía divina! ¡Cómo te deseo! ¡Cómo te necesito! ¡Cómo te busco! ¡Con qué hambre de tu presencia camino por la vida! Te añoro más cada día, me gustaría morirme de estos deseos que siento y que no son míos, porque yo no los sé fabricar ni  todo esto que siento. ¡Qué nostalgia de mi Dios cada día! Necesito comerte ya, porque si no moriré de ansias del pan de vida. Necesito comerte ya para amarte y sentirme amado. Quiero comer para ser comido y asimilado por el Dios vivo. Quiero vivir mi vida siempre en comunión contigo.

SEXTA HOMILÍA DEL CORPUS

Queridos hermanos: Estamos en la festividad del Corpus y la mejor manera de celebrar este día es mirar con amor a Cristo en su presencia eucarística, desde donde nos está expresando su amor, entregándonos su salvación y dándose permanentemente en amistad a todos los hombres. El se quedó con todo su amor; nosotros, al menos hoy, debemos corresponder a tanto amor, adorándole, venerándole, mirándole  agradecidos en su entrega hasta el extremo.

          LA EUCARISTÍA COMO PRESENCIA

Cuando celebramos la Eucaristía, después de haber comulgado, el pan consagrado se guarda en el sagrario para la comunión de los enfermos y para la veneración de los fieles. Allí permanece el Señor vivo y resucitado en Eucaristía perfecta, es decir, no estáticamente, como si fuera un cuadro, una imagen, sino vivo, dinámico, ofreciendo al Padre su vida por nosotros, intercediendo por todos, dando su vida por los hombres. Es un misterio, un sacramento permanente de amor y salvación. Pablo VI en su encíclica Mysterium fidei nos dice: «Durante el día, los fieles no omitan la visita al Santísimo Sacramento... La visita es prueba de gratitud, signo de amor y deber de adoración a Cristo Nuestro Señor, allí presente».

Cada uno de nosotros puede decirle al Señor: Señor, sé que estás ahí, en el sagrario. Sé que me amas, me miras, me proteges y me esperas todos los días. Lo sé, aunque a veces viva olvidando esta verdad y me porte como tú no mereces ni yo debiera. Quisiera sentir más tu presencia y ser atrapado por este ardiente deseo, que se llama Jesús Eucaristía, porque  cuando se tiene, ya no se cura.

Quiero saber, Señor, por qué me buscas así, por qué te humillas tanto, por qué vienes en mi busca haciéndote un poco de pan, una cosa, humillándote más que en la Encarnación, en  que te hiciste hombre. Tú que eres Dios y todo lo puedes ¿por qué te has quedado aquí en el sagrario? ¿Qué  puedo yo darte que tú no tengas?

Y Jesús nos dice a todos algo que no podemos comprender bien en la tierra sino que tenemos que esperar al cielo para saberlo: Lo tengo todo menos tu amor, si tú no me lo das. Y sin ti no puedo ser feliz. Vine a buscarte y quiero encontrarte para vivir una amistad eterna que empieza en el tiempo. Y es que debemos de valer mucho para el Padre, por lo mucho que nos ama y ha sufrido por nosotros el Hijo. Nosotros no nos valoramos todo lo que valemos. Solo Dios sabe lo que vale el hombre para El: “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero y envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados” (1Jn 4,3).

Entonces, Señor, si yo valgo tanto para Ti, más que lo que yo me valoro y valoro a mis hermanos, ayúdame a descubrirlo y a vivir sólo para Ti, que tanto me quieres, que me quieres desde siempre y para siempre, porque Tú me pensaste desde toda la eternidad. Quiero desde ahora escucharte en visitas hechas a tu casa, quiero contarte mis cosas, mis dudas, mis problemas, que ya los sabes, pero que quieres escucharlos nuevamente de mí, quiero estar contigo, ayúdame a creer más en Ti, a quererte más y esperar  y buscar más tu amistad:

Estáte, Señor, conmigo, siempre, sin jamás partirte,

y, cuando decidas irte,

llévame, Señor, contigo,

porque el pensar que te irás,

me causa un terrible miedo,

de si yo sin ti me quedo,

de si tú sin mí te vas.

                                          

Llévame en tu compañía,

donde tu vayas, Jesús,

porque bien sé que eres tú

la vida del alma mía;

si tu vida no me das,

yo sé que vivir no puedo,

ni si yo sin ti me quedo,

ni si tú sin mí te vas.

 

 

Las puertas del sagrario son para muchas almas las puertas del cielo y de la eternidad ya en la tierra, las puertas de la esperanza abiertas; el sagrario para la parroquia y para todos los creyentes es “la fuente que mana y corre”, aunque no lo veamos con los ojos de la carne, porque la Eucaristía supera la razón, sino por la fe, que todo lo ve y nos lo comunica; el sagrario es el maná escondido ofrecido en comida siempre, mañana y noche, es la tienda de la presencia de Dios entre los hombres. Siempre está el Señor, bien despierto, intercediendo y continuando la Eucaristía por nosotros ante el altar de la tierra y el altar del Padre en el cielo. Por eso no me gusta que el sagrario esté muy separado del altar y tampoco me importaría si está sobre un altar en que ordinariamente no se ofrece la misa. El sagrario para la parroquia es su corazón, desde donde extiende y comunica la sangre de la vida divina a todos los feligreses y al mundo entero. Lo dice Cristo, el evangelio, la Iglesia, los santos, la experiencia de los siglos y de los místicos...

 

Así los expresa San Juan de la Cruz:

 

Qué bien sé yo la fuente que mana y corre,

aunque es de noche.

Aquesta fonte está escondida,

en esta pan por darnos vida,

aunque es de noche.                                                   

Aquí se está llamando a las criaturas,

y de este agua se hartan aunque a oscuras,

porque es de noche.

Aquesta eterna fonte que deseo,

en este pan de vida yo la veo,

 aunque es de noche.

(Es por la fe, que es oscura al entendimiento)

 

Para San Juan de la Cruz, como para todos los que quieran adentrarse en el misterio de Dios, tiene que ser a oscuras de todo lo humano, que es limitado para entender y captar al Dios infinito.  Por eso hay que ir hacia Dios  «toda ciencia trascendiendo», para meterse en el Ser y el Amor del Ser y del Amor Infinito que todo lo supera. Para las almas que llegan a estas alturas, sólo hay una realidad superior a estos ratos de oración silenciosa y contemplativa ante el sagrario: la Eternidad en el Dios Trinitario, la visión cara a cara de la Santísima Trinidad en su esencia infinita, en el éxtasis trinitario y eterno, hasta donde es posible a la pura criatura.

Por eso, aunque nosotros no lo comprendamos, muchas de estas almas desean de verdad morir para ir a Dios, porque los bienes de esta vida no les dicen  nada. Es lo más lógico y fácil de comprender: «Vivo sin vivir en mí y de tal manera espero, que muero porque no muero. Sácame de aquesta vida, mi Dios y dáme la muerte, no me tengas impedida en este lazo tan fuerte, mira que peno por verte y mi mal es ta entero, que muero porque no muero». Solo desean el encuentro total con Cristo, a quien han llegado a descubrir en la Eucaristía y ya no quieren otra compañía. Nosotros, si tuviéramos estas vivencias, también lo desearíamos. Es cuestión de amor. Si subiéramos hasta esas cumbres, nos quemaríamos también.

Para eso hay que purificarse mucho, en el silencio, sin testigos ni excusas ni explicaciones, renunciando a nuestra soberbia, envidia, ira, lujuria..., sólo deseando al Señor y cumplir su voluntad. Hay que dejar que el Señor desde el sagrario nos vaya diciendo y quitando nuestros pecados, sin echarnos para atrás. “Los limpios de corazón verán a Dios”. Sentirse amado es la felicidad humana. Sentirse amado por Dios es la felicidad suprema, que desborda la capacidad del hombre limitado.

Queridos hermanos y hermanas: Jesús lo había prometido:“Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”. Y San Juan nos dice en su evangelio que Jesús: “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo...” hasta el extremo de su amor y fuerzas, dando su vida por nosotros, y hasta el extremo de los tiempos, permaneciendo con nosotros en el pan consagrado de todos los sagrarios de la tierra.

Las almas de Eucaristía, las almas de sagrario, las almas despiertas de fe y amor a Cristo son felices, aún en medio de pruebas y sufrimientos en la tierra, porque su corazón ya no es suyo, ya no es propiedad humana, se lo ha robado Dios y ya no saben vivir sin El: «¿Por qué, pues has llagado aqueste corazón, no lo sanaste? Y, pues me lo has robado, ¿por qué así lo dejaste y no tomas el robo que robaste?» (C.9)

¡Señor, ya que me has robado el corazón, el amor y la vida, pues llévame ya contigo!

SÈPTIMA HOMILÍA DEL CORPUS CHRISTI

 

QUERIDOS HERMANOS: Estamos celebrando la fiesta del Corpus Christi. Todo cuerpo tiene un corazón, es el órgano principal, si el corazón se para, el hombre muere. «Te amo con todo mi corazón», «te lo digo de corazón...» son expresiones que indican que lo que hacemos o decimos es desde lo más profundo y sincero de nuestro ser, con todas nuestras fuerzas. Pues bien, este cuerpo de Cristo Eucaristía que hoy veneramos, tiene un corazón que es el Corazón del Verbo Encarnado. El Corazón eucarístico de Cristo es el que realizó este milagro de amor y sabiduría y poder de la Eucaristía. Este corazón, que está con nosotros en el sagrario y que recibimos en la Comunión, es aquel corazón, que viendo la miseria de la humanidad, sin posibilidad de Dios por el pecado y viendo que los hombres habíamos quedado impedidos de subir al cielo, se compromete a bajar a la tierra para buscarnos y salvarnos: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad”.

Este Corazón, centrado en el amor al Padre y al hombre, con una entrega total y victimal hasta la muerte, es el corazón de Cristo que “me amó y se entregó por mí”, en adoración y obediencia perfecta al Padre hasta el sacrificio de su vida. Y este Corazón está aquí y en cada sagrario de la tierra y este corazón quiero ponerlo hoy, en este día de la festividad del Corpus, del Cuerpo de Cristo, como modelo del nuestro, como ideal de vida que agrada a Dios y salva a los hermanos.

Este Corazón eucarístico de Cristo, puesto en contacto con las miserias de su tiempo: ignorancia de lo divino, odios fratricidas, miserias de todo tipo, incluso enfermedades físicas, morales, psíquicas... fué todo salud, compasión, verdad y vida. Por eso, sabiendo que está aquí con nosotros, en el pan consagrado, ese mismo Corazón de Cristo, porque no tiene otro, debemos ahora meditar en este Corazón que nos amó hasta el extremo en su Encarnación y en el Gólgota, que nos amó y sigue amándonos hasta el extremo en la Eucaristía, pero como de esto ya he hablado en otras fiestas del Corpus, hoy vamos a fijarnos en los rasgos de su corazón amantísimo reflejado en sus palabras que escuchamos esta mañana desde su presencia eucarística y que le siguen saliendo de los más íntimo de su corazón. A través de la lengua, habla el corazón de los hombres.

Jesús, el predicador fascinante que arrastraba las multitudes, haciendo que se olvidaran hasta de comer, el que se sentía bien entre los sencillos y plantaba cara a los soberbios, el que jugaba con los niños y miraba con amor a los jóvenes y con misericordia a los pecadores, tenía el corazón más compasivo y fuerte de la humanidad. Vamos a fijarnos hoy en algunas de sus palabras, que hoy nos las dice  desde el sagrario y le retratan y le dibujan ante nosotros como en un lienzo bellísimo, en una figura en con ojos misericordiosos, llenos de ternura, con su Corazón compasivo y lleno de perdones, con sus manos que nunca se cansaron de hacer el bien:

 

  - “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo”,para estar cerca de los hombres y alimentar y fortalecer la debilidad y el cansancio humano con mi energía divina de amor renovado, de entrega, de entusiasmo, servicio.

  - “Yo soy la luz del mundo”, nos repite todos los días desde el sagrario, para iluminar vuestra oscuridad de sentido de la vida: por qué existimos, para qué vivimos, a donde vamos... yo soy la luz de la verdad sobre el hombre y su trascendencia.

  - “Yo soy el pastor bueno,” “yo soy la puerta” para que el hombre acierte en el camino que lleva a la eternidad, al amor de Dios, a los pastos del amor fraterno, al servicio humano y compasivo de las necesidades humanas, yo soy la puerta de vida personal o familiar honrada, yo soy la puerta de los matrimonios verdaderos, para toda la vida, de las familias unidas, que superan todas las dificultades, de unión y la paz entre los hombres, entre los vecinos.

  - “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”, todo está en mí para vosotros, para que no caigáis en las cunetas del error, de la muerte, de los vicios y pecados que quitan al hombre la libertad, la alegría y lo reducen a las esclavitudes de los vicios, al vacío existencial.

  - “Yo he venido a salvar lo que estaba perdido”; “Yo he venido para que tengáis vida y la tengáis abundante”, os he pensado y creado desde el Padre por amor, os he recreado por amor como Hijo desde la Encarnación, os he redimido y he sufrido la muerte para que tengáis vida eterna, y por la potencia de mi Espíritu, consagro el pan en mi cuerpo y sangre para la salvación del mundo.

  -“Yo he venido a traer fuego a la tierra y sólo quiero que arda”: que ardan de amor cristiano los matrimonios, que ardan de amor y perdón los padres y los hijos, que los esposos ardan de mi amor y superen todos los egoísmos, incomprensiones, que ardan de amor verdadero los jóvenes, los novios, sin consumismos, sin reducirlo sólo a cuerpo... el amor de los míos tiene que ser humilde y sin orgullo, sincero y generoso como el mío, dador de gracias y dones, sin cansancio, sin egoísmos, con ardor y fuego humano y divino.

   - “Si alguien tiene sed que venga a mi y beba... un agua que salta hasta la vida eterna…” es el agua de la vida de gracia, la vida eterna, la misma vida de Dios que es su felicidad eterna, la que quiere compartir con cada uno de nosotros.

Queridos hermanos: repito e insisto: ese corazón lo tenéis muy cerca, late muy cerca de nosotros en la Eucaristía, en la comunión, en el sagrario, está aquí. Pidamos la fe necesaria para encontrarlo  en este pan consagrado, pidámosle con insistencia: “Señor, yo creo, pero aumenta mi fe”. Vivir en sintonía con este Corazón  de Cristo significa amar y pensar como Él,  entregarse en servicio al Padre y a los hombres como Él, en ayuda a todos,  especialmente a los más necesitados, es aceptar su amistad ofrecida aquí y ahora. Esto es lo que pretende y desea con su presencia eucarística. Para esto se quedó en el sagrario. Y esto es lo que le pedimos con fe y amor.

OCTAVA HOMILÍA DEL CORPUS CHRISTI

 

QUERIDOS HERMANOS: Nos hemos reunido este día del Corpus Christi para venerar, adorar y agradecer la presencia eucarística de Jesucristo, nuestro Dios y Señor. Este Cristo ahora viviente en la Hostia santa, que recorrerá nuestras calles esta mañana, es el mismo Cristo del evangelio, que ya permanece en nuestros sagrarios hasta el final de los tiempos, en amistad y salvación permanentemente ofrecidas.

Queridos hermanos: Está con nosotros aquí y ahora, en esta hostia santa, el cuerpo que se dejó tocar por un inmundo y un apestado de aquellos tiempos. Mirad cómo lo dice el evangelista. Se acercan a una aldea Jesús y bastante gente, mujeres, hombres y niños, una pequeña multitud. De pronto se oye un grito, un lamento, es alguien que pide socorro desde un basurero. No se ve a nadie. La gente aprieta el paso para pasar cuanto antes aquel mal olor. Mezclado entre la basura aparece un leproso, la gente huye con las narices tapadas, es un maldito, un castigado por la justicia de Dios, nadie le puede tocar, quien le toque queda impuro y debe ser purificado por el sacerdote. Jesús, el que está con nosotros y vamos a comulgar, es el único que se para, lo mira con amor y se acerca y lo toca; es el mismo evangelista el que nos lo cuenta sorprendido. El leproso ha quedado curado pero Jesús ha quedado manchado según la ley. Sin embargo, Jesús no va al templo para purificarse. Jesús lo ha hecho todo por amor, espontáneamente, no ha podido contenerse, no ha podido reprimir su compasión: es así su corazón, el corazón eucarístico de Jesús. Miremos y contemplemos ahora a este mismo Jesús en la Hostia santa que adoramos y comulgamos. Es el mismo con los mismos sentimientos.

Ahora es en Jericó, la ciudad de las palmeras. Otra vez la gente entusiasmada como siempre, no dejándole caminar ni comer ni descansar. Otra vez un grito desde la orilla del camino. Esta vez la gente no corre, pero le quiere hacer callar. Pero esta vez, como la otra vez y como siempre, Jesús lo ha oído y se para y hace que se pare toda la gente. Ante los necesitados, Jesús nunca huye, Él siempre escucha:“Domine ut videam”. “Señor, que vea”. Y aquel ciego vio y lo siguió, porque sus ojos ya no querían dejar de ver a la persona más buena y comprensiva del mundo. No lo puede remediar. Es así su corazón, el Corazón de Jesús. Y ese corazón está aquí en el pan consagrado, en nuestros sagrarios.

Ahora es en Naím; se encuentra un cortejo fúnebre con una madre viuda, llorando a su hijo muerto, a quien va enterrar. Aquí nadie grita ni llama al maestro, porque van muy apenados y nadie, ni la misma madre, se ha dado cuenta de que pasa por allí el maestro ni sospecha que Jesús pueda prestarle alguna ayuda. Pero Él, sin que nadie le pida nada, se ha anticipado personalmente. Dice el evangelista Lucas: “El Señor, al verla, se compadeció de ella y le dijo: no llores. Luego se acercó, tocó el féretro, los que lo llevaban se detuvieron; Él dijo: “joven, yo te lo mando, levántate. Y se lo entregó a su madre”.” Con su poder divino lo resucitó y nos demuestra que debemos fiarnos de su palabra: “Yo soy la resurrección y la vida, en que cree en mí aunque haya muerto vivirá”. Y ese Jesús está aquí. Y tiene los mismos sentimientos. Y nos ama y se compadece de todos. No lo puede remediar, es así su corazón, el Corazón eucarístico de Jesús.

             Y lo mismo pasó con su amigo Lázaro. En aquella ocasión dicen los evangelios que se emocionó y lloró. Es que siente de verdad nuestros problemas y angustias. Le dio pena de sus amigas Marta y María, que se habían quedado solas, sin su hermano. Fueron a la tumba y allí lloró lágrimas de amor verdadero, nos lo dicen testigos que lo vieron. Y Lázaro resucitó por su palabra todopoderosa. Y luego todos lloraron de alegría. Y nosotros también lloramos de emoción, de saber que es el mismo, que está aquí con nosotros, que nos ama así, como nadie puede amar, porque así lo ha querido Él, que es Dios y todo lo puede, y le hace feliz amándonos así y éste es el camino de amor, misericordia y perdón que Él ha escogido para encontrarse con nosotros, para relacionarse con el hombre. Y Él es Dios, es decir, no nos necesita. Todo lo hace gratuitamente. Su Corazón es así, no lo puede remediar, así es el corazón eucarístico de Jesús.

Y como este amor hacia nosotros es verdadero, no es comedia sino que le nace de lo más profundo de su corazón, en algunas ocasiones, llevado e impulsado por él, está dispuesto a jugarse la vida.

Ahora la escena es en el pórtico de Salomón. Es una multitud de hombres, muy selectos, doctores y peritos de la Ley. Quieren meterle en apuros, dejarle en ridículo y condenarle:“Esta mujer ha sido sorprendida en adulterio. La ley de Moisés manda apedrearla, tú qué dices?” No tiene escapatoria: o deja que apedreen a la mujer y dejará de ser misericordioso y la gente se alejará de Él, porque no cumple su doctrina de perdón a los pecadores, o le apedrean a Él los fariseos, por no cumplir la ley. “¿Tú qué dices?”.

Y si nos lo hubieran preguntado a nosotros sabiendo que como consecuencia de ello, íbamos a perder nuestro dinero, nuestra salud o la misma vida, ¿qué hubiéramos respondido? Pero como dijo el filósofo: el corazón tiene razones que la razón no entiende ni se le ocurren, Jesús empieza a escribir en el suelo.                         

“Tú qué dices”y Jesús ha empezado a escribir, a decirles algo por escrito, no sabemos qué fue, quizás escribió sus pecados o hechos ocultos  de los presentes... no lo sabemos, pero ellos se largaron. Y el Corazón de Jesús, el mismo que está en el sagrario, les habló alto y claro a todos los presentes, para que nosotros también le oigamos: “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. Y nadie tiró la primera ni la segunda ni ninguna... y la mujer quedó sin acusadores. ¡Dios quiera que nosotros tampoco tiremos nunca piedras a los pecadores, que tratemos de conquistarlos para el perdón de Dios, que nunca los lancemos pedradas de condena a los hermanos! Que aprendamos esta lección de perdón y misericordia que nos da el Corazón de nuestro Cristo, el Corazón de Jesús que honramos.

Quiero recordar ahora ante vosotros un hecho que me impresionó tanto que todavía lo recuerdo. Fue en Roma,  en mis años de estudio. Con los obispos españoles del Vaticano II  vimos una película: EL EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO, de Pasolini, y nunca olvidaré los ojos de Cristo a la mujer adúltera y de la mujer adúltera a Cristo; fue de las cosas que más me impresionaron de la película y en mis predicaciones lo saco algunas veces. Qué vio aquella mujer en los ojos de Cristo, que no había visto antes jamás, y menos  en los que la explotaron durante su vida. Qué ternura, qué perdón, qué amor para que saliera de aquella vida de esclava... Aquella mujer no volvió a pecar.

Santa adúltera, ruega por mí al Señor, que yo también sienta su mirada de amor, que me enamore de Él y me libere de todos lo pecados de la carne, de los sentidos, que ya no vuelva a pecar. Santa adúltera, que le mire agradecido como tú y nunca me aparte de Él.

 Los ojos de Cristo son  lagos transparentes en los que se reflejan todas las miserias nuestras y quedan purificadas por su amor, por su compasión, por su perdón....nunca miró con odio, envidia, venganza.“¿Nadie te ha condenado?, yo tampoco, véte en paz y no peques más”. Y la mujer quedó liberada de morir apedreada y fue perdonada de su pecado.

Sin embargo, ante aquellos cumplidores de la ley,  Jesús quedó ya condenado como todos los que se atreven a oponerse a los poderosos. Quedó condenado a muerte en el mismo momento que perdonó a la mujer. Pero el Corazón de Jesús es así, no lo puede remediar, es todo corazón. Y murió en la cruz por todos nuestros pecados, por los pecados del mundo.

Y ese corazón está aquí, y lo estamos adorando y lo vamos a comulgar. Y hoy los papeles se han cambiado, porque Cristo sigue siendo el mismo, pero los pecadores no quiren reconocer su pecado. Cristo reconoció, pero perdonó el pecado de la adúltera: “No quieras pecar más”, le dijo a la mujer. Hay que rezar por los pecadores, para que reconozcan su pecado y se hacer quen a Cristo que no le condena, sino que les quiere decir lo mismo: no pequéis más. Pero esto el mundo actual no quiere reconocerlo, no quiere reconocer que peca. Y para ser perdonados, todos, ellos y nosotros, sólo hace falta acercarse a Él y  convertirse a Él un poco más cada día para ir teniendo todos un  corazón limpio y misericordioso como el suyo, para que Él vaya haciendo nuestro corazón semejante al suyo. Déjate purificar y transformar por Él. Para eso viene en la comunión, para eso se queda en el sagrario, para animarnos, ayudarnos, revisarnos y purificarnos. ¡Corazón limpio y misericordioso de Jesús, haced mi corazón semejante al tuyo!

NOVENA HOMILÍA DEL CORPUS CHRISTI

 

QUERIDOS AMIGOS: La Eucaristía, como todos sabemos, tiene tres aspectos principales, que son Eucaristía como Sacrificio, como Comunión y como Presencia eucarística. En esta festividad del Corpus Christi, que estamos celebrando, la liturgia de la Iglesia quiere que veneremos, adoremos y celebremos especialmente su Presencia Eucarística.

Ya en la Iglesia primitiva había la costumbre de llevarse a Cristo a las casas, en el pan que sobraba de las celebraciones eucarísticas, primeramente, porque no había todavía templos, y segundo, para poder comulgar durante la semana, sobre todo en tiempos de persecución o tratándose de monjes anacoretas. Por Orígenes, autor del siglo II, nos consta que era tal el respeto hacia el sacramento que llevaban a sus casas, que creían pecar si algún fragmento caía por negligencia. Y Novaciano reprueba a los que «saliendo de la celebración dominical y llevando consigo, como se acostumbraba, la Eucaristía, llevan el cuerpo santo del Señor de aquí para allá sin valorarlo». Y todo esto era fruto de la fe, de la convicción profunda que tenía la Iglesia primitiva de que en el pan eucarístico permanecía el Señor. La Iglesia siempre ha defendido y venerado la presencia de Cristo en el pan consagrado. 

Cuando entramos en una iglesia, encontramos una luz  encendida junto al sagrario: esto nos recuerda que allí está presente Cristo en persona, el que vino del Padre, el que murió en la cruz por nosotros, el que vive en el cielo. Por esto, los cristianos serios y verdaderos no pueden olvidar esta presencia y se lo agradecen y corresponden con su visita y oración eucarística. Sin piedad eucarística no hay vida cristiana fervorosa, coherente y apostólica. Por eso, cuánto deben a esta presencia los santos y las santas de todos los tiempos, nuestros padres y madres cristianas que no tuvieron otra Biblia que el sagrario, y aquí lo aprendieron todo para ser buenos cristianos, para amarse como buenos esposos para toda la vida, para  sacrificarse por sus hijos y ser buenos vecinos, para amar y perdonar a todos, aquí se formaron los sacerdotes apostólicos, encendidos del fuego del amor a Dios y a los hombres, trabajando en obras de caridad y de apostolado o dedicando toda su vida a orar por los hermanos en un claustro, según los designios de Dios.

Yo pienso, tengo la impresión a veces de que la diferencia entre una vida cristiana y otra, entre unos matrimonios y otros, entre una parroquia y otra, hasta entre un sacerdote y otro, está en esto, en su relación con Jesucristo Eucaristía, en la vivencia de este misterio. Si la Eucaristía, como dice el Concilio Vaticano II, es el centro y culmen de la vida cristiana y de la evangelización, necesariamente tiene que haber diferencia entre los que la veneran y la viven  como centro y fuente de su vida y los que la tienen como una práctica más, rutinaria y sin vida; unos han encontrado al Señor, dialogan, revisan, programan y se alimentan sus sentimientos y sus actitudes comiendo a Cristo en el pan consagrado y en la oración y trato diario, recibiendo allí fuerza, vitalidad y alegría;  otros no se han encontrado todavía con Él y, por tanto, no tienen ese diálogo y esa fuerza y ese aliento, que se reciben solo de Cristo Eucaristía.

Y la razón es clara: el  cristianismo esencialmente no son ritos ni palabras ni cosas, es una persona, es Jesucristo; si me encuentro con Él, puedo ser cristiano, puedo comprenderlo viviendo su misma vida, cumplir su evangelio, tratar de que otros lo conozcan y le amen y así hacerlos buenos y honrados; si no quiero visitarlo, encontrarme con Él, no puedo comprenderle ni entender su vida,  porque Cristo,  su evangelio,  su amor y a su salvación, no se comprenden hasta que no se viven, hasta que no se experimentan. Por eso es absolutamente imprescindible el encuentro eucarístico con Él para llegar a la verdad completa de la Eucaristía, sólo se puede llegar por su amor, por ese mismo amor que Jesús tuvo al instituirla, que es su Espíritu Santo: “Muchas cosas me quedan por deciros ahora, pero no podéis cargar con ellas por ahora, cuando venga el Espíritu Santo, os llevará hasta la verdad completa”.

Por eso, los que hemos estudiado teología tenemos que tener mucho cuidado de pensar que ya hemos llegado a la verdad completa de la Eucaristía, allí no se llega por ideas o inteligencia, porque entonces sería sólo patrimonio de los teólogos, sino por el Espíritu Santo, por el mismo amor divino que lo programó y lo realizó y lo realiza cada día por la epíclesis, por la invocación al Espíritu-Amor Personal de la Trinidad que nos ama.

Dios sólo se manifiesta y se abre a los puros y sencillos de corazón: “Gracias te doy, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla”. De ahí la necesidad para todos, seglares y sacerdotes, de orar mucho ante ella para poder vivirla,  para conocerla y amarla y vivirla en plenitud y para sentir su salvación y para salvar a los otros.

 Pablo VI confirma esta realidad: «Durante el día, los fieles no omitan el hacer la Visita al Santísimo Sacramento, que debe estar reservado en un sitio dignísimo, con el máximo honor en las Iglesias, conforme a la leyes litúrgicas, puesto que la visita es prueba de gratitud, signo de amor y deber de adoración a Cristo, nuestro Señor allí presente... no hay cosa más suave que esta, nada más eficaz para recorrer el camino de la santidad» (Mysterium fidei).

       Visitemos al Señor Eucaristía todos los días, pasemos un rato contándole nuestras alegrías y nuestras penas, comunicándonos con Él, y veremos cómo poco a poco vamos encontrando al amigo, al confidente, al salvador, a Dios.

Contemplar a Cristo, llegar a escuchar su voz, descubrirle en el pan que lo vela a la vez que nos lo revela, se va aprendiendo poco a poco y hay que recorrer previamente un largo camino de conversión por amor, de purificación y vacío, especialmente aquellos que quieran luego dirigir o tengan que dirigir a otros en este camino de encuentro con Jesucristo Eucaristía. Digo yo que mal lo harán si ellos no lo han recorrido y digo también si no será éste uno de lo mayores males de la Iglesia actual, sin guías expertos en oración eucarística, con indicaciones puramente teóricas y generales, poco atractivas y liberadoras de nuestros pecados y  miserias cuerpo y alma.                     

 En este camino, según los expertos y mapas de ruta de los santos que lo han recorrido, lo primero, más o menos, son visitas breves, rutinarias, rezando oraciones... pero sin posibilidad de diálogo porque no se ha descubierto realmente el misterio, la presencia, solo hay fe, fe teórica y heredada, todavía no personal y así no hay todavía encuentro y no sale el diálogo... Luego vienen pequeños movimientos del corazón, como frases  evangélicas que resuenan en tu corazón dichas por Cristo desde el sagrario, o leyéndolas y meditándolas en su presencia y, al oírlas en tu interior, empiezas a levantar la vista, mirar y dialogar y darte cuenta de que el sagrario está habitado, es  El y así Cristo ha empezado a hacerse presente en nuestra vida, pero de forma directa y personal y así empieza un camino de sorpresas, sufrimientos porque hay que purificar mucho y esto duele: “Con un bautismo tengo que ser bautizado... y cuánto sufro hasta que se complete”.

Iniciado este diálogo, automáticamente empezamos a escuchar a Cristo que en el silencio nos dice con lo que está y no está de acuerdo de nuestra vida:“el que quiera ser discípulo mío, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga” y aquí está el momento decisivo y trascendental: si empiezo a convertirme, si comprendo que amar a Dios es hacer lo que El quiere, si “mi comida es hace la voluntad de mi Padre” y empiezo a alimentarme de la humildad, paciencia, generosidad, amor evangélico del que Él me da ejemplo y practica en el sagrario; si empiezo a comprender que mi vida tiene que ser una conversión permanente, permanente, permanente, toda la vida, convirtiéndome y por tanto necesitando de Cristo, de oírle y escucharle, de ofrecerme con él en la Eucaristía, siempre indigente y pobre de su gracia, de su oración, de sus sentimientos y actitudes, si comprendo y me comprometo en  mi conversión, entonces llegaré a cimas insospechadas, al Tabor en la tierra. Podrá haber caídas pero ya no serán graves, luego serán más leves y luego quedarán para siempre las imperfecciones propias de la materia heredada con un genoma determinado, que más que imperfecciones son estilos diferentes de vivir. Siempre seremos criaturas, simples criaturas elevadas sólo por la misericordia y el poder y el amor de Dios infinito. Y el camino siempre será personal, trato íntimo entre Cristo y el alma, guiada por su Espíritu, que es amor y luz y fuerza, pero que actúa como y cuando quiere.

DÉCIMA HOMILÍA DEL CORPUS CHRISTI

 

QUERIDOS HERMANOS: Estamos celebrando la fiesta del Cuerpo y la Sangre del Señor. Desde la Cena del Señor, la Iglesia siempre creyó en la presencia de Cristo en el pan y en el vino consagrado, pero hasta llegar a esta fiesta universal de la Iglesia Católica, hay que reconocer que la Iglesia ha recorrido un largo camino para llegar a esta comprensión del misterio. A través de los siglos ha ido adquiriendo luz sobre el modo de cultivar la piedad eucarística y  ha ido incorporando a su liturgia y a su vida esta liturgia, teología y  vivencias.

       En la Iglesia primitiva la Eucaristía fue reconocida, siempre amada y públicamente venerada, pero especialmente en el marco de la Eucaristía y de la comunión. Fue ya en el siglo XII cuando se introdujo en Occidente la devoción a la Hostia santa en el momento de la consagración; en el siglo XIII se extendió la práctica de la adoración fuera de la Eucaristía, sobre todo, a partir de la instauración de la fiesta del Corpus Xti por Urbano IV. Ya en el siglo XIV surgió la costumbre de la Exposición Sacramental, y en el Renacimiento se erigió el Tabernáculo sobe el altar. Desde entonces han sido muy variadas las formas con las que la Iglesia ha cultivado la piedad a Jesús Sacramentado: Plegarias eucarísticas comunitarias o personales ante el Santísimo; Exposiciones breves o prolongadas, Adoración Diurna o Nocturna por turnos, Bendiciones Eucarísticas, Congresos Eucarísticos, las Cuarenta Horas, Procesiones, especialmente,  la del Corpus en España e Hispanoamérica, con artísticas Custodias, tronos, altares para la adoración pública a Cristo presente en el pan consagrado.

Fue en este Cuerpo, donde el Hijo de Dios vivió en la tierra, se hizo Salvación para el mundo entero y nos reveló y  manifestó el amor extremo de la Santísima Trinidad: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo Unigénito...”. En este cuerpo y en todas sus manifestaciones se nos ha revelado el amor total del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo: es Cuerpo de la Trinidad, manifestación del amor trinitario, visibilidad del Hijo, revelación del proyecto de Salvación del Padre, obra del Amor del Espíritu Santo. Este cuerpo nos pertenece totalmente:“Tanto amó Dios al mundo...” Es un cuerpo al que nos está permitido besar, adorar, tocar porque está todo lleno de vida, de paz, de entrega, de castidad, de misericordia a los pecadores, de ternura por los pobres y los desheredados, de revelación de los misterios divinos.

Es lo que afirma San Juan en una de sus cartas:“Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos, al Verbo de la Vida... eso es lo que os anunciamos...”. Y todo esto que contempló y palpó el apóstol Juan está ahora en la  Eucaristía, ésta es la nueva encarnación de Dios, éste es el Pensamiento y la Palabra de Dios hecha visible ahora en el pan consagrado, tocada y palpada por los nosotros, que seguimos recibiendo gracias tras gracias por su mediación.

Para esto necesitamos primeramente la fe, creer, don de Dios parar ver como Él ve y reconocerle aquí presente en el pan. Esto es precisamente lo que pedimos en la oración de este día: “Concédenos, Señor, participar con fe en el misterio de tu Cuerpo y Sangre…”. De la fe que se va haciendo vida, nacerá la necesidad de Él, de su gracia, de su ayuda, de su amistad y finalmente la necesidad de no poder vivir sin Él.

Esta celebración litúrgica no debe ser tan sólo el recuerdo del Misterio sino recobrar para nuestra vida cristiana lo que Cristo quiso que fuera su Presencia en la Eucaristía, que no es meramente estática sino  dinámica en los tres aspectos de Eucaristía, comunión y presencia. La Eucaristía fue instituida para ser pascua de salvación y liberación de los pecados del mundo, fue elaborada para ser alimento de la vida cristiana y permanece como intercesión ante el Padre y como salvación  siempre ofrecida a los hombres.

Queridos hermanos: si no adoramos la Eucaristía, es que en realidad no creemos en Cristo presente en la Hostia santa, no creemos que nos esté salvando y llamando a la amistad con Él, porque si creemos, la fe eucarística debe provocar espontáneamente sentimientos de gratitud y correspondencia, de aproximación y adoración. Si no adoramos, es que sólo creemos en un Cristo lejano, que cumplió su tarea y se marchó y ahora sólo nos quedan recuerdos, palabras, imágenes o representaciones muertas pero Él ya no permanece vivo y resucitado entre nosotros. Si creemos de verdad en su presencia eucarística, en un Dios tan cercano, tan extremado en su amor, ésto debe provocar en nosotros una respuesta de amor y correspondencia.

La fe y el amor a  Cristo Eucaristía es el termómetro de nuestra fe en Jesucristo, y, a la vez,  «la fuente que mana y corre, aunque es de noche» (por la fe) de nuestra unión con Dios, de nuestro amor y esperanza sobrenatural, de nuestra generosidad y vida cristiana, de nuestro compromiso apostólico, de nuestros deseos de redención y salvación del mundo, porque todo esto solo lo tiene Cristo, Él es la fuente y fuera de Él nada ni nadie puede darlo.

A la luz de esta verdad examino yo todos los apostolados de la Iglesia, seglares o sacerdotales. Ponerse de rodillas ante Jesucristo y pasar largos ratos junto a Él, es la verdad que salva o critica, que evidencia la sinceridad de nuestras vidas o la condena, que testifica la sinceridad de nuestro dolor por el pecado del mundo, de nuestros hijos, de nuestra sociedad y nuestra intercesión constante ante el Señor o la superficialidad de nuestros sentimientos; aquí se mide la hondura evangélica de nuestros grupos parroquiales, de nuestras catequesis y actividades y compromisos por Cristo en el mundo, en la familia, en la profesión.

Este día del Corpus es <cairós>, el momento y la liturgia oportuna para renovar nuestra devoción a la Eucaristía como sacrificio, como comunión y como visita. Recobremos estas prácticas, si las hubiéramos perdido y potenciemos la visitas, los jueves eucarísticos, la Adoración Nocturna... todas las instituciones que nos ayuden a encontrarnos con Jesucristo Eucaristía, fuente de toda vida cristiana y Único Salvador del mundo.

       «El culto que se da a la Eucaristía fuera de la Misa es de un valor inestimable en la vida de la Iglesia. Dicho culto está estrechamente unido a la celebración del Sacrificio eucarístico. La presencia de Cristo bajo las sagradas especies que se conservan después de la Misa –presencia que dura mientras subsistan las especies del pan y del vino-, deriva de la celebración del Sacrificio y tiende a la comunión sacramental y espiritual. Corresponde a los Pastores animar, incluso con el testimonio personal, el culto eucarístico, particularmente la exposición del Santísimo Sacramento y la adoración de Cristo presente bajo las especies eucarísticas.

       Es hermoso estar con Él y, reclinados sobre su pecho como el discípulo predilecto (cf Jn 13,25), palpar el amor infinito de su corazón. Si el cristianismo ha distinguirse en nuestro tiempo sobre todo por el «arte de la oración», ¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento? ¡Cuántas veces, mis queridos hermanos y hermanas, he hecho esta experiencia y en ella he encontrado fuerza, consuelo y apoyo!» (Ecclesia de Eucharistia 25).Quiero terminar con una estrofa del himno «adoro te devote...» «Señor, en la Eucaristía no veo tus llagas como las vio el Apóstol santo Tomás, pero, sin embargo, aún si verlas, yo hago la misma profesión de fe que hizo él: Señor mío y Dios mío. Haz, Señor, que crea cada día más y te ame más y ponga en Ti mi única esperanza... Oh Jesús, a quien ahora veo velado por el pan, ¿cuándo se realizará esto que tanto deseo en mi corazón? Verte ya cara a cara a  rostro descubierto, para ser eternamente feliz contigo en tu presencia…” Amén.

    

UNDÉCIMA HOMILÍA DEL CORPUS CHRISTI

QUERIDOS HERMANOS: Celebramos hoy la fiesta del Corpus Christi, del Cuerpo y la Sangre del Señor. Hoy adoramos públicamente y cantamos por nuestras calles al Cuerpo del Hijo  encarnado, ese cuerpo humano formado en el seno de la hermosa nazarena, de la Virgen guapa y Madre del alma, María, por la fuerza y la potencia del Amor Personal del Dios Uno y Trino que es el Espíritu Santo. Este cuerpo, hermanos, trabajó y sufrió por nosotros, ese cuerpo  recorrió sudoroso y polvoriento los caminos de Palestina, este cuerpo fue llagado y murió por nosotros en la cruz y resucitó y nos dio la vida nueva de hijos de Dios y herederos del cielo.

En este día vamos a meditar en la Eucaristía como comunión. La comunión, el comer su cuerpo y beber su sangre fue la intención manifestada por Cristo tanto en la promesa de la Eucaristía, que nos trae el evangelio de hoy, como en la institución, de que nos habla la segunda lectura: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo, el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo os daré es mi carne para la vida del mundo”.

Este pan bajado del cielo, que es Cristo, es evocado también en la primera lectura de hoy, donde se nos habla de un hecho acaecido hace ya miles de años, pero que sigue siendo realidad en cuanto a su realización plena en la Eucaristía: el maná bajado del cielo y el agua viva manada de la roca para saciar el hambre y la sed de los israelitas en el desierto eran figura e imagen de la Eucaristía, verdadero pan bajado del cielo para alimentar la  vida y salvación de todos los hombres hasta llegar a la tierra prometida de la vida eterna .

 Los hebreos, después de haber comido el maná, murieron; en cambio, Cristo nos asegura que el verdadero pan bajado del cielo es Él y quien lo coma vivirá eternamente. Por eso, la comunión frecuente es prenda de eternidad: «et futurae gloriae pignus datur», es respuesta de amor al ofrecimiento de Cristo y, recibida con hambre, se convertirá en sacramento de amor entre los hombres, de caridad fraterna, en fuente de vida y comunión y unidad entre los hermanos. Nos dice San Pablo: “El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan”.

Esta unidad de todos en Cristo y en la Iglesia se nos da por este pan: «Dirige tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia, y reconoce en ella la Víctima por cuya inmolación quisiste devolvernos tu amistad, para que fortalecidos con el Cuerpo y Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu» (Plegaria eucarística III). «Justo porque participamos en un solo pan, dice San Juan Damasceno, nos hacemos todos un solo Cuerpo de Cristo, una sola sangre y miembros los unos de los otros, hechos un solo cuerpo con Cristo».

Sin embargo, hermanos, qué pobre es nuestra correspondencia a este amor de Cristo. Frente a la afirmación de Cristo:“si no coméis mi carne no tendréis vida en  vosotros”, nosotros deseamos saciarnos más bien de los bienes de este mundo, que crean cada vez más necesidad de ellos y por eso necesitan ser consumidos ininterrumpidamente y no pueden llenarnos, porque nuestro corazón ha sido creado para hartarse de la hartura de la divinidad; frente al “me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”, nosotros no encontramos tiempo para estar con el Señor, precisamente con Él, que quiso y vino para tener todo el tiempo para nosotros; frente al “ardientemente he deseado comer esta cena pascual con vosotros”, muchos de nosotros no tenemos hambre de su amor ni de su pascua, ni de su pan, de comulgar con frecuncia  ¡Qué pocas comuniones y cuántas primeras comuniones que son últimas! ¿Dónde están los jóvenes bautizados, confirmados? ¿Es que ellos no han sido redimidos, amados, llamados por Cristo al banquete eucarístico? Tan poco entusiasmados se encuentran en la fe y vida cristiana, tan débiles, tan vacíos, tan faltos de sabor santo que no tienen hambre ni gusto para este  pan del cielo, tan flacos que no tienen fuerzas para acercarse hasta él. Este pan del cielo es el único que puede limpiarlos, llenarlos de verdad, de vida y de sentido,  su carne glorificada y resucitada está llena de misericordia y de perdones para tanto desenfreno y pecado, leed el evangelio y lo veréis.

Comulgar conscientemente, con delicadeza y respeto, con fe viva, con tiempo para asimilar lo recibido es la única medicina para curar nuestras enfermedades de espíritu: egoísmos, soberbias, impurezas de la carne, envidias ¡cuánta envidia, a veces entre los mismos que la comen!  La Eucaristía nos enseña a amar, a perdonar  como Cristo. No fuerzas para vencer los odios y rencores, nos hace más amigos a todos.

       «Con la comunión eucarística la Iglesia consolida también su unidad como cuerpo de Cristo. San Pablo se refiere a esta eficacia unificadora de la participación en el banquete eucarístico cuando escribe a los Corintios: “Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan  y un solo cuerpo somos, pues todos particpalmos de un solo pan” (1Cor 10, 16-17). El comentario de San Juan Crisóstomo es detallado y profundo: «¿Qué es, en efecto, el pan? Es el cuerpo de Cristo. ¿En qué se transforman los que lo reciben? En cuerpo de Cristo, pero no muchos cuerpos sino un solo cuerpo. En efecto, como el pan es sólo uno, por más que está compuesto de muchos granos de trigo y éstos se encuentren en él, aunque no se vean, de tal modo que su diversidad desaparece en virtud de su perfecta fusión; de la misma manera, también nosotros estamos unidos recíprocamente unos a otros y, todos juntos, con Cristo» (Homilías sobre la 1 Carta a los Corintios, 24,2: PG 61, 200).

Y esta acción santificadora de Cristo Eucaristía por la comunión continúa luego con la adoración eucarística. Así se lo pedimos, durante la Misa, al Espíritu de Cristo, en la anáfora de la Liturgia de Santiago, para que el cuerpo y la sangre de Cristo «sirvan a todos los que participan de ellos… a la santificación de las almas y los cuerpos» (PO 26, 206).

«El don de Cristo y de su Espíritu que recibimos en la comunión eucaristía colma con sobrada plenitud los anhelos de unidad fraterna que alberga el corazón humano y, al mismo tiempo, eleva la experiencia de fraternidad, propia de la participación común en la misma mesa eucarística, a niveles que están muy por encima de la simple experiencia convivial humana. Mediante la comunión del cuerpo de Cristo, la Iglesia  alcanza cada vez más profundamente su ser «en Cristo como sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad e todo el género humano» ( LG 1).

«A los gérmenes de disgregación entre los hombres, que la experiencia cotidiana muestra tan arraigada en la humanidad, a causa del pecado, se contrapone la fuerza generadora de unidad del cuerpo de Cristo. La Eucaristía, construyendo la Iglesia, crea precisamente por ello comunidad entre los hombres» (Ecclesia de Eucharistia 24).

Si le visitamos todos los días, el Cristo del sagrario nos inyecta humildad con su presencia silenciosa, paciencia con su presencia, llena de misericordia a pesar de tanto abandono y desprecio, amor porque está siempre ofreciéndose en amistad, sencillez, alegría... ¡Pero si tiene tantos deseos de intimar con cada uno de nosotros que se vende por nada, por una sencilla y simple mirada de fe! Él se ha quedado en el pan para darnos su salvación y amistad y Él lo tiene y quiere dárnoslo,  quiere que haya familias unidas y esposos que se quieran y Él es la fuente del amor, que nos une con el lazo irrompible de su caridad; quiere que haya parroquias llenas de vida y sentido comunitario y Él es la el centro y la meta de toda comunidad; quiere que los enfermos sean curados, los tristes consolados, los pobres atendidos, y Él es caridad y medicina para todos los males,  compañía para nuestras soledades y tristezas, el pan para los hambrientos de todo tipo.

Nada ni nadie puede construir un  mundo mejor que Jesucristo Eucaristía, nada ni nadie puede construir mejor la Iglesia y la parroquia que la Eucaristía; podemos y debemos tener reuniones y apostolados de todo tipo, pero “sin mí no podéis hacer nada” y, por eso, Cristo Eucaristía, con su fuerza y cercanía, con sus sentimientos y actitudes, con la vivencia de sentirme amado por Él y saber que siempre es Dios infinito y amigo, hace que en mi corazón y en mi vida personal y apostólica se originen y renueven entusiasmos y deseos de trabajar por Él y por los hermanos, constancia en las empresas, seguridad de que ningún esfuerzo ha sido inútil, certeza de que todo sabe a Eucaristía y vida eterna, sentido pleno a mi vida cristiana o sacerdotal, contemplativa o apostólica, pública o privada.    

Queridos hermanos, que esta fiesta del Corpus avive en nosotros el amor a la Eucaristía, que nos anime a visitarle todos los días, a comulgar mejor y con más frecuencia, que niños, jóvenes y adultos volvamos a sentarnos juntos en la mesa del Señor: “...porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida”, la Eucaristía nos sacia de la hartura de Dios: “el que viene a mí no tendrá más hambre, y el que cree en mi, jamás tendrá más sed”, al mundo no le pueden salvar los políticos ni los filósofos ni los técnicos, sólo Jesucristo si comemos su pan consagrado y comulgamos con su evangelio de amor fraterno, con sus sentimientos de perdón y sus criterios de igualdad entre todos, sólo si vivimos y  amamos como Él nos amó: “en verdad, en verdad os digo,  si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros“; “El pan que yo os daré es mi carne, vida del mundo”.

La Eucaristíaes también el alimento y la semilla de la vida eterna:“El que come mi carne tiene la vida eterna y yo le resucitaré en el último día”, ahí está nuestro Bien y nuestro Mejor Amigo, no es posible mayor unión : “El que come mi carne y bebe mi sangre está en mi y yo en él” “...el que me come,  vivirá por mí”, “ardientemente he deseado comer esta cena pascual con vosotros”. Jesucristo, nuestra comida y banquete, nuestra pascua y alimento lleva veinte siglos preparando la mesa, poniendo los manteles, aderezando el pan y el vino, haciéndonos la eterna invitación.

Queridos hermanos: creamos en Él, esperemos en Él, confiemos en Él, superemos nuestras rutinas o distracciones, exijamos el amor que Él nos da, a pesar de nuestras dudas y recelos, de nuestras crisis de fe y amor eucarístico. Ya lo intuyó el Señor en la misma promesa de la Eucaristía; ante los discípulos, un tanto dudosos:“Jesús les dijo:¿ también vosotros queréis marcharos? Las palabras que os he hablado son espíritu y vida”. Nosotros, con los Apóstoles y todos los que creen y creerán a través de los siglos, le decimos como Pedro: “Señor, a quién vamos a ir¿... tu tienes palabras de vida eterna...” “Señor, danos siempre de ese pan”.

DUODÉCIMA HOMILÍA DEL CORPUS CHRISTI

QUERIDOS HERMANOS: Quiero empezar esta mañana del Corpus con esa estrofa del <Pange lengua> que cantamos hoy y muchas veces en latín en nuestras Exposiciones del Santísimo, y que quiero traducirla para vosotros: “Pange lingua gloriosi corporis  mysterium...”: «Que la lengua humana cante este misterio: la preciosa sangre y el precioso cuerpo». Vamos a cantar, hermanos, a este Cuerpo glorioso que nos amó y se entregó por nosotros, que nació de la Virgen María, que trabajó y se cansó como nosotros, que padeció muy joven la muerte por nosotros y que resucitó y permanece vivo y glorioso en el cielo y aquí en el pan consagrado, en el silencio de los sagrarios de nuestras iglesias; y a esta sangre que se derramó por amor al Padre y a nosotros, para hacer la Nueva y Eterna Alianza de Dios con los hombres en su sangre, el pacto de salvación que ya no se romperá nunca por parte de Dios.

Vamos a cantar y dar gracias al Cuerpo de Cristo, del Hijo Amado del Padre, que ha sido vehículo y causa de nuestra redención. Vamos a adorarlo: “Tantum, ergo, sacramentum, veneremur cernui...” «Adoremos postrados tan grande sacramento», es el tesoro más grande y precioso que tiene la Iglesia y lo guardan en todos sus templos, porque la Iglesia es la esposa, y dice San Pablo, que “esposa es la dueña del cuerpo del esposo”, que es Jesucristo, eternamente presente y haciendo presente su amor y salvación, su entrega y su deseo de estar con los hijos de los hombres, de anticipar el cielo en la tierra para los que lo deseen, porque el cielo es Dios y Dios vivo y resucitado está en el pan consagrado.

Fijaos bien, hermanos, en ese signo tan sencillo, en ese trozo de pan ha querido quedarse verdaderamente con todo su cuerpo, sangre, alma y divinidad el Hijo de Dios, la segunda persona de la Santísima Trinidad, el Verbo y la Palabra eternamente pronunciada y pronunciándose por el Padre en amor de Espíritu Santo para los hombres, en un silabeo amoroso y canto eterno y eternizado de gozo y entrega total en el Hijo... Por eso dice la Biblia: “Realmente ninguna nación ha tenido a Dios tan cercano como nosotros...”.

El Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica dice: “El primer anuncio de la Eucaristía dividió a los discípulos, igual que el anuncio de la pasión los escandalizó”: “Es duro este lenguaje, ¿quién podrá escucharlo?” La Eucaristía y la cruz siempre serán piedras de tropiezo para los discípulos de todos los tiempos. Sacrificio de la cruz y Eucaristía son el mismo misterio y no cesan de ser ocasión de división;¿también vosotros queréis marcharos? Estas palabras de Jesús resuenan a través de todos los tiempos para provocar en nosotros la respuesta de los Apóstoles:“a quién vamos a ir, solo tú tienes palabras de vida eterna”.

Nosotros, como los Apóstoles, le decimos hoy: Señor, nos fiamos de Ti y confiamos en Ti, queremos acoger en la fe y en el amor este don de Ti mismo en la Eucaristía, especialmente en este día del Corpus Christi. En primer lugar, como sacramento de la cruz, como sacrificio permanente de tu amor, perpetuado a través de los signos y palabras de la Última Cena. Dice el Vaticano II: «Nuestro Salvador en la Última Cena, la noche en que fue entregado, instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y su sangre para perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz y confiar así a su Esposa amada, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección...».

Jesús dio la vida por nosotros cruentamente el Viernes Santo, pero anticipó, con su poder, esa realidad salvadora, en la Eucaristía del Jueves Santo, mediante el sacrificio eucarístico, consagrando el pan y el vino, convirtiéndolos en su cuerpo y sangre y que ahora renovamos sobre nuestros altares, para hacer presente todos los bienes de la Redención. Ante este misterio, nuestros sentimientos tienen que ser ofrecernos con Él al Padre en el ofertorio de la Eucaristía, para quedar consagrados con el pan y el vino en la Eucaristía por la invocación al Espíritu Santo en la epíclesis, y después, al salir de la iglesia, como hemos sido consagrados y ya no nos pertenecemos, vivir esa consagración a Dios, cumpliendo su voluntad en adoración y amor extremo y total hasta dar la vida por los hermanos.

Este debe ser con Él nuestro sacrificio agradable a Dios. Esta es en síntesis la espiritualidad de la Eucaristía, lo que la Eucaristía exige y nos da al ser celebrada y comulgada; esto es participar de la Eucaristía “en espíritu y verdad”, no abrir simplemente la boca y comer pero sin comulgar con los sentimientos de Cristo. Y  así es cómo el que comulga o el que contempla o celebra la Eucaristía se va haciendo Eucaristía perfecta y consumada; así es cómo la Eucaristía se convierte para nosotros, según el Vaticano II,  «en fuente y cumbre de toda la vida de la Iglesia», «es la cumbre y, al mismo tiempo, la fuente de donde arranca toda su fuerza…»; «es todo el bien espiritual de la Iglesia, Cristo mismo, en persona». La Eucaristía es la presencia viva de Cristo, el Corazón de Cristo en el corazón de la Iglesia Universal, en el corazón de sus templos católicos  y en el corazón de todos creyentes.

Una vez hecho presente el sacrificio de Cristo en el altar, la Iglesia lo hace suyo para ofrecerlo y ofrecerse a sí misma con Cristo al Padre, para ganar para sí y para el mundo entero las gracias de las Salvación, que encierra este misterio. Por eso, sin Eucaristía, no hay ni puede haber cristianismo ni seguidores ni discípulos de Jesús, ni santidad, ni vida  ni nada verdaderamente cristiano.

Un segundo aspecto de la Eucaristía, absolutamente importante y querido por  Cristo y consiguientemente necesario para la Iglesia, es la comunión. En la intención de Cristo, al instituir  la Eucaristía como alimento y en una cena, esto era directamente pretendido por el signo y por la intención: reunir a todos los suyos en torno a la mesa, para que coman el pan de vida eterna, el pan de la vida nueva de gracia, el pan del cielo.

La comunión eucarística nos introduce en la participación de los bienes últimos y escatológicos: «La aclamación que el pueblo pronuncia después de la consagración se concluye oportunamente manifestando la proyección escatológica que distingue la celebración eucarística (cf 1 Cor 11,26): «…hasta que vuelvas». La Eucaristía es tensión hacia la meta, pregustar el gozo pleno prometido por Cristo (cf Jn 15,11); es, en cierto sentido, anticipación del Paraíso y «prenda de la gloria futura». En la Eucaristía, todo expresa la confiada espera: «mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo». Quien se alimenta de Cristo en la Eucaristía no tiene que esperar el más allá para recibir la vida eterna: la posee ya en la tierra como primicia de la plenitud futura, que abarcará al hombre en su totalidad.

En efecto, en la Eucaristía recibimos también la garantía de la resurrección corporal al final del mundo: “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día” (Jn 6,54). Esta  garantía de la resurrección futura proviene de que la carne del Hijo del hombre, entregada como comida, es su cuerpo en el estado glorioso del resucitado. Con la Eucaristía se asimila, por decirlo así, el «secreto» de la resurrección. Por eso san Ignacio de Antioquia definía con acierto el Pan eucarístico «fármaco de inmortalidad, antídoto contra la muerte» (Carta a los Efesios, 20: PG 5, 661).

Junto a las palabras de Cristo sobre la necesidad de comulgar para vivir su vida: “en verdad, en verdad os digo si no coméis la carne del Hijo de Hombre no tendréis vida en vosotros”, tenemos que poner la advertencia de Pablo: “Así, pues, quien come el pan y bebe el cáliz indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor. Examínese, pues, el hombre a sí mismo, y entonces coma del pan y beba del cáliz; pues el que come y bebe sin discernimiento, come y bebe su propia condenación. Por esto hay entre vosotros muchos flacos y débiles y muchos dormidos”.

Qué valentía la de Pablo, qué claridad... Hay flacos y débiles entre los que comulgan porque realmente no comulgan con la vida de Cristo, sino que comen tan solo su cuerpo sin querer asimilar su vida, su evangelio, sus actitudes. Tendríamos que revisar nuestras Eucaristías, nuestras comuniones a la luz de estas palabras de Pablo y examinarnos para no comer indignamente el Cuerpo de Cristo. No basta comer el cuerpo de Cristo, hay que comulgar más y mejor con su amor, con sus sentimientos y actitudes.   

Y ya para terminar, quiero citar unas palabras de Juan Pablo II, refiriéndose a la Eucaristía como presencia: «La Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico. Jesús nos espera en este sacramento de amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a reparar las faltas graves y delitos del mundo. No cese nunca nuestra adoración». 

Queridos hermanos: Jesús es la Salvación y el Camino, todos los días debemos revisar nuestra vida a la luz de la suya, todos los días debemos pasar a dialogar, consultar, orar y pedir ayuda, fortaleza, perdón de nuestros pecados. No concibo creer en Jesucristo y no visitarle con amor. Amor a Cristo y visita al Señor es lo mismo. En otra ocasión dirá el Papa Juan Pablo II: Poca vida eucarística equivale a poca vida cristiana, poca vida apostólica y sacerdotal, es más, vida en peligro. Lógicamente, vida eucarística abundante será vida rica en todo. Mucha vida eucarística es mucha vida cristiana, apostólica, sacerdotal. Es la que deseo y pido para vosotros y para mí. Amén.

DÉCIMOTERCERA HOMILÍA DELCORPUS CHRISTI 

¿Como pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre" (Sal.116). Estas palabras de un salmo pascual de acción de gracias brotan de lo más hondo de nuestro corazón ante el misterio que hoy celebramos: el misterio del Cuerpo y de la sangre de Cristo Eucaristía.

«Reunidos en comunión con toda la Iglesia», con el papa, los obispos, la Iglesia entera vamos a levantar el cáliz eucarístico invocando el nombre de Dios, alabándole, dándole gracias y ofreciendo la víctima santa para pedir al Padre una nueva efusión de su Espíritu transformante para todos nosotros.

Junto al cuerpo y la sangre de Cristo, Hijo de Dios, entregado por amor y presente en todos los sagrarios de la tierra, piadosamente custodiado por la fe y el amor de todos los creyentes, hemos de meditar una vez mas en las maravillas de este misterio, para reencontrarnos así con el mismo Cristo de ayer, de hoy y de siempre y llenarnos de sus actitudes  de entrega y amor hasta el fin, que nos lleven también a nosotros a dar la vida por los hermanos en una vida y muerte como la suya.

Queremos compartir, con todos los hermanos y hermanas en la fe, nuestra convicción profunda de que el Señor está siempre con nosotros y, en consecuencia, que la Eucaristía, que Él entregó a la Iglesia como memorial permanente de su sacrificio pascual, es «centro, fuente y culmen» de la vida de la comunidad cristiana, porque nos hace presente la persona y los hechos salvadores de Dios encarnado.

 

ENCARNACIÓN Y EUCARISTÍA.- La Encarnación y la Eucaristía no son dos misterios separados sino que se iluminan mutuamente y alcanzan el uno al lado del otro un mayor significado, al hacernos la Eucaristía «compartir hoy la vida divina de aquel que se ha dignado compartir con el hombre (Encarnación) la condición humana» (Prefacio de Navidad).

Está claro que en la comunión eucarística el Hijo de Dios no se encarna en cada uno de los fieles que le comulgan, como lo hizo en el seno de María, sino que nos comunica su misma vida divina, como Él mismo prometió en la sinagoga de Carfanaún (cf. Jn.6,48). De esta forma, la Eucaristía culmina y perfecciona la incorporación a Cristo realizada en el Bautismo y la Confirmación, y en Cristo y por Cristo, formamos un solo cuerpo con Él y con los hermanos, los que comemos el mismo pan (Cor.1cor. 10,16-17).

Esta unión estrechísima entre Encarnación y Eucaristía, entre el Cristo de ayer y de hoy, entre el Cristo hecho presente por la Encarnación y la Eucaristía, es posible y real porque lo que en la plenitud de los tiempos se realizó por obra del Espíritu Santo, solamente por obra suya puede surgir ahora de la memoria de la Iglesia. Es el Espíritu Santo y solamente Él, quien no solo es «memoria viva de la iglesia». Por que con su luz y sus dones nos facilita la inteligencia espiritual de estos misterios y de todo lo contenido en la Palabra de Dios, sino que su acción, invocada en la epíclesis del sacramento, nos hace presente (memorial) las maravillas narradas en la anamnesis (memoria) de todos los sacramentos y actualiza y hace presente en el rito sacramental los acontecimientos salvíficos que son celebrados, especialmente el misterio pascual de Jesucristo, centro y culmen de toda acción litúrgica. La Eucaristía como la Encarnación es la gran obra del Espíritu Santo a favor de la Iglesia.                                                                                   

   

PRESENCIA PERMANENTE.-  Y esta presencia de Cristo en la celebración de la santa Eucaristía no termina con ella, sino que existe una continuidad temporal de su morada en medio de nosotros como Él lo había prometido repetidas veces durante su vida. En el sagrario es el eterno Emmanuel, Dios con nosotros, todos los días hasta el fin del mundo (Mt.28, 20); es la presencia real por antonomasia, no meramente simbólica sino verdadera y sustancial.

Por esta maravilla de la Eucaristía, Aquel, cuya delicia es “estar con los hijos de los hombres” (cfr.Pr.8,31), lleva dos mil años poniendo de manifiesto, de modo especial en este misterio,  que“la plenitud de los tiempos” (Cfr.Gal 4,4) no es un acontecimiento pasado sino una realidad, en cierto modo presente, mediante los signos sacramentales que lo perpetúan. Esta presencia permanente de Jesucristo hacía exclamar a santa Teresa de Jesús: “héle aquí compañero nuestro en el santísimo sacramento, que no parece fue en su mano apartarse un momento de nosotros” (Vida, 22,26). Siempre podemos visitarle, siempre podemos unirnos a Él en su ofrecimiento al Padre desde su presencia eucarística, siempre podemos estar comulgando con sus sentimientos y actitudes.

«Precisamente por eso, es conveniente cultivar en el ánimo este deseo constante del Sacramento eucarístico. De aquí ha nacido la práctica de la <omunión espiritual>, felizmente difundida desde hace siglos en la Iglesia y recomendada por Santos maestros de vida espiritual. Santa Teresa de Jesús escribió: «Cuando… no comulgáredes y oyéredes misa, podéis comulgar espiritualmente, que es de grandísimo provecho…, que es mucho lo que se imprime el amor ansí deste Señor» (Camino de perfección 35,1) (Ecclesia de Eucharistia 34b).

 

PAN DE VIDA. Pero la Eucaristía también, según el deseo del mismo Cristo, quiere ser el alimento de los que peregrinan en este mundo. “Yo soy el pan de vida, quien come de este pan, vivirá eternamente, si no coméis mi carne y no bebéis mi sangre no tenéis vida en vosotros; el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna…” (Jn.6,54-55).

El discurso eucarístico de Jesús, en el capítulo sexto de San Juan, hace exclamar a la Iglesia: «Oh sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida, se celebra el memorial de su pasión, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura». La Eucaristía es el pan de vida, en cualquier necesidad de bienes básicos de vida o de gracia, de salud o de consuelo, de justicia y libertad, de muerte o de vida, de misericordia o de perdón; la Eucaristía debe ser el alimento sustancial para el niño que se inicia en la vida cristiana o para el joven o adulto que sienten la debilidad de la carne, de la soberbia de la vida o para los matrimonios que sienten crujir la ruina de su amor para siempre, o de todo cristiano en la lucha diaria contra el pecado, especialmente como viático para los que están a punto de pasar de este mundo a la casa del Padre. La Eucaristía es el mejor alimento para la eternidad, para llegar hasta el final del viaje con fuerza, fe, amor y esperanza.

La comunión sacramental produce tal grado de unión personal de los fieles con Jesucristo que cada uno puede hacer suya la expresión de San Pablo: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi” (Gal 2,20). La comunión sacramental con Cristo nos hace participes de sus actitudes de entrega, de amor y misericordia, de sus ansias de glorificación del Padre y salvación de los hombres. En la Eucaristía todos somos invitados por el Padre a formar la única iglesia, como misterio de comunión con Él y con sus hijos: "La sabiduría ha preparado el banquete, mezclado el vino y puesto la mesa; ha despachado a sus criados para que lo anuncien  en los puestos que dominan la ciudad: venid a comer  mi pan y a beber el vino que he mezclado" (Pr. 9,2-3.5). No podemos, por tanto, rechazar la invitación y negarnos a entrar como el hijo mayor de la parábola (cf. Lc15, 28.30). Entremos, pues, con gozo a esta casa de Dios y sentémonos a la mesa, que nos tiene preparada para celebrar el banquete de bodas de su Hijo con la humanidad, por medio de la Eucaristía, que es una Encarnación continuada y comamos el pan de la vida preparado por Él con tanto amor y deseos.

       La comunión sacramental nos abre las puertas de la Trinidad, del cielo trinitario, de la bienaventuranza celeste, por el Verbo encarnado y hecho pan de Eucaristía: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡Ven, Señor Jesús!».

«La tensión escatológica suscitada por la Eucaristía expresa y consolida la comunión con la Iglesia celestial. No es casualidad que en las anáforas orientales y en las plegarias eucarísticas latinas se recuerde siempre con veneración a la gloriosa siempre Virgen Maria, Madre de Jesucristo, nuestro Dios y Señor, a los ángeles, a los santos apóstoles, a los gloriosos mártires y a todos los santos. Es un aspecto  de la Eucaristía que merece ser resaltado: mientras nosotros celebramos el sacrificio del Cordero, nos unimos a la liturgia celestial, asociándonos con la multitud inmensa que grita: «La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero» (Ap 7, 10). La Eucaristía es verdaderamente un resquicio del cielo que se abre sobre la tierra. Es un rayo de gloria de la Jerusalén celestial, que penetra en las nubes de nuestra historia y proyecta luz sobre nuestro camino (Ecclesia de Eucharistia 19).

¡Eucaristía divina, cómo te deseo, cómo te amo, con qué hambre de tí camino por la vida, qué ganas de comerte y ser comido por ti, para transformarme totalmente en Cristo!

DÉCIMOCUARTA HOMILÍA DEL CORPUS CHRISTI

Queridos hermanos: Estamos celebrando la fiesta del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, de la Presencia Eucarística de Cristo en medio de nosotros. Y esta fiesta debe ser un motivo para adorar y agradecer este misterio. La Presencia Eucarística en nuestros sagrarios es la presencia de Cristo en medio de nosotros en amistad y salvación permanentemente ofrecidas. Para eso se ha quedado el Señor tan cerca de nosotros.

La instrucción Eucharisticum mysterium  lo expresa así: «La piedad, que impulsa a los fieles a acercarse a la sagrada comunión, los lleva a participar más plenamente en el misterio pascual... permaneciendo ante Cristo el Señor, disfrutan de su trato íntimo, le abren su corazón pidiendo por sí mismos y por todos los suyos y ruegan por la paz y la salvación del mundo. Ofreciendo su vida al Padre por el Espíritu Santo, sacan de este trato admirable un aumento de su fe, esperanza y caridad» (50).

DE LA EUCARISTÍA COMO COMUNIÓN, A LA MISIÓN. 

Cuando la Eucaristía se celebra en latín, la despedida del presidente es «podéis ir en paz», que en latín se dice: «Ite, missa est»; <mitto>,<missus> significa enviar. La liturgia del misterio celebrado envía e invita a todos a cumplir en su vida ordinaria lo que allí han celebrado. Enraizados en la vid, los sarmientos son llamados a dar fruto abundante en el mundo: “yo soy la vid, vosotros sois los sarmientos”.

En efecto, la Eucaristía, a la vez que corona la iniciación de los creyentes en la vida de Cristo, los impulsa también a anunciar el evangelio y a convertir en obras de caridad y de justicia cuanto han celebrado en la fe. Por eso, la Eucaristía es la fuente permanente de la misión de la Iglesia. Allí encontraremos a Cristo que nos dice a todos: “Id y anunciad a mis hermanos... amaos los unos a los otros... id al mundo entero…”.

EN LA EUCARISTÍA SE ENCUENTRA LA FUENTE Y LA META DE TODO APOSTOLADO

«La liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza. Pues los trabajos apostólicos se ordenan a que, una vez hechos hijos de Dios por la fe y el bautismo, todos se reúnan, alaben a Dios en medio de la Iglesia, participen en el sacrificio y coman la cena del Señor» (SC10).

Como vemos, la centralidad de la Eucaristía en la vida cristiana ha de concebirse como algo dinámico no estático, que tira de nosotros desde las regiones mas apartadas de nuestra tibieza espiritual y nos une a Jesucristo que nos toma como humanidad supletoria para seguir  cumpliendo su tarea de Adorador del Padre, Intercesor de los hombres, Redentor de todos los pecados del mundo y Salvador y garante de la vida nueva nacida de la nueva pascua, el nuevo paso de lo humano a la tierra prometida de lo divino.

 En cada Eucaristía se nos aparece Cristo para realizar todo su misterio de Encarnación y para explicarnos las Escrituras y su proyecto de Salvación y para que le reconozcamos al partirnos el pan de vida. La Eucaristía es entonces un encuentro personal y eclesial, íntimo y vivencial con Él, un momento cargado de sentido salvador y trascendente para quienes le amamos y queremos compartir con El la existencia.

Y, como la Eucaristía no es una gracia más sino Cristo mismo en persona, se convierte en fuente y cima de toda la vida de la Iglesia, dado que «los demás sacramentos, al igual que todos los ministerios eclesiásticos y las obras de apostolado, están unidos con la Eucaristía y a ella se ordenan» (PO 5; LG 10; SC 41).

Por eso, la Eucaristía, como misterio de unidad y de amor de Dios con los hombres y de los hombres entre sí, es referencia esencial, criterio y modelo de la vida de la iglesia en su totalidad y para cada uno de los ministerios y servicios.

DIMENSIÓN ESCATOLÓGICA.

Ahora bien, la Iglesia,  que se manifiesta en un determinado lugar, cuando se reúne para celebrar la Eucaristía, no esta formada únicamente por los que integran la comunidad terrena. Existe una Iglesia invisible, la “Jerusalén celeste” que desciende de arriba (Apo21,2); por eso, «en la liturgia terrena pregustamos y participamos en aquella liturgia celestial, que se celebra en la ciudad santa, Jerusalén del cielo, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, donde Cristo está sentado a la derecha del Padre como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero» (SC 8; 50).

Están también los fieles difuntos que se purifican a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo. A ellos estamos unidos también en el sacrificio eucarístico, que constituye el más excelente sufragio por los difuntos y el signo más expresivo de las exequias.

Es toda la comunidad eclesial la que es asociada como esposa de Cristo  para la gloria de Dios y santificación de los hombres, de modo que la celebración de la Eucaristía hace visible esta función sacerdotal a través de los siglos. Asistida por el Espíritu Santo, la Iglesia peregrinante se mantiene fiel al mandato de comer el pan y beber el cáliz, anunciando la muerte y proclamando la resurrección del Señor a fin de que venga de nuevo para consumar su obra (1Cor11,26). Bajo la acción del Espíritu Santo toda celebración de la Eucaristía es súplica ardiente de la esposa: «Marana tha, ven, Señor Jesús». Este es el grito de toda la asamblea cuando se hace presente el Señor por la consagración: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús».

Un filósofo francés, Gabriel Marcel, ha escrito: «amar a alguien es decirle: tu no morirás». Esto es lo que nos has dicho a cada uno de nosotros Aquel, que ha vencido a la muerte, instituyendo la Eucaristía: Os quiero, vosotros no moriréis. Que este deseo de Cristo, pronunciado para cada uno de nosotros en cada Eucaristía, nos haga vivir confiados en su amor y salvación y lo hagamos  vida en nosotros para gozo suyo  y de la Santísima Trinidad, en la que nos sumergiremos por los méritos y vida de Aquel, que, siendo Dios, se hizo hombre, para que todos pudiéramos vivir por participación la misma Vida, la Sabiduría y el Amor del Dios Único y Trinitario. 

DÉCIMOQUINTA HOMILÍA DEL CORPUS CHRISTI

QUERIDOS HERMANOS: En la celebración del matrimonio, los esposos cristianos, al entregarse mutuamente los anillos, constituyendo una alianza eterna de amor, se comprometen con estas palabras: «Recibe esta alianza en señal de mi amor y fidelidad a ti». En la primera lectura de hoy se nos recuerda la Antigua Alianza pactada en el monte Sinaí entre Dios y su Pueblo por mediación de Moisés. La Alianza en las faldas del monte Sinaí señala el nacimiento del pueblo de Dios en su fase veterotestamentaria que culminará con la Eucaristía, Alianza nueva y eterna con el definitivo pueblo de Dios. La fórmula que Dios usó en el Sinaí fue: “Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo” y el pueblo aceptó la alianza después de que Moisés leyera el texto del Decálogo:“Haremos todo lo que dice el Señor”.

La alianza del Sinaí actúa en una doble dirección: en una dirección vertical, en cuanto que el Señor se hace el Dios de Israel e Israel se convierte en el pueblo del Señor. Y esta alianza encuentra su expresión plástica y casi tangible en los ritos que acompañan a la conclusión: el sacrificio de la comunión (v 5) y el rito de la sangre (v 6-8) El sacrificio de la comunión o, más exactamente, el sacrificio pacífico evoca la restauración de las relaciones amistosas entre Dios y su pueblo, mediante el banquete de la carne sacrificada. Mediante la alianza, se rehace la paz y armonía rota entre las dos partes o clanes o familias, en este caso, entre Dios y la humanidad, y se potencia y se manifiesta este pacto mediante el compromiso mutuo: “Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo”,  y la sangre derramada sobre el altar, que representa a Dios, y sobre la cabeza de los presentes, que de esta forma pasan a ser “consanguíneos”.

Estas realidades veterotestamentarias son figura de la nueva alianza realizada por Cristo con su sangre: sangre derramada por el nuevo pueblo, mediante la liturgia de la consagración del pan y del vino, y por la comida que sigue al sacrificio, realizada en la comunión eucarística, banquete de la nueva alianza.

Por ellas, Dios hace un contrato, una alianza, el pacto de  perdonar nuestros pecados y nosotros lo aceptamos comprometiéndonos a que sea el único Dios de nuestra vida; nos comprometemos a destruir de nuestro corazón todos los ídolos del consumismo y sensualidad y dinero y poder ¡abajo todos los demás ídolos! y así es como nosotros podremos ser aceptados por Dios como nuevo pueblo de la alianza: “Yo seré vuestro Dios, vosotros seréis mi pueblo”.

De la Alianza con Dios  por medio de la Eucaristía, el  único aspecto que me interesa resaltar hoy, es que, en cada Eucaristía, Dios nos perdona y  renueva el compromiso y el pacto de amistad, que es aceptado por  ambas partes: quiero hacer caer en la cuenta del efecto salvador total, perdonador  que tiene cada Eucaristía, en la que el Padre sella con cada uno de los presentes por medio de Cristo, que se ofrece para ello con el sacrificio de su sangre, el pacto del perdón de los pecados cometidos, mediante su pasión y muerte.

La Eucaristíaes la fuente de la gracia de todos los sacramentos, porque no contiene una gracia particular sino el manantial y la fuente de toda gracia, que es Jesucristo en su misterio salvador: pasión, muerte y resurrección.

El Padre, por la Eucaristía y en cada Eucaristía, rehace la amistad rota por mis pecados y salgo perdonado, aunque tenga que someterme a la confesión, cuando pueda, pero yo ya estoy perdonado: yo he pedido perdón en Cristo y el Padre ha aceptado la muerte de Cristo como perdón de mis faltas, por tanto, he sido perdonado por el Padre por la participación en Eucaristía, nueva alianza y pacto entre Dios y el hombre por Jesucristo, que me ha resucitado a la vida nueva en Él. Es de aquí de donde el mismo sacramento de la penitencia saca toda su potencia de perdón y  todos sus efectos y gracias sanadoras.

En cada Eucaristía, Dios y el hombre, por Cristo, nuevo Moisés, nuevo mediador de la Nueva Alianza, se comprometen a defenderse en sus intereses mutuos, que por el pecado se habían roto. Por el pacto renovado mediante la celebración del sacrificio del Cordero, de cuya carne sacrificada se participa en la comunión, se rehace otra vez, como en los pactos antiguos de los clanes y familias. Antes no nos reconocíamos como amigos, incluso éramos enemigos, pero ahora, por el pacto que Dios promete y nosotros aceptamos en y por el sacrificio del Cordero que quita el pecado del mundo, nosotros somos una misma familia, somos consanguíneos de Dios por Cristo. Estos pactos, en el Antiguo Testamento, se ratificaban mediante el sacrificio de un cordero, cuya sangre se esparcía sobre el altar y los pactantes, y luego todos participaban de la comida de la carne ofrecida y que ahora queda infinitamente superado por la celebración de la Eucaristía, sangre derramada por nuestros pecados.

La Eucaristíaes ratificación de un pacto nuevo y  eterno, hecho por el Padre con todos nosotros, su pueblo definitivo, por la sangre del sacrificio nuevo que es  la pasión y muerte de Cristo, hechas de nuevo presentes sobre el altar. Cada Eucaristía perdona mis pecados, en cada Eucaristía recibo el abrazo de Dios misericordioso, aunque por obediencia tenga que ir al sacramento de la penitencia, que, en definitiva,  recibe de este sacrificio toda su eficacia. Por eso, una vez aceptado por mí, puedo participar en el banquete de comunión, sentarme en la misma mesa, en el altar de Dios, porque después de hacer Dios el pacto con los hombres por medio de su Hijo y de ser aceptado por su resurrección, todos hemos sido perdonados y  lo celebramos con un banquete, el banquete de la carne que ha sido sacrificada por todos.

Para que me entendáis mejor: en mi oración personal, yo puede pedir perdón a Dios, puedo prometerle fidelidad, desear su amistad, sentirme perdonado, pero todo esto es mío, pensamientos y deseos míos que pueden ser puramente subjetivos. Pero en la Eucaristía, no, en la Eucaristía hay algo muy real y objetivo, la muerte de Cristo y su pacto de Salvación de los hombres con el Padre y aquí no hay duda ninguna, porque lo hace Cristo y el Padre lo acepta, resucitándolo, y renueva ese pacto y yo participo y me beneficio de él, sea cual sea mi estado subjetivo de ánimo, estamos hablando de hechos sacramentales que hacen lo que significan; se acabaron los temores y las dudas interiores: Dios, en cada Eucaristía, renueva su pacto de amistad conmigo, mediante una muerte y una nueva vida.

La Eucaristíaes el más grande y eficaz sacramento de amor, perdón y amistad, es la base y el fundamento que contiene todos los efectos sanadores de los demás sacramentos. Dios, por Jesucristo, único sacramento de encuentro con Dios, realiza lo que dicen  las palabras sacramentales. Al decir Cristo: “Este es el cáliz de la nueva alianza en mi sangre”, Dios renueva realmente el pacto de amistad conmigo, aunque yo lo haya  roto por el pecado y no sienta emoción sensible alguna. Por eso, me gusta tanto celebrar y me da tanta seguridad la Eucaristía, más que todas las demás devociones y oraciones, comunitarias o personales. Por la Eucaristía yo acepto y renuevo el pacto y la alianza y la amistad con Dios y al Padre le gusta la Eucaristía, no sólo porque el Hijo le glorifica y le adora obedeciéndole hasta dar la vida por los hermanos, sino también porque puede abrazarnos como consanguíneos, pertenecientes ya por Cristo al mismo clan y familia, que debemos defendernos mutuamente, porque así se ha firmado con la sangre derramada sobre el altar y de la que participamos por la comunión.

Por eso, hermanos, si Dios le introduce a uno en estos misterios, uno queda sobrecogido ante lo inexplicable, lo casi increíble del amor de Dios Padre en este interés por el hombre, tomando la iniciativa de crearlo y renovar este proyecto de salvación, una vez caído.  Cómo puede existir un amor tan grande, unos panoramas de eternidad y amistad tan maravillosos, unos océanos de felicidad,  de sentirme amado por el mismo Dios infinito que escribe con la sangre de su Hijo Amado la letra de un pacto de amistad con el hombre. Cómo no amar a este Dios de Jesucristo, quién nos ha ofrecido un Dios más misericordioso, más pacífico, más entusiasmado con el hombre, más generoso...

¡Dios mío, Tú eres mi único Dios y Padre, solo Tú lo único y lo absoluto de mi vida, de mi amor, de mi trabajo... ahora y en la eternidad. Acepto el honor que me ofreces de ser consanguíneo, pertenecer a la misma familia, los aprecio y valoro más que todos los tesoros de la tierra y del dinero y de los sentidos y de las glorias y posesiones humanas y lucharé con todas mis fuerza para no defraudarte, para no volver a romper esta amistad!

Queridos hermanos, cuando celebro la santa  Eucaristía y, si el Señor quiere, siento en mi corazón el susurro de su voz, que es Palabra del Padre dicha y pronunciada con Amor desde su intimidad mas íntima de Amor trinitario, que es su misma intimidad, su mismo alma, su mismo Espíritu; cuando en la consagración sorprendo al Padre inclinado con amor sobre el altar donde está el Amado, al Padre pronunciando y cantando canto esencial de amor eterno en su Palabra eternamente dicha y cantada con Amor para mí y que ahora se hace pan mientras consagro, siento como un torrente impetuoso e infinito de dones y gracias, que como un océano inmenso e incontenible, rotas todas las limitaciones y barreras,  viene desde  la misma esencia de la Trinidad por el Verbo hasta el altar, hasta la Hostia santa ¿Cómo no adorarla? ¿Cómo no venerarla? ¿Cómo no comérmela de amor? Corren junto a mí en el altar, con ruido de alabanzas y glorificación al Padre, cascadas infinitas de dones y perdones y gracias para mis feligreses, para la Iglesia, para toda la humanidad.

“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo Unigénito”:en cada Eucaristía siento la Presencia del Padre, todo bondad  volcada con los brazos abiertos hacia los nuevos hijos adquiridos por la nueva alianza y ahora comprendo un poco Getsemaní, y el Calvario y la soledad de la humanidad de Cristo que no siente la Divinidad del Padre que abandona al propio Hijo, al Amado, al Predilecto... más preocupado el Padre por los nuevos hijos que iba a adquirir por la muerte del Amado renovada ahora en cada Eucaristía.

¡Dios, cómo nos amas! ¡Dios, no cabes en mis ideas ni en mi cabeza, ni en mi teología! ¡Dios! ¡Dios! ¡Dios!... En cada Eucaristía siento el volcán trinitario siempre en eterna ebullición de amor y de vida con deseos de meternos en su seno a todos los presentes, siento como la  torrentera de la esencia divina de la que beben y se sacian los Tres en infinitud e igualdad, la misma Trinidad... y ante ese barrunto infinito de Padre pronunciado su Palabra de Amor y Perdón al hombre, rezo por vivos y difuntos, pido perdón por mí y por todos y casi se pierde el sentido del tiempo por estar más en el cielo que en la tierra, porque por la Eucaristía todos están salvados y en ese momento ya no existe el infierno ni la condenación.

Sacerdote mío, oigo al mismo Cristo celebrante y consagrante,  que me habla desde el pan y la sangre consagrada, tú eres mi presencia humana en la tierra, diles a los hombres para qué me encarné y vine a la tierra, Yo sé lo que vale en el corazón del Dios Trinidad un hombre, lo que Dios le valora...  diles lo que Dios es, lo que Dios ama, lo que Dios vive y a lo que están todos invitados y ganados por mi Encarnación y Salvación presencializadas y prolongadas en la Eucaristía; diles que Yo digo verdad porque soy la Verdad y todo lo que les he dicho es Verdad, que todo el Evangelio es Verdad, diles que yo soy, existo y soy Verdad desde mi ser por mí mismo, que Yo Soy, Yo Soy es más que Moisés, y que mi Alianza y mi pacto es el negocio más ventajoso y más importante que los hombres hayan conseguido, diles que con mi venida y mi intercesión y mis sufrimientos hemos hecho para el hombre, para todo hombre, la operación y el negocio y el pacto más ventajoso, engañando al mismo Dios, traicionado como siempre por su amor: “Tanto amó Dios al mundo...” Diles que todo es Verdad, que el Padre existe y es Verdad, que el Espíritu existe y es verdad, que es volcán y fuego de éxtasis y caricias y besos infinitos como no existen en la tierra, porque son del Dios Infinito de Infinito Amor y Fuerza y Existe y es Verdad, diles que Yo soy la Verdad de la verdad de todo cuanto existe en eternidad y tiempo, porque soy la Única Palabra pronunciada  con Amor Personal por el Padre y que contiene todo lo que existe porque ha sido pronunciado con Amor Total por el Padre.

 Sacerdote mío, para esto te quiero y para esto te he llamado a prolongar mi misión y a esto se reduce todo  apostolado, y toda la Iglesia y todas las instituciones y carismas y sacramentos y reuniones y catequesis y... no te inventes otras actividades ni las llames apostolado mío porque lo único que hacen es distraer de lo esencial....trabaja y predica y no te canses de decirles que firmen todos los hombres este pacto con Dios y que lo cumplan, porque ellos serán los más  beneficiados, porque ellos no pueden saber ni sospechar todo lo que Dios Trino y Uno le ha preparado para toda la eternidad, como ya lo barruntó San Pablo. Que se lo pregunten a San Juan también, a los santos y místicos de todos los tiempos, adelantados del Reino de Dios en la tierra: Juan de Ávila, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Catalina de Siena, Francisco de Asís, Clara, Teresa del Niño Jesús, Sor Isabel de la Trinidad, Charles Faucoult, Madre Teresa de Calcuta…

Sacerdote mío, grita fuerte, que todos te oigan, búscame almas que crean  en el amor infinito de  Dios, en un pacto eterno de amistad y perdón, que no me vengan con escrúpulos ni de pecados presentes o pasados, que no recuerdo nada, que no hay ni cicatriz de nada en el libro de mi corazón, ellos que firmen este pacto, sin Él yo no puedo vivir como Dios de la Alianza definitiva en mi Verbo encarnado únicamente para esto. El gozo de los padres son los hijos y todos los hombres son mis hijos por y en el Hijo.

         Señor, yo creo, quiero creer, auméntanos la fe, danos un poco de  de experiencia de tu Eucaristía, por participación de tu amor.

 

DÉCIMOSEXTA HOMILÍA DEL CORPUS CHRISTI

Queridos hermanos: Estamos celebrando la fiesta del Corpus Christi, de la presencia eucarística de Cristo entre nosotros en el sagrario. Ahora tenemos muchas escuelas y universidades, incluso en las parroquias tenemos muchas clases de Biblia, de teología, de liturgia... nuestras madres y nuestros padres no tuvieron más escuela que el sagrario y punto.  Allí lo aprendieron todo para ser buenos cristianos. Allí escucharon y seguimos nosotros escuchando a Jesús que nos dice: “sígueme...” “amaos los unos a los otros como yo os he amado”; “no podéis servir a dos señores, no podéis servir a Dios y al dinero”; “...venid y os haré pescadores de hombres”;  “vosotros sois mis amigos”; “no tengáis miedo, yo he vencido al mundo”; “sin mí no podéis hacer nada; yo soy la vid, vosotros, los sarmientos, el sarmiento no puede llevar fruto si no está unido a la vid...”.

¿Y qué pasa cuando yo escucho del Señor estas palabras? Pues que si no aguanto estas enseñanzas, estas exigencias, este diálogo personal con El, porque me cuesta, porque no quiero convertirme, porque no quiero renunciar a mis bienes, me marcho para que no pueda echarme en cara mi falta de fe en El, mi falta de generosidad en seguirle, para que no me señale con el dedo mis defectos.... y así estaré distanciado respecto a su presencia eucarística durante toda mi vida, con las consiguientes consecuencias negativas que esta postura llevará consigo. Podré, incluso, tratar de legitimar mi postura, diciendo que Cristo está en muchos sitios, está en la Palabra, en los hermanos... que es muy cómodo quedarse en la iglesia, que más apostolado y menos quedarse de brazos cruzados, pero en el fondo es que no aguanto su presencia eucarística que me señala mis defectos y me invita a seguirle: “Si alguno quiere ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga”.

Y  me pregunto cómo podré yo luego entusiasmar a la gente con Cristo, predicar que el Señor es Dios, el bien absoluto y primero de la vida, por el cual hay que venderlo todo... si yo no lo practico ni sé cómo se hace. Creo que ésta es la causa principal de la pobreza espiritual de los cristianos y de que muchas partes importantes del evangelio no se prediquen, porque no se viven y se conocen por la propia experiencia. Si el Señor empieza a exigirme en la oración, en el diálogo personal con El, y yo no quiero convertirme, poco a poco me iré alejando de este trato de amistad  para no escucharlo, aunque las formas externas las guardaré toda la vida, es decir, seguiré  comulgando, rezando, haciendo otras cosas, incluso más llamativas, también en mi apostolado, pero he firmado mi mediocridad  cristiana, sacerdotal, apostólica...

Al alejarme cada día más del sagrario, me alejo a la vez de la oración, y, aunque Jesús a voces me esté llamando todos los días, porque me quiere ayudar, terminaré por no oírle y todo se convertirá en pura rutina y así será toda mi vida espiritual y religiosa. Y esto es más claro que el agua: si Cristo en persona me aburre en la oración, cómo podré entusiasmar a los demás con Él, no se qué apostolado podré hacer por Él, cómo contagiaré deseos de Él, ni sé  cómo podré enseñar a los demás el camino de la oración, cómo podré ser guía de los hermanos en este camino de encuentro con Él. Naturalmente  hablaré de oración y de amistad con Cristo, de organigramas y apostolado,  pero teóricamente, como lo hacen otros muchos en la Iglesia de Dios.

Esta es la causa de que no toda actividad ni todo apostolado, tanto de seglares como de los sacerdotes, sea verdadero apostolado, para el cual, según Cristo, hay que estar unidos a Él, como los sarmientos a la vid única y verdadera,  para poder dar fruto. Y a veces este canal, que tiene que llevar al cuerpo de la Iglesia el agua que salta hasta la vida eterna o la vena que debe llevar la sangre desde el corazón salvador de Cristo hasta las partes más necesitadas del cuerpo místico, esta vena y este canal, que soy yo y cada cristiano, está tan obstruido por las imperfecciones que apenas llevamos unas gotas o casi nada de sangre para poder vitalizar y regar las partes del cuerpo afectadas por parálisis espiritual. Así que zonas importantes de la Iglesia, de arriba y de abajo, siguen negras e infartadas, sin vida espiritual ni amor y servicio verdaderos a Dios y a los hermanos.

Porque mal es que este canal obstruido sea un seglar, un catequista, un miembro de nuestros grupos o una madre, con la necesidad que tenemos de madres cristianas, porque con ellas casi no necesitamos ni curas; lo más grave y dañino es si somos sacerdotes. Menos mal que la gran mayoría de la Iglesia está conectada a la vid, que es Cristo Eucaristía. Aquí es donde está la fuente que mana y corre, aunque es de noche, es decir, por la fe, como nos dice San Juan de la Cruz. Por favor, no pongamos la eficacia apostólica, la fuerza de la acción evangelizadora y misionera en los organigramas o programaciones, donde, como nos ha dicho el Papa en la Carta Apostólica NMI  ya está todo dicho, sino en la raíz de todo apostolado y vida cristiana: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos... todo sarmiento que no está unido a la vid, no puede dar fruto...”.

Por eso, este encuentro eucarístico, la oración personal, este cara a cara personal y directo con Cristo es fundamental para nuestra vida espiritual. Añadiría que, aunque todos sabemos que la Eucaristía como sacrificio es el fundamento, sin embargo la Eucaristía como presencia tiene unos matices que nos descubre y pone más en evidencia la realidad de nuestra relación con Cristo. Porque en las Eucaristías tenemos la asamblea, los cantos, las lecturas,  respondemos y nos damos la paz, nos saludamos, escuchamos al sacerdote... pero con tanto movimiento a lo mejor salimos de la iglesia, sin haber escuchado a Cristo, es más, sin haberle incluso saludado personalmente.

Sin embargo, en la oración personal, ante el sagrario, no hay intermediarios ni distracciones, es un diálogo a pecho descubierto, de tú a tú con Jesús, que me habla, me enfervoriza o tal vez, si Él lo cree necesario, me echa en cara mi mediocridad, mi falta de entrega, que me dice: no estoy de acuerdo en esto y esto, corrige esta forma de ser o actuar... y claro, allí, solos ante Él en el sagrario, no hay escapatoria de cantos o respuestas de la  Eucaristía, allí es uno el que tiene que dar la respuesta, y no las hay litúrgicas oficiales; por eso, si no estoy dispuesto a cambiar, no aguanto este trato directo con Cristo Eucaristía y dejo la visita diaria. ¿Cómo buscarle en otras presencias cuando allí es donde está más plena y realmente presente?

Si aguanto el cara a cara, cayendo y levantándome todos los días, aunque tarde años, encontraré en su presencia eucarística luz, consuelo, gozo, que nada ni nadie podrán quitarme y me comeré a los niños, a los jóvenes, a los enfermos, quemaré de amor verdadero y seguimiento de Cristo allí donde trabaje y me encuentre, lo contagiaré todo de amor y seguimiento de Él, llegaré a la unión afectiva y efectiva, oracional y apostólica con Él. Y esto se llama santidad y para esto es la oración eucarística, porque la oración es el alma de todo apostolado. Y a esto nos invita el Señor desde su presencia eucarística y para esto se ha quedado tan cerca de nosotros

DÉCIMOSÉPTIMA HOMILÍA DEL CORPUS

CORPUS CHRISTI:  DÍA DE LA EUCARISTÍA.

QUERIDOS HERMANOS: Corpus Christi es el día de la Eucaristía. Vive tu fe y amor a Jesucristo Eucaristía: confiesa tus pecados, comulga y acompaña en este día al Señor por las calles de tu pueblo, de tu ciudad. Jesucristo en el sagrario se ha convertido en estos tiempos en el más necesitado de amor y de compañía. La Iglesia, su sindicato, debiera defender mejor sus derechos: es su Día, fue instituido expresamente para esto, para venerar y honrar la Presencia del Señor en la Eucaristía. Instrúyase mejor al pueblo y respétese la liturgia por parte de los que rigen la Iglesia. Para algunos tiene más atractivo, más <gancho> lo humano que lo eucarístico. El Corpus es la fiesta de la Presencia Eucarística. Para esto lo instituyó nuestra Madre la Iglesia. Y conviene mantenerlo así, precisamente en momentos de sequía de fe y de amor eucarístico. No pase lo que con tantas fiestas religiosas de nuestros pueblos, que lo humano y social, necesariamente unido a lo religioso, terminó por apoderarse de lo sagrado.

       Queridos hermanos: Este día está dedicado al pobre más solo y abandonado  de la tierra, al trabajador más trabajador de los derechos humanos y al defensor máximo de la vida y dignidad humana hasta el punto de dar la suya por conseguir todos los valores humanos, cristianos y eternos del hombre. Este día la liturgia de la Iglesia universal quiere dedicarlo entero y completo a venerar y honrar a Jesucristo Eucaristía para que reciba el reconocimiento merecido de los suyos y no se encuentre olvidado e ignorado por la mayoría de los cristianos.

¡Qué pocos cristianos  reclaman y defienden los derechos de Jesucristo Eucaristía a ser venerado y amado, al menos una vez al año, en este sacramento del amor extremo! ¡Qué pocos defienden a este obrero divino de la Salvación! El día del Corpus Christi es el día de Cáritas, de la caridad de los creyentes para con Él en este misterio.¡qué poco le defiende su sindicato, la Iglesia! Cualquierobrero está mejor protegido.

 La Iglesia debe defender con más entusiasmo sus derechos de ser amado y reconocido. Este día debe ser todo para Él: Tú vive este día como católico coherente, participa en la Eucaristía, comulga y manifiesta tu amor y tu fe en Cristo Eucaristía, llevándolo en procesión de amor y de fe por la calles de tu pueblo.      

Este grito mío, en este día, quiere ser una protesta educada contra tantos carteles del Corpus hechos sin sentido cristiano, queno se enteran de qué va la fiesta litúrgica, cosa natural hoy día, porque muchos publicistas no tienen fe cristiana y lo que más les impresiona y comprenden son los mensajes sobre los pobres, porque de Cristo Eucaristía saben y practican poco, tal vez algunos ni crean en Él. Hasta revistas de la Iglesia no traen ni un mínimo motivo eucarístico al anunciar este día.

 Por favor, NO SE TRATA DE OLVIDAR A LOS HERMANOS POBRES o de no hacer la colecta, sino que este  día es especialmente del Señor y para el Señor y si de verdad nos encontramos con El, el amor verdadero a Jesucristo Eucaristía pasa inevitablemente por el amor a los pobres, a los que Él ama tanto que se identifica con ellos, y nos obliga a todos los cristianos a verle  en ellos, de tal manera que lo que hagamos con cualquiera de ellos, se lo hacemos a Él mismo personalmente. Pregúntenselo a todos los santos, a Madre Teresa de Calcuta.

 El centro de la fiesta del Corpus Christi, para lo que fue instituida y celebra la liturgia de la Iglesia es adorar la presencia de Cristo en la Eucaristía. Para eso fue instituida por la Iglesia. Es la hora de recordar y agradecer a Jesucristo Eucaristía todo su amor por nosotros, toda su vida entregada, toda su emoción temblorosa con el pan en las manos: “Ardientemente he deseado comer esta pascua con vosotros... Tomad y comed, este es mi cuerpo que se entrega por vosotros... tomad y bebed, esta es mi sangre, sangre de la Alianza nueva y eterna, derramada por todos... acordaos de mí”.

Cristo Eucaristía, en este día queremos acordarnos todos de Ti y revivir tus mismas emociones y sentimientos.

Y quiero advertir una cosa,  en este día siempre hablo de Jesucristo Eucaristía lo mejor que puedo, especialmente de su presencia en el sagrario, presencia de amistad siempre ofrecida sin imponerse, de su amor loco y apasionado y permanente hasta el final de los tiempos, superando todos los olvidos y desprecios, amor gratuito… ¿qué le puede dar el hombre que Él no tenga?  Pues bien, la colecta es siempre la más generosa de mi parroquia.

 Si los posters del Corpus, hechos por Cáritas, que llevo años y años sin ponerlos en los dos templos que dirijo, ignoran el motivo y la razón principal de la fiesta, pronto los cristianos olvidarán o cambiarán el sentido litúrgico de la fiesta por el de la <campaña>. Empezando así se ha perdido ya el sentido religioso de muchas fiestas cristianas, que hoy sólo tienen una celebración social y profana. Sencillamente porque algunos anuncios del Corpus o del Jueves Santo no tienen en cuenta el sentido litúrgico y religioso y teológico que celebramos. Así nos va. Por eso, los inspiradores y los  artistas de turno deben ser instruidos.

 EL DÍA DEL CORPUS NO ES EL DÍA DE LA CARIDAD NI DE CÁRITAS NI ES CÁRITAS LA QUE DEBE APROPIARSEDE LA FIESTA LITÚRGICA.Y a los publicistas, aunque no sean tan piadosos como Zurbarán, por lo menos que los informen de qué va la fiesta. Y lo mismo digo de los documentos que vienen a veces de Madrid para esos días. La Eucaristía es en sí misma, bien entendida, vivida y celebrada como sacrificio y comunión y presencia -Cristología y Eclesiología y Soteriología- el hecho y la voz más denunciadora de todas nuestras faltas de amor y caridad para con el hombre, especialmente los pobres, por expreso deseo de Jesús, fuente de toda la caridad cristiana, que debe amar, como Cristo amó y nos mandó, hasta dar la vida. Pero para llegar a tan grande amor a los pobres, primero hay que ver y hablar y celebrar directamente a Jesús en la Eucaristía como misa, comunión y presencia. Que se lo pregunten a Madre Teresa de Calcuta.

      Hoy, día del Corpus Christi, es el Día de la Eucaristía, misterio tan grande, que, cuando se comprende un poco, uno no tiene motivaciones ni tiempo para otras cosas. Todo lo llena y lo exige y lo merece la Presencia de Dios entre nosotros; lo expresa perfectamente el canto: “Dios está aquí, venid adoradores, adoremos a Cristo Redentor, Gloria a Cristo Jesús, cielos y tierras bendecid al Señor… honor y gloria a Ti, Dios de la gloria, amor por siempre a ti, Dios del Amor.”  

TERCERA PARTE

MEDITACIONES EUCARÍSTICAS

(repito lo que te dije en la Homilías. Algunas de esta meditaciones son tan completa y largas que pueden divirse y servir para un retiro espiritual eucarístico)

PRIMERA MEDITACIÓN

LA PRESENCIA  DE DIOS ENTRE LOS HOMBRES

Cuando dos personas se quieren, desean estar juntas, porque la verdadera amistad exige y se alimenta de la  presencia de la persona amada. Dos personas enamoradas desean estar físicamente presentes la una junto a la otra y la separación forzosa no sólo no la destruye sino que intensifica el deseo de la presencia.

“Dios es amor” (Jn 4,10), dice San Juan en su primera carta; su esencia es amar y, si dejara de amar, dejaría de existir “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que El nos amó...” primero, añade la lógica del sentido. Por lo tanto, en la amistad con Dios, la iniciativa ha partido de Él; no es que nosotros existamos y amemos a Dios, sino que Él nos amó primero y por eso existimos. Esto es lo maravilloso e inconcebible. Por eso, cuando alguien te pregunte: ¿Por qué el hombre tiene que amar a Dios? Responderás: porque Él nos amó primero.

No existía nada, sólo Dios, un Dios que, entrando dentro de sí mismo y viéndose tan lleno de Amor, Hermosura, Verdad, Belleza y Felicidad, quiso crear otros seres para hacerlos partícipes de su misma dicha y felicidad de los TRES EN UNO: SUPREMA UNIÓN, SUPREMA AMISTAD, SUPREMA PRESENCIA. Y este ser pensado y amado y creado para tal unión es el hombre. Si existo, es que Dios me ama, ha sido una mirada llena de su Amor -ESPÍRITU SANTO- la que contemplándome en la Imagen de su esencia infinita -HIJO-, me ha  dado la existencia con un beso de su amor. Dios me ha preferido a millones y millones de seres que no existirán nunca. si existo, Dios me ha llamado a ser hijo suyo en el Hijo y me quiere dar en herencia su misma vida y felicidad eterna:“A los que Dios predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó” (Rm 8, 30). 

Esto es lo que me dicen las Escrituras Santas, revelación de su proyecto de amor sobre el hombre. El modo natural de cómo fue apareciendo este hombre, que lo investiguen los antropólogos y arqueólogos. Pero el «homo erectus, sapiens...» etc... está llamado a la existencia por este proyecto de Dios. La Biblia habla en su primera página de un Dios Amor, que crea al hombre como amigo, “a su imagen y semejanza”, y que baja todas las tardes al paraíso para hablar y compartir con el hombre.

Este deseo de Dios de permanecer junto al hombre y relacionarse con él está continuamente expuesto en la Revelación. Se trata de un Dios ciertamente trascendente pero también inmanente, que ha querido estar muy cerca de todas sus criaturas: “¿Dónde podría alejarme de tu espíritu? ¿A dónde huir de tu faz? Si subiere a los cielos, allí estás tú; si bajare al seol, allí estás presente” (Sal. 138,7). El Dios Creador ha querido mostrarse como amigo del hombre; “pues amas todo cuanto existe y nada aborreces de lo que has hecho; pues si tú hubieras odiado alguna cosa, no la habrías formado”  (Sab. 11,2).

La llegada de los hebreos al pie del Sinaí marca una etapa decisiva de la presencia de Yahvé entre su pueblo y en la historia de Israel, porque hasta entonces los hebreos habían sido una multitud inorgánica de fugitivos y no constituían pueblo, aún cuando habían sido testigos de las maravillas de Dios en Egipto y en el mar Rojo. Junto al Sinaí, Dios manda reunir a todos los hijos de Israel. Estos oyen su voz y reciben de Yahvé la ley que prometen observar: “Yo os tendré, dice Yahvé, por un reino de sacerdotes y por una nación consagrada”, la alianza se sella con la sangre de los animales sacrificados por Moisés y desde entonces los hebreos constituyen un pueblo, el pueblo de Dios: “Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo” (Ex. 12,14).Este acontecimiento primordial llevará en la tradición bíblica el nombre de “Asamblea de Yahvé” y Dios se obligará a estar siempre junto a su pueblo (Ex. 19, 17-18).Moisés pedirá la compañía expresa de Dios: “Yahvé respondió: Iré yo mismo contigo y te daré descanso. Moisés añadió: Si no vienes tú delante, no nos saques de este lugar...” (Ex. 33, 14-15).     

Una prueba de este deseo de Dios de permanecer junto a su pueblo fue la tienda de la Reunión o Testimonio. Aquí se guardaba el Arca del Testamento y la hizo Yahvé signo y  testimonio de su presencia, como compañero de campamento y  morador con su propia tienda entre ellos. El signo visible de su presencia sobre el ara fue la nube de gloria.

 Mucho más tarde, cuando fue dedicado el templo de Salomón, reapareció la nube de gloria, al fijar Yahvé su residencia en el centro de la vida litúrgica de Israel: “En cuanto salieron los sacerdotes del santuario, la nube llenó la casa de Yahvé... Entonces dijo Salomón: Yahvé, has dicho que habitarías en la oscuridad. Yo he edificado una casa para que sea tu morada, el lugar de tu habitación para siempre” (Re. 8,10-12). Con la destrucción del templo y la consiguiente deportación a Babilonia, la nube desapareció; sin embargo, los profetas Ezequiel y el «tercer Isaías» proclamaron la presencia de Yahvé, que crearía un nuevo pueblo que abarcaba a todas las naciones: “Yo conozco sus obras y sus pensamientos. Y vendré para reunir a todos los pueblos y lenguas, que vendrán para ver mi gloria... de las islas lejanas que no han oído nunca mi nombre y no han vistomni gloria y pregonarán mi gloria entre las naciones. Y de todas las naciones traerán a vuestros hermanos ofrendas a Yahvé” (Is. 66, 18-23).

Todas estas formas provisionales y limitadas de la presencia de Yahvé en el Antiguo Testamento cederán el paso un día a una presencia infinitamente más perfecta en una nueva clase de “tienda”, un templo más maravilloso, la carne de Jesús de Nazaret, como nos dice San Juan en el prólogo de su evangelio:“...y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros y hemos visto su gloria, gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn. 1, 1-14). La Encarnación hizo a Dios presente entre los hombres con una unión personal entre lo divino y lo humano. No se puede concebir ya una presencia  más íntima de la Persona divina con la humanidad. No puede haber mayor gesto de amistad y unión entre Dios y el hombre, Él es verdaderamente Emmanuel, “Dios con nosotros” (Is.7,14; Mt. 1,23). Y la Eucaristía es una Encarnación continuada.

La Eucaristíaes infinitamente superior a la tienda del Tabernáculo, porque no es sólo presencia, sino que contiene a Cristo entero y completo, todos sus misterios, toda la religión y relación personal y comunitaria con Dios. La Eucaristía es Jesucristo, el Hijo de Dios nacido de María, es todo el evangelio entero y completo, todos sus dichos y hechos en presente eterno, es la víctima, es el sacerdote, es el altar, es el domingo y es el templo de Dios entre nosotros. Cristo mismo lo proclamó. Él asegura ser el templo del que el tabernáculo de Moisés o el templo de Salomón eran sólo figuras “hechas por manos de hombres”; “Destruid este templo”, declara a los judíos, “y en tres días lo reconstruiré... Él hablaba del templo de su cuerpo...” (Jn. 2,19). Él supera al templo antiguo: “Pues yo os digo que lo que aquí hay supera al templo”.

 Jesucristo Eucaristía es el Nuevo Templo de la Nueva Alianza. En Él Dios mismo se hace nuestro templo, nuestro sacrificio, nuestro sábado superando infinitamente al judío, nuestro reposo, la tienda de la presencia divina. Es Dios mismo metido entre nosotros. El deseo de Jesucristo de estar junto a nosotros, de querer ser nuestro amigo y ayudarnos es tan grande, que ha querido quedarse  presente de muchas formas entre los creyentes. Estas presencias, lejos de menospreciar y rebajar la presencia eucarística, la subliman, porque ella es «centro y culmen» de todas las presencias, «raíz y quicio» «fundamento» de las otras presencias: «(Cristo) está presente en el Sacrificio de la Eucaristía, sea en la persona del ministro, «ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz», sea sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está presente con su fuerza en los Sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su Palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: “Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”» (LG 7).

«...En la santísima Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y pan vivo por su carne... vivificada y vivificante por el Espíritu Santo” “...Los otros sacramentos, así como todos los ministerios eclesiásticos y obras de apostolado, están íntimamente trabados con la sagrada Eucaristía y a ella se ordenan» (PO 5).

Por tanto, Cristo vive entre nosotros por su Palabra, en la Asamblea, en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía:“El que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en él. Así como me envió mi Padre vivo y  yo vivo por mi Padre, así también el que me come vivirá por mí”. La Eucaristía nos hace a los comulgantes templos de Dios y, gracias a su Espíritu, Amor personal del Padre y del Hijo, los que le reciban, serán morada de Dios Trino y Uno:“Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él”.

Esta presencia se ofrece a todos; sin embargo, para encontrarse con Él, es necesaria la fe: “Sabed que yo estoy a la puerta y llamo” (Ap 3,20). No es una presencia accesible a la carne, esto es, al hombre natural, sin la vida de gracia; sino que es un don de su Santo Espíritu; son dones del conocimiento y de la sabiduría que Él da a los que se lo piden: “Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones y, arraigados y fundados en la caridad, podáis comprender, en unión con todos los santos, cuál es la anchura, la longura, la altura y la profundidad y el conocer la caridad de Cristo que supera toda ciencia, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios” (Ef. 3,18-19).

El Espíritu Santo, invocado en la epíclesis de la santa Eucaristía, es el que realiza la presencia sacramental de Cristo en el pan y en el vino consagrados, como una continuación de la Encarnación del Verbo en el seno de María. Y ese mismo Espíritu, Memoria de la Iglesia, cuando estamos en la presencia del Pan que ha consagrado y sabe que el Padre soñó para morada y amistad con los hombres, como tienda de su presencia, ese mismo Espíritu que es la Intimidad del Consejo y del Amor de los Tres cuando  decidieron esta presencia tan total y real en Consejo trinitario, es  el mismo que nos lo recuerda ahora y abre nuestro entendimiento y, sobre todo, nuestro corazón, para que comprendamos las Escrituras y sus misterios, a Dios Padre y su proyecto de amor y salvación,  al Fuego y Pasión y Potencia de Amor Personal con que lo ideó y lo llevó y sigue llevando a efecto en un hombre divino, Jesús de Nazaret: “Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio Hijo”.

¡Jesús, qué grande eres; qué tesoros encierras dentro de la Hostia santa; cómo te adoro y te quiero! Ahora comprendo un poco por qué dijiste, después de realizar el misterio eucarístico: “Y cuantas veces hagáis esto acordaos de mí…” ¡Acordaos de mí..! ¡Cristo bendito! no sé cómo puede uno correr en la celebración de la Eucaristía o aburrirse cuando hay tanto que recordar y pensar y  vivir y amar y quemarse y adorar y descubrir tantas y tantas cosas,  tantos y tantos misterios y misterios... galerías y galerías de minas y cavernas de la infinita esencia de Dios, como dice San Juan de la Cruz del alma que ha llegado a la oración de contemplación, en la que todo es contemplar y amar más que reflexionar o meditar.

Todos sabéis, porque así lo hemos practicado muchas veces, que en la oración se empieza por rezar oraciones, reflexionar, meditar verdades; y luego, avanzando, pasamos de la oración discursiva a la afectiva, en la que uno empieza más a dialogar de amor y con amor que a dialogar con razones; empieza a sentir y a vivir más del amor que de ideas y reflexiones, para finalizar en la últimas etapas, sólo amando:  oración de quietud, de silencio de las potencias, de transformación en Dios: «Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el Amado, cesó todo y dejéme dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado».

Yo también, como Juan, quiero aprenderlo todo de la Eucaristía, en la Eucaristía,  reclinando mi cabeza en el corazón del  Amado, de mi Cristo,  sintiendo los latidos de su corazón, escuchando directamente de Él palabras de amor, las mismas de entonces y de ahora, que sigue hablándome en cada Eucaristía. Para mí liturgia y  vida y  oración, todo es lo mismo; en el fondo, la liturgia es oración y vida, y la oración es liturgia. En definitiva ¿no es la Eucaristía también oración y plegaria eucarística? ¿No es la plegaria eucarística  lo más importante de la Eucaristía, la que realiza el misterio?

Para comprender un poco todo lo que encierra el “acordaos de mí” necesitamos una eternidad, y sólo para empezar a comprenderlo, porque el amor de Dios no tiene fin. Por eso, y lo tengo bien estudiado en San Juan de la Cruz, cuanto más elevada es, menos se habla y más se ama, y al final, sólo se ama y se siente uno amado por el mismo Dios infinito y trinitario. Por eso el alma enamorada dirá: «Ya no guardo ganado ni ya tengo otro oficio, que sólo en amar es mi ejercicio...» Se acabaron los signos y las reflexiones y los trabajos de ritos y las apariencias del pan porque hemos llegado al corazón de la liturgia, que es Cristo, que viene a nosotros.

Hemos llegado al corazón mismo de lo celebrado y significado. Todo lo demás fueron medios para el encuentro de salvación. ¡Qué infinita, qué hermosa, qué rica, qué profunda es la liturgia católica, siempre que trascendamos el rito, siempre que se rasgue el velo del templo, el velo de los signos! ¡Cuántas cavernas, descubrimientos y sorpresas infinitas y continuas nos reservas! Parece que las ceremonias son normas, ritos, gestos externos; pero la verdad es que todo va preñado de presencia, amor y vida de Cristo y de Trinidad.

Hasta aquí quiere mi madre la Iglesia que llegue cuando celebro los sacramentos, su liturgia. Ésta es la meta. Yo quisiera ayudarme de las mediaciones y amar la liturgia, como Teresa de Jesús, porque en ellas me va la vida; pero no quedar atrapado por los signos y las mediaciones o convertirlas en fin. Yo las necesito y las quiero para encontrar al Amado, su vida y salvación, la gloria de mi Dios, sin que ellas sean lo único que descubra o lo más importante; sino que quiero estudiarlas y realizarlas sin que me esclavicen, sin que me retengan, para que me lleven al hondón, al corazón de lo celebrado, al misterio: «y quedéme no sabiendo, toda ciencia trascendiendo».

En cada Eucaristía, en cada comunión, en cada sagrario Cristo sigue diciéndonos:“Acordaos de mí...,” de las ilusiones que el Padre puso en mí, soy su Hijo amado, el predilecto, no sabéis lo que me ama y las cosas y palabras que me dice con amor, en canción de Amor Personal y Eterno, me dicho todo y totalmente lo que es y me ama con una Palabra llena de Amor Personal que me ha hecho Hijo, en totalidad de ser y amar y existir igual a Él, al darme su paternidad y aceptar yo con el mismo Amor Personal ser su Hijo: la Filiación que con  potencia infinita de amor de Espíritu Santo me comunica y engendra. Con qué pasión de Padre me la entrega y con qué pasión de amor de Hijo yo la recibo. No sabéis todo lo  que me dice en canciones y éxtasis de amores eternos, lo que esto significa para mí y que yo quiero comunicároslo y compartirlo como amigo con vosotros. Acordaos del Fuego de mi Dios, que ha depositado en mi corazón para vosotros, su mismo Fuego y Gozo y Espíritu; “acordaos de mí”, de mi emoción, de mi ternura personal por vosotros, de mi amor vivo, vivo y real y verdadero que ahora siento por vosotros en este pan, por fuera pan, por dentro es mi persona amándoos hasta el extremo,  en espera silenciosa, humilde, pero quemante por vosotros, deseándoos a todos para el abrazo de amistad, para el beso personal para el que fuisteis creados y el Padre me ha dado para vosotros, tantas y tantas cosas que uno va aprendiendo luego en la Eucaristía y ante el sagrario, porque si el Espíritu Santo es la memoria del Padre y de la Iglesia, el sagrario es la memoria de Jesucristo entero y completo, desde el seno del Padre hasta Pentecostés.

 Digo yo que si esta memoria del Espíritu Santo, este recuerdo, “acordaos de mí”, no será la causa de que todos los santos de todos los tiempos y tantas y tantas personas, verdaderamente celebrantes de ahora mismo, hayan celebrado  y sigan haciéndolo despacio, recogidos, contemplando, como si ya estuvieran en la eternidad, «recordando» por el Espíritu de Cristo lo que hay dentro de la Eucaristía y del pan de la Eucaristía y de las acciones litúrgicas tan preñadas como están de recuerdos y realidades  tan hermosas y presencializadas en el Señor, viviendo más de lo  que hay dentro del misterio que de su exterioridad, cosa que nunca debe preocupar a algunos más que el contenido, que es, en definitiva, el fin y la razón de ser de las mismas.

 “Acordaos de mí”, recordando a Jesucristo, lo que dijo, lo que hace presente, lo que El deseó ardientemente, lo que soñó de amistad con nosotros y ahora, ya gozoso y consumado y resucitado puede realizarlo con cada uno de los participantes...; el abrazo y el pacto de alianza nueva y eterna de amistad que firma en cada Eucaristía, aunque le haya ofendido y olvidado hasta lo indecible; lo que te sientes amado, querido, perdonado por Él en cada Eucaristía, en cada comunión. Digo yo... pregunto si esto no necesita otro ritmo o deba tenerse más en cuenta.., que si no aprovecharía más  a la Iglesia y a los hombres que algunos despistes en el rito. Para Teresa de Jesús la liturgia era Cristo, amarla era amar a Cristo, por eso valoraba tanto los canales de su amor, que son los signos externos, que siempre, bien hechos y entendidos, ayudan, pero sin quedarnos en ellos, sino llegando hasta el “centro y culmen”,  hasta “la fuente que mana y corre”, que es Cristo. 

“Cuando venga él, el Espíritu de la Verdad, os llevará a la verdad completa”.La verdad completa es la que no se queda sólo en la cabeza; sino que llega al corazón. Porque todo o mucho de lo referente a la Eucaristía, ya lo sabemos por la Teología; pero la teología no es verdad completa hasta que no se vive. La teología, los sacramentos, la liturgia, el evangelio, Cristo mismo no es verdad completa y no se comprenden si no se viven; si la liturgia, si la teología no llega al corazón, no se  vive ni quema las entrañas por la experiencia de amor, tampoco pueden llenar de hartura de la divinidad y eternidad. Por esta razón, cuando estas verdades pasan por el corazón de una madre, un padre o un sacerdote que las vive, como esas verdades han pasado por el corazón, son verdades quemantes y se quedan para toda la vida, sus señales quedan para siempre, como las quemaduras del fuego en la carne. Nuestras madres y nuestros padres no tuvieron más escuela de cristianismo ni más Biblia que el sagrario. Allí lo aprendieron todo sobre Cristo y la vida cristiana. Allí aprendieron a ser madres con amor total al esposo y hasta el heroísmo por los hijos. Necesitamos madres y sacerdotes vivientes de la Eucaristía, cristianos que la comprendan y la enseñen, porque la viven y experimentan.

Hemos de tener en cuenta que la Eucaristía y la comunión son sacramentos principales, pero duran unos minutos. Sin embargo, Jesús quiere estar siempre junto a nosotros y precisamente como amigo, una vez que ha venido junto a nosotros, en la Encarnación y en la Eucaristía, que es una encarnación continuada. Este deseo suyo, esta presencia como amigo es aspecto principal de la Eucaristía, no sólo continuación de los anteriores, es decir, de la Eucaristía y de la comunión, sino como condición necesaria: “Ardientemente he deseado comer esta pascua... vosotros sois mis amigos... amaos los unos a los otros...” son palabras de Jesús en la Última Cena.  Y en otras ocasiones dijo: “Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”. Pero no a la fuerza o porque no hay otro remedio; sino porque quiero ser y seguir siendo amigo antes y después de la Eucaristía y la comunión.

Cuando, después de la comunión, guardamos en el sagrario el pan consagrado, podía decir el Señor: No penséis como algunos creyentes que aquí quedo inactivo, sin vida y sin actividad, como si fuera una estatua. Yo sigo amando y ofreciendo y esperando. Después de la comunión de los creyentes, cuando el sacerdote me guarda en el sagrario, algunos no piensan en lo que yo pienso en esos momentos dentro del sacramento y, sin pensar en mí y para lo que he venido y que estoy vivo  dentro de este pan, se dicen: Qué vamos a hacer con este pan que ha sobrado de la Eucaristía y de la comunión... Pues lo recogemos en un cesto y lo reservamos, como en la multiplicación de los panes y los peces, en sitios, que a veces son poco dignos, poco visibles o que invitan poco a la amistad y al diálogo conmigo. Hay lugares reservados para mi presencia que no invitan al diálogo de amistad, a estar cerca y tocarnos, allá en un rincón, como si fuera un trasto más de la Iglesia, no valorando ni apreciando, como merece, mi presencia amiga, como si ese pan no fuera mi persona o ya no tuviera valor o sólo sirviera para llevar a los enfermos...

Queridos amigos, a mí, como sacerdote, no me gusta para llevar y mantener el pan consagrado en el sagrario la palabra <reserva>, tan utilizada por la misma liturgia. No me gusta mucho ni como idea ni como expresión, porque me suena como a sobrante, a no ser necesario ya, a conserva... Porque la teología y la verdad de la Eucaristía es que pudo hacerse, Cristo pudo hacer, pudo imaginar una salvación de otro modo sin presencia real y verdadera suya, como afirman hermanos separados. Pero Cristo quiso quedarse expresamente con nosotros “hasta el final de los tiempos”. Quiso quedarse no sólo como sacrificio y comunión eucarística; sino en un sacramento específico, al que debemos descubrir más desde el amor de Cristo y el nuestro que desde la razón que no llega a veces a descubrir la verdad completa de los misterios. Es como en Pentecostés. Hasta que Cristo no vino hecho fuego y experiencia de amor y llama de amor viva, los Apóstoles no perdieron el miedo ni abrieron las puertas ni comprendieron todo lo que Jesús les había dicho. La teología debe ser sumisa y discreta y tiene que ir detrás de la fe y no hacerse dueña de ella. Debe como Juan decir con todo respeto: “Es el Señor”. Y luego dejar que el hombre completo, que es razón y corazón, vaya descubriendo el misterio, adquiriendo más luz cada día y no pensar que ya todo está conquistado por la liturgia como ciencia, cuando queda tanto por descubrir por la liturgia como experiencia. Que luego la Teología contraste para que no haya oposición entre ambas. La liturgia  debe expresar y celebrar más y mejor la Eucaristía como sacramento de Amistad permanente, como tienda del Encuentro entre Dios y los hombres.  Yo pienso que el deseo y sentimiento y realidad de la presencia amiga y permanente del Señor entre nosotros debe estar más y mejor significada y celebrada en la Liturgia, como lo está la Eucaristía como sacrificio y comunión. 

La Eucaristíaes el sacramento de la Pascua y de la comunión del pan de la vida, porque el Señor lo instituyó en la  en la Última Cena. Pero en esa misma Cena también instituyó la Presencia Amiga, como sacramento permanente, como lo había prometido varias veces durante su vida: “No os dejaré huérfanos”; “Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”, y no como resto o consecuencia del sacrificio y comunión; sino directamente querida por Él en intención y sacramento particular y concreto, no  sólo intencional o  interior o espiritualmente sino como don y gracia sacramental, es decir, como signo visible de realidades invisibles.

Pues bien, el sacramento eucarístico completo es la Eucaristía como sacrificio, comida y presencia, pero no presencia sólo para que haya sacrificio y comunión, sino para que haya amistad, como sacramento de la amistad de Dios con los hombres. La teología y la liturgia han  entendido y desarrollado siempre y perfectamente los dos primeros aspectos, y está perfectamente desarrollado en cuanto a su teología, liturgia y celebración, como podemos observar en todos los Misales y textos de teología y liturgia; sin embargo, en cuanto a la  presencia de Jesucristo como amigo no está igualmente entendido ni desarrollado teológica y litúrgicamente; sino que queda casi reducida a la presencia esencial y teologal en la consagración y comunión. Este aspecto no está desarrollado litúrgicamente en la misma Eucaristía; aunque fuera brevemente, añadiendo algún signo o palabra que lo expresara suficientemente en la misma celebración. La liturgia tan sólo afirma que el pan consagrado se guarde en el sagrario para los enfermos y la adoración, que está bien, pero a mí me parece que esto no es suficiente.

 Y digo que esta es mi opinión, no defino; pero yo insinúo que la teología y la liturgia de la presencia eucarística se han quedado un poco cortas, y venimos un poco heridos desde los mismos textos y centros que nos han formado como  sacerdotes, porque por la historia y las controversias se desarrollaron más los aspectos de sacrificio y comunión de la Eucaristía, mientras la presencia fue siempre defendida, pero poco desarrollada en los textos de Teología y Liturgia; aunque devocionalmente hay Encíclicas o documentos oficiales preciosos. También hay que admitir que hubo épocas importantes en este aspecto, coincidiendo con personas concretas que cultivaron y predicaron esta vivencia. La presencia de amistad de Jesucristo en la Eucaristía como don  sacramental no se ha desarrollado suficientemente,  con signos y liturgia sacramental propia y específica; sino sólo de paso y, como consecuencia, del pan que no era comido. Yo opino que tenía que haber alguna oración o brevísima liturgia de celebración de la presencia dentro de la misma Eucaristía, porque se quedó en la mínima expresión o casi nula, mirando con excesivo respeto a los dos misterios  celebrados desde el principio en la misma Cena: Eucaristía y comunión; pero donde el diálogo de amistad de Jesús con los suyos y con los que vendríamos después, fue largísimo y querido expresamente y celebrado litúrgicamente.

Tampoco hay que argumentar ni preocuparse porque  la Iglesia, en los primeros tiempos, no tuviera una comprensión total de todo el misterio de Cristo Eucaristía, como de los demás misterios, como lo tiene ahora. La revelación y la Palabra y los dichos y hechos de Jesús, la Iglesia los ha ido y seguirá  descubriendo poco a poco, bajo la acción del Espíritu Santo, que es la memoria permanente de Dios entre nosotros: “El os lo enseñará todo y os conducirá a la verdad plena”.  Por eso la Iglesia, en el correr de los siglos, sin abandonar lo que tiene y la luz conseguida, tiene que ir  adquiriendo más luz sobre la Eucaristía y el evangelio y la vida cristiana y lo tiene que ir integrando en sus dogmas y celebraciones litúrgicas de vida y verdad completas ¿Cómo y de qué forma debe ser cultivada la Eucaristía como sacramento de la amistad de Cristo con los hombres? Ya lo he dicho: liturgos y teólogos tiene la Iglesia.

       Lo inexplicable, lo paradójico es que en la mayoría de los católicos -pueden preguntar y hacer la prueba- el orden de la vivencia eucarística es inverso, esto es, llegamos a la vivencia de la Eucaristía como Pascua y como Alianza y sacrificio no directamente; sino desde la vivencia de la Eucaristía como comunión, y a la vivencia de la comunión eucarística fervorosa llegamos desde la visita vivida a Jesús sacramentado, que es el maestro, que nos va enseñando la verdad completa de la riqueza infinita de su Eucaristía. Esto es lo ordinario.

       Pasa igual con el Espíritu Santo. Es otra paradoja de la vida de la Iglesia. Resulta que según Cristo estamos en la economía del Espíritu Divino. Según el proyecto del Padre, Jesús ha terminado su misión y Él tiene que irse para que venga el Espíritu Santo, que nos ha de llevar a los Apóstoles y a la Iglesia hasta la verdad completa. Y los Apóstoles no lo comprenden y hasta se ponen tristes, cuando Jesús les dice: “Porque os he dicho esto os habéis puesto tristes, pero os digo la verdad, os conviene que yo me vaya, porque si yo no me voy, no viene a vosotros el Espíritu Santo, pero si me voy, os lo enviaré…Él os llevará hasta la verdad completa”. Tenía que irse de una forma para venir de otra: “Me voy pero volveré”. Y vino el mismo Cristo; pero hecho fuego y experiencia viva de Dios en sus corazones, no sólo en sus cabezas y en sus ojos, y lo comprendieron todo desde dentro, desde el amor y abrieron todos los cerrojos y cumplieron el mandato de Cristo de predicar y todos entendían; aunque eran de diversas lenguas y culturas.

       Queridos amigos, ahora estamos en la economía de la Iglesia, del Espíritu Santo. Y cuando yo estudié no había tratado de Pneumatología y aún hoy día, el Espíritu Santo es un apéndice de la teología, y como formamos según nos forman, por eso luego nuestra vida religiosa, nuestra piedad, la que vivimos y enseñamos, nuestro diálogo y oración, nuestra predicación es bipolar: Padre e Hijo. Yo estudié a Lercher, de los mejores textos de la época y sólo dimos dos o tres tesis de Espíritu Santo en el tratado de «Deo Uno et Trino, creante y elevante». Allí empezábamos por el «Deus inefabilis, Unicus, Unus…» Por eso creo que seguimos necesitando que el Espíritu Santo venga en llamaradas fuertes  de fe viva y amor sobre las cabezas de los teólogos y liturgistas, “porque el Espíritu Santo ha sido derramado en nuestros corazones”.

 Es sintomático que en la vida de los que han subido hasta metas altas no sólo de vida “cristiana”, de vida de Cristo, sino de vida “espiritual”, de vida según el Espíritu, aparezca poco a poco el Espíritu Santo como supremo maestro y director de almas y ya no desaparezca jamás de sus vidas, y desde entonces hasta la eternidad todo será en Espíritu Santo, en Amor Personal del Padre al Hijo y de los hijos en el  Hijo al Padre por su mismo Espíritu, que nos hace exclamar admirados y desbordados de amor: “Abba”, papá Dios. 

       “Le conoceréis porque permanece en vosotros”. Quizás esta sea la dificultad mayor: a la verdad completa, al Espíritu Santo no se le puede conocer por palabras, obras y milagros, como a Cristo, sino por amor, sólo por amor, “porque permanece en vosotros”, en vuestro corazón, esto es, cuando todas esas palabras y milagros bajan hechos experiencia de amor al corazón, cuando Cristo mismo, hecho fuego y llama de amor viva y Pentecostés, hecho Espíritu Santo por su amor al Padre y nosotros, entra en nuestro corazón, y no se queda sólo en verdad teológica; sino que nos lleva hasta la verdad completa.

 Yo quiero celebrar la presencia como un sacramento distinto y unido a la vez, como lo que es y tiene que ser, quiero celebrar el sacramento de la presencia de Dios en un sacramento concreto y específico de amistad, con dinamismo sacramental y no sólo don o gracia espiritual, que existe o puede existir antes o independientemente del sacramento eucarístico. Es más, mi amistad puede darse y crecer espiritualmente, sin recepción de los sacramentos, en la misma oración personal... etc; pero a mi me gustaría que la Iglesia desarrollase más la presencia eucarística como sacramento de la amistad personal sacramental con Dios en Cristo, como tienda de la presencia de Dios con los hombres, como tienda del Encuentro y del Testimonio de amor. 

Es que muchas veces, en la Eucaristía, cuando llevo a Cristo al sagrario después de distribuir la comunión, me viene a la cabeza y al corazón todo esto que estoy diciendo. La Eucaristía ha sido instituida como sacramento de amistad  con el hombre  y este sacramento pide otra dimensión, que no está suficientemente desarrollada. La Eucaristía no es sólo  Eucaristía y comunión, es otra realidad muy importante para todos y querida por Cristo y este misterio necesita liturgia con tiempo, ritmo y espacio y celebración especial de la amistad sacramental, de la Eucaristía como encuentro y abrazo de amor.

Este sacramento de la presencia como amistad se hace  realidad sacramental en las mismas palabras e intenciones de Cristo: “Tomad y comed, esto es  mi cuerpo”, es decir,  tomad y comed, éste es mi cuerpo, mi persona, mi amor hasta el extremo de mis fuerzas y de los tiempos, mi amistad ofrecida y  mi presencia de amor en mi cuerpo entregado. Es en la Eucaristía y comunión donde se hace presente sacramentalmente el Señor; pero no sólo para celebrar la pascua de liberación del pecado y de la muerte y poder comulgar el pan de vida eterna; sino para hacer presente y celebrar, como en la Última Cena, mi amistad, mi presencia sacramental y pascual con vosotros y con todos los que crean antes y después de irme históricamente, “De nuevo volveré y os llevaré conmigo...” “No os dejaré huérfanos, volveré a vosotros”. “Como el Padre me amó, yo también os he amado; permaneced en mi amor”, “Ya no os llamo siervos, os llamo amigos”, “Muchas cosas tengo aún que deciros, mas no podéis llevarlas ahora; pero cuando viniere Aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hacia la verdad completa, porque no hablará de sí mismo, sino que hablará lo que oyere y os comunicará las cosa venideras”,  “Pero de nuevo os veré, y se alegrará vuestro corazón, y nadie será capaz de quitaros vuestra alegría”. “Pero no ruego sólo por estos sino por cuantos crean en mi por su palabra, para que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mi y yo en tí,  para que también ellos sean  en nosotros y el mundo crea que tú me has enviado”. “Padre, lo que tú me has dado, quiero que donde esté yo estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria, que tú me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo”. “porque os dicho estas cosas,os habéis puesto tristes... pero volveré y ya nadie os podrá quitar vuestro gozo... Padre, no sólo ruego por estos, sino por los que creerán en tu nombre”.

Además de los signos y palabras de la Eucaristía, como sacrificio y comunión, necesitamos desarrollar más los signos de la amistad querida por Jesús con cada uno de nosotros, signos breves en tiempo y espacio; pero específicos, dentro de la liturgia eucarística, como en la Última Cena. Es que si no, este sacramento no se puede captar ni comprender ni asimilar en totalidad ni plenitud, porque es copia de la amistad y del amor eterno y trinitario del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo: “Ardientemente he deseado comer esta pascua con vosotros... preparad... os mostrará una sala grande con divanes...,” es decir, comida, espacio y mesa y sillas de amistad, sin prisas, con diálogo y comunicación ardiente.

Es como si el Señor nos dijera: La consagración y la comunión fue un momento ardientemente deseado por mí en la Última Cena; pero antes y después hubo celebración de la amistad y el mandamiento nuevo y lavatorio de pies y esto fue también ardientemente deseado y celebrado. En la cena pascual no hubo solo pascua y comunión, simultáneamente celebré la amistad con vosotros, repasad todas mis palabras de aquella noche. Juan lo recordó todo maravillosamente, espíritu y palabra y gestos; es más, para él el lavatorio y todos los gestos y palabras que le acompañaron fueron Eucaristía, porque estuvo sintiendo el palpitar de mi corazón y hubo mucha conversación y trato de amistad antes, en  y después de la celebración de la pascua. Lo que pasa es que muchos de mis discípulos no están todavía iniciados en el amor, y  me dan culto y celebran bien; pero sin entrar dentro del sentido y del significado pleno y total de lo celebrado: sacrificio, comunión y amistad; pero no sólo para algunos determinados, sino para el común de los cristianos...

Queridos hermanos, pienso que habrá que descubrir la razón de por qué hay tantas celebraciones de la pascua de Cristo y tanto pacto de amistad celebrado con Dios en cada Eucaristía  y luego tan pocos celebrantes que  amen a Cristo y guarden el pacto de la alianza con Dios; por qué tantos comen pero no comulgan con Cristo, no se hacen amigos, tantas comuniones y desfallecidos luego de vida y amor a Dios y a los hermanos... Quizás la teología y la liturgia, desde el «locus theologicus» de la experiencia eucarística tan largamente sentida durante siglos, -ni un solo santo que no fuera eucarístico-,  tendrá que abrirse más a la tienda de la morada de Dios entre los hombres por su Hijo hecho Encarnación de su amor y pan de Eucaristía y enseñarnos cómo se cultiva este sacramento. Reflexionemos un poco a ver si este aspecto del misterio va a tener más importancia que la que se le está dando.  Pienso que  para celebrar en la Eucaristía y fuera de ella la amistad con Cristo, necesitamos ciertos sentimientos y actitudes y vivencias, que, si no se tienen, impiden vivir y celebrar este sacramento de la amistad de Cristo con nosotros y de nosotros con Cristo. Lo peor sería que no los tuviésemos en plenitud,  porque no los celebremos como deben ser celebrados.

 Esta dimensión sacramental de la amistad con Cristo nunca le ha quitado ni le puede quitar nada a la Eucaristía y a la comunión, todo lo contrario, se trata siempre del mismo Cristo en aspectos diferentes porque Él es infinito e inabarcable y  un solo Señor y una sola fe. Es más, esta dimensión de amistad personal los potenciaría en sentido y plenitud, porque los tres sacramentos o los tres aspectos de la Eucaristía se complementan y se necesitan. Jesús desarrolló una amplia liturgia de amistad: ¡lo que habló el Señor aquella noche y lo emocionado que celebró estas tres dimensiones del  misterio eucarístico y las cosas tan hermosas que nos dijo!

“Dijo Jesús: Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre... hijitos  míos, amaos los unos a los otros... en la casa de mi Padre hay muchas moradas, me voy a prepararos sitio... Os tomaré conmigo para que donde yo estoy estéis también vosotros... si me conocéis, conoceréis también a mi Padre... Felipe ¿no crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Pero vosotros me veréis porque yo vivo y vosotros viviréis... En aquel día conoceréis que yo estoy en mi Padre... Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada... Yo soy la vid, vosotros los sarmientos... Como el Padre me amó, yo también os he amado, permaneced en mi amor... Vosotros sois mis amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer... Padre, glorifica a tu Hijo, para que el Hijo te glorifique... Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo... Padre santo, guarda en tu nombre estos que me has dado, para que sean uno como nosotros...” (Jn17).

Cristo se hace presente para hacer presente su pascua y salvarnos comiendo su carne resucitada, llena de la nueva vida; pero también para permanecer  en el sagrario como presencia de amistad ofrecida a todos los hombres. Es precisamente esa presencia de Amistad, ese amor de Cristo amigo, sentido hasta el extremo y por obediencia al Padre, que “tanto amó al mundo que le entregó su Hijo Unigénito, para que no perezca ninguno de los que creen en Él”, repito, fue este amor de Espíritu Santo, encarnado en el Hijo por la potencia de ese mismo Amor Divino del Padre y del Hijo en la Palabra pronunciada por amor eterno en el Padre en la que el Padre se dice a sí mismo en Palabra cantada en amor y que la dice y pronuncia también para nosotros en el Hijo amado, fue esa Palabra dicha con amor y en carne humana para el hombre, fue ese Hijo encarnado el que primero estuvo y tiene que estar presente para luego, desde ese amor presente a los hombres ya aún antes de la pascua eucarística, hacerse sacerdote y víctima de su propia ofrenda al Padre por los hombres y luego, desde ese amor primero, permanecer para siempre, porque para eso vino, como amistad salvadora de la Trinidad ofrecida a todos los hombres.

Por eso, si se ha celebrado bien, si la Eucaristía ha sido completa, algo habrá que decirle y adorarle y besarle despacio a este Cristo en la misma celebración eucarística, para                          celebrar esa amistad, porque o habrá que celebrar también su amistad, porque le hemos consagrado, le hemos traído al altar, hemos cantado, rezado, bien, pero con tanto movimiento a veces a lo mejor salimos de la iglesia sin haberle dicho nada de amistad litúrgica y personalmente. La consagración pide y exige también la celebración de su venida en amistad eucarística y quizás no tan distante ni en el tiempo ni en el espacio:“Y cuantas veces hagáis esto, acordaos de mí”.

   ¡Señor! pues a ver si les insinúas algo de esto sobre todo  a los que corren tanto que no te dan tregua a decirnos casi nada de amistad y muchas veces, por la forma y el modo, no te dejan consagrar emocionado y despacio y decir lo que tienes y quiere decirnos, porque todo es correr y correr, casi sin entender bien lo que  celebran; pero como de todo tiene que haber en la viña del Señor, también hay hermanos y amigos que dicen lo contrario, que por qué tan despacio esto o lo otro, que guardar mejor el ritmo... etc.

Es que como me gusta tanto esta miel de la Eucaristía y este sabor de vino profundo de las bodas de Cristo y de los pactos de amistad con Dios que Él me brinda, a veces me paso ratos y ratos repasando la teología y la liturgia que me enseñaron y al degustar con los labios y la lengua gustativa de ahora este vino tan sabroso, encuentro nuevos matices y sabores de vino viejo y de pan  reciente de Eucaristía recién celebrada y no siempre coinciden doctrinas y sabores. Y esto sólo en cuarenta años.

Había que hacer la liturgia y la teología no solo de rodillas, que ya es un paso importante y obligado para todo verdadero teólogo; sino habiéndola gustado, esto es, bebiendo siempre este vino viejo de amor eterno de mil sabores de amor y amistad y este pan tan reciente de cada día del horno y corazón eucarístico, que tanto quema y ha quemado a los santos de todos los tiempos, ninguno que no fuera eucarístico, y a nuestros padres y mayores, que no tuvieron más clases de  teología y Biblia y liturgia que el sagrario y allí lo aprendieron todo, uniendo la Eucaristía en latín de las siete de la mañana con la liturgia larga de la visita de amistad al Señor en el sagrario por la tarde.

 “Yo soy la vid y vosotros los sarmientos”, y los sarmientos están siempre  unidos a la vid, porque de otra forma mueren y se secan:“Sin mí no podéis hacer nada...” .Eucaristía, «fonte que mana y corre», vid, sagrario... son para un cristiano realidades que se complementan e ilustran entre sí: la comunidad después de celebrar la Eucaristía y después de comer el pan, debe permanecer ya siempre unida con Cristo y entre sí como sarmientos a la vid, que es la misma persona de Cristo, que les alimenta en pascua, comunión y amistad personal con Él permanente en vida de casados, solteros, sacerdotes... Es claro que Cristo ha querido quedarse en los sagrarios de la tierra como centro de vida y de caridad en medio de cada comunidad cristiana, como fuente de vida que mana y corre, aunque es noche, por la fe. 

       La Hostia presente en cada sagrario nos invita a nosotros a ser hostia, a ofrecernos al Padre, a adorarle, a cumplir su voluntad. La Hostia presente en cada sagrario es pan, comida, que nos invita a seguir comiendo Dios, infinitud, vida divina y a ser comidos por Él en sus mismos sentimientos de generosidad, caridad y servicio permanente como El. Este es el sentido de los signos sacramentales, significar y hacer lo que significan, traer, encarnar, acercar al mismo Dios al hombre, a nuestras personas y actividades, a nuestro mundo concreto.

La Hostiapresente en el sagrario, como sacramento de amistad, nos invita a comprender la verdad del amor de Dios al hombre por esta encarnación continuada, signo y presencia de su amor perpetuo, presencia amorosa del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en atardeceres del paraíso. Por eso, cuando entramos en una Iglesia católica, nuestros ojos van espontáneamente hacia la Hostia santa, a Jesucristo en persona, al Amigo por excelencia, al Sacramentado de Amor y para la amistad de amor con nosotros, al Sacramento del Amor, que nos mira y  siempre está en casa esperándonos. Por eso, me gusta que esté en un sitio visible, porque Él es el Señor del templo, el verdadero Templo reconstruido y vivo. Yo nunca me quedo mirando y cantando  «la puerta del sagrario quién la pudiera abrir» como cantábamos en el seminario. Yo la abro y me meto en la Hostia Santa, la Morada de Dios más real en la tierra  para cada uno de nosotros. 

Por eso lo digo con toda sinceridad, no tengo ninguna envidia a los Apóstoles que le vieron materialmente a Jesucristo en Palestina; no me gustan mucho las “apariciones”, aunque sea en personas santas y no voy a profundizar en esta materia, para no hacer dudar de algunas hagiografías. Sólo digo que todas las apariciones de Cristo resucitado no fueron suficientes para que los Apóstoles conocieran el misterio de Cristo y fue necesario Pentecostés, ese mismo Cristo hecho fuego en su corazón. Lo único que quiero es que Él, mejor dicho, su mismo Espíritu de Amor Personal a su Padre venga a mí y me aumente la fe y el amor, porque yo no puedo hacerlo ni sé ni comprendo todo esto que a veces siento, y que también ya, por otra parte, ni sé ni quiero vivir sin Él: ¡Eucaristía divina, Tú lo has dado todo por mí, con amor extremo, hasta dar la vida! ¡También yo quiero darlo todo por Ti! Porque para mí Tú lo eres todo, yo quiero que los seas todo. ¡Jesucristo Eucaristía, Yo creo en Ti! ¡Jesucristo Eucaristía, yo confío en Ti! ¡Jesucristo Eucaristía, Tú eres el Hijo de Dios!

El Cristo que yo quiero es el que los Apóstoles contemplaron después de Pentecostés, cuando ya no le veían históricamente, ese que les quemó el corazón con fuego de  Espíritu Santo, y les  robó el corazón y les puso fuego en su torpe cabeza y pensamientos egoístas y les hizo hablar  las lenguas del amor a Dios y a los hombres y que todos entendieron y seguimos entendiendo a través de los siglos,  y  ya no pudieron callarse y fueron profetas verdaderos sin miedo ya a morir, únicamente  pendientes de agradar y obedecer a Dios más que a los hombres. Con el Cristo externo, visible, autor de milagros incluso, hecho sólo Teología,  pero no hecho fuego de Pentecostés, de experiencia verdadera de Dios y de su amor infinito, siguieron teniendo  miedo, le abandonaron... y aún viéndole incluso resucitado, siguieron  con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Yo quiero el Cristo experimentado por Pablo: “Para mí la vida es Cristo... no quiero saber más que mi Cristo y este crucificado...”; yo quiero sentir y vivir el Cristo de los místicos verdaderos.

La fe eucarística es la palabra que hace presente a Cristo en ambiente de cena de despedida y de reencuentro resucitado de perdón y amistad: “Paz a vosotros”. La fe eucarística es la mano que alarga el pan de vida eterna para comerlo, es la boca que lo recibe en respuesta a la invitación del Señor: “Tomad y comed”, es la puerta que se abre, porque es Cristo quien llama y abre la puerta “para cenar con el discípulo” (Ap3, 20),  para vivir su presencia en amistad, en conocimiento y amor mutuos. Los ojos de los discípulos de Emaús no se abrieron por sí mismos, sus ojos “fueron abiertos” según la versión griega de Lc. 14,31.

Nosotros no podemos ni sabemos y al principio, por falta de ojos limpios,  ni queremos.... Sólo Cristo, sólo Cristo por la fe y la fe es don de Dios. Nosotros la recibimos y podemos pedirla; pero no fabricarla  ni merecerla, porque es divina, es el conocimiento que Dios tiene de sí mismo y de su  proyecto de Salvación y, al ser de Dios, nos desborda, es don gratuito e infinito. Estoy hablando de la fe, del conocimiento que Dios tiene de Sí mismo y de su esencia e intimidad, que me desbordan y se convierten en misterios porque mi capacidad es limitada. Necesito que me capacite para este conocimiento y eso solamente lo realiza la gracia, que es vida y conocimiento y amor de Dios en sí mismo. Así lo piensa San Juan de la Cruz. De ahí la necesidad de noches y purificaciones para prepararme; aunque nunca comprenderé como Dios se comprende a sí mismo, ni siquiera en la eternidad; aunque allí el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, los Tres me lo expliquen  mejor y con más detalles, en el Sacramento Trinitario del amor y de la amistad eterna, con su misma Palabra y con su mismo Amor Personal, o si queréis, con Única Palabra Completa y Total del Padre cantada con Amor de Espíritu Santo al Hijo, que en eco total y eterno la recibe y la acepta infinitamente, totalmente, por la potencia del mismo Espíritu de Amor, que los hace Padre e Hijo, canturreada por el Padre y en eco eterno de amor repetida y aceptada por el Hijo en un acto eterno de Amor esencial, que es Espíritu Santo, que es la esencia del Dios Trino y Uno, porque “Dios es Amor”, su esencia es amar y si Dios dejase de amar y amarse, dejaría de existir, de ser Tri-Unidad, de ser Tres en Unidad de Ser, que es Amor. Dios no puede dejar de ser Padre lleno de amor, no puede dejar de perdonar al hombre, creado gratuitamente porque ha querido hacerle partícipe de su mismo Amor y Palabra, en la que contempla todo su Ser, desde el amanecer de su existir. Por eso, no puede dejar de ser Padre, que pronuncia para Sí y para nosotros la Palabra en la que se dice y nos dice todo su Amor, todo lo que nos ama en su mismo Amor, que es Espíritu Santo. Por eso, como “Dios es amor”, esa es su esencia y el Padre no puede dejar de ser Padre, de estar engendrando con amor y felicidad al Hijo que le hace al Padre ser Padre y feliz eternamente porque le ama como es amado por el mismo Amor Personal y Esencial, que es Espíritu Santo.

Allí, en el altar del cielo, ya no celebraremos la Eucaristía como pascua, porque ya hemos llegado a la tierra  prometida, a  la meta y no habrá más pascua, porque ya no habrá más paso ni tránsito, porque hemos llegado al final del proyecto, al esjatón, a lo Último, a Dios en su Ser primero y último y único; allí no habrá más Eucaristía como viático de eternidad, como comida y alimento del pan de vida eterna, porque los peregrinos ya han conseguido llegar al corazón amigo, que tanto me ha amado que entregó su vida, para que yo pudiera tenerla eterna en la misma intimidad y esencia divina de nuestro Dios Trino y Uno. Todos los medios y signos terrestres ya han pasado, fueron provisionales: el templo, el sacerdocio, la pascua, la comida, la liturgia, los sacramentos, hasta la misma Eucaristía: “Aquí no tenemos ciudad permanente, sino que andamos en busca de la futura” (Hb 13,14). “¡Que deseables son tus moradas, Señor de los ejércitos! Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor, mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo”. 

 La Eucaristía es la presencia corporal de Cristo, del evangelio entero y completo, de la fuente de gracia de todos los sacramentos, de todos los misterios de Dios para con nosotros, de toda la Salvación y del esjatón final anticipado y metido como cuña en el tiempo: Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús”. La Eucaristía es la presencia más presencia corporal del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo en la tierra por el Hijo Amado. Y todo por amor total en amistad de Dios con los hombres. La Eucaristía como Eucaristía, como comunión y como sagrario siempre será presencia de amistad y de amor hasta el extremo: «...mientras la Eucaristía es conservada en nuestras iglesias y oratorios, Cristo es verdaderamente el Emanuel, es decir, Dios con nosotros... Habita con nosotros lleno de gracia y de verdad, ordena las costumbres, alimenta las virtudes, consuela a los afligidos, fortalece a los débiles...» (Mysterium fidei 67).

El diálogo eucarístico se dirige siempre, a través del signo, a la persona misma de Cristo celeste y pascual, vivo y resucitado, el único que existe, porque la Eucaristía es el pan escatológico, el banquete del reino de Dios, su explicación y parábola más bella y que en lenguaje vulgar llamamos cielo; el sagrario es la amistad del cielo, querida y anticipada por Jesucristo en la Eucaristía para su Iglesia peregrina, cuya “ciudad se encuentra en los cielos” (Flp 3,20). Es el banquete donde  la amistad es condición indispensable y esto no hay que olvidarlo nunca para ver y analizar cómo y para qué comulgamos y celebramos, y aquí está la clave para entender plenamente  la Eucaristía, sobre todo, los frutos de la comunión y de la Eucaristía. La amistad, mejor, el deseo de amistad es indispensable y se celebra y aumenta  como en toda comida. Aquí es donde mejor y más se alimenta la  intimidad mutua de Cristo con los suyos y de los suyos con Dios Uno y Trino, la posibilidad de amarse mutuamente sin medida. La Eucaristía, el sagrario es siempre un libro silencioso pero abierto permanentemente para leer las cosas del amor divino, sea cual sea el lugar y el rincón que ocupe en la iglesia; el sagrario es Cristo Eucaristía, el mejor maestro de oración, santidad y vida cristiana; es Dios mismo cercano, amigo y confidente, es nuestro Dios Trino y Uno con los brazos abiertos a la intimidad y a la amistad con el  hombre por el Hijo  Amado: Jesucristo vivo, vivo y resucitado.

Toda la liturgia de la tierra termina en la liturgia del Apocalipsis, allí ya será y está el fin y la síntesis de todo y de todos que es Dios, que es la Amistad eterna con el Eterno, nuestro Dios Trino y Uno, es decir, Dios Amor-Amistad en diálogo infinito con los Tres y con todos en el Todo del Círculo Trinitario y allí y eternamente celebraremos en visión celeste de gloria esta Amistad soñada por Dios desde el amor más gratuito que nunca el hombre pudo soñar y que por eso mismo le cuesta creer y comprender: “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él no amó primero…”; amistad celebrada como anticipo y  añorada en plenitud desde la fe durante el peregrinaje. El autor del Apocalipsis contempla el evento escatológico como una solemne liturgia celeste, celebrada por los ángeles y santos, llena de luz y de cantos y de gloria. El canto del Aleluya expresa el gozo de todos aquellos, que habiéndose mantenido fieles hasta el final, han sido invitados a la cena nupcial del “Cordero degollado, el Viviente, que estuvo entre los muertos pero ahora vive para siempre”, símbolo de la plena y beatífica comunión con Dios Trino y Uno. Hasta allí me llevó la pascua de la Eucaristía, la comida del pan de la vida eterna, la presencia amiga del sagrario, puerta del cielo, en la que «et futurae gloriae pignus datar»: se nos da la prenda de la gloria futura.

       Viene a mi mente en estos momentos el himno «Jesús, dulcis memoria, dans vera cordis gaudia, sed super mel et omnia, ejus dulcis praesentia…»: ¡Oh Jesús, dulce para el recuerdo, que das los verdaderos gozos del corazón, porque tu dulce presencia está sobre la miel y todas las cosas! No se puede cantar nada más suave, ni oir nada más alegre, ni pensar nada más dulce que el nombre de Jesús, Hijo de Dios ¡Oh Jesús! ¡Tú eres la esperanza para los arrepentidos, generoso para los que te suplican, bueno para todos los que te buscan y qué decir para lo que te encuentran! La lengua no sabe decir ni la letra puede escribir lo que es amar a Jesús. Sólo el que lo experimenta puede saberlo. ¡Jesús! ¡Sé Tú nuestro gozo, nuestro premio último y futuro! ¡Haz que nuestra gloria esté siempre en Ti! Por todos los siglos. Amén.

       No puedo olvidar en estos momentos a la que fue la primeratienda, el primer sagrario de Cristo en la tierra, la madre de la Eucaristía: María, la hermosa Nazarena, la Virgen guapa, Madre del Verbo de Dios hecho carne: la Virgen del Sagrario. Desde aquí mi beso más filial y  el agradecimiento más sincero: «Dios ha puesto en ti, oh Virgen, su tienda como en un cielo puro y resplandeciente. Saldrá de ti como el esposo de su alcoba e, imitando el recorrido del sol, recorrerá en su vida el camino de la futura salvación para todos los vivientes, y extendiéndose de un extremo a otro del cielo, llenará con calor divino y vivificante todas las cosas» (S.Sofronio, Sermón 2, PG3, 3242,3250).

SEGUNDA MEDITACIÓN

NECESIDAD DE LA ORACIÓN PARA  EL ENCUENTRO PERSONAL CON CRISTO EUCARISTÍA.

Queridos hermanos: Me gustaría describiros un poco el camino ordinario que hay que seguir para conocer y amar a Jesucristo Eucaristía: es la oración eucarística o sencillamente la oración en general, dela que Santa Teresa nos dice, «que no es otra cosa oración, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama».

Al tratar muchas veces a solas «con quien sabemos que nos ama», poco a poco nos vamos adentrando y encontrando con Él en la Eucaristía, que es donde está más presente  «el que nos ama” y esto es en concreto la oración eucarística, hablar, encontrarnos,  tratar de amistad con Jesucristo Eucaristía.

Éste es el mejor camino que yo conozco y he seguido para descubrirlo vivo, vivo y resucitado, y no como un tesoro escondido, sino como un tesoro mostrado, manifestado y predicado abiertamente, permanentemente ofrecido y  ofreciéndose como evangelio vivo, como amistad, como pan de vida, como confidente y amigo para todos los hombres,  en todos los sagrarios de la tierra.

El sagrario es el nuevo templo de la nueva alianza para encontrarnos y alabarla a Dios en la tierra, hasta que lleguemos al templo celeste y contemplarlo glorioso. No es que haya dos Cristos, siempre es el mismo, ayer, hoy y siempre, pero manifestado de forma diferente. “Destruid este templo y yo lo reedificaré en tres días. Él hablaba del templo de su cuerpo” (Jn 2,19). Cristo Eucaristía es el nuevo sacrificio, la nueva pascua, la nueva alianza, el nuevo culto, el nuevo templo, la nueva tienda de la presencia de Dios y del encuentro, en la que deben reunirse los peregrinos del desierto de la vida, hasta llegar a la tierra prometida, hasta la celebración de la pascua celeste. Por eso,“la Iglesia, apelando a su derecho de esposa” se considera propietaria y depositaria de este tesoro, por el cual merece la pena venderlo todo para adquirirlo, y lo guarda con esmero y cuidado extremo y le enciende permanentemente la llama de la fe y del amor más ardiente, y se arrodilla y lo adora y se lo come de amor: “No es marido dueño de su cuerpo sino la esposa” (1Cor 7,4). 

El sagrario es Jesucristo resucitado en salvación y amistad permanentemente ofrecidas. Quiero decir con esto, que no se trata de un privilegio, de un descubrimiento, que algunos cristianos encuentran por suerte o casualidad, sino que es el encuentro natural de todo creyente, que se tome en serio la fe cristiana y quiere recorrer de verdad las etapas de este camino, que Jesús indicó y expresó  bien claro: “Tomad y comed, esto es mi cuerpo...” “el que me coma, vivirá por mí...”; “...el agua, que yo le daré, se hará en él una fuente que salte hasta la vida eterna”; “Yo soy el camino...”.

 Y la puerta para entrar en este camino y en esta vida y verdad que nos conducen hasta Dios, es Cristo, por medio de la oración personal, hecha liturgia y vida, o la oración litúrgica y la vida, hecha oración personal, que para mí todo está unido, pero siempre es oración, al menos «a mi parecer».

Y  para encontrar en la tierra a Cristo vivo, vivo y resucitado, el sagrario es «la fonte que mana y corre, aunque es de noche», es decir, es sólo por la fe, como podemos  acercarnos a esta fuente del Amor y de la Vida y de la Salvación, que mana del  Espíritu de Cristo, que es Espíritu Santo: Amor, Alma y Vida de mi Dios  Trino y Uno: Padre,  Hijo y  Espíritu Santo. Ahí está la fuente  que mana esta agua divina que “salta hasta la vida eterna”.

 

«Qué bien sé yo la fonte que mana y corre,

  aunque es de noche.

  Aquesta eterna fonte está escondida

  en este vivo pan por darnos vida,

  aunque es de noche.

 Aquí se está llamando a las criaturas,

  y de esta agua se hartan, aunque a oscuras,

  porque es de noche.

  Aquesta viva fonte que deseo,

  en este pan de vida yo la veo,

  aunque es de noche» (San Juan de la Cruz).

 

El primer paso para tocar a Jesucristo, escondido en este pan por darnos vida, llamando a las criaturas, manando hasta la vida eterna, es la fe, llena de amor y de esperanza, virtudes sobrenaturales, que nos unen directamente con Dios. Y la fe es fe, es un don de Dios, no la fabricamos nosotros, no se aprende en los libros ni en la teología, hay que pedirla, pedirla intensamente y muchas veces, durante años, en la sequedad y aparente falta de respuesta, en  noche de luz humana y en la oscuridad de nuestros saberes, con esfuerzo y conversión permanente.

 La fe es el conocimiento que Dios tiene de sí mismo y de su vida y amor y de su proyecto de salvación, que se convierten en misterios para el hombre, cuando Él, por ese mismo amor que nos tiene, desea comunicárnoslos. Dios y su vida son misterios para nosotros, porque nos desbordan y no podemos abarcarlos, hay que aceptarlos sólo por la confianza puesta en su palabra y en su persona, en  seguridad de amor, a oscuras del entendimiento que no puede comprender. Para subir tan alto, tan alto, hasta el corazón del Verbo de Dios, hecho pan de Eucaristía, hay que subir «toda ciencia trascendiendo». Podíamos aplicarle los versos de  San Juan de la Cruz: «Tras un amoroso lance, y no de esperanza falto, volé tan alto tan alto, que le di a la caza alcance».

 La oración siempre será un misterio, nunca podemos abarcarla perfectamente, sino que será ella la que nos abarca a nosotros y nos domina y nos desborda, porque la oración es encuentro con el Dios vivo e infinito. Será siempre transcendiendo lo creado, en una unión con Dios sentida pero no poseída, pero deseando, siempre deseando más del Amado, en densa oscuridad de fe, llena de amor y de esperanza del encuentro pleno. Y así, envuelta en esta profunda oscuridad de la fe, más cierta y segura que todos los razonamientos humanos, la criatura, siempre transcendida y “extasiada”, salida de sí misma,  llegará  al abrazo y a la unión total con el Amado: «Oh noche que guiaste, oh noche amable más que la alborada, oh noche que juntaste Amado con amada, amada en el Amado transformada».

Sólo por la fe tocamos y nos unimos  a Dios y a sus misterios “El evangelio es la salvación de Dios para todo el que cree. Porque en él se revela la justicia salvadora de Dios para los que creen, en virtud de su fe, como dice la Escritura: El justo vivirá por su fe” (Rom 1,16-17). A Jesucristo se llega mejor por el evangelio y cogido de la mano de los verdaderos creyentes: los santos, nuestros padres, nuestros sacerdotes... y todos los amigos de Jesús, que  han vivido el evangelio y  han recorrido este camino de oración, del encuentro eucarístico, y nos indican perfectamente cómo se llega hasta Él, cuáles son las dificultades, cómo se superan.

Este camino hay que recorrerlo en un principio siempre con la certeza confiada de la fe de la Iglesia, de nuestros padres y catequistas. “Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá” (Lc 1,45). María, modelo y madre de la fe,  llegó a conocer a su Hijo y a vivir todos sus misterios más y mejor por la fe, “meditándolos en su corazón”, que por lo que veía con los ojos de la carne. Y esa fe la llevó a descubrir todo el misterio de su Hijo y permaneció fiel hasta la cima del calvario, creyendo, contra toda apariencia humana, que era el Redentor del mundo, el Hijo de Dios el que moría solo y abandonado de todos, sin reflejos de gloria ni de cielo, en la cruz. San Agustín interpreta las palabras de Isabel a María:“Dichosa tú que has creído porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”, diciendo que María fue más dichosa y más madre de Jesús por la fe, esto es, por haber creído y haberse hecho esclava de su Palabra, que por haberle concebido corporalmente.

Por la fe nosotros sabemos que Jesucristo está en el sacramento, en la Eucaristía, realizando lo que hizo y dijo. Podemos luego tratar de explicarlo según la razón y para eso es la teología, pero hasta ahora no  podemos explicarlo plenamente. Y esto es lo más importante. La fe lo ve, porque la fe es el conocimiento que Dios tiene de las cosas, aunque yo, que tengo esa fe y que participo de ese conocimiento, no lo vea, como he dicho antes, porque no puedo ver con la luz y profundidad de Dios. Solo el conocimiento místico se funde en la realidad amada y la conoce. Los místicos son los exploradores que  Moisés mandó por delante a la tierra prometida, y que, al regresar cargados de vivencias y frutos, nos hablan de las maravillas de la tierra prometida a todos, para animarnos a seguir caminado hasta contemplarla y poseerla.  

Por eso, el teólogo no puede habitar en dos mundos separados, cada uno de los cuales exija certezas contrarias en donde la afirmación de la fe no pueda ser aceptada por la razón. La teología es la luz de la fe que intenta, con la ayuda de la Palabra y el Espíritu, conquistar el mundo de la razón con palabras humanas, para que el teólogo o creyente se haga creyente por entero. Por eso, la teología es un apostolado hacia dentro, que trata de evangelizar a la razón,  llevándola a acoger el misterio ya presente en la Iglesia y en su corazón de creyente. “Deshacemos sofismas y toda altanería que se subleva contra el conocimiento de Dios y reducimos a cautiverio todo entendimiento para obediencia de Cristo” (2 Cor 10,4s). Dios, que resucita a Cristo con el poder y la gloria del Espíritu Santo, es el Señor de la teología católica. El señorío de Cristo no violenta a la inteligencia que razona, forzándola a acoger unas verdades ininteligibles. No la humilla sino que la salva de sus estrecheces, haciéndola humilde, capaz de Dios, como María que acoge la Palabra de Dios sin comprenderla. Luego, al vivir desde la fe los misterios de Cristo, lo comprende todo.

Toda la Noche del espíritu, para San Juan de la Cruz, está originada por este deseo de Dios, de comunicarse con la criatura; el alma queda cegada por el rayo del sol de la luz divina que para ella se convierte en oscuridad y en ceguedad por excesiva luz y sufre por sus limitación en ver y comprender como Dios ve su propio misterio; a este conocimiento profundo de Dios se llega mejor amando que entendiendo, por vía de amor que por vía de inteligencia, convirtiéndose el alma en «llama de amor viva».

 La teología es esclava de la fe y servidora de los fieles; no tiene que dominar sobre la fe sino contribuir al gozo de los creyentes (cf 2 Cor 1,24). Ante los propios misterios la teología ha de ser modesta y llena de discreción. Sería un sacrilegio y una ingratitud empeñarse en desgarrar el velo bajo el que se revela el Señor, cuando es ya tan grande la condescendencia de aquel, que se da a conocer de este modo.

Para seguir siendo discreta y sumisa, la teología tendrá que imitar el respeto emocionado de los Apóstoles ante la aparición del Resucitado en la orilla del lago: “Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: ¿quién eres tú?”. Por lo tanto, no buscará evidencias racionales para eludir la obligación de creer; no preguntará: ¿Es verdad todo esto que hace y dice el Señor? sino que humildemente dirá: Señor ayúdanos a comprender mejor lo que nos dices y haces:“Señor, yo creo, pero aumenta mi fe”.

La Eucaristíapuede estudiarse desde fuera, partiendo de los elementos visibles que la constituyen o desde dentro, partiendo del misterio del que es sacramento memorial. Aquel que es para siempre la Palabra, la biblioteca inagotable de la Iglesia, su archivo inviolable condensó toda su vida en los signos y palabras de la Eucaristía: es su suma teológica. Para leer este libro eucarístico que es único, no basta la razón, hace falta la fe y el amor que hagan comunión de sentimientos con el que dijo: “acordaos de mí”, de mi emoción por todos vosotros, de mis deseos de entrega, de mis ansias de salvación, de mis manos temblorosas, de mi amor hasta el extremo. (cfr.F.X. DURRWELL, La Eucaristía sacramento pascual, Sígueme 1998, pág.13).

 San Juan de la Cruz nos dirá que, para conocer a Dios y sus misterios, es mejor el amor que la razón, porque ésta no puede abarcarle, pero por  el amor me uno al objeto amado y me pongo en contacto con él y me fundo con él en una sola realidad en llamas. Son los místicos, los que experimentan los misterios que nosotros celebramos. Para San Juan de la Cruz, la teología, el conocimiento de Dios debe ser «noticia amorosa», «sabiduría de amor», «llama de amor viva que hiere de mi alma en el más profundo centro...», no conocimiento frío, teórico, sin vida. El que quiere conocer a Dios ha de arrodillarse; el sacerdote, el teólogo debe trabajar en estado de oración, debe hacer teología arrodillada.

 Sin esta comunión personal de amor y sentimientos con Cristo, el libro eucarístico llega muy empobrecido al lector. Este libro hay que comerlo para comprenderlo, como Ezequiel: “Hijo de hombre, come lo que se te ofrece; come este rollo y ve luego a hablar a la casa de Israel. Yo abrí mi boca y él me hizo comer el rollo y me dijo”: Hijo de hombre aliméntate y sáciate de este rollo que yo te doy. Lo comí y fue en mi boca dulce como miel” (Ez.3, 1-3).

 

TERCERA MEDITACIÓN

HEMORROÍSA DIVINA, CREYENTE, DECIDIDA, ENSÉÑAME A TOCAR A CRISTO CON FE Y ESPERANZA

“Mientras les hablaba, llegó un jefe y acercándosele se postró ante Él, diciendo: Mi hija acaba de morir; pero ven, pon tu mano sobre ella y vivirá. Y levantándose Jesús, le siguió con sus discípulos. Entonces una mujer que padecía flujo de sangre hacía doce años se le acercó por detrás y le tocó la orla del vestido, diciendo para sí misma: con sólo que toque su vestido seré sana. Jesús se volvió, y, viéndola, dijo: Hija, ten confianza; tu fe te ha sanado. Y quedó sana la mujer desde aquel momento”(Mt 9, 20-26).

 

Seguramente todos recordaréis este pasaje evangélico, en el que se nos narra la curación de la hemorroisa. Esta pobre mujer, que padecía flujo incurable de sangre desde hacía doce años, se deslizó entre la multitud, hasta lograr tocar al Señor:“Si logro tocar la orla de su vestido, quedaré curada, se dijo. Y al instante cesó el flujo de sangre.  Y  Jesús... preguntó: ¿Quién me ha tocado?.”

 No era el hecho material lo que le importaba a Jesús. Pedro, lleno de sentido común, le dijo: Señor, te rodea una muchedumbre inmensa y te oprime por todos lados y ahora tú preguntas, ¿quién me ha tocado? Pues todos.

Pero Jesús lo dijo, porque sabía muy bien, que alguien le había tocado de una forma totalmente distinta a los demás, alguien le había tocado con fe y una virtud especial había salido de Él. No era la materialidad del acto lo que le importaba a Jesús en aquella ocasión; cuántos ciertamente de aquellos galileos habían tenido esta suerte de tocarlo y, sin embargo, no habían conseguido nada. Sólo una persona, entre aquella multitud inmensa, había tocado con fe a Jesús. Esto era lo que estaba buscando el Señor.

Queridos hermanos: Este hecho evangélico, este camino de la hemorroísa,  debe ser siempre imagen e icono de nuestro acercamiento al Señor, y una imagen real y a la vez  desoladora de lo que sigue aconteciendo hoy día.

Otra multitud de gente nos hemos reunido esta tarde en su presencia y nos reunimos en otras muchas ocasiones y, sin embargo, no salimos curados de su encuentro, porque nos falta fe. El sacerdote que celebra la Eucaristía, los fieles que la reciben y la adoran, todos los que vengan a la presencia del Señor, deben tocarlo con fe y amor para salir curados.

Y si el sacerdote como Pedro le dice: Señor, todos estos son creyentes, han venido por Tí, incluso han comido contigo, te han comulgado.....podría tal vez el Señor responderle: “pero no todos me han tocado”. Tanto al sacerdote como a los fieles nos puede faltar esa fe  necesaria para un encuentro personal, podemos estar distraídos de su amor y presencia amorosa, es más, nos puede parecer el sagrario un objeto de iglesia, una cosa sin vida,  más que la presencia personal y verdadera y realísima de Cristo.

Sin fe viva, la presencia de Cristo no es la del amigo que siempre está en casa, esperándonos, lleno de amor, lleno de esas gracias, que tanto necesitamos, para glorificar al Padre y salvar a los hombres; y por esto, sin encuentro de amistad, no podemos contagiarnos de sus deseos, sentimientos y actitudes.

En la oración eucarística, como Eucaristía continuada que es, el Señor nos dice: “Tomad y comed.. Tomad y bebed...” y lo dice para que comulguemos, nos unamos a Él. En la oración eucarística, más que abrir yo la boca para decir cosas a Cristo, la abro para acoger su don, que es el mismo Cristo pascual, vivo y resucitado por mí y para mí. El don y la gracia ya están allí, es Jesucristo resucitado para darme vida, sólo tengo que abrir los ojos, la inteligencia, el corazón para comulgarlo con el amor y el deseo y la comunicación-comunión y así la oración eucarística se convierte en una permanente comunión eucarística. Sin fe viva, callada, silenciosa y alimentada de horas de sagrario,  Cristo no puede actuar  aquí y ahora en nosotros, ni curarnos como a la hemorroisa. No puede decirnos, como dijo tantas  veces en su vida terrena “Véte, tu fe te ha salvado”.

Y no os escandalicéis, pero es posible que yo celebre la eucaristía y no le toque, y tú también puedes comulgar y no tocarle, a pesar de comerlo. No basta, pues, tocar materialmente la sagrada forma y comerla, hay que comulgarla, hay que tocarla con fe y recibirla con amor.

Y ¿cómo sé yo si le toco con fe al Señor? Muy sencillo: si quedo curado, si voy poco a poco comulgando con los sentimientos de amor, servicio, perdón, castidad, humildad de Cristo, si me voy convirtiendo en Él y viviendo poco a poco su vida.Tocar,comulgar a Cristo es tener sus mismos sentimientos, sus mismos criterios, su misma vida. Y esto supone renunciar a los míos, para vivir los suyos: “El que me coma, vivirá por mí”, nos dice el Señor en el capítulo sexto de S. Juan. Y Pablo constatará esta verdad, asegurándonos: “vivo yo pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”.

Hermanos, de hoy en adelante vamos a tener más cuidado con nuestras misas y nuestras comuniones, con nuestros ratos de iglesia, de sagrario. Vamos a tratar de tocar verdaderamente a Cristo. Creo que un momento muy importante de la fe eucarística es cuando llega ese momento, en que iluminado por la fe, uno se da cuenta de que Él está realmente allí, que está vivo, vivo y resucitado, que quiere comunicarnos todos los tesoros que guarda para nosotros, puesto que para esto vino y este fue y sigue siendo el sentido de su encarnación continuada en la Eucaristía. Pero todo esto es por las virtudes teologales de la fe, esperanza y caridad, que nos llevan y nos unen directamente con Dios.

Hemorroisa divina, creyente, decidida y valiente,  enséñame a mirar y admirar a Cristo como tú lo hiciste, quisiera tener la capacidad de provocación que tú tuviste con esos deseos de tocarle, de rozar tu cuerpo y tu vida con la suya, esa seguridad de quedar curado si le toco con fe, de presencia y de palabra, enséñame a dialogar con Cristo,  a comulgarlo y recibirlo;  reza por mí al Cristo que te curó de tu enfermedad, que le toquemos siempre con esa fe y deseos tuyos en nuestras misas, comuniones y visitas, para que quedemos curados, llenos de vida, de fe y de esperanza.

CUARTA MEDITACIÓN

SAMARITANA MÍA, ENSÉÑAME A PEDIR A CRISTO EL AGUA DE LA FE Y DEL AMOR

 “Tenía que pasar por Samaria. Llega, pues, a una ciudad de Samaria llamada Sicar, próxima a la heredad que dio Jacob a José, su hijo, donde estaba la fuente de Jacob. Jesús fatigado del camino, se sentó sin más junto a la fuente; era como la hora de sexta. Llega una mujer de Samaria a sacar agua, y Jesús le dice: dame de beber, pues los discípulos habían ido a la ciudad a comprar provisiones.

Dícele la mujer samaritana: ¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, mujer samaritana? Porque no se tratan judíos y samaritanos. Respondió Jesús y dijo: Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: dame de beber, tú le pedirías a Él, y Él te daría a ti agua viva. Ella le dijo: Señor, no tienes con qué sacar el agua y el pozo es hondo; ¿de dónde, pues, te viene esa agua viva?¿Acaso eres tú más grande que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo y de él bebió él mismo, sus hijos y sus rebaños? Respondió Jesús y le dijo: Quien bebe de esta agua volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le diere no tendrá jamás sed, que el agua que yo le dé se hará en él una fuente que salte hasta la vida eterna.

Díjole la mujer: Señor, dame de esa agua para que no sienta más sed ni tenga que venir aquí a sacarla. Él le dijo: Vete, llama a tu marido y ven acá. Respondió la mujer y le dijo: no tengo marido. Díjole Jesús: bien dices: no tengo marido porque tuviste cinco, y el que tienes ahora no es tu marido; en esto has dicho verdad. Díjole la mujer: Señor, veo que eres profeta.

Nuestros padres adoraron en este monte, y vosotros decís que es Jerusalén el sitio donde hay que adorar. Jesús le dijo: Créeme, mujer, que es llegada la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre... Díjole la mujer: Yo sé que el Mesías, el que se llama Cristo, está para venir, y que cuando venga nos hará saber todas las cosas. Díjole Jesús: Soy yo, el que contigo habla.

Muchos samaritanos de aquella ciudad creyeron en Él por la palabra de la mujer, que atestiguaba: Me ha dicho todo cuanto he hecho. Así que vinieron a Él y le rogaron que se quedase con ellos. Permaneció allí dos días y muchos más creyeron al oírle. Decían a la mujer: ya no creemos por tu palabra, pues nosotros mismos hemos oído y conocido que éste es verdaderamente el Salvador del mundo”(Juan 4, 4-26).

 

 Polvoriento, sudoroso y fatigado el Señor se ha sentado en el brocal del pozo. Está esperando a una persona muy singular. Ella no lo sabe. Por eso, al llegar y verlo, la samaritana se ha quedado sorprendida de ver a un judío sentado en el pozo, sobre todo, porque le ha pedido agua. Este encuentro ha sido cuidadosamente preparado por Jesús. Por eso, Cristo no se ha recatado en manifestar su sed material, aunque le ha empujado hasta allí, más su sed de almas, su ardor apostólico:“si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber...”.

Queridos hermanos: el mismo Cristo, exactamente el mismo, con la misma sed de almas, está sentado a la puerta de nuestros sagrarios, del sagrario de tu pueblo. Lleva largos años esperando el encuentro de fe contigo para entablar el deseado diálogo, pero tú tal vez no has sido fiel a la cita y no has ido a este pozo divino para sacar el agua de la vida. Él ha estado siempre aquí, esperándote, como a la samaritana. Dos  mil años lleva esperándote.

Por fín hoy estás aquí, junto a Él, que te mira con sus ojos negros de judío, imponentes, pregúntaselo a la adúltera, a la Magdalena, a las multitudes de niños, jóvenes y adultos de Palestina....que le seguían magnetizados; ¡qué vieron en esos ojos, lagos transparentes en los que se reflejaba su alma pura, su ternura por niños, jóvenes, enfermos, pecadores, su amor por todos nosotros y se purificaban con su bondad las miserias de los hombres! 

Todos sentimos esta tarde una emoción muy grande, porque hemos caído en la cuenta de que Él estaba esperándonos. Y, sentado en el brocal del sagrario,  Cristo te provoca y te pide agua, porque tiene sed de tu alma, como aquel día tenía más sed del alma de esta mujer que del agua del pozo. Cristo Eucaristía se muere en nuestros sagrarios de sed de amor, comprensión, correspondencia, de encontrar almas corredentoras del mundo, adoradoras del Padre, enamoradas y fervientes, sobre las que pueda volcarse y transformarlas en eucaristías perfectas.

«He aquí el corazón que tanto ha amado a los hombres,  diría a Santa Margarita y, a cambio de tanto amor, solo recibe desprecios...». Tú, al menos, que has conocido mi amor, ámame,  nos dice el Señor a los creyentes desde cada sagrario. “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber...tú le pedirías y el te daría agua que salta hasta la vida eterna...”.

       El don de Dios a los hombres es Jesucristo, es el mayor don que existe y que es entregado a los que le aman. Para eso vino y para eso se quedó en el Sacramento. Si supiéramos, si descubriéramos quién es el que nos pide de beber... es el Hijo de Dios, la Palabra pronunciada y  cantada eternamente con Amor de Espíritu Santo por el  Padre: “Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios... Todas las cosas fueron hechas por Él, y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho. En Él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres... Vino a los suyos y los suyos no le recibieron” (Jn 1, 1-3,11). Pues bien, esa Palabra Eterna de Salvación y Felicidad, pronunciada con amor de Espíritu Santo por el Padre para los hombres, es el Señor, presente en todos los sagrarios de la tierra. 

No debemos olvidar nunca que la religión cristiana, esencialmente, no son mandamientos ni sacramentos ni ritos ni ceremonias ni el mismo sacerdocio ni nada, esencialmente es una persona, es Jesucristo. Quien se encuentra con Él, puede ser cristiano, porque ha encontrado al Hijo Único, que  conoce y puede llevarnos al Padre y a la salvación; quien no se encuentra con Él, aunque tenga un doctorado en teología o haga todas las acciones y organigramas pastorales, no sabe lo que es auténtico cristianismo, ni ha encontrado el  gozo eterno comenzado en el tiempo.

Es que Dios nos ha llamado a la existencia por amor, tanto en la creación primera como en la segunda, y siempre en su Hijo, primero, Palabra Eterna pronunciada en silencio, lleno de amor de Espíritu Santo en su esencia divina, luego, pronunciada por nosotros en el tiempo y en este mundo en carne humana, para que vivamos su misma vida y seamos felices con su misma felicidad trinitaria, que empieza aquí abajo;  las puertas del sagrario son las puertas de la eternidad:

“Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en Cristo nos bendijo con toda  bendición espiritual en los cielos; por cuanto que en Él nos eligió antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e inmaculados ante Él en caridad, y nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para la alabanza del esplendor de su gracia, que nos otorgó gratuitamente en el amado, en quien tenemos la redención por su sangre, la remisión de los pecados...” (Ef 1,3-7).

La religión, en definitiva, es todo un invento de Dios para amar y ser amado por el hombre, y aquí está la clave del éxtasis de amor de los místicos, al descubrir y sentir y experimentar que esto es verdad, que de verdad Dios ama al hombre desde y hasta la hondura de su ser trinitario, y el hombre, al sentirse amado así, desfallece de amor, se transciende, sale de sí por este amor divino que Dios le regala  y se adentra en la esencia de Dios, que es Amor, Amor que no puede dejar de amar, porque si dejara de amar, dejaría de existir. Esto es lo que busca el Padre por su Hijo Jesucristo, hecho carne de pan por y  para nosotros.

“En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó...” (1J 4, 8-10).

“Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y lo seamos. Carísimos, ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a El, porque le veremos tal cual es” (1Jn 3, 1-3).

           Por eso, ya puede crear otros mundos más dilatados y varios, otros cielos más infinitos y azules, pero nunca podrá existir nada más grande, más bello, más profundo, más lleno de vida y amor y de cariño y de ternuras infinitas que Jesucristo, su Verbo Encarnado. “Y hemos visto, y damos de ello testimonio, que el Padre envió a su Hijo por Salvador del mundo. Quien confesare que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios Y nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene. Dios es amor , y el que vive en amor,  permanece en Dios y Dios en él” (1Jn 4, 14-16).

Y a este Jesús es a quien yo confieso como Hijo de Dios arrodillándome ante el sagrario, y a éste es al que yo veo cuando miro, beso, hablo o me arrodillo ante el sagrario, yo no veo ni pan ni copón ni caja de metal o madera que lo contiene, yo sólo veo a mi Cristo, a nuestro Cristo y ese es el que me pide de beber... y si yo tengo dos gotas de fe, tengo que comulgarle, comunicarme con Él, entregarme a Él, encontrarle, amarle:“Si tú supieras quién es el que te pide de beber...” Dímelo tú, Señor. Descúbremelo Tú personalmente. En definitiva, el único velo que me impide verte es el pecado, de cualquier clase que sea, siempre será un muro que me oculta tu rostro, me separa de Tí; por eso quiero con todas mis fuerzas destruirlo, arrancarlo de mí, aunque me cueste sangre, porque me impide el encuentro, la comunión total. “Si dijéramos que vivimos en comunión con Él y andamos en tinieblas, mentiríamos y no obraríamos según verdad”. “Y todo el que tiene en él esta esperanza, se purifica, como puro es Él. Todo el que permanece en Él no peca, y todo el que peca no le ha visto ni le ha conocido” (1Jn 1,6; 3, 3,6).

 Por eso, la samaritana, al encontrarse con Cristo, reconoció prontamente sus muchos maridos, es decir, sus pecados; los  afectos y apegos desordenados impiden ver a Cristo, creer en Cristo Eucaristía, sentir su presencia y amor; Cristo se lo insinuó, ella lo intuyó y lo comprendió y ya no tuvo maridos ni más amor que Cristo, el mejor amigo.

Señor, lucharé con todas mis fuerzas por quitar el pecado de mi vida, de cualquier clase que sea. “Los limpios de corazón verán a Dios”. Quiero estar limpio de pecado, para verte y sentirte como amigo. Quiero decir con la samaritana:“Dáme, Señor, de ese agua, que sacia hasta la vida eterna…” para que no tenga necesidad de venir todos los días a otros  pozos de aguas que no sacian plenamente; todo lo de este mundo es agua de criaturas que no sacia, yo quiero hartarme de la hartura de la divinidad, de este agua que eres Tú mismo, el único que puedes saciarme plenamente. Porque llevo años y años sacando agua de estos pozos del mundo y como mis amigos y antepasados tengo que venir cada día en busca de la felicidad, que no encuentro en ellos y que eres Tú mismo. Señor,  tengo hambre del Dios vivo que eres Tú, del agua viva, que salta hasta la vida eterna, que eres Tú, porque ya he probado el mundo y  la felicidad que da. Déjame, Señor,  que esta tarde, cansado del camino de la vida,  lleno de sed y hambriento de eternidad y sentado junto al brocal del sagrario, donde Tú estás, te diga: Jesús, te deseo a Tí, deseo llenarme y saciarme solo de Tí, estoy cansado de las migajas de las criaturas, sólo busco la hartura de tu Divinidad.

QUINTA MEDITACIÓN

EN EL SAGRARIO ESTÁ EL MISMO CRISTO QUE CURÓ A CIEGOS Y LEPROSOS

QUERIDOS HERMANOS: Nos hemos reunido aquí esta tarde para venerar, adorar y agradecer la presencia eucarística de Jesucristo, nuestro Dios y Señor. Este Cristo, ahora viviente en la Hostia santa, es el mismo Cristo del evangelio, que ya permanece en nuestros Sagrarios hasta el final de los tiempos, para atender nuestros ruegos y atender a nuestras necesidades. No está estático, muerto, sino vivo y resucitado, renovando toda nuestra vida espiritual de amor a Dios y a los hermanos, y ayudándonos en todos nuestros problemas.

        Queridos hermanos: Está con nosotros aquí y ahora, en esta Hostia santa, el cuerpo que se dejó tocar por un inmundo y un apestado de aquellos tiempos. Mirad cómo lo dice el evangelista. Se acercan a una aldea Jesús y bastante gente, mujeres, hombres y niños, una pequeña multitud. De pronto se oye un grito, un lamento, es alguien que pide socorro desde un basurero. No se ve a nadie. La gente aprieta el paso para pasar cuanto antes de aquel mal olor. Mezclado entre la basura aparece un leproso, la gente huye con las narices tapadas, es un maldito, un castigado por la justicia de Dios, nadie le puede tocar, quien le toque queda impuro y debe ser purificado por el sacerdote. Jesús, el que está aquí con nosotros en el Sagrario, es el único que se para, lo mira con amor y se acerca y lo toca; es el mismo evangelista el que nos lo cuenta sorprendido: “En esto, un leproso se acercó y se postró ante él, diciendo: «Señor, si quieres, puedes limpiarme». Él extendió la mano, le tocó y dijo: Quiero, queda limpio. Y al instante quedó limpio de su lepra” (Mt 8,1-4). Y el leproso ha quedado curado, pero Jesús ha quedado manchado según la Ley de Moisés. Sin embargo, Jesús no va al templo para purificarse, porque Él es más que el templo de la antigua ley. Jesús lo ha hecho todo por amor, que es la nueva ley del evangelio, y lo ha hecho espontáneamente, no ha podido contenerse, no ha podido reprimir su compasión: es así su corazón, el corazón eucarístico de Jesús. Miremos y contemplemos ahora a este mismo Jesús en la Hostia santa que adoramos y comulgamos. Es el mismo con el mismo amor de entonces, la misma compasión, los mismos sentimientos. Mirémosle despacio, con mirada fija de amor.

        Ahora es en Jericó, la ciudad de las palmeras. Otra vez la gente entusiasmada como siempre, no dejándole caminar ni comer ni descansar. Otra vez un grito desde la orilla del camino. Esta vez la gente no corre, pero le quiere hacer callar. Pero esta vez, como la otra vez y como siempre, Jesús lo ha oído y se para y hace que se pare toda la gente: “Cuando salían de Jericó, le siguió una gran muchedumbre. En esto, dos ciegos que estaban sentados, junto al camino, la enterarse que Jesús pasaba, se pusieron a gritar: Señor, ten compasión de nosotros, Hijo de David. La gente les increpó para que se callaran, pero ellos gritaron más fuerte: ¡Señor, ten compasión de nosotros!. Entonces Jesús se detuvo, los llamó y dijo: ¿Qué quereis que os haga?. Dícenle: ¡Señor, que se abran nuestros ojos!. Movido a compasión, Jesús tocó sus ojos, y al instante recobraron la vista; y le siguieron”. Ante los necesitados, Jesús nunca huye, Él siempre escucha:“Señor, que veamos”. Y aquellos ciegos vieron y lo siguieron, porque sus ojos ya no querían dejar de ver a la persona más buena y comprensiva del mundo. Y es que no lo puede remediar. Es así su corazón, el corazón de Jesús. Y ese corazón está aquí en el pan consagrado, en nuestros Sagrarios.

        Ahora es en Naím; se encuentra un cortejo fúnebre con una madre viuda, llorando a su hijo muerto, a quien va a enterrar. Aquí nadie grita ni llama al maestro, porque van muy apenados y nadie, ni la misma madre, se ha dado cuenta de que pasa por allí el Maestro ni sospecha que Jesús pueda prestarle alguna ayuda. Pero Él, sin que nadie le pida nada, se ha anticipado personalmente. Dice el evangelista Lucas: “El Señor, al verla, se compadeció de ella y le dijo: no llores. Luego se acercó, tocó el féretro, los que lo llevaban se detuvieron; Él dijo: “joven, yo te lo mando, levántate”. Y se lo entrego a su madre”. Con su poder divino lo resucitó y nos demuestra que debemos fiarnos de su palabra: “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá”.  Nosotros resucitaremos. Con su muerte y resurrección nos ha ganado la resurrección y la vida eterna para todos. Y ese Jesús está aquí. Y tiene los mismos sentimientos de siempre. Y nos ama y se compadece de todos. Y no lo puede remediar, es así su corazón, el corazón eucarístico de Jesús.  Y lo mismo pasó con su amigo Lázaro. En aquella ocasión dicen los evangelios que se emocionó y lloró. Es que siente de verdad nuestros problemas y angustias. Le dio pena de sus amigas Marta y María, que se habían quedado solas, sin su hermano. Fueron a la tumba y allí lloró lágrimas de amor verdadero, nos lo dicen testigos que lo vieron. Y Lázaro resucitó por su palabra todopoderosa. Y luego todos lloraron de alegría. Y nosotros también lloramos de emoción, de saber que es el mismo, que está aquí con nosotros, que nos ama así, como nadie puede amar, porque así lo ha querido Él, que es Dios y todo lo puede, y le hace feliz amándonos así y este es el camino de amor, misericordia y perdón que Él ha escogido para encontrarse con nosotros, para relacionarse con el hombre. Y Él es Dios, es decir, no nos necesita. Todo lo hace gratuitamente. Su corazón es así, no lo puede remediar, así es el corazón eucarístico de Jesús.

        Y tenía razón Marta, cuando el Señor le preguntó: “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque hay muerto vivirá y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto? Le dice ella: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo»” (Jn 11,25-27). Ella no se anduvo con preguntas de cómo podía ser esto, ella le dijo: mira, Señor, déjame de complicaciones, yo no sé cómo ni cuándo será eso, yo creo que Tú eres el Hijo de Dios y basta, Tú lo puedes todo.        Y nosotros ante su presencia en el Sagrario decimos lo mismo: Yo no sé cómo puede ser o hacerse esto… Yo sólo sé que Tú eres el Hijo de Dios, Tú lo puedes todo y estás aquí.

SEXTA MEDITACIÓN

JESUCRISTO EUCARISTÍA CURA LOS PECADOS Y LAS DEBILIDADES DE  LA CARNE: LA ADÚLTERA

Ahora la escena se desarrolla en el pórtico de Salomón. Es una multitud de hombres muy selectos, doctores y peritos de la Ley. Quieren meterle en apuros al Señor, dejarle en ridículo y condenarle: “Esta mujer ha sido sorprendida en adulterio. La ley de Moisés manda apedrearla, ¿tú qué dices?”.  No tiene escapatoria: o deja que apedreen a la mujer y dejará de ser misericordioso y la gente se alejará de Él, porque no cumple su doctrina de perdón a los pecadores, o le apedrean a Él los fariseos, por no cumplir la ley. “¿Tú qué dices?”.

        ¿Y si nos lo hubieran preguntado a nosotros sabiendo que como consecuencia de ello, íbamos a perder nuestro dinero, nuestra salud o la misma vida? ¿qué hubiéramos respondido? Pero como dijo el filósofo: el corazón tiene razones que la razón no entiende ni se le ocurren, Jesús empieza a escribir en el suelo. “Tú qué dices” y Jesús ha empezado a escribir, a decirles algo por escrito, no sabemos qué fue, quizás escribió sus pecados o hechos ocultos  de los presentes... no lo sabemos, pero ellos se largaron. Y el Corazón  de Jesús, el mismo que está aquí en el Sagrario, les habló alto y claro a todos los presentes, para que nosotros también le oigamos: “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. Y nadie tiró la primera ni la segunda ni ninguna... y la mujer quedó sin acusadores.¡Dios quiera que nosotros tampoco tiremos nunca piedras a los pecadores, que tratemos de conquistarlos para el perdón de Dios, que nunca los lancemos pedradas de condena a los hermanos caídos en el pecado! Que aprendamos esta lección de perdón y misericordia que nos da el Corazón de nuestro Cristo, el Corazón de Jesús Sacramentado. 

       Quiero recordar ahora ante vosotros un hecho, que me impresionó tanto, que todavía lo recuerdo. Fue en Roma,  en mis años de estudio. Con los obispos españoles del Vaticano II  vimos una película: EL EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO, de Pasolini, y nunca olvidaré los ojos de Cristo a la mujer adúltera y de la mujer adúltera a Cristo; fue de las cosas que más me impresionaron de la película y en mis predicaciones lo saco algunas veces. Qué vio aquella mujer en los ojos de Cristo, que no había visto antes jamás, ni siquiera  en los que la habían explotado sexualmente durante su vida y menos en los hipócritas, que la querían apedrear. Qué ternura, qué perdón, qué amor, qué ojos de misericoria los de Jesús para que saliera de aquella vida de esclava... Aquella mujer no volvió a pecar.

       ¡Santa adúltera, ruega por mí al Señor, que yo también sienta su mirada de amor, que me enamore de Él y me libere de todos lo pecados de la carne, de los sentidos, que ya no vuelva a pecar. Santa adúltera, que le mire agradecido como tú y nunca me aparte de Él!

       Los ojos de Cristo son  lagos transparentes en los que se reflejan todas las miserias nuestras y quedan purificadas por su amor, por su compasión, por su perdón... nunca miró con odio, envidia, venganza.“¿Nadie te ha condenado?, yo tampoco, véte en paz y no peques más”. Y la mujer quedó liberada de morir apedreada y fue perdonada de su pecado.

       Sin embargo, ante aquellos cumplidores de la ley,  Jesús quedó ya condenado como todos los que se atreven a oponerse a los poderosos. Quedó condenado a muerte en el mismo momento que perdonó a la mujer. Pero el Corazón de Jesús es así, no lo puede remediar, es todo corazón. Y murió en la cruz por todos nuestros pecados, por los pecados del mundo y por los pecados de los que le condenaron injustamente, siempre perdonando, siempre olvidándose de sí mismo por darse a los demás.

       Y ese corazón está aquí, y lo estamos adorando y lo vamos a comulgar. Hoy ya no estamos en Palestina, pero los pecadores existen y Cristo sigue siendo el mismo; debemos procurar acercarnos mediante la oración y la penitencia a Cristo para que nos perdone y procurar también acercar con nuestra oracíón a los que no quieren reconocer su pecado o acercarse directamente a Él. Cristo siempre perdona. Dijo a la adúltera: “No quieras pecar más”.

       En nuestras visitas y oraciones tenemos que pedir mucho por los pecadores, para que reconozcan su pecado y se acerquen a Cristo, que no les condena, sino que les quiere decirles lo mismo: “vete y paz y no peques más”. El mundo actual necesita estas oraciones, penitencias, comuniones por los pecadores. Para ser perdonados, todos necesitamos la mirada misericordiosa del Corazón de Cristo, que nos ama hasta el extremo y en cada misa nos dice: os amo, os amo y doy mi vida por vosotros y os perdono con mi sangre derramada por vuestros pecados.

       Esta actitud de amigo: “Nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos” la mantiene el Señor, después de la misa, en el  Sagrario, desde donde nos sigue diciendo lo mismo. Sólo hace falta acercarse a Él y convertirse a Él un poco más cada día, para que Él vaya haciendo nuestro corazón semejante al suyo, para que, al contemplarle todos los días, vayamos contagiándonos y teniendo todos un corazón limpio y misericordioso como el suyo.

       Querida hermana, querido hermano, déjate purificar y transformar por Él. Para eso se ofrece y derrama su sangre en cada eucaristía, para eso viene en la comunión, para eso se queda en el Sagrario, para animarnos, ayudarnos, revisarnos y purificarnos. ¡Corazón limpio y misericordioso de Jesús, haced mi corazón semejante al tuyo!

SÉPTIMA  MEDITACIÓN

EN LA EUCARISTÍA ESTÁ EL MISMO CRISTO DE PALESTINA Y DEL EVANGELIO, YA RESUCITADO

 

“Pasando, vio a un hombre ciego de nacimiento...Diciendo esto, escupió en el suelo, hizo con saliva un poco de lodo y untó con lodo los ojos, y le dijo: vete y lávate en la piscina de Siloé Bque quiere decir Enviado. Fue, pues, se lavó y volvió con vista. Dijeron entonces los fariseos: ¿Qué dices tú de ese que te abrió los ojos? El contestó: Que es profeta...Oyó Jesús que le habían echado fuera, y encontrándole, le dijo: ¿Crees en el Hijo del hombre? ¿Quién es, Señor, para que crea en El? Díjole Jesús: le estás viendo; es el que habla contigo. Dijo él: creo, Señor, y se postró ante El”.

(Jn 9, 1- 41)

Queridos hermanos y hermanas: El mismo Cristo de Palestina, el mismísimo de la hemorroísa y de la samaritana, a las que les llenó de su amor y confianza en Él por la fe y les arrebató el corazón para siempre por el amor, el que curó al ciego de nacimiento, el mismo Cristo está aquí en este sagrario, en todos los sagrarios de la tierra.

Al ciego de nacimiento, como a la samaritana, Él los  buscó para curarlos y luego, cuando éste, que antes había estado ciego y que ahora veía con los ojos de carne y de la fe,  fue expulsado de la sinagoga, «porque ya con el afecto pertenecía a la Iglesia, pertenecía a Cristo, y no a la sinagoga», el Señor se le hizo el encontradizo, para mostrarse como Mesías Salvador:“¿Conoces tú al Hijo del Hombre? - quién es, Señor para que crea en él, - el que habla contigo,-- creo, Señor-- y se postró ante El”.

Hagamos nosotros lo mismo ahora, postrémonos ante el Señor, y hagamos un acto de fe y de amor en Jesucristo, presente en el pan consagrado. Está su mismo cuerpo, sangre, alma y divinidad que le hizo el hombre más bello, amante y apasionado de la creación, el más atractivo sobre la tierra, “el amado del Padre, en el que tenía todas sus complacencias”, al que le siguieron multitudes de hombres y mujeres, como narran los evangelios, que le  apretujaban por todas partes, en todos los sitios y, ensimismados por su doctrina de amor y de cielo, se olvidaban hasta de comer.  Está el mismo Cristo resucitado y glorioso del cielo, porque no hay dos Cristos, sino uno y el mismo siempre, sólo que ya transcendido del tiempo y del espacio, con una presencia metahistórica y eternizada.

Todo esto se hace presente en cada eucaristía y se prolonga en la presencia eucarística Por eso, mirando al sagrario, podríamos decir, con santa Gertrudis: « ...te ofrezco en reparación, Padre amantísimo, todo lo que sufrió tu Hijo amado, desde el momento en que, reclinado sobre paja en el pesebre, comenzó a llorar, pasando luego por las necesidades de la infancia, las limitaciones de la edad pueril, las dificultades de la adolescencia, los ímpetus juveniles, hasta la hora en que, inclinando la cabeza, entregó su espíritu en la cruz, dando un fuerte grito.

También te ofrezco, Padre amantísimo, para suplir todas mis negligencias, la santidad y perfección absoluta con que pensó, habló y obró siempre tu Unigénito, desde el momento en que, enviado desde el trono celestial, hizo su entrada en este mundo hasta el momento en que presentó, ante tu mirada paternal, la gloria de su humanidad vencedora»[1]

Es siempre el mismo y eternizado Cristo salido del Padre, encarnado en el seno de la dulce Nazarena, Virgen guapa y  madre fiel y creyente,  María; el mismo que curó y predicó y murió y está sentado a la derecha del Padre, que está cumpliendo su promesa de estar con nosotros, hasta el final de los tiempos.

Nosotros, a veinte siglos de distancia, estamos ahora presentes y somos contemporáneos del mismo Cristo y podemos hablarle y tocarle como las turbas de entonces, como la hemorroísa,  para que nos cure; como la Magdalena, para que nos perdone; como el padre del lunático, para que nos aumente la fe; como Zaqueo, para hospedarle en nuestra casa y sentir su amistad; como los niños y niñas de su tiempo, a los que tanto quería y abrazaba,  como símbolos de la sencillez de espíritu, que debemos imitar sus seguidores, y recordando tal vez su propia infancia, tan llena de amor y ternura de José y  María. 

Aquí está el mismo Cristo, no ha cambiado, a no ser que, con tantos desprecios y olvidos por parte de los hombres, su carácter se haya agriado un poco. Es que son muchos los olvidos y abandonos que recibe de los hombres, es poca la reverencia y estima de los mismos creyentes hacia su persona sacramentada, incluso de los sacerdotes, como si el sagrario fuera un trasto más de la iglesia, muchas veces sin una mirada de fe, cariño, de agradecimiento y así un año y otro... menos mal que es sólo a veces, porque siempre tiene amigos que lo miran, lo adoran y se atan para siempre a la sombra de su sagrario.

       Siento sinceramente estos desprecios al Señor en el sagrario, porque Él no ha perdido el amor ni la capacidad ni los deseos de transfigurarse ante nosotros, como lo hizo en el Tabor ante Pedro, Santiago y Juan, y convertirse así en cielo anticipado para los que le contemplan con fe y amor.  Cristo en el sagrario se entrega por nada; basta un poquito de fe, de fijarse y pararse ante Él; está tan deseoso de trabar amistad, que se vende por nada,   por una simple mirada de amor, por un poco de comprensión y afecto.

Mi primer saludo, cada mañana, cuando voy a la oración, debe ser mirarle fijamente en el sagrario y decirle: Jesucristo Eucaristía, tú lo has dado todo por mí con amor extremo hasta dar la vida; también yo quiero darlo todo por tí, porque para mí tú lo eres todo, yo quiero que lo seas todo.  Jesucristo, yo creo en Tí; Jesucristo, yo confío en Tí; Jesucristo, Tú eres el Hijo de Dios.

Oh Señor, nosotros creemos  en Ti, te adoramos en el pan consagrado y nos alegramos de tenerte tan cerca de nosotros. Auméntanos la fe, el amor y la esperanza, que son los únicos caminos que nos unen directamente contigo:“Señor, yo creo, pero aumenta mi fe”; “Señor, Tu lo sabes todo, Tú sabes que te amo”

Y cuando lleguen las noches de fe, las terribles purificaciones de nuestra fe, esperanza y caridad, cuando el entendimiento quiere ver y razonar por su cuenta,  porque le cuesta entregar la vida y renunciar a sus propios criterios y tiene que fiarse de tu palabra y confiar en ella sin ver y sentir, entonces, cuando ha llegado la hora de creer de verdad y no como si creyera, porque en el fondo no se fía de tu palabra, entonces quiere probarlo todo y razonar todo: tu persona, tu presencia, tu evangelio, tus palabras y exigencias... incluso echar mano de exégesis y de teologías.... sin querer entender que la última palabra, el último apoyo es creer sin apoyos y lanzarse en pura fe, lanzarse a tus brazos sin sentirlos, porque no se ven ni se tocan ni sentimos tu aliento y cercanía,  pero Tú siempre estás ahí,  esperándonos, ayudando sin verte, dándonos tu mano, para guiarnos, porque para eso te quedaste en el sagrario.  Tú quieres que me fíe totalmente de tu palabra, que me fíe sólo de Tí.... hasta el olvido y negación de todo lo mío, de todo apoyo humano y posible, de todo lo que yo vea y sienta, sin arrimos ni apoyo ni seguridades de nada ni de nadie.

Hasta los evangelios, en esas noches de fe, no dan luz ni consuelo ni certeza ni seguridad aparentemente;  ¿quién se asegura que sean verdad? Parecen más humanos que divinos...y todo se convierte en duda y sospecha, ¿Cristo? ¿Buda? ¿Mahoma? Creación, Dios, un Dios que se encarna... ¿en un trozo?

Es la noche de la fe y no sentimos tu presencia eucarística, como si no hubiera nada, solamente pan, y el sagrario, más que casa de Cristo, fuera su tumba y sepulcro... y entonces uno, que vivía y quería vivir para tí, se encuentra ahora sin sentido de vida y perdido, como si se hubiera perdido el tiempo, como si se hubiera equivocado, como si todo hubiera sido una ilusión pasajera, pero perdida ya para siempre, porque Tú ya no existes.

       Por si esto no fuera suficiente, y aquí está otra causa  más de la oscuridad de esta noche, sin ser consciente el alma, estos interrogantes se plantean porque ha llegado el momento de la verdad, la hora del éxodo, de la conversión, de dejar la tierra, las posesiones, los consumismos, la parentela, los propios criterios, los afectos desordenados, los pecados... y esto cuesta sangre, porque ahora el Señor lo exige todo  y lo exige de verdad, para ser sus amigos... “Si alguno quiere ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga” (Mt 16,24).

Hasta ahora todo había sido más o menos meditado, teórico, renuncias  que debían hacerse,  incluso predicadas a otros, pero ahora Cristo me exige la vida y claro, como me amo tanto, antes de entregarme de verdad, exijo garantías: Será verdad Cristo? ¿Llenará de verdad su evangelio y su persona? ¿Estoy dispuesto a renunciar a la vida presente para ganar  su amor personal y la vida futura? ¿Estoy dispuesto a jugárme todo lo presente por El? ¿Existe? ¿Será verdad?

       Por aquí nos hace caminar el Señor para pasar de una fe heredada o puramente teórica o apoyada en fundamentos y consumismos humanos, porque me convenía y venia bien, a una fe personal y viva y sin gustos egoísta, verdaderamente divina.

Esta situación ya durísima, se hace imposible, cuando ademas de la oscuridad de la fe, el amor y la esperanza, Dios permite que venga también la noche de la vida y nos visita el dolor moral, familiar o físico, la persecución injusta y envidiosa, la calumnia, los segundos o terceros o cuartos puestos injustamente y por envidia, los desprecios sin fundamento alguno...Y uno se pregunta: ¿dónde estás, Señor? ¿Cómo es posible que Tú quieras o permitas esto? ¿por qué todo esto, Señor...? Sal fiador de mí... pero Tú no respondes ni das señales de estar vivo, aunque estás ahí trabajando, totalmente entregado a tu tarea de podar todo lo que impida la amistad  plena contigo, porque nos has amado y nos amas hasta el extremo de tus fuerzas, del amor y de la amistad, pero  nosotros no comprendemos ni sabemos que tengamos que purificarnos tanto, ni por qué ni cómo ni qué tiempo, porque no nos conocemos profundamente y menos a Tí y el camino. 

Y es precisamente entonces, cuando los sentidos y las criaturas se sienten más y vuelven a darnos  la lata, los afectos, la carne, las pasiones personales, porque ahora les ha tocado el hacha en su raíz, pero de verdad, y por eso echan sangre, porque antes los teníamos, pero no nos habíamos metido en serio con ellos; ahora lo hace el Señor y los sentimos más vivos, aunque ya están más mortificados pero estamos llegando a las raíces y se sienten más al vivo; cuando uno parece que se encuentra solo, sin Ti y sin tu ayuda,  como si Tú estuvieras muerto, y el pan sólo fuera pan, sin Cristo dentro, la noche purificadora de nuestro  yo, que quiere imponer sus criterios racionales, egoístas y humanos sobre la fe, la muerte de  nuestros afectos carnales, que quieren  preferirse e imponerse a tu amor, de nuestras  pretensiones de tierra convertidas en nuestra esperanza y objeto de deseo, cargos y honores dentro de nuestro propio sacerdocio y vida apostólica, buscados y preferidos por encima de nuestra única esperanza que debes ser Tú,  cuando llegue la hora de morir a mi yo, que  tanto se ama y se busca continuamente por encima de tu amor y que debe morir, si quiero de verdad llegar a Tí,  échanos una mano, Señor, que nosotros no somos tan fuertes como Tú en Getsemaní, que Te veamos salir del sagrario para ayudarnos y sostenernos, porque somos débiles y pobres, necesitados siempre de tu ayuda, ¡no me dejes, Madre mía! Señor, que  la lucha es dura y larga, la noche, es nuestro Getsemaní, es morir sin comprensión ni testigos de nuestra muerte, como tú, Señor,  sin que nadie sepa que estás muriendo, tú lo sabes bien, sin compañía sensible de Dios ni de los hombres, sin testigos del dolor y el esfuerzo, sino por el contrario, la mentira, la envidia,  la persecución injustificada y sin motivos...tantas cosas que experimentamos, a veces de los mismos que nos presiden en tu nombre, pero que no entienden ni aceptan que se les indiquen  mejores caminos de vida cristiana o apostólica  o que se piense de forma distinta a la suya con la vida y tu evangelio en la mano... Señor, que entonces te  veamos salir del sagrario, para acompañarnos en nuestro calvario hasta la muerte del yo, para resucitar contigo a una fe purificada, limpia de pecados  y empecemos ya  la vida nueva de amistad y experiencia gozosa y resucitada contigo. 

Queridos amigos, es mucho lo que el Señor tiene que limpiar y purificar en nosotros, si queremos llegar a la amistad total con Él, a la  unión e identificación de amor con Él. Lo único que nos pide es que nos dejemos limpiar por Él, para poder tener sus mismos sentimientos y actitudes y vivencias y gozo y verdad y vida. Y lo haremos, con su ayuda, aunque nos cueste, porque “ los sufrimientos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá” (Rom 8,18). En estas noches y purificaciones hay que “esperar contra toda esperanza”.

Y es que hay que destruir en nosotros la ley del pecado que todos sentimos: “Así experimento esta ley: Cuando quiero hacer el bien, el mal es el que me atrae. Porque me complazco ante Dios según el hombre interior, pero experimento en mis miembros otra ley que lucha contra la ley de mi razón y me encadena a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que lleva a la muerte? Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor” (Rom 7,23-25).

Por todo esto, la necesidad de las noches del alma y de las purificaciones del entendimiento, de sus criterios puramente humanos; de la voluntad con sus afectos radicalmente desordenados, porque se pone a sí mismo como centro en lugar de Dios; de la memoria, que solo sueña con el consumismo, con vivir y darse gusto al margen de la voluntad de Dios e incluso contra su voluntad. Es necesariala noche y la cruz y crucificarse con Cristo para resucitar con Cristo a su vida nueva, para celebrar la pascua del Señor, la nueva alianza en su sangre y en la nuestra, el paso definitivo desde mi yo hasta Cristo, para vivir la vida nueva de amar a Dios sobre todas las cosas, de entrega a los hermanos sobre nosotros mismos, de no buscar el placer, el dinero, la soberbia, los honores y primeros puestos como razón de la propia existencia.

Queridos hermanos, hay que purificarse mucho, Dios dirá, para llegar a la unión plena con Él, a la transformación total de nuestro ser y existir en Cristo, para que no sea yo sino Cristo el que viva en mí, para experimentarle vivo, vivo y resucitado... “Os ruego, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva, santa, grata a Dios. Este es vuestro culto razonable. Que no os conforméis a este siglo sino que os transforméis por la renovación de la mente, para que sepáis discernir la voluntad de Dios, buena, grata y perfecta” (Rom 12,1-2).

Cristo, por la Eucaristía, nos llama a identificarnos con Él, a tener su misma vida y hacernos con Él una ofrenda agradable a la Stma. Trinidad, en adoración perfecta, hasta dar la vida, con amor extremo. Esto es cristianismo, vivir por Cristo, con Él y en Él, hacerse uno con Él, y esto exige cambios y conversión radical del ser y existir.“Los que viven según la carne, no pueden agradar a Dios... Quien no posee el Espíritu de Cristo, no le pertenece” (Rom 8,8-10).  «Para llegar a tenerlo todo, no quieras tener nada...para llegar a poseer todo, no quieras poseer nada». Las nadas de S. Juan de la Cruz no son teorías pasadas de moda , es la actualidad de toda alma que quiera llegar a la unión perfecta y total con Cristo: «Por tanto, es suma ignorancia del alma pensar podrá pasar a este alto estado de unión con Dios si primero no vacía el apetito de todas las cosas naturales y sobrenaturales que le puedan impedir, según más adelante declararemos» (1S 5,2). «En este camino siempre se ha de caminar para llegar, lo cual es ir siempre quitando quereres, no sustentándolos; y si  no se acaban todos de quitar, no se acaba de llegar» (1S 11,6).

He leído muchas veces la primera carta de S. Juan y  me impresiona las repetidas y clarísimas veces que insiste en esto: donde hay pecado, no está ni puede estar Dios. Por eso, la necesidad de quitar hasta las mismas raíces del pecado, para que nos llene la luz de Dios, que es vida de amor: “Todo el que permanece en Él, no peca, y todo el que peca no le ha visto ni le ha conocido” (1Jn 3,6). Y en su evangelio Cristo nos asegura: “Yo soy la Luz”; “Porque todo el que obra mal, aborrece la luz, y no viene a la luz, por que sus obras no sean reprendidas. Pero el que obra la verdad viene a la luz para que sus obras sean manifestadas, pues están hechas según Dios”. (Jn 3 20-21).

Ya dije anteriormente, que toda la devoción eucarística, como la vida cristiana o la amistad con Cristo, nos la jugamos a esta baza: la de la conversión. En cuanto yo empiezo a orar ante el sagrario y quiero iniciar mi amistad con Jesucristo, a los pocos meses el Señor empieza a decirme lo que impide mi amistad con Él: el pecado; tengo que mortificarlo, darle muerte en mí, se llame soberbia, envidia, genio, consumismo,  lujuria... si no quiero luchar o me canso, se acabó la oración, la amistad con Cristo, la vivencia eucarística, la santidad, la verdadera eficacia de mi sacerdocio o vida cristiana. Sí, si llegaré a sacerdote, tal vez más alto.... pero es muy distinto todo. Cuanto más alto esté situado en la Iglesia, mayor será mi responsabilidad. Es muy distinto todo: su vida, su palabra, su convencimiento, su misma eficacia apostólica, cuando una persona ha llegado a esta unión. Lo dice el Señor:“Yo soy la vid verdadera...mi padre el viñador; a todo sarmiento que en mí no lleve fruto, lo cortará; y todo el que dé fruto, lo podará, para que dé más fruto...permaneced en mí y yo en vosotros... sin mí no podéis hacer nada”. ( Jn 15,1-4).

       Es el Espíritu Santo el que iluminará purificando, unas veces más, otras menos, durante años, apretando según sus planes que nosotros ni entendemos ni comprendemos en particular, sólo después de pasado y en general, porque en cada uno es distinto, según los proyectos de Dios y la generosidad de las almas. Pero lo que está claro en los evangelio es que para conocer, para llegar a un conocimiento más pleno de Dios hay que ir limpiando el alma de todo pecado: “En esto sabemos que conocemos a Cristo: en que guardamos sus mandamientos. Quien dice: “Yo lo conozco” y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso, y la verdad no está en él. Pero quien guarda su palabra, ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud” (1Jn 2,3-6).

OCTAVA MEDITACIÓN

ORAR ES QUERER AMAR A DIOS SOBRE TODAS LAS COSAS

 

Y ahora, una vez que hemos tocado a Jesús con la virtud teologal de la fe y de la caridad, que nos hemos percatado de su presencia en la Eucaristía, que le hemos saludado y le hemos abrazado espiritualmente con todo cariño y amor, ahora ¿qué es lo que hemos de hacer en su presencia? Pues dialogar, dialogar y dialogar con Él, para irle conociendo y amando más, para ir aprendiendo de Él, a que Dios sea lo absoluto de nuestra vida, lo único y lo primero, a adorarle y obedecerle como Él hasta el sacrificio de su vida, a entregarnos por los hermanos.....Eso, con otro nombre, se llama oración, oración eucarística, dialogar con el Cristo del sagrario.

       El Señor se le ha aparecido a Saulo en el camino de Damasco. Ha sido un encuentro extraordinario tal vez en el modo, pero  la finalidad es un encuentro de amistad entre Cristo y Saulo:“ Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? ¿quién eres, Señor? Yo soy Jesús Nazareno, a quien tú persigues. Señor ¿qué quieres que haga? Levántate y vete a Damasco; allí se te dirá lo que tienes que hacer”. La oración siempre es un verdadero diálogo con Jesús. Un diálogo que provoca una amistad personal y la conversión, porque descubrimos lo que Dios quiere de nosotros.

Hay muchos maestros de oración, los libros sobre oración son innumerables  hoy día; para nosotros, el mejor libro: el libro de la Eucaristía, y el mejor maestro: Jesucristo Eucaristía; es una enciclopedia, toda una biblioteca teológica sobre el misterio de Dios y del hombre y de la salvación, basta mirarlo y no digo nada si lo abres.... ¡si creyéramos de verdad! ¡si lo que afirmamos con la inteligencia y los labios, lo aceptase el corazón y lo tomase como norma de vida y de  comportamiento oracional y de amor..! Pero hay que leerlo y releerlo durante horas, porque al principio no se ve nada, no se entiende mucho, pero en cuanto empiezas a entender y vivir lo que te dice y, por tanto, a convertirte, se acabaron todos los libros y todos los maestros.“Pero vosotros no os hagáis llamar maestro, porque uno solo es vuestro Maestro... y no os hagáis llamar doctores, porque uno solo es vuestro doctor, el Cristo” (Mt.23,8-10).

En el comienzo de este encuentro, de este diálogo, basta con mirar al Señor, hacer un acto, aunque sea rutinario, de fe, de amor, una jaculatoria aprendida. Así algún tiempo. Rezar algunas oraciones. Enseguida irás añadiendo algo tuyo, frases hechas en tus ratos de meditación o lectura espiritual, cosas que se te ocurren, es decir, que Él te dice pero que tú no eres consciente de ello, sobre todo, si hay acontecimientos de dolor o alegría en tu vida.

       Puedes ayudarte de libros y decirle lo que otros han orado, escrito o pensado sobre Él,  y así algún tiempo, el que tú quieras y el que Él aguante,  pero vamos, por lo que he visto en amigos y amigas suyas en  mi  parroquia, grupos, seminario,  en todo diálogo,  lo sabéis perfectamente, no aguantamos a un amigo que tuviera que leer en  un libro lo que desea dialogar contigo o recitar frases dichas por otros, no es lo ordinario....sobre todo, en cosas de amor, aunque al principio, sea esto lo más conveniente y práctico. Lo que quiero decir es que nadie piense que esto es para toda la vida o que esta es la oración más perfecta. Un amigo, un novio, cuando tiene que declararse a su novia, no utiliza las rimas de Bécquer, aunque sean más hermosas que las palabras que él pueda inventarse. Igual pasa con Dios. Le gusta que simplemente estemos en su presencia; le agrada que balbuceemos al principio palabras y frases entrecortadas, como el niño pequeño que empieza a balbucear las primeras palabras a sus padres. Yo creo que esto le gusta más y a nosotros nos hace más bien, porque así nos vamos introduciendo en ese «trato de amistad», que debe ser la oración personal. Aunque repito, que para motivar la conversación y el diálogo con Jesucristo, cuando no se te ocurre nada, lo mejor es tomar y decir lo que otros han dicho, meditarlo, reflexionarlo, orarlo, para ir aprendiendo como niño pequeño, sobre todo, si son palabras dichas por Dios, por Cristo en el evangelio, pero sabiendo que todo eso hay que interiorizarlo, hacerlo nuestro por la meditación-oración-diálogo.

        Para aprender a dialogar con Dios hay un solo camino: dialogar y dialogar con Él y pasar ratos de amistad con Él, aunque son muchos los modos de hacer este camino, según la propia psicología y manera de ser. No se trata, como a veces aparece en algún libro sobre oración, de encontrar una técnica o método, secreto, milagroso, hasta ahora no descubierto y que si tú lo encuentras,  llegarás ya a la unión con Dios, mientras que otros se perderán o pasarán  muchos años o toda su vida en el aprendizaje de esta técnica tan misteriosa. Y, desde luego, no hay necesidad absoluta de respiraciones especiales, yogas o canto de lo que sea.....etc.. Vamos, por lo menos hasta ahora, desde S. Juan y S. Pablo hasta  los últimos canonizados por la Iglesia,  yo no he visto la necesidad de muchas técnicas;  no digo que sea un estorbo, es más, pueden  ayudar como medios hacia un fin: el diálogo personal y afectivo con Cristo Eucaristía.

Cuando Jesús enseñó a sus discípulos a orar, el evangelio no relata técnicas y otros medios, simplemente les dijo: “Cuando tengáis que orar, decid: Padre nuestro...”, es diálogo oracional. Y estamos hablando del mejor maestro de oración. En el camino de Damasco, ha habido un resplandor de luz inesperada, bien interior, bien exterior, que ha tirado a Pablo del caballo y, tras el fogonazo, el diálogo: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? ¿Quién eres, Señor? Yo soy Jesús Nazareno...” Después, Pablo se retira al desierto de Arabia y allí aprende todo sobre Cristo y el Evangelio, sin ningún otro maestro, como él luego nos dirá en sus cartas  y así tenemos que hacer todos nosotros; es más, luego se presenta a contrastar su doctrina con la de los Apóstoles e insiste y se goza de no haber tenido otro maestro que Jesucristo, su Cristo, convertido en Señor, amigo y confidente por la oración personal.

        En esta línea quiero aportar un testimonio tan autorizado como es el de la Madre Teresa de Calcuta: «Cuando los discípulos pidieron a Jesús que les enseñara a orar, les respondió: Cuando oréis, decid: Padre Nuestro... No les enseñó ningún método ni técnica particular, sólo les dijo que tenemos que orar a Dios como nuestro Padre, como un Padre amoroso. He dicho a los obispos que los discípulos vieron cómo el Maestro oraba con frecuencia, incluso durante noches enteras. La gentes deberían veros orar y reconoceros como personas de oración. Entonces, cuando les habléis sobre la oración, os escucharán.... La necesidad que tenemos de oración es tan grande porque sin ella no somos capaces de ver a Cristo bajo el semblante sufriente de los más pobres de los pobres... Hablad a Dios; dejad que Dios os hable; dejad que Jesús ore en vosotros. Orar significa hablar con Dios . Él es mi Padre. Jesús lo es todo para mí»[2].

       Me gustaría que esto estuviera presente en todas las escuelas y pedagogías de oración, para que desde los principios, todo se orientase hacia el fín, sin quedarnos en la técnicas, en los caminos y en los medios como si fueran el fín y la oración misma. Esto no quiere decir que no tengamos en cuenta las dificultades para la oración en todos nosotros. Unas son de tipo ambiental: ruido, prisas, activismo; otras de tipo cultural: secularismo, materialismo, búsqueda del placer en todo, preocupación del tener, vivir al margen de Dios...También las hay de carácter individual: incapacidad para concentrarse un poco, todo es imagen, miedo a la soledad que nos provoca aburrimiento... Pero insisto, por eso, que lo primero es poner el fín donde hay que ponerlo, en Dios y querer amarle y desde ahí empezar el camino sin poner el fin en los medios y dificultades y cómo vencerlas...Desde el principio Dios y conversión.

El Papa en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte ha insistido en la conveniencia de escuelas de oración en las parroquias y en la conveniencia de algún aprendizaje para hacer oración. En mi parroquia hay varios grupos de oración y yo meto en ellos a las personas que veo con frecuencia en la iglesia; no les preparo ni les digo nada, solo que vayan al grupo, escuchen y oren como se le ocurra. Al cabo de dos o tres meses en silencio, empiezan poco a poco a manifestar el fruto de su oración, oran y dialogan como los veteranos, más en línea de diálogo con Dios públicamente manifestado que de reflexión sobre verdades.

 Si tenemos talleres de oración, muchas de estas personas entran en ellos y aprenden diversos caminos y metodologías y otras  no entran. Estoy verdaderamente agradecido a las escuelas de oración, todas me vienen bien y a ninguna personalmente les debo nada. La mayoría de los orantes de mi tiempo somos autodidactas. Cuando llegué al Seminario Menor, allá por el 1948, la primera mañana, después de levantarnos a las 7, fuimos a la capilla para rezar unas oraciones comunes y «oír» la santa misa, pero antes hubo media hora de silencio para hacer la «meditación». Al terminar la misa, todos los nuevos preguntamos a los veteranos qué era eso y qué había que hacer durante ese tiempo. Esa fue mi escuela de oración. Sin embargo, las creo necesarias y pienso que pueden hacer mucho bien en las parroquias y seminarios.

En mis grupos de oración hay personas que han hecho talleres y otras no y todas forman los grupos de oración y después de un comienzo, no veo diferencias; la única diferencia es la perseverancia y esa va unida absolutamente a la conversión permanente. Repito la necesidad de la oración y de las escuelas de oración  y que verdaderamente hacen mucho bien a la comunidad y son muy necesarias y convenientes. Pero insisto que, desde los inicios, la oración hay que orientarla hacia la vida y conversión  como fundamento y finalidad esencial de la misma, porque de otra forma todos los métodos y técnicas terminan por anquilosarse, vaciarse de encuentro con Dios  y morir.

       En mi larga experiencia de cuarenta años en grupos de vida y oración, me ha tocado pasar por muchas modas pasajeras; por eso hay que centrarlo bien desde el principio; la oración es un camino de seguimiento del Señor, no es cantar muy bien, abrazarnos mucho, hacer muchos gestos.....y si no hay compromiso de vida, todo son romanticismos y pura teoría, que llega luego a contradicciones muy serias entre los mismos componentes del grupo y, a veces, a la misma destrucción. No piensen  que porque hagan un curso de oración ya está todo garantizado, y desde luego, las principales dificultades para hacer oración no se solucionarán con técnicas de ningún tipo, sino solo con el querer amar a Dios sobre todas las cosas y con la consiguiente conversión, absolutamente necesaria,  que esto lleva consigo. Cuando este deseo desaparece, la persona no encuentra el camino de la oración, se cansa y lo deja todo. Por eso, insisto, hacer oración, o el deseo de oración se fundamenta en el deseo de querer amar a Dios, aunque la persona no sea consciente de ello. Por lo menos que lo sean los directores de los grupos de oración. Y la oración es la que más ayuda a engendrar y mantener este deseo. Y este deseo es el que alimenta la oración. 

NOVENA MEDITACIÓN

ORAR ES QUERER CONVERTIRSE A DIOS EN  TODAS LAS COSAS. LA ORACIÓN PERMANENTE EXIGE CONVERSIÓN PERMANENTE

 

Y si orar es querer amar a Dios sobre todas las cosas, como orar es convertirse, automáticamente, orar es querer convertirse a Dios en todas las cosas. Sin conversión permanente, no puede haber oración permanente.  Sin conversión permanente no puede haber oración continua y permanente. Esta es la dificultad máxima para orar en cristiano, prescindo de otras religiones, y la causa principal de que se ore tampoco en el pueblo cristiano y la razón fundamental del abandono de la oración por parte de sacerdotes, religiosos y almas consagradas.

Lo diré una y mil veces, ahora y siempre y por todos los siglos: la oración, desde el primer arranque, desde el primer kilómetro hasta el último, nos invita,  nos pide y exige la conversión, aunque el alma no sea muy consciente de ello en los comienzos, porque se trata de empezar a amar o querer amar a Dios sobre todas las cosas, es decir, como Él se ama esencialmente y nos ama y permanece en su serse eternamente amado de su misma esencia.

“Dios es amor”,dice San Juan, su esencia es amar y amarse para serse en acto eterno de amar y ser amado, y si dejara de amar y amarse así, dejaría de existir. Podía haber dicho San Juan que Dios es el poder, omnipotente, porque lo puede todo, o que es la Suprema Sabiduría, porque es la Verdad, pero no, cuando San Juan nos quiere definir a Dios en una palabra, nos dice que Dios es Amor, su esencia es amar y si dejara de amar, dejaría de existir. Así que está condenado a amanos siempre, aunque seamos pecadores y desagradecidos.

       Y como estamos hechos a su imagen y semejanza, nosotros estamos hechos por amor y para amar, pero el pecado nos ha tarado y  ha puesto el centro de este amor en nosotros mismos y no en Dios. Así que tenemos que participar de su amor por la gracia para poder amarnos y amarle como Él se ama. Porque por su misma naturaleza, que nosotros participamos por gracia, así es cómo Dios se ama y nos ama y  no puede amar de otra forma, porque dejaría de ser y existir, dejaría de ser Dios.

Y este amor es a la vez su felicidad y la nuestra, a la que Él gratuitamente, en razón de su amarse tan infinitamente a sí mismo nos invita, porque estamos hechos a su imagen y semejanza por creación y, sobre todo, por recreación en el Hijo Amado, Imagen perfecta de sí mismo, que nos hace partícipes de su misma vida, de su mismo ser y existir, por participación gratuita de su mismo amor a sí mismo.“Lo que era desde el principio... porque la vida se ha manifestado..., os anunciamos la vida eterna, que estaba en el Padre y se nos manifestó, a fin de que viváis también en comunión con nosotros. Y esta comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1Jn 1-4).

Este es el gran tesoro que llevamos con nosotros mismos, la lotería que nos ha tocado a todos los hombres por el hecho de existir. Si existimos, hemos sido llamados por Él para ser sus hijos adoptivos, y Dios nos pertenece, es nuestra herencia, tengo derecho a exigírsela: Dios, Tú me perteneces.... Esto es algo inconcebible para nosotros, porque hemos sido convocados de la nada por puro amor infinito de Dios, que no necesita de nada ni de nadie para existir y ser feliz y crea al hombre por pura gratuidad, para hacerle partícipe de su misma vida, amor, felicidad, eternidad...“Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y lo seamos.... Carísimos, ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es” (1Jn 3,1-3).

       Esta es la gran suerte de esta especie animal, tal vez más imperfecta que otras en sus genomas o evolución, pero  que, cuando Dios quiso, la amó en su inteligencia infinita y con un beso de amor le dio la suerte y el privilegio de fundirse eternamente en su mismo amor y felicidad. Y esta es la gran  evoolución sobrenatural, que a todos nos interesa. La otra, la natural del «homo erectus», «habilis», «sapiens», «nehandertalensis», «romaionensis, «australopithecus», que apareció hace cuatro millones de años, aunque ahora con el recién descubierto homínido del Chad, parece que los expertos opinan que apareció hace seis millones de años... que  estudien los científicos, a los que les importa poco echar millones y millones de años entre una etapa y otra;  todavía no están seguros de cómo Dios la ha dirigido, aunque algunos, al irla descubriendo, parece como si la fueran creando, y al no querer aceptar por principio al Creador del principio,  digan que todo, con millones y millones de combinaciones, se hizo por casualidad. Y en definitiva, millones más, millones menos, todo es nada comparado con lo que nos espera y ya ha comenzado: la  eternidad en Dios.

La casualidad necesita elementos previos, solo Dios es origen sin origen, tanto en lo natural como en lo sobrenatural.  Ellos que descubran el modo y admiren al Creador Primero, pero que no llamen casualidad a Dios. Millones y millones de combinaciones... y todo, por casualidad... ¡Qué trabajo llamar a las cosas por su nombre y aceptar al Dios grande y providente y todo amor generoso e infinito para el hombre, que nos desborda en el principio, en el medio y al fin de la Historia de Salvación! ¿Para qué la ciencia, los programas, los laboratorios, si todo es por casualidad o existen sin lógica ni  principio ni leyes fijas?

       A mí sólo me interesa, que he sido elegido para vivir eternamente con Dios. Ha enviado a su mismo Hijo para decírmelo y este Hijo me merece toda confianza por su vida, doctrina, milagros, muerte y resurrección. Por otra parte, esta es la gran locura del hombre, su gran tragedia, si la pierde, la mayor pérdida que puede sufrir, si no la descubre por la revelación del mismo Dios; y esta es, a la vez y por lo mismo, la gran responsabilidad de la Iglesia, especialmente de los sacerdotes, si se despistan por otros caminos que no llevan a descubrirla, predicarla, comunicarla por la Palabra hecha carne y por los sacramentos, si nos quedamos  en organigramas, en programaciones y acciones pastorales siempre horizontales sin la dirección de trascendencia y eternidad, sacramentos que se quedan y se celebran en el signo pero que no llegan a lo significado, que no llevan hasta Dios ni llegan hasta la eternidad sino sólo atienden al tiempo que pasa; reuniones, programaciones  y celebraciones que no son apostolado, si se quedan en mirar y celebrar  más al rostro transitorio de lo que hacemos o celebramos, que al alma, al espíritu, a la parte eterna, trascendente y definitiva de lo que contienen, del evangelio, del mensaje, de la liturgia....más a lo transitorio que a lo transcendente, hasta donde todo debe dirigirse, buscando  la gloria de Dios y la salvación eterna del hombre.

“En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, os lo diría, porque me voy a prepararos el lugar . Cuando yo me haya ido y os haya preparado el lugar, de nuevo volveré y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy, estéis también vosotros. Pues, para donde yo voy, ya sabéis el camino”(Jn 11,24).

Porque da la sensación a veces de que se ha perdido la orientación trascendente de la Iglesia y de su acción apostólica, que pasa también por la encarnación y lo humano, para dirigirlo y finalizarlo todo hacia lo divino, hacia Dios.  Da la sensación de que lo humano, la encarnación, ciertamente necesaria, pero nunca fin  principal y menos exclusivo de la evangelización,  es lo que más  preocupa en nuestras reuniones pastorales y hasta en la misma administración de los sacramentos, donde trabajamos y nos fatigamos en añadir ritos y ceremonias, incluso a la misma eucaristía, como si no fuera completísima en sí misma, y de lo esencial hablamos poco y  nos preocupa menos.

Y esto produce gran pobreza pastoral, cuando vemos, incluso a nuestra Iglesia y a sus ministros, más preocupados por los medios de apostolado que por el fín, más preocupados y ocupados por agradar a los hombres en la celebración de los mismos sacramentos que de buscar la verdadera eficacia sobrenatural y transcendente de los mismos así como de toda  evangelización y apostolado. En conseguir esta finalidad eterna está la gloria de Dios. «La gloria de Dios es que el hombre viva... y la vida del hombre es la visión intuitiva de Dios». (San Hilario)

¡Señor, que este niño que bautizo, que estos niños que hoy te reciben por vez primera, que estos adultos que celebran estos sacramentos, lleguen al puerto de tu amor eterno, que estos sacramentos, que esta celebración que estamos haciendo les ayude a su salvación eterna y definitiva, a conocerte y amarte más como único fin de su vida, más que simplemente les resulte divertida... Señor, que te reciban bien, que se salven eternamente, que ninguno se pierda, que tú eres Dios y lo único que importa, por encima de tantas ceremonias que a veces despistan de lo esencial !

Queridos amigos, este es el misterio de la Iglesia, su única razón de existir, su único y esencial sentido, este el misterio de Cristo, el Hijo Amado del Padre, que fue enviado para hacernos partícipes de la misma felicidad del Dios trino y uno; esto es lo único que vale, que existe, lo demás es como si no existiera.

¿Qué tiene que ver el mundo entero, todos los cargos, éxitos, carreras, dineros, todo lo bueno del mundo comparado con lo que nos espera y que ya podemos empezar a gustar en Jesucristo Eucaristía? El es el pan de la vida eterna, de nuestra felicidad eterna, nuestra eternidad,  nuestra suerte de existir, nuestro cielo en la tierra,  El es el pan de la vida eterna, “El que coma de este pan vivirá eternamente”.

A la luz de esto hay que leer todo el capítulo sexto de San Juan  sobre el pan de vida eterna, el pan de Dios, el pan de la eternidad: “Les contestó Jesús y les dijo: vosotros me buscáis porque habéis comido los panes y os habéis saciado; procuraros no el alimento que perece sino el que permanece hasta la vida eterna” (Jn 6, 26).Toda la pastoral, todos los sacramentos, especialmente la Eucaristía, deben conducirnos hasta Cristo, “pan del cielo, pan de vida eterna”, hasta el encuentro con El; de otra forma, el apostolado y los mismos sacramentos no cumplirán su fin: hacer uno en Cristo-Verbo amado eternamente por el Padre en fuego de Espíritu Santo.

Estamos destinados, ya en la tierra, comiendo este pan de eternidad,  a  sumergirnos en este amor, porque Dios no puede amar de otra manera.Y esto es lo que nos ha encargado, y esto es el apostolado, el mismo encargo que el Hijo ha recibido del Padre. “Como el Padre me ha enviado así os envío yo”(Jn 20, 21).“Y ésta es la voluntad del que me ha enviado: que yo no pierda nada de lo que me dio, sino que lo resucite en el último día. Porque ésta es la voluntad de mi Padre, que todo el que ve al Hijo y cree en El tenga la vida eterna y yo le resucitaré en el último día” (Jn  6, 38-40).  “El que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en él. Así como me envió mi Padre vivo, y vivo yo por mi Padre, así también el que me come vivirá por mí” (Jn 6,51).

Nos lo dice el Señor, nos lo dice San Juan, os lo digo yo y perdonad mi atrevimiento, pero es que estoy totalmente convencido,  Dios nos ama gratuitamente, por puro amor, y nos ha creado para vivir con El eternamente felices en su infinito  abrazo y beso y amor Trinitario. Pablo lo describe así: “Enseñamos una sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios antes de los siglos para vuestra gloria. Ninguno de los príncipes de este siglo la han conocido; pues, si la hubieren conocido, nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria. Sino como está escrito:  ni el  ojó vió, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman. Y Dios nos lo ha revelado por el Espíritu”  (1Cor 2,7-10).

 Es que Dios es así, su corazón trinitario, por ser tri-unidad, unidad de los Tres  es así... amar y ser amado; no  puede ser y existir de otra manera. El hombre es un «capricho de Dios» y solo Él puede descubrirnos lo que ha soñado para el hombre. Cuando se descubre, eso es el éxtasis, la mística, la experiencia de Dios, el sueño de amor de los místicos, la transformación en Dios, sentirse amados por el mismo Dios Trinidad en unidad esencial y relacional con ellos por participación de su mismo amor esencial y eterno.

Y en esto consiste la felicidad eterna, la misma de Dios en Tres Personas que se aman infinitamente y que es verdad y que existe y que uno puede empezar a gustar en este mundo y se acabaron entonces las crisis de esperanza y afectividad y soledad y todo...bueno, hasta que Dios quiera, porque esto parece que no se acaba del todo nunca, aunque de forma muy distinta... y eso es la vivencia del misterio de Dios, la experiencia de la Eucaristía, la mística cristiana, la mística de San Juan: “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que El nos amó primero y envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados”; la de Pablo: “deseo morir para estar con Cristo..., para mí la vida es Cristo y una ganancia el morir; la de San Juan de la Cruz, Santa Teresa, Santa Catalina de Siena, San Juan de Avila, San Ignacio de Loyola, beata Isabel de la Stma. Trinidad, Teresita, Charles de Foucaud....la de todos los santos.

Por la vida de gracia en plenitud de participación de la vida divina trinitaria posible en este mundo y por la oración, que es conocimiento por amor de esta vida, el alma vive el misterio trinitario. La meta de sus atrevidas aspiraciones es «llegar a la consumación de amor de Dios..., que es venir a amar a Dios con la pureza y perfección que ella es amada de él, para pagarse en esto a la vez». (Can B 38, 2).

Estoy seguro de que a estas alturas algún lector estará diciéndose dentro de sí: todo esto está bien, pero qué tiene que ver todo lo del amor y felicidad de Dios con el tema de la oración que estamos tratando. Y le respondo. Pues muy  sencillo. Como la oración tiene esta finalidad, la de hacernos amigos de Dios, la de llevarnos a este amor de Dios que es nuestra felicidad, el camino para conseguirlo es vaciarnos de todo lo que no es Dios en nuestro corazón, para llenarnos de Él.

«Porque no sería una verdadera y total transformación si no se transformarse el alma en las Tres Personas de la Santísima Trinidad en revelado y manifiesto grado... con aquella su aspiración divina muy subidamente levante el alma y la informa y habilita para que ella aspire en Dios la misma aspiración de amor que el Padre aspira en el Hijo y el Hijo en el Padre, que es el mismo Espíritu Santo que a ella le aspira en el Padre y el Hijo en la dicha transformación, para unirla consigo» (Can B 39, 6).

Oh Dios te amo, te amo, te amo, qué grande, qué infinito, qué inconcebible eres, no podemos comprenderte, sólo desde el amor podemos unirnos a Tí y tocarte un poco y conocerte y saber que existes para amarte y amarnos, que existimos para hacernos felices con tu misma felicidad,  pero no por ideas o conocimientos sino por contagio, por toque personal, por quemaduras de tu amor; qué lejos se queda la inteligencia, la teología de tus misterios, tantas cosas que están bien y son verdad, pero se quedan tan lejos...

       La oración es diálogo de amistad con Jesucristo, en el cual, el Señor, una vez que le saludamos, empieza a decirnos que nos ama, precisamente, con su misma presencia silenciosa y humilde y permanente en el sagrario. Nos habla sin palabras, solo con mirarle, con su presencia silenciosa, sin nimbos de gloria ni luces celestiales o adornos especiales, como están a veces algunas imágenes de los santos, más veneradas y llenas de velitas que el mismo sagrario, mejor dicho, que Cristo en el sagrario.

Da pena ver la humildad de la presencia de Jesucristo en los sagrarios sin flores, sin presencias de amor, sin una mirada y una oración; presencia silenciosa del que es la Palabra, toda llena de hermosura y poder del Padre, por la cual ha sido hecho todo y todo finaliza en Él; presencia humilde del que “no tiene figura humana”, ahora ya sólo es una cosa, un poco de pan, para saciar el hambre de eternidad de los hombres;  presencia humilde del que lo puede todo y no necesita nada del hombre y, sin embargo, está ahí necesitado de todos y sin quejarse de nada, ni de olvidos ni desprecios, sin exigir nada, sin imponerse...por si tú lo quieres mirar y así se siente pagado el Hijo predilecto del mismo Dios;  presencia humilde, sin ser reconocida y venerada por muchos cristianos, sin importancia para algunos, que no tienen inconveniente en sustituirla por otras presencias,  y preferirlas y todo porque no han gustado la Presencia por excelencia, la de Jesucristo en la Eucaristía. Ahí está el Señor en presencia humilde, sin humillar a los que no le aman ni le miran, no escuchando ni obedeciendo tampoco a los nuevos «Santiagos», que piden fuego del cielo para exterminar a todos los que no creen en Él ni le quieren recibir en su corazón; ahí está Él, ofreciéndose a todos pero sin imponerse, ofreciéndose a todos los que libremente quieran su amistad; presencia olvidada hasta en los mismos seminarios o casas de formación o noviciados, que han olvidado con frecuencia, dónde está «la fuente que mana y corre, aunque es de noche»,  que han olvidado donde está la puerta de salvación y la vida, que debe llevar la savia a todos los sarmientos  de la Iglesia, especialmente a los canales más importantes de la misma, para comunicar su fuerza a todo creyente.

       Jesucristo en el sagrario es el corazón de la Iglesia y de la gracia y salvación, es  ayuda y  amistad permanentemente ofrecidas a todos los hombres;  para eso se quedó en el pan consagrado y ahí está cumpliendo su palabra. Él nos ama de verdad. Así debemos amarle también nosotros. De su presencia debemos aprender humildad, silencio, generosidad, entrega sin cansarnos, dando luz y amor a este mundo. La presencia de Cristo, la contemplación de Cristo en el sagrario siempre nos está hablando de esto, nos está comunicando todo esto, no está invitando continuamente a encontrarnos con Él, a reducir a lo esencial nuestra vida y apostolado, nos está saliendo al encuentro, nos está invitando a orar, a hablar con Él, a imitarle; por eso, todos debemos ser visitadores del sagrario y atarnos para siempre a la sombra de la tienda de la Presencia de Dios entre los hombres.

DÉCIMA MEDITACIÓN

 

ORAR ES TAMBIÉN MEDITAR Y EL SAGRARIO ES LA MEJOR ESCUELA

 

La oración cristiana tiene un itinerario  más o menos recorrido por todos, pero desde el principio siempre será amar, querer amar más, buscar amor, aunque no se sienta ni seamos conscientes de ello. Y para eso el primer paso ordinariamente podrá ser lectura de amor, sobre la cual meditamos, y luego oramos y amamos y dialogamos con el Señor. La finalidad de todo siempre será el amor, lo demás serán medios, caminos, ayudas.

Cuando yo leo el evangelio, los dichos y hechos de Jesús, yo me dejo interpelar por ellos, los medito e interiorizo, para terminar siempre hablando, dialogando sobre estos dichos y hechos de Jesús con Él mismo. Y ese amor, como somos pecadores, se manifestará desde el principio en la conversión de nuestros criterios, afectos y acciones, que deberán conformarse a los de Cristo. Aquí me juego mi amistad con Cristo, mi oración, mi unión, mi santidad.

Otras veces puedo leer y meditar lo que otros han orado sobre estos dichos y hechos de Jesús. Te voy a poner un ejemplo con esta oración de Santa Brígida, que a mí me gusta y me ayuda a interiorizar y comprender todo el amor de Cristo en su pasión y muerte y me obliga a corresponderle.

ORACIÓN DE SANTA BRÍGIDA:

«Bendito seas tú, mi Señor Jesucristo, que anunciaste por adelantado tu muerte y, en la Última Cena, consagraste el pan material, convirtiéndolo en tu cuerpo glorioso, y por tu amor lo diste a los apóstoles como memorial de tu dignísima pasión, y les lavaste los pies con tus santas manos preciosas, mostrando así humildemente tu máxima humildad.

 

Honor a ti, mi Señor Jesucristo, porque el temor de la pasión y la muerte hizo que tu cuerpo inocente sudara sangre, sin que ello fuera obstáculo para llevar a término tu designio de redimirnos, mostrando así de manera bien clara tu caridad para con el género humano.

 

Bendito seas tú, mi Señor Jesucristo, que fuiste llevado  ante Caifás, y tú, que eres el juez de todos, permitiste humildemente ser entregado a Pilato, para ser juzgado por él.

 

Gloria a tí, mi Señor Jesucristo, por las burlas que soportaste cuando fuiste revestido de púrpura y coronado con punzantes espinas, y aguantaste con una paciencia inagotable que fuera escupida tu faz gloriosa, que te taparan los ojos y que unas manos brutales golpearan sin piedad tu mejilla y tu cuello.

 

Alabanza a tí, mi Señor Jesucristo, que te dejaste ligar a la columna para ser cruelmente flagelado, que permitiste que te llevaran ante el tribunal de Pilato, cubierto de sangre, apareciendo a la vista de todos, como el Cordero inocente.

 

Honor a tí,  mi Señor Jesucristo, que, con todo tu glorioso cuerpo ensangrentado, fuiste condenado a muerte de cruz, cargaste sobre tus sagrados hombros el madero, fuiste llevado inhumanamente al lugar del suplicio, despojado de tus vestiduras, y así quisiste ser clavado en la cruz.

 

Honor para siempre a tí, mi Señor Jesucristo, que, en medio de tales angustias, te dignaste mirar con amor a tu dignísima madre, que nunca pecó ni consintió jamás la más leve falta; y, para consolarla, la confiaste a tu discípulo para que cuidara de ella con toda fidelidad.

 

Bendito seas por siempre, mi Señor Jesucristo, que, cuando estabas agonizando, diste a todos los pecadores la esperanza del perdón, al prometer misericordiosamente la gloria del paraíso al ladrón arrepentido.

 

Alabanza eterna a tí, mi Señor Jesucristo, por todos y cada uno de los momentos que, en la cruz, sufriste entre las mayores amarguras y angustias por nosotros, pecadores; porque los dolores agudísimos procedentes de tus heridas penetraban en tu alma bienaventurada y atravesaban cruelmente tu corazón sagrado, hasta que dejó de latir y exhalaste el espíritu e, inclinando la cabeza, lo encomendaste humildemente a Dios tu Padre, quedando tu cuerpo invadido por la rigidez de la muerte.

 

Bendito seas Tú, mi Señor Jesucristo, que, por nuestra salvación, permitiste que tu costado y tu corazón fueran atravesados por la lanza y, para redimirnos, hiciste que de él brotara con abundancia tu sangre preciosa mezclada con agua.

 

Gloria a tí, mi Señor Jesucristo, porque quisiste que tu cuerpo bendito fuera bajado de la cruz por tus amigos y reclinado en los brazos de tu afligidísima madre, y que ella lo envolviera en lienzos y fuera enterrado en el sepulcro, permitiendo que unos soldados montaran allí guardia.

 

Honor por siempre a tí, mi Señor Jesucristo, que enviaste el Espíritu Santo a los corazones de los discípulos y aumentaste en sus almas el inmenso amor divino.

Bendito seas tú, glorificado y alabado por los siglos, mi Señor Jesús, que estás sentado sobre el trono, en tu reino de los cielos, en la gloria de tu divinidad, viviendo corporalmente con todos tu miembros santísimos, que tomaste de la carne de la Virgen. Y así has de venir el día del juicio a juzgar a las almas de todos los vivos y los muertos: tú que vives y reinas con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén»[3].

Este es el Cristo que adoramos en el sagrario. Estos son algunos de los hechos de salvación continuamente ofrecidos al Padre para nuestra salvación. Este es el ejemplo que nos da y que debemos imitar. Ahora bien, como nos ama tanto y nuestros defectos impiden esta amistad que El quiere comunicarnos desde su presencia eucarística, después del saludo y el acto de fe casi rutinario, al cabo de algún tiempo empieza a decirnos: oye, qué contento estoy con tu fe y tu amor, con que vengas a visitarme y a contarme y a tratar de amistad,  pero no estoy conforme con tu soberbia, tienes que esforzarte más en la caridad, cuidado con el genio, la afectividad...tienes que seguir avanzando, tenemos que vernos todos los días y yo quiero seguir ayudándote.

Cualquiera que se quede junto al sagrario todos los días un cuarto de hora, empezará a escuchar estas cosas, porque para eso, para hablarnos y para ayudarnos en este camino se ha quedado en la tierra, en el pan consagrado; después de dar la vida por nosotros en cada misa, se ha quedado el Señor en el sagrario, para que hagamos de nuestra vida una ofrenda agradable al Padre, como hizo Él de toda su vida, en obediencia y adoración hasta el extremo. Y todo esto nos lo quiere enseñar y comunicar. Y nosotros, si queremos ser sus amigos, tenemos que empezar a escucharlo, dialogarlo y vivirlo en nuestra propia vida. Por eso es tan importante su presencia eucarística, en la que continua ofreciendonos  todo su amor, toda su vida, toda su salvación a todos los hombres, especialmente para los que le adoran en este misterio.

UNDÉCIMA MEDITACIÓN

 JESUCRISTO EUCARISTÍA, EL MEJOR MAESTRO DE ORACIÓN

 

       El cristiano, sobre todo, si es sacerdote, debe ser, como el mismo Cristo, hombre de oración. Esta es su verdadera identidad. Lo ha dicho muy claro el Papa Juan Pablo II en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte. Por otra parte, basta abrir el evangelio para ver y convencerse de que Jesús es un hombre de oración: comienza su vida pública con cuarenta días en el desierto; se levante muy de madrugada cuando todavía no ha salido el sol, para orar en descampado; pasa la noche en oración antes de elegir a los Doce; ora después del milagro de los panes y los peces, retirándose solo, al monte; ora antes de enseñar a sus discípulos a orar; ora antes de la Transfiguración; ora antes de realizar cualquier milagro; ora en la Última Cena para confiar al Padre su futuro y el de su Iglesia. En Getsemaní se entrega por completo a la voluntad del Padre. En la cruz le dirige las últimas invocaciones, llenas de angustia y de  confianza.

Por todo lo cual, para ayudarnos en este camino de conversión, ningún maestro mejor, ninguna ayuda mejor que Jesús Eucaristía. Por la oración, que nos hace encontrarnos con El y con su palabra y evangelio, vamos cambiando nuestra mente y nuestro espíritu por el suyo:“Pues el hombre natural no comprende las realidades que vienen del Espíritu de Dios; son necedad para él y no puede comprenderlas porque deben juzgarse espiritualmente. Por el contrario, el hombre espiritual lo comprende, sin que él pueda ser comprendido por nadie. Porque ¿quién conoció la mente del Señor de manera que pueda instruirle? (Is 40,3). Sin embargo, nosotros poseemos la mente de Cristo” (1Cor 2,16-18).

Es aquí, en la oración de conversión, donde nos jugamos toda nuestra vida espiritual, sacerdotal, cristiana, el apostolado... todo nuestro ser y existir, desde el papa hasta el último creyente, todos los bautizados en Cristo:  o descubres al Señor en la eucaristía  y empiezas a amarle, es decir, a convertirte a El o no quieres convertirte a El y pronto empezarás a dejar la oración porque te resulta  duro estar delante de El sin querer corregirte de tus defectos; además, no tendría sentido contemplarle, escucharle, para hacer luego lo contrario de lo que El te enseña desde la oración y su misma presencia eucarística; igualmente la santa misa no tendrá sentido personal si no queremos ofrecernos con El en adoración a la voluntad del Padre, que es nuestra santificación y  menos sentido tendrá la comunión, donde Cristo viene para vivir su vida en nosotros y salvar así actualmente a sus hermanos los hombres, por medio de nuestra humanidad prestada.

Queridos hermanos, no podemos hacer las obras de Cristo sin el amor y el espíritu de Cristo. Si no nos convertimos, si no estamos unidos a Cristo como el sarmiento a la vid, la savia irá por un sarmiento lleno de obstáculos, por una vena sanguínea tan obstruida por nuestros  defectos y pecados, que apenas puede llevar sangre y salvación de Cristo al cuerpo de tu parroquia, de tu familia, de tu grupo, de tu  apostolado. Sin unión vital y fuerte con Cristo, poco a poco tu cuerpo  apenas recibirá la vida de Cristo e irá debilitándose tu perfección y santidad evangélica.  No podemos hacer las obras de Cristo sin el espíritu de Cristo. Y para llenarnos de su Espíritu, Espíritu Santo, antes hay que vaciarse. Es lógico. No hay otra posibilidad ni nunca ha existido ni existirá, sin unión con Dios. En esto están de acuerdo todos los santos.

Ahora bien, a nadie le gusta que le señalen con el dedo, que le descubran sus pecados y esta es la razón de la dificultad de toda oración, especialmente de la oración eucarística ante el Señor, que nos quiere totalmente llenar de su amor, y  nosotros preferimos seguir llenos de nuestros defectos, de nuestro amor propio, del total e inmenso amor que nos tenemos y por eso no la aguantamos. Y así nos va. Y así le va a la Iglesia. Y así al apostolado y a nuestras acciones, que llamamos apostolado, pero que son puras acciones nuestras, porque no están hechas unidos a Cristo, con el espíritu de Cristo:“Si el sarmiento no está unido a la vid, no puede dar fruto”.

El primer apostolado es cumplir la voluntad del Padre, como Cristo:“Mi comida es hacer la voluntad del que me envió y acabar su obra” (Jn 4,34) , o con S. Pablo: “ Porque la  voluntad de Dios es vuestra santificación” (1Tes 4,3). El apostolado primero y más esencial de todos es ser santos, es estar y vivir unidos a Dios, y para ese apostolado, la oración es lo primero y esencial.

Y por esta razón, la oración ha de ser siempre el corazón y el alma de todo apostolado. Hay muchos apostolados sin Cristo, sin amor de Eucaristía, aunque se guarden las formas, pero sin conversión, como somos naturalmente pecadores, no podemos llegar al amor personal de Cristo y sin amor personal a Cristo, puede haber acciones, muy bien programadas, muy llamativas, pero no son apostolado, porque no se hacen con Cristo, mirando y llevando las almas a Cristo. Así es como definíamos antes al apostolado: llevar las almas a Dios. Ahora, la verdad es que no se a dónde las llevamos muchas veces, incluso en los mismos sacramentos, por la forma de celebrarlos.

Desde el momento en que renunciamos a la conversión permanente, nos hemos cargado la parte principal de nuestro sacerdocio como sacramento de Cristo, prolongación de Cristo, humanidad supletoria de Cristo, no podremos llegar a una amistad sincera y  vivencial con El y lógicamente se perderá la eficacia principal de nuestro apostolado,  porque Cristo lo dijo muy claro y muy serio en el evangelio: 

“Yo soy la vid verdadera y mi padre es el viñador. Todo sarmiento que en mi no lleve fruto, lo cortará; y todo el que de fruto, lo podará, para que de mas fruto... como el sarmiento no puede dar fruto de sí mismo si no permaneciere en la vid, tampoco vosotros si no permanecéis en mi. Yo soy la vid. Vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en el, ese da mucho fruto, porque sin mi no podéis hacer nada”(Jn 15 1-5).

Si no se llega a esta unión con el único Sacerdote y Apóstol y Salvador que existe, tendrás que sustituirlo por otros sacerdocios, apostolados y salvaciones... sencillamente porque no has querido que Dios te limpie del amor idolátrico que te tienes y así, aunque llegues a obispo, altos cargos y demás... estarás tan lleno de ti mismo que en tu corazón no cabe Cristo, al menos en la plenitud que El quiere y para la que te ha llamado. Pero, eso sí, esto no es impedimento para que seas buena persona, tolerante, muy comprensivo..., pero de hablar y  actuar claro y encendido y eficazmente en Cristo, nada de nada; y  no soy yo, lo ha dicho Cristo: trabajarás más mirando tu gloria que la de Dios, sencillamente porque pescar sin Cristo es trabajo inútil y las redes no se llenan de peces, de eficacia apostólica.

Y así es sencillamente la  vida de muchos cristianos, sacerdotes, religiosos, que, al no estar unidos a El con toda la intensidad y unión queel Señor quiere, lógicamente no podrán producir los frutos para los que fuimos elegidos por El. ¿De dónde les ha venido a todos los santos, así como a tantos apóstoles,  obispos, sacerdotes, hombres y mujeres cristianas, religiosos/as, padres y madres de familia, misioneros y catequistas, que han existido y existirán, su eficacia apostólica y su entusiasmo por Cristo? De la experiencia de Dios, de constatar que Cristo existe y es verdad y vive y sentirlo y palparlo... no meramente estudiarlo, aprenderlo  o creerlo como si fuera verdad. Esta fe vale para salvarnos, pero no para contagiar pasión por Cristo.

¿Por qué los Apóstoles permanecieron en el Cenáculo, llenos de miedo, con las puertas cerradas, antes de verle a Cristo resucitado? ¿Por qué incluso, cuando Cristo se les apareció y les mostró sus manos y sus pies traspasados por los clavos, permanecieron todavía encerrados y con miedo? ¿Es que no habían constatado que había resucitado, que estaba en el Padre, que tenía poder para resucitar y resucitarnos? ¿Por qué el día de Pentecostés abrieron las puertas y predicaron abiertamente y se alegraron de poder sufrir por Cristo? Porque ese día lo sintieron dentro, lo vivieron, y eso vale más que todo lo que vieron sus ojos de carne en los tres años de Palestina e incluso en la mismas apariciones de resucitado.

En el día de Pentecostés vino Cristo todo hecho fuego y llama de Espíritu Santo a sus corazones, no con experiencia puramente externa de aparición corporal, sino con presencia y fuerza de Espíritu quemante, sin mediaciones exteriores o de carne sino hecho «llama de amor viva», y esto les quemó y abrasó las entrañas, el cuerpo y el alma y esto no se puede sufrir sin comunicarlo.  “María guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón”. Ahí es donde nuestra hermosa Nazarena, la Virgen guapa aprendió a conocer a su hijo Jesucristo y todo su misterio, y lo guardaba y lo amaba y lo llenaba con su amor, pero a oscuras, por la fe, y así lo fue conociendo, «concibiendo antes en su corazón que en su cuerpo», hasta quedarse sola con El en el Calvario.

Pablo no conoció al Cristo histórico, no le vio, no habló con El, en su etapa terrena. Y ¿qué pasó? Pues que para mí y para mucha gente le amó más que otros apóstoles que lo vieron físicamente. El lo vio en vivencia y  experiencia mística, espiritual, sintiéndolo dentro, vivo y resucitado sin mediaciones de carne, sino de espíritu a espíritu. De ahí le vino toda su sabiduría de Cristo, todo su amor a Cristo, toda su vida en Cristo hasta decir. “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo”;”Para mí la vida es Cristo”. Este Cristo, fuego de vivencia y Pentecostés personal lo derribó del caballo y le hizo cambiar de dirección, convertirse del camino que llevaba, transformarse por dentro con  amor de Espíritu Santo. Nos lo dice Él mismo: “Yo sé de un cristiano, que hace catorce años fue arrebatado hasta el tercer cielo, con el cuerpo o sin el cuerpo ¿qué se yo? Dios lo sabe…  y oyó palabras arcanas que un hombre no es capaz de repetir…”  (2Cor 12,2-4).

Esta experiencia mística, esta contemplación infusa, vale más que cien apariciones externas del Señor. Tengo amigos, con tal certeza y seguridad y fuego de Cristo, que si se apareciese fuera de la Iglesia, permanecerían ante el Sagrario o en la misa o en el trabajo,  porque esta manifestación, que reciben todos los días del Señor por la oración, no aumentaría ni una milésima su fe y amor vivenciales, más quemantes y convincentes que todas las manifestaciones externas.

La mayor pobreza de la Iglesia es la pobreza  mística, de Espíriu Santo. Y lo peor es que hoy está tan generalizada esta  pobreza, tanto arriba como abajo, que resulta difícil encontrar personas que  hablen encendidamente de la persona de Cristo, de su presencia y misterio, y los escritos místicos y exigentes ordinariamente no son éxitos editoriales ni de revistas.

Repito: la mayor pobreza de la iglesia es la pobreza de vida mística, de vivencia de Dios, de deseos de santidad, de oración, de transformación en Cristo:“Estoy crucificado con Cristo, vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”, “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo”,  pero conocimiento vivencial, de espíritu a espíritu, o si quieres, comunicado por el Espíritu Santo, fuego, alma y vida de Dios Trino y Uno.

El sagrario es Jesucristo en amistad y salvación permanentemente ofrecidas al mundo, a los hombres. Por medio de su presencia eucarística, el Señor prolonga esta tarea de evangelización,  de amistad, dando así su vida por nosotros en entrega sacrificial,   invitándonos, por medio de la oración y el diálogo eucarístico,  a participar de su pasión de amor por el  Padre y por los hombres. Y nos lo dice de muchas maneras:  desde su presencia humilde y silenciosa en el sagrario, paciente de nuestros silencios y olvidos, o también a gritos, desde su entrega total en la celebración eucarística, desde el evangelio proclamado en la misa, desde la palabra profética de nuestros sacerdotes, desde la comunión para que vivamos su misma vida: “El que me come vivirá por mí”,desde su presencia testimonial en todos los sagrarios de la tierra.

Precisamente, para poder llenarnos de sus gracias y de su amor, necesita vaciarnos del nuestro, que es limitado en todo y egoísta, para llenarnos del El mismo, Verbo, Palabra, Gracia   y Hermosura del Padre, hasta la  amistad transformante de vivir su misma vida.  Nuestro amor es «ego» y empieza y termina en nosotros, aunque muchas veces, por estar totalmente identificados con él,  ni nos enteramos del cariño que nos tenemos y por el que actuamos casi siempre, aún en las cosas de Dios y de los hermanos y   del apostolado, que nos sirven muchas veces de pantalla para nuestras vanidades y orgullos.

Sólo Dios puede darnos el amor con que El se ama y nos ama, un amor que empieza, nos arrastra y finaliza  en Dios Uno y Trino, ese amor que es  la vida de Dios, del que participamos por la gracia; ese amor de Dios que pasa  necesariamente por el amor verdadero a los hermanos y si no nos lleva, entonces no es verdadero amor venido de la vida de Dios: “El Padre y yo somos uno.... el que me ama, vivirá por mí...” “Carísimos, todo el que ama es nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor. El amor de Dios hacia nosotros se manifestó en que Dios envió al mundo a su Hijo unigénito para que nosotros vivamos por El... (1Jn 4,7-10).

Todos y cada uno de nosotros, desde que somos engendrados en el seno de nuestra madre, nos queremos infinito a nosotros mismos, más que a nuestra madre, más que a Dios, y por esta inclinación original, si es necesario que la madre muera, para que el niño viva...si es necesario que la gloria de Dios quede pisoteada para que yo viva según mis antojos, para que yo consiga mi placer, mi voluntad, mi comodidad.... pues que los demás mueran y que Dios se quede en segundo lugar, porque yo me quiero sobre todas las cosas y personas y sobre el mismo Dios.

Y esto es así, aunque uno sea cardenal, obispo, religioso, consagrado o bautizado, por el mero hecho de ser pura criatura,  porque somos así, por el pecado original, desde nuestro nacimiento. Y si no nos convertimos, permanecemos así toda la vida. Y esto es más grave cuanto más alto es el lugar que ocupa uno en la construcción del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Los que están a nuestro alrededor nos llenan ordinariamente de tantas alabanzas, sin crítica alguna, que llegamos a creernos perfectos,  que todo lo hacemos bien y que no necesitamos de conversión permanente, como todo verdadero apóstol, que para serlo con verdad y con eficacia, primero y siempre, aunque sea sacerdote u obispo,  debe seguir siendo discípulo de   Cristo, hasta la santidad, hasta la unión total con El. Discípulo permanente y apóstol.

Por otra parte, si alguno trata de expresarnos defectos o deficiencias apostólicas que observa, aunque sea con toda la delicadeza y prudencia del mundo, qué difícil escucharle y valorarlo y tenerlo junto a nosotros y darle confianza;  así que para escalar puestos, a cualquier nivel que sea, ya sabemos todos lo que tenemos que hacer: dar la razón y silenciar  fallos.

Hay demasiados profetas palaciegos en la misma Iglesia de Cristo Profeta del Padre, dentro y fuera del templo, más preocupados por agradar a los hombres y buscar la propia gloria que la de Dios, que la verdadera verdad y eficacia del Evangelio.  Jeremías se quejó de esto ante el Dios, que lo elegía para estas misiones tan exigentes; el temor a sufrir, a ser censurado, rechazado, no escalar puestos, perder popularidad, ser tachado de intransigente, no justificará nunca nuestro silencio o falsa prudencia.“La palabra del Señor se volvió para mí oprobio y desprecio todo el día. Me dije: no me acordaré de el, no hablaré más en su nombre; pero la palabra era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerla, y no podía” (Jr 20,7-9).

El profeta de Dios corregirá, aunque le cueste la vida. Así lo hizo Jesús, aunque sabía que esto le llevaría a la muerte. No se puede hablar tan claro a los poderosos, sean políticos, económicos o religiosos. Él lo sabía y los profetizó, les habló en nombre de Dios. Y ya sabemos lo que le pasó por hablarles así. Hoy y siempre seguirá pasando y repitiéndose su historia en otros hermanos. Lo natural es rehuir, ser perseguidos y ocupar últimos  puestos. Así que por estos y otros motivos, porque la santidad es siempre costosa en sí misma por la muerte del yo que exige y porque además resulta  difícil hablar y ser testigos del evangelio en todos los tiempos,  los profetas del Dios vivo y verdadero, en ciertas épocas de la historia, quizás cuando son más necesarios, son cada vez menos o no los colocamos  en alto y en los púlpitos elevados para que se les oiga. Y eso que todos hemos sido enviados desde el santo bautismo  a predicar y ser testigos de la Verdad.

Esta es la causa principal de que escaseen los profetas verdaderos del Dios Vivo y de que el reino de Dios se confunda con otros reinos; han enmudecido y son pocos los profetas verdaderos, porque falta vivencia auténtica y experiencia del Dios  vivo.  Hay otras profecías y otros profetismos más aplaudidos por la masa y por el mundo. Todo se hace en principio por el evangelio, por Cristo, pero es muy diferente. El Papa nos da ejemplo a todos, habla claro y habla de aquellas cosas que nos gustan y que no nos gustan, de verdades que nos cuestan, habla de esas  páginas exigentes del Evangelio, que hoy y siempre serán absolutamente necesarias para entrar en el reino de Dios, en el reino de la amistad con Cristo, pero que se predican poco, y sin oírlas y vivirlas no podemos ser discípulos del Señor: “Quien quiera ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga...quien quiera ganar su vida, la perderá...”

Por eso escasean los profetas a ejemplo de Cristo, del Bautista, de los verdaderos y evangélicos que nos hablen en nombre de Dios y nos digan con claridad no a muchas de nuestras actitudes y criterios; primero, porque hay que estar muy limpios, y segundo, porque hay que estar dispuestos a sufrir por el reinado de Dios y quedar en segundos puestos. Y esto se nota y de esto se resiente luego la Iglesia.  Única medicina: la experiencia de Jesucristo vivo mediante la oración y la conversión permanente, que da fuerzas y ánimo para estas empresas.

La queja de Jeremías ante Yahvé, tiene su   respuesta en las palabras que Dios dirigió a Ezequiel; es durísima y nos debe hacer temblar a todos los bautizados, pero especialmente a los que hemos sido elegidos para esta misión profética:“A tí, hijo de Adán, te he puesto de atalaya en la casa de Israel; cuando escuches palabras de mi boca, les darás la alarma de mi parte. Si yo digo al  malvado: malvado, eres reo de muerte, y tu no hablas, poniendo en guardia al malvado, para que cambie de conducta; el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuentas de su sangre” (Ez 33,7B8). 

Desde nuestro propio nacimiento estamos tan llenos de  «amor propio», que nos preferimos al mismo Dios; tan llenos de nosotros mismos, de nuestra propia estima y deseos de gloria, que la ponemos como condición para todo, incluso para predicar el evangelio.

Por eso, este cambio, esta conversión solo  puede hacerla Dios, porque nosotros estamos totalmente infectados del yo egoísta  y  hasta en las cosas buenas que hacemos, el egoísmo, la vanidad, la soberbia nos acompañan como la sombra al cuerpo. Esta tarea de vaciarnos de nosotros mismos, de este querernos más que a Dios, de amarnos con todo el corazón y con toda el alma y con todas las fuerzas, esto supone la muerte del yo, la conversión total de nuestro ser, existir, amar y programar  de  nuestras vidas:“Amarás al Señor tu Dios ... con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser.. y a El solo servirás...

Y esta misma conversión, en negativo, la exige el Señor, cuando nos dice: “Si alguno quiere ser discípulo mío, nieguese a sí mismo, tome su cruz - la cruz que hemos de llevar hasta el calvario personal para crucificar nuestro yo, nuestras inclinaciones al amor propio, nuestras seguridades-  y me siga”, pisando sus mismas huellas de dolor, en totalidad de entrega a la voluntad del Padre, como Cristo(Lc16,24).La conversión no es el fín, sino el medio, el camino para realizar estas exigencias evangélicas. El fín siempre es Dios amado sobre todas las cosas.

«La paz de la oración consiste en sentirse lleno de Dios, plenificado por Dios en el propio ser y, al mismo tiempo, completamente vacío de sí mismo, afin de que El sea Todo en todas las cosas. Todo en mi nada. En la oración, todos somos como María Virgen: sin vacío interior ( sin la pobreza radical,) no hay oración, pero tampoco la hay sin la Acción del Espíritu Santo. Porque orar es tomar conciencia de mi nada ante Quien lo es todo. Porque orar es disponerme a que El me llene, me fecunde, me penetre, hasta que sea una sola cosa con El. Como María Virgen: alumbradora de Dios en su propia carne, pues para Dios nada hay imposible. Vacío es pobreza. Pero pobreza asumida y ofrecida en la alegría. Nadie más alegre ante los hombres que el que se siente pobre ante  Dios. Cuanto menos sea yo desde mi  mismo, desde mi voluntad de poder , tanto más seré  yo mismo de El y para los demás. Donde no hay pobreza no hay oración, porque el humano (hombre o mujer ) que quiere hacerse a sí mismo, no deja lugar dentro de sí, de su existencia, de su psiquismo a la acción creadora y recreadora del Espíritu»[4].

 Pablo es un libro abierto sobre su conversión interior de actitudes y sentimientos hasta configurarse con Cristo: En un primer momento: “ ¿Quién me liberará de este cuerpo de pecado...?He rogado a Dios que me quite esta mordedura de Satanás.... te basta mi gracia..?”  Es consciente de su pecado y quiere librarse de él. En un segundo momento percibe que para esto debe mortificar y crucificarse con Cristo, solo así puede vivir en Cristo: “Estoy crucificado con Cristo, vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí, y mientras vivo en esta carne vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mi..” Finalmente experimenta que solo así se llega a la unión total de sentimientos y vida y apostolado con su Señor: “libenter gaudebo in infirmitatibus meis...”  Ya no se queja de las pruebas y renuncias sino que “me alegro con grande gozo en mis debilidades para que habite plenamente en mí la fuerza de Cristo”; “ No quiero saber más que de mi Cristo y este crucificado”.  “En lo que a mí , Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo  en la cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo”. Y está tan seguro del amor de Cristo, que, aún en medio de las mayores purificaciones y sufrimientos, exclama en voz alta, para que todos le oigamos y no nos acobardemos ni nos echemos para atrás en las pruebas que nos vendrán necesariamente en este camino de identificación con Cristo:     “ ¿Quién nos separará del amor de Cristo? La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada? Más en todas estas cosas vencemos por aquel que nos amó. Porque estoy convencido de que ni muerte, ni la vida, ni lo presente ni lo futuro... ni criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rom 8,35-39). Pablo también fue profeta verdadero. Por eso fue perseguido fuera y dentro de la misma Iglesia.

Tanto miedo en corregir defectos de las ovejas, no querer complicaciones, no predicar a Cristo entero y completo, hace daño a la Iglesia y a las mismas ovejas, que vivimos con frecuencia en la mediocridad evangélica; no ser testigo verdadero de Cristo sino oficial y palaciego para evitar disgustos personales, ser cobardes en defender la gloria de Dios porque supone persecución o incomprensiones dentro y fuera de la Iglesia, hace que los mismos  sacramentos se reciban sin las condiciones debidas y no sirvan muchas veces ni para la gloria de Dios ni la santificación de los que los reciben: bautizos, bodas, primeras comuniones... muchos bautizados y pocos convertidos, mucha fiesta y pocas comuniones con Cristo, muchas bodas y pocos matrimonios...y así va la Iglesia de Dios en algunas partes de España. Pablo no se ahorró sufrimientos porque Cristo era su apoyo y su fuerza y su recompensa. Y para todo esto, la experiencia viva de Cristo por la oración es absolutamente necesaria. De otra forma no hay fuerza ni entusiasmo ni constancia.

DUODÉCIMA MEDITACIÓN

 

¿Y SI NOS HICIÉRAMOS UN EXAMEN SOBRE ORACIÓN PERSONAL LOS QUE TENEMOS QUE DIRIGIR ALMAS HASTA EL ENCUENTRO VIVENCIAL CON CRISTO?

Lo primero será entrar dentro de nosotros  mismos y preguntarnos: ¿Verdaderamente yo hago oración todos los días? ¿Me levanto pensando en este encuentro gozoso con Cristo?  ¿Qué camino llevo recorrido, cuáles son mis experiencias principales desde que empecé en mi seminario, noviciado o parroquia, desde mi infancia hasta ahora? Después de veinte, treinta, cuarenta años de oración... ¿cómo es mi oración, mi encuentro con Dios, mi experiencia de amistad personal con Cristo? ¿la tengo? ¿no he llegado a tenerla?  Porque de esto dependerá luego, como hemos dicho, poder ser guías para otros en este camino de encuentro personal y oracional con Cristo.

 En alguna ocasión y dado el clima de confianza lo he probado con mis alumnos del último curso de Estudios Eclesiásticos, próximos ya a la confesión y dirección de almas, después de tratar estos temas de la oración y vida espiritual, a un nivel puramente teórico:  Descríbeme las etapas de la oración y qué prácticas y medios principales de devociones,  conversión,  sacramentos, formas de oración se dan en  cada una. Una persona quiere comenzar la vida espiritual, otra sigue pero hace tiempo que no sabe qué le pasa, pero cree que no avanza, ¿qué le aconsejarías? Otra desea ardientemente al Señor, pero por otra parte siente sequedad, desierto, ¿me podríais decir qué es lo que le puede  pasar, dónde se encuentra en su vida espiritual,  podríais hacer un lan de vida para cada uno? ¿Qué es la oración afectiva, simple mirada, la contemplación y experiencia mística?  Si te encuentras un alma en estado de conversión, qué oración, qué prácticas, qué caminos le indicarías... si dice que no es capaz de orar y antes lo hacía, si te dice que se le caen de las manos los libros para orar, hasta el mismo evangelio, pero quiere orar,  tú qué le aconsejarías, )está muy abajo o muy arriba en el camino de la oración...? Si te dice que antes sentía al Señor y ahora se cansa y se aburre, incluso tiene crisis de fe, y lleva así meses y hasta años, que quiere dejar la oración  por otras prácticas  de acción o piadosas..., porque tiene la sensación de que está perdiendo el tiempo, vosotros, qué  consejos le daríais...?

 San Juan de la Cruz habla de los despistados y del daño que hacían algunos directores de almas en su tiempo y por eso se animó a escribir sus escritos: «... por no querer, o no saber o no las encaminar y enseñar a desasirse de aquellos principios... por no haber acomodádose ellas a Dios, dejándose poner libremente en el puro y cierto camino de la unión...»; «...porque algunos confesores y padres espirituales, por no tener luz y experiencia de estos caminos antes suelen impedir y dañar a semejantes almas que ayudarlas al camino» (Prologo,3 y 4).

Por cierto y es sintomático, que San Juan de la Cruz, que quiere hablarnos del camino de la oración,  tanto en la Subida como en la Noche, sin embargo, en estas dos obras se pasa todo el tiempo hablando  principalmente de purificaciones y purgaciones, de vacíos y de las nadas en los sentidos del cuerpo y en las potencias y  facultades del entendimiento, memoria y voluntad, que ha de producirse en el alma para que Dios pueda unirse a ella; para S. Juan de la Cruz, a mayor unión, mayor purificación-limpieza-vacío- noche de sentidos y de espíritu, activa y pasiva... para poder llenarse sólo  de Dios. Está tan convencido de que para poder tener oración, lo fundamental es la noche, esto es, la conversión, que espontáneamente describe la necesidad y los modos de la misma, activa y pasiva, porque esta es la mejor forma de prepararse o hacer oración en los comienzos, al medio y también al final de este proceso. Para S. Juan de la Cruz, por tanto, la oración y la progresión en la misma exige la conversión total y permanente del alma hacia Dios.

Es pena grande y daño inmenso para la Iglesia, incalculable perjuicio también para el apostolado, que en muchos seminarios, noviciados, casas de formación, parroquias... no se hable con la insistencia y el entusiasmo debidos de esta realidad, que no se vean serios ejemplos, que no tengamos maestros de oración experimentados,  montañeros de este camino, que puedan dirigir y enseñar y animar a otros; cuántos movimientos apostólicos, catequesis de jóvenes o adultos, grupos de adultos, matrimonios, que se vienen abajo, se deshacen o permanecen toda la vida aburridos y anquilosados por no tener  espacios de oración, por no haber descubierto su importancia, y aunque a veces tengan espacios que llaman así, no tienen que ver nada con la oración verdadera y todo esto por carecer de guías de la montaña de la oración, de la perfección y de la santidad.

 En principio, todo sacerdote, religioso/a , todo cristiano o apóstol o catequista responsable de Iglesia  tenía que ser maestro de oración, por su misma vocación y misión; tenía que ser hombre de oración para tener amistad con Jesús y poder dirigir a los demás hasta este encuentro. Sin embargo, todos sabemos también que esto muchas veces no es así. Y si no practicamos ni vivimos la oración personal,  tú me dirás cómo podremos dirigir a los demás, qué podremos saber y enseñar sobre ella, qué entusiasmo y testimonio y convencimiento podremos infundir en nuestras parroquias, seminarios, noviciados o casas de formación. Así que ni lo intentamos. Últimamente Juan Pablo II, en la Carta Apostólica Novo Millennio Ineunte,  ha vuelto a repetir e insistir en la necesidad de la oración y de escuelas de formación en esta materia tanto en parroquias como centros de formación.

Este es el encargo principal que hemos recibido los  sacerdotes. Todas las parroquias tenían que ser escuelas de  oración, porque la misión esencial para la que hemos sido enviados es para dar a conocer y amar a Jesucristo y la oración es el camino y la puerta. Por eso, todos los grupos tenían que saber orar para amar verdaderamente  a Jesucristo, tanto en los grupos de catequesis, cáritas, pastoral sanitaria, liturgia, aunque algunos fueran  más específicamente grupos de oración

Sin oración, nos quedamos sin identidad cristiana y sin espíritu en el apostolado y en la Iglesia. Todo queda reducido muchas veces a su aspecto exterior y visible, olvidando lo interior y el alma de todo apostolado, el orarAen espíritu y en verdad@, reducidos muchas veces  a tareas   puramente humanitarias, como si fuéramos una ONG, activistas de una ideología, pero faltos de vivencia de Dios, de Espíritu Santo, de evangelio, de conocimiento vivencial de lo que hacemos o predicamos.

Por este motivo, muchos llamados a ser guías del pueblo de Dios, en su marcha hasta la tierra prometida, nos hacen perder dirección, fuerzas, tiempo y metas verdaderas, nos hacen quedarnos para siempre en el llano y no son capaces de conducirnos hasta la cima del Tabor, para ver a Cristo transfigurado y bajar luego al llano para trabajar, convencidos e inflamados de que Cristo existe y es verdad, de que todo el evangelio y la fe y el encuentro existen y son verdad.

Por no escuchar a Cristo cuando nos sigue invitando, como hizo en Palestina: “ Venid vosotros a un sitio aparte@, Allamó a los que quiso para estar con El y enviarlos a predicar@, Atomando a Pedro, Santiago y Juan subió a un monte a orar” (Lc 9, 28), vamos al trabajo apostólico vacíos de El, desprovistos de su fuego y entusiasmo, para contagiarlos a los que nos escuchan y poder hacer seguidores suyos. “Marta andaba afanada en los muchos cuidados del servicio y acercándose, dijo: Señor ¿no te preocupa que mi hermana me deje a mí sola en el servicio? Díle, pues, que me ayude. Respondió el Señor y le dijo: Marta, Marta, tú te inquietas y te turbas por muchas cosas; pero pocas son necesarias o más bien una sola. María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada” (Jn 12, 40. 42).

Todo cristiano, todo catequista, apóstol, toda madre cristiana, pero, sobre todos, todo sacerdote debe ser hombre de oración: «A ejemplo de Cristo que estaba continuamente en oración y guiados por el Espíritu Santo, en el cual clamamos “Abba, Padre”, los presbíteros deben entregarse  a la contemplación del Verbo de Dios y aprovecharla cada día como una oración favorable para reflexionar sobre los acontecimientos de la vida a la luz del Evangelio, de manera que, convertidos en oyentes y atentos del  Verbo, logren ser ministros veraces de la Palabra. Sean asiduos en la oración personal, en la recitación de la Liturgia de las Horas, en la recepción frecuente del sacramento de la penitencia y , sobre todo, en la devoción al misterio eucarístico». (Sínodo de los obispos sobre el sacerdocio ministerial, 1971)

Qué carencias más importantes se siguen luego en la vida personal y apostólica de los responsables de la evangelización, de los bautizados y ordenados en Cristo, si no saben  infundir con fe viva el conocimiento y seguimiento de Cristo, de hacerle presente, creíble y admirado, por no estar ellos personal y  suficientemente  formados en este camino, por lo menos hasta ciertas etapas. Por eso, al no estar  formados y curtidos en este sendero, al no sentir el atractivo de Cristo, tampoco pueden luego guiar a los demás, aunque sea  su cometido y ministerio principal.

¡Qué responsabilidad tan grande, especialmente en los   pastores de la Diócesis y de la Iglesia, en los superiores religiosos y  párrocos, que  somos los formadores y  directores espirituales de las parroquias y de los seguidores de Cristo...! ¡Qué ignorancia tan frecuente de estas realidades a la hora de tener que elegir los formadores de los seminarios y noviciados, qué daño si no se tiene en cuenta la suficiente personalidad espiritual, teológica, humana y pastoral para estos cargos, cuánto daño se puede hacer a la Iglesia, daño irreparable, por ser causa a su vez de una cadena interminable de otros daños, que se siguen para la diócesis, que se van empobreciendo en todo: Congregaciones, Institutos Religiosos, Fraternidades, que llegan a perder el carisma propio de la orden, debido a una mala formación espiritual en los elegidos del Señor!

¡Qué prisas por trabajar y hacer cosas que se ven,  por hacer bajar al llano de la vida apostólica a los seminaristas o novicios, para que empiecen la misión,  cuando lo verdaderamente importante en esa etapa es estar con Jesús para ser luego enviados a predicar! Lo primero en el tiempo y en la misión es estar con el Señor, formarse bien en el estudio, el silencio, en la vida comunitaria, adquiriendo una fuerte personalidad evangélica, teológica, espiritual y pastoral, para luego poder comunicárselo con entusiasmo a la gente.

Primero es el estar con El, luego, si hay que bajar al llano para trabajar, bajaremos hasta que llegue el Tabor definitivo, pero qué diferencia, habiéndolo aprendido así y confirmado con los mismos superiores,  en el mismo seminario o noviciado;  qué difícil aprenderlo luego, por las ocupaciones pastorales, por las prisas y faltas de silencio, a no ser que haya gracia especial del Señor, puesto que el tiempo oportuno fueron el desierto y silencio de estos centros de formación espiritual, teológica, pastoral, humana...

Es verdad, sin embargo, que el apostolado y la vida sacerdotal no va a ser totalmente inútil por carecer de esta formación, pero perderá muchísima eficacia y no dará la gloria a Dios que El se merece, y no hará tanto bien a los hermanos como ellos necesitan, ya que estamos tratando de eternidades y aquí todo es grave y trascendente. Hay que sacrificarse más, hay que ser santos para cumplir la tarea encomendada. Este es el fin principal de nuestro ministerio y misión.  “ He bajado del cielo, no para hacer mi voluntad sino la voluntad del que me envió... Esta es la voluntad del que me envió que no pierda nada de lo que me dio sino que lo resucite en el último día”. (Jn 6, 38-40). Y S. Pablo da razón de su tarea evangelizadora: “Todo lo he sacrificado y lo tengo por basura, a fín de ganar a Cristo y encontrarme con El, no teniendo una justicia propia, sino lograda por la fe en Cristo y que procede de Dios y está enraizada en la fe” (Fil 3,8-9). “Por eso lo soporto todo por amor a los elegidos, para que consigan la salvación que nos trae Cristo Jesús y la salvación eterna”. (2Tim 2,10).

Ha llegado a mis manos el discurso que el Papa Juan Pablo II ha dirigido al Capítulo general de los Servitas, reunidos en la primavera del 2002. Entresaco algunos párrafos:

«Sentir la exigencia de buscar el reino de Dios ya es un don, que debe ser acogido con espíritu agradecido. En realidad, es siempre Dios el que nos sale al encuentro primero, ya que ha sido el primero en amarnos (cfr 1Jn 4,10). Es consolador buscar a Dios, pero al mismo tiempo exigente; supone hacer renuncias y tomar opciones radicales. ¿Cómo repercute esto entre vosotros, en el contexto histórico actual? Supone ciertamente acentuar la dimensión contemplativa, intensificar la oración personal, revalorizar el silencio del corazón, sin llegar nunca a contraponer la contemplación a la acción, la oración en la celda a las celebraciones litúrgicas, la necesaria «fuga» del mundo a la presencia junto al que sufre.... La experiencia demuestra que sólo desde la contemplación intensa puede nacer una fervorosa y eficaz acción apostólica.... Vuestra oración comunitaria sea tal que la oración personal prepare y prolongue la celebración litúrgica»[5].

Queridos hermanos, tenemos que “orar sin intermisión” como nos dice S. Pablo (Te 5,17), pues sólo el Señor puede dar eficacia y crecimiento a la obra en que trabajemos, como El ya nos dijo: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). Los Apóstoles, convencidos de esto por los consejos del Señor y por su propia experiencia apostólica, al constituir los primeros diáconos, dijeron: “...así nosotros nos dedicaremos de lleno a la oración y al ministerio de la palabra” (Hch 6,4) (SC. 86).

 Lo primero es:  “el Señor  llamó a los que quiso para  estar con El y enviarlos a predicar..,”  “  María ha escogido la mejor parte” Y por lo que yo he visto en los santos y en  todos los que han seguido a Cristo a través de los siglos, canonizados o no, este es el único camino: ni un solo santo,  que no haya sido eucarístico, que no haya hecho largos ratos de oración ante el Señor Eucaristía, pero ni uno solo... luego habrán sido de derechas o de izquierdas, ricos o pobres, activos o contemplativos, de la enseñanza o de la caridad, laicos o curas, profetas, misioneros o padres de familia,  lo que sea..., pero ninguno que no fuera hombre de oración. Nuestras madres y nuestros padres no tuvieron más biblia ni más grupos de formación que el sagrario. Allí lo aprendieron todo y así nos lo enseñaron.

Por eso es muy importante que nos preocupemos de «estas cosas», porque como queda dicho,  lo  que no se vive, termina olvidándose y podemos constatarlo personalmente, incluso tratándose de verdades teológicas. La oración eucarística es la fuente que mana y corre siempre llena de estas verdades y vivencias, aunque sea muchas veces a oscuras y sin sentir nada.

El  Concilio Vaticano II habla repetidas veces sobre la importancia capital de la Eucaristía en la vida de la Iglesia y en nuestra vida personal: « ...los demás sacramentos, al igual que todos los ministerios eclesiásticos y las obras del apostolado, están unidos con la Eucaristía y hacia ella se ordenan. Pues en la sagrada Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona, nuestra Pascua y pan vivo... Por lo cual la Eucaristía aparece como fuente y cima de toda evangelización...  (Los sacerdotes) les enseñan, igualmente, a participar en la celebración de la sagrada liturgia, de forma que exciten también en ellos una oración sincera; los llevan como de la mano a un espíritu de oración cada vez más perfecto, que han de actualizar durante toda la vida en conformidad con las gracias y necesidades de cada uno....La casa de oración en que se celebra y se guarda la sagrada Eucaristía y se reúnen los fieles, y en la que se adora para auxilio y solaz de los fieles la presencia del Hijo de Dios, nuestro Salvador, ofrecido por nosotros en el ara sacrificial, debe estar limpia y dispuesta para la oración» (PO 5).

Pues bien, teniendo presente todo esto y lo que llevamos dicho en este capítulo, ya me diréis qué interés puedo yo tener por Jesucristo y su causa, si Cristo personalmente me aburre; cómo  entusiasmar a las gentes con El si yo personalmente  no siento entusiasmo por El, y para esto, la oración es totalmente necesaria, porque es fuente y termómetro indicativo; para lograr que los hombres y mujeres  conozcan y amen y se enamoren de Jesucristo, que lo sigan y lo busquen, nosotros hemos de darles ejemplo y buscarlo en la oración, que, si es ante Cristo Eucaristía, tiene una fuerza y plenitud mayor. De Cristo y por el canal de la oración hemos de recibir el espíritu y el entusiasmo de nuestro apostolado: “ vosotros sois mis amigos, porque todo lo que me ha dicho mi Padre, os lo he dado a conoce”,”Pedro, me amas más que estos... apacienta mis ovejas; Pedro, me amas...”, por tres veces le sometió a un examen de amor antes de ponerle al frente de su Iglesia. Y Pablo:“Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi”.  Y cuando tenemos el espíritu de Cristo, entonces: “El que a vosotros escucha, a mí me escucha...” “Yo en vosotros y vosotros en mi”  “...vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”.

Podremos hacer las acciones de Cristo, predicar las palabras de Cristo, pero no podremos transmitir su espíritu, si no lo tenemos. Somos sarmientos, canales del Amor y Salvación de Dios, del Espíritu Santo de Dios. Para eso necesitamos el espíritu, el alma, el corazón, la adoración que Cristo sentía por su Padre para poder ser su prolongación. Para ser verdaderamente presencia sacramental de Cristo, de su persona y apostolado, necesitamos sus mismos sentimientos y actitudes. Y no le demos vueltas, a Cristo, a su evangelio sólo se les comprende, cuando se viven; y si no, fijáos qué diferencia existe, qué distinta manera de hablar y actuar,  cuando tienes que hablar o defender un tema que vives o te muerde el alma, la vida y la estima tuya o de los tuyos ....o por el contrario, cuando se trata de un asunto de otros, de un tema que te han contado o has leído, pero que, en definitiva, no lo  necesitas para vivir o realizarte. 

La mayor tentación del mundo materialista actual y de siempre, en lo que se unen y se esfuerzan todos los poderosos del «mundo», es demostrar que Dios ya no es necesario, que se puede vivir y ser felices sin El. Y, por otra parte, tenemos todo lo contrario, que constituye una prueba de fe y un argumento en favor nuestro, y  es que hoy día hemos llenado con el consumismo nuestras vidas y nuestros hogares de todo y ahora resulta que nos falta todo, porque nos falta Dios, que es el TODO de todo y de todos.

El materialismo y el consumismo reinante destruyen nuestra identidad cristiana, nos destruye como Iglesia e hijos de Dios. Ahora equipamos a nuestros hijos y juventud de todo: inglés, judo, trabajo, dinero, piso, sexo, masters de todo...  y  ahora resulta que les falta todo, que se sienten vacíos... porque les falta Dios. Cómo convencer a nuestra gente de que Dios es el todo, el único que puede  llenarlo todo de sentido y de amor y de vida y de felicidad verdaderas... cómo ayudar a los hombres de ahora  a salir de ese vacío existencial y proponerles como medio y remedio que se acerquen a Dios, al Dios amigo y cercano que es Cristo Eucaristía, si  nosotros mismos no lo hacemos ni lo hemos experimentado... si nunca nos ven orar en la Iglesia o delante del sagrario, y esto ya es norma y comportamiento ordinario en nuestra vida sacerdotal, cristiana, pastoral, militante, catequista...

Queridos hermanos, por qué no empezar desde hoy mismo, desde ahora mismo...parémosnos   delante del sagrario, mirémosle a Cristo con afecto, hagamos bien la genuflexión,  si podemos, que no es un trasto más del templo o capilla, que es el Señor, que es nuestro Salvador, el centro y corazón de la parroquia, de tu grupo, de tu comunidad, de tu vida cristiana... ¿Lo es, o no lo es? ¿ o lo es sólo teóricamente? ¿Cómo acordarte, cómo predicar esto, si no lo vives? Ayúdales a los tuyos con tu vida, con tu ejemplo, con tu comportamiento.... “Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente”.Algunos sacerdotes, religiosos y seglares apóstoles   dudan de la eficacia del evangelio y hablan muy decepcionados de sus trabajos apostólicos, de su actividad parroquial, misionera. Es lógico y una prueba, pero en negativo, de lo que estoy diciendo. Me duele por ellos y por todos, por la Iglesia.     Su vida no ha sido inútil, porque todos somos canales más o menos anchos, pero canales de gracia  Hay que ser luz de Cristo primero para poder iluminar: “Vosotros sois la luz del mundo... alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestra buenas obras….      

DÉCIMO TERCERA MEDITACIÓN

ORACIÓN Y SANTIDAD, FUNDAMENTOS DEL APOSTOLADO, EN LA CARTA APOSTÓLICA DE JUAN PABLO II  NOVO MILLENNIO INEUNTE

Por eso, qué razón tiene el Papa Juan Pablo II, en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte, cuando invitando a la Iglesia a que se renueve pastoralmente para cumplir mejor así la misión encomendada por Cristo, nos hace todo un tratado de apostolado, de vida apostólica, pero no de métodos y organigramas, donde expresamente nos dice «no hay una fórmula mágica que nos salva», «el programa ya existe, no se trata de inventar uno nuevo», sino porque nos habla de la base y el alma y el fundamento de todo apostolado cristiano, que hay que hacerlo desde Cristo, unidos a Él por la santidad de vida, esencialmente fundada en la oración, en la Eucaristía.

Insisto que el Papa, en esta carta, los que quiere es hablarnos del apostolado que debemos hacer en este nuevo milenio que empieza, y al hacerlo, espontáneamente le sale la verdad: lo que más le interesa, al hablarnos de apostolado, es subrayar y recalcar la necesidad de la espiritualidad de todo apostolado, y para eso, la meta es la santidad, la unión con Dios y el camino imprescindible para esta santidad y unión con Dios es la oración, por eso nos habla de la necesidad absoluta de la oración, alma de toda acción apostólica: actuar unidos a Cristo desde la santidad y la oración... caminar desde Cristo, porque aquí está la fuente y la eficacia de toda actividad apostólica verdaderamente cristiana.

Qué pena tengo, pero real, que después de esta doctrina del Papa, Congresos y Convenciones, en Sínodos y reuniones pastorales, sigamos como siempre, hablando de acciones con niños, jóvenes, adultos, si tenerlas así o de la otra forma, poniendo en el modo toda la eficacia dando por supuesto lo principal: “sin mí no podéis hacer nada”; y para eso el camino más recto es la oración personal para enseñar y llevar a efecto la de los evangelizandos.

Si yo consigo que una persona ore, le he puesto en el fín de todo apostolado, en el encuentro personal con Dios, al que tratan de llevar todas las demás acciones apostólicas intermedias, en las que a veces nos pasamos años y años sin llegar a la unión con Dios, al encuentro personal y afectivo con Él.

El camino y la verdad y la vida es Cristo, y sin encuentro personal con Él no hay cristianismo, y el camino para encontrarnos con Él —ningún santo y apóstol verdadero que no lo ha dicho y hecho, es la oración: «Que no es otra cosa oración sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama».

La oración es el apostolado primero y fundamental, es empezar hablando con Él y pidiendo, para que nos diga qué y cómo llevar directamente las almas hasta Él, para no ir sin Él a la acción o las mediaciones, que a veces no llegan hasta Él; luego vendrán los medios, que son a los que únicamente llamamos y tenemos por apostolado, acciones apostólicas, que deben llegar y dirigir la mirada hasta Él, pero a veces nos entretenemos en eternos eternos apostolados de preparación para el encuentro. ¡Cuánto mejor sería llevar a las almas hasta el final, enseñarle y hacerle orar, y desde ahí recorrer el camino de santificación!

La santidad es la unión plena con Dios. Y para esta unión plena y transformante en Dios, el camino principal y fundamental y base de todos los demás es la oración contemplativa o infusa de Dios en el alma. Como por otra parte, “sin mí no podéis hacer nada” y “todo lo puedo en aquel que me conforta”, resulta que quien está totalmente unido a Dios y el que más agua de gracia divina puede llevar a los surcos de la vida de los hombres y del mundo, el mejor apóstol es el más y mejor ora.

Voy a recorrer la Carta, poniendo los números pertinentes con su mismo orden y enumeracón, para que, quien quiera ampliarlos, pueda hacerlo acercándose a la Carta, porque yo sólo cito lo que considero más importante.

Insisto que al Papa, lo que más le interesa, es hablarnos del apostolado, del nuevo dinamismo apostólico que debe tener la Iglesia al empezar el Nuevo Milenio, pero al hablarnos de apostolado, quiere subrayar y recalcar, como el primero y fundamental, la necesidad de la espiritualidad de todo apostolado, y para eso, la meta es la santidad, la unión con Dios y el camino imprescindible para esta santidad es la oración; cuanto más elevada sea, mejor, porque indica mayor unión de transformación en Dios. Por eso nos habla de la necesidad absoluta de santidad por la oración como el alma de todo apostolado.

Paso a citar algunos de los textos de la Carta Apostólica Novo millennio ineunte donde el Papa nos habla de esta experiencia de Dios; lo hago tal cual está escrito en la Carta.

Un nuevo dinamismo

15. Es mucho lo que nos espera y por eso tenemos que emprender una eficaz programación pastoral posjubilar.

Sin embargo, es importante que lo que nos propongamos, con la ayuda de Dios, esté fundado en la contemplación y en la oración. El nuestro es un tiempo de continuo movimiento, que a menudo desemboca en el activismo, con el riesgo fácil del «hacer por hacer». Tenemos que resistir a esta tentación, buscando «ser» antes que «hacer». Recordemos a este respecto el reproche de Jesús a Marta: «Tú te afanas y te preocupas por muchas cosas y sin embargo sólo una es necesaria» (Lc 10,41-42). Con este espíritu, antes de someter a vuestra consideración unas líneas de acción, deseo haceros partícipes de algunos puntos de meditación sobre el misterio de Cristo, fundamento absoluto de toda nuestra acción pastoral.

CAPÍTULO 2

UN ROSTRO PARA CONTEMPLAR

16. «Queremos ver a Jesús» (Jn 12,21). Esta petición, hecha al apóstol Felipe por algunos griegos que habían acudido a Jerusalén para la peregrinación pascual, ha resonado también espiritualmente en nuestros oídos en este Año jubilar. Como aquellos peregrinos de hace dos mil años, los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo «hablar» de Cristo, sino en cierto modo hacérselo «ver». ¿Y no es quizás cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio?

Nuestro testimonio sería, además, enormemente deficiente si nosotros no fuésemos los primeros contempladores de su rostro. El Gran Jubileo nos ha ayudado a serlo más profundamente. Al final del Jubileo, a la vez que reemprendemos el ritmo ordinario, llevando en el ánimo las ricas experiencias vividas durante este período singular, la mirada se queda más que nunca fija en el rostro del Señor.

 

17. La contemplación del rostro de Cristo se centra sobre todo en lo que de él dice la Sagrada Escritura que, desde el principio hasta el final, está impregnada de este misterio, señalado oscuramente en el Antiguo Testamento y revelado plenamente en el Nuevo, hasta el punto de que san Jerónimo afirma con vigor: «Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo mismo». Teniendo como fundamento la Escritura, nos abrimos a la acción del Espíritu (cf Jn 15,26), que es el origen de aquellos escritos, y, a la vez, al testimonio de los Apóstoles (cf. Ib. 27), que tuvieron la experiencia viva de Cristo, la Palabra de vida, lo vieron con sus ojos, lo escucharon con sus oídos y lo tocaron con sus manos (cf. 1Jn 1,1).

El camino de la fe

19. «Los discípulos se alegraron de ver al Señor» (Jn 20,20). El rostro que los Apóstoles contemplaron después de la resurrección era el mismo de aquel Jesús con quien habían vivido unos tres años, y que ahora los convencía de la verdad asombrosa de su nueva vida mostrándoles «las manos y el costado» (ib). Ciertamente no fue fácil creer. Los discípulos de Emaús creyeron sólo después de un laborioso itinerario del espíritu (cf Lc 24,13-35). El apóstol Tomás creyó únicamente después de haber comprobado el prodigio (cf Jn 20,24-29). En realidad, aunque se viese y se tocase su cuerpo, sólo la fe podía franquear el misterio de aquel rostro. Esta era una experiencia que los discípulos debían haber hecho ya en la vida histórica de Cristo, con las preguntas que afloraban en su mente cada vez que se sentían interpelados por sus gestos y por sus palabras. A Jesús no se llega verdaderamente más que por la fe, a través de un camino cuyas etapas nos presenta el Evangelio en la bien conocida escena de Cesarea de Filipo (cf Mt 16,13-20). A los discípulos, como haciendo un primer balance de su misión, Jesús les pregunta quién dice la «gente» que es él, recibiendo como respuesta: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o uno de los profetas» (Mt 16,14). Respuesta elevada, pero distante aún —y ¡cuánto!— de la verdad. El pueblo llega a entrever la dimensión religiosa realmente excepcional de este rabbí que habla de manera fascinante, pero no consigue encuadrarlo entre los hombres de Dios que marcaron la historia de Israel. En realidad, Jesús es muy distinto. Es precisamente este ulterior grado de conocimiento, que atañe al nivel profundo de su persona, lo que él espera de los «suyos»: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,15). Sólo la fe profesada por Pedro, y con él por la Iglesia de todos los tiempos, llega realmente al corazón, yendo a la profundidad del misterio: «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).

 

20. ¿Cómo llegó Pedro a esta fe? ¿Y qué se nos pide a nosotros si queremos seguir de modo cada vez más convencido sus pasos? Mateo nos da una indicación clarificadora en las palabras con que Jesús acoge la confesión de Pedro: «No te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (16,17). La expresión «carne y sangre» evoca al hombre y el modo común de conocer. Esto, en el caso de Jesús, no basta. Es necesaria una gracia de «revelación» que viene del Padre (cf ib). Lucas nos ofrece un dato que sigue la misma dirección, haciendo notar que este diálogo con los discípulos se desarrolló mientras Jesús «estaba orando a solas» (Lc 9,18).

Ambas indicaciones nos hacen tomar conciencia del hecho de que a la contemplación plena del rostro del Señor no llegamos sólo con nuestras fuerzas, sino dejándonos guiar por la gracia. Sólo la experiencia del silencio y de la oración ofrece el horizonte adecuado en el que puede madurar y desarrollarse el conocimiento más auténtico, fiel y coherente de aquel misterio, que tiene su expresión culminante en la solemne proclamación del evangelista Juan: «Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14).

La profundidad del misterio

 

21. ¡La Palabra y la carne, la gloria divina y su morada entre los hombres! En la unión íntima e inseparable de estas dos polaridades está la identidad de Cristo, según la formulación clásica del Concilio de Calcedonia (a. 451): «Una persona en dos naturalezas». La persona es aquella, y sólo aquella, la Palabra eterna, el hijo del Padre con sus dos naturalezas, sin confusión alguna, pero sin separación alguna posible, son la divina y la humana.

Somos conscientes de los límites de nuestros conceptos y palabras. La fórmula, aunque siempre humana, está sin embargo expresada cuidadosamente en su contenido doctrinal y nos permite asomarnos, en cierto modo, a la profundidad del misterio. Ciertamente, ¡Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre! Como elapóstol Tomás, la Iglesia está invitada continuamente por Cristo a tocar sus llagas, es decir a reconocer la plena humanidad asumida en María, entregada a la muerte, transfigurada por la resurrección: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado» (Jn 20,27). Como Tomás, la Iglesia se postra ante Cristo resucitado, en la plenitud de su divino esplendor, y exclama perennemente:

«¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28).

 

23. «Señor, busco tu rostro» (Sal 27[26],8). El antiguo anhelo del Salmista no podía recibir una respuesta mejor y sorprendente más que en la contemplación del rostro de Cristo. En él Dios nos ha bendecido verdaderamente y ha hecho «brillar su rostro sobre nosotros» (Sal 67[66],3). Al mismo tiempo, Dios y hombre como es, Cristo nos revela también el auténtico rostro del hombre, «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre».

Jesús es el «hombre nuevo» (cf Ef 4,24; Col 3,10) que llama a participar de su vida divina a la humanidad redimida. En el misterio de la Encarnación están las bases para una antropología que es capaz de ir más allá de sus propios límites y contradicciones, moviéndose hacia Dios mismo, más aún, hacia la meta de la «divinización», a través de la incorporación a Cristo del hombre redimido, admitido a la intimidad de la vida trinitaria. Sobre esta dimensión salvífica del misterio de la Encarnación los Padres han insistido mucho: sólo porque el Hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre, el hombre puede, en él y por medio de él, llegar a ser realmente hijo de Dios.

Rostro del Resucitado

28. La Iglesia mira ahora a Cristo resucitado. Lo hace siguiendo los pasos de Pedro, que llora por haberle renegado y retomó su camino confesando, con comprensible temor, su amor a Cristo: «Tú sabes que te quiero» (Jn 21,15.17). Lo hace unida a Pablo, que lo encontró en el camino de Damasco y quedó impactado por él: «Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia» (Flp 1,21). Después de dos mil años de estos acontecimientos, la Iglesia los vive como si hubieran sucedido hoy. En el rostro de Cristo ella, su Esposa, contempla su tesoro y su alegría. « Jesu, dulcis memoria, dans vera cordis gaudia»: ¡Cuán dulce es el recuerdo de Jesús, fuente de verdadera alegría del corazón! La Iglesia, animada por esta experiencia, retorna hoy su camino para anunciar a Cristo al mundo, al inicio del tercer milenio: Él «es el mismo ayer, hoy y siempre» (Hb 3,8).

CAPITULO 3

CAMINAR DESDE CRISTO

29. «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Esta certeza, queridos hermanos y hermanas, ha acompañado a la Iglesia durante dos milenios y se ha avivado ahora en nuestros corazones por la celebración del Jubileo. De ella debemos sacar un renovado impulso en la vida cristiana, haciendo que sea, además, la fuerza inspiradora de nuestro camino. Conscientes de esta presencia del Resucitado entre nosotros, nos planteamos hoy la pregunta dirigida a Pedro en Jerusalén, inmediatamente después de su discurso de Pentecostés: «Qué hemos de hacer, hermanos?» (Hch 2,37).

Nos lo preguntamos con confiado optimismo, aunque sin minusvalorar los problemas. No nos satisface ciertamente la ingenua convicción de que haya una fórmula mágica para los grandes desafíos de nuestro tiempo. No, no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros!

No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste. Es un programa que no cambia al variar los tiempos y las culturas, aunque tiene cuenta del tiempo y de la cultura para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz. Sin embargo, es necesario que el programa formule orientaciones pastorales adecuadas a las condiciones de cada comunidad.

Doy las gracias por la cordial adhesión con la que ha sido acogida la propuesta que hice en la Carta apostólica Tertio millennio adveniente. Sin embargo, ahora ya no estamos ante una meta inmediata, sino ante el mayor y no menos comprometedor horizonte de la pastoral ordinaria. Dentro de las coordenadas universales e irrenunciables, es necesario que el único programa del Evangelio siga introduciéndose en la historia de cada comunidad eclesial, como siempre se ha hecho. En las Iglesias locales es donde se pueden establecer aquellas indicaciones programáticas concretas —objetivos y métodos de trabajo, de formación y valorización de los agentes y la búsqueda de los medios necesarios— que permiten que el anuncio de Cristo llegue a las personas, modele las comunidades e incida profundamente mediante el testimonio de los valores evangélicos en la sociedad y en la cultura.

Por tanto, exhorto ardientemente a los Pastores de las Iglesias particulares a que, ayudados por la participación de los diversos sectores del Pueblo de Dios, señalen las etapas del camino futuro, sintonizando las opciones de cada Comunidad diocesana con las de las Iglesias colindantes y con las de la Iglesia universal.

Nos espera, pues, una apasionante tarea de renacimiento pastoral. Una obra que implica a todos. Sin embargo, deseo señalar, como punto de referencia y orientación común, algunas prioridades pastorales que la experiencia misma del Gran Jubileo ha puesto especialmente de relieve ante mis ojos.

LA SANTIDAD

30.- En primer lugar, no dudo en decir que la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es la de la santidad...Este don de santidad, por así decir, se da a cada bautizado...“Esta es la voluntad de Dios; vuestra santificación” (1Tes 4,3). Es un compromiso que no afecta sólo a algunos cristianos: “Todos los cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor” (Lumen Gentium, 40).

 

31.- Recordar esta verdad elemental, poniéndola como fundamento de la programación pastoral que nos atañe al inicio del nuevo milenio, podría parecer, en un primer momento, algo poco práctico. ¿Acaso se puede “programar” la santidad? ¿Qué puede significar esta palabra en la lógica de un plan pastoral? En realidad, poner la programación pastoral bajo el signo de la santidad es una opción llena de consecuencias... Como el Concilio mismo explicó, este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos “genios” de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno... Es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este alto grado de vida cristiana ordinaria. La vida entera de la comunidad eclesial y de las familias cristianas debe ir en esta dirección. Pero también es evidente que los caminos de la santidad son personales y exigen una pedagogía de la santidad verdadera y propia, que sea capaz de adaptarse a los ritmos de cada persona. Esta pedagogía debe enriquecer la propuesta dirigida a todos con las formas tradicionales de ayuda personal y de grupo, y con las formas más recientes ofrecidas en las asociaciones y en los movimientos reconocidos por la Iglesia.

LA ORACIÓN

32.- Para esta pedagogía de la santidad es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración... Es preciso aprender a orar, como aprendiendo de nuevo este arte de los labios mismos del divino Maestro, como los primeros discípulos:“Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). En la plegaria se desarrolla ese diálogo con Cristo que nos convierte en sus íntimos: “Permaneced en mí, como yo en vosotros” (Jn 15,4).

Esta reciprocidad es el fundamento mismo, el alma de la vida cristiana y una condición para toda vida pastoral auténtica. Realizada en nosotros por el Espíritu Santo, nos abre, por Cristo y en Cristo, a la contemplación del rostro del Padre. Aprender esta lógica trinitaria de la oración cristiana, viviéndola plenamente ante todo en la liturgia, cumbre y fuente de la vida eclesial (cfr. SC 10), pero también de la experiencia personal, es el secreto de un cristianismo realmente vital, que no tiene motivos para temer el futuro, porque vuelve continuamente a las fuentes y se regenera en ellas.

 

33.- La gran tradición mística de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente, puede enseñar mucho a este respecto. Muestra cómo la oración puede avanzar, como verdadero y propio diálogo de amor, hasta hacer que la persona humana sea poseída totalmente por el divino Amado, sensible al impulso del Espíritu y abandonada filialmente en el corazón del Padre. Entonces se realiza la experiencia viva de la promesa de Cristo: “El que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él” (Jn 14,21). Se trata de un camino sostenido enteramente por la gracia, el cual, sin embargo, requiere un intenso compromiso espiritual, que encuentre también dolorosas purificaciones (la “noche oscura”), pero que llega, de tantas formas posibles, al indecible gozo vivido por los místicos como Aunión esponsal”. ¿Cómo no recordar aquí, entre tantos testimonios espléndidos, la doctrina de san Juan de la Cruz y de santa Teresa de Jesús?

Sí, queridos hermanos y hermanas, nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas “escuelas de oración”, donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el “arrebato del corazón”. Una oración intensa, pues, que sin embargo no aparte del compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de Dios, lo abre también al amor de los hermanos, y nos hace capaces de construir la historia según el designio de Dios.

Pero se equivoca quien piense que el común de los cristianos se puede conformar con una oración superficial, incapaz de llenar su vida. Especialmente ante tantos modos en que el mundo de hoy pone a prueba la fe, no sólo serían cristianos mediocres, sino “cristianos con riesgo”. En efecto, correrían el riesgo insidioso de que su fe se debilitara progresivamente, y quizás acabarían por ceder a la seducción de los sucedáneos, acogiendo propuestas religiosas alternativas y transigiendo incluso con formas extravagantes de superstición.

Hace falta, pues, que la educación en la oración se convierta de alguna manera en un punto determinante de toda programación pastoral... Cuánto ayudaría que no sólo en las comunidades religiosas, sino también en las parroquiales, nos esforzáramos más, para que todo el ambiente espiritual estuviera marcado por la oración.”

 

Primacía de la gracia

 

38.- En la programación que nos espera, trabajar con mayor confianza en una pastoral que dé prioridad a la oración, personal y comunitaria, significa respetar un principio esencial de la visión cristiana de la vida: la primacía de la gracia. Hay una tentación que insidia siempre todo camino espiritual y la acción pastoral misma: pensar que los resultados dependen de nuestra capacidad de hacer y programar. Ciertamente, Dios nos pide una colaboración real a su gracia y, por tanto, nos invita a utilizar todos los recursos de nuestra inteligencia y capacidad operativa en nuestro servicio a la causa del Reino. Pero no se ha de olvidar que, sin Cristo, «no podemos hacer nada» (cf Jn 15,5).

La oración nos hace vivir precisamente en esta verdad. Nos recuerda constantemente la primacía de Cristo y, en relación con él, la primacía de la vida interior y de la santidad. Cuando no se respeta este principio, ¿ha de sorprender que los proyectos pastorales lleven al fracaso y dejen en el alma un humillante sentimiento de frustración? Hagamos, pues, la experiencia de los discípulos en el episodio evangélico de la pesca milagrosa: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada» (Lc 5,5). Este es el momento de la fe, de la oración, del diálogo con Dios, para abrir el corazón a la acción de la gracia y permitir a la palabra de Cristo que pase por nosotros con toda su fuerza: Duc in altum! En aquella ocasión, fue Pedro quien habló con fe: «en tu palabra, echaré las redes» (ib). Permitidie al Sucesor de Pedro que, en el comienzo de este milenio, invite a toda la Iglesia a este acto de fe, que se expresa en un renovado compromiso de oración.”

 

Escucha de la Palabra

 

39.- No cabe duda de que esta primacía de la santidad y de la oración sólo se puede concebir a partir de una renovada escucha de la palabra de Dios. Desde que el Concilio Vaticano II ha subrayado el papel preeminente de la palabra de Dios en la vida de la Iglesia, ciertamente se ha avanzado mucho en la asidua escucha y en la lectura atenta de la Sagrada Escritura. Ella ha recibido el honor que le corresponde en la oración pública de la Iglesia. Tanto las personas individualmente como las comunidades recurren ya en gran número a la Escritura, y entre los laicos mismos son muchos quienes se dedican a ella con la valiosa ayuda de estudios teológicos y bíblicos. Precisamente con esta atención a la palabra de Dios se está revitalizando principalmente la tarea de la evangelización y la catequesis. Hace falta, queridos hermanos y hermanas, consolidar y profundizar esta orientación, incluso a través de la difusión de la Biblia en las familias. Es necesario, en particular, que la escucha de la Palabra se convierta en un encuentro vital, en la antigua y siempre válida tradición de la lectio divina, que permite encontrar en el texto bíblico la palabra viva que interpela, orienta y modela la existencia.

Anuncio de la Palabra

40.- Alimentarnos de la Palabra para ser «servidores de la Palabra» en el compromiso de la evangelización, es indudablemente una prioridad para la Iglesia al comienzo del nuevo milenio. Ha pasado ya, incluso en los Países de antigua evangelización, la situación de una «sociedad cristiana», la cual, aún con las múltiples debilidades humanas, se basaba explícitamente en los valores evangélicos. Hoy se ha de afrontar con valentía una situación que cada vez es más variada y comprometida, en el contexto de la globalización y de la nueva y cambiante situación de pueblos y culturas que la caracteriza. He repetido muchas veces en estos años la «llamada» a la nueva evangelización. La reitero ahora, sobre todo para indicar que hace falta reavivar en nosotros el impulso de los orígenes, dejándonos impregnar por el ardor de a predicación apostólica después de Pentecostés. Hemos de revivir en nosotros el sentimiento apremiante de Pablo, que exclamaba: «¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1Cor 9,16).

Esta pasión suscitará en la Iglesia una nueva acción misionera, que no podrá ser delegada a unos pocos «especialistas», sino que acabará por implicar la responsabilidad de todos los miembros del Pueblo de Dios. Quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para sí, debe anunciarlo.

DÉCIMO CUARTA MEDITACIÓN

LA PEOR POBREZADE LA IGLESIA ES LA POBREZA EUCARÍSTICA, ESPIRITUAL-MÍSTICA

Terminado este testimonio del Papa Juan Pablo II en la Novomillennio ineunte, quisiera añadir que la mayor pobreza de la Iglesia será siempre, como ya he repetido, la pobreza mística, la pobreza de santidad, de vida de oración, sobre todo, de oración contemplativa, eucarística, porque no entiendo que uno quiera buscar y encontrarse con Cristo y no lo encuentre donde está más plena y realmente en la tierra, que es en la eucaristía como misa, comunión y sagrario: «Qué bien sé yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche. Aquesta fonte está escondida, en este pan por darnos vida, aunque es de noche. Aquí se está llamando a las criaturas y de este agua se hartan, aunque a oscuras, porque es de noche». Es por fe, caminando en la oración desde la fe. La iniciativa siempre parte de Dios que viene en mi busca.

Por eso, si los formadores de comunidades parroquiales, de noviciados y seminarios no tienen una profunda experiencia de oración y vida espiritual, insisto una vez más, será muy difícil que puedan guiarlas hasta la unión afectiva y existencial con Cristo. Es sumamente necesario y beneficioso para la Iglesia, que los obispos se preocupen de estas cosas durante el tiempo propicio, que es el tiempo de formación de los seminarios, para no estar luego toda la vida sufriendo sus consecuencias negativas tanto para el apostolado como para la misma vida diocesana, por una deficiente formación espiritual.

Me duele muchísimo tener que decir esto, porque puedo hacer sufrir y me harán sufrir, pero se trata del bien de los hermanos, que han de ser formados en el espíritu de Cristo. De los seminarios y casas de formación han de salir desde el Papa hasta el último ministro de la Iglesia. Y estoy hablando no de éste o aquel seminario u Obispo, que es el reponsable de su seminario, yo me estoy refiriendo a todos los seminarios y a todos los sacerdotes y a todos los Obispos. Y esta doctrina no es mía, sino del Papa y la responsabilidad  viene del Señor. Todos somos responsables y todos tenemos que formar hombre de oración encendida de amor a Cristo y a los hermanos.

Los seminarios son la piedra angular, la base, el corazón de vida de todas las diócesis y si el corazón está fuerte, todo el organismo también lo estará; y, si por el contrario, está débil o muerto, también lo estarán las diócesis y las parroquias y los grupos y las catequesis y todos los bautizados, que deben ser evangelizados por estos sacerdotes. Por eso, qué interés, qué cuidado, qué ocupación y preocupación tienen los buenos obispos, que hay muchos y bien despiertos y centrados en sus seminarios, por la pastoral vocacional, por el trato familiar con los seminaristas, por la selección y cuidado de los formadores.

Este es el apostolado más importante del Obispo y de toda la diócesis; qué bendición del cielo tan especial son estos obispos, que, en su esquema de diócesis, lo primero es el seminario, los sacerdotes, la formación espiritual de los pastores. Aquí se lo juega todo la Iglesia, la Diócesis, porque es la fuente de toda evangelización. Para todo obispo, su seminario y los sacerdotes debe ser la ocupación y preocupación y la oración más intensa; tiene que se algo que le salga del alma, por su vivencia y convencimiento, no por guardar apariencias y comportamientos convencionales; tiene que salir de dentro, de las entrañas de su amor loco por Cristo; ahí es donde se ve su amor auténtico a Cristo y a su Iglesia.

Cómo se nota cuando esto sale del alma, cuando se vive y apasiona; o cuando es un trabajo más de la diócesis, un compromiso más que debe hacer, pero no ha llegado a esta a esta identificación de seminario y sacerdotes con Cristo. Pidamos que Dios mande a su Iglesia Obispos que vivan su seminario. Es la presencia de Cristo que más hay que cuidar después de la del Sagrario: que esté limpia, hermosa, bien cuidada. Pero tiene que salir del alma, de la unión apasionada por Cristo. De otra forma…

La Iglesia, los consagrados, los apóstoles, cuanto más arriba estemos en la Iglesia, más necesitados estamos de santidad, de esta oración continua ante el Sacerdote y Víctima de la santificación, nuestro Señor Jesucristo. ¡Qué diferencias a veces entre seminarios y seminarios! ¡Qué envidia santa y no sólo por el número sino por la orientación, la espiritualidad, por todo esto que dice el Papa en su Carta Apostólica NMI! ¡Qué alegría ver realizados los propios sueños en los seminarios!

¿No hemos sido creados para vivir la unión eterna con Dios por la participación en gracia de su misma vida en felicidad y amor? ¿No es triste que por no aspirar o no tender o no haber llegado a esta meta, para la que únicamente fuimos creados, y es la razon, en definitiva, de nuestrso apostolado y tareas con niños, jóvenes y adultos, nos quedemos muchas veces, a veces toda la vida, en zonas intermedias de apostolado, formación y vida cristianas, sin al menos dirigir la mirada y tender hacia el fin, hacia la meta, hacia la unión y la vida de plena glorificación en Dios?

¿La deseamos? ¿Está presente en nuestras vidas y apostolado? Para mí que estas realidades divinas solo se desean si se viven. El misterio de Dios no se comprende hasta que no se vive. Y el camino de esta unión es la oración, la oración y la oración personal en conversión permanente, que nos va vaciando de nosotros mismos para llenarnos sólo de Dios en nuestro ser, cuerpo y espíritu, sentidos y alma, especialmente en la liturgia, en la Eucaristía, hasta llegar a estos grados de unión y amor divinos.

Y de la relación que expreso de la experiencia de Dios con el apostolado, siempre diré que la mayor pobreza vital y apostólica de la Iglesia será siempre la pobreza de vida mística; quiero decir, que ahora y siempre ésta será la mayor necesidad y la mayor urgencia de la vida personal y apostólica de los bautizados y ordenados; tener predicadores que hayan experimentado la Palabra que predican, que se hayan hecho palabra viva en la Palabra meditada; celebrantes de la Eucaristía que sean testigos de lo que celebran y tengan los mismos sentimientos de Cristo víctima, sacerdote y altar, porque de tanto celebrar y contemplar Eucaristía se han hecho eucaristías perfectas en Cristo; orantes que se sientan habitados por la Santísima Trinidad, fundidos en una sola realidad en llamas en mismo fuego quemante y gozoso de Dios, que su Espíritu Santo, para que, desde esa unión en llamas con Dios, puedan quemar a los hermanos a los que son enviados con esta misión de amor en el Padre, en el Hijo por la potencia de amor del Espíritu Santo. 

Si no se llega, tendemos o se camina por esta senda de santidad, de la unión total con el Señor por la oración personal, todo trabajo apostólico tenderá a ser más profesional que apostólico; sí, sí, habrá acciones y más acciones, pero muchas de ellas no serán apostólicas porque faltará el Espíritu de Cristo: habrá bautizados, pero no convertidos; casados en la Iglesia, marco bonito para fotos, pero no en Cristo, en el amor y promesa de amar como Cristo, con amor total, único y exclusivo; habrá Confirmados pero no en la fe, porque algunos expresamente afirman no tenerla y allí no puede entrar el Espíritu Santo, por muchos cantos y adornos que hayamos hecho, eso no es liturgia divina, falta lo principal, la fe y el amor a Cristo… Y para hacer las acciones de Cristo, para hacer el Apostolado de Cristo hay que seguir su consejo: “Vosotros venid a un sitio aparte… el Señor llamó a los que quiso para estar con Él y enviarlos a predicar”; el“estar con Él” es condición indispensable para hacer las cosas en el nombre-de Cristo.

DÉCIMO QUINTA

BREVE ITINERARIO DE ORACIÓN EUCARÍSTICA

 

       Repito y lo hago por tratarse del CAMINO más importante de la vida cristiana y espiritual, principio y motor de la santidad de la Iglesia y de los cristianos. Para orar,  puede servirte  la lectura espiritual de buenos libros, sobre todo,  hecha en la presencia eucarística del Señor; la vida de algún santo que hable de su propia experiencia de Dios, y desde luego, insustituible, el Evangelio, que es lo que te dice a tí y ahora personalmente Cristo Eucaristía en ese momento; al principio, tal vez escuchado, meditado y orado por otros, luego ya directamente por tí; puedes también escribir lo que se te ocurra ante Jesucristo, recitar los salmos que te gusten y  meditarlos, repetir los versículos que más te gusten, responsorios preciosos de las Horas..... Pero la ciencia y la experiencia en este tema, de lo que uno ha visto y leído en santos como Juan de Avila, Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús,  Juan de la Cruz, Teresa del Niño Jesús, Isabel de la Trinidad, Carlos de Foucaudl...he llegado a la conclusión de que no se trata de descubrir un camino misterioso que pocos han descubierto y tengo que buscarlo hasta dar con él.

El camino de la oración ya está descubierto y es elemental en su estructura,  aunque cada uno tiene que recorrerlo personalmente: no olvidar jamás que orar es amar y amar es orar, que en la vida cristiana estos dos verbos se conjugan  igual. Estoy convencido, por teoría y experiencia, de que el que quiere orar, ese ya está orando. Nunca mejor dicho que querer es poder, porque este querer es ya la mejor gracia de Dios. La dificultad en orar está principalmente en que uno no está convencido de su importancia y puede considerarla una más de las diversas formas de la piedad  cristiana; además, como cuesta al principio coger este camino de amar a Dios sobre todas las cosas, lo cual supone renuncia y conversión, uno cree poder sustituirla con otras prácticas piadosas. Lo primero, pues, que hemos de tener presente, como hemos dicho ya tantas veces, será pedir la fe y el amor que nos unen a Dios, y no pueden ser fabricados por nosotros.

 La oración nunca será un camino difícil sino costoso, como cualquier camino que lleva a la cima de la montaña, sobre todo, en los comienzos. El camino es facilísimo: querer amar a Dios sobre todas las cosas. “Está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, solo a El darás culto” (Mt 4, 10). Por lo tanto, abajo todos los ídolos, el primero, nuestro yo. Jesús resumió los deberes del hombre para con Dios con estas palabras: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente” (Mt 22,37). Pero esto cuesta muchísimo, sobre todo al principio, porque entonces no se tienen los ojos limpios para ver a Dios, no se sienten estos deseos con fuerza, no se tiene la fe y el amor y una esperanza de Dios suficientes para ir en su busca, empezando por renunciar al cariño y la ternura que nos tenemos. Este preferirnos a Dios ha hecho que nuestra fe sea seca, teórica, puramente heredada y ha de ser precisamente por esos ratos de oración eucarística, cuando empieza a hacerse personal, a  creer no por lo que otros me han dicho sino por lo que yo voy descubriendo y eso ya no habrá quien te lo quite.

Es costosa la oración, sobre todo al comienzo, hasta coger el camino de la conversión, porque la persona, sin ser consciente, achaca la sequedad de la misma a las circunstancias de la oración o sus métodos, siendo así que en realidad la aridez y el cansancio vienen de que hay que empezar a ser más humildes, a perdonar de verdad, a convertirnos a Dios, para amarle más que a nosotros mismos y esto, si no hay gracias de Dios especiales, que se lo hagan ver y descubrir y para eso es la oración, imposibilita la oración de ahora y de siempre y de todos los siglos. Por eso, al hablar de oración a principiantes, es más sencillo y pedagógico y conveniente hablarles desde el principio, de  que se trata de un camino de conversión a Dios, camino exigente,  y que por y para eso necesitamos hablar continuamente con El, para pedirle luz y fuerzas.

La dificultad en la oración, en el encuentro con el Señor, en descubrir su presencia y figura y amor y amistad  está en que no queremos convertirnos, y esta dificultad conviene que sea descubierta, sobre todo, al principio, por el mismo principiante o por personas experimentadas, para descubrir la razón de la sequedad y las distracciones y no ponerla solo en los métodos y técnicas de la oración. Algunos cristianos, por desgracia,  no saben de qué va la oración personal, qué lleva consigo y otros hablamos con frecuencia de ello, pero no hemos emprendido de verdad el camino o lo hemos abandonado y estamos ya instalados en nuestros defectos y pecados, aunque sean veniales, pero que nos instalan también en la lejanía de Dios e impiden la santidad y la oración y el encuentro pleno y permanente con el Señor y nos convierten en mediocres espirituales y consecuentemente nos llevan a  la  mediocridad pastoral y apostólica. ¿Cómo entusiasmar a los hermanos con un Cristo que nos aburre personalmente?

       Sin conversión no hay oración y sin oración no hay vivencia y experiencia de Dios, ni amor verdadero a los hermanos, ni entrega, ni liturgia vivida, ni gozo del Señor ni santidad ni nada verdaderamente importante en la vida cristiana ni verdadero apostolado que lleve a los hombres al amor y conocimiento vital de Dios, sino acciones, programaciones, organigramas que llevan a dimensiones poco trascendentes y perpendiculares y elevadas de fe y amor cristianos, donde muchas veces es hacer por hacer, para sentirse útil, en apostolado puramente horizontal, pero donde la gloria del Padre ni es descubierta, ni buscada ni siquiera mencionada , porque no se vive ni se siente, y  Jesucristo no es verdaderamente buscado y amado como salvador y sentido total de nuestras vidas; son acciones de un «sacerdocio  puramente técnico y professional», acciones de Iglesia sin el corazón de la Iglesia, que es el amor a Cristo; acciones de Cristo sin el espíritu de Cristo, porque “el sarmiento no está unido a la vid”...

La oración, desde el primer día, es amor a Dios:  «Que no es otra cosa oración mental, sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama».  Por eso, desde el primer instante y kilómetro (abajo los ídolos! especialmente el yo que tenemos entronizado en el altar de nuestro corazón. Y este cambio, que ha de durar toda la vida, es duro y cruel y despiadado contra uno mismo, sobre todo al principio, en que estamos incapacitados para amar así, por no sentir el amor de Dios más vivamente, precisamente por esos mismos defectos, y cuesta derramar las primeras gotas de sangre,  porque nos tenemos un cariño loco y apasionado.

       Y cuando, pasado algún tiempo, años tal vez, los que Dios quiera, y ya plenamente iniciados y comprometidos,  lleguen las noches de fe, las terribles purificaciones de nuestra fe, esperanza y caridad, porque Tú, Señor, para prepararnos plenamente a tu amor sobre todas las cosas,  lo exiges todo: personas, criterios propios, afectos, dinero, seguridad, cargos, honores...,  cuando el entendimiento quiere ver y tener certezas propias, porque es mucho lo que le exiges y le cuesta creer en tu palabra, obedecerte y aguantar tanta exigencia,  y  quiere probarlo todo y razonar todo antes de entregarte todo:  resulta que tu persona, tu presencia, tu evangelio, tus palabras y exigencias, hasta entonces tan claras y que no teníamos inconveniente en admitir y meditar y predicar, porque eran puramente teóricas, pero nos molestaban poco o casi nada, porque no nos las aplicábamos, ahora, al querer Tu, Dios mío, querer unirme más a Ti, disponernos a una unión más perfecta y plena contigo... cuando exiges todo, porque quieres llenarlo todo  con tu amor, y el alma, para eso,  debe vaciarse de todo, porque Tú quieres que te ame con todo mi corazón y con toda mi alma y con todo mi ser...entonces nada valen los conocimientos adquiridos, ni la teología, ni la fe heredada, ni la experiencia anterior, que quedan obnubiladas, y mucho menos  echar mano de exégesis o psicologías...entonces, en ese momento largo y trágico, que parece no acabará nunca, porque es mucho paradójicamente lo que el alma te desea y te ama en esa noche, sin ser consciente de ello, la última palabra, el último apoyo es creer sin apoyos y lanzarse a tus brazos sin saber que existen, porque no se ven ni sienten, porque Tu solo quieres que me fíe y me apoye en tí, hasta el olvido y negación de todo lo mío, de todo apoyo humano y posible, racional y científico, afectivo y familiar, y quedar el horizonte limpio de todo y de todos, solo Tú, sólo Tú, sin arrimos de criatura alguna.

En estas etapas, que son sucesivas y variadas en intensidad y tiempo, según el Espíritu Santo crea oportuno purificar y según sus planes de unión,  ni la misma liturgia ni  los evangelios  dan luz ni consuelo, porque Dios lo exige todo y viene la «duda metódica» puesta por Dios en el alma para conducirnos a esa meta: ¿Será verdad Cristo? ¿Cómo puedo quedarme sin fe, sin ver ni sentir nada? ¿para qué seguir? ¿No debe ser todo razonable, prudente, sin extremismos de ninguna clase? ¿habrá sido todo pura  imaginación? ¿Por qué no aceptar otros consejos y caminos? ¿Cómo entregar la propia vida, la misma vida en amor total y para siempre, las propias seguridades sin ninguna seguridad de que El está en la otra orilla...? ¿Será verdad todo lo que creo, será verdad que Cristo vive, que es Dios, cómo dejar estas cosas de la vida  que tengo y toco y me sostienen vital y afectivamente por una persona que no veo ni toco ni siento, y menos en un trozo de pan, cómo puede existir una persona que ya no veo en la oración, en el evangelio, en la relación personal que antes tenía y creía...? ¿Será verdad? ¿Dónde apoyarme para ello? ¿Quién me lo puede asegurar? Con lo feliz que era hasta ahora, con el gozo que sentía en mis misas y comuniones anteriores, con deseos de seguirle hasta la muerte, con ratos de horas y horas de oración y hasta noches enteras en unión y felicidad plena... qué me pasa... qué está pasando dentro de mi...

En estas etapas, que pueden durar meses y años, el alma va madurando en la fe, esperanza y caridad, virtudes teologales que nos unen directamente con Dios, y sin ella ser consciente, se va llenando de la misma luz y fuerza de Dios; su fe, va recibiendo de Dios más luz, luz vivísima y sin imperfecciones de apoyos de criaturas, y va  entrando en este camino, donde el Espíritu Santo es la única luz, guía, camino y director espiritual.

 La causa de todo esto es una influencia y presencia especial de Dios en el alma, llamada por San Juan de la Cruz contemplación infusa, que a la vez que  ilumina, purifica al alma con su luz intensísima, y la fortalece en aparente debilidad y poco a poco ya no soy yo el que lleva la batuta de la conversión, porque  me corregía lo que me daba la gana y muchos campos ni los tocaba y en otros me quedaba muy superficial... ahora es el Espíritu Santo, porque me ama infinito, el que me purifica como debe ser y yo debo confiar en El sobre el dolor y las dudas y la soledad y las sospechas que provocan tanta purificación y conversión.

Es que Dios es Dios y no sabe amar de otra forma que entregándose y dándose todo entero; así es que me tengo que vaciar todo entero de mis criterios, afectos y demás totalmente, para que El pueda llenarme. Luego, cuando haya pasado la prueba, podré decir con San Pablo: “Pero lo que tenía por ganancia, lo considero ahora por Cristo como pérdida, y aún todo lo tengo por pérdida comparado con el sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por cuyo amor todo lo he sacrificado y lo tengo por basura con tal de ganar a Cristo y ser hallado en Él... por la justicia..   que se funda en la fe y nos viene de la fe en Cristo”.

San Juan de la Cruz, el maestro de las noches purificatorias,  nos dirá que la contemplación,  la oración vivencial, la experiencia de Dios «es una influencia de Dios en el alma que la purga de sus ignorancias e imperfecciones habituales, naturales y espirituales, que llaman los contemplativos contemplación infusa o mística teología, en que de secreto enseña Dios al alma y la instruye en perfección de amor, sin ella hacer nada ni entender como es ésta contemplación infusa» (N II 5,1).

Tan en secreto lo hace Dios, que el alma no se entera de qué va esto y qué le está pasando, es más, lo único que piensa y le hace sufrir infinito, es que vive y está convencida de  que ha perdido la fe, a Dios, a Cristo, la misma salvación, y que ya no tiene sentido su vida, no digamos si está en un seminario o en un noviciado, piensa que se ha equivocado, que tiene que salirse... ¡Qué sufrimientos de purgatorio, de verdadero infierno, qué soledad!  ¡ Dios mío ¿ pero cómo permites sufrir tanto? Ahora, Cristo, barrunto un poco lo tuyo de Getsemaní.

Y es que los cristianos no nos damos cuenta de que Dios es verdad, es la Verdad y exige de verdad para que siempre vivamos de verdad en El y por El y vivamos de El, que es la única Verdad y nunca dudemos de su Verdad, presencia y amor. La fe y el amor a El van en relación directa con lo que estoy dispuesto a renunciar por El, a vaciarme por El.  Por eso, conviene no olvidar que creer en Dios, para no engañarse y engañarnos, es estar dispuestos a renunciar a todo y a todos y hasta a nosotros mismos, por El. La fe se mide por la capacidad que tengo de renunciar a cosas por El. Renuncio a mucho por El, creo mucho en El y le amo mucho; renuncio a poco, creo poco en El y le amo poco. Renuncio a todo por El,  creo totalmente en El, le amo sobre todas las cosas; no renuncio a nada, no creo nada ni le amo nada, aunque predique y diga todos los días misa. Pregúntate ahora mismo: ¿A qué cosas estoy renunciando ahora mismo por Cristo?  Pues eso es lo que le amo, esa es la medida de mi amor.

Por eso, en cuanto el evangelio, Jesucristo, la Eucaristía nos empiezan a exigir para vivirlos, entonces mi yo tratará de buscar apoyos y razones y excusas para rechazar y retardar durante toda su vida esa entrega, y hay muchos que no llegan a hacerla, la harán en el purgatorio, pero  como Dios es como es, y soy yo el que tiene que cambiar, y Dios quiere que el único fundamento de la vida de los cristianos sea El, por ser quien es y porque además no puede amar de otra forma sino en sí y por sí mismo y esto es lo que me quiere comunicar y no puede haber otro, porque todo lo que no es El, no es total, ni eterno ni esencial ni puede llenar.....entonces resulta que todo se oscurece como luz para la inteligencia y como apoyo afectivo para la voluntad y como anhelo para la esperanza y es la noche, la noche del alma y del cuerpo y del sentido y de las potencias: entendimiento,  memoria y voluntad.

       «Por tres causas podemos decir que se llama Noche este tránsito que hace el alma a la unión con Dios. La primera, por parte del término de donde el alma sale, porque ha de ir careciendo el apetito del gusto de todas las cosas del mundo que poseía, en negación de ellas; la cual negación y carencia es como noche para todos los sentidos del hombre.

La segunda, por parte del medio o camino por donde ha de ir el alma a esta unión, lo cual es la fe, que es también oscura para el entendimiento, como noche. La tercera, por parte del término a donde va, que es Dios, el cual ni más ni menos es noche oscura para el alma en esta vida» (S I 2,1).

Es  buscar razones y no ver nada, porque Dios  quiere que el alma no tenga otro fundamento que no sea El, y es llegar a lo esencial de la vida, del ser y existir...y entonces todo ha de ser purificado y dispuesto para una relación muy íntima con la Santísima Trinidad; si es malo, destruirlo, y si es bueno, purificarlo y  disponerlo, como el madero por el fuego:  antes de arder y convertirse en llama,  el madero, dice S. Juan de la Cruz, debe ser oscurecido primero por el mismo fuego, luego calentarse y, finalmente, arder y convertirse en llama de amor viva, pura ascua sin diferencia posible ya del fuego: Dios y alma para siempre unidos por el Amor Personal de la Stma. Trinidad, el Espíritu Santo, Beso y Abrazo eterno entre el Padre y el Hijo.

Es la noche de nuestra fe, esperanza y amor: virtudes y operaciones sobrenaturales, que, al no sentirse en el corazón, no nos ayudan aparentemente nada, es como si ya no existieran para nosotros;  además, tenemos que dejar las criaturas, que entonces resultan más necesarias, por la ausencia aparente de Dios, a quien sentíamos y nos habíamos entregado, pero ahora no lo vemos, no lo sentimos, no existe;  por otra parte y al mismo tiempo y con el mismo sentimiento, aunque nos diesen todos los placeres de las criaturas y del mundo, tampoco los querríamos, los escupiríamos, porque estamos hechos ya al sabor de Dios, al gusto y plenitud del Todo, aunque sea oscuro... total, que es un lío para la pobre alma, que lo único que tiene que hacer es aguantar, confiar y no hacer nada, y digo yo que también el demonio mete la pata y a veces se complican más las cosas.

Esta situación ya durísima, se hace imposible, cuando ademas de la oscuridad de la fe, el amor y la esperanza, viene la noche de la vida y nos visita el dolor moral, familiar o físico, la persecución injusta y envidiosa, la calumnia, los desprecios sin fundamento alguno..., cuando no se comprenden noticias y acontecimientos del mundo, de tu misma Iglesia...de los mismos elegidos... cuando uno creía que lo tenia todo claro, y viene la muerte de  nuestros afectos carnales que quieren  preferirse e imponerse a tu amor, de nuestras  pretensiones de tierra convertidas en nuestra esperanza y objeto de deseo por encima de Ti, que debes ser nuestra única esperanza,  cuando llegue la hora de morir a mi yo que  tanto se ama y se busca continuamente por encima de tu amor y que debe morir, si quiero de verdad llegar a ti,  échanos una mano, Señor, que te veamos salir del sagrario para ayudarnos y sostenernos, porque somos débiles y pobres, necesitados siempre de tu ayuda (no me dejes, Madre mía! Señor, que  la lucha es dura y larga la noche, es Getsemaní, Tú lo sabes bien, Señor, es morir sin testigos ni comprensión, como Tú, sin que nadie sepa que estás muriendo, sin compañía sensible de Dios y de los hombres, sin testigos de tu esfuerzo, sino por el contrario, la incomprensión,  la mentira, la envidia,  la persecución injustificada y sin motivos... que entonces, Señor, veamos que sales del sagrario y nos acompañas por el camino de nuestro calvario hasta la muerte del yo para resucitar  contigo a una fe     luminosa, encendida,  a la vida nueva de amistad y experiencia gozosa de tu presencia y amor y de la Trinidad que nos habita.

Es el Espíritu Santo el que iluminará purificando, unas veces más, otras menos, durante años, apretando según sus planes que nosotros ni entendemos ni comprendemos en particular, solo después de pasado y en general, porque en cada uno es distinto, pero que para todos se convierte en purificación,  más o menos dolorosa en tiempo e intensidad, según los proyectos de Dios y la generosidad de las almas.

Por aquí hay que pasar, para identificarnos, para transformarnos en Cristo, muerto y resucitado:“Todos nosotros, a cara descubierta, reflejamos como espejos la gloria del Señor y nos vamos transformando en la misma imagen de gloria, movidos por el Espíritu Santo” (2Cor 3,18). Es la gran paradoja de esta etapa de la vida espiritual: porque es precisamente el exceso de presencia y luz divina la que provoca en el alma el sentimiento de ceguedad y ausencia aparente de Dios: por deslumbramiento, por exceso de luz directa de Dios, sin medición de libros, reflexiones personales, meditación... es luz directa del rayo del Sol Dios. S. Juan de la Cruz es el maestro:  «Y que esta oscura contemplación también le sea al alma penosa a los principios está claro; porque como esta divina contemplación infusa tiene muchas excelencias en extremo buenas y el alma, que las recibe, por no estar purgada, tiene muchas miserias, también en extremos malas, de ahí es que no pudiendo dos contrarios caber en el sujeto del alma, de necesidad hayan de penar los unos contra los otros, para razón de la purgación que de las imperfecciones del alma por esta contemplación se hace» (N II 5, 41).

Que nadie se asuste, el Dios, que nos mete en la noche de la purificación, del dolor, de la muerte al yo y a nuestros  ídolos adorados de  vanidad, soberbia, amor propio, estimación.... es un Dios todo amor, que no nos abandona sino todo lo contrario, viéndose tan lleno de amor y felicidad nos quiere llenar totalmente de El. Jamás nos abandona, no quiere el dolor por el dolor, sino el suficiente y necesario que lleva consigo el vaciarnos y poder habitarnos totalmente. Lo asegura San Pablo: “Muy a gusto, pues, continuaré gloriándome en mis debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo” (2Cor. 8,1).

Quizás algún lector, al llegar a este punto, coja un poco de miedo o piense que exagero. Prefiero esto segundo, porque como Dios le meta por aquí, ya no  podrá echarse para atrás, como les ha pasado a todos los santos, desde S. Pablo y S. Juan hasta la madre Teresa de Calcuta, de la cual acaban de publicar un libro sobre estas etapas de su vida, que prácticamente han durado toda su existencia; todavía no lo he leído. Porque el alma, aunque se lo explicaran todo y claro, no comprendería nada en esos momentos,  en los que no hay luz ni consuelo alguno, y parece que Dios no tiene piedad de la criatura, como en Getsemaní, con su Hijo...Pero por aquí hay que pasar para poner solo en Dios nuestro apoyo y nuestro ser y existir. El alma, a pesar de todo, tendrá fuerzas para decir con Cristo:       “ Padre, si es posible, pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad , sino la tuya...

Uno no comprende muchas cosas dolorosas del evangelio, de la vida de Cristo, de la vida de los santos, de muchos hombres y mujeres, que he conocido y  que no serán canonizados, pero que son para mí verdaderos santos... en concreto, no entiendo por qué Jesús tuvo que sufrir tanto, por qué tanto dolor en el mundo, en los elegidos de Dios...por qué nos amó tanto, qué necesidad tiene de nuestro amor, qué le podemos dar los hombres que El no tenga... tendremos que esperar al cielo para que Dios nos explique todo esto. Fue y es y será todo por amor. Un amor que le hizo pasar a su propio Hijo por la pasión y la muerte para llevarle a la resurrección y la vida, y que a nosotros nos injerta desde el bautismo en la muerte de Cristo para llevarnos a la unión total y transformante con Él.

Es la luz de la resurrección la que desde el principio está empujándonos  a la muerte y en esos momentos de nada ver y sentir es cuando está logrando su fín, destruir para vivir en la nueva luz del Resucitado, de participación en los bienes escatológicos ya en la carne mortal y finita que no aguanta los bienes infinitos y últimos que se están haciendo ya presentes: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, Ven, Señor Jesús...». En esos momentos es cuando más resurrección está entrando en el alma, es esa luz viva de Verbo eterno, de la Luz y Esplendor de la gloria del Padre- Cristo Glorioso y Celeste la que provoca esa oscuridad y esa muerte, porque el gozo único y el cielo único es la carne de Cristo purificada en el fuego de la pasión salvadora y asumida por el Verbo, hecha ya Verbo y Palabra Salvadora de Dios y sentada con los purificados a la derecha del Padre.

Es el purgatorio anticipado, como dice San  Juan de la Cruz. Precisamente quiero terminar este tema con la introducción a la SUBIDA: «Trata de cómo podrá el alma disponerse para llegar en breve a la divina unión. Da avisos y doctrina, así a los principiantes como a los aprovechados, muy provechosa para que sepan desembarazarse de todo lo temporal y no embarazarse con lo espiritual y quedar en la suma desnudez  y libertad de espíritu, cual se requiere para la divina unión».  

Cuando una persona lee a S. Juan de la Cruz, si  no tiene alguien que le aconseje, empieza lógicamente por el principio, tal y como vienen en sus Obras Completas: la Subida, la Noche...  y esto asusta y cuesta mucho esfuerzo, porque asustan  tanta negación, tanta cruz, tanto vacío,  ponen la carne de gallina, se encoge uno ante tanta negación, aunque siempre hay algo que atrae. Cuando se llega al Cántico y a la Llama de amor viva.... uno se entusiasma, se enfervoriza, aunque no entiende muchas cosas  de lo que pasa en esas alturas. Pero la verdad es que la lectura de esas páginas, encendidas de fuego y luz, entusiasman, gustan y enamoran,  contagian fuego y entusiasmo por Dios, por Cristo, por la Santísima Trinidad.  ¿Hacemos una prueba? Pues sí, vamos a mirar ahora un poco al final de este camino de purificación y conversión para llenarnos de esperanza, de deseos de quemarnos del mismo fuego de Dios, de convertirnos en llama de amor viva y trinitaria.

Hablemos de los frutos de la unión con Dios por la oración-conversión. Habla aquí el Doctor Místico de la transformación total, substancial en Dios:

«De donde como Dios se le está dando con libre y graciosa voluntad, así también ella, teniendo la voluntad más libre y generosa cuanto más unida en Dios, está dando a Dios al mismo Dios en Dios , y es verdadera y entera dádiva del alma a Dios. Porque allí ve el alma que verdaderamente Dios es suyo y que ella le posee con posesión hereditaria, con propiedad de derecho, como hijo de Dios adoptivo, por la gracia que Dios le hizo de dársele a sí mismo y que, como cosa suya, lo puede dar y comunicar a quien ella quisiera de voluntad, y así ella dále a su querido, que es el mismo Dios que se le dio a ella, en lo cual paga ella a Dios todo lo que le debe, por cuanto de voluntad le da otro tanto como de El recibe».

«Y porque en esta dádiva que hace el alma a Dios le da al Espíritu Santo como cosa suya con entrega voluntaria, para que en El se ame como El merece, tiene el alma inestimable deleite y fruición; porque ve que da ella a Dios cosa suya propia que cuadra a Dios según su infinito ser».

«Que aunque es verdad que el alma no puede de nuevo dar al mismo Dios a Si mismo, pues El en Sí siempre se es El mismo; pero el alma de suyo perfecta y  verdaderamente lo hace, dando todo lo que El le había dado para pagar el amor, que es dar tanto como le dan. Y Dios se paga con aquella dádiva del alma, que con menos no se pagaría, y la toma Dios con agradecimiento, como cosa que de suyo le da el alma , y en esa misma dádiva ama el alma también como de  nuevo. Y así entre Dios y el alma, está actualmente formado un amor recíproco en conformidad de la unión y entrega matrimonial, en que los bienes de entrambos, que son la divina esencia, poseyéndolos cada uno libremente por razón de la entrega voluntaria del uno al otro, los poseen entrambos juntos diciendo el uno al otro lo que el Hijo de Dios dijo al Padre por San Juan, es a saber: “Et mea omnia tua sunt, et tua mea sunt, et clarificatus sum in eis”(Jn 17,10); esto es: “Todos mis bienes son tuyos y tus bienes míos y clarificado estoy en ellos”.ALo cual en la otra vida es sin intermisión en la fruición perfecta; pero en este estado de unión, acaece cuando Dios ejercita en el alma este acto de la transformación».

«Esta es la gran satisfacción y contento del alma, ver que da a Dios más que ella en sí es y vale, con aquella misma luz divina y calor divino que se lo da: lo cual en la otra vida es por medio de la lumbre de gloria, y en ésta por medio de la fe ilustradísima. De esta manera las profundas cavernas del sentido, con extraños primores, calor y luz dan junto a su querido; junto dice, porque junta es la comunicación del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo en el alma, que son luz y fuego de amor en ella» (LL. B. 78-80)

DÉCIMO SEXTA MEDITACIÓN

“APRENDED DE MÍ QUE SOY MANSO Y HUMILDE DE CORAZÓN” (MT 11, 25)

Esto mismo que acabo de decir, pero con otras palabras, es lo que podemos encontrar en este pasaje evangélico:

“Por aquel tiempo, tomó Jesús la palabra y dijo: Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor. Todo me lo ha dado mi Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera”. (Mt 11, 25-30).

Jesús,  movido de ternura y compasión hacia sus discípulos y hacia los que quieran seguirle, en todos los tiempos, nos invita a venir a él, a dialogar y encontrarse con su persona y su palabra, que nos llenan de paz y sentido, de seguridad, de certezas definitivas:“Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados...”  Nos lo dice hoy y ahora mismo  este mismo Cristo, que  está cerca de nosotros aquí, en el sagrario y desde ahí nos repite estas mismas palabras de Palestina. Está tratando de consolar y de ayudar a los discípulos, que se han quedado un poco perplejos por la exigencias del reino, del seguimiento...y sin embargo, nada más decir estas palabras de consuelo, no les dice, os quito esto o aquello o no es tanto como os suponéis... sino que añade, reafirmándose: “Cargad con mi yugo....” y cuál es ese yugo “ aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”.

           Esto es lo que vengo diciendo repetidas veces en este libro: sin conversión no hay amistad ni discipulado ni seguimiento del Señor. Y por ese camino nos tienen que venir todas las gracias sobrenaturales, todos los conocimientos y amores a Dios y a su Hijo.“Nadie conoce al Padre sino el Hijo...” La fe no son verdades ni ritos ni ceremonias, la fe fundamentalmente es creer y aceptar a una persona y esa persona es Jesucristo. El cristianismo es fundamentalmente una persona, Jesucristo, y éste, crucificado. Somos seguidores de un crucificado

“En aquel tiempo, empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los senadores, sumos sacerdotes y letrados y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día. Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo: ¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte. Jesús se volvió y dijo a Pedro: Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios. Entonces dijo a los discípulos: El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida , la perderá; pero el que la pierde por mi, la encontrará”(Mt 16,21-25).

Quisiera resaltar que el pobre Pedro, que quiso decirle al Señor, que no se preocupase, que eso no pasaría, recibió una de las palabras más duras del evangelio.(Satanás! Y es que para Cristo, como para todos los santos, la voluntad del Padre está por encima de todo y  nadie le apartará de este camino, que les lleva a la unión suprema con Él,  aunque sea un camino lleno de sufrimientos y de cruz y dolor. A veces, este convencimiento, les hace decir a los santos ciertas frases, que suenan a puro dolorismo, de buscar el dolor por el dolor. ¡jamás las interpretéis así! No quieren el dolor por el dolor sino que están tan convencidos de que han de abrazarse con el crucificado para identificarse con Él, que identifican unión con Cristo y sufrimiento, cristianismo y dolor.

       Creer en una persona, en Jesucristo, quiere decir, aceptar su persona, su amistad, porque nos fiamos de ella y tendemos a hacernos una cosa con ella por el amor, aunque nos cueste sacrificios. Lo que se cree, en el fondo, no son verdades, ideas ni siquiera tan elevadas como el cielo, la gracia, la vida eterna, el pecado....sino que se  cree y  se fía uno de esta persona y esto es la mejor forma de amarla y honrarla.  Si fuera lo primero saber verdades, la religión sería cuestión de inteligencia y los sabios serían los preferidos en el reino. Pero bien claramente dice Jesús que no es así, que es cuestión de fiarse, de amar y confiar en su persona y, por tanto, el cristianismo es cuestión de amor, porque es cuestión de amistad. Arreglados van los que quieran encontrarse con Cristo única o principalmente por el entendimiento o las ideas o la misma teología. Jesucristo, la eucaristía, el misterio cristiano es cuestión de amor, la teología va detrás de la fe y debe ser siempre sierva respetuosa, humilde, arrodillada, sobre todo, cuando no comprenda.

Pregunten a los santos, que son los que verdaderamente han conocido a Cristo y  su evangelio y en Él encontraron el tesoro de su vida, por el cual lo dejaron todo; pregunten modernamente a Santa Teresa del Niño Jesús, beata Isabel de la Trinidad, a Teresa de Calcuta y tantos santos «ignorantes»de la teología especulativa, que viven aún  en este mundo. Todo lo aprendieron por la oración y  la amistad con Cristo Eucaristía. Entonces es cuando entran los deseos de estudiar y leer teología, mucha teología, como Teresa de Jesús.

 Por eso, Jesús anima a todos a que le busquen así, porque es la mejor y más completa forma de encontrarle: “Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor”. Y para que no quede ningún resquicio, por donde pueda escaparse el sentido que Él quiere dar a estas palabras suyas ni vengan luego los sabios con interpretaciones manipuladas,  añade:“Todo me lo ha dado mi Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”. Da gracias al Padre por manifestarse a los sencillos, porque el mensaje y la palabra de Cristo sobre el reino, sobre el amor del Padre y su plan de salvación, la fraternidad que Dios quiere entre todos los hombres, la verdadera justicia, la paz de la humanidad no se comprende totalmente por vía de inteligencia e ideas humanas sino por revelación de amor, que Dios concede a la gente sencilla y se niega a los sabios autosuficientes.

Los que están más vacíos de sí mismos, “los pobres en el espíritu”, los que no se fían de sí mismos son los que se abren a Dios, a su revelación en Cristo y a los mismos hermanos con mayor facilidad. Porque la fe-confianza en Dios es la que nos da acceso a este conocimiento superior de Dios, en el que sólo nos puede introducir el Hijo, que es su Palabra pronunciada con Amor-Espíritu Santo para nosotros. La verdadera teología siempre se estudiará de rodillas, es decir, dando  preferencia a la fe y al amor, pisando sus huellas, siempre será  arrodillada.

       La fe cristiana es una clase especial de conocimiento porque es Asabiduría amorosa@según S. Juan de la Cruz. Hay una base objetiva de contenido intelectual, pero que no se comprende si no se vive, si no se ama, si el Espíritu Santo no nos lleva hasta la verdad completa. Mucho sabían los discípulos sobre Cristo, incluso lo vieron resucitado, pero hasta que no vino el Espíritu Santo, no llegaron a la verdad completa, porque entonces fue cuando no solo conocieron sino que vivieron en su corazón al Señor y dieron la vida por Él. Por el Cristo simplemente conocido por la teología o una fe teórica, pocos están dispuestos a dar la vida. Buena será la teología, pero siempre llena de amor.

Fijáos qué cambio en S. Tomás de Aquino al final de su vida. Quería quemar todo lo que había escrito. Es que la teología completa, la verdad completa, como afirma el Señor, en el evangelio, pasa por el amor, por el Espíritu Santo. Preguntádselo a los mismos Apóstoles: han visto al Señor resucitado, le han tocado y siguen con miedo; desaparece el Señor, no le ven con los ojos de la carne, pero sí con los ojos del amor, porque viene el Señor a su corazón hecho fuego de Espíritu Santo y abren los cerrojos y las puertas y predican abiertamente y dan la vida por Él. San Juan de la Cruz habla de «sabiduría amorosa», «noticia amorosa», «llama de amor viva», y «aunque a V.R. le falte el ejercicio de Teología escolástica con que se entienden las verdades divinas, no la falta el de la mística, que se sabe por amor, en que no solamente se saben mas juntamente se gustan » (Prólogo C, 4).

Acabo de leer un libro de F. X. Durrwel, que termina así: «He dicho que el misterio pascual desborda por todos lados y es imposible en pocas líneas hacer una síntesis. Sin embargo, existe una palabra capaz por sí sola de enlazar toda la gavilla:  «Lo que las inmensidades no pueden encerrar, se deja contener en lo que hay de más pequeño. Tal es exactamente el sello de los divino». San Juan nos ha proporcionado la palabra a la medida de lo inconmensurable: “Dios es amor” (Jn 4,16). El infinito no es sino Amor... Tanto para el conocimiento como para la santidad de vida “el amor es el vínculo de la perfección” (Col 3,14): he ahí el nombre de la síntesis.

Se sabe así que hay un conocimiento mucho más elevado que la ciencia teológica: “Quiero mostraros un camino mejor”, dice San Pablo (1Cor 12,31), el del amor; que conoce por comunión. La teología es sólo una aproximación; únicamente el Espíritu de amor Aintroduce en la verdad total@(Jn 16,13). Jesús es la morada de Dios entre los hombres: el misterio encarnado. Para conocer, es necesario vivir en esa morada. Jesús es la morada y es, al mismo tiempo, la puerta de entrada: “Yo soy la puerta” (Jn 10, 9). El Espíritu Santo es la llave. En la hora de la Pascua de Jesús, se ha dado vuelta a la llave de amor, y se ha abierto, ancha, la puerta; es invita a conocer amando»[6].

Creer, en definitiva, es aceptar por amor la persona de Jesucristo, reconocer al Dios de Jesucristo, optar por su evangelio, seguirle, aceptando su estilo de vida y de compromisos porque le creemos  vivo, vivo y resucitado. Y por eso Jesús se ofrece y presenta en este evangelio como el único camino, que nos puede llevar al Padre, porque es el Hijo: “Todo me lo ha dado mi Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera reveler”.

 Y si a pesar de esta reflexión evangélica, que acabo de hacer, alguno siguiera un poco asustado con todo lo dicho anteriormente sobre la conversión total y renuncia al yo que el Señor exige, quisiera con esta reflexión, que pongo a continuación,  demostrar que este es el plan de Dios al crearnos y que para esto hemos sido redimidos. Quiero animar a todos a entregarse confiadamente a Dios, que nos ama infinitamente y por eso nos purifica de todo lo que no es Él, para llenarnos plenamente de su amor. De esta forma quiero ayudar un poco a comprender el amor primero, infinito e inabarcable de Dios, que es último y eterno y definitivo. Para que nadie se eche para atrás y  superemos la muerte del yo, martirizados por el fuego abrasador del amor infinito de Dios, que quiere llevarnos a su mismo fuego de amor trinitario, pero que antes debe quemar todas nuestras impurezas, limitaciones e imperfecciones, frutos del pecado original, que nos inclina al amor propio, por encima del amor absoluto y primero a Dios.

DÉCIMO SÉPTIMA MEDITACIÓN

¿POR QUÉ EL HOMBRE TIENE QUE AMAR A DIOS? PORQUE DIOS NOS AMÓ PRIMERO

"En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados"(1Jn 4, 10)

SI EXISTO, ES QUE DIOS ME AMA Y ME HA LLAMADO A COMPARTIR  CON EL  SU MISMO GOZO ESENCIAL Y TRINITARIO POR TODA LA ETERNIDAD.

El texto citado anteriormente tiene dos partes principales: la primera: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que él nos amó...” primero, añade la lógica de sentido. Expresa este versículo el amor de Dios Trino y Uno manifestado en la primera creación. En la segunda parte“ y envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados” nos revela  que, una vez creados y caídos, Dios nos amó en la segunda creación, en la recreación, enviando a su propio Hijo, que muere en la cruz para salvarnos. La cruz es la señal que manifiesta el amor del Padre, que lo entrega hasta la muerte por nosotros, y del Hijo, que libremente acepta esta voluntad del Padre. Es el misterio pascual, programado en el mismo consejo trinitario, para manifestar más aún la predilección de Dios para con el hombre. Ese proyecto, realizado luego por el Hijo Amado, es tan maravilloso e incomprensible en su misma concepción y realización, que la liturgia de la Iglesia se ve obligada a Ablasfemar@en los días de la Semana Santa, exclamando:  «O felix culpa...», oh feliz culpa, oh feliz pecado del hombre, que nos mereció un tal salvador y una salvación tan maravillosa.     

Y el mismo San Juan vuelve a repetirnos esta misma idea del amor trinitario, al manifestarnos que el Padre nos envió a su Hijo, para que tengamos la misma vida, el mismo amor, las mismas vivencias por participación de la Santísima Trinidad:   “ En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de él” (1 Jn 4, 10). Simplemente añade que no sólo nos lo envía como salvador, sino para que vivamos como el Hijo vive y amemos como el Hijo ama y es amado por el Padre, para que de tal manera nos identifiquemos con el Amado, que tengamos sus mismos conocimientos y amor y vida, hasta el punto de que el Padre no note diferencia entre Él y nosotros y vea en nosotros al Amado, al Unigénito, en el que tiene puestas todas sus complacencias.

Sigue San Juan: “ y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios...” (1Jn 4,7 ) ¡Qué maravilla! El amor viene de Dios y, al venir de Dios, nos engendra como hijos suyos, para vivir su misma vida trinitaria y con ese mismo amor que Él nos ama, le amamos nosotros también a Él, porque nosotros no podemos amarle a Él, si Él no nos ama primero y es entonces cuando nosotros podemos  amarle con el mismo amor que Él nos ama, devolviéndole y reflectando hacia Él ese mismo amor con que Él nos ama y ama a todos los hombres y con este amor también podemos amar a los hermanos, como Él los ama y así amamos al Padre y al Hijo como ellos se aman y aman a los hombres, y ese amor es su Amor personal infinito, que es el Espíritu Santo, que nos hace hijos en el Hijo y en la medida que nos hacemos Hijo y Palabra y Verbo hacemos la paternidad del Padre por la aceptación de filiación en el Verbo.

Por eso continúa San Juan:“Queridos hermanos: Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros. A Dios nadie lo ha visto nunca. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud. En esto conocemos que permanecemos en él y él en nosotros, en que nos ha dado de su Espíritu” (1Jn 4, 11-14). Vaya párrafo, como para ponerlo en un cuadro de mi habitación. Viene a decirnos que todo es posible, porque nos ha dado su mismo Espíritu Santo, su Amor Personal, que es tan infinito en su ser y existir, que es una persona divina, tan esencial que sin ella no pueden vivir y existir el Padre y el Hijo, porque es su vida-amor-felicidad que funde a los tres en la Unidad, en la que entra el alma por ese mismo Espíritu, comunicado al hombre por  gracia, para que pueda comunicarse con el Padre y el Hijo por el Amor participado, que es la misma vida y alma de Dios Uno y Trino. Y todo esto y lo anterior y lo posterior que se pueda decir, dentro y fuera de la  Trinidad: “Porque Dios es Amor”.

A mi me alegra pensar que hubo un tiempo en que no existía nada,  solo Dios, Dios infinito al margen del tiempo, ese tiempo, que nos mide a todo lo creado en un antes y después, porque Él existe en su mismo Serse infinito e infinitamente de su infinito acto de Ser eterno, fuera del antes y después, fuera del tiempo. Por eso, en esto del ser como del amor, la iniciativa siempre es de Dios. El hombre, cualquier criatura, cuando mira hacia  Dios, se encuentra con una mirada que le ha estado mirando con amor desde siempre, desde toda la eternidad. Todo amor en el hombre, es reflejo. No existía nada, solo Dios.

Y este Dios, que por su mismo ser infinito es inteligencia, fuerza, poder.... cuando S. Juan quiere definirlo en una sola palabra, nos dice: “Dios es amor”, su esencia es amar,  si dejara de amar, dejaría de existir. Podía decir San Juan también que Dios es fuerza infinita, inteligencia infinita, porque lo es, pero él prefiere definirlo así para nosotros, porque así nos lo ha revelado su Hijo, Verbo y Palabra  Amada, en quien el Padre se complace eternamente. Por eso nos lo envió, porque era toda su Verdad, toda su Sabiduría. Todo lo que El sabe de Sí mismo y a la vez Amado, lo que más quería y porque quiere que vivamos su misma vida y así gozarse también en nosotros y nosotros en Él, al estar identificados con el  Unigénito, en el que eternamente se goza de estar engendrando como Padre con  Amor de Espíritu Santo. Y así es cómo entramos nosotros en el círculo o triángulo trinitario.

Jesucristo, su persona y su palabra y sus obras son la revelación, la palabra, la imagen, la idea llena de amor del Padre:“En el principio ya existía la palabra, y la Palabra era Dios y la Palabra estaba junto a Dios...” En el principio, no existía nada, solo Dios, infinitamente existente y feliz en sí y por sí mismo, porque no dependía de nadie en su existir, volcán inagotable de su mismo ser infinito de hermosura, de fuego, de luz, de misterios, de felicidad...en infinita explosión de nuevos y eternos paisajes sin posibilidad de descanso en eterna contemplación de realidades y descubrimientos siempre nuevos y deslumbrantes, infinitamente feliz porque se ve infinitamente amante, amado y amor,  se siente a sí mismo infinitamente Padre amante en el Hijo amado y amante en su mismo amor Personal de Espíritu Santo, que los une en unidad de ser y vida y amor y felicidad a los Tres, llenándolo de  Amor Esencial y Personal del mismo Espíritu.

Y este Dios tan infinitamente feliz en sí y por sí mismo, entrando dentro de su mismo ser infinito, viéndose tan lleno  de amor, de hermosura, de belleza, de felicidad, de eternidad, de gozo...piensa en otros posibles seres para hacerles partícipes de su mismo ser, amor, para hacerles partícipes de su misma felicidad. Se vio tan infinito en su ser y amor, tan lleno de luz y resplandores eternos de gloria, que a impulsos de ese amor en el que se es  y subsiste, piensa desde toda la eternidad en  crear al hombre con capacidad de amar y ser feliz con Él, en Él  y por Él y como Él.

El Padre, al contemplarse en sí y por sí, sacia infinitamente su capacidad infinita de ser y existir y en esto se es felicidad sin límites. Su serse, su esencia amor es lo que su existir refleja lleno de luz y abrasado de amor. Y la contempla en tal infinitud y fecundidad y perfección que engendra una imagen igual, esencialmente igual a sí mismo que es y podemos llamarle Hijo y en tal infinitud de ser feliz surge un amor  que contiene en si, recibido del Padre y del Hijo, todo el ser divino: el Espíritu Santo.

Dios, por su infinito ser, es eterno. Y este ser infinito y eterno no es otra cosa que un Acto de ser infinitamente fecundo en Tres Personas. Y este  Ser eterno, por su mismo amor, es tan potente, es tal la potencia de su amar que le hace Padre por el amor infinito personal al Hijo. Dentro del misterio trinitario el Espíritu Santo no es la última persona, el tercero, no surge de la generación del Hijo sino que su potencia infinita de amor y donación y poder hace Padre e Hijo, porque Él es la potencia engendradora, la fuerza de amor con la que el Padre engendra al Hijo que acoge y acepta totalmente este mismo actor infinito de  Amor que hace al Padre y al Hijo, que refleja a la vez y hace paternidad y filiación por la potencia infinita del Amor-Espíritu Santo; el Padre, por su fuego de amor divino-Espíritu - Santo, da al Hijo el ser filial, y el Hijo acoge la paternidad del Padre, que sin el Hijo no sería Padre, por la misma potencia infinita de Amor, siendo uno en el mismo serse infinitamente feliz el Padre, el Hijo y el Espíritu de Amor Personal, que los hace personas distintas y una, en un mismo amor y esencia infinita, con que el Padre se dice totalmente en Hijo, en canción eterna de Amor de Espíritu Santo y el Hijo al Padre en la misma Palabra-Canción llena de Amor.

Jesús es el Hijo que sale del Padre y viene a este mundo(Jn13,3). La venida al mundo prolonga su salida eterna, porque es el Padre el que ha pronunciado para nosotros la  Palabra con la que se dice totalmente a sí mismo en silencio eterno, lleno de amor. Con su glorificación junto al Padre y sentado ya a su derecha (Jn 17, 5; Mt 26, 64) Jesús ha asumido plenamente su condición de Hijo, de Verbo eterno, que tenía en el principio (Jn 1, 1-3; Ap 19, 13). Con su Pascua, Jesús-Cristo-Señor se hace puerta de entrada en el misterio trinitario para todos nosotros, los pascuales, los pasados del mundo al Padre la última y definitiva Alianza.

Él que es Amor quiere comunicarse, quiere hacer a otros partícipes por gracia, de su misma dicha, quiere ser conocido y amado en la grande e infinita y total belleza y gloria y luz y vida, en que se es por sí mismo en acto eterno de felicidad y amor. Él quiere ser nuestra única felicidad por amor, dándose y recibiéndose en totalidad de ser y amor, por la gracia comunicada por el Espíritu en los sacramentos y por la oraciónB  conversiónB  unión Btransfiguración transformante. El Padre, lleno de amor,  ha pronunciado para todos nosotros esta Palabra transformante de la debilidad humana en hijo adoptado, elevado y amado.

Dice San Juan de la Cruz: «Porque no sería verdadera y total transformación si no se transformase el alma en las Tres Personas de la Santísima Trinidad en revelado y manifiesto grado».

« Y esta tal  aspiración del Espíritu Santo en el alma, con que Dios la transforma en sí les es a ella de tan subido y delicado y profundo deleite, que no hay que decirlo por lengua mortal...; porque el alma unida y transformada en Dios aspira en Dios a Dios la misma aspiración divina que Dios, estando ella en El transformada, aspira en sí mismo a ella...»

« Y no hay que tener por imposible que el alma pueda una cosa tan alta, que el alma aspire en Dios como Dios aspira en ella por modo participado. Porque dado que Dios la haga la merced de unirla en la Santísima Trinidad, en que el alma se hace deiforme y Dios por participación, ¿qué increíble cosa es que obre ella también su obra de entendimiento, noticia y amor, o, por mejor decir, la tenga obrada en la Trinidad juntamente con ella como la misma Trinidad? Pero por modo comunicado y participado, obrándolo como Dios en la misma alma; porque es estar transformada en las Tres Divinas Personas en potencia, sabiduría y amor, y en esto es semejante el alma a Dios; y para que pudiese venir a esto la crió a su imagen y semejanza» (C B 39, 4).

Dios quiere darse esencialmente, como Él es en su esencia,  darse y recibirse en otros seres, que lógicamente han de recibirlo por participación de este ser esencial suyo, para que ellos también puedan entrar dentro de este círculo trinitario.  Y por eso crea al hombre “ a su imagen y semejanza», palabras estas de la Sagrada Escritura, que tiene una profundidad infinitamente mayor que la que ordinariamente se le atribuyen.

El hombre ha sido soñado por el amor de Dios, es un proyecto amado de Dios: “ Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuéramos santos e irreprochables ante Él por el amor. Él nos ha destinado en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos, para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, redunde en alabanza suya... El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia ha sido un derroche de su voluntad. Este es el plan que había proyectado realizar por Cristo, cuando llegase el momento culminante, recapitulando en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra” (Ef 1,3.10).

 

SI EXISTO, ES QUE DIOS ME AMA. Ha pensado en mí. Ha sido una mirada de su amor divino, la que contemplándome en su esencia infinita, llena de luz y de amor, me ha dado la existencia como un cheque firmado ya y avalado para vivir y estar siempre con Él, en  una eternidad dichosa,  que ya no va a acabar nunca y que ya nadie puede arrebatarme porque ya existo, porque me ha creado primero en su Palabra creadora y luego recreado en su Palabra salvadora.“Nada se hizo sin ella... todo se hizo por ella” (Jn 1,3). Con un beso de su amor, por su mismo Espíritu,  me da la existencia, esta posibilidad de ser eternamente feliz en su ser amor dado y recibido, que mora en mí. El salmo 138, 13-16, lo expresa maravillosamente: “Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno. Te doy gracias, porque me has escogido portentosamente, porque son  admirables tus obras; conocías hasta el fondo de mi alma, no desconocías mis huesos. Cuando, en lo oculto, me iba formando, y entretejiendo en lo profundo de la tierra, tus ojos veían mis acciones, se escribían todas en tu libro; calculados estaban mis días antes que llegase el primero. ¡Qué incomparables encuentro tus designios, Dios mío, qué inmenso es su conjunto!”.

 

SI EXISTO, ES QUE DIOS  ME HA PREFERIDO a millones y millones de seres que no existirán nunca, que permanecerán en la no existencia, porque la mirada amorosa del ser infinito me ha mirado a mi y me ha preferido...Yo he sido preferido, tu has sido preferido, hermano. Estímate, autovalórate, apréciate, Dios te ha elegido entre millones y millones que no existirán. Que bien lo expresa S. Pablo: “Hermanos, sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien: a los que ha llamado conforme a su designio. A los que había escogido, Dios los predestinó a ser imagen de su Hijo para que El fuera el primogénito de muchos hermanos. A los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó” (Rom 8, 28.3). Es un privilegio el existir. Expresa que Dios te ama, piensa en ti, te ha preferido. Ha sido una mirada amorosa del Dios infinito, la que contemplando la posibilidad de existencia de millones y millones de seres posibles, ha pronunciado mi nombre con ternura y  me ha dado el ser humano. !Qué grande es ser, existir, ser hombre, mujer...Dice un autor de nuestros días: «No debo, pues, mirar hacia fuera para tener la prueba de que Dios me ama; yo mismo soy la prueba. Existo, luego soy amado».(G. Marcel).

 

SI EXISTO, YO VALGO MUCHO, porque todo un Dios me ha valorado y amado y señalado  con su dedo creador. ¡Qué bien lo expresó Miguel Ángel en la capilla Sixtina! Qué grande eres, hombre, valórate. Y valora a todos los vivientes, negros o amarillos, altos o bajos, todos han sido singularmente amados por Dios, no desprecies a nadie, Dios los ama y los ama por puro amor, por puro placer de que existan para hacerlos felices eternamente, porque Dios no tiene necesidad de ninguno de nosotros. Dios no crea porque nos necesite. Dios crea por amor, por pura gratuidad, Dios crea para llenarnos de su vida, porque  nos ama y esto le hace feliz.

Con qué respeto, con qué cariño  tenemos que mirarnos unos a otros... porque fíjate bien, una vez que existimos, ya no moriremos nunca, nunca... somos eternos. Aquí nadie muere. Los muertos están todos vivos. Si existo, yo soy un proyecto de Dios, pero un proyecto eterno, ya no caeré en la nada, en el vacío. Qué  alegría existir, qué gozo ser viviente. Mueve tus dedos, tus manos, si existes, no morirás nunca; mira bien a los que te rodean, vivirán siempre, somos semejantes a Dios, por ser amados por Dios.

Desde aquí debemos echar  una mirada a lo esencial de todo apostolado auténtico y cristiano, a la misión transcendente y llena de responsabilidad que Cristo ha confiado a la Iglesia: todo hombre es una eternidad en Dios, aquí nadie muere, todos vivirán eternamente, o con Dios  o sin Dios, por eso, qué terrible responsabilidad tenemos cada uno de nosotros con nuestra vida; desde aquí  se comprende mejor lo que valemos: la pasión,  muerte,  sufrimientos y resurrección de Cristo; el que se equivoque, se equivocará para siempre… responsabilidad. terrible para cada hombre y  terrible sentido y profundidad de la misión confiada a  todo sacerdote, a todos los apóstoles de Jesucristo, por encima de todos los bienes creados y efímeros de este mundo....si se tiene fe, si se cree en el Viviente, en la eternidad, hay que trabajar sin descanso y con conceptos claros de apostolado y eternidad por la salvación de todos y cada uno de los hombres.

No estoy solo en el mundo, alguien ha pensado en mí, alguien me mira con ternura y cuidado, aunque todos me dejen, aunque nadie pensara en mi, aunque mi vida no sea brillante para el mundo o para muchos... Dios me ama, me ama, me ama.... y siempre me amará. Por el hecho de existir, ya nadie podrá quietarme esta gracia y este don.

 

SI EXISTO, ES QUE ESTOY LLAMADO A SER FELIZ, a ser amado y amar por el Dios Trino y Uno; este es el fín del hombre. Y por eso su gracia es ya vida eterna que empieza aquí abajo y los santos y los místicos la desarrollan tanto, que no se queda en semilla como en mí, sino que florece en eternidad anticipada, como los cerezos de mi tierra en primavera. “ En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, os lo diría, porque voy a prepararos el lugar. Cuando yo me haya ido y os haya preparado el lugar, de nuevo volveré  y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy estéis también vosotros” (Jn 14, 2-4).“Padre, los que tú me has dado, quiero que donde esté yo estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria, que tú me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo” (Jn 17, 24).

Y todo esto que estoy diciendo de mi propia existencia, tengo que ponerlo también en la existencia de mis hermanos: esto da hondura y seriedad y responsabilidad eterna a mi sacerdocio y me anima a trabajar sin descanso por la salvación eterna de mis hermanos los hombres. Qué grande es el misterio de Cristo, de la Iglesia. No quiero ni tocarlo. Somos sembradores, cultivadores y recolectores de eternidades. ¡Que ninguna se pierda, Señor! Si existen, es que son un proyecto eterno de tu amor. Si existen, es que Dios los ha llamado a su misma felicidad esencial.

Y como Dios tiene un proyecto de amor sobre mí  y me ha llamado a ser feliz en Él y por Él, quiero serle totalmente fiel, y pido perdón de mis fallos y quiero no defraudarle en las esperanzas que ha depositado en mí, en mi vida, en mi proyecto y realización. Quiero estar siempre en contacto con Él para descubrirlo. Y qué gozo, saber que cuando yo me vuelvo a Él para mirarle, resulta que me encuentro con Él, con su mirada, porque Él siempre me está mirando, amando, gozandose con mi existir. Ante este hecho de mi existencia, se me ocurren tres cosas principalmente:

 

1.- Constatar mi existencia y convencerme de que existo, para valorarme y autoestimarme. Sentirme privilegiado, viviente y alegrarme y darle gracias a Dios de todo corazón, de verdad, convencido. Mirarme a mí mismo y declararme eterno en la eternidad de Dios, quererme, saber que debo estar a bien conmigo  mismo, con mi yo, porque existo para la eternidad. Mover mis manos y mis pies para constatar que vivo y soy eterno. Valorar también a los demás, sean como sean, porque son un proyecto eterno de amor de Dios. Amar a todos los hombres, interesarme por su salvación.

 

2.- Sentirmeamado. Aquí radica la felicidad del hombre. Todo  hombre es feliz cuando se siente amado, y  es así porque esta es la esencia y manera de ser de Dios y  nosotros estamos creados por Él a su imagen y semejanza.  No podemos vivir, ser felices ,sin sentirnos amados.  De qué le vale a un marido tener una mujer bellísima si no le ama, si no se siente amado.... y a la inversa, de qué le vale a una esposa tener un Apolo de hombre si no la ama, si no se siente amada... y a Dios, de qué le serviría todo su poder, toda su hermosura si no fueran Tres Personas amantes y amadas, compartiendo el mismo Ser Infinito, el mismo amor, la misma felicidad llena de continuo abrazo en la misma belleza y esplendores divinos de su serse en acto eterno de Amor. Y si esto es en el amor, desde la fe puedo interrogarme yo lo mismo: para qué quiero yo  conocer a un Dios infinito, todo poder, inteligencia,  belleza, si yo no lo amo, si Él no me amase...

 Por eso, cristiano completo, Aen verdad completa@,  no es tanto el que ama a Dios como el que se siente amado por Dios. Y lo mismo le pasa a Dios en relación con el hombre, para qué quiere Él  mis rezos, mis oraciones, mis misma oración, si no le amo....)busco yo  amar a Dios  o solo pretendo ser un cumplidor fiel de la ley?  Jesucristo vino a nuestro encuentro para que fuéramos sus hijos, sus amigos: "Como el Padre me ha amado, así os he amado yo, permaneced en mi amor…” (Jn 15,9-17 ). Jesús dice que Él y el Padre quieren nuestro amor. Y continúa el evangelio en esta línea: "Vosotros sois mis amigos... ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor, a vosotros os llamo amigos porque todo lo que he oído a mi Padre, os lo he dado a conocer"; “ Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a el y haremos morada en el.@ACreedme yo estoy en el Padre y el Padre en mí”(Jn 14 ,9).

 

3.- Desde esta perspectiva del amor de Dios al hombre, de la eternidad que vale cada hombre para Dios, tantos hombres, tantas eternidades, valorar y apreciar mi sacerdocio apostólico, a la vez que la responsabilidad y la confianza que Dios ha puesto en mí al elegirme. Soy sembrador, cultivador y recolector de eternidades. Quiero tener esto muy presente para trabajar sin descanso por mi santidad ya que de ella depende la de mis hermanos, la salvación eterna de todos los que me han confiado. Es el mejor apostolado que puedo hacer en favor de mis hermanos los hombres en orden a su salvación eterna. Quiero trabajar siempre a la luz de esta verdad, porque es la mirada de Dios sobre mi elección sacerdotal y sobre los hombres, la razón  de mi existencia como sacerdote: “No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido para que vayáis y déis mucho fruto y vuestro fruto dure...”

 La finalidad más importante de mi actividad sacerdotal, el fruto último de mi apostolado son las eternidades de mis hermanos: “nadie me ha nombrado juez de herencias humanas...”, dijo Jesús en cierta ocasión a los que le invitaron a intervenir en una herencia terrena. Hacia la eternidad con Dios debe apuntar todo en mi vida.

Si queréis, todavía podemos profundizar un poco más en este hecho aparentemente tan simple, pero tan maravilloso de nuestro existir. Pasa como con la Eucaristía, con el pan consagrado, como con el sagrario, aparentemente no hay nada especial, y está encerrado todo el misterio del amor de Dios y de Cristo al hombre: toda la teología, la liturgia,  la salvación, el misterio de Dios...

Fijáos, Dios no nos ha hecho planta, estrella, flor, pájaro...  me ha hecho hombre con capacidad de Dios infinito. La Biblia lo describe estupendamente. Le vemos a   Dios gozoso, en los primeros días de la creación, cuando se ha decidido a plasmar en barro el plan maravilloso,  acariciado en su esencia, llena de luz y de amor."Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza. Y creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios los creo: macho y hembra los creó"

Qué querrá decirnos Dios con esta repetición: a imagen de Dios.... a semejanza suya... no sabéis cuántas ideas me sugiere esta frase... porque nos mete en el hondón de Dios. El hombre es más que hombre. Esta especie animal perdida durante siglos, millones de años, más imperfecta tal vez que otras en sus genomas y evolución, cuando Dios quiso, con un beso de su plan creador, el «homo erectus, habilis, ergaster, sapiens, nehandertalensis, cromaionensis, australopithecus…» y ahora el hombre del Chad, cuando Él quiso, le sopló su espíritu y le hizo a su imagen y semejanza, le comunicó su misma vida, fue hecho espíritu finito: como finito es limitado, pero como espíritu está abierto a Dios, a lo infinito, semejante a Él en el ser, en la inteligencia, en el amar y ser amado como El. Qué bien lo tiene escrito el profesor Alfaro, antiguo profesor de la Gregoriana.

Por eso los místicos de todos los tiempos son los adelantados que entran, por la oración contemplativa o contemplación amorosa, en la intimidad con Dios, tierra sagrada prometida a todos los hombres y  por el amor contemplativo, por «llama de amor viva», conocen estas cosas y vienen cargados con frutos de eternidad de la esencia divina hasta nosotros, que peregrinamos en la fe y esperanza. Son los profetas que Dios envía a su Iglesia en todos los tiempos; son los que por experiencia viva se adentran por unión y transformación de amor en el mismo volcán siempre en erupción de ser y felicidad y misterios y verdades del  amor de Dios, y  nos explican y revelan estas realidades de ternura para con el hombre encerradas en la esencia de Dios, que se revela en la creación y recreación por Cristo, por su Palabra hecha carne y pan de eucaristía.

Se llaman místicos, precisamente porque experimentan, sienten a Dios y su Espíritu y su misterio y nos lo revelan, traducen y explican. Son los guías más seguros, son como los exploradores que Moisés mandó por delante para descubrir la tierra prometida, y que luego vuelven cargados de frutos de lo que han visto y vivido, para enseñárnoslos a nosotros, y animarnos a todos a conquistarla; vienen con el corazón, con el espíritu y la inteligencia llenos de luz por lo que han visto y nos animan con palabras encendidas, para que avancemos por este camino de la oración, para llegar un día a la contemplación del misterio infinito de  Dios, que se revela luego y se refleja en el misterio del hombre y del mundo desde la fe, desde dentro de Dios, desde más allá de la realidad que aparece. Los místicos son los verdaderos mistagogos de los misterios de Dios, iniciadores en este camino de contemplación del misterio de Dios.

Nadie sabría convencernos del hecho de que hemos sido creados por Dios para ser felices mejor que lo hace Santa Catalina de Siena con esta plegaria inflamada de amor a Dios Trinidad:«Cómo creaste, pues, oh Padre eterno, a esta criatura tuya? Me deja fuertemente asombrada esto: veo , en efecto, cómo Tú me muestras, que no la creaste por otra razón que ésta: con tu luz te viste obligado por el fuego de tu amor a darnos el ser, no obstante las iniquidades que ibamos a cometer contra tì. El fuego de tu amor te empujó. ¡Oh Amor inefable! aún viendo con tu luz infinita  todas las iniquidades que tu criatura  iba a cometer contra tu infinita bondad, Tú hiciste como quien no quiere ver, pero detuviste tu mirada en la belleza de tu criatura, de la cual, como loco y ebrio de amor, te enamoraste y por amor la atrajiste hacia tì dándole EXISTENCIA A IMAGEN Y SEMEJANZA TUYA. Tu verdad eterna me ha declarado tu verdad: que el amor te empujó a crearla». (Oración V)A otra alma mística, santa Angela de Foligno, Dios le dijo estas palabras, que son a la vez una exigencia de amor y que se han hecho muy conocidas: «¡No te he amado de bromas! ¡No te he amado quedándome lejos!  Tú eres yo y yo soy tú. Tú estás hecha como me corresponde a mí, estás elevada junto a mí».Convendría a estas alturas volver al texto de S. Juan, que ha inspirado esta reflexión: "En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que el nos amo y nos envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados" (1Jn.4,9-10).

DÉCIMO OCTAVA MEDITACIÓN

“Y NOS ENVIÓ A SU HIJO COMO PROPICIACIÓN DE NUESTROS PECADOS”(Jn 4,10)

        En la contemplación de la segunda parte entraría muy directamente S. Pablo, para quien el misterio de Cristo, enviado por el Padre como redención de nuestros pecados, es un misterio que le habla muy claramente de esta predilección de Dios por el hombre, de este misterio escondido por los siglos en el corazón de Dios y revelado en la plenitud de los tiempos por la Palabra hecha carne, especialmente por la pasión, muerte y resurrección del Señor. “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi; y mientras vivo en esta carne, vivo de la fe del Hijo de Dios, que me amó hasta  entregarse por mí" (Gal 2, 19-20). 

S. Juan, que estuvo junto a Cristo en la cruz, resumió  todo este misterio de dolor y de entrega en estas palabras: “Tanto amó Dios al hombre, que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en el” (Jn 3,16). No le entra en la cabeza que Dios ame así al hombre hasta este extremo, porque para él “entregó” tiene sabor de “traicionó”. Y realmente, en el momento cumbre de la vida de Cristo, que es  su pasión y muerte, esta realidad de crudeza impresionante es percibida por S. Pablo como plenitud de amor y totalidad de entrega dolorosa y extrema. Al contemplar a Cristo doliente y torturado,  no puede menos de exclamar : “Me amó y se entregó por mí”. Por eso, S. Pablo, que lo considera “todo basura y estiércol, comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo”, llegará a decir: “No quiero saber más que de mi Cristo y éste crucificado...”

Queridos hermanos, qué será el hombre, qué encerrará  en su realidad para el mismo Dios que lo crea... qué seré yo, qué serás tú, y todos los hombres, pero qué será el hombre para Dios, que no le abandona ni caído y no le deja postrado en su muerte pecadora. Yo creo que Dios se ha pasado con nosotros.  “Tanto amó Dios al hombre que entregó  a su propio Hijo”.

Porque  no hay justicia. No me digáis que Dios fue justo. Los ángeles se pueden quejar, si pudieran, de injusticia ante Dios. Bueno, no sabemos todo lo que Dios ha hecho por levantarlos. Cayó el ángel, cayó el hombre. Para el hombre hubo redentor, su propio Hijo, para el ángel no hubo redentor. Por qué para nosotros sí y para ellos no. Dónde está la igualdad, qué ocurre aquí.... es el misterio de predilección de amor de Dios por el hombre. “Tanto amó Dios al hombre, que…”.(traicionó…).  Por esto, Cristo crucificado es la máxima expresión del amor del Padre y del Hijo: “ nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos” y  Cristo la dio por todos nosotros.

Este Dios  infinito, lleno de compasión y ternura por el hombre, viéndole caído y alejado para siempre de su proyecto de felicidad,  entra dentro de sí mismo, y mirando todo su ser, que es amor también misericordioso, y toda su sabiduría y todo su poder, descubre un nuevo proyecto de salvación, que a nosotros nos escandaliza, porque en él abandona a su propio Hijo, prefirió en ese momento el amor a los hombres al de su Hijo. No tiene nada de particular que la Iglesia, al celebrar este misterio en su liturgia, lo exprese admirativamente casi con una blasfemia:«Oh felix culpa...» oh feliz culpa, que nos ha merecido un tal Salvador. Esto es blasfemo, la liturgia ha perdido la cabeza,  oh feliz pecado, pero cómo puede decir esto, dónde está la prudencia y la moderación de las palabras sagradas, llamar cosa buena al pecado, oh feliz culpa, que nos ha merecido un tal salvador, un proyecto de amor todavía más lleno de amor y condescendencia divina y plenitud que el primero.

Cuando S. Pablo lo describe, parece que estuviera en esos momentos dentro del consejo Trinitario. En la plenitud de los tiempos, dice S. Pablo, no pudiendo Dios contener ya más tiempo este misterio de amor en su corazón, explota y lo pronuncia y nos lo revela a nosotros. Y este pensamiento y este proyecto de salvación es su propio Hijo, pronunciado en Palabra y Revelación llena de Amor de su mismo Espíritu, es Palabra ungida de Espíritu Santo, es Jesucristo, la explosión del amor de Dios a los hombres. En Él nos dice: os amo, os amo hasta la locura, hasta el extremo, hasta perder la cabeza. Y esto es lo que descubre San Pablo en Cristo Crucificado: “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley@( Gal 4,4).AY nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para la alabanza del esplendor de su gracia, que nos otorgó gratuitamente en el amado, en quien tenemos la redención  por su sangre...” (Ef 1,3-7).

Para S. Juan de la Cruz, Cristo crucificado tiene el pecho lastimado por el amor, cuyos tesoros nos abrió desde el árbol de la cruz: «Y al cabo de un gran rato se ha encumbrado/ sobre un árbol do abrió sus brazos bellos,/ y muerto se ha quedado, asido de ellos,/ el pecho del amor muy lastimado».Cuando en los días de la Semana Santa, leo la Pasión o la contemplo en las procesiones, que son una catequesis puesta en acción, me conmueve ver pasar a Cristo junto a mí, escupido, abofeteado, triturado... Y siempre pregunto lo mismo: por qué,  Señor, por qué fue necesario tanto sufrimiento, tanto dolor, tanto escarnio... Fue necesario para que el hombre nunca pueda dudar de la verdad del amor de Dios. No los ha dicho antes S. Juan: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo”.

Por todo ésto, cuando miro al Sagrario y el Señor me explica todo lo que sufrió por mí y por todos, desde la Encarnación hasta su Resurrección, yo solo veo una cosa: amor, amor loco de Dios al hombre.  Jesucristo, la Eucaristía, Jesucristo Eucaristía es Dios personalmente amando locamente a los hombres. Este es el único sentido de su vida, desde la Encarnación hasta la muerte y la resurrección. Y en su nacimiento y en su cuna no veo ni mula ni buey ni pastores... solo amor, infinito amor que se hace tiempo y espacio y criatura por nosotros...“ Siendo Dios...se hizo semejante a nosotros en todo menos en el pecado..”; en el Cristo polvoriento y jadeante de los caminos de Palestina, que no tiene tiempo a veces ni para comer ni descansar, en el Cristo de la Samaritana, a la que va  a buscar y se sienta agotado junto al pozo porque tiene sed de su alma, en el Cristo de la adúltera, de Zaqueo... solo veo amor; y como aquel es el mismo Cristo del sagrario, en el sagrario solo veo amor, amor extremo, apasionado, ofreciéndose sin imponerse, hasta dar la vida en silencio y olvidos,  solo amor.

Y todavía este corazón mío, tan sensible para otros amores y otros afectos y otras personas, tan sentido en las penas  propias y ajenas, no  se va a conmover ante el amor tan Alastimado@de Dios, de mi Cristo...tan duro va a ser para su Dios  Señor y tan sensible para los amores humanos. Dios mío, pero quién y qué soy yo , qué es el hombre, para que le busques de esta manera; qué puede darte el hombre que Tú  no tengas, qué buscas en mí, qué ves en nosotros para buscarnos así....no lo comprendo, no me entra en la cabeza. Cristo, quiero amarte, amarte de verdad, ser todo y sólo tuyo, porque nadie me ha amado como Tú. Ayúdame. Aumenta mi fe, mi amor, mi deseo de Tí.  Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo.

Hay un momento de la pasión de Cristo, que me impresiona fuertemente, porque es donde yo veo reflejada también esta predilección del Padre por el hombre y que San Juan expresa maravillosamente en las palabras antes citadas:"Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio Hijo". Es en Getsemaní. Cristo está solo, en la soledad más terrible que haya podido experimentar persona alguna, solo de Dios y solo de los hombres. La Divinidad le ha abandonado,  siente solo su humanidad en “la hora” elegida por el proyecto del Padre según S. Juan, no  siente ni barrunta su ser divino ... es un misterio. Y en aquella hora de angustia, el Hijo clama al Padre: “Padre, si es posible, pase de mí este cáliz...” Y allí nadie le escucha ni le atiende, nadie le da una palabra por respuesta, no hay ni una palabra de ayuda, de consuelo,  una explicación para Él.  Cristo, qué pasa aquí. Cristo, dónde está tu Padre, no era tu Padre Dios, un Dios bueno y misericordioso que se compadece de todos, no decías Tú que te quería, no dijo Él que Tú eras su Hijo amado... dónde está su amor al Hijo… No te fiabas totalmente de Él... qué ha ocurrido.. Es que ya no eres su Hijo, es que se avergüenza de Tí...Padre Dios, eres injusto con tu Hijo, es que ya no le quieres como a Hijo, no ha sido un hijo fiel, no ha defendido tu gloria, no era el hijo bueno cuya comida era hacer la voluntad de su Padre, no era tu Hijo amado en el que tenías todas tus complacencias... qué pasa, hermanos, cómo explicar este misterio... El Padre Dios, en ese momento, tan esperado por Él desde toda la eternidad, está tan pendiente de la salvación de los nuevos hijos, que por la muerte tan dolorosa del Hijo va a conseguir, que no oye ni atiende a sus gemidos de dolor, sino que tiene ya los brazos abiertos para abrazar a los nuevos hijos que van a ser salvados y redimidos  por el Hijo y por ellos se ha olvidado hasta del Hijo de sus complacencias, del Hijo Amado: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio hijo”.  Por eso, mirando a este mismo Cristo, esta tarde en el sagrario, quiero decir con S. Pablo desde   lo más profundo de mi corazón: "Me amó y se entregó por mi"; "No quiero saber más que de mi Cristo y éste, crucificado”.

Y nuevamente vuelven a mi mente  los interrogantes: pero qué es el hombre, qué será el hombre para Dios, qué seremos tú y yo para el Dios infinito, que proyecta este camino de Salvación tan duro y cruel para su propio Hijo, tan cómodo y espléndido para el hombre; qué grande debe ser el hombre, cuando Dios se rebaja y le busca y le pide su amor...Qué será el hombre para este Dios, cuando este Dios tan grande se rebaja tanto, se humilla tanto y busca tan extremadamente el amor de este hombre. Qué será el hombre para Cristo, que se rebajó hasta este extremo para buscar el amor del hombre.

¡Dios mío! no te comprendo, no te abarco y sólo me queda una respuesta, es una revelación de tu amor que contradice toda la teología que estudié, pero que el conocimiento de tu amor me lleva a insinuarla, a exponerla con duda para que no me condenen como hereje. Te pregunto,  Señor, ¿es que me pides de esta forma tan extrema mi amor porque lo necesitas? ¿Es que sin él no serias infinitamente feliz? “Es que necesitas sentir mi amor, meterme en tu misma esencia divina, en tu amor trinitario y esencial, para ser totalmente feliz de haber realizado tu proyecto infinito? “Es que me quieres de tal forma que sin mí no quieres ser totalmente feliz? Padre bueno,  que Tú hayas decidido en consejo con los Tres no querer ser feliz sin el hombre, ya me cuesta trabajo comprenderlo, porque el hombre no puede darte nada que tú no tengas, que no lo haya recibido y lo siga recibiendo de Tí; comprendo también que te llene tan infinitamente tu Hijo en reciprocidad de amor que hayas querido hacernos a todos semejantes a Él, tener y hacer de todos los hombres tu Hijo, lo veo pero bueno... no me entra en la cabeza, pero es que viendo lo que has hecho por el hombre es como decirnos que mis Tres, el Dios infinito Trino y Uno no puede ser feliz sin el hombre, es como cambiar toda la teología donde Dios no necesita del hombre para nada, al menos así me lo enseñaron a mi, pero ahora veo por amor, que Dios también necesita del hombre, al menos lo parece por su forma de amar y buscarlo... y esto es herejía teológica, aunque no mística, tal y como yo la siento y la gozo y me extasía. Bueno, debe ser que me pase como a San Pablo, cuando se metió en la profundidad de Dios que le subió a los cielos de su gloria y empezó a Adesvariar@.

Señor, dime qué soy yo para tí, qué es el hombre para tu Padre, para Dios Trino y Uno, que os llevó hasta esos extremos: “Tened los mismos sentimientos que Cristo Jesús, quien, existiendo en forma de Dios.. .se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres;  y en la condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz, por lo cual Dios le exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús doble la rodilla todo cuanto hay en los cielos, en la tierra y en las regiones subterráneas, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” ( Fil 2,5-11).

Dios mío, quiero amarte. Quiero corresponder a tanto amor y quiero que me vayas explicando desde tu presencia en el sagrario, por qué tanto amor del Padre, porque Tú eres el único que puedes explicármelo, el único que lo comprendes, porque ese amor te ha herido y llagado, lo has sentido, Tú eres ese amor hecho carne y hecho pan, Tú eres el único que lo sabes, porque te entregaste totalmente a él y lo abrazaste y te empujó hasta dar la vida y yo necesito saberlo, para corresponder y no decepcionar a un Dios tan generoso y tan bueno, al Dios más grande, al Dios revelado por Jesucristo, en su persona, palabras y obras, un Dios que me quiere de esta forma tan extremada.                                    

Señor, si tú me predicas y me pides tan dramáticamente, con tu vida y tu muerte y tu palabra, mi amor para el Padre, si el Padre lo necesita y lo quiere tanto, como me lo ha demostrado, no quiero fallarle, no quiero faltar a un Dios tan bueno, tan generoso y si para eso tengo que mortificar mi cuerpo, mi inteligencia, mi voluntad, para adecuarlas a su verdad y su amor, purifica cuanto quieras y como quieras, que venga abajo mi vida, mis ideales egoístas, mi salud, mi cargos y honores....solo quiero ser de un Dios que ama así. Toma mi corazón, purifícalo de tanto egoísmo, de tanta suciedad, de tanto yo, de tanta carne pecadora, de tanto afecto desordenado.... pero de verdad, límpialo y no me hagas caso. Y cuando llegue mi Getsemaní personal y me encuentre solo y sin testigos de mi entrega, de mi sufrimiento, de mi postración y hundimiento a solas... ahora te lo digo por si entonces fuera cobarde, no me hagas caso....hágase tu voluntad y adquiera yo esa unión con los Tres que más me quieren y que yo tanto deseo amar. Sólo Dios, solo Dios, solo Dios en el sí de mi ser y amar y existir.

Hermano, cuánto vale un hombre, cuanto vales tú. Qué tremenda y casi infinita se ve desde aquí la responsabilidad de los sacerdotes, cultivadores de eternidades, qué terror cuando uno ve a Cristo cumplir tan dolorosamente la voluntad cruel y tremenda del Padre, que le hace pasar por la muerte, por tanto sufrimiento para llevar por gracia la misma vida divina y trinitaria a los nuevos hijos, y si hijos, también herederos. Podemos decir y exigir: Dios me pertenece, porque Él lo ha querido así. Bendito y Alabado y Adorado sea por los siglos infinitos amén.

 Qué ignorancia sobrenatural y falta de ardor apostólico a veces en nosotros,  sacerdotes,  que no sabemos de qué va este negocio, porque no sabemos lo que vale un alma, que no trabajamos hasta la extenuación como Cristo hizo y nos dio ejemplo, no sudamos ni nos esforzamos  todo lo que debiéramos  o nos dedicamos al apostolado, pero olvidando  lo fundamental y  primero del envío divino, que son las eternidades de los hombres, el sentido y orientación transcendente de toda acción apostólica, quedándonos a veces en ritos y ceremonias pasajeras que no llevan a lo esencial: Dios y la salvación eterna, no meramente terrena y humana. Un sacerdote no puede perder jamás el sentido de eternidad y debe dirigirse siempre hacia los bienes últimos y escatológicos, mediante la virtud de la esperanza, que es el cénit y la meta de la fe y el amor, porque la esperanza nos dice si son verdaderas y sinceras la fe y el amor que decimos tener a Dios, ya que una fe y un amor que no desean y buscan el encuentro con Dios, aunque sea pasando por la misma muerte, poca fe y poco amor y deseo de Dios son, si me da miedo o no quiero encontrarme con el Dios creído por la fe y  amado por la virtud de la caridad. La virtud de la esperanza sobrenatural criba y me dice la verdad de la fe y del amor.

Para esto, esencialmente para esto, vino Cristo, y si multiplicó panes y solucionó problemas humanos, lo hizo, pero no fue esto para lo que vino y se encarnó ni es lo primero de su misión por parte del Padre. A los sacerdotes nos tienen que doler más las eternidades de los hombres, creados por Dios para Dios, y vivimos más ocupados y preocupados por otros asuntos pastorales que son transitorios; qué pena que duela tan poco y apenas salga en nuestras conversaciones la salvación última,  la eternidad de nuestros  hermanos, porque precisamente olvidamos su precio, que es toda la sangre de Cristo, por no vivirlo, como Él, en nuestra propia carne: un alma vale infinito, vale toda la sangre de Cristo, vale tanto como Dios, porque tuvo que venir a buscarte Dios a la tierra y se hizo pequeño y niño y hasta un trozo de pan para encontrarnos y salvarnos.  ¿De qué le sirve a un hombre ganar  el mundo entero, si pierde su vida? “O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del Hombre vendrá entre sus ángeles con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta” (Mt 16 26-7).

Cuando un sacerdote sabe lo que vale un alma para Dios, siente pavor y sudor de sangre, no se despista jamás de lo esencial, del verdadero apostolado, son profetas dispuestos a hablar claro a los poderes políticos y religiosos y están dispuestos a ser corredentores con Cristo, jugándose la vida a esta baza de Dios, aunque sin nimbos de gloria ni de cargos ni poder, ni reflejos de perfección ni santidad, muriendo como Cristo, a veces incomprendido por los suyos.

Pero a estos sacerdotes, como a Cristo, como al Padre, le duelen las almas de los hombres, es lo único que les duele y que buscan y que cultivan, sin perderse en  otras cosas, las añadiduras del mundo y de sus complacencias puramente humanas, porque las sienten en sus entrañas, sobre todo, cuando comprenden que han de pasar por incomprensiones de los mismos hermanos, para llevarlas hasta lo único que importa y por lo cual vino Cristo y para lo cual nos ordenó ir por el mundo y ser su prolongación sacramental: la salvación eterna, sin quedarnos en los medios y en otros pasos, que ciertamente hay que dar, como apoyos humanos, como ley de encarnación, pero que no son la finalidad última y permanente del envío y de la misión del verdadero apostolado de Cristo. “Vosotros me buscáis porque habéis comido los panes y os habéis saciado; procuraros no el alimento que perece, sino el alimento que permanece hasta la vida eterna”(Jn 6,26). Todo hay que orientarlo hacia Dios, hacia la vida eterna con Dios, para la cual hemos sido creados.

Y esto no son invenciones nuestras. Ha sido Dios Trino y Uno, quien lo ha pensado; ha sido el Hijo, quien lo ha ejecutado; ha sido el Espíritu Santo, quien lo ha movido todo por amor, así consta en la Sagrada Escritura, que es Historia de Salvación: ha sido Dios quien ha puesto el precio del hombre y quien lo ha pagado. Y todo por tí y por mí y por todos los hombres. Y esta es la tarea esencial de la Iglesia, de la evangelización, la esencia irrenunciable del mensaje cristiano, lo que hay que predicar siempre y en toda ocasión, frente al materialismo reinante, que destruye la identidad cristiana, para que no se olvide, para que no perdamos el sentido y la razón esencial de la Iglesia, del evangelio, de los sacramentos, que  son principalmente  para conservar y alimentar ya desde ahora la vida nueva,  para ser eternidades de Dios, encarnadas en el mundo, que esperan su manifestación gloriosa.«Oh Dios misericordioso y eterno... concédenos pasar a través de los bienes pasajeros de este mundo sin perder los eternos y definitivos del cielo”, rezamos en la liturgia.

Por eso, hay que estar muy atentos y en continua revisión del fín último de todo: Allevar las almas a Dios@, como decían los antiguos, para no quedarse o pararse en otras tareas intermedias, que si hay que hacerlas, porque otros no las hagan, las haremos, pero no constituyen la razón de nuestra misión sacerdotal, como prolongación sacramental de Cristo y su apostolado.

La Iglesiaes y tiene también  dimensión caritativa, enseñar al que no sabe, dar de comer a los hambrientos, desde el amor del Padre que nos ama como hijos y quiere que nos ocupemos de todo y de todos, pero con cierto orden y preferencias en cuanto a la intención, causa final, aunque lo inmediato tengan que ser otros servicios.... como Cristo, que curó y dio de comer, pero fue enviado por el Padre para predicar la buena noticia, esta fue la razón de su envío y misión. Y así el sacerdote, si hay que curar y dar de comer, se hace orientándolo todo a la predicación y vivencia del evangelio, por lo tanto no es su misión primera y menos exclusiva:“ Id al mundo entero y predicad el evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer, será condenado.... les acompañarán estos signos.... impondrán las manos a los enfermos y quedarán sanos Ellos se fueron y proclamaron el Evangelio por todas partes, y el Señor actuaba con ellos y confirmaba la Palabra con los signos que los acompañaban” (Mc16,15-20).

Los sacerdotes tenemos que atender a las necesidades inmediatas materiales de los hermanos, pero no es nuestra misión primera y menos exclusiva,  ni lo son los derechos humanos ni la reforma de las estructuras... sino predicar el evangelio, el mandato nuevo y la salvación a todos los hombres, santificarlos y desde aquí, cambiar las estructuras y defender los derechos humanos, y hacer hospitales y dar de comer a los hambrientos, si es necesario y  otros no lo hacen. Nosotros debiéramos formar a nuestros cristianos seglares para que lo hagan. Pero insisto que lo fundamental es «La gloria de Dios es que el hombre viva. Y la vida de los hombres es la visión de Dios» (San Ireneo).  Gloria y alabanza sean dadas por  ello a la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu  Santo,  que nos han llamado a esta intimidad con ellos y a vivir su misma vida.

Dios me ama, me ama, me ama...  y qué me importan  entonces todos los demás amores, riquezas, tesoros..., qué importa incluso que yo no sea importante para nadie, si lo soy para Dios; qué importa la misma muerte, si no existe. Voy por todo esto a amarle y a dedicarme más a Él, a entregarme totalmente a Él, máxime cuando quedándome en nada de nada, me encuentro con el TODO de todo, que es Él.

Me gustaría terminar con unas palabras de San Juan de la Cruz, extasiado ante el misterio del amor divino: «Y cómo esto sea no hay más saber ni poder para decirlo, sino dar a entender cómo el Hijo de Dios nos alcanzó este alto estado y nos mereció este subido puesto de poder ser hijos de Dios, como dice San Juan diciendo: Padre, quiero que los que me has dado, que donde yo estoy también ellos estén conmigo, para que vean la claridad que me diste, es a saber que tengan por participación en nosotros la misma obra que yo por naturaleza, que es aspirar el Espíritu Santo. Y dice más: no ruego, Padre, solamente por estos presentes, sino también por aquellos que han de creer por su doctrina en Mí. Que todos ellos sean una misma cosa de la manera que Tu, Padre, estás en Mí, y yo en  ti; así ellos en nosotros sean una misma cosa. Y yo la claridad que me has dado he dado a ellos, para que sean una misma cosa, como nosotros somos una misma cosa, yo en ellos y Tu en mí  porque sean perfectos en uno; porque conozca el mundo que Tú me enviaste y los amaste como me amaste a mí, que es comunicándoles el mismo amor que al Hijo, aunque no naturalmente como al Hijo...» (Can B 39,5).

« ¡Oh almas criadas para estas grandezas y para ellas llamadas! ¿qué hacéis?, ¿en qué os entretenéis?. Vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias. ¡Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tanta luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos, no viendo que, en tanto que buscáis grandezas y glorias, os quedáis miserables, y bajos, de tantos bienes hechos ignorantes e indignos!» (Can B, 39.7). Concluyo con S. Juan: “Dios es amor”. Todavía más simple, con palabras de Jesús:“el Padre os ama”. Repetidlas muchas veces. Creed y confiad plenamente en ellas. El Padre me ama. Dios  me ama y nadie podrá quitarme esta verdad de mi vida.

«Mi alma se ha empleado y todo mi caudal en su servicio: ya no guardo ganado ni ya tengo otro oficio, que ya solo en amar es mi ejercicio» (C B 28) Y comenta así esta canción San Juan de la Cruz: «Adviertan , pues, aquí los que son muy activos, que piensan ceñir al mundo con sus predicaciones y obras exteriores, que mucho más provecho harían a la Iglesia y mucho más agradarían a Dios, dejado aparte el buen ejemplo que  de sí darían, si gastasen siquiera la mitad de este tiempo en estarse con Dios en oración, y habiendo cobrado fuerzas espirituales en ellas; porque de otra manera todo es martillar y hace poco más que nada, y a veces nada, y aun a veces daño. Porque Dios os libre que se comience a perder la sal (Mt 5,13), que, aunque más parezca hace algo por fuera, en sustancia no será nada, cuando está cierto que las buenas obras no se pueden hacer sino en virtud de Dios» (C b 28, 3).

Perdámonos ahora unos momentos en el amor de Dios. Aquí, en ese trozo de pan, por fuera pan , por dentro Cristo,  está encerrado todo este misterio del amor de Dios Uno y Trino. Que Él nos lo explique. El sagrario es Jesucristo vivo y resucitado, en amistad y salvación permanentemente ofrecidas a los hombres. Está aquí la Revelación del Amor del Padre, el Enviado, vivo y resucitado, confidente y amigo. Para Ti, Señor, mi abrazo y mi beso más fuerte; y desde aquí, a todos los hombres, mis hermanos, sobre todo a los más necesitados de tu salvación.

DÉCIMONOVENA  MEDITACIÓN

PARA ORAR O DIALOGAR CON JESUCRISTO EUCARISTÍA

Lo he repetido muchas veces y lo repetiré todas las veces que sean necesarias: quiero amar, quiero orar; me canso de amar, me he cansado de orar; quiero orar, es que quiero amar; me he cansado de orar, es que me he cansado de amar. La oración, antes que consideración y meditación y todo lo demás, es amor, querer amar. Ése es su punto de arranque, aunque no se note ni uno sea consciente al principio. Y si se medita es para sacar amor del pozo, de la fuente, que puede ser el evangelio, un libro, tu corazón, pero si es el sagrario, es lo mejor de todo. Dice San Juan de Avila: «Y sabed que este negocio es más de corazón que de cabeza, pues el amar es el fín del pensar. Y si Dios os hace esta merced de meditación sosegada, será más durable lo que en ella sintiereis y más larga y sin pesadumbre»[7]. «Aunque el entendimiento obre poco o nada, la voluntad obra con gran viveza y ama fortiter»[8]

Y para todo esto, Jesucristo en el sagrario es el mejor maestro, el mejor libro, toda una biblioteca, todo el evangelio presente, toda la teología hecha vida. Por eso nos dice el Doctor Místico: «todo ejercicio de la parte espiritual y de la parte sensitiva, ahora sea en hacer, ahora en padecer, de cualquiera manera que sea, siempre le causa más amor y regalo de Dios como habemos dicho; y hasta el mismo ejercicio de oración y trato con Dios, que antes solía tener en consideraciones y modos, ya todo es ejercicio de amor» (Can B 28, 9).

Bien es verdad que el santo aquí se refiere  a un grado más elevado de oración que la meditación,  pero hacia aquí apunta la oración por sí misma, desde el principio, aunque uno no sea consciente de ello, pero conviene que lo sepa el mismo orante y los directores de grupos de oración, que a veces creen que si no se habla o leen reflexiones o se dicen cosas bonitas, no se ha orado; es más, quieren medir la altura de oración según las frases bonitas que se digan... o que si no se aprenden o se realizan técnicas de relajación o métodos de reflexión, no hay oración. Por eso nos dirá San Juan de la Cruz que la oración no se mide por las revelaciones, ni locuciones ni éxtasis sino por los frutos de  humildad en las personas que la tienen y este era su criterio para distinguir a los verdaderos y falsos orantes. Y ya sabemos la definición teresiana de oración: «que no es otra cosa oración sino tratar  de amistad, estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama».  Tres notas de la amistad aparecen en esta definición tan breve de Santa Teresa.

3. 1. 1.- Yo  aconsejaría empezar saludando al Señor,  o como se dice ordinariamente, poniéndonos en presencia:  en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. En el nombre del Padre que me soñó para una eternidad con Él, me ha dado la existencia, me da la vida esta mañana. Del Hijo que me amó hasta entregar su vida por mí, me quiso como amigo y sigue dándose en cada eucaristía, en cada sagrario. Del Espíritu Santo que me santifica, me trae el amor y la gracia y la ayuda de mi Dios: Señor, ábreme los labios y el corazón y la inteligencia y todo mi ser, para que te alabe y bendiga y reciba la fuerza de mi Dios y toda mi vida sea Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. En el nombre del Padre que me da la vida: si existo es que el Padre me ama; del Hijo que vino y se quedó para siempre en la Eucaristía para llevarnos a la intimidad de los Tres; del Espíritu, que es la misma Vida y Amor Personal de los Tres comunicado a los hombres.... Por eso, proclamarás con total confianza y gozo al empezar este encuentro, aunque todavía muy a oscuras y sin vivencia sentida de amor: GLORIA AL PADRE, AL HIJO Y AL ESPÍRITU SANTO,  quiero hacer de mi vida una ofrenda agradable a la Santísima Trinidad, para eso estoy aquí y empiezo este rato de amistad y oración.

 

3. 1. 2.- Luego orar dos o  tres oraciones fijas, para no dudar nunca en los comienzos, siempre igual, con ideas y sentimientos diferentes, los que el Señor te inspire; la primera oración fija puede ser a la Stma. Trinidad:  la invocación a la Santísima Trinidad de Sor Isabel de la Trinidad: «Oh Dios mío, Trinidad a quien adoro, ayudadme a olvidarme enteramente de mí..» u otra más breve, dejándote llevar por sus sentimientos y expresiones; una segunda oración fija puede ser una invocación al Espíritu Santo para que nos ayude en la oración y nos lleve de la mano: «Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles...», lo vas diciendo despacio, meditando sus conceptos, sus peticiones, porque no se trata de aprenderlo sino de orarlos. Mira a ver si te gusta esta oración al Espíritu Santo, rezada despacio y meditándola:

«Oh Espíritu Santo, Fuego de mi Dios, Alma de mi alma, Vida de mi vida, Amor de mi alma y de mi vida, yo te adoro.

Quémame, ábrasame por dentro con tu Fuego transformante y conviérteme  por una nueva encarnación sacramental en humanidad supletoria de Cristo, para que Él renueve en mí y prolongue  todo su misterio de salvación: quisiera reproducir a Cristo ante la mirada de Dios y de los hombres,  como Adorador del Padre, como Salvador de los hombres, como Redentor del mundo.

Inúndame, lléname, poséeme, revísteme de sus mismos sentimientos y actitudes sacerdotales; haz de toda mi vida una ofrenda agradable a la Santísima Trinidad, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida.

Oh Espíritu Divino, Amor, Alma y Vida de mi Dios, ilumíname, guíame, fortaléceme, consuélame, fúndeme en amor trinitario, para que sea amor Creador de vida en el Padre,  amor Salvador de vida por el Hijo y amor Santificador con el Espíritu Santo,  para alabanza de gloria de la Trinidad y salvación de los hombres, mis hermanos. Amén»

La tercera oración fija va dirigida a Jesucristo Eucaristía:  con la letra de algún canto eucarístico u oración que te guste, o con  el «Adoro te devote, latens Deitas», «Jesu, dulcis memoria, dans vera cordis gaudia, sed super me et omnia, ejus dulcis praesencia», traducidos al español, porque son  preciosos: «Oh Jesús, mi dulce recuerdo, que das los verdaderos gozos del corazón, tu presencia es más dulce que la miel y todas las cosas. No se puede cantar nada más suave, ni oir nada más alegre, ni  pensar nada más dulce que Jesús, Hijo de Dios. Jesús, Tú eres la esperanza para los arrepentidos,  generoso para los que te suplican,  bueno para todos los que te buscan y qué decir para los que te encuentran. La lengua no sabe decir ni la letra puede escribir lo que es amar a Jesús, sólo puede saberlo el que lo experimente. Sé Tú, Jesús, nuestro gozo, nuestro último premio; haz que nuestra gloria esté siempre en Tí por todos los siglos».

También puedes rezar: «Sagrado banquete en que  Cristo es nuestra comida, se celebra el memorial de su pasión, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura...», siempre despacio y meditando e interiorizando sus conceptos, contándole tu vida de ayer y lo que piensas hacer hoy, suplicando, pidiendo perdón y ayuda... Eucaristía  Divina, tu lo has dado todo por mí, también yo quiero darlo todo por tí, porque para mí tu lo eres todo, yo quiero que lo seas todo. Jesucristo, yo creo en Tí. Jesucristo, yo confío en Tí. Jesucristo, Tú eres el Hijo de Dios. O también: « ¡Eucaristía divina, cuánto te deseo, cómo te  busco, con qué hambre de Tí camino por la vida, qué nostalgia de mi Dios todo el día! Jesucristo Eucaristía, quiero verte para tener la Luz del Camino, la Verdad y la Vida; Jesucristo Eucaristía, quiero comulgarte para tener tu misma Vida, tu mismo Amor, tus mismos sentimientos; y en tu Entrega Eucarística, quiero hacerme contigo una ofrenda agradabe al Padre, cumpliendo tu voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida. Quiero entrar así en el Misterio de mi Dios Trino y Uno, por la potencia de Amor del Espíritu Santo».

 

 3. 1. 3.- Te repito que aunque lleve años y años haciendo oración, el tener un esquema propio y fijo de oración facilita mucho el comienzo de la misma... luego tú lo vas rellenando de tus propias ideas, sentimientos, peticiones, sanas distracciones, pero sabes siempre donde volver y retomar el diálogo con el Señor, para no dudar continuamente en los comienzos o al medio o al final, para saber cómo hay que comenzar siempre, porque, al principio, el simple estar en su presencia, el simple mirar o contemplar es difícil por muchos motivos y se necesitan ayudas para estar ocupados y no distraerse.

Puedes valerte de jaculatorias, versículos breves de las Horas, oraciones litúrgicas o hechas por otros que a tí te gusten o te digan algo. Finalmente y siempre, como cuarta invocación, oración o encuentro fijo: la invocación a la Virgen, nuestra madre y modelo en la fe y en la oración y en el amor y en todo, con antífonas preciosas según los tiempos litúrgicos, sobre todo en latín, que puedes traducir, o cantos o súplicas populares: «Oh Señora mía, oh madre mía, yo me ofrezco enteramente a tí, y en prueba ...», o con alguna invocación personal: « ¡Hermosa nazarena! Virgen guapa, Madre del alma, cuánto me quieres, cuánto te quiero! Gracias por haberme dado a tu hijo, gracias por haberme llevado hasta Él; y gracias también por querer ser mi madre, mi madre y mi modelo; gracias», poniéndola como intercesora y modelo, suplicándole, confiando totalmente en ella como madre, contándole tus sufrimientos, tus alegrías, tus dudas.

3. 1. 4.- Es conveniente tener y empezar siempre con un esquema oracional elemental, como camino de diálogo y encuentro con Dios, que debes recorrer y orar  todos los días, al cual y en cada una de las partes, puedes y debes ir añadiendo todos los pensamientos y deseos que te  inspire el Señor, parándote en ellos, sin prisas, de tal modo que si se termina el tiempo de oración y no has cumplido todo el esquema ordinario, no pasa nada. Pero es necesario y es una ayuda para toda tu vida tener un esquema oracional para no estar indeciso o perderte en tu oración diaria. Porque ir a la oración todos los días a pecho descubierto, o como dicen algunos,  permanecer en quietud y simple mirada, eso supone mucho camino andado, mucha oración  y mucha purificación de sentido realizada. Y a mi parecer esto no es ordinario en los comienzos y tampoco es fácil. Si lo tienes ya, es un don de Dios, porque ya supone estar bastante poseído por el amor de Cristo.

 

3. 1. 5.- Importantísimo, esencial: a continuación  de todo esto que hemos dicho, tiene que hacerse  revisión de vida ante el Señor, fija y todos los días y para toda la vida, de tres o cuatro materias esenciales para tu vida cristiana y evangélica: soberbia, caridad fraterna, control de la ira, castidad.... para tu unión, santidad o encuentro con Cristo, para amar a Dios sobre todas las cosas, especialmente sobre el amor que nos tenemos a nosotros mismos, porque nos preferimos a Dios a cada paso. Y siempre que diga revisión de vida, estoy diciendo también petición de gracia, de luz, de fuerza para hacerla y vivirla, descubrir los peligros y las causas  principales de las caídas, el comportamiento con las personas...Donde hay pecado, aunque sea venial, no puede estar en plenitud el amor de Dios y el conocimiento de su amor: “En esto sabemos que conocemos a Cristo: en que guardamos sus mandamientos. Quien dice: yo lo conozco, y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso, y la verdad no está en él. Pero quien guarda su palabra, ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud. En esto conocemos que estamos en Él. Quien dice que permanece en Él debe vivir como vivió Él” (1Jn 2, 3-6).

Todos los días y a todas horas y en toda oración, hay que revisarse de la soberbia, pecado original, causa y principio de todos los pecados, que es este amor que me tengo a mí mismo, me quiero más que a Dios y a todos los hombres, revisar sus manifestaciones diversas en amor propio, vanidad, ira...etc; después de la soberbia, la caridad, el amor fraterno en sus diversas manifestaciones: negativa: no criticar, no hacer daño de palabra ni de obra, no despreciar a nadie; positiva: pensar bien de todos, hablar bien y hacer el bien a todos, reaccionar perdonando ante las ofensas (amando es santidad consumada) generosidad...etc.

No olvidar jamás que el amor a Dios pasa por el amor a los hermanos, porque así lo ha querido Él:“Y nosotros tenemos de Él este precepto: que quien ama a Dios ame también a su hermano” (1Jn 4, 2). Por favor, no olvides esto y todos los días examinate dos o tres veces de este capítulo. En esto Cristo es muy sensible y exigente. Lo tenemos mandado por el Padre y por Él mismo: “Amarás al Señor... y al prójimo como a tí mismo”, “ éste es mi mandamiento, que os améis unos a otros como yo os he amado”. Olvidar estos mandamientos del Señor es matar la oración incipiente, no avanzar o dejarla para siempre. S. Juan, el apóstol místico, por penetrar y conocer a Dios por el amor, por el conocimiento de amor, nos lo dice muy claro:  “Carísimos, amémosnos unos a otros porque la caridad procede de Dios, y todo el que ama es nacido de Dios y a Dios conoce. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor... A Dios nunca le vio nadie; si nosotros nos amamos mutuamente, Dios permanece en nosotros y su amor es en nosotros perfecto” ( 1Jn 4, 7-8; 12).

Repito una vez más y todas las que sean necesarias: para vivir la caridad hay que matar el amor propio, el amor desordenado a uno mismo. Y esto es una cruz que hay que tomar al coger el camino de la oración, que es  camino de amor a Dios y a los hermanos. Luego hay que revisar ese defecto más personal, que todos tenemos y que, por estar tan identificados con él, no es fácil descubrirlo, porque siempre hay excusas fáciles, -es que soy así- pero hacemos daño con él a los hermanos. Es fácil descubrirlo, cuando personas que te quieren, coincidan en decirte y en insistir en alguno concreto, por allí va la cosa ...

Esta oración-revisión-conversión tiene que durar ya  toda la vida, porque santidad es igual a conversión permanente. Si uno quiere «amar y servir», hacer de la propia vida una ofrenda agradable a Dios y esto es el cristianismo, si uno quiere mantener  activo ese amor y no pasivo y de puro nombre, hay que orar todos los días para convertirse del amor a uno mismo y a las criaturas al amor de Dios. O amamos a Dios o a nosotros mismos, a las criaturas. Si quiero orar es porque quiero amar a Dios sobre todas las cosas. Si vivo en pecado, ni el amor ni el conocimiento verdadero de Dios puede estar en mí, como lo dice muy claro San Juan: “Y todo el que tiene en Él esta  esperanza, se purifica, como puro es Él. El que comete pecado traspasa la ley, porque el pecado es transgresión de la ley. ... Todo el que permanece en Él no peca, y todo el que peca no le ha visto ni le ha conocido” ( 1Jn 3, 3-6).

Cuando uno no quiere convertirse o amar a Dios, o se cansa de hacerlo, entonces ya no necesita ni de la oración ni de la eucaristía ni de la gracia ni de Cristo ni de Dios. El amor a Dios negativamente consiste en no ofenderle, no pecar: “Pues éste es el amor de Dios, que guardemos sus preceptos. Sus preceptos no son pecado” (1Jn 5, 3).  Para mí que esta es la causa principal por lo que se deja este camino de la oración y de la santidad. Por eso, muchos no hacen oración o les aburre o les cansa y terminan dejándola. La oración hay que concebirla como un deber, como trabajo, absolutamente necesario para llegar a amar a Dios, que hay que hacer, te guste o no te guste, haga calor o frío, estés inspirado o aburrido, como tienes que trabajar en tu profesión o comer o estudiar, porque si no lo haces, te mueres o te suspenden. No valen las excusas de ningún tipo para no hacerla. Si no lo haces,  por la causa que sea, te mueres espiritualmente. Por eso te ayudará  tener un esquema fijo, una hora fija, si es posible, siempre a la misma hora, porque, si la dejas para cuando tengas tiempo, no lo tendrás nunca.

 

3. 1. 6.- Después de esta revisión, un capítulo que no puede faltar todos los días es la oración de intercesión, las peticiones, acordarse de las necesidades de los hermanos, de los problemas de la Iglesia, la santidad, la falta de vocaciones, tu parroquia, tu familia, amigos... Todo esto hay que hacerlo despacio, y pensando y meditando todo lo que se te ocurra, hablándole al Señor de tus problemas, de tu vida, pidiendo luz y gracia sobre lo que tienes que hacer, sin desanimarte jamás, y si un día estás inspirado, te paras y te quedas con cualquier oración o revisión todo el tiempo que quieras....eso es oración, eso es trato de amistad con el Señor, por lo menos, una forma, aunque te parezca que no haces nada o que estás perdiendo el tiempo.

3. 1. 7.- Ya hemos terminado las oraciones introductorias, la revisión de vida, el pedir luz, fuerzas, gracias del Señor para nosotros y los demás, y  ahora, ¿qué?  Pues ahora lo que más te ayude a encontrarte con Cristo, a dialogar más con El Y para esto, como te decía antes, EL EVANGELIO, las palabras y hechos salvadores de Jesús es el mejor camino; también los buenos libros, los salmos...,  libertad absoluta, no se le pueden imponer caminos al amor, a los que quieren amar, a los que aman. Haz lo que te pida el corazón. “María guardaba todas estas cosas meditándolas en su corazón” (Lc 2, 19).

Amando, metiéndolo todo en su corazón fue como nuestra Madre fue comprendiendo lo que acontecía en torno a Jesús y a ella y que racionalmente la desbordaba. Pero amando uno se identifica con el objeto amado. No olvides lo que te he repetido y repetiré más veces en este libro: la oración es querer amar a Dios, no digo amar sino querer amar, que eso es ya amor,  porque, al principio, el alma está muy flaca y no tiene fuerzas ni sabe amar a Dios, solo sabe amarse a sí misma, y si sólo intentamos tocarlo con el entendimiento, no llegamos de verdad hasta Él: «Y porque la pasión receptiva del entendimiento solo puede recibir la inteligencia desnuda y pasivamente, y esto no puede sin estar purgado, antes que lo esté, siente el alma menos veces el toque de la inteligencia que el de la pasión de amor » (N  II,13,3). Aunque San Juan de la Cruz se refiere a una oración elevada, vale para los grados inferiores también. Por eso, siempre hay que caminar hacia el amor, es lo mas importante, lo definitivo.

«De donde es de notar que, en tanto que el alma no llega a este estado de unión de amor, le conviene ejercitar el amor así en la vida activa como en la contemplativa......porque es más precioso delante de él y de el alma un poquito de este puro amor y más provecho hace a la Iglesia, aunque parece que no hace nada, que todas esas otras obras juntas» (C B 28,2).  (Ojo! Que no lo digo yo,  lo dice San Juan de la Cruz, para mí el que más sabe o uno de los que más saben de estas cosas de oración y del amor a Dios y a los hermanos y  vida cristiana y  evolución de la gracia.

 

3. 1. 8.- La oración conviene hacerla siempre a la misma hora, hora fija de la mañana o tarde, cuando te venga mejor, pero hora fija, como te he dicho, porque si lo dejas para cuando tengas tiempo, nunca lo tendrás;  hay que hacerla todos los días,  haga frío o calor, esté uno seco o fervoroso, esté en pecado o en gracia, tengas tiempo o no, porque para Dios siempre hay que tenerlo, porque Él siempre lo ha tenido y lo tiene para nosotros. Él debe ser  lo primero y lo absoluto de nuestra vida y esto lo hacemos realidad todos los días dedicándole este tiempo de oración, que es amarle sobre todas las cosas.

Y esto que te he dicho, hay que hacerlo siempre, aunque uno llegue a la suprema unión con Dios, hasta el éxtasis, porque nunca hay que fiarse del propio yo, que se busca siempre a sí mismo, se tiene un cariño inmenso, por lo cual hay que tener mucho cuidado y vigilarlo todos los días. La hora y el tiempo de oración, que sean fijos y determinados: un cuarto de hora, luego veinte minutos, luego veinticinco, media hora... pero sin volver atrás, aunque te cueste o te aburras, todo es amor, todo es  cuestión de querer amar y si quieres amar, ya estás amando, ya estás haciendo oración, aunque tengas distracciones, aburrimiento...ya pasarán, porque Dios te ama más.

Si eres fiel a este rato de diálogo y oración con el Señor, pronto llegarás a cierto nivel o estar con Él, donde todo te será más fácil, en que te sentirás bien. Y si sigues avanzando, luego incluso no necesitarás de libros ni de ayudas para encontrarte con Él, ya no necesitarás leer el evangelio o libro alguno, porque el diálogo te saldrá espontáneo y largo y afectuoso y ya no se acaba nunca, se ha pasado de la oración discursiva a la afectiva y luego de ésta pasará, mejor, el Espíritu de Dios te llevará hasta la oración  contemplativa. En esta oración, el Verbo de Dios llenará de luz y salvación y ternura tu corazón y tu alma y todas tus facultades, porque ha empezado a comunicarse personalmente por su presencia y vivencia más íntimas y no eres tú el que tienes que pensarlo o descubrirlo sino que Él ya se te da y ofrece sin necesitar la ayuda de tus raciocinios o afectos para andar este camino. Y empiezan las ansias de verle, amarle, poseerle más y mas...  «Descubre tu presencia, y máteme tu rostro y hermosura, mira que la dolencia de amor ya no se cura, sino con la presencia y la figura» (C.11).

Desde esta vivencia, cada día más profunda, irás descubriendo que tú eres sagrario, que tú estás habitado, que  los Tres te aman y viven su misma vida trinitaria dentro de tí y te hacen partícipe por gracia de su misma vida de Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, que es Volcán de Espíritu Santo eternamente echando fuego y renovándose en un ser eterno de ser en sí y por sí mismo beso y abrazo entre los Tres, sin mengua ni  cansancio alguno, porque tu has empezado a ser, mejor dicho, siempre lo has sido, pero ahora Dios quiere que seas consciente de su Presencia en tu alma, sagrario de Dios, templo de la misma Trinidad, dándote experiencia de Sí mismo y  metiéndote en el círculo del amor trinitario, en cuanto es posible en esta vida.

Y en este momento, por su presencia de amor, tú eres el templo nuevo de la nueva alianza, la nueva casa de oración habitada por la Stma. Trinidad, porque el Verbo, por el pan de eucaristía, te habita, y la Presencia Eucarística te ha llevado a la Comunión Trinitaria por una comunión eucarística continuada y permanente de amor en los Tres y por los Tres;  tú ya eres Trinidad por participación, en cuanto es posible y esto te desborda, te extasía, te saca de tí mismo, de tus moldes y capacidades de entender y amar y gozar y esto me parece que se llama éxtasis.. Y entonces ya... «Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el amado, cesó todo y dejéme, dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado» (C. 8). 

Porque a estas alturas, la contemplación de  Dios te impide meditar, porque es mucho lo que Él quiere decirte y tú tienes que escuchar del Verbo de Dios, aprender de la Palabra eterna llena de Amor, con la que el Padre se dice eternamente a Sí Mismo en canción y silabeo gustoso y eterno de Amor de Espíritu Santo en el Hijo que ahora la canta para tí; ahora que ya estás  preparado, después de largos años de purificación y adecuación de las facultades sensitivas, intelectivas y volitivas, que te han dispuesto para la intimidad divina, sin imperfecciones o impurezas o limitaciones, ahora la oración es presencia permanente de diálogo y presencia de Dios. «Bien sé que tres en sola una agua viva- residen, y una de otra se deriva,- aunque es de noche. Aquesta eterna fonte está escondida- en este vivo pan por darnos vida,- aunque es de noche» (La fonte 10 y 11) .

Él te hablará sin palabras  y tú le responderás sin mover los labios: simplemente te sentirás habitado, amado, sentirás su Verdad hecha Fuego de Amor en tu corazón, en fe luminosa, en Anoticia amorosa@, sentirás que Dios te ama  y tú, al sentirte amado por el Infinito, repito, no solo creerlo, sino sentirlo, vivirlo, experimentarlo, pero  de verdad, no por pura  imaginación o ilusión,  ya no tengo que decirte nada, porque lo demás ya no existe; ¿qué tiene que ver todo lo presente con lo que nos espera y que ya ha empezado a hacerse presente en tí? Ante este descubrimiento, lleno de luz y de gozo y de plenitud divina, lo presente ya no existe y ha empezado la eternidad,  te habrás descubierto también en Dios eternamente pronunciado en su Palabra y escrito en su corazón por el fuego de su mismo Espíritu de Amor Personal.

       «Entreme dónde no supe- y quedéme no sabiendo, - toda ciencia trascendiendo.  Yo no supe donde entraba,- pero, cuando allí me vi,- sin saber dónde me estaba,- grandes cosas entendí;- no diré lo que sentí,- que me quedé no sabiendo,- toda ciencia trascendiendo. Y si lo queréis oir, - consiste esta summa sciencia- en un subido sentir- de la divinal Esencia;- es obra de su clemencia- hacer quedar no entendiendo,- toda ciencia trascendiendo» ( Entréme donde no supe,1 y 10).

Te sentirás palabra del Padre en la Palabra, dicha con Amor Personal del Padre, que es Espíritu Santo.  Descubrirás que si existes, es que Dios te ama, y  te ha preferido a millones y millones de seres que no existirán nunca, y  ha pensado en tí para una eternidad de gozo; por eso tu vida es más que está vida, más que este tiempo, tu vida es un misterio que solo se explica y se puede vivir desde Dios. En este grado de oración, el cielo está ya dentro de tí,  porque el cielo es Dios y Dios está dentro de tí; Él te llena y te habita, siempre estaba por la gracia, pero ahora lo sientes, te sientes habitado por los Tres, por la  Santísima Trinidad:  “ Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él”. “No sabéis que sois templos de Dios y el Espíritu Santo habita en vosotros?». No son poesías, es el evangelio en esas partes que no conocemos porque no las vivimos o que no se comprenden hasta que no se viven.  Aquí no valen títulos ni teologías ni doctorados ni técnicas de ningún tipo..., es terreno sagrado, hay que descalzarse, porque Dios no revela  su intimidad a cualquiera sino a sus amigos, como a Moisés.

Anímate a hacer tu oración todos los días, si es posible ante el sagrario, no es por nada, es que allí Él lleva dos mil años esperándote. Y aunque está en más sitios, aquí está más singularmente presente, esperándote. Además, al hacerlo ante el sagrario, estás demostrando que crees no sólo esa parte del evangelio que está meditando sino todo el evangelio que tienes presente en Cristo Eucaristía, demuestras simplemente con tu presencia que tienes presente y crees todo el misterio de Dios,  todo lo que Cristo ha dicho y ha hecho, porque está presente Él mismo, todo entero, todo su evangelio, todos sus misterios, en Jesucristo Eucaristía. «Oh llama de amor viva, qué tiernamente hieres de mi alma en el más profundo centro, pues ya no eres esquiva, acaba ya si quieres, rompe la tela de este dulce encuentro» (Ll.1).

Qué bien reflejan estos versos de S. Juan de la Cruz el deseo de muchas almas, -- yo las tengo en mi parroquia--, almas que desean el encuentro transformante con Cristo. Al contemplar esta unión que Dios tiene preparada para todos, exclama: «¡Oh almas criadas para estas grandezas y para ellas llamadas!, ¿qué hacéis?, ¿en qué os entretenéis? Vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias. ¡ Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tan gran luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos, no viendo que, en tanto que buscáis grandezas y glorias, os quedáis miserables y bajos, de tantos bienes hechos ignorantes e indignos! (C 39, 7).

¿Podría extenderse esta queja del santo Doctor hasta nosotros, cristianos injertados en Cristo, sacerdotes, religiosos y obispos de la Iglesia de Dios? ¿Tendría sentido esta queja del doctor místico entre los que han sido elegidos para conducir al pueblo santo de Dios? ¿Deben ser  hombres de oración  los guías y montañeros de la escalada de la santidad y de la vida cristiana? ¿Vivimos en oración y conversión permanente?

Estas preguntas, por favor, no son una acusación, son unos interrogantes para que tendamos siempre hacia las cumbres maravillosas para las cuales Dios nos ha creado.       

VIGÉSIMA MEDITACIÓN

 

LA EUCARISTÍA, LA MEJOR ESCUELA DE ORACIÓN Y SANTIDAD  SE CONVIERTE EN LA MEJOR ESCUELA DE APOSTOLADO

 

A) La Eucaristía, como sacrificio, es presencialización del misterio salvador del Padre, realizado y presencializado por el Hijo, Jesucristo, en su mismo Espíritu de amor de Espíritu Santo, con sus mismos sentimientos y actitudes sacerdotales de adoración  al Padre y salvación de los hombres, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida.

 

B) La Eucaristía, como comunión, es comer a Cristo para vivir su vida, es alimento  y ayuda permanente del Señor, que nos fortalece y comunica su envío al mundo por el Padre, en comunión de sentimientos, de vida y misión con Él: “quien me come vivirá por mí”.

 

C) La Eucaristía, como sagrario, es amistad ofrecida y presencia  permanentes de Cristo que nos reúne“para estar con el y enviarnos a predicar”; “me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”.

 

«Hace falta, pues, que la educación en la oración se convierta de alguna manera en un punto determinante de toda la programación pastoral» (NMI 34). Hoy que se habla tanto de compromiso solidario y del voluntariado con los más pobres, una persona que ha trabajado hasta la muerte por los más pobres, que son los moribundos y  los niños abandonados en las calles nos habla de la necesidad absoluta de la oración para ver a Cristo en esos rostros y poder trabajar cristianamente con ellos. Lo dice muy claro la Madre Teresa de Calcuta:

«No es posible comprometerse en el apostolado directo sin ser un alma de oración. Tenemos que ser conscientes de que somos uno con Cristo, como Él era consciente de que era uno con el Padre. Nuestra actividad es verdaderamente apostólica sólo en la medida en que le permitimos que actúe en nosotros a través de nosotros con su poder, con su deseo, con su amor».[9]

“He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Y Jesús es Verdad y es la Verdad y no puede engañarnos y lo está cumpliendo a tope en la Eucaristía. La dificultad estriba más en nosotros que en el amor y los deseos de Jesús. Porque a Él le sobran entrega y ganas de seguir amando y salvando a los hombres, pero a nosotros no nos entra en la cabeza, que el Verbo de Dios, el amado eterna e infinitamente por el Padre e igualmente amante infinitamente en el mismo Espíritu Santo, “ tenga sus delicias en estar con los hijos de los hombres”, que somos como somos, finitos, limitados y que fallamos a cada paso. En cada misa Cristo nos dice: te quiero, os quiero y doy la vida por ti y por todos los hombres, y mi mayor alegría es que creas en mí y me sigas, que me metas en tu corazón, para que vivamos unidos una misma vida, la mía que te regalo, para que se la entregues a los hermanos, a todos los hombres; toma este pan y  cómeme, soy yo,  este es mi cuerpo que se entrega por tí... al comer mi carne, comes mis actitudes y sentimientos y  debes vivir en mí y   por mí y así debes entregarte a los hombres y así te harás igual a mí y serás hijo en el Hijo y el Padre ya no distinguirá entre los dos, y, estando unidos, verá en tí al Amado, en quien ha puesto  sus complacencias. Y entonces, Cristo, a través de nuestra humanidad supletoria, que se la prestamos, seguirá salvando a los hombres, renovando todo su misterio de Salvación y  Redención  del mundo, cumpliendo la voluntad del Padre, con amor extremo, hasta dar la vida, pero en nosotros y por nosotros. Esta presencia de Cristo enviado y apóstol es en nosotros sacerdotes una  realidad  ontológica, por el sacramento del Orden: «por la imposición de las manos y de la oración consacratoria del Obispo, se transforma en imagen real, viva y transparente de Cristo Sacerdote: una representación sacramental de Jesucristo Cabeza y Pastor» (PDV. 15).

Toda la vida de Cristo, toda su salvación y evangelio y misión se  presencializan en cada misa  y  por la comunión nos comunica todos sus misterios de vida y misión y salvación, y así nos convertimos en humanidades supletorias de la suya, que ya no puede actuar, porque quedó destrozada y ahora, resucitada, ya no es histórica y temporal como la nuestra: “El que me come vivirá por mí”.” Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo los amó hasta el extremo...”  Hasta el extremo de su fuerza, de su amor, de su sangre.... Hasta el dintel de lo infinito, de lo divinamente intransferible nos ha amado Cristo Jesús. Así debemos amarle. Quien adora, come o celebra bien la eucaristía termina haciéndose eucaristía perfecta.

Y ahora uno se pregunta lo de siempre: Pero qué le puedo yo dar a Cristo que Él no tenga. No entendemos su amor de entrega total al Padre por nosotros desde el seno de la Trinidad:  “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios... Aquí estoy para cumplir tu voluntad.”. Cristo se queda en el sagrario para buscar continuadores de su tarea y misión salvadora. Por eso la eucaristía, como encarnación continuada de Cristo y aceptada por el Padre, también es obra de los Tres; es obra del Padre, que le sigue enviando para la salvación de los hombres; del Hijo que obedece y sigue aceptando y salvando a los hombres por la celebración de la Eucaristía; del Espíritu Santo, que formó su cuerpo sacerdotal y victimal en el seno de María y ahora, invocado en la epíclesis de la misa,  lo hace presente en el pan.    

En la eucaristía se nos hace presente el proyecto salvador del amor trinitario del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo; en el Hijo, «encarnado»  en el pan, con fuerza y amor de Espíritu Santo, se nos hacen presentes las Tres Divinas Personas y también toda la historia de Salvación y todo su amor eterno y salvador para con nosotros. Todo esto, el entender este exceso de amor, esta entrega tan insospechada, extrema y gratuita de los Tres en el Hijo, nos cuesta mucho a los hombres, que somos limitados y  finitos en amar, que  somos calculadores en nuestras entregas, que, en definitiva, ante este amor infinito, no somos nada, ni entendemos nada,  si no fuera por la fe, que oscuramente nos da noticias de este amor. Y digo oscuramente, no porque la fe, la luz de Dios, la comunicación no sea clara y manifiesta, sino porque nuestras pupilas humanas tienen miopía y cataratas de limitaciones humanas para ver y comprender la luz divina y por su misma naturaleza nuestro entendimiento y nuestro corazón no están capacitados y preparados y adecuados para tanta luz y tanto amor. Es el exceso de luz divina, que excede como rayo a las pupilas humanas de la  razón, lo que impide ver a nuestros ojos, que no están acostumbrados a estas verdades y resplandores y amores, y, por eso, hay que purificar, limpiar criterios y afectos, adecuar las facultades, que diría San  Juan de la Cruz.

Por eso, para comprender esta realidad en llamas, que es  la Eucaristía, el Señor tiene que limpiar todo lo sucio que tenemos dentro, toda la humedad del leño viejo y de pecado que somos, tanta ignorancia de lo divino, de lo que Dios tiene y encierra para sí y para nosotros. Como dice San Juan de la Cruz, primero hay que acercar el leño al fuego de la oración; nosotros tenemos que acercarnos al fuego de Cristo, mediante la oración eucarística, para que nos vaya contagiando su fuego y sus ansias apostólicas, desde el Padre que le sigue enviando continuamente por amor y ternura eterna hacia el hombre.

Por esta causa, la Eucaristía es también amor extremo del Padre “que tanto amó al mundo que entregó a su propio Hijo...”; luego, el fuego de la oración, que es unión con Dios, lo empieza a calentar y a poner a la misma temperatura que el fuego, para poder quemarlo y  transformarlo, pero para eso y antes de convertirse en llama de amor viva, el fuego pone negro el madero antes de prenderlo: son las noches y las purificaciones.. Lo explica muy bien San Juan de la Cruz: «Lo primero, podemos entender cómo la misma luz y sabiduría amorosa que se ha de unir y transformar en el alma es la misma que al principio la purga y dispone; así como el mismo fuego que transforma en sí al madero, incorporándose en él , es el que primero le estuvo disponiendo para el mismo efecto» ( N II 3).

Aunque San Juan de la Cruz se refiere a la oración en general, pero contemplativa, vale para todo encuentro con Cristo, especialmente eucarístico: «De donde, para mayor claridad de lo dicho y de lo que se ha de decir, conviene aquí notar que esta purgativa y amorosa noticia o luz divina que aquí decimos, de la misma manera se ha en el alma purgándole y disponiéndola para unirla consigo perfectamente, que se ha el fuego en el madero para transformarle en sí; porque el fuego material, en aplicándose al madero, lo primero que hace es comenzarle a secar, echándole la humedad fuera y haciéndole llorar el agua que en sí tiene; luego le   va poniendo negro, oscuro y feo y aun de mal olor y  yéndole secando poco a poco, le va sacando luz y echando afuera todos los accidentes feos y oscuros que tiene contrarios al fuego, y finalmente, comenzándole a ponerle hermoso con el mismo fuego; en el cual término, ya de parte del madero ninguna pasión hay ni acción propia, salva la gravedad y cantidad más espesa que la del fuego, porque las propiedades de fuego y acciones tiene en sí; porque está seco, y seco está; caliente, y caliente está; claro y esclarece; está ligero mucho más que antes, obrando el fuego en él esta propiedades y efectos»  (IIN 13, 3-6).

Por esto mismo la escuela de la oración eucarística se convierte en la escuela más eficaz de apostolado, purificando y quitando los pecados del apóstol, que impiden la unión de los sarmientos a la vid para dar fruto, y le ilumina a la vez con el fuego del amor para lanzarle a la acción. Y, cuando el fuego prende al madero, al apóstol, entonces se hace una misma llama de amor viva con Él, es ascua viva y encendida en su fuego de  Amor de Espíritu Santo:  Dios y el hombre en una sola realidad en llamas, el que envía y el enviado, la misión y la persona, el mensaje y el mensajero: «¡Oh llama de amor viva, / qué tiernamente hieres/ de mi alma en el más profundo centro!» Son todos los verdaderos santos apóstoles, sacerdotes, religiosos, padres de familia...que han existido y seguirán existiendo.

Juan Pablo II en su Carta Apostólica NMI. ha insistido repetidas veces en la oración como fundamento y prioridad de la acción pastoral: «Trabajar con mayor confianza en una pastoral que dé prioridad a la oración, personal y comunitaria, significa respetar un principio esencial de la visión cristiana de la vida: la primacía de la gracia. Hay una tentación que insidia siempre todo camino espiritual y la acción pastoral misma: pensar que los   resultados dependen de nuestra capacidad de hacer y programar. Ciertamente, Dios nos pide una colaboración real a su gracia y, por tanto, nos invita a utilizar todos los recursos de nuestra inteligencia y capacidad operativa en nuestros servicios a la causa del Reino. Pero no se ha de olvidar que sin Cristo “no podemos hacer nada” (cf. Juan 15, 5). La oración nos hace vivir precisamente en esta verdad. Nos recuerda constantemente la primacía de Cristo y, en relación con Él, la primacía de la vida interior y de la santidad».[10]

Lo dice muy bien el Responsorio breve de II Vísperas del Oficio de Pastores: « V. Éste es el que ama a sus hermanos * El que ora mucho por su pueblo. R.  El que entregó su vida por sus hermanos.* El que ora mucho por su pueblo».

 Para comprender y saber de Eucaristía, hay que estar en llamas, como Cristo Jesús, al instituirla; aquella noche del Jueves Santo, el Señor no lo podía disimular,  le temblaba el pan en las manos, qué deseos, qué emoción..., y por eso mismo,  qué vergüenza siento yo de mi rutina y ligereza al celebrarla, al comulgar y comer ese pan ardiente, en visitarlo en el sagrario siempre con los brazos abiertos al amor y a la amistad. Si uno logra esta unión de amor con el Señor, entonces uno no tiene que envidiar a los apóstoles ni a los contemporáneos del Cristo de Palestina, porque de hecho, ni siquiera con la  resurrección, los apóstoles llegaron a quemarse de amor a Cristo sino sólo cuando ese  Cristo,  se hizo Espíritu Santo, se hizo llama, se hizo fuego transformante por dentro, se hizo Pentecostés. Ya se lo había dicho antes y repetidamente Jesús:  “Os conviene que yo me vaya porque si yo no me voy no vendrá a vosotros el Espíritu Santo... Pero si yo me voy, os lo enviaré.. Él os llevará hasta la verdad completa”. Que la eucaristía, fuego divino de Cristo, nos queme y nos transforme en llama de amor viva y apostólica, a todos los bautizados, llamados a la santidad, especialmente a los sacerdotes, consagrados con la fuerza del Espíritu Santo, Llama viva del Amor Trinitario.  

 

VIGÉSIMO PRIMERA MEDITACIÓN

LA VIVENCIA DECRISTO EUCARISTÍA, LLAMA ARDIENTE DE CARIDAD APOSTÓLICA

 La verdad completa es la que baja de la mente al corazón y se hace vivencia. Y así fue en Pentecostés. Entonces sí que se acabó el miedo para  los apóstoles y se quitaron los cerrojos y se  abrieron las puertas y predicaron convencidos de Cristo y del Padre y del Espíritu Santo, a quienes entonces conocieron en  “verdad completa”, verdad hecha fuego y amor. Conocieron el evangelio y amaron a Cristo más profunda y vitalmente que en todas las correrías apostólicas anteriores y milagros y la misma  predicación exterior de Cristo; ahora ya estaban dispuestos a morir por Él, estaban convencidos, sentían su presencia y su fuerza porque Cristo les habló con su fuego de amor y los quemó y los abrasó con el fuego de Pentecostés. No olvidemos nunca que estas realidades sobrenaturales no se comprenden hasta que no se viven. A palo seco o conocimiento puramente teórico, incluso teológico, es como si uno creyera, como si fuera verdad, pero no es verdad completa, amada y vivida.

Pablo no vio ni conoció visiblemente al Cristo histórico, pero lo sintió muy dentro por la  experiencia mística, que da más certeza, amor y vivencia que cien apariciones externas del Señor. Y llegó a un amor y entrega, que otros apóstoles no llegaron, aunque le habían visto y escuchado y tocado físicamente. Cuando Dios baja así y toca las almas, vienen las ansias apostólicas, los deseos de conquistar el mundo para la Salvación, ganas hasta de morir por Cristo y su evangelio, como les pasó a los Apóstoles,  lo cual contrasta con tanto miedo a veces de predicar el evangelio completo, sin mutilaciones, más pendiente el profeta palaciego de agradar a los hombres que a Dios, más pendiente de no sufrir por el evangelio que de predicar la verdad completa, sobre todo a los poderosos, a los que muchas veces nos dirigimos con profetismos oficiales, que no les echa en cara su pecado ni sus errores. Cuántas mutilaciones de la verdad y del mensaje evangélico en los diálogos y en la predicación a gente poderosa en la esfera religiosa, económica o política.

También hoy tenemos profetas verdaderos, obispos, sacerdotes y seglares, que hablan claro de Dios y del evangelio, profetas que nos entusiasman, que viven pendientes y celosos de la gloria de Dios y salvación de los hermanos por la fuerza de la oración y del  sacrificio y comunión eucarísticas, verdaderos pastores de almas, siempre obedientes a la voluntad del Padre, con amor extremo, hasta dar la vida, sin que se les trabe la lengua.

El profeta verdadero de Dios sabe que siempre que predique las exigencias evangélicas, que condenan a los poderosos y molestan a la masa poco exigente, sufrirá la incomprensión y hasta la muerte de su fama, estima y carrera, porque resulta  «poco prudente» para los instalados de arriba y de abajo. Pero tiene que hacerlo porque no puede traicionar al mensaje ni al que le envía; el amor a Dios y a los hermanos ha de estar sobre todas las cosas: “Si a mí me han perseguido, a vosotros también...” “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”.

 Y así terminó el Profeta a quien tenemos que imitar. Y  así se salvó y nos salvó. Y así hay que salvar las almas. Así las han salvado siempre los santos, los que pisaron las mismas huellas de Profeta y Sacerdote y Víctima de la misión confiada por el Padre.  Hablando así, siendo profeta verdadero, es posible que no se llegue al poder y a los puestos elevados, porque esto no agrada ni a la misma Iglesia so pretexto de prudencia- prudencia de la carne-, pero Dios es su paga en gozo, juntamente con los salvados por su profetismo verdadero.

             Si lo profetas callan, los lobos actuales: muchos políticos sin sentido del hombre y de transcendencia, el materialismo de  los medios de comunicación, de tanto cantamañanas de la tele y de los tertulianos bufones de las radios irán destruyendo la identidad cristiana, la fe en Dios y en su Hijo, único Salvador del mundo. Al mundo no le salvan los políticos ni los técnicos ni los pseudocientíficos, solo hay una Salvador, es Jesucristo. Él es el único Salvador del mundo.

 Si los profetas callan, los fieles se quedarán  sin defensa, sin ayuda y orientación,  abandonados en las fauces de estos lobos devoradores de toda bondad y  verdad  cristianas sobre el hombre, la familia, la vida; si los profetas callan, entonces los címbalos sonantes de los medios, huecos y vacíos,  se convertirán en los maestros y sacerdotes de la vida, de la moral y de la familia y no recibirán  la respuesta respetuosa y debida desde la fe y la moral y el mensaje y la sociología cristianas. El problema de la fe se ha convertido en problema moral ahora en España, no hay moral, se mata a los niños y ya todo está aceptado. De esta forma nos destruimos en todos los sentidos: humano, moral y religioso. Por culpa de tanto silencio profético, muchas ovejas, multitudes de bautizados están desorientadas y van muriendo poco a poco para la fe y para la vida de una Iglesia ridiculizada y un evangelio directamente perseguido desde estos modernos púlpitos tan poderosos.

Hay que estar más pendientes y hablar más claro a las multinacionales de la pornografía y del consumismo, a los materialistas del ateísmo práctico, de una vida sin Dios, que son los que quieren gobernar hoy y regular toda la vida de los hombres  con leyes de vida, de educación y de ética  contrarios al evangelio... que fabrican niños, jóvenes y adultos que les puedan votar según sus ideologías y les puedan comprar sus productos inmorales y consumistas fabricados por los poderosos del dinero y,  en definitiva, manipulan todo para que todos  piensen, vivan y se diviertan y se casen y practiquen el aborto y la eutanasia como ellos quieren para sus fines egoístas.

Aquel niño de hace quince o veinte años es el hombre de hoy, el cristiano del divorcio y del adulterio y del aborto, del amor   libre, de las parejas de homosexuales o de hecho, de niños por encargo de laboratorio, el de los bautizos y primeras comuniones y bodas actuales sin fe en Jesucristo... Hubo muchos silencios y cobardías por parte de la Iglesia, en orientación ética y moral humana, que no era meterse en política, sino orientar sobre las consecuencias previstas de unos votos, que iban a emplearse contra la Iglesia, contra Cristo y su evangelio, contra la moral y la vida... y así muchos católicos votaron a personas que emplearon esos votos en blasfemar contra Cristo, en perseguir su religión, su evangelio, su salvación, en negar o impedir la enseñanza religiosa... Ahora ya sabemos a donde llevaron esos votos y opciones políticas de una mayoría católica. No se puede decir sí y  no a Cristo a la vez, no se puede estar con Cristo y contra Cristo a la vez,  no podemos ayudar a los que nuevamente lo han crucificado y se mofan de Él, a los que han machacado los principios morales  reguladores de la familia, del concepto del hombre y de la vida, esenciales para la fe y la vivencia del cristianismo.

Todos tenemos que hablar más claro, los seglares, los sacerdotes y  los obispos,  sin tantos documentos puramente oficiales, a veces  tan impersonales, ambiguos e insulsos que no se entienden y aburren, mientras los lobos van destrozando el rebaño de Cristo,  y las ovejas no han tenido quien las defendiera clara y abiertamente. Pero no duele Dios, no duele Cristo, no duelen las eternidades de los hermanos, no duele el proyecto del Padre, la entrega del Hijo, el Amor-gloria de nuestro Dios; duele más  no salir zarandeado en la televisión o en la prensa,  duele más  mi puesto, mi falsa prudencia, mi fama que quedaría destrozada por los lobos de turno, que dominan la tele, los medios, la prensa. Qué testimonios tan maravillosos de obispos y sacerdotes tuvimos también en aquellos comienzos de la democracia Pero fueron pocos, muy pocos. Estos sí que hablaron claro y se les entendía perfectamente lo que decían y querían expresar. Pero tristemente la mayoría fueron «prudentes» y esto ha hecho mucho daño en España.

Repito: No nos salva la técnica, ni los medios de comunicación,  ni tanto cantamañanas de la tele, ni el consumismo, ni los políticos, dueños hoy absolutos de la verdad sobre el hombre, la vida, la familia, que tanto daño han hecho con sus leyes y siguen haciendo, sólo hay un Salvador, es Jesucristo. Y esto hay que creerlo muy de verdad, mejor, hay que vivirlo para predicarlo. Nos hacen falta almas de oración profunda y unión verdadera con el Señor.

Y nada de extremismos de ningún tipo ni de gestos llamativos, simplemente hay que predicar el evangelio, a Cristo, el mismo ayer, hoy y siempre. Y por favor, no llamar prudencia a la cobardía de la carne. Y hacerlo siempre con entrañas de misericordia, de perdón, de acogida, la misma que Dios emplea con nosotros, en toda la historia de la Salvación, personal y comunitaria. Para eso, hoy y siempre hay que estar dispuestos a dar la vida, hay que estar muy convencidos para predicarlo, hay que llegar a ciertos niveles de intimidad y vivencia de oración y vida espiritual,  como lo estuvieron desde Abrahán y Moisés hasta los últimos perseguidos, torturados y mártires. Todos ellos han vivido y profesado los sentimientos de San Pablo, que llegó a vivir y decir convencido: “Estoy crucificado con Cristo, vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi, y mientras vivo en esta carne, vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí”. Para mí la vida es Cristo y una ganancia el morir”.

San Juan de la Cruz, recogiendo sus propias vivencias y la de otros muchos, que se confiaron a él,  lo expresó repetidas veces. Para él vale la pena morir al propio yo, lleno de cobardías e imperfecciones y que busca su comodidad y el no sufrir, aunque  lo exijan Cristo y su evangelio,  vale la pena pasar por la noche de la purificación y del dolor de todo lo que no es Dios en nosotros, como lo expresa al Santo en la misma nota que pone en su libro de la Noche: « (Nota: «Noche oscura: Canciones de el alma que se goza de haber llegado al alto estado de la perfección, que es la unión con Dios, por el camino de la negación espiritual. Del mesmo autor)» (IN 5) . 

El apóstol identificado con JESÚS-CRISTO-VERBO atrae toda la ternura del Padre, que lo pronuncia y lo llama hijo en el Hijo, y lo recrea y se embelesa contemplándolo en su esencia-imagen, que es su Verbo- Palabra de canción eterna  silabeada y cantada con amor esencial y personal de Espíritu Santo, y lo pronuncia y lo envía eternamente presente en su Verbo eterno y  ha entrado así en el seno íntimo del Ser por sí mismo del infinito ser y amor trinitario participado.

Y por la humanidad  prestada e identificada totalmente con el Verbo-Cristo-Jesús es también “o Kyrios”  Señor, sentado a la derecha del Padre, dispuesto con entrañas de ternura y misericordia a juzgar a los que fue enviado... Quien condenará entonces?.¿ será el Padre que nos envió al que más quería?)será el Hijo que murió por amor extremo? ¿será el Cristo resucitado, eucaristía perfecta hasta la locura, hasta los extremos de la entrega total ?  ¡ Oh la gloria del apóstol en el Apóstol por su eucaristía divina, Verbo Eternamente enviado y encarnado y pronunciado con amor de Espíritu Santo en un trozo de pan...! «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven Señor Jesús»».

          Hoy, como siempre, para ser testigo del Viviente, la Iglesia   necesita la experiencia, la vivencia del Dios vivo. Siempre la ha necesitado, pero hoy más que otras veces, por el secularismo y materialismo reinante, que destruye a Dios y la fe en El. Falta experiencia del Padre creador y origen del proyecto de amor sobre el hombre; del Cristo salvador y obediente, amante hasta el extremo de dar la vida; del Espíritu  santificador que habita y dirige las almas. Falta sentir con Cristo y debiera ser la cosa más natural, porque todos hemos sido injertados en El por el santo bautismo y llamados por tanto a esta vivencia de amistad y sentimientos con El. Y cuanto más arriba está uno en la iglesia, más necesaria es esta experiencia, porque si los montañeros que deben dirigir la escalada de la liberación de los pecados, de la vida cristiana, de la unión con Dios, de la oración, del entusiasmo por Cristo y su reino de vida humana y divina, no tienen experiencia del camino ni conocen las etapas y rutas principales del monte del amor divino, por no haberlo recorrido personalmente,  mal pueden dirigir a otros en su marcha hasta la cima, aunque lo tengan por encargo y misión. Hacia aquí debe dirigirse principalmente la formación permanente de los pastores, hacia la dimensión espiritual.

Grave sería que esto fallase en la  misma formación de los candidatos, por falta de profesores o formadores aptos, porque entonces no tendríamos esa  formación  ni siquiera teóricamente, quiero decir,  los conocimientos teóricos de oración, santidad, unión con Dios... absolutamente necesarios para recorrer este camino del envío apostólico. Y más grave  todavía, si fallan los responsables de dirigir a los mismos pastores. Me refiero a los señores  Obispos o responsables diocesanos, porque al no vivir  «estas cosas», no se ocupan ni preocupan de ellas, y envían sin provisiones de lo esencial y vital para un camino tan importante: sembrar, cultivar y recolectar eternidades, no vidas de solo cien o doscientos años, sino que han de vivir o morir eternamente; sin haberlo preparado ascéticamente les envían a un camino tan exigente: prestar a Cristo la propia humanidad; y consiguientemente tan duro, sobre todo al principio, porque ponen tareas divinas, transcendentes y eternas en hombros o vasijas de barro,  y para un camino tan largo, porque es para toda la vida.

Necesitamos maestros de oración y vida espiritual, de unión con Cristo, fundamento de todo envío y vida apostólica. Necesitamos más entusiasmo, más vida, más gozo, más experiencia de Dios en sacerdotes y obispos.

Cristo, la Iglesia que Él instituyó y quiere,  no necesita tanto de programadores pastorales ni de organigramas ni de técnicas, sino de personas que tengan su espíritu, que le amen y se hayan encontrado con Él, como Pablo, Juan, todos los Apóstoles verdaderos que a través de los siglos existieron y seguirán existiendo. Así  lo exigió  y lo predicó en su vida y  evangelio:“sin mí no podéis hacer nada... yo soy la vid, vosotros los sarmientos...el sarmiento no puede dar fruto si no está unido a la vid”.

Jesús repitió a los Apóstoles que era necesario que Él se marchase al cielo, para enviarles el Espíritu Santo, que les había de llevar hasta la verdad completa. Verdad completa es la que no se queda solo en la inteligencia sino que llega al corazón y lo quema como les pasó a ellos, que, al sentir a Cristo hecho llama y fuego el día de Pentecostés, quitaron los cerrojos y abrieron las puertas y predicaron claro y sin miedo, cosa que no hicieron incluso cuando le habían visto resucitado. Ahora lo ven no desde fuera sino desde dentro, desde la vivencia.  

Necesitamos testigos del Viviente, que  habiendo experimentado en sí mismo la liberación de sus pecados y el gozo de su encuentro, puedan luego decirnos que Cristo existe y es verdad, que el evangelio es verdad, que la vida eterna es verdad, porque la han experimentado...y luego puedan comunicarlo  por contagio, con una vida silenciosa, callada y sin grandes manifestaciones llamativas. Vidas sencillas de tantos sacerdotes olvidados, dando su vida por Cristo, en los pueblos de nuestra diócesis y de toda la Iglesia.  Porque todo lo que es amor a Cristo y a su Iglesia, se comunica principalmente por contagio, como el fuego, con palabras y hechos contagiados de amor quemante. Y hay que contagiar mucho y quemar más de Cristo a este mundo y no quedarnos principalmente en estructuras, medios y reformas puramente externas, que si luego no van llenas de amor a Dios, no son capaces de cambiar el corazón de los hombres.

Son muchos en la Iglesia los que opinan así. Hoy que se habla tanto del compromiso solidario y del voluntariado con los más pobres, la Madre Teresa de Calcuta, que ha tocado la pobreza como pocos, que ha curado muchas heridas, que ha recogido a los niños y moribundos de las calles para que mueran con dignidad, esta nueva santa nos habla de la oración para poder realizar estos compromisos cristianamente: «No es posible comprometerse en el apostolado directo sin ser un alma de oración.. Tenemos que ser conscientes de que somos uno con Cristo, como él era consciente de que era uno con el Padre. Nuestra actividad es verdaderamente apostólica sólo en la medida en que le permitimos que actúe en nosotros a través de nosotros con su poder, con su deseo con su amor»  «Cuando los discípulos pidieron a Jesús que les enseñara a orar, les respondió: «Cuando oréis, decid: Padre nuestro...No les enseñó ningún método ni técnica particular. Sólo les dijo que tenemos que orar a Dios como nuestro Padre, como un Padre amoroso. He dicho a los obispos que los discípulos vieron cómo el Maestro oraba con frecuencia, incluso durante noches enteras. Las gentes deberían veros orar y reconoceros como personas de oración. Entonces, cuando les habléis sobre la oración os escucharán.... La necesidad que tenemos de oración es tan grande porque sin ella no somos capaces de ver a Cristo bajo el semblante sufriente de los más pobres de los pobres... Hablad a Dios; dejad que Dios os hable; dejad que Jesús ore en vosotros. Orar significa hablar con Dios. Él es mi Padre. Jesús lo es todo para mí»[11].     

Quiero ahora citar a otro autor moderno: «En el campo eclesial hay actualmente un exceso de palabras, como lo hay de actividades que no son siempre el fruto madurado al calor de la contemplación, el desbordar de una experiencia mística. Podrá una Iglesia así ofrecer el marco adecuado para que los hombres de hoy puedan tener la experiencia de Dios? Me temo que no. Y me duele tener que hacer esta constatación, porque el mundo de hoy está enfermo de ruidos y necesita urgentemente una cura de silencio, de sosiego, de retorno a los umbrales del ser. ¿Y quién mejor que la Esposa del Verbo Encarnado para enseñar a la humanidad actual los caminos de la recuperación del yo profundo?

Cualquiera que conozca, siquiera mínimamente, la orientación actual de la Iglesia, podrá  convenir conmigo en que sobra  tecnicismo pastoral, discurso homilético y catequético y falta el fuego de la palabra ( lenguas de fuego de Pentecostés) que irradia y abrasa por donde se mueve. Palabra que sólo puede ser la de una experiencia compartida. Palabra que se amasa y cuece en el largo silencio de la contemplación.

El silencio es garantía de eficacia evangelizadora. El siglo venidero pedirá cuentas a unas iglesias que no acertaron a dar la primacía pastoral al cultivo del silencio interior, preámbulo y requisito de todo encuentro vivo con el Señor. Antes y más que los imperativos de un dogma, una moral, un culto, una disciplina, una acción social, debe hoy la iglesia educar en la vida interior, en el camino orante en el seguimiento del carisma contemplativo de Jesús de Nazaret... como la auténtica obediencia ( estar a la escucha) de la fe, para llegar así a ser instrumento válido del reino.       Nunca han faltado en la Iglesia, - ni faltan hoy las voces que, proféticamente (es decir, en nombre del Dios vivo) invitan a todos los creyentes a perderse el la aventura del silencio del corazón. Si, según la expresión de D. Bonhoeffer, «la palabra no llega al que alborota, sino al que calla», tenemos que ayudar con todos los medios a nuestro alcance al hombre de hoy ( que alborota demasiado) a que aprenda a callar, a escuchar en profundidad, a fín de que pueda ser alcanzado por la Palabra, que quiere engendrar en él vida divina... Juan de Yepes introduciría en sus Dichos de Luz y Amor, 98: «Una palabra pronunció el Padre y fue su Hijo; esa Palabra habla siempre en el eterno silencio y en silencio tiene  que ser escuchada por el alma»[12]

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En este punto,  añado unas notas de San Juan de Avila, escritas con motivo de los Concilios de su tiempo, notas muy interesantes y siempre actuales para la Iglesia Universal y Particular, en las que todo el afán o el principal es a veces reuniones y más reuniones, asambleas, sínodos para  programaciones de apostolado y poco  sobre la espiritualidad de esa misma evangelización, o muy poco  en la reforma y santidad de vida de los seminarios y evangelizadores, que nunca se logrará por decretos como San Juan de Avila  afirma en este  memorial primero al Concilio de Trento (1551).

«El camino usado de muchos para reformación de costumbres caídas suele ser hacer buenas leyes y mandar que se guarden so graves penas, lo cual hecho tienen por bien proveído el negocio. Mas  como no hay fundamento de virtud en los súbditos para cumplir estas buenas leyes, y por esto les son cargosas, han por fuerza de buscar malicias para contraminarlas, y disimuladamente huir de ellas o advertidamente quebrantarlas. Y como el castigar sea cosa molesta al que castiga y al castigado, tiene el negocio mal fin, y suele parar en lo que ahora está: que es mucha maldad con muchas y muy buenas leyes».

«Saquemos, pues, por estas experiencias en iglesias particulares lo que de estos mandamientos puede resultar en toda la Iglesia, pues que por una gota de agua se conoce el sabor de toda el agua de la mar. Y entenderemos, por lo que vemos, que aprovecha poco mandar bien si no hay virtud para ejecutar lo mandado y que todas las buenas leyes no aprovecharán más que decir el maestro a los niños: sed buenos, y dejarlos. Y esto torno a afirmar que todas las buenas leyes posibles a hacerse no serán bastantes para el remedio del hombre, pues que la de Dios no lo fue. (Gracias a Aquel que vino a trabajar para dar fuerza y ayuda para que la Ley se guardase, ganándonos con su muerte el Espíritu de la Vida, con el cual es el hombre hecho amador de la Ley y le es cosa suave cumplirla!

Si quiere, pues, el sacro Concilio que se cumplan sus buenas leyes y las pasadas, tome trabajo, aunque sea grande, para hacer que los eclesiásticos sean tales, que more en ellos la gracia de la virtud de Jesucristo, lo cual alcanzado, fácilmente cumplirán lo mandado, y aun harán más por amor que la Ley manda por fuerza. Mas aquí es el trabajo y la hora del parto, y donde yo temo nuestros pecados y la tibieza de los mayores: que, como hacer buenos hombres es negocio de muy gran trabajo, y los mayores, o no tienen ciencia para guiar esta danza, o caridad para sufrir cosa tan prolija y molesta a sus personas y haciendas, conténtanse con decir a sus inferiores: «Sed buenos, y si no, pagármelo habéis»..... provéase el Papa y los demás en criar a los clérigos, como a hijos, con aquel cuidado que pide una dignidad tan alta como han de recibir, y entonces tendrán mucha gloria en tener hijos sabios y mucho gozo y descanso en tener buenos hijos, y gozarse ha toda la Iglesia con buenos ministros».

VIGÉSIMO SEGUNDA  MEDITACIÓN

EL SACERDOTE CATÓLICO, PRESENCIA SACRAMENTAL DE CRISTO

(Carta a cinco nuevos sacerdotes)

Muy queridos  hermanos sacerdotes José Antonio, David, Francisco, José María, Milla y Luis Diego: Mañana, sin darte importancia, Cristo estará en tus manos sacerdotales. Lo vas a fabricar tú, con tus dedos de barro; tú serás el operario de la Eucaristía y lo harás, cuando quieras, pero no de cualquier modo, siempre con mucha fe, con mucho amor, como El en la Cena, temblando de emoción, con el pan en las manos.

¡Qué grande es ser sacerdote!  «Otro Cristo», prolongación de su evangelio, de su vida, de su salvación, de su adoración al Padre y entrega a los hombres hasta la muerte....Entre todos los motivos de la grandeza sacerdotal, fíjate solo en éste, eres fabricante de la Eucaristía. Sin Eucaristía no hay Iglesia y sin sacerdotes no hay Eucaristía. Cristo, la Iglesia no pueden existir y permanecer sin vosotros.  Por eso, El obedecerá una vez más a tu voz, y harás a Jesucristo-Eucaristía y harás presente sobre el altar todo su misterio de salvación, desde que en el seno trinitario dijo al Padre:“no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad” hasta la consumación y la aceptación total del Padre resucitándolo para que todos tengamos eternidad y vida nueva.  Y todo esto lo harás tú nuevamente presente en un trozo de pan, porque Cristo te ha escogido y se fía de tí,  te ha preferido entre millones de jóvenes y se ha entregado a tí, traicionado por su amor de personal predilección por tí. ¡Cuánto te ama!  ¡Qué poder dio Jesús a los sacerdotes!¡ Qué confianza deposita en ellos! Y volverá a ser Navidad y Pascua cada día, porque tú lo quieres. Así lo quiso Jesús en aquella noche santa, en que “habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo...”, hasta el extremo de su amor, del tiempo y de sus fuerzas. Aquella noche santa, a un mismo impulso de amor, nacieron la eucaristía y los sacerdotes.

Yo creo, Señor, creo en tu sacerdocio, creo en su poder y grandeza, haz que sea digno de tu confianza, de tu misión y encargo. Yo quisiera que cuando digo “esto es mi cuerpo, ésta es mi sangre” -el de Cristo no el de Milla, Luisdi... etc.- fuera tan verdad, que como es Jesús,  el que vuelve a decir estas palabras por mis labios... el que vuelve a consagrar su cuerpo..., yo quisiera sentir su sangre en mi sangre y los latidos de su corazón en el mío y sus deseos en mis deseos y sus ansias de amor al Padre y a los hombres dentro de mí, para poder luego hacer las mismas acciones que El y tener la misma entrega que El y la misma pasión por los hombres, mis hermanos, que El. Y que fuera tan de verdad esta suplencia de mi humanidad por la suya,  no solo en la consagración sino durante todo el día, que  El  actuara en mí como si yo fuera El, como si mi cuerpo fuera el suyo, mi humanidad la suya....yo quisiera que fuera tan perfecta la identificación de mi vida con la suya, que el Padre, al inclinarse sobre esta pobre criatura, que soy yo, el Padre no notara diferencia entre  Jesús y yo, y no viera en mí sino al Amado, en quien El ha puesto todas sus complacencias.

Queridos hermanos sacerdotes de Cristo Jesús: Así lo pensé yo cuando me ordené sacerdote y lo puse en la estampa de mi primera misa: «REPRODUCIR A CRISTO ANTE LA FAZ DEL PADRE». Al menos éste es y sigue siendo siempre mi deseo aunque, como vosotros mismos podéis constatar, me he quedado muy lejos del ideal soñado. Pero no pierdo la esperanza.  «Oh Fuego abrasador, Espíritu de mi Dios, venid sobre mí para que en mí se realice una como encarnación del Verbo, que venga yo a ser para Él una humanidad supletoria en la que Él renueve todo su misterio. Venid a mí como Adorador, como Salvador, como Redentor». Amigos:  Rezad ahora con más fuerza esta oración porque se ha hecho realidad en vosotros por la epíclesis del día de vuestra ordenación.

Ahora podéis decir: Espíritu Santo, de la misma forma que en el seno de la Virgen formaste el  cuerpo y la humanidad de Cristo, así has transformado por tu poder y la gracia del sacramento del Orden todo mi ser y existir, haciéndome presencia sacramental de Cristo.

Haz de mi vida una humanidad supletoria de la de Cristo, porque El destrozó la suya en la cruz y ahora, resucitada, está oculta en el pan consagrado y así no le vale para la temporalidad de este mundo. Yo quiero ser su visibilidad y transparencia en el mundo, quiero ser su  humanidad supletoria, para que El prolongue en mí y por mí su sacerdocio y su misión en la tierra, y siga adorando al Padre hasta la muerte, porque esto quiero que sea lo primero en mi vida  y siga también salvando y  redimiendo a los hombres –“quiero suplir en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo”--, porque para esto me ha llamado: “ llamó a los que quiso para estar con El y enviarlos a predicar”.

En la Eucaristía está el cuerpo glorioso y resucitado de Cristo. Aún conserva en sus manos y pies las huellas de la pasión. Está el cuerpo que trabajó y se cansó, que cedió a la tentación del sueño en la barca, que sufrió por nosotros. Está el cuerpo que sufrió hambre en el desierto, que sufrió sed y pidió agua a la samaritana y en la cruz no pudo callar su sed abrasadora. El cuerpo que recorrió sin aliento todos los caminos de Palestina predicando el reino de Dios, el cuerpo coronado de espinas, flagelado y llagado por lanza y por clavos. Éste es el cuerpo que consagráis y tenéis que sustituir. Imposible... pero para eso se hace presente el Señor en la Eucaristía, para consagrarnos,  para alimentarnos con su cuerpo y alma, para ayudarnos con su presencia permanente en el sagrario. Él estará siempre junto a vosotros en la eucaristía, El nos guiará, nos corregirá, nos dirá lo que tenemos que ir haciendo.

Sed totalmente eucarísticos, que la eucaristía sea el alma de vuestra alma, la vida de vuestra vida, que el sagrario nunca sea un trasto más de la Iglesia sino el Señor, el confidente, el amigo que siempre está en casa. Tratadlo siempre bien, en misa y fuera de misa: “Es el Señor”.

¡Qué grande es ser sacerdote! Celebrad siempre con devoción y entrega, comulgad siempre con sus sentimientos de ofrenda y salvación, adorad su presencia siempre ofrecida en amistad y pidiendo correspondencia.

La eucaristía, salida del amor extremo de Cristo a los hombres, es lo primero y más  importante de vuestro sacerdocio y debe revolucionar toda vuestra vida ahora y siempre. Tratad al Señor y adoradlo con el mismo respeto y amor que lo hizo siempre ella, la buena, la dulce, la guapa, la todo-terreno, no la olvidéis, la Madre. Que ella os enseñe y os ayude.

Hermano sacerdote joven: Ayer te obedeció el Señor y bajó del cielo a la tierra. Hoy volverá a hacerlo. ¡qué grande es el sacerdote! Cómo te adoro, Señor. Y no bajas muerto, inerte, sin vida, bajas lleno de amor de entrega, vienes lleno de resurrección y de vida para todos. Vienes para ser comido: “Tomad y Comed... Tomad y Bebed...”  Señor, Tú estás, en el pan consagrado, vivo, vivo y resucitado.

Hermanos sacerdotes recién estrenados: La Eucaristía es el memorial de su pasión, muerte y resurrección: hacedlo siempre despacio, con veneración y respeto. La Eucaristía es comulgar con el cuerpo y alma y sentimientos de Cristo: hacedlo con verdad, con deseos de comerlo, con hambre de El. La Eucaristía es presencia de amistad siempre ofrecida en el sagrario: correspondedle con vuestra amistad. Es lo que busca.

El sí que  ama de verdad. Os lo digo yo. El sí que merece todo nuestro amor, nuestra vida, nuestro tiempo, nuestra entrega, nuestra adoración. Como hermano mayor y  sacerdote me uno a vosotros para decirle: SEÑOR JESUCRISTO, TE QUEREMOS, TE QUEREMOS, TE QUEREMOS. Como hermano y sacerdote mayor me uno a vosotros para darle gracias por el don del sacerdocio y gritar muy fuerte con todos  vosotros. ¡ALABADO SEA  JESUCRISTO, SACERDOTE ETERNO! A ÉL  GLORIA Y ALABANZA POR LOS SIGLOS DE LOS SIGLOS. AMÉN

 

VIGÉSIMOTERCERA MEDITACIÓN

 LA ESPIRITUALIDAD DELA EUCARISTÍA COMO MISA

 

PARTICIPACIÓN RITUAL Y PARTICIPACIÓN ESPIRITUAL EN LA EUCARISTÍA

 

El sacrificio de Cristo en la cruz, anticipado en la Última Cena y presencializado como memorial en cada Eucaristía, es un sacrificio perfecto de alabanza, adoración, satisfacción, impetración y obediencia al Padre, que no necesita  ningún otro complemento y ayuda. Según la Carta a los Hebreos, es completo en su eficacia y se ofreció “de una vez para siempre” (Hbr 7, 8), no como los del AT que necesitaban ser repetidos continuamente. Sin embargo, nosotros vamos a hablar ahora de celebrar la Eucaristía como sacrificio completo, no por parte de Cristo, que siempre lo es, como acabamos de decir, sino por parte nuestra, que podemos participar más o menos plenamente en sus gracias y beneficios, identificarnos más o menos plenamente con los sentimientos y actitudes de Cristo.

       Hay muchas formas de participar en la santa Eucaristía, en el sacrificio de Cristo, por parte de la Iglesia, del sacerdote y de los fieles.Nosotros ahora vamos a profundizar un poco en esa participación que Cristo quiere y la celebración eucarística nos pide y que nosotros llamamos personal y espiritual: “Haced esto en memoria mía... el que me come vivirá por mí... las palabras que yo os he hablado son espíritu y  vida...,” Jesús quiere una participación “en espíritu y verdad”,  pneumatológica, en Espíritu Santo, tal como Él la  celebró, con sus mismos sentimientos y actitudes, que supere  la celebración meramente ritual o externa. La participación ritual, como su mismo nombre indica, consiste en cumplir los ritos de la Eucaristía, especialmente los de la consagración y así la Eucaristía se realiza plenamente en sí misma, presencializando todo el misterio de Cristo por el ministerio del sacerdote.

       La participación espiritual, hecha con fuego y amor de Espíritu Santo, es la asimilación y participación personal y pneumatológica del misterio, que trata de conseguir la mayor unión con los sentimientos de Cristo, y de esta forma la mayor asimilación y participación personal en el misterio por parte del sacerdote y de los participantes conscientes y activos. Es una apropiación más personal y objetiva del Espíritu de la santa Eucaristía.

La participación ritual se consigue por la sola  ejecución de los gestos y de las palabras requeridas para el signo sacramental, haciendo presente sobre el altar lo que significan estos gestos y palabras, esto es, de convertir el pan y el vino consagrados en una ofrenda del sacrificio de Cristo por parte de toda la Iglesia, independientemente de los sentimientos personales del sacerdote oferente y de la comunidad. Aunque el sacerdote celebre distraído y los fieles no tuviesen atención o devoción alguna Cristo no fallaría en su ofrenda, que sería eficaz para el Padre y la Iglesia, conservando todo su valor teológico y fundamental para Cristo y el Padre, que llevaría consigo la aplicación de los méritos del calvario por medio de la ofrenda del altar, prescindiendo de la santidad del sacerdote o de los oferentes.

       Sin embargo, la Iglesia no se conforma con esta participación ritual y nos pide a todos una participación «consciente y activa», por medio de gestos y palabras, que deben llevarnos a todos los presentes a una participación más profunda, “en espíritu y verdad”, con identificación total con los sentimientos del amor extremo, adoración, actitudes y entrega de Cristo al Padre y a los hombres. La participación espiritual nos llevará a una experiencia más personal del sacrificio de Cristo, asimilando por la gracia los   sentimientos del Señor en su vida y en su sacrificio. Y ésta es la participación plena, que nos piden Cristo y la Iglesia: «Los fieles, participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella» (LG 11); «por el ministerio de los presbíteros se consuma el sacrificio espiritual de los fieles en unión con el sacrificio de Cristo» ( PO 2).

       El Vaticano II lo expresa así: «La santa Madre Iglesia desea ardientemente que se lleve a todos los fieles a aquella participación plena, consciente y activa en las celebraciones litúrgicas que exige la naturaleza de la liturgia misma, y a la cual tiene derecho y obligación, en virtud del bautismo, el pueblo cristiano,“linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido”» (1Ptr, 2,9; cfr 2,4-5) (SC 14). «Los pastores de almas deben vigilar para que en la acción litúrgica no sólo se observen las leyes relativas a la celebración válida y lícita, sino también para que los fieles participen en ella consciente, activa y fructuosamente» (SC 11). «La Iglesia, con solícito cuidado, procura que los cristianos no asistan a este misterio de fe (Eucaristía) como extraños y mudos espectadores, sino que participen consciente, piadosa y activamente en la acción sagrada»  (SC 48).   

       Con estos términos, la liturgia de la Iglesia pretende llevarnos a participar en plenitud de los fines y frutos  abundantes del misterio eucarístico mediante una  participación plenamente espiritual, en el mismo Espíritu de Cristo, no sólo en sus gestos y palabras.

       El Papa Juan Pablo II en su última Encíclica Ecclesia de Eucharistia nos dice: «La eficacia salvífica del sacrificio se realiza plenamente cuando se comulga recibiendo el cuerpo y la sangre del Señor: De por sí, el sacrificio eucarístico se orienta a la íntima unión de nosotros, los fieles, con Cristo mediante la comunión: le recibimos a Él mismo, que se ha ofrecido por nosotros; su cuerpo, que Él ha entregado por nosotros en la Cruz, su sangre “derramada por muchos para perdón de los pecados” (Mt 26,28). Recordemos sus palabras: “Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí” (Jn 6, 57). Jesús mismo nos asegura que esta unión, que Él pone en relación con la vida trinitaria, se realiza efectivamente»   (EE 16).

       Y en el número siguiente y en relación con la   comunicación de su mismo Espíritu, añade el Papa: «Por la comunión de su cuerpo y de su sangre, Cristo nos comunica también su Espíritu. Escribe San Efrén: <Llamó al pan su cuerpo viviente, lo llenó de sí mismo y de su Espíritu y quien lo come con fe, come Fuego y Espíritu. Tomad, comed todos de él, y coméis con él el Espíritu Santo...>» (Homilía IV para la Semana Santa: CSCO 413/Syr.182, 55) (EE 17).

       La Iglesia pide este don divino, raíz de todos los otros dones, en la epíclesis eucarística. Se lee, por ejemplo, en la   Divina Liturgia de San Juan Crisóstomo: «Te invocamos, te rogamos y te suplicamos: manda tu Santo Espíritu sobre todos nosotros y sobre estos dones, para que sean purificación del alma, remisión de los pecados y comunicación del Espíritu Santo par cuantos participan de ellos» (Anáfora) (EE 17).

       Por eso, aunque el sacerdote cumpla todas sus obligaciones rituales de representar a Cristo y actuar en su nombre, si no se identifica con su Espíritu y se ofrece unido a Él como víctima y sacerdote, no cumple íntegramente su misión sacerdotal. El oficio sacerdotal en la Nueva Alianza  lleva consigo “tener en nosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús...,” porque es en el altar, en la celebración de la  Eucaristía, «centro y culmen de toda la vida de la Iglesia», donde fieles y sacerdote deben asistir no como «extraños y meros espectadores» sino «consciente, activa y fructuosamente»  «se consuma el sacrificio espiritual de los fieles en unión con el sacrificio de Cristo», «ofrecen la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella». Siendo Cristo vivo y resucitado el que se ofrece en la Eucaristía para la salvación y santificación de su Iglesia, al decirnos “y cuantas veces hagáis esto acordaos de mí...,” nos pide que hagamos presente en cada uno de nosotros su emoción y amor por vosotros, su adoración al Padre, cumpliendo su voluntad con amor extremo hasta dar la vida en el momento cumbre de su vida y de la Iglesia.

       Por tanto el sacerdote tiene una doble misión: ofrecer en nombre de Cristo y juntamente participar en estas actitudes, ofreciéndose a sí mismo en su propio nombre y en nombre de los fieles, a quienes representa. En esto no hay desdoblamiento de la actividad sacerdotal. Cierto que las dos ofrendas son distintas; un sacerdote puede ofrecer válidamente el sacrificio en nombre de Cristo, y sin embargo, personalmente puede encerrarse en su egoísmo y no hacerse ofrenda con Cristo. La ofrenda de Cristo  nos da ejemplo de cómo tenemos que ofrecer nuestra vida  al Padre juntamente con Él, no solamente por  un mero formalismo ritual y mera pronunciación de las palabras de la Consagración.

       Los fieles también son llamados a compartir con el sacerdote la actitud de ofrenda personal. Hay una ofrenda que sólo cada uno de ellos puede y debe realizar, porque cada hombre dispone de sí mismo y nadie puede sustituir a los otros en esta ofrenda de sí mismo. Cada uno desempaña por tanto un papel esencial, cuando asiste y participa en la Eucaristía: presentar en unión con Cristo la ofrenda de su propia persona al Padre.

       Esta ofrenda puede realizarse de diversas maneras, y formularse de distintas formas, por ser precisamente personal, pero está claro que no consistirá nunca en los meros ritos o gestos o palabras sino que a través de lo que dicen y significan han de entrar en el espíritu y verdad de la Eucaristía con su cuerpo y su alma, su espíritu y su carne, su ser interior y exterior, con todo su ser y existir. Esto es lo que lleva consigo la celebración litúrgica, esta es su esencia y finalidad, así es cómo la liturgia de la Eucaristía alcanza su objetivo, no cuando simplemente asegura una participación exterior correcta, digna y piadosa a las oraciones y ceremonias sino cuando suscita en el corazón de los cristianos una auténtica entrega de sí mismo. En cada Eucaristía los cristianos son invitados por Cristo a <acordarse> de Él y de sus sentimientos para ofrecerse con Él.

       Por eso, cada Eucaristía debe ser un estímulo para renovarse en el amor a Dios y al prójimo, en medio de las pruebas y dificultades de la vida, de las cruces y sufrimientos y humillaciones, de los fallos y pecados permanentes contra esta obediencia a la voluntad del Padre y entrega a los hermanos. La santa Eucaristía nos hace aceptar estas pruebas y sufrimiento aunque sean injustos, maliciosos y de verdadera agonía como en Cristo hasta el punto de tener que decir muchas veces:“Padre, si es posible pase de mí este cáliz…”, o lleguemos a pensar que Dios no se preocupa de nosotros y nos tiene abandonados, porque no sentimos su presencia: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado...?”

       La santa Eucaristía nos ayuda a superar las pruebas de todo tipo, uniéndonos al sacrificio de Cristo y se convierte así en la mejor y más abundante fuente de gracia, perdón, amor y generosidad, aunque a veces es a oscuras y sin arrimo alguno de consuelo aparente divino. El Espíritu Santo, Espíritu de la Eucaristía, nos ayuda como a Cristo a soportarlo y ofrecerlo todo, a ser pacientes y obedientes y pasar por la pasión y la cruz para llegar a la resurrección y la nueva vida. En la santa Eucaristía los cristianos encuentran un estímulo y ocasión de ofrecer su pasión y muerte al Padre que nos la acepta siempre en la del Hijo Amado. Haciéndolo así, los sufrimientos se soportan mejor con su ayuda y suben como homenaje a Dios y llegan hasta Él como ofrenda por la salvación de nuestros hermanos.

       Así es cómo la vida cristiana tiene que convertirse en una Eucaristía. El cristianismo es una Eucaristía, es un esfuerzo de la mañana a la noche de vivir como Cristo, de hacer de la propia vida una ofrenda agradable a Dios y a los hombres, nuestros hermanos, quitando y matando en nosotros toda soberbia, avaricia, lujuria, todo pecado contra el amor a Dios y a los hermanos, comulgando con el corazón y el alma, con los sentimientos y actitudes de Cristo; es la Eucaristía que continuamos celebrando permanentemente en nuestra vida, después de haberla celebrado con Cristo sobre el altar. La ofrenda de la Eucaristía debe brillar en todos los aspectos de la existencia cristiana, y difundir su espíritu de sacrificio libremente aceptado.

En la ofrenda del pan y del vino disponemos nuestro cuerpo, espíritu y vida a ofrecernos con Cristo al Padre, en la Consagración, por obra y potencia del Espíritu Santo, quedamos consagrados, ya no nos pertenecemos, porque hemos sido consagrados, transformados en Cristo, en sus sentimientos y actitudes, y cuando salimos fuera, como ya no nos pertenecemos, tenemos que vivir esta consagración, es decir, vivir, amar y trabajr como Cristo. El cáliz que se levanta hacia el cielo debe suscitar promesas de entrega, propósitos de perdonar y olvidar las ofensas como Cristo, intentos de reconciliación, aceptación de la voluntad o permisión divina aunque nos sea dolorosa, movimientos de amor fraterno como Cristo.

       Ésta es la espiritualidad de San Pablo, así vivía él la Eucaristía: “Estoy crucificado con Cristo, vivo yo pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí y mientras vivo en esta carne  vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí” (Gal 2,20). “Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1, 20). “Lo que es para mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo” (Gal 6, 14).“No quiero saber más que de Cristo y éste, crucificado...” “Para mí la vida es Cristo”.

Así debemos vivir todos los que participamos de la santa Eucaristía. Este debe ser nuestro grito y sentimiento más profundo también al celebrarla. La Eucaristía tiene como fin el que los sentimientos de Cristo en su ofrenda se encarnen en cada uno de los asistentes para encontrarnos preparados cuando vengan y sintamos en nosotros los sufrimientos y las persecuciones de nuestra propia pasión y muerte del yo, las persecuciones y envidias de la vida, nuestra propia crucifixión. La Eucaristía nos invita a colocarnos dentro de la ofrenda de Cristo crucificado, de la corriente de amor de esta ofrenda; así la cruz se hará más soportable: «una pena entre dos es menos pena».

       A través del pan y del vino, el discípulo se ofrece a sí mismo, dispuesto a que Cristo diga sobre su cuerpo y sobre su vida entera: “Esto es mi cuerpo entregado... ésta es mi sangre derramada...” De esta forma, el sacrificio de la Iglesia viene integrado en el mismo sacrificio de Cristo, “para completar lo que falta a la Pasión de Cristo” (1Col 1,24). Por medio del signo sacramental, el sacrificio de la Iglesia se identifica espiritualmente con el sacrificio de Cristo y llega a formar una sola ofrenda  por el mismo Santo Espíritu.

       El sacrificio de Cristo no concluye con su muerte, es eucarístico, acción de gracias por la vida nueva que nos  consigue  y que viene del Padre,  por eso le da gracias al Padre ya en la Última Cena. Éste es el proceso que Jesús acepta, no quiere sólo “entregar su vida” sino también “tomarla de nuevo” en la resurrección para Él y para todos nosotros. Su humanidad y la nuestra deben entrar en un nuevo orden de relación con el Padre. Lo que en Él ya es gracia conseguida y aceptada por el Padre por su resurrección, en nosotros se convierte en don escatológico que se hace presente como gracia anticipada de Alianza, en esperanza cierta y segura de la Pascua definitiva en la Eucaristía celebrada.

Y así se juntan el sacerdocio y la Eucaristía del cielo y de la tierra y así Cristo, los peregrinos y los santos la celebramos juntos y unidos por el mismo Espíritu Santo, potencia salvadora y resucitadora de Dios Uno y Trino. Y así la sacramentalidad de la Eucaristía mantiene siempre una relación estrecha de los celebrantes y participantes con la ofrenda existencial del Cristo glorioso y celeste, que abarca toda su vida, desde la Encarnación hasta la Ascensión a la derecha del Padre y tiende a comunicar al creyente el dinamismo de dicha ofrenda. Y así la Iglesia y los cristianos dan «por Cristo, con Él y en Él, a Ti Dios Padre Omnipotente, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. Amén»

       Celebrada así, la Eucaristía se convierte no sólo en <culmen> de la vida cristiana, en la cima más elevada de la Iglesia junto a la Santísima Trinidad, sino también en <fuente> de la misma vida trinitaria en nosotros:  

 

«Qué bien sé yo la fonte que mana y corre,

aunque es de noche.

 

1.  Aquella eterna fonte está escondida,

qué bien sé yo dó tiene su manida,

aunque es de noche

 

3. Su origen no lo sé, pues no le tiene,

más sé que todo origen della viene,

aunque es de noche.

 

4.  Sé que no puede ser cosa tan bella

 y que cielos y tierra beben della,

aunque es de noche.

 

11.  Aquesta eterna fonte está escondida

en este vivo pan por darnos vida

aunque es de noche.

 

12.  Aquí se está llamando a las criaturas,

y de esta agua se hartan, aunque a oscuras,

porque es de noche.

 

13.  Aquesta eterna fonte que deseo,

en este pan de vida yo la veo

aunque es de noche».

(San Juan de la Cruz)

VIGÉSIMOCUARTA MEDITACIÓN

 

LA  PARTICIPACIÓN  ENLA EUCARISTÍA NOS LLEVA A IMITAR Y SEGUIR A CRISTO EN SU ADORACIÓN AL PADRE,  EN OBEDIENCIA TOTAL, CON AMOR EXTREMO, HASTA DAR LA VIDA POR DIOS Y LOS HOMBRES, NUESTROS HERMANOS

 

La ofrenda de Cristo al Padre en su pasión y muerte y resurrección para salvar a los hombres es icono e imagen que debemos copiar e imitar en nuestra vida todos los participantes, sacerdotes y fieles, en la celebración de la santa Eucaristía, siguiendo sus mismas pisadas. He rezado esta mañana el himno de Laudes, 15 de septiembre, Nuestra Señora, la Virgen de los Dolores. Ella nos sirve de madre educadora de nuestra fe y modelo en la celebración del sacrificio de Cristo. Ella contemplaba y guardaba en su corazón lo que veía en su Hijo. 

       En cada Eucaristía el Señor nos repite a todos lo que dijo a la Samaritana:“Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber...”. La primera invitación del Señor es a conocer su amor, su entrega, su don, porque esto es el comienzo de toda amistad. Si no se conoce no se ama, no puede haber agradecimiento, ofrenda, alabanza, unión. Es necesaria la meditación y la reflexión para conocer la verdad del misterio celebrado para así apreciarlo y poder luego desearlo y vivirlo. Toda la Eucaristía tiene que ser orada, dialogada con el Señor.  Sin oración personal, la Liturgia no puede alcanzar toda su eficacia y plenitud. Así es cómo el corazón humano se abre al amor divino, sin el cual nosotros no podemos amar. El himno de Laudes de Nuestra Señora, la Virgen de los Dolores, es el «STABAT MATER». Y tiene bien marcados estos dos pasos que he anunciado; primero: mirar y meditar.

 

La Madrepiadosa estaba        ¡Oh cuán triste y aflicta

junto a la cruz y lloraba           se vio la madre bendita

mientras el Hijo pendía;           de tantos tormentos llena!

cuya alma, triste y llorosa,       Cuando triste contemplaba

traspasada y dolorosa,              y dolorosa miraba

fiero cuchillo tenía                del Hijo amado las penas.

Y ¿cuál hombre no llorara,       Por los pecados del mundo

si a la Madre contemplara         vio a Jesús en tan profundo

de Cristo, en tanto dolor?           tormento la dulce Madre.

Y ¿quién no se entristeciera,     Vio morir al Hijo amado,

Madre piadosa, si os viera         que rindió desamparado

sujeta a tanto rigor?                    el espíritu a su Padre.

 

       Celebrar y participar en la Eucaristía lleva consigo primero, como hemos dicho, mirar y contemplar y meditar la cruz de Cristo, los sentimientos y actitudes de Cristo en  su pasión, muerte y resurrección, que se hacen presentes todos los días en la santa Eucaristía. Todos los días, la celebración de la santa Eucaristía hace que adoremos al Dios Santo y Único, que merece nuestra adoración y obediencia total, aunque nos haga pasar como a Cristo por la pasión y la muerte de nuestro <yo>, para llevarnos a la resurrección de la nueva vida por Él, con Él y en Él, entrando así plenamente en el misterio y proyecto de la Santísima Trinidad. Esta contemplación de la cruz  es el primer paso para poder celebrar la Eucaristía “en espíritu y verdad”, como Él nos lo dijo, cuando nos prometio este misterio.

       Dice San Pablo: “Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús: El cual, siendo de condición divina... externamente como un hombre normal, se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios lo ensalzó y le dio el nombre, que está sobre todo nombre, a fin de que  ante el nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos y en los abismos, y toda lengua proclame que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre”  (Fil 2,5-11).  

       Cristo es la historia humana del Verbo encarnado, como salvación del hombre. El hombre Jesús se entregó sin reservas a Dios en nombre y en favor de todos los hombres. En virtud de su ser ontológico y existencial humano, su vida entera fue adoración existencial y cultual al Padre. Cristo realizó en toda su vida el culto supremo de adoración obedencial al Padre jamás ofrecido por hombre alguno. Con plena disponibilidad, como nos ha dicho la Carta a los Filipenses, estaba totalmente orientado hacia la voluntad del Padre, para cumplirla en adoración y obediencia total en la muerte en cruz.

       Toda su vida la consumió Cristo en obediencia total al Padre:“Mi comida es hacer la voluntad del que me envió”. Él vivió para realizar el proyecto que el Padre le había confiado, y siendo Dios se hizo nada,“se anonadó”, se hizo criatura, se hizo “siervo” en la misma Encarnación, y toda su vida la vivió pendiente de los intereses del Padre, por lo que  tuvo que sufrir muchas humillaciones durante su vida para terminar en la plenitud de su existencia, en plena juventud “haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz”. Fue el Padre, no Jesús de Nazareth, el autor del proyecto de salvación:“Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él sino que tengan vida eterna” (Jn 3,16). La Nueva Alianza fue querida por el Padre y realizada en la sangre del Hijo en adoración obedencial.

       La adoración es una actitud religiosa del hombre frente a Dios grande e infinito, inscrita en el corazón de todo hombre, mediante la cual la criatura se vuelve agradecida hacia su Creador en manifestación de amor y dependencia total de Él: “Está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, sólo a él darás culto” (Mt 4,10). La adoración ocupa el lugar más alto de la ida, de la oración y del culto. Por eso, esta actitud religiosa es esencial para avanzar en la vida espiritual de unión e identificación con Cristo. En lenguaje bíblico la palabra y el concepto de adoración significa el culto debido a Dios, manifestado a través de ciertas acciones, especialmente  sacrificiales, por las cuales venimos a decir: Dios, Tú eres Dios, yo soy pura criatura, haz de mí lo que quieras. Por adoración el hombre se ofrece a Dios en un acto de total sumisión y reconocimiento de su grandeza como Ser Supremo y lo significaba con la muerte de animales y ofrendas. El elemento principal de ella es la entrega interior del espíritu a Dios, significada a veces, con gestos externos. La palabra más adecuada para expresar este culto es latría, que significa propiamente este culto rendido solamente a Dios.

 

ADORACIÓN AL PADRE 

 

Nuestra adoración a Dios es la que garantiza la pureza de nuestro encuentro con Él y la verdad del culto que le tributamos. Mientras el hombre adore a Dios, se incline ante Él, como ante el ser que “es digno de recibir la potencia, el honor y la soberanía”, el hombre vive en la verdad y queda libre de toda sospecha y mentira, porque la vida es el supremo valor que tenemos y entregarla sólo se puede hacer por amor supremo. 

       Este sentido, esta actitud de adoración ante el Dios Grande hace verdadero al hombre, y lo centra y da sentido pleno a su ser y existir: por qué vivo, para qué vivo, reconoce que sólo Dios es Dios y el hombre es criatura. Se libera así de la soberbia de la vida, del pecado del mundo de todos los tiempos, adorador del propio “yo”, a quien damos culto idolátrico de la mañana a la noche: “Mortificad vuestros miembros terrenos, la fornicación, la impureza, la liviandad, la concupiscencia y la avaricia, que es una especie de idolatría, por la cual viene la cólera de Dios sobre los hijos de la rebeldía” (Col 3, 5-6).

       Frente al precepto bíblico“Al Señor tu Dios adorarás y a él sólo darás culto”, el hombre de todos los tiempos lleva dentro de sí mismo el instinto de adorarse a sí mismo y  preferirse a Dios. Es la tendencia natural del pecado original. Todos, por el mero hecho de nacer, venimos al mundo con esa tendencia. Podemos decir que cada uno, dentro de sí mismo, lleva un ateo, unas raíces de rebelión contra Dios, que se manifiesta en preferirnos a Dios y darnos culto sobre el culto debido a Dios, que debe ser primero y absoluto. Mientras lascosas nos van bien, no se rebela, aunque siempre está actuando y no somos muchas veces conscientes. Pero cuando tenemos sufrimientos y cruces, cuando nos visita la enfermedad o el fracaso, nos rebelamos contra Dios: ¿Dónde está Dios? ¿Por qué a mí? En el fondo siempre nos estamos buscando a nosotros mismos. Por eso, cuando estoy dispuesto a ofrecer el sacrificio de mí mismo en el dolor y sufrimiento, en silencio y sin reflejos de gloria, prefiero a Dios sobre todo, y Él es el bien absoluto y primero. Y esta actitud prueba la verdad de mi fe y amor a Dios sobre todas las cosas.

       Jesús había dicho:“Nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos” (Jn 15,13). El sacrificio es una exigencia del amor. El supremo amor es el don de sí mismo, de la propia vida por el amado. El amor que pretendiese sólo la posesión del amado no sería verdadero. Por eso, la culminación del amor se encuentra en el sacrificio de la vida  y el sufrimiento moral, que producen las renuncias más íntimas, forman parte del amor auténtico. Dios es el único que puede solicitar un amor hasta dar la vida.

       Cuando se ofrece una cosa, hay que renunciar a la      posesión de la misma. Cuando  se ofrece la propia vida hay que renunciar a la soberanía sobre la propia existencia. Y este desprendimiento se expresa principalmente mediante el gesto cultual del sacrificio.  Es la expresión material, visible, de una actitud del alma, por la cual el hombre se ofrece a sí mismo mediante la ofrenda de otra cosa. Para que sea verdadero tiene que partir del amor, hacerlo desde dentro. Y esto es lo que  nos pide la celebración de la Eucaristía, unirnos al sacrificio de Cristo y hacernos con Él víctimas y ofrendas de suave olor a Dios con los sacrificios que  comporta cumplir su voluntad en la relación con Él y con los hermanos.

       El cristiano, que asiste a la Eucaristía,  tiene la alegría de saber que el sacrificio ofrecido sobre el altar, llega hasta Dios infaliblemente y obtiene la gracia por medio de Cristo. El Padre quiso que este sacrificio ofrecido una vez sobre el Gólgota mereciese toda la gracia para el hombre y quiere que siga renovándose todos lo días sobre el altar bajo la forma ritual y sacramental de la Eucaristía. Gracias a la Eucaristía, la humanidad puede asociarse cada vez más voluntariamente al sacrificio del Salvador ratificando así su compromiso con el sacrificio de Cristo, en nombre de todos, en la cruz y sabiendo que su sacrificio en el de Cristo será siempre aceptado por el Padre.

       En la economía de la Nueva Alianza la adoración de Dios tiene como centro, origen y modelo el misterio pascual  de Cristo, “coronado de gloria y honor por haber padecido la muerte, para que por gracia de Dios gustase la muerte por  todos” (Hbr 2,9b), que constituye a su vez el centro del culto y de la vida cristiana. La adoración del Padre, el reconocimiento de su santidad, de su señorío absoluto sobre la propia vida y sobre el mundo, ha sido ciertamente el móvil, la razón propulsora de toda la existencia de Cristo Jesús. Por eso la Eucaristía se convierte en el supremo acto de adoración al Padre por el Espíritu, en la adoración más perfecta, única. En la Eucaristía está el “todo honor y toda gloria” que la Iglesia puede tributar a Dios, y que necesariamente tiene que pasar  “por Cristo, con Él y en Él”.

       La carta a los Hebreos pone en boca del Hijo de Dios,“al entrar en este mundo” las palabras del salmo 40,7-9, en las que Cristo expresa su voluntad de adhesión plena y radical al proyecto del Padre: “No has querido sacrificios ni ofrendas, pero en su lugar me has formado un cuerpo... No te han agradado los holocaustos ni los sacrificios por el pecado. Entonces dije: Aquí estoy yo para hacer tu voluntad, como en el libro está escrito de mí” (Heb.10,5-7).

       Y esta actitud la vivió en todo momento. Al comienzo de su vida apostólica, cuando se retira a la oración y a la soledad del desierto para prepararse a la misión que el Padre le ha confiado, ante el tentador, proclama sin ambages, que sólo Dios es digno de adoración verdadera: “Retírate, Satanás, porque está escrito: Al Señor tu Dios adorarás y a  él sólo darás culto” (Mt.4,10). Sólo Dios es Dios, sólo Dios es digno de ser adorado por ser Primero y Último, principio y fin de la creación y del hombre. (Cfr CONCEPCIÓN GONZÁLEZ, La adoración eucarística, Madrid, 1990)

 

 

LA OBEDIENCIA

 

Hemos subrayado que el valor del sacrificio de Cristo no reside en la materialidad de derramar sangre, sino en la  obediencia al Padre, en adoración total, hasta dar la vida, como el Padre ha dispuesto. En el evangelio de Juan encontramos una declaración de Jesús que arroja mucha luz sobre esta actitud de sumisión a la voluntad del Padre, que inspira toda la Pasión: “Por eso me ama el Padre, porque yo doy mi vida para volverla a tomar. Nadie me la quita sino que yo mismo la doy. Tengo poder para darla y poder tengo para tomarla otra vez; éste es el mandato que he recibido del Padre” (Jn 10, 17-18). En esta adoración obedencial se realiza el sacrificio del Salvador.

       San Pablo ha expuesto muy concretamente en el himno cristológico de su Carta a los Filipenses, que ya hemos mencionado varias veces, el papel de la obediencia  de Cristo Jesús en la Encarnación y Pasión:“Tened en vosotros estos sentimientos de Cristo Jesús...” Este Cristo humillado, despreciado, angustiado hasta la muerte en el Huerto de los Olivos: “sentaos aquí, mientras yo voy a orar... triste está mi alma hasta la muerte; quedaos aquí mientras yo voy a orar.”   invocando al Padre, para que le libre de  ese cáliz que está a punto de beber: “Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz, pero que no se haga como yo quiero sino como tú quieres...,” por la fuerza de la oración se ha levantado decidido, dispuesto a obedecer y someterse totalmente al proyecto del Padre:“Levantaos, vamos; ya llega el que va a entregarme” (Mt 26,36-40). Cuando se levantó de su postración en el Huerto de los Olivos, el Salvador había renovado su sacrificio al Padre, ofrecido ya en la Cena. En su pasión y muerte no hizo más que cumplir lo que en esta obediencia había prometido y aceptado. En la santa Eucaristía se hacen presentes todos estos sentimientos de Cristo, en los que nosotros podemos y debemos participar haciéndonos una ofrenda con Él. Los que asisten a la Eucaristía no hacen suyo el sacrificio de Cristo si no aceptan esta actitud fundamental de obediencia y ofrenda.      

       Penetrar en el misterio de la Eucaristía es identificarse totalmente con el misterio de Cristo y someterse sin condiciones y sin reservas a una voluntad que puede conducirnos a la cruz; es aceptar obedecer a Dios hasta el heroísmo, ayudados por su gracia y su fuerza, que nos puede hacer sentir como a Pablo y a tantos santos de la Iglesia: “Me alegro con gozo en mis debilidades, para que así habite en mi la fuerza de Cristo”; “cuando soy más débil, entonces hago vivir en mí la fuerza de Dios”;  “Estoy crucificado con Cristo; vivo yo pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí y mientras vivo en esta carne, vivo en la fe del Hijo de Dios que amó y se entregó por mí”.

       Unidos a Cristo ponemos en las manos de nuestro Padre del cielo el tesoro de nuestra vida y libertad y así hacemos el don más completo de nosotros mismos en un verdadero señorío sobre todo nuestro ser y existir. De esta forma, en medio de nuestros sufrimientos y debilidades, terminaremos confiándonos totalmente al Padre: “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo...”;  “Lo que es a mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual yo estoy crucificado para el mundo y el mundo para  mí” (Gal 6,14).“Porque los judíos piden señales, los griegos buscan sabiduría, mientras que nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, locura para los gentiles, mas poder y sabiduría de Dios para los llamados...” (1Cor 1,23-24).

 

LA “HORA” DE CRISTO: FIDELIDAD AL PADRE, HASTA LA MUERTE.

 

La fidelidad de toda la vida de Jesús al Padre y a la misión que le ha confiado (cf.Jn.17, 4), tiene su momento culminante en la aceptación voluntaria de su pasión y muerte: “para que el mundo conozca que yo amo al Padre y que hago lo que el Padre me ha ordenado” (Jn.14, 30.31).

       En efecto, Cristo no aceptó la muerte de forma pasiva, sino que consintió en ella con plena libertad (cfr Jn.10, 17). La muerte para Cristo es la coronación de una vida de fidelidad plena a Dios y de solidaridad con el hombre. Él tiene conciencia de que el Padre le pide que persevere hasta el extremo en la misión que le ha confiado. Y, como Hijo, se adhiere con amor al proyecto del Padre y acepta la muerte como el camino de la fidelidad radical.

       En este proyecto entraba el que Cristo, a través del sufrimiento, conociese el valor de la obediencia al Padre. Jesús aprende, pues, la obediencia filial mediante una educación dolorosa: la experiencia de la sumisión al Padre. Con su obediencia, Cristo se opuso a la desobediencia del primer hombre (Cfr.Rom.5, 19) y a la de los israelitas (3,4-7): “Habiendo ofrecido en los días de su vida mortal oraciones y súplicas con poderosos clamores y lágrimas al que era poderoso para salvarle de la muerte, fue escuchado por su reverencial temor” (Hbr 5,7-8).

       La pasión de Cristo es presentada como una petición, como una ofrenda y como un sacrificio. Estos versículos evocan una ofrenda dramática y nos enseñan que cuando pedimos algo a Dios, si es de verdad, debe ir acompañada de nuestra ofrenda total como en el Cristo de la Pasión:“Padre mío, si no es posible que pase sin que yo lo beba, hágase tu voluntad” (Mt 26,42). Es la misma actitud que, cuando al final de su actividad pública, comprende que ha llegado “su hora”: “Ahora mi alma se siente turbada. ¿Y qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora?¡Mas para esto he venido yo a esta hora! Padre, glorifica tu nombre” (Jn 12,26-27). El deseo más grande de Cristo es la gloria del Padre. Y la gloria del Padre le hace pasar por la pasión y la muerte.

       “Y aunque era Hijo, aprendió por sus padecimientos la obediencia...”(Hbr 5,7-8). Estas palabras encierran el misterio más profundo de nuestra redención: Cristo fue escuchado porque aprendió sufriendo lo que cuesta obedecer. “El amor de Dios -escribe Juan- consiste en cumplir sus mandamientos” (1Jn 5,3; cfr. Jn 14,5.21). Aquí podemos captar mejor el significado de la Encarnación y la Redención, realizadas por obediencia al proyecto del Padre.

       Cristo, que es Hijo de Dios, no es celoso de su condición filial, al contrario, por amor a nosotros, se pone a nuestra altura humana, para hacerse verdaderamente solidario con nosotros en las pruebas. Vive una situación dramática, que le hace rezar y suplicar con “grandes gritos y lágrimas”. Aquí el autor se refiere a toda la pasión de Cristo, pero especialmente cuando en su agonía reza a su Padre:“Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz; sin embargo, no se haga como yo quiero, sino como quieres tú” (Mt 26 36-47). Esta fidelidad al proyecto del Padre no le resultó fácil a Cristo sino costosa. En el Huerto de los Olivos confiesa el deseo más profundo de toda naturaleza humana: el deseo de no morir y menos de muerte cruel y violenta. En la narración de los Sinópticos: Mt.26, 36-47; Mc.14,32-42 y Lc.22,40-45 aparece el profundo conflicto y la profunda lucha que se produce en Jesús entre el instinto natural de vivir y la obediencia al Padre que le hace pasar por la muerte: “Aunque era hijo, en el sufrimiento aprendió a obedecer” (Heb.5,8).

       Humanamente, Jesús no puede comprender su muerte, que parece la negación misma de su obra de instauración del reino de Dios. El rechazo por parte de los hombres, el comportamiento de los mismos discípulos ante su agonía y pasión, sumergen a Cristo en una espantosa soledad; toca con sus propias manos la profundidad del fracaso más absurdo. Sin embargo, incluso ante la oscuridad más desoladora, Jesús sigue repitiendo la oración dirigida al Padre con inmensa angustia:“Padre si es posible... pero no se haga mi voluntad sino la tuya”. El himno cristológico de Filipenses 2,6-11 evidencia esta obediencia radical: “Se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”.

VIGÉSIMOQUINTA MEDITACIÓN

 

TEOLOGÍA Y ESPIRITUALIDAD DE LA COMUNIÓN

 

Durante la Última Cena, la intención fundamental de Jesús fue la de instituir una comida espiritual a través de la comida material del pan y del vino, ofrenda sacramental de su sacrificio, para que todos comiéramos  su cuerpo y sangre y nos alimentáramos de su misma vida: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida... el que me coma vivirá por mí...”. El Señor instituyó esta celebración de la Alianza Nueva mediante una comida, que se convertirá en los siglos venideros en el memorial de su sacrificio, siguiendo el modelo de la antigua alianza junto al monte Sinaí: sacrificio y comida.

       Los relatos evangélicos nos muestran que las comidas en su vida apostólica fueron momentos siempre  de salvación: en casa de Simón, con la mujer arrepentida (Lc 7, 36-50), fue, por ejemplo, comida de perdón; fue comida de salvación, con los recaudadores de impuestos en casa de Leví (Mt 9, 10); encuentro de gracia, perdón y amistad con Zaqueo (Lc 19,2-10); en Betania fue  signo de amistad con los amigos Lázaro, María y Marta, incluyendo las quejas de Marta porque María permanece a los pies del Maestro (Jn 11,1). A diferencia de Juan el Bautista que ayunaba, Jesús participaba gustoso en la comidas de sus contemporáneos: “El Hijo del hombre come y bebe” (Mt 11,19).

       Esto no era nada extraño para Jesús y los Apóstoles. En la religión hebrea, en la cual ellos nacieron y vivieron, la comida tuvo siempre un papel muy importante en las relaciones de Dios con los hombres, en la ratificación de los  pactos y alianzas, que siempre se ratificaron con una comida: mediante una comida se sellan los pactos o alianzas entre Isaac y Abimelec (cfr Gen 26,26-30), entre Jacob y su suegro Labán (cfr Gen 31,53) y en concreto, en la alianza de Dios con el pueblo de Israel, donde el texto del Éxodo nos refiere una doble tradición: una, que describe al sacrificio como rito esencial de la alianza; y otra, que muestra a la comida, como expresión de esta misma alianza.

       En lo referente a esta última tradición se nos dice que los setenta ancianos de Israel, que habían subido con Moisés al monte, contemplaron a Dios: “Y luego comieron y bebieron” (Ex 24,11). A la contemplación se une la comida que confirma la introducción en la intimidad divina. Los sacrificios debían ser ofrecidos en un santuario elegido por Dios, y en el mismo lugar consagrado a Dios se tenían también las comidas. Así se restañaban y se potenciaban las relaciones de Dios con los hombres: comían en su presencia.

A la primera comida, que en su tiempo ratificó la alianza establecida con Moisés y los ancianos de Israel, corresponde la última comida, la Última Cena, que sellará la conclusión de la Alianza Nueva y Eterna en fidelidad a las promesas hechas a David: “En aquel día, preparará el Señor de los Ejércitos, para todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos. Y arrancará en este monte el velo que cubre a todos los pueblos, el paño que tapa a todas las naciones.Aniquilará la muerte para siempre.El Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros, y el oprobio de su pueblo los alejará de todo el país, -Lo ha dicho el Señor-. Aquel día se dirá: aquí está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos salvara; celebremos y gocemos con su salvación” (Is 25,6-9).

       La comida hará comprender todos los beneficios y todas las gracias que Dios dará a los hombres con aquella alianza. También en el libro de Enoch, cronológicamente más cercano a la época de Cristo, la felicidad de la vida futura está representada por la imagen de un banquete celestial: “El Señor de los espíritus habitará con ellos y éstos comerán con el Hijo del hombre; tomarán parte en su mesa por los siglos de los siglos” (62,14). La felicidad consistirá en sentarse a la mesa con el Mesías o Hijo del hombre, muy cercanos al Señor de los espíritus, es decir, a Dios.

       Naturalmente en la comida eucarística, instituida por Cristo, no es comida y bebida ordinaria lo que se come,  sino su carne gloriosa, llena de Espíritu Santo, y su sangre gloriosa, derramada por nuestros pecados.  Pero el comer es esencial en toda comida, también en la eucarística: “Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida” (Jn 6,55), con la particularidad de que en la Eucaristía Jesús no implica sólo su cuerpo y sangre, sino que se implica Él mismo entero y completo.

       En la Última Cena Jesús inaugura la comida de la Nueva Alianza, que luego continuaría celebrando después de su resurrección con la comunidad de Jerusalén, que fueron encuentros de gozo y  reconocimiento y alegría por parte de los Apóstoles. Y así se siguió celebrando la Eucaristía como comida o cena hasta que empezaron a darse los abusos de que nos habla San Pablo en su carta a los Corintios junto con el aumento de miembros en las comunidades. Entonces comenzaron a separarse Eucaristía y banquete o ágape, con el peligro que llevaba consigo de que la liturgia se  convirtiera a veces  en un espectáculo para  ver a unos comer y a otros pasar hambre, más que en una comida familiar de encuentro en la fe y en la palabra, en comida  participada. 

       Una descripción interesante de la celebración de la comunión en el siglo IV aparece en una de las instrucciones catequéticas de Cirilo de Jerusalén: «Cuando os acerquéis, no vayáis con las manos extendidas o con los dedos separados, sin hacer con la mano izquierda un trono para la derecha, la cual recibirá al Rey, y luego poned en forma de copa vuestras manos y tomad el cuerpo de Cristo, recitando el Amén. Después, una vez que habéis participado del Cuerpo de Cristo, tomad el cáliz de la Sangre sin abrir las manos, y haced una reverencia, en postura del culto y adoración y repetid Amén y santificaos al recibir la Sangre de Cristo. Luego permaneced en oración y agradeced a Dios que os ha hecho dignos de tales misterios» (S.Cirilo, CM, V 21ss). Después del siglo XII la comunión bajo la especie de vino fue desapareciendo en la Iglesia de Occidente.

 

MIRADA LITÚRGICA A LA EUCARISTIA COMO COMUNIÓN 

 

La comunión con el Cuerpo y la Sangre de Cristo no es un añadido o un complemento a la Eucaristía, sino una exigencia intencional y real de las mismas palabras de Cristo, al instituirla:“Tomad y comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo... tomad y bebed... porque ésta es mi sangre”; es decir, que si Jesús consagró el pan y celebró la Eucaristía fue para que los comensales nos alimentásemos de su cuerpo y sangre como Él mismo había prometido varias veces durante su vida.  Los apóstoles comieron su cuerpo, su sangre, su divinidad, sus deseos de inmolarse para obedecer al Padre y de darse en alimento a todos. No cabe, por tanto, duda de que tanto por la promesa, como por las palabras de la institución de la Eucaristía, Jesús quiso ser comido como  el nuevo cordero de la Nueva Pascua y Nueva Alianza, sacrificado y comido en signo de la amistad y de pacto logrado entre Dios y los hombres por su muerte y resurrección, como era el cordero de la pascua judía: Éxodo, cap. 12. No podemos dudar de este deseo de Cristo, expresado abiertamente al empezar la Última Cena:  “Ardientemente he deseado comer esta pascua con vosotros, antes de padecer,” es decir, ésta es la cena de la Pascua Nueva y en esta comida el cordero sacrificado y comido soy yo, que entrego mi vida como sacrificio y alimento por todos.

       La pascua judía era la celebración de la liberación de Egipto, del paso del mar Rojo, de la Alianza en la sangre de los sacrificios en la falda del monte Sinaí y de la entrada en la tierra prometida. La pascua cristiana, inaugurada por Cristo en la Última Cena, es la liberación del pecado, el paso de la muerte a la vida y la Nueva Alianza en la sangre de Cristo, nuevo cordero de la Nueva Alianza. Como hemos insinuado, ya desde la noche de la pascua judía, figura e imagen de la Nueva Pascua cristiana, Dios, nuestro Padre pensaba en darnos a su Hijo como nuevo Cordero de esta nueva alianza que hacía por su sangre. 

       “Yo veré la sangre y pasaré de largo, dice Dios”.Pascua significa paso, paso de Yahvé  sobre las casas de los judíos en Egipto sin herirlos, y ahora, en la nueva pascua, paso de la muerte de Cristo a la resurrección, que se convierte en  nuestra pascua, paso, por Cristo, del pecado y de la muerte a la salvación y a la eternidad. Los Padres de la Iglesia se preguntaban qué cosa tan maravillosa vio el ángel exterminador en la sangre puesta sobre los dinteles de las casas de los judíos para pasar de largo y no hacerles daño aquella noche de la salida de la esclavitud de Egipto, en que fueron exterminados los primogénitos egipcios. En uno de los primeros textos pascuales de la Iglesia, Melitón de Sardes ponía estas palabras: «¡Oh misterio nuevo e inexpresable!  La inmolación del cordero se convierte en salvación para Israel, la muerte del cordero se transforma en vida del pueblo y la sangre atemorizó al ángel. Respóndeme, ángel, ¿qué fue lo que te causó temor, la muerte del cordero o la vida del Señor? ¿La sangre del cordero o el Espíritu del Señor? Está claro qué fue lo que te espantó: tú has visto el misterio de Cristo en la muerte del cordero, la vida de Cristo en la inmolación del cordero, la persona de Cristo en la figura del cordero y, por eso, no has castigado a Israel. Qué cosa tan maravillosa será la fuerza de la Eucaristía, de la Pascua cristiana, cuando ya la simple figura de ella, era la causa de la salvación».

       Queridos hermanos: Cristo hizo el sacrificio de su Cuerpo y Sangre, y quiso hacer a los suyos partícipes del mismo, mediante una comida, una cena, un banquete. Aquí está la razón de lo que os decía al principio. Está claro que Cristo quiere que todos los que asisten a la Eucaristía participen del banquete mediante la comunión. Si no se comulga, no hay participación plena e integral en los méritos y la ofrenda de Cristo, hecha sacrificio y comida. Cuando comulgamos, no sólo comemos el Cuerpo de Cristo, sino que comulgamos también con su obediencia al Padre hasta la muerte, con la adoración de su voluntad hasta el sacrificio: “Mi comida es hacer la voluntad del que me ha enviado”. La redención y salvación que Jesús realiza en la Eucaristía llega a todo el mundo, a todos los hombres, vivos y difuntos, porque nos injerta así en la vida nueva y resucitada, prenda de la gloria futura que nos comunica: “Yo soy la resurrección y la vida, el que coma de este pan vivirá eternamente”.

       Por lo tanto, el altar, en torno al cual la Iglesia se une para la celebración de la Eucaristía, representa dos aspectos del mismo misterio de Cristo: el altar de su sacrificio y la mesa de su cena: son dos realidades inseparables. Por eso, ir a Eucaristía y no comulgar es como ir a un banquete y no comer, es un feo que hacemos al que nos invita, es tanto como dejarle a Cristo con el pan en las manos y no recibirlo, es quedar a Cristo iniciando el abrazo de la unión sacramental y quedarse sentado. Si hemos dicho que sin Eucaristía-Eucaristía no hay cristianismo, había que decir también que sin Eucaristía-comunión no puede haber vida cristiana en plenitud:“En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros” (Jn 6,53). Sabéis que muchos se escandalizaron por esto y desde aquel momento le dejaron. Hasta sus mismos apóstoles dudaron y estuvieron a punto de irse. Tuvo que preguntarles el Señor sobre sus intenciones y provocar la respuesta de Pedro: “A quién vamos a ir, tú tienes palabras de vida eterna”.

       Podemos afirmar que el sacrificio nos lleva a la Comunión, y la Comunión al sacrificio. Y en esto está toda la espiritualidad de la Comunión. Por eso, el Vaticano II, en la S. C. nos dice: «Se recomienda la participación más perfecta en la Eucaristía, recibiendo los fieles, después de la comunión del sacerdote, el cuerpo del Señor». Y añade más adelante: «...que los fieles reciban la Santísima Eucaristía los domingos y festivos, aún con más frecuencia, incluso a diario», ya que por voluntad expresa del Señor, sacrificio y banquete, Eucaristía y comunión están inseparablemente unidos.

VIGÉSIMOSEXTA MEDITACIÓN

 

ESPIRITUALIDAD DE LA EUCARISTÍA COMO COMUNIÓN

 

La Eucaristíaes el centro y culmen de toda la vida cristiana. De la Eucaristía, como misa, deriva toda la espiritualidad eucarística como comunión y presencia.En la comunión eucarística, Jesús quiere comunicarnos su vida, su mismo amor al Padre y a los hombres, sus mismos sentimientos y actitudes. Por eso, lo más importante para recibir al Señor son las disposiciones del alma, no las del cuerpo. De hecho los apóstoles comulgaron después de haber comido. Por los abusos tuvo la Iglesia que proponer unas disposiciones pertinentes al cuerpo, que hoy ya no son necesarias y van desapareciendo.

       Lo importante es que cada comunión eucarística aumente mi hambre de Él, de la pureza de su alma, del fuego de su corazón, del amor abrasado a los hombres, del deseo infinito del Padre, que Él tenía. Qué adelantamos con que se acerquen personas en ayuno corporal si sus almas están sin hambre de Eucaristía, tan repletas de cosas y deseos materiales que no cabe Jesús en su corazón. Cristo quiere ser comido por almas hambrientas de unión de vida con Él, de santidad, de pureza, de generosidad, de entrega a los demás, con hambre de Dios y sed de lo Infinito. Pero si el corazón no ama, no quiere amar, para qué queremos los ayunos.

       Comulgar con una persona es querer vivir su misma vida, tener sus mismos sentimientos y deseos, querer tener sus mismas maneras de ser y de existir. Comulgar no es abrir la boca y recibir la sagrada forma y rezar dos oraciones de memoria,  sin hablarle, sin entrar en diálogo y revisión de vida con Él, sin decirle si estamos tristes o alegres y por qué. Esto es una  comunión rutinaria, puro rito, con la que nunca llegamos a entrar en amistad con el que viene a nosotros en la hostia santa para amarnos y llenarnos de sus sentimientos de certeza y paz y gozo, para darnos su misma vida. Y luego algunas personas se quejan de que no sienten, no gustan a Jesús.

       Lo primero de todo es la fe, pedirla y vivirla, como lo fue con el Jesús histórico. Para creer y comulgar con Cristo-Eucaristía, necesitamos fe en su realidad eucarística, porque «este es el sacramento de nuestra fe». Cuando en Palestina le presentaban los enfermos, los tullidos, los ciegos. “Tu crees que puedo hacerlo, tú crees en mí, vosotros qué pensáis de mí...” y éste sigue siendo hoy el camino de encuentro con Él. A los que quieran entrar en amistad  con Él,  les  exige fe, cada vez más fe, como vemos en todos los santos, porque hay que pasar de la fe heredada a la fe personal: ¿tú qué dices de mí..?, puesto que vamos a iniciar una amistad personal íntima y profunda con Él. Todos los días hay que pedírsela: “Señor yo creo, pero aumenta mi fe”.

       Las crisis de fe, las <noches> de San Juan de la Cruz, son camino obligado para profundizar en esta fe, ayudan a potenciar la fe, la purifican, hacen que nos vayamos acomodando a los criterios del Evangelio, que pasan a ser nuestros y todo esto es con trabajo y dolor. Las crisis de fe son buenísimas, porque el Espíritu Santo quiere purificarnos, quiere quitar los falsos conceptos que tenemos sobre Cristo, su evangelio y, al quitar estas adherencias de nuestra fe heredada, se nos va la vida. Cristo quiere escuchar de cada uno: Yo creo en Tí, Señor, porque te veo y te siento, no porque otros me lo ha dicho. Superada esta primera etapa de fe como conocimiento de su persona y palabra, vendrá o es simultánea la etapa de comunión en su vida, de convertirse a Él, de vivir su misma vida, de comulgar en serio con su obediencia al Padre, con su entrega a los hombres, viene la conversión en serio que dura toda la vida, como la misma comunión: “quien coma, vivirá por mí...”, pero ahora al principio es más dura, porque no se siente a Cristo, y hay que purificar y quitar muchas imperfecciones de carácter, críticas, comodidad; aquí es donde nos jugamos la amistad con Cristo, la experiencia de Dios, la santidad de vida, según los planes de Cristo, que ahora aprieta hasta el hondón del alma.

       Para llenarnos Él, primero tiene que vaciarnos de nosotros mismos ¡Qué poco nos conocemos, Señor! ¡qué cariño, qué ternura me tengo! Señor, me doy cuenta después que lo paso. Me adoro, me doy culto y quiero que todos me lo den, sólo quiero celebrar mi liturgia y no la tuya. Y claro, no cabemos dos <yo> en la liturgia eucarística de la vida, eres Tú al que tengo que vivir hasta decir con San Pablo: “para mí la vida es Cristo,”  o “estoy crucificado con Cristo, vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí...”.  

       El primer efecto de la comunión eucarística en mi persona es la presencia real y auténtica de Cristo en mi alma para ser compañero permanente de mi peregrinaje por la tierra, para ser mi confidente y amigo, para compartir conmigo las alegrías y tristezas de mi existencia, convirtiéndolas en momentos de salvación y suavizando las penas con su compañía, su palabra y su amor permanente, destruyendo el pecado en mi vida. Porque en la comunión no se trata de estar con el Señor unos momentos, hacerlo mío en mi corazoncito, de decirle palabras u oraciones bonitas, más o menos inspiradas y de memoria. Él viene para comunicarme su vida y yo tengo que morir a la mía que está cimentada sobre el pecado, sobre el hombre viejo, que Él viene a destruir, para que tengamos su misma vida, la vida nueva del Resucitado, de la gracia, del amor total al Padre y a los hombres. 

       Si queremos transformarnos en el alimento que recibimos por la comunión, si queremos que no seamos nosotros sino Cristo el que habite en nosotros y vivir su vida, si queremos construir la amistad con Él por la comunión eucarística sobre roca firme y no sobre arena movediza de ligerezas y superficialidad, la comunión eucarística nos llevará a la comunión de vida, mortificando en nosotros todo lo que no está de acuerdo con su vida y evangelio. Nunca podemos olvidar que comulgamos con un Cristo que en cada Eucaristía hace presente su muerte y resurrección por nosotros. Para resucitar a su vida, primero hay que morir a la nuestra de pecado, hay que crucificar mucho en nuestros ojos, sentidos, cuerpo y espíritu, para poder vivir como Él, amar como Él, ver y pensar como Él. Comulgamos con un Cristo crucificado y resucitado. Hay que vivir como Él: perdonando las injurias como Él, ayudando a los pobres como Él, echando una mano a todos los que nos necesiten, sin quedarnos con los brazos cruzados ante los problemas de los hombres; Él quiere seguir salvando y ayudando a través de nosotros, para eso ha instituido este sacramento de la comunión eucarística.

       Qué comunión puede tener con el Señor el corazón que no perdona: “En esto conocerán que sois discípulos míos si os amáis los unos a los otros... Si vas a ofrecer tu ofrenda y allí te acuerdas de que tienes algo contra tu hermano...”. Qué comunión puede haber de Jesús con los que adoran becerros de oro, o danzan bailes de lujuria o tienen su yo entronizado en su corazón y no se bajan del pedestal  para que Dios sea colocado en el centro de su corazón... Esta es la verdadera comunión con el Señor. Las comuniones verdaderas nos hacen humildes y sencillos como Él: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón...”; nos llevan a ocupar los segundos puestos como Él, a lavar los pies de los hermanos como Él:“ejemplo os he dado, haced vosotros lo mismo;” a perdonar siempre: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”.

       Una cosa es comer el cuerpo de Cristo y otra comulgar con Cristo. Comulgar es muy comprometido, es muy serio, es comulgar con la carne sacrificada y llena de sudor y sangre de Cristo, crucificarse por Él en obediencia al Padre, es estar dispuesto a correr su misma suerte, a ser injuriado, perseguido, desplazado, a no buscar honores y prebendas, a buscar los últimos puestos, a pisar sus mismas huellas de sangre, de humillación, de perdón, es muy duro, y sin Cristo es imposible. Señor, llegar a esta comunión perfecta contigo, comulgar con tus actitudes y sentimientos de sacerdote y víctima, de adoración hasta la muerte al Padre y de amor extremo a los hombres, me cuesta muchísimo, bueno, lo veo imposible. Lo que pasa es que ya creo en Ti y al comulgar con frecuencia, te amo un poco más cada día y ya he empezado a sentirte y saber que existes de verdad, porque la Eucaristía hace este milagro, y no sólo como si fueras  verdad, como si hubieras existido,  sino como existente aquí y ahora, porque la liturgia supera el espacio y el tiempo, es una cuña de eternidad metida en el tiempo y en nosotros; es Jesucristo vivo, vivo y resucitado, y ya por experiencia sé que eres verdad y eres la verdad, pasa como con el evangelio, sólo lo comprendo en la medida en que lo vivo. Las comuniones eucarísticas me van llevando, Señor, a la comunión vital contigo, a vivir poco a poco como Tú. 

       Y esta comunión vital, este proceso tiene que durar toda la vida, porque cuando ya creo que estoy purificado, que no me busco, sino que vivo tu vida, nuevamente vuelvo a caer en otra forma de amor propio y la comunión litúrgica con tu muerte, resurrección y vida me descubre otros modos de preferirme a Ti, de preferir mi vivir al tuyo, mis criterios a los tuyos, mis afectos a los tuyos, que hacen que esta comunión vital contigo no sea total, y otra vez la purificación y la necesidad de Ti, así que no puedo dejar de comulgar y de orar y de pedirte, porque yo no entiendo ni puedo hacer esta unión vital, vivir como Tú, sólo Tú sabes y puedes y entiendes, para eso comulgo con hambre todos los días, por eso, me abandono a Ti, me entrego a Ti, confío en Ti, sólo Tú sabes y puedes. Y esto me llena de Ti y me hace feliz y ya no me imagino la vida sin Ti.  La verdad es que ya no sé vivir sin Ti, sin comulgar y comer la eucarístía, que eres Tú.

       El día que no quiera comulgar con tus sentimientos y actitudes, con tu vida, no tendré hambre de ti; para vivir según mis cristerios, mi yo, mi soberbia, mi comodidad, mis pasiones, no tengo necesidad de comunión ni de Eucaristía ni de sacramentos ni de Dios. Me basto a mí mismo. El mundo no tiene necesidad de Cristo, para vivir como vive, como un animalito, lleno de egoismos y sensualismo y materialismos, se basta a sí mismo. Por eso  el mundo está necesitando siempre un salvador para librarle de todos sus pecados y limitaciones de criterios y acciones, y sólo hay un salvador y éste es Jesucristo. Y las épocas históricas, y las vidas personales sólo son plenas y acertadas en la familia, en los matrimonios, entre los hombres, en la medida en que han creído y se han acercado a Él. Jesucristo es la plenitud del hombre y de lo humano.

       Para eso Él ha instituido este sacramento de la comunión eucarística: para estar cerca y ayudarnos, alimentarnos con su misma alegría de servir al Padre, experimentando su unión gozosa, llena de fogonazos de cielo y abrazos y besos del Viviente, de sentirnos amados por el mismo amor, luz y fuego a la vez, de la Santísima Trinidad, de sepultarnos en Él para contemplar los paisajes del misterio de Dios, de escuchar al Padre canturreando su PALABRA, una Canción Eterna llena de Amor Personal, pronunciada a los hombres con ese mismo Amor Personal, que es Espíritu Santo, Vida y Amor y Alma del Padre y del Hijo. Para eso instituyó Cristo la sagrada comunión. ¡Cómo me amas, Señor, por qué me amas tanto, qué buscas en mì, qué puedo yo darte que Tú no tengas...! ¡Cómo me ayudas y recompensas y estimulas mi apetito de Ti, mi hambre y  deseo de Ti!

       Las almas eucarísticas, que son muchas en parroquias,  instituciones, en la Iglesia,  no hubieran podido comulgar con los sufrimientos corredentores, que lleva consigo el cumplimiento del Evangelio y de la voluntad de Dios y  la purificación de los pecados sin la comunión sacramental, sin la fuerza y la ayuda del Señor. Y es que sólo cuando uno a través de las comuniones ha llegado a comulgar de verdad con sus sentimientos y actitudes,  es  cuando es <llagado> vitalmente por su amor, y sólo entonces ya ha empezado la amistad eterna que no se romperá nunca: «¿Por qué pues has llagado aquesste corazón no le sanaste, y pues me lo has robado, por qué así lo dejaste, y no tomas el robo que robaste? Descubre tu presencia, y máteme tu rostro y hermosura, mira que la dolencia de amor no se cura sino con la presencia y la figura».

       En la Iglesia y en el mundo nos faltan comuniones eucarísticas, almas eucarísticas, religiosos y sacerdotes eucarísticos, padres y madres eucarísticas, jóvenes eucaristicos ¿dónde están, con quién comulgan los jovenes de ahora…? niñas y niños eucarísticos, es decir, cristianos identificados con Cristo por la comunión eucarística.

       Esta purificación o transformación es larga y dolorosa: ¡Cuántas lágrimas en tu presencia, Señor, días y noches, Tú el único testigo, parece que nunca va a acabar el sufrimiento, a veces años y años, Tú lo sabes! En ocasiones extremas uno siente deseos de decirte: Señor, ya está bien, no seas tan exigente, en Palestina no lo eras, cuánta oscuridad, sequedad, desierto, dudas de Dios, de Cristo, de la Salvación, soledad ante las pruebas de vida interior y exterior, complicaciones humanas, calumnias, sufrimientos personales y familiares, humillaciones externas e internas, ¡lo que cuesta comulgar con Cristo! Especialmente con el Cristo eucarístico, con el misterio eucarístico que se hace presente en cada Eucaristía, esto es, con tu pasión, muerte y resurrección.  Es más fácil comulgar con un Cristo hecho a la medida de cada uno, parcial, de un aspecto o acción o palabra del evangelio, pero no con el Cristo eucarístico, que me pone delante del Cristo entero y completo, que muere por amor extremo al Padre y a los hombres, obedeciendo, hasta dar la vida.

       Por eso, quien come Eucaristía, quien comulga de verdad a Cristo Eucaristía, se va haciendo poco a poco Eucaristía perfecta, muere al pecado de cualquier clase que sea y  va resucitando a la vida nueva que Cristo le comunica, va viviendo su misma vida, con sus mismos sentimientos de amor a Dios y entrega a los hombres. Quien come Eucaristía termina haciéndose Eucaristía perfecta.

       En cada comunión le decimos: Jesucristo, Eucaristía divina, Tú lo has dado todo por nosotros, con amor extremo, hasta dar la vida. También yo quiero darlo todo por Ti, porque para mí Tú lo eres todo, yo quiero lo seas todo. Jesucristo Eucaritía, yo creo en Ti; Jesucristo Eucaristía, yo confío en Ti; Jesucristo, Tú eres el Hijo de Dios.

       El alma, que llega a esta primera y perfecta comunión con Cristo en la tierra, ya sólo desea de verdad a Cristo, y todo lo demás es con Él y por Él. Lo expresamos también en este canto popular de la comunión, que tanto os deseo como vivencia a todos mis lectores, aunque a mí me falta mucho:  «Véante mis ojos, dulce Jesús bueno, véante mis ojos, múerame yo luego. Vea quien quisiere, rosas y jazmines, que si yo te viere, veré mil jardines, flor de serafines, Jesús Nazareno, véante mis ojos, múerame yo luego. No quiero contento, mi Jesús ausente, que todo es tormento, a quien esto siente. Solo me sustente tur amor y deseo, véante mis ojos, múerame yo luego».

 

VIGÉSIMOSÉPTIMA  MEDITACIÓN

 

“EL QUE ME COME VIVIRÁ POR MÍ”. LA COMUNIÓN EUCARÍSTICANOS VA TRANSFORMANDO EN CRISTO,  CON SUS MISMOS SENTIMIENTOS Y ACTITUDES

 

Lo más importante para recibir al Señor son las disposiciones del alma, no las del cuerpo, y esto es lo que busca más directamente el Señor. De hecho los Apóstoles comulgaron después de haber comido. Por los abusos tuvo la Iglesia que proponer unas disposiciones pertinentes al cuerpo, que hoy van desapareciendo.

Lo importante es la fe, el fuego del corazón, el amor abrasado, el deseo infinito de Dios. Y si sacramentalmente de suyo solo puedo hacerlo una vez al día, por el amor puedo comulgar todas las veces que quiera, que tenga deseos de sentir cerca su presencia y ayuda, de comer sus sentimientos de humildad y entrega, de comer sus deseos de servir y amar  a los hermanos.

A esta comunión espiritual me tiene que llevar y conducir la corporal y viceversa. Qué adelantamos con que se acerquen personas en ayuno corporal si sus almas están sin amor, sin  hambre de Eucaristía, tan repletas de cosas y deseos materiales que no cabe Jesús en su corazón. Cristo quiere ser comido por almas hambrientas de unión vital con Él, para llenarnos de su pureza, generosidad y entrega a los demás, con hambre de Dios y sed de lo Infinito. Y esto es lo que nos comunica y quiere alimentar por el sacramento de la Comunión. Pero si el corazón no ama, no quiere amar, para qué queremos los ayunos. Por eso, lo más importante para comulgar es tener hambre de Cristo.

Comulgar con una persona es querer vivir su vida, tener sus mismos sentimientos y deseos, querer tener sus mismas maneras de ser y de existir. Comulgar no es abrir la boca y recibir la sagrada forma y rezar dos oraciones de memoria. Esto es comer pero no comulgar, o si queréis, podemos llamarla comunión, pero rutinaria, con la que nunca llegamos a encontrarnos con Él ni entrar en amistad con el que ha venido a nosotros en la hostia santa. Junto al sagrario se puede comulgar  muchas veces con más fervor y fruto que con comuniones puramente materiales. Los ratos de oración ante el sagrario son ratos de hacerme Eucaristía perfecta con Él.

Lo primero de todo es la fe, como lo fue en Palestina. Cuando le presentaban los enfermos, los tullidos, los ciegos... “Tu crees que puedo hacerlo, tu crees en mí, vosotros qué pensáis de mí...”. Y hoy sigue la misma táctica: los que quieren entrar en amistad con Él,  necesitamos la fe, una fe, que pase de fe rutinaria y heredada a fe personal; para eso no bastará saberla de memoria por el estudio, catequesis o teología sino por las obras de la fe y el amor a Él y para eso nos conviene tener ratos de oración junto al sagrario, celebrar y comulgar con fe personal más viva, que nos lleve a seguirle, pisando sus mismas huellas: “si alguno quiere ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga...”.

Entonces, cada comunión  me irá vaciando de mí mismo, de mis criterios, de mis conocimientos, de mi misma vida por la de Cristo: “El queme  come vivirá por mí”, porque yo soy egoísta y mi amor no sabe de entrega total a Dios y a los hermanos;  si aguanto y cojo este camino, aunque me cueste y sufra, iré cada vez más“sintiendo con Cristo”; “para mí la vida es Cristo”; “Tened en vosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús”, y desde ese momento, ya no tengo que decirte nada, tú mismo comprobarás que el Señor existe y es verdad y está en el pan, que alimenta y fortalece, te habla y te alimenta con su fuerza  para las pruebas  necesarias que conlleva la muerte del yo, de mis afectos desordenados, soberbia, lujuria, mis seguridades, pruebas de todo tipo, internas y externas, que no hace falta que Dios nos las mande directamente porque las lleva consigo muchas veces la misma vida, sobre todo, si queremos vivirla evangélicamente, pero que tienen que ser vividas en Cristo y por Cristo, perdonando, reaccionando amando, sin ira, con humildad, confiando siempre en Dios y esperando contra toda esperanza.

Es que algunos se despistan, y piensan que amando más al Señor, todo les va a ir bien en la vida de éxitos, triunfos humanos, estimación de los demás, cargos, y como no es así, quiero advertirlo, para que nadie se sienta decepcionado.Superada esta primera etapa de fe, que dura más o menos años, según los planes de Cristo y generosidad del alma, luego viene la conversión radical, quitar las mismas raíces del yo y del pecado original, y aquí ya sólo Dios puede hacerlo y lo hace como quiere y cuando quiere y hasta donde quiere.

 ¡Qué poco nos conocemos, Señor! ¡qué cariño, qué ternura me tengo! Señor, me doy cuenta después que lo paso. Y ya creo que estoy purificado, que no me busco, y nuevamente vuelvo a caer en otra forma de amor propio y otra vez la purificación y la necesidad de Ti; así que no puedo dejar de comulgar y de orar y de pedirte, porque yo no entiendo ni puedo, sólo Tú sabes y puedes y entiendes; por eso, me abandono a Ti, me entrego a Ti, confío en Ti, solo Tu sabes y puedes. Y ya no quiero vivir sin Ti, porque quiero ser totalmente para Ti como Tú lo has sido todo para mí. 

Es que primero hay que vaciarse un poco para que pueda ir entrando Dios en tu vida. Jesús, como cualquier amigo,  no se entrega a cualquiera. Hay que querer ser su amigo y disponer el corazón. La verdadera conversión, la muerte del yo, ¡cuántas lágrimas en tu presencia, Señor! días y noches, Tú el único testigo, parece que nunca se va a acabar el sufrimiento, a veces años y años. Tú lo sabes. En ocasiones extremas uno siente deseos de decirte: Señor, ya está bien, no seas tan exigente, en Palestina no lo eras. Cuánta oscuridad, sequedad, desierto, dudas de Dios, de Cristo, de la misma salvación, soledad ante las pruebas de vida interior y exterior, complicaciones humanas, calumnias, sufrimientos personales y familiares, humillaciones externas e internas.. Para el que lo pasa, esto es una realidad sentida y no lo olvidará en la vida, ni su nada ni su necesidad absoluta de Dios para todo. Precisamente por esta purificación, Cristo, el evangelio, la Eucaristía, el amor, la amistad con Él, sus misterios pasan  a ser realidades sentidas y vividas, todo ha entrado en la sangre por estas comuniones espirituales con el alma y el corazón de Cristo.

 El primer efecto de la comunión, de la presencia de Cristo en mi alma es ser mi salvador, destruir el pecado de mi vida, nuestra personalidad pecadora. “Y todo el que tiene en el esta esperanza, se purifica, como puro es Él. El que comete pecado traspasa la Ley, porque el pecado es transgresión  de la Ley. Sabéis que apareció para quitar el pecado y que en Él no hay pecado. Todo el que permanece en Él no peca, y todo el que peca no le ha visto ni le ha conocido” (1Jn 3,3-6).

Porque en la comunión no se trata solo de estar con el Señor unos momentos, de decirle palabras u oraciones bonitas, más o menos inspiradas, hay que darle la vida, nuestra vida, que está cimentada sobre el pecado original de preferirme a Dios sobre el hombre viejo, que Él viene a destruir para que tengamos su misma vida, la vida nueva para la cual hay que morir primero al yo para resucitar en Cristo por la gracia del amor total al Padre y a los hombres.

  Si queremos transformarnos  en el alimento  recibido por la comunión, que es Cristo, si queremos que no seamos nosotros sino Cristo el que habite en nosotros y vivir su misma vida, si queremos construir en piedra firme y no sobre arena movediza del yo egoísta y voluble del edificio nuevo de la gracia, hay que implantar la cruz en nuestros ojos, sentidos, cuerpo y espíritu, hay que vivir como Él: perdonando las injurias como Él, ayudando a los pobres como Él, echando una mano a todos los que nos necesiten, sin quedarnos con los brazos cruzados ante los problemas de los hombres; para eso viene Él a nosotros, para eso quiere que comulguemos con sus actitudes y sentimientos. Él  quiere seguir salvando y ayudando por medio de nosotros, por una comunión permanente de vida a la que nos ha llevado la comunión de su cuerpo, que debe ser alimentada permanentemente por la comunión espiritual.

Y ahora me pregunto: Qué comunión puede hacer con el Señor el corazón que no perdona, aunque reciba todos los días el pan consagrado y sea sacerdote, apóstol o militante  seglar. ¡Dios mío! qué despiste en los mismos cristianos: “en esto conocerán que sois discípulos míos si os amáis los unos a los otros... Si vas a ofrecer tu ofrenda y allí te acuerdas de que tienes algo contra tu hermano...”.

Qué comunión de vida puede haber con Jesús en los que adoran becerros de oro, o danzan bailes de lujuria o tienen su yo entronizado en su corazón, dándose todo el día culto idolátrico, y no se bajan del pedestal para que Dios sea colocado en el centro de su existencia: “Esto no es comulgar el cuerpo de Cristo, esto no es la cena del Señor”, gritaría San Pablo.

Las comuniones verdaderas nos hacen humildes. Este es el signo más claro, la señal más evidente de que vamos avanzando en la amistad con Él, en la oración, en la piedad eucarística, en la comunión con Él; si somos más humildes cada día esto indica que vamos avanzando en nuestra identificación con Cristo y que vamos muriendo a nosotros mismos. Comulgar es muy comprometido, es muy serio, es comulgar con la carne sacrificada y llena de sudor y sangre de Cristo, crucificarse por Él en obediencia al Padre, es estar dispuesto a correr su misma suerte, a ser injuriado, perseguido, desplazado; a no buscar honores y prebendas, a buscar los últimos puestos,  a pisar sus mismas huellas ensangrentadas por el dolor y el sacrificio de su entrega total a Dios y a los hombres. Esto es muy duro y  sin Cristo,  imposible.

 Para eso Él ha instituido este sacramento de la comunión eucarística, cuyo fruto principal debe ser la comunión permanente y espiritual: para estar cerca y ayudarnos, alimentarnos con su misma alegría de servir al Padre, experimentando su unión gozosa, llena de fogonazos de cielo y abrazos y besos del Viviente, de sentirnos amados por el mismo amor de la Santísima Trinidad... de sepultarnos en Él para contemplar los paisajes del misterio de Dios, de escuchar al Padre cantando su Canción Personal, su Verbo, Jesucristo Celeste, con  Amor de  Espíritu Santo y desde aquí, cargados con estos dones y salvación ir en busca de los hombres para llenarlos de Dios, de gracia, de perdón de los pecados, de evangelio, de conocimiento y seguimiento de Cristo. Para eso instituyó Cristo la sagrada comunión y, sin estas ayudas y recompensas, que estimulan más el hambre y el deseo de Él, las almas buenas, que en todas las parroquias existen y que son verdaderamente santos, no hubieran podido comulgar con los sufrimientos corredentores, que lleva consigo el cumplimiento del evangelio y de la voluntad de Dios en grados heroicos y  la purificación de los pecados y de salvación de los hermanos.

Cuando se comulga de verdad y el corazón humano ha sido <llagado> por su amor, entonces y solo entonces ya ha empezado la amistad eterna, que no se romperá nunca. Podríamos entonces expresar sus sentimientos con estos versos de San Juan de la Cruz: «Apaga mis enojos, pues que ninguno basta a deshacerlos, y véante mis ojos, pues eres lumbre de ellos, y sólo para tí quiero tenerlos...» (C 10).  El alma ya solo desea de verdad a Cristo, y todo lo demás, que hace o desea,  es por Él y solo para Él; ha llegado la unión total, ha llegado el desposorio espiritual del alma, han llegado las nostalgias infinitas del Amado y el alma  expresa sus enojos en esta tardanza de comunión total, con estos versos del doctor místico:: «Descubre tu presencia, y máteme tu rostro y hermosura, mira que la dolencia de amor no se cura sino con la presencia y la figura» (C 11).

Lo expresamos también en este canto de la comunión, que tanto os deseo como vivencia a todos:“Véante mis ojos, dulce Jesús bueno, véante mis ojos, múerame yo luego. Vea quien quisiere, rosas y jazmines, que si yo te viere, veré mil jardines, flor de serafines, Jesús Nazareno, véante mis ojos, múerame yo luego. No quiero contento, mi Jesús ausente, que todo es tormento, a quien esto siente. Solo me sustente tu amor y deseo, véante mis ojos, múerame yo luego”.

VIGÉSIMOOCTAVA  MEDITACIÓN

 

­­­­­­­­­­­LA ADORACIÓN EUCARÍSTICA: ESPIRITUALIDAD Y PASTORAL

 

La Iglesia Católicasiempre ha tenido, como fundamento de su fe y vida cristiana, la certeza de la presencia real de Nuestro Señor Jesucristo bajo los signos sacramentales del pan y del vino. Esta fe la ha vivido especialmente durante siglos en la adoración de este misterio, objeto primordial del culto y de la espiritualidad de la Adoración Nocturna.

Para legitimar esta adoración ante el Santísimo Sacramento y afirmar, a la vez,  que la oración ante Jesús Sacramentado es el modo supremo y cumbre de toda oración personal y comunitaria fuera de la Eucaristía, quiero, en primer lugar, explicar un poco desde la teología bíblica y litúrgica este misterio, para que la Presencia Eucarística del Señor sea más valorada y vivida por los Adoradores Nocturnos, que nos sentimos verdaderamente privilegiados y agradecidos a Jesucristo, el Señor, confidente y amigo en todos los sagrarios de la tierra.

«¡Oh eterno Padre, exclama Santa Teresa, cómo aceptaste que tu Hijo quedase en manos tan pecadoras como las nuestras! ¡Es posible que tu ternura permita que esté expuesto cada día a tan malos tratos! ¿Por qué ha de ser todo nuestro bien a su costa? ¿No ha de haber quien hable por este amantísimo cordero? Si tu Hijo no dejó nada de hacer para darnos a nosotros, pobres pecadores, un don tan grande como el de la Eucaristía, no permitas, oh Señor, que sea tan mal tratado. Él se quedó entre nosotros de un modo tan admirable...».

Y aquí el alma de Teresa se extasía. Ya sabéis que la mayor parte de sus revelaciones o visiones: «me dijo el Señor, ví al Señor» las tuvo Teresa después de haber comulgado o en ratos de oración ante Cristo Eucaristía.  Por esto, cuando Teresa define la oración mental, parece que lo hace como oración hecha ante el sagrario, como si estuviera mirando al Señor Sacramentado: «Que no es otra cosa, a mi parecer, oración, sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas, con quien sabemos que nos ama». Y ya la oímos decir anteriormente: «¿Es posible que tu ternura permita que esté expuesto cada día a tan malos tratos...? Por qué ha de ser todo nuestro bien a su costa... No permitas, oh Señor, que sea tan mal tratado. ¡Él se quedó entre nosotros de un modo tan admirable!».  

Los adoradores, igual que los sacerdotes o cualquier cristiano, tenemos que tener mucho cuidado con nuestro comportamiento y con todo lo relacionado con la Eucaristía, que es siempre el Señor vivo, vivo y resucitado, porque se trata, no de un cuadro o una imagen suya, sino de Él mismo en persona y si a su persona no la respetamos, no la valoramos, poco podemos valorar todo lo demás referente a Él, todo lo que Él nos ha dado, su evangelio, su gracia, sus sacramentos, porque la Eucaristía es Cristo todo entero y completo, todo el evangelio entero y completo, la salvación y el cristianismo entero y completo.

Observando a veces nuestro comportamiento con Jesús Eucaristía, pienso que muchos cristianos   no aumentarán su fe en ella ni les invitará a creer o a mirarle con más amor o entablar amistad con Él, porque nosotros “pasamos” del sagrario y muchas veces pasamos ante el sagrario, como si fuera un trasto más de la Iglesia, hablamos antes o después de la Eucaristía, como si el templo no estuviera habitado por Él, y, consiguientemente, la genuflexión, exceptúo imposibilidad física, ya no hace falta.

Sin embargo, todos sabemos que el  cristianismo es fundamentalmente una persona, es Cristo. Por eso, nuestro comportamiento interior y exterior con Cristo Eucaristía es el termómetro de nuestra vida espiritual. Es muy difícil, porque sería  una contradicción,  que Cristo en persona no nos interese ni seamos delicados personalmente con Él en su presencia real y verdadera en la Eucaristía y luego nos interesemos por sus cosas, por su evangelio, por su liturgia, por los sacramentos, por sus diversas encarnaciones en la Palabra, en los hermanos, en los pobres.

Cuidar el altar, el sagrario, mantener los manteles limpios, los corporales bien planchados, cuánta fe personal, cuánto amor y apostolado y eficacia y salvación de los hermanos y amistad personal con Cristo  encierran. Y cuánta ternura, vivencia y amistad verdadera hay en los silencios  guardados dentro del templo, porque uno sabe que está Él, y lo respetamos, amamos y adoramos, aunque otros estén hablando,  después de la celebración eucarística, como si Él ya no estuviera presente.

Repito porque esto conviene repetirlo muchas veces, qué buen testimonio, cuánta teología y fe verdaderas hay en un silencio guardado porque Él está ahí, cuánta teología vivida en  una genuflexión bien hecha, en unos gestos conscientemente realizados en la Eucaristía; indican que hay verdadera vivencia y amistad con Jesucristo, el Viviente y Resucitado.

 Esta es una forma muy importante de ser «testigo del Viviente», para muchos que no creen en su presencia eucarística o se olvidan de ella, dando así  pruebas con nuestra adoración personal del Señor, de que Él está allí presente, aunque no lo veamos físicamente o en una imagen. Es que si he celebrado y predicado la mejor homilía, aunque sea  sobre la misma Eucaristía, pero nada más terminar, hablo en la Iglesia y me comporto como si Él no estuviera presente,  me he cargado todo lo que he predicado y celebrado, porque no creo o no respeto su permanencia sacramental en la presencia eucarística, es decir, todo el misterio eucarístico completo: Eucaristía, comunión y presencia.

Cómo educamos con nuestro silencio religioso en el templo o con la exigencia del mismo en Eucaristías y funerales o bodas, y, por el contrario, de qué poco vale predicar luego de estos misterios, -aunque algunos sacerdotes jamás han predicado directamente de la presencia del Señor en el sagrario-  cuando la gente, casi siempre que ha ido a funerales o bodas y otras celebraciones a la Iglesia, no ha guardado silencio.

De esta forma, al no exigirse el silencio debido en el templo de Dios, no catequizamos ni educamos en la piedad eucarística y será más difícil ver a niños y mayores junto al sagrario porque actuando así lo convertimos en un trasto más de la iglesia. Así resulta que algunos sagrarios están llenos de polvo, descuido y olvido.

Qué Eucaristías, qué evangelio, qué Cristo se habrá predicado en esas iglesias. Queridos amigos, el Señor no es una momia, está vivo, vivo y resucitado, así lo quiso Él mismo, no lo asegura la fe de la Iglesia, la experiencia de los santos y nosotros lo creemos. El Vaticano II insiste repetidas veces sobre esta verdad fundamental de nuestra fe católica: “La casa de oración en que se celebra y se guarda la santísima Eucaristía  y en que se adora, para auxilio y consuelo de los fieles, la presencia del Hijo de Dios, salvador nuestro, debe ser nítida, dispuesta para la oración y las sagradas solemnidades” (PO5).

(Para sacerdotes, este tema se trata repetidas veces en la Exhortación Apostólica PASTORES DABO VOBIS de  Juan Pablo II, EN el Directorio para el Ministerio y la Vida de los Presbíteros, de la Congregación del Clero; algunas Cartas  del Papa Juan Pablo II  a los sacerdotes en el JUEVES SANTO y en la Encíclica del Papa Juan Pablo II sobre la Eucaristía ECCLESIADE EUCHARISTIA.)

 

En los últimos siglos, la adoración eucarística ha constituido una de las formas de oración más queridas y practicadas por los cristianos en la Iglesia Católica. Iniciativas como la promoción de la Visita al Santísimo, la Adoración Nocturna, la Adoración Perpetua, las Cuarenta Horas... etc. se han multiplicado y han constituido una especie de constelación de prácticas devocionales, que tienen su centro en la celebración del Jueves Santo y del Corpus Christi.

Junto a estas prácticas del pueblo cristiano, otra serie de iniciativas ha surgido con fuerza: las congregaciones religiosas que, como elemento fundacional y fundamental de su forma de vida y carisma religioso, dedican una gran parte de su tiempo a la Adoración del Santísimo Sacramento. Por todo esto, quiero deciros que vuestra Adoración Nocturna está dentro del corazón de la liturgia y de la vida de la Iglesia. Sois eternamente actuales, porque esto mismo, solo que iluminados por la luz y los resplandores celestes del amor trinitario, constituye la gloria y felicidad del cielo. Sólo quien tenga un poco de experiencia, quien tenga algunos <fogonazos> dados gratuitamente por el Señor, después de alguna purificación y limpieza de pecados, podrá barruntar y comprobar que todo esto es verdad gozosa y consoladora  

La renovación litúrgica, iniciada por el Concilio Vaticano II, ha llegado también tanto a la teología como a la liturgia de la Adoración Nocturna y ha puesto en su lugar correcto la adoración del Señor. Ya no se da aquel desfase, que todos hemos conocido y practicado en los años sesenta, cuando reunidos para la Adoración Nocturna, se empezaba por exponer al Señor en la Custodia, luego  venían los turnos de vela y ya, al final de la Adoración Nocturna, antes de despedirnos y con la llegada del día, se celebraba la santa Eucaristía. La forma actual, fruto de la teología y liturgia del Concilio Vaticano II  es correcta en todos los aspectos.      

Al principio, este reajuste ha podido parecerle a alguno que era una pérdida para la Eucaristía como Presencia y como adoración, como si la Presencia eucarística no fuese suficientemente valorada. Es evidente que tal impresión no tiene ningún fundamento teológico ni pastoral, y, para que nos convenzamos de esto, conviene dar unas pequeñas nociones de los tres momentos de la Eucaristía para que cada uno tenga su estimación y su sitio en la piedad cristiana.

Veremos así que la celebración de la Eucaristía es el aspecto fundante y principal de este misterio, «centro y cúlmen de toda la vida de la Iglesia»; veremos que para que haya pascua, es decir, pasión, muerte y resurrección de Cristo presencializadas,  tiene que estar lógicamente presente el Señor, y que si el Señor se hace presente es para ofrecer su vida al Padre y a los hombres como salvación, que conseguimos especialmente por la comunión eucarística.Después de la Eucaristía,  el cuerpo, ofrecido en sacrificio y en comunión,  se guarda para que puedan comulgarlo los que no pueden venir a la iglesia; también para que todos los creyentes, mediante la adoración y las visitas al sagrario, podamos seguir participando en su pascua, comulgando con los mismos sentimientos y actitudes de Cristo, presente en la Hostia santa.

 Adorándole en la oración eucarística, nos identificamos  con los sentimientos de Cristo Eucaristía, que sigue ofreciéndose  al Padre y dándose en comida  y en amistad a los hombres. Si alguien nos pregunta qué hacemos allí parados mirando la Hostia Santa, diremos solamente: ¡ES EL SEÑOR! He aquí en síntesis la espiritualidad de la Presencia Eucarística, de la que debe vivir todo cristiano, pero especialmente todo Adorador Nocturno. Esta espiritualidad, orada y vivida en oración personal, podría expresarse así:

Señor, te adoro aquí presente en el pan consagrado, creo que estás ahí amándome, ofreciéndote e intercediendo por todos  ante el Padre. Qué maravilla que me quieras hasta este extremo, te amo, te amo y quiero inmolarme contigo al Padre y por los hermanos; quiero comulgar con tus sentimientos de caridad, humildad, servicio y entrega en este sacramento, quiero contemplarte para imitarte y recordarte, para aprender y recibir de Ti las fuerzas necesarias para vivir como Tú quieres, como un discípulo fiel e identificado con su maestro.

Por aquí tiene que ir la espiritualidad del Adorador Nocturno o Diurno. Si nuestros adoradores viven con estas actitudes sus turnos de Vela, sus Vigilias, nos encontraremos con Cristo presente, camino, verdad y vida y nos sentiremos más animados para recorrer el camino de la santidad con su ayuda y presencia y alimento eucarístico.

VIGÉSIMONOVENA MEDITACIÓN

 

JESÚS, ADORADOR DEL PADRE EN OBEDIENCIA TOTAL Y AMOR EXTREMO HASTA LA MUERTE

 

““Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, quien, existiendo en forma de Dios, no reputó como botín codiciable ser igual a Dios, antes se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres; y en condición de hombre, se humilló hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz, por lo cual Dios lo exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús doble la rodilla todo cuanto hay en los cielos, en la tierra y en regiones subterráneas y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre (Fil 2, 5-11).

 

La adoración es una actitud religiosa del hombre finito frente al Dios grande y santo, en la que manifiesta su dependencia total de Él y que se expresa a través de ciertos gestos y palabras. En la economía de la Nueva Alianza, la adoración de Dios tiene como centro, origen y modelo el misterio pascual de Cristo, que es  a su vez el centro y meta de la liturgia y de la vida cristiana.

Toda la vida del Hijo en su humanidad, desde la Encarnación hasta la Ascensión, fue una adoración perfecta y total al Padre, que le hace pasar por la pasión y la muerte para llevarle a la Resurrección y la vida nueva, y con Él a todos nosotros: “Al entrar en este mundo no has querido sacrificios ni ofrendas, pero en su lugar me has formado un cuerpo... No te han agradado los holocaustos ni los sacrificios por el pecado. Entonces dije: Aquí estoy yo para hacer tu voluntad, como está escrito en el libro de  mí (Hbr 10, 5-7). La fidelidad de toda la vida de Jesús al Padre y a la misión que le ha confiado (cfr Jn17, 4) tiene su momento culminante en esta aceptación voluntaria de su pasión y muerte“para que el mundo conozca que yo amo al Padre y que hago lo que el Padre me ha ordenado” (Jn14,30.31). Es la “hora” del triunfo de Cristo en su muerte, de que nos habla San Juan: “Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre será glorificado. En verdad, en verdad os digo que, si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, quedará solo; pero si muere, llevará muchos fruto” (Jn 12 23-24).

Por tres veces en su vida, Jesús profetizará que “el Hijo del hombre tiene que padecer mucho, será entregado en manos de los pecadores, le entregarán a la muerte...”. Lo dirá para que cuando llegue “el bautismo de sangre”, en que será bautizado, lo Apóstoles sepan que está aceptado en una actitud de total sumisión. “Ahora mi alma se siente turbada. ¿Y qué diré? Padre, líbrame de esta hora. ¡Mas para esto he venido yo al mundo, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre!” (Jn 12,27). Y toda la liturgia del Apocalipsis será la alabanza al “Cordero degollado”, que está sentado junto al trono de Dios, recibiendo el honor y la gloria merecida por su sometimiento al proyecto salvador del Padre.

Citaré una vez al  autor de la carta a los Hebreos que subraya con fuerza cuánto le ha costado a Cristo esta obediencia: “Él, en los días de su vida mortal, presentó con gran clamor y lágrimas oraciones y súplicas al que podía salvarle de la muerte...” (5,7)“Pero él, sufriendo, aprendió a obedecer...”. Es decir, se sometió totalmente al Padre aceptando el sufrimiento que le suponía cumplir su voluntad.  En virtud de esta obediencia al Padre hasta la muerte, supremo acto de amor y adoración, “somos santificados, de una vez para siempre, por la ofrenda del cuerpo de Jesucristo” (Hbr 10,10).  San Pablo dirá: “Se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz” (Fil 2,6-11).

La adoración de Cristo a su Padre fue la expresión de su total entrega en amor total, por el cual Él se pone en sus manos, en absoluta disponibilidad, para que haga de Él lo que  quiera, devolviéndole como hombre todo lo que ha recibido del Padre. De esta forma, la adoración se convierte en la suprema manifestación del amor y de la entrega y culto a Dios, es un culto que sólo se puede tributar a Dios, porque le ofrecemos hasta la misma vida, de la cual solo Dios es el creador y dueño. “Al Señor, tu Dios adorarás y al Él sólo darás culto...”

La adoración de la criatura a Dios es la respuesta esencial al ser y a la vida recibida de Dios, es el culto total “en espíritu y verdad”, sin la posible hipocresía de los cultos antiguos, en los que se ofrecían víctimas pero el oferente permanecía en su soberbia de corazón. Aquí se ofrecen  el corazón y la vida, desde dentro y desde fuera: “Ha llegado la hora en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad” (Jn 4,23).

La adoración es la suprema manifestación de la reverencia, del amor y del culto debidos al Dios Supremo y sólo Cristo lo ha podido expresar con total devoción y verdad y plenitud de sentimientos adoradores por su naturaleza humana. Al ser lo último y más elevado en nuestro culto a Dios, la adoración unifica todos los caminos y todas las miradas y todas  las expresiones, comunitarias o personales,  que llevan  a Dios, cuyo último tramo es la adoración, cima de todos los caminos que conducen hasta Él, sean la Eucaristía, la oración personal o comunitaria, tanto de petición como de alabanza, las mortificaciones, sufrimientos, gozos, los trabajos; la adoración  es la expresión o el momento de descalzarse los pies, para entrar en la presencia y en la intimidad plena con Dios; por eso, después del“amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser…” (Dt 6,5-6) viene la respuesta de Dios, la alianza nueva o el pacto de amistad de Dios con este pueblo que le reconoce como tal y le adora:“Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios...” (Lv 26,12). 

TRIGÉSIMA MEDITACIÓN

 

LA ESPIRITUALIDAD YVIVENCIA DE LA PRESENCIA EUCARÍSTICA

 

Pues bien, amigos, esta adoración de Cristo al Padre hasta la muerte es la base de la espiritualidad propia de la Adoración Nocturna. Esta es la actitud, con la que tenemos que celebrar y  comulgar y adorar la Eucaristía, por aquí tiene que ir la adoración de la presencia del Señor y asimilación de sus actitudes victimales por la salvación de los hombres, sometiéndonos en todo al Padre, que nos hará pasar por la muerte de nuestro yo, para llevarnos a la resurrección de la vida nueva. Y sin muerte no hay pascua, no hay vida nueva, no hay amistad con Cristo. Esto lo podemos observar y comprobar en la vida de todos los santos, más o menos místicos, sabios o ignorantes, activos o pasivos, teólogos o gente sencilla, que han seguido al Señor. Y esto es celebrar y vivir la Eucaristía, participar en la Eucaristía, adorar la Eucaristía.

Todos ellos, como nosotros, tenemos que empezar preguntándonos quién está ahí en el sagrario,  para que una vez creída su presencia inicialmente: “el Señor está ahí y nos llama”, ir luego avanzando en este diálogo, preguntándonos en profundidad: por quién, cómo y por qué está ahí. Y todo esto le lleva tiempo al Señor explicárnoslo y realizarlo; primero, porque tenemos que hacer silencio de las demás voces, intereses, egoísmos, pasiones y pecados que hay en nosotros y ocultan su presencia y  nos impiden verlo y escucharlo “los limpios de corazón verán a Dios” y segundo, porque se tarda tiempo en aprender este lenguaje, que es más existencial que de palabras, es decir, de purificación y adecuación y disponibilidad y de entrega total del alma y de la vida,  para que la Eucaristía vaya entrando por amor y asimilación en nuestra vida y no por puro conocimiento.

 No olvidemos que  la Eucaristía se comprende en la medida en que se vive. Quitar el yo personal y los propios ídolos, que nuestro yo ha entronizado en el corazón, es lo que nos exige la celebración de la santísima Eucaristía por un Cristo, que se sometió a la voluntad del Padre, sacrificando y entregando su vida por cumplirla, aunque desde su humanidad  le costó y no lo comprendía. En cada Eucaristía, Cristo, con su testimonio, nos grita: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser...” y realiza su sacrificio, en el que prefiere la obediencia al Padre sobre su propia vida: “Padre, si es posible... pero no se haga mi voluntad sino la tuya...” La meta de la presencia real y de la consiguiente adoración es siempre la participación en sus actitudes de obediencia y adoración al Padre, movidos por su Espíritu de Amor; sólo el Amor puede realizar esta conversión y esta adoración-muerte de toda la persona para la vida nueva.

Por esto, la oración y la adoración y todo culto eucarístico fuera de la Eucaristía hay que vivirlos como prolongación de la santa Eucaristía y  de este modo nunca son actos distintos y separados sino siempre en conexión con lo que se ha celebrado. Y este ha sido más o menos siempre el espíritu de las visitas al Señor, en los años de nuestra infancia y juventud, donde sólo había una Eucaristía por la mañana y el resto del día, las iglesias permanecían abiertas todo el día para la visita. Siempre había gente a todas horas. ¡Qué maravilla! Niños, jóvenes, mayores, novios, nuestras madres, que no sabían mucho de teología o liturgia, pero lo aprendieron todo de Jesús Eucaristía, a ser íntegras, servidoras, humildes, ilusionadas con que un hijo suyo se consagrara al Señor.

       Ahora las iglesias están cerradas y no sólo por los robos. Aquel pueblo tenía fe, hoy estamos en la oscuridad y en la noche de la fe. Hay que rezar mucho para que pase pronto. Cristo vencerá e iluminará la historia. Su presencia eucarística   no es estática sino dinámica en dos sentidos: que Cristo sigue ofreciéndose y que Cristo nos pide nuestra identificación con su ofrenda. La adoración eucarística debe convertirse en  mistagogia  del misterio pascual. Aquí radica lo específico de la Adoración Eucarística, sea Nocturna o Diurna,  de la Visita al Santísimo o de cualquier otro tipo de oración eucarística, buscada y querida ante el Santísimo, como expresión de amor y unión total con Él. La adoración eucarística  nos une a los sentimientos litúrgicos-sacramentales de la Eucaristía celebrada por Cristo para renovar su entrega, su sacrificio y su presencia, ofrecida totalmente a Dios y a los hombres, que continuamos visitando y adorando para que el Señor nos ayude a ofrecernos y a adorar al Padre como Él.

 Es claramente ésta la finalidad por la que la Iglesia, “apelando a sus derechos de esposa” ha decidido conservar el cuerpo de su Señor junto a ella, incluso fuera de la Eucaristía, para prolongar la comunión de vida y amor con Él. Nosotros le buscamos, como María Magdalena la mañana de Pascua, no para embalsamarle, sino para honrarle y agradecerle todo la pascua realizada por nosotros y para nosotros. Por esta causa, una vez celebrada la Eucaristía, nosotros seguimos orando con estas actitudes ofrecidas por Cristo en el santo sacrificio. Brevemente voy a exponer aquí algunas rampas de lanzamiento para la oración personal eucarística; lo hago, para ayudaros un poco en vuestro diálogo personal con Jesucristo presente en la Custodia Santa:

 

1) La presencia eucarística de Jesucristo en la Hostia ofrecida e inmolada, nos recuerda, como prolongación del sacrificio eucarístico, que Cristo se ha hecho presente y obediente hasta la muerte y muerte en cruz, adorando al Padre con toda su humanidad, como dice San Pablo: “Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús: El cual, siendo de condición divina, no consideró como botín codiciado el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo, tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y apareciendo externamente como un hombre normal, se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios lo ensalzó y le dio el nombre, que está sobre todo nombre, a fín de que ante el nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos y en los abismos, y toda lengua proclame que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil 2,5-11).

 Nuestro diálogo podría ir por esta línea: “Cristo, también yo quiero obedecer al Padre, aunque eso me lleve a la muerte de mi yo, quiero renunciar cada día a mi voluntad, a mis proyectos y preferencias, a mis deseos de poder, de seguridades, dinero, placer. Tengo que morir más a mí mismo, a mi yo, que me lleva al egoísmo, a mi amor propio, a mis planes, quiero tener más presente siempre el proyecto de Dios sobre mi vida y esto lleva consigo morir a mis gustos, ambiciones,  sacrificando todo por Él, obedeciendo hasta la muerte como Tú lo hiciste, para que disponga de mi vida, según su voluntad.

Señor, esta obediencia te hizo pasar por la pasión y la muerte para llegar a la resurrección. También  yo quiero estar dispuesto a poner la cruz en mi cuerpo, en mis sentidos y hacer actual en mi vida tu pasión y muerte para pasar a la vida nueva, de hijo de Dios; pero Tú sabes que yo solo no puedo, lo intento cada día y vuelvo a caer; hoy lo intentaré  de nuevo y me entrego  a Tí, Tú puedes hacerlo, Señor, ayúdame, te lo pido,  lo  espero confiadamente de Tí, para eso he venido, para eso te rezo, yo no sé adorar con todo mi ser, si Tú no me enseñas y me das fuerzas”.

 

2) Un segundo sentimiento lo expresa así la LG ,5: «Los fieles... participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida de la Iglesia, ofrecen la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella».

La presencia eucarística es la prolongación de esa ofrenda. El diálogo podía escoger esta vereda: Señor, quiero hacer de mi vida una ofrenda agradable al Padre, quiero vivir solo para agradarle, darle gloria, quiero ser alabanza de  gloria de la Santísima Trinidad. Quiero hacerme contigo una ofrenda: mira, en el ofertorio del pan y del vino me ofreceré, ofreceré mi cuerpo y mi alma como materia del sacrificio contigo, luego en la consagración quedaré  consagrado, ya no me pertenezco, soy una cosa contigo, y cuando salga a la calle, como ya no pertenezco sino que he quedado consagrado contigo, quiero vivir sólo para Tí, con tu mismo amor, con tu mismo fuego, con tu mismo Espíritu, que he comulgado en la Eucaristía. Quiero prestarte mi humanidad, mi cuerpo, mi espíritu, mi persona entera, quiero ser como una humanidad supletoria tuya. Tú destrozaste tu humanidad por cumplir la voluntad del Padre, aquí tiene ahora la mía, trátame con cuidado, Señor, que soy muy débil, Tú lo sabes, me echo enseguida para atrás, me da horror sufrir, ser humillado”.

Tu humanidad ya no es temporal; conservas ahora ciertamente el fuego del amor al Padre y a los hombres y tienes los mismos deseos y sentimientos, pero ya no tienes un cuerpo capaz de sufrir, aquí tienes el mío, pero ya sabes que soy débil, necesito una y otra vez tu presencia, tu amor, tu Eucaristía, que me enseñe, me fortalezca, por eso estoy aquí, por eso he venido a orar ante su presencia, y vendré muchas veces, enséñame y ayúdame adorar como Tú al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida.

Quisiera, Señor, rezarte con el salmista: “Por ti he aguantado afrentas y la vergüenza cubrió mi rostro. He venido a ser extraño para mis hermanos, y extranjero para los hijos de mi madre. Porque me consume el celo de tu casa; los denuestos de los que te vituperan caen sobre mí. Cuando lloro y ayuno, toman pretexto contra mí... Pero mi oración se dirige a tí... Que me escuche tu gran bondad, que tu fidelidad me ayude... Miradlo los humildes y alegraos; buscad al Señor y vivirá vuestro corazón. Porque el Señor escucha a sus pobres”  (Sal 69).

 

 

 3) Otro  sentimiento que no puede faltar está motivado por las palabras de Cristo: “Cuando hagáis esto, acordaos de mí”.

Señor, de cuántas cosas me tenía que acordar ahora, que estoy ante tu presencia eucarística, pero quiero acordarme especialmente de tu amor por mí,  de tu cariño a todos, de tu entrega. Señor, yo no quiero olvidarte nunca, y menos de aquellos momentos en que te entregaste por mí, por todos, cuánto me amas, cuánto me entregas, me regalas:“este es mi  cuerpo, esta mi sangre derramada por vosotros...”. Con qué fervor quiero celebrar la Eucaristía, comulgar con tus sentimientos, imitarlos y vivirlos ahora por la oración ante tu presencia; Señor,  por qué me amas tanto, por qué el Padre me ama hasta ese extremo de preferirme y traicionar a su propio Hijo, por qué te entregas  hasta el extremo de tus fuerzas, de tu vida, por qué una muerte tan dolorosa, cómo me amas, cuánto me quieres; es que yo valgo mucho para Cristo, yo valgo mucho para el Padre, mi Dios Trino me valora más que todos los hombres, valgo infinito, Padre Dios, cómo me amas así, pero qué buscas en mí. Cristo mío, confidente y amigo, Tú tan emocionado, tan delicado, tan entregado, yo, tan rutinario, tan limitado, siempre  tan egoísta, soy pura criatura, y Tú eres Dios, no comprendo cómo puedes quererme tanto y tener tanto interés por mí, siendo Tú el Todo y  yo la nada. Si es mi  amor y cariño lo que te falta y me pides, yo quiero dártelo todo, Señor, tómalo, quiero ser tuyo, totalmente tuyo, te quiero, te quiero, te quiero.

 

4) En el “Acordaos de mí...,” debe entrar también el amor a los hermanos, -no olvidar jamás en la vida que el amor a Dios siempre pasa por el amor a los hermanos-,  porque así lo dijo, lo quiso y lo hizo Jesús: en cada Eucaristía Cristo me enseña y me invita a amar hasta el extremo a Dios y a los hijos de Dios, que son todos los hombres. 

 

Sí, Cristo, quiero acordarme  ahora de tus sentimientos, de tu entrega total sin reservas, sin límites al Padre y  a los hombres, quiero acordarme de tu emoción en darte en comida y bebida; estoy tan lejos de este amor, cómo necesito que me enseñes, que me ayudes, que me perdones, sí, quiero amarte, necesito amar a los hermanos, sin límites, sin muros ni separaciones de ningún tipo, como pan que se reparte, que se da para ser comido por todos”. “Acordaos de mí” Contemplándote ahora en el pan consagrado me acuerdo de tí y de lo que hiciste por mí y por todos y puedo decir: he ahí a mi Cristo amando hasta el extremo, redimiendo, perdonando a todos, entregándose por salvar al hermano. Tengo que amar también yo así.

Señor, no puedo sentarme a tu mesa, adorarte, si no hay en mí esos sentimientos de acogida, de amor, de perdón a los hermanos, a todos los hombres. Si no lo practico, no será porque no lo sepa, ya que me acuerdo de Tí y de tu entrega en cada Eucaristía, en cada sagrario, en cada comunión; desde el seminario,  comprendí que el amor a Tí pasa por el amor a los hermanos y cuánto me ha costado toda la vida. Cuánto me exiges, qué duro a veces perdonar, olvidar las ofensas, las palabras envidiosas, las mentiras, la malicia de los otros... pero dándome Tú tan buen ejemplo, quiero acordarme de Tí, ayúdame, que yo no puedo, yo soy pobre de amor e indigente de tu gracia, necesitado siempre de tu amor, cómo me cuesta olvidar las ofensas, reaccionar amando ante las envidias, las críticas injustas, ver que te  excluyen y tú... siempre olvidar y  perdonar,  olvidar y amar,  yo solo no puedo, Señor, porque sé muy bien por tu Eucaristía y comunión, que no puede haber jamás entre los miembros de tu cuerpo, separaciones, olvidos, rencores, pero me cuesta reaccionar, como Tú, amando, perdonando, olvidando...“Esto no comer la cena del Señor…”,  por eso  estoy aquí,  comulgando contigo, porque Tú has dicho: “el que me coma vivirá por mí” y yo quiero vivir como Tú. No puedo olvidar que Tú, antes de la Cena, te pusiste de rodillas y lavaste los pies de tus discípulos: “Veis lo que yo he hecho siendo el Señor… así debéis lavaros los pies unos a otros”. Señor, necesito esta humildad para ponerme de rodillas delante de los hermanos, para lavarles mis pecados en los suyos. “Este es mi mandamiento, que os améis unos a otros como yo os he amado”.

 

5) No tengo tiempo para indicar todos los posibles caminos de diálogo, de oración, de santidad que nacen de la Eucaristía porque son innumerables: adoración, alabanza, glorificación del Padre, acción de gracias,  pero no puede faltar el sentimiento de intercesión que Jesús continúa con su presencia eucarística. Jesús se ofreció por todos y por todas nuestras necesidades y problemas  y yo tengo que aprender a interceder por los hermanos en mi vida,  debo pedir y ofrecer el sacrificio de Cristo y el de mi vida por todos, vivos y difuntos, por la Iglesia santa, por el Papa, los Obispos y por todas las cosas necesarias para la fe y el amor cristianos, por las necesidades de los hermanos: hambre, justicia, explotación. Ya he repetido que la Eucaristía es inagotable en su riqueza,  porque es sencillamente Cristo entero y completo, viviendo y ofreciéndose por todos; por eso mismo, es la mejor ocasión que tenemos nosotros para pedir e interceder por todos y para todos, vivos y difuntos, ante el Padre, que ha aceptado la entrega del Hijo Amado en el sacrificio eucarístico.

El adorador no se encierra en su intimismo individualista sino que, identificándose con Cristo, se abre a toda la Iglesia y al mundo entero: adora y da gracias como Él, intercede y repara como Él. La adoración nocturna es más que la simple devoción eucarística o simple visita u oración hecha ante el sagrario. Es un apostolado que os ha sido confiado para que oréis por toda la Iglesia y por todos los hombres, con Cristo y en Cristo, ofreciendo adoración y acción de gracias, reparando y suplicando por todos los hermanos, prolongáis las actitudes de Cristo en la Eucaristía y en el sagrario.

Un adorador eucarístico, por tanto, tiene que tener muy presentes su parroquia, los niños de primera comunión, todos los jóvenes, los matrimonios, las familias, los que sufren, los pobres de todo tipo, los deprimidos, las misiones, los enfermos, la escuela, la televisión y la prensa que tanto daño están haciendo en el pueblo cristiano, todos los medios de comunicación. Sobre todo, debemos pedir por la santidad de la Iglesia, especialmente de los sacerdotes y seminaristas, los seminarios, las vocaciones, los religiosos y religiosas,  los monjes y monjas. Mientras un adorador está orando, los frutos de su oración tienen que extenderse al mundo entero. Y así a la vez que evita todo individualismo y egoísmo, evita también toda dicotomía entre oración y vida, porque  vivirá la oración con las actitudes de Cristo, con las finalidades de su pasión y muerte, de su Encarnación: glorificación del Padre y salvación de los hombres. Y así adoración e intercesión y vida se complementan.

Y esto hay que decirlo alto y claro a la gente, a los creyentes, cuando tratéis de hacer propaganda en la parroquia y fuera de ella y conseguir nuevos miembros. Cuando voy a la Adoración Nocturna no pienso ni pido sólo por mí, mis intereses o familia. Por la noche, en los turnos de vela ante el Señor, pienso y pido por todo el pueblo, por la parroquia, por  la diócesis, por los niños, jóvenes, misiones, los enfermos. Y así surgirán  nuevos adoradores y será más estimada vuestra obra, más valoradas vuestras vigilias. Y así no soy yo solo el que oro, el que me santifico, es Cristo quien orar por mi y en mí y  yo le ayudo con mi oración a la santificación de mi parroquia y mis hermanos, los hombres. Soy ciudadano del mundo entero aunque esté solo ante el Señor.

Y el Seminario dirá que recéis, y las parroquias dirán que tengáis presente a los niños y jóvenes, y todos, al conoceros mejor y realizar vosotros mejor vuestra misión litúrgico-sacramental os encomendarán  sus necesidades espirituales y materiales.

Hay unos textos de San Juan de Ávila, que, aunque referidos directamente a la oración de intercesión que tienen que hacer los sacerdotes por sus ovejas, las motivaciones que expresan, valen para todos los cristianos, bautizados u ordenados, activos o contemplativos, puesto que todos debemos orar por los hermanos, máxime los adoradores nocturnos:

«¡Válgame Dios, y qué gran negocio es oración santa y consagrar y ofrecer el cuerpo de Jesucristo! Juntas las pone la santa Iglesia, porque, para hacerse bien hechas y ser de grande valor, juntas han de andar. Conviénele orar al sacerdote, porque es medianero entre Dios y los hombres; y para que la oración no sea seca, ofrece el don que amansa la ira de Dios, que es Jesucristo Nuestro Señor, del cual se entiende “munus absconditus extinguit iras”. Y porque esta obligación que el sacerdote tiene de orar, y no como quiera, sino con mucha suavidad y olor bueno que deleite a Dios, como el incienso corporal a los hombres, está tan olvidada, immo no conocida, como si no fuese, convendrá hablar de ella un poco largo, para que así, con la lumbre de la verdad sacada de la palabra de Dios y dichos de sus santos, reciba nuestra ceguedad alguna lumbre para conocer nuestra obligación y nos provoquemos a pedir al Señor fuerzas para cumplirla». (J. Esquerda Bifet,  SAN JUAN DE AVILA, Escritos Sacerdotales, , pgs.143-44, BAC minor, Madrid 1969).

 

«Tal fue la oración de Moisés, cuando alcanzó perdón para el pueblo, y la de otros muchos; y tal conviene que sea la del sacerdote, pues es oficial de este oficio, y constituido de Dios en él”; (pag. 145) “...mediante su oración, alcanzan que la misma predicación y buenos ejercicios se hagan con fruto, y también les alcanzan bienes y evitan males por el medio de la sola oración... la cual no es tibia sino con gemidos tan entrañables, causados del Espíritu Santo tan imposibles de ser entendidos de quien no tiene experiencia de ellos, que aun los que los tienen no los saben contar;  por eso se dice que pide Él, pues tan poderosamente nos hace pedir» (Pag.147).

 

«Y si a todo cristiano está encomendado el ejercicio de oración, y que sea con instancia y compasión, llorando con los que lloran, con cuánta más razón debe hacer esto el que tiene por propio oficio pedir limosna para los pobres, salud para los enfermos, rescate para los encarcelados, perdón para los culpados, vida para los muertos, conservación de ella para los vivos, conversión para los infieles y, en fin, que, mediante su oración y sacrificio, se aplique a los hombres el mucho bien que el Señor en la cruz les ganó» (Pag. 149).

 

«Padres, ¿hales acaecido esto algunas veces? Han peleado tan fuertemente con Dios, con la fuerza de la oración, queriendo él castigar y suplicándole que no lo hiciese, que haya dicho Dios: ¡Déjame que ejercite mi enojo! Y no querer nosotros dejarlo, y, en fin vencerlo? ¡Ay de nos, que ni tenemos don de oración ni santidad de vida para ponernos en contrario de Dios, estorbándole que no derrame su ira!» (Pag. 193).

TRIGÉSIMOPRIMERA  MEDITACIÓN

 

JESUCRISTO EUCARISTÍA, EL MEJOR CAMINO DE ORACIÓN, SANTIDAD Y APOSTOLADO.

EL QUE CELEBRA, COMULGA Y CONTEMPLA EUCARISTÍA TERMINA HACIÉNDOSE EUCARISTÍA PERFECTA

 

(Yo voy a indicar el camino, por ahí hay que ir, pero cada uno tiene que andar este camino, con su propia psicología, particularidades, gozos y tristezas, porque es un camino personal. A Madrid, desde Extremadura, se va por la nacional V, seguro, ese es el camino, pero hay que andarlo, a nadie se lo dan hecho.)

 

Ni un solo santo que no haya sido eucarístico. Ni uno solo que  no haya sentido necesidad de oración eucarística, que no la haya practicado. Ni uno solo. Luego, los habrá habido más o menos apostólicos, caritativos, encarnados y comprometidos de una forma o de otra, más o menos temporalistas, contemplativos…

 Y con esto ya he dicho todo lo que quería decir sobre la excelencia y necesidad absoluta de la oración eucarística. Para mí es evidente. Y no pierdo tiempo ni entiendo ni he entendido nunca la oposición entre oración y apostolado, entre verdadero amor a Dios y a los hombres, porque para nosotros todo debe venir de Dios: “Queridos hermanos, amémosnos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor” (1Jn.4,7).

 Dios es amor, su esencia es amar y si dejara de amar dejaría de existir. Por eso todo el que se acerque a Él por la oración o por los sacramentos, tiene que amar, porque eso es lo que recibe en la oración y en la Eucaristía y si no lo hace es que “no ha conocido a Dios”. Y esto lo prueba la experiencia y la historia de todos los santos que han existido y existirán. Y los santos que más se distinguieron en la caridad activa tuvieron su horno y fuente en las horas de oración ante el Señor. Otra cosa son los aficionados y los teóricos del amor a los hermanos: «La experiencia demuestra que sólo desde la contemplación intensa puede nacer una fervorosa y eficaz acción apostólica». (Discurso del Juan Pablo II a los Servitas, abril 2004) 

La oración eucarística, como toda oración, es un camino y  en todo camino hay quienes están empezando, otros llevan ya tiempo y algunos están más avanzados: hay iniciados, proficientes y perfectos, según San Juan de la Cruz. No exijamos la perfección de la caridad, la unidad perfecta de vida y oración ya desde los primeros pasos de oración. Primer estadio de la oración: querer amar a Dios. Piedad eucarística.

Empiezo a estar cinco minutos de visita con Él y no aguanto más, porque me aburro. Es lógico. No veo nada, no siento su presencia eucarística, es noche oscura. Lo hago por fe, con sacrificio, puro sacrificio, porque me lo han enseñado mis padres, mi párroco, mi catequista, lo vivimos así en mi parroquia, entre mi gente, mi confesor. Son cinco minutos, rezo un poco, algún Padre nuestro, la estación.

Al cabo de algunos meses,  empiezo a estar diez minutos, miro al sagrario, también el reloj, no he llegado al éxtasis, repito alguna frase o jaculatoria, a veces me canso, pero sigo y pido que me salgan bien los exámenes, las cosas de la vida, rezo oraciones de otros.

Pasado meses o años de fe más o menos seca, empiezo a estar bien, no me cuesta tanto, ya estoy más tiempo, no miro tanto el reloj, he empezado a leer el evangelio o libros en su presencia y así paso mejor el rato junto a Él. Lectura espiritual, reflexión, meditación costosa, no sé hablar con Dios todavía, aunque hable de Él todos los días, me cuesta dirigirme directamente a Él, no me salen las palabras, lo hago a través de las reflexiones o palabras y oraciones de otros, porque todavía tengo mucho yo dentro de mí que es obstáculo, muro y barrera para el diálogo directo, me apoyo todavía más en mí, en lo que siento o no que en Él, y debo destruirlo, y ahora me voy dando cuenta que ser amigo de Cristo es tratar de vivir como vivió Él, pero ya no me aburro tanto y suelo pensar y decirle cosas al Señor.

Y así, poco a poco, sin darme mucha cuenta, empiezo, por tanto, a convertirme, tal vez de pecados serios, pero de los que no era muy consciente, pecados de soberbia, avaricia, lujuria, ira, pero no me doy todavía mucha de que éstos son los verdaderos obstáculos de mi oración. Porque hasta ahora yo no hacía oración, yo hacía la visita al Señor pero sin siquiera saludarle, sin mirarle personalmente, rezaba de memoria sin fijarme un poco en Él y punto. No sabía todavía relacionar mi vida con la suya en la oración y la oración con mi vida. Pero ya, al cabo de un tiempo, me reviso de mis defectos y caídas todos los días ante el sagrario y como es mucho lo que hay que purificar, le pido fuerzas, luz, constancia y ya empiezo a tomarme en serio la conversión, es decir la oración, es decir, el diálogo con Jesucristo Eucaristía, y ya he comenzado, sin darme cuenta, a identificar oración con conversión y amor a Dios y a los hermanos y hablarle más largo y despacio. Ya paso ratos buenos, pido, doy gracias, alabo.

Desde este momento ya empiezo a tomarme en serio mi conversión en mi oración, desde  las lecturas y reflexiones que hago delante del Señor.  Y ya desde ese momento ya no puedo dejarlo, me confieso cada semana, hablo con mi director espiritual con frecuencia, porque es mucho lo que hay que purificar y gordo y ahora empiezo a darme cuenta y empiezo a comparar  mi vida con la de Cristo, mi entrega con la suya. Los ojos no ven todavía claro por falta de fe, no hay vivencia de fe, hay cierto fervor, en el que la devoción a la Virgen influye y ayuda mucho a la piedad, al cumplimiento del deber, pero ya hay cierto esquema de vida y oración y uno procura ser fiel y va encontrando cosas y fervores nuevos. Todavía no estoy preparado para Dios, hay que purificar más el cuerpo y el alma, los sentidos y las potencias,  la fe, la esperanza y el amor. Esto hay que repetirlo muchas veces porque es siempre  necesario.

Pero el camino para todo esto, para amar a Cristo Eucaristía ha comenzado, porque el orar ante Él es ya amarlo y querer convertirme a Él y ser como Él;  su presencia eucarística me dice muchas cosas de sacrificio y renuncia y amor y entrega y servicio y vida cristiana. Me gusta orar, porque me gusta amar y voy conociendo el amor de Cristo en su evangelio, en el diálogo con Él y tengo temporadas de sentir mayor fervor, me está iniciando el Señor en la oración afectiva y ya no me canso tan pronto y siento verdadero amor a Jesucristo Eucaristía.

¡Cuánta mediocridad en la Iglesia, en los elegidos, en los consagrados por falta de vivencia oracional, por falta del amor y entusiasmo debidos! Y así, casi sin darme cuenta, al cabo de un tiempo, de dos o tres  años... los que yo necesite y Dios quiera, he llegado a descubrir, porque el Señor me lo ha enseñado -es el mejor maestro y el sagrario, la mejor escuela de oración y santidad- que son tres los verbos que se conjugan igual: orar, amar y convertirse. Para tener oración eucarística permanente necesito convertirme permanentemente al Cristo vivo del sagrario. Eso precisamente indica que está vivo, que no está muerto sino que reacciona ante mi vida y me exige permanentemente mi conversión porque quiere amarme y llenarme totalmente de Él, de su misma vida y sentimientos.

Si me canso de convertirme, si no quiero convertirme, no necesito ni de oración, ni de gracia, ni de Cristo ni de Dios, porque para vivir como vivía antes, me bastaba a mí mismo, vivía para mi yo, vivía para mis intereses, y no para los de Cristo, aunque orase, comulgase y fuera a la capilla y predicase y diera catequesis… etc, pura exterioridad.  

 

   -Aquí, junto al Señor en el sagrario, aprenden las almas a seguir a Cristo, le escuchan y se revisan en una conversión permanente, porque siempre son pecadores,  pero no dejarán de convertirse ni se  instalarán, porque ya están convencidos de su pecado y de la necesidad de purificarse y de la necesidad de Cristo y su gracia para conseguirlo. Tienen muy metido en el alma, por evangelio y por propia experiencia, que dejar de convertirse, es dejar de caminar a la unión total con Dios. Y serán humildes por experiencia de su pecado, por deseos de no perder al Amado. Y como esto es lo que más desean,  lo hacen con gozo y con poca misericordia y condescendencia hacia sí mismos,  porque prefieren a Dios sobre todas las cosas, incluso sobre el amor a sí mismos.

 

   -Aquí, en el sagrario, se encuentra la mejor escuela de oración, de santidad, de apostolado, de hacer parroquia y comunidad, porque se encuentra el mejor maestro y la fuente de toda gracia: Jesucristo. Aquí se aprenden todas las virtudes, que practica Cristo en la Eucaristía: entrega silenciosa, sin ruido, sin nimbos de gloria, constancia, amor gratuito, humildad a toda prueba, perdón de todo olvido y ofensa. Como he dicho alguna vez, el Sagrario es la Biblia donde nuestra madres y padres, cuando no había tantas reuniones ni grupos de parroquia, aprendieron  todo sobre Dios y sobre Cristo, sobre su vida, salvación. Nuestras madres, los hombres y las mujeres sencillas de nuestros pueblos, muchas veces  no han tenido más Biblia que el sagrario.

 

  -Necesitamos el pan de vida, como el pueblo de Dios por el desierto, para caminar, para no morir de hambre sin comer el maná bajado del cielo, anticipo de la Eucaristía. Necesitamos ese pan para superar las dificultades del camino, superar las esclavitudes de Egipto -nuestros pecados-, para superar las tentaciones del consumismo -hoyas de Egipto-, para no adorar los ídolos de barro, los becerros de oro, que nos fabricamos y nos impiden el culto al verdadero Dios, en la travesía por el desierto.

 

  -Necesitamos el pan de vida como Eliseo, ante el peso y la fatiga de la misión evangelizadora. Necesitamos escuchar al Señor que nos dice: “Levántate y come, porque el camino es demasiado largo para ti”. En la Eucaristía recuperamos las fuerzas del cansancio diario.

 

  -Necesitamos del pan de vida, como los discípulos de Emaús cuando atardece y se oscurece la fe. Es en la Eucaristía donde Jesús nos abre los ojos del corazón y le reconocemos al partir el pan. Y allí volvemos a encontrar la comunidad que nos ayuda en el camino y  de la que nos habíamos alejado.

 

  -Necesitamos de la Eucaristía, para vivir la vida cristiana. Sin Cristo no podemos y Cristo es ahora pan consagrado; por eso, pedimos todoslos días:“Señor, dános siempre de ese pan”.

       Quien ama la Eucaristía termina haciéndose Eucaristía perfecta, se transforma en lo que comulga y come y contempla. “Qué bien sé yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche”.

Resumiendo: la oración sólo la necesitan los que quieran amar a Dios sobre todas las cosas, sobre todos los afectos y amores, incluido el amor a uno mismo, el amor propio. Necesitarán Dios y  su ayuda,  mientras quieran amarle así y esta ayuda y fuerza y amor a Dios y los hombres les viene principalmente por la oración eucarística. Para vivir como Jesús, perdonar como Jesús, adorar soóo al Padre como Jesús, para ser humildes, castos, honrados, amar a los hermanos como Jesús, yo necesito siempre su ayuda permanente y, para esto, yo necesito estar en diálogo permanente de oración y súplica con Él, porque quiero siempre y en todo lugar y momento amarle a Él sobre todas las cosas  y ya la oración es presencia permanente porque la conversión es ya también permanente o si prefieres, porque el amor a Cristo es ya permanente y por eso necesito dialogar, pedir y orar permanentemente.

Queridos hermanos: insisto una vez más que amar, orar y convertirse se conjugan igual, podéis poner estos tres verbos en cualquier orden y la suma siempre es la misma: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma con todo tu ser” y esto mismo en expresión negativa: “Si alguno quiere ser discípulo mío, níeguese a sí mismo, tome su cruz y me siga”, para cumplir ambos mandatos necesito orar para amar y convertirme. Y una vez que la oración es una necesidad sentida y vivida, ya no necesitas que nadie te diga lo que tienes que hacer, porque el Espíritu de Cristo, el Espíritu Santo es el mejor director, aunque si encuentras personas que vivan este camino, te ayudarán muchísimo.

TRIGÉSIMOSEGUNDA  MEDITACIÓN

IMPORTANCIA DE LA ORACIÓN  EUCARÍSTICA PARA LA VIDA Y EL MINISTERIO SACERDOTAL

 

“Adoro te devote, latens Deitas...” Te adoro devotamente, oculta Divinidad... Queridos hermanos y amigos sacerdotes del arciprestazgo, nuestra primera mirada, nuestro primer saludo en esta mañana sea para el Señor, presente aquí, en medio de nosotros, bajo el signo sencillo, pero viviente del pan consagrado. Jesús, Sacerdote y Pastor supremo, te adoramos devotamente en este pan consagrado. Toda nuestra vida y nuestro corazón ante Tí se inclinan y arrodillan, porque quien te contempla con fe, se extasía y desfallece de amor.

       Como estoy ante muy buenos latinistas, -en nuestro tiempo se estudiaba y sabía mucho latín-, tengo que advertir que la traducción del himno es libre, pero así expreso mejor nuestros sentimientos de admiración sacerdotal ante este misterio de amor de Jesús hacia los hombres, sus hermanos. Nos amó hasta el extremo del tiempo y del espacio, hasta el extremo del amor y de sus fuerzas: “Yo estaré siempre con vosotros hasta el final de los tiempos”. Ordinariamente comentamos esta promesa del Señor en la vertiente que mira hacia Él, es decir, su amor extremo y deseo de permanecer junto a nosotros. Pero me gustaría también que fuera nuestra respuesta en relación con Él: Señor, nosotros estaremos siempre contigo en respuesta de amor ante tu presencia sacramentada en la Eucaristía.

 Si el Señor se queda, es de amigos  corresponder a su presencia eucarística, porque el sagrario para nosotros no es un objeto más de la iglesia ni su  imagen, es Cristo en persona, vivo y resucitado, con toda su vida y hechos salvadores para nuestras parroquias y para nuestra vida y apostolado.

Por eso me atrevo a deciros, que todos los creyentes, pero especialmente nosotros, los sacerdotes, que además servimos de ejemplo para nuestros feligreses, tenemos que vigilar mucho nuestro comportamiento con el sagrario, es decir, con Jesucristo vivo y en persona, con su presencia eucarística, pues nos jugamos toda nuestra vida personal y apostólica en relación con Él, porque Jesucristo Eucaristía  no es  una parte del evangelio, de la salvación, de la liturgia o de la teología, es todo el evangelio, toda la salvación, Cristo entero, Dios y hombre verdadero, es la vid, de la cual todos nosotros somos sarmientos.

Repito que hay que tener mucho cuidado con nuestro comportamiento con la Eucaristía. Pongamos un ejemplo: si después de la Eucaristía, hablo y me comporto en la iglesia, como si Él no estuviera allí, como si fuera  la calle, entonces me cargo todo lo que he celebrado y predicado, porque este comportamiento lo destroza y pisotea y no soy coherente con  la verdad celebrada y predicada, que es Cristo, que permanece vivo, vivo y resucitado para ayudarnos en todo. Estas cosas que se refieren al Señor, sobre todo, a la Eucaristía, hay que decirlas con mucha humildad, porque hay que decirlas también con mucha verdad y esto no es siempre agradable. En estos momentos estamos en su presencia y  no podemos engañarle ni engañarnos, no puedo ni debo, porque os quiero y deseo deciros verdades a veces un poco desagradables, lo cual es doloroso, máxime siendo uno también pecador, necesitado de perdón y comprensión.

            Queridos hermanos, es tanto lo que me gusta estar en oración  con vosotros y tantísimo lo que debo a esta presencia de Jesús sacramentado, confidente y amigo, que me lanzo sin reparar mucho cómo pueda hacerlo ni a dónde llegar. Todo quiere ir con amor, con verdad, con humildad, actitudes propias del que se siente agradecido pero a la vez, deudor, ahora y más tarde y siempre a su presencia eucarística. Deudor es traducción de limitado en cualidades y amor, finito en perfecciones, pecador en activo. Pero esto no me impide hablar de Él y de su presencia eucarística aunque sea deficitario ante ella.

Dice el Vaticano II, en el Decreto sobre el Ministerio y Vida de los Presbíteros: «Pero los demás sacramentos, al igual que todos los ministerios eclesiásticos y las obras del apostolado, están unidos con la Eucaristía y hacia ella se ordenan. Pues en la sagrada Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona, nuestra Pascua y pan vivo, que, por su carne vivificada y que vivifica por el Espíritu Santo, da la vida a los hombres, que de esta forma son invitados y estimulados a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas las cosas creadas juntamente con Él. Por lo cual, la Eucaristía aparece como fuente y cima de toda evangelización... La casa de oración en que se celebra y se guarda la sagrada Eucaristía y se reúnen los fieles, y en la que se adora para auxilio y solaz de los fieles la presencia del Hijo de Dios, nuestro Salvador, ofrecido por nosotros en el ara sacrificial, debe estar limpia y dispuesta para la oración y para las funciones sagradas. En ella son invitados los pastores y los fieles a responder con gratitud a la dádiva ...» (PO 5).

Ante esta doctrina teológica y litúrgica, tan clara del Concilio, nosotros debemos preguntarnos cómo la estamos viviendo, si verdaderamente Cristo Eucaristía es el centro de nuestra vida personal y apostólica, hacia dónde está orientado nuestro apostolado, a dónde apuntamos y queremos llegar. Porque hasta dónde llegaron los mejores Apóstoles y ministros y cristianos que ha tenido la Iglesia, cómo vivieron, trabajaron y recibieron fuerzas para el camino, sí lo sabemos por sus vidas, su apostolado y sus escritos. Ni uno solo apóstol fervoroso, ni un solo santo que no fuera eucarístico. Ni uno solo que no haya sentido necesidad de Eucaristía, de oración eucarística, que no la haya vivido y amado, ni uno solo. Allí lo aprendieron todo. Y de aquí sacaron la luz y la fuerza necesarias para desarrollar luego su actividad o el carisma propio de cada uno, muy diversos unos de otros, pero todos bebieron en la fuente de la Eucaristía, que mana y corre siempre abundantemente, «aunque es de noche», aunque tiene que ser por la fe. Todos pusieron allí su tienda, el centro de sus miradas, pasando todos los días largos ratos con Él,  primero en fe seca, como he dicho, a palo seco, sin sentir gran cosa, luego poco a poco pasaron de acompañar al Señor a sentirse  acompañados, ayudados, fortalecidos, una veces rezando, otras leyendo, otras meditando con libros o sin libros, en oración discursiva, mental, avanzando siempre en amistad personal,  otras, más avanzados, dialogando, «tratando a solas», trato de amistad, oración afectiva, luego con una mirada simple de fe, con ojos contemplativos, silencio, quietud, simple mirada, recogimientos de potencias, una etapa importante, se acabó la necesidad del libro para meditar y empieza el tú a tú, simple mirada de amor y de fe, «noticia amorosa» de Dios, «ciencia infusa», «contemplación de amor».

Señor, ahora empiezo a creer de verdad en Tí, a sentir tu presencia y ayuda, ahora sí que sé que eres verdad y vives de verdad y estás aquí de verdad  para mí, no sólo como objeto de fe sino también de mi amor y felicidad. Hasta ahora he vivido de fe heredada, estudiada, examinada y aprobada, que era cosa buena y estaba bien, pero no me llenaba, porque muchas veces era  puro contenido teórico; ahora, Señor, te siento viviente, por eso me sale espontáneo el diálogo contigo, ya no digo Dios, el Señor, es decir, no te trato de Ud, sino de tú a tú, de amigo a amigo, mi fe es mía, es personal y viva y afectiva, no puramente heredada, me sale el diálogo y la relación directa contigo. Te quiero, Señor, y te quiero tanto que deseo voluntariamente atarme a la sombra de tu santuario, para permanecer siempre junto a ti, mi mejor amigo.

Ahora empiezo a comprender este misterio, todo el evangelio, pasajes y hechos que había entendido de una forma determinada hasta ahora, ya los comprendo totalmente de una forma diferente, porque tu Espíritu me lleva hasta “la verdad completa”; ahora todo el evangelio me parece distinto, es que he empezado a vivirlo y  gustarlo de otra forma. Ahora, Señor, es que te escucho perfectamente lo que me dices desde tu presencia eucarística sobre tu persona, tu manera de ser y amar, sobre tu vida, sobre el evangelio, ahora lo comprendo todo y me entusiasma porque lo veo realizado en la Eucaristía  y esto me da fuerzas y me mete fuego en el alma para vivirlo y predicarlo. Realmente tu persona, tus misterios, tu evangelio no se comprenden hasta que no se viven.

Santa Teresa refiriéndose a la etapa de su vida en que no se entregó totalmente a Dios, elogia sus ratos de oración, donde al estar delante de Dios, sentía cómo Dios la corregía: «...porque, puesto que siempre estamos delante de Dios, paréceme a mí es de otra manera los que tratan de oración, porque están viendo que los mira; que los demás podrá ser estén algunos días que aun no se acuerden que los ve Dios. Verdad es que, en estos años, hubo muchos meses -y creo que alguna vez año- que me guardaba de ofender al Señor y me daba mucho a la oración, y hacía algunas y hasta diligencias para no le venir a ofender»  (Libro de su Vida, cap. 8, n12). La presencia de Dios en la oración, máxime si es tan cercana como la presencia eucarística, no se aguanta si uno no está dispuesto a convertirse.

Señor, qué alegría sentirte como amigo, para eso instituiste este sacramento, no quiero dejarte jamás, y unas veces me enciendo en tu amor y te prometo no apartarme jamás de la sombra de tu santuario; otras veces, me corriges y empiezas a decirme mis defectos: quita esa soberbia, ese buscarte que tienes tan dentro, y salgo decidido a ponerlo en práctica con tu ayuda; otras veces me siento de repente lleno de tus sentimientos y actitudes y quiero amar a todos, perdonarlo todo y así van pasando los días y cada vez más juntos:“tú en mí y yo en tí, que seamos uno, como el Padre está en mí y yo en el Padre”.

Otras veces, por el contrario, todo se viene abajo y soy yo el que digo: Señor, ayúdame, he vuelto a caer otra vez en el pecado, de cualquier clase que sea, y cómo se siente el perdón y la misericordia del Señor, cómo le vemos a Cristo salir del sagrario y acercarse y arrodillarse y lavar nuestros pies, nuestros pecados y oigo su voz: “véte en paz, yo no te condeno”, y qué alegría siente uno, porque siente verdaderamente el abrazo y el beso de Cristo: “El padre lo besó y abrazó y dijo…,”  sentir todo esto y saber que del pecado de ahora y de siempre no queda ni rastro en mi alma y menos en el corazón y la memoria de Dios. Y entonces es cuando por amar y sentir el amor de Cristo, uno empieza a tratar de no pecar y corregirse más por no querer disgustarle y no romper el amor y la unión con Él que por otros motivos.

¡Cuánta soberbia a veces en nuestras tristezas por los pecados, en nuestros arrepentimientos llenos de depresión por no reconocernos débiles y pecadores, por lo que somos y de donde no podemos salir con nuestras propias fuerzas sino con la ayuda de Dios! ¡Cuánto dolor o amargura soberbia! Nos parecemos al fariseo, deseamos apoyarnos en nosotros, en una vida limpia para acercarnos a Dios mirándole como de igual a igual, sin tener necesidad siempre de su gracia y ayuda, como si no le debiéramos nada y no fuéramos simples criaturas. Nuestro deseo debe ser ofrecer a Dios una vida limpia, pero si caemos, Él siempre nos sigue amando y perdonando, siempre nos lava de nuestros pecados. Que solo Dios es Dios, y todos los demás estamos necesitados de su gracia y de su perdón, de la conversión permanente, en la que los pecados prácticamente no nos alejan de Dios porque no los queremos cometer, no queremos pecar, pero “el espíritu está pronto, pero la carne es débil”. ¿Hasta qué punto puede pecar uno que no quiere pecar?

Siendo humildes y verdaderos hijos, ni el mismo pecado  puede separarnos de Dios, si nosotros no queremos pecar, nada ni nadie nos puede separar del amor de Cristo, si vivimos en conversión sincera y permanente, si no queremos pecar e instalarnos en él, en la lejanía de Dios: “¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo? ¿la aflicción?, ¿la angustia? ,¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro? ,¿la espada? En todo esto vencemos fácilmente por aquel que nos ha amado” (Rm 8,35.37).

Por el contrario, cuando uno no vive en esta dinámica de conversión permanente, se le olvidan hasta los medios sobrenaturales, que debe emplear y aconsejar para salir de su mediocridad espiritual. Y si un sacerdote no puede sabe dirigirse a sí mismo, no sé cómo podrá hacerlo con los demás. Y esto lo comprueba la experiencia.

Hay que decirlo claro, aunque duela: no hago oración, me aburre Cristo, rehuyo el trato personal con Él, no puedo trabajar con entusiasmo por Él, no puedo predicarlo con entusiasmo. Lo peor es si esto se da en los que tienen misión de formar o dirigir a otros hermanos. Las consecuencias son funestas para la diócesis,  sobre todo, si se mantiene durante años y años, porque, al no vivir esta experiencia de amistad con Cristo, este deseo de santidad, no vivir este camino de la oración, no lo pueden inculcar ni pueden entusiasmar con Él y a sufrir en silencio, viendo instituciones esenciales para una diócesis que no marchan bien por ignorancia de las cosas espirituales de parte de los responsables;  sólo te queda el rezar para que Dios haga un milagro y supla tantas deficiencias, porque si hablas o te interesas por ello, estás “faltando a la caridad...”

 No puedo producir frutos de santidad, si no permanezco unido a Cristo. Lo ha dicho bien claro Él: “Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no lleve fruto, lo cortará; y todo el que de fruto, lo podará, para que de más fruto... Como el sarmiento no puede dar fruto de si mismo si no permaneciere en la vid tampoco vosotros si no permanecéis en mi. Yo soy la vid. Vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada. El que no permanece en mí es echado fuera,  como el sarmiento, y se seca, y los amontonan y los arrojan al fuego para que ardan. Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que  quisiereis  y se os dará. En esto será glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto, y así seréis discípulos míos”. (Jn 15, 1-8).

Hace mucho tiempo que no me predican este evangelio.  En mi seminario sí me lo predicaron muchas veces y a todos los de mi generación. El  apostolado, en definitiva, consiste en que Cristo sea conocido y amado y seguido como único Salvador del mundo y de los hombres. Cómo hacerlo si yo personalmente no me siento salvado, no me siento unido y entusiasmado con Cristo, si fallo en mi oración personal con Él.  

Meditemos aquí, hermanos, en la presencia del Señor, en la sinceridad de nuestro apostolado. Seamos coherentes. Mi oración personal, sobre todo, eucarística, es el sacramento de mi unión con el Señor y por eso mismo se convierte a la vez en un termómetro que mide mi unión, mi santidad, mi eficacia apostólica, mi entusiasmo por Él: “Jesús llamó a los que quiso para que estuvieran con Él y enviarlos a predicar”. Primero es “estar con Él”, lógico, luego: “enviarlos a predicar”. Antes de salir a predicar, el apóstol debe compartir la comunión de ideales y sentimientos y orientaciones con el Señor que le envía. Y todos los Apóstoles que ha habido y habrá espontáneamente vendrán a la Eucaristía para recibir orientación, fuerza, consuelo, apoyo, rectificación, nuevo envío.

El sacerdote tiene la dimensión profética y debe ser profeta de Cristo, porque ha sido llamado a hablar en lugar de Cristo. Pero además está llamado a ser su testigo y para eso debe saber y haber visto y experimentado lo que dice. Uno no puede ser testigo de Cristo, si no lo ha visto y sentido en su corazón y en su vida. Juan Bautista fue profeta,“la voz que clama en el desierto, preparar el camino del Señor”. (Jn 1,24), pero también testigo en el mismo vientre de su madre, donde sintió la presencia del Mesías: “Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venia como testigo para dar testimonio de la luz, para que por Él todos vinieran a la fe” (Jn 1,6-8).

 El presbítero, tanto en su dimensión profética como  sacerdotal, tiene que sustituir a Cristo, es un sustituto de Cristo en la proclamación de la Palabra y en la celebración de sus misterios, y ésto le exige y le obliga, al hacerlo “in persona Christi”, vibrar y vivir la vida y los mismos sentimientos de Cristo. El profeta no tiene mensaje propio sino que debe estar siempre a la escucha del que le envía para transmitir su mensaje. Y para todo esto, para ser testigos de la Palabra y del amor y  de la Salvación de Cristo, no basta saber unas cuántas ideas y convertirse en un teórico de la vida y del evangelio de Cristo. El haber convivido con Él íntimamente durante largo tiempo, con trato diario, personal y confidente, es condición indispensable para conocerle y predicarlo. Y esta convivencia íntima con el amigo no puede interrumpirse nunca a no ser que se rompa la amistad.

 Porque como dije antes, estar con el amigo y amarlo y seguirlo se conjugan igual y con que una de estas condiciones no se de, me da igual cuál sea, el nudo se rompe: si no oro, no amo-convierto-vivo como Él; si me canso de orar, me canso de amar-convertirme a Él vivir como Él; por otra parte, si cambio el lugar de estos verbos, todo sigue igual: por ejemplo, si no amo, si no me convierto, no oro, y si me canso de amar y convertirme, me canso de orar y ya se acabó la vida espiritual, al menos, la fervorosa. Y en afirmativo, todo también es verdad: si oro, amo y me convierto; si amo, también  oro y me convierto y si vivo en una dinámica de conversión permanente, es porque oro y amo.

Por eso, y  no hay que escandalizarse, es natural, que a veces no estemos de acuerdo en programaciones  pastorales de conjunto, en la forma de administrar los sacramentos, cuando estas no llevan hasta donde deben ir. Cada uno tiene el apostolado conforme al concepto de Iglesia-parroquia que tiene, y cada uno tiene el concepto de Iglesia-parroquia- apostolado conforme al conocimiento y vivencia que tiene de Cristo, porque la Eclesiología es Cristología en acción, la Iglesia es el Cuerpo de Cristo en el tiempo, y cada uno, en definitiva, tiene el concepto de Cristo y de Cristología y de Eclesiología  que vive, no el que aprendió en  Teología, porque lo que aprendió en la Teología, si no se vive, termina olvidándose, como lo demuestra la vida y la experiencia de la Iglesia: realmente creemos lo que vivimos y vivimos lo que creemos. Se puede tener un doctorado en Cristología y vivir sin Cristo. Este conocimiento de Cristo por amor se consigue principalmente en ratos de oración eucarística. De aquí la necesidad, tantas veces repetida por el Señor, por el Magisterio de la Iglesia, por los verdaderos apóstoles de todos los tiempos de que los obispos y sacerdotes y los responsables del pastoreo de la Iglesia sean hombres de oración, aspiren a la santidad, cuyo camino principal es la oración…

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Al transcribir esta meditación en el verano del 2001, me encontré con un texto de la Clausura del Congreso Eucarístico Nacional de Santiago, que paso gustoso a copiar:

“Aprender esta donación libérrima de uno mismo es imposible sin la contemplación del misterio eucarístico, que se prolonga, una vez celebrada la Eucaristía, en la adoración y en otras formas de piedad eucarística, que han sostenido y sostienen la vida cristiana de tantos seguidores de Jesús. La oración ante la Eucaristía, reservada o expuesta solemnemente, es el acto de fe más sencillo y auténtico en la presencia del Señor resucitado en medio de nosotros. Es la confesión humilde de que el Verbo se ha hecho carne, y pan, para saciar a su pueblo con la certeza de su compañía. Es la fe hecha adoración y silencio.

Una comunidad cristiana que perdiera la piedad eucarística, expresada de modo eminente en la adoración, se alejaría progresivamente de las fuentes de su propio vivir. La presencia real, substancial de Cristo en las especies consagradas es memoria viva y actual de su misterio pascual, señal de la cercanía de su amor “crucificado” y “glorioso”, de su Corazón abierto a las necesidades del hombre pobre y pecador, certeza de su compañía hasta el final de los tiempos y promesa ya cumplida de que la posesión del Reino de los cielos se inicia aquí, cuando nos sentamos a la mesa del banquete eucarístico.

Iniciar a los niños, jóvenes y adultos en el aprecio de la presencia real de Cristo en nuestros tabernáculos, en la “visita al Santísimo”, no es un elemento secundario de la fe y vida cristiana, del que se puede prescindir sin riesgo para la integridad de las mismas; es una exigencia elemental que brota del aprecio a la plena verdad de la fe que constituye el sacramento: ¡Dios está aquí, venid, adorémosle! Es el test que determina si una comunidad cristiana reconoce que la resurrección de Cristo, cúlmen de la Pascua nueva y eterna, tiene, en la Eucaristía, la concreción sacramental inmediata, como aparece en el relato de Emaús.

Recuperar la piedad eucarística no es sólo una exigencia de la fe en la presencia real de Cristo, sacerdote y víctima, en el pan consagrado, alimento de inmortalidad; es también, exigencia de una evangelización que quiera ser fecunda según el estilo de vida evangélico. ¿No sería obligado preguntarse en esta ocasión solemnísima, si la esterilidad de muchos planteamientos pastorales y la desproporción entre muchos esfuerzos, sin duda generosos, y los escasos resultados que obtenemos, no se debe en gran parte a la escasa dosis de contemplación y de adoración ante el Señor en la Eucaristía? Es ahí donde el discípulo bebe el celo del maestro por la salvación de los hombres; donde declina sus juicios para aceptar la sabiduría de la cruz; donde desconfía de sí para someterse a la enseñanza de quien es la Verdad; donde somete al querer del Señor lo que conviene o no hacer en su Iglesia; donde examina sus fracasos; recompone sus fuerzas y aprende a morir para que otros vivan. Adorar al Señor es asegurar nuestra condición de siervos y reconocer que ni“el que planta es algo ni el que riega, sino Dios que hace crecer” (1Cor3,7). Adorar a Cristo es garantizar a la Iglesia y a los hombres que el apostolado es, antes de obra humana, iniciativa de Dios que, al enviar a su Hijo al mundo, nos dio al Apóstol y Sacerdote de nuestra fe”.

 

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Queridos hermanos sacerdotes, qué claro y evangélico es este texto del Congreso Eucarístico que acabo de leeros. Por todo  esto qué necesario es que el apóstol vuelva con frecuencia a estar con Jesús para comprobar la autenticidad y la continuidad de la entrega primera. Fuera de ese trato personal e íntimo con el Señor no tienen valor ninguno ni las genialidades apostólicas ni la perfección técnica de los programas pastorales. Si la Eucaristía es el centro y cúlmen de toda la vida apostólica de la Iglesia, cómo prescindir prácticamente de ella en mi vida personal, cómo podrá estar centrado mi apostolado, cómo entusiasmar a mi gente, a mi parroquia con la Eucaristía, con Jesucristo, con su mensaje, cómo hacer que la valoren y la amen, si yo personalmente no la valoro en mi vida? De qué vale que la Eucaristía sea teológica y vitalmente centro y cúlmen de toda la vida de la Iglesia, si al no serlo para mí, impido que lo sea para mi gente. Entonces ¿qué les estoy dando, enseñando a mis feligreses? Si creyéramos de verdad lo que creemos, si mi fe estuviera en vela y despierta, me encontraría con Él y cenaríamos juntos la cena de la amistad eucarística y  encontraría el sentido pleno a mi vida sacerdotal y apostólica.

 Durante siglos, muchos cristianos no tuvieron otra escuela de teología o de formación o de agentes pastorales, como ahora decimos, no tuvieron otro camino para conocer a Cristo y su  evangelio, otro fundamento de su apostolado, otra revelación que el sagrario de su pueblo. Allí lo aprendieron y lo siguen aprendiendo todo sobre Cristo, sobre el evangelio, sobre la vida cristiana y apostólica, allí aprendieron humildad, servicio, perdón, entusiasmo por Cristo, hasta el punto de contagiarnos a nosotros, porque la fe y el amor a Cristo se comunican por contagio, por testimonio y vivencia, porque cuando es pura enseñanza teórica, no llega a la vida, al corazón; allí lo aprendieron directamente todo y únicamente de Cristo, en sus ratos de silencio y oración ante el sagrario.

Y luego escucharemos a S. Ignacio en los Ejercicios Espirituales: “que no el mucho saber harta y satisface al ánima sino el sentir y gustar de las cosas internamente...». Sentir a Cristo, gustar a Cristo cuesta mucho, hay que dejar afectos, hay que purificar, hay que pasar  noches y purificaciones del sentido y del espíritu, que no vacían de nosotros mismos, de nuestros criterios y sentidos para llenarnos de Cristo.

Queridos amigos, por todo esto y por muchas más cosas, la Eucaristía es la mejor escuela de oración, santidad y apostolado, es  la mejor  escuela de formación permanente de los sacerdotes y de todos los cristianos.  Junto al sagrario se van aprendiendo muchas cosas del Padre, de su amor a los hombres, de su entrega al mundo por el envío de su Hijo, de las razones últimas de la encarnación de Cristo, de su sacerdocio y el nuestro, del apostolado, de la conversión, de la paciencia de Dios, de la misericordia de Dios ante el olvido de los hombres...

 Y cuando se vive en esta actitud de adoración permanente eucarística, aunque haya fallos, porque somos limitados y finitos, no pasa nada, absolutamente nada, si tú has descubierto el amor del Padre entregando al Hijo por ti, desde cualquier sagrario, porque ese Dios y ese Hijo son verdaderamente Padre compresivo y amigo del alma que te quieren de verdad,  porque Él sabe bien este oficio y  te pone sobre sus hombros y se atreve a cantar una canción de amor mientras te lleva al redil de su corazón o, como Padre del hijo pródigo, no  te deja echar el rollo que todos nos preparamos para excusarnos de nuestros pecados y debilidades, porque solo le interesas Tú.

 Una de las cosas por las que más he necesitado de la Eucaristía es por la misericordia de Cristo, la he necesitado tanto, tanto... y la sigo necesitando, soy pecador en activo, no jubilado. Allí he vuelto a sentir su abrazo, a escuchar su palabra: “te perdono”, “preparad la cena, los zapatos nuevos, el vestido nuevo... sígueme... vete en paz, te envío como yo he sido enviado, no tengáis miedo, yo he vencido al mundo... estaré con vosotros hasta el final...” Él siempre me ha perdonado, siempre me ha abrazado, nunca me ha negado su misericordia. Eso sí, siempre hay que levantarse, conversión permanente, reemprender la marcha; si esto falla, no hay nada, si uno deja de convertirse le sobra todo, la Eucaristía, la oración, la gracia, los sacramentos, le sobra hasta Dios, porque para vivir como vivimos muchas veces, nos bastamos a nosotros mismos.

Queridos hermanos, cuánta teología, cuánta liturgia, cuánto apostolado y eficacia apostólica hay en un sacerdote de rodillas o sentado junto al sagrario  media hora o veinte minutos todos los días. Está diciendo que Cristo ha resucitado y está con nosotros; si ha resucitado, todo lo que dijo e hizo es verdad, es verdad todo lo que sabe de Cristo y de la Iglesia, todo lo que estudió, es verdad toda su vida, todo su sacerdocio y su apostolado. Junto a Cristo Eucaristía, todo su ser y actuar sacerdotal adquiere luz, fuerza, verdad y autenticidad; está diciendo que cree todo el evangelio, las partes que cuestan y las que no cuestan, que cree en la Eucaristía y lo que permanece después de la Eucaristía, lo que hacen sus manos sacerdotales, que cree, venera y adora a Cristo y todo su misterio, todo lo que ha hecho y ha dicho Cristo. ¡Qué maravilla ser sacerdote! No os sorprendáis de que almas santas, de fe muy viva, hayan sentido y vivido y expresado su emoción respecto al sacerdocio, besando incluso sus pisadas, como testimonio de su amor y devoción.

 Empezó el mismo Jesús exagerando su grandeza,  en la misma noche de la institución, postrándose humildemente de rodillas ante los Apóstoles y los futuros sacerdotes, para lavarles los pies y el corazón y todo su ser para poder recibir este sacramento: “Les dijo: ya no os llamaré siervos, os llamo amigos, porque un siervo no sabe lo que hace su señor, a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que me ha dicho mi Padre os lo he dado a conocer...”(Jn 15,14). Y eso se lo sigue diciendo el Señor a todos y cada uno de los sacerdotes, a los que elige y consagra por la fuerza de su Espíritu, que es Espíritu Santo, para que sean presencia y prolongación sacramental  de su Persona, de su Palabra, de su Salvación y de su Misión.

Es grande ser sacerdote por la proximidad a Dios, por la identificación con la persona y el misterio de Cristo, por la continuidad de su tarea, por la eficacia de su poder: “Esto es mi cuerpo, esta es mi sangre”; por la grandeza de su misericordia: «Yo te absuelvo de tus pecados». «yo te perdono»;por la abundancia de gracias que reparte: «yo te bautizo» «El cuerpo de Cristo». El sacerdote es sembrador de eternidades, cultivador de bienes eternos,  recolector de las vidas eternas de los hijos de Dios, a los que introduce ya en la tierra en la amistad con el Dios Trino y Uno.

 ¡Qué grande es ser sacerdote! ¡Qué grande y eficaz es el sacerdote junto al Sagrario! ¡Qué apostolado más pleno y total! ¡Cómo sube de precio y de calidad su ser y existir junto al Señor! ¡Cómo se transparentan y se clarifican y se verifican las vidas, las teorías, las actitudes y sentimientos sacerdotales para con Cristo y la Iglesia y los hermanos! Realmente Cristo Eucaristía y nuestra vida de amistad con Él habla, dice muy claro de nuestra fe y amor a Él y a su Iglesia La vida eucarística, lo afirma el Vaticano II, es centro y quicio, es decir, centra y descentra, dice si están centradas o descentradas nuestras vidas cristianas, si estamos centrados o desquiciados sacerdotalmente.

Por eso, os invito, hermanos, a volver junto al sagrario. Hay que recuperar la catequesis del sagrario, de la presencia real y permanente de Cristo, hecho pan de vida permanente para los hombres. Y con el sagrario hay que recuperar la oración reposada y el silencio, la alabanza y la acción de gracias, la petición y la súplica inmediata ante el Señor, la conversación diaria con el Amigo. Y entonces, a más horas de sagrario, tendríamos más vitalidad de nuestra fe y nuestro amor y de nuestros feligreses.

 Es necesario  revisar nuestra relación con la Eucaristía para potenciar y recobrar nuestra vida sacerdotal. ¿Y qué pasaría, hermanos, si todo nuestro arciprestazgo, si toda la Diócesis de Plasencia se comprometiera a pasar un rato ante el Sagrario todos los días? ¿Qué efectos personales, comunitarios y apostólicos produciría? ¿Qué movimientos sacerdotales, qué vitalidad, qué renovación se originaría? Y si estamos todos convencidos de la verdad y de la importancia de la Eucaristía para nosotros y para nuestro apostolado, ¿por qué no lo hacemos?

 Dice Juan Pablo II:      «Los sacerdotes no podrán realizarse plenamente, si la Eucaristía no es para ellos el centro de su vida. Devoción eucarística descuidada y sin amor, sacerdocio flojo, más aún, en peligro».

Si uno se pasa ratos junto al sagrario todos los días, primero va almacenando ese calor, y un día, tanto calor almacenado, se prende y se hace fuego y vivencia de Cristo. Lo dice mejor Santa Teresa: «Es como llagarnos al fuego, que aunque le haya muy grande, si estáis desviados y escondéis la mano, mal os podéis calentar, aunque todavía da más calor que no estar a donde no hay fuego. Mas otra cosa es querernos llegar a Él, que si el alma está dispuesta  -digo con deseo de perder el frío- y si está allá un rato, queda para muchas horas en calor» (Camino 35).

El que contempla Eucaristía, se hace Eucaristía, pascua, sacrificio redentor, pasa a su parroquia de mediocre a fervorosa,  se hace ofrenda y queda consagrado a la voluntad del Padre que le hará pasar por la pasión y muerte para llevarle a la resurrección, a la vida nueva. Y con él, va su parroquia. Es la pascua nueva y eterna, la nueva alianza en la sangre de Cristo.

El que contempla Eucaristía se hace Eucaristía, comunión, amor fraterno, corrección fraterna, lavatorio de los pies,  servicio gratuito, generosidad, porque comulga a Cristo, no solamente lo come, y al comerlo, siente que todos somos el mismo cuerpo de Cristo, porque comemos el mismo pan.

El que contempla la Eucaristía descubre que es presencia y amistad y salvación de Cristo permanentemente ofrecidas al hombre, sin imponerse, ayudándonos siempre con  humildad, en silencio ante los desprecios, lleno de generosidad y fidelidad, enseñándonos continuamente amor gratuito y desinteresado, total, sin encontrar a veces, muchas veces, agradecimiento y reconocimiento por parte de algunos.

El que contempla la Eucaristía se hace Eucaristía perfecta, cada día más, y encuentra la puerta de la eternidad y del cielo, porque el cielo es Dios y Dios está en Jesucristo dentro del pan consagrado. En la Eucaristía se hacen presentes los bienes escatológicos: Cristo vivo, vivo y resucitado y celeste, “cordero degollado ante el trono de Dios”, “sentado a su derecha” “que intercede por todos ante el Padre”, “llega el último día” “el día del Señor”: «anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús», «et futurae gloriae pignus datar» y la escatología y los bienes últimos ya  han empezado por Jesucristo Eucaristía.

Por la Eucaristía, Cristo ha resucitado y vive con nosotros, como puse después del Concilio en un letrero de hierro forjado en el Cenáculo de San Pedro, Y luego en la .misma puerta del Cenáculo: «Ninguna comunidad cristiana se construye si no tiene como raíz y quicio la celebración de la santísima Eucaristía».

 Esta presencia del Señor se siente a veces tan cercana, que notas su mano sobre tí, como si la sacara del sagrario para decirte palabras de amor y de misericordia y de ternura... y uno cae emocionado de rodillas: Oye, sacerdote mío, un poco de calma, tienes tiempo para todos y para tus cosas, pero no para mí, yo me he quedado aquí para ser tu amigo, para ayudarte en tu vida y apostolado, sin mí no puedes hacer nada; mira, estoy aquí, porque yo no me olvido de tí, te lo estoy diciendo con mi presencia, pero te lo diría mejor aún, si tuvieras un poco de tiempo para escucharme; ten un poco de tiempo para mí, créeme, lo necesito porque te amo como tu no comprendes; me gustaría dialogar contigo para decirte tantas cosas...

Y como la Eucaristía no es sólo palabra de Cristo, sino evangelio puesto en acción y vivo y viviente y visualizado ante la mirada de todos los creyentes, lleno de humildad y entrega y amor, uno, al contemplarla, se ve egoísta, envidioso, soberbio. Porque allí vemos a Cristo perdonando en silencio, lavando todavía los pies sucios de sus discípulos, dando la vida por todos, enseñándonos y viviendo amor total y gratuito, en humildad y perdón permanente de olvidos y desprecios. Se queda buscando solo nuestro bien, sólo con su presencia  nos está diciendo os amo, os amo... Quien se pare y hable con Él terminará aprendiendo y viviendo y practicando todas estas virtudes suyas. La experiencia de los santos y de los menos santos, de todos sus amigos, lo demuestra.

Hay que volver al sagrario, hay que potenciar y dirigir esta marcha de toda la parroquia, con el sacerdote al frente, hacia la mayor y más abundante fuente de vida y gracia cristiana que existe: “Qué bien se yo la fonte que mana y corre, aunque es de noche. Aquesta eterna fonte está escondida, en este pan por darnos vida, aunque es de noche. Aquí se está llamando a las criaturas, y de este agua se hartan, aunque a oscuras, porque es de noche. Aquesta eterna fonte que deseo, en este pan de vida yo la veo, aunque es de noche”. (San Juan de la Cruz)

       “LA SAMARITANA: Cuando iba al pozo por agua, a la vera del brocal, hallé a mi dicha sentada.

¡Ay, samaritana mía, si tú me dieras del agua, que bebiste aquel día!

SAMARITANA: Toma el cántaro y ve al pozo, no me pidas a mí el agua, que a la vera del brocal, la Dicha sigue sentada”. (José María Pemán)

“Sacaréis agua con gozo de la fuente de la salvación...”  dijo el profeta. Que así sea para todos nosotros y para todos los creyentes. Que todos vayamos al sagrario, fuente de la Salvación. La fuente es Cristo; el camino, hasta la fuente, es la oración, y la luz que nos debe guiar es la fe, el amor y la esperanza, virtudes  que nos unen directamente con Dios. ¡ES EL SEÑOR!

JESUCRISTO, EUCARISTIA DIVINA, TU LOS HAS DADO TODO POR NOSOTROS…EUCARISTÍA DIVINA, presente en el pan consagrado ¡Cómo te deseo! ¡Cómo te busco! ¡Con qué hambre de tu presencia camino por la vida! Te añoro más cada día, me gustaría morirme de estos deseos que siento y no son míos, porque yo no los sé fabricar ni todo esto que siento. ¡Qué nostalgia de mi Dios cada día! ¡Necesito verte porque sin Tí  mis ojos no pueden ver la luz! Necesito comerte, para no morir de deseos de vida y de cielo, que eres Tú. Necesito abrazarte para hacerme contigo una ofrenda agradable al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida. Quiero comerte para ser asimilado por Tí, y entrar así, totalmente identificado con el Amado, en la misma Vida y Amor y Felicidad divina de mis Tres, por su mismo Amor Personal, que es Espíritu Santo, que hace a Dios Uno y Trino, por la total y eterna generación y aceptación del Ser de Vida y Amor en el Espíritu Santo. AMEN.

TRIGÉSIMOTERCERA MEDITACIÒN

MARÍA Y LA EUCARISTÍA

 

«Si queremos descubrir en toda su riqueza la relación íntima que une Iglesia y Eucaristía, no podemos olvidar a María Madre y modelo de la Iglesia. En la Carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, presentando a la Santísima Virgen como Maestra en la contemplación del rostro de Cristo, he incluido entre los misterios de la luz también la institución de la Eucaristía. Efectivamente, María puede guiarnos hacia este Santísimo Sacramento porque tiene una relación profunda con él» (Ecclesia de Eucharistia, 53).

       Ya la piedad cristiana unió siempre a María con este misterio. Por eso, tanto en las grandes catedrales como en las chozas de los países de misión, la intuición religiosa de los fieles, al lado de la Eucaristía, puso siempre la imagen y la piedad de la Virgen. Porque la Eucaristía es el alma de la Iglesia, «centro y culmen» de toda su vida. Y María fue asociada por Dios a todo el misterio del Hijo, desde su maternidad hasta la cruz. Es lógico que así sea vista también por la Iglesia. Ella es madre de la Iglesia. Y la Iglesia se construye por la Eucaristía. 

       Desde el punto de vista bíblico y eucarístico, Juan nos ha consignado dos escenas, en los cuales María tiene su parte central al lado de Jesús. Se trata del episodio de las bodas de Caná (cf. Jn 1,1-11),  que hay que unir estrechamente al de la multiplicación de los panes, en Jn 6, y del episodio del Calvario, en Jn 19. En el primero de los signos mesiánicos obrados por Jesús está clara la intervención de María, que toma la iniciativa: “no tienen vino... haced lo que Él os diga…”. El mismo término de “mujer”,con que Jesús designa a su madre en esta ocasión, hace referencia al Génesis 2, 23, en que Dios dice a la serpiente: “Pongo enemistad perpetua entre ti y la mujer. Y entre tu linaje y el suyo. Éste te aplastara la cabeza” (Gn 3,15). Tenemos, por tanto, que el primero de los signos obrados por Cristo Mesías se convierte el agua en vino por la iniciativa de María, y representa el inicio de una nueva etapa de la historia de la salvación sacramentaria, cuyo centro será la Eucaristía, realizada en pan y vino.

       En esta nueva economía, María también es llamada mujer en la figura de Eva, tipo de su maternidad. En el Génesis, al hablarnos de Eva, tipo de Maria, se dice: “formó Yahvé Dios a la mujer” (Gén 2,22). Este pasaje indica que la Virgen-nueva Eva- viene a ser cabeza-estirpe de una nueva generación, la de la comunidad eclesial, que se nutre de la sangre y del cuerpo eucarístico de Cristo: «El hombre (Adán-Cristo-nuevo-Adán) exclamó: Esto sí que es ya hueso de mis huesos y carne de mi carne» (v.23).

       En el Nuevo Testamento, Juan da una aportación decisiva a la dimensión eucarística de la figura de María, no sólo en el relato del primer signo mesiánico, sino también en el de la pasión, donde Jesús confia el discípulo amado a su madre y viceversa, esto es, a Juan el cuidado de su madre (cf. Jn 19,25-27).  Y en ambos casos nuevamente María es designada como “mujer” por su Hijo. Es claro que al ser su propio Hijo el que la designa así, cuando lo natural hubiera sido el término “madre”, demuestra que no se trata sólo de un gesto de piedad filial por parte de Jesús, sino sobre todo de un episodio de revelación decisiva. También aquí ella es llamada mujer otra vez, como nueva Eva, para subrayar el inicio en ella de una nueva generación, la de la Iglesia, que brota del costado abierto de Cristo, nuevo Adán, del que manaron la sangre y el agua, símbolos de los sacramentos de la Iglesia. María es constituida por Cristo en  Madre de los nuevos hijos nacidos de la fe y del bautismo. 

       En San Juan, María permanece siendo la madre. Si  primero era sólo la madre del Hijo, ahora es también la madre de la Iglesia. Si primero su maternidad era física, ahora es también espiritual. En el Calvario la madre de Jesús es elegida y designada la madre de los discípulos de Jesús en la figura del discípulo amado.

       Por eso la Iglesia, sacramento salvífico, además de ser esencialmente eucarística, tiene también una connotación existencial mariana. María tiene, pues, una presencia y un papel decisivo tanto en la Encarnación como en la economía salvífica-sacramentaria de la Iglesia: en las dos, ella ha dicho su “fiat” en la fe, en la esperanza y en la caridad. En ambas ella es cabeza-estirpe de una nueva generación querida por Dios: en la primera, por la generación del Hijo de Dios hecho carne en su seno; en la segunda, por la generación de la comunidad eclesial que brota del costado de Cristo, que se nutre con el cuerpo y la sangre de Cristo, engendrados por María.

       La Iglesia, por eso, no celebra nunca la Eucaristía sin invocar la intercesión de la Madre del Señor. En cada Eucaristía, «María ofrece como miembro eminente de la Iglesia no sólo su consentimiento pasado en la Encarnación y en la cruz, sino también sus méritos y la presente intercesión materna y gloriosa» (cf. Marialis Cultus 20).La encíclica Redemptoris Mater de Juan Pablo II afirma que la maternidad espiritual de María «ha sido comprendida y vivida particularmente por el pueblo cristiano en el sagrado banquete, celebración litúrgica del misterio de la Redención, en el cual Cristo, su verdadero cuerpo nacido de María Virgen, se hace presente» (RMa 44).   Y continúa el Papa: «Con razón la piedad del pueblo cristiano ha visto siempre un profundo vínculo entre la devoción a la Santísima Virgen y el culto a la Eucaristía; es un hecho de relieve en la liturgia tanto occidental como oriental, en la tradición de las Familias religiosas, en la espiritualidad de los movimientos contemporáneos, incluso los juveniles, en la pastoral de los santuarios marianos. María guía a los fieles a la Eucaristía» (RMa 44).

        La Iglesia así lo comprende y lo canta agradecida en la antífona del Corpus Christi: «Ave, verum corpus natum de María Virgine, vere passum, inmolatum in cruce pro homine...»  El Papa Juan Pablo II se ha referido a esta relación de la Eucaristía con María en dos documentos. En la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae, nos dice: «Misterio de luz es, por fin, la institución de la Eucaristía, en la cual Cristo se hace alimento con su cuerpo y su sangre bajo las especies del pan y del vino, dando testimonio de su amor por la humanidad «hasta el extremo» (Jn 13,1) y por cuya salvación se ofrecerá en sacrificio. Excepto en el de Caná, en estos misterios la presencia de María queda en el trasfondo.Los evangelios apenas insinúan su eventual presencia en algún que otro momento de la predicación de Jesús (cf Mc 3,31-35; Jn 2,12) y nada dicen sobre su presencia en el Cenáculo en el momento de la institución de la Eucaristía. Pero, de algún modo, el cometido que desempeña en Caná acompaña toda la misión de Cristo. La revelación, que en el bautismo en el Jordán proviene directamente del Padre y ha resonado en el Bautista, aparece también en labios de María en Caná y se convierte en su gran invitación materna dirigida a la Iglesia de todos los tiempos: «Haced lo que él os diga» (Jn 2,5). Es una exhortación que introduce muy bien las palabras y signos de  Cristo durante su vida pública, siendo como el telón de fondo mariano de todos los «misterios de luz» (Rosarium Virginis Mariae 1).

       En otro pasaje de esta misma Carta del Rosario de la Virgen nos propone el Papa a María como modelo de contemplación cristológica, que recorre y nos ayuda a vivir la espiritualidad eucarística. Lo titula el Papa: María modelo de contemplación, y nos dice en el número 10: «La contemplación de Cristo tiene en María su modelo insuperable. El rostro del Hijo le pertenece de un modo especial. Ha sido en su vientre donde se ha formado, tomando también de Ella una semejanza humana que evoca una intimidad espiritual ciertamente más grande aún. Nadie se ha dedicado con la asiduidad de María a la contemplación del rostro de Cristo. Los ojos de su corazón se concentran de algún modo en Él ya en la anunciación, cuando lo concibe por obra del Espíritu Santo; en los meses sucesivos empieza a sentir su presencia y a imaginar sus rasgos. Cuando por fin lo da a luz en Belén, sus ojos se vuelven también tiernamente sobre el rostro del Hijo, cuando lo «envolvió en pañales y le acostó en un pesebre» (Lc2,7).

       Desde entonces su mirada, siempre llena de adoración y asombro, no se apartará jamás de Él. Será a veces una mirada interrogadora, como en el episodio de su extravío en el templo: “Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?” (Lc 2,48); será en todo caso una mirada penetrante, capaz de leer en lo íntimo de Jesús, hasta percibir sus sentimientos escondidos y presentir sus decisiones, como en Caná (cf Jn 2,5); otras veces será una mirada dolorida, sobre todo bajo la cruz, donde todavía será, en cierto sentido, la mirada de la “parturienta”, ya que María no se limitará a compartir la pasión y la muerte del Unigénito, sino que acogerá al nuevo hijo en el discípulo predilecto confiado a Ella (cf Jn 19,26-27); en la mañana de Pascua será una mirada radiante por la alegría de la resurrección y, por fín, una mirada ardorosa por la efusión del Espíritu  en el día de Pentecostés (cf Hch 1,14).

 

2.- LOS RECUERDOS DE MARÍA

(Tomado de la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae, que cito tal cua)

11. María vive mirando a Cristo y tiene en cuenta cada una de sus palabras: “Guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón” (Lc 2,19; cf 2,51). Los recuerdos de Jesús, impresos en su alma, la han acompañado en todo momento, llevándola a recorrer con el pensamiento los distintos episodios de su vida junto al Hijo. Han sido aquellos recuerdos los que han constituido, en cierto sentido, el “rosario” que Ella ha recitado constantemente en los días de su vida terrenal.

       Ytambién ahora, entre los cantos de alegría de la Jerusalén celestial, permanecen intactos los motivos de su acción de gracias y su alabanza. Ellos inspiran su materna solicitud hacia la Iglesia peregrina, en la que sigue desarrollando la trama de su “papel” de evangelizadora. María propone continuamente a los creyentes los “misterios” de su Hijo, con el deseo de que sean contemplados, para que puedan derramar toda su fuerza salvadora. Cuando recita el rosario, la comunidad cristiana está en sintonía con el recuerdo y con la mirada de María (RVM 10 y 11).

 

3.- MARÍA, MUJER “EUCARÍSTICA”

Así llama el Papa Juan Pablo II a María en la última Carta Encíclica, sobre la Eucaristía: “ECCLESIA DE EUCHARISTÍA”. El  capítulo sexto y último lo titulo al Papa: EN LA ESCUELA DE MARÍA, MUJER EUCARÍSTICA. En este capítulo recoge el Papa la doctrina actual de la Iglesia, especialmente de los Mariólogos, elaborando una síntesis perfecta. Ya el Vaticano II había dado una amplia visión del lugar y papel obrado por María en la obra de la salvación, cuyo “centro y culmen” siempre será la Eucaristía: “(María)… al abrazar de todo corazón y sin entorpecimiento de pecado alguno la voluntad salvífica de Dios, se consagró totalmente como esclava del Señor a la persona y la obra de su Hijo, sirviendo con diligencia al misterio de la redención con Él y bajo Él, con la gracia de Dios omnipotente” (LG 56).

        “María, concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, padeciendo con su Hijo cuando moría en la cruz, cooperó de forma enteramente simpar a la obra del Salvador con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad, con el fin de restaurar la vida sobrenatural de las almas” (LG 61).

       “María mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo erguida (cf. Jo 19,25), sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la  víctima que ella misma había engendrado” (LG 58).

       Sin el cuerpo de Cristo que “ella misma había engendrado” no hubiera sido posible ni la salvación ni la Eucaristía. Por eso María es Madre de la Eucaristía,  por ser la madre de Cristo, materia y forma del Misterio eucarístico; María es arca y tienda de la Nueva Alianza, por engendrar por la potencia del Amor del Espíritu Santo la carne y la sangre de Cristo, derramada para la Nueva y Eterna Alianza de Dios con los hombres; María fue el primer sagrario de Cristo en la tierra; María fue asociada expresamente por su Hijo en el sacrificio cruento de la Eucaristía, ofreciendo su vida con Él al Padre para la salvación de los hombres, consintiendo en su ofrenda y creyendo contra toda esperanza en la Palabra de Dios, creyendo que era el redentor de los hombres el que moría en la cruz.

       Por eso y por más razones, no he querido terminar  este libro sobre la Eucaristía, sin dedicarle a María el último capítulo, como he hecho hasta ahora en mis libros publicados. Es mucho lo que Cristo confió en y a su madre y mucho lo que ella hace en la Iglesia actualmente, siempre asociada y unida totalmente a  su Hijo, su mayor tesoro y fundamento de todas sus grandezas y misiones, y es mucho también lo que todos debemos a María  “MUJER EUCARÍSTICA”. 

       Esta actitud eucarística de María ya había sido resumida por el mismo Pontífice en otro documento con estas palabras:   “Y hacia la Virgen María miran los fieles que escuchan la Palabra proclamada en la asamblea dominical, aprendiendo de ella a conservarla y meditarla en el propio corazón (cf Lc 2,19). Con María los fieles aprenden a estar a los pies de la cruz para ofrecer al Padre el sacrificio de Cristo y unir al mismo el ofrecimiento de la propia vida. Con María viven el gozo de la resurrección, haciendo propias las palabras del Magníficat que canta el don inagotable de la divina misericordia en la inexorable sucesión del tiempo: “Su misericordia alcanza de generación en generación a los que lo temen” (Lc 1,50). De domingo en domingo, el pueblo peregrino sigue las huellas de María, y su intercesión materna hace particularmente intensa y eficaz la oración que la Iglesia eleva a la Santísima Trinidad” (Dies Domini 86).

       Y ahora paso ya a transcribir literalmente el capítulo sexto y último de la Encíclica ECCLESIA DE UCHARISTIA, donde el Papa Juan Pablo II recoge de modo insuperable, al menos por mí, la doctrina eucarístico-mariana actual. Uno disfruta leyendo y meditando estas verdades.

TRIGÉSIMOCUARTA MEDITACIÓN

EN LA ESCUELA DE MARÍA, «MUJER EUCARÍSTICA»

CAPÍTULO VI DE LA ENCÍCLICA «ECCLESIA DE EUCHARISTIA»

 

53. Si queremos descubrir en toda su riqueza la relación íntima que une Iglesia y Eucaristía, no podemos olvidar a María, Madre y modelo de la Iglesia. En la Carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, presentando a la Santísima Virgen como Maestra en la contemplación del rostro de Cristo, he incluido entre los misterios de la luz también la institución de la Eucaristía (20).Efectivamente, María puede guiamos hacia este Santísimo Sacramento porque tiene una relación profunda con Él.

       A primera vista, el Evangelio no habla de este tema. En el relato de la institución, la tarde del Jueves Santo, no se menciona a María. Se sabe, sin embargo, que estaba junto con los Apóstoles, “concordes en la oración” (cf. Hch 1, 14), en la primera comunidad reunida después de la Ascensión en espera de Pentecostés. Esta presencia suya no pudo faltar ciertamente en las celebraciones eucarísticas de los fieles de la primera generación cristiana, asiduos “en la fracción del pan” (Hch 2, 42).

       Pero, más allá de su participación en el Banquete eucarístico, la relación de María con la Eucaristía se puede delinear indirectamente a partir de su actitud interior. María es mujer “eucarística” con toda su vida. La Iglesia, tomando a María como modelo, ha de imitarla también en su relación con este santísimo Misterio.

 

54. ¡Mysterium fidei! Puesto que la Eucaristía es misterio de fe, que supera de tal manera nuestro entendimiento que nos obliga al más puro abandono a la palabra de Dios, nadie como María puede ser apoyo y guía en una actitud como ésta. Repetir el gesto de Cristo en la Última Cena, en cumplimiento de su mandato: “¡Haced esto en conmemoración mía!”, se convierte al mismo tiempo en aceptación de la invitación de María a obedecerle sin titubeos: “Haced lo que él os diga” (Jn 2, 5). Con la solicitud materna que muestra en las bodas de Caná, María parece decirnos: “no dudéis, fiaros de la Palabra de mi Hijo. Él, que fue capaz de transformar el agua en vino, es igualmente capaz de hacer del pan y del vino su cuerpo y su sangre, entregando a los creyentes en este misterio la memoria viva de su Pascua, para hacerse así “pan de vida”.

 

55. En cierto sentido, María ha practicado su fe eucarística antes incluso de que ésta fuera instituida, por el hecho mismo de haber ofrecido su seno virginal para la encarnación del Verbo de Dios. La Eucaristía, mientras remite a la pasión y la resurrección, está al mismo tiempo en continuidad con la Encarnación. María concibió en la anunciación al Hijo divino, incluso en la realidad física de su cuerpo y su sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor.

       Hay, pues, una analogía profunda entre el fiat pronunciado por María a las palabras del Ángel y el amén que cada fiel pronuncia cuando recibe el cuerpo del Señor. A María se le pidió creer que quien concibió “por obra del Espíritu Santo” era el “Hijo de Dios” (cf. Lc1, 30.35). En continuidad con la fe de la Virgen, en el Misterio eucarístico se nos pide creer que el mismo Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, se hace presente con todo su ser humano-divino en las especies del pan y del vino.

       “Feliz la que ha creído” (Lc 1, 45): María ha anticipado también en el misterio de la Encarnación la fe eucarística de la Iglesia. Cuando, en la Visitación, lleva en su seno el Verbo hecho carne, se convierte de algún modo en “tabernáculo” -el primer “tabernáculo” de la historia- donde el Hijo de Dios, todavía invisible a los ojos de los hombres, se ofrece a la adoración de Isabel, como “irradiando” su luz a través de los ojos y la voz de María. Y la mirada embelesada de María al contemplar el rostro de Cristo recién nacido y al estrecharlo en sus brazos, ¿no es acaso el inigualable modelo de amor en el que ha de inspirarse cada comunión eucarística?

       María, con toda su vida junto a Cristo y no solamente en el Calvario, hizo suya la dimensión sacrificial de la Eucaristía. Cuandollevó al niño Jesús al templo de Jerusalén “para presentarle Señor” (Lc2, 22), oyó anunciar al anciano Simeón que aquel niño sería “señal de contradicción” y también que una “espada” traspasaría su propia alma (cf. Lc2, 34.35). Se preanunciaba así el drama del Hijo crucificado y, en cierto modo, se prefiguraba el “stabat Mater” de la Virgen al pie de la Cruz. Preparándose día a día para el Calvario, María vive una especie de “Eucaristía anticipada” se podría decir, una “comunión espiritual” de deseo y ofrecimiento, que culminará en la unión con el Hijo en la pasión y se manifestará después, en el período postpascual, en su participación en la celebración eucarística, presidida por los Apóstoles como “memorial” de la pasión.

       ¿Cómo imaginar los sentimientos de María al escuchar de la boca de Pedro, Juan, Santiago y los otros Apóstoles, las palabras de la Última Cena: «Éste es mi cuerpo que es entregado por vosotros» (Lc22, 19)? Aquel cuerpo entregado como sacrificio y presente en los signos sacramentales, ¡era el mismo cuerpo concebido en su seno! Recibir la Eucaristía debía significar para María como si acogiera de nuevo en su seno el corazón que había latido al unísono con el suyo y revivir lo que había experimentado en persona al pie de la Cruz.

 

57. “Haced esto en recuerdo mío” (Lc22, 19). En el “memorial” del Calvario está presente todo lo que Cristo ha llevado a cabo en su pasión y muerte. Por tanto, no falta lo que Cristo ha realizado también con su Madre para beneficio nuestro. En efecto, le confía al discípulo predilecto y, en él, le entrega a cada uno de nosotros: “¡He aquí a tu hijo!” Igualmente dice también a todos nosotros: “¡He aquí a tu madre! (cf. Jn19 ,26.27).  

       Vivir en la Eucaristía el memorial de la muerte de Cristo implica también recibir continuamente este don. Significa tomar con nosotros -a ejemplo de Juan- a quien una vez nos fue entregada como Madre. Significa asumir, al mismo tiempo, el compromiso de conformarnos a Cristo, aprendiendo de su Madre y dejándonos acompañar por ella. María está presente con la Iglesia, y como Madre de la Iglesia, en todas nuestras celebraciones eucarísticas. Así como Iglesia y Eucaristía son un binomio inseparable, lo mismo se puede decir del binomio María y Eucaristía. Por eso, el recuerdo de María en el celebración eucarística es unánime, ya desde la antigüedad, en las Iglesias de Oriente y Occidente.

 

58. En la Eucaristía, la Iglesia se une plenamente a Cristo y a su sacrificio, haciendo suyo el espíritu de María. Es una verdad que se puede profundizar releyendo el Magnificat en perspectiva eucarística. La Eucaristía, en efecto, como el canto de María, es ante todo alabanza y acción de gracias. Cuando María exclama «mi alma engrandece al Señor, mi espíritu exulta en Dios, mi salvador» lleva a Jesús en su seno. Alaba al Padre «por» Jesús, pero también lo alaba «en» Jesús y «con» Jesús. Esto es precisamente la verdadera “actitud eucarística”.

       Al mismo tiempo, María rememora las maravillas que Dios ha hecho en la historia de la salvación, según la promesa hecha a nuestros padres (cf. Lc 1, 55), anunciando la que supera a todas ellas, la encarnación redentora. En el Magníficat en fin, está presente la tensión escatológica de la Eucaristía. Cada vez que el Hijo se presenta bajo la “pobreza” de las especies sacramentales, pan y vino, se pone en el mundo el germen de la nueva historia, en la que “se derriba del trono a los poderosos  y se enaltece a los humildes” (cf. Lc1, 52). María canta el “cielo nuevo” y la “tierra nueva” que se anticipan en la Eucaristía y, en cierto sentido, deja entrever su –diseño- programático. Puesto que el Magnificat expresa la espiritualidad de María, nada nos ayuda a vivir mejor el Misterio eucarístico que esta espiritualidad. ¡La Eucaristía se nos ha dado para que nuestra vida sea, como María, toda ella un magnjficat !

 

CONCLUSIÓN

(Resumen breve, hecho de la del Papa)

 

Cada día, mi fe ha podido reconocer en el pan y en el vino consagrados al divino Caminante que un día se puso al lado de los dos discípulos de Emaús para abrirles los ojos a la luz y el corazón a la esperanza (Lc 24,3.5). Dejadme que, como Pedro al final del camino eucarístico en el Evangelio de Juan, yo le repita a Cristo, en nombre de toda la Iglesia y en nombre de todos vosotros: «Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68).

       En el alba de ester tercer milenio todos nosotros, hijos de la Iglesia, estamos llamados a caminar en la vida cristiana con un renovado impulso. Como he escrito en la Carta apostólica Novo millennio ineunte, no se trata de «inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste» (nº 29). La realización de este programa de un nuevo vigor de la vida cristiana pasa por la Eucaristía.

       Todo compromiso de santidad, toda acción orientada a realizar la misión de la Iglesia, toda puesta en práctica de planes pastorales, ha de sacar del Misterio eucarístico la fuerza necesaria y se ha de ordenar a él como a su culmen. En la Eucaristía tenemos a Jesús, tenemos su sacrificio redentor, tenemos su resurrección, tenemos el don del Espíritu Santo, tenemos la adoración, la obediencia y el amor al Padre. Si descuidáramos la Eucaristía, ¿cómo podríamos remediar nuestra indigencia?

       El Misterio eucarístico -sacrificio, presencia, banquete-no consiente reducciones ni instrumentalizaciones; debe ser vivido en su integridad, sea durante la celebracion, sea en el íntimo coloquio con Jesús apenas recibido en la comunión, sea durante la adoración eucarística fuera de la Misa… Impulsada por el amor, la Iglesia se preocupa de transmitir a las siguientes generaciones cristianas, sin perder ni un solo detalle, la fe y la doctrina sobre el Misterio eucarístico. No hay peligro de exagerar en la consideración de este Misterio, porque «en este Sacramento se resume todo el misterio de nuestra  salvación» (Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, III, q.83, a.4c).

JACULATORIA EUCARÍSTICA

 

JESUCRISTO, EUCARISTÍA DIVINA, TÚ LO HAS DADO TODO POR MÍ, CON AMOR EXTREMO, HASTA DAR LA VIDA. TAMBIÈN YO QUIERO DARLO TODO POR TI, PORQUE PARA MÍ TÚ LO ERES TODO, YO QUIERO QUE LO SEAS  TODO.

 

JESUCRISTO EUCARISTÍA, YO CREO EN TI.

 

JESUCRISTO EUCARISTÍA, YO CONFÍO EN TI.

 

JESUCRISTO EUCARISTÍA, TÚ ERES EL HIJO DE DIOS.

 

EL ÚNICO SALVADOR DEL MUNDO Y DE LOS HOMBRES.

 

ÍNDICE

PRÓLOGO ....................................................................... 5      

INTRODUCCIÓN .............................................................. 7     

PRIMERA PARTE

HOMILÍAS DEL JUEVES SANTO

PRIMERA HOMILÍA DEL JUEVES SANTO..............................9     

SEGUNDA HOMILÍA...........................................................14

TERCERA HOMILÍA...........................................................20    

CUARTA HOMILÍA.............................................................25    

QUINTA HOMILÍA..............................................................30   

SEXTA HOMILÍA................................................................34    

SÉPTIMA HOMILÍA............................................................37   

OCTAVA HOMILÍA.............................................................40   

NOVENA HOMILÍA  ...........................................................44   

DÉCIMA HOMILÍA..............................................................49  

UNDÉCIMA HOMILÍA......................................................... 52   

DUODÉCIMA HOMILÍA........................................................57    

DÉCIMOTERCERA HOMILÍA.................................................60   

DÉCIMOCUARTA HOMILÍA......... .........................................64

DÉCIMOQUINTA HOMILÍA…………………………………………………………..66

         SEGUNDA PARTE

          HOMILÍAS DEL CORPUS CHRISTI

PRIMERA HOMILÍA...........................................................71  

SEGUNDA HOMILÍA .........................................................75

TERCERA HOMILÍA...........................................................77  

CUARTA HOMILÍA ............................................................80 

QUINTA HOMILÍA..............................................................84  

SEXTA HOMILÍA................................................................88   

SÉPTIMA HOMILÍA.............................................................91           

OCTAVA HOMILÍA..............................................................93          

NOVENA HOMILÍA..............................................................66           

DÉCIMA HOMILÍA....................................................................100          

UNDÉCIMA HOMILÍA...............................................................103          

DUODÉCIMA HOMILÍA.............................................................107         

DÉCIMOTERCERA HOMILÍA......................................................110         

DÉCIMOCUARTA HOMILÍA.......................................................114         

DÉCIMOQUINTA HOMILÍA.......................................................116       

DÉCIMOSEXTA HOMILÍA .......................................................121       

DÉCIMOSÉPTIMA HOMILÍA………………………………………………………..….124

    TERCERA PARTE

     MEDITACIONES EUCARÍSTICAS

1ª .- La presencia de Dios entre los hombres...................................128     

2ª.- Necesidad de la oración para el encuentro personal

       con  Cristo Eucaristía .............................................................148                 

3ª.-  Hemorroísa divina, creyente, decidida a tocar a Cristo con fe......153               

4ª.-  Samaritana mía, enséñame a pedir a Cristo el agua de la fe……..156               

5ª.- En el Sagrario está el Cristo que curó a ciegos y leprosos…………..160

6ª.- Jesucristo Eucaristía cura los pecados de     la carne: la Adúltera..161

7ª.-  En la Eucaristía está el mismo Cristo de Palestina ya resucitado..164              

8ª.-  Si queremos tener oración permanente necesitamos

       conversión permanente, y viceversa.........................................171 

9ª.- Orar es querer convertirse a Dios en todas las cosas………………....175

10ª.- Orar es también meditar y el Sagrario, la mejor escuela………….182  

11ª.-  Jesucristo Eucaristía, el mejor maestro de oración………………..…185

12ª.- ¿Y si nos hiciéramos un examen de oración personal?..............193

13ª.- Oración y Santidad, fundamentos del Apostolado en

        la Carta Apostólica “Novo millennio ineunte” de J.PabloII……..…201

14ª.- La peor pobreza de la Iglesia es la pobreza mística…………….…..209

15ª.- Breve itinerario de oración eucarística....................................211

16ª.- “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”…….…….221 

17ª.- ¿Por qué el hombre tiene que amar a Dios? Porque

         Dios nos amó primero. .........................................................225      

18ª.- “Y nos envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados”. 236

19ª.- Aprendiendo a orar y dialogar con Cristo Eucaristía……………………245

20ª.- La Eucaristía, la mejor escuela de oración y santidad se

          convierte en la mejor escuela de apostolado......................... 255  

21ª.- La vivencia de Cristo Eucaristía, llama ardiente de

          caridad apostólica.............................................................. 260  

22ª.- El sacerdote católico, presencia sacramental  de Cristo………….…268 

23ª.- La Espiritualidad de la Eucaristía como misa.Participación……….…271

24ª.- La participación en la Eucaristía nos lleva a imitar a Cristo…….…278

25ª.-   Mirada teológica y litúrgica a la Comunión ……………………………..285

26ª.-   Espiritualidad de la Eucaristía como comunión………………………...290

27ª.-   “El que me coma vivirá por mí”. Por la comunión

       Eucarística nos vamos transformando en Cristo…………………………..295

28ª.- La Adoración eucarística: Espiritualidad y Pastoral…………………….300 

29ª.-Jesús, adorador del Padre en obediencia total y amor

      extremo hasta dar la vida   …………………………………………………….…..…304

30ª.-Espiritualidad y vivencia de la Presencia Eucarística……………….… 306

31ª.- Jesucristo Eucaristía, el mejor camino de oración,…

        santidad y apostolado……………………………………………………………………314

32ª.- Importancia de la oración eucarística para la vida

         y el  ministerio sacerdotal .................................................  319

33ª.-María y la Eucaristía: Los recuerdos de María………………………………332

34ª    En la escuela de Maria, mujer “eucarística”

         Capítulo VI de la Encíclica “Ecclesia de Eucharistia”…………………..337

 

 Conclusion……………………………………………………………………………………….. ….340


[1]Cfr Liturgia de las Horas, III, pag 1370-71.

[2]JEAN MAALOUF, Escritos esenciales,  Madre Teresa de Calcuta., Sal Terrae  2002, p. 91.

[3]Liturgia de las Horas, III, pgs. 1391-93, De las oraciones atribuidas a Santa Brígida.

[4]ANTONIO LÓPEZ BAEZA: Un Dios locamente enamorado de tí, Sal Terrae 2002, pag. 93-4).

[5]Discurso de Juan Pablo II  dirigido al Capítulo General de los Servitas, reunidos en la primavera del 2002.

[6]F.X. DURRWEL, Cristo, Nuestra Pascua,  Editorial Ciudad Nueva, MADRID  2003, pag 176.

[7]Audi, Filia, 75

[8]Plática 30.

[9]JEAN  MAALOUF, Escritos Esenciales. Madre Teresa de Calcuta. Sal Terrae  2002, p. 79)

[10]NMI 38.

[11]Ibidem ,  pag. 79)                    

[12](ANTONIO LÓPEZ BAEZA: Un Dios locamente enamorado de ti:  Sal Terrae  2002.  pag 101-102.

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